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Evans - Traducciones Del Dibujo A La Construcción - 1986-1
Evans - Traducciones Del Dibujo A La Construcción - 1986-1
Robin Evans
Publicado orginariamente en AA Files 12, verano de 1986, con el título "Translations from Drawing to
Building". En este artículo pueden verse los argumentos acerca de las diferencias entre el rol del
dibujo para el arte y para la arquitectura que Evans desarrolllará más tarde en "The Projective Cast".
La traducción ha sido realizada por Pablo Blitstein y Martín Marimón, de la versión publicada en
Robin Evans, "Translations from Drawing to Building and Other Essays", Architectural Association,
Londres, 1997.
Traducir es transportar. Es mover algo sin alterarlo.(1) Éste es su sentido original, y es esto lo que pasa
en un movimiento de traslación. Y también, por analogía con el movimiento de traslación, en la
traducción de los idiomas. Sin embargo, el sustrato a través del cual el sentido de las palabras es
traducido de un lenguaje a otro no parece tener la uniformidad ni la continuidad necesarias; hay cosas
que pueden torcerse, quebrarse o perderse en el camino. Suponer que existe un espacio uniforme a
través del cual el sentido puede deslizarse sin modulaciones es, sin embargo, algo más que una simple e
ingenua ilusión. Sólo hipotetizando primero su existencia pura e incondicional puede alcanzarse algún
conocimiento preciso sobre la pauta de las desviaciones con respecto a esta condición imaginaria.
Me gustaría sugerir que algo similar ocurre, en la arquitectura, entre el dibujo y el edificio, y que es
necesaria una suspensión similar de este descreimiento crítico para que los arquitectos puedan
desempeñar su tarea. Aunque tal ficción habilitadora pueda ser explicitada, todavía no lo ha sido en
arquitectura, y a causa de esta ausencia de explicación por un lado se sobrevalora el dibujo y por el otro
sus ‘propiedades' (sus peculiares poderes en relación con su tema putativo, el edificio) apenas si son
reconocidas. El reconocimiento del poder del dibujo como medio aparece, inesperadamente, como el
reconocimiento de la distinción y la desemejanza del dibujo con respecto a la cosa que está siendo
representada, más que su semejanza con ella, lo cual no es ni tan paradójico ni tan disociativo como
parece.
Antes de embarcarnos en la investigación del rol del dibujo en la arquitectura, podemos dedicar algunas
palabras más al lenguaje; en especial, a la común paradoja que considera que la arquitectura es como el
lenguaje, pero también independiente de él. Todas las cosas que poseen dimensión conceptual son
como el lenguaje, así como todas las cosas grises son como los elefantes. Gran parte de la arquitectura
puede ser semejante al lenguaje sin serlo. Algunos dirían que esta insistencia reciente en que la
arquitectura es un lenguaje no es más que la última ola de una persistente marea verbal que erosiona la
visión, entorpeciendo nuestra habilidad para ver sin un lenguaje que guíe nuestros ojos. En palabras del
poeta Paul Valéry, usadas como título para una reciente biografía de un artista norteamericano, “ver es
olvidar el nombre de lo que uno ve”.(2) ¿Podemos estar realmente seguros? ¿Este purismo no corre el
riesgo de convertirse en una devoción ridícula? Habiendo reconocido que las palabras determinan la
visión, no hay obligación moral de expulsarlas, incluso si esa expulsión fuera posible. Es entendible
que, en interés de la integridad de nuestro arte, imaginemos la visión contaminada por otras formas de
comunicación, así como es entendible que, en interés de su engrandecimiento, la imaginanemos
comparable con el lenguaje. Pero éstas son sólo excusas para ideas incompatibles.
El fastidio con la pureza de la visión surge del miedo de que toda distinción se pierda al irrumpir una
categoría dentro de otra. La protegemos porque la creemos en peligro de ser abrumada por algo más
poderoso. Con nuestras mentes fijas en el predominio del lenguaje podemos incluso atrevernos a
encerrar la arquitectura dentro de su propio sistema, negando su comunicación con cualquier otra cosa
para preservar su integridad. Esto podría ser posible, aunque muy improbable, porque para la
arquitectura, aún en la soledad de una pretendida autonomía, existe un comunicador infalible que es el
dibujo.
Algunos historiadores del arte ingleses han dirigido su atención hacia las transacciones entre el
lenguaje y las artes visuales: Michael Baxandall con los primeros humanistas italianos, T. J. Clark con
la pintura francesa del siglo XIX, y Norman Bryson con la pintura francesa de los siglos XVI y XVII.
(3) Sus estudios, que llevaron la historia del arte a un área nunca antes estudiada como corresponde,
muestran a los pintores y a los comentaristas intentando desenredar la pintura del lenguaje o tratando de
acomodarse a él, en lo que no era tanto una guerra entre lo verbal y lo visible como una negociación,
llena de fricciones a pesar de los pactos. Su trabajo me parece invalorable y estimulante. Creo, sin
embargo, que esta negociación dominada por el comercio entre dos potencias no puede ser transferida,
sin adaptaciones, al estudio de la arquitectura, porque el dibujo arquitectónico constituye una tercera
fuerza que bien puede igualar las del trabajo artístico y sus comentarios.
Mi intuición del enorme papel generativo jugado por el dibujo arquitectónico deriva de un breve
período de enseñanza en una escuela de arte.(4) Convencido de que la arquitectura y las artes visuales
eran aliadas cercanas, pronto me sorprendí por aquello que, en esa época, era tenido como la peculiar
desventaja de la labor de los arquitectos: no trabajar nunca directamente con el objeto de su
pensamiento, sino siempre a través de algún medio (por lo general, el dibujo), mientras que los pintores
y los escultores, después de los bosquejos y maquetas preliminares, acababan trabajando siempre sobre
la cosa misma, la cual, naturalmente, absorbía la mayor parte de su atención y su esfuerzo. Mirando
hacia atrás, todavía no puedo entender por qué las implicaciones de esta simple observación no me
habían sido nunca reveladas. El bosquejo y la maqueta están mucho más cerca de la pintura y la
escultura que el dibujo lo está de un edificio, y el proceso de desarrollo (la formulación) raramente
llega a una conclusión al cabo de estos estudios preliminares. La actividad más intensa es casi siempre
la construcción y la manipulación del artefacto final; los estudios preliminares se proponen alcanzar
una definición suficiente como para que el trabajo final comience, y no proveer una determinación
completa por adelantado, como en el dibujo arquitectónico. El desplazamiento del esfuerzo y lo
indirecto del acceso que resulta de ello todavía me parecen aspectos distintivos de la arquitectura
convencional considerada como arte visual; otra cuestión es si son siempre y necesariamente una
desventaja.
Dos definiciones divergentes de las posibilidades para la arquitectura se siguen del reconocimiento de
este desplazamiento. Podemos unir la arquitectura a las otras artes visuales con mayor seguridad
insistiendo en que sólo lo que el arquitecto manipula con sus propias manos es obra suya. Claro que
esta nueva intimidad requeriría previamente un divorcio, porque, a medida que logramos un acceso más
directo a ‘la obra', estaríamos resignando pretensiones sobre la arquitectura que ahora florece dentro del
orden político, económico y social. Si la arquitectura fuera redefinida de esta manera, ¿podría volverse
más escrupulosa y menos responsable, menor y menos predecible, sin valor pero mejor, ya que al
abandonar pretensiones grandilocuentes de representar y definir el mundo social en sus aspectos tantos
imaginativos como activos (proyecto cuya improbabilidad es comparable a la de compilar un código
legal que sea también una buena novela –ambición que sólo puede confundirse en la práctica), la
arquitectura podría, por contracción y concentración, constituirse a sí misma desde cero? Ahora bien,
esta consolidación a través de la renuncia ya está en marcha, y el problema es que se ha convertido
exactamente en eso: una consolidación, una restauración, una simple relocalización de la inversión
dentro de la región definida desde hace mucho tiempo como perteneciente a la arquitectura.
Lo que podría haber ocurrido en la arquitectura, pero no ocurrió, se dio fuera de ella, y también fuera
de la pintura y la escultura, al menos hasta donde ellas son definidas en tanto categorías.(5) Insistir en
el acceso directo a la obra puede que sea designar el dibujo como el repositorio real del arte
arquitectónico. También puede llegar a ser rechazar el dibujo que no se realiza a mano.
De las artes más allá de la esfera de la arquitectura que se ocupan, sin embargo, de temas
reconociblemente arquitectónicos (earth-art, performance, instalaciones, construcciones), muchas son
destacables no sólo por el hecho de que hacen poco o ningún uso del dibujo, sino también por la
‘imposibilidad' de su desarrollo a través de ese medio.
La obra del artista de Los Ángeles James Turrell puede ser usada como ejemplo.(6) La base de la obra
de Turrell de fines de los años 60 y 70 era la habitación iluminada artificialmente.
Sus obras más arquitectónicas de este período consistían en
una serie de espacios vacíos que, aunque dibujados dentro de
las convenciones arquitectónicas, sólo podían ser construidos
como indicadores de una simplicidad nada ingeniosa. Su
efecto como instalaciones puede ser, a pesar de todo,
completamente arrollador. Tales cualidades directamente
aprehensibles no tienen nada que ver con la presencia de las
Figura manos, los sentimientos o la personalidad del artista.
1. Fabricadas con precisión y parsimonia tremendas, no hay en
James Turrell, Instalaciones en Cap estas habitaciones mayores huellas de Turrell que las que hay
Street Project, San Francisco, 1984. A de Mies en los más parcos de los interiores miesianos. Pese a
la izquierda “Orca”; a la derecha, que a algunos críticos les ha evocado ráfagas de mistificación
“Kono”. trascendental,(9) la obra de Turrell es, al mismo tiempo,
bastante fácil de entender y de apreciar, ya que su objetivo es
lograr que los observadores no puedan creer a sus propios
ojos. Uno mira dentro de algo que sabe que es otro cuarto rectangular más, con baterías de tubos
fluorescentes en la parte de atrás de la abertura a través de la cual uno observa. Uno puede ver cómo
funciona. Puede meter las manos adentro. Puede incluso ver, parado afuera, contra el haz de
iluminación que cambia del malva al rosa, la evidencia de algún curioso que entró para trepar hasta la
ilusión, dejando las huellas de sus pies en el interior, que sin ellas no tendría manchas ni espacialidad.
Aun así, sólo por deducción puede uno mantener tanto la profundidad del cuarto como su vacío, porque
la luz se ve, si no sólida, increíblemente densa, como si su luminosidad revelara la imagen de algo que
la embiste, o más bien la devora. Retrocediendo unos pasos, se vuelve imposible ver su profundidad,
incluso mediante un acto de voluntad consciente; algunos pasos más, y la abertura, semejante a una
pantalla a través de la cual uno ha mirado, parece estar erguida como un bloque de luz, en abierta
contravención contra lo que uno sabe que es verdadero.(8) Las propiedades más destacables de las
instalaciones de Turrell son locales y no transportables. El resultado de la observación directa del juego
de la luz eléctrica sobre las superficies pintadas de blanco y los incontables experimentos in situ no
pueden ser adecuadamente ilustrados ni fotografiados después de su construcción, y no hay manera de
que aun la más vaga insinuación de su efecto pudiera haberse originado a través del dibujo. En este
sentido, los espacios iluminados de Turrell de los años 70 y 80 (Orca, Raemar, la serie Wedgework,
etc.) estaban aún más alejados del dibujo y de lo dibujable que las obras más tempranas, en las que las
formas de luz eran proyectadas sobre paredes a través de siluetas recortadas. Turrell realizó y publicó
(y vendió) dibujos preliminares de algunas de ellas. Uno no puede imaginarse que estos dibujos
tendrían algún sentido en el caso de sus obras más tardías. Al continuar con el mismo medio mientras
eliminaba el proyector, Turrell estaba efectivamente quitando su obra de la esfera del dibujo, ya que
eran las formas proyectadas lo que hacía dibujables obras como Afrum.
Puede trazarse una distinción entre el objeto del dibujo como se lo practica en la arquitectura y el
dibujo practicado tradicionalmente en el arte occidental. Una historia del dibujo, derivada de Plinio el
Viejo,(9) y reciclada en las artes visuales como objeto de estudio en el siglo XVIII (que como todas las
historias de los orígenes, revela mucho más sobre su propio tiempo que sobre la época que narra), nos
da un bello ejemplo. La historia es la de Diboutades calcando la sombra de su amado que va a
abandonarla. Si comparamos las versiones de dos artistas neoclásicos, uno exclusivamente pintor, el
otro más conocido como arquitecto, aparecen algunas diferencias sugestivas.
“El origen de la pintura” (1773), de David Allan muestra a la
pareja en un interior, cuya pared revestida de piedra provee
una superficie plana sobre la cual Diboutades calca la sombra
proyectada por una lámpara de aceite, ubicada sobre una
repisa, a la altura del hombre que está sentado. La inusual
variación de Karl F. Schinkel sobre este tema fue pintada en
1830.
Figura
3.
David Allan, “El origen de la
pintura”, 1773.
Figura 6.
Vista del proyecto para el
La comparación del dibujo del Campanile con la muy
desarrollada proto-ortografía del antiguo Egipto, tan bien
preservada en una tabla de dibujo de alrededor del 1400 a.C.,
ahora en el British Museum, revela, en el ejemplo egipcio, no
sólo una confianza mucho mayor en el contorno y el
achatamiento progresivo de la figura a la altura de los
hombros, preparándola para su recorporización en la forma
fosilizada y comprimida de un bajorrelieve, sino también la
confianza en una actividad manual que (al tallar el cincel del
Figura escultor frontalmente en la cara de la piedra cúbica sobre la
7. que el perfil iba a ser grabado) pudiera volver tangibles las
Tabla de dibujo egipcia. El área de líneas de proyección. Antes de las abstracciones de la
izquierda fue inscripta alrededor del proyección ortográfica, las líneas de proyección podían ser
1400 a.C. tenidas en cuenta durante la realización material que se les
daba en la fabricación de relieves y esculturas.(18)
El dibujo del Campanile presenta otra opción ya que pueden
discernirse dos posibilidades bastante diferentes del uso del dibujo arquitectónico. Podría bastar con el
simple recurso de suponer una casi equivalencia entre la superficie del dibujo y la superficie mural que
representa. A través del milagro del plano, las líneas se transfieren con presteza del papel a la piedra, y
la pared se convierte en un dibujo petrificado, grabado o estampado en mayor o menor grado. Mucho
de esta vieja identidad permanece hasta hoy con nosotros, incorporada, a través del clasicismo, a un
pasatiempo profesional que llamamos profundidad sugerida (implying depth). Sugerir profundidad
dentro de un cuerpo sólido tridimensional es concebirlo como hecho de superficies moduladas en una
fina capa, que, sin embargo, da la impresión de ser mucho más profunda. Es un intento refinado de
aunar, con medios técnicos simples, el espacio virtual y el espacio real, en un mismo tiempo y un
mismo lugar. En el boceto de Palladio de la fachada de San Petronio el alineamiento cercano (que no
alcanza una identidad suficiente) entre el dibujo y el edificio es evidente a primera vista.
Puede parecer obvio que sólo al luchar contra esta tendencia, mirando hacia afuera de la técnica del
dibujo, remontándose por sobre los límites de ese medio, un arquitecto puede crear formas
tridimensionales plenamente corporizadas. Esto parece seguramente más obvio, porque todos lo creen
cierto. También se puede demostrar que es falso. Llego ahora a la segunda posibilidad concerniente a la
proyección paralela. La seguridad y relativa precisión con las que las superficies oblicuas eran
determinadas proyectivamente en el dibujo del Campanile indican que el dibujante no necesitó
aprisionar las formas dentro de la ortografía. Aunque la correspondencia entre la superficie frontal y el
plano del papel era aún dominante, hay por lo menos un indicio de que a través del rigor de la técnica,
y no a pesar de él, las superficies representadas pueden reclamar valor propio por sobre la superficie de
representación, flotando libres de la cautividad en el papel. En realidad no –porque formulaciones tan
vívidas pueden ser muy dañinas. La proyección rigurosa no libera nada, por lo menos no en el sentido
de emancipación. Las cosas simplemente se vuelven más manipulables dentro del alcance del dibujo.
Pero si, como objeto material, se liberara, ello significaría que su manipulador perdería control sobre él,
y eso no ocurre.
Piensen en una hoja de papel de cuya superficie brotan miles de ortogonales imaginarias. En el dibujo
arquitectónico convencional, conservador y temeroso de perder correspondencia, las líneas no
necesitarían ser muy largas para llegar hasta los bordes de la superficie imaginaria que está en escala
detrás del papel, y, como en el dibujo en elevación del escultor egipcio, son frecuentemente
identificadas con la dirección de la incisión en la piedra, o, más recientemente, con la dirección del
layering multiplicado en los programas de computación; en cualquiera de los dos casos, actúan como
rieles-guía que se adentran en la ceguera de una dimensión todavía no percibida. Los rieles más cortos
están bien amarrados a ambos extremos, pero ¿y si fueran más largos y abstractos? ¿Agotarían el poder
de visualización del arquitecto? ¿Pondrían en peligro su control? ¿Comprometerían la traducción?
El próximo ejemplo que quisiera considerar se refiere a un detalle de un pequeño edificio de Philibert
de l'Orme. De l'Orme, un sujeto verdaderamente fascinante, hizo más que nadie por arrancar la
proyección ortográfica del tratamiento predominantemente pictórico de sus practicantes anteriores
(Piero, Rafael, quizás Giotto), y su trabajo merece una elucidación mejor de la que soy capaz de darle
en este artículo. Para bien del argumento, sin embargo, este único incidente tendrá que ser suficiente.
En la cúpula de la Capilla Real en Anet, un château al oeste de
París, agrandado para Diane de Poitiers por de l'Orme después
de 1547, puede verse una red de líneas, ni exactamente
costillas y ni exactamente nichos, ni espiraladas ni radiales.
“Ceux qui voudront prendre la peine, cognoistront ce que ie dy para la voute sphérique, laquelle i'ay
faict faire en la Chappelle du chasteau d'Anet, avecques plusieurs sortes de branches rempantes au
contraire l'un de l'autre, & faisant par mesme moyen leurs compartiments qui sont a plombe &
perpendicule, dessus le plan & pavé de ladicte Chappelle”.(21)
Esta afirmación sugiere que la forma en el solado es similar a la de la cúpula, y ya que esto es
exactamente lo que encontramos en el suelo de Anet, y ya que De l'Orme especificó líneas
perpendiculares que se proyectan unas en las otras, deberíamos dejar el caso, como de hecho hicieron
sus comentadores.(22)
Las palabras son objetos muy poderosos, y cuando corresponden a impresiones visuales –el suelo se
parece a la cúpula– pueden razonablemente usarse como pruebas. Es extraño decirlo, pero esto fue una
ilusión elaborada por De l'Orme, o al menos no puedo pensar en ninguna otra explicación de por qué
debió llegar a tal extremo para cubrir sus huellas.(23) Más interesante que si era o no una ilusión es por
qué nadie se dio cuenta de la diferencia. Y mucho más interesante aún es el método que usó para
derivar las curvas cruzadas bajo la cúpula.
Una razón por la que no fue reconocida es que todos los dibujos de la capilla desde el siglo XVI hasta
el XIX tardío son manifiestamente incorrectos, siempre incapaces de transferir el trazado de la cúpula,
o incluso la forma del piso, sin un chapuceo grosero, aunque el resto de cada uno de los dibujos sea
bastante competente.(24)
Figura
14.
William Blake, “La antigüedad de los
días”. Frontispicio de “Europa, una
profecía”, 1794.
Figura
15.
Giacinto Brandi, “La arquitectura”,
siglo XVII.
Postscriptum
Escribí este Artículo antes de visitar Anet y ver la cúpula y el piso de la capilla. Parece ser como lo
describí, con la excepción de un detalle que había escapado a mi atención en la fotografías que tenía.
Después de mi regreso, otra fotografía —tomada por mí— mostró esto. Es más fácil discernir
relaciones proyectivas entre dos superficies tal cual aparecen en fotografías que en el edificio mismo,
donde no pueden ser vistas al mismo tiempo, y es sólo el recuerdo de una aparente similitud lo que da
la idea de su relación con el edificio. (Dada la dificultad de comparación directa, la modificación de De
l'Orme de la equivalencia proyectiva para hacer que las dos superficies se vean más parecidas es mucho
más efectiva y mucho más artística.) La anomalía en mi explicación de la cúpula de la capilla concierne
a la relación de dieciocho costillas que dan vueltas alrededor del anillo de la linterna. Había pensado
que pasaban a través del filo de la linterna tangencialmente —y desde el piso dan toda la apariencia de
hacerlo—, pero no es así. De hecho el anillo de la linterna recorta un pequeño camino dentro del borde
del esquema de intersecciones, eliminando el círculo final de medios rombos. Evidentemente ésta era
otra de las modificaciones de De l'Orme de la equivalencia proyectiva, porque el encastrado de mármol
en el piso incluye esta parte del motivo. Es posible que esta modificación particular tenga menos que
ver con el forjado de un parecido aparente entre el piso y la cúpula que con la dificultad técnica de
cortar ángulos tan agudos en la piedra más frágil de la cúpula.
Notas