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ORONJA VERDE

Como tantas mañanas, Ismael se despertó al escuchar a su mujer trastear por la cocina y
se quedó un rato contemplando la habitación. El techo con alguna muestra de humedad
igual iba necesitando un poco de pintura, a su izquierda la mesilla, casi le resultó
extraña. Su mujer solía madrugar bastante, lo había hecho toda su vida. De joven
siempre acompañaba a su padre en las labores del campo, le gustaba ver amanecer
cuando sobre el Tozal empezaban a proyectarse los primeros rayos de luz de la mañana.
Después, cuando se casó con Ismael, acostumbraba a empezar el día cuando él lo
hacía. Le preparaba el sobrio desayuno y le metía en una pequeña caja de lata un poco
de pan con algunas sobras de la escueta cena que acompañaba de una bota con algo de
vino, para alegrar el almuerzo que tomaba en la escuela, mientras no lo miraban los
niños. La vida no era fácil entonces, aunque al menos no hubiera de pasar el día a la
intemperie, como pasó toda la vida su padre y su hermano, bajo un sol de justicia en
verano y un frío gélido en invierno. Cuando Ismael empezó a ejercer de maestro en
Ayerbe la existencia empezó a ser algo más confortable, aunque se hubieran tenido que
trasladar desde Siétamo, su pueblo natal.
A Ismael le dio la impresión de haber tenido un sueño aquella noche. El recuerdo de lo
soñado se le borraba por instantes aunque trataba de retener algo repitiendo en su cabeza
pequeños detalles inconexos, quizá una sensación de volar, de ver la cercana ciudad de
Huesca desde cierta altura. Agitó levemente la cabeza como queriendo alejar aquella
impresión. Ismael era un hombre sencillo. Ni siquiera había viajado nunca en un avión,
aunque le gustaba quedarse mirando cuando alguno sobrevolaba la sierra, procedente
del cercano aeródromo de Monflorite. Decidió ordenar a sus pies que se apoyaran en el
suelo para empezar el día, no un día cualquiera sino ese día, un bonito día a pesar de
estar a 22 de noviembre. Aquel martes puede que fuera el día adecuado… sí lo es,
pensó. Iría a recoger setas por las cercanías de la falda de Guara. Siempre le gustaba ir
solo, reencontrarse con la naturaleza (el decía “perderse”), de la que realmente nunca se
había separado, pero desde que el matasanos, como lo calificaba cuando se refería a su
médico aunque lo llamará don Miguel cuando hablaba con él en persona, le anunció que
algo oprimía su columna vertebral ya no podía hacer las cosas que hacía antes. No se
atrevía con grandes esfuerzos, tenía mucho miedo. Se cuidaba pero sobre todo dudaba
de las palabras del médico cuando le explicaba que se trataba de una vulgar hernia
discal. Aún así seguía siendo un gran andarín.
Aquella mañana anunció a su mujer que iría por los alrededores del cercano embalse de
Calcón, como tantas otras veces, aunque ella sabía que como buen buscador de setas
nunca revelaba el lugar exacto en el que se encontraban los mejores hongos, no ya por
tener que compartir con algún amigo o vecino parte de lo que la naturaleza les regalaba,
que eso no le importaba y hasta le daba la oportunidad de presumir un poco, sino porque
si algo odiaba era a los esquilmadores foráneos que solían arrasar todo cuanto
sobresaliera del suelo cuando daban con el lugar adecuado o escuchaban a alguien de la
zona revelando la procedencia de su cosecha de sabrosas setas. Por eso aquel día
decidió ir un poco más lejos, por eso y por otra razón.
Había salido algo tarde de casa, cerca de las 12 del mediodía. Se despidió de su mujer
con un escueto beso en la mejilla, como se despiden los compañeros de toda la vida, los
que ya han sustituido amor por cariño. Subió a su coche y salió a la carretera. En pocos
minutos abandonó la nacional 240 en dirección a Liesa e Ibieca. Antes de llegar a Aguas
tomó el desvío hacia el pantano de Calcón y al llegar a las casas del pantano continuó
por la pista que sale por la izquierda hacia el cercano pantano de Vadiello. En el paraje
conocido como la Tejería aparcó su coche. Lo miró por última vez y cogió su cesta de
mimbre, bastante gastada ya por los años de uso. La verdad era que para la cosecha que
hoy deseaba recoger tampoco la necesitaría, pero que llevara la cesta consigo era lo que
su familia esperaba.
Enfiló el camino hacia el tozal de Guara pasando por la casi derruida Ermita de la
Fabana. Con cuidado fue atravesando los estrechos en los que el río Calcón se encajona
entre altas paredes. El escueto curso se encontraba en algunos tramos totalmente helado
a falta de algún rayo de sol que lo templara en esta época del año.
Fue allí, quizá por el excesivo esfuerzo de mantener el equilibrio y la atención, donde
volvió a sentir esa maldita punzada en la espalda. Temía que como tantas otras veces se
hiciera más y más insoportable y le imposibilitara llegar a donde quería, complicándolo
todo. Se sentó un momento en una roca a pesar del frío y constató que no llevaba
demasiada ropa de abrigo, unos vaqueros y un jersey. Aunque el dolor no amainaba
decidió continuar no sin gran dificultad para mantener los pies bajo su control.
Casi dos horas le costó recorrer la senda que sube hasta el Collado de Petreñales donde
los carteles indican a la derecha la subida al tozal de Guara por el llano de los hongos y
a la izquierda la punta de Corcurezo y el pico Canales de Fragineto. Fue esta segunda
opción la elegida. Un amigo le contó que de camino a la cumbre, donde todavía lo
permite la vegetación y el ambiente sombrío, una vez encontró algunos ejemplares de
*Oronja Verde, de aspecto similar a la **Oronja común, un hongo muy apreciado por
su sabor. La punzada le seguía atenazando la espalda como una espada recién forjada en
la fragua pero solo la determinación de su decisión le daba fuerzas para seguir adelante.
Ya hacía un rato que las lágrimas bañaban su rostro castigado por el frío y el viento,
además de sentir remordimientos por el recuerdo de su familia. Recordaba a su mujer, a
sus hijos. Quizá debió despedirse con más tranquilidad…
Eran más de las tres y pronto empezaría a desaparecer el sol. La suerte ya casi estaba
echada. Tras hacer y deshacer varias veces algunos tramos de la casi imperceptible
senda Ismael creyó descubrir algunas de las referencias que su amigo había indicado
para encontrar la morada de la Oronja Verde. Rebuscó entre la vegetación más baja y
frondosa y ahí estaba. Al cortarla con su navaja de setero y sentirla entre sus manos el
corazón le dio un vuelco tal que casi le hizo olvidar la presión incandescente de su
espalda, el insoportable dolor que le había llevado hasta allí. Se sentó sobre una roca y
durante minutos permaneció con la mente flotando, dando tumbos por su vida pasada,
sopesando por última vez lo que estaba a punto de hacer. El siguiente minuto o quizá
hora lo dedicó a llorar desconsoladamente. Tenía la firme convicción de no esperar más,
la alimentaba durante ya casi un año con la certera sospecha de su próximo y agónico
final aquejado por un terminal cáncer de huesos, que su familia comprensiblemente
había tratado de ocultar, con escaso éxito. Se sintió flaquear y temió que en el último
momento le faltaran las fuerzas. Finalmente se acercó el hongo tóxico a la boca y sin
pensarlo más le dio el bocado más grande que le fue posible. Casi sin masticar lo trago
y un inmenso miedo le sobrevino. No era el miedo a la muerte, era el más humano de
los miedos, el miedo a la no muerte, a la agonía en soledad, al abandono. Ismael se
sintió más solo que nunca y recordó a su abuelo, fallecido cuando él tenía escasamente
diez años, y sus últimas palabras en las que le pedía que no llorara y que le dejara solo
porque “nacemos solos y debemos morir solos”. Nunca podía haber imaginado aquel
lejano día que las palabras de su abuelo serían tan certeras.
Todavía con el extraño sabor en la boca, mezcla entre tierra mojada y regaliz, se puso de
pié y se contempló sorprendido manteniendo el equilibrio sobre sus pies. De repente
había desaparecido el dolor de su espalda, se sentía mejor, más ligero que nunca. Quizá
el efecto del terror o, más probablemente, el primer síntoma de la intoxicación. Ismael
no fue consciente de cuanto tiempo paso pero el sol ya hacía un rato que no depositaba
sombras en el valle y ya casi no quedaba luz. Sin embargo se puso a andar sin saber
muy bien ni hacia donde ni para qué. Las ramas de los bojes le golpeaban la cara sin
producirle dolor ninguno mientras andaba presa del desconcierto. Más bien casi corría.
Con una extraña lucidez fue deslizándose por la ladera de la montaña, siguiendo la
pendiente, sin saber muy bien si se apoyaba siquiera en el suelo. No supo cuanto tiempo
ni distancia recorrió hasta que finalmente sintió el frío de la tierra en su cara. Como si
de repente despertara del profundo sopor en su mente se le vino todo encima. Otra vez
se acordó de su familia, de su abuelo, de la escuela de Ayerbe, de sus setas… Luego, de
repente, todo se hizo negro.

En memoria de Ismael Fernández Lozano


Es solo una FICCIÓN con unos pocos datos reales

Autor/a: GRISELDA

* Amanita Faloides
** Amanita Cesarea

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