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(Jorge
Bucay)
Cuando yo tenía ocho años, encontré
el Rio Perdido. Nadie sabía dónde
estaba, nadie en mi condado podía
decirme cómo llegar, pero todos
hablaban de él.
Cuando llegué por primera vez al Río
Perdido, me di cuanta rápidamente
que estaba allí.
Uno se da cuanta cuando llega. ¡Era el
lugar más hermoso que jamás vi,
había árboles que caían sobre el río y
algunos peces enormes navegando en
las aguas transparentes! Así que me
saqué la ropa y me tiré al río y nadé
entre los peces y sentí el brillo del sol
en el agua, y sentí que estaba en el
paraíso.
Después de pasar toda la tarde ahí, me
fui marcando el camino hasta llegar a
mi casa y allí le dije a mi padre:
-Papá, encontré el Río Perdido.
Mi papá me miro y rápidamente se dio cuenta de que no le mentía. Entonces me
acarició la cabeza y me dijo:
-Yo tenía más o menos tu edad cuando lo vi por primera vez. Nunca pude volver.
Y yo le dije:
-No, no… Pero yo marqué el camino, dejé huellas y corté ramas, así que podremos
volver juntos.
Al día siguiente, cuando quise volver, no pude encontrar las marcas que había hecho, y
el río se volvió perdido también para mí.
Entonces me quedó el recuerdo y la sensación de que tenía que buscarlo una vez más.
Dos años después, una tarde de otoño, fuimos a la dirección de guarda-parques del
condado porque mi papá necesitaba trabajo.
Bajamos a un sótano, y mientras papá esperaba en una fila para ser entrevistado, vi
que en una pared había un mapa enorme que reproducía cada lugar del condado: cada
montaña, cada río, cada accidente geográfico estaba ahí. Así que me acerqué con mis
hermanos, que eran menores, para tratar de encontrar el Río Perdido y mostrárselo a
ellos. Buscamos y buscamos, pero sin éxito.
Entonces se acercó un guarda-
parque grandote, con bigotes, que
me dijo:
Y yo le dije:
SIGUE
AVANZANDO
HACIA DELANTE.