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Más tarde, el sol calentó los campos y el enanito, muy contento, empezó a saltar por entre los
riscos y las peñas. Su cabellera roja se andaba enredando entre las pencas y las tunas. A Ichi le fue
gustando Qjelle Huanca y se quedó allí.
En las noches, tocaba su barriga como si fuera un tambor. Y el sonido ronco resonaba de cerro en cerro.
En las tardes calladas soplaba su quena, y la flautita se llenaba de tinos.
Pero sobre todo, a Ichi le gustaba asustar a los campesinos, y cuando los encontraba recogiendo leña,
gruñía sordamente.
A Ichi le divertía mucho cantar debajo de la tierra, y sus canciones salían al aire como el agua de
algunos puquiales cuando se convierte en nube. En los amaneceres celestes, las tonadas lejanas del
enanito Ichi despertaba a los niños, y territorios mugían dulcemente.
Nadie en Qjelle Huanca vio jamás el enanito de la caballera roja, pero creían
que estaba en el agua, en los cerros, bajo la tierra. Todas las noches
esperaban su toque de tambor para dormirse, y se acostumbraron tanto al
canto de su flautita, que al cabo de un tiempo ya no supieron amanecer sin
ella.