El Amor Real Huele A Tostadas

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He perdido el rumbo,

pero he conocido la vida

en el camino.

Elvira Sastre

A los tutores de resiliencia.

A los que ofrecen confianza y son el lugar seguro para crecer.

A quienes no se rinden porque saben que la esperanza se esconde en cada


madrugada.

A quienes me acompañan y le dan sentido a mi mundo.

A todos ellos, gracias.

Donde no haya amor,

no te demores.

Frida Kahlo
Hay que vivir la pasión cuando se presenta, pero lo más sensato es no
esperar nada de ella.

André Comte-Sponville

Hace muchos años que trabajo como psicoterapeuta con la problemática de


amores desgraciados, de amores que no llegan, de amores que duelen. O,
para decirlo sin eufemismos, de desamores. Hace mucho tiempo que escucho
a personas sufrir y perder sus días atrapadas en historias que nunca les darán
una caricia, que jamás les regalarán una palabra de esas que hacen dichosa
nuestra vida.

La ilusión es un engaño. Una deformación de la realidad, una mentira que te


hace creer que existe algo donde, en realidad, no hay nada. Y que te promete
lo que nunca va a ocurrir o te hace recordar lo que nunca existió. Es una
trampa de la memoria que te trae escenas idealizadas que son solo recortes
de la realidad o te hace esperar aquello que es imposible. Y el tiempo pasa. Y
a la ilusión no le importan los relojes detenidos.

Hay un primer paso ilusorio en la danza del amor. El enamoramiento y la


atracción del inicio son un cúmulo de proyecciones que hacemos sobre el
otro y que el otro hace sobre nosotros. Idealizamos, exageramos sus virtudes,
minimizamos lo que no nos gusta y soñamos con la promesa de una felicidad
en la que el otro colma nuestra vida. Creemos con todas nuestras fuerzas que
hemos encontrado, por fin, a aquel o a aquella que es casi como nuestra alma
gemela. Creemos en la magia, aunque una parte de nuestra razón nos diga
que esta no existe. ¿Y es que no hay magia cuando contemplamos un

amanecer? ¿O cuando miramos embelesados los ojos de la persona amada?

¿No hay magia en la risa de un niño? Esa ilusión amorosa es capaz de


combatir a todos los demonios de la realidad y conjurar todos los miedos. Y

así, por un rato, la vida se parece a un cuento.

Pero pasa el tiempo y, muchas veces, sobreviene la desilusión. Y no es tan


mala como podríamos pensar, porque, en muchos casos, abre paso a
relaciones más auténticas y a un amor más estable y verdadero. Pero ¿qué
pasa con quienes se aferran a la ilusión aun cuando la realidad les muestra en
la cara que no va a ser posible o que lo que imaginaron no es así? ¿Cómo
hacen para seguir sosteniendo esa irrealidad? ¿Y por qué lo hacen?

Hay personas que se enamoran de una ilusión, y su poder es tan adictivo


como el de una droga. No la quieren soltar, porque temen caer en el vacío y
la desolación. Se aferran a ella y creen ciegamente, como quien cree en una
religión. Y se quedan en la espera con una sensación de agotamiento y de
fracaso.

Le pedimos demasiado al amor

Demasiado. Que nos rescate, que nos salve, que nos cure las heridas
infantiles, que se ocupe de nuestros miedos, que disimule nuestras
frustraciones, que nos dé sentido, que conjure nuestros demonios, que nos
traiga luz en los momentos sombríos, que nos haga sentir lo que no podemos
sentir por nosotros mismos. No podemos vivir sin amor, sin otros, pero, para
que haya otros y haya amor, primero, tenemos que estar habitados de
nosotros mismos. Nadie va a venir a llenar ese vacío, y, si lo hace, es solo
una ilusión que se paga cara.

El mejor amor que podemos ofrecer es el que tiene que ver con la alegría de
dar, con la libertad de saber que nos quedamos porque podemos alejarnos,
porque nadie nos obliga ni es una droga de la que dependemos para
sobrevivir.

No es cierto que no se pueda amar si no te lo enseñaron. El pasado es solo


una vulnerabilidad, pero la infancia no es un destino. A amar bien se
aprende.

Los amores que no llegan

Este libro retrata las historias de aquellos que esperan un amor que no llega o
que se quedan atrapados en la ilusión de un amor que no fue. Las ilusiones
llenan el vacío por un rato, pero nos dejan solos. El amor real, el de carne y
hueso, imperfecto, el de la cotidianeidad, no llena vacíos, acompaña. No te
salva ni te rescata, pero acaricia tus heridas mientras trabajas para curarlas.

En cada capítulo, te propongo que tomes lápiz y papel. Me gusta la idea de


reescribir la vida como si fuera un guion de una película. Te hago preguntas,
te invito a pensar sobre la manera en que amas y sobre las trampas del amor.

Te acompaño por un camino que lleva desde el amor caótico, conflictivo y


sufriente de la pasión al bienestar de philia: el amor de la ternura, la amistad
y el erotismo. Un amor que no sufre, que no enferma ni mata. Philia es el
amor de la alegría, de la sensación agradable de dar sin esperar que algo
cambie.

Los extractos de casos clínicos cedidos por pacientes son de parejas hetero-
y homosexuales. Podrás encontrar relatos en femenino o en un genérico
masculino como una manera de agilizar la escritura. No obstante, lo que leas
se aplica a todos los géneros.

Hay que matar la ilusión para que pueda surgir la esperanza. La espera no
tiene nada que ver con la esperanza. La espera nos deja cristalizados en la
inmovilidad, de brazos cruzados mientras la vida y las oportunidades se
escapan. La esperanza es del orden de lo posible; es alentar la idea de que,
en algún momento, con trabajo, renuncia y aceptación, las cosas pueden ser
diferentes.

Te invito, por último, a reescribir tu historia de amor. A pensar en la


construcción del amor sin ilusión, sin magia, sin cuento. Con ladrillos de
verdad, de esos que transitan nuestra cotidianeidad y nuestros días sin ser tan
espectaculares. Con rutinas que calman, que dan abrigo y tibieza. Como digo
siempre, un amor que huele como las tostadas del desayuno. Familiar,
verdadero y simple. ¿Te animas?
Nunca es suficiente para mí

porque siempre quiero más de ti.

No ha cambiado nada mi sentir,

aunque me haces mal, te quiero a ti.

Natalia Lafourcade

“No me llena. Ya no es como cuando nos conocimos, algo se está apagando.

Pero no es todo el tiempo. Hay momentos en los que siento que es el hombre
de mi vida, y, tal vez, ese mismo día, hay momentos en que lo miro y no me
gusta, no lo admiro, no me erotiza”.

Con frecuencia, escucho en la consulta la expresión “no me llena” para


referirse a una relación amorosa que sabe a poco. Algunas personas sienten
que, con el correr de los meses o de los años, les “falta” algo que las impulsa
a buscar una nueva relación o que les hace sentir la frustración de querer
reencontrar lo perdido y no lograrlo.

¿Qué es una ilusión? Es una distorsión de la realidad. A veces, las ilusiones


son deformaciones de los sentidos (ilusión óptica, gustativa, auditiva), pero,
en el caso de las relaciones, se trata de ver en el amado características que no
existen. O bien, para ser más precisos, se exageran algunas y se minimizan
otras. Hay momentos de la vida en los que la realidad es demasiado
compleja o insoportable, y el refugio en la ilusión, por un rato, es un
descanso. El peligro es confundir el cuento con la realidad.

Cuando nos enamoramos, tenemos la sensación de “estar completos”, de que


no hace falta nada más. Se pierde el apetito, el sueño; los pensamientos
sobre la otra persona invaden día y noche; las horas que pasan hasta el
encuentro son interminables; el corazón se acelera con cada mensaje. Sin
duda, una etapa mágica en la escalada amorosa, que puede continuar hacia
una relación de amor más profundo. Pero no siempre es así. Hay personas
más vulnerables que viven erráticamente tratando de esquivar el dolor de su
existencia. Quedaron ancladas en la inseguridad, la vergüenza o la soledad.

Para ellas, el encuentro amoroso enciende un sentido a la vida y se aferran


con desesperación a esa ilusión para que no termine. Allí hay peligro.

¿Recuerdas lo que sucede en el desierto con los espejismos? Se pueden pasar


días con una sed extrema bajo el sol, el calor y la arena, y creer ver espejos
de agua a lo lejos. Solo se trata de una ilusión óptica. Cuando estás con sed
de amor, cuando te parece que la pareja es una sucesión de intentos que
fracasan y estás a punto de rendirte, cuando la soledad te grita en las
entrañas, de pronto, aparece alguien que te rescata del abismo. O eso crees,
como con los espejismos. Justamente, el estado de necesidad lleva a ver
cosas que no son y a aferrarse con desesperación a cualquier posibilidad que
nos saque por un rato del dolor.

Lo cierto, lo que la clínica nos revela, es que son relaciones con mal
pronóstico: la incapacidad para elegir en un momento de inestabilidad
emocional puede llevarnos a pensar, erróneamente, que esa relación
cambiará nuestra vida, y es probable que comencemos a idealizar al otro.

La estafa de las relaciones salvadoras

Las “relaciones salvadoras” cuestan caras. De forma literal. En muchas de


ellas, pagas de más y ofreces demasiado con tal de que no termine el cuento
de hadas.

“No me importaba nada. Sabía que nuestras diferencias sociales y


económicas eran enormes. Sin embargo, fueron los meses más hermosos de
mi vida. Ningún hombre me había dicho en tan poco tiempo lo que Nico
supo decirme, nadie me hizo sentir tan mujer, tan importante. Él no me pidió
nada; yo se lo di todo porque quería que se quedara conmigo. No quise
escuchar las voces de alerta que me frenaban, las callé a propósito. Le
compré un auto al mes de estar juntos porque él no tenía trabajo y pensé que,
si lo ayudaba, iba a darle un impulso. Le alquilé un departamento cerca del
mío porque vivía muy lejos, en una zona humilde de las afueras de la ciudad.
Le compré ropa.

Lo asocié a un servicio médico. Ya sé, ya sé todo lo que van a decir. No me


duele nada de lo material que perdí con él; me duele que no haya podido
amarme y me haya estafado emocionalmente. Esa es la única estafa que me
duele”. Sara detiene el relato y se queda en silencio mirando una pared de mi
consultorio.

Yo te salvo; tú me salvas. En realidad, la única salvación es la que podemos


hacer con nosotros mismos. Allí, en medio del río, de la depresión, de la
angustia, cuando estamos a punto de rendirnos, una fuerza misteriosa puede
empujar de nuevo hacia la vida. Y damos una brazada, y otra, y otra, y
llegamos a la orilla. Y, cuando salimos del pozo, nos damos cuenta de que
tenemos un poquito menos de miedo, aprendimos a nadar en

medio de la tormenta, así que ya no nos asustan los truenos.

Los recursos a los que apelamos en momentos de desolación pueden ser las
llaves para sentirnos más fuertes el día de mañana. La depresión es un grave
trastorno del estado de ánimo que te hace sentir que no hay futuro, que hay
un sinsentido en tu vida, que nada tiene color. Atraviesas una existencia
apática y gris, y sientes un enorme vacío. No se trata solo de una cuestión
emocional. Es una patología multicausal y no se soluciona con buenas
intenciones y nada más. La depresión es un trastorno tratable, y, en la
actualidad, conocemos sus causas y podemos abordarla. No obstante,
muchas personas no se sienten con fuerzas para pedir ayuda o descreen de la
posibilidad de ser ayudadas. Por eso, cuando alguien está deprimido, el
enamoramiento es como maná del cielo. Es en medio de esa vulnerabilidad
cuando el encuentro amoroso puede ser un peligro: es como darle morfina a
quien no puede más de dolor, es cocaína para el adicto que se siente
humillado y abandonado.
Lo que importa no es la sustancia (la morfina, la cocaína o la persona); lo
que realmente importa es lo que pasaba antes del consumo. Porque resulta
bastante comprensible que, si estás hambriento, te aferres a cualquier cosa
que te “llene el estómago” por un rato y quieras más y más. Y el problema es
el hambre inicial.

Es así que hay “relaciones chatarra”, como esas hamburguesas que te venden
en los locales de comida rápida: tentadoras, sabrosas, llenadoras por un rato.
Sales con la sensación de que algo no está bien, te sientes pesado y nunca
pensaste en el colesterol o en la obesidad, solo en que eran “sabrosas”.

Todos hemos tenido, alguna vez, esa experiencia, que puede ser más o
menos pasajera. Excepto que estés mal y uses eso para tapar tu dolor.
Entonces, no alcanzan los kilos de helado, los chocolates y las papas fritas.
Lo único que

quieres es que esa angustia que te grita por dentro se calle.

El amor no es un parche

“Siempre crecí avergonzada. Tuve una familia que me hizo sentir rara
porque era inteligente. Mis hermanos se burlaban, y mi madre nunca
aplaudió mis logros. Casi parecía que les daba bronca. Tenía que esconder
mis buenas notas para que no me trataran de ‘bicho raro’. No me sentía
linda, así que compensaba estudiando y siendo muy esforzada en mis tareas.
Y así crecí y me fue muy bien en mi vida profesional. Llegué a ser gerenta
de una gran compañía y a tener ciento veinte personas a mi cargo. Siempre
oculté que me gustaban las mujeres porque hubiera sido un motivo más de
burla en mi familia, así que me distancié de ellos. Todo me iba bien, pero
estaba sola, profundamente sola. Cuando conocí a Débora y me dijo que me
amaba, le hubiera entregado mi vida. Creo que lo hice y la agoté. Fui
posesiva, controladora, insegura, no podía creer que ella en verdad me
amara. No sé cómo es este juego del amor; sufro tanto que siento que seguiré
sola”.

Claudia se esconde detrás de sus enormes anteojos y casi ni me mira


mientras habla, como si la vergüenza aún estuviera presente.
La vergüenza, el abandono, la soledad, la angustia. Tenemos la sensación de
que esas emociones se “curan” con algo externo, y es, justamente, al revés.

Lo externo es solo un tapón, una especie de parche que calma un rato la


herida. Esta sigue allí y es todavía peor. Porque, cuando supiste lo que era
vivir sin dolor durante un tiempo y creíste sentirte feliz, la vuelta a tu
realidad es más profunda y más devastadora. Eso es la desilusión.

Y las “relaciones chatarra” son eso. Te llenan, te ilusionan, te prometen, te


sacan de la realidad. Y un adicto en busca de su dosis no está en condiciones

de elegir ni de decidir lo que es bueno para él. Solo busca la intensidad que
lo saque del caos emocional que es su cabeza. Esas relaciones proveen
intensidad porque son difíciles, complicadas y tortuosas. Amores
inaccesibles, asimétricos, desafiantes, que son la materia prima de la
obsesión. Aunque resulte extraño, parece doler menos estar obsesionado con
alguien que tomar contacto con las heridas que realmente angustian y
sangran desde el interior.

Terror al abandono

“Supe, desde el primer día, que ella estaba casada y no me importó. Estaba
tan enloquecido que me conformaba con el pequeño rato que me daba en la
semana, aunque después sufriera mirando sus redes y las fotos que subía con
su familia. Ese poquito era mejor que no tenerla, y debo decir que ella
alimentó mi ilusión, porque me decía lo mal que estaba con su marido,
lloraba, se desahogaba. Así que pensé que era cuestión de paciencia. Pasaron
los meses, los años. Vivía por y para ella. Me fui enfermando de promesas y
comencé a reclamar, a pedir, a rogar. El final, ya te lo imaginas. Me dejó, me
bloqueó en redes y no quiere saber más de mí. Y yo no sé cómo se sigue sin
ella”.

Cuando se viven relaciones en este nivel de intensidad y el choque con el


vacío es tan fuerte, la desolación que sigue a la ruptura es descomunal. Nada
parece calmarla. Crecimos con una idea del amor distorsionada, y esa
frustración entre la expectativa y la realidad es fuente de muchos tormentos
y desilusiones. Le pedimos al amor que le dé un sentido a nuestra vida y no
nos ocupamos demasiado de lo que damos, sino de lo que recibimos. En el
caso de los dependientes emocionales, es aún más dramático: el deseo de ser
amados se convierte en una necesidad. Necesitan del otro para estar vivos,
para saber que existen, para que les dé identidad.

El amor de la ilusión no se parece en nada al amor real: no tiene fallas, es un


conjuro contra todos los miedos y las angustias. Su fuerza es tan poderosa
que parece derrotar a la mismísima muerte. Del amor ilusorio se nutren las
novelas, los cuentos, las películas y las canciones con las que crecimos. Es

como cuando creemos en los Reyes Magos: es agradable pensar que es


posible.

Si una persona se siente desvalorizada y, de un día para el otro, es el centro


de la vida de alguien, y ese sentimiento es mutuo, ¿qué no serían capaces de
hacer los amantes por sostener ese estado? Cada movimiento que uno de los
integrantes de la relación haga hacia la autonomía es vivido como una
amenaza: se teme el abandono con verdadero terror. Por esto, esa etapa de la
construcción amorosa es estresante, posesiva, y alterna momentos mágicos
con caídas abruptas. Y, frente a cada caída, lo que aparece es el abismo que
estaba antes de encontrar este amor, y el precipicio se ve ahora más hondo,
más temible.

No nos enseñaron a transitar las emociones, nos enseñaron a evitarlas.

Vivimos en una sociedad tóxica y adictiva en la que no tener un buen amor


es un fracaso, no triunfar en lo económico y profesional es una derrota, no
tener un cuerpo joven y perfecto es un déficit. Por lo tanto, la carrera por los
ideales de belleza, eficiencia y perfección es despiadada. Las redes sociales
te muestran cuerpos que no son reales, parejas que simulan amores de
película, viajes y lugares de ensueño. Todo a tu alrededor fomenta la ilusión.
Frente a ese panorama, un cuerpo normal, una pareja agradable y una vida
apacible se presentan como una comida sin condimento: no te hace mal, pero
parece que te estuvieras perdiendo de algo. No llena.

La ilusión digital

En los últimos años, las redes sociales y las apps de citas, como Tinder y
Happn —las más usadas en la Argentina—, fueron utilizadas masivamente,
con un protagonismo destacado durante la pandemia.

Estas apps generan ilusión y esperanza. La esperanza es del orden de la


realidad, es como si te preguntaras: “¿Y por qué no? ¿Por qué no puede ser
posible encontrar a alguien que me guste y que se pueda dar una relación
más consistente?”. La respuesta es que sí, es posible. En última instancia, las
apps son tan azarosas en el encuentro como podría ser conocer a alguien en
una discoteca.

El problema de las aplicaciones es —otra vez— la ilusión. Con una pantalla


en mano, te parece que tienes todas las oportunidades del mundo, deslizas
perfiles como si las personas fueran mercancías, y eso solo te genera más
insatisfacción.

Maca tiene treinta y dos años, es atractiva y muy inteligente, y me grafica


con claridad lo que le ocurre con sus citas: “No sé cuántos tipos conocí por
Tinder: ¿cincuenta?, ¿sesenta? Con la mayoría, no pasé de las primeras citas,
pero, con otros, llegué a intentar algo. Tuvimos sexo, generamos una
relación… y, así como empezó, se terminó. Un día, desaparecían. Ojo, yo
también lo hice. Es como si las personas fueran intercambiables; era para
pasar el rato, pero nunca pude sentir que me amaran”.

Esperamos que el amor y el otro nos llenen, nos hagan sentir plenos. Y ese
supuesto nos lleva siempre a la insatisfacción, a la falta y a la decepción. Y

seguimos buscando y pensamos que no hemos encontrado aún a la persona

correcta. Quizás, la “persona correcta” soy yo, y nadie tenga que


completarme. Habrá que buscar adentro para encontrar afuera.

Ejercitación

Muchas veces, vas a sentir una sensación de vacío. Es angustia. Tienes ganas
de llorar, inquietud, y te parece insoportable. Cuando te ocurra, te pueden
servir estas recomendaciones.

1. No comas, no fumes, no consumas, no llames a nadie. Tu impulso te va a


llevar a querer llenar el vacío, y después te vas a sentir peor. Quédate en la
sensación un rato, por más pequeño que sea. Concéntrate en la respiración
con la convicción de que es solo un momento y ya va a pasar.

2. La idea es frenar tus impulsos y volver a establecer un vínculo con la


razón. No se pueden tomar decisiones en medio de la tormenta, porque serán
malas.

3. Lápiz y papel: le puedes poner un nombre a ese momento de vacío y de


angustia. Identifica ese miedo. Luego, agrégale la fecha. Será tu bitácora.

4. Por último, trata de recordar otro momento en el que hayas estado así y
qué fue lo que sirvió y te ayudó a salir en esa instancia.
Tenía que encontrarte,

decirte que te necesito,

decirte que fui yo quien te alejó.

“The Scientist”, Coldplay

Solemos utilizar la noción de empatía con mucha liviandad. Pero, ¿qué


significa verdaderamente ser empático? Ponernos en el lugar del otro no es
tan fácil como parece. En general, creemos saber lo que siente y, desde ese
prejuicio, nos ponemos en sus zapatos. Sin embargo, el arte de desarrollar
una verdadera intimidad emocional y amorosa comienza por la capacidad de
saber escuchar. Casi de manera intuitiva, buscamos en el reservorio de
nuestras experiencias de vida algo que se parezca y decimos:

“Sé cómo te sientes”. Y no, la verdad es que no lo sabemos. Lo que sabemos


es la manera en que nosotros vivimos ese dolor o esa situación. Es necesario
que el otro nos cuente de “su” sentir para poder acompañar.

El regalo ideal

“Nunca entendí su sensación de abandono. Ella me reclamaba que no la


tenía en cuenta, que yo ‘desaparecía’, que no estaba presente en su vida y no
la hacía sentir amada. Puede ser verdad, pero no me doy cuenta. Quizás, es
cierto que no estoy muy pendiente de las personas cercanas; debo ser un
poco egoísta o ella es muy demandante. Como sea, no me sale de otro
modo”, me cuenta Ernesto con bastante desconcierto.

Una de las quejas más recurrentes en la consulta psicológica es la de no ser


comprendido por la pareja. Desarrollar una buena capacidad empática es
suspender todo prejuicio sobre el otro para que nos pueda transmitir su
sensación, sus emociones y su dolor, aunque nos parezca inadecuado,
desmedido o inesperado.

Celos, inseguridad, rechazo y abandono son los sentimientos de dolor más


frecuentes en las relaciones. ¿Cómo entender que un gesto, una palabra o un
silencio puedan generar emociones tan intensas? Cuando aprendemos a
escuchar y a comprometernos con la verdad del otro, empezamos a
desarrollar la real empatía, podemos ponernos en su espacio desde su lugar.

Es como cuando compramos un regalo: ¿elegimos lo que nos gusta o lo que


suponemos que le gustará al otro? Parece sencillo, pero puedo asegurar que
no lo es y que es fuente de numerosos malentendidos en las relaciones.

Aprender a preguntar

Lucía me relata su ansiedad ante la espera de un contacto: “Espero su


mensaje. Pasan los días y nada. Miro el celular cada cinco minutos, chequeo
si está en línea, trato de adivinar qué está pensando, por qué dejó de
hablarme. No sé si dejarle un mensaje de enojo, me da miedo que suene
inadecuado. Finalmente, opto por dejar un mensaje más liviano, simpático, y
hago alusión de una manera graciosa a nuestra ‘división de bienes’. Quiero
ver si se da por enterado y me explica por qué se terminó. Cuando respondió,
me sentí muy mal. Me contó lo ocupado que había estado esos tres días con
cuestiones laborales muy complicadas. Estaba agotado, y me di cuenta de
que ni sabía cuánto hacía de nuestro último mensaje. En ningún momento,
pensó en terminar la relación”.

Podríamos pensar que siempre hay un momento para conectarse con el otro.
También, que el otro está tan angustiado por un problema laboral que no
tuvo la posibilidad emocional de comunicarse. La sabiduría de las relaciones
consiste en saber quién está más urgido en su demanda. Es muy probable
que él no tuviera registro de la sensación de abandono de ella, y, por fortuna,
recibió muy bien el cálido y gracioso “reclamo”. Una manera de decir

“entiendo que estés muy ocupado, pero estoy aquí”. Si, en lugar de ese
reclamo amoroso, el mensaje hubiera sido de enojo y demanda, lo más
probable es que él hubiera tenido una reacción de bronca. Una legítima
sensación de no saberse comprendido en un momento en que peligraba su
carrera laboral y un fastidio que sumaba estrés al que ya tenía.

Prejuzgamos, hacemos inferencias, suponemos, interpretamos, nos

“metemos en la cabeza del otro”, sacamos conclusiones. Rara vez,


preguntamos. Y quizás es la única opción válida para construir una de las
piezas de un vínculo empático. A veces, las parejas no se preguntan lo que
sienten porque no tienen confianza en que el otro responderá la verdad. O

cuestionan la respuesta. O la invalidan y la discuten. La primera regla es la


confianza; sin ella, no es posible la empatía. Si confiamos en que el otro nos
dirá lo que siente, es importante no reaccionar de manera airada. Es lo que
siente, no necesariamente es la realidad.

Los celos eternos

“Él nunca valida mis celos. Me dice que el mundo gay es así, que es muy
frecuente que, en el mismo grupo de amigos, circulen exparejas o chicos con
los que, alguna vez, tuvo un encuentro sexual. Yo salí del clóset hace poco y
aún no entiendo los códigos, pero no lo soporto. Siempre supongo que se
están seduciendo, que me va a engañar. Y nunca sé hasta dónde es mi
inseguridad o soy un ingenuo y él me miente. De hecho, cada vez que sale
con ellos, terminamos peleados”.

Los celos. Tan difícil de decodificar a simple vista si se trata de nuestra


propia inseguridad que ve fantasmas por todas partes o, en efecto, el otro es
ambiguo, coquetea, no es confiable. Otra vez, la confianza en el centro de la
escena. ¿Es posible hacer acuerdos económicos, sexuales, de fidelidad o de
lo que sea si no hay confianza? Definitivamente, no.

La siguiente pregunta que podemos hacernos es esta: ¿Por qué no confío?


¿Tiene que ver con mi historia familiar? ¿Será porque no tuve adultos
confiables a mi alrededor cuando era niño? ¿O es que me siento inseguro y
creo que no valgo nada y cualquiera es más valioso que yo?

Una vez que tenemos claro qué parte del problema puede ser nuestro, nos
preguntamos lo siguiente: ¿La persona con la que estoy me da seguridad?

¿Me hace sentir amado? ¿Tiene registro de que me hace sentir mal cuando
estamos delante de terceros y no me presta atención? ¿Es mentirosa, aunque
sea en pequeños detalles, y eso me hace desconfiar? ¿Le gusta ser el centro y
mantiene relaciones ambiguas con otros?

Como vemos, no es tan fácil dar respuesta, y todo va a depender del

tiempo y de la calidad de la relación. Si pasan los meses y los años y estas


dudas no se resuelven y son fuente de dolor, habrá que preguntarse si es la
relación adecuada. Una vez más: no podemos construir la confianza siendo
detectives o “hackeando” mails, chats y mensajes. Eso nunca nos va a dar la
respuesta y la seguridad. Además, es fuente de un sentimiento de indignidad.

Repitiendo el pecado de Narciso

No obstante, hay parejas en las que no se puede transformar nada. Cuando


un miembro de la relación o ambos tienen un narcisismo patológico, el amor
no se puede construir. “Narcisismo” es un término que requiere algunas
aclaraciones. Para empezar a comprenderlo, tenemos que recurrir a la
mitología griega: el mito de Narciso.

Este cuenta que Narciso era un joven muy bello. Demasiado. Era tan apuesto
que era deseado por hombres y mujeres. Y era tan hermoso como arrogante y
soberbio. Engreído y absorto en el poder de su atractivo, rechazaba y
degradaba a quienes se acercaban enamorados. Ese fue el caso de la ninfa
Eco, quien había sido condenada por la diosa Hera —por otro asunto de
celos— a repetir las últimas palabras de lo que escuchaba. Cuando Narciso
caminaba por un bosque, se percató de que ella estaba oculta y lo observaba.

La llamó, y ella repitió aquellas palabras. El joven la vio y la rechazó con


crueldad, por lo que Eco se escondió en una cueva para no salir jamás. En
castigo por su soberbia, Némesis, la diosa de la venganza, condenó a Narciso
a enamorarse con desesperación de su propia imagen reflejada en un
estanque. Al querer abrazarla, murió, y, en ese lugar, creció la bella flor que
hoy lleva su nombre.

Más cerca en el tiempo y de carne y hueso, vemos estas historias a diario.

“Narcisismo” no es una mala palabra, porque refiere a la autoconfianza y al


amor saludable por uno mismo. Sin embargo, en ciertas personas, se da un
nivel de narcisismo patológico que se parece bastante al del mito. Están tan
embelesadas con su propia imagen que

desprecian a los demás y solo los buscan para recibir la dosis de idolatría que
necesitan. No solo están enamoradas de su aspecto físico, sino que pueden
ser soberbias y egocéntricas respecto de su nivel intelectual, social o
económico y utilizan a los demás como drogas de consumo. A decir verdad,
a estas personas no les importa ni un poco lo que suceda con los demás
mientras les suministren lo que necesitan. Carecen de empatía.
Probablemente, muchos lectores se estarán preguntando si los narcisistas son
psicópatas y manipuladores. Pueden serlo o no. Tienen en común el hecho de
carecer de empatía, pero no todos son transgresores de la ley o manejan bien
el arte de la estafa o la manipulación.

“Él no era una mala persona, pero me hacía daño. No era malo porque no era
su intención dañarme. Me dañaba por lo que era, no por lo que hacía. Era
infantil y solo importaban sus cosas, sus necesidades y sus caprichos. Si
tenía dinero, nunca priorizaba a sus hijos o a la familia. Podía embarcarse en
gastos exorbitantes y pedir préstamos para comprarse una moto o para ir de
viaje a hacer un curso de buceo mientras no nos alcanzaba para pagar la
escuela de los niños. Al principio, pensé que era irresponsable, que iba a
madurar. Con los años, entendí que solo le importaban sus cosas y que eso
era desamor. Me costó darme cuenta porque siempre lo vi como un niño.
Hoy sé que vivir con un niño también hace daño. Hoy quiero un par, un
adulto que me acompañe”, razona Sonia.

Para poder amar en una pareja, tiene que haber otro. Parece una obviedad;
sin embargo, nuestros consultorios están poblados de parejas en las que un
miembro es un narcisista, y el otro, un codependiente. Los codependientes
emocionales pagan precios altos por ser amados. Están tan desvalorizados
que están dispuestos a idolatrar, pagar, esperar, tolerar, aguantar, posponer
sus necesidades, ofrendarse y hasta humillarse con

tal de que el otro no se vaya. Son los complementarios perfectos de un


narcisista: él quiere ser idolatrado, y el codependiente lo quiere a él. Ambos
están enamorados del narcisista.

Con el tiempo, las cuentas no cierran. En algún momento, cae el velo, y las
personas codependientes esperan ser amadas. La terrible constatación es que
allí no habrá nada para ellas. Se enamoraron de alguien que solo tiene amor
para sí mismo. Y todo lo que dieron, lo que entregaron y lo que invirtieron
no habrá servido para nada, porque los narcisistas jamás deben algo. Nunca
se sienten en deuda porque, en rigor, no han pedido nada. Solo se dejaron
amar como ídolos inalcanzables.

El amor requiere de dos personas con capacidad de amar a otro. El


narcisismo patológico es incompatible con el buen amor.

Ejercitación

¿Con quiénes cuentas? ¿A quiénes recurres cuando tienes un problema?

Revisemos tu red de apoyo.

1. Haz una lista de las personas en las que puedes confiar. Incluye, en este
ítem, a todas las personas de tu entorno, no solo a la familia.

2. Haz una lista de las personas con las que puedes contar. Piensa en las
veces en que necesitaste ayuda. ¿Quién acudió? ¿Sientes que hay personas
incondicionales en tu vida?

3. Revisa si, en tus relaciones (amigos, familia, pareja, compañeros de


trabajo), hay reciprocidad o si son asimétricas.

4. Por último, haz una lista de aquellas cosas que ofreciste que hoy te
parecen desmedidas y no volverías a dar.
Los amores cobardes no llegan

a amores ni a historias,

se quedan allí,

ni el recuerdo los puede salvar,

ni el mejor orador conjugar.

“Óleo de una mujer con sombrero”,

Silvio Rodríguez

No hay amor sin riesgo. Puede haber atracción, un buen momento, un


pasatiempo, un romance de verano, pero el amor implica una cuota de
audacia.

Muchas personas levantan férreas barreras de defensa para no salir heridas.


Tal vez, fueron lastimadas en el pasado o tuvieron una infancia con un estilo
de apego evitativo. Los estilos de apego infantil hacen referencia al tipo de
vínculo que tuvo el niño con sus cuidadores primarios o figuras de sostén.
Este tipo de apego puede darse cuando los niños crecieron en ambientes
donde hubo mucha distancia emocional o sufrieron algún tipo de abandono:
real (por la ausencia de alguna figura parental) o afectivo, aun en presencia
de ellos.
En este estilo de apego, que forma parte de los estilos inseguros en la
infancia, el niño no es tranquilizado por sus padres, sino que aprende a
manejar y a regular solo sus emociones. Se van construyendo, de este modo,
algunos esquemas de interacción que se repiten a lo largo de la vida en la
manera de vinculación. Esos esquemas tienen que ver con la representación
que el niño —y luego la persona adulta— construye de sí mismo.

Básicamente, tienen que ver con el merecimiento y la confianza. Las


preguntas que giran en torno a esta imagen de sí son las siguientes: ¿Soy una
persona merecedora del amor? ¿Merezco que alguien se interese por mí?

¿Puedo confiar o contar con los demás? ¿Tengo que ser una persona
reservada y ocultar mi vulnerabilidad y mis defectos para ser querida?

Cuando los niños crecen inseguros, no se lanzan con confianza a investigar y


descubrir el mundo. Se quedan temerosos en su zona de confort por miedo a
perder el contacto con aquellos que aman. De no mediar un

proceso que revierta ese estilo de apego, se transforman en adultos muy


replegados, con poca audacia para salir al mundo y lanzarse a la aventura del
descubrimiento. Y el amor, como dijimos, es una aventura de riesgo y
descubrimiento. Enamorarse implica dejar al descubierto nuestra intimidad,
nuestras fallas, nuestros miedos.

“Yo no quiero enamorarme”, dice Paula casi como una declaración de


principios. “Cuando me enamoro, la paso mal, me pongo ansiosa, tonta,
demandante, pierdo mi capacidad de concentración y sufro todo el tiempo.

Prefiero estar sola o con alguien que no me interese demasiado”. La falta de


audacia, de compromiso o de entrega se puede manifestar de muchas
maneras en las relaciones, pero tienen algo en común: todas duelen. Y le
duelen más al destinatario que al que se defiende, precisamente, por eso,
porque el miedo, la cobardía, el egoísmo o la evitación del conflicto levantan
barreras protectoras para no sufrir.

Abracadabra: el fantasma del ghosting

Que hoy sí, que mañana no, que te quiero, pero no sé, que aparezco y
desaparezco. Desde hace algunos años, de la mano de la tecnología en sus
diferentes y cambiantes formas de comunicación, apareció la figura del
ghosting. La palabra deriva de ghost , que quiere decir ‘fantasma’, y alude a
la brusca desaparición de una persona sin dar respuesta ni explicación.

“Te juro, Patri, que es una forma de violencia, es horrible”, me dice Nerina
con angustia. “Lo conocí por una app, chateamos bastante antes de vernos.
Por fin, nos encontramos y fue mágico, nos llevábamos muy bien en la cama
y teníamos muy buenas charlas. Había intereses comunes y nos divertíamos.
Eso duró tres meses con bastante intensidad, nos veíamos casi todas las
semanas. De un día para el otro, lo sentí raro, empecé a preguntar si le
pasaba algo, y las respuestas eran evasivas. Una mañana, literalmente,
desapareció. Me bloqueó, me sacó de sus redes sociales y de su vida. No
tenía manera de comunicarme con él para entender. Solo quería entender…”.

¿De qué se trata esta conducta repentina de desaparecer sin dar explicación
que alivie o que ponga palabras a un final? Se trata de una conducta cobarde,
de evitación del conflicto, de la dificultad de sostener, al menos por un rato,
el dolor, la tristeza o la decepción del otro por el abrupto corte. Las
explicaciones de los protagonistas de la “evaporación vincular” son
inconsistentes y pobres: “No sabía qué decirle”, “Me di cuenta de que me
aburría con él”, “Volví con mi ex”, “No tenía ganas de que me pidiera
razones que no tengo”, “No soporto los cuestionamientos”. Todas pueden ser
válidas, pero ninguna alcanza a explicar por qué se deja al otro en el abismo

de la incertidumbre. En algunos casos, se trata de falta de empatía; en otros,


de la descalificación de lo vivido: “No fue para tanto, ¡no teníamos una
relación de pareja!”.

El infierno de la espera

En este punto, soy contundente: aunque sea una relación de un día o un


simple intercambio de chats, dejar al otro en “modo espera” y desaparecer
sin dar una razón es, como decía Nerina, una forma de violencia. Implica
desconocer al otro, desalojarlo de su calidad de persona, minimizar su dolor
o su incomodidad. Los psicólogos sabemos de la tortura mental que genera
intentar explicarse qué pasó, qué es lo que no funcionó, lo que no gustó, lo
que se hizo mal. Y empezamos con el triste camino de desatar nudos que
podrían haberse evitado simplemente con un pequeño gesto o con una
palabra que habilitara un cierre. La desaparición del otro se vive como
rechazo y deja heridas en la autoestima. Por supuesto, están quienes se
inventaron un futuro en una relación que era solo presente, pero nada
justifica irse sin decir adiós.

Son muy pocos los que tienen una autoestima alta y una confianza sólida,
que, frente a la huida del otro, son capaces de decir: “No tenemos los
mismos valores, nunca hubiera podido funcionar”. Son personas que
entienden que no habrá respuesta y que, más allá de la decepción, se dan
cuenta de que sus niveles de compromiso hacia los demás en la vida son
muy diferentes. La mayoría siente el golpe y se queda con dolor, tristeza y
rabia.

“No siento que pueda confiar en nadie. Le abrí las puertas de mi casa, le
presenté a mis amigos, me hizo sentir que estaba bien a mi lado y no puedo
entender su actitud. Primero me cancelaba planes, me decía que no podía
verme, y, un día, se esfumó”. Marcelo hace una pausa, mira hacia abajo
como para buscar la emoción que le generó ese momento y sigue: “¿Te
imaginas lo

que es levantarte una mañana y ver que el WhatsApp no tiene más la foto
porque te bloqueó? Me volví loco, me fui hasta su casa, esperé en su puerta,
le mandé mensajes con amigos, hasta que un día fue ella la que se enojó y
me dijo que no la acosara más, que ya se había terminado”.

Solemos decir que el silencio es una respuesta o que no comunicar es una


forma de comunicar. Cuando, del otro lado, no hay con quién hablar, habrá
que hacer el cierre de manera unilateral y entender que el otro no quiso, no le
interesó. El porqué quedará en el misterio, pero lo que sí sabemos es que la
cobardía y la imposibilidad de enfrentar el conflicto son condiciones con las
que no es posible armar una relación que no lastime.

“Vamos viendo”

Ciertas expresiones pueden resultarte familiares. Se trata de una manera de


esquivar el compromiso de continuidad en una relación. “Vamos viendo” y
“dejemos que fluya” son expresiones vacías de contenido que exculpan de la
posibilidad de decir que ya no hay ganas de seguir adelante. Es atar la
relación, no solo al aquí y ahora, sino al encuentro fortuito, no pautado, sin
reglas ni rendiciones de cuentas. Se trata de esas personas que se defienden
de cualquier posible reclamo con una pancarta que dice: “Yo te avisé, no
prometí nada.”

Como le sucedió a Carina. “Pasaban los meses, se acercaban las vacaciones


y ya teníamos una relación o, por lo menos, yo creía que la teníamos. Había
ritmo y frecuencia en nuestros encuentros, nos hablábamos en la semana,
compartíamos bastante. Él dormía en casa, y yo empezaba a sentir que
estábamos en pareja, pero no podía mencionar esa palabra porque él lanzaba
su filosa expresión de ambigüedad. Yo me enojaba y le preguntaba qué era lo
que teníamos que ver, y él se sentía acorralado, se levantaba y se iba. Por
supuesto, me sentía culpable de haberlo presionado, hasta que entendí que
era lógico que eso me irritara. Su conducta, su ternura y su manera de
amarme no coincidían con esa frase que me empujaba lejos como para que
no me generara expectativas”. Carina aguantó lo que pudo hasta que empezó
a sentir que esa falta de compromiso era desamor. No se trataba de hablar de
convivencia ni de hijos, era solo saber que había un mañana. Aun en el final,
y a pesar de la tristeza, él no pudo sobreponerse a su miedo de quedar
atrapado en un proyecto de pareja.

Las palabras no muerden

¿A quién le pertenecen las palabras de amor que emanan de una relación? ¿A


quien las pronuncia? ¿A quien las genera? El amor en cualquiera de sus
versiones, desde la atracción romántica al compañerismo de una relación
estable, necesita de la comunicación. Y muchos dicen que comunican de otro
modo, aunque no lo hagan a través del lenguaje verbal. Lo hacen con actos,
con presencia, con gestos de cuidado. Sí, claramente, eso también es un
lenguaje que comunica el amor.

Pero el amor no puede ser adivinado, deducido, interpretado o subtitulado.


Porque lleva a malentendidos, porque lastima, porque genera un esfuerzo
mental y emocional desgastante. Unas páginas atrás, hablábamos del estilo
de apego evitativo, que se corresponde con aquellos niños que estructuraron
la defensa de la evitación o el rechazo por miedo al abandono. Los adultos
con este estilo de apego sufren y hacen sufrir. El amor necesita decirse,
meter los pies en el barro, arriesgarse.

Sin embargo, cuando hablamos de riesgo, no queremos decir que la locura


amorosa lleve a hacer cosas que nos pongan en peligro, sino que se trata de
la audacia de lanzarse a la aventura de amar y ser amado. No hay escuelas
para amar; nadie nos enseña a negociar, a comunicar, a cuidar, a ser
empático, a compartir. Las personas van aprendiendo en el camino, aunque
muchas se niegan a hacerlo.

“Soy así, Patri, no me sale de otro modo. Lo lamento por ella, pero, si me
quiere, me va a tener que aceptar así. Soy medio bruto, tosco y no sé decirle
cosas lindas. ¿Por qué estaría al lado de ella si no la quisiera? ¿Para qué me
lo

pregunta? Me molesta con esos planteos, me dan ganas de salir corriendo.

¿No se da cuenta de que me incomoda mostrar los sentimientos?”, me dice,


en el consultorio, Hernán, enojado hasta la exasperación. Se siente
incomprendido y le parece injusto el reclamo. Trato de hacerle ver que, por
algún motivo, vino a la consulta, que una pequeña parte de él quiere cambiar
y derribar ese freno que le impide disfrutar de la pareja y hacer sentir amado
al otro.

En el umbral

Más afuera que adentro. Hay personas que nunca terminan de entrar en una
relación, no logran confiar ni comprometerse. Se involucran de a ratos, pero
no presentan a su familia, a sus amigos, pasan años con esquemas de
encuentros pautados para verse con muy poca frecuencia y son reticentes a
hacer planes y proyectos. Protegen su privacidad, su tiempo, sus espacios y
su dinero, y no se muestran cómodas cuando tienen que compartirlo. Son
hipersensibles a cualquier comportamiento o reclamo que pueda parecerles
invasivo.

Santiago tiene una relación con Matías hace dos años. El rígido modelo que
le impone Matías a la relación no les permite avanzar en ningún aspecto.
“Ya estoy harto. No puede decirme que me ama, no puedo planificar unas
vacaciones porque nunca sabe, se queda a dormir solo los sábados, y, el resto
de las veces, nos vemos con el tiempo cronometrado. La pasamos bien
juntos, pero me queda siempre la sensación de que no nos vamos a ver más”,
me cuenta.

En todos estos ejemplos, vemos relaciones en las que no hay una intención
de incomodar o hacer daño al otro. Sin embargo, son dolorosas porque la
entrega es medida, condicionada o cuestionada.

No hay libertad para decir ni hacer. Son relaciones “hasta ahí”, en las que
existe una permanente sensación de ruptura. Pero el amor es para valientes;
cobardes, abstenerse.

Ejercitación

Quiero que puedas evaluar si te quedas demasiado tiempo esperando cosas


que no se concretan.

1. ¿Sientes que das demasiadas oportunidades a un vínculo aun cuando ves


que resulta conflictivo?

2. ¿Cuánto tiempo te parece prudente esperar a que algo cambie en la


relación? ¿Qué señales debes ver para seguir teniendo confianza en que va a
suceder lo que esperas?

3. ¿Crees que te quedas aferrado a promesas por inocencia, por negación o


por miedo?

4. Lápiz y papel: ¿en qué momentos de tu vida sientes que desperdiciaste el


tiempo? ¿Qué cambiarías hoy?
Ya no será,

ya no,

no viviremos juntos,

no criaré a tu hijo,

no coseré tu ropa,

no te tendré de noche,

no te besaré al irme,

nunca sabrás quién fui,

por qué me amaron otros.

“Ya no”, Idea Vilariño

Hay amores que nacen para no ser. Llevan, desde el comienzo, la marca de
la imposibilidad de un futuro, de lo prohibido o de la incompatibilidad. Y la
pregunta que surge es la siguiente: ¿Qué lleva a tantas personas a embarcarse
en relaciones que son una garantía de dolor? Las respuestas son muchas.

En principio, la negación y la omnipotencia. “Voy a poder”, “La voy a


cambiar”, “No me va a doler”, “Se va a separar”, “No me molesta que no
trabaje”, “Con el tiempo, va a querer tener una pareja”, “El amor puede
sortear cualquier diferencia”.

La negación es un mecanismo de defensa que consiste en rechazar,


minimizar o negar la existencia de una situación de la realidad que resulta
incómoda o desagradable. En muchas relaciones, vemos que las personas
hacen caso omiso de la realidad que no les es favorable y no “escuchan” las
señales de advertencia.

“Siempre me dijeron que Mariano era un tipo jodido. Se rumoreaba que era
estafador y mentiroso y que había golpeado a algunas exparejas. De hecho,
él mismo me contó que no volvió a ver a su hijo porque la madre era una
persona siniestra. Yo no lo ‘leí’ como abandono parental, me quedé con su
relato. Conmigo era maravilloso, así que preferí creer esa versión. Pero,
bueno, ya sabes el final… No puedo aceptar que todos me lo hayan
advertido y yo miré para otro lado”, dice casi con vergüenza Sofía mientras
clava la vista en la alfombra y estruja con fuerza un pañuelo de papel.

El desafío de luchar contra una realidad adversa y salir vencedores proviene,


en muchos casos, de personas que han sido parentalizadas.

Los hijos parentalizados son niños que deben asumir situaciones de adultos
desde muy pequeños. Se hacen cargo de cuidar de sus cuidadores

porque estos no están en condiciones de protegerlos por cuestiones


emocionales o psíquicas. Los niños-adultos crecen con un nivel exagerado
de responsabilidad, una enorme tolerancia al dolor y una percepción de que,
con tesón y voluntad, lograrán lo que quieren. Se esfuerzan, se sobreadaptan,
se someten a situaciones agobiantes en su intento de controlar, salvar,
redimir o cambiar lo que, en general, no puede ser cambiado. Esperan,
aguantan, toleran.

El problema es que luchan solos. No son dos personas peleando contra un


conflicto común para poder estar juntos. No. Aquí la batalla es contra el otro.

La lucha es contra hombres o mujeres no disponibles porque están en pareja


y no piensan dejar de estarlo, personas que no quieren, ni hoy ni mañana ni
nunca, tener una pareja, porque aman su libertad y sus espacios propios,
otras que son inestables, cambiantes, imposibles de retener. En todo caso, se
trata de relaciones sin futuro, sin un mañana próximo ni certezas mínimas.

Son aquellos que están enamorados de una promesa, de una ilusión que
distorsiona la realidad. Cuando la realidad es insoportable, muchas personas
la enfrentan con la conducta de un adicto: la evaden. Evadir lo evidente no
es gratis; nos deja sumidos en una espera infinita de lo que nunca va a
ocurrir.

Perder hasta la ilusión

“Sueño con despertarnos juntos, con preparar el desayuno para dos, con
irnos un fin de semana a alguna parte, no importa dónde… Sueño con
tenerlo sin estar pendiente del reloj, sin ocultarnos. Ya hace cuatro años que
estamos en esta situación tan asimétrica, porque no puedo pensar en una
pareja que no sea él. Por momentos, creo que nunca se va a separar, pero no
puedo tomar la decisión de dejarlo”. Le pregunto a Tatiana si cree que está
tapando alguna otra cosa con esta obsesión, le pregunto qué será lo que la
tiene aferrada a una relación que le causa más dolor que placer. Y su
respuesta es contundente: “Sí. Sin él, estoy vacía. Nunca fui importante para
nadie. A pesar de que fui exitosa, tengo la sensación de ser una impostora.
Todos me ven como una mujer que lo tiene todo: buen trabajo, linda, joven,
con una casa hermosa y un buen auto. La verdad es que siento pena por mí,
lloro todas las noches una soledad interna que no termina de drenar. Y es ahí
cuando la ilusión de que un día estaremos juntos con Juan me calma”.

Hay un concepto clave para entender ese vacío. No es lo mismo una falta
que una pérdida. Una pérdida se trata de algo que tuviste y, un día, no tienes
más: porque murió, porque creciste, porque se terminó, porque se fue y te
abandonó. Una falta es lo que nunca estuvo. Lo que te deja con la ilusión en
la cabeza de “cómo hubiera sido si…”. Hay adultos que crecen con una falta:
nunca fueron niños, nunca fueron cuidados, nunca supieron lo que era tener
un respaldo emocional. Vivieron desde siempre en el caos, en el conflicto de
una familia disfuncional que no pudo brindarles la certeza de confiar en
ellos. Tuvieron que vestirse de grandes para sobrevivir y crecieron

descubriendo con dolor que una infancia robada dejaba una carencia difícil
de llenar, un duelo casi imposible.
No se puede hacer el duelo de lo que nunca fue; suelo repetirlo en clases y
sesiones. Es muy difícil poner un punto final a lo que no empezó. Destruir
una ilusión es como querer matar un fantasma. ¿Cómo crecer si siempre
fuiste grande? ¿Cómo no sentir una emoción lacerante cuando tu infancia te
avergüenza o te duele o te enoja? ¿Cómo no quedar prisionero de esa
nostalgia de lo que nunca estuvo?

Una relación imposible es exactamente eso: quedar atrapado en la ilusión de


lo que no fue y nunca será. Es construir en tu cabeza una historia de amor
que no llena por el simple hecho de que no es real. La realidad es un
momento, espacios de placer que te empiezan a angustiar desde que esa
persona toca el timbre de tu puerta, porque ya anticipas la despedida.

Los adultos niños

“No sé quién fue mi padre. Mi mamá nunca quiso hablar de eso y me dejó
atada a un misterio con el que tendré que vivir. Aunque ella me crio, era una
mujer depresiva, con internaciones psiquiátricas, y siempre pensé que mi
papá la había dejado por eso. Me abandonaron los dos: él porque se fue y me
dejó a cargo de quien no podía cuidarme, y ella porque no pudo regalarme
una verdad que me hubiera evitado vivir buscando, esperando. Lo busqué en
todos los hombres con los que estuve. Y encontré lo mismo: ausencia,
desconcierto, promesas, mentiras”. Mercedes está atrapada en un dilema que
parece no tener salida. Repite, una y otra vez, el dolor de esperar lo que no
va a ocurrir porque no puede cerrar esa herida infantil.

Sin embargo, la infancia no tiene por qué ser un destino inexorable que te
condene a la repetición eterna de ese trauma. No se puede negar la historia.
Muy por el contrario, es preciso entenderla, porque lo que no se comprende
te somete y te condena. Y, una vez que se comprende, por más dolorosa que
sea, se comienza a aceptar esa realidad que no te define; es una parte de tu
vida y puedes construir el relato de tu historia con los personajes
secundarios. Siempre hay personas que te ayudaron, que fueron un modelo o
que confiaron en ti. Quizás un maestro, un médico, una tía, el papá de una
amiga. Se trata de “tutores de resiliencia”, como dice el doctor Boris
Cyrulnik. Son apoyos que te hacen sentir que el mundo no está tan
deshabitado y que te ayudan a construir la autoconfianza y darle un sentido
al dolor de lo que te pasó.
Un abandono, un abuso, una enfermedad, un accidente, la vergüenza de

tener una familia impresentable, el descuido infantil, la violencia psicológica


y física son algunas de las heridas que pueden llevarte a quedar atrapado en
la vida adulta a la espera de una ilusión que no va a llegar. Y te quedas en
relaciones que son hermosas durante el pequeño rato que duran, pero que te
dejan el sabor de la soledad y el vacío. Te colocan, otra vez, en el lugar
infantil. Y, en esa espera, dejas de ser adulto. Te transformas, de nuevo, en el
niño pequeño que quiere con desconsuelo que alguien se ocupe de él. La
verdad es que es tan inadecuado ser un niño adulto como ser un adulto niño.
Crecer es lo mejor que les puede pasar: es la oportunidad de ser buenos
padres para sí mismos.

“A veces, me enojo con él porque no se separa, porque no me legitima y me


mantiene en las sombras. Le reclamo, le grito, le suplico, le lloro, le
mendigo. Y, claro, después me siento horrible y pienso que nadie podría
querer a una mujer que se pone en ese estado como una chiquita caprichosa.

Y me da miedo que me deje, entonces, le pido perdón de una manera que


solo refuerza mi indignidad. Ahora lo veo claro, Patri. La que reclama es una
nena, no es la adulta que soy. Desde mi lugar más adulto, puedo entender
que me quedo en esta relación porque no me siento merecedora de un amor
distinto y porque quiero ganarle al destino de una forma tonta: tratando de
buscar la misma ausencia para torcerlo. ¿Y, si en lugar de eso, voy por otro
camino, como dices?”, se interroga Mercedes.

Ir por otro camino, por la cuadra que nunca caminaste, mirar los árboles que
nunca viste, dejar que otros amores se acerquen. Este amor sin proyecto es
esa nena que espera que su madre se cure, que su papá aparezca, que su casa
huela a comida casera, que un día abra la puerta y encuentre a una familia.
La realidad siempre es menos dura que la espera y la desilusión.

Cuando Mercedes deja de lado a esa niña obstinada, frena la batalla. Deja de

pelear por lo que no va a ser y elige. Puede elegir este romance perpetuo con
estas reglas de juego y saber que él no va a estar en muchos momentos
importantes de su vida o puede elegir irse y darse la oportunidad de un amor
presente, menos ideal, menos pasional, pero tan real como las dos tazas del
desayuno.

“Nunca pensé que bajar los brazos era una forma de ganar las batallas. Me
parecía una locura. Ahora entiendo que luché siempre contra molinos de
viento, y la mejor manera de ganarle al destino es saber que no hay destino,
que construyo mi vida trabajando sobre mis fantasmas. Y no intento que
ocurra, acepto la realidad, aunque no me guste porque es eso, es la realidad.

Y, si no me gusta, me voy, aunque duela. Duele menos irse porque ahí no


está lo que quiero que quedarse con la creencia de que, alguna vez, va a
estar”.

Los amores imposibles son idealizados, inalcanzables. El amor posible es


uno más imperfecto, menos glamoroso. No es el amor de la foto de las redes
sociales ni el de las películas con las que crecimos. El amor real se construye
con héroes cotidianos que resuelven sus conflictos con la comunicación, que
acarician las heridas del otro, que se frustran de a ratos, que se aburren otras
veces. Igualito que en la vida, sin tanto fuego artificial. Son menos mágicos,
es verdad, pero te abrazan por la noche y te despiertan con el calor de la
compañía. No son amores que sufren anticipando la ausencia, sino que
celebran la presencia, el hecho de saber que el otro está en tu vida. Sin
estridencias, sin sobresaltos. Sencillo y simple. Eso es ganarle al destino.

Para quien siempre vivió en medio de la tormenta, un amor apacible es


sorprendente y difícil de transitar. Aprender a amar fuera del caos será la
batalla más importante. Será dejar de vivir en guerra con uno

mismo.

Ejercitación

1. ¿Qué significa el cuidado para ti? ¿Podrías enumerar los gestos de


cuidado que los demás tienen contigo en tu vida cotidiana?

2. Muchas veces, te encuentras en situaciones en las que reaccionas como un


niño caprichoso. Sal del espacio físico donde se genera esa tensión y piensa
en la escena: eres como un chico con un berrinche, tirado en el piso y a los
gritos, con una madre que no puede calmarlo. Busca por todos los medios el
espacio y el tiempo para volver a conectar con tu parte más adulta: la que
habla, no la que grita; la que negocia, no la que reclama.

3. Lápiz y papel: repasa los amores importantes de tu vida y fíjate en los


patrones que se repiten. ¿Siempre se trata de personas que no están
disponibles o que no quieren una relación más comprometida?

4. Te propongo algo distinto: camina por calles que no conozcas, siéntate a


tomar un café en un lugar nuevo, levántate un día a una hora diferente.

Te invito a sentir que la vida puede ir por senderos nuevos.


He de volver al principio

para encontrar las razones

por las que un día

no te quise querer.

Elvira Sastre

“No lo vi venir”, recuerda Elena. “Estaba tan desesperada porque fuera


verdad que nunca se me ocurrió cuestionar nada, aun cuando todo estaba
delante de mis ojos. ¿Viste que muchas personas desconfían cuando algo es
muy bueno? Yo, en lugar de desconfiar, pensé lo siguiente: ¿Y por qué no
me va a tocar a mí algo así en la vida?”.

La violencia psicológica es tan sutil, delicada y estratégica que solamente un


ojo entrenado podría percibirla. La vemos por los efectos que genera sobre
sus víctimas. Y no se trata de personas inocentes, ingenuas y crédulas que
caen en la trampa de un simulador o de un psicópata.

Tampoco se trata de una cuestión de género: hombres, mujeres, niños,


ancianos y familias enteras pueden estar atrapadas en la red venenosa de la
manipulación y la destrucción psicológica.

El cóctel no podría ser más “perfecto”: por un lado, una persona vulnerable,
con una historia familiar desdichada en la que nunca logró sentir protección
ni cuidado. Muchos pensarán en una víctima frágil y endeble que no puede
con su vida. Pero nada más alejado. Por otro lado, su potencia. Las víctimas
posibles de las “personas vampiro” son vitales, potentes, exitosas.

Se han pasado la vida haciendo el esfuerzo por ser las mejores y así ser
aceptadas y reconocidas. No conocen límites para su esfuerzo y se
vanaglorian de su empuje sin percibir que, en muchos casos, están tan
sobreadaptadas que no pueden frenar.

Las víctimas perfectas

“Me da vergüenza decirlo, Patri. Lo dicen los demás y me pongo colorada,


pero creo que es así: siempre fui brillante en mis estudios, me destaco en los
trabajos y resuelvo todo en instantes. Soy la asistente que todos querrían
tener porque, además, disfruto de que se queden contentos conmigo”.
Florencia no lo dice por pudor, pero hay que agregar que es extremadamente
bella y tiene estilo. Es de esas mujeres agradables que siempre sonríen y
jamás exageran: tiene el tono justo para vestirse y para hablar.

“Siempre fui medida con el dinero, así que compré mi departamento y mi


auto, incluso manteniendo a mi mamá. Mi papá se fue cuando nací, ni lo
conocí. Soy hija única, y mi madre está muy desquiciada. Bueno, en
realidad, lo estuvo siempre… Tiene un trastorno bipolar, y vivo de sobresalto
en sobresalto. Tengo que hacer todo yo, porque, si le dejo dinero, se lo gasta
en dos minutos y es capaz de cualquier cosa”.

Ya tenemos todos los ingredientes: desamparo infantil, un abandono que la


dejó sumida en el desconcierto y el misterio, una carga pesada de una madre
enferma a la que hay que cuidar —pero que no se deja cuidar—, la
sobreadaptación de una mujer que parece tener todas las virtudes.

El desamparo infantil genera una angustia inexplicable a lo largo de la vida.


Pasan los años, el mundo empieza a poblarse de amigos, colegas, otros
familiares, proyectos, y, sin embargo, hay una sensación de vacío
ingobernable. Florencia cumple con todos los requisitos para ser el blanco de
algún aprovechador o de algún perverso narcisista. Está llena de recursos:
emocionales, profesionales, sociales, económicos, intelectuales, y
solo carece de confianza. No confía en ninguna de sus cualidades para ser
amada. La soledad la golpea en el centro de su carencia infantil.

“Hay noches en las que, sin saber por qué, me acurruco en la cama, me
abrazo a mi almohada y empiezo a llorar con desconsuelo. Trato de decirme
que ya no tengo cinco años; sin embargo, la sensación de angustia es
infinita”. Esta vulnerabilidad no es visible para los demás. La gente ve en
ella a una mujer resuelta, activa y triunfadora. No obstante, los vampiros
emocionales la detectan: intuyen su necesidad y la desarman con muy poco.

“‘Yo quiero cuidarte’, me decía Manuel desde el primer día. Me reía porque
me parecía raro que me dijera eso, pero, a la vez, cada vez que lo escuchaba,
sentía un nudo en la garganta. Nadie nunca me cuidó… Él se ocupaba de
detalles que ni le pedía, me venía a buscar, trataba de ser encantador con mi
entorno, me abrazaba fuerte por las noches. Llegué a sentir de verdad que
nada malo podía pasarme si él estaba cerca. No me di cuenta de que lo malo
iba a pasarme justamente por eso”.

La primera señal que enciende las alarmas de la violencia psicológica es la


confusión. Cuando todo parece estar bien, cualquier acontecimiento, una
pregunta o un comentario desata la locura. La víctima de violencia
emocional no comprende qué pasó, qué estuvo mal. No entiende por qué la
conversación escaló hasta el límite de la separación, la amenaza o el
abandono. Es tan absurda la secuencia que no la puede relatar, así que repasa
cada una de sus palabras para saber qué es lo que dijo que enfureció o enojó
al otro. No lo va a saber nunca porque, en realidad, fue un acto de
manipulación para quitarle libertad.

Y, cuando una persona está carente de amor y se encuentra con todo aquello
con lo que había soñado, cualquier amenaza de pérdida de ese estado es
devastador. Florencia trataba de reproducir, en la consulta, los diálogos

que llevaban a esos “malentendidos”, pero era un esquema caótico: no había


un patrón que se repitiera ni un motivo claro. “Se sintió ofendido por algo
que dije. Él me cambia las cosas que digo, y me empiezo a volver loca
porque interpreta mis palabras y termino enredada en un discurso sin
sentido.
Lo único que sé con certeza es que hay un momento en el que tengo tanto
miedo de que me deje que le pido perdón aun sin saber de qué”, me cuenta.

La comunicación sucia

Este tipo de comunicación perversa es de una violencia sutil y progresiva.

Recordemos que la manipulación no es una condición de género: mujeres y


hombres pueden tener una personalidad narcisista, psicopática o perversa
que destruya sistemáticamente a quienes tiene alrededor.

Veamos algunas características:

1. Es una comunicación sucia, opaca, en la que no se entiende bien el


mensaje porque no es directa. Es una insinuación, una mirada, una burla.

2. Te hace responsable de sus estados emocionales, te culpabiliza y logra


confundirte.

3. Es una comunicación ambigua. Siempre te sorprende porque resulta que


no dijo lo que dijo, que nunca prometió tal o cual cosa. Hay mentiras y
desmentidas, de manera que nunca sabes cuál es la verdad.

4. Es como una caja de Pandora. Los manipuladores suelen ser misteriosos


respecto de su pasado o de algunos aspectos de su vida. Van dando
información confusa y contradictoria para poder ocultarse mejor. Su
principal estrategia es la ambigüedad, porque deja espacio para negar algo
que se dijo o para atribuirle al otro una interpretación errónea.

5. Se trata de personas simuladoras que son encantadoras en el mundo

social y se esfuerzan por hacer que todos queden hipnotizados por su


inteligencia, su amabilidad o su simpatía.

6. Utilizan el silencio como arma. Cuando quieren mostrar su reprobación o


su enojo, someten al otro a la tortura del silencio por horas, días o semanas
como una forma de castigo enloquecedora.

Algunos ejemplos del desconcierto que genera la comunicación perversa:


“Yo sabía que él me mentía. Salía con otras mujeres, le encontraba mensajes,
pero no sé de qué manera me terminaba entrampando y dándole la razón. Le
pedía disculpas por haber desconfiado”; “Me daba vuelta las cosas. Gastaba
mi dinero, me endeudaba, me pedía prestado para negocios exorbitantes y,
cuando me enojaba y no quería prestarle, se encargaba de hacerme sentir una
miserable. Y de verdad yo lo sentía”.

Las hechiceras

Esteban fue hipnotizado por Magalí. Literalmente.

“No sé, Patri, no lo puedo describir. Ella era tan increíble que era imposible
no enamorarse: divertida, inteligente, pero, sobre todo, de una sensualidad
descomunal. A mis cincuenta años, estaba descubriendo la sexualidad con
ella, a pesar de haber tenido muchas mujeres. Maga —ahora pienso que era
una hechicera— era muy abierta y me hacía sentir un dinosaurio cada vez
que le hacía una escena de celos. Te resumo: acepté uegos sexuales con otros
hombres que me destrozaron de celos y de dolor, pero prefería callar para
que no se fuera. Mientras tanto, para ser ‘el mejor de todos’, le compré hasta
un departamento… Un día, escuché un audio: se reía de mí con otro, me
trataba de ‘denso, aburrido, insoportable’ y terminaba diciendo: ‘Me voy
porque me espera este pesado y tengo que pagar las tarjetas’”.

Fue devastador. No solo porque comprendió que Magalí no lo amaba, sino


porque se dio cuenta de que era una simuladora. Es muy difícil, para quien
no tuvo la experiencia de enamorarse de alguien con características
perversas o manipuladoras, transmitir la tormenta de emociones que eso
significa. Es como una catástrofe, y muchos pacientes describen un cuadro
que se asemeja al estrés postraumático. Pasan revista a su historia para tratar
de entender qué es lo que no vieron.

“¿Era mentira cuando decía que me amaba? ¿Me convenció de tener una
pareja abierta solo para seguir con esa otra relación de una manera
‘legítima’?

¿Cómo podía fingir en la cama? Porque te juro, Patri, que la sentía tan cerca,
tan unida a mí… Estoy roto, no creo que pueda volver a enamorarme y
confiar. Siempre pensé que, al mirar a alguien a los ojos, sabría si mentía o
no; se me derrumbaron todas las creencias”.

Esteban tiene dos tareas muy difíciles por delante: volver a creer y confiar en
alguien, y, quizás más difícil todavía, volver a sentir en la intimidad sexual
lo que sentía con Magalí. Las personas manipuladoras son como hechiceras:
detectan tu necesidad y son expertas en satisfacerla para después lograr lo
que quieren. Tejen una red, una especie de trampa en la que caes sin darte
cuenta. Maga era una amante perfecta, era la dueña de la escena, dominaba
la situación como una experta, pero le hacía creer a Esteban que eso ocurría
porque él era el mejor amante del mundo. Todo era una simulación.

En el último tiempo, han surgido muchas series que abordan el tema de la


simulación, la estafa emocional y el engaño. Una de las más emblemáticas
en la Argentina fue El estafador de Tinder, inspirada en un caso real. Causó
un gran impacto y los medios, las redes y los pacientes hablaron de ello.
¿Cómo era posible que esas mujeres no se dieran cuenta? ¿Cómo fueron tan
ingenuas? Algunos, más crueles, las sometieron a la burla por haber sido
embaucadas. Lo increíble es que los ataques se dirigían a las víctimas de la
estafa. El estafador era percibido como alguien sin escrúpulos, pero que, de
algún modo, había encontrado la manera de vivir como un millonario sin
trabajar, a expensas de estas mujeres y esquivando la justicia. Cuesta mucho
ver que estas víctimas de la estafa de Tinder no están muy alejadas de
nuestra realidad. Las vemos en nuestros consultorios y no salen en los
periódicos porque la escala del dinero de la estafa es ínfima. Sin embargo, la
estafa emocional es la misma, así como el dolor.

Confía en tus instintos

A esta altura, podrías estar preguntándote por qué hablé de violencia en este
capítulo. No hay marcas ni hematomas en la piel. Pero están en el alma. Y

son de heridas que tardan en cicatrizar. No es la violencia del abandono ni la


de no ser elegido. Tampoco es la de la descalificación o la ley de hielo que
impone el silencio. No. Es el horror de haberlo tenido todo, de haber creído
ciegamente y de sentir la estafa emocional de la persona que, hasta ayer, era
la compañera de tu vida. Una mutilación que te deja, por meses y hasta por
años, dando vueltas alrededor del porqué, del cómo, del misterio de tratar de
saber qué fue cierto y qué no.

La violencia psicológica es tan destructiva que lleva a lugares oscuros del


psiquismo, porque la sensación es la de estar en un laberinto sin salida. La
confusión y la parálisis son los signos más claros de que puedes estar
sufriendo este tipo de manipulación. Sentimientos de culpa mezclados con
rabia, impotencia y furia conforman un cuadro que, muchas veces, debe ser
acompañado con medicación, psicoterapia y grupos de autoayuda, que
permiten ver que no se trata de una cuestión de poca inteligencia.

Pasa el tiempo y todos nuestros protagonistas vuelven a la vida amorosa: con


miedo, a tientas en la oscuridad, dando pasos pequeños. La piel les duele
todavía cuando los tocan. Ya no confían en sus propias percepciones porque
fueron engañados por su intuición. No obstante, hay una manera de tener
datos ciertos: las propias vísceras. Actualmente, hablamos del eje cerebro-
intestino, ya que ambos órganos están en estrecha conexión a través de

sustancias químicas, como los neurotransmisores. Así, sentimos “mariposas


en la panza” cuando nos enamoramos, ganas de salir corriendo al baño ante
la proximidad de un examen o náuseas si alguien no nos cae bien. No es
magia: el noventa por ciento de la serotonina —un neurotransmisor muy
involucrado en la ansiedad y la depresión— se produce en el intestino.

Escuchar con las vísceras es desatender la información cerebral que puede


engañarnos y prestar atención a lo que no concuerda, a ese dolor o malestar
que nos indica que hay algo que no funciona bien.

La ecuación del amor requiere confianza, intimidad emocional, empatía,


atracción. No puede funcionar solo con esta última variable. Por supuesto,
los simuladores son maestros en el arte de la “falsa empatía”, es decir que
logran ponerse en el lugar del otro de una manera tramposa para engañarlo y
hacerlo sentir importante. ¿Cómo nos damos cuenta entonces? No pueden
sostener mucho tiempo su máscara. Se cansan, se aburren, se enojan. Es por
eso por lo que, cada tanto, desaparecen con alguna excusa para salir a tomar
aire de su falsa identidad.
De todas formas, lo que nos interesa aquí es tu vulnerabilidad frente a esas
personas que podrías encontrar en todos los ámbitos. Por eso, aquí van
algunas recomendaciones:

1. No caer en el juego de la comunicación perversa: no intentes “leer” o


decodificar lo que no se dijo. Si la comunicación no es clara, no la escuches
ni la respondas.

2. No justifiques un no. Si tu respuesta es “no”, lo mejor frente a los


manipuladores es no dar explicaciones.

3. Puedes aprender a decir “no sé” en momentos de confusión. Da


tranquilidad y tiempo.

4. No cedas a hacer cosas que van contra tus propios valores.

5. Frente a la confusión, no tomes decisiones; estas se toman desde la


claridad.

6. Es importante validar las percepciones consultando con un entorno


confiable.

7. Presta atención a lo que el otro hace, no a lo que dice.

8. Desmárcate de las alianzas, los rumores y las triangulaciones.

9. Los elogios, la seducción y las promesas pueden ser una tentación para
recaer y volver a confiar.

10. No hay posibilidad de armar un vínculo confiable con alguien que carece
de empatía.

Ejercitación

Toma lápiz y papel, y contesta:

1. ¿Puedes reconocer ahora las primeras señales de violencia psicológica que


no advertiste?
2. Haz una lista de aquellas personas que te hacen sentir incómodo y que
evitas ver porque sientes que te consumen la energía.

3. Trata de reconocer tus aspectos vulnerables: tendencia a hacerte cargo, a


culpabilizarte, a prestar dinero, a no validar tu opinión o tus deseos,
inseguridad, pobre autoestima. Conocer tu talón de Aquiles es fundamental
para no caer en las redes de los manipuladores.
¿Sentiste alguna vez lo que es tener el corazón roto?

¿Sentiste a los asuntos pendientes volver hasta volverte muy loco?

Si resulta que sí, sí podrás entender lo que me pasa a mí esta noche.

“Crímenes perfectos”, Andrés Calamaro

Vivimos en un tiempo que se consume a sí mismo. Todo es vertiginoso, y


estamos muy cansados: hemos perdido el tiempo. La vida se parece a una
sucesión de instantáneas en las que cada nueva foto devora el pasado, y la
historia parece no tener consistencia. La sensación de vacío emocional y
espiritual, la falta de sentido y la angustia por no encontrar el camino hacia
la felicidad suelen estar en el centro de todas las conductas adictivas. ¿Por
qué?

Las compulsiones son deseos irrefrenables, conductas apremiantes que


llevan a la acción. Los comportamientos adictivos parten de un deseo que,
muy pronto, se transforma en una necesidad, y, llegado ese momento, es
muy difícil detenerlo. ¿Qué hacen, entonces, algunas personas cuando se
encuentran con el vacío? Intentan llenarlo con lo que sea: comida, alcohol,
psicofármacos, tabaco, pantallas digitales y, por supuesto, con alguna
relación pasional y conflictiva.

Las dependencias emocionales remiten, en todo momento, a ese sentimiento


inabordable y atemorizante que bordea la angustia. Las personas que quedan
atrapadas en vínculos patológicos suelen repetir un patrón vincular
caracterizado por relaciones intensas, de alto contenido erótico, en las que
predominan el control, la posesión, los celos y el temor al abandono. La
preocupación por salvar, cambiar o sostener la relación ocupa la mayor parte
de los pensamientos y de las acciones consecuentes.

De este modo, nos planteamos algunas cuestiones. ¿Por qué llenar el vacío y
no sentirlo, transitarlo y atravesarlo? Y, en todo caso, ¿por qué intentar
llenarlo con sustancias o conductas que, a la larga, nos van a enfermar? ¿Por
qué una relación pasional? Primera respuesta: las personas intentan llenar el
vacío porque no lo soportan.

Los dependientes emocionales

“Es domingo a la tarde, y ya lo siento clavado en medio del pecho. Lo


increíble es que me puede pasar cuando estoy en una relación o cuando estoy
sola. Solo se calma si estoy ‘consumiendo’, es decir, si estoy con el otro y
me siento locamente amada o en un estado de ilusión romántica. En cuanto
ese estado peligra o se desvanece para entrar en una etapa más tibia o más
calmada, avanza mi desesperación. Me pides que le ponga nombre a lo que
me pasa en ese momento y es difícil: se parece al abandono, al desamparo, a
una soledad infinita que no me deja respirar. Literal. Me ahogo, entro en
pánico y tengo que aliviarlo con medicación”.

El relato de Sandra es similar al de muchas otras personas. Deseos de llorar,


nostalgia y una sensación de poca confianza en sí misma. El mundo se
desvanece, y nada alcanza, nada importa. El desamparo es casi infantil. No
importa si se trata de un hombre o de una mujer, si es joven o pasó los
sesenta; el miedo es el mismo, y solo se anhela el abrazo de alguien que
funcione como una figura de protección casi parental. Pero —y esta es la
tragedia— los dependientes emocionales no se vinculan jamás con alguien
que proteja, cuide o dé certezas.

“Es totalmente irracional, lo sé”, sigue Sandra. “No necesito de nadie para
sobrevivir, tengo trabajo, soy independiente, y esto me pasa inclusive cuando
estoy en una relación. Claro, mis vínculos son caóticos, con personas que
están y no están, que no están disponibles, que no sé si me aman o se aman
solo a sí mismas. Igual, lo terrible es la desolación que siento. Es como si
tuviera cinco años y quisiera estar con mi mamá o con mi papá para que me
cuidara y me asegurara que nunca me iba a pasar nada. Es horrible”. La falta
de cuidados parentales en la infancia o la necesidad de crecer de golpe desde
muy pequeños deja un hueco difícil de simbolizar. No se trata de algo
racional, sino que es puramente emocional. Se refiere al dolor de no haber
sido hijos por haber tenido que asumir roles adultos desde muy temprana
edad. Es una falta que no se cierra y que drena como una herida que sigue
abierta. Los niños que han sido “hijos parentalizados” funcionan como
adultos en todas las áreas de su vida, pero, en sus relaciones amorosas,
tienen una irracional dependencia infantil.

“Él dormía abrazado a mí, y yo no quería ni moverme”, continúa Sandra.

“Era tan agradable sentir que alguien podía cuidarme que hubiera hecho
cualquier cosa con tal de que se quedara. Y lo peor es que era una ilusión,
porque era la persona más narcisista y descuidada del mundo: yo lo mantenía
económicamente, era mentiroso, me engañaba, me descalificaba. No puedo
explicar por qué su abrazo me calmaba una angustia tan primaria”. Es que se
trata de un abrazo que solo calma una ilusión.

La dependencia emocional es un patrón vincular que deja aferrado a la


ilusión de seguridad, contención y cuidado. Y es solo eso, una ilusión. Los
vínculos de pareja más saludables no son incondicionales ni tienen una
dinámica paterno-filial de protección: se trata de relaciones de paridad y de
acompañamiento mutuo. Cuando alguien creció con una falta emocional o
una carencia afectiva en relación con el cuidado, queda una sensación de
nostalgia por lo que no fue, un dolor de lo que podría haber sido, una
necesidad insatisfecha infantil que no cesa de reclamar la presencia del otro.

Quizás, encontramos allí parte de la explicación que retiene a tantas personas


aferradas a la espera. El vacío genera un desasosiego en el que nada

alcanza. Cualquier proyecto, los amigos, el trabajo, un viaje, todo lo que se


construye se desvanece en un instante de derrumbe al sentir la falta de
certeza de un amor. Estas personas se comportan como “bulímicos
emocionales” que devoran en atracones todo lo que se les presenta: compras,
sustancias, fármacos, salidas, sexo, apps de citas. Necesitan saber que, en la
vida, “hay algo más”.
La trampa de las redes

El amor y la pareja aparecen, entonces, como una fuente de agua en medio


del desierto. Es casi un espejismo que se plantea como la solución a la
angustia: “Si alguien me ama y está conmigo, nunca más voy a sentir esta
desolación”. Ya dijimos que la ilusión es una distorsión de la realidad y
conduce a una concepción idealizada y romántica del amor. Los amores
ilusorios tienen una impronta similar a lo que vemos en las redes sociales:
una foto de Instagram plasma sonrisas, alegría, escenarios de ensueño y
cuerpos perfectos. Las parejas que vemos allí son distintas a lo que nos
mostraba el cine. Mientras, en la pantalla grande, dos actores ponían en
escena un idilio inalcanzable y aspiracional, Instagram muestra personas

“reales” que parecen “vivir de verdad” sus vidas de película.

Esa “realidad digital” lleva a creer que eso es posible, un amor que dure toda
la vida sin fisuras ni contratiempos. Bodas con vestidos de princesas de
cuentos —aunque hayan pasado de moda, incluso en lo ideológico—, fama,
belleza, dinero y regalos costosos y sorprendentes. Claro está, luego llegan
embarazos de modelos que nunca pierden la forma y están espléndidas dos
días después de dar a luz.

Ya no se trata de Mujer bonita o de Un lugar llamado Notting Hill, películas


que arrancaban suspiros y ganas de vivir un ratito de esa fantasía alguna vez.
No, se trata de personas que salen en las revistas, en la televisión y en las
redes, o sea, acá nomás. Hasta que un escándalo golpea la burbuja y la hace
más “real”, más parecida a lo que vive el resto de la gente, anónimas
personas que sufren los altibajos de la búsqueda del amor o de las
dificultades

de la vida de relación.

Juana se queda aferrada a historias “instagrameras”. Conoce gente por las


apps de citas y elige a personas a las que idealiza en muy poco tiempo. Cree
haber encontrado el santo grial escondido y, muy pronto, llega la decepción.

“Mis relaciones siempre fueron difíciles. Me enamoro de inmediato y siento


que es el hombre de mi vida. Cuando veo que eso no es así, me quedo
anclada en esa ilusión de los primeros meses, esperando que sea el que
nunca fue, porque me lo había inventado yo”, me cuenta.

Darío se enamora de chicos mucho más jóvenes que él a los que conoce por
otra app de citas. Se siente atraído por cuerpos perfectos, y, enseguida, eso se
le vuelve en contra. “No sé lo que busco, Patri, porque, cuando creo que lo
encontré, se me desvanece a los pocos meses o incluso días. O porque no me
llaman más o porque me aburro. Algunos no tienen un peso y esperan que yo
los mantenga o son encuentros que no van más allá de lo sexual”.

Volvamos, entonces, al vacío. Las ilusiones distraen, llenan y calman por un


tiempo el sinsentido de una búsqueda existencial que no tiene rumbo. La
realidad no podría llenar el vacío porque es imperfecta muchas veces,
frustrante y, por cierto, menos intensa.

Muchas personas sienten que se están perdiendo de algo, que la vida ofrece
un menú sabroso que está lejos de su alcance y transitan sus días

“probando” bocados para ver si logran alcanzarlo. Cuando creen haber


llegado, la línea de arribo se corre un poco más. Las apps de citas y la
sociedad de nuestros días generan una oferta tan variada como inabordable.

Se tiene la ilusión de que existen infinitas posibilidades de relación en la


pantalla de un celular y ninguna satisface: siempre puede haber otra mejor, y
la elección es imposible. Lo mismo puede pasar con cualquier relación
surgida en otros espacios, solo que el mundo digital lo pone mucho más en

evidencia. Después de la borrachera, la resaca es insoportable; queda la


sensación de que hay mucho de nada y poco de alguien que pueda amar.

La espera inútil

El amor ilusorio se construye en la espera inútil. Y esta no es gratis.

Los años pasan y se llevan los mejores momentos y las posibilidades vitales
que tienen fecha de vencimiento. “Estuve siete años en una relación con un
hombre casado”, me cuenta Natalia. “Perdí años valiosos de mi vida, no solo
porque ya no puedo ser mamá biológica, sino porque dilapidé otras
oportunidades, pasé mis días llorando mientras soñaba una vida con él, que
tampoco hubiera sido tan genial como imaginaba. No sé qué esperaba. Yo
sentía que era amor y que tenía que jugarme por él. Ahora empiezo a
entender que me enamoré sola. No lo culpo; él no me prometió nada. Yo
compré un sueño y no quería despertar”.

El relato de Pedro, otro paciente, muestra las consecuencias de la espera en


el estallido somático. El estrés crónico y la ansiedad se cobran su deuda en el
organismo. “Me enfermé. Me frenó el cuerpo porque con mi cabeza yo no
iba a parar. Me tendría que haber ido de esta relación a los pocos meses,
porque ya me daba cuenta de que iba a sufrir mucho con ella. Me lo dijo,
Patri, me lo dijo”, insistía en una confesión que liberaba de responsabilidad a
su pareja. “Ella me advirtió, desde el primer día, que era muy inestable y que
nunca había podido ser fiel, que le gustaba seducir y conquistar. Yo no quise
escuchar o pensé en mi fantasía omnipotente que iba a lograr lo que otros no
pudieron. ¿Qué esperaba? Que un día ella me amara con locura y me eligiera
solo a mí. Hasta que dije basta, pero no fui yo. Fue mi corazón: literalmente,
terminé en una sala de unidad coronaria”.

La espera detiene el tiempo de una vida. Deja cristalizado el deseo en una

foto que envejece, y no hay manera de que no sea alcanzada por la nostalgia
y el dolor de lo que no será. En estos amores, la particularidad es que se
extraña algo que nunca existió y se añora lo que nunca va a ocurrir. Un
instante de este presente puede seguir alimentando la ilusión como si fuera
una “dosis” de cualquier droga dura. Un like, un cambio en el estado o en la
foto de perfil, una mudanza, una información que llega a través de
conocidos, cualquier dato se procesa como una “señal” de que volverá. O de
que llegará.

O de que no se irá.

Les digo a mis pacientes que recuerden esto casi como si fuera un mantra
espiritual: el amor es ahora y es acto, no está hecho de promesas ni de
buenas intenciones. Se construye con tiempo, a fuego lento. Los amores más
pasionales, los más intensos, son arrebatados, y todo ocurre demasiado
rápido: la ilusión y la desilusión también.

Ejercitación
El ejercicio de este capítulo consiste en preguntas.

1. ¿Crees que esperaste demasiado a que una relación cambiara?

2. ¿Te cuesta no anticiparte a los hechos?

3. ¿Qué cosas haces para manejar tu ansiedad?

4. ¿Qué haces cuando sientes un vacío emocional?

5. Si pudieras volver atrás, ¿qué cambiarías en algo que solo dependiera de


ti?

Ahora que revisaste tu manera de afrontar la ansiedad y la espera, podrías


ejercitarte en el simple y difícil arte de anclarte en el presente. Deberías
trabajar en:

1. No anticipar escenarios futuros que estén lejanos.

2. No intoxicarte con señales que te alienten a seguir en la espera.

3. Fijarte plazos cortos para tomar pequeñas decisiones.

4. No postergar lo importante (el autocuidado, la salud, una decisión


económica).

Se trata de establecer un contacto más directo con la vida de todos los días.
El amor ilusorio se alimenta de lo que no fue y de lo que nunca será. Su

remedio es la realidad de lo que es. La realidad no deja a las personas


aferradas a la espera. Puede ser frustrante, pero permite avanzar hacia el
paso siguiente: la aceptación.
Le había costado mucho recuperarse del amor frustrado y temía que si oyera
su voz por un instante volvería a naufragar en la misma pasión obstinada de
antes.

El amante japonés, Isabel Allende

Ya hablamos de la ilusión y del vacío. Ahora estamos más cerca de entender


por qué nos referimos a vínculos adictivos.

“Adicción” es una palabra que, históricamente, remite a sustancias (cocaína,


tabaco, alcohol); más tarde, se agrega el tema de la ingesta de comida, y, al
final, se comienza a hablar de comportamientos adictivos (compras, juego,
relaciones, sexo, Internet). Las adicciones sin sustancia o adicciones del
siglo xxi comparten algunas características de las adicciones a sustancias
tanto en la conducta como en lo emocional y también involucran un área del
cerebro que se activa cuando hay una situación que genera placer o —y esto
será fundamental— cuando se evoca el placer.

No es difícil pensar que, cuando hay una obsesión amorosa, se puedan


compartir los mismos procesos de cualquier otra adicción: dependencia,
tolerancia y abstinencia. Detengámonos un momento en cada etapa.

La dependencia

Se trata de conductas que tienen que ver con nuestra vida cotidiana —como
las relaciones amorosas, la sexualidad o Internet— que pueden escalar a un
nivel de necesidad que hace que se repitan, a pesar del daño que puedan
provocar. La persona no puede dejar de hacer algo que la daña y “consume”

sin parar tratando de encontrar el placer original, aun cuando ya hay


evidencias de la interferencia que ocasiona en su vida. Lo clave, en estos
casos, no es la conducta o la persona, sino la relación que se establece con
ella.

En las dependencias emocionales, se trata de una adicción a una ilusión


amorosa. El enamoramiento y la atracción generan un cóctel poderoso en el
cerebro, en un área que se denomina “circuito de recompensa”. Se activan
neurotransmisores que provocan un estado de excitación: euforia,
hiperactividad, insomnio, pérdida del apetito y, sobre todo, obsesión. Las
personas enamoradas no pueden pensar en otra cosa día y noche (los
celulares no ayudan demasiado en las dependencias), y la ansiedad crece de
manera desproporcionada. Es tan intenso el placer que provoca el encuentro
que la sola evocación dispara la misma cascada de neurotransmisores.

La obsesión hace que las personas estén pendientes del otro: sus
movimientos, lo que le gusta, su historia, cualquier detalle que asegure que
va a quedarse en esta relación para siempre. El tiempo invertido en la
relación comienza a aumentar —chequear las redes para ver nuevos
seguidores, fotos, estados, historiales, apps de citas—, y la angustia crece
hasta la confirmación de que la otra persona aún está interesada.

El enamoramiento es un período relativamente breve, que puede durar unos


meses y que alterna momentos mágicos y de ensueño con otros de
incertidumbre y ansiedad. El objeto de atracción está idealizado, y todo lo
que muestre, haga o diga no se cuestiona y, mucho menos, se juzga de
manera negativa. En esta etapa, las señales que pueden advertir un peligro,
como, por ejemplo, sus antecedentes, mentiras, insolvencia económica,
actitudes manipuladoras o aspectos egocéntricos, no son tenidas en cuenta y
son negadas o minimizadas.

La diferencia entre quienes se quedan aferrados a la relación, a pesar del


daño que provoca, y quienes se detienen y se van es su vulnerabilidad. Las
personas son más o menos vulnerables a quedar atrapadas en un vínculo
adictivo de acuerdo con su personalidad, su historia de apegos infantiles, sus
mecanismos de autocuidado, sus condiciones de sostén actuales y, por
supuesto, la construcción de su autoestima. Cuando alguien está desesperado
por un abrazo, por la búsqueda de algo que llene su vacío o por el terror a la
soledad, es más probable que se quede en la telaraña de un vínculo que le
trae malestar y dolor.

Dijimos que se trata de una adicción a la ilusión porque, aun no estando en


una relación, alguien puede quedar apegado a lo que, en algún momento,
creyó que iba a ocurrir, a una relación que se terminó en la espera de que
volviera o a una que ni empezó en la fantasía de que el otro diera alguna
señal de romance.

Las personas menos vulnerables y con mejor autoestima no esperan tanto.

Al pasar un tiempo prudente, evalúan el malestar o bienestar que sienten en


una relación para irse o quedarse, aun cuando les cueste un poco de tristeza o
frustración. Su sistema de alerta y de autocuidado funciona como un freno
para detener la conducta que las daña. Tampoco temen a la soledad, porque

están a gusto consigo mismas y confían en que habrá otras oportunidades.

Hacen un duelo acorde a la expectativa que se habían generado y lo


resuelven en un tiempo prudencial.

En cambio, quienes desarrollan una dependencia emocional patológica


niegan las alertas y suben la apuesta: si la relación comienza a caer, redoblan
los esfuerzos para que funcione y no se detienen frente a las evidencias que
advierten que no va a pasar. “Él me dijo, desde el primer día, que era muy
fóbico, que nunca había vivido con nadie en sus cuarenta y dos años y que
sus relaciones habían sido cortas”, me cuenta Renata. “Por supuesto, no
quise escuchar y me embarqué en el desafío de hacerle ver que podía estar
conmigo sin presiones, porque nunca le iba a reclamar nada. Así estamos
hace un año, pero lo veo cuando él quiere y vivo disponible esperando que
me llame, aunque desaparezca por semanas. Ni me atrevo a preguntar si hay
alguien más. Jamás me habla de amor, y no conozco a su entorno. Me
conformo con migajas con tal de no perderlo”.

La tolerancia
El concepto de tolerancia en el campo de las adicciones remite al aumento
de la sustancia para lograr el mismo efecto. En las adicciones conductuales,
se incrementa la frecuencia y la intensidad del comportamiento para volver a
sentir el “subidón” del enamoramiento.

En las dependencias emocionales, vemos que el límite se va corriendo, y


empieza a haber una pérdida de control sobre lo que se permite, lo que se
soporta y lo que se pensaba antes de estar en esta relación. Se comienzan a
relajar valores y principios que parecían inalterables y no negociables en un
vínculo, y, cada vez, la apuesta es mayor.

Esto es muy tangible y evidente en la relación con personas manipuladoras


que utilizan la vulnerabilidad del dependiente en provecho propio y abusan
de su debilidad. Uno de los casos más típicos es el aprovechamiento
económico.

Marco me relata su historia con la angustia de quien repite un patrón


doloroso. “Me pasa siempre lo mismo y me siento como si estuviera fallado.

Conocí a Lautaro y me tomó como si fuera su padre y su proveedor, y yo,


con tal de retenerlo a mi lado, comencé a acceder de a poco. Primero, me
dijo que estaba atrasado con unos pagos y que le iban a embargar el sueldo.
Obvio, le di dinero. Luego, me pidió la garantía para el alquiler de un
departamento y, con tal de que se mudara cerca de mí, se la di casi sin
conocerlo. Finalmente, me empezó a maltratar cada vez que me oponía a
darle dinero y me trataba de miserable. Hasta que descubrí que el dinero que
le daba lo gastaba en cenas con otro. Pensarás que me puse furioso y lo dejé.
No pude: le di varias

oportunidades hasta que el dolor de su humillación me calcinó los huesos”.

La abstinencia

Suspender la conducta, apartarse de la ilusión y aceptar la realidad provocan


un dolor lacerante difícil de soportar. No obstante, el dolor de la abstinencia
tiene fecha de vencimiento, a diferencia de la agonía letal que implica
persistir en la conducta adictiva. La abstinencia no es solo psicológica: el
cerebro acusa recibo de la falta, y la caída depresiva posterior es brutal. Es
por eso por lo que es tan importante el tratamiento psicoterapéutico, grupal,
y, en ocasiones, farmacológico, para evitar las reincidencias. También, como
veremos más adelante, habrá cambios en el estilo de vida, en las creencias
distorsionadas y un desarrollo espiritual que permita afrontar el vacío que
estas relaciones adictivas estaban tapando.

Habrá que verle la cara de frente al vacío y a los fantasmas más temidos para
atravesarlos de una vez y que no dejen a la persona nuevamente en un estado
de indefensión y vulnerabilidad.

“No puedo, Patri, no puedo”, repetía Laura sin cesar. “No puedo pensar que
esto se terminó. Hace ya ocho meses que nos separamos, y no tengo vida.

Miro sus redes con obsesión para ver qué hace, con quién está. Imagino que
puede extrañarme, me engaño con pequeñas señales que me ilusionan y
después vuelvo a caer. A veces, le mando un mensaje con una excusa tonta
para saber si todavía piensa en mí, y me contesta fríamente. Y yo me quiero
morir. Ya sé, lo sé todo. Sé que me mintió siempre, que me trató muy mal y
que no me merezco eso, pero no puedo dejar de imaginarme que estoy con
él.

Me lo quiero arrancar del corazón y del cerebro. ¿Hay medicación para


olvidarlo?”.

No, Laura, no hay medicación para el olvido. Y, mucho menos, para olvidar
lo que nunca sucedió. Matar la ilusión es lo más difícil en estas relaciones.
Casi como pedirle a un jugador compulsivo que deje de soñar con que será
millonario, vivirá en el Caribe y se comprará un barco. O pedirle a un
ciberadicto que salga sin celular por unas horas y no piense que se está
perdiendo de algo importante. La única medicación para la ilusión es la
realidad. Parece intolerable, pero la recuperación va a enseñar y mostrar que,
con la realidad, se puede vivir. Con la ilusión, se muere: de tristeza, de
espera, de tiempos perdidos, de enfermedades somáticas, de oportunidades
que no vuelven.

El precio de estos amores es la pérdida de uno mismo. Se entrega todo con


tal de no perder la posibilidad de que ese amor surja, se sostenga o regrese.
¿Es amor? ¿Es obsesión? No podemos negar que la persona enamorada
autopercibe ese sentimiento como amor, pero, en rigor, es una ilusión que
deriva en una obsesión amorosa. El amor no daña, no espera, no enferma, no
somete y no humilla.

Las relaciones tóxicas consumen la vida de

quienes las consumen

Una de las condiciones para permanecer en la ilusión adictiva de un amor es


la entrega incondicional. O sea, dejar de ser, perder la identidad en el otro. El
buen amor acepta condiciones que lo fortalecen y lo hacen saludable, es
imperfecto y permite negociar y corregir, es recíproco. Estas relaciones, en
cambio, son asimétricas. Uno de los integrantes está en estado de
disponibilidad absoluta y espera que le sea concedido un amor que solo está
en su imaginación.

El tiempo de la espera, de la dilación y de la postergación son las horas, días,


semanas y años que la obsesión ocupa todo el escenario psíquico.

Cuando la obsesión se serena, las personas suelen sentirse extrañas. Observa


que digo “extrañas” y no digo “bien”, porque, en principio, no es un estado
de bienestar. Es solo ausencia de malestar, que no es lo mismo. El tiempo se
hace eterno, y no saben cómo llenarlo hasta que empiezan a dejar de lado la
idea de que “hay que llenar algo”.

La primera consecuencia visible es que se comienzan a retomar vínculos


saludables que se habían perdido porque eran peligrosos testigos del

“consumo” y funcionaban como objetores de conciencia. Si bien hay amigos


o familiares que no juzgan, la persona dependiente se aísla porque siente
vergüenza de su accionar, como quien fuma o come a escondidas o el adicto
a las compras que esconde las bolsas de sus recientes adquisiciones.
Desocultar empieza a ser vivido con alivio, aunque el sufrimiento de la
abstinencia continúe. La segunda consecuencia es que toda la inversión de
tiempo,

energía y dinero puesta en el otro cambia de dirección: es tiempo de


reconstruir un narcisismo saludable y la vitalidad perdida. Los amores
obsesivos marchitan; la realidad amorosa nutre y da vida.

Soltar el control de la obsesión parece una tarea titánica; sin embargo,


cuando se logra, repercute en todas las áreas de la vida: las personas
adquieren otra flexibilidad, pierden el temor frente a la incertidumbre y
toman riesgos menos peligrosos. Se vuelven, por lo tanto, más creativas y
atractivas para el entorno, porque abandonan su estado de melancolía y
culpa.

Ejercitación

Hagamos una prueba. Haz una lista de todo lo que quieras hacer que no
dependa de otros, como, por ejemplo:

1. Estudiar algo nuevo.

2. Arreglar tu aspecto personal.

3. Aceptar nuevos desafíos laborales.

4. Renovar algo en la decoración de la casa.

5. Poner en orden papeles, ropa y objetos.

6. Hacer actividad física.

7. Descubrir actividades nuevas placenteras que incluyan algo de música,


baile, relajación al aire libre.

8. Hacer viajes cortos en la medida de tus posibilidades.

9. Sentarte en un café a solas y escribir una carta.

10. Contemplar la naturaleza.

¿Te animas a seguir la lista? Verás que es inagotable. Te estabas perdiendo


todo eso mientras tu reloj estaba detenido en la obsesión.
Debes vaciarte de aquello

con lo que estás lleno, para que

puedas ser llenado de aquello

de lo que estás vacío.

San Agustín

Las dependencias emocionales y los apegos patológicos se dan en personas


que están vacías de sí mismas. El hecho de estar en una relación se
transforma, entonces, en una necesidad vital: ser alguien. La falla en la
identidad lleva a amoldarse al otro, a “pegarse” para tener una personalidad
propia: “Soy porque alguien se fija en mí, alguien me ama”. Así, la vida se
convierte en una carrera desesperada por retener al otro, que le da sostén de
identidad.

Podría parecer hasta poético pensar que el amor es eso, “que alguien llene tu
vida”. Sin embargo y por lo que hemos visto hasta aquí, eso que llena la vida
es la ilusión de un amor y no el amor mismo. Además, esta sensación de
vacío, como dijimos, lleva a una compulsión, a una urgencia por llenarlo,
porque sentirlo se hace insoportable.

Vamos a hacer menos filosófica y más terrenal esta cuestión para que se
entienda. Cuando una persona siente soledad de sí misma, cuando estar sola
es terrorífico porque conecta con los peores fantasmas de la muerte, el
abandono y el desprecio propio, entonces, el vacío se liga a la sensación de
angustia.

El miedo al silencio

“No soporto ni siquiera la idea de estar sola. El silencio me provoca ganas de


llorar. Llego a casa y enciendo la tele para escuchar voces, busco programas
con gente, aun cuando no me interese demasiado, con tal de estar
acompañada, o me pongo a hacer cosas de una manera obsesiva para
distraerme y que pase el tiempo”, me dice Silvia.

“¿Que pase el tiempo hasta qué?”, le pregunto.

“Hasta encontrar a alguien que me ame y se preocupe por mí. Siento que no
puedo tolerar la vida si no tengo esa ilusión. Quizás es por eso por lo que me
quedo aferrada a cualquiera. Literalmente, a cualquiera. Y no solo se trata de
un hombre: también a amigas abusivas, demandantes, manipuladoras, que
vampirizan mi necesidad de compañía”.

Silvia no registra que ella también es demandante y quiere consumir al otro,


ya sea su pareja, una hermana o una amiga. La gran diferencia es que ella
está en una posición de desventaja y necesidad, y va a negociar cualquier
cosa con tal de que le den compañía. Se “llena” de actividades, cursos,
salidas, gente, bullicio. Necesita el ruido que tape su propio silencio, un
silencio que la ahoga de dolor y de tristeza.

Le pregunto qué le pasa cuando se queda un rato a solas. “Siempre es una


experiencia triste. Me llena de nostalgia, pienso que perdí la vida, que no
puedo volver atrás, que me equivoqué, que hice todo mal. Veo que los demás
están en pareja o en familia. Yo no tuve hijos y se me pasó el tiempo. Me
dicen que puedo adoptar, pero no es eso lo que quería. Nada me calma,
entonces, me vuelvo a ‘ocupar’ para no pensar o me tomo un ansiolítico”,

cuenta.

Cuando las personas se encuentran deshabitadas de sí mismas, poco importa


si hay alguien o no alrededor: los demás solo son como una copa de vino que
anestesia por un rato el dolor de no sentirse íntegras.
Se trata de personas sin alma, con miedos, inseguridades y desamparos
infantiles. Necesitan el “ruido” de una relación pasional y conflictiva para no
escucharse. En sus casos, el silencio nunca es contemplativo ni productivo:
es una pérdida de tiempo, no pueden meditar, no pueden pensar ni observar
la naturaleza. ¿Podemos imaginar el estado de vulnerabilidad que tiene una
persona en estas condiciones? Se asemeja a alguien con dolor de panza por
falta de alimento, alguien que mendiga una migaja de compañía o, al menos,
de la ilusión de que es importante o necesario para otro.

El horror a la soledad

Cuando vemos a estas personas dentro de una relación, podemos suponer


que están en un estado de tranquilidad o de cierto bienestar, pero no es así.
La desvalorización, la inseguridad y la falta de buenos soportes afectivos y
de cuidado a su alrededor las hacen buscar compañeros que nunca van a
darles seguridad. Buscan a personas narcisistas que se aman demasiado a sí
mismas y que están intoxicadas de ego. Y que también necesitan del otro. No
olvidemos que las personalidades narcisistas se alimentan de la idolatría y de
la admiración de los demás: necesitan seguidores, likes, fans, séquito. De
modo que quienes no sienten el menor aprecio por sí mismos son candidatos
a “quedarse pegados” a aquellos que se aman tanto que nunca tendrán más
que limosnas para el resto.

Y no hay peor soledad que la soledad de a dos. Hay parejas que resultan tan
ajenas que es difícil pensar que duermen juntos hace años y ninguno sabe del
mundo interno del otro. Es una soledad que lastima, porque se agrega a la
percepción de que tu intimidad no es importante para el otro.

La distancia emocional se produce en algunas parejas, pero no es por el paso


del tiempo. Este puede ser un gran aliado en los buenos amores que
construyen historias de empatía y compañerismo. En cambio, en muchas
relaciones, es la falta de intimidad emocional lo que deja en soledad. Las
personas se sienten juzgadas, criticadas, no escuchadas o descalificadas.

“Empiezo a contarle algo que me preocupa, y mira el celular de reojo. Se le


nota que está fastidioso, no le interesa nada que no sea propio. Termino por
no contarle nada, pero tampoco se lo cuento a otros, porque me da más
tristeza dejar en evidencia que nuestra pareja es solo una sociedad de techo
compartido. En realidad, es dejarlo en evidencia frente a mí misma, que creo
que estoy acompañada, pero estoy más sola que nunca”. El relato de Carla es
elocuente. Es cierto, nunca estuvo tan sola. Cuando no tenía pareja,
frecuentaba a amigas y participaba de una vida social que le daba contención
y reconocimiento. Poco a poco, se fue alejando de todo. En estas relaciones,
el aislamiento no se produce solo por violencia emocional o por
manipulación del otro; en muchos casos, es por vergüenza, que es ese
sentimiento incómodo de saber que hay algo que está mal en ti, pero que
quieres ocultar. No quieres que se note que soportas el destrato, la
humillación y el desamor para que no queden al descubierto tus carencias e
imposibilidad de poner límite a una situación que te anula y desdibuja. La
soledad es como el silencio: puede ser de una plenitud creativa,
contemplativa, espiritual y amorosa o puede ser un infierno.

Llenar la falta

¿Te animarías a quedarte un rato largo a solas para enfrentar a tus demonios?

Ponerles nombre, reconocerlos, afrontarlos, aceptarlos. Seguramente, hay


duelos que evitaste, lugares de la vida que hieren tanto que no quieres volver
a pasar ni con el recuerdo. Sin embargo, la memoria es hábil. Cuando hay
mecanismos de defensa como la negación, se intentan apartar todos aquellos
pensamientos que asustan respecto del futuro o los que son difíciles de
soportar en cuanto al pasado. Pero la memoria esquiva la barrera, y la
negación fracasa: los recuerdos se van colando por una calle, la letra de una
canción o una escena cotidiana.

Como lo cuenta con claridad Ignacio: “Por las mañanas, casi como un gesto
automático, pongo a hacer el café y las tostadas. Pero hoy rompí en llanto y
no sabía por qué. Hubiera deseado tanto que me prepararan el desayuno
cuando era chico… Mamá estaba muy alterada como para darse cuenta de
que yo no podía ir al colegio sin tomar la leche, y papá, simplemente, no
estaba. No estaba nunca. Yo lo buscaba para que me salvara de la vergüenza
de mi desamparo, pero nunca estuvo allí. Hoy volvió ese recuerdo, y entendí
que me quedé tanto tiempo con Marcela solo por no sentir la soledad de las
mañanas. Pero el precio era muy alto, y ahora quizás empiece a dejar de
pagarlo si me animo a aceptar lo que no tuve. Y a aprender que puede ser
distinto”. Los fantasmas del pasado, los demonios que se intentan acallar con
una conducta, una sustancia o una persona tienen algo en común: te vuelven
a hacer sentir el desamparo y la vulnerabilidad de un niño descuidado.

Tener necesidad de otros es normal. No podemos vivir sin otros. La


necesidad de apego se demuestra desde el primer momento de nuestra vida,
con el bebé que, más allá del alimento indispensable para sobrevivir, busca
contención, protección y seguridad. ¿Qué sucede cuando esto faltó? La
ausencia de seguridad y protección infantil no remite necesariamente a un
abandono parental, sino a padres fragilizados que, por algún motivo de
inestabilidad emocional, no pueden proveer de confianza al niño. Ni en sí
mismo ni en los otros. Al llegar a la vida adulta, esta falta no se traduce en
apetito de amor, sino en una necesidad absoluta, casi de supervivencia. Las
personas que han sufrido la falta tienden a llenar el vacío, a diferencia de
quienes han sufrido una pérdida: perder algo es haberlo tenido alguna vez.
La falta, en cambio, nos dice que algo nunca estuvo allí. Eso es, con
exactitud, la sensación de vacío. La pérdida se llena con los recuerdos; la
falta, con la ilusión.

Así, en las relaciones adictivas, el otro llena una parte de la necesidad


exterior de sentirse acompañado, pero la necesidad interior permanece vacía
y, por eso, nunca alcanza, jamás es suficiente. No hay manera de que otro
llene desde afuera lo que debe ser llenado desde adentro. Será una demanda
de amor imposible.

Trabajar el vacío propio

Llenar el vacío lleva a conductas compulsivas para frenar la angustia


insoportable. Se consume lo que sea: comida, fármacos, alcohol, tabaco y,
por supuesto, relaciones amorosas. O, para decirlo mejor, la ilusión de una
relación amorosa. Tal vez, te preguntes por qué la ilusión del amor y no el
amor mismo, y la respuesta es simple. No se puede dar verdadero amor si,
por dentro, estamos vacíos. ¿Qué es lo que vamos a dar? Será una actuación
del amor, una sobreadaptación extrema para retener a alguien al lado por
necesidad y no por elección. Desde el vacío y la falta, no es posible la
elección: es como pedirle a un hambriento que elija un menú y deseche lo
que no le conviene o le hace mal. Imposible. La necesidad no permite elegir,
solo empuja a intentar satisfacerse.
No es tarea del otro llenar tu vacío; por eso, estas relaciones se transforman
en demandas constantes en las que nada alcanza. Por supuesto, vale la
aclaración: cuando hay un vacío de uno mismo, es decir, cuando falla ese
narcisismo saludable que permite confiar en uno mismo, es probable, como
ya hemos dicho, que alguien intente sacar algún tipo de provecho de esta
vulnerabilidad. Y allí viene la gran confusión: ¿es uno el que demanda
demasiado o es el otro el que no tiene nada para dar? Lo más probable es que
las dos sean ciertas.

De este modo, la gran tarea de la recuperación va a consistir en trabajar el


propio vacío: aceptarlo, atravesarlo o llenarlo creativamente sin
compulsiones ni conductas que hagan daño. Construir el amor por sí mismo
es más que un proceso de autoestima. Para poder quererse y amarse,
primero, hay

que ser.

¿Y eso cómo se hace?, te preguntarás. Escuchemos a Diana: “Pasé veinte


años de mi vida buscando en uno y en otro: o me abandonaban por ‘intensa’
o los dejaba yo porque ‘no me llenaban’. Pasó mucho tiempo hasta que
entendí que nadie me llenaría, porque nadie podía darme el valor, la
dignidad, el respeto y la confianza por mí misma. Pensaba que la autoestima
era quererme, gustarme, mimarme. No, era mucho más que eso. Era sentir
que era coherente con mis principios, y eso nunca ocurría. Estaba en una
relación queriendo que fuera otra; estaba con alguien a quien decía amar,
pero quería que fuera otro y trataba de cambiarlo. ¿Cómo podía sentirme
bien si siempre negociaba lo que no quería con tal de que el otro no me
dejara?”.

¿Por dónde empezar?

1. Búsqueda de certezas y seguridad: va a ser imposible encontrarla en otro,


por lo cual los celos y el control solo van a darte más inseguridad.

El primer trabajo consiste en renunciar a la magia de la seguridad: casarse


rápido o irse a vivir juntos de inmediato, tener un hijo o controlar al otro con
una sobreoferta de lo que necesita son intentos de control que llevan a más
inseguridad. El amor no ofrece garantías; la seguridad interna, sí. Nos
garantiza el autocuidado y la posibilidad de elegir lo que nos hace bien.

2. Búsqueda de emociones intensas: a menudo, se intenta llenar el vacío con


emociones sorprendentes que bordean el riesgo y el peligro, al igual que una
sustancia como la cocaína. Es verdad, una relación que no sea conflictiva no
llena el vacío porque no proporciona la química de la ilusión, pero tenemos
por seguro que esta llevará al gran golpe: la desilusión. Si la ilusión es la
droga, el remedio es la realidad. Esta

puede parecer aburrida para quien vivió en medio de tormentas, pero la


calma y la paz pueden ser sinónimo de bienestar.

3. Búsqueda de personas que empatizan con tu lugar de víctima: salir de


lugares victimizados es la llave del cambio. A menudo, las personas que
viven en estas relaciones buscan a “compañeros de borrachera” para seguir
“consumiendo” o para quejarse, criticar y seguir poniendo la responsabilidad
afuera. El otro puede ser lo que sea, el problema es por qué no puedo elegir
irme o quedarme. Dejar de mirar hacia afuera buscando responsables
permite empezar la recuperación. Saber cuál fue la responsabilidad de la
familia, los padres o la pareja puede ayudar a comprender para no repetir.
Comprender es otra de las llaves maestras para salir de lugares tóxicos y
atravesar la sensación de vacío.

La ignorancia nos somete a la repetición, a la confusión y a la culpa.

Por último, trabajar la aceptación no significa que te guste lo que te pasó o lo


que te sucede ahora, pero la realidad es lo que es y no lo que quieres ver.

La aceptación es el reverso de la negación. Es menor el esfuerzo de


frustrarse por lo que no es posible que el intento agónico de perseguir lo que
nunca ocurrió o nunca va a ocurrir.

Ejercitación

Te pido que hagas una lista de todas aquellas frases que se te ocurran
relacionadas con el lugar de la víctima, la queja y la crítica. Y te pido que,
luego, te fijes si te encuentras diciendo esta clase de cosas muchas veces.
Algunos ejemplos:

1. “Es imposible no ser celosa si él me da celos todo el tiempo”.

2. “Promete y no cumple. Yo me enojo y resulta que soy la demandante”.

3. “Es una egoísta; yo me la paso haciendo cosas por ella”.

4. “Siempre es el centro del mundo y parece que yo no existo”.

¿Te animas a seguir?


Y cuando la tormenta de arena haya pasado, tú no comprenderás cómo has
logrado cruzarla con vida. ¡No! Ni siquiera estarás seguro de que la tormenta
haya cesado de verdad. Pero una cosa sí quedará clara. Y es que la persona
que surja de la tormenta no será la misma persona que penetró en ella. Y ahí
estriba el significado de la tormenta de arena.

Kafka en la orilla, Haruki Murakami

Hablamos de la falta y el vacío como aquello que remite a la angustia, lo que


se evita y tiende a ser llenado. Pocas veces, nos quedamos en la tristeza y el
dolor, y, sin embargo, podría ser el mejor remedio. No me refiero a la
nostalgia inútil de pensar en lo perdido como si fuera lo mejor del mundo o
en la lacerante tortura de imaginar cómo hubiera sido lo que no fue. Se trata
de hacerse cargo del abismo. El terror a la soledad, el miedo al abandono, la
sensación de desamparo, la angustia de no haber vivido la infancia como
niño y tener que presenciar la impotencia de los padres, la vergüenza de
sentirse menos que los demás… El abismo está lleno. Lleno de pensamientos
y recuerdos que cortan la respiración y te dejan sin aliento, de heridas que
sangran como si se acabara de recibir el golpe.

La adversidad y las heridas del pasado pueden, en ocasiones, convertirse en


grandes maestros. No obstante, la mayoría de las personas se quedan fijadas
en esos temores, en la inseguridad que generan y en los miedos que
provocan. La angustia parece una puerta al infierno que no te atreves a
cruzar, y esa es la razón por la que, todo el tiempo, sientes la ansiedad de que
puede ocurrir lo que, tal vez, no ocurra.
El camino de la resiliencia

“No puedo superar el miedo al abandono”, me dice Melina con voz


quebrada.

“Y no es porque me hayan abandonado muchas veces, es porque siento que


nadie va a querer quedarse conmigo, que se van a aburrir, que no valgo lo
suficiente como para retener al otro a mi lado. Entonces, controlo, tengo
ataques de celos que reprimo, sufro cuando me parece que no me prestan
atención, vivo anticipando el final”.

Melina viene de una historia familiar de apego inseguro. Su madre,


alcohólica, fue abandonada por su padre cuando este se hartó de los
escándalos y las escenas de celos. Melina quedó a cargo de su mamá y un
hermano más pequeño, y veía muy poco a su papá, que solo pasaba la cuota
alimentaria. Su madre la avergonzaba, y, por mucho que ella hiciera para
salir de ese infierno, la perseguía la idea de estar “fallada”, de tener una
marca que la hacía objeto de rechazo por parte de los demás. No podía
invitar a amigas a su casa, no sabía con qué se iba a encontrar al volver de la
escuela. Su infancia transitó entre el dolor, el enojo y la vergüenza. ¿Quién
iba a querer estar con ella? Casi como una profecía, Melina proyectaba en
los demás sus propios deseos de escapar.

Hasta que un día se dijo que ya era hora. Después de años de terapia y de
varias relaciones frustradas, decidió afrontar sus miedos en lugar de seguir
escapando. “Ya no quiero seguir así. Estoy cansada de sentirme una
impostora que oculta sus demonios temiendo el momento en que el otro me

‘descubra’ y me deje. Empiezo a aceptarme y a aceptar la familia que tuve:


un desastre. Un hermano drogadicto, una madre alcohólica y un padre que
no

pudo hacerse cargo de nada. Nadie me enseñó a ser mejor, pero la vida me
mostró que se podía aprender. Años de terapia, de elegir mejor mis lugares
de apoyo, de trabajar en mi capacidad de soltar lo que no voy a poder
controlar”.
La adversidad y lo traumático tienen un camino de salida posible: la
resiliencia. Al contrario de lo que suele pensarse, el recorrido no será escapar
de los miedos, sino internarse en ellos, hacer las paces con tu vulnerabilidad
para prestarle atención, afrontar la angustia, aceptar la realidad y, finalmente,
transformarse.

Cuando intentamos cambiar al otro

La mayor parte de las relaciones fracasan en el intento de querer transformar


lo que no se puede, de tratar de cambiar al otro o de hacer contorsiones y
movimientos desesperados para sobreadaptarse a una relación que no
funciona. El cambio requiere una toma de conciencia, humildad, trabajo
responsable y paciencia. Y, aun así, siempre habrá cosas que no podremos
cambiar.

“Yo sabía desde el principio que ella estaba casada”. Tomás avanzó en la
relación diciéndose que era una aventura, pero, en su interior, tenía la
profunda convicción de que lograría que ella dejara todo por él. Supuso que
debía hacer lo correcto para ser amado y elegido, y se esforzó cada vez más
por estar disponible y atento para ella. No tuvo en cuenta que Sol quería esa
relación, justamente, por lo contrario: le proporcionaba el nivel de química y
pasión que no obtenía en su matrimonio. Ella solo quería un amante para
escapar de su aburrimiento e insatisfacción.

No es infrecuente que las personas se unan a alguien con la secreta ilusión de


que cambiará a medida que avance la relación: que un alcohólico deje de
beber, que una persona casada se separe, que otra depresiva se cure. La lista
es infinita, pero tiene en común que siempre se relacionan con alguien que
esperan que sea otro.

Quienes crecieron con falta de confianza en sí mismos porque no tuvieron


figuras de sostén apropiadas suelen tratar de cambiar para amoldarse al otro
y, así, ser aceptados. No funciona. Lo único que logran es hacer un esfuerzo
descomunal, indigno y tramposo que los hunde aún más

en el miedo al abandono.
Así lo relata Helena: “Cuando empezamos a salir, advertí enseguida que él
tenía preferencias en la manera de llevar adelante su sexualidad que no se
conjugaban con las mías. Él necesitaba una sexualidad menos tradicional: le
gustaban los tríos, los swingers, las prácticas sadomasoquistas. Yo buscaba
amor, romance, flores y velas. Muy pronto, me obsesioné con él y empecé a
consentir prácticas que no me gustaban con tal de parecerle la mujer más
atractiva del mundo. No era verdad, me iba a casa llorando porque nunca
logré que me dijera que me amaba”.

Nada genera más inseguridad que ocultar quiénes somos. La transformación


comienza cuando se caen las máscaras: el proceso de aceptación de tu
historia, de tu realidad, de tu propio ser. Hacerte cargo de tus convicciones y
tus principios. Saber que hay cosas que no se pueden negociar en un vínculo
y comprender que algunos te elegirán y otros no, pero que no puedes
perderte de ti, porque el costo será la indignidad.

Aceptar la realidad

El caos, el abismo, el dolor de un trauma, la sensación de rechazo o de ser


invisible llevan, a menudo, en la vida adulta, a buscar relaciones
conflictivas.

Quienes vivieron en la intensidad de una familia disfuncional naturalizaron


el dolor y la violencia emocional. Por eso, de adultos, son buenos pilotos de
tormenta y les parece natural permanecer por mucho tiempo en relaciones de
un nivel de conflicto insoportable para otros.

“Mis amigas me preguntan cómo aguanto”, me dice Teresa. “No sé… A mí


no me parece tan terrible lo que pasa con mi pareja, pero los de afuera dicen
que me maltrata, que tiene un carácter insoportable, que siempre está
agresivo. Yo me debo haber acostumbrado, porque no me doy cuenta”.

Una de las maneras —no saludable, por cierto— de seguir adelante con las
heridas emocionales es negar la realidad. La negación es un mecanismo de
defensa que pretende que la realidad no existe, que minimiza lo desagradable
y deforma los hechos. No es gratis. No se puede vivir negando, porque, en
una parte del psiquismo, hace su impacto la realidad, y el choque es más
fuerte: lo negado retorna bajo la forma del síntoma, como depresión o como
enfermedad somática.

Aceptar la realidad requiere el coraje de enfrentar los fantasmas y de hacer,


de una vez por todas, los duelos postergados: hay cosas que ocurrieron que
no podrán ser cambiadas o algunas que no volverán. No es fácil, pero es
mucho menos costoso para nuestro psiquismo. Es como dejar de hacer el
esfuerzo de empujar una puerta para que alguien no entre. Hay que abrir esa
puerta y dejar entrar lo que no te gusta, lo que te duele, lo que te enoja. Una

vez allí, te darás cuenta de que el caos y el dolor eran peores en tu


imaginación que en la realidad. Nada puede ser transformado si no hay,
primero, un proceso de aceptación.

El valor de la contemplación

El vacío genera una inquietud, muchas veces, intolerable. No nos enseñaron


a quedarnos un rato en el dolor, a tomar contacto con todas nuestras
emociones. Es como si hubiera emociones “buenas” y otras de las que hay
que huir: la angustia, el miedo, la ansiedad, la tristeza, el enojo. No nos
enseñaron a contemplar el vacío, sino a llenarlo con algo para que pasara
rápido. Por supuesto, no hablamos aquí de un trastorno, sino de las
emociones de la vida. El dolor que sigue a una separación, la tristeza por
momentos que se perdieron, la sensación de finitud y el terror a la muerte, el
miedo a la soledad.

La contemplación requiere habitar el vacío, darle la entrada para que sea


parte de la vida. Es la única manera de no salir corriendo a aferrarse a algo o
a alguien.

“Voy aprendiendo, Patri, no es tan grave”. La que me habla es Magdalena,


que intenta procesar un duelo de una separación no deseada por ella. “Hay
días en los que lloro, me pongo triste y no quiero salir de la cama, pero ahora
sé que me lo tengo que permitir, que es normal y que va a pasar. También
aprendí a recordar los buenos momentos para atesorarlos y dar las gracias
por haberlos vivido, en lugar de lamentarme porque ya no están”.

Tolerar la frustración
Una derivación casi lógica de la aceptación de la realidad es tolerar la
frustración. Cuando las personas se hacen adictas a una ilusión, el proceso
más difícil es aceptar que los otros no son como esperamos o como
queremos y que las cosas no ocurren como las planeamos. Las relaciones
toman un rumbo distinto al esperado. No nos elige alguien a quien
hubiéramos elegido.

No hemos tenido la infancia que hubiéramos querido. Sin embargo, las


personas que logran transformar esa vulnerabilidad en un recurso para la
vida suelen ser más flexibles y estar mejor preparadas frente a la adversidad.

El abismo del trauma puede convertirse en un gran maestro si se sale del


lugar de la víctima. Los lugares victimizados dejan ancladas a las personas
en el dolor y el sometimiento a ese pasado y a esa herida. Correrse de allí es
aceptar que pasó lo que pasó y darle un sentido a ese dolor para que nos
enseñe una fuerza que nada tiene que ver con la resistencia.

La fuerza que se adquiere en las personas resilientes es la capacidad de


afrontar el dolor y las pérdidas sin temor a la angustia, con la convicción de
que es un estado emocional que pasará y al que hay que ponerle palabras.
Tolerar la frustración es salir del lugar de la espera y cambiar el rumbo,
como bien lo grafica Daniela. “Fueron tres años en los que esperé que me
amara. Hice de todo para tratar de lograrlo. No quería aceptarlo, pero,
finalmente, tuve que rendirme a la evidencia de que él nunca se había
enamorado de mí. Me quería casi como a una amiga, y yo no podía renunciar
a la posibilidad de que algo diferente pudiera ocurrir. No digo que fueron
años perdidos, pero sufrí mucho por no rendirme antes”.

Cuando los terrores y los fantasmas del pasado son echados de la conciencia
para no hacerles frente, se transforman en nuestros perseguidores. Como en
todos los estados emocionales, lo mejor será darles lugar y dejar de luchar
contra una realidad que, a la larga, indefectiblemente, se va a imponer.

Ejercitación

Toma lápiz y papel, y contesta:

1. ¿Qué herramientas te sirvieron para afrontar la adversidad en la vida?


2. ¿Quiénes funcionaron como red de apoyo?

3. ¿Qué aprendiste del dolor?

Te pido que pienses en situaciones o personas que se hayan relacionado con


estas emociones en el pasado y las compares con tu momento actual: 1.
ENOJO

2. TRISTEZA

3. VERGÜENZA

4. ANGUSTIA

5. ANSIEDAD
6. MIEDO
Aprender a identificar las emociones es muy importante en un proceso de
recuperación. Como si fuera una radiografía de este momento, podemos
parar a ver qué nos pasa con ellas.
Yo me enamoré

de sus demonios,

ella de mi oscuridad.

Éramos el infierno

perfecto.

Mario Benedetti

¿Por qué a algunas personas les resulta más sencillo permanecer en


relaciones no conflictivas, más previsibles, con un compromiso profundo,
aunque tengan menor nivel de intensidad? ¿Y por qué a otras les sucede todo
lo contrario?

Ese tipo de relaciones más “tranquilas” resultan insoportables para quienes


sienten el amor como una ráfaga química fuerte que las envuelve en un
vínculo pasional, intenso, y, por lógica consecuencia, conflictivo. Para estas
personas, lo seguro se transforma en una rutina aburrida, y les surge la
sensación de que se están perdiendo de algo. Se trata de relaciones que no
llegan nunca a un nivel de bienestar. Tienen picos de placer muy intensos
seguidos de momentos que no son de dicha, sino de ausencia de dolor, que
no es lo mismo.

En busca de la recompensa
Quisiera detenerme en la diferencia entre placer y bienestar. Estos estados
involucran circuitos diferentes en nuestro cerebro, lo cual permite entender
por qué algunas personas se hacen adictas a una relación insostenible
mientras que otras buscan vínculos apacibles, confortables y seguros, sin
sentir por eso que les falta emoción o erotismo.

En nuestro cerebro, existe una región llamada “circuito de recompensa”. La


denominación alude a que se activa cuando hay alguna situación, sustancia o
pensamiento que provoca un intenso placer. Las drogas, el alcohol, el tabaco
y ciertas ingestas de comida activan el circuito. Pero también lo hacen
comportamientos como el sexo, la ilusión amorosa, el juego o las compras.
El circuito es tan sensible que incluso se puede activar por la ingesta de agua
si se han pasado muchas horas sin beber.

Además, en los últimos años, las neurociencias hicieron un hallazgo de


investigación sorprendente: el circuito no solo se activa cuando repetimos
estas situaciones que nos dan mucho placer, sino también cuando las
evocamos.

Este descubrimiento tiene muchas consecuencias que nos ayudan a entender


por qué, cuando una relación pasional y conflictiva se termina, el solo hecho
de mirar la vida del otro en las redes o de recordar momentos intensos
provoca un deseo irrefrenable de volver al encuentro, aun cuando el último
tiempo haya sido de dolor y frustración. El circuito está inervado por
neuronas que liberan —entre otros— un poderoso neurotransmisor: la

dopamina. Esta sustancia aumenta su liberación en el momento en el que


realizamos la actividad que nos da enorme placer, y, por eso, necesitamos
repetirla. Es lo que ocurre con las adicciones. Si no se reincide, se entra en
un período de abstinencia en el que el cerebro acusa recibo de la caída de ese
neurotransmisor.

Así lo vive Marisa: “Me siento como una adicta a la cocaína buscando su
dosis. No puedo creer que, después de todo lo que me hizo Martín, sienta
deseos de ir a verlo. Es más, no creo que pueda detenerme, sé que lo voy a
hacer. ¿Cómo puede ser que sea consciente de que me denigro, me rebajo y,
aun así, lo haga? ¿Qué fuerza poderosa me lleva a ‘consumirlo’?”.

La reina madre: la dopamina

No cabe duda de que estamos frente a una adicción, pero ¿a qué? ¿Cuál es la
dosis? ¿El sexo, las palabras de amor? No. El recuerdo de la emoción vivida,
la ilusión de que alguien llenará tu falta, la creencia de completitud, la
sensación de que la vida puede ser un eterno camino de pasión y de
intensidad que te anestesie del dolor del pasado, de la realidad que te frustra,
del miedo al futuro. ¿Cómo no hacerse adicto a semejante promesa?

Frente a esa enorme ilusión de felicidad, no hay ninguna otra persona o


situación que pueda ser suficiente para la satisfacción. La única posibilidad
es que se atraviese en el camino alguien que provoque la misma sensación
de plenitud, un romance de esos que hacen temblar los cimientos.

Las personas que viven en estas relaciones “necesitan” de ellas como si


fueran una droga. El dolor emocional y el vacío que sienten no se anestesian
con un vínculo estable, calmo, sin tanto conflicto.

Necesitan una sustancia más poderosa: la dopamina. Esta molécula es un


neurotransmisor, un mensajero químico que comunica a las neuronas y es
responsable de muchas de nuestras emociones y conductas. Tiene diferentes
circuitos, pero nos interesa especialmente lo que ocurre en el de recompensa.

Como dijimos, la dopamina se libera cuando algo nos da intenso placer, pero
también cuando lo anticipamos. La novedad es un enorme estímulo para su
liberación. Novedad y anticipación del placer, un cóctel que, en el amor,
puede ser explosivo cuando se intenta tener una relación estable (en la que
no habrá picos de intensidad de placer) y a largo plazo (tampoco novedad).

En las relaciones más estables, existen, por supuesto, momentos o incluso

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períodos de intensa plenitud, y las parejas más audaces y ocurrentes ponen


su cuota de novedad. Pero tienen claro que no van a sentir la química del
enamoramiento inicial. Es más, ¡no la quieren! No cambian por nada del
mundo este estado en el que hay calma, felicidad, momentos de intensa
alegría y ausencia de incertidumbre porque saben que cuentan con el otro.

Buscadores de sensaciones

Estamos preparados desde la evolución para no estar satisfechos, de modo


que vamos en busca de más: más comida y más sexo en función del
apareamiento. Si quedáramos satisfechos, no habría más búsqueda, y nos
hubiéramos extinguido.

Pero ¿qué pasa hoy cuando deseamos? Liberamos esta molécula que nos
anticipa un placer que ya hemos conocido. Un jugador compulsivo no libera
dopamina cuando gana en la ruleta, sino cuando la ve girar mientras los
números danzan en su cabeza. Una persona con adicción a los dulces libera
dopamina cuando saborea en su mente los chocolates que va a comer.

¿Y el amor? El recuerdo de aquella noche de pasión, de su olor y de sus


palabras provocan un deseo irrefrenable del encuentro con el otro, aun
cuando eso ya no ocurra en la realidad. Es decir, la dopamina liberada en el
circuito de recompensa sería algo así como la molécula de la ilusión:
anticipa algo que ya no es real, pero que evoca un placer conocido.

Hay personas que son buscadoras de sensaciones; necesitan estímulos


fuertes para no deprimirse o para darle sentido a una existencia que les
parece sombría, aburrida y rutinaria. Buscan deportes de riesgo, caminan por
los precipicios, gastan lo que no deben y, por supuesto, se involucran en
relaciones que garantizan un nivel de estrés considerable. ¿Les gusta sufrir?

En absoluto. Por el contrario, la angustia y el vacío que padecen es tan


insoportable que no se animan a hacerle frente, sino que buscan estrategias
para vivir huyendo de él. El costo de esa huida es altísimo, porque la
anestesia que deben hallar tiene que proporcionarles una química fuerte para
a estes a que debe

a a t e e que p opo c o a es u a qu

ca ue te pa a

que puedan desconectarse de ese dolor primario.

Esa es la paradoja: en el intento de ser amadas, estas personas buscan, eligen


y se quedan con aquellos que jamás podrán amarlas, porque esa relación les
garantiza un desafío y una carrera obsesiva que las distrae de su base
depresiva. Como le sucedió a Clara: “Mi vida es lineal y pesada.

Me hago cargo de todo desde que tengo uso de razón. Un hermano


discapacitado, una madre que se deprimió por la enfermedad de mi hermano
y un padre que huyó por lo mismo. Claro, alguien tenía que ocuparse, y esa
fui yo. Cuando conocí a Fabián, se me dio vuelta la vida, no me importó
nada, solo quería estar con él, aunque sabía que no era lo mejor. Un tipo sin
trabajo estable, bastante mujeriego y seductor, fumaba marihuana, todo lo
contrario a mí. De golpe, fue como si me hubiera emborrachado y ya no
quería volver a mi realidad. Tomé conciencia de que era una existencia
miserable”.

La oxitocina, la madre del bienestar

El bienestar, en cambio, no tiene picos ni ese nivel de intensidad. Es un


estado de relajación más estable, con rutinas tranquilizadoras y cierta
sensación de calma. No se vive a los sobresaltos, y, cuando eso ocurre, se
trata de salir de allí lo más rápido posible. Quienes lo transitan no están
acostumbrados a vivir en el caos.

Dentro de nuestro cerebro, se activan otras neurohormonas y


neurotransmisores cuando se trata del bienestar: la oxitocina y las
betaendorfinas. De la oxitocina suele hablarse como la molécula del amor,
pero, en realidad, es una neurohormona que tiene que ver con el apego, la
necesidad de estar en contacto, la confianza y la empatía. Nos relaja,
disminuye el estrés y el dolor, e incita al sueño.
Quienes viven con bienestar son personas que pueden estar en relaciones
saludables durante mucho tiempo y renunciar a los picos de la pasión. No
necesitan anestesiarse de ningún dolor con una obsesión que ocupe todo su
espacio psíquico. Digámoslo de este modo: el bienestar es el aquí y ahora,
no se alimenta de la ilusión. El placer, en cambio, intenta repetir el pico de
intensidad y se alimenta de la anticipación.

Ubicarse en el bienestar es estar en el lugar de los amores ciertos, de


aquellos de los que no se duda porque hay compromiso y empatía. No son
amores de alta intensidad, sino de gran profundidad. No tienen el voltaje
erótico de la pasión, sino la ternura y la intimidad de la sexualidad amorosa
que se da con los años. En el bienestar, se puede vivir, se puede proyectar. Y

los proyectos no son lo mismo que las ilusiones. Se trata de pensar en un

los proyectos no son lo mismo que las ilusiones. Se trata de pensar en un


mañana posible con expectativas realistas y alcanzables.

“No tenemos grandes momentos, tenemos lindos momentos. Mi vida con


Mónica es bastante relajada, somos dos personas tranquilas y, aun cuando
discutimos, no pasamos días con rencor ni con silencios. Tenemos
diferencias, pero no nos lastimamos nunca. No necesitamos grandes cosas
para ser felices, no soñamos con lo que no vamos a poder tener. Si
tuviéramos que repetir estos días hasta el fin de nuestra vida, sería un
regalo”, dice Mariano con la voz entrecortada por la emoción.

La posibilidad de superar la adicción

Las relaciones más inestables y tortuosas se alimentan de momentos intensos


en los que las promesas de amor y de cambio son frecuentes.

Encuentros, separaciones impulsivas y reencuentros apasionados conforman


el esquema con el que se sostienen en la intensidad del conflicto. Justamente
por eso, decimos que son relaciones adictivas: van en busca de su dosis de
placer, que es deseada, evocada y anhelada. Pasado ese momento, vuelve la
frustración, porque la realidad no se lleva bien con la idealización de la
pasión.
La búsqueda de sensaciones hace que no sea posible la calma, por lo que se
persiguen vínculos en los que predominan los reclamos, los celos, el control,
la posesión y la violencia emocional. Estas parejas viven en un constante
desafío y confunden ese estado de obsesión y desenfreno con amor.

Cuando estas personas tienen relaciones más estables, generan el conflicto


de distintas maneras: demandas imposibles de satisfacer, infidelidades,
sospechas, invasión en la privacidad del otro…

Ya hemos hablado, en este libro, acerca de la necesidad de tapar viejas


heridas o duelos no resueltos con la intensidad de conflictos relacionales que
ocupan el psiquismo con una obsesión que lo invade todo. El caso de Clarisa
es un buen ejemplo: “Me siento inepta. Elijo relaciones difíciles, no duro
mucho tiempo, todo termina siendo caótico. Ya no me puedo hacer la
distraída: soy yo la que busca vínculos difíciles. O la que demanda cosas
inadecuadas. Me cuesta mucho sentirme amada, así que me enojo con
facilidad me ofendo me siento herida reacciono mal Claro está no busco a

facilidad, me ofendo, me siento herida, reacciono mal. Claro está, no busco a


personas amorosas, sino narcisistas que no dejan de mirar su ombligo”.

En los vínculos con base de bienestar, las personas sienten que no tienen que
estar controlando al otro y que son amadas, aunque no se lo expresen todo el
tiempo. Internalizan el amor del otro y no necesitan de su presencia
constante ni de reaseguros permanentes.

Y aquí viene la pregunta decisiva: ¿se puede pasar del placer al bienestar?

Sí. Requiere de mucho trabajo terapéutico y espiritual. Se trata de un trabajo


de recuperación muy similar al que hace un adicto a las drogas. Porque la
droga a abandonar es la ilusión amorosa. El trago que te hace soñar que todo
será posible y que te deja en un estado de vulnerabilidad y espera
permanente. Esperar lo que no va a ocurrir es una condena psíquica. En estos
casos, ni siquiera es una elección, porque no se dan cuenta. La ilusión otorga
un estado de credibilidad que deja a las personas en esperas absurdas.

“Esperé. Esperé casi cuatro años siendo la amante. Vivimos nuestro romance
prohibido en una habitación de dos por dos. Todos esos años, soñé que él iba
a ser mío, pero se separó y no me eligió. Se fue con otra. Me sentí como un
cesto de desperdicios”, me cuenta Alicia.

En las relaciones más tranquilas, el amor no pasa por las promesas ni por las
esperas: el amor es ahora, es presencia y es acto. Dopamina versus oxitocina:
el amor de picos de placer y espera versus el amor del bienestar. Los griegos
los designan de un modo diferente: eros y philia. Eros, el amor sufriente de
la falta y la pasión; philia, el amor del compañerismo y la ternura, amor del
bueno. Y aclaremos esto: amor del bueno no es ausencia de erotismo, es
ausencia de pasión enloquecedora. Es un amor profundo y sabio.

Ejercitación

¿Podemos diferenciar el placer del bienestar? El placer no siempre resulta


adictivo, solo cuando estás en un momento de extrema vulnerabilidad.

Toma lápiz y papel, y completa estas listas de situaciones.

Las que aportan una intensa situación de placer: 1. El sexo con una relación
desafiante.

2. Una comida sabrosa.

3. Un viaje exótico.

4. Salir de compras y adquirir lo que se te da la gana.

5. La ilusión de sentirse siempre enamorado.

Las que generan bienestar:

1. Caminar por el parque.

2. Contemplar la naturaleza.

3. Cocinar en pareja.

4. Los domingos en familia.


5. La hora de irse a dormir.
Quizás solo se trate

de encontrar a quien

te sigue mirando cuando

tú cierras los ojos.

Elvira Sastre

Eros y philia. Los griegos definen estas dos ideas casi contrapuestas del
amor. Eros, el amor sufriente, el de la falta, el de aquel que desea lo que no
tiene y que, cuando finalmente lo tiene, sufre porque teme perderlo. Es un
amor pasional, de gran intensidad erótica, porque vive amenazado con el
terror de la pérdida. Es, por definición, un amor que duele, que no da
certezas ni seguridad. No protege, no cuida, no asegura nada. Es una
potencia química y una fuerza arrolladora que no se puede detener y que, si
falta, quema en las entrañas.

Eros es el amor de los adictos a la ilusión. El que anticipa un placer que no


existe porque idealiza, deforma lo que recuerda, exagera. De modo que sufre
porque se desilusiona, se estrella contra la realidad que nunca es como se la
soñó.

El amor de las relaciones imposibles


Solemos identificar a eros con el amor como si fuera la única forma de amor
posible. Todas las otras maneras parecen deslucidas a su lado. Sin embargo,
las personas que viven romances apasionados y conflictivos y sueñan con
una felicidad que se les presenta esquiva no se sienten totalmente satisfechas
cuando la relación se estabiliza. ¿A qué tipo de relaciones nos estamos
refiriendo? A relaciones imposibles, con personas que no están disponibles
de alguna de las maneras en que alguien puede no estarlo. Una persona
puede no estar presente porque tiene otra relación, porque se ama demasiado
a sí misma, porque sufre de alguna adicción y su romance es con la sustancia
o, simplemente, porque no tiene el grado de compromiso necesario como
para poder amar e involucrarse con la emocionalidad del otro.

Estas relaciones son siempre dolorosas. No hay manera de que no lo sean.

Es muy difícil que no te afecte sentirte invisible para el otro, no sentir su


compañía, su interés por las situaciones o personas de tu vida, su falta de
sensibilidad frente a tus problemas o su estado ausente aun cuando está a tu
lado.

Las personas que sufren de dependencia emocional, no obstante,


permanecen en estas relaciones. Esperan. Esperan el milagro de que una
mañana el otro se transforme en la persona con la que soñaron. De más está
decir que ello no va a suceder.

Pero, a veces, ocurre algo más curioso aún. En algunas situaciones, estas
relaciones pueden llegar al lugar en apariencia deseado: quien estaba casado
se separó consiguió trabajo dejó de beber o decidió que la convivencia era

se separó, consiguió trabajo, dejó de beber o decidió que la convivencia era


una buena opción. La primera reacción es de euforia. Lo que parecía
anhelado por tanto tiempo, finalmente, se concreta. Pero la felicidad
esperada no llega. Vemos que hay una ausencia de felicidad allí donde
creíamos que iba a existir. Esto se debe a varias razones:

1. La primera y más importante: la idealización. Se sueña con algo que va a


ser mucho más intenso, perfecto y de cuento de lo que ocurre en la realidad.
Es como cuando decides irte a vivir al lugar de playa al que vas en
vacaciones. Resulta que, al vivir allí, descubres que los inviernos son duros,
que la gente no es tan amable, que el ambiente cultural es mediocre y que
aquellos días soñados de vacaciones se esfumaron por completo. La
desilusión es enorme, porque, mientras soñabas con la posibilidad, había una
ilusión que llenaba tus días y funcionaba como un desafío. Hoy ya no hay
ilusión, y lo que queda es el vacío y el aburrimiento.

2. La segunda es la que atraviesa la hipótesis de este libro: la dopamina, el


neurotransmisor de la anticipación se libera en la conquista, en el camino a
tenerlo todo, en la química de lo que se desea. Lo deseado nunca es igual a
lo que se tiene. Para algunas personas, lo que se tiene puede ser aún más
valioso porque es real y tangible, pero, para otras que necesitan una dosis
fuerte de intensidad para anestesiar sus emociones dolorosas, la consecución
de aquello anhelado aparece como algo desabrido y sin sustancia.

“Durante tres años, solo esperaba pasar una noche con él”, me cuenta
Gabriela. “Sabía que era imposible porque estaba casado, pero, además, él
nunca tenía demasiado interés Prefería nuestros encuentros furtivos en mi

nunca tenía demasiado interés. Prefería nuestros encuentros furtivos en mi


casa una vez por semana. Cuando su matrimonio estalló en pedazos, me
alegré en secreto: sentí que había llegado mi momento. Sin embargo, fue el
principio del fin. Perdimos la pasión, comenzamos a discutir, y ese hombre
dejó de parecerme atractivo. Lo vi miserable, egoísta y aprovechador. Me
aburría, porque solo hablaba de dinero y problemas. Lloré mucho porque
tenía que hacer el duelo de alguien que ya no iba a estar, porque no existía”.

¿Y quién es philia?

Philia es la alegría de amar, así de sencillo. Es un amor en el que no hay


sufrimiento ni incertidumbre ni amenaza. Algunos pensarán que, por su
etimología, estamos hablando del amor filial, aquel que existe entre padres e
hijos. Lo incluye, claro. Como también incluye el concepto de amistad.

Pero, entonces, ¿ philia no es un amor de pareja? ¿En la pareja, siempre


habrá eros, o sea, un amor vinculado al sufrimiento? No, en absoluto. Philia
no es el amor pasional, es el amor que se construye con el tiempo y que no
anhela lo que no está, no es el amor de lo que falta ni de la ilusión: es el
amor de lo que hay, de lo que tenemos realmente aquí y ahora.
Cuando hablo de este tipo de amor, muchos suponen que se trata de una
irrealidad, de un amor imposible y perfecto, y, en realidad, es todo lo
contrario. Son relaciones en las que no se idealiza nada, se ven las fallas y se
ama por sobre las imperfecciones. Como lo vio Romina. “Creo que aprendí
con los años y con el dolor. Tantas relaciones de tanta locura… Celos,
arrebatos, peleas, posesión, angustia. Claro, después resolvíamos todo en la
cama en un rato de pasión desenfrenada”. Ella recuerda las historias de su
vida como quien repasa un álbum de fotos. No se lamenta del tiempo
perdido, pero sí de haber sufrido tanto. “No sabía relacionarme de otra
manera, siempre creí que el amor era eso. Viví en medio de la locura y el
caos desde que era niña, así que no me parecía difícil ni raro vivir llorando y
a los saltos”, cuenta.

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Osvaldo, en cambio, sí se lamenta por los años y la energía perdida en sus


relaciones anteriores: “No puedo superar el enojo conmigo, no puedo creer
haberle perdonado tantas deslealtades y que encima me arrastrara por ella y
cada vez le ofreciera más y le pidiera por favor que no me dejara. Me rebajé,
me humillé, pero la verdad es que creía que, sin ella, me iba a morir… No
podía soportar pensar que iba a estar con otro hombre. Nunca pude aceptar
que no me amaba”.

La raíz está en la infancia

Los adictos a la ilusión corren una carrera desenfrenada hacia el abismo.


Quieren tapar sus dolores, sus faltas, sus inseguridades, y se involucran en
relaciones que no les permiten pensar en otra cosa. La obsesión invade todo
su espacio psíquico, y la vida se transforma en una batalla con una única
meta: retener al otro, que nunca se quedará, lograr que los ame quien no
puede amar, que los mire quien solo tiene ojos para sí mismo, que quiera
tener una pareja quien solo quiere tener sexo ocasional… Y la lista puede
seguir.

Sus vidas fueron así desde pequeños. Su infancia se caracterizó por haber
tenido un estilo de apego inseguro con las figuras parentales o con sus
cuidadores. Nunca pudieron sentirse cuidados por nadie y asumieron
obligaciones de cuidado hacia algunos de los adultos que debían cumplir ese
rol. ¿Podemos imaginar por un instante el miedo que puede tener un niño
cuando percibe que sus padres no pueden cuidarlo porque no están
emocionalmente en condiciones? Familias en las que hubo caos, violencia
emocional, padres infantiles, enfermedades psiquiátricas, exigencias
desmedidas, separaciones y divorcios encarnizados con hijos como
rehenes…

Y, en el medio, los niños con la presión de no ser niños, de calmar el caos, de


sobrevivir como se pueda entre la sobreadaptación y el terror del desamparo.

Lo dijimos varias veces, la ecuación es simple y tiene consecuencias que


deberán ser trabajadas a lo largo de la vida: quien tuvo un apego inseguro
tiene gran dificultad para alejarse en los vínculos y tener í

autonomía.

La posibilidad de tener confianza en sí mismos se alienta desde la infancia,


cuando el niño siente que puede alejarse de las figuras de apego porque allí
estarán cuidándole las espaldas. Sale, explora el mundo y crece con la
convicción de que es cuidado y amado y de que los adultos que lo rodean
pueden con sus propias vidas. Este estilo de apego es lo que llamamos
seguro. Las relaciones que se establecen a posteriori son más genuinas; no
hay miedo de mostrar su intimidad porque existe la autoconfianza, pero,
además, es más fácil alejarse cuando la relación proporciona descuido y
desamor. No es que no les duela o no sufran, pero no permanecen por largo
tiempo en el descuido. Tampoco necesitan relaciones caóticas, porque no
tienen que “consumir” para olvidar el dolor de ser quienes son o de la
familia en la que crecieron.

Para estas personas, lo natural es estar en relaciones que brinden el amor de


philia: uno confiable, alegre, en el que se puede ser feliz con la felicidad del
otro. Para quienes vienen de historias de apego inseguro, el buen amor, el
amor sabio, como dicen los filósofos, será una construcción y un trabajo.

Dos formas de amar

Rosario recuerda con tristeza sus años de dolor. “No podía vivirlo como
amor, Patri, la verdad es que no. Me aburría y pensaba que, si el amor era
eso, prefería quedarme sola. Siempre tuve la sensación de que no quería
perderme la vida, y esas relaciones no tenían ningún tipo de emoción, no me
erotizaban, y, al cabo de un tiempo, las dejaba. Sabía que eran buenas
mujeres y que me querían y lo lamentaba, pero no podía enamorarme a la
fuerza. Hasta que sufrí demasiado, me enfermé, me pasé años en agonía
llorando por los rincones y, recién entonces, pude preguntarme si eso que
sentía era el amor. Me di cuenta de que no, que solo eran obsesiones, y que
tapaba mi descontento conmigo misma. En el fondo, no me sentía
merecedora de alguien que pudiera amarme bien”.

Otro testimonio, el de Marina, es esclarecedor. “Tuve que permitirme no


salir corriendo. Cada vez que una relación era normal, por así decirlo,
entraba en pánico. Me parecía que iba a estar toda mi vida soñando con los
vínculos que tenían los demás. Creía en los cuentos de hadas, en amores de
película, en que alguien me iba a rescatar de mi oscuridad. Trabajé mucho.
Me tuve paciencia y hoy no cambio esta relación por nada del mundo. Nos
ayudamos, nos complementamos, nos acompañamos, nos gustamos con
ternura y también con erotismo. Pero, sobre todo, siento que puedo ser yo:
enojarme, cometer errores, tener mis días de introspección, y que nada malo
va a pasar.

No va a dejarme por eso, porque aprendimos a conocernos y a respetar


nuestros momentos. No puedo creer que lo haya logrado”.

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Eros y philia, dos formas del amor. Pero no hay una buena y una mala; hay
una que te consume y otra con la que se puede vivir; hay una que no es real y
está idealizada, es ciega y desenfrenada, y otra que se acerca a la verdad, a lo
genuino, a la intimidad emocional y es más sabia, más cauta.

Eros es el placer que quiere repetirse una y otra vez, como un adicto en
busca de su dosis que sufre la abstinencia de la falta. Philia es el bienestar
sostenido que disfruta de lo que no falta, es el amor de lo que hay, de lo que
es, de lo que está. La alegría de amar.

El amor responsable de philia permite hacerse cargo de la manera en que


cada uno ama a los demás. Van quedando atrás los reproches, las
victimizaciones, los espacios de control y persecución, las tareas
detectivescas para saber si el otro te engaña, las peleas violentas en las que
no se mide el daño de las palabras.
Hemos llamado amor al desgarro, a la violencia, al maltrato, a los celos, a la
amenaza, a la falta de empatía, a la mezquindad, al engaño, a la deslealtad, al
riesgo. Compramos la historia de que el amor era pasión o no era nada,
creímos que los estados pasionales podían inmortalizarse y eran eternos e
indoloros. Es tiempo de philia, de sentir el júbilo y la dicha de amar y ser
amados, de vivir una experiencia diferente del amor. Que no sea una carrera
despiadada, sino una marcha tranquila, cálida. Un amor en el que cierres los
ojos y el otro siga mirándote.

Ejercitación

Toma lápiz y papel, y contesta:

1. ¿Podrías identificar ahora si, en tus relaciones, predominó eros o philia?

2. ¿Cómo fueron tus relaciones más eróticas o pasionales? ¿Cuánto duraron?


¿Te tendrías que haber ido antes?

3. ¿Hoy volverías a hacer las cosas que hiciste en nombre del amor?

4. ¿Cambió tu orden de prioridades? ¿Cuáles son hoy?

5. ¿Sientes que tuviste o tienes un buen amor?


No quiero que seas mía;

quiero que seas libre, tuya,

y que aun así decidas que

quieres estar conmigo.

El día que dejó de nevar

en Alaska, Alice Kellen

A esta altura del libro, ya irás entendiendo por dónde va el buen amor. No te
llena de ningún vacío ni te anestesia del dolor. No te invade la cabeza con
obsesiones para que te desconectes de tu realidad intolerable. No te
pertenece ni le perteneces. Te deja en libertad para que seas tú. No te da
identidad, solo acompaña la tuya. No se queda en el sufrimiento porque no
tiene que ver con el deseo de lo que falta. Es un amor que da alegría por la
existencia del otro.

Es empático y generoso. El buen amor es posible porque puedes soportar tu


vacío y no le pides a nadie que te salve ni te rescate de ese dolor.

Dejar de llenar el vacío

Cuando abordamos las relaciones con la ilusión de que nos salven de la


soledad, de un pasado que lastima o de la vergüenza de ser quienes somos, el
resultado, casi siempre, es tóxico. Vamos hacia el amor como el alcohólico
en busca de su copa o el fumador a su pitada: para olvidar, para calmar la
ansiedad, para acallar un enojo. La pretensión ilusoria es que esa historia de
amor funcione como una medicación que regule nuestras emociones
desajustadas o dolorosas. Por eso, es tan adictiva y es imposible
desapegarse; es como la morfina cuando hay dolor. Las personas que quedan
atrapadas en un vínculo ilusorio no quieren saber nada con la realidad hasta
que las evidencias las golpean en la cara. Y, entonces, el vacío y la angustia
se potencian y duelen aún más que antes. Por eso, se vuelve a buscar la
ilusión con más fuerza, con más engaño, con más desesperación. Las redes
sociales proveen algo de la sustancia mentirosa para seguir imaginando
romances que no existen, posibilidades que caducaron o para seguir
sufriendo mientras se espía la vida del otro.

Cuando las personas se animan a hacerle frente a su historia y a atravesar el


vacío y la angustia, ya no buscan la respuesta afuera, sino dentro de sí. Y

eso las deja libres para poder elegir un amor que no las complete ni las salve
ni les prometa lo que no va a ocurrir. Dejan de llenar el vacío con la espera y,
en cambio, afrontan la realidad. Claro, a esta altura, me preguntarás… ¿y
cómo se atraviesa el vacío?

La angustia innombrable

El vacío es la angustia. Una emoción bastante intolerable porque no tiene


palabras, solo sensaciones de dolor visceral: opresión en el pecho, ganas de
llorar, profunda tristeza. Lorena lo describe con precisión: “Es un desamparo
y un desconsuelo infantil que me genera terror. Es la soledad, el miedo a la
muerte, casi como un abismo del que parece que no voy a salir. Es
desesperanza y un temor irracional, como si fuera chiquita y viniera un
monstruo a devorarme. Lo único que sé es que no lo soporto, que necesito
salir de allí como sea, con pastillas, con alcohol o con alguien que venga, me
abrace y me diga que todo va a estar bien. Lo terrible es que ese momento de
vulnerabilidad lo pago caro”.

Al no tener palabras —o, como nos gusta decir a los psicólogos, al no poder
simbolizarlo—, se transforma en algo corporal, sintomático, visceral.
Por lo tanto, cuando preguntamos a qué se refiere, solo obtenemos un listado
de síntomas somáticos y psicológicos aterradores, pero que no sabemos a
qué se deben. Alguien podría decir que surge a partir del duelo de una
relación.

No, es previo a ella. Los trastornos de la conducta alimentaria, las adicciones


y las relaciones conflictivas solo tienden a llenar esa falta y ese aburrimiento
vital en el que la existencia parece haberse vaciado de sentido.

No podemos recortar la sensación de vacío de muchos de nuestros pacientes


como un fenómeno meramente psicológico. También estamos atravesados
por un tono de época en nuestro tiempo posmoderno que alienta

la insatisfacción y las patologías narcisistas. Vivimos en una era en la que el


otro importa poco. Y, si el otro importa poco, el amor, el verdadero amor,
agoniza. Ya lo dijimos, no puede haber buen amor sin empatía, sin
compromiso y sin un sentido de pertenencia y comunidad. El aislamiento de
nuestro tiempo (reforzado aún más luego de la pandemia por las pantallas y
la virtualidad) lleva a profundizar esa sensación de vacío y de angustia vital.

“No tengo hijos. Mis padres murieron. Hasta hace un tiempo, mi familia
eran mis compañeros de trabajo, pero, después de la pandemia, eso se
terminó. Trabajo de manera remota y estoy cada vez más aislada. Era
bastante lógico que, cuando apareciera alguien en mi vida, me aferrara con
desesperación, como un náufrago a un pedazo de madera. Raúl fue la peor
tabla de salvación que pude haber encontrado. Terminó de hundirme, pero, a
decir verdad, no tuvo que hacer mucho esfuerzo. Yo ya era el Titanic antes
de conocerlo”. El relato de Ana muestra con crudeza la sensación de soledad,
aislamiento y desamparo. Y la fragilidad que lleva a quedarse “anclado” en
cualquier relación con tal de no sentir ese vacío en el alma. Ana está
deshabitada de sí misma, busca llenar con alguien lo que no puede completar
dentro de sí.

Mal de época

Quiero dar un contexto más extenso al tema del vacío. Vivimos en una
sociedad narcisista que tiene un verdadero horror al compromiso con el otro
y que propicia el ghosting, una multiplicidad de “contactos”, “seguidores”,
“amigos”, “likes” que generan la falsa ilusión de estar rodeado de gente,
cuando, en realidad, no existe la traza material que sustenta una relación.

También es una marca de época la necesidad de buscar sensaciones


caracterizadas por la intensidad de las experiencias y la acumulación de
picos de placer efímeros (viajes, relaciones, compras, sustancias).

Un mundo selfie en el que solo parece contar una experiencia si la foto es


subida a las redes, aunque sea para mostrar algo nimio, una época de vértigo,
de intensidad en la que el tiempo se devora como si fuera una sucesión de
fotos instantáneas. Como dice el filósofo Byung-Chul Han en El aroma del
tiempo: “El presente se reduce a picos de actualidad. Ya no dura”.

No es de extrañar que, en las últimas décadas, hayan aumentado todas las


patologías ligadas al vacío: depresión, trastornos alimentarios, adicciones,
dependencias emocionales patológicas, hiperactividad en los niños. No hay
soporte social ni contención ni red. ¿Cómo rearmar esos lazos para que
sostengan la pertenencia a algún lugar, a sentirse parte de algo más amplio,
de una comunidad o de una familia que contiene?

No se nos enseñó a transitar el vacío. Se nos enseñó a llenarlo con lo que


fuera para no sentirlo. La invitación, entonces, es otra. Un recordatorio antes
de seguir para no perdernos en el camino: transitar el

vacío, habitarse y atravesar la angustia será el proceso previo a la posibilidad


del buen amor. Este es posible porque no viene a llenar el vacío.

Verles la cara a los demonios

Los orientales nos enseñan que el vacío puede ser un espacio de


espiritualidad o de creación. El vacío tan temido necesita encontrar palabras,
ser dotado de sentido. Quizás, escribir sea la primera estrategia que pueda
servir. Casi como en un proceso de asociación libre, puede ser interesante
dejar fluir sobre el papel la letra inconexa, incoherente del miedo y de la
angustia. No es lo mismo sentir el terror que escribirlo. No es lo mismo
sentir el desamparo infantil que escribirlo y recordar que ya no se es un niño
y que hoy existen múltiples posibilidades para salir del abismo.
El vacío parece inconmensurable y sin bordes. Necesita límites, contención,
afecto. Construir redes de apoyo grupal, familiares, terapéuticas y
espirituales puede dar una sensación de calma y abrigo, y permitir no
depositar toda la demanda afectiva sobre una sola persona. Las personas con
dependencia emocional pueden ser abrumadoras e intensas durante sus
momentos de malestar y no registran hasta qué punto pueden generar
agotamiento e impotencia en su entorno, que no sabe cómo ayudar. Todas las
ayudas externas son bienvenidas, pero, de a poco, habrá que ir habitando el
espacio interno para soltar las dependencias y los apegos patológicos
externos, esos bastones que se usan para poder andar por la vida.

Cuando no se encuentran las palabras para recordar el pasado, cuando no se


puede relatar la historia, cuando la memoria queda anclada sin poder
evolucionar hasta el presente, el camino de la creatividad resulta un recurso
indispensable. La escritura, la música, la pintura y todas las actividades que

pongan en contacto con la naturaleza o la espiritualidad son válidas.

Necesitamos que nos inviten a pensar. El vacío no reflexiona; lleva a actuar


compulsivamente. La recuperación necesita del pensamiento y de la palabra
para frenar la compulsión.

¿Cuáles son los demonios? Miedos infantiles, recuerdos dolorosos o


traumáticos, miedo al futuro, terror a la soledad, a las enfermedades, a la
muerte, a no ser amado, a la miseria… Habrá que desarmarlos uno por uno,
aceptar la incertidumbre, fortalecer la identidad, restablecer la confianza en
uno mismo y, sobre todo, aceptar que el amor es una construcción, una
elección, un proceso que no siempre resulta como lo planeamos.

Seamos nuestra propia madre

“Automaternaje” es una palabra que alude a construir dentro de nosotros los


resortes de autocuidado, autoconfianza y seguridad que no nos fueron dados
en la infancia. Ese vacío de cuidado que dejó al niño en el terror del
abandono puede ser reestructurado en la vida adulta.

El gran desafío es dejar de lado las dependencias externas, que serán siempre
compulsivas cuando las guía un sentimiento de desesperación. En cambio, se
busca restaurar una interioridad que permita relacionarse con otro sin
invadirlo, agobiarlo ni pedirle que sea el salvador.

“Antes me desesperaba. Cuando llegaba un domingo y me encontraba sola,


empezaba a mirar su Instagram. Me sentía una pobre desgraciada, lo veía
radiante, con una nueva novia, miraba todo lo que hacían, adónde iban.

Y lloraba y lloraba. Hasta que, un día, empecé a entender que tenía que dejar
de pedirle prestada su vida para llenar la mía. No sabía cómo hacerlo, estaba
paralizada. Muchos domingos, solo pude meterme en la cama y ver series.
De a poco, me empecé a conectar tibiamente con mis deseos y también con
mis miedos. Cuando tenía mucho miedo, llamaba a un par de amigas, y eso
me calmaba. Hasta que, poco a poco, fui dejando de necesitarlo”. Adriana
descubrió que el servicio y la posibilidad de hacer algo comunitario le hacían
bien. Un día, se animó y fue a una fundación que ayudaba a estudiantes, a
gente en situación de calle y a niños sin hogar. Se sintió útil, empezó a darle
a su vida un nuevo sentido, encontró gente empática, interesada por el bien
del otro. Sintió que pertenecía a algo más grande, que la contenía, y eso le
dio

una gran calma y, con el tiempo, también una gran alegría.

Era previsible que la próxima pareja de Adriana tuviera características muy


diferentes: ella estaba preparada para el bienestar, para la calma de una
relación tierna, profunda, adulta, sin sobresaltos y con verdad. Se animó a
intentarlo con un hombre que, tiempo atrás, hubiera desechado por aburrido
y previsible o porque no coincidía con los estándares de belleza que a ella le
gustaban. Sin embargo, se dejó seducir por la caricia de ser tenida en cuenta,
por la manera en que él se preocupaba por ella, por la dulzura en el trato, por
la agradable sensación de que volverían a verse, sin estar inquieta hasta la
hora de la cita. Estaba aprendiendo otra forma de amar: philia, un amor más
sabio, menos loco, más auténtico.

Este amor no le llenó ningún vacío ni era el espantapájaros de sus fantasmas.


No. Ella llegó a este amor porque tenía algo para dar. Estaba habitada de sí
misma y con ganas de dar amor sin control ni posesión. Se sentía liviana por
primera vez. No tenía que actuar ni convertirse en otra, no tenía que
disimular si algo no le gustaba, no tenía que estar averiguando a cada rato si
su pareja la amaba, no tenía que espiarle el celular…

La construcción del buen amor requiere de dos personas. En la dependencia


emocional, no hay dos: hay uno solo, porque el otro está adherido sin
identidad al primero. Después de un tiempo, ya no hay nada para dar, y
cualquier movimiento hacia la autonomía se vive como una amenaza. No
hay nada peor que vivir el amor con terror. Terror del abandono, del engaño,
de la infidelidad, del desprecio, de la ausencia. El terror lleva a hacer
cualquier cosa e hipotecar la dignidad con tal de no sentir el horror de la
abstinencia y volver a encontrarse con la angustia del vacío.

En cambio, cuando hay dos personas que realimentan una pareja, hay
autonomía, y esa libertad es, justamente, la que da seguridad y tranquilidad:

nadie está ahí por coacción, ni por conveniencia, ni por dinero, ni por
extorsión. Hay dos que eligen estar porque quieren ser tres: uno, el otro y la
pareja. Esta será ese tercero con un idioma nuevo, con acuerdos genuinos,
con un camino por descubrir. No hay buen amor sin libertad, no hay buen
amor sin elección.

Ejercitación

¿Te animarías a estar un rato con tus demonios? Se trata de empezar a sentir
que la angustia no va a matarte; solo es una emoción incómoda y hay que
aprender a sobrellevarla.

Toma lápiz y papel, y contesta estas preguntas: 1. ¿Te animas a describir tus
miedos?

2. ¿Qué haces cuando sientes angustia?

3. ¿Te animarías a quedarte un rato en la angustia sin escapar?

4. ¿Cuentas con redes de apoyo o de sostén?

Ahora, realiza las siguientes acciones:


1. Contemplación: puedes regalarte un espacio de meditación o salir a
contemplar un rato la naturaleza. Sin música, sin celular, solo para
escucharte.

2. Respiración: respirar conscientemente te va a ayudar a conectar con el


aquí y ahora, con este instante. No dejes que tu mente te lleve al pasado ni al
futuro.

3. Escribir: escribe una frase, un texto, una palabra, lo que puedas.

4. Soledad: practica todos los días estar en un momento de soledad sin


distractores. Con los ojos cerrados y la intención de llenar la interioridad.
Alguien que entienda

lo que quiero decir cuando

me quedo callada.

Elvira Sastre

Hablamos de ilusión, dependencias y apegos patológicos, vacío, espera,


relaciones adictivas. ¿Y si hablamos del amor real, imperfecto, posible?

El buen amor es uno que no daña, que da alegría. En la concepción de


filósofos como Aristóteles o Spinoza, el amor se relaciona con la alegría de
una causa exterior. Es la alegría por la existencia del otro, por saber que está
en tu vida. Esta idea del amor no pide nada: no digo que te necesito ni que te
quiero ni que quiero que estés a mi lado. Es un amor agradecido.

Como dijimos, las dos formas más habituales del amor oscilan entre eros y
hilia. Eros, el amor pasional, el que sufre por lo que no tiene, el que vive con
miedo a perderlo. Es un amor amenazado, ilusorio. Se llena de promesas y
de momentos de locura y pasión, para luego caer nuevamente en la inquietud
y el horror de esperar el final. Philia es el buen amor. El del compañerismo y
la cotidianeidad. Las parejas que construyen este amor son estables y, como
no viven amenazadas por el abandono, no son controladoras ni asfixiantes.
¿Qué es lo opuesto a la ilusión? La realidad. Se trata de relaciones reales.

Se forman con “lo que hay” y no con “lo que podría haber”. Las parejas que
son felices con el paso del tiempo no son las que logran la pasión eterna; eso
no es posible y sería un engaño. Se trata de vínculos en los que
transformaron el enamoramiento en deseo y la promesa en acción.

No son amores locos, son amores sabios. El erotismo es diferente, porque


dejó de ser un desafío para que el otro no se fuera. Quizás, eso le quita la
carga de intensidad, pero permite algo esencial: intimidad.

Veamos los tres ingredientes esenciales para el buen amor.

Primer ingrediente: la intimidad emocional

La intimidad emocional no tiene que ver con la sexualidad. Se trata de la


autenticidad. En estas relaciones, no hay máscaras, y las personas sienten la
libertad de mostrarse tal cual son. Si bien lo que decimos parece sencillo, no
lo es tanto. Cuando existe el miedo al abandono, las personas dejan de actuar
con naturalidad y se adaptan a lo que creen que el otro espera.

Los dependientes emocionales se sienten como impostores que ocultan su


verdadera identidad. Se sienten tan poco valiosos que temen ser
descubiertos.

Tienen terror de que se note su desmedida necesidad del otro y se controlan


para no demandar y asfixiar a su pareja. Se muestran independientes y
recurren a estrategias para ocultar su vulnerabilidad. Sienten vergüenza de sí
mismos.

¿Qué hace falta para que una pareja pueda tener intimidad emocional?

Confianza. La confianza necesaria para poder mostrarnos como somos sin


temor a ser heridos, juzgados o extorsionados. Quienes crecieron en hogares
disfuncionales no logran confiar en sí mismos y, en cambio, lo hacen en las
personas equivocadas. Entregan su amor y sus secretos a personas que las
lastiman o se encierran detrás de una máscara para disimular su falta.

Este ingrediente es esencial para el buen amor. Le otorga verdad y genera un


acercamiento de complicidad y unión muy fuerte. Muchos se preguntan si se
puede aprender, y la respuesta es sí. Pero, para poder trabajar la intimidad
emocional en la pareja, existe un paso previo fundamental: la intimidad con
uno mismo.

uno mismo.

Hemos hablado, a lo largo de este libro, de atravesar el vacío, de enfrentar


los fantasmas, de no temerles a los propios demonios. Se trata de no seguir
escapando de uno. Porque la condición necesaria para la felicidad es la
aceptación de la realidad. Mientras vivamos en el territorio de la espera, no
podremos ser felices. La felicidad llega cuando logramos dejar de esperar y
podemos ser felices con lo que hay, en lugar de ansiar la vida prometida que
nunca llega. Es una felicidad ligada a la sabiduría.

La ilusión adictiva, el amor anhelado, la promesa de que el otro cambiará, la


carrera por encontrar el amor que llene el vacío y la falta son las condiciones
que hacen que fracase el bienestar. No es posible la esperanza cuando hay
ilusión. Y la espera inútil no tiene nada que ver con la esperanza.

Como siempre decimos los psicólogos, aceptar la realidad no significa que


deba gustarte; solo se trata de no negarla y de no seguir escapando de ella.

Aceptar es llorar las pérdidas, reconocer las faltas y saber que habrá que
vivir con ellas, dar un sentido al dolor, poner palabras al trauma. Pero
también se trata de cambiar lo que se pueda cambiar y de aprender el buen
amor.

Una vez que haya intimidad contigo mismo, que se hayan desmontado las
máscaras y te puedas mostrar tal cual eres, sentirás la tranquilidad de que
quien te ama lo hace realmente conociéndote y no ama al que inventaste para
ser amado.

Segundo ingrediente: la comunicación


La gran mayoría de los conflictos en las relaciones tiene que ver con la mala
comunicación. Aprender a comunicar bien es un trabajo delicado y
fundamental para la salud de todos nuestros vínculos.

Creemos que ya conocemos al otro, que sabemos todo de su vida y de sus


emociones, de lo que le gusta y de sus miedos. Creemos que lo escuchamos,
que somos empáticos, que logramos contener sus momentos de malestar. Sin
embargo, con el paso del tiempo, muchas parejas se van desconociendo. Ya
no se escuchan con atención, se fastidian con el relato del otro, se enojan en
secreto sin decirlo, no cuentan sus sueños por temor al juicio del otro, dejan
de decirse palabras de amor. Y descuidan sus modos. El ochenta por ciento
de nuestra comunicación es no verbal. Hablamos con los gestos, con la
entonación de una frase, con la mirada. Y podemos decir cosas muy
amorosas o ser crueles y perversos, y solo quien está del otro lado y te
conoce sabrá leer ese código secreto.

No hay nada más atractivo que ver a una pareja madura cuando se miran con
amor, cuando se ríen juntos, cuando se toman de la mano, cuando se
expresan la admiración sin necesidad de hablar. Los espectadores nos
preguntamos cómo lograron conservar ese estilo con el paso del tiempo.

Seguro nos dirán que no es solo el amor que sienten hacia el otro. Se trata
también del cuidado. Es más importante la manera en que decimos algo que
lo que decimos. Esto se puede escuchar de muchas maneras diferentes si lo

dicho viene con respeto, cuidado, asertividad, empatía y con registro de lo


que va a sentir el destinatario.

El primer ejercicio es dejar de naturalizar la comunicación y prestar atención


a la manera en que comunicamos. Las palabras y los gestos pueden acariciar
o lastimar. Cuando estás en una relación que no te anestesia de nada, que no
es tóxica y en la que existe intimidad, la comunicación es saludable, aun en
las discusiones o en el enojo. Siempre hay algunas cosas del otro que te
molestan o con las que no estás de acuerdo. No obstante, cuando tu relación
no llena un vacío ni tienes que estar desesperadamente en ella para no sentir
el terror de la abstinencia, es más claro qué cosas son negociables y cuáles
no.
Las discusiones dentro de las parejas saludables nunca cruzan el límite del
dolor del otro. No utilizan jamás lo que saben para ahondar en las heridas de
su pareja. Como lo muestra muy bien Amalia: “Yo sé que él nunca me va a
hacer daño, duermo tranquila. Le conté cuestiones muy privadas y dolorosas
de mi historia, algunas que incluso me avergüenzan, pero nos tenemos tanta
confianza que sé que nunca utilizaría eso que sabe contra mí en una
discusión. Aunque mañana me encontrara en la cama con otro hombre…”.

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o diente:

El ingrediente sexual es, quizás, uno de los más complejos cuando hablamos
del buen amor. En las relaciones adictivas, ilusorias, pasionales, la
sexualidad tiene un voltaje intenso, como si en ello se fuera la vida. Y es
verdad, la vida se va en esas relaciones de esperas desgastadas, de maltrato
emocional y de abandono. Las reconciliaciones son apasionadas porque
funcionan como un regulador emocional: después de un período de dolor y
abstinencia, volver a darle de comer a la ilusión es como consumir una dosis.
Por un tiempo, se podrá volver a soñar con que es posible hasta que la
realidad vuelva a enfrentarnos con la desilusión.

En este punto, muchos pacientes me preguntan: “¿Patri, eso no puede


cambiar?”. Y la respuesta es no. Cuando hay una relación ilusoria, es porque
la realidad no es la que esperas o no te conviene o no te gusta o esa relación
es imposible. Y hay personalidades que no cambian. Si estás en una relación
con alguien que tiene un narcisismo patológico y no puede amar, o con
características de maltrato emocional y manipulación, con ausencia de
empatía y de reparación del daño causado, nada de eso será diferente salvo
una cosa: con el tiempo, vas a enfermarte cada vez más en la espera de lo
inútil.

Es en ese contexto desolador del laberinto del desamor donde la sexualidad


ocupa un lugar que dispara nuevamente la ilusión. Y la pregunta

que muchos se hacen es la siguiente: “¿Cómo puede ser que no funcione si,
en la cama, somos tan compatibles, si nos morimos de deseo el uno por el
otro?”. La respuesta es que, cuando la sexualidad se convierte en un desafío,
cuando la relación está amenazada o es prohibida, cuando todo parece
jugarse en ese momento, la energía está puesta allí para que funcione. Pero a
no engañarse, muchas personas cuentan que, al salir de estas relaciones,
descubren que su sexualidad no fue tan buena como pensaban. Candela
recuerda así su vínculo con Leticia: “Teníamos una sexualidad imperiosa,
única. A tal punto que pensé que nunca más iba a poder estar con nadie. No
había manera de dejarla, aunque todo fuera un desastre, porque nos veíamos
y nos prendíamos fuego. Con el tiempo, luego de separarme, entendí que,
muchas veces, nuestros encuentros eran maravillosos porque yo hacía todo
lo que ella quería para satisfacerla y que mi único objetivo era que ella
pensara que no iba a haber nadie como yo. Pero nunca me concentré en mi
propio deseo ni ella se ocupó de darme placer. Mi placer consistía en que se
quedara conmigo”.

El erotismo de las relaciones estables no es tan imperioso ni es urgente ni es


un desafío, tampoco llena el vacío ni sirve para arreglar lo que estaba roto.
Es un encuentro de intimidad y placer de dos personas que se aman y se
permiten las “desprolijidades” de la vida sexual: habrá idas y vueltas en
relación con el deseo, con el orgasmo, con las ganas, con el aburrimiento,
con el descubrimiento, con el encuentro. Se trata de un erotismo que procede
de un lugar diferente: de la comunicación, la confianza y la intimidad
emocional que permite aprender, mostrarse sin pudor, divertirse y respetarse.
Y, también, hay que entender que habrá momentos o períodos —como pasó
en la pandemia— en que la sexualidad de la pareja pueda ser casi inexistente
y, en cambio, sea más importante el hecho de estar juntos acompañados y
abrazados sabiendo que

importante el hecho de estar juntos, acompañados y abrazados, sabiendo que


se puede contar con el otro.
Hay parejas que no tienen sexo hace mucho tiempo, pero refieren quererse
tanto que no desean separarse, porque hay mucho cariño y mucha historia en
común. La sexualidad y el erotismo son componentes muy importantes en el
amor, y es conveniente no naturalizar ese alejamiento. Habrá que entender
que será distinta, que será de a poco, que puede haber un acercamiento y un
contacto que no siempre termine en un acto sexual, pero también habrá que
evitar que, con el tiempo, se transforme en un vínculo fraterno que deje lugar
a la nostalgia de eros.

Ejercitación

Toma lápiz y papel: llegó nuestro momento de evaluar cómo han sido tus
relaciones hasta ahora.

1. ¿Podrías hacer una revisión y pensar qué ingredientes les faltaron a tus
relaciones para que hubiera un buen amor?

2. ¿Lograste tener intimidad contigo? ¿Sientes vergüenza de mostrarte con


toda tu vulnerabilidad frente al otro? ¿Sientes confianza?

3. ¿Podrías asegurar que tu pareja nunca te hizo o hará daño?

4. ¿Tienen o tuvieron complicidad o te sientes o sentiste mal frente a


terceros?

5. ¿Lograron una comunicación respetuosa aun en tiempos de desacuerdo?

6. ¿Podrías decir las tres cosas que más aprecias/apreciabas de tu pareja?

7. ¿Cuáles son los momentos de tu historia con esta pareja que fueron
importantes, en los que sentiste contención, cuidado y compañía?

8. ¿Todavía les gusta estar en contacto y tener momentos de intimidad


sexual?

9. Si no es así, ¿crees que es algo que puedan recuperar?


Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos.

Julio Cortázar

Algunos capítulos de nuestra vida fueron escritos por otros en nuestra


infancia, y no teníamos ni el control ni la capacidad de decidir qué podíamos
hacer. Pero crecimos. Y ahora podemos reescribir la manera en que
queremos amar y ser amados.

El problema es que, cuando no se trabajan los recursos afectivos y


emocionales, podemos repetir patrones patológicos de relación uno tras otro
sin darnos cuenta y pensar que no hay otro modo o que ese amor que viven
las demás personas no es para nosotros.

Este libro no es un manual del buen amor. No va a darte las reglas ni los
consejos para que logres una pareja armoniosa. Eso también sería una
ilusión.

Pero quiero contarte lo que voy aprendiendo en todos estos años como
psicóloga que trabaja con pacientes que sufren por malos amores.

Obsesión no es amor

La primera cosa que aprendí hace ya muchos años es que eso que llamamos

“mal amor”, en rigor, no es amor. Es adicción, ilusión, obsesión, obstinación,


capricho, apego patológico. Pero no es amor. Son relaciones que
empobrecen, que hacen tu mundo más sombrío, que enferman y detienen el
tiempo en un reloj de arena que nunca termina de caer.

Responsabilidad

Lo segundo que aprendí es que el responsable no es el otro. Siempre habrá


personas perversas, narcisistas, manipuladoras, mezquinas o miserables,
pero la pregunta que tenemos que hacernos es cuál es nuestra vulnerabilidad
para quedarnos con ellas. Correrse del espacio de víctima permite pensar que
es posible ocupar un lugar distinto, porque vuelve a poner una opción en tus
manos.

Es posible aprender a amar bien. Habrá que desaprender lo que fue mal
aprendido. Habrá que renunciar a ciertas cosas y aceptar otras. Habrá que
tolerar la frustración y atravesar los abismos.

Realidad

También aprendí que nadie va a llenar tu vacío. Esa es la ilusión, y eso


ocurre durante un tiempo, el del enamoramiento, pero, más tarde, cuando la
relación se afianza, habrá que evaluar si es lo que esperabas. No puedes estar
con una persona por lo que imaginas que sería si cambiara. Es una apuesta
perdida.

“Me pasé la vida llorando por amor. Porque no tenía a nadie mientras mis
amigas se ponían de novias, porque me enamoraba de los imposibles y
terminaba sola, porque, más de grande, salía con hombres casados y,
realmente, pensaba que se iban a separar o porque aquel con el que estaba
me hacía sentir su indiferencia. Tardé en darme cuenta de que el
denominador común era yo. No podía amar a nadie, solo esperaba ser
amada, y así nunca iba a funcionar”, dice con lágrimas Irene.

Reciprocidad

Lo dijimos hasta el hartazgo: el buen amor es generoso y empático, pero


tiene que haber reciprocidad, porque, si no, te vacía. Las relaciones de
dependencia emocional patológica son asimétricas, y eso no es una
casualidad: cuando una persona se siente desvalorizada y perdida, ve en el
otro su salvación, lo idealiza y entrega todo a cambio de nada con tal de que
se quede.

El buen amor es recíproco, ambos dan y reciben, se enriquecen. No es un


amor que crece en detrimento del otro, sino que lo hace gracias al otro. Lo
primero que se desprende del concepto de reciprocidad parece obvio: para
poder dar, hay que tener algo para dar. Las personas que sienten un vacío de
sí mismas ofrecen mucho, pero no es genuino, no lo hacen por la felicidad de
dar, sino por miedo de ser abandonadas. Estar habitado de ti mismo te
permite dar, porque puedes ser sin el otro. Ocurre lo mismo que decíamos
sobre el apego infantil en los niños: si hay buen amor, si se sienten seguros,
se pueden alejar de sus cuidadores y figuras de apego. Los adultos que están
en relaciones de seguridad y confianza saben que no necesitan del otro para
sobrevivir. Por eso, eligen estar con la otra persona, y lo que dan es genuino.
Además, se valoran lo suficiente como para irse de una relación que no les
da nada o que solo les da desamor.

Libertad

No hay posibilidad de que un amor sea saludable si no es libre. La libertad


no implica que cada uno pueda hacer lo que quiera, sino que la hay para
establecer los acuerdos que ambos quieren y que deben ser respetados por
los dos para poder confiar.

He aquí dos casos que lo demuestran bien. Rita describe la confianza que
tiene en su pareja de este modo: “Nunca pero nunca se me ocurrió mirar su
celular. Incluso se lo ha olvidado en casa al ir a trabajar, y me pareció una
invasión horrible mirarlo. Además, confío; si tengo dudas, pregunto; si algo
no me gusta, lo digo. Puede haber alguna escenita de celos normales entre
los dos, pero es casi como un mimo, una manera de saber que no nos es
indiferente y que no sentimos que tenemos comprado el amor del otro”.

Alberto también hace referencia al tema de la confianza: “Ella es como mi


caja de seguridad. Le entrego mi dinero, mis hijos, mi vida, con la confianza
de que nunca me va a defraudar. Podemos separarnos, dejar de amarnos
como pareja, pero sé que no me va a hacer juicios, que no va a hacer nada
que me dañe, porque yo tampoco lo haría. Muchas veces, tuve oportunidades
con otras mujeres y no es que no me gustaran o que se pudiera enterar.
Francamente, la sola idea de pensar en que algo le haga mal me detiene. Y la
posibilidad de perderla, por supuesto”.

Compatibilidad

El amor no puede todo. Venimos de culturas familiares diferentes y, a veces,


las parejas vienen de historias sociales, culturales o religiosas muy diversas.

Concepciones sobre la mujer, cuestiones de poder y de dinero, ideologías


muy marcadas en lo político que los ubican en orillas opuestas, diferencias
incompatibles en la crianza de los hijos. No siempre estas diferencias se
pueden superar. El enamoramiento nos hace creer que podremos con todo,
pero, en algunos casos, no se puede luchar contra esa incompatibilidad que
termina en cuestiones irreconciliables. Cada pareja irá viendo hasta dónde
puede negociar. Lo que jamás habrá que perder es el respeto y la dignidad
para saber qué estarás dispuesto a ceder.

“Yo puedo comprender su educación y sus mandatos. Sé que hizo todo lo


posible por salir de esquemas machistas y patriarcales, pero creo que solo
estaba haciendo un gran esfuerzo y reprimiendo lo que, en verdad, pensaba y
sentía. Y eso no va a cambiar ni en él ni en mí, y no quiero ni puedo discutir
esas cosas, no son negociables. Algún día, tengo miedo de que nos tratemos
mal por esas diferencias”, se lamenta Analía.

Reclamos, no; pedidos, sí

El aprendizaje de no reclamar ni demandar es bueno para todos nuestros


vínculos. El reclamo o la demanda son maneras de interpelar a los demás
para que nos den algo que no pueden dar o que no advirtieron. Y me dirás
que no está mal pedir lo que uno necesita, pero el reclamo lleva implícita
cierta acusación de la que el otro se va a defender: vehiculiza una falta. El
otro se siente reclamado y se defiende con excusas que enojan aún más, a lo
que siguen escaladas de reproches y acusaciones que suelen ser bastante
agresivas y, muchas veces, de una gran violencia verbal. Quienes han vivido
su infancia en familias caóticas no entienden que sean actos violentos y
legitiman su proceder en el hecho de que su reclamo es justo. Y,
probablemente, lo sea, pero el tema es el modo. Otra vez, es la manera de
comunicar lo que genera asperezas en la discusión, que termina sin
resolverse. El reclamo y la demanda, en ocasiones, atribuyen al otro cierta
mala intención, descuido o desamor, y eso genera siempre una respuesta
defensiva y un contraataque.

El pedido, en cambio, no habla del otro, habla de ti. Expresa lo que necesitas
y no juzga al otro. Es una secuencia de la comunicación en la que das a
entender cuál es tu necesidad respecto de algo. Y, lo más importante, deja
lugar al no. Esto quiere decir que, frente al pedido, el otro puede negarse.

Marta se quejaba porque su marido no la ayudaba con su trabajo:

“Siempre me quejaba con mi pareja y le decía: ‘Pero ¡te lo pedí tres veces!’.

Y nunca escuché que él me decía que no lo iba a hacer porque no le salía,


porque no era su estilo ni su personalidad manejarse o hacer las cosas de ese
modo. Y me ponía furiosa, hasta que entendí que, cuando pedía algo, los
demás me podían decir que sí o que no; de lo contrario, sería una exigencia
en lugar de un pedido. Cuando lo comprendí, le pedí disculpas y le pregunté
qué podía hacer para ayudarme en esa circunstancia que tuviera que ver con
algo que él pudiera darme. Y funcionó. Ahora me ayuda en mi trabajo con
cosas que él sabe hacer y que me alivian un poco la carga”.

Tolerancia

El buen amor requiere algunas renuncias. Necesita haber abandonado la


ilusión de que es posible tenerlo todo y aceptar la realidad. Y esta no es tan
mala como parece. Si bien es menos mágica que la ilusión, las parejas reales,
posibles e imperfectas son aquellas que te dan la alegría de saberte
acompañado en la vida.

Habrá que renunciar a la locura de la pasión desbordante en función de la


sabiduría de un amor más sereno. Y la mayoría de las personas no lo
cambian por nada. Habrá que tolerar la frustración de algunas cosas que
deseábamos que fueran de otra manera y que no se pueden cambiar, pero que
no dan sufrimiento ni son cuestiones innegociables.

Habrá que negociar, tolerar, ceder, aceptar. Lo fundamental es saber que esos
verbos no funcionan para uno solo de los miembros de la pareja, sino para
ambos si se quiere que sea una relación equilibrada. También será
importante saber cuáles son los límites de esas negociaciones. El amor de
pareja no es incondicional. Por el contrario, son las condiciones las que
contribuyen al buen amor. Cada persona tendrá las propias: desde la
fidelidad al respeto o cuestiones más específicas, como temas intelectuales,
culturales, sexuales o económicos. Los límites del amor hacen al buen amor.

Las relaciones pasionales parecen ser incondicionales, y eso las destruye.

Compromiso

Finalmente, en mis muchos años de consultorio, también aprendí sobre el


compromiso. No es un anillo ni una promesa. Se trata de la entrega y la
participación en la vida y las emociones del otro. Pone en juego la lealtad y
un sistema propio de valores y principios.

En la pareja, hay tres tiempos. El primero, en el que dos son uno, el tiempo
del enamoramiento, la fusión y la simbiosis de dos personas que se sienten
en la magia de un encuentro único. En el segundo tiempo, esas dos personas
recobran su identidad, se separan para poder amarse de un modo menos
narcisista: ven al otro como es, con sus fallas y sus errores, y aun así lo
siguen eligiendo. Y hay un tercer tiempo en el que son tres: cada uno de ellos
y la pareja, que tiene una entidad propia. El compromiso surge allí; se trata
de un sistema nuevo y propio que construyen de a dos con sus hábitos,
costumbres y proyectos. Es el tiempo en que se aquieta la incertidumbre, y la
presencia del otro comienza a ser cotidiana. Se involucra a los terceros, y el
mundo de cada uno empieza a ser compartido con el otro.

El compromiso es un acto de entrega que despoja del egoísmo y se sostiene


en la alegría de dar. El amor es un don: no se compra ni se vende, se da.

Escribir la propia historia de amor

Todo el dolor vivido, las heridas de amor, los traumas infantiles y el


sufrimiento del pasado pueden cobrar sentido cuando hacemos un
aprendizaje resiliente. Te propongo transformar las heridas en un amor
nuevo. Y la pregunta no es “¿con quién?”, porque la respuesta es contigo. Se
trata de desarrollar las habilidades y los recursos para amar con sinceridad y
alegría.
El amor tiene que ser una celebración, no una tortura. Los amores torturados
y desgraciados son ilusiones amorosas que pretenden lo que no llegará
nunca.

Ejercitación

En este último capítulo, te invito a tomar lápiz y papel para que, finalmente,
escribas una historia de un amor real. Que no sea de cuento ni de magia. Uno
cotidiano, divertido, profundo, lleno de ternura y deseo, de cuerpo y alma.

Puede ser el que estás transitando o el que aspiras a tener. Cuando pienses en
el amor que convocas, no te sitúes en quién es el otro. De lo que se trata es
de quién quieres ser en tus vínculos. Lo demás llegará cuando ese cambio se
produzca y estés en condiciones de recibirlo.

¿Me cuentas tu historia?


Pero ustedes estarán de acuerdo en que el problema de la realidad no se
enfrenta con suspiros.

Rayuela, Julio Cortázar

Matar la ilusión para que surja la esperanza. Con esta frase, resumo gran
parte de lo que digo en este libro. El gran problema de la dependencia
emocional es el vacío. Pero ¿de qué se trata ese vacío? De la insoportable
angustia del desamor, del terror al abandono, de historias repetidas de
frustración y fracaso, de estafas emocionales, de infancias desamparadas y
de muchas otras faltas.

Algunas personas no pueden afrontar su realidad. Su historia familiar, sus


sueños incumplidos, sus elecciones malogradas. Sufren, y mucho. La
angustia es tan intolerable que necesitan, con desesperación, calmarla con lo
que sea. Y una de las anestesias que encuentran a mano es la ilusión. Su
fuerza es tan poderosa que, por un tiempo, pueden creer que la magia existe
y que todo se solucionó. Creen con devoción como un fiel en su credo, que
no se cuestiona y solo deposita su fe. Niegan con empeño la realidad, se
mienten, se ocultan a sí mismos la verdad y se pelean con quien intente
cuestionarlos. Tejen el futuro con promesas de amores que nunca llegarán,
con parejas que no van a cambiar y con esperas de lo que no va a suceder. Se
transforman en estatuas vivientes detenidas en el tiempo.

Este libro trata de amores tortuosos, imposibles y dolorosos. En la línea de


mis libros anteriores, vuelvo a indagar sobre las dependencias emocionales

patológicas y me pregunto por qué es tan difícil y esquivo el buen amor.

Desde hace décadas, vivimos en un mundo menos empático y solidario y,


cada vez, más narcisista y egocéntrico. Nada bueno puede salir de eso.

lgunas personas se fueron encerrando en su dolor, en su vacío y en su


soledad reforzada por una pandemia que dio el golpe de gracia. Otras, más
resilientes y con más capacidad de transformación, le dan batalla. No se
resignan frente a los malos augurios del fin del amor. Se plantean cómo
cambiar el rumbo y reescribir el buen amor.
Nadie nos enseña a amar bien. En algunos casos, es más sencillo: quienes
fueron bien cuidados y amados en su infancia tienen un modelo que seguir.

Para muchos otros, será un trabajo de construcción.

No se puede tener todo, eso ya lo sabemos. Sin embargo, la ilusión te susurra


un canto de sirena y te convence de que todo lo que sueñas es posible.

Te cuenta historias de romances apasionados que duran toda la vida. Te hace


sentir que nada malo va a pasar porque el amor del otro va a salvarte y a
rescatarte de la inseguridad, de tus miedos y de tus ausencias.

No hay atajos para las heridas psíquicas, no hay manera de engañarlas. Las
relaciones ilusorias te anestesian un rato, y después el dolor es más fuerte.
La negación, en algún momento, fracasa. Los fantasmas que echaste a
patadas vuelven bajo la forma de una pesadilla. El cuerpo te lo hace saber y
grita.

Mi intención con este libro es que puedas animarte a mirar el dolor de frente,
que aprendas a hacerlo parte de tu vida, que puedas transformarlo en algo
que le dé sentido, que no te defina, que no te condene.

Las historias de amor no son como queremos hasta que son como queremos.
Parece un juego de palabras, pero, cuando dejamos de esperar las historias
del cuento y queremos un amor de verdad, estamos más cerca.

Porque, más allá del miedo al compromiso, las fobias y el narcisismo, la


mayoría de las personas quieren amar y ser amadas. No sabemos de qué
manera hacerlo y andamos a tientas en la oscuridad. Repetimos patrones de
relación que nos hicieron mal o resbalamos por laberintos que parecen no
tener salida.

Sin embargo, siempre habrá una salida. Y no es el alcohol ni las pastillas ni


un clavo que saque otro clavo. Será una salida más luminosa, porque una
mañana, después de mucho intentar, te darás cuenta de que nadie puede
obligarte a estar donde no quieras, como tampoco podrás forzar el amor de
otro. Y podrás elegir el camino de tu vida afectiva. Sin nombre ni etiquetas,
pero con una condición clara: no esperar.
La espera está en el terreno de eros, la pasión que desea, que obtiene y que
teme. Siempre teme, nunca es feliz. Philia, en cambio, no espera porque es
real, es lo que hay, lo que tenemos en este momento. Y es la felicidad de que
el otro esté en tu vida. Tan simple como eso.

El buen amor no tiene un revés, es directo, está sobre la mesa, no se esconde,


no hace trampa. No juega a hacerte sufrir, no disfruta de tu debilidad, no
ahonda tus heridas, no se escapa cuando te acercas, no calla cuando
preguntas. Quizás no lo tuviste nunca, quizás no te lo enseñaron, pero dé
jame asegurarte que no es tarde, que siempre podemos aprender a amar
mejor, a ser más claros, más generosos y, sobre todo, más cuidadosos. Y no
será tarde para amar porque el buen amor no se hace esperar, no falta a las
citas y está por ahí, más cerquita de lo que piensas. Pasaste por al lado y ni te
diste cuenta.

Solo quisiera que este libro te ayudara a detenerte, a mirar a los costados, a
darte la oportunidad de reescribir tu historia de amor.

Vamos, te presto un lápiz. ¿Empezamos?

BIBLIOGRAFÍA

Bowlby, John. 2009: El apego. Buenos Aires: Paidós.

— 2009: La pérdida. Buenos Aires: Paidós.

— 2009: La separación. Buenos Aires: Paidós.

Cyrulnik, Boris. 2002: Los patitos feos. Madrid: Gedisa.

— 2014: Sálvate, la vida te espera. Buenos Aires: Debate.

Faur, Patricia. 2019: Prisioneros del pasado. Buenos Aires: Planeta.

— 2021: No soy nada sin tu amor. Buenos Aires: Editorial El Ateneo.

Han, Byung-Chul. 2015: El aroma del tiempo. Buenos Aires: Herder.

— 2015: La agonía del Eros. Buenos Aires: Herder.


PATRICIA FAUR es licenciada en Psicología por la Universidad de Buenos
Aires. Desde hace muchos años se dedica al abordaje de las dependencias
emocionales y los apegos patológicos. Es magíster en
Psicoinmunoneuroendocrinología

Psiconeurofarmacología

por

la
Universidad Favaloro, donde dicta clases de posgrado. También integra el
Consejo Consultivo de la carrera de Psicología de la Universidad Argentina
de la Empresa.

Trabaja como psicoterapeuta y da seminarios de formación nacionales e


internacionales sobre “Amores que duelen”. Además, coordina grupos para
mujeres con dependencia emocional desde hace más de 35 años.

Publicó más de 10 libros sobre la temática, entre ellos Amores que matan,
mores posibles, Prisioneros del pasado, y el más reciente, No soy nada sin tu
amor, en su versión actualizada.

ÍNDICE

Introducción: La ilusión es un engaño

Capítulo 1. Las parejas que no llenan: la ilusión de un amor que salve del
abismo

Capítulo 2. Amores narcisistas, amores sin otro: no se puede amar si no hay


empatía

Capítulo 3. Amores cobardes, amores sin compromiso: el amor es para los


valientes

Capítulo 4. Amores imposibles, amores sin proyecto: buscar amor para no


tener amor

Capítulo 5. Amores violentos, amores sin amor: destruir al otro para poseerlo

Capítulo 6. En busca de la ilusión perdida: lo efímero, lo insaciable, lo


insuficiente, la falta

Capítulo 7. Los vínculos adictivos: el arreglo mágico

Capítulo 8. El vacío de uno mismo: la angustia de estar deshabitado

Capítulo 9. Del caos puede surgir lo mejor: resurgir del abismo y reescribir
la vida
Capítulo 10. Dopamina o endorfina: del placer al bienestar Capítulo 11.
Seguridad, cuidado, apego: en busca del amor de philia

Capítulo 12. El buen amor no llena ningún vacío: se llega al buen amor
porque se soporta el vacío

Capítulo 13. Un amor real, un amor posible: los ingredientes del buen amor

Capítulo 14. Un propósito, un sentido: escribamos nuestra historia de amor

Epílogo: Las historias de amor no son como queremos hasta que son como
queremos

Bibliografía
Faur, Patricia

El amor real huele a tostadas : ¿Te animas a una pareja verdadera, cotidiana
y simple? / Patricia Faur. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : El
Ateneo, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-950-02-1310-3

1. Autoayuda. 2. Relaciones de Pareja. 3. Desarrollo Personal. I. Título.

CDD 158.2

El amor real huele a tostadas

© Patricia Faur, 2022

Derechos mundiales para todas las lenguas

© Grupo ILHSA S.A. para su sello Editorial El Ateneo, 2022

Patagones 2463 - (C1282ACA) Buenos Aires - Argentina Tel.: (54 11) 4943
8200

editorial@elateneo.com - www.editorialelateneo.com.ar

- Dirección editorial: Marcela Luza

- Coordinación editorial: Carolina Genovese

- Edición: Vicky Guazzone di Passalacqua

- Producción: Pablo Gauna

- Diseño: Marianela Acuña

- íconos de tapa: Popmarleo - Freepik.com


1ª edición: octubre 2022

ISBN: 978-950-02-1310-3

Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723.

Libro de edición argentina.

Los consejos dados por el autor en este libro son recomendaciones abiertas y
generalizadas. De ningún modo reemplazan o pretenden reemplazar el
asesoramiento o consejo profesional especializado li d

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personalizado en la materia. Consulte con su profesional especializado y
personalizado antes de oner en práctica cualquier sugerencia y/o consejo que
el autor pueda indicar en el presente libro.

Grupo Ilhsa S.A., sus socios, empleados y/o directivos no se responsabilizan


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puede reproducirse total o parcialmente por ningún método de reproducción
existente o por existir incluyendo el gráfico, electrónico y/o mecánico (como
ser el fotocopiado, el registro electromagnético y/o el almacenamiento de
datos, entre otros), sin el expreso consentimiento de su editor, Grupo Ilhsa
S.A. (Ley nº 11.723).
No soy nada sin tu amor

Faur, Patricia

9789500212199

208 Páginas

Cómpralo y empieza a leer

¿Tienes un vínculo amoroso tan apasionado como destructivo, pero no


puedes cortarlo? ¿Te conformas con migajas por miedo a la soledad? ¿Pagas
altos precios por un abrazo? ¿Sientes terror a las pérdidas o al abandono?
¿Estás pendiente de la mirada ajena y siempre necesitas aprobación? Estas
son solo algunas de las características de las personas codependientes.
Solemos escucharlas decir frases como: "Mis padres no estuvieron
presentes", "Mi madre fue muy sobreprotectora", "Quise salvar a mi padre
adicto" o

sobreprotectora , Quise salvar a mi padre adicto o

"Tuve que hacerme cargo de mis padres desde la infancia". Y es que el estilo
de apego que recibimos en nuestros primeros años de vida influirá en los
vínculos que formemos al llegar a adultos. En esta edición actualizada de No
soy nada sin tu amor, la psicóloga Patricia Faur nos invita a dejar de hacer
esfuerzos titánicos y de dar examen para ser queridos, a recuperar el
autocuidado y a aprender a amar y elegir con libertad.

Cómpralo y empieza a leer


Que sea mutuo o no sea nada

Bertiz Broll, Paola

9789500212748

208 Páginas

Cómpralo y empieza a leer

Si vives esperando su mensaje, si solo recibes las

"miguitas", si te propusiste hacer "contacto cero"

pero sigues mirando

sus redes sociales, si no puedes soltar esa relación que te lastima y no suma...
Este libro es para ti.

¡Basta de estar "en bandeja"! Que sea mutuo o no sea nada.

Paola Bertiz Broll psicóloga especialista en

Paola Bertiz Broll, psicóloga, especialista en dependencia emocional, con


más de 200.000

seguidores en Instagram, te propone ejercicios fáciles y potentes para que te


desprendas de relaciones tóxicas, reconstruyas tu autoestima, y armes una
pareja sana y feliz.

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Resetea tus intestinos

Pereyra, Facundo

9789500212694

304 Páginas

Cómpralo y empieza a leer

La mayoría de nosotros no sabe que los problemas digestivos causan


estragos en todo el cuerpo:
afecciones en la piel, cefaleas y migrañas, sobrepeso, enfermedades
autoinmunes y la lista sigue...

¿Cómo recobrar la salud?

Facundo Pereyra, especialista en medicina interna, gastroenterología y


endoscopía digestiva, revela su método para resetear nuestros intestinos
sanar más de

método para resetear nuestros intestinos, sanar más de 15 enfermedades y


recuperar nuestras ganas de vivir.

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Mi planta de naranja lima

de Vasconcelos, José Mauro

9789500210645

256 Páginas

Cómpralo y empieza a leer

ZEZÉ tiene una imaginación gigantesca y sueña con ser sabio y poeta y usar
corbata de moño cuando sea adulto. Pero ahora, que es un niño, su padre se
quedó sin empleo, su madre trabaja todo el día y sus hermanos mayores le
pegan cada vez que hace una travesura.

Cuando se siente triste, Zezé cuenta con un amigo muy especial, una planta
de naranja lima que le habla con las hojas, las ramas, las raíces, y lo consuela
haciéndole escuchar cómo palpita su corazón bajo el tronco

escuchar cómo palpita su corazón bajo el tronco.

Una novela clásica, emocionante, que combina la crudeza de una situación


de profunda miseria e incomprensión con la ingenuidad y la ternura de a
infancia, que observa el mundo con una mirada limpia.

Edición escolar: incluye un análisis de la obra, el autor y su época + datos


curiosos sobre los personajes y los lugares de la novela.

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El fin del autoodio

Gawel, Virginia

9789500211550

336 Páginas

Cómpralo y empieza a leer

Este libro revoluciona el modo en el que nos vemos y creamos nuestra vida.
La palabra autoodio existe en nuestra lengua, pero nadie la pronuncia. Y esto
se debe a que es el cimiento sobre el que estamos parados y, por eso, no lo
vemos. Virginia Gawel lo ilumina con una luz directa y revela de qué
manera determina nuestra relación con nosotros mismos, con nuestro cuerpo,
con los vínculos que elegimos... Además, cuestiona el concepto de
autoestima como algo cultural y personalmente nocivo ofreciendo para ello
antídotos

y personalmente nocivo, ofreciendo para ello antídotos específicos. El fin del


autoodio une conceptos y prácticas de las Psicologías de Oriente y de
Occidente con poemas que nos hacen comprender más allá del intelecto; no
implica solo una lectura, sino un proceso íntimo. Es un libro de esos a los
que hace bien volver, en busca de la propia brújula interior.

Cómpralo y empieza a leer

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