Está en la página 1de 5

SUEÑO DE GUMERCINDO GÓMEZ: COLCHONES EL DORADO

Era un niño bastante inquieto, que le daba no pocos dolores de cabeza a su mamá.

Lo mandaron a la escuela y manifestó su habilidad aprendiendo a leer y escribir en seis meses.


Esto fue la base para su primer “negocio”. Como muchas personas en el pueblo eran
analfabetas, incluyendo sus tíos, comenzó a ser llamado para que les leyera y les escribiera las
cartas.

Uno de sus tíos le pidió ese servicio; a los quince días el otro tío lo requirió para lo mismo; pero
además le preguntó qué decía en la carta del otro tío. A escasos ocho años dio otra
manifestación de su personalidad: “a mí no me van a coger de corre ve y dile ni de lleva y
trae”. Vamos a hacer una trato, yo no les digo a ellos nada de sus cartas, tampoco a ustedes de
las de ellos; pero, en cambio, si quieren seguir contando con mi persona, deben darme de a
cinco centavos por leída y escribida”.
Era 1945, tenía nueve años y nunca se había colocado un par de zapatos, su madre,
Concepción, no tenía como comprárselos; los niños que se colocaban zapatos eran vistos como
acomodados.
Sus tíos y su mamá lo tenían destinado para ser campesino, desde muy temprano quisieron
enseñarle a “manejar el azadón”, ante lo cual él siempre se mostró rebelde y con firmeza les
decía que él no iba a ser campesino.

A los diez años “hinchado de orgullo”, estrenó su primer par de alpargatas. Una tía le pidió que
la acompañara a Tunja a cobrar una deuda, se fueron a pie, caminando un largo trecho;
llegaron en la noche, y durmieron en un jardín a dos grados bajo cero de temperatura. Por azar
pudieron cobrar la plata, ya que la tía extravió el papel de la dirección. Cuando le dijo que iban
a devolverse a pie Gumercindo se negó, y la tía lo dejó allí. Logró volver a su pueblo, buscando
al señor de la deuda y pidiéndole “prestado” para el pasaje; al ver la viveza del muchacho, él no
se negó.

Se fue a Tunja, allí vivió al principio con una tía y su familia. El esposo de ella, le enseñó a
hacer herramientas como: azadones y picas, las cuales vendía los viernes en el mercado. Quería
ser independiente y tener dinero.

Allí en Tunja entró interno a un colegio dirigido por sacerdotes. Pagaba su cupo con trabajo,
estudiaba de noche y trabajaba de día “haciendo los mandados”, adicionalmente y por hambre,
ayudaba a lavar platos y a destapar gaseosas, para recibir comida adicional. Haciendo los
mandados se volvió hábil en la bicicleta, terminó por no estudiar, ya que se distraía en otras
actividades.
Terminó por salirse del colegio, tenía trece años, volvió donde el esposo de su tía y le pidió que
le ayudara a conseguir trabajo: “quiero algo más fuerte, más duro, que me enseñe a enfrentar
mejor la vida y que gane dinero”.
Comenzó a trabajar en una panadería, junto con otros muchachos, su jefe era una mujer. Los
levantaba a la una de la mañana a hacer el pan, luego a las siete a repartir los pedidos;
estaban desocupados a las tres de la tarde y ese tiempo les quedaba libre: lo dedicaban a
jugar.

Viajaba cada seis meses a su tierra. Había ahorrado trescientos pesos, los cuales utilizó en
“alquilar en empeño” una finca para su mamá, algo muy común en esa época. El dueño les
entregaba la finca por tres años para que trabajaran y vivieran en ella, al final de los cuales les
devolvía todo el dinero.

En las vacaciones siguientes a la muerte de su madre, Gumercindo se encontró con su tío y le


dijo que quería irse para Bogotá. Ante la pregunta de si “quería sufrir de todo”, él le respondió
que lo que fuera.
Llegó a Bogotá, superada la sorpresa de la primera vez, su tío lo ubicó en la casa de uno de sus
compadres. Gumercindo “cayó bien”. Al mes de estar allí, pidió a un señor que iba a almorzar a
esa casa que le ayudara a conseguir trabajo. Un día el seño le dijo que había trabajo en una
carpintería como muchacho de la cola, le pagarían 54 pesos mensuales. Esta era una buena
cantidad para Gumercindo. Es mismo día “llegó el tío y le anunció que le tenía trabajo en el
Aseo Municipal, como barrendero a razón de 180 pesos mensuales. Harta palta. El se quedó
pensativo y le dijo al tío con su usual seguridad: “Gracias tío. En la carpintería gano poco
menos de la tercera parte, pero aprendo un oficio.

A mí no me daría pena barrer calles, a uno no debe darle vergüenza el trabajo; pero no lo
quiero, deseo ser carpintero”. Ante el desconcierto de su tío, Gumercindo complementó su
respuesta: “disculpe, tío, pero yo busco un porvenir, y barriendo calles me voy a quedar ahí
toda la vida sin aprender algo; además son puestos políticos y en cualquier momento me
botan”.

El puesto en la carpintería fue realidad la semana siguiente, era 19653 y Gumercindo tenía 16
años. El trabajo no era tan sencillo como se lo habían descrito, implicaba un gran esfuerzo
físico; le tocaba cargar madera, acompañar al dueño a los depósitos y de ahí echarse al hombro
pesados troncos que le pesaban y dejaban adoloridos los hombros; pero al mismo tiempo
aprendía a conocer los distintos tipos de madera, cómo se medía, de qué clase era, para qué se
utilizaba y hoy es un experto en identificarla.

Años más tarde sería socio de su patrón en un depósito de maderas. Aprendió a pintar
muebles y empezó a mirar con admiración a los tapiceros. “Se sentaba, en sus momentos
libres, a mirar lo que hacían, cómo cortaban la tela, ponían resortes, le echaban paja de relleno,
cubrían el mueble’. Hasta que consiguió hacerse tapicero”.

Su trabajo se prolongó por tres años. “Su interés por mejora no cesaba”.

Gustavo Rojas Pinillla creó el Instituto Nacional de Capacitación Obrera, antecedente del SENA
(Servicio Nacional de Aprendizaje), al cual se matriculó Gumercindo. Estudiaba de siete a nueve
y media de la noche.
En la noche, luego de estudiar, se ponía a repasar sus apuntes. Estudió durante cuatro años.
Mientras tanto, en la carpintería, pidió a su patrón varias veces aumento de sueldo, la
respuesta era que si no estaba conforme se fuera, además los doce pesos que ganaba
semanalmente, jamás se los pagaba completos sino por fracciones. “Yo me hacía el de la vista
gorda y seguía laborando. En el fondo, yo sabía que estaba en un proceso de aprendizaje”.
Cuando le fue negado nuevamente el aumento, decidió pedir trabajo como ayudante de
tapicería en una carpintería cercana; después de contar lo que sabía hacer, cuando le
preguntaron cuánto ganaba respondió: “trabajo allí y me va bien, pero en este momento no
hay que hacer. Gano ocho pesos diarios (en realidad eran dos), pero aspiro a ganar diez” –dijo
sin parpadear ni temblarle la voz- , a lo cual el patrón le respondió: “venga el lunes, comience a
trabajar y al fin de semana resuelvo si le pago ocho o diez pesos diarios”.

Esa semana trabajó con fortaleza y esmero, cuidando de no desmandarse: “trabajaba con
emoción, muy rico, porque yo ante todo he sido siempre un trabajador”. Al finalizar la semana
recibió setenta pesos; es decir, le pagaron diez pesos diarios, uno sobre otro, más de lo que
ganaba en la otra carpintería en un mes de trabajo.
Cuando fue a la carpintería de su antiguo patrón, el señor Zárate, a cobrar lo que le debían y su
liquidación, éste le propuso que se quedara con él y le pagaría los mismos doce pesos
(Gumercindo le dijo que eso le estaban pagando por el día). No aceptó. Pero se ofreció a venir
después de su trabajo, le tapizaría un somier por quince pesos. Zárate aceptó.

“Salía por las tarde, se iba a tapizar un somier, lo cual no le quitaba más de dos horas y luego
seguía a estudiar. ¡Se ganaba en dos horas lo que antes en una semana! El trabajo abundaba
para Zárate y Gumercindo llegó a recibir hasta cien pesos en una semana”.

Zárate le dijo que aprendiera a hacer colchones y montaran una fábrica. Esto hizo Gumercindo
a los 19 años. En la hora del almuerzo comía algo rápido y se iba a ayudarles a los obreros que
hacían colchones. Al mes hizo su primer colchón.

“¡Me quedó tan bonito, mejor que los que hacían ellos!”. Entonces pusieron la fábrica, o mejor
el proyecto de fabriquita, porque dejaron el colchón a la vista en el taller de Zárate. Hasta que
llegó un señor y preguntó cuánto valía. Los materiales le habían costado veinticinco y sin
pensarlo mucho dijo: “cincuenta”.
Fabricaban, según la venta, uno semanal o quincenal. Los colchones eran de resorte como los
que fabrica ahora. Siguió trabajando en la otra carpintería, con Pedro Monroy, quien todavía
hoy es su amigo.
Zárate le propuso que se asociaran y colocaran la fábrica de colchones. Ante la escasez de
efectivo, un día llamó una señora para el arreglo de una silla. Zárate puso los materiales y
Gumercindo el trabajo; cobró 35 pesos. Con diecisiete de ellos compró una prensa de segunda,
unos alicates y una varilla; con el resto compro resortes y lo demás. “Con eso se inició lo que
hoy es Colchones El Dorado, con 35 pesos, el 7 de Mayo de 1957.

Los resortes casi no se conseguían en el comercio, y especulaban con los precios, por su
escasez. “Asumí un desafío que considero lo más importante de esa época en mi vida’. Me hice
a la idea loca y estúpida que dizque yo me iba a inventar una máquina de hacer resortes o si
no, dejaba de hacer colchones. Fue tal mi obsesión por eso, que en la mesita de noche dejaba
papel y lápiz; soñaba con la máquina y lo que soñaba lo escribía. El caso es que a los seis
meses inventé la dichosa máquina para hacer resortes.
La elaboración de la máquina de hacer resortes le costó cincuenta pesos y le dio gran empuje a
lo que hoy es Colchones El Dorado. Mantuvo su invento oculto doce años, hasta que un obrero
suyo la copió y se empezó a generalizar.

La sociedad con Zárate duró únicamente dos años, debido a que éste carecía de espíritu de
organización. La deshicieron por las buenas.

En un principio el nombre de la fábrica fue: “Sueño Dorado”, pero la competencia de Colchones


Morfeo, amenazó demandarlo, a lo cual Gumercindo le tenía miedo. Entonces registró
legalmente el nombre de Colchones El Dorado.

Tomó en arriendo una casa y allí arrancó. “Empezó a hacer uno o dos colchones al mes,
después uno a la semana, luego dos, después tres; contrató otro obrero. La demanda lo obligó
a hacer uno diario. Empleó otro operario y desembocó en la necesidad de hacer otro invento.
Era necesario producir unos clips que unen el resorte con el alambre y resorte con resorte.

Decidió trasladarse para un lugar más cómodo. Allí la empresa se afianzó. Trabajaba de seis de
la mañana a once de la noche. Desayunaba de ocho a ocho y media, almorzaba de doce a doce
y media, se echaba un sueñito de media hora y a la una continuaba. A la siete comía, veía
media hora de televisión para distraerse y a las ocho ya estaba de nuevo dándole a su
quehacer, a veces hasta las once y media o antes porque el cansancio lo dominaba. Dormía ahí
mismo en el taller; ya casado y con una hija, la empresa fue creciendo; de tener tres obreros
pasó a cinco, ya necesitó alquilar otra casa, contigua, como bodega.
Hacía pocos días había nacido su segunda hija. Durante esos diez meses vivieron en una
completa austeridad, se mantenían con el dinero que llegaba adicionalmente, mismo con el cual
le pagaban a los obreros. “Durante esos diez meses no salimos ni siquiera a un cine, que era la
más económico y popular para los pobres; nuestra alimentación se redujo única y
exclusivamente a sopa con hueso poroso, nada de carne ni de seco, mucho menos fruta o
postre; la plata no alcanzaba para más”.
La materia prima, fuera de los resortes y los clips que él mimo producía, la pagaba con cheques
posfechados sin fondos, lo cual es esa época tenía pena de cárcel.
Cuando terminaron esos diez meses, debía cuarenta mil pesos a sus proveedores, estaba
quebrado, tensionado, “con ganas de tirar todo y salir corriendo”. Pero hizo lo contrario, le “dio
la cara” a sus acreedores, les contó el motivo de su atraso en el pago, y empezó a abonarles
poco a poco. “Redobló sus esfuerzos, trabajó hasta dieciocho y diecinueve horas diarias, se le
midió a todo lo que sabía hacer, ahorró y economizó hasta el máximo”. Esto le creó una imagen
de integridad y de honrado empresario. Terminó de pagar su deuda en un año.
Finalmente después de estar pensando mucho si expandir su empresa o dejarla como estaba;
“si la hacía crecer, tenía que endeudarme, amargarme la vida, o dejarlo como estaba, vivir
fresco y tranquilo; pero también echarme para atrás, porque el que no avanza retrocede, eso
para mí es claro. Decidió: expandirse. Abrió sucursales en Medellín, Cali, Barranquilla y otras
ciudades.
“Veía que el negocio se le salía de las manos. Se sentía cansado, vago, ligero. Se puso a pensar
por qué y descubrió que le faltaba actualización”.
A los 53 años empezó a hacer cursos de alta gerencia; entró al mundo de la planeación
estratégica, calidad total, procesos de franquicia. Aprendió inglés y francés. “Yo no podía
seguir viendo la empresa como cuando empecé; necesitaba otra lupa”.
Actualmente genera 150 empleos directos y más de 600 indirectos, y está produciendo 150
colchones diarios, además tiene cuarenta sucursales a nivel nacional.
“Estoy empezando la segunda etapa de mi vida, he crecido como persona, siento
más felicidad, creo en la importancia de la honestidad, de trabajar bien, de la
superación personal, Esta etapa del crecimiento personal me parece más importante
que la expansión empresarial; se trata de uno como ser humano, la concientización:
de quién soy, de dónde vengo, qué sentido tengo de lo que hago en la vida, qué
papel debo desempeñar para mí, para la sociedad y la familia” .

Responda en forma Colaborativa con su equipo de trabajo las siguientes preguntas


en base a la lectura anterior.

1. ¿Que entienden por vocación?

2. ¿Cómo se manifiesta la Vocación en un marinero?

3. Nombre las características más sobresalientes que usted considere como las
fundamentales para que el creador de Colchones el Dorado logrará ser un empresario
de éxito.

4. ¿Cuáles son los tres momentos claves de la historia de Gumercindo Gómez?

5. ¿Cuáles fueron las estrategias que utilizó para ser un empresario exitoso?

6. ¿Qué factores externos le sirvieron a la empresa para alcanzar el éxito?

7. ¿Cuáles fueron los obstáculos que tuvo que superar?

8. ¿Influyo la competencia para llegar a ser exitoso?

También podría gustarte