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Por correo electrónico recibí -de un amigo del que, por cosas del exilio, tenía siglos sin

saber de él-
una petición concreta y tenebrosa: explicar qué hace un sociólogo. Debo reconocer que, desde
hace años, no pensaba en ello, porque sin estar sentadas, uno da por sentadas las cosas. Uno cree,
por ejemplo, que con sólo amar a alguien es suficiente, que no hay necesidad de refrendar los
votos de un amor de veinte años que, como canta Gardel, no es nada en el recuerdo de la belleza
de una luna pirograbada; ni se cree que sea necesario armar fabulosos rompecabezas con
pequeños detalles de felicidad, como compartir un café por la tarde; uno cree, pongamos otro,
que con sólo tener el título que lo acredita como “sociólogo”, lo demás viene por añadidura,
siendo “lo demás”, el papel que se va a cumplir en la sociedad. ¡Qué falacia más amarga!

Por eso, lo más honesto que se me ocurrió contestarle a mi lejano lector (me escribe desde
Barcelona, ciudad entrañable que no tiene la misma hora que nosotros, aclaración que hago
porque la alcaldesa recién electa de mi ciudad, dijo que había hablado a su ayuntamiento a
las 3 pm, pero que nadie contesta allá) fue un rotundo y lapidario: ¡No sé!

Sin embargo, después de meditarlo un rato –y quien dice “un rato”, dice que no sabe
cuántos minutos pasaron, pero que pasaron bastantes- decidí responderle desde mi columna
del periódico, para que la dubitativa respuesta no vaya a morir de inanición en un sobre.
Creo que lo mejor es escribir un ensayo que recoja y escoja mis dudas y paradojas
alrededor de una reflexión que, más que teórica, es una autocrítica de quien tuvo una luz al
respecto cuando, por voluntad propia, decidió tomar las armas contra de la dictadura
militar; y después, por necesidad, se declaró aprendiz de escritor y devoto ferviente de la
flor de María.

Para dilucidar sobre qué hace un sociólogo en una realidad que, como la nuestra, se revuelca en
una crisis sui generis (debido a que su gente se desprecia a sí misma y a su capacidad
transformadora, desde el momento en que escupe su propio reflejo en la vitrina del consumismo)
es necesario –como si nos subiéramos a un tren- hacer un viaje nostálgico, y eso por dos razones:
una, porque la nostalgia es como caminar para atrás sobre los rieles de la cultura, desde la cual
podemos hallar el paisaje escatológico que nos lleva a nuestros reales orígenes (muy distintos, por
cierto, a hacer un rito indígena con incienso, chicha, candelas… y andar puesto un calzoncillo
Calvin Klein), sin los cuales no se puede saber qué hace un sociólogo, de qué vive, ya que no se
puede obviar el tiempo-espacio, sino queremos caer en la repetición estéril de lo que otros
remotos sociólogos se han respondido al respecto; y la otra, es que sólo la sociología de la
nostalgia vista desde la cotidianidad, nos permite apropiarnos de la realidad social, de tal forma
que lo que escribamos o digamos tenga significado pedestre, más que para otros sociólogos, para
la gente que busca el nudo ciego de su destino, a la que hay que hablarle con familiaridad, como si
la tuviéramos enfrente.

Algunos sociólogos, don Chamba –y disculpas por incluirme en ellos sin haber sido invitado-
creemos haber descubierto que la desgracia pública está ligada a la desgracia privada en el
reducido espacio de la vida diaria, en tanto que la segunda tolera a la primera, mientras la primera
reproduce a la segunda, en un círculo perverso que nos permite comprender –pero sin prender ni
reprender en todo su orgasmo- la lógica holística de la sociedad latinoamericana, generalización
continental hecha para evadir nuevos exilios y viejas listas negras. Eso nos hace tener una visión
sociológica que, por su impacto directo en el presente, linda con lo revolucionario, lo cual no
debería implicar una pérdida de objetividad.

Como usted puede intuir, niña Tita, estoy afirmando que el poder de incidencia de la sociología no
depende de lo rebuscado que escribamos, ni de la inmanejable cantidad de libros que leamos, ni
de los títulos que clavemos en nuestras paredes, ni del número de diplomas (acreditados con más
de cuarenta horas, para que sirvan de atestados) que anexemos en nuestro currículum, y ni
siquiera de nuestra doctoral manía de recurrir a innumerables citas bibliográficas para darle
autoridad a las ideas que -por no surgir de la realidad real- carecen de ella y están sin ella. El poder
de incidencia de la sociología depende de qué tan bien nos comprenden aquellos a los que en
muchas ocasiones, por pura pedantería intelectual, les explicamos sus vidas y les corregimos sus
decisiones, sin haber tenido –o al menos haber visto de cerca- los demonios que les ordenan
desenvainar sus machetes, sin haberles dado la palabra, y con ello la teoría se convierte en
cómplice de la condena que los mantiene en el hoyo de la sumisión ininteligible; y con ello,
nuestros epítetos conceptuales sólo sirven para verlos pasar -montados en los camiones de
alquiler del candidato más rico- a votar por una derecha –tan reaccionaria como voraz- que, con la
privatización de lo público como arma del delito, ha hecho una expropiación mayor a la que hizo a
finales del siglo XIX. Le pregunto, don Bernardo ¿acaso no es la comprensión lo esencial para la
pertinencia?

De modo que saber qué hace un sociólogo, para decirlo con frases no censurables por mis colegas,
es: realizar un análisis e interpretación científica de la estructura social de la realidad que, de
oficio, vaya más allá de ideologías asalariadas, de posturas partidarias, de tertulias prepotentes, de
teoricismos inocuos y, sobre todo, del inicuo escritorio que tiene que aguantar un peso muerto
todo el día. Pero, se interpreta la realidad para alguien distinto a nosotros mismos, pues, de no ser
así, se caería en una suerte de soliloquio intelectual o en un bautismo académico de nuestros
propios paradigmas, los que –déjeme decirle, niña Juana- no son los de la gente; y, también, se
interpreta la realidad para transformarla ¿o no, don Goyo? ¿De qué sirve –me pregunto-
interpretar algo que no tengo la intención de cambiar? ¿Comprender algo sin intenciones de
transformarlo no es, acaso, una simple masturbación mental? ¿Explicar la realidad sólo desde la
visión del victimario no es, acaso, reproducir la afrenta en el papel?

La santa tertulia de los malos (2)


como si nadie existiera, nos miramos hasta la saciedad la fealdad y maldad que ejercemos
en silencio porque la cobardía es un agregado innato que aceptamos alegres, pues, cual
patológica maldición, nos enorgullece ser malos, cobardes y feos; nos miramos con esmero,
con cinismo escatológico, con insana curiosidad. Dibujé con los ojos la curiosa deformidad
de su labio inferior y esa aberración me pareció excitante aunque, para los demás, fue una
muestra de lo enfermiza de mi alma. Por primera vez conoció el sonrojo, no obstante haber
parido varias veces aunque con embarazos de una sola penetración. Ella, por instinto,
correspondió a mi revisión con una ojeada meticulosa al área boscosa de mi cara con la que
yo pretendía desviar la atención del chajazo.

Durante toda la procesión nos admiramos la maldad que nos impide ser héroes o heroínas y
nos hace envidiar la belleza y valor ajeno, y por eso representamos, a diario, la fábula de la
luciérnaga y la serpiente, pero nosotros nos queremos comer hasta a Dios. No es raro hallar
personas que sean feas y malas al mismo tiempo, digamos ocho de cada cien. Todos
deberían sentir piedad de nosotros y saber que nos deben favores. Si nos miran bien, se
darán cuenta de que somos el espejo de la sociedad, su parte perversa, pero también la parte
inevitable para cuidar la gobernabilidad y el juego de la conspiración. ¿Qué hubiera sido de
la belleza del alma si el jorobado de Notre Dame hubiese sido hermoso? ¿Qué hubiera sido
de la inspiración clandestina si el fantasma de la ópera no hubiera tenido el rostro deforme
y no hubiese necesitado usar máscara?

Caminábamos de la mano, en silencio; nos mirábamos de reojo ignorando a la multitud;


solo existíamos ella y yo tras el vaho oloroso y denso del incienso católico. Cuando
regresamos a la iglesia, tipo diez de la noche, se detuvo en seco y me miró con descaro,
pero temblando, por eso tuve la impresión de que vacilaba de lo que seguía. La invité a
tomarnos un café en uno de esos lugares “24 horas”. Sin dudarlo aceptó. La cafetería estaba
abarrotada de feligreses cansados y de bohemios terminales, y nadie tenía síntomas de
quererse retirar. Intentamos ubicarnos en un lugar propicio por si alguien dejaba una mesa y
a medida que nos abrimos paso entre la gente sentimos los dardos ponzoñosos de las
miradas y susurros de asco incitados por nuestra fealdad y maldad, ese asco que no obstante
ser fuerte no puede vencer la curiosidad enfermiza de los ojos, ese intuitivo sadismo de
quienes son mínimamente buenos y milagrosamente estéticos en sus defectos. Nuestros
oídos registraban el asombro, los carraspeos de alerta. Unos rostros deformes montados en
un alma maligna obviamente son el punto de interés del público, porque raras veces se ven
juntas la fealdad y maldad como show gratuito. Por fin nos sentamos y pedimos dos cafés.
Guardamos silencio.

¿Qué piensa? Yo, acariciándome el pelo sin dejar de ver su enorme labio inferior, respondí:
en un lugar donde estemos solos y seamos certeros y perfectos; donde seamos tal para cual,
pensó ella.

No hablamos mucho porque las miradas ajenas incomodaban; nos contemplamos.


Repentinamente supuse que ambos queríamos lo mismo: eso se notaba en la hiriente
sinceridad con que palpitaban los cuerpos amenazando con traspasar la hipocresía
reaccionaria que los protege. Hablemos claro. Usted, como yo, siente que todo el mundo la
odia y le tiene asco, ¿verdad? Que todo el mundo la ataca. Sí, dijo, bajando la mirada, como
sintiendo pena de sí misma.

Usted admira y al mismo tiempo envidia y ataca a los que son mínimamente hermosos o
aceptablemente normales. ¡Los odia patológicamente! Quisiera tener los labios normales y
simétricos como las usuarias a las que les envenena el alma con sus frustraciones. Sí,
respondió, viéndome a los ojos para comprobar que yo sentía y hacía lo mismo. Eso nos
pone en el mismo barco y nos abre la posibilidad de que lleguemos a algo. ¿A qué se
refiere? ¡Es obvio! Pongámosle cualquier nombre, pero concluyamos que tenemos esa
posibilidad. Ella, incrédula, se mordió el labio. Si está pensando en que soy un pervertido,
está en lo correcto, pero bien sabe que usted también lo es, y de las peores, porque, como
yo, es conservadora de la boca y liberal de los genitales… cuando puede.

Hablo de la sucia posibilidad de escondernos en el primer manto de la madrugada. En la


madrugada cerrada. En lo negro total del cielo. ¿Comprende? No. ¿No? El primer manto de
la madrugada, lo más negro de la noche, o sea irnos a desnudar a un lugar donde ambos
seamos ciegos que se guían por manos y ruidos. En ese contexto seremos hermosos,
eficaces y anónimos. Su boca empezó a salivar y sus ojos se emparejaron. Acá cerca hay
una pensión barata. ¿Qué dice? Subió la vista como queriendo pasarle el detector de
mentiras al deseo carnal de los malos y feos. Está bien, vamos.

Apagué las luces y sellé las rendijas por donde la luz se colaba. Ella respiraba con ansiedad
trabajosa. Sin decir nada empezó a desvestirse y aunque todo estaba oscuro pude ver sus
enormes nalgas en forma de rombo, con una pendiente de 45 grados de diferencia entre una
y otra. Se quedó quieta, esperando que depredara su cuerpo. Sorprendido y sin desvestirme,
moví la mano para tocar sus pechos lacios, su estómago protuberante, su sexo ambiguo. Sus
manos quisieron verme igual. Entonces supe que era el momento de salir de esa confusión
que yo había levantado sin querer. Fue como un enjambre sísmico. No vengo a eso.

Tuve que buscar en mi pírrico arsenal de palabras para aclarar las cosas sin hacer más
cicatrices. Mis dedos buscaron sus disímiles labios, hallaron la horrenda grieta, e inicié un
arrogante desengaño. No vine a eso. De súbito, su mano revisó, como un texto en Braille,
mi chajazo siniestro. No estás para pedir gusto, querido. Yo entendí que veníamos a
aparearnos, la gente mala no hace el amor ni coge, se aparea. ¡A la puta, mujer! Hablaba de
ocultarnos para urdir una conspiración aciaga contra el cambio, porque más placentero que
coger o aparearse es ser cómplices en lo malo. Lloramos feos y desnudos, por distintas
razones, hasta que el día se comió la oscuridad. Infelices, malos, asimétricos, recordando la
procesión en la que nos conocimos. Ella se encargó de destapar las hendiduras del cuarto.

El hacedor de lluvia
Nadie sabía por qué, ni para qué, ni desde cuándo, sólo sabían el dónde. Nadie sabía si ese
era un acto de desbaratada y cruel locura o un ritual de nostálgica rebeldía premonitoria
que, a su manera, camuflaba los miedos escatológicos y los odios oxidados tras el
prehispánico conjuro de hacer llover a fuerza de palabras y consignas mágicas como las que
hicieron famoso al mar rojo. Todas las mañanas de los últimos veinticuatro años, con todos
sus meses y días y horas, salía a la humeante calle de la Desolación, justo en la mítica
Esquina de la Muerte, y se ponía a pregonar, a pulmón reventado, y a regalar, a manos
llenas, discursos sin orador, ilusiones del mundo feliz en el mundo infeliz, consignas
agónicas del pasado y palabras moribundas del futuro que, en código oculto, soñaban y
hablaban de utopías amistosas a prueba de balas explosivas, corrupciones presidenciales y
dictaduras militares en busca de un curul, incluidas aquellas que componían masacres
inconclusas y patéticas como si fuesen una orquesta de cámara de gases con todas las
trompetas en sordina.
Y aunque todo era gratis (sobre todo las ilusiones y los sueños colectivos) muy pocos se
detenían a oírlo con atención o a aceptar los regalos, porque en la era del consumismo sin
buen salario, a las personas les gusta comprar -aunque sea de fiado, o sea en cómodas
dificultades de pago, para poder regatear y pedir descuentos-. ¿Cuánto vale? ¿14? ¿No me
lo deja en 7?: ese es el juego ideológico del capital en el mercado, pues eso las hace sentir
que tienen un gran poder de negociación, las hace sentir que su dinero no es maldito, y
porque en un mundo mercantil sólo las cosas que tienen precio son las deseadas, buscadas,
imaginadas o disputadas a muerte -como si sus vidas fueran un interminable viernes negro-
tal como nos predestinó el Principito y nos terminó de afirmar la propuesta indecente de
Robert Redford. ¡Yo lo haría por menos de la milésima parte de eso!

Él, sin embargo, no entraba en ese juego sucio de la alienante moralidad burguesa que
busca el control social a través de la cultura, y por eso siempre regresaba a casa con el
mismo tanate de consignas y palabras sueltas e ilusiones y discursos con el que salía por la
mañana, siempre con una sonrisa bien puesta. Sus únicas ganancias, esos réditos
socioculturales no transables que le daban fuerzas para salir a la calle al día siguiente, eran:
los mil y un consejos de los vendedores ambulantes de rancio abolengo que le decían dónde
ubicarse; unos dos o seis suspiros secretos y miradas lascivas que le mandaban, como besos
retenidos en los orgasmos en polvo, las usureras del mercado que prestan dinero para
montar talleres artesanales que venden constelaciones siderales de mentira y libélulas de
verdad; las sinuosas argucias de las hermosas vendedoras de hierbas milagrosas, incienso
de sándalo sin temores y conjuros infalibles para hacer volver al ser amado en tres días sin
sus noches; las consignas rojas y palabras y lemas y dicterios corto punzantes de las
vendedoras de carne de chancho seco y chorizos de perro callejero; y los chistes creativos y
refranes fulminantes de los lustrabotas que él mejoraba, en el silencio solitario de su casa,
dándoles un tono de denuncia política: “gallina que come huevo se hace diputada”.

Tanto esfuerzo infructuoso obligó al hombre a tomar una medida radical y audaz, en el
límite del disparate suicida, ya que se encontraba en medio de una dictadura militar
sanguinaria e insaciable que nunca había dejado de ser y que en lugar de coleccionar obras
de bienestar público coleccionaba masacres y expropiaciones de lo público. Ese día supo
que había llegado el día preciso y, poniéndose la sonrisa perfecta de la luz cegadora, se
presentó con una encomienda certificada en Casa Presidencial, bajo el brazo izquierdo, al
tiempo que le solicitaba audiencia en el menor tiempo posible –ahorita mismo- al General
Carlos Armando Sánchez Rivera –alias “el teósofo” y que era el Dictador en turno- un tipo
de catadura siniestra; mente iletrada; culo hablador, fétido y aguanoso; sobacos belicosos y
peludos cundidos de ladillas; prepucio goteante y carcomido de más de treinta centímetros
de largo; y un tono de voz funerario que, de cerca y de lejos, era idéntico al de todos los
dictadores de la región continental –quienes gobernaban, siendo países distintos, un solo
país genérico cuya sal principal era: el sulfato de calcio de los desaparecidos de los últimos
días- y lo recibió rodeado de generales de botas virgas y pestañas postizas, coroneles
asexuados, mayores matarifes, sargentos escuadroneros, cabos que matan para atar los
cabos de la conspiración, secretarios privados de dudosa calaña y perversa reputación, y un
ejército de habanos (fabricados en Miami) y tazas de café con piquete –o de piquete sin
café- para quitar los temblores de la sangre derramada en el mediodía del asfalto y para
espantar el sentimiento de culpa.
La solicitud de audiencia, para no ser desahuciada de oficio, cumplió con todas las reglas
del protocolo diplomático de ese nivel al momento de tenerlo frente a él. Excelentísimo e
insuperable señor hijo de puta, con todo respeto le traigo como regalo especial, en sobre
manila adjunto, su último discurso, dijo, el hombre, sin perder la compostura ni la etiqueta
del buen hablar, no obstante que los veintidós guardaespaldas se erizaron del lomo, como
preparándose para dar zarpazos letales y continuos y sangrientos. Es muy importante ese
discurso que le vengo a regalar, porque a usted nunca se le podrían ocurrir ideas así de
grandes, buenas, coherentes, profundas y ciertas, y tendría que improvisar pendejadas y
falacias sobre el Estado de Bienestar (¿Estado de Bienestar en una dictadura? Esa es una
estupidez descomunal y cínica, pensó) como siempre hace en el púlpito de la demagogia
carnicera y fiscal. Le conviene leer ese discurso, le conviene, pues para usted lo que se
avecina es el crudo dilema y paradoja de ser la parte más oscura del destino histórico de la
regresión en la proyección social y de alguna forma debe, al menos por vergüenza patria,
despedirse de sus múltiples atrocidades económicas y políticas de forma elegante, hasta
donde cabe esa palabra cuando de militares se trata

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