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Revista Historias Pulp

#3 —Predator—
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Agradecimientos

Queremos agradecer muy especialmente a nuestro reincidente


ilustrador Juan Ramón Lera San Miguel, quien ha tenido a bien
cedernos en esta ocasión la impresionante ilustración que sirve de
portada para este nuevo número.

Otra mención especial para Charly V por su difusión de esta nueva


convocatoria del concurso y sus iniciativas para colaborar con
Historias Pulp.

Una mención especial merece Akiramarok, la compositora que


realiza las composiciones musicales para todas nuestras
convocatorias y concursos de forma desinteresada.

Por supuesto, agradecemos a todos los autores que han


participado en este concurso, hayan sido seleccionados o no para
este recopilatorio. La calidad de los textos en esta convocatoria
ha sido muy alta y la selección aún más complicada que en la
antología dedicada a Alien, pero hay que resaltar el interés,
imaginación y cariño hacia la saga Predator que han demostrado
todos ellos, y con la cual nos identificamos.

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Como toda historia esta comienza desde un principio. La primera
vez que entré en contacto con un lápiz fue cuando solo tenía 3
años. Todavía me acuerdo. Estaba en casa de mis abuelos y mi
abuelo se sentó a mi lado en una silla de la cocina, mientras mi
abuela nos preparaba la cena. Fue ahí cuando mi abuelo me dijo:
“dibuja JuanRa”, y desde entonces no he parado. Creo que vivo
soñando desde que tengo uso de razón, y por lo cual me
considero un privilegiado, porque desde pequeñín sabía
perfectamente a qué me quería dedicar cuando fuese mayor.

Estudié diseño gráfico y en la actualidad me encuentro


trabajando en una importante editorial leonesa. El trabajo es un no
parar, pero siempre encuentro un ratito para encerrarme en el
estudio y abrir las puertas de mi mundillo secreto lleno de criaturas
mágicas, sueños, monstruos, hadas, elfos etc.

He participado en varios proyectos como, por ejemplo, la


ilustración del libro “Cruentos y con sentidos”, de Gregorio
Fernández Castañón. También he hecho Story Boards para

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anuncios publicitarios. He trabajado de la mando de dibujantes
importantes de León como por ejemplo Lolo (Dibujante del
periódico La Crónica de León).

En el año 2016 participe en diferentes exposiciones junto al


grupo Ilustra2, Biblioteca Pública de León, MUSAC, Ciñera; Truchas.
También editamos un libro de ilustraciones y poesías llamado “El
Mundo de Los Sueños Reales”.

También he colaborado con publicaciones digitales (editorial


Latinoamericana Aeternum, Historias Pulp)

Me considero una persona autodidacta y muy fantasiosa, a


veces demasiado, diría yo.

Aquí os dejo la dirección de mi blog y mi tienda online, por si


queréis echar un vistazo:

https://ilustradajuanrrax.wordpress.com/

https://www.latostadora.com/regalos/?tienda=ilustradajuanrrax

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Índice

Predator, un monstruo de cine ................................................................... 11


Tema musical

“Predator” ................................................................................................. 62

Relato ganador del tercer concurso Historias Pulp


—Predator— .................................................................................................................................. 64

Raúl Montesdeoca .................................................................................... 65

Deuda de sangre ...................................................................................... 67

Relatos seleccionados del tercer concurso Historias Pulp


—Predator— .................................................................................................................................. 90

Xavi Marturet ............................................................................................. 91

Apagado .................................................................................................. 94

Florencia Buenaventura y Lisardo Suárez .................................................. 111

Casi una excursión ................................................................................... 113

Tania Huerta ............................................................................................ 128

Del amor y otras guerras .......................................................................... 129

Daniel Canals .......................................................................................... 132

Diario de verano...................................................................................... 133

Silvia Alejandra Fernández ....................................................................... 137

El joven Yautja ......................................................................................... 140

Morgan Vicconius Zariah ......................................................................... 147


El ojo del demonio ................................................................................... 149

Jorge E. Lacuadra ................................................................................... 154

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El rival digno ............................................................................................ 156

Dan Aragonz ........................................................................................... 162

El último Lobo .......................................................................................... 163

Josep Manel Rosell Subirats ...................................................................... 175

El viejo Donnie vs. Predators ..................................................................... 177

Gabriel Jara ............................................................................................ 187

En algún lugar de Canadá ...................................................................... 188

José Luis Díaz Marcos ............................................................................... 199

Expediente Cheliábisnk ............................................................................ 200

Tony Herrera ............................................................................................ 214

Fantasmas ............................................................................................... 215

Patricio Denegri ....................................................................................... 222

La misma presa ....................................................................................... 223

Vidal Fernández Solano ........................................................................... 232

La especie dominante ............................................................................. 233

Diego Mariano Giménez Salas ................................................................. 247

La jungla tiene ojos .................................................................................. 249

Adrián García Cholbi ............................................................................... 254

Una especie mejorada ............................................................................ 255

Relatos de cortesía por parte del autor invitado, Iván González, y los miembros
de Historias Pulp .......................................................................................................................... 311

Iván González.......................................................................................... 312

El rito ....................................................................................................... 313

Predator vs. La Cosa ................................................................................ 314

Y`lhet

(o La Odisea Del Tuerto) .......................................................................... 371

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Predator, un monstruo de cine

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Un terrible grito capaz de helar la sangre, un ataque que no
puedes prevenir y tú cayendo de rodillas, frágil, ante una criatura
invisible que pasa por encima de tu cadáver; te despelleja con
gran habilidad; te arranca el cráneo junto a tu columna vertebral
y te cuelga junto a los cráneos de tus camaradas… Este es tu
destino si te cruzas con Predator.

Si bien Predator es un monstruo que combina determinadas


características humanas, como su estructura corporal general y su
bipedestación tan identificables, a un mismo tiempo nos plantea
un bestialismo atroz. Su diseño no puede ser más inquietante,
combinando ambas formas —la de bestia y la humana—
inconcebiblemente unidas en un mismo ser vivo. Desde la primera
película nos preguntamos cómo este monstruo extraterrestre
puede integrar una tecnología tan avanzada con un estilismo tan
primitivo. Y es que Predator no es un simple monstruo venido del
espacio para exterminar o ayudar a la especie humana. Un
binomio excluyente que siempre se plantea en todas y cada una
de las películas de la historia del cine de este género: los
monstruos extraterrestres.

Habitualmente, tanto en el cine como en la literatura, los


“extraterrestres inteligentes” son seres estilizados y con una
fisionomía y estructura corporal similares. Son percibidos por los
humanos como seres de “inteligencia superior” tanto por su
aspecto como por su comportamiento, aunque sean
amenazantes, y su intención sea destruir la Tierra. A no ser que
sean ñordos como E.T. (1982). Este caso excepcional de
extraterrestre feo a muerte, inútil y con una biología que más
recuerda a un pepinillo de mar rudimentario que a un ser
inteligente, viene a ser la excepción que confirma la regla. Como
norma general vienen a destruirnos, en cuyo caso son horribles, o
vienen a salvarnos de nosotros mismos, en cuyo caso su aspecto y

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comportamiento suele ser mucho menos horrendo, aunque todos
suelen ser, cuando menos, inquietantes.

Por otro lado, también existe el monstruo extraterrestre bestial,


terrible y horrendo (Alien, como ejemplo, nos vale) que, provisto de
una inteligencia rudimentaria desconocida para nosotros, muy al
estilo de los seres monstruosos lovecraftianos, enfocada a la
supervivencia, no deja de ser un animal salvaje incapaz de
detenerse, ni por un momento, a reflexionar sobre su propio
comportamiento.

Pero el extraterrestre que nos presentan en “Predator” no es


ni una bestia atroz ni un ser benevolente que viene a salvarnos.
Predator no es nada de esto, es algo nuevo y diferente, a pesar de
que existan antecedentes en el cine. Nos referimos a
extraterrestres que aparecen en películas como El regreso de los
extraterrestres de Greydon Clarck, cuyo guion corre a cargo de
Ken Trigo (“La Mosca II”, “Una pesadilla en Elm Street IV”), Jim
Wheat (creador junto a su hermano Ken Wheat de los personajes
de las “Crónicas de Riddick”) y Curtis Burch (guionista de
“Joystick”), de la que hablaremos más tarde. En “Depredador” se
da nueva concepción, una nueva combinación que parece fácil,
porque ya la vemos combinada en él y que inicialmente puede
parecernos grotesca, pero que es sublime y que nunca se había
planteado tan claramente antes de su creación.

Superior a nosotros en todo, quizás incluso en belleza, eso ya


depende de los cánones estéticos, Predator caza para divertirse,
como juego y como forma de mantener una posición de honor en
su sociedad. Sin embargo, inicialmente, el terror es lo que
predomina en el nudo de la historia, por encima de la ciencia
ficción, cuando las primeras apariciones de Predator se advierten
sutilmente en la espesura del follaje de la selva, pero no puede
verse. Descubrimos de repente, desde las primeras apariciones
fugaces, que su combate contra los humanos es algo nuevo en el

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cine, algo jamás planteado. Este monstruo de otro mundo es un
individuo con honor, a pesar de su bestial forma. Y a pesar de su
gran agresividad, descarnada y brutal, la manera ritualista de
tratar sus piezas como trofeos es muy similar a la de los grandes
cazadores humanos. Es la imagen de un cazador que honra a sus
presas. Las honra más cuanto mayor sea la dificultad que esta
presa le plantea a la hora de la cacería. Y esto es algo nuevo en
el cine de monstruos y ciencia ficción aunque como veremos ya
se ha planeado antes en películas representadas solamente con
humanos que se cazan entre ellos. Algo que irá desarrollándose a
lo largo de cada una de las diferentes propuestas
cinematográficas posteriores de la saga.

Retrospectivamente, la concepción del cazador y la presa


dentro de un marco cinegético en el que se plantean ideas
filosóficas y morales como el sentido del honor, la lucha por la
supervivencia o la crueldad de la caza por deporte, son tratadas
en títulos cinematográficos anteriores como El malvado Zaroff.
Pero, por supuesto, en clave muy diferente a “Predator”. Por este
motivo, “Depredador” pudo ser en un principio concebido
simplemente como el más digno contrincante para un ser
excepcional, como el mercenario al que representa Arnold
(Dutch). Según cuentan las malas lenguas en los blogs
especializados de cine, la idea surgió en los pasillos de Hollywood,
en el rodaje de Rocky IV, siendo motivo de chiste el que al famoso
púgil no le quedaban rivales dignos en la Tierra. Y fue en este
contexto en el que ambos hermanos, los Thomas, crearon este
guion de serie B completamente pulp.

Pero su extraterrestre acabó dándole la vuelta a la tortilla,


siendo el principal elemento de atractivo para el espectador. El
hecho de ver a un humano capaz de enfrentarse a tan digno
adversario es lo que atrae. Predator es el que mantiene el listón de
la dignidad y el orgullo alto. Un listón que nosotros, como especie,

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hemos perdido hace tiempo. El antiguo honor entre combatientes,
tan olvidado y tan de otra época, casi del medioevo, se retoma. Y
con él, los combates adquieren otra dimensión, si se puede decir,
más humana. Predator es un monstruo que tiene lo que los
hombres ya no poseemos. Es muy inquietante el hecho de que a
más de un espectador le puede llegar a suceder, no ya en la
primera película sino también en las sucesivas, que se identifique
más con el monstruoso Predator que con los pérfidos individuos
humanos. Incluso, nos atreveremos a decir que, Depredador nos
da lecciones de comportamiento.

Los monstruos han existido siempre, incluso los monstruos


ejemplificantes, los que nos hacen ver nuestras contradicciones,
nuestros defectos. La literatura está llena de ellos. El cine también.
Predator nos ayuda a comprender lo inhumanos que somos los
seres humanos.

Parece que sacamos petróleo de una saga que


aparentemente es puro entretenimiento. Y lo es. El mejor de los
entretenimientos. La equilibrada combinación de elementos que
ofrece al espectador lo demuestra. Si la primera película fue un
éxito es porque sabe dar en el clavo. Terror, aventura, acción,
suspense y ciencia ficción combinadas en una sola cinta, la
convierten en un cóctel de lo más apetecible, y que se agradece
porque entretiene. Pero no queremos dejar de pensar que esta
saga merece algo más de reconocimiento, incluso, a pesar de las
intenciones que los propios creadores pudieran tener sobre ella.
Todos sabemos que las obras de arte sobrepasan al creador. Y
este es el caso.

¿A quién no le gustaría ser un Predador? Esta es la pregunta.


Porque lo tiene todo. Es fiero y terrible cuando lo debe ser. Es
reflexivo e inteligente si es necesario. Es recio, sagaz, atlético,
versado en la lucha cuerpo a cuerpo, con gran autocontrol y un
experto en las más eficaces técnicas de caza. Actúa como un

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cazador y como un militar a un mismo tiempo. Todo aderezado
con el manejo sutil de las más evolucionadas tecnologías. Vamos,
lo que cualquiera desearía ser si estuviera en sus cabales.

Los antecedentes en el cine los encontramos en el siguiente


blog: The Cult.es en un artículo de Vicente Díaz llamado
"Depredador" ("Predator", John McTiernan, 1987).

En él nos hablan de dos películas sobre las que ahora nos


vamos a extender un poco más.

La primera es “El Malvado Zaroff” o “El juego más peligroso”


de 1932 que ya hemos mencionado anteriormente. Esta grandiosa
película parece ser antecedente no solo de “Predator”, en este
caso por la trama y la historia de un cazador de hombres, sino que
se considera la primera película de Hollywood sobre psicópatas.

Y, por lo que hemos podido comprobar, se ha copiado hasta


la saturación posteriormente, en ocasiones, sin mucho éxito.

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La película está basada, cómo no, en un relato de Richard
Connell titulado The Most Dangerous Game, “El juego más
peligroso” o “La presa más peligrosa” (1924), según
interpretaciones, que podéis leer en el enlace gracias a Sara
Martín Alegre, junto con otros seis relatos góticos llevados a la gran
pantalla.

Esta novela corta fue inspirada por los safaris de caza por
África que, en la década de los años veinte, eran muy populares
entre los adinerados compatriotas de Connell. No nos cabe duda,
tras ver la película en la que él mismo colaboró para adaptar, que
Connell se planteaba ciertos aspectos existenciales y filosóficos en

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cuanto al hecho de que el ser humano viva la caza como un
deporte o un juego, especialmente cuando es un concepto que
nace de la mera necesidad de la supervivencia, y que carece de
sentido práctico para una persona civilizada… O, al menos, así
parece desprenderse de los agudos diálogos con los que se abre
el film, y que se adivinan calcados al relato.

Richard Connell (1893—1949)

No nos corresponde a nosotros suponer si el autor y periodista


trataba de posicionarse respecto a la idea de si es cruel o no
matar animales por pura diversión, pero lo que sí podemos decir,
como escritores que también somos, es que se hizo consciente de
una realidad y la llevó un paso más allá, dejando que el lector (o
espectador, en el caso de la película) sea quien saque sus propias
conclusiones. Y eso pese a que la premisa que él refleja en su
historia, aunque pueda parecer una perversión de una idea que
muchos considerarían civilizada y socialmente útil como es la
caza, se convierte en una idea perversa cuando se transforma en
la caza del ser humano, de nuestro igual. La caza en sí misma es
algo tan antiguo como la humanidad y los psicópatas asesinos
existen desde siempre, y todos sabemos que, aunque no sea con
la elegancia y preparación de un cazador de rifle aristocrático

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como el Zaroff de la película, se dedican a cazar a otras personas.
Tampoco debemos olvidar las escaramuzas en persecución de un
enemigo solitario que pueden, en épocas de guerra, sucederse
como una partida de caza y que en otro momento, serían
impensables pues son moralmente y legalmente reprobadas y
castigadas.

¿Somos tan ingenuos como para pensar que alguien que se


dedica a matar a otros seres humanos, aunque sea por “trabajo”,
no podría acabar disfrutándolo? ¿De verdad hay que leer una
historia como “El juego más peligroso” para hacernos conscientes
de esta realidad? En el mundo de la cultura civilizada, así es: obras
como esta son necesarias e importantes porque nos despiertan,
nos hacen ponernos en ambas posiciones, la de cazador y la de
cazado, o ser testigos, aunque sea ajenos, distanciados, de lo que
sucede (cada caso según nuestra sensibilidad a las historias), pero
consiguiendo de cualquier modo que saquemos nuestras propias
conclusiones… o quizá ninguna, porque quizá la vida es así,
simplemente, y a veces te pone en la posición de la presa, otras
del cazador, sin preguntarte siquiera si quieres ejercer de cada
cual. Esto cobra mayor trascendencia en una frase del relato que,
con escasa variación, pudimos escuchar en la película, y que es el
preludio de la irónica premisa:

“En el mundo hay dos grupos —los cazadores y los cazados. Por
suerte, tú y yo somos cazadores.”

Esta es la gran frase que dice, Rainsford, el protagonista, que


posteriormente será la presa, a su también cazador y amigo
Whitney. Y es que este relato puede verse como una crítica,
adelantada a su tiempo, de ese deporte llamado la caza mayor.
En aquel momento la caza no era puesta en duda. En la sociedad
de principios de siglo XX era vista como un deporte honorable, no
existían planteamientos conservacionistas sobre las especies en
peligro de extinción. Sin embargo, sí existían ya dos tipos de

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cazadores, los que no tenían ninguna empatía sobre sus presas y
los que presentían que ellas estaban imbuidas de dignidad,
raciocinio y emociones. El relato es ameno, divertido, lleno de
reflexiones, está muy bien ambientado y los personajes principales
poseen personalidades arrolladoras y muy interesantes de cara al
lector. Con un buen final, inesperado y algo paradójico, este
relato es único en su especie.

La película basada en él es igualmente entretenida y aunque


no debemos destriparla, porque lo que debéis es verla, os
confesaremos que como adaptación al cine de la obra literaria
puede dejar mucho que desear, debido a la necesidad siempre
presente de los estudios cinematográficos de satisfacer las que
ellos creen que son las perturbadas y malsanas demandas de las
mentes del público: nos referimos a la inclusión en la película del
elemento romántico de un modo completamente gratuito por
innecesario. Simplemente se trata de un recurso que ablanda el
planteamiento fuerte de lo que el relato de Connell plantea. Pero,
desde nuestro punto de vista, sigue siendo un recurso narrativo
metido con calzador, actualmente, en casi todas las películas, un
tópico, que esta película sublima: las mujeres son siempre presas
de deseosos varones a los que les excita cazarlas como animales.
Pero no nos desviemos del tema.

Las posturas de los protagonistas y del villano quedan más


claras durante las conversaciones que sostienen. El anfitrión reside
en una gran mansión y en diferentes escenas expone su visión
sobre la vida y sobre la caza, ofreciendo una velada advertencia
de lo que les espera a sus invitados. Para él, no existe mejor
experiencia que la caza de hombres, en definitiva, una idea
repetida muchas veces en otras historias llevadas al cine o
planteadas en la literatura. Claro que, como seres humanos,
tendemos a identificarnos con sus víctimas, pero su postura… ¿Es
errónea o viciada porque mata por diversión, o lo es porque nos

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afecta como congéneres? Ese es el verdadero dilema de la
película, y para el que puede haber distintas respuestas por parte
de cada cual, queramos admitirlo o no.

Por cierto, en Alien vs. Predator, se da la vuelta a la tortilla en


el sentido del constante papel secundario de las mujeres en las
demás películas que tienen como centro de su trama “la caza de
humanos”. En esta ocasión, el cazador se une a su presa “casual”
humana debido a que tienen un enemigo común. Pero no
solamente eso, además, la llega a considerar un guerrero que está
a su altura por su valor, su capacidad de lucha y su fidelidad. Pero
volveremos a ello más tarde.

En el caso de la película de “Predator”, nuestro amigo


alienígena es mucho más cercano al General Zaroff. Es un
monstruo como él, ama la caza y le divierte cazar piezas dignas, o
que estén a su nivel, desprecia a los débiles y ni siquiera se molesta
por cazar piezas fáciles. Para Predator la caza es una forma de
vida, pero sobre todo es un divertimento, como para Zaroff.
Además, desea cazar piezas difíciles, inteligentes, que supongan
un reto y que pongan en riesgo su propia vida. Hasta el punto es
así que si no sale bien parado, Predator se suicida.

En el relato original, el General Zaroff es exactamente igual,


quizá incluso va más allá. Sin incluir su necesidad de demostrar a
ninguna sociedad sus hazañas porque, en realidad, es un ser
aislado. Pero si nos paramos a pensarlo, en la peli del 87 tampoco
sabemos hasta qué punto Predator tiene una cultura en la que la
caza sea una actividad que añada “valor” a los individuos, es
posteriormente cuando se plantea esta línea argumental. En la
saga se va desvelando más información y parece que la caza,
para la sociedad de Depredadores, tiene que ver con su estatus
social y con su dignidad dentro de la comunidad a la que
pertenecen. Toma trofeos de sus víctimas como muestra de sus
hazañas para demostrar su valor y elevar su estatus.

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El Malvado Zaroff tiene todos los ingredientes que después
serán centrales en Predator. Analizar los puntos de encuentro
mientras se disfruta de una peli de lo más divertida es una
experiencia muy recomendable, y ambas películas tienen fuertes
puntos en común. Rainsford, el protagonista, también es un gran
cazador y es capaz de poner en práctica las mismas técnicas de
caza y estrategias para despistar a su sagaz contrincante, que es
lo que hace en “Predator” Arnold o Dutch. Este hecho nos llamó
poderosamente la atención. El rastro falso para que Depredador
se despiste en su persecución, la trampa del atrapa hombres
malayo (la del tronco que cae sobre la presa), el barro que hace
indetectable a Dutch, que en el relato de Connell es una zona
pantanosa llena de lodo donde se produce una de las últimas
escenas de la persecución…

Ver peli “El malvado Zaroff”

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Otra de las pelis que podemos considerar como antecesoras
de “Predator” es “Llegan sin avisar”, pero esto lo saben casi todos
los seguidores de la saga. Esta fue una película cuyo director supo
aprovechar de manera muy efectista el muy bajo presupuesto. La
historia es prácticamente la misma que “Predator”: un alienígena
llega a la Tierra para cazar.

Lo curioso de esta película es que buena parte del


protagonismo recae sobre personajes que son prácticamente
ancianos, e interpretados por Martin Landau y Jack Palance.
Aunque existe la clásica pareja de jóvenes que parecen ser el
principal hilo conductor del que tira la historia, son las actitudes y
las acciones de los personajes de aquellos dos veteranos actores
las que deciden el rumbo que toma el guion en cada tramo de la
peli, tras su interesante inicio. Esto, por sí solo, justifica que pasara
bastante desapercibida entre otras producciones de serie B del
mismo año: el no contar con héroes jóvenes, hermosos y
dinámicos que se enfrentaran a la amenaza extraterrestre. A ello
unámosle que no presume de efectos visuales demasiado vistosos
(que sí efectivos), y que el tráiler no la hacía demasiado atractiva
para el público general:

Tráiler en versión original de “Llegan sin avisar”

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La película, dirigida por Greydon Clark, que ese mismo año,
1980, había realizado ya otro film sobre extraterrestres mutiladores
y asesinos de humanos llamada “El regreso de los extraterrestres”,
resulta demasiado oscura, tiene muchos diálogos y no llega a
destacar en ningún momento por mostrar escenas demasiado
violentas, lo cual iba bastante a contracorriente de las
producciones del mismo nivel de la época. Es una historia más
cercana a la ciencia ficción más pura, basada únicamente en el
interés que pueda suscitar lo desconocido o lo que linda
vagamente con lo escrutable, y que se acerca en su
planteamiento y estilo narrativo a pelis clásicas en blanco y negro
como “Vinieron del espacio (It Came From Outer Space)”. La
sucesión de planos que siguen la trama son prácticamente fijos, y
el ritmo más propio de un telefilm que de una aventura de ciencia
ficción directa a vídeo (para los estándares de aquella época, al
menos).

24
El caso es que “Llegan sin avisar” plantea la misma trama
general de un extraterrestre que parece ser un cazador de
humanos, aunque en nada recuerda “Predator” en cuanto a
personajes, historia o ambientación. Es de interés para los cinéfilos
y seguidores de la saga, y tiene curiosidades como ver a un
jovencísimo David Caruso (C.S.I.: Miami), o descubrir el
funcionamiento de las armas del Alien, que se asemejan a
shurikens, hechos de carne y dientes que dañan profundamente a
las víctimas, mordiéndolas más como si fueran seres vivos que
como herramientas (esta arma nos recuerda lejanamente a una
de las armas de Jeepers Creepers, pero éste las usaba en tamaño
pequeño, usando piezas dentales y huesos de sus víctimas).

¿Qué podemos destacar? La verdad es que tanto las


interpretaciones de los dos veteranos actores Landau y Palance
como el hecho de que el actor que hizo del extraterrestre se

25
colocó después el traje de Predator, son suficientes para verla con
interés.

Ver peli “Llegan sin avisar”

Comentaremos por encima otras películas que tratan el tema


de la caza de humanos, pero ya menos relacionadas con
Predator, simplemente como curiosidad. Ya que siempre se ha
dicho que la idea de la película de Predator era muy sencilla pero
original, y así lo creemos, pero para nada es una novedad en el
cine. Tanto antes como después, se crearon algunas grandes
películas que se volvieron referentes en cuanto al tema de
convertir al hombre en una presa de caza.

Huida hacia el sol (1956, Roy Boulting) es una película de


aventuras en la que una periodista y un novelista al que ella quería
entrevistar, acaban estrellados con su avioneta en mitad de la
selva.

26
Ver peli “Huida hacia el sol”

Bloodlust! (1961, Ralph Brooke) es una nueva versión,


prácticamente calcada (y más que habría) de “El Malvado
Zaroff”. Con un presupuesto irrisorio, y unas interpretaciones que se
adivinan simpaticotas, esta pieza puede ser un entretenimiento
perfecto para un domingo de siesta.

27
Ver peli “Bloodlust!”

La presa desnuda (1966, Cornel Wilde y Sven Persson), en la


que un cazador blanco, que participa en un safari en el siglo XIX
en Sudáfrica, es perseguido por seis guerreros africanos a lo largo
de una tensa caza que dura casi toda la película. En nuestra
humilde opinión estamos ante una obra maestra y ante una gran
propuesta de cine de autor. Porque en este caso, aunque con
colaboración de otro guionista, Cornel Wilde es director, guionista
y actor principal, y hasta participó en la creación de la música.
Esta es una película de aventuras en toda regla, desde el principio
presenta un planteamiento claramente polémico.

28
Tras un prólogo que establece planteamiento cercano al de
la peli de “El Malvado Zaroff”, sobre la falta de igualdad entre
presa y cazador, un grupo de cazadores blancos van de caza o
safari a África. Estos cazadores “blancos”, completamente
inmersos en su propia mentalidad, no son capaces de entender
que la vida de los hombres de este continente tiene sus propias
reglas. Se encuentran con una tribu aparentemente pacífica.
Faltos de toda sensibilidad, con las costumbres de la tribu de
cazadores, muestran una insensibilidad total despreciando
claramente las reglas de convivencia. Todos los cazadores
blancos, menos el prota que los advierte de que esta falta de
respeto puede llevarlos a la muerte, se muestran irrespetuosos, y
desean seguir a la suya. Pero, tanto el jefe de la tribu como el
resto, no están dispuestos a tolerar tal infamia y los hacen
prisioneros. Aquí es cuando empieza la verdadera aventura.

Es esta una película realmente atrevida, sincera y en la que


no se realiza ningún artificio ni planteamientos bobalicones o
idealizados sobre los personajes. Las persecuciones, las peleas
cuerpo a cuerpo, los encuentros inesperados, la lucha por la

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supervivencia y, al final, el reconocimiento de la valentía y el honor
de los guerreros y cazadores. Y, además, la película logra una
ambientación realmente soberbia para esa época ya que los
paisajes son naturales y salvajes, aparecen animales africanos
cazando, y las escenas son realmente deliciosas porque van
acompañadas de música africana que aporta un extra de
credibilidad. Es una película casi muda, porque durante toda la
persecución no hay prácticamente diálogos, sin embargo, la
música es la que define la gravedad de las diferentes situaciones
por las que el personaje principal va avanzando.

Remata toda la historia un revelador final que no


describiremos, pero que refleja que el protagonista, consciente de
dónde se metía y de las consecuencias de faltar al respeto a los
nativos, no se toma nada de lo ocurrido como una afrenta
personal o traumática. Una historia que refleja una gran madurez y
respeto por la naturaleza y otras culturas, aunque de primeras no
lo parezca.

Ver peli “La presa desnuda”

Woman Hunt (1975, Eddie Romero) consiste en otro


descarado remake de “El Malvado Zaroff”, con una mezcla del
blaxploitation propio de esos años y un revolucionario giro
argumental que no sabemos (porque no la hemos podido ver) si
consistía en un ardid para atraer más público masculino o en una

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ligera reivindicación feminista: las presas que se cazan en esta
película son mujeres.

Esta película no hemos sido capaces de encontrarla en


español o subtitulada, pero podemos proporcionaros una versión
original, que, seguramente, será igual (o más) disfrutable:

Ver peli “The Woman Hunt”

Llegamos a las películas que se presentaron al público el


mismo año que Predator, alguna de ellas con el mismo actor
31
como protagonista, sí, Arnold, y que al menos mantienen el
argumento fuerte en la misma onda: la caza de seres humanos.

Slave Girls from Infinity (1987, Ken Dixon). De esta película de


serie B que se basa en el mismo argumento de El Malvado Zaroff
pero mal planteado, con diálogos completamente impostados y
artificiosos enfocados a decir frases hechas de mediocre
contenido filosófico, y ambientado en un escenario de ciencia
ficción espacial de aventuras, se puede decir cualquier cosa
porque en realidad los personajes hacen cosas inverosímiles.

Ver peli “Esclavas del Espacio”

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Nos puede parecer divertida de lo mala que es. El argumento
es casi imposible de descifrar porque comienza con la caza, por
un extraterrestre, de una pechugona en paños menores que ni
siente ni padece porque ni siquiera sabe correr para salvar su vida.
El monstruo con “fauces de insecto” (sí, así es) algo
apergaminadas y estáticas, corre menos que un zombi sin piernas
pero, aun así, la alcanza inmediatamente. Las escenas son
realmente magistrales, ni queriendo hacerlas así de falsas pueden
dar este resultado tan absolutamente delicioso. Esta es una
película necesaria para todo necrófilo del cine, para todo aquel al
que le guste reírse un rato, sin más objetivo que ver los chascarrillos
inverosímiles de un film repleto de escenarios que pretenden
aparentar grandiosidad. El cartel es mejor que la propia peli, pero
no nos interpretéis mal, hemos pasado unos ratos grandiosos,
porque la hemos visto más de una vez, y a destacar está la banda
sonora realizada por Carl Dante:

http://www.cdante.com/index_home.html

33
Cuyo tema principal podéis escuchar en el siguiente enlace.

https://www.youtube.com/watch?v=5uZU-gJheEM

Y es que la música para esta peli es algo sublime. Además de


descubrirse durante los sobrios títulos de crédito como un largo
tema principal lleno de variaciones de muy buen gusto, durante
las escenas de la trama se desempeña adornándolas con una
precisión que a veces no logran ni las grandes superproducciones.
La música está tan bien pensada e implementada en la película
que, en ocasiones, incluso acompaña la acción de los personajes,
de una forma más cercana a los dibujos animados clásicos que a
una peli chusca de bajo presupuesto con tetonas corriendo por la
jungla. Pero nunca, en ningún momento, perdiendo su naturaleza
de música clásica de cámara, con una instrumentación y estilo
que recuerdan a la banda sonora de Conan el Bárbaro, de Basil
Poledouris (sin ser nunca tan épica o compleja, todo hay que
decirlo).

Hay diálogos calcados del Malvado Zaroff pero


completamente fuera de lugar, la trama está hecha a retazos,
como si hubiéramos cortado escenas de películas diferentes y las
hubiéramos hilvanado en un corta-pega clásico de estudiantes
realizando un trabajo de fin de curso; pero el resultado es tan
extraño que resulta atrayente porque, además, el personaje
principal, interpretado por Don Scribner, que es el mejor, sin duda,
mueve a risa por verosimilitud que este hombre trata de aportar en

34
cada escena en comparación a los demás actores. Parece el
único que se cree el papel. Y qué decir de las esclavas, Elizabeth
Kaitan (Infierno Sin Ley, con Arnold Schwarzenegger) y Cindy Beal.
Por cierto, nos hemos enterado de que Don Scribner se dedica a
hacer música country de lo más graciosa…

https://youtu.be/t5R3AmEeu-8

Perseguido, también de 1987, en la que vemos a Arnold


Schwarzenegger, María Conchita Alonso, Jesse Ventura (otro actor
de Predator), Jim Brown, y Richard Dawson; dirigida por Paul
Michael Glaser, se basó libremente en la novela escrita por
Richard Bachman, el seudónimo por aquel entonces de Stephen
King. La película es en realidad una de las mejores de esta lista,
una epopeya de acción y aventuras con una cierta crítica social,
especialmente referida al poder e influencia de los medios
audiovisuales y de cómo el público llega a insensibilizarse y a
perder la empatía en favor de su entretenimiento, de su ansia de
nuevas emociones.

35
La ponemos en esta lista porque en ella, una serie de
personas, supuestamente condenadas a muerte o a largas penas
de cárcel, son obligadas a participar en un juego de
supervivencia, al final de cual deberían ganar la libertad. Una joya
dentro de la carrera de Arnold Schwarzenegger que, creemos,
nadie debería perderse.

Ver peli “Perseguido”

36
Deadly Prey o Presa Mortal (1987—1988, David A. Prior), es otra
curiosa y divertida producción de bajo presupuesto que se basa
en la caza de un solo hombre, casi como “La presa desnuda”,
pero sin el virtuosismo (al menos, pretendido) en ninguna de sus
cualidades. Quizá la trama pretendía ser una excusa para crear
un sucedáneo de Acorralado, pero la idea de secuestrar al
protagonista para luego soltarlo y darle caza en unas alocadas y
perversas maniobras de entrenamiento de mercenarios, la acerca
mucho más a la premisa de “El Malvado Zaroff”, aunque con el
enfoque que años después usaría el director John Woo para
“Blanco Humano”.

Sí hay que reconocerle a la película una gran faceta


humorística, quién sabe si a propósito o no, en algunas escenas y
diálogos, que son, por absurdos, dignos del revisionado.

Ver peli “Presa Mortal”

Pasado el año de estreno de la primera entrega de Predator,


encontramos nuevos ejemplares de la recurrida trama de la caza
del ser humano, algunos más aprovechables que otros:

Lethal Woman (1990, Christian Marham), tiene por premisa


que existe una exótica y oculta isla que está habitada solo por
mujeres… peligrosas mujeres, una especie de amazonas que
disfrutan cazando hombres que antes han soltado por la selva.
Como podéis imaginar, esta es una vuelta de tuerca más a la idea

37
de siempre, más bien tornando los papeles de los sexos de la
película “The Woman Hunt”.

Ver peli “Lethal Woman”

Blanco humano (1993, John Woo) puede verse desde dos


prismas bien distintos: como una de las mejores películas de
acción tanto de su protagonista como del director (como la
vemos nosotros), con coreografías de disparos incomparables, o
como una de las adaptaciones más absurdas y enloquecidas de
la eterna trama del hombre que caza hombre. En ella, Jean—
Claude Van Damme descubre que un rico hacendado, Emil
Fouchon (Lance Henriksen), se dedica a dar caza a hombres sin
techo en los pantanos de sus propiedades en Louisiana. Al
principio, la historia pretende ser una tensa trama de suspense y
acción, que cuenta con un gran ritmo, pero en cuanto aparece el
personaje de Chance Boudreax, cuya sardónica personalidad tiñe
toda la película de un paródico aire a cine negro, todo empieza a
descontrolarse, con oleadas de anónimos enemigos que parecen
salir de la nada solo para ser vapuleados o tiroteados por el
protagonista.

La excelencia con la que están rodadas las escenas de


acción convierten esta película en una de las mejores de las
referidas en este monográfico (hablamos desde nuestro gusto,
obviamente), aunque puede aburrir a un espectador que
pretenda tomarse la trama en serio. ¡Nosotros os la
recomendamos!

38
Ver peli “Blanco Humano”

Juego de supervivencia (1994, Ernest R. Dickerson), es una


nueva historia, muy cercana a “Blanco Humano” en el concepto,
personajes y ambientación. El rapero y actor, Ice T interpreta a
otro sin techo, como los de la película de John Woo, que se
convierte en presa de un grupo de hombres blancos; de este
modo, podríamos suponer añadido un toque racial a la trama de
Blanco humano, al tiempo que también se invierten las razas de los
personajes de “La presa desnuda”. Todo ello son solo curiosidades
de una historia de suspense que cuenta con un ajustado ritmo e
interpretaciones convincentes como pocas veces podréis ver en
tramas de esta índole (y si no, solo hay que repasar las recogidas
en este texto). Junto a la original “El Malvado Zaroff”, “La presa
desnuda” y “Blanco Humano”, tenéis aquí una de las mejores
entregas del subgénero de la caza antropomórfica.

Ver peli “Juego de supervivencia”

39
Esta larga relación de películas sobre la caza de los seres
humanos están aquí porque tienen mucho más que ver con la
primera entrega de Predator que ninguna otra película anterior de
extraterrestres. Es cierto que el éxito de Alien seguía muy presente
a la hora de producir nuevas pelis de aventuras con un bicho
extraterrestre, pero no existía nada parecido a Predator, como no
pensemos en alguna de todas las producciones que os hemos
recopilado. Aunque… quién sabe, seguramente existen
precedentes igual o más interesantes, de los cuáles no sabemos
nada…

Ahora, empecemos con una revisión de las películas de la


saga que nos interesa:

Junto a Sylvester Stallone, Arnold Schwarzenegger era ya


conocido en el mundillo de las estrellas musculosas
hipervitaminadas del cine. Sobre todo, tras haber filmado dos pelis
realmente novedosas y únicas como lo fueron “Conan” y
“Terminator”. Desde luego, este actor salido de los gimnasios fue

40
durante esos momentos muy perspicaz a la hora de seleccionar los
proyectos en los que se aventuraba, ya que todos y cada uno de
ellos le salieron bien. Fueron un rotundo éxito y lo consagraron
definitivamente como a un “imprescindible” del género de
aventuras. Tuvo la gran suerte de coincidir con un director, John
McTiernan, que se convirtió con Predator en uno de los más
importantes dentro de este género en aquella década. De hecho,
tras Depredador rodó Jungla de Cristal que lo consagró
definitivamente.

Pero lo importante para nosotros es que Predator, como


película es realmente una novedad que el director supo
aprovechar, tanto en su forma de plantear los ya famosos
encuadres como por haber logrado que sudáramos la gota gorda
sintiéndonos más en una peli bélica, como las típicas que tratan
sobre la Guerra de Vietnam, que en una peli de aventuras como
tal.

Como es bien sabido, el guión de los hermanos Thomas es el


típico en el que una trama nada compleja introduce elementos
de filme de guerra, muy típicos por esos años, de las operaciones
encubiertas de la CIA en países latinoamericanos. En este caso ni
siquiera falta la guerrilla comunista. Pero todos hemos visto esta
película, de la cual lo que podemos resaltar son, sobre, todo las
inmensas actuaciones de Arnold en el papel de Dutch, Carl
Weathers en el papel de Dillon, Bill Duke en el de Mac, Jesse
ventura en el de Blain, Sonny Landham como Billy, Richard Chaves
como Poncho, R.G. Armstrong como el General Phillips, Shane
Black como Hawkins y Elpidia Carrillo como Anna.

¿Quién hacía de Predator? El piloto del helicóptero, o sea


que valía “pa un roto igual que pa un descosío”, el actor Kevin
Peter Hall. También, como comentamos en su momento, hace de
extraterrestre en Llegan sin avisar, Predator 2 y del monstruo en
Bigfoot y los Henderson, entre otras.

41
Queremos destacar la actuación de Arnold, porque
interpretativamente llega a ser uno de sus mejores papeles, tanto
en la veracidad del personaje como en el interés que tiene dentro
del conjunto de personajes. Desde luego para una persona que
venía de hacer personajes mucho más fríos y distantes, el actor
despliega un amplio arcoíris y modulaciones emocionales.
Además, desde el principio, su personaje es un hombre con un
gran sentido del honor y, a pesar de ser un auténtico mercenario,
se deja claro que no es un asesino de personalidad psicopática.
Hace lo que hace porque es lo único que sabe hacer, pero no es
el típico militar sádico y despiadado.

La trama se inicia con el enfrentamiento entre los mercenarios


de Dutch y una guerrilla comunista pero, rápidamente, el grupo
de soldados comienza a ser atacado por una presencia invisible
que los acosa y da caza uno a uno. Progresivamente, van
descubriendo, por la experiencia de la pérdida de los
compañeros, nuevos aspectos del ser que los ataca sin aparente
razón, hasta descubrir, al fin, al indudable extraterrestre que los
acecha y los caza convirtiéndolos en presas, tratándolos como
puros animales de caza.

Por supuesto, seguramente, todos los que leéis este artículo


habéis visto Predator y no vamos a contarla. Lo mejor, seguro que
en esto estamos todos de acuerdo, es el álgido final. La
persecución y caza final es de lo mejor que se ha rodado en el
cine de aventuras, las diferentes estrategias que tanto Dutch
como Predator deben poner en juego, su capacidad de
reaccionar ante situaciones imprevistas, la versatilidad como
guerreros al demostrar nuevas alternativas de ataque y defensa,
hace que progresivamente los dos personajes vayan igualándose.

Como personaje, Predator, es un total desconocido. Y


terminará la película siéndolo. Porque creemos que en esta no se
buscaba crear un personaje realmente carismático, sino terrorífico.

42
Pero, según avanza la confrontación entre el mercenario y el
cazador, los roles se van igualando de forma que llegan a ser
intercambiables. La presa para salvar su vida no solo huye, llega
un momento en que esto no es suficiente. Debe atacar y para ello
hace uso de sus conocimientos como cazador de humanos.

En muchas ocasiones, cuando se analiza esta película, se


establecen comparaciones con el mundo del cómic, al que se
hace referencia con una escena de la película del personaje
Hawkins hojeando un cómic del Sargento Rock. Estamos de
acuerdo que muestra un diseño de personajes muy carismáticos
de forma que cada uno aporta una personalidad altamente
definida para que el espectador pueda conocerlos, no solamente
por sus rasgos físicos, sino también por mostrar aspectos de su
carácter muy diferenciados.

Realmente, a pesar de ser una película de acción y aventuras


con ciertos tintes de terror, el clímax incorpora ideas de calado
filosófico, como hemos comentado. Y realmente lo hace de forma
inconsciente, creemos nosotros, pero brillante, porque la mejor
forma de llevar a la reflexión es esta, la indirecta, la que se logra a
través de una historia como lo hacen los cuentos, y no ante los
aburridos monólogos de un triste profesor o con un diálogo de un
perezoso guion que establece el significado de lo acontecido.

Por este motivo, Predator, es mucho más que entretenimiento


y, como pudimos comentar, algunos aspectos que llamaban a la
reflexión de películas como Alien, quedaban en otro orden y están
más relacionados con el comportamiento humano ante la
adversidad, la lealtad, el egoísmo o el altruismo. Sin embargo,
Predator, en esto, va un paso más allá porque nos plantea un
extraterrestre con atributos que implican una inteligencia superior,
una ética y unas normas que sigue por hábitos adquiridos en su
propia cultura.

43
Stan Winston, fue el que diseñó a este extraterrestre como un
humanoide, y las famosas mandíbulas de insecto fueron idea de
James Cameron. Lo que está claro es que, el primer diseño,
aunque no llega a la espectacularidad del definitivo, y cuyo traje
iba a vestir Jean Claude Van Damme, era bastante estiloso y
podría haber quedado bien a pesar de que, según cuentan, era
algo más incómodo de llevar encima. Sin embargo, nos ha
recordado al diseño que Neill Blomckamp definió para sus
extraterrestres en Rakka.

Aunque el diseño de Blomkamp es reptiliano, la estructura


corporal y la fisionomía sí tienen cierto parecido. Hubiera quedado
molón igualmente, como veis. En la tercera peli, Predators, se
diseñó otro modelo de extraterrestre al que también da caza
Predator, cuyo diseño era un homenaje a ese primero de la peli de
John McTiernan.

44
Sin embargo, cuando aparece el diseño definitivo, las dudas
sobre cuál es el mejor de los Predators posible se nos disipan con
una claridad deslumbrante. O sea:

No creáis que hay muchas imágenes de su diseño en la


primera película que podamos compartir porque este bicho no se

45
puede encontrar ni en su planeta de origen. Pero sirve para que
veáis el efecto tan imponente que lo diferencia de los anteriores.
O será amor de fans. Stan Winston, que era el encargado del
diseño principal para la criatura, acabaría haciendo caso del
consejo de su amigo y habitual colaborador, el director James
Cameron, para diseñar el característico rostro de nuestro cazador,
quien le sugirió que le añadiera mandíbulas tipo quelíceros, como
las de las arañas. Mientras se perfilaba el diseño definitivo de la
criatura, Jean Claude Van Damme acabaría abandonando el
papel por su incapacidad para darlo todo con su experiencia en
artes marciales con el traje que le hacían llevar, y por el hecho de
que nunca se le vería la cara. Como ya hemos mencionado antes,
Kevin Peter Hall, un actor de 2 metros y 20 centímetros, le acabaría
sustituyendo, favoreciendo con su envergadura el aspecto feroz e
indómito que ya distinguiría para siempre a los Predator.

El equipo de efectos especiales realizó un gran trabajo


haciendo realmente creíbles atributos y cualidades de Predator
como la invisibilidad, su visión termográfica o su sangre color
verdoso, y este elenco pertenecía a la compañía Greenberg que
ha participado en muchos otros proyectos cinematográficos de
gran relevancia para el cine en esa misma década.

Por otro lado hablando, ya del rodaje, el hecho de haber sido


rodada en esos escenarios naturales (selvas mexicanas de
Palenque, Puerto Vallarta y Villahermosa, más la cascada situada
en Chiapas) le añade gran valor tanto por la increíble atmósfera
asfixiante que consigue transmitir el entorno como por el evidente
desgaste físico que supuso para todos los actores, lo que,
seguramente, ayudó a dar mayor credibilidad a los personajes.
Según se cuenta, Arnold adelgazó 11 kg. durante el mismo.
Porque, si nos fijamos en ellos, hay un trabajo físico importante
detrás de algunas escenas, incluso a pesar de que las de mayor
peligro fueran realmente realizadas por dobles. Los actores fueron

46
sometidos a intensos entrenamientos físicos y les “obligaron” a
entrenar como verdaderos militares. Además, aprendieron a
comunicarse como auténticos militares para las escenas en las
que se mueven y despliegan por la selva. Y se nota un gran
trabajo y esfuerzo al respecto, alcanzando el resultado una gran
credibilidad.

La música, compuesta por el reputado compositor Alan


Silvestri, no solo le dio carácter y personalidad única a esta
película, sino que definiría para siempre la presencia del
extraterrestre en todas las demás. La música épica de orquesta
acabaría para siempre atada a los arreglos con instrumentos
caribeños, un ardid ambiental que, suponemos, pretendía
ajustarse al escenario de selva sudamericana de la peli, pero que
acabó más relacionado, creemos, con el carácter tribal y
cinegético de las criaturas Predators. No sabemos si ya estaban los
productores valorando la posibilidad de unir la saga con Alien
durante el rodaje de Predator, pero creemos reconocer algunas
piezas muy similares a los arreglos de aquella saga, especialmente
con su segunda entrega, Aliens. El caso es que, para Predator, la
música es capaz de enfatizar los momentos de acción más tensos,
y de adornar con suaves e intrigantes tonos todos aquellos
momentos en que nuestros personajes se mueven, cautelosos y
poco confiados, por la selva. Silvestri solo repetiría como
compositor para la segunda entrega, pero todas las películas en
las que los Predators aparecen, vuelven a recuperar en mayor o
menor medida sus temas originales, como una fanfarria que
precede o acompaña la imagen de nuestros extraterrestres
favoritos.

A pesar de que Predator, a nuestro parecer, es una de las


sagas más constantes en cuanto a calidad para todas sus
entregas, no cabe duda de que esta primera entrega, tanto por
su buen ritmo, interpretaciones, ingenioso (aunque parezca

47
sencillo) guion y por la alta calidad de toda la producción, es una
joya del cine de ciencia ficción, de aventuras y de acción, y que
merece estar en el podio de las mejores pelis sobre criaturas, junto
a La Cosa y Alien. El orden, os lo dejamos decidir a vosotros.

“Depredador 2” se estrenó a lo largo del año 1990, esta vez


con Stephen Hopkins como director (“Pesadilla en Elm Street 5”)
pero con los mismos hermanos Thomas como guionistas. Danny
Glober, que estaba en alza como héroe de acción por su cómica
interpretación del duro policía veterano Roger Murtaugh en las
dos primeras entregas de “Arma Letal”, es esta vez el protagonista,
interpretando a un héroe que se encuentra en plena forma pero
sobrepasado por la oleada de violencia que aterroriza la ciudad
de Los Ángeles en el futuro año de 1997 (futuro para aquel
entonces, se entiende).

48
Con el personaje de Depredador ya presentado, esta nueva
entrega acierta en no hacernos perder el tiempo y descubrirnos,
ya desde el título, que Depredador está de nuevo en la Tierra, y
que se mueve por la ciudad a toda velocidad buscando los
núcleos de mayor violencia. La peli arranca con una auténtica
batalla entre los sicarios de un cártel colombiano y la policía,
durante el que se anuncia como el peor periodo de asfixiante
calor del verano. Un ambiente idóneo para la naturaleza y
habilidades de nuestro extraterrestre favorito.

Esta secuencia sirve de presentación al personaje de Danny


Glover, que llega para decidir la batalla haciendo uso de una
temeridad y salvajismo que no tienen precedentes en la policía.
Mientras vemos cómo él se deshace de los villanos entrando en su
edificio desde la calle, podemos intuir, por los gritos y disparos, que
Predator está haciendo lo propio entrando desde la azotea. Y así
sucede el primer encuentro entre nuestros dos protagonistas: en
una escena de acertado suspense, el poli y el alienígena se miran
a la cara, pero el primero no siendo muy consciente de si de
verdad está viendo algo, aturdido por la violencia y el calor
asfixiante.

Y decimos “nuestros protagonistas” porque estos es lo que son


en verdad, ya que Predator tiene en esta entrega la más de las
escenas que tendría nunca en otra secuela, hasta la llegada de
las resultonas pero popularmente denostadas entregas de “Alien
versus Predator”. Predator tiene unas cuantas escenas en solitario,
es decir, sin otros personajes principales, en las que le vemos
desenvolverse y dar rienda suelta a su ferocidad. Descubrimos
nuevos cachivaches, más de los que conoceríamos nunca, y que
se repetirían en las siguientes entregas y en los cómics como parte
del equipo habitual de los Depredadores, y vemos cómo pelea
tanto de manera furtiva como cuerpo a cuerpo, cuando empieza

49
a enfrentarse al protagonista y a sus crecientes y curiosos
enemigos.

Esta entrega fue la que más y mejor extendió la idea que


ahora tenemos de la cultura Predator, y donde se estableció la
primera conexión con la saga de Alien, al mostrar, en una escena
dentro de la nave del cazador extraterrestre, un cráneo de
xenomorfo entre los de otras criaturas, como trofeos en una pared.
También se presentan los que muchos llamarían como “Ancianos”
en cómics y en fanfics posteriores, Predators de mayor edad y
experiencia que parecen supervisores o heraldos del ritual de la
caza de los más jóvenes.

Al final de esta película se establecen dos vínculos muy


importantes para lo que sería el futuro de la saga tanto en el cine
y otros medios como en la imaginación de los fans. La conexión
con Alien, por supuesto, y la cercanía de esta raza alienígena con
el ser humano en el gesto del “viejo Predator” que, antes de
volverse para irse con los suyos, recapacita un momento y decide
entregarle al protagonista una antigua pistola española,
recuperada sin duda de una excursión de caza de cientos de
años atrás. Con este gesto le reconoce su mérito en el combate,
pero también le desvela al ser humano la idea que la misma peli
entera significa: que siempre van a volver.

Esta nueva entrega, que puede superar en espectacularidad


y curiosidades fantásticas a la primera, mantiene inamovibles los
mismos valores filosóficos que implica la existencia de estas
criaturas en la realidad humana, y es una adición perfecta, como
todas las que llegarían, a la saga. Seguramente, la excelencia de
esta secuela se deba a contar con los mismos guionistas, también
creadores, de la historia de la primera entrega.

50
“Alien versus Predator” (2004), dirigida por Paul W. S. Anderson
(responsable de la “peculiar” saga de vídeo real de “Resident
Evil”), es una adaptación del encontronazo entre los dos seres
propiedad de la Fox que tiempo antes ya se habían unido a lo
largo de una serie de cómics licenciados y de algunos
videojuegos. Esta película y su secuela ya fueron analizadas en
mayor profundidad en el monográfico sobre Alien de la Revista
Historias Pulp #2, la cual podéis descargar en PDF gratis a
continuación, además de adquirirla en papel desde Amazon:

Revista Historias Pulp #2 Alien

51
Respecto a los Predators, que es lo que nos interesa ahora,
tenemos que reconocerle a esta entrega el ser la más
espectacular en cuanto a diseño y escenas de acción de estas
criaturas. Además de verlas vistiendo imponentes armaduras que,
por fuerza, deben llevar para resistir las bajas temperaturas de la
Antártida (en un guiño ambiental que nosotros siempre hemos
asociado a “La Cosa”), los Predators son más grandes, musculosos
y tienen las armas más elaboradas de toda la saga. Para colmo,
hay que recalcar el hecho de que esta es, junto a la segunda
película, una muestra de que los Predators pueden ir más allá de
esos suicidios por honor como parecen haber asumido algunos
autores y parte del público.

Predator se suicida en la primera entrega por una simple


razón: ya se estaba muriendo, aplastado bajo el tronco de una
trampa, además de que así elimina pruebas de su existencia. Pero
nada más. Lo demuestra el acertado enfrentamiento final de
“Predator 2”, cuando decide suicidarse activando su bomba ante
la idea de precipitarse a las calles y dejar un cadáver que los
humanos puedan examinar. Cuando el protagonista le corta el
brazo y consigue sobrevivir a la caída, el ser huye hacia su nave
tras remendar sus heridas en una de las mejores escenas de
aparatitos Predator de toda la saga. También es ejemplo de esto
el hecho de que el principal Predator de “Alien versus Predator”
llega a saber que lleva dentro un Alien, que lo está incubando, y
sigue su cruzada o prueba, como queramos llamarlo, asumiendo

52
que, al final, podrá volver vivo a la nave para que se lo extirpen
antes de morir.

También es la primera película que le echa huevos al


(irónicamente) poner a una mujer a la altura del Predator. Este
insólito hecho pareció pasar desapercibido, y parece seguir
pasando inadvertido, para el público popular, que más bien
parece considerar esta impresionante entrega como una obra
menor. Predator hace distinción en la protagonista por su arrojo
para enfrentarse a un xenomorfo, hasta el punto de llegar a
matarlo, y al considerar, ante el desmadre que se está
produciendo, que va a necesitar algo de ayuda para salir vivo de
la pirámide y llegar a controlar la infección de los Aliens.

Como en Predator 2, asistimos a la entrega a la protagonista


de un arma por parte de un Predator mayor, reconociéndole al ser
humano, esta vez interpretado por Saana Lathan, su valor, con lo
que descubrimos que estos seres no hacen distinciones entre
sexos, lo cual tiene que extenderse a su propia raza. Una
aportación más, cultural y social, al universo de los Predators, que,
por el momento, no veremos extenderse más en las películas,
haciendo que esta entrega sea todavía más valiosa si cabe.

53
“Alien versus Predator 2: Requiem” (2007) , dirigida por los
especialistas en efectos especiales de toda índole, los hermanos
Strausse (creadores de la peculiar saga “Skyline”), es, tras Predator
2, la siguiente peli en la que nuestro Depredador es prácticamente
uno de los protagonistas.

En esta secuela, además, Predator asume un rol que nunca


antes había tenido en las películas: el de un agente, un
investigador que acude a la Tierra no para cazar, sino para destruir
todo rastro de los Aliens y su propia raza tras el accidente que
provocó la concepción del Predalien, consecuencia directa de los
hechos de la anterior entrega.

54
En esta segunda película es en la que por fin se nos muestran
verdaderas armas nuevas, quizá solo propias de este nuevo
personaje por su función de “limpiador de desmadres”. Además
de mostrarse como uno de los Predator de tamaño ordinario más
fuertes físicamente, cuenta con herramientas propias como las
barreras láser o el ácido desintegrador azulado con el que
descompone los restos de los Aliens y de sus congéneres. Quizá
este ácido es el mismo que el extraterrestre de “Predator 2” usa
para su mezcla cauterizadora, en menor cantidad, lo cual le
atribuiría, de nuevo, a la segunda entrega, esta innovación en
equipamiento.

Los hermanos Strausse no se cortan con la violencia en esta


película, y aunque sea por muy breves momentos (para pasar la
censura de las distribuidoras) podemos ver muertes especialmente
sensibles, como la de algún niño, y mutilaciones especialmente
desagradables tanto de alienígenas como de personas. Es una
entrega con un argumento mucho más ligero que todas las
anteriores, y con personajes muy planos, que por su poco interés,
acaban convirtiendo a Predator, por primera vez, en el verdadero
protagonista. Puede ser un poco peor como historia, que la
anterior, pero sigue siendo una digna secuela, tanto de Predator
como de la saga “Alien”.

55
“Predators”, que es como se llama la tercera entrega de
Depredador “en solitario”, fue dirigida por Nimród Antal en el año
2010. Esta producción de Robert Rodríguez (director de “Planet
Terror” y “Alita: ángel de combate” entre muchas otras) nos
sugiere en su título la misma revelación que la secuela llamada
“Aliens”: en esta nueva historia van a haber varios ejemplares de
Predator a los que hacer frente.

La historia empieza de manera muy interesante, con varios


guerreros y asesinos de distinta clase, de todos los lugares del
mundo, arrojados por sorpresa a la selva de un lugar desconocido,
tras ser abducidos. Esta es una auténtica entrega de aventuras y

56
descubrimiento más parecida a la primera de toda la saga, con el
añadido de que las tensiones entre los protagonistas parecen ir a
desencadenar nuevos enfrentamientos.

También descubrimos que los Predators disfrutan cazando de


igual modo a otras criaturas, como la que ya señalamos hablando
de los efectos especiales de la primera, y que existe una raza de
Predators más grande y más fuerte, que parecen tener cierta
rivalidad con los que ya conocíamos de siempre.

Esta entrega une su línea argumental con “Alien versus


Predator” en el sencillo mantra de “El enemigo de mi enemigo es
mi amigo”, lo cual se decía la protagonista de aquella película
para convencerse de que, entregándole su arma de plasma al
Predator, obtendría su favor en pos de su supervivencia. En esta
entrega, el personaje interpretado por Adrien Brody (protagonista
de “King Kong” de Peter Jackson) se alía con el Predator cautivo y
torturado por los otros más grandes y salvajes, esperando que les
ayude a escapar.

De hecho, el plan casi funciona, y el Predator recompensa el


gesto indicándoles la nave en la que pueden escapar, y
advirtiéndoles que se hará volar contra sus enemigos. Otra cosa es
que luego el plan no salga como esperan, pero lo importante aquí
es el nuevo vínculo de entendimiento y colaboración entre
Predator y humano, que no se daba desde “Alien versus Predator”.
Con ello, esta nueva entrega, que es tan buena y espectacular
como las dos primeras, se liga al universo compartido con los
Aliens.

“Predators” es una entrega que se toma muy en serio a sí


misma, sin dejar de lado ciertas escenas de humor que tienen que
ver con la violencia y algún personaje un poco más loco que otro.
Las escenas de acción son muy buenas, con tiroteos y peleas
cuerpo a cuerpo, incluso podemos asistir a un duelo al estilo

57
samuráis del cine clásico japonés entre un humano y un Predator.
Para todos los que amamos a estos bichos y la saga de películas,
esta penúltima entrega resultó en su momento un monumento que
no hace otra cosa que mejorar, según pasa el tiempo.

“The Predator” (2018) es, por el momento, la última y más


polémica entrega de la saga. No sabemos por qué, pero no hay
que navegar mucho por Internet para darse cuenta de que la
gente parece muy dividida en la opinión, y que existe un claro
descontento general respecto a esta secuela.

Shane Black (director de “Kiss Kiss, Bang Bang” y “Iron Man


3”), que interpretó al personaje de Hawkins (el primero en morir) en
“Predator”, coescribe con Fred Dekker (el director y escritor de las
increíbles “El terror llama a su puerta” y “Monster Squad”) esta

58
historia, cuya mayor virtud es, como ya hiciera en su momento
“Alien Resurrection”, terminar por tomarse con un poco de humor
el encontronazo con estas criaturas. Eso sí, sin desmerecer en
efectos especiales, violencia y trama a ninguna de las anteriores.

Esta vez, el Predator no llega a la Tierra para cazar, siendo la


segunda, tras “Alien versus Predator 2”, en plantear una premisa
bien distinta a las demás entregas. Aquí huye de otros congéneres
tras robar algo que parecen llamar el “espécimen”. Así, y aunque
el ser que le persigue es bien distinto por efecto de una
manipulación genética, descubrimos que dentro de la sociedad
de los Predators parecen haber facciones con intereses bien
distintos, y cuyas razones, a pesar de las suposiciones de los
personajes de la película, se nos tienen que escapar totalmente.

Esta entrega, además de un humor políticamente incorrecto


que parece propio de la década de los ochenta (seguramente,
una aportación de Dekker y Black homenajeando el cine de
entonces, o reivindicándolo), se añade la figura de un niño, pero
no como un lastre para la historia por la absurda necesidad de
ponerlo para hacerla “más familiar”, sino más bien como una
crítica y una oportunidad de acercar la historia a la realidad que,
absurdamente, parecen querer los estudios y hasta el propio
público negarse: que los niños son personas, y que les ocurren
putaditas, y que poco importa que padezcan una dolencia o un
síndrome, porque eso, más bien, será una debilidad más que otros
aprovecharán.

Mientras la trama establece que el grado de autismo del niño


desencadena ciertos hechos, no dejamos de descubrir que todos
se burlan de él por su condición, llegando incluso los compañeros
del prota a llamarlo “retrasado” un par de veces. Al mismo tiempo,
y en un giro argumental que parece propio de un cómic (algo

59
que parecen no ver los eternos detractores que ahora parecen
creer que una historia en cómic es una Biblia), el chaval se acaba
convirtiendo en un objeto de interés para los Predator por su
capacidad intelectual, y pretenden en un momento dado
llevárselo para desmenuzarlo y aprovechar parte de su génetica
en sus dinámicas de recombinación.

La historia de la película nos lleva con muy buen ritmo de


unas situaciones a otras, aportando diálogos muy ingeniosos en
personajes que, por su interés y carisma, recuerdan al viejo equipo
de la primera “Predator”. También en esta entrega se nos ofrece
un nuevo personaje femenino bastante fuerte, interpretado por
Olivia Munn, el de una investigadora de biología que no duda en
perseguir al Predator para tratar de sedarlo, ante la idea de que
pueda armarla por ahí, estando suelto. También hay que destacar
las interpretaciones del equipo de soldados inadaptados, en
especial la de Thomas Jane, cuyo personaje padece un
convincente e hilarante síndrome de Tourette.

No dejan de sucederse mutilaciones y muertes espantosas y


rápidas como solo los Predators pueden llevar a cabo, y esta
entrega, si acaso tiene algo verdaderamente desconcertante
(que no necesariamente malo) es su revelación final, que no
sabemos si pretende convertir la saga en una franquicia al estilo
de los superhéroes o nos promete el inicio de una saga épica que
implique combates multitudinarios. Eso ya se verá.

En cuanto al resto de los medios, los miembros de Historias


Pulp no tenemos una experiencia directa con cómics, videojuegos
o libros dedicados en exclusiva a la figura de Predator, pero sí que
hemos encontrado un solvente artículo en la increíble página web
sobre cine y cultura en general Espinof, que sin duda os puede ser
una fuente interesante para, incluso indagar más allá:

60
“Los otros Predators, la saga continúa en cómics, novelas y
videojuegos”, un artículo de John Tones para Espinof

Como curiosidad, también os dejamos un vídeo que muestra


la evolución de todos los videojuegos de Predator desde el año
1987 hasta el 2005 en no más de 13 minutos. Curioso, cuando
menos:

Evolution of Predator Games 1987-2015

Poco más podemos añadir sobre el universo de los Predator,


al menos con conocimiento. Pero lo mejor de Predator está por
llegar en las siguientes páginas: una serie de relatos, tanto de los
participantes del concurso como de los miembros de Historias Pulp,
todos ellos fruto del cariño que le hemos cogido a esta salvaje y
violenta criatura que tanto gusta de darnos caza.

Y ahora… ¡que comience la función!

61
Tema musical
“Predator”

por Akiramarok

https://drive.google.com/file/d/1VG1cqZbZVUEBQFUcqAGg4edao
xRo_LQh/view?usp=sharing

62
63
Relato ganador del tercer
concurso Historias Pulp
—Predator—

64
El Autor

Raúl Montesdeoca

Nací siendo aún muy joven en Las Palmas de Gran Canaria, desde
la temprana edad de 6 años en que mi madre me compró mi
primer cómic me convertí en fan irredento de aquellos héroes y
heroínas más grandes que la vida misma que salían en aquellas
increíbles portadas ¡a todo color!

A los ocho años ya hacía mis primeros guiones de comics por


los que me podrían haber desterrado ad eternum del país por lo
malos que eran. Ahí seguí mi adolescencia y juventud siempre
entre cómics y a través de ellos llegué a las novelas pulp. La
primera vez que vi a Doc Savage fue amor a primera vista, era una
especie de crossover con Spiderman en un comic Marvel. Me
encantó aquel tipo y sus singulares ayudantes, luego me enteré
que protagonizaba sus propias novelas e incluso su propia
colección de cómics... para no aburrir, a partir de ahí la cosa ha
ido "in crescendo".

Realicé varios guiones de comics a nivel local pero como


había que ganarse los garbanzos me puse a estudiar la carrera de
Técnico en Empresas y Actividades Turísticas, mi otra gran pasión,
siendo canario casi que no me queda otra. He trabajado siempre
en torno al sector turístico, en hoteles, agencias de viajes,
compañías aéreas y estos últimos años dedicado a la enseñanza,
también sobre el turismo por si alguien lo dudaba.

65
Nunca dejé el sueño de tratar de publicar algún pulp,
maravillado por lo que personajes como El Coyote habían
conseguido siendo éxito indiscutible de ventas durante décadas
sabía que la fórmula todavía funcionaba, solo había que
actualizarla. Con eso en mente creé mi blog PROYECTO PULP,
destinado a promocionar la literatura pulp en el mundo hispano y
también una oportunidad de escribir por fin lo que siempre había
querido, un serial pulp. Así nació la Liga de Los Hombres Misteriosos
que empecé a publicar en Action Tales, un serial pulp que reúne a
algunos de los héroes más famosos de la Golden Age del género.

De ahí una cosa llevó a la otra, empecé a hacer otros fan


fictions y una incursión en el género steampunk del que también
soy un apasionado con los personajes Patrick Steed & Asa
Ishikawa, conocí a gente majísima también apasionados por la
idea de revitalizar el pulp y la novela popular en español.

http://proyectopulp.blogspot.com.es/

66
Deuda de sangre
por Raúl Montesdeoca

ACTO I

Thoh’kei pulsó el botón de alarma en el panel de control de la


Man’daca, la nave clase Trofeo que era motivo de orgullo para su
clan. Llevaba a bordo dos cazadores más, Yotall—Ai y a su
superior E’ka, sin olvidar a los diez cachorros ansiosos por pasar su
rito de iniciación. El aterrizaje iba a ser bastante movido. Lo que
prometía ser una rutinaria tarea se había complicado súbitamente
con la aparición imprevista de una tormenta de arena. El viento
azotaba con furia el casco de xerbinium. La resistente aleación
podía absorber sin problema el calor generado por la entrada en
la atmósfera, pero ni los estabilizadores iban a evitar que la nave
se sacudiese como un enfermo de fiebres.

La tripulación se agarró o aseguró como pudo para evitar salir


despedidos en uno de los peligrosos bandazos que
involuntariamente realizaba el transporte. La habilidad del piloto
resultó clave para que no acabasen estrellados contra una de las
grandes columnas de piedra natural que se hallaban
desperdigadas a lo largo y ancho de la árida llanura. Thoh’kei

67
consiguió posar el vientre curvado de la Man’daca sin causar a
sus pasajeros más que algunos golpes que no parecían revestir
mayor gravedad.

E’ka observó a los miembros de la partida de caza iniciática.


Los jóvenes parecían una manada de sabuesos de presa que
llevaran encerrados demasiado tiempo. La excitación por la
cacería que estaba a punto de comenzar los tenía inquietos y
nerviosos. Y eso era algo que al viejo yautja no le gustaba.
Deseosos de destacar y conseguir su bautismo de sangre, los
inexpertos aprendices eran un peligro para sí mismos y para el
resto de la partida. La falta de disciplina y el afán de protagonismo
formaban una mezcla letal cuando se encontraban en una
situación de combate. E’ka echó un rápido vistazo al grupo; sabía
que era muy probable que no todos terminaran el sangriento rito
de iniciación. Las promesas de gloria les cegaban y algunos
descubrirían de dolorosa manera que su mísero destino era morir
desangrado en aquel lugar remoto y polvoriento de la galaxia. Los
jóvenes parecían ignorantes a todo aquello, y se limitaban a
pavonearse con sus compañeros.

Puede que en algún momento de su vida él también se


hubiese comportado como aquellos prepotentes cachorros, debió
pensar E’ka al ver la escena. Pero ya no conseguía recordarlo.

Hacía mucho tiempo de su primera cacería y tras aquella


llegaron muchas más. A través de la galaxia cazó a todo tipo de
presas y llegó a ganarse el título de Ba—kev’thei, una distinción
muy honrada entre los miembros de su raza que le acreditaba
como uno de los más veteranos cazadores. Pero a E’ka le
interesaba cada vez menos la caza, ya no sentía las sensaciones
que los estúpidos jóvenes no conseguían disimular. Tenía tantos
trofeos que nada le quedaba por demostrar.

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No le había gustado la situación desde el principio. Sin
dudarlo habría preferido quedarse en su mundo natal con el
cómodo trabajo de instructor de combate. En los últimos tiempos
era poco habitual que E’ka participara en misiones de campo. De
no haber sido por la petición expresa de los ancianos jamás habría
aceptado venir. Pero se trataba de un caso especial. El planeta
en el que ahora se encontraban era un coto de caza en disputa
entre su propio clan y los Sables Oscuros. Cualquier fallo en la
operación podría ser aprovechado por sus adversarios para
hacerse con el dominio de la zona. Por esa razón los líderes habían
pedido a E’ka que comandara de forma excepcional la partida.
Al fin y al cabo, él había entrenado a los jóvenes, los conocía
mejor que ningún otro. La presencia del veterano guerrero les
daba ciertas garantías de que la cosa no se saliera de control.

El movido aterrizaje no era un buen presagio, pero había un


trabajo que hacer. E’ka se puso el yelmo, asegurándose de ajustar
correctamente las conexiones del respirador, y el resto de la
tripulación hizo lo propio. No es que la atmósfera fuera tóxica, pero
una exposición demasiado prolongada al aire del planeta podía
llegar a causarles mareos e incluso ocasionar un desmayo. Y si
algo había aprendido E’ka era que en una cacería siempre hay
que estar bien atento.

Dio la señal a su subordinado Yotall—Ai para que abriese la


rampa de desembarco.

Los cachorros apenas esperaron a que la pasarela tocase


suelo. Salieron como una estampida de rhynths. Incluso Espada
Reforzada lanzó un desafiante gruñido. E’ka se preguntó a quién
trataba de amedrentar aquel estúpido. El veterano yautja llamó la
atención al joven y a través del yelmo se pudo oír el entrechocar
de sus mandíbulas.

69
La advertencia del líder era clara: si continuaba con esa falta
de disciplina la próxima vez la cosa iría a mayores. Espada
Reforzada bajó la mirada y agachó la cabeza en señal de
sumisión.

Era común entre los que no habían pasado el Bautismo de


Sangre que no usaran un nombre yautja. Ese era un derecho que
debían ganarse. Puede que cuando estuviesen con sus familias
durante la infancia y la adolescencia tuvieran un nombre propio.
A E’ka eso no le podía importar menos. Hasta que fueran unos
Sangre Fresca de pleno derecho no conocerían otro nombre que
el apodo que él mismo les había asignado durante su
entrenamiento. Los Sangre Fresca eran el rango más bajo entre los
iniciados, pero al menos ellos tenían derecho a usar un nombre de
verdad.

Thoh’kei fue el último en abandonar la nave. Cuando la


rampa volvió a su posición inicial se activó el dispositivo de
camuflaje. Para cualquiera menos habituado a la tecnología de
los yautja podría haber parecido que el transporte simplemente
había desaparecido en el aire.

E’ka pulsó en el brazalete de muñeca el acceso a los sensores


principales de la Man’daca. El resto de la partida no pudo
observarlo porque el yelmo le ocultaba las facciones, pero bajo la
máscara de guerra el veterano cazador frunció la frente.

Volvió a repetir el proceso y obtuvo el mismo frustrante


resultado. Ni rastro del dron repartidor. Las únicas opciones que se
le ocurrían eran que hubiese sido destruido o desconectado, y
ninguna de las dos apuntaba a nada bueno.

Thoh’kei y Yotall—Ai esperaban las instrucciones de su líder y


el lenguaje corporal de los no iniciados delataba también su
impaciencia.

70
—¡Hult’ha! —dijo dirigiéndose a sus dos subordinados.

No hizo falta más para que los dos iniciados supieran cuál era
su tarea. El idioma yautja es bastante parco en palabras. Los dos
cazadores dividieron a los jóvenes en sendos escuadrones y se
repartieron el terreno que debían explorar.

Para E’ka era una bendición contar al menos con dos


expertos que sabían hacer su trabajo. Le preocupaba la ausencia
de señal del dron. Había sido lanzado desde la Man’daca siete
rotaciones solares antes del inicio de la cacería. La misión del
aparato era repartir por el terreno los valiosísimos huevos de los
kiande amedha. Los Carne Dura, como los llamaban los yautja.

Los cráneos de las peligrosas presas de sangre ácida eran de


los trofeos más codiciados. El dron esparcía la infección en un
entorno controlado para que los no iniciados los atrapasen y
demostraran así a la sociedad que eran merecedores de ser
llamados cazadores. Pero si no sabía dónde se hallaba el aparato
entonces el entorno dejaba de estar controlado. Si el asunto había
empezado mal, la continuación era mucho peor.

Durante un tiempo siguió intentando obtener nueva


información de la computadora de su brazalete, pulsando los
controles con las afiladas uñas. Una luz roja brilló en la pantalla.
Reconoció el código de inmediato. El escuadrón de Thoh’kei
había encontrado algo. Sin perder un momento, emprendió la
carrera para reunirse con su subordinado, ignorando las molestias
que la incipiente artritis le ocasionaba.

No tardó en divisar al grupo; se encontraban junto a unas


rocas de mediano tamaño en una amplia pradera salpicada de
pequeños arbustos espinosos. Rodeaban algo que se hallaba en el
suelo. E’ka hubo de acercarse bastante más hasta que reconoció
lo que miraban sus compañeros. El cuerpo esquelético y la larga
cola aserrada no dejaban lugar a dudas, se trataba de un kiande

71
amedha. Para ser más exactos, era el cuerpo de un corredor, por
la carencia de los característicos tubos dorsales de su especie.
Seguramente gestado en un lobo de los brezos, una especie de
reptil acorazado muy común en planetas del mismo tipo. El
veterano cazador se fijó en las dobles articulaciones que la
criatura tenía en brazos y piernas. Los corredores eran
fundamentalmente cuadrúpedos, lo que les daba una gran
velocidad de movimiento, si bien eran capaces de alzarse sobre
las patas traseras por cortos periodos de tiempo. La Carne Dura
solía tomar ciertos aspectos de su huésped, E’ka lo había visto en
innumerables ocasiones.

Pero lo más llamativo era que el parásito no tenía cabeza.


Había sido seccionada de un tajo limpio. El autor de la hazaña no
era ninguno de sus pupilos. De haberlo sido, los gritos de júbilo por
conseguir su primera presa podrían haberse oído desde la órbita
del planeta. En vez de eso los jóvenes se encontraban sumidos en
un extraño silencio. Sabían, al igual que E’ka, que la decapitación
se había realizado con una hoja grande y muy afilada.
Únicamente el xerbinium era capaz de cortar con tal precisión la
dura coraza natural de los kiande amedha. Probablemente se
había usado una naginata para el trabajo.

Había más cazadores en el planeta.

72
ACTO II

El hallazgo era más preocupante de lo que parecía a primera


vista. La presencia de otra partida de caza era una intromisión
inadmisible. E’ka estaba convencido de que se trataba del clan
Sable Oscuro. Eran los únicos con motivos para desafiar su
autoridad en aquel sector. La provocación era muy grave y
rompía todas las normas de conducta de los yautja. El uso de la
naginata revelaba que iban a por todas. No se trataba de un
grupo de jóvenes no iniciados, ningún cazador en su sano juicio
permitiría su uso a alguien que no hubiese probado su valía. Las
pesadas y poderosas armas de asta con doble hoja estaban
reservadas para los que habían pasado su Bautismo de Sangre,
por lo que la partida de los Sables Oscuros estaría formada por
guerreros más veteranos.

E’ka no sabía qué esperar de aquella situación. A pesar de las


numerosas cacerías y combates que llevaba sobre sus anchas
espaldas jamás se había encontrado una situación igual. Invadir el
territorio de otro clan estaba considerado como uno de los más
graves delitos por la ley de los yautja. Si llegaba a saberse, los
Sables Oscuros se arriesgaban a ser declarados Mala Sangre. Pero
para ello tendría que presentar primero las pruebas al Gran
Consejo de Ancianos y el veterano cazador presentía que si el
clan Sable Oscuro había llegado tan lejos no se lo iban a poner
fácil.

Las reglas del juego habían cambiado, ya no estaban en una


cacería sino en una guerra.

Lo primero que hizo fue mandar una señal de reunión al


grupo de Yotall—Ai. En cuanto llegaron, el líder activó el dispositivo

73
de camuflaje y se adelantó siguiendo el rastro del decapitado
kiande amedha. El resto de la partida le imitó y fueron tras sus
pasos.

No tardaron en llegar al lecho de un río seco cuyas riberas


cortaban el terreno casi a cuchillo, formando un cañón natural de
más de seis cuerpos de altura. La tierra de aluvión no estaba
cuarteada, así que era de suponer que en época de lluvias
todavía corría agua por allí. Ahora, en plena temporada estival y
con el calor de los soles que alumbraban el planeta, no se veía ni
una gota del líquido, pero la abundante presencia de vegetación
en sus márgenes indicaba su presencia en el subsuelo. Eso atraería
a la fauna local y, por extensión, también a la Carne Dura, siempre
deseosos de conseguir más huéspedes para sus embriones en su
inacabable y sangriento ciclo reproductivo.

Si los kiande amedha andaban sueltos significaba que los del


clan Sable Oscuro se habían hecho con el control del dron y
habían comenzado la cacería por su cuenta. Tenían que haber
estado esperando ocultos a su llegada desde hacía tiempo. No
era un incidente imprevisto; aquello estaba bien meditado y
planeado.

Volver a la nave y regresar a su mundo natal era impensable


de momento. Sin pruebas fehacientes de lo que estaba pasando
allí solo conseguirían ver empañado su honor. En su clan se
burlarían por huir de un combate sin presentar batalla y
abandonar un territorio. Los rivales del clan Sable Oscuro verían su
retirada como un acto de cobardía, algo que sin duda iban a
aprovechar ante el Gran Consejo para hacer valer sus pretendidos
derechos de caza sobre el planeta.

A un buen rato de camino, la partida observó que el cauce


del río cambiaba de dirección. En aquel punto la corriente debía
chocar con la gran pared rocosa que tenían justo enfrente y la

74
desviaba hacia el sur. Todavía quedaba en el margen opuesto
una charca de buen tamaño, alimentada por un manantial que
brotaba de la misma roca. Helechos de altura considerable y otros
tipos de exóticas plantas locales cubrían el verde rincón. Si bien no
se podía considerar un vergel ni una jungla, sí que era con
diferencia lo más frondoso que habían visto desde que llegaran a
aquel polvoriento planeta.

E’ka analizó con parsimonia el escenario. Era un lugar ideal


para encontrar nuevas pistas pero también lo era para sufrir una
emboscada. No debía precipitarse. Tras unos instantes señaló
hacia el fondo de cañón, dirigiéndose a Yotall—Ai.

El cazador interpelado asintió y se llevó a su grupo.


Comenzaron a descender la escarpada vertiente para acercarse
al oasis por el seco lecho del río. El líder hizo luego señas a Thoh’kei
para que su escuadra le siguiera por el borde superior del cañón.

El jefe de la partida se adelantó para observar con más


detenimiento la pared rocosa. El mecanismo del cañón de plasma
pareció cobrar vida propia cuando se armó sobre su hombro. A
Thoh’kei y al resto de su escuadra no les pasó desapercibido el
gesto de su comandante. Todos activaron también los cañones
automáticos y aferraron con más fuerza los bastones telescópicos.
Aquellas armas podían convertirse con un simple mecanismo en
una ligera pero robusta lanza que podía ser usada en combate
cuerpo a cuerpo o también ser lanzada como una jabalina. Hasta
un bisoño principiante sabía que cuando se trata de enfrentarse a
la Carne Dura es mejor no buscar demasiado las distancias cortas
para no ser afectados por su dañina sangre. Las armaduras de los
no iniciados eran muy básicas y carecían de las protecciones
antiácido que sí tenían las de sus superiores. Así eran las reglas de
la Caza. No era una tarea fácil ganarse el sitio en la rígida
jerarquía de los yautja.

75
Esperó hasta que el grupo de Yotall—Ai estuvo a la distancia
de un tiro de piedra de la charca. Fue entonces cuando, a través
del agujero por el que brotaba el manantial, comenzaron a salir
los kiande amedha, más de una decena de ellos. Como escupidos
por la misma tierra las criaturas se lanzaron en tromba sobre el
grupo de Yotall—Ai.

E’ka fue el primero en disparar. Su descarga de plasma


reventó a la más adelantada de las criaturas. Seguidamente se
inició una auténtica lluvia de descargas de los cañones. Yotall—Ai
también hizo blanco y mató a otra más. Aunque Thoh’kei acertó a
su objetivo, el impacto le alcanzó de refilón y no logró abatirlo. De
la cortina de plasma procedente de los no iniciados tan solo el
disparo de Combatiente Cegador dio en la carne de sus
enemigos; probablemente se debió más a la buena fortuna que a
su puntería, pero la cabeza del kiande amedha resultó
literalmente pulverizada.

Los xenomorfos se movieron con increíble rapidez por la


escarpada pared de roca, con la misma facilidad que si corrieran
por el suelo. Como si fueran un solo cerebro saltaron a un tiempo,
impulsándose con las delgadas pero fibrosas extremidades. En un
abrir y cerrar de ojos ya se encontraban a escasos pasos del
escuadrón dirigido por Yotall—Ai.

Desde la parte superior, E’ka, Thoh’kei y los suyos siguieron


disparando los cañones automáticos sin cesar. Esta vez fue el
joven apodado Máscara Salvaje el que se cobró una nueva presa;
su disparo partió la columna a una de las criaturas dejándola
inmóvil sobre el polvo. Otro más fue para la cuenta particular de
Thoh’kei, y E’ka también hizo lo propio, demostrando así por qué
era considerado un cazador extraordinario.

Yotall—Ai se plantó al frente de su escuadra en primera línea


de defensa. Disparó el cañón de plasma contra el enemigo que

76
tenía más cerca. La Carne Dura encajó el impacto pero no cayó,
sino que continuó la carrera con pasos tambaleantes. Con un
vertiginoso ataque el cazador clavó la lanza telescópica en el
pecho de la criatura herida y volvió a retirarse con igual rapidez,
dejándola definitivamente incapacitada para combatir. Un chorro
de sangre ácida cayó sobre su armadura, que siseó unos
segundos al ser corroída, pero la protección aguantó sin que el
peligroso y viscoso líquido llegara a tocar la verdosa piel. Tras él,
disparó el resto de la escuadra con poco acierto. Se notaba la
inexperiencia de los jóvenes en el combate.

Yotall—Ai se trabó en combate cuerpo a cuerpo con uno de


los xenomorfos, pero no pudo impedir que otros tres sobrepasaran
su posición y cayeran sobre los no iniciados. La criatura que se
encontraba con él lanzó su mandíbula extensible contra su pierna
derecha. Pudo notar cómo los afilados colmillos se hundían en su
carne. El cazador trató de zafarse de la presa del xenomorfo sin
éxito. En una distancia tan corta la lanza era más una molestia que
una ayuda. Se deshizo de ella y desplegó las cuchillas ocultas en
el brazalete de combate. Con un tajo de arriba hacia abajo
trinchó la cabeza de la criatura y retorció las hojas, removiendo
todo el repugnante contenido de su interior. Con un apagado
chillido de dolor, la Carne Dura dejó de moverse para siempre.

Dos de los cinco jóvenes que estaban por pasar por su


Bautismo de Sangre perdieron el temple al ver a los xenomorfos
cargar sobre ellos. Bien es cierto que las criaturas tenían una
presencia terrorífica y que no todos los yautja estaban preparados
para ser cazadores. Pero con sus acciones se habían deshonrado
al huir del combate, y ya jamás llegarían a ser siquiera unos Sangre
Fresca. Un kiande amedha se fue a por ellos y cayó sobre la
espalda de uno de los que huía, que se fue al suelo de bruces por
el golpe. No llegó a levantarse; antes de que pudiera reaccionar,
la cola aserrada de la criatura le atravesó la espalda hasta

77
aparecer por el pecho. El infortunado se sacudió con los estertores
de la muerte y exhaló su último aliento.

El no iniciado que consiguió escapar ya no volvería. No tenía


sentido hacerlo. Acababa de convertirse en un paria y había
perdido su sitio en la sociedad yautja.

78
ACTO III

Espada Reforzada fue de los pocos cachorros que mostraron


iniciativa. Sin dejarse amilanar por la ferocidad de la criatura
esperó mientras empuñaba con fuerza la lanza telescópica.
Esperó hasta que su objetivo estuvo casi encima de él y entonces
embistió con el arma al frente. El imprevisto movimiento cogió por
sorpresa al xenomorfo, que quedó ensartado en la hoja. Pero no
estaba muerto, seguía debatiéndose furioso para intentar sacarse
el afilado metal. Dio un barrido con la cola aserrada e hizo brotar
la sangre del muslo de Espada Reforzada, que quedó cubierto de
un brillante líquido verde.

La valentía del joven insufló ánimos en sus dos compañeros


más cercanos. Al ver al enemigo inmovilizado se unieron a la
reyerta y lo cosieron a lanzazos hasta que dejó de moverse de
manera definitiva.

Los dos últimos supervivientes del grupo de xenomorfos no


tuvieron oportunidad de causar más daños. Una descarga de
plasma del cañón automático de E’ka reventó literalmente al que
todavía seguía sobre la espalda del no iniciado caído. Al morir la
criatura roció todo en un radio de varios pasos con su dañina
sangre ácida, bañando el cuerpo del joven yautja que había
muerto. El espectáculo no era agradable de ver.

Yotall—Ai se unió a los jóvenes de su escuadra y no tardaron


en dar buena cuenta de la última alimaña que seguía
combatiendo.

El ataque había terminado.

79
E’ka y el grupo que le acompañaba descendieron de su
atalaya y se unieron al resto de sus congéneres. El líder se acercó
hasta el cuerpo del caído, un cachorro al que llamaba Guardia
Atronador. Poco importaba su nombre. Lo habían matado por la
espalda mientras huía de un combate. Nadie iba a recordarle.

Uno de los no iniciados del grupo de Yotall—Ai se quitó el


yelmo y se adelantó, abriéndose paso con estruendo entre sus
compañeros, hasta situarse frente al jefe de la partida de caza. Su
lenguaje corporal no dejaba lugar a dudas, las mandíbulas
inferiores completamente abiertas indicaban su enfado. Su mote
era Puro Orgullo, uno bastante acertado para describir el carácter
del inexperto cazador. Se plantó frente a E’ka y le dio un sonoro
manotazo en el hombro.

De inmediato todos los yautja se apartaron del insensato Puro


Orgullo y de su líder, procurando dejar el suficiente espacio por lo
que pudiera pasar.

E’ka no necesitaba demostrar nada a aquel arrogante


proyecto de yautja. Pero no podía dejar pasar la grave falta de
disciplina. Un no iniciado no tenía el derecho a retar a un cazador.
Si el joven insistía en comportarse como un bárbaro sin honor sería
tratado del mismo modo.

Sin previo aviso el veterano líder soltó un revés con el brazo


derecho que cogió por sorpresa al indisciplinado aprendiz. El
golpe lo envió de espaldas al suelo. Puro Orgullo no pareció tener
bastante e intentó volver a recuperar la verticalidad, pero Yotall—
Ai se lo impidió plantando su pie sobre el pecho del cachorro
derribado.

Entendía el enfado del joven, creía que habían sido usados


como cebo para atraer a los xenomorfos. Y en el fondo así era,
pero lo que el joven no alcanzaba a comprender era que, de no
haber cogido a los Carne Dura entre dos fuegos Guardia,
80
Atronador no sería la única baja que habrían tenido que lamentar.
Todavía le quedaba mucho por aprender al insolente no iniciado.

Puro Orgullo buscó desde el suelo las miradas de sus


compañeros, mas ninguno se la devolvió. Con un gruñido de
frustración reconoció su sumisión al fin.

El líder no prestó más atención a su rebelde pupilo. Había


cosas más urgentes por resolver.

Combatiente Cegador profirió un gruñido de advertencia y


señaló sobre la loma por la que habían descendido no hacía
mucho. Allí, flotando sobre el saliente, estaba lo que parecía ser
una especie de ave. Una observación más detallada dejaba claro
que no se trataba de un ser vivo por sus reflejos metálicos. E’ka lo
reconoció: era un dron de cetrería. Un aparato de vigilancia y
rastreo que estaba prohibido usar en una cacería según la ley
yautja. Los del clan Sable Oscuro eran expertos en tecnología y se
habían traído todos los medios a su disposición. El dron debía estar
transmitiendo las imágenes a tiempo real, así que sus rivales ya los
tenían localizados.

Un disparo brotó del cañón automático de E’ka y el aparato


electrónico explotó en una nube de chispas. Debía tratar de
ganar algo de tiempo.

Lo primero era alejarse del lugar. Los Sables Oscuros no


tardarían en aparecer. El líder de la partida lideró la apresurada
marcha de retirada. Después de un tiempo prudente, ordenó a sus
subordinados que acantonaran al grupo en una pequeña meseta
y que le esperasen allí.

La decisión de que su líder no se quedara con ellos causó


cierto estupor entre los jóvenes, como podía deducirse por sus
cabezas inclinadas hacia un lado, pero nadie cuestionó la orden.

81
Yotall—Ai y Thoh’kei organizaron la defensa. Si la orden de su
superior les incomodaba no dieron muestras de ello; conocían
cuál era su lugar. Los dos soles lucían en un cielo despejado en
todo su esplendor. Hacía calor incluso para los estándares yautja.
El tiempo parecía haberse detenido y cada instante se antojaba
una eternidad. Siempre estaban en tensión, esperando ver
aparecer en cualquier momento a los Sables Oscuros. Poca o
ninguna esperanza albergaban ya de que se encontraran en el
planeta para otra cosa que no fuera acabar con ellos y reclamar
el coto de caza para su clan.

Yotall—Ai y Espada Reforzada aprovecharon los momentos


de relativa tranquilidad para tratar sus heridas con los botiquines
médicos. La herida del joven no parecía grave, le bastó con un
par de grapas, desinfectante y algo de calmante. Yotall—Ai en
cambio observó con preocupación el círculo de color morado
que se había formado en el lugar donde el corredor le había
mordido. Tenía todo el aspecto de que la alimaña le había
inoculado algún tipo de veneno. Se inyectó un estimulante y
confió en que con aquello fuera suficiente.

En el límite del rango de sus lanzadores de plasma y hacia el


sur comenzó a levantarse una nube de polvo. Pronto pudieron oír
el apagado sonido de los motores de una nave. Era una
Man’daca similar a la que les había llevado hasta aquel planeta.
Cuando tomó tierra y se desactivó el campo de camuflaje
pudieron confirmar por el color y los distintivos del casco que era
propiedad del clan Sable Oscuro.

Tras unos instantes de tenso silencio que nadie se atrevió a


romper, la rampa de desembarco comenzó a abrirse. Alrededor
de una veintena de guerreros salió del vientre de la nave. Iban
ataviados con pesadas armaduras completas, discos buscadores,
biomáscaras y todo tipo de armas. Thoh’kei y Yotall—Ai

82
intercambiaron una mirada. Ambos se dieron cuenta de que
ninguno sobreviviría para ver otro amanecer.

—¿E’ka? —preguntó Thoh’kei por el paradero de su líder.

La única respuesta que obtuvo del otro cazador fue un


encogimiento de hombros.

Como si hubiera sido convocado por sus palabras, E’ka


apareció tras ellos. No le habían oído llegar. A pesar de sus largos
años, el veterano cazador seguía siendo sigiloso como un sabueso
de presa. El grupo al completo quedó pendiente de las
instrucciones del jefe de partida.

E’ka les indicó que esperaran mostrando las palmas de las


manos hacia abajo. Seguidamente comenzó a descender la
empinada pendiente que descendía de la meseta hacia el llano
en dirección a la nave.

—¡M—di mar’ct! —les dijo E’ka a los recién llegados mientras


se acercaba con las manos en alto.

Podía ver que los Sables Oscuros se movían inquietos. No se


esperaban un parlamento y dudaban entre si debían aprovechar
la ventaja o escuchar lo que aquel loco tuviera que decir. Fuera
como fuera, dejaron que E’ka llegara lo suficientemente cerca
como para tener la nave a tiro.

En la reciente escapada había aprovechado para ir a su


nave y cargar el cañón automático con granadas de plasma. No
eran un arma honorable, pero no se podía demostrar honor a unos
traidores que ni siquiera entendían el significado de la palabra.

Cinco proyectiles brotaron del cañón de hombro de E’ka,


que enfilaron directos hacia la nave de los Sables Oscuros. La
rampa seguía todavía abierta y por allí se colaron las cinco estelas
de fuego. El efecto de la explosión se multiplicó por diez al detonar

83
las granadas en un espacio cerrado. El transporte se convirtió en
una enorme bola de fuego, que se llevó de paso las vidas de
cinco Sables Oscuros al ser devorados por la nube de plasma.

—¡Dhi’ki—de! ¡M—di h’chak! —gritó con furia desatada E’ka


arqueando hacia atrás la espalda y abriendo por completo sus
cuatro mandíbulas a un tiempo.

A su señal Yotall—Ai, Thoh’kei y el resto de los no iniciados


abandonaron la protección de la atalaya y cargaron como una
manada de fieras salvajes contra los sorprendidos Sables Oscuros,
al tiempo que echaban sobre ellos una espesa cortina de plasma.

84
ACTO IV

Thua’ja observó el desolador panorama a su alrededor. Podía


parecer una victoria, pero estaba muy lejos de serlo. Era un
auténtico desastre. Puede que los enemigos del clan Sable Oscuro
estuvieran todos muertos, pero el coste pagado había sido terrible.

Habían perdido una nave y a quince guerreros de élite. Iba a


ser muy difícil de explicar a los ancianos cómo podía haber
ocurrido algo así cuando tan solo se enfrentaban a tres guerreros
con equipo de cacería y a un grupo de no iniciados. No le
preocupaban las consecuencias. Nada de lo que había sucedido
allí se sabría jamás, a los ancianos no les interesaba. De saberse
sería el fin definitivo para todo el clan. Pero la muerte de sus
guerreros iba a ser una pesada carga que soportar para Thuah’ja.

Incluso sentía cierto pesar por sus enemigos. Cuando llegó el


momento de la verdad se habían comportado como auténticos
guerreros. Su valentía tendría que haber sido recordada en un
poema épico. Ni siquiera ese consuelo tendrían. Todo debía ser
olvidado por el bien del clan Sable Oscuro. Nadie sabría jamás
como E’ka había acabado con tres de sus guerreros en
inferioridad de condiciones. Cuando exhaló, llevaba más de dos
decenas de feas heridas sangrantes encima. Hasta los no iniciados
vendieron bien caras sus vidas. Pero la superioridad numérica y
táctica hizo que su intento resultara inútil. Acabaron cayendo bajo
el poder de fuego de los Sables Oscuros.

Lo que tenía que hacer ahora era tratar de salvar algo del
tremendo fiasco. Todavía había una oportunidad. La nave de sus
enemigos seguía en el planeta. No debería ser difícil anular los
cierres de seguridad. Con ella podría regresar para dar aviso a su

85
clan. El coto podía ser ocupado con facilidad ahora que no había
presencia de clanes rivales. Una vez bajo control de los Sables
Oscuros, el Gran Consejo no se arriesgaría a una guerra civil por
unos míseros terrenos de caza.

Junto a otro de los guerreros supervivientes comenzó a apilar


los cuerpos de sus compañeros caídos para luego transportarlos a
la nave tomada a sus enemigos. Ehn’tha señaló hacia los
cadáveres del otro clan.

—N´dhi—ja —respondió Thua’ja.

A Ehn’tha le sorprendió la respuesta de su líder. No era


habitual mostrar ese desprecio por un enemigo yautja. Dejar los
cuerpos a la intemperie era considerarlos como a bestias. Pero no
era su responsabilidad cuestionar las decisiones de Thua’ja. Lo
único que quería era irse de aquella polvorienta bola de tierra
perdida en el espacio y olvidar lo que había sucedido. Conseguiría
grandes favores de los ancianos del clan con mucha
probabilidad, pero en su interior sabía que ningún honor obtendría
de lo que a todas luces era una traición.

Algún tiempo más tarde el dúo pudo ver acercarse por el


cielo desde el este a la nave de sus rivales. Los otros guerreros de
la partida habían ido a buscarla y finalmente regresaban. Apenas
tres más, de una partida de veinte, seguían con vida. A toda prisa
subieron a bordo a sus camaradas muertos, pues ninguno quería
pasar más tiempo del estrictamente necesario en el lugar. Una vez
terminada la tarea embarcaron sin volver la vista atrás.

De haberlo hecho quizás podrían haber visto la silueta que se


movía agazapada a los pies de la cercana meseta. Era el joven
que había huido del combate con los xenomorfos. Había vagado
solo sin saber qué hacer desde entonces. El ruido del combate y la
enorme explosión había atraído su atención hacia la zona. Algo

86
muy grave debía haber pasado y su natural curiosidad hizo el
resto.

En aquellos momentos no tenía nombre. El familiar había


perdido su sentido hacía tiempo, menos todavía tenía el mote que
E’ka le había puesto. Ya nunca tendría tampoco un nombre
yautja, ahora era menos que un no iniciado. Un descastado.

Puede que ningún miembro de su raza le considerara digno,


pero eso no impedía que el odio y la rabia llenaran su pecho.
Había visto desde la distancia lo sucedido. Le daba igual la ley de
los yautja, no significaba ya nada para él. Esto era algo personal,
nadie merecía ser tratado de aquella manera. Esos traidores
deberían pagar por sus crímenes.

No se le ocurría qué podía hacer él cuando ni siquiera había


sido capaz de enfrentarse a un xenomorfo. Había sentido miedo y
se había dejado llevar por él. Abandonó su puesto y eso le había
costado la vida a Guardia Atronador. Se lo debía a su compañero
muerto. Había sido un cobarde una vez, pero no quería seguirlo
siendo durante el resto de su vida, fuera ésta corta o larga.

Vio cómo la nave en la que había llegado al planeta


comenzaba a despegar, secuestrada por los traidores del clan
Sable Oscuro. Corrió con todas sus fuerzas para nada. El transporte
se alejó a toda velocidad sin que sus ocupantes se percataran de
la presencia del superviviente.

La frustración y la rabia dominaron al ronin, el guerrero sin


clan, que gritó impotente al cielo. Abatido se dio la vuelta y su
vista se posó sobre los cuerpos sin vida de sus excompañeros. Una
idea le cruzó la cabeza y rugió ansioso. Comenzó a rebuscar entre
los cadáveres como si se hubiera vuelto loco. Tratar así el cuerpo
de un compañero caído hubiera sido considerado un deshonor.
La situación era desesperada y no había tiempo para sutilezas.

87
Encontró a E’ka. Al ver cómo había quedado no pudo evitar
dar un respingo entre el miedo y la sorpresa. Su final tuvo que ser
terrible. No había lugar de su cuerpo que no estuviese quemado
por el plasma o desgarrado por las temibles cimitarras que daban
nombre al clan Sable Oscuro.

Encendió la computadora de batalla del brazalete del


fallecido líder y accedió al programa de autodestrucción de la
nave. El protocolo de seguridad pidió que confirmara su identidad.
El ronin tomó con todo respeto la fría mano derecha de E’ka y
colocó lentamente sobre la pantalla el índice de su antiguo líder.

El sistema reconoció la huella e inició la cuenta atrás.

—Dtai’k—dte sa—de nav’g—kon dtain’aun bpide. Nau’gkon


dtain’aun bpi—de —recitó el ronin un antiguo proverbio de los
[1]
yautja.

Aunque la nave ya se perdía entre las capas superiores de la


atmósfera pudo distinguir en el cielo el destello de la explosión y
sintió una grata sensación recorriéndole el cuerpo. Los Sables
Oscuros iban a quedarse sin su recompensa, después de todo.

No se entretuvo demasiado a disfrutar de su victoria. Sin


perder tiempo se puso a colocar los cuerpos de sus compañeros
para luego incinerarlos con cargas de pl 1asma. Dejarlos sin
protección y a su suerte en la naturaleza salvaje no era solo un
insulto por parte de los Sables Oscuros. Si quedaba alguna Carne
Dura viva en el planeta se exponían a que pudiera gestarse una
abominación. Y era bien sabido que si había algo en lo que los
kiande amedha eran expertos, eso era sobrevivir en las más
adversas circunstancias.

1 La lucha que ha empezado no termina hasta que termina.

88
El futuro era más incierto que nunca. Ser ronin no se le
antojaba un destino tan cruel después de todo. No quería ser un
peón prescindible al que los Ancianos sacrificaban en sus juegos
de poder allá en sus cómodos salones. Un alto número de buenos
guerreros habían muerto aquel día por parte de ambos clanes
para nada. O para que todo continuara exactamente igual que
al principio. Le parecía un desperdicio estúpido de vidas.

No, ser ronin no era tan malo. Incluso podía ser un buen
nombre. Ronin, definía muy bien lo que ahora era.

Algo se movió en los límites de su visión. Ronin se giró a tiempo


de ver cómo un corredor se deslizaba entre dos grandes piedras
en la distancia. Tal y como sospechaba, los Carne Dura habían
sobrevivido. No era de extrañar, no habían tenido ningún control
sobre las criaturas durante la accidentada cacería.

Supuso que, en algún momento, los de su antiguo clan


vendrían hasta el planeta al ver que su expedición no regresaba.
Podía pasar mucho tiempo hasta que eso sucediera. Mientras
tanto, Ronin iba a conseguirse sus propios trofeos de caza.

Se pertrechó con el mejor material que pudo obtener de los


equipos de sus antiguos compañeros y comenzó a seguir el rastro
del kiande amedha. Su tarea iba a ser eliminar por completo la
presencia de los peligrosos parásitos de aquel mundo.

El futuro todavía estaba por ser escrito.

89
Relatos seleccionados del
tercer concurso Historias
Pulp
—Predator—

90
El Autor

Xavi Marturet

Nacido en Barcelona, en 1967.

Escritor de guiones de cómics y animación, así como de


diversos relatos siempre dentro del mundo de la fantasía y ciencia
ficción.

Sus primeras colaboraciones fueron múltiples traducciones,


artículos y correos del lector para ediciones en castellano en series
de First Comics, Marvel Comics, DC Comics y Eclipse.

De ahí, pasó a ser responsable de ediciones e incluso


redactor y editor en varias editoriales, para finalmente iniciar su
carrera como escritor y guionista.

Han sido múltiples las series y colaboraciones, por lo que


destacaremos las más significativas.

En 1995 comenzó a trabajar para Marvel como guionista. En


esa etapa, fue creador y guionista del grupo Euroforce junto al
dibujante Paco Díaz.

En 1997 aparecería el primero de los tres números que firma


como guionista de Savage Sword of Conan. En España, estos
números aparecieron en el tercer volumen de "La Espada Salvaje
de Conan". Los dibujantes de estos números fueron Pino Rinaldi,
Mike Ratera y Rafa Sandoval (que en aquel entonces firmaba
como Rafa López).

91
En 1999 escribió nuevos guiones, esta vez para la serie de
animación Fantaghirò, de BRB Internacional.

Ese mismo año nace la editorial independiente Dude Comics


y entre sus títulos de lanzamiento está la serie limitada Creatures,
escrita y co—creada junto al dibujante Paco Díaz.

Ángel L. Marín, autor y creador del juego de rol Steam States,


contacta en 2013 con Xavi Marturet y le ofrece escribir un relato
inspirado en ese mundo de temática a caballo entre steampunk,
western y fantasía heroica. En ese libro de relatos titulado "Historias
de Ansalance" (Edge Entertainment, 2014) aparece finalmente no
uno, sino dos relatos largos firmados por Xavi Marturet.

Tras estos dos relatos y diversas colaboraciones con el juego


de rol Steam States, se inicia un ciclo de colaboraciones, ahora ya
dentro del mundo Pulp.

Animado por gente como Miquel Giménez (escritor y


periodista), Pako Domínguez (editor de Dlorean Ediciones),
Alberto López Aroca (escritor y editor de la revista Ulthar), y
especialmente por el gurú del pulp Raúl Montesdeoca, comienza
el nacimiento de diversos nuevos relatos y novelas.

El primero en ver la luz de todos esos nuevos trabajos es la


historia de Conan el bárbaro "El templo en la jungla" ("Espadas
Salvajes" Año 1, Vol. 1, Suseya Ediciones, 2019).

El segundo en ver la luz es el siguiente relato de Predator al


que preceden estas líneas: Un relato corto nutrido de la esencia
del más clásico Predator.

Xavi Marturet vive actualmente en Barnacity junto a su mujer,


su gato y su perra.

92
Cuando el mundo se lo permite, sigue trabajando en una
novela larga del universo Steam States y en una novela larga para
el tercer número de "Espadas Salvajes".

También trabaja en otras novelas que, por ahora, quedan en


el misterio del anonimato.

93
Apagado
por Xavi Marturet

Planeta JG 2311b – Año terrestre: 2218

La elevada temperatura junto con los niveles de metano y agua


eran la combinación perfecta. Aquel exoplaneta era una de esas
casualidades del universo donde se conjuntaban todo tipo de
factores para crear un hábitat. Y este en concreto gozaba de
todo lo necesario para ser un buen terreno de caza.

Por ese motivo, los hish lo visitaban al menos un par de veces


cada ciclo, y hoy era el día de una de esas visitas.

Horas atrás, una nave yautja aterrizó en una de las amplias


altiplanicies que sobresalen por encima de una frondosa selva.
Ahora, ninguno de sus cinco tripulantes estaba en su interior, pero
no se encontraban de caza. En esta ocasión, cuatro de ellos se
limitaban a observar atentamente la consagración de un Sangre

94
Joven como nuevo miembro de su clan. Por esa razón,
permanecían quietos y ocultos con su camuflaje a la finalización
del combate que el vástago mantenía a cincuenta metros contra
una de las bestias de aquellos parajes.

El Sangre Joven se había adentrado en la zona selvática.


Poco a poco, obligó a su presa a ascender hasta aquel llano
elevado. Su intención era que los adultos pudieran ver el
desenlace de su enfrentamiento contra aquella bestia.

Los cuatro hish consideraban a aquel nativo como una presa


digna para la prueba que el joven debía superar. Era un ejemplar
tan temible como magnífico. Su aspecto era el de un bípedo de
algo más de unos tres metros de altura y el doble de fornido que
cualquiera de ellos. Bajo su frente arrugada, disponía de unas
fauces capaces de arrancar media cabeza de un mordisco, y su
fuerza era descomunal. Aquellos brazos podían partir en dos a su
rival sin apenas esfuerzo. Pero lo que lo convertía en una bestia
especialmente admirable como presa de combate era la piel que
recubría todo su cuerpo. Estaba tan curtida como una armadura y
era imposible que sus afiladas hojas la atravesaran de un solo
golpe. Si a eso le sumaban la tremenda velocidad y agilidad de
aquel gigante selvático en un planeta cuya gravedad era mayor
de lo habitual, su caza implicaba un gran honor.

A pesar de recibir un potente golpe de su presa, el Sangre


Joven supo rodar por el suelo para amortiguar el impacto,
recuperar la verticalidad y contraatacar. Esta vez prestó máxima
atención al corte que antes había conseguido realizar en el grueso
cuello de la bestia. Aunque no definitivo ni sangrante, era
profundo, y prueba de ello era que su rival sacudía la cabeza y se
tocaba la zona constantemente.

El joven Sangre Joven no dudó. Era su momento de ventaja, y


atacó. Lanzó su puño con fuerza contra la zona herida del cuello

95
y, en esta ocasión, las dos cuchillas consiguieron traspasar la
gruesa piel por la hendidura. Un grito de dolor resonó en la planicie
y, al instante siguiente, su presa se desplomó contra el suelo
rocoso.

Satisfecho, el Sangre Joven se quitó su casco, cogió aire y


alzó sus brazos a la vez que bramaba con todas sus fuerzas su
victoria. Luego se giró hacia el lugar donde sabía que le
observaban sus mentores, ocultos por los dispositivos de camuflaje.
Esperaba un signo de aprobación antes de proceder a cortar su
trofeo, como era costumbre. Pero algo sucedía. Algo llamaba la
atención de los hish más allá del combate, y pronto descubrió el
motivo.

Desde el otro lado de la planicie, cuatro esferas metálicas del


tamaño de un puño sobrevolaban a gran velocidad aquel
altiplano. Uno de los hish apuntó con el visor de su casco hacia
una de ellas y el arma de su hombro lanzó un certero disparo que
la hizo volar en pedazos.

Las tres esferas restantes se separaron sin dejar de describir


círculos a una velocidad cada vez mayor. Una de ellas planeó por
encima del Sangre Joven pero, como si cambiara de idea, volvió
hacia donde el grupo y la nave se encontraban.

Los hish hablaron entre ellos. Dispararon de nuevo, pero las


esferas esta vez esquivaron sin problemas las ráfagas y se lanzaron
directas hacia ellos. Era evidente que el modo de camuflaje no
era un problema para aquellos artefactos.

En apenas fracciones de segundo, las tres bolas metálicas


pasaron de largo a través de ellos. Literalmente. Atravesaron los
cuerpos de tres de ellos a tal velocidad que no dio tiempo a
reacción ninguna. Sus camuflajes chisporrotearon y los cazadores
cayeron al suelo mientras las esferas entraban en la nave
convertidas en estelas plateadas. Quedaba en pie un hish junto a
96
la nave, pero poco pudo hacer. Aquellos artefactos pasaron sin
problema a través del fuselaje e hicieron estallar la nave con una
potencia tal que el cuarto hish murió en el acto.

Al Sangre Joven apenas le había dado tiempo a iniciar la


carrera hacia la nave, cuando aquella onda expansiva lanzó al
Sangre Joven a varios metros y quedó semiinconsciente en el
suelo.

Como no perdió la conciencia por completo, se dio cuenta


de que un terrible dolor atenazaba su pierna izquierda. Enseguida
supo que un trozo de metralla ardiente se le acababa de incrustar
en el muslo. Incluso percibía el olor de su propia carne quemada,
pero no tenía fuerzas para reaccionar.

Por el flanco izquierdo del altiplano aparecieron tres figuras


que se aproximaron a él. Ahora, sin la ayuda de su casco, apenas
podía distinguir tres borrones. No fue hasta tener a uno de ellos de
pie a su lado cuando reconoció a aquella raza que su clan había
cazado tantas veces desde incontables ciclos atrás.

Humanos.

***

Madsen se acercó a aquella criatura. El plan había salido a la


perfección y ya tenían a un yautja, o depredador, como solían
llamarlos. La Fundación Gilberhill ofrecía tal cantidad por
conseguir a uno de ellos con vida que aquella jugada le podría
suponer su jubilación anticipada como mercenario.

—Madsen, no te acerques tanto a esa bestia.

97
—No te preocupes, Neals —contestó el bravucón sin dejar de
morder su puro—. Este desgraciado sabe que le estoy apuntando
con un arma y que, como intente algo, sus sesos pasarán a formar
parte del paisaje.

A unos pasos detrás de Neals y Madsen, Hugh terminaba de


escanear la zona donde habían hecho explotar la nave.

—Maldita sea, Madsen —dijo, sin dejar de mirar su escáner—.


Nos la hemos jugado bien. Esta nave podía haber provocado una
explosión mucho mayor.

—Deja de quejarte, Hugh, y no seas nenaza —respondió


Madsen—. Las esferas hicieron su trabajo.

—Eso es cierto, Hugh —dijo Neals—. Esas esferas desactivaron


el núcleo antes de volarlo todo. Era seguro.

—Con estos depredadores no hay nada seguro, Neals.

—¡Ahí sí que te voy a dar toda la razón del mundo! —dijo


Madsen—. Fijaos en lo que está haciendo nuestro amiguito.

El yautja había recuperado lo suficiente el conocimiento para


saber que aquellos hombres los habían derrotado. Por ello, su
prueba de caza era un fracaso consumado y solo le quedaba
morir con honor. Activó los controles de su muñequera, que ya
iniciaba su cuenta atrás, y se dispuso a esperar.

—Pues fíjate bien en esto, colega —le dijo Madsen al tiempo


que le mostraba al yautja un panel digital mucho más pequeño
en su propia muñeca—. ¿Ves estos botoncitos? Pues solo tengo
que marcar este, este y este otro, y... ¡apagado!

Una vez Madsen terminó de pulsar su pantalla táctil, el joven


depredador oyó un pitido proveniente de su antebrazo. La cuenta
atrás de su dispositivo se había detenido. Pulsó un par de veces sus

98
controles para reactivarlo, pero era inútil. De algún modo, aquel
humano había paralizado su dispositivo.

—Y ahora, muchacho, vamos a asegurarnos de que te dejas


esposar correctamente.

Dicho esto, Madsen apuntó con su rifle al pecho del


depredador, mordió su puro y disparó una ráfaga aturdidora justo
con la potencia precisa para dejar inconsciente a un yautja.

Hugh encabezaba el grupo unos pasos por delante de sus


compañeros. Tras él, el depredador caminaba ante Madsen, que
seguía con su eterno cigarro en un lateral de la boca y su
inseparable machete en mano. Neals, mochila en ristre y rifle en
mano, cerraba la comitiva justo detrás del grandullón del puro.

Hugh revisó de nuevo las coordenadas en su pantalla


holográfica. Todo era correcto y se dirigían hacia el punto de
recogida. Apenas cinco minutos antes, Gómez le confirmaba
desde la nave orbital que pasaría sobre ellos en unos cuarenta
minutos. Por precaución, la Antares VII se mantuvo en órbita GEO
justo en el otro lado del planeta para evitar así su posible
detección por parte de los yautja. Pero una vez informaron a
Gómez de la captura del depredador y la destrucción de la nave
alienígena, el piloto ya había iniciado rumbo a la zona de
encuentro.

Para regresar a la Antares VII, el equipo de tierra tenía que


volver a la lanzadera con la que descendieron a la superficie.

Habría sido mucho más fácil tener a la lanzadera en un lugar


más cercado, pero las pasadas experiencias con los
depredadores siempre avisaban que toda precaución era poca.

99
Por eso, cuando descendieron de la Antares VII y entraron en
la atmósfera con su lanzadera, lo hicieron a un punto alejado.
Luego, planearon varios kilómetros todo lo a ras posible de la
superficie para evitar ser detectados. Aterrizaron junto a un lago
sito en aquel valle a pie del altiplano del que ahora descendían.
Nada más desembarcar, Hugh ocultó la lanzadera en el fondo del
lecho del lago con su control remoto. Y así pudieron iniciar la
misión ascendiendo a pie por el bosque hasta localizar y capturar
a uno de aquellos temibles cazadores alienígenas.

Ya solo les quedaba llegar hasta el valle, sacar la nave del


lago y embarcar rumbo a la nave orbital que les esperaría justo
encima de sus cabezas. Lástima que las características de aquel
planeta no permitieran el control remoto a distancia ni de la
lanzadera ni de las esferas explosivas de titanio, pero eso era algo
que Hugh ya tenía asumido desde antes del desembarco.

Hugh desconectó la pantalla holográfica cuando resonó un


chasquido eléctrico. No era su dispositivo. Fuera lo que fuera, sonó
a sus espaldas y lo sobresaltó.

—¡Déjate de tonterías, maldito salvaje!

Quien gritaba era Madsen. A sus pies, el joven depredador se


recuperaba de una descarga recibida mediante las aparatosas
esposas de sus muñecas. Se las pusieron mientras estuvo
inconsciente. También lo desarmaron y desnudaron casi por
completo. Todas sus cosas las llevaba ahora Neals en su mochila.

Ahora, aquel alienígena apenas vestía su taparrabos. A la


vista quedaba la fuerte herida por metralla en su muslo izquierdo,
cubierto en buena parte por aquella sangre fosforescente.
Realmente, cojeaba con motivo.

Aquellas esposas eran un ingenio tan aparatoso como eficaz:


un bloque compacto y metálico del tamaño de un ladrillo que se

100
abría y cerraba electrónicamente. Dentro llevaba localizador,
batería de descarga a varios niveles e incluso medidores de
constantes vitales. Pero por muy computerizado que estuviera,
para el prisionero era como portar un pesado yunque.

Por un instante, el joven yautja pensó que podría golpear con


ellas a sus captores, pero acababa de descubrir de la manera
más dolorosa que el llamado Madsen, el más grande y bravucón
de los tres, disponía de un artefacto con el que electrificaba
aquellos curiosos grilletes.

Ahora, el depredador notaba el olor de su piel por las


quemaduras eléctricas en sus muñecas y antebrazos. Tendría que
esperar a encontrar otra manera de zafarse de aquellos humanos.
Solo necesitaría una oportunidad.

El que iba por delante tenía aspecto débil y siempre estaba


centrado en sus artilugios. Actuaba más como un amengi que no
como un humano.

El que portaba sus armas y vestimenta en su mochila, a unos


pasos por detrás, parecía un buen guerrero, y empuñaba un rifle
automático de repetición que recordaba como bastante común
en los humanos. Con él podía disparar proyectiles y descargas,
como la que le dejó aturdido antes. Pero, por muchas armas que
tuvieran, un buen guerrero humano nunca sería rival de un yautja.

El llamado Madsen era el más peligroso. Mucho más grande


que sus compañeros. Golpeaba sin dudar, nunca bajaba la
guardia y, a pesar de sus armas, le gustaba empuñar una especie
de espada de hoja ancha. Sería difícil que se dejara sorprender,
por lo que tendría que matarlo de un único golpe cuando tuviera
ocasión.

—¿Por qué esa descarga, Madsen? —preguntó Neals


mientras se secaba el sudor de la frente.

101
—Se envalentonó. Quería golpearme con las esposas y se ha
ganado su primera sacudida.

—Pues ves con cuidado con freírlo demasiado. No me


gustaría tener que cargar con un tipo de más de dos metros a
través de la jungla.

—Fijaos, está herido —dijo Hugh desde unos pasos más


adelante—. La pierna de la que cojea tiene mala pinta. Eso sí que
podría retrasarnos.

—¡Pues que se joda y camine! ¿No querrás que le ponga una


tirita ahora, Hugh? —rió Madsen, que le propino una patada al
depredador—. ¡Arriba de una vez, gandul!

El yautja se levantó lentamente y miró a los ojos a Madsen.

—¡He dicho que camines! O caminas, o te suelto otro regalito


—dijo el mercenario mientras sostenía a la vista el dispositivo con el
que activaba las descargas.

Unos minutos más tarde, Neals miró su dispositivo de muñeca.

—Creo que vamos muy bien de tiempo, ¿verdad, Hugh?

—La verdad es que sí.

—Pues yo tengo que parar un segundo —dijo Neals. El


mercenario se quitó su pesada mochila de la espalda y la dejó en
el suelo.

—¿Se puede saber qué haces? —preguntó Madsen.

—Solo será un instante. Necesito mear. ¿Algún problema?

Madsen refunfuñó y le indicó al yautja con un gesto de su


machete que se sentara. Este se acuclilló allí donde estaba, lo que

102
provocó que la herida de su muslo sangrara en verde, pero el
joven cazador no soltó quejido alguno.

—Así me gusta. ¡Y tú, Neals! ¡Date prisa!

Neals ignoró los gritos de Madsen. Aquel bravucón


hipermusculado se creía con derecho a estar al mando
constantemente. En realidad, la logística de toda la misión era
mérito casi por completo de Hugh, mientras que el diseño del plan
fue obra tanto de Gómez como de él mismo. Madsen solo era un
saco de músculos, uno de los mercenarios más expeditivos que
había conocido en su vida. Y una persona que no era de extrañar
en absoluto que la hubieran expulsado del cuerpo de marines.
Madsen carecía de toda moral y disciplina. Sabía que cualquier
día podía suponer un problema grave para el grupo. Pero Neals
no temía enfrentarse a él, aunque, si las cosas seguían tan bien y la
suerte les acompañaba lo suficiente, ese choque contra su
compañero de escuadrón nunca tendría lugar. Ganarían lo
suficiente como para no tener que hacer más trabajos como
aquel y no volverían a verse las caras durante el resto de sus vidas.

Si salía bien, todo sería maravilloso.

Neals comenzó a orinar frente a un arbusto. Estaba de


espaldas a Madsen y giró la cabeza para contestarle.

—¿De verdad crees que voy a mear más rápido solo porque
lo digas? Tengo tantas ganas como tú de llegar ya a...

Neals no terminó su frase. Se formó un silencio absoluto. Hugh


y Madsen se giraron enseguida para ver por qué Neals había
dejado de hablar de aquel modo tan súbito. Pero junto a aquel
arbusto solo estaba la mochila que dejó en el suelo.

El depredador, todavía acuclillado junto a un árbol, emitió un


sonido que bien pudo ser una risa.

103
—¡Maldita sea, cállate! ¡Silencio! —dijo Madsen.

—La temperatura de este lugar es tal que no consigo


escanear bien la zona —dijo Hugh.

El silencio se rompió. Primero fue un sonido de ramas y hojas


agitadas. Madsen desenfundó su pistola sin dejar de sujetar el
machete con la izquierda, mientras que Hugh hizo lo propio con
un pequeño rifle automático de repetición.

Entonces, un nuevo sonido de algo que atraviesa


bruscamente la maleza. Aquello cayó junto a ellos como si lo
hubieran lanzado. Era el cuerpo decapitado de Neals. Acto
seguido, un nuevo ruido similar. En esa ocasión fue la cabeza de su
compañero la que surgió de la maleza. Por el brutal desgarro del
cuello, la cabeza no fue seccionada, sino arrancada a fuerza
bruta.

—¡Mierda! ¡Tú, bicho, levanta! —dijo Madsen al depredador


sin dejar de mirar a todas partes—. ¡Hugh, nos vamos cagando
leches!

Hugh se giró hacia su compañero. Madsen estaba de pie


apremiando al yautja para que se levantara. Y, apenas a dos
metros del alienígena, la cabeza de Neals parecía mirar a Hugh
directamente a los ojos. Era la última mirada de su compañero.
Unos ojos cargados de terror.

Eso le hizo perder la atención el tiempo suficiente como para


que, de entre el follaje, le sorprendiera aquella especie de gorila
gigantesco, nativo de aquellos lares. Recibió un manotazo que lo
lanzó a varios metros. Antes de tocar el suelo, Hugh ya sabía que le
acababan de partir varias costillas.

104
—¡Hugh! —gritó su compañero, aunque poco podía hacer,
pues aquella bestia cambió de objetivo y ahora se lanzaba contra
él.

Esa especie de simio gigante de piel rocosa lo alcanzó de un


solo salto, pero los reflejos de Madsen fueron lo bastante rápidos
como para disparar una descarga al animal. Este cayó sobre él
con tal mala suerte que el choque le hizo perder la pistola.

El mercenario empujó a un lado el pesado cuerpo de la


bestia que, tras unos temblores fruto de la sacudida eléctrica, se
incorporó dispuesta a un nuevo ataque. Y no fue hasta que
intentó dar un primer paso hacia Madsen cuando se tambaleó
ligeramente y se detuvo, desconcertado y desorientado. Aquella
descarga lo había entumecido y atolondrado más de lo que
parecía en un primer momento.

Madsen aún conservaba su machete. No veía la pistola por


ninguna parte y no había tiempo para nada más.

—Está bien, colega. Tú lo has pedido.

Tras decir esto, Madsen se lanzó a la pelea contra aquel


animal para intentar aprovechar la ventaja de su aturdimiento.

El Sangre Joven observó la escena. Su captor estaba en plena


pelea contra aquel nativo salvaje. Sabía que en cuestión de
segundos el animal se recuperaría lo suficiente como para
terminar con el humano sin problemas.

Miró hacia el otro humano, el que siempre encabezaba la


marcha. Estaba herido y gritaba, pero no de dolor.

—¡Madsen, maldito anormal! ¡Solo lo puedes tumbar con una


descarga! —gritaba.

105
El joven yautja no entendía aquellas palabras, pero corrió
junto al herido. Estaba tumbado y escupía sangre por su boca.
Pero viviría.

Confió en que entendiera su mensaje y le mostró sus esposas.

Hugh miró a los ojos del depredador. Este agitaba las esposas
ante él y luego miraba a Madsen y a la bestia, enzarzados en su
batalla.

—Maldita sea, está bien. Ya te entiendo —dijo Hugh, que


pulsó varias veces su pulsera.

Las esposas se abrieron y las manos del depredador quedaron


libres.

***

A pesar de su borrachera de adrenalina, Madsen conservaba sus


instintos de combate y supo leer sus escasas posibilidades con
rapidez. Se proponía atacar en las zonas débiles de la bestia,
como los ojos o la boca. Pero cuanto más tardara, más fuerzas
recuperaría su contrincante. El mercenario atacaba y retrocedía
constantemente. Si no iba con cuidado, un solo manotazo de
aquel gigante podía suponer el final de la pelea.

Golpeó una vez más con el machete y, por la reacción de la


bestia, esta vez supo que le había alcanzado un ojo. Si lo
consiguiera cegar... Pero aquella especie de gorila acertó en esta
ocasión con su brazo y lanzó a Madsen al suelo. Este perdió el
machete, pero vio su pistola entre la hojarasca, cerca de donde
ahora había caído. La tenía a un metro escaso de su mano. Debía
intentarlo, aunque sabía que no lo conseguiría. Ni con el

106
movimiento más rápido tendría el tiempo suficiente, pues la bestia
enfurecida iba a saltar sobre él.

Pero no fue así.

El depredador apareció por la derecha del gigante y le


propinó un tremendo golpe en la cabeza con una roca que
sostenía con ambas manos. El animal se tambaleó unos instantes,
tiempo suficiente para que el joven yautja recogiera el machete
del suelo. Lo empuñó con fuerza y saltó contra la bestia para
clavarle por el ojo herido buena parte de la hoja de su espada. El
monstruo soltó un grito de muerte idéntico al que ya oyera en el
altiplano cuando abatió a la otra bestia. Para asegurarse, giró con
fuerza la empuñadura y, ahora sí, el monstruo se desplomó inerte
en el suelo.

Madsen todavía no salía de su asombro.

Cuando reaccionó, recuperó su arma y con un movimiento


rápido, se puso en pie y apuntó al depredador.

—¡Muy bien, muchacho! ¡Muy bien! ¿Has visto eso, Hugh?

El yautja desclavó el machete de un tirón y se levantó del


suelo. Miró primero a Madsen y luego a su arma.

—Venga, colega. Vamos a ver a Hugh, pero no quiero que


hagas ninguna tontería. ¿Me entiendes?

El depredador de algún modo comprendió que se quería


acercar a su compañero. Con pasos cautos y sin que Madsen
dejara de apuntarle, se acercaron al lugar donde yacía Hugh.
Pero no soltó el machete.

—Hugh, muchacho. ¿Estás muy mal?

107
—No lo creo, Madsen —consiguió responder el herido con la
voz algo quebrada—. Solo alguna costilla, pero nada que no se
pueda curar en la nave.

—Pues bien, levántate. Yo llevaré la mochila y vigilaré a


nuestro amigo.

—Está bien. Yo...

La frase de Hugh terminó en un grito. Un dolor tremendo le


invadió su cuerpo y cayó al suelo. Aunque no se había dado
cuenta hasta ahora por lo entumecido que estaba tras el golpe, lo
cierto es que también se había fracturado las dos piernas.

—¡Maldita sea mi suerte, joder!

—¿Qué te pasa, Hugh?

—¡Mis piernas! ¡Me las he partido, Madsen!

—¿Estás... seguro?

Hugh desplegó de nuevo su pantalla holográfica vinculada a


su pulsera. Escaneó sus piernas y vio que estaban fracturadas por
varias partes.

—Joder si estoy seguro. ¡Mira esto!

Sin dejar de apuntar al depredador, que observaba impasible


la escena, Madsen contempló la pantalla y comprendió que Hugh
no podía caminar en absoluto. Miró su arma, la puso en modo de
disparo, y no dudó un instante en descerrajar un disparo entre los
ojos del que había sido hasta ese instante su compañero de
misión.

—Sin rencores, Hugh. Ya sabías que esto era un negocio de


riesgo.

108
El depredador acababa de asistir a una ejecución que no
correspondía a ningún código de honor que él pudiera
comprender. Pero también supo que aquel era el momento en el
que por fin debía enfrentarse a aquel humano. Y a pesar de que,
tras disparar a Hugh, Madsen no tardó ni un segundo en volver a
encañonarle, el Sangre Joven calculó bien su ataque y se lanzó
contra él.

Madsen todavía conservaba todos sus reflejos. Disparó al


alienígena pero, tal como apretó el gatillo, se acordó de que no lo
tenía en modo de descarga eléctrica. Y a pesar de que el disparo
acertó en el cuerpo del depredador, este consiguió arremeter
contra él.

Por un instante, Madsen no supo bien qué había pasado.


Ambos habían chocado y estaban ahora en el suelo. Clavó una
rodilla en el suelo. Tenía al depredador justo delante de él,
tumbado boca abajo en el suelo, pero se movía. Estaba vivo.

—Buen intento, muchacho. Pero me temo que no te ha


servido de nada —dijo Madsen con la intención de volver a
apuntarle con su arma.

Y entonces vio su brazo derecho.

Aquel demonio del espacio le acababa de seccionar el


antebrazo limpiamente con su machete casi a la altura del codo,
y un reguero de sangre salía a borbotones del corte.

En ese instante, el depredador se dio la vuelta en el suelo.


Tenía el brazo de Madsen entre sus manos y manipulaba la pulsera
que portaba el miembro amputado. Fue la primera y única vez
que Madsen oyó hablar con voz gutural a aquel alienígena.

—¡Apagado!

109
Mientras esa palabra surgía de las fauces de aquel
depredador, seguida de una especie de risa grave, Madsen
desvió la mirada hacia la mochila de Neals. De allí provenía el
sonido electrónico de la pulsera de aquel yautja.

Y antes de que el mercenario pudiera gritar de


desesperación, la cuenta atrás de la pulsera del yautja llegó a su
fin y una explosión devastó todo rastro de vida en aquella zona de
la jungla.

FIN

110
Los Autores

Florencia Buenaventura y Lisardo Suárez

Florencia Buenaventura nació en Cali, Colombia, en 1953.


Psicóloga, escritora y pintora, volcada en el arte como forma de
expresión en lo personal y como herramienta terapéutica en lo
profesional, ha publicado los libros En blanco y rojo: Intervención
psicosocial (2012, reeditado en 2016) y Mujeres de
Macondo (2015), ha ilustrado los trabajos de varios escritores y ha
colaborado en revistas literarias y antologías de relatos.

Lisardo Suárez (Gijón, 1970) se amparaba antes en la


discreción de los seudónimos para escribir, pero ahora firma con su
verdadero nombre casi siempre. Con más de ochenta
reconocimientos en diferentes concursos, convocatorias y
certámenes, sus trabajos de narrativa breve han sido
seleccionados por Calabazas en el trastero, Korad, Ficción
Científica, Fabulantes, miNatura, Círculo de Lovecraft, Sangre
Digital, Vuelo de Cuervos, Bestiario de lo sobrenatural, NGC 3660,
Sociedad Tolkien Española, Aeternum, Exocerebros, Teoría
Ómicron, Penumbria y Sueños de la Gorgona, entre otras.

De vez en cuando, Florencia y Lisardo juntan sus creatividades


y trabajan para crear textos sobre problemas
técnicos Post Mortem, niños homicidas a su pesar, relaciones
sentimentales tóxicas de mujeres y robots, consecuencias de
infidelidades entre amigas, una amplia gama de circunstancias
sociopsicosexuales de distintos individuos o, como en esta ocasión,
operaciones militares secretas que salen muy mal.

111
112
Casi una excursión
por Florencia Buenaventura y Lisardo Suárez

La ventisca es tan fuerte que, incluso bajo los árboles, la nevada


parece una cortina de niebla espesa. Me pego a la roca como si
fuera un asunto de vida o muerte; en realidad, lo es. Uso las manos
para cubrirme de nieve mientras escucho sus gritos.

—¡Muéstrate, ValePorDos!

Que se muestre tu madre. La tormenta impide ver más allá de


unos pocos metros, y sin embargo contengo el aliento; como si él
pudiera verlo.

—No hay forma de que los dos salgamos de aquí, amigo. Y yo


estoy en las mejores condiciones.

Lo de las condiciones es discutible, pero tienes dos pistolas en


tu poder y es mejor no enredarse con razonamientos al respecto.

—¡Teniente: venga aquí ahora mismo! ¡Es una orden!

Ahora me vienes con eso. Cuando nos conocimos, hace unos


días, estabas menos apegado al escalafón. De inmediato supe
que tendríamos roces, aunque solo era cuestión de cumplir la
misión y jamás volvería a verte; nunca imaginé que tratarías de
acabar conmigo. Intento hundirme más en este escondite
improvisado.
113
Y todo empezó así, fruto de la improvisación.

Órdenes inesperadas: traslado a base nueva, incorporación a


un grupo distinto, misión sin planificaciones previas por mi parte.
Por lo menos tuve tiempo de llamar a casa: «Si, amor, sí». «Como
siempre, a última hora». «Un par de semanas, supongo». «Un beso
para los niños. Te quiero».

Repasé los datos: Siberia, zona boscosa escarpada, prueba


de nuevo armamento, infiltración, cámaras, sensores, grabación,
emisión, salida a pie, sin contacto con hostiles; en resumen, casi
una excursión. Fui al encuentro del líder del equipo. «Capitán
Kearney: se presenta el teniente Stiller, señor».

—Descanse, teniente. Bienvenido al equipo. Lamento que


todo haya sido tan repentino.

Me recordó a un piano antiguo, por lo ancho y macizo. Debía


tener algún problema en la esclera porque su color se mezclaba
con el iris grisáceo. Apretón de manos: prensa hidráulica a pleno
rendimiento. «Así es el ejército, capitán, pero estoy listo y a sus
órdenes».

—Considero que ya estamos en la misión, así que


prescindamos de nombres y rango. Me llaman Maca. ¿A usted
cómo lo llaman?

La masa de músculos de su cuello hacía que cabeza y


hombros parecieran unidos mediante una columna de granito. La
mirada era muy inteligente, demasiado para ese aspecto brutal.
«Me llaman ValePorDos».

—¿ValePorDos? ¿Tiene usted la fuerza de dos hombres o


qué?

Las cicatrices de su cara indicaban que, como mínimo,


alguna vez intentó detener una granada con los dientes. Las

114
orejas eran enormes y estaban pegadas al cráneo, clavadas a
conciencia; nunca he confiado en los hombres de orejas grandes.
Antes de que pudiera contestar, entró en la sala el resto del
equipo y la reunión dio comienzo:

Plan. Despliegue. Posiciones. Aterrizaje. Caminata. Destino.


Cámaras. Sensores. Pruebas. Treinta horas de tiempo de misión.
Salida. Seis o siete días de marcha hasta un pueblo minero, punto
de extracción. Sin embargo, carecimos de oportunidades para
comentar, disentir o sugerir: Maca no preguntó, no consultó ni
pidió opiniones; quedó muy claro que Maca expone, Maca dice,
Maca ordena.

—Una última cosa, ValePorDos. Además de ejecutar las cosas


según el manual, solo necesito que siga usted una norma
conmigo: lo que yo diga, se hace. Punto. ¿Entendido?

Tenía unas manos enormes para su estatura; los dedos,


cañones de una SPAS-12. Sonreía, aunque siempre con la boca y
nunca con los ojos. «Alto y claro, Maca. Estoy a sus órdenes».

El vuelo hasta la zona de salto fue como cualquier otro. Me


presentaron al resto del equipo durante la reunión previa, pero ya
no recordaba ningún nombre excepto Maca. Le pregunté al tipo
que tenía a mi lado. Era joven; sus ojos se parecían a los de mi hijo
mayor.

—Lo llamaron Maca después de su primera misión. Por lo visto


fue una salvajada: de ahí le viene lo de Máquina de carne.

Salto a gran altitud, apertura a baja altura, radares evitados,


suelo inhóspito. Inicio de la marcha: nieve, frío, relieve
rompepiernas, cuarenta kilos a la espalda. Montaña arriba,
montaña abajo, valle abajo, valle arriba; vuelta a empezar.

Llegamos con retraso a la meseta; al otro lado, según los


mapas, debía estar el objetivo; maldito terreno, maldito clima.
115
Levantamos tiendas, comimos raciones de campaña y dimos
descanso a las piernas doloridas antes de dormir por turnos; nada
de luz. La nieve, la tormenta y las nubes hacían que la escena,
repleta de gamas de blanco, fuese la más oscura que había visto
nunca.

Desayuno antes del amanecer, despliegue hacia el borde de


la meseta, observación del objetivo desde un saliente a la sombra
de un promontorio nevado al noroeste.

Entonces todo empezó a ponerse raro, muy raro.

Varios camiones, dos orugas, un buen número de


todoterrenos, una grúa, un blindado, el vehículo de mando y
control más una plataforma de lanzamiento con un misil blanco y
rojo preparado; sin embargo, nada se movía. Ningún soldado,
ningún científico, nadie en las inmediaciones tras cerca de una
hora de vigilancia desde el promontorio.

Maca decidió que bajase con él para explorar de cerca la


zona de pruebas mientras el resto del grupo, con todo el material,
quedaba en el saliente a la espera.

Durante un buen rato, nos deslizamos con precaución.


Cuando comprobamos que no era una emboscada y que no
había nadie allí, nos movimos con más soltura. Comenzó una
tormenta. Un par de vehículos tenían el parabrisas o las ventanillas
rotas; la puerta del centro de mando y control móvil estaba
abierta: dentro, medio tapadas por la nieve que había entrado,
varias armas, una alfombra de casquillos y sangre coagulada. Al
terminar la inspección, la tormenta arreciaba. «¿Qué demonios
habrá pasado aquí, Maca?».

—Un buen rocanrol, está claro. Y creo que han pospuesto la


prueba.

116
Graciosísimo, sí. Maca quería que el resto del equipo bajase
con el material: así, tal vez pudiésemos encontrar más pistas sobre
lo ocurrido e incluso llevarnos algo de tecnología con nosotros. Sin
embargo, ninguno de los dos podíamos hablar con los
compañeros en el saliente porque había interferencias en las
radios: la nieve, la ventisca, las rocas, la ley de Murphy.

Entonces todo empezó a ir mal, muy mal.

Maca, harto de las fallas en la comunicación, decidió gritar


para que el resto del grupo lo escuchase y no tuviésemos que
escalar de vuelta hasta ellos. Fue un riesgo controlado desde el
sigilo, porque si tuviéramos compañía en la zona deberíamos
haberla visto ya, pero un riesgo sin control debido a la nieve
acumulada en el pico sobre el saliente. El grito funcionó como un
hacha: apenas se extinguía su eco cuando sonó un crujido seco y
grave. El desprendimiento cayó y todo quedó cubierto: equipo,
armas, comida y compañeros de misión.

Se limitó a contemplar el resultado del alud; parpadeaba.


«Maca, vamos, hay que rescatar a esos muchachos». Cuando
contestó, todavía miraba el saliente aplastado por la nieve.

—Hemos perdido todo el material. Mierda.

Me aproximé a él. «Hay que buscarlos antes de que sea


demasiado tarde». Ni siquiera me miró; se frotó la barbilla.

—Ni nos acercaremos, ValePorDos. Todo rastro de nuestra


presencia está bajo metros de nieve. En esta zona no hay deshielo
y nunca encontrarán pistas de que estuvimos aquí.

Hablaba con los brazos en jarras y los ojos fijos en el


promontorio. «Tal vez alguno esté vivo, Maca. Hay que intentarlo».
Se llevó las manos a la nuca y pareció estirar la espalda.

117
—Negativo, ValePorDos. Pasar desapercibidos es la prioridad.
Que descansen en paz, jamás serán olvidados y todo eso. Nos
vamos; la misión se da por cancelada.

A medio camino entre lo práctico del militar y lo ajeno del


psicópata, estaba claro. «A sus órdenes, Maca».

—Imposible avisar a la base de que hemos abortado con


estas radios, ValePorDos, así que saldremos hacia el punto de
extracción de inmediato. Venga, a poner en común lo que
tengamos.

Más cerca de lo práctico del militar, por muy poco. Vaciar


bolsillos: pistola, silenciador, cargadores, cuchillo, chicles de
menta, cantimplora, mapa, brújula, radio. Vaciar nuevos bolsillos:
otra pistola, otro silenciador, otros cargadores, otro cuchillo, otra
cantimplora, otra radio. Maca miró el pequeño montón de cosas y
sonrío con los labios apretados mientras se rascaba la cabeza.

—Poca cosa, pero tendrá que ser suficiente. Lo lograremos;


por lo menos no pasaremos sed.

Hilarante, sí. Consultar mapa, verificar la ausencia de pistas


de nuestra presencia, comenzar la caminata. Mientras me
alejaba, pensé en los pobres diablos enterrados bajo la nieve y lo
que se contaría después a sus familias; con seguridad, algo muy
marcial. Un pie delante del otro; marchar.

Dos días iguales: ritmo bajo, terreno difícil, nieve, tormenta,


viento, subir, nieve, bajar. A aquel paso no llegaríamos ni en dos
semanas. Por la noche, mientras intentaba descansar, soñé que
Maca comía unos dulces a escondidas. Al día siguiente vimos
huellas de animales; Maca frunció el ceño y comprobó su pistola.

—A mí no me va a comer ningún lobo. Tendrá que ser un


bicho más grande el que me agarre.

118
Tres días más, iguales. Al mediodía del sexto, cuando
llegamos a lo alto de una cresta, lo vimos: sin prismáticos era
imposible estar seguros, pero el aspecto y color de su ropa
sugerían que era un soldado; parecía desarmado y caminaba sin
rumbo, dando tumbos y cambiando de dirección cada poco
tiempo. Maca ni se lo pensó:

—A por él. ¿Tú hablas ruso?

«Solo pastún». Aunque nos vio llegar desde la distancia,


saludó con la mano mientras caminaba hacia nosotros gritando
algo que no entendimos; tres o cuatro puñetazos de Maca lo
hicieron darse cuenta de que su confianza había sido mala idea,
estoy seguro. Llevaba una pequeña mochila a la espalda.

—¿Cómo te llamas? ¿Hay más soldados por aquí?

Quizá nos entendía, tal vez contestaba, aunque no


comprendíamos su idioma. Mientras Maca, que parecía ajeno a la
barrera del idioma, lo ablandaba con los puños, abrí la mochila:
dos bolsitas de snacks, un mapa de la zona menos completo que
el nuestro, una baraja de cartas, fotografías personales y un
cuaderno de notas que tampoco podía entender.

—¿Dónde está tu campamento?

Otro puñetazo dejó al soldado en el suelo, gimiendo, y Maca


se comió una bolsa de snacks a puñados. Recargado con los
carbohidratos, volvió a interrogar al pobre tipo. El subidón de
azúcares rápidos debió ser muy potente porque, tras uno de los
puñetazos, el soldado cayó como un saco con los ojos abiertos;
Maca se limitó a chasquear la lengua.

—Qué poco aguanta esta gente.

Tomé nota de esquivar la trayectoria de esos puños, si podía


evitarlo, mientras cavaba en la nieve para esconder el cadáver.

119
«Es mejor dejarlo bien oculto, Maca». Con un gesto de cabeza,
mientras devoraba la segunda tanda de snacks sin ofrecerme uno
siquiera, Maca me invitó a continuar cavando; no me gustó la
sensación del momento. Cuando terminé, compartió la bolsita:
quedaban dos o tres almendras.

—Dale, ValePorDos, que tenemos que estar fuertes.

Sí, claro, fuertes. Mientras nos alejábamos, pensé en la familia


del soldado. Quizás a ellos ni siquiera les llegaría una historia
inventada, amable, patriótica, edulcorada; solo ausencia sin
respuestas.

Dos días más, también iguales: nieve, caminar, tormenta,


caminar, viento, caminar. Empecé a fijarme en Maca: algún
temblor, algún rictus, sudores, muecas. La barba que le había
salido disimulaba las cicatrices a cambio de un aspecto de fiera.
Caminaba en piloto automático, implacable, sin descanso; a lo
lejos, el eco de unos aullidos.

Acelerar el paso, preocupación, nieve, viento, preocupación,


frío, preocupación, hambre, preocupación. La noche fue difícil:
apenas dormí mientras sentía que los aullidos se acercaban poco
a poco; imposible saberlo a ciencia cierta por los ruidos de la
ventisca. Al menos eso me distrajo de los dolores que sentía por
todo el cuerpo. Soñé otra vez que Maca comía algo a
escondidas; abrí los ojos y juraría que lo vi mascar.

Otro día; igual. Otro más, igual. Él, cada vez con más muecas
y un tic en el ojo derecho, mascullaba para sí mismo. Yo apretaba
los dientes y salivaba para engañar al estómago. Otro día. Otro. A
lo lejos, un enorme bosque nevado. Aullidos en la distancia, ¿más
cerca cada vez? Maldita tormenta.

El sol, una bombilla desdibujada más que una fuente de


calor, tropezaba en lo alto del cielo cuando llegamos hasta los

120
primeros árboles. Un riachuelo congelado marcaba la linde. Dejé
de escuchar los aullidos en cuanto lo cruzamos; creó que Maca
también lo debió notar porque vaciló unos segundos antes de
proseguir la marcha.

Avanzamos hacia el interior del bosque. Todo estaba nevado;


arbustos y matorrales hacían más difícil moverse por el suelo
irregular. Tras un par de horas, llegamos a una zona casi cubierta
de vegetación teñida de blanco. Nos metimos entre las ramas.
Arañazos. Cortes. Cansancio.

—Mierda.

Giré la cabeza. Maca estaba a unos metros; una rama había


rasgado el bolsillo derecho de su parca: a sus pies, el envoltorio
medio abierto de una ración de campaña.

No podía quitar los ojos de la comida. Hijo de puta. Aluminio


brillante que envolvía algo sabroso, seguro. Hijo de puta. Mi
estómago gruñó. Hijo de puta. Creí oler una delicia. Hijo de puta.
Cuando levanté la mirada del suelo, ya empuñaba la pistola en mi
dirección.

—No es lo que parece, ValePorDos. Se me había olvidado


que eso estaba ahí.

La boca del cañón, una sima; detrás, en perspectiva, el tic de


su ojo, los labios cuarteados, la barba, las orejas grandes. Hijo de
puta.

—Con dos dedos de la mano izquierda, saca tu arma de la


funda y lánzala hacía mí, despacio.

Maca dice, Maca ordena. Obedecí a la pistola; con


movimientos suaves, arrojé el arma. «Tranquilo, no pasa nada. A
cualquiera se le puede olvidar algo así, Maca. Claro».

121
—Ahora, el cuchillo.

En cuanto estuve desarmado, el tic se detuvo, la mirada


cambió. Durante unos instantes permanecimos quietos. Supe qué
pasaría a continuación; malditas orejas grandes. Como un tirador
experto, contuvo la respiración antes de apretar el gatillo.

Un ruido interrumpió la quietud del momento. Algo se movía


entre la vegetación nevada, bastante cerca de nosotros: ramas
rotas, fronda desplazada; no era una ardilla. Maca giró hacia el
origen del sonido y yo me lancé a la espesura en sentido contrario:
arañazos, avanzar, corte, avanzar, golpes, avanzar. El silenciador y
la tormenta ahogaban los disparos, pero escuché los silbidos de las
balas que, sin verme, buscaban mi espalda. Llegué al borde de un
pequeño claro y eché a correr hasta el otro extremo. Huellas en la
nieve, maldita sea. Escapar, escapar, escapar.

El dios de los condenados debió apiadarse porque la


tormenta comenzó a soplar con más furia para cubrir mi rastro. Se
veía muy poco; perfecto: Maca tampoco tendría un buen campo
de visión. Al distinguir unas rocas nevadas entre los árboles, corrí a
esconderme junto a ellas.

Y aquí estoy.

La ventisca es tan fuerte que, incluso bajo los árboles, la


nevada parece una cortina de niebla. Me pego a la roca como si
fuera un asunto de vida o muerte; en realidad lo es. Uso las manos
para cubrirme de nieve mientras escucho sus gritos.

Me llama. Temo que mi aliento me traicione. Me dice que él sí


sobrevivirá. Tiemblo de frío. Trato de hundirme despacio en la
nieve.

Escucho sus provocaciones. No sé si está psicótico, si se


encuentra fuera de sí porque descubrí que ocultaba raciones o si

122
no es más que un asesino; apuesto un filete por la tercera opción.
Pero sí sé que, si me encuentra, me matará.

Cuando creo que su voz se ha alejado, reviso la situación: él


tiene el mapa, la brújula, dos pistolas y dos cuchillos; yo tengo
ganas de salir vivo de aquí. Para animarme, apuesto la guarnición
del filete por mí. Necesito seguirlo a distancia; sé que el pueblo
está al noroeste, aunque poco más sé. Maca es mi salida de esta
prisión blanca y fría. Tiro la radio lejos de mí.

Me deslizo despacio fuera de mi escondite y, a través de la


ventisca, intento localizarlo. Si él tuvo problemas para encontrar mi
rastro, ahora es mi turno de sufrir en busca del suyo. Menos mal
que, de tanto en tanto, grita insultos; su voz me orienta.

El ratón que sigue al gato. Espío desde lejos; tanta adrenalina


ha matado el hambre, pero tiemblo como el ojo de Maca. Tras
unas horas, se refugia entre unos árboles para pasar la noche.
Busco un lugar cómodo para imitarlo mientras vigilo; apenas
duermo pensando en que pueda irse sin que me dé cuenta.

Repetimos la coreografía dos días más. Se mueve despacio,


mirando a todas partes. Sabe que estoy en algún sitio y toma
precauciones; yo también: mantengo la distancia, evito
improvisar.

El tercer día lo pierdo de vista en la espesura por unos


momentos; un calambre de miedo atraviesa mis tripas. Con
lentitud, me acerco dando un rodeo hasta el último lugar en el
que lo vi: ahí está, un poco más adelante, arrodillado tras unas
ramas. ¿Qué demonios hace?

Pistola en mano, apunta. Pero no a mí, sino a la espesura:


algo se mueve, como la otra vez; las ramas se agitan. Abre fuego
varias veces en rápida sucesión, se incorpora y dispara de nuevo
mientras avanza. Grita mi nombre. Recarga. Se arrodilla otra vez

123
con la pistola preparada. Rodeados de un silencio solo roto por el
viento, pasan los minutos.

No estamos solos, es obvio. Si fueran soldados, ya estaríamos


presos y comiendo algo caliente; lástima.

Cuando cae la noche, se tumba a dormir con el arma en la


mano. Entro y salgo del sueño mientras vigilo para que no se
pierda de vista. Los primeros rayos del amanecer se mueven
incómodos por el cielo cuando lo veo.

A la espalda de Maca, varios metros por detrás, surge de la


espesura blanca una silueta; se mueve despacio, con precaución.
En su mano brilla el papel de aluminio. Los rasgos quedan ocultos
por las sombras del falso amanecer. Se acerca al capitán con
movimientos pausados, aunque ágiles. Está cerca de él, muy
cerca. Maca se gira.

Catorce disparos a quemarropa, un cargador completo. La


silueta se tambalea, pero parece más sorprendida que dañada.
Maca tira la pistola a un lado y saca el cuchillo. ¿Sin balas? Bueno,
pues jódete. Se lanza contra su rival; cuando están juntos, tengo
una referencia de tamaño: tienen una envergadura parecida.
Maca trabaja y entiendo lo del sobrenombre. El brazo se impulsa
como un pistón, incansable; pecho, estómago, cara. Su enemigo
no parece acostumbrado a luchar: manotea e intenta escapar
empujando a Maca, quien se sube a su espalda en cuanto puede
y prosigue la metódica carnicería. Las primeras luces del día me
permiten ver el mosaico blanco y verde en el que se convierten las
dos figuras.

Con el rival en el suelo, inmóvil, Maca ni se molesta en


limpiarse la sustancia verde que lo cubre. ¿Quién demonios tiene
la sangre de ese color? Metódico, práctico, psicótico, comienza a
tocar el muslo del cadáver; creo que tararea una canción, pero
tal vez el viento me esté jugando una mala pasada. Después,
124
despelleja el área. Cuando comienza a cortar trozos del músculo
de la pierna, aparto la mirada. Apoyo la espalda en un tronco
caído, cierro los ojos y cuento hasta cien; no sirve de nada porque,
cuando llego a sesenta y dos, vomito bilis a mi costado. Abro los
ojos cuando dejo de escuchar cómo mastica.

Me asomo despacio mientras Maca se llena los bolsillos de


proteína, todavía chorreante del líquido verde: parece ileso,
maldita sea. Consulta la brújula sobre el mapa mientras guarda el
cuchillo; comprueba la otra pistola y comienza a caminar.

Le queda un cargador, ha comido y es un implacable hijo de


puta; me siento en racha y, osado, apuesto por mí el vaso de vino
que acompañará el filete con guarnición; lo sigo desde la
distancia. Cuando paso junto al cuerpo caído, comprendo que la
sangre verde tiene bastante sentido: piel amarillenta y moteada,
garras, una pelambrera que parecen cables y una boca con
mandíbulas que me hacen pensar en un insecto. ¿Qué diablos
eres? Miro sus ojos; alguna vez fueron inteligentes y brillaron; ahora,
opacos, reflejan el cielo gris. Nadie lo echará de menos, no habrá
que inventar historias reconfortantes para su familia. Sigo mi
camino.

Un día. Otro. Otro. Iguales. Nieve. Iguales. Frío. Iguales. Viento.


Iguales. De vez en cuando, Maca se detiene y saborea con
deleite los trozos de su víctima. Hijo de puta. Tengo hambre. Hijo
de puta. Estoy cansado. Hijo de puta. Quiero a mis hijos. Camino.
Quiero a mi esposa. Camino.

Se detiene en la cima de una loma; no sé qué día es ni


cuándo perdí la cuenta. Parece mirar alguna cosa en la distancia;
tengo hambre. Estira los brazos y, con la mano, busca sus raciones
verdes y húmedas en el bolsillo; tengo hambre. Diría que está
celebrando algo. Hijo de puta; tengo hambre. Revisa el paisaje
durante unos minutos y se desplaza hacia la izquierda hasta que lo

125
pierdo de vista; tengo hambre. Con precaución, me acerco al
lugar.

Desde aquí se ve un horizonte lejano. Al frente, quizá


cincuenta o sesenta kilómetros más adelante, los brillos de la
tecnología eléctrica: un pueblo. El destino, la esperanza, el filete,
la guarnición, el vino, la salida del infierno. Delante de mí, un
barranco inclinado que termina en un valle al pie de la última
montaña antes del objetivo. Maca ha decidido no correr riesgos y,
en lugar de descender por el camino más rápido y peligroso, da
un rodeo muy largo pero más llano. Si me arriesgo, lo adelantaré;
debo hacerlo. Meto un puñado de nieve en mi boca: pienso en
los niños. Comienzo a descender por el barranco.

A medio camino ya me he arrepentido cuarenta veces, pero


es demasiado tarde para volver. Estoy cerca de despeñarme a
menudo, aunque las uñas y la bendición de algún santo con
tiempo libre, sin duda a mi lado, me llevan hasta el suelo. En
cuanto hago pie en la nieve del valle, me derrumbo; respiro hondo
antes de reiniciar la marcha.

Miro atrás cuando llego a la mitad de la hondonada: a lo


lejos, destacado en el blanco del paisaje por las verdes manchas
de muerte en su ropa, Maca; no tan lejos, no lo suficiente. Intento
acelerar la marcha. Imagino que sonríe, toma un bocadito y
aprieta el paso para alcanzarme. Hijo de puta. No vuelvo a mirar
atrás. Ya es de noche cuando llego a la última montaña. Altura
notable y desnivel suave, interrumpido por pequeños bosques.
Cuando llego al primero, me esperan: son tres. Dos de ellos,
parecidos al que Maca mató. El tercero, no; es el que avanza
hacia mí, despacio.

Puede que mida dos metros y medio. No quiero mirarlo a los


ojos. Lo rodea una nube de chisporroteos que, por momentos, lo
hacen invisible. Se detiene a un paso de mí. A la altura de mi

126
cabeza, la parte inferior del pecho es de una piel suave y
reluciente, con dos grandes senos de pezones oscuros, secos,
gruesos y caídos, separados por una cadena de la que cuelgan
un par de calaveras. No quiero levantar la mirada. El brazo se
aproxima con lentitud, terminado en dos largas cuchillas serradas y
puntiagudas. Me agarra de la ropa y me levanta como si fuese un
muñeco de trapo. No quiero mirar su rostro. Acerca la cara a mi
cuerpo y mueve las mandíbulas insectoides como si me oliera.
Percibo el hedor de su aliento, el almizcle de su piel, el pelo
mojado. Por el rabillo del ojo veo una mirada clara y decidida.
Termina la inspección y me aparta a un lado, casi con cuidado;
no ha encontrado el olor que buscaba. En cuanto mis pies vuelven
a tocar el suelo, camino sin volver la vista. Las tres figuras quedan
allí, a la espera. Tendrán su recompensa: otro sí huele a lo que
buscan y pronto llegará por donde he venido.

Ya estoy en la cima. La noche cerrada, la nieve y las nubes


no impiden que vea con claridad las luces del pueblo. Está lejos,
pero llegaré. Escucho el primer disparo. Supongo que me tomará
dos días llegar hasta allí. Escucho cuatro disparos más. Me siento
animado, así que diría que una jornada de viaje si voy a buen
paso. Escucho un grito. Pronto veré a mi familia. El grito se extingue
en el eco de las montañas. Seguro que tienen filete con
guarnición. El silencio vuelve a reinar. Si falta vino, aceptaré vodka.

Camino mientras pienso qué contaré en el informe. Repaso


los detalles: nada de gigantes con tecnología de camuflaje
óptico, por supuesto. ¿Todos los demás bajo el alud antes de llegar
a la zona de la misión? Podría ser, sí. Reviso una y otra vez
cualquier cabo suelto de mi historia mientras avanzo. Evito dejar
cosas al azar, odio la improvisación. Hombre prevenido…

127
La Autora

Tania Huerta

Tania Huerta: (Lima, Perú) Directora de la Revista Aeternum de


literatura oscura.

Publicó el cuento “El Pelado Jairo” en la antología Horror


Queer , así como “Aconitum” en Steampunk Terror de Editorial
Cthulhu, los cuentos “Abuela” y “Plantación” en la antología Literal
de Editorial Autómata. “Piedra Negra” se publicó en Cuentos
Peruanos sobre Objetos Malditos de Editorial El Gato Descalzo.
“Esther”, se publicó en Pesadillas II de Editorial Apogeo.

Tiene varios cuentos publicados en antologías virtuales de


diferentes países. Dueña del Blog Pies Fríos en la Espalda

http://piesfriosenlaespalda.blogspot.pe/

128
Del amor y otras guerras
por Tania Huerta

El guerrero la tomaba de la mano guiándola, con los ki´citi—pa de


sus antebrazos cortaba la vegetación que, al empujarla, les daba
directamente en el rostro. Bajaba por momentos el brazo para
cubrirse el profundo corte que el humano le había proferido. El
verde de su sangre bajaba como un riachuelo esmeralda
manchando la malla que cubría su cuerpo y que, al romperse,
había perdido su propiedad termorreguladora, por lo cual, el
joven yautja reducía peligrosamente su temperatura.

Se quitó el casco que protegía su rostro para poder respirar


mejor, abrió los apéndices laterales que rodeaban su boca para
tomar aire y un gruñido de desesperación salió de entre sus
fauces.

Unos pasos más atrás, la teniente Dawn lo seguía, tomada su


pequeña mano dentro de la gran mano de su cazador.

Estaban cansados de luchar, de huir por la incomprensión de


las especies, una vez más el guerrero había sido herido, una vez
más la rescataba de sus propios hermanos del género humano
que la perseguían ambiciosamente, cegados por la riqueza que
podría darles estudiarla.

129
Esta vez, la raza extraterrestre también se había unido a la
caza, pero no los nobles yautja, sino los mala sangre, esos parias
malditos dentro de los clanes, sin honor, sin códigos, sin ética. Los
perseguían, también, queriendo hacerse de la presa más valiosa
que un yautja o un humano siquiera podía soñar.

Llegaron a un claro donde la cueva, que habían preparado


por si se daba la emergencia que estaban pasando, los cobijaría.

El guerrero puso a cargar el cañón de plasma, fiel arma que,


ubicada siempre sobre su hombro, lo había salvado un sin número
de veces.

La teniente Dawn comenzó a gritar, el dolor era insoportable.


Se arrastró al fondo de la cueva, lejos de la luz del día y de sus
perseguidores. Afuera, el Yautja aguardaba, listo para una batalla
final, esta vez contra su presa habitual y su propia sangre.

Los arbustos cercanos se movieron salvajemente, una forma


transparente, acuosa, saltó sobre él dándole un golpe en el pecho
que lo hizo volar unos metros. Avanzó peligrosamente hacia el
guerrero, pero éste, en un movimiento felino, lanzó sus discos de
metal hacia el ente, partiéndolo en dos. Solo un hilo de sangre
verde, perdiéndose entre la vegetación, daba testimonio de una
muerte.

Otro grito de la teniente lo hizo correr hacia las profundidades


de la cueva. Un charco de sangre bermeja la rodeaba. El joven
guerrero se arrodilló ante ella, con sus dedos largos de garras
negras acarició delicadamente la mejilla enrojecida de la chica,
ésta lo miraba con ojos horrorizados por el dolor. Apretó los
dientes, una nueva dolencia casi la desmayaba.

El sonido de unos pasos irrumpiendo alejaron al Yautja de su


lado. Una pequeña compañía de soldados había llegado hasta
ellos.

130
Ella los miró desconsolada, él les hizo frente. El lanza redes
cubrió a dos de los marines que no pudieron moverse más y fueron
víctimas de los puñales rituales, las lanzas retráctiles hicieron su
trabajo, así como los shurikens que se incrustaron en el cuerpo del
soldado de mayor rango, no sin antes producir otro corte en el
pecho del guerrero Yautja.

Salió éste a enfrentarse a la puerta de la cueva, el motivo de


las profundidades de ésta le daba fuerzas para enfrentar al
mundo. Uno más llegaba agazapado, con armamento más
sofisticado que los últimos que había podido aniquilar.

Una bala rompió su traje de red dejando ver las escamas


oscuras que conformaban su piel. El dolor dobló el cuerpo del
guerrero. El humano, aprovechó esos instantes para clavar un
cuchillo en su hombro, con lo cual logró que el extraterrestre se
arrodillara y no volviera a ponerse de pie. Triunfante se acercó a
dar el golpe final. El Yautja no se movió. Un paso más, el brazo
levantando para dejar caer el cuchillo en la nuca del caído. El
cañón de plasma, guiado por el casco del guerrero, levantó su
único ojo señalando el rostro del humano, su rayo brillante zumbó
al destrozar la cara del soldado partiéndola en dos.

Se sacudió los sesos, poniéndose dificultosamente de pie. Miró


alrededor, olió el aire, escuchó, no quedaba nadie más…por
ahora.

Se internó en la cueva nuevamente.

Adentro, la teniente Dawn ya no gritaba, lo miró sudorosa y


esbozó una leve sonrisa. Sus delicados dedos acariciaban las
rubias extensiones capilares del pequeño cuyo suave gruñido era
tan dulce como la rosada boca que se asomaba dentro de los
pequeños apéndices laterales.

131
El Autor

Daniel Canals

Escritor aficionado. A mis 45 años inicio mi carrera sin ninguna


experiencia previa. Me gusta escribir poemas, relatos cortos y
microcuentos inspirado por lecturas de Charles Bukowski o
Kerouac. Mi primera novela corta auto publicada se titula
“Divorcio Diferido” y colaboro también en varias publicaciones y
revista literarias.

Link blog del autor y Facebook:

https://literaturacincopuntocero.site123.me/

https://www.facebook.com/Literatura—50—291297134829196/

132
Diario de verano
por Daniel Canals

La abuela de Predator andaba preocupada por su nieto. Recién


llegado de las colonias estivales en México, concretamente en
Puerto Vallarta, había regresado con toda la ropa sucia,
agujereada y los deberes sin hacer. Además traía su preciosa
dentadura completamente amarilla y lo notaba algo díscolo.

Nada más llegar había intentado sonsacarle qué era lo que le


ocurría, pero él se encerraba en un intrigante mutismo y no quería
soltar prenda. Así que, siguiendo su instinto de abuela, decidió
registrar sus pertenencias y encontró el diario personal del
muchacho. Quizás allí encontraría las respuestas a todo y decidió
leerlo, mientras metía toda la ropa apestosa en la lavadora, con la
mochila incluida.

“10 de Julio: Voy a empezar los deberes de verano. Me han


quedado cinco asignaturas y me van a matar como no apruebe.
Debo lavarme los dientes cada día.

11 de Julio: Al lado de mi choza se ha estrellado una


aeronave antigua con varios seres en su interior que me ha
provocado un susto de muerte. Así que, cabreado, he dejado dos
de ellos despellejados y colgados de un árbol como advertencia.

133
Debo aprobar en Septiembre y no puedo tolerar ninguna
distracción. He cogido sus cuencos de hueso para mi abuelita.

15 de Julio: No he parado de estudiar estos días hasta que me


han despertado de la siesta dos aeronaves más, en las que
sonaba una música horrible graznando sobre una tal Sally, a todo
volumen. Al final se han callado, pero no podía dormir así que he
decidido observar qué estaba pasando.

Resulta que han montado una fiesta de cumpleaños y yo sin


saberlo. Todos ellos iban disfrazados de verde y ninguno llevaba
rastas como yo; quizás no me han invitado por eso. Han
empezado a tirar petardos y cohetes haciendo unos inmensos
fuegos artificiales en pleno día. Me ha dado la sensación de que
eran unos gamberros, bebían de una petaca y uno de ellos
fumaba un inmenso puro. Seguro que iban a una clase superior a
la mía.”

Aquí a la abuela se le encendieron todas las alarmas


«¿Gamberros, le habrían obligado a fumar o a beber?» pensó
angustiada. Tenía que seguir leyendo.

“No han parado de hacer ruido así que he decidido unirme a


la fiesta aunque no me hayan invitado. Ya no podía estudiar más
con tanto escándalo.

Me he puesto las gafas VR, he cogido las zarpas de Lobezno y


la pistola láser que me regalaron por Navidad. Era molesto coger
la pistola con las zarpas puestas así que me la he colocado en el
hombro con un poco de cinta americana. Como soy muy
prudente, también he cogido el botiquín por si alguno se hace
daño jugando.”

«Solo jugaron menos mal, además cogió el botiquín y todo.


Qué gran muchacho», pensó aliviada la anciana.

134
Intrigada, y viendo que la lavadora tenía para un rato aún,
decidió seguir leyendo un poco más.

“Han empezado a jugar al pilla—pilla entre ellos. Primero ha


parado una del grupo y todos iban detrás de ella. Era divertido
hacerlo en medio de la selva.

Cuando uno de ellos la ha pillado, he pensado que éramos


demasiados así que he eliminado a uno del juego, parecía muy
tonto y no corría mucho. También he guardado su cazoleta para
tu colección, abuelita.”

La abuela sonrió. Su colección de cuencos de hueso era


legendaria en el barrio debido a que su nieto siempre le traía la
mochila llena. Él no los limpiaba muy bien y siempre venían llenos
de pintura roja que ella siempre debía limpiar, pero al regalo de un
nieto nunca se le hace ascos.

“Todos llevaban los bolsillos llenos de petardos menos yo, y


uno de ellos me ha hecho un arañazo. He sacado el botiquín y me
he pinchado un analgésico. Me he enfadado un poco con él y
solo le he arrancado la cabeza. Eso sí, cuando la abuela vea
cómo me ha quedado la ropa me va a castigar. Aún recuerdo de
cómo se enfadó conmigo el día que traté de coger el vaso del
cola cao solo con la boca, sin usar las manos, y me lo desparramé
entero por el pecho.

16 de Julio: Hoy han preparado una gymkhana y como no me


han dicho nada pues he participado también. Como premio he
recogido tres cazoletas más para tu estantería, abuelita. No he
podido estudiar mucho.

17 de Julio: En la gymkhana solo hemos quedado dos. «El


cuenco de este último era el más grande de todos y quedaría
estupendo en el salón» he pensado, aunque no ha podido ser.

135
No paraba de correr, incordiarme y esconderse todo el rato.
El muy marrano se ha untado todo el cuerpo de barro sucio y he
vuelto a pensar “Si te ve mi abuela así, te mete entero en la
lavadora, con el puro y todo”. Nos hemos enzarzado a puñetazo
limpio y cuando me he quitado las gafas VR para ver mejor, me ha
dicho:

—Eres espantoso.

Cuando lo he pillado, me ha dado tal golpe en la cabeza


que me ha abierto una brecha y todo. He tenido que usar el truco
del blandiblub (me lo he echado por la cara) y luego el de la
explosión nuclear para hacerle creer que había ganado y me
dejara en paz.

18 de Julio: Hoy ha venido la nave a recogerme. Solo he


hecho la mitad de los deberes y la abuela se va a enfadar
conmigo. No sé cómo le voy a explicar todo lo que me ha
pasado…”

A la abuela se le caía una lagrimilla de orgullo por su nieto.


Había quedado segundo en la gymkhana trayéndole un montón
de cuencos y además había hecho muchas actividades
extraescolares. El tema de los deberes ya lo solucionarían con
algún profesor de refuerzo. Lo que realmente la tenía un poco
disgustada es que no se hubiera lavado los dientes en todos
aquellos días. De eso sí que no le salvaba nadie de una buena
regañina.

136
La autora

Silvia Alejandra Fernández

Escritora argentina de ciencia ficción y terror. Editora y


seleccionadora en Desafíosliterarios.com, coordinadora del
fanzine Espejo Humeante, seleccionadora y correctora de la
revista Senderos, administradora de Escritor@s, desván de sueños.

E—mail: silviaalejandra_mdq@hotmail.com

Facebook: https://www.facebook.com/silviaalejandra.fernandez.1
46

Algunos trabajos publicados:

"El día de Julia". Antología Pulsiones I. Editorial Dunken

"Un ángel en jeans". Antología Relatos inconexos. Editorial


Dunken

"Ella". Antología Letras del face 13. Editorial Dunken

"Alfonsina". Antología Micrópticos. Editorial Dunken

“El descubrimiento del doctor Inch” Antología Microcuentos


451 Editorial Kelonia (homenaje a Ray Bradbury)

137
“El reflejo”. Antología Microcuentos 451 Editorial Kelonia
(homenaje a Ray Bradbury)

“Un descubrimiento inesperado o cómo convertirse en un


idiota en tres segundos” Homenaje al universo de Julio Verne.
Revista MiNatura( CF, terror y fantasía).

“Brugmansia” Antología Lire. Editorial Dunken.

“Ceguera” Antología Derribando muros. Editorial Tahiel.

“El intruso” concurso Alien. Historias Pulp.

“¡Corre, corre, corre!” Antología “Un mundo bestial”. Historias


Pulp.

“Ese maldito chirrido”. Antología “Un mundo bestial”. Historias


Pulp.

“Amaneció lloviendo” Revista Penumbria Nº 41

“Ad Libitum” (Concurso weird ficción) Revista MiNatura(CF,


terror y fantasía)

“El sonido del silencio” Web Ficción Científica

“La profundidad” Convocatoria “Paradojas”. Historias Pulp.

“El futuro ya no es lo que era” Convocatoria “Paradojas”.


Historias Pulp.

“El despertar de la oscuridad” Convocatoria “Paradojas”.


Historias Pulp.

“Ella” Revista El almacén.

“Un paso por vez” Revista Nocturnario Nº 21

“Un paso por vez” Revista Ibídem Nº1

138
“Larvas obscenas en mi oscuro claustro” Certamen de terror
gótico. Revista Poiesis.

“El lago perdido” Certamen de terror gótico. Revista Poiesis.

“El cuaderno de Wladislaw” Antología Nuevos rumbos.


Editorial Tahiel.

“La culpa es de Sagan y Drake” Antología onomatopeyas.


Historias Pulp.

“Con su sangre en mis manos” Antología onomatopeyas.


Historias Pulp.

“La chica del bikini color turquesa” Antología Cuentos


inconexos, Revista Senderos nº1

“La oscuridad que vino del sur” Revista Penumbria Nº 43

“El cuaderno de Wladislaw” Antología Voces cruzadas.


Editorial Dunken

139
El joven Yautja
por Silvia Alejandra Fernández

Un pequeño vehículo se eyectó de la nave nodriza con un único


tripulante a bordo. El joven piloto verificó algunos datos y,
producto de la adrenalina que ya comenzaba a sentir, cloqueó
de emoción.

Comprobó, una vez más, la temperatura de la zona del


planeta al que se dirigía. 42 grados eran más que perfectos para
él. Volvió a cloquear, visiblemente entusiasmado con este, su
primer viaje de caza.

El adolescente se ciñó las correas que lo sujetaban al asiento


y verificó que las coordenadas de aterrizaje, fueran las correctas.

Podía sentir la sangre agolpándose en su cuerpo, producto


de la ansiedad por llegar y de poder pasar la prueba que lo
convertiría en un guerrero Yautja adulto.

Desde que nació, había sido instruido por su Maestro en el


antiguo arte de la lucha y la cacería. Era el menor de sus cuatro
hermanos pero su altura sobrepasaba ya en un codo a su padre.
Hasta habían tenido que hacerle un exotraje especial, debido a su
gran tamaño.

140
Sabía que tendría una sola chance; debería cazar la mejor
presa posible y llevar el trofeo ante el Tribunal de Mayores de su
planeta. Solo así sería aceptado como hombre.

Se preparó mentalmente para el cimbronazo que sentiría


cuando su vehículo entrase en la órbita del planeta azul.

Acomodó unos comandos de su exotraje para evitar que la


gravedad del mundo acuático al que se dirigía lo incomodase
demasiado.

El joven cerró los ojos unos segundos, intentando calmarse.


Durante muchos años había soñado con este momento y, ahora
que había llegado, la agitación de sus sentidos le impedía pensar
con claridad.

Sintió una sacudida fuerte, seguida por el sonido de varias


alarmas que indicaban que la nave había sido dañada
seriamente.

—Hish—Qu—Ten a nave madre ¿Alguien me escucha?—


preguntó el joven, antes de darse cuenta que el sistema de
comunicación estaba destruido.

Hish se quitó las amarras que lo sujetaban a su butaca e


intentó evaluar la magnitud de la avería. Por un breve momento
pensó en abortar su viaje, pero el hecho de pensar en la
vergüenza que significaría esto, para él y su familia, lo incentivó a
seguir.

La vibración de la nave, ingresando a la atmósfera del


planeta azul, lo atemorizó. Si se habían roto los sistemas de
aterrizaje, colisionaría, destruyéndose de inmediato. Sintió un calor
abrumador, aún para él, que soportaba temperaturas mayores a
los 70 grados sin incomodarse. El escudo aislante estaba
deteriorado y ya no había modo de dar marcha atrás. La

141
gravedad del mundo acuático al que se dirigía lo estaba
atrayendo de forma ineludible.

Se preparó para el duro descenso.

Cerró los ojos y por primera vez en mucho tiempo, rezó a la


Gran Señora Guan Nrak’ytara, implorando que lo protegiese.

«Una oportunidad, solo eso te pido, Gran Señora», pensó,


antes de desmayarse.

Lo primero que notó Hish fue que, salvo unos cortes en su traje
y la amputación de uno de sus tentáculos faciales, él estaba bien.

Abrió uno de los compartimientos de emergencia y reparó lo


mejor que pudo su traje. Puso un poco de mitrales molidos sobre su
cara y esta dejó de sangrar de inmediato.

Adolorido y magullado, miró por la ventanilla astillada. Vio un


mundo oscuro y frío, y supo que no había aterrizado en el lugar
programado. Grandes árboles, cubiertos de agua en estado de
congelación, fue lo primero que distinguió.

Ajustó su traje a la temperatura exterior sabiendo que si, de


algún modo, su equipo se quedaba sin energía, moriría
congelado.

Hish sintió algo similar a la alegría, cuando las tinieblas fueron


siendo cortadas por la luz de la enana amarilla que dominaba ese
sistema planetario. Percibió un leve aumento del calor superficial y
suspiró, algo aliviado.

Bajó de la nave, no sin antes asegurarse que todos los


sistemas de su traje funcionasen bien, e hizo una verificación in situ
de las propiedades atmosféricas del lugar.

142
—Nivel de nitrógeno, aceptable. Demasiado oxígeno y poco
argón—dijo, encendiendo la grabadora que registraría toda su
expedición.

El joven sintió un ramalazo de miedo al ver la zona desierta


donde había aterrizado. Solo alcanzaba a divisar árboles y unas
montañas bajas, a lo lejos. Su bio radar no detectaba ningún rastro
de vida inteligente superior. Únicamente percibió unos pequeños
mamíferos que se escondían a su paso.

Dedujo que debería abandonar las cercanías de la nave si


quería encontrar alguna presa interesante.

Encendió el transportador de su traje, para saber qué tan lejos


estaba de su destino original. Este marcó una distancia de 3200
kilómetros. Digitó una secuencia en su equipo y activó el
desfragmentador. En unos segundos su cuerpo se materializó en
medio de una selva lujuriosa y por fin supo que estaba en el sitio
correcto.

La estrella amarilla producía aquí un gratificante calor. Pero la


cacería debería posponerse hasta el próximo día. Hish había
vuelto a sangrar y estaba en malas condiciones. Cansado, pero
sobre todo, y esto juró jamás contárselo a nadie, sentía miedo de
fallar.

«Quizás jamás pueda regresar con la nave tan averiada


como está», pensó.

Inmediatamente desechó esa idea. Recordó y comprendió,


por fin, las palabras de su Maestro cuando le decía que «Nadie
sabe cuál es el propósito que la Señora Guan Nrak’ytara tiene
marcado para cada Yautja».

Hish se propuso honrar las enseñanzas de su Maestro y


comenzó el ritual que lo prepararía para la cacería del día
siguiente.
143
Puso su traje en modo de invisibilidad y atrapó a un par de
mamíferos primates.

Los devoró con fruición. Era la primera sangre que probaba


en el mundo azul y, la adrenalina lo hizo gritar de placer.

Cortó un pequeño par de extremidades de los primates y se


las colgó del cuello, en un collar ya ensangrentado. Su Maestro le
había dado, a modo de protección, su propio colgante de
trofeos.

Tomó un poco de fluidos hemoglobínicos y dibujó con ellos en


el piso los símbolos de la Trlpen’ka, la primera cacería.

Cuando la enana amarilla se ocultó, Hish se quedó dormido.

Unos sonidos fuertes interrumpieron su sueño. El olor


subyugante de mamíferos bípedos adultos, lo enardeció. Vio una
de sus naves caídas y le pareció extraño que volasen en vehículos
tan primitivos.

No comprendía las palabras que los bípedos decían pero, al


verlos más de cerca, decidió que ellos, serían su trofeo.

Atrapó rápidamente a dos humanos y, luego de


despellejarlos, los dejó colgando, atados por sus extremidades
inferiores. Probó el líquido que exudaba de sus heridas y cloqueó
de placer.

Uno de los bípedos, el de mayor tamaño, debió de oírlo. Pudo


sentir la mirada del espécimen girando hacia donde Hish se
encontraba.

«No puede verme cuando estoy en modo invisible», pensó,


relamiéndose. «Esto va a ser más fácil de lo que el Maestro me
dijo. Son vulnerables a mis armas, demasiado fáciles de atrapar».

144
A pesar del cansancio, la sangre probada lo excitó. Uno a
uno, fue cazándolos.

El sol de ese mundo comenzó a salir y con el calor su ansia de


sangre aumentó. Quedaban dos bípedos, el de gran tamaño y
otro que olía diferente. Comprendió que el segundo era una
hembra. El aroma de sus hormonas mezclado con el sudor que
emanaba lo estimuló, de manera casi dolorosa. Sabía por su
Maestro que los bípedos mayores de ese planeta siempre
protegían a sus hembras.

El trofeo que a Hish le interesaba era el otro. El humano de


mayor tamaño y que intuyó que sería la presa perfecta para
presentar ante el Tribunal de Mayores.

Pronto se dio cuenta que seguía sangrando y esas manchas


delatarían su presencia. Quitó la invisibilidad de su exotraje para
evitar consumir demasiada energía.

Hish gritó y toda la selva pareció aquietarse ante su gemido


gutural. Podía sentir el miedo que provocaba su paso.

Tan absorto estaba con estos pensamientos que, por unos


momentos, dejó de mirar a los humanos. Cuando los buscó,
encontró solo a la hembra que se alejaba del lugar, pero no
encontró rastro alguno del humano mayor.

Su mirada escudriñó los alrededores. Ni en los árboles ni el


agua, pudo encontrar a su bípedo.

Estaba desconcertado; había fuego por varios lados y esto


impedía que él viese con claridad.

Hish sintió un fuerte golpe; un gran tronco lo había golpeado,


dejándolo casi imposibilitado de moverse. Puedo ver entonces
que el bípedo había usado agua y tierra para camuflarse y evitar
ser descubierto.

145
El joven pensó en su familia en Yautja, en su Padre y su
Maestro. No podía dejarse vencer por un humano insignificante.
Sería la peor deshonra que pudiera sufrir. Y ese deshonor
alcanzaría a todo su Clan. Prefería morir como un guerrero que ser
atrapado por ese mamífero.

Luego de implorar a la Gran Señora Guan Nrak’ytara que lo


acogiese en su reino oscuro, activó el dispositivo de exterminación
de su traje.

Rió, gritó y lloró, mientras la cuenta regresiva progresaba,


acercándolo a la muerte.

Un maravilloso color rojo fue lo último que vio, antes de


separarse en millones de átomos.

En Yautja, el Tribunal de Mayores, vio como una luz se


apagaba en el registro electrónico de jóvenes. Todos aceptaron
que Hish había muerto. El Maestro colgó uno de sus propios trofeos
en la casa de los padres del joven cazador, en homenaje a la
valentía del muchacho. Por ese año, la cacería había terminado.

146
El Autor

Morgan Vicconius Zariah

Morgan Vicconius Zariah es el seudónimo de Jimmy Diaz, escritor y


gestor cultural dominicano. Fue miembro fundador del mítico
blogzine Zothique the last continent dedicado a la ciencia ficción
y la fantasía oscura. Sus trabajos han sido publicados en múltiples
plataformas tanto digitales como en formato físico. Ha sido
publicado en la primera antología dominicana de fantasía y
ciencia ficción: Futuros en el mismo trayecto del Sol.

Es colaborador desde el 2014 en la revista Digital Minatura, ha


sido publicado en la revista Digital Penumbria, Editorial Cthulhu en
su dossier de poesía grotesca. Fue elegido para la edición número
seis de la Revista Sinestesia (revista literaria de la Universidad
Autónoma de Colombia) con el cuento: Jugando al apocalipsis,
que dedicó ese número a la ciencia ficción. También ha
colaborado en la revista poética Azahar y su microrrelato Voces
del pantano resultó ganador en el concurso Onomatopeyas de la
revista Historias Pulp.

Ha sido publicado en la revista digital Tiempos oscuros en el


dossier dedicado a República Dominicana y Puerto Rico. En la
revista física: Mi cultura Literaria del Ministerio de Cultura
dominicano entre otros. En estos momentos trabaja en su novela:
de ciencia ficción Estado de desprecio y el libro de cuentos:
Futuros paralelos y cuentos de fantasía oscura: Oscuridad a la
vieja usanza. Algunos de sus trabajos puede ser encontrados en
internet en:

147
https://zothiqueelultimocontinente.wordpress.com/

https://morganvicconiuszariah.wordpress.com/

https://fantasmaquantico.wordpress.com/

148
El ojo del demonio
por Morgan Vicconius Zariah

Quien con monstruos lucha


cuide de no convertirse a su
vez en monstruo.

Cuando miras largo tiempo a


un abismo, también éste mira
dentro de ti.

(Friedrich Nietzsche)

No sólo era un demonio oculto entre la naturaleza, también fue la


amenaza invisible. Un ojo siniestro que acechaba furtivo desde la
espesura de la selva de Guatemala. La misión de rescate se
tornaría en descenso a un verdadero infierno. A una pesadilla que
se viviría despierto y en la cual uno por uno desparecería en raros
charcos de sangre. Aún sueño con aquel infierno que se expandía
en su verdor como un laberinto en nuestras mentes. El olor a flora y
a sangre todavía perturba mis noches. Dudo que algún día mi
mente logre una verdadera estabilidad. Los árboles todavía
emanan sangre en mis pensamientos. En ellos se oculta aquel ojo
del cazador que nos persigue sin parar. Maldigo el día en que
Dillon, mi antiguo compañero de armas, nos llevara allí con una

149
historia inventada, con la que pretendía acabar con el
asentamiento guerrillero que había sido instalado en aquella selva
por un puñado de soldados soviéticos. La paranoia anticomunista
y la dominación de las naciones vecinas junto al cuento de la
democracia, fueron los hilos que como títeres nos movieron a
todos a aquél infierno.

Ardió el campamento al son de las metrallas. Ambos bandos


expusimos al máximo nuestras habilidades bélicas, pero aquel
asentamiento se hundió rápidamente ante nuestras tácticas
militares, nuestra superioridad guerrera. Todos en aquella jungla
tropical éramos de alguna manera cazadores. Depredadores que
interactuábamos con el ecosistema y nos cazábamos unos a
otros. En este caso, nuestro pelotón se convirtió en el ojo del
cazador invisible que atacaría por sorpresa a la presa. Y al ritmo de
las balas descendimos al abismo del asesinato. No quedó allí un
hombre en pie. Enseguida la pesadilla tomó forma para los
vencedores. En unos árboles colgaban desollados los hombres de
una anterior misión contra el asentamiento. Con la piel extraída de
sus cuerpos, estos colgaban como piezas de carnicería en un
refrigerador. Sentí, pese a mi fortaleza física y mental, recorrer por
mi estómago un asco aterrador. Un asco que se asemejaba más
bien al miedo. Algo dentro de mí se estremeció, y también lo intuí
en mis compañeros.

“¿Qué militar o guerrillero en su sano juicio ejecutaría un acto


digno de un psicópata? ¿Puede su odio antiamericano
conducirlos hasta esta acción atroz? ¿No hubiera sido más
económico simplemente ejecutarlos?”.

150
Después de aquellos horrorosos sucesos que, junto a una
mujer latina, sobreviví, comencé a investigar. Me sumergí después
de años de utilizar mucho más mis cualidades físicas a usar mis
fuerzas intelectuales. Aquella pesadilla me devolvió la curiosidad.
Descubrí que los asirios solían desollar a sus enemigos capturados y
exponerlos ante la ciudad para infundir temor en aquellos que
osaran afrontar su poder político. Comprendí analogías en las
representaciones de los dioses de algunas culturas antiguas, en las
cuales podía verse claramente que ya estos se habían cruzado
con aquel demonio que supe posteriormente era de origen
extraterrestre. Las culturas Maya y Azteca debieron haber
aprendido la práctica del desollamiento de parte de estos
visitantes del espacio exterior. Los aztecas lo adoraban como al
dios Xipec Tótec, que era venerado mediante celebraciones de
Tlacaxipehualiztli, en la cuales se desollaban a los enemigos y
esclavos y luego eran desmembrados. Algunos guerreros eran
elegidos para realizar combates en los que al perdedor le sería
extraída la piel y así rendía tributo a su dios. Ya para mí no era un
secreto que aquel tipo de criaturas se paseaba por la Tierra desde
antes del hombre soñar en construir instrumentos voladores.

—Se lo llevó la selva —exclamó Anna, la guerrillera


capturada y única sobreviviente, paralizada de miedo y con el
rostro ensangrentado, mientras los soldados le preguntaban qué
había pasado con Hawkins.

Nuestro primer soldado caído por el cazador invisible. Su


cuerpo fue tomado por el demonio espacial. Nuestro segundo
soldado caído fue Blain, ante los ojos atónitos de Mac, quien
había visto su figura mimetizada con el ambiente. Ante el suceso,
nuestras armas vomitaron ráfagas de fuego por doquier y nos
pudimos dar cuenta que el demonio también sangraba. Estaba
herido. El ojo invisible era poseedor de sangre entre sus venas, una
sangre diferente que se confundía con el verdor de la jungla. Su

151
fluido vital era verde y fosforescente. Seguimos su estela hasta que
esta, igual que la entidad, despareció de nuestra vista. Y ni siquiera
Bill el rastreador, cuya intuición era aguda como un cazador indio,
pudo dar con su posición certera. Y así, se agudizó la pesadilla
delante de mis ojos y como en esta, me quedé solo en la jungla
tras la caída de mis soldados, mis cazadores. Mac, Dillon, el bravo
Bill y todos, se esfumaron en un charco de sangre delante mis ojos
ante las armas de un cazador herido. Como hombres de guerra,
cada uno se aferraba a sus armas. Deduje, con la chica
guerrillera, que este solo asesinaba a aquellos hombres que las
portaban. Hice que ella se dirigiera al helicóptero de rescate
mientras me internaba en la jungla desafiando el Ojo del
Demonio. Descendí huyendo de su mirada destructora hasta lo
más hondo de la jungla. Cayó la noche y entre el frío y la neblina
el demonio extraterrestre me pisaba los talones. Sus artefactos de
guerra de confección extraterrestre y, por mucho, más avanzados
que los nuestros, le daban una marcada ventaja sobre nosotros. Su
tamaño también era una ventaja, pareciera como si la evolución
en su planeta natal lo hubiera dotado con las cualidades del
mayor depredador del universo. Estos seres ya no cazaban por
necesidad, sino por deporte, un deporte que habían hecho
intergaláctico. Era su diversión y su forma de mostrar su
superioridad a modo de ritual de iniciación. El cazador se movía
rápido entre los árboles. Me buscaba con desesperación mientras
su armadura, afectada por el clima y el agua, lo volvía visible ante
mis ojos. Me tomó casi un minuto notar que no podía verme por la
suerte del frío lodo que cubría mi cuerpo. Lo vi guardar en una
bolsa todos sus trofeos de cráneos, a los que limpiaba y
pulimentaba sobre un árbol mientras me encontraba oculto y
ahora mimetizado entre las malezas. El ojo era ciego ante mi
presencia. ¿Podía un cazador nato, un depredador estelar, tener
tal falla en sus ojos? ¿Esos mismos ojos que nos acechaban desde
el vacío? Aquellos que dirigieron su rayo asesino sobre mis
hombres; pero ni esta supuesta desventaja me salvó de su terrible
152
fuerza guerrera. Intenté acosarlo en la oscuridad. Lo herí con una
bala explosiva hasta hacerlo sangrar. Construí como todo un
cazador humano las mejores trampas para contener la bestia.
Pero esta, con la superioridad de sus armas y su olfato de cazador,
me descubrió en la oscuridad con su ojo ciego. Aun así, invistió su
fuerza sobre mí, prescindiendo de sus armas y armadura. Como un
guerrero y su honor. Infligió sobre mí el dolor con una descomunal
fuerza bruta. Me sentí casi eliminado por el demonio, hasta que
hábilmente logré guiarlo hasta una de mis trampas, donde al fin la
bestia herida de muerte yació bajo la noche. Su sangre
luminiscente cubrió todo su cuerpo en las espesas tinieblas de la
jungla. Su cara mitad anfibio y mitad reptil, mostraba dos
pequeños ojos animales en los cuales se dibujaba una disimulada
expresión de dolor. El aliento escapaba de la bestia. Pese a su
dolor de muerte, encontró fuerzas para emular una carcajada
humana que seguramente había aprendido en la Tierra. Fue la
carcajada más aterradora que jamás escuché. Aún retumba en
mi mente esa risa suicida que antecedió a la explosión. La selva
tronó con la onda expansiva en la que casi muero. Vencí al
demonio.

Un grupo de investigadores fue enviado en secreto a la selva


después de escuchar mi testimonio y el de la guerrillera.
Encontraron oculto, entre una cueva de la jungla, la sonda en la
cual había viajado el ser extraterrestre hasta el interior del planeta,
quizás desde alguna nave nodriza. Y desde aquél día, nuestros
miedos han ido en aumento. Una amenaza alienígena acecha
desde el infinito como un ojo demoniaco, un ojo que nos mira
como presas, y cuando vengan por su cazador caído, será nuestro
fin.

153
El Autor

Jorge E. Lacuadra

Jorge Eduardo Lacuadra nació en Santa Fe (Argentina) en 1971.


Estudia en la Escuela Industrial Superior recibiéndose de Técnico
Mecánico—Eléctrico. Comienza a escribir a una edad temprana
poemas y prosa. A partir de 2002 reside en Córdoba (Argentina)
donde participa en las publicaciones colaborativas:
“Juntacuentos", “Mundos desnudos” y “Cuentos bajo el portal
azul” de Editorial Dunken.

Ha recibido premios y menciones en numerosos concursos


nacionales e internacionales. Diversas publicaciones en formato
electrónico en Internet y en formato físico en la Revista Rumbos de
la ciudad de Córdoba. Su primer poemario, “Distancias
oceánicas” fue publicado en el 2013 por Editorial Luna de marzo.
En el 2015 participa del Proyecto Aunando Artes, publicando
poemas homenajes a autores argentinos y latinoamericanos en
dos ediciones: Escritores argentinos les escriben a artistas
argentinos — Aunando Artes – 2015 y Escritores argentinos les
escriben a artistas latinoamericanos — Aunando Artes – 2015.

Su segundo poemario, “El olvido de la luna” fue publicado en


el 2016 por Editorial MRV – Editor Independiente, en cuyo
Certamen Internacional El Molino, obtuvo el 2° premio. También en
el 2016 participa en la antología “Cuentos y poemas — Lo mejor
de Rumbos” de Editorial Rumbos libros. En el 2017 publica su tercer
poemario, “El silencio de la rosa” también por Editorial MRV – Editor
Independiente. Participa en la Antología de cuentos “WhiteStar”

154
en homenaje a David Bowie, en formato digital por la Editorial
Palabaristas (2016) y en formato físico por Editorial Ayarmanot
(2017) Participa en la Antología de micro—cuentos Bradbury 451
en homenaje a Ray Bradbury por Editorial Kelonia en formato
digital. Participa en la “Antología Poética de Post—Vanguardia”
(2018) en formato digital y físico.

Desde el año 2015 integra La Conspiración de los Fuleros,


grupo de producción literaria de la ciudad de Santa Fe, editando
tres libros colaborativos “Conspiración Año Cero” (2017), “Puertas
Adentro – Historias de una Santa Fe Extraña” (2017) y el Especial de
Ciencia Ficción “Fabulosos Relatos de Otros Mundos” (2018), ya
como editorial independiente.

Blog Personal: http://algunashistoriasbreves.blogspot.com/

Facebook: https://www.facebook.com/jorge.lacuadra.7

155
El rival digno
por Jorge E. Lacuadra

En el sobrevuelo, alcanza a observar un grupo de pirámides. Seres


pequeños e inquietos, de cráneos pequeños, trepan por los
costados. Por el momento no le interesan y se aleja. El informe dice
que algunos son guerreros, pero ninguno es digno todavía. En
medio del descenso se lanza y cae sobre el claro elegido. Al tocar
tierra eleva una oración al Gran Cetanu y comprueba que todo su
equipo esté en orden.

La nave automática se eleva y desaparece. “Bueno. ¡Ya


estamos aquí!” —dice el Yautja. El calor es pegajoso, asfixiante,
conveniente. El planeta, supone, debe estar en pleno equinoccio
de verano. En las zonas donde ralea el follaje, la luminosidad anula
su visión ultravioleta. Pero sabe que no tendrá problemas con sus
presas, cuenta con otros recursos para encontrarlas, mientras
posean sangre caliente.

La “Zona” donde lo ha depositado la nave es un vasto sector


de selva tropical, de vegetación virgen, similar a las sedientas
junglas del cinturón volcánico de su planeta natal Yautja Prime.
Ningún rastro de explotación agrícola o desmalezamiento,
tampoco señales de tecnología desarrollada en las cercanías.
Quizás un poco más verde y más húmeda. Una sola estrella en

156
ascenso hacia el cenit, piensa el Yautja, y recuerda los dos soles
ardientes de su mundo. Intuye que las noches aquí serán muy frías.

Transcurre su mañana con normalidad, probando los


honorables filos. El ambiente selvático es blando, hasta los árboles
más gruesos ceden ante el metal de sus armas. El camuflaje se
adapta maravillosamente a los tonos infinitos del verdor. Evita los
charcos y las zonas pantanosas, debe proteger la integridad
mimética de su armadura. El planeta parece estar en sus
comienzos. En un estado todavía paradisiaco. Seguramente habrá
dos o tres grandes depredadores predominantes.

Da por descartado que la cacería será un paseo.

Los pocos animales que ha visto no le han llamado la


atención. Algunos voladores, incluso algunos con plumas, que lo
sorprenden. Unos pocos escondidos entre las ramas, seres de
cuatro extremidades, pero cráneos muy pequeños. “¡Y lo
importante son los cráneos! ¡Eso lo sabemos!” —afirma el Yautja. El
tamaño declara la astucia, o, al menos, la dificultad de cazarlo. Y
el prestigio, por supuesto.

Cambia la amplitud de los filtros de infrarrojo, y descubre un


ser enorme enroscado en un arbusto. Si no fuera por los colores y
la forma inusual no lo hubiera detectado. El animal no posee
sangre caliente, pero tiene una intensa actividad nerviosa.
Músculos anillados hasta el infinito. “¡Y un cráneo hermoso! ¡Lo
queremos!”. El monstruo no tiene brazos ni piernas. Piensa que
tendrá que cortar la larguísima columna vertebral, sino será un
trofeo incómodo de transportar.

Se le acerca lentamente y cuando las mandíbulas se abren le


clava el Ki'cti—pa hasta la garganta y un poco más allá. La sangre
escurre roja, lenta, desde la hoja de la lanza hasta sus brazos.
Salpica en parte su regia armadura. No le da satisfacción matar a
ese ser enorme y lento. La piel, al tacto, le gusta, escamada y

157
sedosa, guarda un gran trozo para la funda del Naginata
ceremonial.

Camina por la jungla con cierta libertad, este territorio no


presenta dificultades para él. De vez en cuando prueba respirar el
aire del planeta. Se quita la biomáscara de cazador y avanza
durante cierto trecho, hasta que sus pulmones acusan el faltante
de oxígeno y los sensores de su antebrazo descubren el exceso de
nitrógeno. Cada vez logra aguantar un poco más, pero
indefectiblemente vuelve a colocarse la máscara y ajusta con
cuidado los conectores neumáticos.

Al mediodía, en un claro del follaje, descubre en el cielo una


luna menguada y pálida. El informe no decía que el satélite se
podía observar durante el día. Comparada con la enorme luna
anaranjada de Yautja Prime esta es solo una pobre decoración en
un cielo de estrellas muy débiles o casi inexistentes. En la noche
tratará de reconocer alguna constelación, de todos modos la
Jag'd'ja Atoll, la nave madre, sabe su ubicación con total
precisión. Bastaría una sola señal para que una Man'daca
automática descendiera e interrumpiera su periodo de caza.
Aunque eso sería un deshonor.

“¡Eso nunca lo olvidamos!” —dice lanzando el gruñido ritual.


Nunca un Yautja de su rango puede retornar sin un trofeo. La
deshonra significa convertirse en un Mala Sangre, o en la
autodestrucción.

Después de devorar un pequeño animal inquieto, semejante


a los cerdos de sangre de su mundo, reza. La oración salmodiada
lo acerca a la naturaleza de Cetanu, el Gran Guerrero Negro, su
dios tutelar. Canta y toca todas sus armas. Sobre los filos
permanentes deja caer algunas gotas de sangre de la víctima. En
el costado de su biomáscara desliza una uña sobre el símbolo de
la estrella de seis puntas.

158
El sol cae rápidamente detrás de los altos árboles y la tarde
sobreviene de golpe. El vocerío de los pájaros y los pequeños
animales aumenta, la espesura se llena de gritos y chillidos. Por
momentos es ensordecedor. La temperatura también comienza a
descender, la humedad persiste. El Yautja activa la calefacción
de la armadura y anula el camuflaje óptico. No le es necesario,
todo empieza a convertirse en sombras y grises. Prefiere valerse de
los sensores de infrarrojo.

Bordea un pequeño arroyo, mientras busca terrenos más


altos. Quiere apreciar también la fauna nocturna en su esplendor.
Algo lo inquieta y no sabe que es aún. La marcha entre el
enredado follaje y las ramas caídas es dificultosa, pero lo
mantiene activo, cada tanto debe aumentar la temperatura. La
humedad, ahora helada, lo hace tiritar. Partes de su piel expuesta
sufren, pero es la forma del ritual, jamás debe quejarse. Avanzar
hasta conseguir un rival digno.

Descubre que su inquietud es provocada por el silencio.

Del lado de la selva han enmudecido los pájaros. Ahora


también cae una ligera llovizna y solo se escucha el golpeteo de
las gotas sobre las hojas. El Yautja reniega: “¡Busquemos,
busquemos! ¡Veamos que hay allí!” —dice. Se detiene, y pulsando
en el brazalete de la computadora barre el entorno en todos los
espectros disponibles. En lo inmediato no observa nada.

De pronto escucha en quejido bajo, un retumbar profundo.


Perpendicular al arroyo algo avanza velozmente. Un monstruo
acechante. Reconoce los modos de un depredador y su ataque.
La máscara le muestra la imagen infrarroja de un gran animal.
Cuadrúpedo, un hermoso cráneo con unos colmillos gruesos y
enormes, grandes cavidades oculares. El Yautja se emociona por
el rival ofrecido. Hasta pierde unos valiosísimos segundos
imaginando el trofeo en la sala de la Jag'd'ja Atoll.

159
Será un encuentro honorable, nada de armas de plasma. Solo
el rito del corte: filos y garras. Se apresta en un instante para el
golpe, pero el ataque no llega, lo ha perdido de vista. Un pájaro
lanza un chillido agudo a su izquierda. Otro más, que quizás no es
un ave, grita en forma estridente a su derecha. Hay movimientos
ahora entre el follaje, distintas clases de pies y garras parecen
rascar el suelo a su alrededor.

La luna asoma entre unas nubes bajas. La selva misma parece


acorralarlo. La naturaleza es sabia. Por una broma de los genes, el
animal que lo ataca es negro. Negro como la espesura y el cielo.
Intenta tocar los controles de la interfaz en el antebrazo y siente
cómo un cuerpo poderoso y lanzado a la carrera lo golpea,
lanzándolo hasta el arroyo. Ambos depredadores caen
ruidosamente en el agua.

El Yautja intenta incorporarse, pero el monstruo lo tiene


abrazado y a su altura. Las poderosas garras le han desgarrado la
armadura y lacerado el pecho. La máscara se ha desprendido y
caído al agua, donde chisporrotea y se apaga. Siente el terrible
aliento del ser sobre su hombro derecho y un dolor terrible, los
colmillos están clavados hasta sus huesos. “¡Vaya, que rival digno
tenemos!” —piensa el Yautja, mientras trata de alcanzar con sus
propias garras el vientre del otro depredador.

Presiente, por un breve instante, que el curso de los hechos ha


tomado un mal rumbo. No estima que ha fracasado, sino que su
oponente es merecedor de esta inusual victoria. Por un momento
ve la muerte en los ojos brillantes del animal. Sabe que no puede
volver ya a su propio mundo e intenta llegar a la honorable
autodestrucción, pero siente que su brazo está muy lejos.
Tampoco puede utilizar el cañón de plasma, piensa, ha
desaparecido. Escarba en la armadura buscando otra arma.

160
La selva, un búho mojado y un pequeño caimán hambriento,
son testigos de la tragedia. A lo lejos, otros animales lanzan gritos
de alerta, algunos han huido hacia la espesura. Aprovechando
que el Yautja mira hacia un costado, el animal extrae sus colmillos
del hombro destrozado y a una velocidad pasmosa se los clava
profundamente en su nuca. La corteza craneal es blanda a sus
mandíbulas poderosas. El cazador se sacude como si lo recorriera
una corriente eléctrica y muere lentamente.

Quizás, piensa, en el último segundo, que en un planeta


extraño, el rival digno, es la propia naturaleza.

A lo lejos, en lo alto del grupo de pirámides, un viejo


hechicero fija los ojos en la oscura selva, intuye que algo muy
extraño ha sucedido. El día anterior ha visto luces en el cielo.
Mañana hablará con los guerreros.

Más arriba de las nubes, sobre la redondez del mundo, la


nave madre orbita en silencio. Una pequeña lucecita roja se
apaga, y en la honda selva un jaguar negro ruge en la noche, con
los colmillos bañados en sangre verde.

161
El Autor

Dan Aragonz

Escritor Amateur. Tengo la suerte de haber sido publicado en


revistas como el Círculo de Lovecraft, Minatura "Revista de lo
breve y lo fantástico" y antologías de microrrelatos de la editorial
"Historias Pulp".

También relatos breves en la revista del taller de la Terbi


dedicada en su mayoría a la ciencia ficción y en la "Revista de
literatura oscura Aeternum”.

162
El último Lobo
por Dan Aragonz

Toro Negro dejó de afilar el cuchillo, que había heredado de su


difunto padre, y salió de la carpa; sabía que la enorme bola de
fuego, que había visto caer a unos cuantos kilómetros del
campamento indio, provenía del mismísimo infierno.

Se acercó a la fogata donde Lobo Nocturno y Ojos de Búho


permanecían sentados haciendo la guardia.

—Jefe Toro. ¿Esto tiene que ver con la leyenda que contaba
el viejo Bill? —dijo Lobo Nocturno, que se levantó del piso y se
acercó al corpulento anciano.

Sin embargo, los gritos que provenían de la tienda de Minowa


hicieron que Toro negro no respondiera y se apresurara a entrar a
la carpa de su hija.

—¿Estás bien? —dijo el Jefe, y se sentó junto a la cama de


hojas donde ella reposaba.

—Tengo fiebre, Pa. Estoy ardiendo —dijo la chica y dejó a un


lado el paño húmedo que se pasaba por la frente—. He soñado
con un horrible demonio.

Al oírla, el jefe, se levantó de la cama y se asomó fuera de la


tienda.
163
—¡Preparen sus armas! —dijo a los dos indios; sabía de qué
hablaba su hija.

En la fogata, Lobo Nocturno cerró su puño en respuesta a la


orden del viejo indio, y dejó ver la garra de lobo tatuada en su
antebrazo.

Toro Negro regresó con Minowa, que solo atinaba a agarrarse


con ambas manos la barriga para proteger a su bebé, y volvió a
pasarle el paño húmedo por la frente.

Ojos de Búho, de largo cabello blanco, entró a la tienda sin


decir nada. Se acercó a la hija de su amigo y le dio un brebaje
que la calmó y la dejó dormida.

—¿Qué es lo que te preocupa, realmente, Jefe Toro? —le dijo


el Búho a su amigo, mientras ambos miraban la barriga de
Minowa.

—Que la leyenda sea cierta —dijo el jefe—. Tenemos que


adelantarnos y avisar a los Wassikis.

— También a los soldados americanos —dijo el Búho—. Todos


deben ir en busca de esa roca de fuego sin saber qué les espera.
—Pero el jefe Toro no le contestó y salió de la tienda.

Ojos de búho lo siguió y ambos se acercaron a la fogata.

—Necesito que te quedes —le dijo al joven tatuado.

—Eso no es justo, Jefe Toro. Yo también quiero ver la estrella


que vino del cielo.

—Alguien debe quedarse a cuidar del campamento. —Y


Lobo Nocturno se puso de pie y no insistió; sabía que no podía
desobedecer las órdenes del jefe Toro.

—¿Cómo sigue Minowa?

164
—Se pondrá bien, no te preocupes —le dijo al pretendiente
de su hija y se retiró hasta su tienda, sin decir nada.

Dentro continuó afilando su cuchillo. Al terminar, lo guardó en


un estuche de cuero de animal que se colgó sobre la espalda.

—Lo único que puede vencer al metal es el metal —se dijo a


sí mismo—. Y se echó la piel de lobo, que utilizaba cuando salían
de caza, encima, y abandonó su carpa—. ¡Alimenta a los
caballos! —le gritó a Lobo Nocturno a la distancia— ¡Nos vamos
ahora!

El joven se apresuró a los tres animales sujetos a un par de


árboles, a un costado del campamento, y les dio de comer; quería
acompañarlos. Pero si el jefe se lo ordenaba, no podía
desobedecer.

Dejó comer a los caballos y se acercó hasta la tienda de su


prometida.

—¿Cómo está el bebé? —le dijo en voz baja a Minowa, en


medio de la oscuridad. Pero ella seguía dormida y no respondió—.
Tu padre quiere que me quede, pero sé que algo peligroso nos
espera en el valle —le dijo en voz baja y salió de la choza.

Mientras se acercaba a desatar a los caballos, que habían


terminado de zampar, vio que Ojos de Búho salió de su tienda; su
cara era de absoluta concentración. Llevaba una pequeña flauta
de madera colgada del cuello y eso no le gustó nada al joven
indio; sabía que se utilizaba para espantar a malos espíritus.

— ¿De dónde viene esa bola de fuego? —se escuchó de


pronto decir a un jovencito que se había despertado.

—No lo sé. No te preocupes y vuelve a tu tienda —le dijo Lobo


Nocturno.

165
—¿Puedo ir con ustedes? —dijo el pequeño, ansioso.

— ¿Te gustaría ayudar a la tribu, verdad?

—Sí —dijo el niño.

—Entonces te quedaras a cuidar de Minowa.

—¡De eso nada! ¡Yo voy con ustedes! —dijo el muchacho,


que con un silbido hizo que uno de los caballos se desatara de las
amarras y se acercara galopando hasta su lado.

— Lobo Nocturno tiene razón. Te quedaras cuidando de tu


hermana — sentenció el jefe Toro, que se montó sobre el animal
en movimiento y se acomodó la piel sobre la espalda—. Puede
que no baste que vaya solo yo y Ojos de Búho.

—¡Pero que no soy un niño! ¡Zorro Gris puede enfrentarse a lo


que sea! —dijo enfadado, y empuñó ambas manos y sus delgados
brazos se pusieron en guardia.

—No lo volveré a repetir —dijo el jefe, y el niño se quedó en


silencio cuando vio la autoritaria apariencia que su padre tenía
montado a caballo con la piel de lobo sobre su cabeza.

Los tres guerreros indios avanzaron a prisa por el rocoso


camino. Durante un largo rato se mantuvieron en silencio, hasta
que se encontraron de frente con el río.

Cruzaron a pie, tirando de los caballos, sobre las turbulentas


aguas y se detuvieron a acomodar las provisiones que cargaban
para alivianar peso. Lo principal, era portar sus armas.

166
El jefe Toro y su cuchillo, el arco de Lobo Nocturno y sus
flechas con pólvora, y la poderosa hacha de Ojos de Búho, que se
decía que cortaba metal. Estaban preparados para enfrentar a lo
que fuera.

De pronto, el caballo del jefe Toro, que iba a la cabeza, se


detuvo y empezó a dar patadas.

—¡Oooh! ¡Oooh! ¡Tranquilo! —dijo el jefe, y le dio un par de


golpes a un costado de la montura, pero el animal no se detuvo.

Seguía asustado.

Ojos de Búho saltó de su caballo, pero no alcanzó a evitar


que el jefe cayera y se lastimara la espalda contra una roca.

—¿Puedes caminar? — le preguntó Ojos de Búho, que


extendió su brazo para ayudarlo.

—¡Pues claro que puedo! — y se acomodó el cuchillo tras la


espalda y montó nuevamente su caballo. Pero el dolor era
insoportable.

Cuando Lobo nocturno vio que el jefe no podría continuar.


Escuchó algo entre los árboles.

—Silencio —dijo, en voz baja, y los tres miraron en todas


direcciones en medio de la oscuridad.

—¿Qué demonios es eso? —dijo el Búho, paralizado cuando


vio dos diminutas luces verdes que lo observaban desde lo alto.

Lobo Nocturno comenzó a lanzar flechas como un loco. Las


llamas no tardaron en expandirse por el bosque. Los ojos infernales
desaparecieron entre las copas de los árboles y mientras el joven
guerrero gritaba de furia y continuaba lanzando sus flechas, los
troncos más secos se encendieron del todo y se multiplicaron con
la ayuda del viento.

167
Los tres solo alcanzaron a ver cómo la silueta mimetizada de
la criatura se alejaba saltando por las ramas.

Lobo Nocturno dejó de lanzar flechas y se dio cuenta que el


fuego estaba cerca de ellos.

—Tenemos que llevar al jefe de vuelta al campamento —dijo,


y se acomodó el arco en la espalda.

Sin embargo, fue tan solo bajar la guardia, un momento, para


ver cómo un rayo, que salió desde lo alto, le arrancaba el brazo
derecho al jefe Toro.

— ¡Rápido! ¡No podemos dejarlo aquí! —dijo Lobo Nocturno,


cuando vio que el padre de su prometida agonizaba sobre el
caballo, que se tambaleaba nervioso por el fuego a su alrededor.

—¡Ayúdame a cargarlo! —le dijo a Ojos de Búho, mientras


arrastraba al jefe a un árbol para ponerlo a salvo.

Cuando lo posó sobre el tronco, se dio cuenta que ni siquiera


podría moverlo por el dolor; la hemorragia no cesaba.

—No te preocupes —dijo Ojos de Búho, mientras se hacía una


cola en su blanca cabellera ceniza y se montaba sobre su
caballo—. El fuego se encargará de él.

Lobo nocturno guardó silencio y observó como el jefe


temblaba junto al árbol y se desangraba. A punto de verlo arder
por el fuego, que era incontrolable a esa altura, ante sus ojos, el
demonio, bajó de los árboles y se llevó el cuerpo del Jefe Toro.

Corrió para recuperarlo, pero no alcanzó a quitárselo.

El demonio invisible se escabulló en lo más alto de las ramas y


Ojos de Búho, montado en su caballo, al verlo, se llenó de furia y
galopó para recuperar a su amigo, que continuaba con vida.

168
Lobo Nocturno perdió de vista al Búho entre los árboles, y
llamó a su caballo de un chiflido.

Se colgó de las riendas cuando este se acercó y, antes de


acomodarse sobre la montura, inclinó su cuerpo y cogió de la
tierra la flauta de madera que se le había caído a Ojos de Búho, y
se la colgó del cuello.

Sin embargo, cuando alcanzó el punto donde había perdido


de vista a su compañero, vio que el rastro de sangre del jefe Toro
había desaparecido. Pero estaba seguro que había herido al
demonio con sus flechas; había un extraño líquido de color verde
esparcido sobre las hojas.

Siguió el rastro entre la vegetación y el silencio se tornó denso.


Solo la luna que se asomaba por entre las ramas lo acompañaba.
No había ninguna señal de Ojos de Búho, menos del engendro.

Tras avanzar a paso lento para no ser emboscado, se detuvo


cuando el camino se cortó: frente a él un impactante precipicio,
iluminado por la luna llena que se veía en todo su esplendor; sus
cálculos a primera vista le aseguraban que cruzaría de un salto.
Pero su caballo, con sus movimientos, le hizo entender que no lo
haría.

De pronto, escuchó que algo bajaba a toda velocidad de los


árboles.

Solo alcanzó a apuntar su arco, sin lograr disparar, porque


algo cayó encima de él y lo aturdió.

—¿Pero qué ibas a hacer? —se escuchó decir a Ojos de Búho


que, al estrellarse contra su compañero, había caído de pie.

—¿Dónde está el demonio? —le dijo el joven y se


reincorporó.

169
—A dos kilómetros de aquí. Pude ver su transporte desde la
copa del árbol.

—Está herido. Una de mis flechas le dio.

—Lo sé. Pero necesitaremos mucho más para eliminarlo.


Tenemos que darnos prisa y encontrar a Toro Negro —y Ojos de
Búho, se acercó a la orilla del precipicio y vio el brillante torrente
del río Dixon, que se veía diminuto por la altura.

—¿Vamos a saltar? —dijo Lobo Nocturno, mientras miraba a


su caballo que se meneaba nervioso, insinuando que quería
regresar al campamento. Pero el Búho sacó la filosa hacha que
colgaba de su espalda y comenzó a darle golpes al árbol desde
donde había visto la nave del demonio—. ¿Y si nos mata? —dijo
Lobo Nocturno, que miraba unas nubes que cubrieron la luna—.
¿Quién cuidara de Minowa, la bebé y el niño?

—Solo sé que quiero volver con su cabeza como trofeo —dijo


el búho, mientras le daba fuertes hachazos al tronco que estaba a
punto de ceder.

—¿Qué pasará con ellos? —dijo Lobo Nocturno cuando vio


caer el tronco que conectó los dos extremos del abismo.

—No te preocupes. El chico cuidará de ellas —dijo el Búho,


y ambos cruzaron el puente abordo de sus animales.

Cabalgaron durante varios minutos hasta que la innumerable


cantidad de árboles dejó de obstruir su búsqueda.

Se encontraron, de frente, con un enorme monolito que


pertenecía a los Wassikis y que estaba destruido. Tenía tres metros
de altura y simulaba a un nativo cubierto con la enorme piel de un
oso; acostumbraban a rendir culto reunidos en el centro de la
figura de piedra para que las cosechas y la lluvia los
acompañaran por siempre. Sin embargo, de eso no quedaba

170
nada. El lugar estaba vacío y no había señales de ningún Wassiki.
Solo sus chozas destruidas y señales de una brutal batalla. Podía
tratarse de los soldados americanos, que habían regresado de la
Segunda Guerra Mundial.

Ojos de Búho se adelantó a su compañero indio, se bajó del


caballo y tocó el piso con sus gruesas manos.

Cogió un poco de polvo de las huellas de los últimos


habitantes, levantó la vista e indicó el camino.

—Debemos seguir por allí —y echó a cabalgar, nuevamente,


mientras se acomodaba el hacha en la espalda.

Veinte metros más adelante, cuando el bosque volvió a


poblar la zona, la luz de la luna, que se colgaba entre las deformes
ramas de los árboles, hizo que la visibilidad fuera confusa debido a
las sombras que se proyectaban.

Ojos de Búho se detuvo. Lobo Nocturno hizo lo mismo y puso


atención al movimiento de la copa de los árboles. Pero no veía
nada a su alrededor porque la luz de luna apenas entraba. Sin
embargo, se dio cuenta que estaba en peligro cuando un líquido
cálido cayó sobre su rostro.

Al inclinar la vista hacia arriba y darse cuenta que era sangre


humana, de inmediato apartó la mirada a tan horrible
espectáculo.

—Son Wassikis —dijo el Búho— Pero… ¿Dónde demonios están


sus cabezas?

Lobo Nocturno alcanzó a esquivar uno de los cuerpos


desollados, que cayó junto a él, después que la rama que lo
sostenía cediera. Colgaban con los intestinos fuera, y parte de los
tendones los mantenían suspendidos de los árboles; en su vida
habían visto algo tan inhumano.

171
—El cuerpo del jefe no está aquí —dijo el Búho—. Seguiremos.

Lobo Nocturno siguió a su compañero cabalgando, y


rápidamente abandonaron el sitio de la masacre.

La luna llena volvió a aparecer. Solo insectos se escuchaban


mientras cruzaban el bosque sobre los caballos.

Cuando cruzaron los árboles, que no les dejaban ver con


claridad lo que tenían a los pies de la montaña, se dieron cuenta
que habían llegado; una enorme embarcación metálica, sellada
como para soportar una tormenta de arena, brillaba enterrada a
un costado de la colina.

En sus laterales, una serie de luces similares al azul de las


llamas del fuego brillaban y emitían extraños sonidos.

—¡Vete! —dijo Ojos de Búho.

—Eso ni lo pienses —le dijo el joven Sioux.

—Yo me encargaré. Vete — y se quitó la piel de lobo de


encima y la lanzó lejos.

Sacó la hoja de metal de su espalda y la empuñó con su


mano derecha. Luego se acercó a su compañero y, sin avisarle, le
arrancó la flauta de madera que le colgaba del cuello.

Lobo Nocturno no sabía qué hacer. Si sucumbían ante el


demonio, Minowa quedaría sola con la bebé.

Jaló de su caballo, que estaba nervioso, y se alejó de Ojos de


Búho.

Su compañero cogió la flauta entre sus dedos. Los pájaros no


demoraron en abandonar los árboles asustados cuando
escucharon a Ojos de Búho entonar la melodía del himno de
guerra Sioux.

172
Sobre una plataforma que la embarcación desplegó, el
demonio ascendió y apareció con su verdadero rostro. Tenía
enormes dientes que sobresalían de sus fauces y un cuerpo
orgánico y sólido. Sostenía entre sus dedos de largas uñas negras,
que parecían huesos, la cabeza del jefe Toro, que aún estaba
unida a su espina dorsal.

—¡Mitaaakaaha! —gritó el Búho, con furia, mientras marcaba


sobre su pecho un corte diagonal con su hacha.

Se abalanzó corriendo contra la criatura que fue a su


encuentro e imitó su grito de guerra. Por los costados se
escuchaban disparos. Pero Lobo Nocturno, entre los árboles, huyó
a toda prisa de regreso al campamento. De seguro eran soldados
americanos.

Galopó sin mirar atrás durante varios minutos hasta que se


encontró con los cuerpos de los Wassikis que colgaban en lo alto
del bosque, sin cabeza. Tenía la sensación que se desprendían de
las ramas para atacarle. Pero contuvo la respiración y se dio
cuenta que no era más que el miedo que sentía tras ver el
horrendo rostro del demonio de metal.

Cuando llegó hasta el precipicio, su caballo cruzó el puente


de dos zancadas.

Miró hacia atrás y escuchó una risa diabólica a lo lejos. Sin


embargo, cuando repuso la concentración en el camino, de los
arbustos, algo se le abalanzó. Casi se cae del caballo.

De entre los matorrales, cargando entre sus brazos algo


envuelto en una manta blanca manchada con sangre, el niño,
Zorro Gris, apareció llorando.

—¿Dónde está Minowa? —le dijo con un hilo de voz, y se


acercó raudo a mirar al bebé.

173
Sé quedó sorprendido cuando vio que su hijo era un pequeño
niño indio.

—Llevará el nombre de su bisabuelo —dijo Lobo Nocturno y lo


cargó entre sus brazos—. Se llamará Billy el Indio —y se montó
sobre el caballo, ayudó Zorro Gris a subirse.

—Será el último lobo Sioux —dijo Zorro Gris, y ambos huyeron a


toda prisa por el bosque, mientras escuchaban cómo los soldados
americanos gastaban todas sus municiones en vano.

174
El Autor

Josep Manel Rosell Subirats

Pues el caso es que esta es la tercera vez que las (muy) buenas
gentes de “Historias pulp” han tenido a bien seleccionar uno de
mis relatos para el tercer número de su antología, este año
dedicada a la serie de películas de “Predator”, iniciada en 1987
por John McTiernan, con un Arnold Schwarzenegger en su época
de máximo esplendor enfrentado a un alienígena de diseño
molón, por obra y gracia del malogrado Stan Winston.

Aquella cinta destacaba también por ese grupo de soldados


de élite, todos ellos duros y que soltaban frases de ésas que
solamente pueden soltar tipos duros como los que aparecían en
las pelis de los ochenta, algo que les emparentaba con otro
escuadrón de militares, los que James Cameron presentaba en
esa joya de la década que es “Aliens” (1986). “Predator” no tuvo
tanta suerte, su secuela, estrenada en 1990, bajo la batuta
videclipera del australiano Stephen Hopkins no tuvo la respuesta
comercial esperada, pero lo cierto es que un servidor de ustedes
siempre ha tenido un espacio en su disco duro cinéfilo para ella,
pese a que en su día buena parte de la crítica la puso a parir cosa
mala.

Después de eso vinieron un par de peripecias junto a los


aliens, la primera de las cuales francamente resultaba entretenida
y, ya en solitario, dos intentonas en solitario, con la pretensión de
reverdecer viejos laureles pero que se han saldado con resultados
algo decepcionantes, pese a que la última, estrenada el pasado

175
año y dirigida por Shane Black, resulta un entretenimiento bien
digno, aunque con uno de los finales más desangelados que
pueda recordar. Además sale mi muy adorada Olivia Munn, en un
personaje de científica que, detalle para frikosos, se apellida
Brackett, como Leigh Brackett, la maravillosa escritora de ciencia
ficción pulp (sí, todo lo bueno viene de ahí, colegas) y guionista
para directores tan imprescindibles como Howard Hawks.

El caso es que a la hora de ponerme ante el teclado decidí


en gran medida apartarme del pastiche y afrontar mi visión de
esta saga de películas usando la figura de un anti—héroe como el
que representa Donnie, un Don Nadie con menos carisma que el
protagonista de “Están vivos” (John Carpenter/1987), pero que
seguramente tampoco desentonaría si se diera el caso de un
posible encuentro fortuito entre ambos. La idea era mezclar
ambos referentes, muy queridos por mí, en un relato con algo de
humor para rebajar el grado de repulsa que pueda protagonizar
el personaje principal. Pero deben entender que uno se ve
empujado por los personajes cuando surgen y Donnie salió casi de
modo automático, un perdedor con todas las de la Ley, metido en
circunstancias especiales que no llega a comprender… Espero
que la disfruten y nos seguimos leyendo.

176
El viejo Donnie vs.

El viejo Donnie vs. Predators


por Josep Manel Rosell Subirats

¿Alguna vez te he explicado lo que le pasó al viejo Donnie?

Sí, ya lo sé, a Donnie siempre le han pasado cosas raras, no sé


si es un jodido gafe o sencillamente es que tiene un imán para los
sucesos bizarros, el caso es que antes, de que se las tuviera con un
vampiro, una historia que ahora no recuerdo si te la he contado,
pero algún día lo haré, tuvo una experiencia de esas realmente
increíbles, de las que solamente a alguien como el viejo Donnie
podían pasarle.

El caso es que un día, cuando el Sol empezaba ya a ponerse


el horizonte, Donnie fue a la tienda de Benson a pillar unas
cervezas y luego dormir la mona en el destartalado sofá de su
casa, no menos destartalada.

Estaba dando buena cuenta de la segunda de las seis


cervezas de la caja cuando se topó con Jimmy, que se ganaba
unos pocos dólares vendiendo chatarra que sacaba de la
abandonada factoría, situada a las afueras, cerca del frondoso
bosque. Jimmy era algo corto de miras, pero un buen tipo donde
los haya, así que le propuso que le echara una mano con unas
cosas que necesitaba cargar en la furgoneta. A cambio, luego
podrían echar una buena juerga en el bar de Betsy, que solía
177
tener la buena costumbre de fiarles. Así pues, los dos hombres
fueron hacia la vieja fábrica abandonada, que durante cerca de
cincuenta años dio trabajo a la mayor parte de los vecinos de la
zona, hasta que a mediados de los sesenta cerró sus puertas.

La fábrica era un edificio enorme, rodeado de otros dos más


pequeños, ya derruidos, de los cuales Jimmy ya había sacado
todo el material susceptible de poder ser vendido. El edificio
principal, que como ya he dicho era muy grande, estaba ahora
ocupado por ratas y malas hierbas que llegaban hasta la cintura.
Para acceder a él había que franquear el portón de hierro forjado,
ahora corroído por la humedad y el paso del tiempo.

Jimmy aparcó la furgoneta a pocos metros del portón.

—Casi nadie se atreve a entrar allí Donnie, así que


aprovecharemos la ocasión. He oído que allí dentro hay máquinas
con mucho cable de cobre. Podemos sacar un buen fajo si lo
extraemos en buenas condiciones…

Tras apurar su segunda cerveza Donnie respondió:

—Si tú lo dices… Eres el experto. Pero a ver si nos agotamos y


lo de Betsy se queda en agua de borrajas.

—Tranquilo Donnie, Betsy nos guardará unas cuantas cervezas


bien frías, ya lo verás. Ahora se trata de sondear la zona, pillar lo
que podamos cargar en la furgo, y nos largamos antes de que nos
den las doce y Betsy cierre el local.

Donnie asintió y lanzó la lata de cerveza todo lo lejos que


pudo.

No se dio cuenta de que la lata chocaba contra la nada,


aunque realmente, cerca de los restos de unos sacos de cemento,
sí había algo.

178
Era un guerrero, un guerrero procedente del espacio exterior.
Había llegado pocas horas antes que Jimmy y Donnie. A esas
horas solamente estaba el vigilante de seguridad, un tipo de
mediana edad que apenas tuvo tiempo de desenfundar su pistola
y dar el alto. El guerrero, fiel al estilo de su raza milenaria, esperó a
ser desafiado para disparar su pistola de rayos fotónicos y hacer
que las entrañas de aquel desdichado quedaran esparcidas por el
suelo.

Luego pasó a arrancarle la cabeza de cuajo, incluyendo su


espina dorsal.

Se sentía orgulloso.

Como era su deber.

Jimmy y Donnie estuvieron un buen rato peleando con el


portón, hasta que lograron abrirlo lo suficiente para pasar al
interior. Donnie se quedó algo rezagado, mientras Jimmy andaba
con paso seguro delante, portando una linterna. Ante ellos estaba
la sala principal, con dos grandes máquinas de imprenta que
llevaban tiempo sin funcionar. El polvo lo dominaba todo.

—Jimmy, voy un momento fuera a echar una meada…

—No me extraña, con tanta cerveza… Vuelve aquí, no me


dejes solo o no tendrás tu parte. Tienes suerte de que a Betsy le
caigas bien, porque en caso contrario, yo no pienso invitarte.

—Betsy siempre me fía. Es buena gente.

—Eso seguro. No tardes.

Donnie salió por el portón hasta los sacos de cemento,


andaba tan necesitado de orinar que tanto le daba que pudieran
verlo, pues los sacos daban justo delante de la carretera principal.
Lo único seguro era que la sensación de alivio era brutal.

179
Pero en ese preciso instante el coche del agente Parkwell, el
ayudante del sheriff, se detuvo.

Parkwell cogió la radio y comunicó con la comisaría:

—Aquí agente Parkwell. Todo en orden, al parecer, aunque


no veo por aquí al vigilante… Solamente a Donnie. Sí, ese Donnie.
Parece que merodea por la zona desde hace un rato, pues está
meando sobre unos sacos de cemento, a vistas de cualquier
conductor que pase por aquí. Suerte que no hay farolas o sería
todo un espectáculo.

Las risas se oyeron del otro lado de la radio.

—Voy a proceder a lo que hacemos habitualmente con él.


No tengo ganas de que vomite en el asiento trasero como la otra
vez. Siempre dice que los coches de policía le marean…

Parkwell salió del coche al mismo tiempo que Donnie


terminaba de orinar y se subía la cremallera. Mientras, iba
pensando en una excusa para evitar que Jimmy se cabreara.

—Buenas noches agente Parkwell… No es lo que parece. A


Jimmy y a mí nos ha dado por mear aquí cuando volvíamos de
trabajar…

—¿Trabajar, Jimmy y tú?

—Sí, venimos de… Bangor, de cargar unos muebles viejos, es


lo que suele hacer Jimmy.

—Lo único que sé es que si algo carga Jimmy Calhoun en esa


furgoneta de poca monta es material robado. Espero que no
andes haciendo tratos con él, Donnie. Te respeto porque eres
veterano de guerra, pero no me gusta verte mezclado con gente
de tan escasa categoría…

Donnie eructó levemente.


180
—Perdón, agente Parkwell. Ya sabe que yo soy un tipo legal.

—No lo pongo en duda. Pero me gustaría hablar con Jimmy y


ver qué hay en esa furgoneta

En ese momento, del interior del edificio se oyó un grito


agudo, tremendo. Parkwell sacó su pistola. Donnie, por su parte, se
aseguró que la suya estuviera a buen recaudo, comprobando
que la bragueta estaba cerrada.

—Agente Parkwell, espéreme, le acompaño.

—De ninguna manera Donnie, quédate aquí. Voy a ver qué


pasa.

El policía entró en la fábrica abandonada con paso sigiloso,


sosteniendo la pistola con las dos manos. A Donnie todo eso le
parecía sacado de película de acción de las buenas, de las que
echan los fines de semana por la tele. Respiró bien hondo y fue
hacia la entrada, repitiendo de modo algo burdo los pasos del
agente Parkwell.

Tan pronto Donnie entró por el portón se oyeron diversos


disparos. Unos eran claramente de pistola, como la que llevaba el
agente Parkwell, pero los otros parecían como ráfagas metálicas,
como el entrechocar de sables de una peli de ciencia ficción.

El viejo Donnie tragó saliva.

El sonido de disparos provenía de detrás de las máquinas


situadas en la parte posterior de la sala de imprentas.

Se oyó otro grito agudo.

Donnie siguió avanzando casi a tientas. Tropezó con algo y


cayó al suelo estrepitosamente, algo puntiagudo se clavó en su
rodilla izquierda.

181
Esta vez quien gritó fue él.

Luego el silencio.

Lo último que oyó antes de caer inconsciente fue unos pasos


que avanzaban pesadamente por el edificio, directos hacia el
lugar donde él se encontraba. Las paredes retumbaban a cada
paso que se oía.

Cuando despertó se encontró en un lugar muy distinto. No era


la nave industrial abandonada, era una especie de sala de
control. La cabeza le daba vueltas pero distinguía dos siluetas
enormes, que miraban hacia una especie de pantalla llena de
estrellas.

Pero eso no eran estrellas. Y eso que veía y que parecía la


Tierra no era algo que pareciese la Tierra. Era la Tierra.

Estaba en el espacio exterior.

Como eso lo contara en el bar de la esquina no iban a creerle


en la puñetera vida.

Una de las dos figuras se giró de improviso hacia él. Al verle


consciente, Donnie llegó a creer que aquel ser de casi dos metros
y medio de altura iba a partirlo por la mitad. Pero lo único que hizo
fue mirarlo un rato, como quien mira una mascota, ladeando la
cabeza.

El ser hizo una señal a su compañero, algo menos alto, quien


se dirigió lentamente hacia el lugar donde yacía Donnie, que era
como una especie de altar situado en mitad de la sala. Hizo un
gesto para que mirara a la pared.

Lo que allí vio le dio escalofríos…

Eran los cráneos de seres humanos, media docena, clavados


en la pared como la colección de sellos de un adolescente.
182
Donnie supuso que uno de aquellos cráneos era el del pobre
Jimmy. Y puede que el de al lado, el más cabezón, fuese el de
Parkwell.

—Yo ser terrícola, pero no haceros daño.

Donnie no sabía porque hablaba de ese modo, creía de


antemano que así le entenderían mejor. Pero eso era en las pelis
del Oeste, con los apaches, no con seres extraterrestres. Repitió
intentando mantener la compostura:

—Soy de la Tierra, pero no quiero haceros daño.

Los dos seres se miraron el uno al otro y echaron unas


carcajadas que retumbaron por toda aquella sala. En ese
momento una enorme puerta se abrió, entrando otro ser de
aspecto muy parecido a los otros dos, pero, fuese por la armadura
o por su aspecto físico, más fuerte y robusto, parecía ser el jefe.

El jefe se acercó más todavía a Donnie, tanto que pudo


maravillarse con la máscara, que parecía hecha de acero, que
recubría su rostro. Tras inspeccionarlo un rato ordenó a los otros dos
de modo vehemente que regresaran a sus puestos, mediante unos
gruñidos graves, parecidos a los de un tigre. Los dos seres volvieron
a los mandos de la nave.

Entonces el jefe se quitó el casco.

Donnie no sabía si lo mejor era gritar pidiendo ayuda o dejar


que aquello lo despellejara vivo. Su rostro lo dejó boquiabierto de
terror.

Tocando una especie de botones de su muñeca izquierda,


aquel alienígena empezó a hablar de modo humano. Era como
una especie de eco lejano, que Donnie entendía aunque la voz
sonara como si fuera de una máquina, con un extraño acento.

183
—Me complace tenerte en mi nave, humano, demostraste
tener valor al enfrentarte a mí de un modo tan decidido. Tus
compañeros murieron de modo mucho menos honorable…

Señaló los cráneos clavados en la pared…

—Antes de perder la consciencia de modo absurdo, al


lanzarte valerosamente contra mí, dejaste ver unas cualidades
que mi pueblo considera únicas. Mi pueblo cree en el valor, en el
arrojo en combate. Tú has dejado claro que posees esa fuerza
interior. Por eso he decidido ayudarte a que recuperes el aliento y,
tan pronto estés recuperado, proseguir nuestro duelo. Aunque
ahora será en mi planeta.

Donnie se quedó mudo unos segundos, luego habló…

—Mire, amigo… Cómo puedo explicárselo, yo no puedo


pelear. No estoy en condiciones de hacerlo. Madre de Dios, yo lo
que quería era huir…

El alienígena lanzó un gruñido, como si estuviera contrariado


por la respuesta…

—¿Así pues no estoy hablando con un guerrero? Hace tiempo


que visitamos tu planeta, buscando ejemplares como tú, que
luchen con ferocidad. Eso es algo que mi pueblo considera
sagrado. Hace tiempo uno de los míos se enfrentó con un hombre
en mitad de la selva, un hombre de condiciones físicas
imponentes. Mi hermano fue derrotado… Al igual que los que
tiempo después estuvieron en Los Ángeles.

—Pues lo siento por ellos, debe usted creerme. Pero yo, como
puede ver, estoy hecho una piltrafa… Le juro por sus Dioses que, si
me deja libre, no explicaré a nadie nada de lo que ha ocurrido.

Tras ponerse de nuevo su yelmo, el jefe extraterrestre se


acercó hacia sus subordinados y empezó de nuevo a lanzar

184
gruñidos que parecían claramente órdenes casi de tipo militar,
aunque del todo ininteligibles. Luego, tras lo que parecía una
risotada, Donnie sintió como si la nave diera media vuelta.

Lanzó un suspiro de alivio y, sea por el movimiento o por el


cambio de atmósfera, el caso es que volvió a caer en la mayor de
las inconsciencias.

Despertó en mitad de un campo de trigo, con la ropa hecha


jirones y sin saber muy bien dónde estaba y quién era. Lo encontró
el propietario del terreno, que, con muy malos modos, casi le
denuncia a la policía, aunque finalmente se contentó con llamar
al sheriff local, un tipo bajito y con bigote recortado que, cuando
le explicó su historia, casi se parte de la risa.

Tras hacer algo de autostop y mucha caminata, al final, llegó


a tierras familiares.

El bar de Betsy era el lugar perfecto para reponer fuerzas, se


dijo para sí mismo. Aunque decidió que no le explicaría nada de lo
que le había pasado, no fuera que llamara al loquero. No quería
terminar en una celda acolchada, eso sí que no.

Se sacudió como pudo la chaqueta y entró en el local como


si tal cosa.

—Buenas Betsy, ponme lo de costumbre… Hoy he tenido un


día complicado…

Betsy le puso un vaso de whisky.

—¿Has tenido un mal día, Donnie?

—Como casi siempre… Hoy hasta he logrado ver las estrellas.

La camarera rió y volvió a llenarle la copa.

185
—No te rías no… Ha sido toda una experiencia. Eso creo que
solamente pasa en las películas. Te lo digo yo.

—A mí me gustan las de ese musculoso…

—¿Stallone?

La chica negó con la cabeza…

—Ahora resulta que te gustan las pelis de Schwarzenegger…


Lo que me faltaba para completar la noche.

Y fue así como, tras tomar un par de rondas más, el viejo


Donnie regresó a su modesta casa a dormir la mona, como casi
siempre. Al día siguiente ya no recordaba casi nada de su
aventura y, si recordaba algo, básicamente intentaba volver a
olvidarlo.

Lo que sí puedo decirte es que nunca volvió a poner los pies


en la antigua nave industrial, de la que siguió desapareciendo
gente hasta que el ayuntamiento tuvo a bien derribar los edificios,
que pasaron a ser propiedad del ejército para hacer pruebas
armamentísticas y no sé qué cosas de experimentos con pirañas
mutadas genéticamente. Al final, las instalaciones fueron cerradas
a cal y canto, pero las pirañas se quedaron ahí… O eso me contó
Donnie, quien pronto volvió a merodear la zona buscando hacer
un buen negocio. La idea era sacar tajada con una piscifactoría
de la zona.

Pero eso es otra historia y ya te la contaré otro día, cuando


Donnie salga del hospital y me explique cómo perdió el pulgar de
la mano izquierda por culpa, según me dijo, de una jodida sardina
cabreada. O eso dice él que era.

Ni Betsy creo que lo sepa. Y eso que el pescado forma parte


del menú del local los fines de semana…

186
El Autor

Gabriel Jara

"Predator" es una criatura que atemoriza con su aspecto siniestro.


Pero, si hay algo que realmente puede inquietar hasta las fibras
más sensibles, no es tanto su apariencia física, tal como se nos
muestra. Todo lo contrario: la tensión del horror se hace más
palpable cuando no podemos verlo pero, quizá por un instinto
primitivo, sabemos que está "allí", acechándonos.

Este relato es apenas una mera exposición de ése recurso de


ubicuidad, de saber que la criatura puede estar en cualquier
parte y en ninguna, llevando a los protagonistas al borde del terror
paranoico. Si se ha logrado exitosamente la exposición de este
recurso, no dependerá de mí decidirlo. En el mejor de los casos,
me conformo con que los lectores puedan sentirse atrapados al
recorrer cada página.

187
En algún lugar de Canadá
por Gabriel Jara

Oan y Saki se internaron en el bosque, lanzando ladridos


desaforados, mientras perseguían al ciervo herido. Clerk le había
atinado con un disparo en uno de los muslos. No tardaría en
cansarse, antes de que lo alcanzaran.

Detrás de los perros iba Pierre, su cuidador, robusto y de cara


amigable. Tanto Arnold como su hijo Joseph habían hecho buenas
migas con él y con sus dos perros lobo. Completaba el grupo,
Jaques, un tipo algo huraño pero diestro en el uso del rifle.

Al llegar a una hondonada del bosque, encontraron a los


perros sentados sobre sus patas traseras, jadeando con las lenguas
afuera, en actitud calma y expectante. Pierre estaba hincado
cerca de ellos y, mientras les acariciaba el pelaje paternalmente,
observaba la escena que tenía delante: el ciervo yacía tendido
sobre el follaje en el suelo, los rayos del sol se infiltraban por entre el
ramaje de los árboles. El animal aparecía decapitado, la herida en
el muslo cubierta de sangre seca.

–¡Santo Dios! –exclamó Arnold, sujetando instintivamente a su


hijo por el hombro–. Pero ¿quién ha hecho esto?

188
–Algún coleccionista, tal vez –respondió Clerk, quien no le
sacaba los ojos de encima al corte limpio, hecho a la altura
superior del cuello–. ¿Tú qué piensas, Jaques?

Jaques se limitó a responder con un gruñido.

–Un coleccionista no haría un corte como éste –espetó Pierre–


. Me extraña que no hayamos visto a nadie más, por aquí cerca.
Le seguíamos a poca distancia, ¿cómo lograron hacer todo sin
que nos diéramos cuenta y largarse así, tan tranquilamente…?

–Hasta donde sabemos, bien puede ser uno solo, o bien un


fantasma, no veo otras pisadas, aparte de las nuestras.

–¡Enfrente de nuestras propias narices!

–¡Oiga, ¿quién anda ahí?! –Se incorporó Clerk, pero sólo hubo
silencio–. Juraría haber oído algo.

–¡Aquí! –gritó Jaques. Se había adelantado unos cuantos


metros, tratando de identificar alguna huella. Cuando los otros lo
alcanzaron, sentenció: “sangre”.

Identificaron varias manchas frescas, marcando el camino en


dirección opuesta a donde habían llegado.

–Nada más fíjense, entre una y otra marca hay casi diez
metros de distancia. –Pierre no salía de su asombro.

– ¡Pierre! –llamó Clerk– Adelántate con los perros. Estén


atentos y cuiden los seguros de sus armas –dijo, dirigiéndose al
resto–. Si hay otros cazadores no queremos herirlos por accidente.

Joseph, mientras caminaba detrás de su padre, alcanzó a ver


unas gotas de sangre dispersas en un tronco, más o menos a su
altura. Avanzaron en silencio.

***

189
Mmmmmmbbbrrrrooor accident…

Mmmbbrroor accidente…

Mmmno quebremos herrrislossss mror accidente…

Mno queremos herirlos por accidente…

Mror accidente…

***

–¡¿Pierre?! ¡Maldita sea! –Clerk se frotaba, nervioso, el escudo que


llevaba bordado en el bolsillo del chaleco, a la altura del pectoral
izquierdo. La insignia de su pelotón, durante la guerra. Hacía varios
minutos que perdieron de vista a Pierre y a sus perros. El bosque los
agobiaba con su quietud.

Pese a todo, Arnold se mantenía tranquilo y esa misma


tranquilidad le transmitía su hijo de diecisiete años, Joseph.

–¿Oyes ladrar a los perros, hijo?

–No, señor. No les oigo.

–Tampoco yo los escucho desde hace rato.

Jaques caminaba detrás cerrando el grupo, más huraño y


concentrado que nunca. Ya había manifestado su deseo de
volver, antes de que los encontrara la noche, parecía que se
avecinaba una tormenta. Pero Clerk sentenció que acamparían
allí, de ser necesario, al resguardo de los árboles. No llevaban las
tiendas pero sí el hacha para cortar leña, las cantimploras llenas
de agua y unos restos de carne que habían sobrado de la noche
anterior.

190
Llegaron a un claro donde la luz de la tarde abundaba en el
espacio abierto. Varios troncos enormes yacían inclinados por el
viento de anteriores tormentas.

–Haremos el fuego aquí –anunció Clerk–. Si Pierre anda cerca,


no tardará en encontrarnos.

–Vamos a buscar leña, hijo –dijo Arnold paterrnalmente. Clerk


le extendió el hacha recomendándoles no alejarse mucho, cerca
del claro la madera estaría más seca.

Para cuando volvieron, Jaques fumaba apoyado en un


tronco caído y Clerk parecía más inquieto, mirando hacia todos
lados.

–Voy a trepar por ése árbol inclinado –anunció, cuando se les


unieron Arnold y el chico–. Tal vez , desde la altura, logre divisarlos.

Mientras hacían el fuego, Jaques miraba cómo iba trepando


con el rifle volteado sobre la espalda. Resbaló unas cuantas veces,
sus suelas no parecían afianzarse a ciertas partes del tronco. Una
vez estuvo a punto de caerse y lanzó un gemido. Los demás lo
vieron, al escuchar sus quejas en voz baja.

Ya estando en la intersección del tronco con otro vertical,


pudo pisar firme y echó una paciente y escrutadora mirada
alrededor.

–¡¿Puedes ver algo?! –gritó Arnold, desde abajo.

–¡Más allá está el lago L…! Del otro lado veo la cabaña –dijo,
señalando hacia el oeste–. Tal vez se han ido hasta allá.

–¡¿Cruzando el lago?!

–¡Está congelado, en su mayoría! ¡No tendrían problemas en


cruzar!

191
–No tiene sentido –musitó Jaques, que seguía fumando.

Dispuesto ya a bajar, Clerk apoyó una mano sobre una rama


y le alarmó la viscosidad palpable. Era sangre lo que había
tocado, aún fresca. Observó detenidamente y vio que el tronco
por el que había subido aparecía salpicado aquí y allá. Más o
menos en los mismos lugares donde él había trastabillado antes.

Volvió a observar en derredor con el mismo resultado


desalentador. Siguió luego, con la vista, el rastro de sangre y
percibió que se perdía en lo alto, más allá de unos ramajes densos
que obstaculizaban su visión.

Frotó instintivamente el escudo de su viejo pelotón y comenzó


a escalar, aferrándose y haciendo equilibrio con el rifle, aún en su
espalda.

Desde abajo, tanto Arnold como su hijo, lo perdieron de vista.

–¿Usted cree que se han ido a esa cabaña? –le preguntó a


Jaques.

–No tiene sentido –repitió el otro, expulsando el humo por la


nariz.

–¿Y quién vive del otro lado? –inquirió Joseph.

–Nadie –respondió, algo molesto–. Antes solían usarla los


buscadores de oro, como lugar para abastecerse y hacer
descansar a los perros de los trineos. Pero fue abandonada hace
décadas.

La claridad iba menguando y, a pesar de que estaban cerca


del fuego, el frío empezaba a hacerse sentir.

El aullido desgarrador, que provino desde las alturas, los alertó


de inmediato. Jaques cogió el rifle y, en un salto, ya estaba en
guardia de pie.
192
Silencio.

Esperaban atentos, con las miradas apuntando hacia las


ramas en lo alto.

Silencio. Unos instantes después, un cuerpo caía, tropezando


entre ramas y hojas como si fuera un peso inerte, bamboleándose
de un lado al otro, hasta que terminó estampándose contra el
suelo con un golpe y un ruido secos.

Silencio, a pesar del crepitar débil de las ramas puestas en el


fuego. Un cuerpo decapitado y magullado por los trompicones
que había dado al caer. Un escudo bordado en el pecho de su
chaleco.

***

Ya había empezado a nevar cuando llegaron a la orilla del lago,


corriendo como si los persiguiera el Diablo. Aún llevaban las armas
pero con pocas municiones, más el hacha para cortar leña.

–Niño, tú ve por aquél costado, usted al medio y yo por el otro


extremo –impartía las órdenes Jaques, mientras recobraban un
poco de aliento.

–No te apartes mucho, hijo, estaré cerca –le dijo, poniendo


una mano sobre su hombro.

–Es mejor que sigamos moviéndonos. No se confíen con el


hielo, puede ser muy traicionero, así que pisen con cuidado.

–¿Está seguro de que no se romperá? –Joseph habló en un


tono algo ahogado por su propio aliento y por el miedo.

–No lo creo, pero hay que moverse ya, antes de que el


tiempo empeore y la nieve lo cubra todo. Podríamos perdernos en
mitad del lago.

193
–¡¿Qué diablos era esa “cosa”?! –musitó Arnold, poniéndose
en marcha. Ya los otros dos también empezaban a transitar por el
hielo.

–En las montañas, le dicen “el cazador”. Un cuento para


asustar a los niños que se internan solos en el bosque –Jaques,
denotaba nerviosismo.

–Creo que lo vi –Joseph caminaba con cautela, abriéndose


hacia el extremo–. Era como una especie de espejismo entre las
ramas…

–Concéntrate, hijo, fíjate de pisar con cuidado.

–Era algo extraño, translúcido y deforme, como si pudiese ver


a través de él. Sentí que me observaba directamente.

El viento se sentía con más fuerza, mientras la nieve


empezaba a caer copiosamente.

–¡Es mejor apurar el paso! –sentenció Jaques, gritando–. ¡Si nos


demoramos, nos encontraremos aquí en plena noche cerrada!

Conforme la nieve caía en mayor cantidad, acordaron ir


acercándose más, para no extraviarse, hasta que estuvieron a
pocos metros de distancia unos de otros.

Les costaba mucho caminar con firmeza por la capa de


nieve que iba cubriendo la superficie helada. Pero, de a poco, la
precipitación fue amainando, dándoles un respiro. Aun no veían la
otra orilla, pero un pico lejano, apenas iluminado por los últimos
rayos del sol, detrás del horizonte, les servía de guía.

Jaques propuso parar un instante.

–No debemos confiarnos, la tormenta puede volver en


cualquier momento. Recuperen un poco el aliento y adelántense,
yo los seguiré por detrás.
194
–¿Usted cree que podría estar siguiéndonos esa “cosa”? –
jadeó Arnold.

–Me ha parecido oír sus pisadas, cuando comenzó a


calmarse la ventisca –Joseph se sobresaltó al oírlo–. Sigan
adelante, yo iré detrás.

Sin demorarse más, retomaron el camino. Por el ruido que


hacían sus pasos sobre el leve crujir del hielo, supieron que estaban
llegando a la mitad del recorrido.

Jaques empuñó su rifle y aminoró el ritmo, mientras los otros


dos seguían sin percatarse. Oía sus pisadas detrás de él, la
“criatura”, ésa de la cual había oído ciertos rumores difundidos por
los hombres de las montañas, no parecía andar muy lejos.

Se volteó, atento a cualquier movimiento, pero no divisaba


nada, ya en plena oscuridad.

Cuando los otros oyeron el disparo, mezclándose con el


sonido del viento, se dieron vuelta, tiritando. Tratando de fijar la
vista lo más que pudo, Joseph percibió un bulto, un cuerpo,
suspendido en el aire, como levitando o, más bien, como si
alguien lo estuviese sujetando a unos centímetros del suelo. Se
movía como entre espasmos y convulsiones, o tal vez la nieve que
caía le daba ese aspecto tembloroso.

Apenas se oyeron unos gemidos y quejidos entrecortados. Era


Jaques, atragantándose con su propia sangre, no había dudas.

***

Entre ambos, habían limpiado bastante nieve en un círculo de


unos cuantos metros de diámetro.

195
–Sigue adelante, hijo –estaba sofocado por el esfuerzo y la
tensión, una vez concluido el trabajo–. Sin importar qué pase, sigue
hasta la cabaña, ¿me oyes?

El muchacho balbuceó algo ininteligible, como toda


respuesta. Su padre le dio un leve empujón como para sacarlo de
su letargo y ponerlo en marcha.

–Falta poco, sigue adelante.

Con paso lento y dubitativo, Joseph se fue alejando. Arnold,


empuñando el hacha, había empezado a golpear el suelo,
bordeando la zona que habían despejado. Desde lejos, se oía el
crujir sordo y helado, mientras la nieve caía moderadamente. Por
suerte, no empeoró en todo ése tiempo.

Arnold parecía lanzar maldiciones con cada golpe de hacha,


mientras el hielo cedía bajo su corto filo, y sus exclamaciones de
puro cansancio.

Cuando, por fin, los hachazos se detuvieron, también Joseph


interrumpió la marcha y, sin voltearse, aguzó el oído, paralizado
por el terror de la espera silenciosa.

Distinguió un disparo, luego otro, luego un “click” seco y otro


“clik” más, anunciaba que la recámara estaba vacía ya de
proyectiles.

Otro golpe más sobre el hielo, el resquebrajamiento profundo


y la conmoción de dos cuerpos chocando sobre el lago
congelado.

Un nuevo crujido más intenso se percibió en la noche, junto


con un leve temblor bajo sus pies. Un grito y un chillido ahogados,
luego el sonido de los cuerpos cayendo al agua. Algunos sonidos
más, parecidos a un chapoteo.

196
Luego silencio.

***

Entró en la cabaña, abatido y con los miembros agarrotados por


el frío. Su ropa estaba empapada de agua de nieve y su cuerpo
bastante insensible. La oscuridad era total.

Cerró la puerta con esfuerzo, debido al leve viento que


entraba, y anduvo a los tropezones hasta encontrar un lugar
donde sentarse, junto a una mesa. Tanteó y, sobre la misma,
encontró un plato de metal agrietado y algunos papeles viejos,
pero secos. Sin pensar demasiado, encendió un par usando
algunos de los fósforos que le habían sobrado, luego de preparar
el fuego cuando estaban en el bosque. Trató de no encandilarse
por la luz repentina y miró lo que había en el cuarto. La mesa
estaba bien en el medio, más al fondo distinguió una pila de
rocas, y en la pared lateral una cocina antigua, algo
desvencijada. Caminó hasta allí y metió los pocos papeles que
quedaban. Más al costado, sobre el piso, vio unos pocos leños y
algunos trozos de carbón, que tampoco dudó en introducir en la
estufa.

Conforme sus miembros recuperaban algo de calor cerca del


fuego, aprovechó la poca iluminación creciente para observar
detenidamente el cuarto. Aparecía sucio y en estado de
abandono ante sus ojos, tal como era de esperarse. El único
mobiliario que encontró, aparte de la mesa, era el banquito en el
que estuvo sentado hacía unos momentos.

“Si aún conservara el hacha”, pensó, “podría cortar partes de


los muebles, para mantener el fuego ardiendo.”

Se acurrucó cerca de la estufa, en silencio, oyendo cómo el


viento hacía crujir las maderas de las ventanas cerradas y se
filtraba por las grietas de las paredes.

197
Por momentos dormitaba y creía ser víctima de un mal sueño.

Faltaba poco para que el fuego se extinguiera, cuando un


brillo inusual, proveniente del montón de rocas, llamó su atención.
La cabaña había sido usada por buscadores de oro en el pasado,
al menos eso era lo que había escuchado. Desde lejos, le pareció
ver un reflejo diminuto y brilloso, tal vez una pepita de oro.

Se acercó hasta la esquina de la habitación, tras encender un


fósforo. Al llegar allí, precisamente, la brasa del cerillo le quemó la
punta de los dedos y tuvo que encender otro.

Aquello que, disimulado en la penumbra, le pareció que era


un montón de piedras apiladas, era en realidad una pila de
cráneos, limpios de toda carne, piel o músculo; disímiles unos de
otros no sólo en tamaño sino también en sus formas, como si los
hubiera allí mezclados tantos de personas como de animales,
formando una mixtura tétrica y escalofriante.

Descubrió, con horror, que el brillo que le había llamado la


atención era un pequeño diente de oro, que reflejaba la débil
luminosidad de las llamas del cuarto.

Soltó el fósforo otra vez, cuando ya le quemaba las yemas,


pero no volvió a encender ningún otro.

Oyó los pasos en el pórtico, a la entrada de la cabaña.


Afuera era la noche cerrada y alguien se acercaba a la puerta.

La misma puerta se abrió con estrépito, y un soplo de viento


helado alcanzó a asfixiar el tenue fuego que quedaba en el
calefón oxidado.

La puerta se cerró y, nuevamente, la cabaña se sumió en la


oscuridad.

198
El Autor

José Luis Díaz Marcos

Sencillamente cree no necesitar más presentación…

http://www.la—estanteria—2.webnode.es/

199
Expediente Cheliábisnk
por José Luis Díaz Marcos

Un gran meteorito cae sobre la Tierra

y siembra el pánico en los Urales

EFE. 15/02/2013

Convocado de urgencia el Estado Mayor General, el ministro ruso


de Defensa se dispuso a dar buena cuenta de lo sucedido:

–Señor presidente, señores, como ya saben, como todo el


planeta ya sabe, a las nueve horas, veinte minutos del día de hoy,
un asteroide ha penetrado en nuestra atmósfera sobre la región
de Cheliábinsk. Con toda lógica, se preguntarán por qué nuestros
200
sistemas de vigilancia y defensa no han sido capaces de detectar
su llegada. Varios motivos lo justifican: su aproximación, desde el
lado del sol; su extraordinaria velocidad, más de cincuenta veces
superior a la del sonido; y su reducido tamaño, supuesto en unos
quince por diecisiete metros.

»La fortuna ha querido que sus aproximadas once mil


toneladas hayan explotado a unos veinte mil metros de altura
liberando una energía de quinientos kilotones, la bomba atómica
de Hiroshima multiplicada por treinta. Parte de esa energía ha
generado una onda de choque cuya potencia ha reventado
cristales y derribado muros, siendo percibida en un radio de
doscientos kilómetros. ¡Rusia no veía nada semejante desde el
bólido de Tunguska2, en los tiempos del zar Nicolás II!

Salvo el presidente, figura impertérrita, los demás miembros


del consejo militar se removieron, incómodos, en sus sillones.

–Nuestros expertos –siguió el ministro de Defensa– calculan


que cerca de las tres cuartas partes del asteroide se han
evaporado en la explosión. Su masa restante se ha convertido en
polvo o ha llegado al suelo en forma de meteoritos. Precisamente
uno de estos, de grandes dimensiones, se ha hundido en el lago
Chebarkul, ochenta kilómetros al oeste de la misma ciudad de
Cheliábinsk. Descartada toda actividad radiológica en la zona, ya
ha sido recuperado y viene hacia Moscú.

»Señor presidente, señores, debemos verlo con nuestros


propios ojos. Aún siendo correcta la información que me
transmiten, solo así, doy fe, creeremos la existencia y el
extraordinario alcance del objeto que lo acompaña.

»Sí, han oído bien: he dicho… «objeto».

2 Explosión aérea ocurrida cerca del río Podkamennaya en Tunguska (Evenkía,


Siberia) el día 30 de junio de 1908. Arrasó dos mil kilómetros cuadrados de
tundra.

201
202
2

Colocado sobre un podio, la forma del enorme meteorito, aunque


irregular, recordaba a la proyección de un triángulo rectángulo:
uno de sus lados se levantaba, más o menos perpendicular a su
base, para luego descender en una escarpada diagonal hasta el
extremo roto de aquella.

Encima, las dos terceras partes de un cuerpo, este sí


perfectamente rectangular, prolongaban en el vacío el plano
ascendente de la pétrea hipotenusa, quedando unido a ella, solo
y en consecuencia, por el tercio restante. Su bruñida superficie, sin
desperfectos ni rendijas que delataran posibles divisiones, parecía
ser de algún cuarzo negro.

–¿Qué es? –preguntó el mandatario ruso al otro lado del


cristal de seguridad, en uno de los laboratorios subterráneos.

Se adelantó un científico:

–Señor, el conjunto pesa seiscientos tres coma setecientos


veinte kilos. Sin actividad radiactiva, química ni bacteriológica. En
cuanto al bólido, se trata de una condrita. Es una roca que...

–¡Sé lo que es una roca! –cortó el primero, tajante.

–Perdón, señor. Le aseguro…

–¡Vaya al grano, maldita sea! ¡¿Qué es esa cosa?!

–N, no… no lo sabemos, señor…

–¡¿No lo saben?! ¡¿Cómo que no lo saben?! ¡Es sólida, tiene


forma, estará hecha de algo, cumplirá alguna función…!

203
–El objeto mide cuarenta centímetros de largo por treinta de
ancho y otros treinta de alto. El material con el que ha sido
fabricado es desconocido y virtualmente indestructible. Como ve,
ha resistido la entrada en nuestra atmósfera y el posterior choque y
hundimiento en el hielo del lago Chebarkul sin sufrir ni un solo
rasguño. ¡Ni siquiera los rayos X, tras una tomografía, han
conseguido penetrarlo!

»Predicha la trayectoria del asteroide o antes de desviar esa


trayectoria hacia nosotros, hipótesis ambas perfectamente
posibles, no fue anclado a aquel, como cabría pensar, sino
adherido de algún modo. La explosión, ya atmosférica, habría
volatilizado todo rastro de ese… superpegamento junto con la
roca.

–Ministro de Defensa, ¿podría ser algún tipo de arma?

El aludido se cuadró en el acto:

–No parece probable, señor. Por sus dimensiones: la potencial


carga agresora sería insuficiente para producir daños significativos
a gran escala y eliminaría, además, el factor sorpresa para futuros
ataques. Estratégicamente hablando, no sería un movimiento
demasiado hábil.

El presidente asintió, valorativo.

–Quiero verlo de cerca.

Un asombrado murmullo recorrió a la comitiva.

–Señor presidente, a pesar de nuestras comprobaciones y


teorías, desconocemos si el objeto es totalmente inocuo. Ya se
expone demasiado estando aquí. Sugiero...

–¡Sugerencia denegada!

204
205
3

La luz artificial arrancaba tornasolados reflejos al oscuro y pulido


cuadrilátero.

–Es bonito… –reconoció el presidente contemplando su


propia imagen en la faceta superior de aquel. Alargó la mano,
curioso.

–D.. discu.lpe mi insistencia, pero…

El mandatario fulminó al ministro con la mirada.

Todos recularon temiendo, casi por igual, las dos


consecuencias subsiguientes: la reprimenda furiosa y el
impredecible desenlace del toque.

Como La Creación de Adán, en la Capilla Sixtina, el gesto


interrumpido concluyó con el encuentro sublime, quién sabe si
primero, entre la biología humana y la inteligencia ultraterrestre.

Tensa expectación.

Y, de súbito, cuando el eventual peligro empezaba a diluirse


en el tiempo, una

débil y creciente luz interna encendió el poliedro aclarando la


negrura de sus paredes.

–¡Cuidado!

–¡Atrás! ¡Atrás!

–¡¡Por Dios, señor presidente!!

206
El mandatario apenas retrocedió negándose, orgulloso, a
admitir recelo alguno.

Nítidas rendijas, brillantes perfiles, dividieron el espejo


superior en sendas ¿tapas? longitudinales.

Y estas, en efecto, también sin previo aviso, se separaron: el


cristal, hasta entonces inquietante enigma, se convirtió así en un
extraordinario envase. Literalmente, en una excepcional caja…

…¿de Pandora?

El presidente de Rusia, ya intrépido cosaco para la posteridad


según él mismo supuso, se asomó. De manera involuntaria, «¡Por
todo el hielo de Siberia!», quedó detenido, desconcertado,
perplejo. Sin volverse, ordenó:

–¡Acérquense! ¡¿Esto es… lo que parece ser?!

207
4

–¡Ha ocurrido!

–¡Increíble! ¡Absolutamente increíble!

–¡Demonio de yanquis…!

El presidente extrajo una placa de aspecto dorado3 y


amplitud sensiblemente inferior4 a la de un folio. Sus esquinas
habían sido redondeadas y lucía sendos orificios en sus márgenes
más cortos. En cuanto a la información, esencialmente gráfica,
cincelada en ella…

Leída en sentido horizontal, de izquierda a derecha y de


arriba abajo, la placa mostraba, en síntesis, dos círculos unidos por
un segmento, catorce haces ¿luminosos? partiendo de un mismo
origen, una pareja humana desnuda ante el esquema de una
supuesta ¿antena? y, finalmente, la ruta cósmica seguida por esa
sonda desde el tercer planeta de un evidente sistema solar.

–Señor presidente –habló por primera vez un segundo


científico–, salvo que las oportunas comprobaciones luego lo
desmientan, está en lo cierto: es una de las dos placas Pioneer.

»La NASA lanzó las sondas Pioneer—10 y Pioneer—11 en los


primeros años setenta del siglo pasado 5 con el fin de explorar,
respectivamente, Júpiter y Saturno. Ambas, también botellas

3 Explosión aérea ocurrida cerca del río Podkamennaya en Tunguska (Evenkía,


Siberia) el día 30 de junio de 1908. Arrasó dos mil kilómetros cuadrados de
tundra.
4 22,9 x 15,2 centímetros.
5 Ambas desde Cabo Cañaveral, la primera fue puesta en órbita el 3 de marzo
de 1972 y la segunda el 5 de abril de 1973.

208
estelares, podríamos decir, fueron provistas con idénticas placas,
esta y otra, cuyo mensaje fue diseñado por Linda Sagan, esposa
del popular astrónomo y divulgador científico Carl Sagan.

»Y, como es evidente, señor, al menos una de las dos…


“botellas” ha sido encontrada.

–¿Cuál de ellas?

–Imposible saberlo. Consumidas sus respectivas misiones, las


Pioneer se adentraron en el espacio profundo: la primera hacia la
constelación de Tauro y la segunda hacia la constelación de El
Águila.

–Señor –intervino el ministro de Defensa–, se trate de la sonda


de que se trate, creo que deberíamos preguntarnos quiénes la
han encontrado y, sobre todo, cuáles son sus intenciones.

El aludido, meditabundo, volvió a fijarse en el interior de la


caja.

De este modo, el intrépido, y ahora también intuitivo cosaco,


halló respuesta a la primera duda planteada.

209
5

Aunque en un primer instante la confundió con el fondo


demasiado próximo del envase, los brillos del oscuro perfil pronto
aclararon su errónea apreciación inicial.

Se trataba de una segunda plancha. Sus dimensiones,


similares, si no idénticas a las de su predecesora, encerraban, sin
embargo, una diferencia básica con aquella respecto al material
de fabricación: era supuesto cuarzo alienígena.

Evidente contestación al mensaje terrestre, aquella también


ofrecía información (fino trazo blanco sobre el negro)
esencialmente gráfica: un planeta rodeado por tres inconfundibles
hongos atómicos equidistantes entre sí del que partían veintiún
haces luminosos, la misma pareja de la placa Pioneer y,
finalmente, la ruta seguida por una roca (meteorito aún intacto
con caja incluida) desde el quinto planeta (entre dieciséis) de un
evidente sistema solar.

Quedaron boquiabiertos, sobrecogidos.

Y no solo por el desgraciado final, según parecía, del planeta


que albergaba, o había albergado, a la civilización comunicante.

210
6

En esta segunda ilustración, los brazos de la mujer ya no pendían,


inertes. Ahora acunaban, maternales, la esplendorosa (así lo
sugerían varios asteriscos) caja. Tras la fémina y el hombre, este
amable saludo, había sido incorporada una tercera figura.

Solo una.

Suficiente, sin embargo, asumida su existencia, para resolver


por sí misma la eterna incógnita.

Situada tras la pareja Pioneer, una enorme criatura bípeda


(medio metro superior a aquella), antropomórfica y de atlética
constitución masculina abrazaba, amistosa, los hombros humanos.
A pesar de vestir algunas protecciones metálicas a modo de
escueta armadura, podían apreciarse, no obstante, las sombras
de su piel (oscuros trazos paralelos), sus palmeadas garras, su
voluminosa y horripilante cabeza…

Su cabeza…

La mitad superior, frente ancha de aspecto sólido, recordaba


al caparazón de un crustáceo flanqueado, además, por una
abundante crin de largos y lisos tentáculos.

La mitad inferior exhibía una cara repulsiva: ojos diminutos y


profundos, ausencia de apéndice nasal, enormes mandíbulas
retráctiles cuyos pliegues cutáneos, abiertos en una espeluznante
¿sonrisa? de afilados colmillos, permitían ver el interior de la boca.

–¡Santo cielo: son horribles!

211
7

–¿Y todo… esto…?

Políticos, militares e investigadores se asomaron al interior de


la caja con temerosa cautela, preguntándose cuántas increíbles e
insospechadas sorpresas más contendría:

El fondo estaba sembrado por filas de diminutos y planos…


¿botones?

–Señor presidente, ¿da su permiso para…? –preguntó el


científico que había identificado, de manera preliminar, la placa
Pioneer.

–Permiso concedido.

El hombre dudó un instante y se dispuso a manipular uno de


los aparentes pulsadores. De manera casi involuntaria, acabó
extrayendo un fino tubo de ensayo cuyo contenido, líquido
transparente, enturbiaba una nube de partículas.

–Parecen restos biológicos… La caja debe tener algún sistema


de conservación.

Escogió un segundo sello y extrajo otro tubo.

–Visto lo visto, ya sabemos qué o quiénes encontraron la


sonda Pioneer y cuáles son, o fueron, sus intenciones respecto a la
Tierra.

–Explíquese.

–Señor presidente, no creo descabellado afirmar que esta


civilización alienígena nos confía…

212
–¡¿El qué?! ¡Hable!

–… la supervivencia de su especie.

El mandatario ruso abrió los ojos como platos. Al margen de la


comunidad internacional, semejante hipótesis implicaba una
abrumadora, inmediata e indelegable consecuencia: allí y
entonces, dependía de él, solo de él, la posible continuidad de
toda una inteligencia extraterrestre.

Contempló la enorme figura de la segunda placa. A pesar de


la actitud amigable, pose política al fin y al cabo, se preguntó si la
feroz apariencia de aquel ser, de aquellos seres, no encerraría una
naturaleza verdaderamente peligrosa para la humanidad.
¿Consentía su recreación científica, la demoraba o, en el peor de
los casos, la impedía para siempre? ¿Qué decisión debía tomar?
Inaudito dilema. Sintió el peso de la historia sobre sus hombros.

Inspiró antes de dirigirse a los presentes:

–Señores, la decisión está tomada.

213
El Autor

Tony Herrera

Es diseñador gráfico, actor y escritor de Impact World, equipo de


artistas internacionales para quienes ha escrito o sido coautor de
obras originales como “The Box” o el musical “Fame & Glory”, entre
otras.

Nacido en Barcelona en 1981, ha vivido en Madrid, Ciudad


del Cabo y Kansas City. Su proyecto más reciente es su canal de
YouTube, El Constructor de Críticas, que cuenta con casi 5.000
suscriptores y analiza obras de fantasía, terror y ciencia ficción, y
narrativa en todo tipo de formatos (literatura, cine, cómic,
manga…).

214
Fantasmas
por Tony Herrera

Los hay en todas las guerras. Susurros y trampas de la mente.


Cuando cada muerte podría ser la tuya, empiezas a prestar más
atención que nunca. Y tu imaginación, esa herramienta de
supervivencia derrochada en pequeñeces, se pone en marcha
para unir los puntos. Para dar forma a los indicios sutiles de que un
soldado enemigo está a la vuelta de la esquina, cargando la bala
que lleva tu nombre. Todo para salvarte la vida.

El único inconveniente: es demasiado potente. Esté o no el


enemigo, lo encuentra. Existen o no las pistas, les da forma, las
moldea en los cambios de luz y los silencios. Todo le sirve. La
imaginación, esa cabrona retorcida.

Y si la fuerzas, el interruptor que la apaga se rompe. Se rompe


y nada puede arreglarlo de nuevo. Los enemigos, los fantasmas, te
siguen a casa. “Estrés post—traumático”, dicen los psiquiatras. Pero
prefiero el nombre antiguo: “neurosis de guerra”. Me cuesta creer
que se parezca a nada. Pero qué sabré yo. Solo tengo mi propia
experiencia. Se supone que los cerebritos que señalan eso han
tratado a cientos o a miles. Yo soy solo yo.

Pero por eso mismo sé qué decir. Me han preguntado tantas


veces si veo esto o aquello, si lo escucho, si lo huelo, si tengo estos

215
sentimientos, que ya sabía cómo responder para que me dieran el
alta. Y volví al servicio activo, a donde podía estar y quedarme. Mi
familia ya no era el lugar para mí. Mis hijos estaban, decían, muy
orgullosos de mí. O, al menos, de quien su madre les había dicho
que era yo. De la bonita foto con uniforme de gala. Cuando lo vi,
agarré el cuadro con su precioso marco dorado y me volví hacia
mi mujer para preguntarle quién mierdas era ese. Dio un paso
atrás; no sé con qué cara la miré, pero retrocedió. Miré de nuevo
a la fotografía, y de pronto supe quien era. Me reconocí. Claro
que era yo. O al menos era alguien que fui una vez.

No me di más oportunidades. Ella me perdonó eso. Y algún


día me perdonará que me fuera. Que me declararan apto para el
servicio, que me divorciara… pero la verdad, no iba a dejar que
ningún enfermo con ojos de loco rondara a mi familia.
Especialmente si se trataba de mí. Así que regresé a lo que
conocía mejor. La disciplina. La regularidad. La fidelidad
inamovible a una causa. Semper fidelis. Eso no cambiaría. Y si lo
hacía, si acababa comportándome como un animal salvaje,
estaba rodeado de otros como yo. Más capaces que nadie de
liquidar a un perro rabioso sin que nadie saliera herido.

Tal vez eso sea lo que nos une más que ninguna otra cosa.

Y, en comparación, nada importaba. Cavar trincheras, tragar


fango, guardias interminables, mosquitos del tamaño de un puño.
Cada distracción era bienvenida. Algo en lo que concentrarme.
Algo que alejaba a los fantasmas. Y a los recuerdos. A pensar en
los hijos para los que yo nunca volvería a ser nada más que un
loco, alguien furioso y perdido, y un cheque cada mes para cuidar
de ellos. Yo no necesitaba gran cosa; mi salario siempre fue, casi
íntegramente, para ellos. Así ahogaba la culpa cuando levantaba
su fea cabeza. Estarían bien. Y yo lo estaría, algún día. Al fin y al
cabo, tenía a mis compañeros.

216
Los compañeros nos apoyamos. Clint, ese irlandés charlatán,
siempre a punto de escupir una tontería. A veces hasta con
gracia. Will, su antítesis, un estereotipo de caballero sureño en el
cuerpo de un negro de metro noventa. Y Risitas Mark, y Luke el
Fortachón, y el viejo Sean, y James el inglés. Hombres buenos.
Decentes. Rotos, todos y cada uno. Nuestro lugar y el de los que
son como nosotros es el frente, donde solo haremos daño a
quienes lo merecen. O a quienes personas más importantes que
nosotros deciden que lo merecen, al menos. Donde podemos vivr
con propósito, y nuestra muerte tiene sentido.

O así debería haber sido.

No estaba planeado que los fantasmas se volvieran reales. No


así. No hablo de que se materializaran en un enemigo común, en
otro soldado como tú, como yo; en otro enfermo desesperado
dispuesto a matarte para mayor gloria de sus políticos. No, eso
hubiera podido aceptarlo.

Pero que una noche, una como cualquier otra, acampados


en un rincón perdido del centro de África… no recuerdo ni para
qué estábamos allí; en cambio, recuerdo claramente que
llevábamos cubiertas treinta millas a pie, a través de la sabana.
Era una reyerta entre señores de la guerra locales o algo asi. Niños
de la edad de mi hijo mayor abrían fuego contra nosotros y huían,
convertidos en guerrilleros, chillando de odio y pánico. Ellos nos
tenían miedo, porque les habían dicho qué les haríamos si les
atrapábamos. Y si se parecía a lo que hacían con los nuestros
cuando capturaban a uno con vida, tenían motivos para temer.

Así que, cuando aquella noche llegaron los fantasmas, los


susurros en la hojarasca y la vibración de pasos que no deberían
estar allí, eso es lo que creí que podía encontrar. Unos ojos
enormes en la oscuridad, aterrados, determinados, que buscaban
un blanco —jeh— que abatir. Que me matarían sin dudar para

217
salvarse, para salvar a sus menudos camaradas, para salvarse de
sus crueles sargentos, que les ataban la vida con saquitos de su
pelo y uñas para que no se atrevieran a traicionarles. Sería una
buena muerte. Absurda, pero buena, cumpliendo una misión. Pero
mientras mi linterna trazaba un zig zag iluminando las tinieblas, los
fantasmas me ignoraron. No esperaba eso.

Y mucho menos que un minuto después, al darme la vuelta y


ver la silueta del irlandés a la luz de las llamas apuntando su rifle
contra algo invisible, los espectros se convirtieran en carniceros.
Ver la garganta de Clint abrirse de improviso, con un salpicón de
sangre que me manchó los labios, ácida y salada… aquello no
debería poder ocurrir. Allí no había nadie, por más que busqué a
un enemigo emboscado mientras corría hacia su cuerpo
tembloroso. Le agarré mientras se desplomaba, y los ojos se le
apagaron mirando a los míos, sin más ruido que un gorgoteo
pegajoso que estuvo a punto de vaciarme el estómago. Busqué
alrededor, desesperado. Pero no había más fantasmas. Ningún
indicio esta vez, cuando sí los necesitaba. Maldije, no recuerdo a
qué ni quién, pero sí el eco inútil de mi rabia retumbando en el
campamento.

Mi alarido encontró respuesta en una suerte de estática


crepitante y eléctrica, un ruido semejante al de un grillo pero más
grave, intenso y cercano. Ningún animal vivo hacía ruidos como
esos; quizá los insectos gigantescos de la época de los dinosaurios,
pero nada que pudiera existir hoy en esta tierra de Dios. Aunque
temí que Dios no estuviera allí esa noche, cuando la forma se
recortó frente a mí.

Era la hoguera del campamento lo que lo delataba; el viento


árido que llegaba desde el lejano Sahara azotaba la hoguera y
arrastraba el humo lejos de nosotros… y directo a aquella cosa.
Debía medir más de dos metros, con hombros anchos como el
lomo de un toro. Su silueta aparecía y desaparecía de nuevo en

218
cuanto la humareda se apartaba de él. Y allí permaneció un largo
instante, en pie, con las garras —no, comprendí; su forma bien
definida sugeria cuchillas— que cubrían el dorso de una mano
descomunal y goteaban sangre. La sangre de Clint. Y seguía
haciendo ese ruido cliqueante que de pronto se me antojó una
inhumana risa.

Y eso rompió mi estupor. Esa indignación, esa humillación, me


devolvieron a mis sentidos. Levanté mi rifle para acribillar a aquella
cosa, pero con el cuerpo aún caliente de mi amigo en brazos, no
fui lo bastante rápido. Debí dejarlo caer, arrojar al suelo aquel
fardo inerte que había sido mi amigo, y disparar a bocajarro. En
vez de eso, la criatura se movió, mucho más deprisa de lo que
pude anticipar, y me golpeó en la cara con una patada brutal
que me despegó del suelo. Volé un par de metros y caí sobre mi
espalda, un golpe seco que hizo que me ahogara. El rifle había
escapado de mis dedos, pero me había pasado la correa sobre
los hombros. Seguía a mi alcance. Pero aquel monstruo ya no
estaba bajo la humareda. No había rastro de él. Hasta el cliqueteo
había desaparecido.

Todavía incapaz de respirar —pareció pasar un minuto entero


antes de que mi pecho fuera capaz de tomar aire de nuevo—, me
incorporé. No me puse en pie, sino que permanecía agachado,
una rodilla en tierra, la culata de mi arma apoyada en mi cadera,
dispuesto para girar en cualquier dirección. Pero no había señal
alguna de aquel ser invisible. Mis fantasmas me habían
abandonado. Me dejaban a mi suerte, para cobrarse la venganza
que tanto se había demorado.

El resto del campamento se movía. Sean venía el primero, sin


camiseta, el torso brillante untado en loción anti insectos, con el
rifle en ristre. Will le seguía, el arma apuntando al suelo,
escudriñando la oscuridad.

219
—¿Estáis bien? —preguntó, y su acento de Louisiana, el mismo
que le conseguía una chica tras otra, sonaba incongruente frente
a la amenaza que acechaba. Antes de que pudiera repetir la
pregunta, distinguió a Clint, yaciendo en un charco rojo. Apartó a
Sean de un empujón y corrió hacia él antes de que pudiera
advertirle.

Lo empaló. No hay otra palabra. Lo atravesó de parte a parte


con el filo curvo de su brazo. Llegué a verlo un momento antes de
que golpeara, cuando la sangre de Clint, la sangre irlandesa de la
que tanto presumía siempre, se hizo visible para mí. Y entonces se
mezcló con la sangre del enorme negro, que se dobló como una
hoja de papel de fumar. Debió ser casi instantáneo. Recuerdo
pensar que seguramente no habría sufrido.

Sean y yo abrimos fuego al mismo tiempo. Era una maniobra


muy imprudente; estábamos prácticamente el uno en la línea de
tiro del otro, y varios disparos suyos silbaron a mi alrededor. Seguro
que a él le pasó lo mismo. Nuestras ráfagas se unieron sobre el
cuerpo inerte de Will, sacudiéndolo como si dentro suyo hubiera
un avispero. Un avispero de plomo caliente.

Cuando dejamos de disparar, cayó a tierra. Ni un segundo


antes. Y su sangre perfilaba ahora todo un brazo de la criatura
invisible y parte de su cabeza, cubierta por una especie de yelmo,
y su torso. Volvió a reír o a gruñir o a lo que fuera aquel ruido
chasqueante y eléctrico. Parecía indemne; al menos, nada en lo
que se adivinaba de su postura indicaba debilidad. Sean soltó una
blasfemia que jamás hubiera esperado de él y abrió fuego una vez
más. Y esta vez, una bala me alcanzó.

Recobré la conciencia cuando amanecía. Mi sien sangraba;


había sido un roce apenas, por suerte para mí, pero la conmoción
me dejó inconsciente.

220
El resto del campamento había sido arrasado. Los cuerpos de
mis compañeros, de mis amigos, yacían en una pila. Decapitados,
descubrí con horror; sus cabezas habían sido arrancadas, como
trofeos de un cazador. Aullé y lloré como un niño, por lo que
parecieron horas. Después, tuve la presencia de ánimo necesaria
para hacerme con la radio y pedir ayuda. No tardaron en venir a
buscarnos. O más bien, a mí, solo a mí, mientras me preguntaba
qué había impedido que el monstruo me matara. Acaso el no ser
abatido por él. No haberme derrotado. Quizá un enemigo
indefenso, simplemente, no era digno de su atención. O cualquier
otra cosa; me costaba aplicar la lógica a los actos de aquel ser
imposible.

Esperaba un consejo de guerra, después de declarar todo.


Ser acusado de un colapso nervioso y recibir una licencia con
deshonor y quién sabe si la cárcel. No me hubiera importado.
Aquella noche, creí que no volvería jamás a ser un soldado,
porque había algo ahí fuera que escapaba tanto a mi
comprensión que siempre temería que apareciera de nuevo.

En vez de eso, me encontré aprendiendo muchas cosas.

Los llaman Yautja. Son alienígenas. Nos han visitado una y otra
vez. Son cazadores, gladiadores. Y la humanidad nunca ha sido
rival para ellos… hasta ahora. Hoy soy parte del pelotón Dutch de
defensa anti—aliens. Conozco sus habilidades, sus puntos débiles.
Y cuando vuelva a enfrentarme a uno de ellos, no estaré
indefenso. Porque ahora, los fantasmas que me rodean no son mis
enemigos, sino que claman por venganza.

221
El Autor

Patricio Denegri

Patricio Denegri — De Plottier, Patagonia Argentina — Amo los


Libros y las historias desde que tengo memoria.

Escribo cuentos de géneros variados y trabajo en un proyecto


de novela.

222
La misma presa
Patricio Denegri

El calor agobiante, los insectos adueñándose del atardecer, la


jungla se impone marcando territorio. Camina agazapado por
algo levemente similar a un sendero procurando que el follaje
oscuro lo mantenga oculto. Escucha un chillido detrás e
inmediatamente se arroja de pecho al suelo entre las ramas
crujientes y las hojas caídas. Se desliza lento hasta quedar semi
oculto entre unas plantas bajas y oscuras. El sudor y los cortes le
provocan un incómodo ardor en la piel.

Escucha el repentino y violento aleteo de un par de pájaros


que huyen de allí. Luego, el silencio reina, y cuando una jungla
está dominada por el silencio, no es un buen augurio. Él ha
llegado, está seguro aunque no pueda verlo. Despacio mueve su
mano para tomar el cuchillo que lleva en el muslo, es la última
arma que le queda. Lo retira de la funda y se aferra a él como
quien puede contener su última esperanza entre las manos.
Cerca de él, un sonido corto y seco. Son sus pasos, ágiles livianos,
certeros. Gira su cabeza para intentar ver hacia el
camino que él mismo recorrió hace minutos, cuando una garra
inhumana rompe las plantas y lo toma por la parte de atrás del
cuello. Pierde el cuchillo y con ambas manos intenta liberarse pero
el Depredador ya lo ha levantado por el aire y lo arroja con una
facilidad intimidante contra un árbol de tronco grueso. El golpe lo

223
deja aturdido. Queda sentado con la espalda apoyada en el
árbol y la cabeza ladeada. Inmóvil, indefenso y apenas
consciente. La jungla se oscurece y se ilumina intermitentemente
frente a sus ojos, pero aun así, en esa confusión, lo ve acercarse.
Las cuchillas retráctiles se deslizan en silencio saliendo del
brazalete. Lo ve llevar el brazo derecho hacia atrás buscando el
impulso necesario para acabar con él. A
una velocidad desgarradora, el Depredador, lanza su golpe.

Dutch, gritando, despertó cubierto de sudor.

***

Estaba amaneciendo cuando Dutch destapó la cerveza sin tener


en claro si era la primera del día, o la última de la noche que
acaba. No volvió a dormir después del sueño que lo obligó a
despertar pero se quedó sentado en el desvencijado sillón de su
sala de estar, en donde se había dormido. Frente a él, rodeado de
basura, el televisor transmitía un documental sobre la vida animal
en África. Después de un rato, cuando la botella ya estaba casi
vacía, se levantó lento, cansino, y arrastrando los pies fue al baño.
No podía recordar cuándo había sido la última vez que realmente
había podido descansar.

No se sorprendió cuando abrió la puerta del baño y encontró


a su viejo compañero Mac sentado en su inodoro, repasándose el
afeitado con su pequeña maquinita azul.

Dutch no le hizo caso alguno, así lo había decidido semanas


atrás. Incluso no respondió cuando, con su profunda e
inconfundible, voz Mac lo saludó.

—General…

Dutch le dio la espalda y se inclinó sobre el lavatorio, se mojó


y se refregó el rostro. Fuera, el bullicio nocturno de Brownsville

224
estaba dejando paso al sonido trastornado del tráfico. Sin secarse
la cara alzó la vista. Por el espejo vio el rostro imperturbable de
Mac. Paulatinamente, su inexpresividad habitual se transformó y
dejó lugar a un miedo puro que rápido se mutó al horror. Tres
puntos rojos recorrían la sudada frente de Mac. Dutch tuvo
que cerrar los ojos y sacudir la cabeza.

Volvió al sillón, le dolía la espalda. Hacía dos años que había


vuelto de la selva y, desde ese entonces, estaba retirado, no
había vuelto a tener ni un solo trabajo, ni una sola misión y no
había hecho más ejercicio que el de ir al supermercado. Si bien
continuaba siendo fornido y esbelto, su forma física ya no era la
misma y la cerveza comenzaba a asomarse en forma de
redondeada barriga. La barba que se había dejado crecer no
hacía más que acentuar su aspecto desprolijo y abandonado.

Se acostó en el sillón y se cubrió con la manta. Antes de cerrar


los ojos y que el sueño se adueñara de él, vio cómo Billy, con su
gesto adusto y su mirada penetrante, lo observaba desde el rincón
de la sala que estaba al lado de la TV.

***

Los golpes en la puerta lo despertaron. BLAM BLAM BLAM.

Se despertó aturdido, los rayos de sol que se colaban por las


persianas lo encandilaron, supuso que el mediodía estaba cerca.
Ya se sentía el calor y el departamento estaba inundado de un
olor húmedo agobiante.

—¡Ey, Dutch! Abre la puerta, sabemos que estas ahí dentro. –


Dijo la voz de un hombre detrás de la puerta.

—Por favor, Señor, solo cumplimos con nuestro trabajo. –


Completó una mujer, intentando sonar más conciliadora que su
compañero.

225
Desde que había vuelto de la jungla, la CIA había intentado
brindarle apoyo y tratamiento psicológico como parte de su
proceso de reinserción social. Dutch se había negado a todo y
había boicoteado cualquier intento tanto de ayuda como de
control. La oficina había tenido que contentarse con que dos
agentes (los cuales Dutch sospechaba serian dos novatos)
pasasen cada viernes de cada semana para mantener un
hipotético “seguimiento” sobre su conducta.

Hacía más de un mes que Dutch no les abría la puerta.

Después de cinco minutos de golpes en la puerta y de


súplicas, Dutch se acercó y, con voz firme pero resquebrajada por
la necesidad de descanso, les ordenó:

—Váyanse. Estoy bien. No voy a abrir. Váyanse.

Del otro lado los dos agentes se mantuvieron un par de


segundos en silencio hasta que, algo dubitativo, el hombre dijo:

—Nos vamos Dutch… pero entiende una cosa, si la semana


que viene no nos abres la puerta y charlas con nosotros, vamos a
tener que entrar a la fuerza y además notificar toda esta… poca
colaboración.

Dutch no contestó. Los escuchó respirar tras la puerta y luego


alejarse y bajar las escaleras murmurando entre ellos. Fue a la
cocina y tomó la última cerveza. Tomo un trago y pensó en darse
una ducha, pero enseguida decidió volver a dormitar en el sillón.

***

Despertó cuando el sol caía. El departamento estaba en


penumbras. El olor ahora era más espeso y fuerte. Se refregó los
ojos y levantó la vista. Estaban sentados frente a él. En silencio.
Blain mascaba tabaco; Mac, otra vez, repasaba su afeitado, Billy,
Poncho y Hawkings lo miraban fijo, imperturbables, acusadores. En

226
el otro extremo del grupo, Dillon bajaba la mirada con una mezcla
de arrepentimiento y vergüenza.

"Tú nos metiste allí", pensó Dutch sin decirlo.

Sintió una mano pequeña de dedos delgados apoyarse en su


hombro y resbalar por su pecho. La suave voz de Ana le susurraba
al oído “El que hace trofeos de los hombres”.

En ese instante vio cómo la sangre empezaba a caer desde


la frente de todos sus compañeros muertos, tiñéndoles sus rostros
con el rojo de la muerte.

Dutch se estremeció, se incorporó y con un portazo dejó el


departamento.

***

Caminó sin sentido alguno por el barrio por más de una hora. La
noche ya había caído y las calles estaban plagadas de pandillas y
rateros, aunque la mayoría parecía respetar a Dutch y hacían
silencio cuando él se acercaba. Decidió ir al pequeño
supermercado que tenía a unas pocas calles de su departamento.
Mientras caminaba, intentaba una y otra vez apartar las visiones
que llevaban meses perturbándolo, aunque ninguna había sido
tan intensa como la última. Compró unas cervezas y un par de
sándwiches preparados. No había comido nada en todo el día y
creyó que eso no estaría colaborando con su inestabilidad mental.

Pasaba por la entrada a un callejón cuando de soslayo le


pareció ver una silueta oscura que se recortaba en mitad del
camino. Creyó ver una silueta más alta que cualquier hombre, que
llevaba casco y armadura, y algo similar a unos gruesos cabellos
rebotaban sobre sus hombros. Cuando se detuvo y volvió sobre sus
pasos para ver, el corazón le retumbaba en el pecho. El callejón
estaba vacío.

227
Un sudor frío le perló la frente y le recorrió la espalda. El
callejón estaba vacío, pero eso, sabía fehacientemente, podía no
significar nada. Verse vacío no era lo mismo que estarlo.
Apuró el paso. Le quedaban aún cuatro calles para llegar al
edificio en donde vivía.

Casi trotaba cuando un ruido metálico en las alturas lo


sobresaltó. Levantó la vista y vio, solo por un brevísimo instante,
una figura de un gris apagado que parecía seguirlo por las
escaleras de emergencia del edificio. Comenzó a correr y a
medida que avanzaba escuchaba los pasos de la criatura sobre
las escaleras. Giró en una esquina y chocó contra un grupo de
adolescentes, dos de ellos cayeron al piso al igual que la compra
de Dutch. Las botellas de cerveza estallaron en el piso. No se
detuvo, y si bien alguno de los derribados atinó a increparlo desde
el suelo, cambió rápido de parecer cuando vio la expresión
paranoica que Dutch llevaba en su rostro. El resto de los
jovencitos, sorprendidos por el desparramo, se hizo a un lado.

Giraba la cabeza constantemente mientras corría y, aunque


no podía verlo, lo sentía cada vez más próximo, podía escucharlo
y olerlo. Llegó al edificio y subió las escaleras agitado. Casi derribó
su propia puerta y continúo corriendo hasta su dormitorio, abrió el
único armario que allí tenia y buscó en lo más profundo, entre
mantas y cajas vacías.

Sacó una caja de madera y la puso encima de la cama. La


abrió, desesperado y torpe. La caja parecía vacía, pero con un
seco y rápido golpe quitó un falso fondo y allí encontró lo que
buscaba, una Browning GP—35 que había logrado ocultarle a los
agentes de la CIA que habían registrado su departamento
cuando se instaló allí.

228
Insertó uno de los dos cargadores que tenía para el arma y
guardó el otro en el bolsillo de su pantalón. Se acurrucó en un
rincón de su habitación y esperó.

El tiempo se le volvió impreciso, podrían haber pasado un par


de minutos, o quizás unas cuantas horas. Dutch solo escuchaba el
susurro agitado de su propia respiración y el murmullo de las calles.
El calor había aumentado y la humedad se volvía molesta.

Los insectos comenzaron a zumbar por la habitación y Dutch


se comenzó a sentir en un clima familiar al que no habría querido
regresar jamás.

Cuando comenzaba a dudar de sí mismo, de lo que había


visto y de su cordura en general, la puerta de su habitación se
movió levemente y segundos después lo vio entrar. Sus pisadas,
esta vez, eran insonoras. Vio la garra que empujó la puerta, la
armadura que brillaba en la penumbra y el rostro alienígena
plagado de filosos colmillos. Se había quitado el casco, como
aquella vez.

Dutch le apuntó con su arma y se sintió estúpido. Sabía y era


consciente, de una forma muy dolorosa, que allí, y en esas
circunstancias, jamás podría vencerlo como lo había logrado
aquella vez en la jungla. El Depredador se acercó y,
aprovechando la inmovilidad de Dutch, le quitó el arma de un
manotazo que no fue ni violento ni particularmente rápido. Dutch,
por reflejo, se puso de pie, se obligó a tranquilizarse y respirar, y se
dijo que no moriría acobardado en un rincón. El Depredador se
hizo a un lado y le permitió el paso. Dutch se movió rápido, como
si buscase un espacio más amplio para poder presentar su última
batalla. Salió de la habitación y atravesó el pequeño pasillo, aún
dudaba entre encararse contra el cazador o en intentar una
huída por las escaleras que le diese una mejor oportunidad. Se
sentía perturbado y no podía pensar con claridad.

229
Cuando llegó a la sala de estar se encontró con el horror. Sus
compañero muertos, o por lo menos lo que quedaba de ellos,
estaban desparramados y destrozados por toda la sala. La
sangre y los restos cubrían el piso, los muebles y salpicaban las
paredes en un espectáculo caótico dignísimo del mismo infierno.

En ese caos de muerte, destacaban en el suelo, prolijamente


colocadas una al lado de la otra, siete calaveras, siete cráneos
con sus correspondientes columnas vertebrales. Limpias y
relucientes.

Dillon, Blain, Billy, Poncho, Hawkings, Mac y Ana.

Dutch, consternado, dio un par de pequeños pasos que no


sirvieron para más que para ensuciarse sus zapatos con la sangre
de quienes habían muerto a su lado en la jungla. Se sintió
mareado y se cubrió la boca para evitar la náusea.

Solo la presencia en su espalda de la criatura lo sacó del


letargo y lo obligó a girarse.

El Depredador mantenía la distancia y lo observaba. Se había


colocado el casco y parecía dispuesto a acabar con él de un
momento a otro.

Dutch vio cómo tres puntos rojos le recorrían el pecho. El


cazador alienígena comenzó a reír atronadoramente, como lo
había hecho antes de explotar en la jungla.

Dutch, entregándose a su naturaleza guerrera se negó a morir


sin pelear y se lanzó hacia él… luego, todo fue oscuridad.

***

El cuerpo de Dutch fue hallado seis días después por los agentes
de la CIA, que al no recibir respuesta y percibir el mal olor que salía
del departamento derribaron la puerta, como habían prometido.

230
En el recinto solo se encontró a un deteriorado Dutch que
apenas respiraba, tirado en el piso de su sala de estar entre
botellas vacías de cerveza y restos de comida. No había armas, ni
rastro de pelea alguna.

Dutch fue trasladado al Hospital Presbiteriano de Nueva York,


donde los doctores no pudieron diagnosticar su caso, ni mucho
menos el origen o la causa de su estado. Hablaron de colapso, del
sistema nervioso central, y hasta nombraron la demencia.

Semanas después fue nuevamente trasladado, esta vez, al


Centro Psiquiátrico de Manhattan. Dutch no se alimenta
voluntariamente, necesita asistencia respiratoria y no camina,
pasa los días postrado en una silla de ruedas con la mirada vacía y
perdida. Algunos enfermeros aseguran que, algunas noches,
dormido, se agita como si sufriera pesadillas y murmura nombres
ininteligibles.

FIN

231
El Autor

Vidal Fernández Solano

Vidal Fernández Solano (Madrid, 1969), licenciado en Económicas.


Aunque hizo algún intento como escritor en su edad adolescente,
no fue hasta finales de 2011 cuando decidió compartir su obra
con el público.

Desde entonces hasta la actualidad ha visto publicados en


papel más de una veintena de relatos, en antologías como
Calabazas en el trastero o Hislibris y algo más de una docena en
revistas digitales —miNatura, Vuelo de Cuervos— y blogs, además
de otras colaboraciones. Ha tenido, incluso, la osadía de ganar
unos cuantos certámenes literarios y quedar finalista en otro
puñado de ellos.

En septiembre de 2013 se vistió «de largo» al publicarse su


primera novela, Molobo,. En diciembre de 2015 le siguió Ecos de
gente muerta, tras obtener un segundo puesto en el concurso de
novela corta de terror Dagón, y a finales de 2016 intervino en gran
medida dentro de libro—juego Portal oscuro. En 2017 Jack vuelve
resultó elegida como ganadora en el certamen Dagón III y fue
publicada en abril de ese año. Entre las cenizas, una novela de
corte scifi publicada en abril de 2018, representa su última apuesta
hasta la fecha y un paso más en su aventura como autor de
novelas de misterio y terror.

232
La especie dominante
Por Vidal Fernández Solano

Abrió los ojos, desorientada tras la explosión. A su alrededor, una


extensión considerable de selva había desaparecido dejando el
terreno cubierto de barro y cenizas. Poco a poco fue recobrando
los recuerdos y la ubicación. Por suerte, el escudo protector de
plasma había funcionado en la última fracción de micro—tiempo,
lo justo para deshacerse del brazalete explosivo. Lo peor era que
ese estúpido ser indigno —«humano», según el diccionario que
habían incluido en el ordenador instalado en el brazalete—, que
casi acaba con ella, había logrado escapar, según pudo
comprobar gracias al rastro térmico detectado por su visor.

Ella, Gn’dor, brillante ejemplo de una especie superior,


humillada y casi vencida por un ser blando e inútil, uno de tantos
que desbordaban aquel apestoso planeta donde la habían
enviado a completar su instrucción. Su cometido se reducía a
cazar unas cuantas de aquellas criaturas carentes de intelecto, a
ser posible a las mejor dotadas, y guardar algún trofeo para
llevarlos de vuelta a la base, oculta tras una de las lunas de un
planeta cercano, uno con un anillo de asteroides, donde un
destacamento esperaba su regreso.

Tras ponerse en pie y accionar el detector de señales,


camuflado entre las piernas del exotraje, recorrió un tramo de

233
selva considerable antes de llegar hasta el equipamiento de
emergencias, oculto en una zona de difícil acceso. Menos mal
que había traído consigo una cápsula con un juego de armas
completo y un brazalete de repuesto. «Guerrera prevenida
equivale a tres St’hoh», decían en su familia. Y ella lo era. Es decir,
siempre que pudiera regresar con su misión cumplida. De lo
contrario, se convertiría en la deshonra del clan, en especial de su
tío, que había depositado toda su confianza en ella, y no le
quedaría más remedio que alquilar su cuerpo por una miseria en el
mercado de Alm’hraz. Tuvo que hacer un esfuerzo por no
convulsionar de puro asco solo de pensar en ello.

Una vez restauradas sus armas y defensas, se lanzó en pos de


aquel desecho con el cabello cortado de punta que casi la había
conducido a la peor de las miserias.

El general Gn’Hur miraba a través del ventanal, aburrido.


Permanecer en aquel rincón apartado de la galaxia le ponía de
mal humor. Sentía deseos de retorcer cuellos, cercenar
extremidades y extraer osamentas, pero le había prometido a su
hermano supervisar personalmente la misión de aquella
incompetente descoordinada e inútil que tenía por sobrina. Sin
embargo, no lo hacía por ella, sino por su gemelo. Ambos habían
salido del mismo huevo y no le podía negar nada.

La superficie helada del satélite se conjugó con la del


ventanal, perfectamente lisa y transparente, y le devolvió su
propia imagen. Le habían buscado la prueba más sencilla para
que resultase imposible fallar. A Gn’Gur, su gemelo, nada en todo
el mundo de Hsuh le hacía más ilusión que ver a su pequeña
convertida en un soldado de rango superior, como él mismo.
Estuvo a punto de decirle la verdad, en un impulso de sinceridad
fraternal, pero la afinidad le había echado para atrás en el último

234
instante. La verdad es que Gn’dor jamás lograría ser un soldado
de primera. Llegaría a alcanzar el título, claro, de eso se
encargaba él, pero si un día se veía obligada a entrar en un
combate real duraría menos que un gastrorpión de Illye a la
puerta de la academia.

Presionó un botón y dos microtiempos después la puerta de su


cámara se abría para dar paso a su ayudante, un espécimen
enclenque y desgarbado que servía para poco más que hacer
recados. Se cuadró para recibir órdenes. «O algo parecido. Si eso
es un gesto marcial yo soy la princesa Sd’Urp», pensó el general.

—A la orden, señor.

Gn’Hur le miró con desprecio. Verse obligado a tratar cada


día con tales desechos le enervaba sobremanera.

—Tráeme algo de beber. Y no me llames señor, sino general.


Te lo he repetido tantas veces que ya me produce náuseas. Y pide
un informe de progresos de la misión de Gn’Dor.

—Claro, señor, digo general. Vuelvo en menos que se tarda


en ajustarse el exotraje.

El general pensó que si tuviera que esperar a que ese


engendro se ajustase el exotraje perecería de sed y de hambre,
pero decidió omitir el comentario. No por ofensivo, eso le daba
igual, sino por desmotivación propia: ya ni le producía placer
insultar a ese individuo. Además, el mequetrefe también tenía un
familiar importante. De no haber sido así, ya habría traspasado la
entrada de la cámara de desintegración varios mediotiempos
atrás.

Poco después, volvió el encargo de manos del ayudante,


hecho que desconcertó al general por su prontitud. Cuando vio el
vaso sobre la bandeja resopló.

235
—Ya me parecía a mí que habías tardado poco —se quedó
mirando el líquido rojizo y espeso—. Aquí falta algo, ¿no crees?

El soldado se quedó mirando al general, con un claro gesto


de no saber de qué le hablaba. Gn’Hur a punto estuvo de meterle
el vaso por el canal ovopositor, pero se limitó a pedir lo que
deseaba.

—Sabes que me gusta aderezado con unas babosas sin púas


de Glitnz. Acuérdate de sacar las vísceras primero si aprecias tu
vida, muchacho.

Esta vez el exotraje debía de haberse atascado, porque el


regreso del aperitivo sufrió cierta demora. Sin embargo, la vista del
apetitoso refrigerio le sacudió un poco su mal humor.

—¿Has averiguado lo que te pedí?

El soldado sonrió.

—Claro, señor… general. Ha habido una dificultad con la


misión de su sobr… de la aspirante Gn’dor.

—¿Una dificultad?

—Su equipo de transmisión ha sufrido algún percance y dejó


de emitir señal alguna. Hemos detectado una fuerte señal térmica.
De alguna manera, se activó la termo—bomba del antebrazo.

—¿Qué estás diciendo? ¿Le ha ocurrido algo a la aspirante?


—gritó, casi atragantándose con los tentáculos de una de las
babosas.

—No, general. La aspirante ha activado el equipo de


emergencia y de nuevo estamos en contacto. Sin embargo, ha
pospuesto el informe. Solo ha enviado un corto mensaje para
comunicar que la misión ha sufrido un retraso.

236
El general no sabía qué decir. Despidió al soldado con un
gesto y se arrellanó en un mullido sillón de piel de cameronte del
desierto de Ku’rr y siguió observando la nada a través del
ventanal. Le costaba trabajo creer que su hermano hubiera
engendrado semejante ejemplar inservible. Le habían asignado
una estúpida misión de caza, en un planeta habitado por criaturas
inferiores e indefensas. Nada más tenía que traer unos trofeos. Solo
eso. Eliminar unos cuantos de esos seres y traer algo para
justificarlo. Y va y sufre un «retraso», tras destrozar el equipamiento
de lujo que le habían proporcionado.

Exasperado, saboreó la merienda. Se moría de ganas de


abandonar aquel basurero en los confines de la galaxia.

A medida que avanzaba y la vegetación raleaba, empezó a


considerar que resultaría algo difícil encontrar al sujeto. En la
lejanía, una impresión térmica de un grado altísimo afectó a los
marcadores de su brazalete: el individuo se había refugiado en
una colmena llena de ellos, de millones de ellos.

Apabullada por el trabajo que se le presentaba, intentó


calmarse y poner orden en sus ideas antes de seguir adelante. En
realidad, le daba igual hallar a un bichejo de esos en particular.
Una vez eliminado el grupo de la selva había conservado sus
espinas dorsales como trofeo. Las había dejado guardadas en la
cápsula de retorno, dentro de una oquedad en el mismo rincón
inaccesible del equipo de repuesto. Las había blanqueado y
limpiado de restos blandos para impedir que se descompusieran
dentro del habitáculo que le serviría para retornar a la base, la
nave nodriza donde le esperaba su tío. Bien podía recoger
algunas más y así presumir de que se había enfrentado a un grupo
muy numeroso y había salido victoriosa.

237
Era consciente de que su nombramiento como oficial venía
garantizado por la influencia del general, pero también sabía que
precisamente por eso el comité de evaluación estaría más
pendiente de sus informes. Por lo pronto, tendría que dar
explicaciones de cómo y por qué había perdido su equipo
principal, así como también del motivo de la explosión que había
generado. Con toda seguridad, los detectores de la nave habían
tomado buena nota de todo ello, y ni siquiera el general podría
esconder esos detalles sospechosos.

Llegó al límite de la colonia humana y, oculta en la copa de


unos árboles que se habían despistado y crecían en el exterior de
la masa arbórea principal, permaneció largo tiempo observando
el panorama para decidir su plan de actuación.

Frente a ella, millares de construcciones de múltiples tamaños


y formas, y vías por donde se deslizaban vehículos a diferentes
velocidades. Le pareció algo ridículo en comparación con su
propio hogar. El aire en este lugar contenía un nivel elevadísimo de
veneno, según pudo constatar en la pantalla táctil de su
antebrazo. Por más vueltas que le daba, era incapaz de explicarse
qué clase de criaturas eran capaces de vivir en un ambiente
emponzoñado como aquel. Sacudió la cabeza, exasperada:
cada vez estaba más convencida de que le habían adjudicado
una misión de una categoría ínfima por ser quien era, o quizás
había sido su querido tío el que se había encargado de ello, como
si no confiase en sus posibilidades de enfrentar algo más
complicado. «De nada sirve ya castigarse con esas ideas,
compañera. Lo que tienes ante ti es lo que hay que defender. Haz
un buen trabajo; cuando te encuentres dentro de una unidad de
combate nadie se detendrá a especular si te graduaste con una
misión mejor o peor. Piensa en tu objetivo y ve por él. El resto no
está en tus manos». Después del intento de insuflarse valor y ánimo
a sí misma, decidió que al final optaría por ambas estrategias:

238
cazaría unos cuantos más de esos seres para llevar consigo de
vuelta un trofeo digno, y además localizaría y acabaría con aquel
humano de tórax sobredimensionado. A él le tenía preparado un
final especial, doloroso y lento. No en vano, la iba a obligar a
llenar de excusas el informe que tendría que presentar a su vuelta,
victoriosa.

Descendió del árbol y se agazapó tras unos arbustos, cerca


de una de las vías de locomoción. «Carretera», se recordó con
asco ante el desagradable sonido del término. Se dispuso a
activar la pantalla protectora para evitar ser vista. El artefacto
emitía un pulso electromágnetico que creaba una distorsión en el
espectro fotónico, justo en las frecuencias que esos humanos
podían ver con sus casi inútiles ojos. A punto estaba de hacerlo
cuando notó humedad en una de sus piernas. Miró hacia abajo y
contempló un bicho asqueroso orinándole encima. «Perro»,
devolvió el diccionario automático incluido en el software del
microordenador de su brazalete. Asqueada, dirigió el cañón láser
del hombro y convirtió la criatura en rodajas al instante. Movió la
pierna con la intención de sacudirse el líquido maloliente y
conectó el escudo protector.

La caza la estaba esperando ahí delante.

El zumbido, agudo e insistente, le sacó del sopor que disfrutaba.


Algo no marchaba bien. Se puso en pie de un salto y salió de sus
departamentos como una exhalación. A medio camino del
puente de mando se topó con su asistente. Venía corriendo y
estuvieron a punto de chocar.

—¿Qué ocurre? —espetó el general mientras el otro balbucía


una disculpa.

—Tenemos una emergencia, señor.

239
Gn’Hur bufó de impaciencia y de exasperación.

—¡Te he dicho que debes llamarme general! Si pudiera hacer


algo de ti, ya hace tiempo te habría enviado a las minas de Kursa.
Habla claro.

El soldado miró al suelo de la nave, buscando las palabras.


Temía las represalias del general por ser el portador de malas
noticias, pero no le había quedado escapatoria. Ser el asistente
de Gn’Hur tenía ventajas y también inconvenientes.

—Pues, verá, general… Se trata de la misión.

—¿La misión? ¿Te refieres a la de mi sobr… a la de la cadete


Gn’Dor?

El asistente imploró con la vista, en busca de un poco de


ayuda. ¿Cuál si no?, parecía preguntar.

—Eso me temo. Hace un par de microtiempos hemos perdido


la señal de su emisor, el del traje.

El general se quedó mirando al soldado, que daba la


sensación de ir reduciendo su tamaño al avanzar la conversación.
Al final tendré que sacarle el informe a mordiscos, pensó. Aunque,
por otro lado, eso no es tan malo.

—Soldado, estoy considerando despedazarte con mis propias


manos, con independencia de lo que tu padre, o sea. el cónsul,
pueda decir. ¡Explícate o te hago extirpar las gónadas!

Después de tragar saliva, el asistente se decidió a vaciar el


saco.

—El emisor se ha averiado, general. No sabemos si ella se


encuentra a salvo o le ha ocurrido alguna cosa, pues no podemos
contactar de ninguna manera. Eso es todo lo que sabemos. Todo
parecía ir bien, hasta que de repente se perdió la señal.
240
Gn’Hur pensó un poco. No tenía muchas opciones. Ninguna
de ellas era buena. Si se arriesgaba a esperar, podía sucederle
algo malo a su sobrina, y tras eso su hermano le culparía a él, que
a fin de cuentas era el responsable de la misión. Si hacía que la
trajeran, suspendería su ascenso y el bochorno familiar sería
apoteósico. Sopesó ambas posibilidades. Fuera como fuese, la
elección siempre resultaría pésima.

Cruzó avenidas y parques, concentrada en el rastro térmico del


humano que la había humillado y llevado al borde de la muerte. A
veces se le hacía difícil, pues el terreno se hallaba repleto de
rastros, y separar unas huellas en particular le había costado
concentrarse al máximo, pero por fin llegó a una construcción más
baja que las altas torres vislumbradas desde lejos.

La estructura le pareció endeble, como todo en aquel


planetucho, pero eso a ella le daba igual. Lo único que le
quedaba por hacer se reducía a tomar lo que anhelaba y salir de
ese basurero con su brillante título bajo el brazo. Al aproximarse al
refugio del humano, reparó en que algo se movía en la parte
delantera. Un animalejo diminuto, sobre un artefacto con tres
ruedas. Chillaba y emitía ruiditos agudos, molestos. Por su
estructura corporal dedujo que era un cachorro humano, el
cachorro de la pieza que se le había escapado lejos, en la selva.
Sonrió para sí misma. Esto va a ser muy interesante, pensó. Se iba a
llevar dos piezas en lugar de una, y de paso haría sufrir al humano.
Se regodeaba de pensar en cómo se sentiría cuando viese a su
cría reducida a huesecillos pelados y de un blanco impoluto.

El pequeño humano llegó al borde de una extensión


cuadrada, llena de arena suelta. Chocó con su pequeño vehículo
y siguió emitiendo esos espantosos grititos. Gn’dor se aproximó
hasta llegar junto a la criatura, que miró hacia arriba como si

241
pudiese verla. ¿Podrá?, pensó intrigada. Quizás esos seres nacían
con una cierta inteligencia que iban perdiendo a medida que
maduraban. Se agachó y cogió al pequeño en vilo. Se preparó
para usar las cuchillas que su traje llevaba adosadas sobre las
muñecas y se dispuso a destrozar al retoño, cuando una voz llegó
desde la parte frontal de la casa. En el «porche», una humana
permanecía en pie con expresión de sorpresa.

—¿Ethan? ¿Qué haces ahí volando?

Debía de tratarse de la hembra, sin duda. La madre del


cachorro. Gn’dor sintió ganas de aplaudir: la fiesta iba a ser
completa. Se llevaría la espina dorsal y el cráneo de toda la
familia, junto a los que ya había atrapado antes del «incidente». La
hembra se quedó un momento más mirando de un modo extraño,
con los ojos y la boca muy abiertos. Gn’dor supo que su escudo
holográfico no era tan eficaz como pensaba. Otra que me ve.
Tengo que dar una queja de la calidad de estos trastos.

Para su sorpresa, la hembra dio media vuelta y entró de


nuevo por el agujero rectangular por el que había salido. Gn’dor
no pudo por menos que pensar cuán detestable era aquella
especie. De haber estado en su lugar, ella hubiera dado su vida
por salvar la de sus crías en vez de huir de aquella manera tan
cobarde. Ya hablaría con su tío sobre el motivo que le había
llevado a proponerle una misión tan ruin.

Harta ya de tanta demora, agarró al cachorro y accionó las


cuchillas, que salieron prestas de su funda. Sin embargo, antes de
proceder, el humano diminuto convulsionó de una manera
extraña, se contrajo, abrió la boca y expulsó una bocanada de
líquido espeso y verdoso, justo sobre su brazalete. La certeza de
que el equipo de repuesto que le habían dado era defectuoso se
clavó en su mente cuando de la pantalla que se iluminaba en su

242
antebrazo empezaron a saltar unas chispas, señal inequívoca de
un cortocircuito inminente.

—¡Suelta a mi hijo, puerco! —gritó la humana, que había


salido de nuevo a la entrada de la guarida, en esta ocasión con
un objeto en las manos que a Gn’dor no le costó identificar: una
copia rudimentaria de las armas de los soldados a los que había
atrapado. Aunque no entendió su expresión, se percató de que la
humana podía ver la anomalía que su escudo producía en el aire,
pero no su aspecto, y no le cupo duda de lo ofensivo y
amenazador del tono empleado. Su mente repasó varios archivos
del micro ordenador hasta que dio con la palabra «escopeta».
Una con dos cañones, según veía.

De lo que ocurrió después, a Gn’dor le quedaría un recuerdo


difuso en su mente, reducida a poco más que una masa
palpitante. El brazalete comenzó a chisporrotear con violencia, los
chillidos de la cría y su pataleo fueron en aumento, y, en medio de
ese maremágnum sonoro, soltó sin darse cuenta al bichejo, que
fue a caer patas arriba justo sobre el montón de arena. Tras la
sorpresa inicial, el cachorro gritó y gritó, dolorido y enojado. Esto
no habría resultado grave por sí mismo de no ir acompañado por
una detonación, tan cercana y estridente que la dejó sorda, la
levantó en el aire y la dejó despatarrada en medio de la calle. La
humana había disparado su arma y, si bien el proyectil no había
traspasado su coraza, sí dañó el mecanismo que mantenía el
escudo holográfico. Gn’dor quedó sentada en el suelo y a la vista
de todo el que pasase por allí. La hembra lanzó una exclamación
de horror cuando contempló el engendro materializado ante ella
donde antes apenas se veía una perturbación en el aire.

Gn’dor salió de su aturdimiento de inmediato, dispuesta a


acabar con todo aquel despropósito, y eso le llevó a cometer un
nuevo error, uno fatal. No reparó en el rugido de un motor que se
aproximaba a gran velocidad hacia ella. Se puso en pie con la

243
intención de fulminar a aquellas endebles criaturas que se lo
estaban poniendo tan difícil, enfocó el cañón láser de su hombro y
apuntó.

Eso es todo lo que pudo recordar después. El camión cisterna


la arrolló a una velocidad que superaba el doble del límite
legalmente permitido. El choque elevó el cuerpo de Gn’dor y lo
impulsó una gran distancia, hasta que impactó contra el tronco
centenario de un enorme castaño de Indias. El árbol, superviviente
a un sinfín de tormentas, ventiscas, heladas y sequías, se
estremeció levemente, pero al final consiguió mantenerse en pie.

Lejos, junto a la casa, el camión quedó atravesado en la


calle, con el morro abollado y el motor gripado. Una de las puertas
laterales se abrió y de la cabina descendió Arnie, padre de la
criatura que aún berreaba en brazos de su madre. Inconfundible
con sus anchos hombros de culturista retirado, el pelo cortado a
cepillo y las gafas de sol. No se hallaba lejos, camino de la base
militar, cuando recibió la llamada de su aterrada esposa
advirtiéndole de la extraña aparición medio invisible que se había
presentado en su casa. Sin dudarlo un instante, paró al conductor
del camión y lo requisó para lanzarse en pos del extraño ser que
creía muerto en medio de la selva, pues no podía ser otro el que
le había seguido hasta su casa.

Tras abrazar a su mujer, levantó las gafas de sol y las posó


sobre su cabeza. Achicó los ojos, en un vano intento de vislumbrar
el cuerpo del engendro tras el impacto. Con su sonrisa de macho
alfa, seguro de haberse librado de su enemigo de forma definitiva,
exclamó:

—¡Sayonara, baby!

244
Un bulto informe yacía sobre el césped de un frondoso jardín
frente a una urbanización de chalets masificados habitados por
yuppies que soñaban haber dado el salto a una vida mejor,
hacinados en sus reducidos adosados en lugar de hacerlo en el
piso donde moraban con anterioridad. El guiñapo anteriormente
conocido como Gn’dor, se debatía entre las brumas lejanas de
una débil conciencia. Su cuerpo se hallaba tan fracturado por
todas partes que lo único que podía hacer sin sufrir terribles dolores
era pensar, y no demasiado.

Cerca de ella, por la acera, pasó uno de los nauseabundos


humanos, guiado por uno de aquellos perros. Aunque después,
incapaz de reorganizar recuerdos y experiencias mientras gastaba
su ciclo vital amontonada en un catre, en ese momento tuvo claro
que el humano no podía verla; era el perro el que guiaba sus
pasos. Sin embargo, ambos se detuvieron, y el hombre hizo
ademán de olisquear algo. El perro la miró y se removió, inquieto.

—¿Tú también lo hueles, Luf? Debe de haber un bicho muerto


por ahí cerca. Vale, vale, no seas tan impaciente. Ya me imagino
que te toca la cena —dijo al notar que el animal empezó a
tironear de la correa para alejarse de allí.

En tiempo terrestre no serían más de diez minutos, pero para


Gn’dor resultó una eternidad la que transcurrió hasta que una luz
brillante se encendió en el cielo azul, compitiendo con el sol, y
entonces se sintió flotar más y más alto.

—General, hemos recuperado a la cadete Gn’dor. Enviamos una


sonda en su auxilio, tal y como nos ordenó.

Gn’Hur bufó, encolerizado. Si alguien hubiese insinuado su


fracaso y el de su sobrina en la misión de graduación se hubiese
echado a reír, pero ahora ya no lo veía tan gracioso.

245
—Que se presente ante mí. ¡Ahora mismo!

Se va a enterar. Por mucho que sea la hija de mi querido


hermano este deshonor no va a quedar impune. Al general le
molestaba más el hecho de quedar en ridículo frente a sus
colegas, como de hecho ocurriría, que ver a la inepta de su
sobrina fregando letrinas.

El chasquido del intercomunicador le sacó de sus


elucubraciones.

—General, eso no va ser posible.

—¿Cómo que no? ¡La quiero en mi cabina sin demora ni


excusa alguna!

Una vacilación al otro lado de la línea.

—General —dijo el soldado con una extraña vacilación en su


tono—. Su sobr… la cadete Gn’dor ha sufrido un pequeño
incidente. Creo que es mejor que baje usted a la bodega de
carga. La cadete no va a poder subir ni ahora ni después.

La misión había sido elegida entre las de grado más sencillo.


La posibilidad de fracaso era ínfima. Ni el general ni su hermano
contaban con la tenacidad de la especie dominante.

Camarma de Esteruelas, 15 de noviembre de 2018

246
El Autor

Diego Mariano Giménez Salas

(Asunción, 1986) Obtuve el Premio Grupo general de seguros s.a.


(4ª edición) — 2013 — 2014. (Paraguay) por los poemas Octubre
19, Florencia y Postrome tu arribo.

En el 2015 fui seleccionado para la antología del XLV


Concurso Internacional de Poesía y Narrativa “Palabras sin
fronteras 2015” (Argentina) con los poemas Malva zarabanda,
Duquesa falange y Pináculos de Ukrom.

En el 2016, fui seleccionado para el primer número de la


Revista Nictofilia (Perú) con el poema Funebrofilia. En el 2017 fui
seleccionado para el segundo número de la Revista Nictofilia
(Perú) con el poema porno Femera Fembra. En ese mismo año,
dos de mis obras fueron publicadas en Horror bizarro: antología de
literatura grotesca, (Perú) las obras son: Emisarios de la aberración
(Cuento) y Heraldo de la Catastrosfera (Poesía).

Tengo dos proyectos dark ambient, ARIAMOD, con los discos


“Curvum Ecos Aim”, “ZW” y “Ceremonia abstracta”; y
ALPHAGOHM, con los discos, “1944”, “II” y “3.0”. Colaboré con la
banda de black metal NOCTURNO escribiendo cinco letras para
un álbum pronto a editarse, los títulos de las canciones son:
Towards the next age of Hatred, Slaves of the whore of
Babylon, Darkness at the end prevails, The one who brings the light,
Open the portals of might.

247
Dono mis letras gratis a los grupos de metal extremo que me
lo soliciten, solo pido que mi nombre aparezca en los créditos.

248
La jungla tiene ojos
por Diego Mariano Giménez Salas

Centroamérica, 1987

Alzó la mirada al firmamento, aquel cementerio de


estrellas, su hogar estaba entre alguna de ellas.

Años enteros buscando al oponente digno.


Incontables batallas en inhóspitos parajes, todo por la
sabiduría del combate, todo sea por la fatídica ciencia
de emular a La Muerte, su gran dios. Se irguió y los
cráneos que portaba como trofeo hicieron un funesto
tintineo. Observó el tupido paisaje que se extendía a lo
lejos, la niebla y la espesura de aquel lugar reducían
drásticamente la visión.

Bajó la cabeza y un suspiro se ahogó dentro de


aquella máscara. Ante el yacía el último de ellos. Hizo un
rápido ademán y una afilada hoja reflejó el cielo
terracota cada vez menos iluminado por un decreciente
punto amarillo. Se dispuso a la tarea. El filo de una hoja
249
no engaña, desnuda lo más profundo de cada ser. No
hay mayor revelación que la que brota de las aberturas
de la carne. Ahí aflora la verdad despojada de toda
mácula de falsedad, tan clara y estridente como un
grito. No hay mayor intimidad que la que se da en la
tortura, aquella regresión al vulnerable momento de
nacer, donde estamos desnudos, llorando y bañados en
sangre. Él lo sabía. Lo había visto. Sus cansados ojos,
amarillentos por los años, habían visto mucho ya. Por
medio de esos ojos había alojado la visión de los últimos
instantes de sus víctimas, ese supremo momento donde
todo brío fenece y donde no hay valor que rivalice a la
supremacía del dolor. Él los conoció mejor que nadie,
incluso mejor que ellos mismos. Vio cómo tras sus muertes
la nada se desteñía un poco más por la presencia de un
alma, una nueva lágrima en el océano. Un nuevo eco
en aquellos salones eternos hechos de silencio. Él había
visto la eternidad a través de los ojos de incontables
guerreros, no había mayor revelación que esa. Vio a
guerreros tornándose en presas, convertidos en bultos
maltrechos y rotos envueltos en sangre y defecados de
miedo. Miedo. Siempre prevalece y en muchos delata la
cercanía de la muerte. Cuando el miedo llegaba, incluso
aún más vivos que nunca en la pira del dolor, ya estaban
muertos, solo seguían vivos físicamente, sus mentes
estaban masticadas y escupidas; sus almas, atravesadas
por sus huesos rotos y la pulpa hirviente de la carne en
agonía. Miedo. Era algo que él y su raza no sentían.

250
Empuñó con determinación aquel artilugio. La hoja
era de un filo extraordinario, capaz de rebanar el mismo
acero. Realizó un corte limpio. Inició en la nuca y se
extendió por toda la columna. Debía cortar solo la piel
sin dañar demasiado la carne y dejando intactos los
huesos, cosa que realizó con facilidad debido a su gran
pericia. La piel se abrió como pétalos solícitos. Realizó
dos punciones en ambos hombros y arrastró la cuchilla a
la altura de la segunda vértebra torácica, lo mismo hizo
con la punción del otro hombro, de modo que ambas
tajadas convergían dando a las líneas la forma de un
tridente tosco y primitivo. Desde sendas punciones en el
hombro abrió otro surco hasta las manos. El primer corte,
el que había iniciado en la nuca, lo extendió hasta la
cúspide del cráneo, la punta de aquel metal que había
sido forjado en algún lugar allende al firmamento raspó
aquella cúpula ósea con un sonido astillado. Por otro
lado, el corte que había terminado a la altura del coxis
se ramificó atravesando los glúteos y, una vez en el inicio
de los muslos, con sorprendente pericia, bajó el filo hasta
los talones. Era un procedimiento simple y rápido. Izar a la
presa sería ya sencillo.

Alistó los cables para realizar un nudo en torno a los


pies. Antes giró el cuerpo y observó aquella mirada
blanca y vacía, pero que ya solo representaba una
mancha azul para las lecturas de su casco, la visión
térmica de un cuerpo que se tornaba menos tibio a
cada instante. El semblante de la derrota ensombrecía

251
aquel rostro tieso, crispado también por una mueca de
horror. El miedo es una vergonzosa y desafortunada
postrimería del valor. Esta presa había dado batalla. Al
menos un poco más que las anteriores, pero al final
sucumbió, como los otros. Fue decepcionante. Cada vez
lo eran más.

Esta fue otra mala época para la caza en este


planeta azul otrora célebre por el fragor de sus
combatientes, muchos de ellos notables, cuyo mérito fue
tal que en su momento merecieron la instrucción en
técnica y ciencia superiores a los rudimentos de su
civilización, pero la edad de los guerreros había
fenecido. Lamentaba eso. Sus ancestros habían cazado
aquí, él mismo estuvo en varias temporadas igual de
calurosas como estas. ¿Qué había pasado con esta
especie? Su esplendor había mermado, ciertamente.
Esta vez optó por no tomar ningún trofeo, había orgullo
en la victoria, no en una ejecución. Si las cosas seguían
así, este coto de caza será reemplazado.

Súbitamente algo le sobresaltó. Una señal sonora


proveniente de las cercanías, el cilindro equipado en su
hombro se orientó automáticamente hacia la fuente del
sonido. Aquel aparato permanecía aún tibio. Reconoció
un ruido familiar, de seguro pertenecía a otro de esos
artefactos que servían para transportarlos, como el que
había derribado recientemente. Giró la cabeza hacia los
cuerpos que colgaban sin piel a cierta distancia.

252
El ruido era cada vez más cercano. Tras una
pequeña duda decidió investigar, podía tratarse solo de
otro escuadrón sin mayor habilidad que la de realizar
disparos, pero el combate estaba en sus genes y nunca
decía no a la cacería.

Decidió que echaría un vistazo.

Pulsó unos comandos en lo que parecía un brazalete


computarizado, unos extraños símbolos rojos en forma de
cuña crepitaron, y al poco tiempo él desapareció. Era ya
uno con la jungla y esta, con unos ojos rojos como fuego,
ya empezaba a acechar a sus próximas presas.

253
El Autor

Adrián García Cholbi

Nació en Castellón de la Plana (España) el 21 de enero de 1991.


Empezó a escribir cuando tenía siete años y ha logrado terminar
cuatro novelas. Hasta ahora ha publicado ocho relatos en las
siguientes revistas: El Narratorio (dos veces), Nictofilia (Editorial
Cthulhu), Círculo de Lovecraft, Ibídem, Líneas de cambio (Editorial
Solaris), Calabazas en el trastero (Saco de huesos) y Aeternum.

254
Una especie mejorada
por Adrián García Cholbi

El conjunto de células denominado Grupo A parecía haber sido


infectado con alguna especie de sustancia estupefaciente. Estas
células se movían despacio, sin embargo, la sensación de
aletargamiento no era más que un espejismo: se desplazaban a
una velocidad normal. Dicho espejismo se producía al
compararlas con las de la muestra del Grupo B, que en lugar de
moverse parecían correr en estampida.

La doctora en genómica y biología molecular, Kathleen


Laforce, retiró la vista del microscopio. Acto seguido hizo la
anotación correspondiente en la hoja de informes que tenía sobre
la mesa. Era el último gesto relacionado con su trabajo que iba a
realizar esa tarde, puesto que ya eran las cinco, hora de tomarse
un descanso hasta el día siguiente.

Acababa de colgar la bata cuando vio a su jefe, el doctor


Boyd, entrando en el laboratorio. Mientras caminaba hacia ella se
fijó en la sombra que poblaba aquel rostro por lo general luminoso.
Hacía tantos años que trabajaban juntos que casi podía decirse
que se conocían a la perfección, hasta el punto en que Kathleen
predijo la media sonrisa fugaz con la que el científico la saludaba
siempre que se reencontraban después de horas sin verse.

255
No hubo media sonrisa. En su lugar se rascó la nuca durante
un segundo, nervioso.

—John, ¿ocurre algo?

Boyd desvió la mirada un instante. No se le daba nada bien


disimular y no se esforzaba por conseguirlo.

—¿Cómo va tu trabajo? ¿Alguna novedad? —preguntó al fin.

—Me temo que no. No las ha habido en meses, dudo mucho


que vaya a haberlas ahora.

—¿Las células del grupo B siguen igual de veloces?

—Sí.

—¿Y las del grupo A igual de lentas?

—Sí. Oye, ¿se puede saber qué te pasa?

El doctor Boyd dejó escapar un suspiro. Después de aquella


breve escena teatral mal interpretada consiguió mirarla a los ojos.

—Siento ser yo quien te diga esto, pero me temo que es lo


que toca cuando uno es el jefe, ¿verdad?

—Escúpelo…

Otro suspiro.

—Te trasladan.

—¿Cómo dices?

—Sí, mira, órdenes de arriba. Quieren que te unas al proyecto


que están llevando a cabo los chicos de la Base Médica de
Boston. No me preguntes de qué se trata, no han querido decirme
nada.

256
Después de que Boyd dijera aquello la luz regresó a su rostro.
Fue como si acabase de vomitar el resultado bilioso de una
indigestión.

Kathleen no supo qué decir. Abrió la boca y absorbió aire,


hasta que comprendió que si seguía con la boca abierta le
entraría una mosca, de modo que la cerró. Volvió a boquear
como un pez un par de veces más antes de conseguir hacer sonar
su voz con sentido, aunque no lo suficiente como para pronunciar
el Discurso de Gettysburg.

—No pueden hacerlo.

—Me temo que sí pueden. Además, Kat, debes admitir que la


investigación está estancada. ¿Cuántos meses hace que
recibimos muestras de ADN de Depredador? Y en todo ese tiempo
no hemos observado cambios.

—Intentar demostrar que puede tener aplicaciones curativas


para según qué enfermedades lleva tiempo, John.

—Hasta ahora lo máximo que has conseguido demostrar es


que las células de los seres humanos se mueven más despacio que
las de los Depredadores. ¡Bravo! —de repente el doctor Boyd se
dio cuenta de que estaba siendo sarcástico y decidió cambiar el
tono—. Lo siento. Pero debes admitir que sin resultados no vamos a
ninguna parte.

—Aun así me resulta extraño. Pensaba que la BMB era una


base militar.

—Lo es. Pero a ti te sobra cualificación para ese puesto.

—No es mi cualificación lo que me preocupa, John.

El doctor Boyd lanzó su tercer y último suspiro del día.

—A mí tampoco, Kat.

257
Esa misma noche Kathleen tuvo insomnio por primera vez en sus
treinta y seis años de vida; lo malo es que cuanto más se
empeñaba en enfrentarse a él más se desvelaba.

Era finales de octubre. En esa época Massachussetts solía


estar marcado por las lluvias, y aquella noche no era una
excepción, así que además de escuchar los suaves ronquidos de
Dan, su marido, a escasos centímetros a su lado, también percibía
un suave repicar contra las ventanas que ocupaban toda una
pared del dormitorio. Las cortinas estaban descorridas, por lo que
las gotas de lluvia se proyectaban en el interior de la habitación
como huellas de araña. En noches así tenía la sensación de estar
en una cueva sumergida bajo el mar.

Tendida boca arriba, giró la cabeza en dirección a Dan. Le


dio por preguntarse qué estaría soñando. Sin embargo no tardó en
devolver la mirada al techo. Los pensamientos de la cena le
vinieron a la mente, sin que en realidad estuviera dispuesta a que
sucediera.

Kat no había tenido mucha hambre. Se conformó con un


poco de puré de patata y dos salchichas. Estaba cansada, solo
tenía ganas de reencontrarse con el colchón. Dan, sin embargo,
además de eso, se había servido también un filete y dos huevos
fritos.

—Veo que el estrés de la oficina no te afecta —bromeó Kat


mientras veía cómo su marido devoraba los alimentos.

Dan se quedó mirando el plato, dejando de masticar por un


segundo. Luego soltó una carcajada.

258
—Qué ingenua eres. ¡Ya me gustaría a mí! Es solo que cocinas
muy bien, cariño.

—No me hagas la pelota, no es para tanto. Además, casi


siempre lo haces tú, ya era hora de que hiciese las paces con la
sartén.

Dan volvió a reír, provocando en Kat una leve sonrisa.

—Pues deberíais hacer las paces más a menudo, esto está


delicioso.

—Siento decepcionarte, cielo. Me temo que si me he metido


hoy en la cocina es porque necesitaba mantener la mente
ocupada y despedirme de ella. Tal vez por mucho tiempo.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Dan con tono


despreocupado mientras atacaba una salchicha.

—A partir de mañana voy a tener más trabajo. Me trasladan a


la BMB.

Dan tragó lo que tenía en la boca y dejó de comer.

—¿La Base Médica de Boston? ¿Y eso por qué? ¿Es que no


están contentos con tu trabajo en la clínica?

Kat se encogió de hombros.

—Boyd me ha dicho que necesitan personal cualificado para


abordar un nuevo proyecto. Están contratando gente de todo el
país y, como mis resultados sobre el ADN de los Depredadores no
estaba dando resultado, han pensado que quizás podía ser de
más utilidad en otro sitio.

—Ese Boyd es un capullo —dijo Dan, volviendo a pinchar un


trozo de salchicha, esta vez con cierto ensañamiento.

259
—Boyd es solo un mandado. Ni siquiera ha sabido decirme en
qué consiste ese proyecto.

—¿Y qué harán con todo el ADN almacenado en el


laboratorio?

—¿Cómo voy a saberlo?

—Bueno, al menos estarás más cerca de casa.

—Sí, me ahorraré el atasco de las mañanas, pero a cambio


terminaré a las siete.

—No estés nerviosa, ¿quieres? Eres la mejor científica que


conozco.

—¿A cuántas científicas conoces?

—¿Es una pregunta trampa?

Esta vez fue Kat quien rió con ganas.

—No puedo evitarlo. El hecho de no saber a qué me enfrento,


y más teniendo en cuenta que me han escogido pensando que
estoy altamente cualificada… No sé, es mucha presión.

—A ti la presión te importa un pimiento. Es más, tú presionas a


la presión —Kathleen volvió a reír—. En serio, no recuerdo cuándo
fue la última vez que te oí decir que sentías presión. Tal vez debería
hablar con los de la CNN.

—Está bien, lo confieso. Lo que de verdad me inquieta es que


John Boyd no esté al tanto de los detalles de ese proyecto.

—¿Por qué debería estarlo?

—Es el director de la clínica en la que he trabajado en los


últimos nueve años. ¿No crees que debería tener derecho a un
poco de información?

260
—Puede que sí. Pero la BMB es una base militar. Ya sabes
cómo son esas bases.

—¿Cómo son, coronel listillo?

Dan puso la voz grave y habló entre susurros, intentando


parecer misterioso.

—Suelen estar plagadas de asuntos turbios.

—Gracias, me estás animando muy bien.

Esta vez ambos rieron. En realidad Kathleen agradeció que


Dan no se tomara el tema en serio, porque eso ya lo estaba
haciendo ella. Durante el tiempo que restó de cena se notó más
relajada.

Miró el reloj que reposaba sobre la mesita de noche.


Marcaba las dos y seis minutos. Aún tardó casi una hora en
dormirse. Cuando lo consiguió, el desasosiego no la había
abandonado, por lo que el viaje por el mundo de los sueños
estuvo plagado de pesadillas.

En cuanto ingresó en la base tuvo que firmar un acuerdo de


confidencialidad. Luego la condujeron a una sala donde se
encontraban los que serían sus compañeros de trabajo a partir de
ese día.

El director del proyecto se presentó como doctor Rogers, un


metro ochenta de mirada penetrante y escasas manchas
pelirrojas en la azotea. Conforme les fue explicando en qué
consistiría la investigación que ya estaba comenzada desde hacía
unos años, Kathleen sintió que las pocas horas de sueño de la
noche pasada empezaban a pasarle factura. O eso quería

261
pensar. En realidad, cuanto más hablaba el doctor más
comprendía que era el mensaje que transmitía lo que le estaba
minando el ánimo.

Hacía noventa y cinco años desde que, en 2087, un grupo de


cinco Yautjas (o Depredadores, como se les conocía de forma
coloquial) habían visitado el planeta Tierra por última vez. Dos
murieron y otros dos lograron escapar con sus trofeos. El quinto,
que recibió heridas de consideración, fue abandonado a su suerte
por los de su especie, a la espera de que se autodestruyera. Sin
embargo el Yautja no cumplió con su deber. No había podido.
Había recibido un fuerte golpe en la cabeza que lo dejó
inconsciente durante horas; para cuando un escuadrón militar
peinó la zona lo encontraron tan indefenso como un recién
nacido.

No hubo preguntas al respecto. La orden era clara: si


encontraban a uno con vida debían capturarlo. Y así lo hicieron.
Se aseguraron de que no despertaría en mucho tiempo
inyectándole una dosis de sedante que habría aniquilado a
cualquier ser humano, pero que la constitución poderosa y robusta
de los Depredadores soportó a la perfección. Acto seguido lo
trasladaron a la BMB, donde fue sometido a innumerables estudios.

Descubrieron que aquella mala bestia toleraba casi cualquier


alimento, ya fuera cocinado o crudo. También que los espacios
cerrados lo volvían agresivo; en una ocasión estuvo a punto de
destrozar la pared de vidrio que a priori era irrompible y a prueba
de balas, aunque pudieron evitarlo liberando el gas sedante
desde el aspersor del techo. Por supuesto Kat ya sabía esto. Las
muestras de ADN que había estado recibiendo en los últimos
tiempos provenían de aquel ser, que suponía que a estas alturas
ya debía de ser un anciano enclenque postrado en una cama a
la espera de que le llegase la hora.

262
El doctor Rogers se apresuró en desilusionarla. A pesar de la
edad del espécimen, sin duda superior a los cien años,
conservaba una vitalidad envidiable para cualquier ser humano
joven. Su fuerza no había disminuido. Lo sabían de sobra porque…

—… porque cada cuatro meses organizamos una cacería


para mantener al bicho tranquilo.

Un prolongado “ohhh” se extendió entre los allí presentes. Kat,


sin embargo, no pudo ir más allá de quedarse con la boca abierta
mientras miraba en derredor. Esperaba que aquella exclamación
generalizada no fuese fruto de la admiración. Al cabo de unos
segundos volvió a ser dueña de sí misma.

—Doctor Rogers, ¿puedo hacerle una pregunta?

—Todavía no he terminado mi explicación —dijo Rogers con


tono neutral—. ¿Cuál es su nombre?

—Soy la doctora Kathleen Laforce.

—Adelante..

—¿De verdad es necesario organizar cacerías en honor del


Depredador? ¿No han intentado aplicar otros métodos para tratar
de calmarlo?

Rogers esbozó una sonrisa sardónica.

—Por supuesto que lo hemos intentado. Hemos intentado


todos los métodos posibles. Llevamos noventa y cinco años
estudiando a este espécimen, y hemos llegado a la conclusión de
que las cacerías representan un método de supervivencia para los
Yautjas.

—¿Puede explicarnos eso?

263
—¿Qué es esto? ¿Una rueda de prensa? —Rogers hizo una
breve pausa antes de responder—. Está bien. Es evidente que los
habitantes de Yautja Prime son criaturas salvajes que antaño se
mataban entre sí. Nuestra teoría es que organizan cacerías para
canalizar sus instintos asesinos, además de acumular trofeos que
aumenten su prestigio entre sus congéneres. Y ahora, ¿puedo
continuar, doctora?

—¿A quiénes eligen para las cacerías?

Ante este interrogante se escuchó un leve murmullo que


incomodó a Rogers.

—Voluntarios. Lo llamamos cacería, pero en realidad es una


arena.

—¿Una arena?

—No creerá que vamos a dejar libre a semejante bestia solo


para que se divierta. Lo encerramos en una arena, una especie de
circo romano, rodeado por diez hombres armados con espadas,
arcos, cuchillos y escudos. A él le damos una lanza. Llevan
organizándose cacerías los últimos ochenta años, doscientas
cuarenta en total. Como ya sabe, el Yautja sigue vivo.
Naturalmente ofrecemos una recompensa a la altura de las
circunstancias para el posible vencedor: mil millones de dólares.
Pero sabemos que es una apuesta segura. Y, ahora, si me permite,
doctora Laforce, proseguiré mi explicación. Gracias.

Kat se lo permitió, pero estaba horrorizada. Sin embargo aún


quedaba por saber lo peor.

Se sabía que los Yautja utilizaban la Tierra como campo de


entrenamiento. La visitaban cada cien años, así que solo faltaba
un lustro para que volviesen a presentarse, es decir, en el 2187.

264
Pero esta vez no vendrían de turismo. La palabra que empleó el
doctor Rogers fue “batida”.

Después de tanto tiempo “conviviendo” habían diseñado un


traductor de voz para poder comunicarse con el Depredador. Le
habían hecho preguntas. Saltaba a la vista que estaba orgulloso
de los de su especie, aunque también se hizo patente cierto
despecho hacia quienes le habían abandonado. La cuestión es
que hizo una revelación espeluznante. La próxima vez que vinieran
lo harían en masa. No supo decir cuántos serían, pero puede que
más de un millar. Y no solo cazadores jóvenes en busca de
experiencia y honores, sino también Yautjas de alto rango,
auténticos asesinos de más de tres metros de estatura armados
con la última tecnología (les dijo que las armas que él había
portado consigo estarían tan obsoletas que, al lado de las que
ellos trajeran, parecerían juguetes inservibles).

Había que prepararse. Ahí es cuando entraban en juego los


científicos. La idea era crear especímenes de humanos mejorados
con el ADN del Depredador, con la intención de estar
capacitados ante el ataque inminente. Ya habían hecho pruebas
con unos cuantos sujetos (voluntarios, desde luego), pero eran
imperfectos. De los diez que habían mutado solo dos seguían con
vida.

Esta vez no hubo ningún “ohhh”, solo silencio. Estupefacción.


Incredulidad. Empezaban a comprender el verdadero motivo del
acuerdo de confidencialidad.

El doctor Rogers les invitó a que lo siguieran. Los condujo a lo


largo de pasillos interminables hasta dar a una habitación sellada
de forma hermética con una puerta de acero y custodiada por
media docena de soldados. Dicha sala estaba rodeada por una
escalera. Al llegar al final de esta Rogers les indicó que observasen

265
a través de la ventana de visión unilateral que daba a la
habitación cerrada.

Aquella habitación estaba dividida en dos cubículos. Ambos


cubículos estaban ocupados por lo que en otro tiempo habían
sido humanos. Habían experimentado un crecimiento de la masa
muscular así como de la estatura. Los rasgos faciales todavía
recordaban a los de una persona, pero habían empezado a
desarrollar un exoesqueleto, no obstante, incompleto, que podía
verse en el pecho y partes de las extremidades, delatado por el
tono marfil. Los pies y las manos no habían mutado, pero los ojos
de ambos eran de color amarillo. Estaban de pie, encadenados a
una pared de acero por brazos y piernas. En ese momento
estaban dormidos.

—Me imagino que os preguntaréis por qué solo siguen con


vida una pareja de sujetos —dijo Rogers.

—¿Los ha matado el Depredador? —preguntó con timidez un


hombre que debía rondar la cincuentena.

—Así es. —El tono de Rogers destilaba decepción—. Se


enfrentaron a él uno por uno. Presentaron cierta batalla, pero no
la suficiente. Vuestra misión consiste en desarrollar el humano
mejorado perfecto. Después, rezaremos por tener tiempo para
aplicar esa mejora a un número de hombres suficiente. Lo cierto es
que cinco años no dan para mucho.

Abandonaron el recinto de observación en silencio. Kathleen


percibía el horror en el semblante de la mayoría de sus
compañeros. Se imaginó cómo sería la conversación con Dan esa
noche, durante la cena. Él le preguntaría cómo había ido su
primer día de trabajo. Supuso que no sabría qué responder.

266
Después de dos meses de trabajo, a menudo Kat se repetía
que dejaría el trabajo si no hubiese existido una cláusula de
rescisión de su contrato que la hubiese obligado a indemnizar a la
empresa con medio millón de dólares en el caso de cometer
semejante temeridad. Pero no tenía medio millón; lo cierto es que,
de tenerlo, no le hubiese importado perderlo a cambio de sentirse
digna de nuevo.

Cada día que pasaba la embargaba con más fuerza la


sensación de estar cometiendo atrocidades en las que nunca
hubiese imaginado que participaría. Después de todo ese tiempo
había visto entrar a nuevos voluntarios, la mayoría de ellos
personas sin hogar a las que se les prometían cantidades ingentes
de dinero que nunca percibirían. Había sido testigo de los primeros
cambios leves en aquellos voluntarios, que al principio solo
consistían en la pigmentación de la piel y los ojos, la pérdida de
cabello y un aumento de la masa muscular. Desde hacía una
semana, además, había dado comienzo la fase de transformación
de la personalidad, que se volvía más agresiva con el transcurso
de las horas. Los miembros del grupo, que hasta ese momento
habían permanecido juntos, fueron llevados a celdas separadas,
insonorizadas para que los golpes que propinaban a las paredes
no molestasen a los trabajadores.

Les inyectaban dosis de ADN Yautja una vez por semana. Kat
era la encargada de supervisar estas operaciones. Al llegar el día
se activaban los gases sedantes y ocho soldados sacaban a los
diez hombres en camillas, atados con cadenas, uno a uno. En una
ocasión uno de los especímenes despertó nada más llegar a la
sala de experimentación, donde se procedía a aplicar las
inyecciones, además de anotar los cambios de la última semana y
cualquier incidencia que pudiera tener lugar durante el proceso. El
individuo, que ya había empezado a mutar, rompió una de las

267
cadenas. A continuación alcanzó a un soldado incauto que se
hallaba al alcance de su mano. Le atravesó el esternón de un
puñetazo. El corazón y un pulmón quedaron hechos papilla.
Hicieron falta tres sedantes disparados con un fusil para dormir a
aquello que ya poco tenía de hombre.

Después de esta experiencia, Kathleen, que había


contemplado la escena desde una distancia de menos de cinco
metros, planteó al doctor Rogers solicitar la baja por estrés. Sin
embargo, Rogers ni siquiera quiso oír hablar del asunto. Insinuó que
una científica que no estaba preparada para someterse a
situaciones de estrés tal vez debería dedicarse a otra cosa. Tuvo la
deferencia de sugerir profesiones tan gratificantes como
peluquera o barrendera. Kat estuvo a punto de hacer otro tipo de
sugerencia acerca de lo que podía hacer con su comentario,
pero se mordió la lengua. Respetaba esas profesiones, eran igual
de dignas que cualquier otra, pero ella había nacido para otras
cosas, de modo que cuando Rogers empezó a preguntarle si le
podía alcanzar la grapadora que estaba sobre la otra mesa del
despacho, Kat dio media vuelta y se marchó, antes de que tuviera
tiempo de concluir la frase.

Al final terminó el día cumpliendo con el cupo de individuos a


los que se debía suministrar la dosis de mejunje alienígena, pero
cuando llegó a casa le temblaban tanto las piernas que dio
gracias por no haberse estrellado con el coche. Al cabo de dos
días volvió a recuperar la calma, pero cada vez que le tocaba
supervisar las inyecciones tenía que ingerir un tranquilizante antes
de iniciar el protocolo.

Ahora, después de dos meses en el puesto, sentía que era


otra persona. Así se lo hizo saber a su marido durante la cena del
segundo viernes de diciembre.

268
—La verdad es que me preocupa oír eso, cariño —dijo Dan,
mientras soltaba el tenedor para cogerle de la mano.

Kat apenas sonrió antes de apartarse.

—Pues lo que te voy a contar ahora te va a dejar de piedra.

—¿Más todavía?

—Sabes que si te hablo de estas cosas es porque eres mi


marido y confío en ti. Si se enterasen de que lo hago estaría bien
jodida. Eso lo entiendes, ¿verdad?

Dan levantó una ceja, como siempre hacía cuando alguien


cuestionaba su capacidad de comprensión.

—Por desgracia sí. Sí, lo entiendo, Kat.

—Hoy, Rogers nos ha comunicado que el día veinticuatro


tendrá lugar la próxima cacería.

—Pero… eso es en Nochebuena. No puede hacer algo así en


Nochebuena. —La expresión de Dan era de no dar crédito a lo
que oía.

—Me temo que es lo que hará.

—¿Va a soltar a un tío para que se lo meriende el


Depredador?

—Los Yautjas también tienen derecho a una cena como Dios


manda en Nochebuena. ¿Te crees que no tienen espíritu
navideño o qué?

Los dos rieron con ganas. Tardaron un rato en dejar de reír,


una manera como cualquier otra de liberar tensión.

—Es verdad. Había olvidado que el pobre está lejos de su


hogar. Seguro que echa de menos a su familia.

269
—Pues en realidad no será un tipo, sino dos. ¿Recuerdas que
te comenté que aún quedaban dos del primer grupo de
voluntarios?

—Ajá.

—Pues esos son los que más tiempo llevan recibiendo


inyecciones. Son más Depredador que humano, pero no terminan
de transformarse del todo. —De pronto Kat sintió que volvía a
tener apetito y se centró en el plato, por primera vez desde que se
habían sentado a la mesa—. El caso es que Rogers piensa
arriesgarse metiéndolos a la vez en la arena. Si resulta que son
capaces de matar a la bestia… Bueno, a la otra bestia, porque
ellos también lo son… En fin, puede que no haya que investigar
más.

—Esa sería una excelente noticia.

—Y que lo digas. Pero mi jefe es un sádico, seguro que


seguiría sin estar satisfecho y nos obligaría a seguir investigando
otras posibilidades.

—¡Ya lo creo que es un sádico! Joder, ¿a quién se le ocurre


condenar a esos tipos en Nochebuena?

—Dudo que a estas alturas se acuerden siquiera de lo que es


la Navidad.

Dan suspiró, apesadumbrado.

—Suena terrible, pero creo que puedes tener razón.

—¿Y a ti qué tal te ha ido el trabajo hoy?

—Bastante más aburrido que el tuyo, te lo aseguro.

—En ese caso háblame de tu día. Aburrimiento es lo que


necesito.

270
Dan soltó otra carcajada. Justo después la complació con la
velada más aburrida de la historia. Salvo cuando hubo que ir la
cama. En la cama jamás se aburrían.

En otra vida se había llamado Larry Akins, pero eso ahora carecía
de importancia. Lo único que sus atrofiadas cuerdas vocales
podían pronunciar era “Lai…” en un burdo intento de articular su
nombre. A pesar de todo conservaba algo de memoria, una
especie de nebulosa de imágenes que no reconocía como
propias, sino como algo parecido a sueños que le acosaban
durante sus interminables periodos de letargo.

Cuando ocho soldados entraron en su celda intentó


despedazarlos a puñetazos, pero las cadenas se lo impidieron. Lo
último que vio antes de dormirse fue cómo le apuntaban con un
fusil y apretaban el gatillo.

Despertó rodeado de un blanco aséptico. Bajo su cuerpo


semidesnudo, solo cubierto por un taparrabos, sintió el tacto suave
de la arena. Al principio se sintió mareado, pero enseguida se puso
en pie. A su lado había otro individuo, alguien igual de deforme
que él. También se estaba despertando. Ya no tenían cadenas. En
vez de eso, “Lai” vio la espada y el escudo que había a sus pies. Se
hizo con ellos. Ya estaba acostumbrado al espectro azul con el
que veía cuanto le rodeaba, al menos los cuerpos que no
desprendían calor, de modo que en cuanto la droga perdió su
efecto comprobó que podía desenvolverse con soltura.

Su compañero le imitó. Ambos estaban armados.

De repente se escuchó el aullido grave de una bocina que


inundó la estancia circular. En el otro extremo se abrió una

271
compuerta. Cuando el sonido de la bocina cesó, algo salió con
paso lento de aquel agujero rectangular.

El Yautja Iba armado con una lanza, aunque carecía de


armadura o cualquier otro objeto que sirviera para protegerle.
Decidió que acabaría con aquellas bestias idiotas que le habían
enviado lo más rápido posible.

“Lai” lanzó un alarido estremecedor que contagió a su


compañero. De inmediato, ambos se abalanzaron sobre el
Depredador, pero el ser venido del espacio exterior era un experto
en combates. “Lai” quiso propinar la primera estocada, pero la
esquivó con suma facilidad. A continuación, con una agilidad
impropia para cualquiera que tuviese más de un siglo de vida, dio
una vuelta sobre sí mismo, rodeando a su rival y ensartándolo con
la lanza por la espalda. Mientras el otro se acercaba a la carrera
tuvo tiempo de coger la espada del cadáver. No necesitaba el
escudo. De hecho, para hacerlo más interesante, se deshizo de la
lanza arrojándola lejos. Ahora daba la sensación de que estaban
igualados.

Recibió a su adversario entrechocando las espadas. No tardó


en desarmarlo con un giro en abanico de la espada, para
decapitarlo justo después con una facilidad apabullante.

Era el momento de regresar a la celda.

Al igual que el resto de los científicos que habían sido contratados


hacía dos meses, Kathleen fue invitada a presenciar la matanza
que tendría lugar en la arena, aunque “invitar” era un eufemismo
utilizado por parte del doctor Rogers para referirse al hecho de
que ser testigos de aquella barbarie entraba dentro de sus

272
honorarios. Lo veían todo desde una sala a través de un vidrio de
visión unilateral a nivel del suelo, de modo que cuando aquel
monstruo decapitó al segundo sujeto pudieron verlo levantar los
brazos y la cabeza hacia el techo, al tiempo que gritaba,
victorioso. Aquel grito espantoso la hizo estremecer más que
cuando vio cómo mataba a las criaturas.

—¿Le ha gustado el espectáculo, doctora Laforce? —


preguntó Rogers con su característica arrogancia.

—Muy estimulante, sin duda.

—Después le daré un tranquilizante, no se preocupe.

Antes de que Kat pudiera replicar, Rogers abandonó la


estancia.

Sin embargo el espectáculo no había acabado. Del techo de


la sala a la que llamaban “arena” surgieron unos aspersores que lo
llenaron todo de un gas sutil, casi incoloro. A los pocos segundos,
el Yautja cayó inerte. Ocho soldados con máscara antigas
entraron con una camilla, lo ataron a ella y se lo llevaron.

Unos minutos después, cuando Kat acababa de salir de


aquella sala para marcharse a casa, escuchó una serie de
estallidos rápidos. Se detuvo en seco en mitad del pasillo. Nadie
más la acompañaba ya que había sido la última en salir de la sala
de observación. Prestó atención. No tardó en volver a escuchar los
estallidos. ¿Disparos?

Empezó a correr movida por el instinto. Conforme se


acercaba al lugar de procedencia de los ruidos tuvo más claro
que aquello eran disparos y la invadió el terror. Lo primero que se
le ocurrió fue que los gases somníferos no habían producido
efecto en el Depredador.

273
Torció a la derecha con la intención de alejarse. Ya no se
escuchaban disparos, lo cual le hizo suponer que el Depredador
habría acabado con todos los soldados y al fin tenía vía libre
campar a sus anchas por el edificio.

Sus sospechas se vieron confirmadas cuando escuchó unos


pasos pesados a su espalda. No quiso girar la cabeza para
comprobarlo, no obstante le bastó con escuchar el rugido que ya
conocía para saber que el Yautja iba en pos de ella.

Encontró una puerta. Quiso abrirla pero estaba cerrada con


llave. Los pasos se acercaban a una velocidad que parecía
imposible. Sin poder evitarlo, movida por una fuerza superior a ella,
miró a su izquierda. Allí estaba. La bestia de casi dos metros y
medio de estatura acababa de doblar la esquina y la estaba
mirando. Empuñaba un subfusil. Restos de sangre decoraban su
cuerpo musculoso. Kat no supo cómo reaccionar. Tal vez si corría
él la perseguiría, pero si se quedaba…

El Yautja la observó un tiempo más. Luego siguió su camino,


ignorándola. Kat lo vio desaparecer por la esquina opuesta a
aquella de la que había venido. Apoyó la espalda contra la
puerta y se dejó caer. Notó que tenía todo el cuerpo sudado, a
pesar de que apenas había corrido.

Al cabo de unos segundos pudo pensar con mayor claridad.


Era evidente que el Depredador no la había atacado porque era
una mujer desarmada; en el fondo se alegró porque quizás así
tendría una posibilidad de salir de allí con vida, pero, ¿después
qué? En cinco años vendrían muchos más como él. Si el
espécimen escapaba no podrían seguir investigando y se
esfumaría cualquier posibilidad de defenderse. Tal vez entonces
intervendría el ejército, pero en ese caso sería muy difícil mantener
a la población ajena a todo.

274
“Que se jodan, ya habrá tiempo de preocuparse por eso más
adelante”, pensó, antes de que un nuevo estallido, esta vez
proveniente de los altavoces que había repartidos por toda la
base, le hiciera dar un respingo.

Era la grabación de una voz femenina.

“QUEDA ACTIVADO EL PROTOCOLO DE SEGURIDAD CON


CÓDIGO Z200. REPITO. QUEDA ACTIVADO EL PROTOCOLO DE
SEGURIDAD CON CÓDIGO Z200. LOS ACCESOS AL EXTERIOR
QUEDAN CLAUSURADOS DEBIDO A UNA AMENAZA INTERNA QUE
PUEDE PONER EN PELIGRO A LA SOCIEDAD. REPITO. LOS ACCESOS
AL EXTERIOR…”

Fue como el acicate que necesitaba para empezar a


moverse. Lo primero que pensó fue que debía buscar al doctor
Rogers, aunque la última vez que se habían visto le había dado
más motivos para no ser capaz de digerir su presencia. Así pues se
puso en marcha, dirección al despacho del director de la base.

El despacho estaba vacío, pero una nueva oleada de


disparos le dio una pista de dónde podía encontrarlo. Si Rogers era
competente en su trabajo, dirigiría a los militares contra el
Depredador; no era militar, pero como máximo directivo de la BMB
tenía autoridad sobre los soldados.

Mientras corría, los gritos de los altavoces seguían repitiéndose


como una insoportable salmodia, una voz pausada y al mismo
tiempo insoportable que le taladraba los oídos. Junto con la
interminable percusión de los disparos se formaba la melodía del
apocalipsis. Sin embargo, para cuando Kat llegó al lugar donde se
había perpetrado la segunda carnicería los tiros habían cesado
hacía casi un minuto.

Halló a Rogers, o lo que quedaba de él, rodeado de una


decena de militares. En concreto, a su jefe, el Depredador le

275
había cercenado el vientre y las tripas le salían como los gusanos
del interior de un tronco podrido que buscaran la luz del sol. Tenía
la bata llena de sangre; el escaso cabello pelirrojo de su cabeza
parecía haberse extendido por todo su cuerpo y en su rostro no
había terror, solo una expresión más patética de lo habitual.

De repente una idea horripilante cruzó la mente de Kathleen


mientras contemplaba la cara de su jefe asesinado. Recordó su
primer día en la BMB. El doctor Rogers les explicó cómo habían
capturado al Yautja. Lo encontraron inconsciente. Su código de
honor le obligaba a efectuar una autodestrucción, pero no había
podido llevarla a cabo.

¿Seguiría sometido a ese código de honor después de tanto


tiempo?

Kat sabía dónde guardaban las armas alienígenas; el director


se las había mostrado a los recién llegados, una forma de presumir
del poderío de la base. Sin embargo, al mismo tiempo que el pavo
real desplegaba su cola, les soltó unas frase que la mayoría prefirió
tomarse a broma.

—Si llegase el momento en que hubiese que destruir las armas


Yautja —dijo, mientras cerraba de sopetón la caja metálica en la
que se guardaban las armas—, solo tenéis que introducir vuestro
código personal de acceso a la base. Después presionáis el botón.
Ya sabéis: por si el Depredador se escapa.

Fue con esa última advertencia con lo que logró que Kat se
estremeciese. Ahora agradecía saber algo tan importante.

Usó el ascensor para llegar a la tercera planta. Cinco minutos


después cruzó la puerta deslizante del almacén de tecnología
punta. Aquel lugar estaba plagado de los últimos prototipos de
aparatos destinados a uso militar. En una sección apartada del
resto por paredes de vidrio, una estancia de no más de cincuenta

276
metros cuadrados, guardaban lo que buscaba. Suspiró al no
toparse con el Depredador. En ese sentido contaba con una gran
ventaja, puesto que ella conocía aquellas instalaciones a la
perfección mientras que el extraterrestre solo había pisado dos o
tres emplazamientos. Esperaba disponer así del tiempo que
necesitaba.

Cruzó el almacén a base de realizar las zancadas más largas


que pudo. A la sección de cristal a prueba de balas se entraba
con el código personal de acceso. Seis dígitos. Lo introdujo en el
teclado con demasiada celeridad.

Error.

Maldijo en voz alta. No se había dado cuenta hasta ahora,


pero las manos le temblaban a causa de los nervios. Escuchó un
golpe procedente del pasillo. Se obligó a no mirar. Respiró tres
veces. Acto seguido, con las manos algo más firmes, volvió a
teclear. Se fijó en cada tecla, asegurándose de que no se
equivocaba.

Una luz verde apareció junto al panel de botones. Con un


sonido eléctrico la puerta se deslizó y Kat se coló como una
corriente invernal en una habitación caldeada, sin preocuparse
de cerrar tras de sí.

Vio el aparato traductor que utilizaban para comunicarse con


el Depredador. A su lado, la caja, una especie de maleta enorme
que tenía aspecto de pesar demasiado para que pudiera
transportarla un solo individuo. Se acercó veloz. Sus ojos se posaron
en el teclado de la superficie. Junto al teclado, un botón del
tamaño de una moneda de un dólar pero de color caqui parecía
estar apremiándola. También había una ranura para una tarjeta—
llave.

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De nuevo ruido a su espalda. No un golpe, sino una serie, uno
detrás de otro. Pasos. Pesados. Cada vez más cerca.

Esta vez no pudo evitar caer en la tentación y miró. El Yautja


había llegado. Sin embargo, en esta ocasión no se la quedó
mirando sino que siguió avanzando por la sala.

Sin perder más tiempo, Kat volvió a centrarse en la caja. El


sudor volvía a deslizarse por la frente, la espalda y el pecho.
Empezó a teclear despacio por si se equivocaba; no confiaba en
sí misma. El Yautja debió intuir lo que se proponía, porque se abrió
paso por el almacén con toda su energía.

Aun quedaban por introducir dos números cuando sintió el


contacto de una manaza sobre su hombro izquierdo. La bestia no
tuvo miramientos. La lanzó contra una de las paredes de cristal. El
golpe fue duro. No reprimió un grito de dolor cuando sintió el
crujido de una costilla al impactar en esa zona.

Entonces se fijó en algo que el Yautja llevaba en la mano


derecha. Era una tarjeta—llave. Debía habérsela robado a uno de
los científicos. Lo peor era que no se necesitaba introducir código
alguno en la caja para abrirla, bastaba con pasar la tarjeta.

El Depredador la miró. Sus ojos parecían jaulas tratando de


ocultar unos sentimientos muy humanos. Kat no creyó haberse
vuelto loca cuando percibió cierta tristeza en ellos, prisiones
gemelas que guardaban un parecido inquietante con la celda
que le había mantenido confinado durante casi un siglo.

Una luz diminuta de color rojo se encendió en el aparato


traductor. Una voz robótica surgió de él, acompañando los rugidos
roncos que pronunciaba la bestia. De entre los mecanismos
electrónicos surgió una palabra que parecía proceder del último
rincón de la galaxia.

278
—Huye.

El Depredador apartó la mirada para centrarse en la caja.


Pasó la tarjeta por la ranura y la tapa se separó con un chasquido.
De su interior extrajo un brazalete plateado con cuatro
rectángulos de algo parecido al cristal; eran pantallas que servían
para representar una cuenta atrás. Introdujo el brazo izquierdo en
él. Por último tecleó algo con la otra mano y unos caracteres
extraños aparecieron en las cuatro pantallas.

Kat no se lo pensó más. Dominó el pánico que la había


mantenida presa y escapó tan rápido como pudo, pasando junto
al Depredador. Lo último que vio de él fue su espalda musculosa
color marfil contrayéndose con un ligero espasmo debido a la
suave ráfaga que Kat produjo al pasar corriendo.

No sabía cuánto tiempo le quedaba. Tardó menos de un


minuto en llegar al ascensor; mientras la cabina descendía pensó
que no tenía dónde ir, la voz de los altavoces se lo recordaba sin
cesar. Sin embargo, una vez en la planta baja, quiso alejarse todo
lo posible del punto en que se encontraba el Yautja.

Tras recorrer doscientos metros un temblor bajo sus pies la hizo


perder el equilibrio. Antes de que el mundo se derrumbase a su
alrededor, fue capaz de esconderse bajo una mesa de acero.

Con el estruendo creyó que le estallaría la cabeza. Resulta


curioso, pero justo antes de que todo se tornase oscuro no pensó
en que iba a morir, sino en la posibilidad perturbadora de que
podía quedarse sorda.

Los colores regresaron despacio.

279
—¿Kat? Kat… ¿estás despierta?

Dan asomó a sus ojos como una sombra que recuperó la


forma de un ser humano al cabo de unos segundos. No obstante
le costó un tiempo reconocerle.

—¿Quién eres? —susurró con voz trémula—. ¿Dónde estoy?

Intentó incorporarse pero se notaba demasiado débil. Decidió


que era mejor seguir acostada.

—Cielo, soy Dan, ¿no te acuerdas de mí?

De pronto la luz se hizo en el cerebro de Kat. Sí, claro que


sabía quién era, aunque estaba cambiado. Lucía una barba
descuidada de varios días, él, que siempre había mantenido un
rostro carente de cualquier indicio de vello facial.

Echó un rápido vistazo a su alrededor, así como a su


indumentaria. No cabía duda. Estaba en un hospital.

—Perdona, debí darme un buen golpe en la cabeza.

—¿Solo un golpe? ¡Sobreviviste de milagro! Nadie se explica


cómo. Hubo una explosión gigantesca. En las noticias dijeron que
fue un atentado terrorista, pero lo descartaron al cabo de unos
días. Tenías fracturas por todas partes, es un milagro que estés
bien.

—Un momento. ¿Cuánto tiempo he estado dormida?

Mientras formulaba esta pregunta, Kat se miró los brazos.


Parecían estar bien. En cuanto al resto del cuerpo, aparte del
cansancio extremo no sentía dolor. Tal vez le estuvieran
administrando sedantes.

—Espera, debo llamar a tu doctora.

280
Dan hizo ademán de levantarse pero Kat le sujetó del brazo.

—Quiero que me respondas. ¿Cuánto tiempo?

Dan se miró los pies antes de volver a sentarse. Hasta ese


momento Kathleen no se había percatado de que había estado
sentado.

—Cariño, no dormías. Has estado en coma los últimos cinco


años.

—¿Qué…?

—Me imagino que debe de ser duro enterarse de algo así. Tal
vez necesitarás ayuda psicológica, al fin y al cabo te has perdido
un lustro de tu vida y…

—Que le den a los psicólogos. Hay que avisar al ejército. —De


nuevo intentó incorporarse, pero no tenía fuerzas.

—¿El ejército? ¿De qué hablas?

—¿No recuerdas por qué me contrataron en la BMB?

—Sí, claro que lo recuerdo, pero… ¿Qué pasó con el


Depredador?

—Esa es la mala noticia. No hay Depredador. Con su muerte


nos quedamos sin ejército especializado. Me imagino que los de su
raza llegarán en cualquier momento.

Dan se dejó caer sobre el respaldo de la silla. Su aspecto era


el de un hombre desolado.

—Por supuesto. Aún no lo sabes.

Kat comenzaba a desesperarse.

—¿Saber el qué, Danniel?

281
—Creo que no has hecho bien los cálculos. Es comprensible,
tu estado no es el mejor. Cuando empezaste tu último trabajo me
dijiste que faltaban cinco años para que los Yautjas vinieran. Es
cierto que han pasado justo cinco años desde que entraste en
coma, pero… pero entonces ya hacía dos meses que trabajabas
en la BMB. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—¿Me estás diciendo que…? —Kat no fue capaz de terminar


la frase.

—Vinieron hace dos meses. Pero no fueron cien, ni mil. Fueron


más.D emasiados. —Dan tragó saliva antes de contarle lo peor—.
Permitieron la existencia de algunos guetos humanos, pequeños
poblados, como este en el que nos encontramos. Hay algunos
hospitales, y no nos impiden el acceso al suministro eléctrico. Por
eso sigues viva. Nos permitirán seguir con vida a unos pocos, nos
dejarán seguir reproduciéndonos porque de ese modo… de ese
modo…

Dan se derrumbó. No lloró, pero fue incapaz de seguir


hablando. Sin embargo Kat no necesitó que dijera más.

Decidió echarle un cable y terminar en su lugar.

—De ese modo podrán seguir cazándonos.

UNA ESPECIE MEJORADA

por Adrián García Cholbi

El conjunto de células denominado Grupo A parecía haber sido


infectado con alguna especie de sustancia estupefaciente. Estas
células se movían despacio, sin embargo, la sensación de
aletargamiento no era más que un espejismo: se desplazaban a
una velocidad normal. Dicho espejismo se producía al

282
compararlas con las de la muestra del Grupo B, que en lugar de
moverse parecían correr en estampida.

La doctora en genómica y biología molecular, Kathleen


Laforce, retiró la vista del microscopio. Acto seguido hizo la
anotación correspondiente en la hoja de informes que tenía sobre
la mesa. Era el último gesto relacionado con su trabajo que iba a
realizar esa tarde, puesto que ya eran las cinco, hora de tomarse
un descanso hasta el día siguiente.

Acababa de colgar la bata cuando vio a su jefe, el doctor


Boyd, entrando en el laboratorio. Mientras caminaba hacia ella se
fijó en la sombra que poblaba aquel rostro por lo general luminoso.
Hacía tantos años que trabajaban juntos que casi podía decirse
que se conocían a la perfección, hasta el punto en que Kathleen
predijo la media sonrisa fugaz con la que el científico la saludaba
siempre que se reencontraban después de horas sin verse.

No hubo media sonrisa. En su lugar se rascó la nuca durante


un segundo, nervioso.

—John, ¿ocurre algo?

Boyd desvió la mirada un instante. No se le daba nada bien


disimular y no se esforzaba por conseguirlo.

—¿Cómo va tu trabajo? ¿Alguna novedad? —preguntó al fin.

—Me temo que no. No las ha habido en meses, dudo mucho


que vaya a haberlas ahora.

—¿Las células del grupo B siguen igual de veloces?

—Sí.

—¿Y las del grupo A igual de lentas?

—Sí. Oye, ¿se puede saber qué te pasa?

283
El doctor Boyd dejó escapar un suspiro. Después de aquella
breve escena teatral mal interpretada consiguió mirarla a los ojos.

—Siento ser yo quien te diga esto, pero me temo que es lo


que toca cuando uno es el jefe, ¿verdad?

—Escúpelo…

Otro suspiro.

—Te trasladan.

—¿Cómo dices?

—Sí, mira, órdenes de arriba. Quieren que te unas al proyecto


que están llevando a cabo los chicos de la Base Médica de
Boston. No me preguntes de qué se trata, no han querido decirme
nada.

Después de que Boyd dijera aquello la luz regresó a su rostro.


Fue como si acabase de vomitar el resultado bilioso de una
indigestión.

Kathleen no supo qué decir. Abrió la boca y absorbió aire,


hasta que comprendió que si seguía con la boca abierta le
entraría una mosca, de modo que la cerró. Volvió a boquear
como un pez un par de veces más antes de conseguir hacer sonar
su voz con sentido, aunque no lo suficiente como para pronunciar
el Discurso de Gettysburg.

—No pueden hacerlo.

—Me temo que sí pueden. Además, Kat, debes admitir que la


investigación está estancada. ¿Cuántos meses hace que
recibimos muestras de ADN de Depredador? Y en todo ese tiempo
no hemos observado cambios.

284
—Intentar demostrar que puede tener aplicaciones curativas
para según qué enfermedades lleva tiempo, John.

—Hasta ahora lo máximo que has conseguido demostrar es


que las células de los seres humanos se mueven más despacio que
las de los Depredadores. ¡Bravo! —de repente el doctor Boyd se
dio cuenta de que estaba siendo sarcástico y decidió cambiar el
tono—. Lo siento. Pero debes admitir que sin resultados no vamos a
ninguna parte.

—Aun así me resulta extraño. Pensaba que la BMB era una


base militar.

—Lo es. Pero a ti te sobra cualificación para ese puesto.

—No es mi cualificación lo que me preocupa, John.

El doctor Boyd lanzó su tercer y último suspiro del día.

—A mí tampoco, Kat.

Esa misma noche Kathleen tuvo insomnio por primera vez en sus
treinta y seis años de vida; lo malo es que cuanto más se
empeñaba en enfrentarse a él más se desvelaba.

Era finales de octubre. En esa época Massachussetts solía


estar marcado por las lluvias, y aquella noche no era una
excepción, así que además de escuchar los suaves ronquidos de
Dan, su marido, a escasos centímetros a su lado, también percibía
un suave repicar contra las ventanas que ocupaban toda una
pared del dormitorio. Las cortinas estaban descorridas, por lo que
las gotas de lluvia se proyectaban en el interior de la habitación
como huellas de araña. En noches así tenía la sensación de estar
en una cueva sumergida bajo el mar.

285
Tendida boca arriba, giró la cabeza en dirección a Dan. Le
dio por preguntarse qué estaría soñando. Sin embargo no tardó en
devolver la mirada al techo. Los pensamientos de la cena le
vinieron a la mente, sin que en realidad estuviera dispuesta a que
sucediera.

Kat no había tenido mucha hambre. Se conformó con un


poco de puré de patata y dos salchichas. Estaba cansada, solo
tenía ganas de reencontrarse con el colchón. Dan, sin embargo,
además de eso, se había servido también un filete y dos huevos
fritos.

—Veo que el estrés de la oficina no te afecta —bromeó Kat


mientras veía cómo su marido devoraba los alimentos.

Dan se quedó mirando el plato, dejando de masticar por un


segundo. Luego soltó una carcajada.

—Qué ingenua eres. ¡Ya me gustaría a mí! Es solo que cocinas


muy bien, cariño.

—No me hagas la pelota, no es para tanto. Además, casi


siempre lo haces tú, ya era hora de que hiciese las paces con la
sartén.

Dan volvió a reír, provocando en Kat una leve sonrisa.

—Pues deberíais hacer las paces más a menudo, esto está


delicioso.

—Siento decepcionarte, cielo. Me temo que si me he metido


hoy en la cocina es porque necesitaba mantener la mente
ocupada y despedirme de ella. Tal vez por mucho tiempo.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Dan con tono


despreocupado mientras atacaba una salchicha.

286
—A partir de mañana voy a tener más trabajo. Me trasladan a
la BMB.

Dan tragó lo que tenía en la boca y dejó de comer.

—¿La Base Médica de Boston? ¿Y eso por qué? ¿Es que no


están contentos con tu trabajo en la clínica?

Kat se encogió de hombros.

—Boyd me ha dicho que necesitan personal cualificado para


abordar un nuevo proyecto. Están contratando gente de todo el
país y, como mis resultados sobre el ADN de los Depredadores no
estaba dando resultado, han pensado que quizás podía ser de
más utilidad en otro sitio.

—Ese Boyd es un capullo —dijo Dan, volviendo a pinchar un


trozo de salchicha, esta vez con cierto ensañamiento.

—Boyd es solo un mandado. Ni siquiera ha sabido decirme en


qué consiste ese proyecto.

—¿Y qué harán con todo el ADN almacenado en el


laboratorio?

—¿Cómo voy a saberlo?

—Bueno, al menos estarás más cerca de casa.

—Sí, me ahorraré el atasco de las mañanas, pero a cambio


terminaré a las siete.

—No estés nerviosa, ¿quieres? Eres la mejor científica que


conozco.

—¿A cuántas científicas conoces?

—¿Es una pregunta trampa?

287
Esta vez fue Kat quien rió con ganas.

—No puedo evitarlo. El hecho de no saber a qué me enfrento,


y más teniendo en cuenta que me han escogido pensando que
estoy altamente cualificada… No sé, es mucha presión.

—A ti la presión te importa un pimiento. Es más, tú presionas a


la presión —Kathleen volvió a reír—. En serio, no recuerdo cuándo
fue la última vez que te oí decir que sentías presión. Tal vez debería
hablar con los de la CNN.

—Está bien, lo confieso. Lo que de verdad me inquieta es que


John Boyd no esté al tanto de los detalles de ese proyecto.

—¿Por qué debería estarlo?

—Es el director de la clínica en la que he trabajado en los


últimos nueve años. ¿No crees que debería tener derecho a un
poco de información?

—Puede que sí. Pero la BMB es una base militar. Ya sabes


cómo son esas bases.

—¿Cómo son, coronel listillo?

Dan puso la voz grave y habló entre susurros, intentando


parecer misterioso.

—Suelen estar plagadas de asuntos turbios.

—Gracias, me estás animando muy bien.

Esta vez ambos rieron. En realidad Kathleen agradeció que


Dan no se tomara el tema en serio, porque eso ya lo estaba
haciendo ella. Durante el tiempo que restó de cena se notó más
relajada.

288
Miró el reloj que reposaba sobre la mesita de noche.
Marcaba las dos y seis minutos. Aún tardó casi una hora en
dormirse. Cuando lo consiguió, el desasosiego no la había
abandonado, por lo que el viaje por el mundo de los sueños
estuvo plagado de pesadillas.

En cuanto ingresó en la base tuvo que firmar un acuerdo de


confidencialidad. Luego la condujeron a una sala donde se
encontraban los que serían sus compañeros de trabajo a partir de
ese día.

El director del proyecto se presentó como doctor Rogers, un


metro ochenta de mirada penetrante y escasas manchas
pelirrojas en la azotea. Conforme les fue explicando en qué
consistiría la investigación que ya estaba comenzada desde hacía
unos años, Kathleen sintió que las pocas horas de sueño de la
noche pasada empezaban a pasarle factura. O eso quería
pensar. En realidad, cuanto más hablaba el doctor más
comprendía que era el mensaje que transmitía lo que le estaba
minando el ánimo.

Hacía noventa y cinco años desde que, en 2087, un grupo de


cinco Yautjas (o Depredadores, como se les conocía de forma
coloquial) habían visitado el planeta Tierra por última vez. Dos
murieron y otros dos lograron escapar con sus trofeos. El quinto,
que recibió heridas de consideración, fue abandonado a su suerte
por los de su especie, a la espera de que se autodestruyera. Sin
embargo el Yautja no cumplió con su deber. No había podido.
Había recibido un fuerte golpe en la cabeza que lo dejó
inconsciente durante horas; para cuando un escuadrón militar
peinó la zona lo encontraron tan indefenso como un recién
nacido.

289
No hubo preguntas al respecto. La orden era clara: si
encontraban a uno con vida debían capturarlo. Y así lo hicieron.
Se aseguraron de que no despertaría en mucho tiempo
inyectándole una dosis de sedante que habría aniquilado a
cualquier ser humano, pero que la constitución poderosa y robusta
de los Depredadores soportó a la perfección. Acto seguido lo
trasladaron a la BMB, donde fue sometido a innumerables estudios.

Descubrieron que aquella mala bestia toleraba casi cualquier


alimento, ya fuera cocinado o crudo. También que los espacios
cerrados lo volvían agresivo; en una ocasión estuvo a punto de
destrozar la pared de vidrio que a priori era irrompible y a prueba
de balas, aunque pudieron evitarlo liberando el gas sedante
desde el aspersor del techo. Por supuesto Kat ya sabía esto. Las
muestras de ADN que había estado recibiendo en los últimos
tiempos provenían de aquel ser, que suponía que a estas alturas
ya debía de ser un anciano enclenque postrado en una cama a
la espera de que le llegase la hora.

El doctor Rogers se apresuró en desilusionarla. A pesar de la


edad del espécimen, sin duda superior a los cien años,
conservaba una vitalidad envidiable para cualquier ser humano
joven. Su fuerza no había disminuido. Lo sabían de sobra porque…

—… porque cada cuatro meses organizamos una cacería


para mantener al bicho tranquilo.

Un prolongado “ohhh” se extendió entre los allí presentes. Kat,


sin embargo, no pudo ir más allá de quedarse con la boca abierta
mientras miraba en derredor. Esperaba que aquella exclamación
generalizada no fuese fruto de la admiración. Al cabo de unos
segundos volvió a ser dueña de sí misma.

—Doctor Rogers, ¿puedo hacerle una pregunta?

290
—Todavía no he terminado mi explicación —dijo Rogers con
tono neutral—. ¿Cuál es su nombre?

—Soy la doctora Kathleen Laforce.

—Adelante..

—¿De verdad es necesario organizar cacerías en honor del


Depredador? ¿No han intentado aplicar otros métodos para tratar
de calmarlo?

Rogers esbozó una sonrisa sardónica.

—Por supuesto que lo hemos intentado. Hemos intentado


todos los métodos posibles. Llevamos noventa y cinco años
estudiando a este espécimen, y hemos llegado a la conclusión de
que las cacerías representan un método de supervivencia para los
Yautjas.

—¿Puede explicarnos eso?

—¿Qué es esto? ¿Una rueda de prensa? —Rogers hizo una


breve pausa antes de responder—. Está bien. Es evidente que los
habitantes de Yautja Prime son criaturas salvajes que antaño se
mataban entre sí. Nuestra teoría es que organizan cacerías para
canalizar sus instintos asesinos, además de acumular trofeos que
aumenten su prestigio entre sus congéneres. Y ahora, ¿puedo
continuar, doctora?

—¿A quiénes eligen para las cacerías?

Ante este interrogante se escuchó un leve murmullo que


incomodó a Rogers.

—Voluntarios. Lo llamamos cacería, pero en realidad es una


arena.

—¿Una arena?

291
—No creerá que vamos a dejar libre a semejante bestia solo
para que se divierta. Lo encerramos en una arena, una especie de
circo romano, rodeado por diez hombres armados con espadas,
arcos, cuchillos y escudos. A él le damos una lanza. Llevan
organizándose cacerías los últimos ochenta años, doscientas
cuarenta en total. Como ya sabe, el Yautja sigue vivo.
Naturalmente ofrecemos una recompensa a la altura de las
circunstancias para el posible vencedor: mil millones de dólares.
Pero sabemos que es una apuesta segura. Y, ahora, si me permite,
doctora Laforce, proseguiré mi explicación. Gracias.

Kat se lo permitió, pero estaba horrorizada. Sin embargo aún


quedaba por saber lo peor.

Se sabía que los Yautja utilizaban la Tierra como campo de


entrenamiento. La visitaban cada cien años, así que solo faltaba
un lustro para que volviesen a presentarse, es decir, en el 2187.
Pero esta vez no vendrían de turismo. La palabra que empleó el
doctor Rogers fue “batida”.

Después de tanto tiempo “conviviendo” habían diseñado un


traductor de voz para poder comunicarse con el Depredador. Le
habían hecho preguntas. Saltaba a la vista que estaba orgulloso
de los de su especie, aunque también se hizo patente cierto
despecho hacia quienes le habían abandonado. La cuestión es
que hizo una revelación espeluznante. La próxima vez que vinieran
lo harían en masa. No supo decir cuántos serían, pero puede que
más de un millar. Y no solo cazadores jóvenes en busca de
experiencia y honores, sino también Yautjas de alto rango,
auténticos asesinos de más de tres metros de estatura armados
con la última tecnología (les dijo que las armas que él había
portado consigo estarían tan obsoletas que, al lado de las que
ellos trajeran, parecerían juguetes inservibles).

292
Había que prepararse. Ahí es cuando entraban en juego los
científicos. La idea era crear especímenes de humanos mejorados
con el ADN del Depredador, con la intención de estar
capacitados ante el ataque inminente. Ya habían hecho pruebas
con unos cuantos sujetos (voluntarios, desde luego), pero eran
imperfectos. De los diez que habían mutado solo dos seguían con
vida.

Esta vez no hubo ningún “ohhh”, solo silencio. Estupefacción.


Incredulidad. Empezaban a comprender el verdadero motivo del
acuerdo de confidencialidad.

El doctor Rogers les invitó a que lo siguieran. Los condujo a lo


largo de pasillos interminables hasta dar a una habitación sellada
de forma hermética con una puerta de acero y custodiada por
media docena de soldados. Dicha sala estaba rodeada por una
escalera. Al llegar al final de esta Rogers les indicó que observasen
a través de la ventana de visión unilateral que daba a la
habitación cerrada.

Aquella habitación estaba dividida en dos cubículos. Ambos


cubículos estaban ocupados por lo que en otro tiempo habían
sido humanos. Habían experimentado un crecimiento de la masa
muscular así como de la estatura. Los rasgos faciales todavía
recordaban a los de una persona, pero habían empezado a
desarrollar un exoesqueleto, no obstante, incompleto, que podía
verse en el pecho y partes de las extremidades, delatado por el
tono marfil. Los pies y las manos no habían mutado, pero los ojos
de ambos eran de color amarillo. Estaban de pie, encadenados a
una pared de acero por brazos y piernas. En ese momento
estaban dormidos.

—Me imagino que os preguntaréis por qué solo siguen con


vida una pareja de sujetos —dijo Rogers.

293
—¿Los ha matado el Depredador? —preguntó con timidez un
hombre que debía rondar la cincuentena.

—Así es. —El tono de Rogers destilaba decepción—. Se


enfrentaron a él uno por uno. Presentaron cierta batalla, pero no
la suficiente. Vuestra misión consiste en desarrollar el humano
mejorado perfecto. Después, rezaremos por tener tiempo para
aplicar esa mejora a un número de hombres suficiente. Lo cierto es
que cinco años no dan para mucho.

Abandonaron el recinto de observación en silencio. Kathleen


percibía el horror en el semblante de la mayoría de sus
compañeros. Se imaginó cómo sería la conversación con Dan esa
noche, durante la cena. Él le preguntaría cómo había ido su
primer día de trabajo. Supuso que no sabría qué responder.

Después de dos meses de trabajo, a menudo Kat se repetía


que dejaría el trabajo si no hubiese existido una cláusula de
rescisión de su contrato que la hubiese obligado a indemnizar a la
empresa con medio millón de dólares en el caso de cometer
semejante temeridad. Pero no tenía medio millón; lo cierto es que,
de tenerlo, no le hubiese importado perderlo a cambio de sentirse
digna de nuevo.

Cada día que pasaba la embargaba con más fuerza la


sensación de estar cometiendo atrocidades en las que nunca
hubiese imaginado que participaría. Después de todo ese tiempo
había visto entrar a nuevos voluntarios, la mayoría de ellos
personas sin hogar a las que se les prometían cantidades ingentes
de dinero que nunca percibirían. Había sido testigo de los primeros
cambios leves en aquellos voluntarios, que al principio solo
consistían en la pigmentación de la piel y los ojos, la pérdida de

294
cabello y un aumento de la masa muscular. Desde hacía una
semana, además, había dado comienzo la fase de transformación
de la personalidad, que se volvía más agresiva con el transcurso
de las horas. Los miembros del grupo, que hasta ese momento
habían permanecido juntos, fueron llevados a celdas separadas,
insonorizadas para que los golpes que propinaban a las paredes
no molestasen a los trabajadores.

Les inyectaban dosis de ADN Yautja una vez por semana. Kat
era la encargada de supervisar estas operaciones. Al llegar el día
se activaban los gases sedantes y ocho soldados sacaban a los
diez hombres en camillas, atados con cadenas, uno a uno. En una
ocasión uno de los especímenes despertó nada más llegar a la
sala de experimentación, donde se procedía a aplicar las
inyecciones, además de anotar los cambios de la última semana y
cualquier incidencia que pudiera tener lugar durante el proceso. El
individuo, que ya había empezado a mutar, rompió una de las
cadenas. A continuación alcanzó a un soldado incauto que se
hallaba al alcance de su mano. Le atravesó el esternón de un
puñetazo. El corazón y un pulmón quedaron hechos papilla.
Hicieron falta tres sedantes disparados con un fusil para dormir a
aquello que ya poco tenía de hombre.

Después de esta experiencia, Kathleen, que había


contemplado la escena desde una distancia de menos de cinco
metros, planteó al doctor Rogers solicitar la baja por estrés. Sin
embargo, Rogers ni siquiera quiso oír hablar del asunto. Insinuó que
una científica que no estaba preparada para someterse a
situaciones de estrés tal vez debería dedicarse a otra cosa. Tuvo la
deferencia de sugerir profesiones tan gratificantes como
peluquera o barrendera. Kat estuvo a punto de hacer otro tipo de
sugerencia acerca de lo que podía hacer con su comentario,
pero se mordió la lengua. Respetaba esas profesiones, eran igual
de dignas que cualquier otra, pero ella había nacido para otras

295
cosas, de modo que cuando Rogers empezó a preguntarle si le
podía alcanzar la grapadora que estaba sobre la otra mesa del
despacho, Kat dio media vuelta y se marchó, antes de que tuviera
tiempo de concluir la frase.

Al final terminó el día cumpliendo con el cupo de individuos a


los que se debía suministrar la dosis de mejunje alienígena, pero
cuando llegó a casa le temblaban tanto las piernas que dio
gracias por no haberse estrellado con el coche. Al cabo de dos
días volvió a recuperar la calma, pero cada vez que le tocaba
supervisar las inyecciones tenía que ingerir un tranquilizante antes
de iniciar el protocolo.

Ahora, después de dos meses en el puesto, sentía que era


otra persona. Así se lo hizo saber a su marido durante la cena del
segundo viernes de diciembre.

—La verdad es que me preocupa oír eso, cariño —dijo Dan,


mientras soltaba el tenedor para cogerle de la mano.

Kat apenas sonrió antes de apartarse.

—Pues lo que te voy a contar ahora te va a dejar de piedra.

—¿Más todavía?

—Sabes que si te hablo de estas cosas es porque eres mi


marido y confío en ti. Si se enterasen de que lo hago estaría bien
jodida. Eso lo entiendes, ¿verdad?

Dan levantó una ceja, como siempre hacía cuando alguien


cuestionaba su capacidad de comprensión.

—Por desgracia sí. Sí, lo entiendo, Kat.

—Hoy, Rogers nos ha comunicado que el día veinticuatro


tendrá lugar la próxima cacería.

296
—Pero… eso es en Nochebuena. No puede hacer algo así en
Nochebuena. —La expresión de Dan era de no dar crédito a lo
que oía.

—Me temo que es lo que hará.

—¿Va a soltar a un tío para que se lo meriende el


Depredador?

—Los Yautjas también tienen derecho a una cena como Dios


manda en Nochebuena. ¿Te crees que no tienen espíritu
navideño o qué?

Los dos rieron con ganas. Tardaron un rato en dejar de reír,


una manera como cualquier otra de liberar tensión.

—Es verdad. Había olvidado que el pobre está lejos de su


hogar. Seguro que echa de menos a su familia.

—Pues en realidad no será un tipo, sino dos. ¿Recuerdas que


te comenté que aún quedaban dos del primer grupo de
voluntarios?

—Ajá.

—Pues esos son los que más tiempo llevan recibiendo


inyecciones. Son más Depredador que humano, pero no terminan
de transformarse del todo. —De pronto Kat sintió que volvía a
tener apetito y se centró en el plato, por primera vez desde que se
habían sentado a la mesa—. El caso es que Rogers piensa
arriesgarse metiéndolos a la vez en la arena. Si resulta que son
capaces de matar a la bestia… Bueno, a la otra bestia, porque
ellos también lo son… En fin, puede que no haya que investigar
más.

—Esa sería una excelente noticia.

297
—Y que lo digas. Pero mi jefe es un sádico, seguro que
seguiría sin estar satisfecho y nos obligaría a seguir investigando
otras posibilidades.

—¡Ya lo creo que es un sádico! Joder, ¿a quién se le ocurre


condenar a esos tipos en Nochebuena?

—Dudo que a estas alturas se acuerden siquiera de lo que es


la Navidad.

Dan suspiró, apesadumbrado.

—Suena terrible, pero creo que puedes tener razón.

—¿Y a ti qué tal te ha ido el trabajo hoy?

—Bastante más aburrido que el tuyo, te lo aseguro.

—En ese caso háblame de tu día. Aburrimiento es lo que


necesito.

Dan soltó otra carcajada. Justo después la complació con la


velada más aburrida de la historia. Salvo cuando hubo que ir la
cama. En la cama jamás se aburrían.

En otra vida se había llamado Larry Akins, pero eso ahora carecía
de importancia. Lo único que sus atrofiadas cuerdas vocales
podían pronunciar era “Lai…” en un burdo intento de articular su
nombre. A pesar de todo conservaba algo de memoria, una
especie de nebulosa de imágenes que no reconocía como
propias, sino como algo parecido a sueños que le acosaban
durante sus interminables periodos de letargo.

298
Cuando ocho soldados entraron en su celda intentó
despedazarlos a puñetazos, pero las cadenas se lo impidieron. Lo
último que vio antes de dormirse fue cómo le apuntaban con un
fusil y apretaban el gatillo.

Despertó rodeado de un blanco aséptico. Bajo su cuerpo


semidesnudo, solo cubierto por un taparrabos, sintió el tacto suave
de la arena. Al principio se sintió mareado, pero enseguida se puso
en pie. A su lado había otro individuo, alguien igual de deforme
que él. También se estaba despertando. Ya no tenían cadenas. En
vez de eso, “Lai” vio la espada y el escudo que había a sus pies. Se
hizo con ellos. Ya estaba acostumbrado al espectro azul con el
que veía cuanto le rodeaba, al menos los cuerpos que no
desprendían calor, de modo que en cuanto la droga perdió su
efecto comprobó que podía desenvolverse con soltura.

Su compañero le imitó. Ambos estaban armados.

De repente se escuchó el aullido grave de una bocina que


inundó la estancia circular. En el otro extremo se abrió una
compuerta. Cuando el sonido de la bocina cesó, algo salió con
paso lento de aquel agujero rectangular.

El Yautja Iba armado con una lanza, aunque carecía de


armadura o cualquier otro objeto que sirviera para protegerle.
Decidió que acabaría con aquellas bestias idiotas que le habían
enviado lo más rápido posible.

“Lai” lanzó un alarido estremecedor que contagió a su


compañero. De inmediato, ambos se abalanzaron sobre el
Depredador, pero el ser venido del espacio exterior era un experto
en combates. “Lai” quiso propinar la primera estocada, pero la
esquivó con suma facilidad. A continuación, con una agilidad
impropia para cualquiera que tuviese más de un siglo de vida, dio
una vuelta sobre sí mismo, rodeando a su rival y ensartándolo con
la lanza por la espalda. Mientras el otro se acercaba a la carrera

299
tuvo tiempo de coger la espada del cadáver. No necesitaba el
escudo. De hecho, para hacerlo más interesante, se deshizo de la
lanza arrojándola lejos. Ahora daba la sensación de que estaban
igualados.

Recibió a su adversario entrechocando las espadas. No tardó


en desarmarlo con un giro en abanico de la espada, para
decapitarlo justo después con una facilidad apabullante.

Era el momento de regresar a la celda.

Al igual que el resto de los científicos que habían sido contratados


hacía dos meses, Kathleen fue invitada a presenciar la matanza
que tendría lugar en la arena, aunque “invitar” era un eufemismo
utilizado por parte del doctor Rogers para referirse al hecho de
que ser testigos de aquella barbarie entraba dentro de sus
honorarios. Lo veían todo desde una sala a través de un vidrio de
visión unilateral a nivel del suelo, de modo que cuando aquel
monstruo decapitó al segundo sujeto pudieron verlo levantar los
brazos y la cabeza hacia el techo, al tiempo que gritaba,
victorioso. Aquel grito espantoso la hizo estremecer más que
cuando vio cómo mataba a las criaturas.

—¿Le ha gustado el espectáculo, doctora Laforce? —


preguntó Rogers con su característica arrogancia.

—Muy estimulante, sin duda.

—Después le daré un tranquilizante, no se preocupe.

Antes de que Kat pudiera replicar, Rogers abandonó la


estancia.

300
Sin embargo el espectáculo no había acabado. Del techo de
la sala a la que llamaban “arena” surgieron unos aspersores que lo
llenaron todo de un gas sutil, casi incoloro. A los pocos segundos,
el Yautja cayó inerte. Ocho soldados con máscara antigas
entraron con una camilla, lo ataron a ella y se lo llevaron.

Unos minutos después, cuando Kat acababa de salir de


aquella sala para marcharse a casa, escuchó una serie de
estallidos rápidos. Se detuvo en seco en mitad del pasillo. Nadie
más la acompañaba ya que había sido la última en salir de la sala
de observación. Prestó atención. No tardó en volver a escuchar los
estallidos. ¿Disparos?

Empezó a correr movida por el instinto. Conforme se


acercaba al lugar de procedencia de los ruidos tuvo más claro
que aquello eran disparos y la invadió el terror. Lo primero que se
le ocurrió fue que los gases somníferos no habían producido
efecto en el Depredador.

Torció a la derecha con la intención de alejarse. Ya no se


escuchaban disparos, lo cual le hizo suponer que el Depredador
habría acabado con todos los soldados y al fin tenía vía libre
campar a sus anchas por el edificio.

Sus sospechas se vieron confirmadas cuando escuchó unos


pasos pesados a su espalda. No quiso girar la cabeza para
comprobarlo, no obstante le bastó con escuchar el rugido que ya
conocía para saber que el Yautja iba en pos de ella.

Encontró una puerta. Quiso abrirla pero estaba cerrada con


llave. Los pasos se acercaban a una velocidad que parecía
imposible. Sin poder evitarlo, movida por una fuerza superior a ella,
miró a su izquierda. Allí estaba. La bestia de casi dos metros y
medio de estatura acababa de doblar la esquina y la estaba
mirando. Empuñaba un subfusil. Restos de sangre decoraban su

301
cuerpo musculoso. Kat no supo cómo reaccionar. Tal vez si corría
él la perseguiría, pero si se quedaba…

El Yautja la observó un tiempo más. Luego siguió su camino,


ignorándola. Kat lo vio desaparecer por la esquina opuesta a
aquella de la que había venido. Apoyó la espalda contra la
puerta y se dejó caer. Notó que tenía todo el cuerpo sudado, a
pesar de que apenas había corrido.

Al cabo de unos segundos pudo pensar con mayor claridad.


Era evidente que el Depredador no la había atacado porque era
una mujer desarmada; en el fondo se alegró porque quizás así
tendría una posibilidad de salir de allí con vida, pero, ¿después
qué? En cinco años vendrían muchos más como él. Si el
espécimen escapaba no podrían seguir investigando y se
esfumaría cualquier posibilidad de defenderse. Tal vez entonces
intervendría el ejército, pero en ese caso sería muy difícil mantener
a la población ajena a todo.

“Que se jodan, ya habrá tiempo de preocuparse por eso más


adelante”, pensó, antes de que un nuevo estallido, esta vez
proveniente de los altavoces que había repartidos por toda la
base, le hiciera dar un respingo.

Era la grabación de una voz femenina.

“QUEDA ACTIVADO EL PROTOCOLO DE SEGURIDAD CON


CÓDIGO Z200. REPITO. QUEDA ACTIVADO EL PROTOCOLO DE
SEGURIDAD CON CÓDIGO Z200. LOS ACCESOS AL EXTERIOR
QUEDAN CLAUSURADOS DEBIDO A UNA AMENAZA INTERNA QUE
PUEDE PONER EN PELIGRO A LA SOCIEDAD. REPITO. LOS ACCESOS
AL EXTERIOR…”

Fue como el acicate que necesitaba para empezar a


moverse. Lo primero que pensó fue que debía buscar al doctor
Rogers, aunque la última vez que se habían visto le había dado

302
más motivos para no ser capaz de digerir su presencia. Así pues se
puso en marcha, dirección al despacho del director de la base.

El despacho estaba vacío, pero una nueva oleada de


disparos le dio una pista de dónde podía encontrarlo. Si Rogers era
competente en su trabajo, dirigiría a los militares contra el
Depredador; no era militar, pero como máximo directivo de la BMB
tenía autoridad sobre los soldados.

Mientras corría, los gritos de los altavoces seguían repitiéndose


como una insoportable salmodia, una voz pausada y al mismo
tiempo insoportable que le taladraba los oídos. Junto con la
interminable percusión de los disparos se formaba la melodía del
apocalipsis. Sin embargo, para cuando Kat llegó al lugar donde se
había perpetrado la segunda carnicería los tiros habían cesado
hacía casi un minuto.

Halló a Rogers, o lo que quedaba de él, rodeado de una


decena de militares. En concreto, a su jefe, el Depredador le
había cercenado el vientre y las tripas le salían como los gusanos
del interior de un tronco podrido que buscaran la luz del sol. Tenía
la bata llena de sangre; el escaso cabello pelirrojo de su cabeza
parecía haberse extendido por todo su cuerpo y en su rostro no
había terror, solo una expresión más patética de lo habitual.

De repente una idea horripilante cruzó la mente de Kathleen


mientras contemplaba la cara de su jefe asesinado. Recordó su
primer día en la BMB. El doctor Rogers les explicó cómo habían
capturado al Yautja. Lo encontraron inconsciente. Su código de
honor le obligaba a efectuar una autodestrucción, pero no había
podido llevarla a cabo.

¿Seguiría sometido a ese código de honor después de tanto


tiempo?

303
Kat sabía dónde guardaban las armas alienígenas; el director
se las había mostrado a los recién llegados, una forma de presumir
del poderío de la base. Sin embargo, al mismo tiempo que el pavo
real desplegaba su cola, les soltó unas frase que la mayoría prefirió
tomarse a broma.

—Si llegase el momento en que hubiese que destruir las armas


Yautja —dijo, mientras cerraba de sopetón la caja metálica en la
que se guardaban las armas—, solo tenéis que introducir vuestro
código personal de acceso a la base. Después presionáis el botón.
Ya sabéis: por si el Depredador se escapa.

Fue con esa última advertencia con lo que logró que Kat se
estremeciese. Ahora agradecía saber algo tan importante.

Usó el ascensor para llegar a la tercera planta. Cinco minutos


después cruzó la puerta deslizante del almacén de tecnología
punta. Aquel lugar estaba plagado de los últimos prototipos de
aparatos destinados a uso militar. En una sección apartada del
resto por paredes de vidrio, una estancia de no más de cincuenta
metros cuadrados, guardaban lo que buscaba. Suspiró al no
toparse con el Depredador. En ese sentido contaba con una gran
ventaja, puesto que ella conocía aquellas instalaciones a la
perfección mientras que el extraterrestre solo había pisado dos o
tres emplazamientos. Esperaba disponer así del tiempo que
necesitaba.

Cruzó el almacén a base de realizar las zancadas más largas


que pudo. A la sección de cristal a prueba de balas se entraba
con el código personal de acceso. Seis dígitos. Lo introdujo en el
teclado con demasiada celeridad.

Error.

Maldijo en voz alta. No se había dado cuenta hasta ahora,


pero las manos le temblaban a causa de los nervios. Escuchó un

304
golpe procedente del pasillo. Se obligó a no mirar. Respiró tres
veces. Acto seguido, con las manos algo más firmes, volvió a
teclear. Se fijó en cada tecla, asegurándose de que no se
equivocaba.

Una luz verde apareció junto al panel de botones. Con un


sonido eléctrico la puerta se deslizó y Kat se coló como una
corriente invernal en una habitación caldeada, sin preocuparse
de cerrar tras de sí.

Vio el aparato traductor que utilizaban para comunicarse con


el Depredador. A su lado, la caja, una especie de maleta enorme
que tenía aspecto de pesar demasiado para que pudiera
transportarla un solo individuo. Se acercó veloz. Sus ojos se posaron
en el teclado de la superficie. Junto al teclado, un botón del
tamaño de una moneda de un dólar pero de color caqui parecía
estar apremiándola. También había una ranura para una tarjeta—
llave.

De nuevo ruido a su espalda. No un golpe, sino una serie, uno


detrás de otro. Pasos. Pesados. Cada vez más cerca.

Esta vez no pudo evitar caer en la tentación y miró. El Yautja


había llegado. Sin embargo, en esta ocasión no se la quedó
mirando sino que siguió avanzando por la sala.

Sin perder más tiempo, Kat volvió a centrarse en la caja. El


sudor volvía a deslizarse por la frente, la espalda y el pecho.
Empezó a teclear despacio por si se equivocaba; no confiaba en
sí misma. El Yautja debió intuir lo que se proponía, porque se abrió
paso por el almacén con toda su energía.

Aun quedaban por introducir dos números cuando sintió el


contacto de una manaza sobre su hombro izquierdo. La bestia no
tuvo miramientos. La lanzó contra una de las paredes de cristal. El

305
golpe fue duro. No reprimió un grito de dolor cuando sintió el
crujido de una costilla al impactar en esa zona.

Entonces se fijó en algo que el Yautja llevaba en la mano


derecha. Era una tarjeta—llave. Debía habérsela robado a uno de
los científicos. Lo peor era que no se necesitaba introducir código
alguno en la caja para abrirla, bastaba con pasar la tarjeta.

El Depredador la miró. Sus ojos parecían jaulas tratando de


ocultar unos sentimientos muy humanos. Kat no creyó haberse
vuelto loca cuando percibió cierta tristeza en ellos, prisiones
gemelas que guardaban un parecido inquietante con la celda
que le había mantenido confinado durante casi un siglo.

Una luz diminuta de color rojo se encendió en el aparato


traductor. Una voz robótica surgió de él, acompañando los rugidos
roncos que pronunciaba la bestia. De entre los mecanismos
electrónicos surgió una palabra que parecía proceder del último
rincón de la galaxia.

—Huye.

El Depredador apartó la mirada para centrarse en la caja.


Pasó la tarjeta por la ranura y la tapa se separó con un chasquido.
De su interior extrajo un brazalete plateado con cuatro
rectángulos de algo parecido al cristal; eran pantallas que servían
para representar una cuenta atrás. Introdujo el brazo izquierdo en
él. Por último tecleó algo con la otra mano y unos caracteres
extraños aparecieron en las cuatro pantallas.

Kat no se lo pensó más. Dominó el pánico que la había


mantenida presa y escapó tan rápido como pudo, pasando junto
al Depredador. Lo último que vio de él fue su espalda musculosa
color marfil contrayéndose con un ligero espasmo debido a la
suave ráfaga que Kat produjo al pasar corriendo.

306
No sabía cuánto tiempo le quedaba. Tardó menos de un
minuto en llegar al ascensor; mientras la cabina descendía pensó
que no tenía dónde ir, la voz de los altavoces se lo recordaba sin
cesar. Sin embargo, una vez en la planta baja, quiso alejarse todo
lo posible del punto en que se encontraba el Yautja.

Tras recorrer doscientos metros un temblor bajo sus pies la hizo


perder el equilibrio. Antes de que el mundo se derrumbase a su
alrededor, fue capaz de esconderse bajo una mesa de acero.

Con el estruendo creyó que le estallaría la cabeza. Resulta


curioso, pero justo antes de que todo se tornase oscuro no pensó
en que iba a morir, sino en la posibilidad perturbadora de que
podía quedarse sorda.

Los colores regresaron despacio.

—¿Kat? Kat… ¿estás despierta?

Dan asomó a sus ojos como una sombra que recuperó la


forma de un ser humano al cabo de unos segundos. No obstante
le costó un tiempo reconocerle.

—¿Quién eres? —susurró con voz trémula—. ¿Dónde estoy?

Intentó incorporarse pero se notaba demasiado débil. Decidió


que era mejor seguir acostada.

—Cielo, soy Dan, ¿no te acuerdas de mí?

De pronto la luz se hizo en el cerebro de Kat. Sí, claro que


sabía quién era, aunque estaba cambiado. Lucía una barba
descuidada de varios días, él, que siempre había mantenido un
rostro carente de cualquier indicio de vello facial.

307
Echó un rápido vistazo a su alrededor, así como a su
indumentaria. No cabía duda. Estaba en un hospital.

—Perdona, debí darme un buen golpe en la cabeza.

—¿Solo un golpe? ¡Sobreviviste de milagro! Nadie se explica


cómo. Hubo una explosión gigantesca. En las noticias dijeron que
fue un atentado terrorista, pero lo descartaron al cabo de unos
días. Tenías fracturas por todas partes, es un milagro que estés
bien.

—Un momento. ¿Cuánto tiempo he estado dormida?

Mientras formulaba esta pregunta, Kat se miró los brazos.


Parecían estar bien. En cuanto al resto del cuerpo, aparte del
cansancio extremo no sentía dolor. Tal vez le estuvieran
administrando sedantes.

—Espera, debo llamar a tu doctora.

Dan hizo ademán de levantarse pero Kat le sujetó del brazo.

—Quiero que me respondas. ¿Cuánto tiempo?

Dan se miró los pies antes de volver a sentarse. Hasta ese


momento Kathleen no se había percatado de que había estado
sentado.

—Cariño, no dormías. Has estado en coma los últimos cinco


años.

—¿Qué…?

—Me imagino que debe de ser duro enterarse de algo así. Tal
vez necesitarás ayuda psicológica, al fin y al cabo te has perdido
un lustro de tu vida y…

308
—Que le den a los psicólogos. Hay que avisar al ejército. —De
nuevo intentó incorporarse, pero no tenía fuerzas.

—¿El ejército? ¿De qué hablas?

—¿No recuerdas por qué me contrataron en la BMB?

—Sí, claro que lo recuerdo, pero… ¿Qué pasó con el


Depredador?

—Esa es la mala noticia. No hay Depredador. Con su muerte


nos quedamos sin ejército especializado. Me imagino que los de su
raza llegarán en cualquier momento.

Dan se dejó caer sobre el respaldo de la silla. Su aspecto era


el de un hombre desolado.

—Por supuesto. Aún no lo sabes.

Kat comenzaba a desesperarse.

—¿Saber el qué, Danniel?

—Creo que no has hecho bien los cálculos. Es comprensible,


tu estado no es el mejor. Cuando empezaste tu último trabajo me
dijiste que faltaban cinco años para que los Yautjas vinieran. Es
cierto que han pasado justo cinco años desde que entraste en
coma, pero… pero entonces ya hacía dos meses que trabajabas
en la BMB. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—¿Me estás diciendo que…? —Kat no fue capaz de terminar


la frase.

—Vinieron hace dos meses. Pero no fueron cien, ni mil. Fueron


más.D emasiados. —Dan tragó saliva antes de contarle lo peor—.
Permitieron la existencia de algunos guetos humanos, pequeños
poblados, como este en el que nos encontramos. Hay algunos
hospitales, y no nos impiden el acceso al suministro eléctrico. Por

309
eso sigues viva. Nos permitirán seguir con vida a unos pocos, nos
dejarán seguir reproduciéndonos porque de ese modo… de ese
modo…

Dan se derrumbó. No lloró, pero fue incapaz de seguir


hablando. Sin embargo Kat no necesitó que dijera más.

Decidió echarle un cable y terminar en su lugar.

—De ese modo podrán seguir cazándonos.

310
Relatos de cortesía por
parte del autor invitado,
Iván González, y los
miembros de Historias Pulp

311
El Autor

Iván González

Escribiendo mi primera novela titulada “El diario de Olivia Morgan”.


Amante de la lectura, como no puede ser de otro modo, y del
cine. Lo que me ha llevado a escribir artículos en la web de
Terroracto.

También escribo micro cuentos en:

https://www.facebook.com/unmicrocuentoporfoto

Mi perfil de Twitter es @MrTretas.

312
El rito
por Iván González

Llegué a ese planeta de manto azul y costuras terrosas en busca


de una presa que estuviera a la altura de mi Rito de Iniciación. En
mis libros de cacería los humanos aparecían descritos como una
raza orgullosa y adalid de la supervivencia. Pero mi decepción fue
en aumento a medida que iba descartando ejemplares que no
eran más que un carcasa de carne sobre un fondo vacío. Largos
días y oscuras noches aceché desde la penumbra buscando mi
ansiado trofeo, mas solo encontré seres alimentados de su propia
miseria que defecaban su egoísmo sobre la tierra que les daba de
comer. Tenían armas terribles y guerreros extraordinarios, pero les
faltaba lo más importante, el honor. Pude enfrentarme a varios de
ellos y solo en los ojos de unos pocos vi un crisol de arrepentimiento
y culpa justo antes de expirar su último aliento.

Mi primera presa deberá esperar. Ese mundo está perdido.

313
Predator vs. La Cosa
por María Larralde

Capítulo 16. La Cosa Mc Ready - Predator vs La Cosa

Este relato es el capítulo 16 de una novela nacida al amparo del


primer concurso de Historias Pulp, dedicado a “La Cosa” de John
Carpenter.

Prólogo

El sonido de las pesadas suelas rebotaba en las paredes metálicas


de la sala de control de mandos y comunicación cuando Tj`ul
recibió la noticia. El honorable Kv``Alhu se acercaba con su andar
decidido, como una apisonadora levantando polvo en el desierto.
Era una situación extraña, simultáneamente a la llegada del
General, el informe completo de los guardianes destacados en el
Sistema Solar estaba siendo retransmitido con aviso de urgencia. A
Tj`ul no le dió tiempo a reaccionar. Kv``Alhu lo estaba leyendo en
tiempo real. No había manera de evitarlo, de suavizar la noticia
del desastre. Y Kv``Alhu tenía tan mala leche que podía golpear a

314
Tj`ul por el simple hecho de estar en el sitio equivocado en el
momento más inadecuado.

<<La Tierra ha sido devastada por el espécimen Y-9876.

Desconocemos origen de esta cepa. No se ha escapado de


nuestro Centro de Investigación de Especies Peligrosas. Cepa
previamente existente en la Tierra. Estado de letargo hasta hace
tres semanas

Zona de inicio de la infección, Antártida. Base Noruega.


Coordenadas 72°0.7168′S 02°31.9842′E

Periodo de difusión hasta completarse la pandemia, tres


semanas.

Esperamos instrucciones>>.

Pero no ocurrió nada de esto. El honorable general Kv``Alhu


no tuvo tiempo para cabreos con ningún subordinado. Tenía que
reunir al Consejo de Ancianos y a los responsables del CIEP. Uno de
los planetas más apreciados, por su aporte de presas de gran
calidad había sido aniquilado por el ser más primario del Universo.
¿Cómo era posible? Había sido un descuido intolerable y se debía
procurar el aislamiento del planeta para evitar su expansión. El Y-
9876 era una especie primigenia, un ser que para los Yautjas
formaba parte de los Seres Primitivos, los que dieron origen al
tiempo y quedaron relegados al olvido por no ser capaces de
evolucionar en equilibrio con el resto de vivientes del
inconmensurable Cosmos.

Ellos lo sabía bien, Y-9876 era un ser único, no era una especie
y no existían variedades.

<<Él es el que fue y el que siempre será. El eterno Y`lhet, el Ser


Único>>.

315
Para los primitivos yautjas había sido un Dios. Pero en la
actualidad, para su raza, que había evolucionado y llegado a un
profundo conocimiento etológico y biológico de las especies por
su incalculable trabajo investigador, el Ser Único, era un ser único,
pero biológico, como el resto. Solo había que cazarlo, como al
resto. Pero también, en base a su ciencia, habían descubierto su
estructura genética primaria y única. No era un dios, ni un
demonio, pero era lo más parecido a esa idea que existía en los
confines del Cosmos conocido. Siglos de estudios lo certificaron.
Y`lhet para los creyentes o Y-9876 para los ateos cientificistas, la
cuestión ahora es que era un ser omnipotente capaz de suplantar
toda la vida que encontrara a su paso y destruirla, haciéndola
desaparecer en la oscura eternidad.

Dos hipótesis contrapuestas luchaban entre sí por ser


demostradas por los científicos. Por un lado estaba la hipótesis de
que Y`lhet era el origen de la vida en el Universo, tal y como los
yautjas la conocían. Por tanto, su genética simple y primaria,
similar a los virus en comportamiento, aunque mucho más
agresiva, había sido la precursora del resto de células y organismos
vivos cuya biología estaba basada en el carbono. Por otro,
estaban los científicos suplantistas, que pensaban o
argumentaban que era justamente al contrario. Y-9876 tenía que
ser un organismo involucionado, incapaz de seguir el camino
adaptativo superior, que quedó relegado a ser un parásito de
otros organismos y células superiores.

Pero para Kv``Alhu esto no tenía relevancia. Ahora lo


importante era evitar que ese Ser, tan temido por ellos, lograra su
expansión más allá de la malograda Tierra humana. Por su parte,
hasta el momento, tenían muestras de Y-9876 debidamente
contenidas en receptáculos sintéticos, a temperaturas de -80 ºC,
en cámaras selladas herméticamente. Por tanto, no había sido
una muestra suya la que había sembrado el apocalipsis en el

316
planeta azul. Pero aun así estaban obligados a actuar. No ya por
la especie humana, por la que ya no se podía hacer nada, sino
por ellos mismos y por el resto del Universo no infectado.

El Consejo de Ancianos y los científicos del CIEP determinaron


el Protocolo de Emergencia Biológica para la Tierra o PEBT que
constaba, para su aplicación, de diferentes fases. El comunicado
fue solamente interno, para el gobierno, fuerzas armadas y
personal especializado en guerra anti-Y-9876.

Kv``Alhu sería el encargado de comandar la misión. Sus


negras pupilas se dilataron al ser nombrado responsable de la
misión Sacrificio de Y`lhet. La desgracia le estaba beneficiando, su
carrera militar tendría un final glorioso. Y en su mente de vencedor,
de ganador y guerrero, ya se vislumbraban los laureados vítores y
los beneficios sociales junto a los honores militares que le
esperaban tras la operación en el planeta infestado.

Las tropas avanzadas en uno de los satélites de Ghj´no, el


quinto planeta del Sistema Solar, no estaban preparadas para una
incursión global. Realizaban labores de vigilancia, reconocimiento
y elección de las zonas y territorios más adecuadas para los
cazadores y guerreros yautjas. Necesitaban lugares tranquilos y
apartados de la cada vez más intensa vigilancia humana de los
cielos. Tanto para los rituales de iniciación como para los
guerreros, cazadores solitarios y veteranos, la Tierra había sido un
lugar de excepcional aporte de piezas realmente difíciles de
cazar. Pero, desde que el hombre comenzó con su carrera
espacial y militar desaforada, cada vez era más difícil pasar
desapercibidos. Sin embargo, todo esto ya era irrelevante, era
cosa del pasado. Retener a Y-9876 y neutralizarlo era vital. Pero el
Consejo lo había dicho:

317
<<Estamos ante una pandemia de escala planetaria. Ya
sabemos por experiencia lo que esto significa. Ese planeta es no
válido para nuestra especie. Sin embargo, debemos retener al
espécimen Y-9876 y evitar que se expanda por el resto del Sistema
Solar y resto del Universo. Y-9876 tomará la forma y los
conocimientos de los más avanzados científicos humanos para
construir una nave con la que viajar por el Universo. Esto es lo que
debemos impedir. El reto es peligroso, podemos infectarnos si no
tenemos cuidado especial. Se seguirá escrupulosamente el
Protocolo para la aniquilación de Y-9876. En caso de no ser posible
tendríamos que destruir el planeta Tierra>>.

El PEBT comenzó a elaborarse en ese mismo momento por


una comisión de expertos científicos, militares y personal de apoyo.
Lo conformaron 23 miembros, 13 de ellos altos mandos militares
yautjas guerreros, expertos en formas de vida potencialmente
peligrosas; el resto, científicos, biólogos, etólogos, genetistas y un
especialista en humanos.

Protocolo de Emergencia Biológica en la Tierra

PEBT

El Consejo de Ancianos junto con un grupo de expertos en


espécimen Y-9876, genetistas, biólogos y etólogos del más alto
nivel, expertos todos en sus ámbitos de actuación, acuerdan:

Uno

Nombrar al General Kv``Alhu como máximo responsable de la


Operación Sacrificio de Y`lhet.

Dos

Iniciar la operación de puesta en cuarentena del planeta


Tierra, de forma que se impida los intentos que Y`lhet pondrá, a

318
buen seguro, en marcha para expandirse desde el planeta Tierra
hacia otros lugares del Universo conocido e infectar de nuevo
otros ecosistemas planetarios.

Tres

Para ello el Consejo pone todos los recursos militares y civiles


de que dispone para casos de máxima emergencia y peligro
extremos, así como los recursos de personal no militar, sanitarios,
fumigadores y exterminadores de plagas.

Cuatro

El inicio de la operación es de carácter urgente e inmediato.


El objetivo es eliminar al espécimen Y`lhet.

Quinto

Dado que no hay supervivencia humana, se valorará la


posibilidad de eliminar el planeta mediante la creación de un
vórtice supraenergético desmaterializando el planeta infectado y
con él al Y-9876. En caso de que se tuviera que llegar a este
extremo, un comando especial, será designado para su creación
en la zona 0. Los integrantes del comando de destrucción serán
debidamente recompensados por su sacrificio tanto con los
máximos galardones de nuestra sociedad como con
compensación hacia las familias tanto en ascendencia como en
descendencia en dos generaciones completas.

Sexto

La primera parte de la operación tratará de eliminar al


espécimen Y-9876 mediante la fumigación a escala planetaria por
aire del compuesto rov-1,2 letal para el Ser. Esta fumigación se
realizará a través de dos técnicas fundamentales, a saber:

319
Técnica aérea, con las aeronaves UG-10. Evitando, en lo
posible, el contacto con cualquier ser vivo del planeta por el alto
riesgo que supondría como fuente de posible de contaminación.

Técnica de envenenamiento acuático: Este mismo


compuesto, el rov-1,2, altamente letal para Y-9876, se diluirá por
mares y ríos de todo el planeta en proporción 40/100.

Sin embargo, y apesar de todos los esfuerzos, no podrá


eliminarse del todo a Y-9876, que ya habrá contaminado a seres
vivos de cuevas y catacumbas profundas en exceso prolíficas en
la Tierra e imposibles de detectar, así como las fosas abisales, A
pesar de la contaminación por veneno letal para Y-9876 , no se
puede predecir su efecto sobre las profundidades marinas.

El objetivo final es evitar que Y-9876, con forma humana,


utilice los conocimientos de esta especie avanzada para salir al
espacio exterior.

La operación deberá realizarse con carácter de urgencia y


de manera inmediata. El Consejo de Ancianos estará en situación
de alerta máxima hasta nueva orden y realizará un seguimiento
exhaustivo de toda la operación, reevaluando la estrategia de
forma continua.

Kv``Alhu leyó el comunicado a sus tropas, militares y


guerreros alistados voluntariamente o por la fuerza; personal no
militar y de apoyo; personal sanitario; expertos fumigadores, y el
cuadro de mandos científicos yautja.

La salida era inmediata, la llegada en dos semanas. Tj`ul se


alistó voluntario para ayudar en lo que fuera necesario. Estaba
emocionado de pensar en esta oportunidad, además, formaba
parte del equipo de comunicaciones del General Kv``Alhu. Ellos
habían sido los primeros en recibir la alerta de la pandemia en la

320
Tierra. Él, en concreto, era el primer yautja que junto al General
había escuchado la primera noticia. Si todo salía bien, volverían
con honores. Si no volvía, su familia sería recompensada. Tj`ul
quería pasar a la historia. Y así fue, pero por motivos muy distintos a
los que él creía en ese momento.

321
Parte I

Cinco Jag'd'ja Atoll con otras tantas Man'daca bastaron para


repartir más de dos mil naves fumigadoras de gran capacidad, no
tenían más, y ya eran demasiadas para un viaje tan largo. Mejor
era esto que nada.

Tardarían meses para recorrer el planeta entero y fumigarlo a


conciencia. El efecto tóxico en el mar era mucho más sencillo, la
dilución del rov-1,2, un veneno especialmente diseñado para
incorporarse al ADN del espécimen Y-9876, hacía que fuera más
sencilla su difusión por el océano. Pero en tierra, o en las aguas
subterráneas, el problema era mayor. A estas alturas ya todo
estaba contaminado, las especies que viven bajo tierra serían muy
difíciles de alcanzar, fueran insectos, pequeños roedores o reptiles.

A Tj`ul, que se alistó para ser algo más que operador de


transmisiones y comunicaciones, le pareció buena idea
incorporarse a la tripulación en una de las incursiones de una de
las cuatrocientas naves fumigadoras que ese día estaban
programadas.

El planeta Tierra era hermoso, con grandes extensiones de


mar, cosa que él jamás había visto. Le pareció que era tan bello
que deseaba quedarse contemplando el inmenso océano desde
la nave durante todo el día. Sin embargo, no conocería a un
verdadero humano, ya no existían. Le desazonaba la idea de la
extinción de una especie tan valorada por los cazadores. Él no era
cazador, ni guerrero, pero sabía que esta especie había sido una
de las preferidas por sus congéneres. Luchadores y bien
preparados, resistentes y, muchos de ellos, guerreros de honor. Era

322
una gran pérdida, incluso se planteaban ir en busca de una
especie similar saliendo de los confines del Universo conocido por
los yautjas. Pero primero necesitaban cercar al parásito. No dejarlo
salir de la Tierra era la prioridad.

Tj`ul estaba contemplando el cristalino y sinuoso mar de la


costa oeste del continente americano, en un país al que los
humanos llamaban Chile. Una decena de naves fumigadoras se
esparcían por todo el territorio, después de este país costero
pasarían hacia el interior del continente. Pero debían volver a la
Man'daca ese mismo día a reponer la carga tóxica. Si algo aún
seguía vivo ahí abajo, pronto moriría desecado. Tras descargar los
más de 500 litros de rov-1,2 en forma líquida en el mar, su nave
viraba ahora rumbo este para acercarse, junto con otras cuatro,
hacia Santiago de Chile.

En la cámara de alta velocidad se observaba con total


nitidez la superficie de la tierra que no quedaba más que a unos
700 metros. Un gruñido alertó al resto de la tripulación. El vigía que
observaba con detenimiento cómo se iba dispensando el
tratamiento anti Y-9876 no pudo contener su sorpresa.

Un ser vivo, parecido a un humano pero con rasgos


realmente dismórficos, corría en los perímetros de la ciudad. Pero,
además, Santiago de Chile se hallaba sumida bajo una especie
de masa gomosa. Presentaba una cápsula pastosa informe, de
restos de Y-9876, cubriendo toda su extensión. No era la primera
vez que veían esto. Aunque los miembros de esta tripulación en
concreto no lo habían visto jamás. Los científicos los habían
prevenido convenientemente:

“Es posible, aunque no siempre ocurre, pero es lo que


esperamos, aunque depende de muchos factores, que el
espécimen Y-9876 sufra una aniquilación total y completa. Pero,
también es muy posible que padezca una regresión o involución

323
genética como forma extrema y última de supervivencia. Si esto
ocurre, el Y-9876, se amalgamará, uniendo toda la masa de seres
vivientes de los que disponga y cubrirá grandes extensiones de
tierra, absorbiendo dentro de su masa todo lo que se ponga por
delante. Si esto ocurre, es momento de pasar a la fase dos.
Destrucción total del planeta”.

Estas fueron las palabras del director del centro de armas


biológicas, Gthíyt, experto de reconocido prestigio, único
superviviente de la cacería de Y-9876, hacía más de 60 años, en
un remoto planeta que tuvo que ser destruido, como ahora le
tocaba a la Tierra.

Tj`ul quiso mirar, y lo que vió le dejó atónito. Definitivamente,


una gran ciudad como la que se extendía abajo había sido
devorada por una especie de magma informe, gelatinoso y de
color inexacto, engañoso y cambiante. Parecía que cada uno de
los edificios, grandes y pesados, iban derritiéndose como
mantequilla al paso del grandioso Y`lhet. Algún efecto químico
devastador secretaba aquella cosa horrenda.

Y, efectivamente, a unos kilómetros de distancia de la


descomunal masa que engullía la ciudad, observó un movimiento
minúsculo. Un punto negro se movía en el horizonte, en la parte
este de las afueras de la ciudad. Justo en el lado opuesto en el
que la masa de Y-9876 estaba tragándose la ciudad.

—¿Qué es aquello que se mueve? ¿Tenemos noticias de que


algún ser vivo haya sobrevivido? ¡Acerquémonos! ¡Capitán, avisad
al Capitán! ¡En la carretera, al este de la ciudad…! —gritaba, casi
afónico de la excitación. Estaba de racha, acababa de descubrir
un ser vivo que no había sido aniquilado por la toxina rov-1,2.

Esto era inverosímil, y suficientemente extraordinario como


para pensar que ese animal no había sido infectado por Y-9876,

324
ya que rov-1,2 era un veneno altamente específico para la
genética del parásito.

El capitán Byto`hl acudió a ver qué ocurría. En cuanto lo vio,


correteando por la planicie cercana a la ciudad de Santiago en
la ruta 68 a la altura de Lolenco, como llamaban al lugar en la
Tierra, no lo dudó.

—Tenemos que capturar al espécimen, puede sernos de gran


utilidad. —E inmediatamente se puso en contacto con el General
Kv``Alhu, para informar del hallazgo y seguir instrucciones directas.

De inmediato, mientras se informaba al General al mando, se


alistaban tres naves Rer'uda para dar caza o contactar con el
humanoide de origen incierto que ahora podían ver claramente
correteando de un lado para otro sin destino claro.

Acercando el zoom comenzaron a sacar instantáneas del


engendro. ¡Nunca habían visto algo similar! Buscaron en los
archivos sobre especies terrícolas, pero ningún ser vivo coincidía
con la imagen del ser que corría libremente por las tierras yermas
de las afueras de la desgraciada y casi inexistente ciudad chilena.

El color de su piel, grisáceo, su cráneo ovalado, grande y con


un volumen desproporcionado para ser humano, llamó la
atención de todos los presentes en el puesto de mando de la
nave. La información voló más rápido que el viento del desierto.

La cara del ser vivo desconocido era también


desproporcionadamente grande. Unas mandíbulas sobresalientes
lo asemejaban a un gorila, y lo que parecía una lengua, que le
llegaba hasta la mitad del pecho, colgando inerte en ocasiones o
moviéndose hacia delante o hacia los lados, como oteando con
ella el ambiente, como hacen las serpientes y otros reptiles, no

325
había sido nunca observada por ningún Yautja hasta ahora en
ningún humano terrícola.

En segundos, todas las naves de la zona 47 correspondiente a


Chile y cordillera Andina, estaban al tanto. Tj`ul se fijó
detalladamente en él, y le pareció gracioso. Sus zancadas amplias
le hacían recorrer una gran distancia de terreno en pocos
segundos pero, a un mismo, parecía dudar o tambalearse.
Andaba como a saltos, como si no apoyara toda la base del pie.
Quizá su marcha era inestable por algún motivo desconocido.
Además, iba ataviado con ropas militares, pero parecía
destartalado y era evidente que su atuendo no correspondía a un
ejército regular, a no ser que ese ejército tuviera un disfraz
zarrapastroso por atuendo. Corría cargado con un par de
metralletas que parecían bastante pesadas. El peso de estas
armas era uno de los obstáculos que, a cualquier humano, le
hubiera impedido trasladarse a esa velocidad, pero este individuo
tenía una fuerza y una resistencia enormes a pesar de su evidente
delgadez. Una de ellas iba bien sujeta a la espalda, la otra
preparada para atacar bajo su brazo derecho mientras que el
izquierdo se movía libremente ayudando en los impulsos de la
carrera que pudieron calcular que alcanzaba los 80 k/h. No
entendían el objetivo por el que, aquel sujeto, estaba realizando
aquella carrera alocada, como sin sentido, o con una meta clara.

Tj`ul estaba emocionado, sabía que el hallazgo era muy


importante. Era un ser diferente a los que los yautjas conocían, no
era humano, ni un mono grande, no era nada clasificado por ellos.
Así que se dispuso a esperar el encuentro en la seguridad de la
nave. Irían varios de los mejores guerreros a su encuentro. Si había
que cazarlo, era mejor no fallar. Los guerreros, experimentados
cazadores, sabían cómo apresarlo de manera rápida sin causarle
daños si no era estrictamente necesario.

326
Los tres cazadores, de gran prestigio, tomaron rumbo hacia el
espécimen desconocido de inmediato. Cargados de redes, y
activando el dispositivo de encubrimiento, el animal humanoide
no podría detectarlos y lo atraparían sin problema. Si no estaba
infectado, cosa que era más que probable, no tendrían ningún
problema. Pero en caso contrario estaban arriesgándose
demasiado. Sus congéneres no dudarían en eliminarlos a todos
intoxicándolos de inmediato desde las naves, ni siquiera les
advertirían. Pero era un riesgo asumible puesto que dejar salir a
Y`lhet del planeta Tierra era poner en riesgo a su propia especie, y
al resto del Universo.

Así camuflados se acercaron al espécimen desconocido,


cada uno de los yautjas cazadores por un flanco. Para el corredor
era casi imposible detectarlos, a no ser que su sentido del olfato
fuera excepcional.

Pero sin previo aviso, cuando los tres estaban a unos 50


metros de distancia, el desconocido ser humano paró en seco y
comenzó a cubrirse con sus armas parapetado tras un automóvil
destartalado que encontró a mano derecha, aparcado en
pequeño andén de la carretera, a la entrada de una casa que
parecía una cabaña abandonada. Comenzó a disparar su
metralleta certeramente y, sin que pudieran más que
sorprenderse, los yautjas tuvieron que ponerse a cubierto. ¿Les
podía ver? Eso era imposible. ¡Entonces, los olía, los podía oler! Los
tres cazadores recibieron órdenes de delimitar la posibilidad de
escape del humanoide. Lanzaron vallas láser en todo el perímetro
de forma que el individuo no podría salir, pero no querían matarlo,
solo darle caza. Y con un simple movimiento brusco podría
matarse contra las vallas. La red podía atraparlo pero no
deseaban cercenar su carne por lo que pidieron que se diera
instrucciones sobre qué hacer en estos momentos. Los guerreros no
sabían qué hacer. Recibieron la orden de anestesiarlo, lanzando

327
dardos, pero no sabían si sería efectivo ya que se desconocía qué
tipo de mecanismos fisiológicos eran los que este ser extraño,
“parecido a un xenomorfo humano”, poseía. Aún así era lo que
tenían planeado y todo estaba saliendo bien desde su punto de
vista. Ahora, acorralado, sin poder verlos, lo dejarían KO en un
santiamén. Pero de repente recibieron la orden de no mover un
dedo. En la nave estaba ocurriendo algo.

Tj`ul tuvo una idea. Pidió al capitán Byto`hl que le dejara


bajar. Se le había ocurrido “algo”. Si este individuo había
sobrevivido a la infestación de Y-9876 era posible que no viera a
los yautjas como una amenaza, porque era evidente que estaban
intentando acabar con Y-9876. Y si mostraban disposición
dialogante era muy probable que detuviera su actitud belicista
defensiva. Había que arriesgarse y hablar con él. Pero la idea era
suya, y no pondría en riesgo a ningún congénere. Tenía que
hacerlo él.

Lo discutieron unos minutos. Su capitán pensó, caviló, musitó


cosas extrañas, lo miró a los ojos, y asintió:

—De acuerdo, Tj`ul. Solo pondrías en riesgo tu vida. Además,


se te da bien el diálogo, la cháchara, hablar, convencer…

Sin embargo, los últimos comentarios del general le hicieron


sentir una desazón extraña. Le pilló de sorpresa, y no sabía si eran
dardos envenenados o pura locuacidad aduladora. Ante lo
apremiante de la situación pronto este pensamiento se esfumó de
la mente de Tj`ul. Tras unos breves preparativos fue enviado a la
superficie del planeta junto a los guerreros que estaban dando
caza al humanoide extraño.

Abajo, el polvo y la arena desértica, suspendidos en el aire,


comenzaron a bailar frente a sus ojos; las nubes, nacaradas y
rosáceas, parecían viajar rápidamente alejándose para escapar

328
del lugar. Tj`ul sintió frío al bajar de la nave. Y aunque la Tierra era
un lugar de temperaturas cálidas soportables, su especie estaba
acostumbrada a temperaturas más calientes. Solo los guerreros
eran capaces de sobrellevar temperaturas bajas, húmedas o
cambios bruscos en el ambiente.

Los tres guerreros yautjas habían cercado al espécimen


homínido y este estaba parapetado tras el vehículo. Ahora, sin
disparar. Parecía estar esperando su siguiente paso. ¿Era
realmente tan inteligente como parecía? De momento estaba
siendo capaz de prever las acciones de sus enemigos, lo cual
decía mucho sobre su inteligencia. Los guerreros sabían que el
humanoide conocía sus posiciones y eso los tenía desconcertados.

Tj`ul era un yautja fornido a pesar de no ser guerrero. No lo


era porque, en realidad, no había superado las primeras pruebas.
No tenía aptitudes suficientemente agresivas, y eso era un
hándicap; no era competitivo, y eso era toda una rémora. Pero
ahora se veía allí, en una situación que le podía reportar más
prestigio, mucho más del que nunca conseguiría como técnico de
comunicaciones dentro de su comunidad. Y sabía que no podía
perder esa oportunidad, sobre todo, por sus padres, porque se
sentirían orgullosos de él. ¡Bastante decepcionados habían
quedado al recibir la noticia de que su hijo era inútil como
guerrero! Ahora era el momento de compensarlos.

Tj`ul puso el primer pie en la Tierra, y sintió un poco de mareo.


Era la tensión nerviosa, estaba tiritando, tenía ansiedad y miedo.
La tierra era seca. El aire sucio, con arena, no dejaba ver con
nitidez, pero no importaba porque con la biomáscara respiraba
adecuadamente. Se fijó en el terreno. Estaba surtido de pequeña
pero abundante vegetación, de matorrales feos, pero que a él le
parecían graciosos porque en su árido planeta, del que no tenía el
gusto de salir nunca, no existían muchas plantas, y las plantas que

329
existían eran pequeñas y raquíticas. Era lo que se puede entender
por un planeta árido, desértico.

Se fijó en sus compañeros, los guerreros, que estaban


dispuestos a defenderlo con su vida. Pero pronto solo tuvo ojos
para el terrícola. Y, tal como lo había pensado, sacó su bandera
blanca y la alzó sobre su cabeza para que fuera visible a la
distancia a la que estaba el sujeto. Tras unos segundos de
incertidumbre, la cabeza del tipo asomó por encima del coche.
Miró hacia donde se situaban las vallas láser y las señaló con su
dedo índice de la mano derecha.

Tj`ul ordenó a sus compañeros que eliminaran las vallas. Estos,


ante tal demanda, esperaron a que su superior, el capitán Byto`hl,
les confirmara la orden. Recogieron el cerco que habían instalado
para rodear a la pieza, porque seguían pensando como
cazadores, a pesar de no estar en una batida, era un juego de sus
mentes habituadas a realizar las mismas acciones de manera
repetida. Una costumbre arraigada en sus cerebros depredadores.

El terrícola fue alzando poco a poco el cuerpo. Respiraba


jadeante con la lengua colgando varios centímetros por fuera de
la boca. Se movía oteando los olores y mirando con ojos
pequeños, negros y sin párpados, a Tj`ul, y repentinamente
comenzó a hablar:

—¡Solamente diré las cosas una vez! Si no comprendéis nada,


os vuelo las cabezas. Si no me contestáis, os vuelo las cabezas. Si
no hacéis lo que os pida, os vuelo las putas cabezotas de arañas.
No tengo miedo a morir. Me da igual morir. Eso sí, os voy a volar las
putas cabezotas. Así que, más os vale que lo de la banderita… no
sea un engaño. ¡Quiero ver a tus compañeros!

Cuando Tj`ul escuchó la voz y la lengua del terrícola,


enseguida determinó que era humano y que podía comunicarse

330
con él traduciendo, con el programa específico de lenguas
humanas, su propia lengua. Estaba tan emocionado que no pensó
en pedir permiso para dar órdenes.

—¡Eliminad el camuflaje! ¡Quiere veros! —Ordenó

Pero los otros no estaban dispuestos a ponerse en riesgo sin


una orden de su capitán. El técnico se estaba tomando
demasiadas atribuciones por su cuenta. Y es que todo estaba
siendo tan improvisado que no sabían a qué atenerse.

Tj`ul, les ordenó de nuevo:

—¡Si no hacemos lo que nos pide, nos vuela las cabezas…! —


Gritó a sus compañeros, todavía ocultos.

Uno de ellos tomó la iniciativa y volvió a pedir permiso al


capitán. Este no se lo dio y reprendió a Tj`ul. ¡No podían permitir
comenzar esta relación accediendo a todas sus proposiciones sin
que depusiera las armas!

Entonces, a Tj`ul se le ocurrió una idea. Era un tanto


descabellada y podía salirle cara. Pero viendo la cabezonería de
sus compañeros, de su capitán y del terrícola decidió ser honesto
con él.

—¡Te seré honesto! —le gritó a una distancia prudencial,


rodeado de sus protectores y escoltas, cabreados pero fieles—. No
puedo aceptar lo que me pides, ¡no porque yo no quiera! Mis
compañeros son tres cabezas huecas. No se fían de ti, y creen que
lo haces para descubrir sus posiciones y matarlos. Yo sé que no,
pero ellos no se fían. Venimos de muy lejos a eliminar al ser que os
invadió porque es altamente peligroso. Puede escapar hacia el
espacio exterior y eso sería letal. Somos una raza de guerreros, no
queremos aniquilarte puesto que no eres un Y`lhet…

331
Tj`ul, se disponía a seguir hablando hasta que el terrícola
hiciera algo, o contestara. Se la había jugado. Pero este le
interrumpió bruscamente, saliendo de su escondrijo.

—¿Que no soy qué…? —contestó, asomando ya medio


cuerpo.

—Pues un Y`Ihet… —contestó Tj`ul. Pero se dió cuenta de que


el terrícola no sabía a qué se refería y se volvió para señalar la
gran ciudad devorada por Y`Ihet.

—¡Ah, vale! Ya entiendo, que no soy una Cosa —y la comisura


derecha de sus labios se torció metiendo la lengua súbitamente
dentro de la boca, grande y repleta de dientes—. ¡Valee,
vaaaleee, pero si intentáis algo raro os vuelo las cabezotas! No
diré que eres feo de cojones porque ya lo sabrás y eso no inspira
confianza, la verdad. Pero yo, pues tampoco es que sea una
“bella donna” que digamos. Y sé, aunque no sé por qué, que
estais fumigando a La Cosa, y con eso me vale. Pero lo que no
entiendo es qué queréis de mí.

—De acuerdo, lo que queremos es saber cómo has


sobrevivido sin ser infectado, es de vital importancia saberlo
porque nosotros sí podemos ser infectados. En cuanto a si mis
compañeros se pueden quitar el camuflaje, voy a comunicarlo a
mi capitán. —Le contestó escuetamente Tj`ul.

El silencio reinó entonces en el árido pero frondoso lugar


hasta que Tj`ul recibió la orden de acceder a las peticiones del
terrícola. Los tres yautjas se hicieron de inmediato visibles ante la
atónita mirada del humanoide.

—¡Hala…! ¡Joder, cómo moláis! ¿Qué sois? Vaya cascos más


guapos… Sois muy avanzados. Ya decía yo. Las naves con las que

332
andáis fumigando son de una tecnología desconocida para
nosotros.

—¡Acércate, estamos decididos a conversar contigo y dejarte


ir! —Le dijo con una contundencia inusual Tj`ul.

A él mismo le sonaba raro estar hablando así. Tuvo un


sentimiento de desrealización. Estaba dando órdenes a un
terrícola; mandando a sus compañeros guerreros, que
habitualmente ni se dignaban a saludarlo; a su superior, que
nunca hubiera aceptado ningún consejo, viniendo de él. Por su
estatus social, era un don nadie, y estaba siendo protagonista de
una verdadera hazaña. Eso le reconfortaba pero le daba terror
imaginarse qué repercusiones posteriores podía tener para él. En
absoluto quería ser guerrero.

—¡Sí, sí, pero estos tres que se aparten un poco! —gritó.

Su actitud era casi distendida y a Tj`ul, le cayó bien.

—¡De acuerdo! ¡Apartaos diez metros! —Les ordenó.

Los tres se miraron y, viendo que la situación había tomado un


giro inesperado, asintieron y lo hicieron a un mismo tiempo. Dieron
unos 30 pasos hacia atrás a un mismo tiempo, completamente
coordinados, quedando en guardia pero bajando su actitud
amenazante y beligerante de un principio. Miraban al terrícola y a
Tj`ul en cada una de sus intervenciones. Ellos, que eran yautjas de
pocas palabras, veían esta cháchara como una pérdida de
tiempo. Más les hubiera valido seguir con su plan inicial de sedarlo,
tomar muestras de su ADN, y encerrarlo para observar y evaluar su
comportamiento. Para ellos esta pérdida de tiempo era una
auténtica locura.

—¡Bien, qué dices! Ya se apartaron, ya puedes acercarte,


deja las armas… —le gritó Tj`hul al terrícola que para su sorpresa ya

333
había comenzado a dirigirse con marcha rápida hacia él sin soltar
las armas.

Uno de los tres guerreros le lanzó un dardo para dormirlo pero


éste rebotó en la piel del terrícola, que se echó a tierra y le disparó
a la cabeza con varios disparos certeros pero que también fueron
bastante inútiles. El yautja se sintió algo aturdido y sus sistemas de
transmisión en su casco quedaron dañados, pero su integridad
estaba completamente a salvo.

—¡Paraaaaad…! —Y Tj`ul se puso en medio del fuego


cruzado corriendo hacia el humanoide.

El yautja que quedaba en la retaguardia del terrícola lanzó su


red y alcanzó al terrícola y a Tj`ul. Ambos quedaron inmovilizados
inmediatamente, y serían cortados en trocitos si sus compañeros
no lo impedían.

—¡Cálmate! —le dijo, mirando al humanoide a los ojos—. No


vamos a hacerte daño, no tenemos esa intención. Me
comprometo, te juro, que te respetaremos. Solo queremos que nos
cuentes que ha ocurrido…

—¿Sí? A mí me parece que queréis utilizarme como a un


conejillo de indias… ¿Por qué no hablamos aquí mismo y os
cuento lo que ha pasado? Esta red me está cortando la piel de la
cabeza, que es mi parte más sensible. ¡Te juro…, yo sí te juro que te
meto el palo de la puta banderita por el culo, puto cangrejo!

—¡Te he dicho la verdad…! ¡Estos están deseando matarte,


¿sabes?! ¡Y degradarme a mí! Yo no soy como ellos y esto que me
acabas de hacer va a suponer mi muerte social. No me importa
que me mates ahora mismo. ¡Hazlo! Porque después de este
ridículo, estoy muerto, ¿comprendes?

334
El terrícola, con sangre cayendo por su cabeza de las heridas
que comenzaba a hacerle la red metálica que se iba tensando
cada vez más en su cráneo, parecía inmutable. Y, al fin, tras unos
segundos inmerso en sus propios pensamientos dijo:

—¡De acuerdo! ¡De acuerdo, aquí tenéis mis armas! ¡Dejadnos


salir de esta puta red! —dijo, lanzando sus armas al suelo.

Los yautjas guerreros se fueron acercando, uno de ellos alzó


la parte trasera de la red y, con gesto todavía hostil, pidió a su
congénere Tj`ul, que le lanzara las armas del terrícola. Este lo hizo
con premura pero con un sentimiento contradictorio. Pensó que el
humanoide era poco digno de confianza pues ya le había metido
una daga envenenada a la primera de cambio. Quizá se había
aventurado demasiado en esta aventura en la Tierra, él que no
era nadie, que ni siquiera era valiente.

—¡Ey, tú! ¿Cómo te llamas? —Le preguntó el terrícola,


mientras los otros recogían las armas.

—Tj`ul —dijo, sin más.

—¡Ey, no te preocupes Hulk, yo te ayudaré con estos


gualdrapas! ¡Vas a ser el más admirado de tu especie, mira! —y se
levantó poco a poco ayudando a su recién nombrado “amigo”
Hulk.

—Me llamo Tj`ul, pero bueno, da igual, llámame como


quieras. —Agregó cabizbajo.

—¿Hulk?, acabo de decirte que te llamas Hulk, sí. ¿Que te


llame como quiera? ¿A qué te refieres? —El terrícola lo miraba
asombrado.

—No, a nada… —Contestó Tj`ul.

335
—¿Entonces te llamas Hulk, como el superhéroe? —rió, el
terrícola con ronquidos.

—No. Tj`ul, pero que da igual. Es parecido.

—No, no es parecido, es igual.

—Si tú lo dices.

—Hombre, no sé, no es eso tampoco, es que no sé que


diferencia hay, a lo mejor es que no pronuncias bien…

—Pues eso será.

—¡Oye, no te enfades! Es que no somos de la misma especie,


¡igual es que vocalizas mal! Con esa boca, pues igual…

—Quién fue a hablar de boca…

—Hombre, pero yo soy un engendro, un experimento, un ser


creado por los humanos como arma. Soy un guerrero biológico
creado en la URSS en un Proyecto de Armamento Biológico que
comenzó en los años 50. Tú eres normal, por lo que veo, dentro de
lo que es tu especie. Por cierto, sois feos de cojones. ¿Qué sois,
cangrejos o arañas evolucionados?

—No. Nada de eso. No pertenecemos a la Tierra. Solamente


venimos a cazar humanos. Y tampoco muchas veces, en
determinadas ocasiones. Somos una raza de cazadores. Bueno, no
todos, como ves algunos dejamos más que desear.

—Oye, no digas eso. Tus amiguitos los cazadores son bastante


torpes. Me tendrían que haber matado para cogerme. Y, sin
embargo, tú has sido capaz de convencerme… Bueno, no mucho,
pero algo mejor que ellos… sí lo has hecho. Porque les hubiera
volado las cabezotas.

336
—Te equivocas, estos guerreros son casi invencibles.

—Y una mierda Hulk, eran hulks muertos.

—Ellos no son hulks son yautjas. Hulk es mi nombre, bueno Tj`ul.

—¡Ah! Bueno, mira. Este planeta se fue a la mierda. Y estoy


solo. ¿Qué queréis de mí?

—¿Cómo te llamas?

—Sergey.

—Sergey, bien. Simplemente queremos obtener algunas


muestras biológicas tuyas, para estudiar y saber por qué no has
sido contagiado…

Mientras ambos hablaban, aún bajo la red, pero ya siendo


liberados de ella poco a poco, con sumo cuidado y bajo las
órdenes del capitán, siguieron esta extraña pero emotiva
conversación.

Para Tj`ul era emocionante conocer a un ser tan diferente a


él, para Sergey era realmente interesante saber quiénes eran los
extraterrestres que querían estudiar su genética y que tanto tesón
ponían en exterminar a la Cosa.

En pocos minutos estaba en la nave de los extraterrestres. Él,


que no era más que un veterano militar soviético producto de un
experimento genético, era la clave de la supervivencia de la vida
en la Tierra.

Sergey, desarmado, —o eso creían los yautjas— se levantó


rápidamente dando la mano a Tj`ul para que se alzara y,
rodeados por los tres guerreros, avanzaron hacia las naves de
regreso a la nave de fumigación y de ahí a la Man`daca de
referencia. Al este, donde la vista de Tj`ul y sus compañeros ya no
337
podía alcanzar desde su posición en tierra, desde las naves podía
apreciarse la gran ciudad de Santiago de Chile, que ya había sido
engullida por completo por una masa amorfa y gelatinosa
proveniente de la involución de la Cosa.

338
Parte II

Tj`ul lo dejó pasar delante. Era un signo de amistad y buenas


intenciones hacia su “invitado forzoso”. Dentro de la nave
fumigadora, el capitán Byto`hl esperaba rodeado de otros cuatro
guerreros más. Tampoco eran muchos, unos doce en total. Sergey
calculó sus posibilidades rápidamente. Por su disposición, podría
eliminarlos a todos con varios movimientos de combate precisos y
certeros, su lengua era capaz de propulsar un veneno letal. Una
sustancia ácida, con la cualidad de disolver hasta el metal más
resistente en su interior. Y ese arma nunca era detectada por
nadie, ni tan siquiera se les podía pasar por la cabeza a los yautjas.

La historia de Sergey era la misma que la de otros engendros


como Orhan, Dimitry o Alina. Todos habían sido creados en un
laboratorio. Eran una mezcla genética de humano y un ser
capturado en alguna zona de Siberia allá por los años 40. Se
trataba de un extraterrestre muy diferente a estos que ahora lo
deseaban analizar. Aquel alienígena era un ser bestial y único, con
una naturaleza biológica realmente portentosa. De
comportamiento realmente feroz e indestructible, cuya sangre se
componía de ácido. Un ácido corrosivo altamente concentrado.

Cada uno de los engendros de Ilya, el científico medio loco


que había comandado el proyecto secreto, tenía unas
cualidades. Todos tenían forma humana pero capacidades
especiales provenientes del extraterrestre hallado en Siberia. De
esta forma, la URSS, deseaba poner en marcha un proyecto que
garantizara armas humanas letales: unos supersoldados, resistentes
a las inclemencias del tiempo, a la hambruna, a la falta de agua,
combatientes feroces que no pensaban en su propia muerte sino
exclusivamente en matar enemigos; con cualidades para el
combate únicas e inalcanzables para otros ejércitos; con una alta

339
resistencia al dolor y a los posibles daños infligidos por los
enemigos. Pero los planes se abandonaron en los años siguientes,
a Ilya, el científico, lo destituyeron de sus cargos de manera
fulminante, cerraron el laboratorio de experimentación de armas
biológicas y el Proyecto se olvidó en un cajón. La URSS dejó de
perseguir el sueño imperialista de la expansión mediante la guerra
inmediatamente después de la II Guerra Mundial. Y, a pesar de
que tenían muchos frentes abiertos, no deseaban ser descubiertos
en un tipo de experimentos que recordaban a los del nazismo. Y,
por otro lado, la diplomacia lo resolvía casi todo ya en aquella
época. ¿Para qué invertir tantos recursos en algo que iba a tener
poca usabilidad?

Byto`hl ordenó a Tj`ul que se acercara para hablar primero


con él. Luego se dirigió a Sergey, que seguía pacientemente
esperando sin perder ni un solo detalle de la nave. Nada más
entrar la compuerta hexagonal se cerró tras él sin apenas hacer
ruido. Sin embargo, se fijó en que era de un metal altamente
resistente, no sabía determinar si era algún tipo de aleación o si
era un metal puro. Parecía que el interior contenía una atmósfera
algo pesada para sus pulmones, pero podía respirar
perfectamente. Era posible que la composición de gases no fuera
exactamente la misma que la de la atmósfera terrestre, pero
expandió su caja torácica y su sensación inicial de opresión al
respirar se fue difuminando. Los escalones que daban acceso a
una sala amplia unida directamente a la cabina de mandos de la
nave seguían una extraña disposición innecesariamente
hollywoodiense, pero el resto estaba estructurado con un diseño
de formas geométricas, ondulaciones y parapetos, que parecían
no tener ningún sentido o función para el terrícola. Sin embargo,
Byto`hl, lo invitó con un gesto universal a pasar y acercarse. El
capitán era un yautja corpulento, impresionante, algo más grande
que el resto y su expresión era de severidad y desconfianza. Los
tres guerreros que hacían de guardianes le abrieron paso para

340
que se dirigiera hacia Tj`ul, . El capitán habló directamente con su
subordinado.

—No vuelvas a decidir nada por ti mismo. Desde ahora


quedas relegado de tus funciones. ¡Arrestadlo! —Ordenó.

Dos yautjas armados se acercaron al compañero de Sergey


para arrestarlo. Pero éste, lanzando su lengua, les escupió ácido a
las caras que, en ese momento, iban con protección, por lo que
no llegó a causarles quemaduras. Los guardianes se quitaron los
cascos rápidamente, con una agilidad y con reflejos
sorprendentes que a Sergey le parecieron increíbles. De no haber
sido así hubieran sufrido quemaduras y graves lesiones en los ojos,
zona a la que se dirigía realmente el letal escupitajo. Pero Tj`ul
intervino en defensa de sus congéneres a pesar de que iba a ser
detenido y relegado. Para él estaba claro que esto tenía que
pasar, lo asumía con total normalidad, había tomado atribuciones
que no le correspondían allí abajo.

—¡No, quieto, Sergey! —se interpuso, propinando a este un


soberano empujón desde su derecha que el engendro no se
esperaba.

—¿Pero qué haces, Hulk? ¡Que te van a detener estos


“caracrancos”! —Se quejó Sergey que, a pesar del potente
impulso del golpe de Tj`ul, solamente trastabilló hacia su izquierda
unos pasos.

Los demás yautjas se disponían a acribillar allí mismo al


terrícola pero el capitán los detuvo.

—¡Deteneos, no disparéis! —ordenó con voz de mando.

Estaba completamente hipnotizado con el engendro de la


Tierra. No había visto nada igual, solamente a los xenomorfos, que
por otro lado eran seres con una inteligencia demasiado

341
rudimentaria. Pero este nuevo ser unificaba lo más eficaz de las
dos criaturas, la humana y la del xenomorfo. El capitán se quedó
absorto mirándolo mientras sus subordinados se quejaban del
ataque y requerían su inmediata aniquilación.

—¡Solo hablaré con Hulk! —y mientras decía esto, le guiñaba


un ojo en complicidad. Pero Tj`ul no lo entendía en absoluto.

—No, capitán, hable con él. No sé por qué dice eso…

—¡No, no, no… de eso nada! —gritó Sergey—, que nadie se


acerque. Solamente con él. Y, por favor, rapidito, que tengo
muchas cosas que hacer en la Tierra.

—Podríamos eliminarte ahora mismo —dijo Byto`hl.

—¡Intentadlo!

Sergey sacó un arma corta alojada dentro de su estómago.


Tenía una especie de bolsa marsupial que nadie había ni siquiera
podido imaginar a pesar de haberlo registrado cautelosamente.
Esto, junto a su lengua repulsiva de varios centímetros, dispuesta a
escupir ácido a quien se acercara disuadió a sus captores. O más
bien eso creyó él. En realidad, solamente deseaban saber qué
clase de recombinación genética había dado paso a este nuevo
espécimen en la Tierra. Si habían más como él y si se podían
reproducir.

—Bien, eres valiente. No dispares, no es necesario. Guarda tu


arma —el capitán dio la orden a sus guerreros para que se
alejaran de Sergey—. Serías una presa muy honorable para mí en
otras circunstancias. Pero no ahora. Solamente queremos saber
quién eres. No eres humano… ¿Hay más como tú? Queremos
saber si tienes noticias de que haya supervivientes humanos.
Hemos recorrido el planeta entero y no hemos detectado
supervivientes no infectados, al menos, en la superficie.
342
—Haber empezado por ahí, mi capitán. —Soltó.

—Es increíble. Escupes ácido corrosivo. —Dijo Tj`ul mirándolo


como si fuera un superhéroe.

—Mola, ¿ein? —Le contestó Sergey, sonriente.

—¡Acércate! —dijo Byto`hl—. Cuéntanos quién eres. Te


sacaremos unas muestras para saber qué tipo de combinación
genética tienes, si nos lo permites.

—Hombre un poco de comida no estaría mal, por cierto, oléis


fatal. ¿Nadie os lo dijo nunca? —soltó sin venir a cuento el
engendro—. Oléis como a vinagre o algo así…

Se miraron unos a otros, no sabían qué decir. No eran amigos


de hablar con sus presas, pocas veces tenían invitados en sus
naves. De hecho el capitán Byto`hl nunca había vivido algo similar
en su larga vida de guerrero interespacial. No entendían bien qué
estaba queriendo decir el terrícola. Y fue por ese motivo que Tj`ul
intervino para sacarlos a todos del atolladero en el que se estaban
metiendo sin darse cuenta. Era lo más extraño que habían vivido y
que vivirían nunca los yautjas, desde luego, pero aún así supieron
recomponer los derroteros.

—¿Comida? ¿Qué comes tú? —le contestó Tj`ul.

—Pues tengo bastante hambre, hace semanas que no pillo


nada. Los animalejos en la Tierra están todos infectados. Solo es
comestible la comida de bote y como la ciudad está bajo la
Cosa... Pues, de momento, solamente he estado rodeando
Santiago para poder ver el asunto en primera línea. Por curiosidad
más que otra cosa, la verdad. Poco o nada podemos hacer ya…
Nada, más bien.

343
Todos los yautjas volvieron a intercambiar miradas y gruñidos
de incredulidad.

—¿Semanas, dices, sin comer? —intervino el capitán—.


¿Nada? ¿Y agua? —se interesó.

—Bueno, ya que lo preguntas… Agua sí he bebido alguna


vez. No sé si hace cuatro o cinco días, me tomé una botella de
agua.

—Bueno, si nos lo permites podemos darte un poco de ghyt.


Es… un compuesto de gusanos criados en un hábitat vegetal. Los
desecamos y luego los tomamos en pequeñas cantidades
cuando no comemos carne de caza porque necesitamos comer
vegetales y animales, somos omnívoros… —Le contestó Tj`ul.

—Sí, sí, lo que sea, si se me hace la boca agua, ¡tienen que


estar de vicio! Hace tanto que no como comida casera… —
contestó el otro haciendo movimiento con sus manos de que le
trajeran aquello ya.

Le acercaron una especie de cuenco metálico repleto de


unos secos gusanos gordos, como de un dedo de largos y de
anchos, rojizos, como la arcilla terrestre que estaban dispuestos
sobre un lecho de hojas de color verde apagado parecidas a las
hojas de higuera. Sergey se dispuso a comerlos con su lengua
prensil. Se pegaban en ella mientras se relamía al introducirlos de
un solo bocado, porque la largura y grosor de aquella lengua era
mayor de lo que ninguno había imaginado, y la cantidad que le
habían servido era como un aperitivo para el humanoide.

Sergey sintió el tacto suave y algo cálido del metal del que
estaba compuesto aquel cuenco con ambas manos mientras
succionaba. El olor de la comida era, sin embargo, excelente o
eso le pareció en aquel momento. Y mientras comía, el capitán

344
seguía hablándole y lo invitó a sentarse en un sillón en una
segunda sala, no muy grande, más iluminada que la anterior y con
las paredes repletas de dispositivos incorporados en las
ondulaciones y recovecos. En ella parecía que aquellos
extraterrestres tenían organizadas sus despensas y zonas de
refrigeración de su comida. Se fijó en que, más adelante, había
una especie de mesa también octogonal que salía de una de las
paredes que quedaba a mano derecha y que hacía una especie
de codo con una abertura al final. Por ella los yautjas introducían
alimentos y estos se calentaban casi inmediatamente. El sistema
era parecido a una barra transportadora pero con protección de
cristal por encima, en la parte superior de la barra de bar había un
canal central que se abría para poder acceder a los alimentos
que estaban dispuestos en cuencos y cálidos en el interior. Con
una especie de pajitas grandes sorbían aquellos alimentos que
eran como una pasta gelatinosa.

—¡Anda, mira tú, que buena idea! ¿Cómo lo hacéis os ponéis


en fila? —preguntaba con el cuenco en la mano.

—Vamos a tomar unas muestras —le dijo el capitán.

—¡Ah, sí, sí, muy amable! Gracias “capi” por la comida. Saca,
saca una muestra. Así me entero yo también de qué estoy hecho.
Durante mi vida en el ejército las explicaciones eran vagas y
confusas. Luego hice algunas misiones para los servicios secretos,
pero como no soy muy dado a mantener la disciplina y en cuanto
se me deja solo voy a mi bola, decidieron recluirme en
instalaciones militares. Hasta que mi “padre”, Ilya, mi creador o
como queráis llamarlo, vino a sacarme de allí junto a otros como
yo.

—¿Entonces, hay otros? ¿Cuántos como tú? —siguió dándole


coba el capitán Byto`hl.

345
—Mmm, sí, a ver, cada uno somos distintos, pero creo que
genéticamente sí, podría decirse que somos iguales. Y hay, que yo
sepa, claro, nueve como yo. El viejo, andaba un poco fuera de sí,
¿sabe? Quería hacer otro engendro diferente con la genética de
La Cosa esa. Pero murió antes. Vino a Chile porque aquí el vacío
legal es mayor que en Rusia y porque la infección comenzó a
extenderse desde la Antártida, pasando por la tierra del fuego
hacia toda la patagonia y de ahí a todo el continente americano.
Y nos trajo con él a todos los prototipos de los experimentos de los
años 50 que seguíamos en diversas instalaciones militares. En
Santiago tenía su cuartel general, pero tuvimos que ir hasta
Iquique. Allí, otro como yo, un tal Orhan Statov, andaba con una
mujer que era también producto de un experimento. Había dado
a luz a un ser mitad humano mitad Cosa. Él era, junto con Alina, el
único que seguía operativo dentro del ejército. Más que nada
porque eran los más humanos, en su apariencia física, ya sabe…
Bueno, pues el Orhan ese mató a Ilya, le metió un tiro en la cabeza
cuando volvió de trasladar a la mujer a Santiago. Y nada. Eso fue
todo. Luego mis colegas, y Orhan, se quedaron por allí, no sé a
qué. Yo bajé corriendo hasta Santiago. Pasaba de andar perdido
por el mundo. Pero claro, esto estaba ya todo ido de madre.

Mientras relataba toda su odisea se dejaba hacer. Les costó


poder extraer la sangre de las venas. Parecían más bien de un
material resistente como plástico maleable pero biológico a un
mismo tiempo que soportaba el ácido que corría por sus venas.
Pronto tuvieron muestras suficientes para estudiarlo sin problema.

—¿Sabes si os podéis reproducir? —preguntó el capitán.

—Pues, no sé, yo, al menos, he tenido alguna relación pero lo


que se dice tener hijos no he tenido. Pero supongo que sí porque
tenemos órganos sexuales, y tal…

346
Tj`ul estaba a su lado sin abrir la boca. Pero miraba a su
capitán, que estaba entusiasmado con la charla del humanoide, y
se daba cuenta de que era algo importante para su especie lo
que en ese momento estaban haciendo.

—Sois excelentes, excelentes… Estoy pensando que si


pudierais repoblar la Tierra, como Y`lhet no os puede infectar,
seríais ideales… ideales...

—Para eso necesitaríamos hembras, como nosotros supongo.


—Y los ojos del engendro se abrieron ante el solo pensamiento de
esa posibilidad.

Tras un par de horas desde que comenzara el encuentro allá


abajo, en la Tierra, Sergey estaba en su salsa hablando con los
yautjas. Para Byto`hl era todo un logro. Había puesto en
conocimiento de sus superiores su hazaña desde el principio y el
visto bueno fue inmediato. Ahora debían exterminar a Y-9876 de la
Tierra con mayor razón: el siguiente paso era la repoblación con
seres genéticamente superiores que les darían en pocos años la
posibilidad de una caza mayor como jamás hubieran podido ni
siquiera imaginar. Pero para eso debían gestar un ser como Sergey
en laboratorio, pero hembra. Les quedaba mucho por hacer.

347
Parte III

Kv``Alhu mantuvo en todo momento la calma, estuvo al tanto de


todo el proceso en el que sus subordinados, el capitán Byto`hl y el
técnico de telecomunicaciones Tj`ul capturaron y tomaron
muestras del terrícola que sorprendentemente había sobrevivido a
la infestación de Y`lhet. Sus penetrantes ojos observaban ahora
cómo en las muestras recogidas de los tejidos orgánicos del
engendro se realizaban todo tipo de pruebas para determinar y
extraer el ADN. En la nave que encabezaba la comitiva de
salvamento a la Tierra, una gigantesca Jag'd'ja Ato, tenían
instalados dos laboratorios completos, en uno de ellos realizaban
la clasificación y el almacenaje de las muestras de ADN de los
nuevos especímenes que los guerreros y cazadores tomaban de
sus presas, cuando estos pertenecían a nuevas especies, o
cuando se hacían con material genético de alguna especie no
clasificada todavía en sus anales. El otro era un laboratorio en el
que se realizaban experimentos de diferente índole. Pero a su vez,
mientras realizaban varias pruebas con ovocitos de hembra
humana, insertaban el nuevo material genético en lugar de su
núcleo original y lo incubaban para que creciera dentro de una
matriz artificial, tenían que esperar a que el organismo infeccioso
del planeta se amalgamara de forma que se juntara todo en una
masa uniforme. Una vez toda La Cosa estuviera reunificada en un
mismo lugar derramarían grandes cantidades de ácido
desintegrador radiactivo con el que eliminar definitivamente la
pandemia. En cada ciudad, en cada lugar donde Y-9876
estuviera involucionando por la acción del tóxico rov-1,2 el plan
sería idéntico. Después bajarían a tierra y, debidamente
equipados, centenares de yautjas rociarían los restos
supervivientes de Yl`het. El fin de aquel aterrador organismo
estaba a punto de ser ejecutado definitivamente y, en principio,

348
salvo las muestras que ellos mismos tenían criogenizadas, no tenían
conocimiento de nuevas infestaciones en otros planetas. Al menos
no en ningún planeta que ellos conocieran o visitaran.

A las pocas horas de haber contactado con los yautjas,


Sergey, volvía a correr libre por los alrededores de Santiago de
Chile. Poco después, tres engendros más, le darían alcance tras
una auténtica odisea desde Iquique.

****

Orhan Statov, recuerda su encuentro con Sergey

—Todo comenzó... —nos comenzó a contar— en Moscú en el año


78. A mí me obligaban a vivir en un Centro de Investigaciones
Biológicas Militares. Había estado ya en algunas misiones pero,
dado mi aspecto, no podía estar a la vista del resto de militares.
Tampoco es que encontraran en mí mucha utilidad, la verdad. Al
principio, cuando la URSS quería tomar Afganistán con el objetivo
de eliminar a los muyahidines islamistas, pudieron darme algunas
importantes, un tanto extrañas, es cierto, pero lo suficientemente
interesantes para mí. Me enviaban a zonas montañosas y como
corro tanto, no necesito casi comer y tengo esta pinta horrorosa,
pues me dedicaba a perseguir a los combatientes enemigos por
las cuevas y grutas de las zonas más alejadas. Incluso maté a una
gran cantidad de ellos, hasta el punto de que en las poblaciones
cercanas se hablaba de un demonio mata muyahidines, je, je, je,
je… ¡qué tiempos aquellos! —y miraba hacia delante, pensativo,
mientras hablaba.

Sasha, Niko, y yo nos quedamos asombrados. ¿Cuántas veces


nos iba a contar la misma historia? Una historia que nosotros

349
habíamos vivido en primera persona. No nos referíamos a eso
cuando le preguntamos qué había hecho durante todo este
tiempo. Nos referíamos a qué había hecho desde que salió
corriendo del aeropuerto de Iquique destrozado por McReady-
Cosa.

¡El tipo se había puesto a contarnos su vida! Y miré a Sasha,


que era el único que podía intervenir a mi favor, porque Niko,
extasiado por los cuentos, seguro que le aplaudía y todo al
finalizar.

—Sergey, nos referimos a qué ha sido de ti desde que nos


dejaste en el aeropuerto de Iquique —le dijo Sasha, interviniendo
en mi favor.

—¡Ah, ya!

Silencio.

—¿Porg qué le ingterrumpís? ¡Si tengnemos tiempog! —


refunfuño, Niko.

Mientras continuábamos el viaje en el pesado camión,


comenzaba a divisarse a lo lejos una población abandonada. Los
restos de seres vivos que todavía se veían esparcidos, muertos,
secos como hojaldres, por todos lados, se aplastaban contra las
duras ruedas. Algunos fragmentos se incrustaban en los dibujos de
los neumáticos impidiendo un agarre eficiente y se sentía que el
camión, en ocasiones, patinaba un poco sobre el asfalto.

—Sí, no me importa. —Contestó.

Silencio.

350
—Pues, si no te importa, cuéntanos qué has hecho, hombre…
—le sugerí, tocándole el hombro, de manera un tanto forzada
debido a la estrechez que nos mantenía pegados hombro con
hombro dentro de la cabina.

—Deambular. Ir por ahí, matar alguna cosilla de esas,


deambular. Básicamente. —Contestó.

Silencio.

—¿Has llegado a Santiago de Chile? —le pregunté ya más


calmado al ver que su estado anterior de excitación y
embotamiento mental parecía haber ido dando paso a un Sergey
más comedido, tranquilo y racional.

—Sí. Ya te lo dije.

—No. Me dijiste que sí y que no a un mismo tiempo.

—Llegué. Pero no entré.

—¿Por? — Intervino Sasha.

—Porque no se puede. —Y lo miró abriendo sus canales


oculares y haciendo sobresalir los globos negros y nacarados de
arácnido de las órbitas.

Supuse que era una expresión de asombro, pero en esa cara


tan extraña no sabía qué pensar, podría ser cualquier cosa,
incluido un bostezo.

—¿Por-qué-no-se-pue-de…? —le dije, meneando la cabeza


en una negación de hastío absoluto.

—Está, cómo diría… aislada. Las Cosas se han amalgamado


a causa de una sustancia que los yautjas le han echado para
matarla. No se puede traspasar.

351
—¿Los yautjas? —le pregunté incrédulo—. ¿Quiénes son esos?

—Los exterminadores del espacio, los que han acabado con


La Cosa. —Contestó tan tranquilo, como si todos conociéramos a
esos señores.

—¡Ah! ¡Logs fugmigadogres! —añadió Niko—. ¿Y a efsos que


les pigca?

—Mmmm… bueno pues, que ya no pueden venir a cazar. La


Cosa ha exterminado a todos los seres vivos interesantes para ellos.
Y no solamente en este planeta. Según me contaron, en muchos
otros lugares de la Galaxia tuvieron que hacer lo mismo. Este bicho
lo contamina todo. Y, claro, a ellos también. Estuve unas horas con
ellos, tomaron muestras de mis tejidos, amablemente me trataron,
sí. ¡Me dieron de comer, muy rico todo, sí. Y, después, me soltaron.
Me preguntaron si habían más como yo en la Tierra. Y me dijeron
que intentarían crear una hembra a mi imagen y semejanza, en
plan Eva, y tal. A ellos les interesa repoblar la Tierra. Pero La Cosa
se hizo fuerte en Santiago y allí andan muchas de las naves
yautjas. Yo pasé de ayudarles, total, a mí la Cosa no me afecta y
no hay nada que salvar. Pero ellos están muy interesados en
eliminarla porque si se escapa hacia otros planetas de nuevo…

—¡Jooder! —dijo Sasha.

Me quedé sin palabras. Estaba aturdido. De repente estos


seres extraterrestres tomaban el control de la Tierra. ¡Tenía que
conocerlos, era esencial, contactar con los extraterrestres! Ahora
ese era nuestro objetivo, e igualmente no nos desviábamos de
nuestro destino inicial.

—¿Y dices que subiste a sus naves? —le pregunté, como sin
darle importancia.

352
—Sí, están interesados en todos aquellos seres superiores
capaces de luchar como guerreros eficaces por su vida. Son
cazadores, pero cazadores serios, no os vayáis a creer que son
rústicos o algo así. ¡Su tecnología va más allá de lo que nunca ha
soñado la raza humana, ni nosotros, claro! —cada vez parecía
más normal, al hablar con soltura de todo aquello.

—Es increíble, ¿y de dónde provienen? —Comentó Sasha


perplejo, mirando a Sergey con deleite y admiración.

—Ni idea, no me lo dijeron, no sé de dónde vienen… —subía


los hombros mostrando desconocimiento.

Yo, sin embargo, me sentía tan atraído por la idea de esos


seres tan avanzados que casi estaba perdiendo la noción de
realidad. Se me metió en la cabeza que si me admitían, me iría
con ellos.

Los cuatro nos quedamos en silencio, pero no por mucho


tiempo porque teníamos infinidad de preguntas para Sergey sobre
los yautjas, como él los llamaba.

—¿Y no te dijeron nada más? —Dijo pensativo Sasha—. Desde


luego es imposible que sean de nuestro sistema solar, deben
provenir de algún lugar muy lejano en la Vía Láctea.

—Mmm… sí, muchas más cosas pero no tienen importancia.


Son seres muy sociales, son amables y, bueno, hablan demasiado
para mi gusto. La mayor parte del tiempo desconecté totalmente.
Son como vosotros, muy pesados. —Miraba absorto el horizonte—
Pero la comida es deliciosa, de-li-cio-sa.

—¡Agh,ha,ha,hag,ha,hga! —Se reía Niko—. ¡Pegsadogs!


¿Sogn pegsadogs?

353
—Sí, venga sacarme muestras de todo, incluso de semen.

En realidad me importaba más bien poco lo que un tipo


como Sergey me fuera a contar, quería verlos y conocerlos yo
mismo. Ya me estaba acostumbrando a las locuras de mis
camaradas los engendros. Sin embargo, esos nuevos visitantes, tan
avanzados, tan inteligentes, tan tecnológicamente superiores a los
humanos, me atraían enormemente.

A la altura de Copiapó nos paramos en medio de la


carretera. A la entrada, en la travesía, con las primeras casas a
ambos lados de la línea de la calzada, justo cuando el cartel que
anunciaba el nombre del pueblo nos daba la bienvenida, nos
paramos en seco. Debíamos atravesar el pueblo para seguir por la
ruta y mantener la dirección hasta Santiago, pero una espesa
masa viscosa burbujeante se esparcía por todo el asfalto.

El Azafrán, en medio de la carretera, nos resguardaba de lo


que fuera aquello, pero Niko, sin decir ni “mú”, abrió la puerta,
bajó de un salto con sus botas altas militares pringandose enteras,
desde la planta de los pies hasta sus rodillas invertidas de
engendro, de aquella masa gelatinosamente pegajosa y siniestra.
Olía a muerto, parecía estar repleta de gusanos, trozos de piel y
pelos por todos lados, ojos, dientes, algunas partes corporales
humanas y otras animales, pero todo amalgamado en una espesa
gomosidad que, además, incluía tierra, polvo, piedras y todo
aquello que se cruzaba en su reptante deambular por el suelo.

—¡Aquí pagsa alggo ragro! —dijo, mirando el suelo y


levantando las patas alternativamente como un niño con
blandiblú.

354
—¿Son restos de Cosa? ¡Sube, Niko, no mola nada, parece
viva…! —Le dije, mientras observaba cómo el blandiblú subía
lentamente por los camales del pantalón verde olivo y se
introducía por debajo del tres cuartos militar.

Pero Niko miraba aquella Cosa sin forma con curiosidad. Y, de


repente, gritó volviendo su cara hacia nosotros:

—¡No puegde hagcergme nafda, crego que me pifde


ayugda!

Sus movimientos comenzaron a ser convulsivos. Unos sonidos


extraños como de ronquidos graves, cortos y secos, salían de la
boca de Niko. Mientras, Sergey, se dedicaba a reír de la cómica y
extraña situación que protagonizaba Niko, sacando una lengua
grande y llena de dientes que nacían de su masa maloliente y
pastosa. Una apestosa saliva que me rebotó en el ojo derecho.

—¡Joder, Sergey! —Le grité mientras me limpiaba con mi


manga la baba pastosa que me había rebotado en la cara con
su risa de hiena.

Pero sin mediar palabra se levantó, ya desprovisto de armas,


y se lanzó abajo con Niko. Se restregaban con la Cosa informe. Y,
como si esta fuera una especie de colchoneta, se lanzaban sobre
ella rebotando y saliendo despedidos hacia arriba.

Yo no me lo podía creer, y Sasha tampoco, no salíamos de


nuestra estupefacción ante la grotesca visión de aquellos dos tipos
raros de cojones rebotando en una masa informe que lo cubría
todo. Ambos nos miramos boquiabiertos.

—Los yautjas deben haber dañado a la Cosa en su estructura


genética y la han dejado sin capacidad para penetrar en las
células. Por eso se reúne como masa amorfa. Supongo que no

355
todos los seres vivos fueron fumigados por los alienígenas o, quizá,
usaron otro método. —Dijo Sasha.

—Ni idea. Por aquí no se ven extraterrestres ni naves,


deberíamos seguir adelante. Pero no sé si podremos hacerlo con
esta masa sobre el asfalto. —Contesté fastidiado.

Comenzaba un atardecer temprano y parecía que la noche


se abalanzaría sobre nosotros en un par de horas como mucho.
Tomé el volante, cerré la puerta del camión y me adentré en la
masa informe de color carne que se extendía por toda la zona de
las afueras de Copiapó, sin límites. O, al menos, yo no los veía
porque hacia donde mirara esa masa lo cubría todo. Parecía
avanzar hasta la ciudad y seguramente comenzaría a cubrirla en
unas horas, por completo.

Unos metros pude avanzar, a los pocos minutos el camión


estaba completamente paralizado por la Cosa como si fuera
alquitrán o pegamento super glue. Dejamos atrás a los dos
engendros jugueteando con la Cosa amorfa. Sergey, gritando
hacia nosotros, decía que aquello mismo era lo que había
cubierto por entero la ciudad de Santiago de Chile.

El motor del Azafrán estaba sufriendo, no podía avanzar,


cuando lo aceleraba rugía como un demonio, sin embargo, no
lográbamos cubrir ni un centímetro de terreno. Niko y Sergey
estaban atrás, a unos 100 metros del camión, llenos hasta los
topes de Cosa blandiblú por todo el cuerpo. Los podía observar
por el retrovisor. Parecía que ellos también comenzaban a tener
dificultades para moverse. Empecé a preocuparme cuando Niko
desapareció bajo esa Cosa. Sergey no tardaría en ser engullido
también. Era momento de actuar.

Me saqué la churra y oriné en una de las botellas, delante de


Sasha. Me dio vergüenza hacerlo. Pero él tomó otra de las botellas

356
medio vacías que, por cierto, olía a orina seca y podrida desde
hacía días, e hizo lo mismo.

Ambos salimos, cada uno por su lado del camión,


vaporizando la inmensa masa amorfa, y conforme la rociábamos
esta se retraía y quedaba reducida a una masa seca y tiesa de la
que salía humo. Sin embargo, la masa era enorme y no se podía
combatir con simple orina. Detrás, en el camión, llevábamos
armas, entre ellas, lanzallamas. Decidimos llegar a la parte trasera,
coger un par de lanzallamas e ir a por los dos tarados que ya ni se
veían bajo la Cosa babosa.

—¡Quédate vigilando, yo subo por los lanzallamas! ¡Sigue


rociándolos con orina! —Me ordenó Sasha.

Pero, mientras subía, la Cosa masa se acercó a una gran


velocidad como una ola marina. Se había retraído y, tomando un
gran impulso desde la parte trasera, se abalanzó sobre el camión y
se introdujo en la parte del montacargas, propinando un golpe
terrible a Sasha e introduciéndolo de un solo empujón en el interior
del remolque caja del Azafrán.

Al ver la jugada salté hacia un lado rociando con orina todo


lo que podía al mismo tiempo que salía corriendo campo a través,
dando grandes zancadas y saltando sobre la masa informe. Corrí y
corrí hasta mantenerme a una distancia prudencial de aquella
Cosa amorfa. Y cuando volví la vista atrás, todos ellos habían
desaparecido: Niko, Sergey, Sasha y el Azafrán ya no se veían por
ningún lado. La masa informe seguía su camino hacia la ciudad sin
inmutarse, sin perseguirme, simplemente porque me había
apartado de su trayectoria persistentemente rectilínea.

Me quedé mirando, atónito. Aquello había reabsorbido todo


bicho viviente y todo objeto sobre el terreno por el que había
arrastrado su pesada masa. Cada vez era más y más voluminosa,

357
y me sentí horrorizado ante la bestia sin forma y sin mente en que
se había convertido La Cosa McReady. El sol se ocultó despacio
en el horizonte, a las afueras de Copiapó, mientras aquello
engullía poco a poco la ciudad bajo su amorfa anatomía.

****

Tj`ul no se perdería aquella operación, estaba dispuesto a vivir


aquella aventura, la única realmente importante en su vida, desde
primera línea de acción. Su capitán Byto`hl esperaba órdenes del
general Kv``Alhu, pero en cuanto llegaron, se puso manos a la
obra. Desplegó a sus guerreros por todo el planeta. Tardarían
algunos días, desde luego, pero acabarían exterminando al
invasor que tan caro les estaba saliendo.

A Tj`ul le pareció que todas las equivocaciones que había


cometido habían quedado olvidadas o perdonadas por su
capitán, pues no informó a su superior. En cierta forma el terrícola
Sergey le había salvado la vida. Los grupos de guerreros,
completamente ataviados con armaduras por todo su cuerpo, y
llevando consigo el ácido desintegrador en recipientes
adecuados, se dirigieron a las zonas donde la Cosa estaba
engullendo todo lo que se interponía a su paso. Cerca de
Santiago de Chile estaban ya descendiendo, rodeando la ciudad
que, ahora mismo, no se veía desde su posición porque estaba
parcialmente sepultada por aquella masa amorfa. Un olor
nauseabundo que se esparcía en efluvios hacia la atmósfera lo
llenaba todo. Los yautjas, con sus máscaras, evitaban todo tipo de
penetración insana a sus vías respiratorias, tanto de olores como
de posibles gases tóxicos. El éxito estaba garantizado. Al menos
eso era lo que pensaban en esos momentos.

358
A lo lejos, sobre una montaña de las que rodean la ciudad de
Santiago, un hombre observaba agazapado toda la escena. Era
Orhan Statov, el único superviviente en la Tierra. Había tenido que
dejar atrás a sus tres amigos, los engendros como él, que lo habían
acompañado durante días y días de travesía desde el norte,
desde Iquique. Orhan era el más humano de los engendros; el
hombre que había sobrevivido a la infestación de La Cosa en la
Antártida; el hombre que había luchado contra McReady
convertido en cosa durante su largo periplo desde la base
americana hasta McMurdo, y de ahí al continente americano. De
lo que fue testigo Orhan en aquel momento sus retinas guardarían
un gran recuerdo el resto de sus días. Una colosal masa informe
desplegaba su voluminoso cuerpo, no se veía más que las afueras
de la gran ciudad. Una ciudad realmente considerable pues
había albergado a millones de personas. Una ciudad construida
en una extensión plana rodeada de montañas, con grandes
avenidas recorriéndola como las arterias recorrerían el cuerpo de
un gran coloso, una ciudad que contaba con edificios rascacielos
de colores opalescentes y brillos vidriosos; una ciudad sobre la que
se posaba una gran masa biológica, tan gigantesca que puesta
de pie alcanzaría la estratosfera; ahora, el rumor era permanente,
un temblor continuo se alojó en toda la zona transformándose en
auténtico fragor cuando los edificios caían a su paso,
desmontándose como piezas de lego monumentales, arrolladas
por una fuerza imparable y bestial.

Los yautjas rodeaban la ciudad de Santiago en todo su


perímetro, parecía que no iban a ser suficientes. Tj`ul era uno más
de entre todos los que se habían mostrado voluntarios a realizar
aquella misión. Iban cargados del arma más poderosa, la que
haría desaparecer todo resto de La Cosa sobre el planeta Tierra.
La coordinación era imprescindible. La cantidad de ácido
desintegrador, necesariamente, debía ser mucho más alta de lo
que nunca jamás hubieran utilizado en ningún otro momento de

359
su historia. Y no era fácil mantenerlo estable para su traslado en las
naves. De manera imprescindible debía estar refrigerado ya que
solamente antes de su uso se lo podía devolver a su estado
gelatinoso natural. En este estado podía introducirse en los
pequeños tubos capilares en los que lo transportaban dentro de
recipientes herméticos con efecto de vacío, pero estos no podían
estar más de 20 horas continuas a temperatura superior a los 30
grados. De forma que si era así, si por cualquier motivo no se
utilizaba dentro del rango de estabilidad, el ácido perdía toda
efectividad. Y, desde luego, no podían estar suministrando
mayores cantidades. Usarían todo el que les quedaba en su
almacenamiento de las cuatro naves base que orbitaban la Tierra
a la espera de las acciones de los efectivos. Si todo se iba al traste,
los yautjas de la misión no serían, desgraciadamente, rescatados.
No podían permitirse la posibilidad de que alguno de ellos
estuviera infectado por Y-9876 porque incluso sabiendo cómo
eliminarlo, este era cada vez más inteligente y podía darse el caso
de que adoptara tal capacidad de simbiosis y mimetismo que
pasara desapercibido en los controles. Incluso, podía ser más de
un guerrero el que quedara infectado. La misión concluiría en ese
momento como un estrepitoso fracaso. Pero, mientras Orhan
Statov observaba las maniobras de los yautjas, la Cosa cubría
toda la ciudad de Santiago de Chile y lo más increíble es que, a
vista de pájaro, desde las naves de los extraterrestres, podía verse
cómo más masas del mismo ser se arrastraban hacia ella, como si
todas quisieran reunificarse para dar paso a un ser de dimensiones
ciclópeas. Había que parar aquella locura o este planeta jamás
sería apto para la vida.

Orhan Statof, era un soldado experimentado del cuerpo de


élite de la URSS. Actualmente había sido destinado a corregir unos
incidentes acaecidos en la Antártida junto a una misión
internacional. La base norteamericana había sido aniquilada tras
la noruega por un organismo que suplantaba a los individuos

360
biológicos, ya fueran de especie humana o animal. Era el último
superviviente de una epopeya sin igual, mitad hombre, mitad
alien, su fortaleza y capacidades físicas eran inigualables. Y no
podía ser infectado pues, dentro de su recombinación genética,
incorporaba elementos radioactivos que lo hacían inmune a la
Cosa. Este soldado ignoraba su naturaleza, y ahora se encontraba
con extraterrestres que venían a salvar la Tierra de la aniquilación
total y absoluta. Sin embargo, esta nueva forma de la Cosa, no
era menos dañina que la anterior. Y en ese momento, Orhan, no
sabía qué se proponían aquellos aguerridos seres que se
acercaban por todos los flancos de manera coordinada hacia la
masa informe de Santiago.

Los yautjas no estaban acostumbrados a este tipo de


misiones. Nunca habían tenido que actuar así en toda la historia
de su raza. Nunca de manera tan coordinada y contundente.
Estaban posicionados a gran distancia unos de otros pues esta
gran metrópolis abarcaba kilómetros de diámetro. Así que cada
100 metros había un extraterrestre completamente blindado
preparado para actuar a una sola orden. Era suficiente. Las naves
que esperaban en la atmósfera se mantenían estáticas y Orhan
echó un último vistazo al cielo antes de bajar las colinas donde se
había apostado. Pero de repente paró en seco cuando comenzó
a observar cómo la Cosa iba desapareciendo ante sus ojos. La
señal había sido dada, los yautjas, como Sergey los había llamado,
habían derramado esa sustancia de color azul sobre aquella mole
de dimensiones hercúleas. Esta, de manera milagrosa, comenzó a
desaparecer, y en su lugar aparecía la ciudad. Pero ya no era la
misma ciudad verde, llena de edificios elevados de hermosos
colores; de barrios enteros de casas bajas o construcciones de
estilo colonial. Ahora todo parecía quemado. Sin embargo,
mediante sus prismáticos, pudo observar el humano que aquella
ciudad estaba cubierta de una especie de ceniza negra, los
edificios, las casas, las carreteras, las instalaciones eléctricas, el

361
mobiliario urbano, todo, estaba derruido, en ruinas. Y no se
observaba movimiento alguno. En las zonas más elevadas todavía
quedaban restos de Cosa que parecían querer salir corriendo de
allí. Pero todo fue en vano. El ácido, inexorablemente, una vez
tocaba la materia en la que se aplicaba, iba eliminándola sin
poder oponer ninguna resistencia. Estaba siendo un éxito.

Tj`ul no pudo más que sentir alegría al ver, ante sus ojos, a
través de su casco, cómo toda aquella masa horripilante
desaparecía de su visión de infrarrojos. Pero acto seguido, sin
haber pasado ni unos segundos, una brisa comenzó a elevar las
negras cenizas y a suspenderlas en el aire. Una especie de zozobra
lo puso en guardia cuando se dio cuenta de que, sin saber cómo,
y a pesar de que estaba completamente cubierto por un traje
especialmente diseñado para las pandemias infecciosas, sintió
que algo minúsculo, algo que más bien era como un olor a
quemado, impregnaba sus fosas nasales. Y dio la voz de alerta.

—¡Y`lhet, sigue activo! —Comunicó a sus superiores mediante


transmisión directa.

Los demás yautjas retrocedían, pero el polvo negro comenzó


a invadir toda la atmósfera. La sentencia de muerte estaba
echada. Orhan Statov se dio cuenta del error. Él era inmune, pero
aquellos pobres desgraciados habían sido infectados, todos y
cada uno de los yautjas que estaban sobre la superficie de aquel
lugar estaban ya siendo parasitados y, en breve, serían
suplantados célula a célula. Los cuerpos de los bravos guerreros,
enfundados en sus armaduras y trajes especiales, convulsionaban
mientras caían al suelo. El terrícola comenzó a bajar hacia la
ciudad. Ahora podría entrar en ella, buscar el Hospital donde Ilya
había realizado todos aquellos experimentos con humanos. A
pesar de todo tenía esperanza, esperanza de encontrar algo que
le diera una pista de cómo acabar con aquel ser inmortal.

362
Un yautja corría aterrorizado en su misma dirección, huyendo
enloquecido dentro de su escafandra, seguramente todavía tenía
conciencia como ser individual y se sentía aterrorizado. Era
grande, al menos medía dos metros. A pesar de mostrar pánico, su
forma de correr denotaba un cuerpo atlético. Parecía
desaparecer y aparecer por momentos. Orhan pensó en el
increíble tipo de tecnología que eran capaces de utilizar estos
extraterrestres. Debía ser tan sofisticada como para un hombre de
la edad de piedra una televisión. Orhan no varió su rumbo y se
topó con el yautja. Este, fatigado de su larga carrera, llegó hasta
ponerse delante y paró en seco. Ambos se miraron. Orhan se
quedó maravillado ante aquel ser. Lo miraba a los ojos mientras el
otro, sin más se quitó el casco.

Al ver las facciones de arácnido, el gran cráneo protuberante


en forma de abdomen de Argiope, una araña de lo más común;
al observar los colmillos exteriores que debían hacer de garra,
mientras los interiores tenían claramente la función de morder y
masticar; esos ojos pequeños y penetrantes que, en aquel
ejemplar, estaban dilatados por el terror que estaba viviendo, se
quedó maravillado, contemplándolo inmóvil y casi extasiado, sin
perder ningún detalle de la bestial pero hermosa anatomía del
yautja. Era Tj`ul, un individuo de lo más común, nada espectacular
en sus proporciones.

—¿Quiénes sois? —le preguntó admirado—. ¿Qué es lo que


creéis que estáis haciendo?

Tj`ul reconoció a Orhan. Sergey se lo había descrito hacía tan


solo un día. Sabía quién era. Y no podía permitir su desaparición.
Pronto, desde las naves, darían la orden de crear un vórtice
energético de gran magnitud para hacer desaparecer el planeta
por completo. Se colocó el caso para hablar al humano.

363
—¡Estoy infectado! Vamos a eliminar este planeta del sistema
solar. Las consecuencias son impredecibles. Debes huir con los
míos. Les voy a informar. Ve hacia aquella planicie, hacia Colina,
les informaré de que te recojan allí. ¿Dónde está Sergey? ¡Me
queda poco tiempo!, ¡contesta!

—Sergey fue engullido por esta Cosa deforme. ¿Qué cojones


habéis hecho? Ahora estoy solo, la Cosa se tragó a todos los
soldados que me acompañaban… ¿Cómo que eliminar este
planeta? ¿Qué cojones dices?

—No tengo tiempo, me llamo Tj`ul. Yo estuve con Sergey, era


un gran guerrero… Debes correr, no tardarán en bajar a por ti.
Nosotros no podemos volver. Estamos todos infectados… ¡Vete,
correeee!

Orhan se dio cuenta de que la advertencia del yautja no iba


de broma e inició una carrera desesperada hacia la población
colindante a Santiago donde la nave extraterrestre lo recogería.
Miró brevemente hacia el yautja antes de lanzarse definitivamente
hacia donde le había indicado. El extraterrestre había dado
media vuelta, andaba en zig zag, trastabillaba, parecía que algo
le comenzaba a molestar en su interior pues comenzó a
arrancarse la armadura. De repente, el casco salió volando con
fuerza verticalmente, dando una vuelta de 180 grados y cayendo
con su cara interior vuelta hacia arriba, sobre el suelo. Su boca
emitía unos graves gruñidos que se fueron convirtiendo en rugidos
terribles de dolor y rabia. Orhan sintió una profunda desazón
interior. Se dio cuenta de la fortaleza de aquel guerrero que, a
pesar de haber sido infectado, seguía luchando hasta el final,
dentro de su propio organismo, contra la tranformación. Pero su
cabeza comenzó a deformarse, ahora parecía gelatinosa, y del
cráneo, por los pequeños apéndices óseos que lo rodeaban,
comenzó a chorrear un líquido negro. Tras unos segundos la tapa

364
de los sesos saltó de la presión interna por los aires y el digno
guerrero se arrodilló sobre la tierra sin conciencia ninguna de lo
que le ocurría. Orhan se giró y siguió corriendo con lágrimas de
rabia en los ojos. Sus zancadas cada vez se hacían más y más
amplias. El terreno era farragoso, lleno de pedruscos y matorrales
extraños que comenzaban a parecer negros por la espesa capa
de ceniza de la Cosa que se estaba posando por toda la
superficie terrestre, hasta que dio con la carretera que se dirigía
hacia la población. Lleno de pequeños arbustos, hierbas cargadas
de pinchos y arena desértica, el lugar era cada vez más
impracticable. Las plantas se habían desecado por efecto del
tóxico que los extraterrestres habían esparcido por todo el planeta.
Por todos lados olía a polvo negro, la nube se propagaba poco a
poco pero sin remisión por la atmósfera de forma que nada podía
quedar libre de ella. El polvo en suspensión parecía que estaba
formado por partículas más bien grandes, aunque poco pesadas,
mezcladas con otras más pequeñas e incluso algunas
microscópicas que se respiraban. Todo ese denso humo contenía
micropartículas capaces de pasar los filtros de los cascos de los
yautjas. Las nanopartículas se mecían junto a las otras, visibles para
Orhan, en su inexorable expansión. Parecía que era una nueva
forma adoptada por La Cosa para escabullirse e infectar a los
yautjas. Había logrado vencer de nuevo. Siempre lo hacía de una
u otra forma.

Llegó a un lugar donde unas casas aparecían en forma de


villa de paso. Y allí estaba. Una cápsula, una nave ligera y
pequeña. La nave que recogería a Orhan era, realmente, una
especie de cápsula sin tripulación. Dotada de una hélice en un
extremo, se abrió por el extremo opuesto de forma que el terrícola
pudo observar su interior preparado para acomodar a un único
individuo. Orhan se estremeció pues toda la plateada lámina
exterior estaba repleta de símbolos desconocidos para él. Todo le
parecía irreal, se planteaba si estaba viviendo esta situación o era

365
una especie de delirio, pero no tenía mucho tiempo para pensar.
Aquel extraterrestre extraño con cabeza de araña le había
hablado en serio. Habían sido infectados e iban a destruir el
planeta. La pequeña cápsula se cerró inmediatamente cuando se
dejó caer en el confortable asiento interior, forrado de algún
material sintético de tacto agradable. El cuadro de mandos no le
era familiar pero pensó que no sería muy diferente al de cualquier
otra nave humana, al fin y al cabo, las leyes de la física no podían
ser muy distintas a la hora de hacer volar una aeronave, fueran
quienes fueran sus inventores. Le parecía que no se movía y, sin
embargo, no se había dado cuenta de que la nave ya tomaba
rumbo hacia la base que lo esperaba más allá de la atmósfera de
la Tierra. Esta pequeña aeronave, comandada seguramente
desde la nave nodriza que esperaba en la estratosfera, era ligera,
de un material altamente resistente. Orhan recordó fugazmente
los cilindros que describiera H.G. Wells en la Guerra de los Mundos,
su libro preferido de ciencia ficción. Pero paulatinamente sintió
que le agobiaba el aire que se respiraba dentro, a pesar de que
podía respirar sin asfixiarse, percibió que la proporción de gases
del interior era algo diferente a la de la Tierra. Sintió un leve mareo
que lo hizo sentir debilitado, respiró profundamente y cuando
reclinó su cabeza un poco hacia un lado, de repente, una voz se
escuchó en el interior de la cápsula. Parecía provenir de todos los
lados a un mismo tiempo, no podía localizar el altavoz por el que
se emitía aquel mensaje de voz. Buscó con la mirada y comenzó a
tocar las paredes y el cuadro de mandos que tenía delante suya.
Pero no lograba captar la dirección de la emisión ni comprender
lo que decía. Como no tenía visión del exterior y no sabía a qué
velocidad se movía decidió estudiar el cuadro de mandos para
ver si podía comunicarse con sus anfitriones, o captores. De líneas
rasas, uniformes y con algunos cuadros en los que ciertos símbolos
desconocidos de color rojo variaban de manera constante, Orhan
no podía comprender qué se mostraba, aunque intuía que debía
tratarse de parámetros de navegación. Se acercó para verlos de
366
cerca, pero justo en ese momento, una voz ronca, que no se
parecía nada a la humana, comenzó esta vez a contar hacia
atrás. De repente la cápsula se abrió. El terrícola asomó la cabeza
solamente cuando la vaina en la que se encontraba se apagó por
completo, como muerta. Asomó la cabeza brevemente y observó
el exterior. A pesar de ir armado no las tenía todas consigo.
Aquellos extraterrestres eran verdaderamente fuertes y hábiles en
la lucha, estando él, además, en verdadera desventaja porque
aquella era su nave. Orhan no sabía las dimensiones de la misión
de los yautjas, no sabía en aquel momento que estos se habían
alejado de su planeta de origen para ir a salvar la Tierra y
tampoco sabía que, aunque por puro interés egoísta, habían
luchado hasta el final.

El lugar le asombró, estaba oscuro pero unas luces


ambientales, pálidas pero que hacían que la vista se fuera
adaptando poco a poco al interior, mostraban varios hangares
ahora completamente cerrados al exterior pero que tenían
grandes puertas de acceso al interior. Algunas plataformas
parecían ejercer la función de elevador de las pequeñas naves
unipersonales que aparecían encapsuladas en las paredes.
Cuando bajó definitivamente, sus pesadas botas militares hicieron
un sonido metálico al golpear la superficie del suelo. Orhan se
quedó parado esperando a que algo pasara en ese momento,
como si por aquel ruido se sintiera, de repente, como un niño al
que acaban de pillar en una travesura. Miró alrededor y, de
repente, la plataforma sobre la que se encontraba comenzó a
moverse. Una especie de cinta transportadora estaba
introduciendo la cápsula, y a él, hacia otra zona de la misma gran
cámara. En ella se podía observar una puerta de acceso hacia el
interior de la gran nave. Era hexagonal y debía abrir
transversalmente. Todo el interior era de un color gris oscuro
galvanizado. Orhan estaba asombrado. Las dimensiones de toda
la sala eran descomunales. No se imaginaba cómo sería la nave

367
en su conjunto. Se escuchaba un rumor de fondo, un sonido
parecido al runrún que hacen los frigoríficos cuando están en
marcha. De repente la compuerta se abrió, pero no apareció
nadie. Accedió a una sala de color azul. En ella fue gaseado y
unos haces de luz rojiza recorrieron todo su cuerpo. La sala era
pequeña, como para albergar a dos o tres individuos de aquellos.
Parecía una zona de desinfección. El gas que respiró le recordó al
que habían utilizado desde las naves para fumigar el planeta. Olía
parecido, pero ahora estaba más concentrado. Una vez
estuvieron seguros de que el terrícola no estaba infectado, lo
dejaron acceder a otra sala donde depositó todo lo que llevaba
encima, incluída la ropa. Supo que debía desvestirse porque tenía
preparada en una ménsula de la pared un traje tipo cota de
malla, más o menos de sus dimensiones. Era de un color ocre
oscuro y venía preparado para añadirle accesorios que,
seguramente, lo convertían en una armadura en la que se podían
ir acoplando todo tipo de armamento y corazas, como el que
había visto que llevaba el yautja llamado Tj`ul. Todo el proceso
hizo que Orhan se tranquilizara. Si se tomaban todas estas
molestias era porque lo estaban invitando de manera amigable. Él
era militar y sabía de lo que iba aquello. Cuando estuvo vestido,
otra puerta se abrió enfrente de él, accediendo definitivamente al
interior de la nave. Cuatro yautjas lo esperaban de pie. Uno, el
primero, el que estaba más adelantado, era el más grande. Orhan
pensó de inmediato que era el jefe.

—Síguenos —le dijo, a través de un aparato que tenía


acoplado a la boca arácnida y mirándolo con sus ojos verdes
pequeños y redondos a los suyos de humano.

Orhan saludó al estilo militar y los siguió sin decir una sola
palabra. Sabía que sobraban en ese momento. Aquellas criaturas
acababan de perder una gran cantidad de operativos en la

368
Tierra. Debían estar realmente cabreados y frustrados. No era
momento de preguntas, era momento de obedecer.

Lo guiaron hasta una sala donde, sobre una mesa central que
emitía una luz blanca, se proyectaba una pantalla. Todos la
miraban, y Orhan hizo lo propio. Su cara recia de nariz rectilínea,
sus ojos azules como el mar enmarcados en unas cejas rubias que
ya encanecían uniéndose por la parte exterior a unas arrugas
marcadas, su piel blanca trasera, de tacto duro, y las líneas de
expresión alrededor de su boca rectilínea y severa, lo delataban
como un auténtico hombre caucásico; su pelo rapado y cano
revelaba su rudeza junto a su edad. El traje, que le quedaba
pegado a la piel, enguantaba en su figura corpulenta de hombre
atlético, y lo hacía parecer un semidios. Si algún humano lo
hubiera visto en aquel momento lo hubiera confundido con un
Dios griego. Pero ningún yautja reparó en eso. Estaban pendientes
de la pantalla en la que la Tierra era el centro de su atención. El
planeta se veía ya algo lejos, como una preciosa bola azul
suspendida en el vacío. El jefe de aquellos extraterrestres señaló
con la mano hacia la pantalla. Orhan miró atentamente, incluso
se acercó un poco para cerciorarse de que no perdía detalle de
lo que iba a suceder. Entonces Kv``Alhu, accionó un botón rojo
que segundos antes se había elevado desde el interior de la mesa.
Estaba colocado sobre la superficie algo más ancha de un mando
único, debajo de una protección transparente que parecía de
cristal. Lo que ocurrió entonces, es difícil de explicar. Los ojos de
Orhan se abrieron junto a los de sus compañeros extraterrestres al
ver cómo la Tierra iba desapareciendo ante su atónita mirada. Un
velo parecía ir cubriéndola de forma progresiva, y hermosas
ondulaciones le hicieron percibir la imagen cada vez más
distorsionada, como si una especie de torbellino estuviera
desintegrándola en partículas hasta hacerla desvanecerse por
completo. En ese momento Kv``Alhu, dijo:

369
—Operación Sacrificio de Y`lhet finalizada. Misión cumplida.

Miró directamente a los ojos del terrícola que no apartaba la


vista de la profunda oscuridad de la pantalla. Lloraba
calladamente, sin moverse, en pose marcial.

370
Y`lhet
(o La Odisea Del Tuerto)
por Elmer Ruddenskjrik

Volvió a la conciencia con un sonido ronco y gutural que le hizo


vibrar todo el pecho. El despertar de la hibernación le suponía un
esfuerzo de tipo hemodinámico a su sobredimensionado pero
envejecido cuerpo, y el característico ronroneo de su laringe, con
el que mostraba ansia por algo que llevarse a la boca, se
propagaba por su espesada sangre como un molesto picor
alrededor de los huesos, entre los recios músculos bajo la
endurecida piel, que se había vuelto muy oscura durante el largo
transcurrir de su vida hacia el ocaso. Parpadeando con lentitud,
empujó con muy poca paciencia la compuerta de la cápsula,
antes de soltar los correajes y sacarse los tubos hipodérmicos, que
inyectaban y extraían el suero estabilizador, de debajo del cuello.
Las gruesas agujas salieron de su carne dejando rezumar la verde
sangre fosforescente en la forma de un par de gruesas gotas. Las
recogió con el pulgar de la mano derecha para luego llevárselas
a la boca, al fondo de las mandíbulas exteriores cruzadas, y
saborearlas, al tiempo que salía con decidido paso de la estrecha
cámara vertical de sueño espacial.

Había algo de gravedad en la nave, la suficiente como para


necesitar mantener el equilibrio en pie. Por el zumbido sordo que

371
recorría la estructura, suponía que debían estar aterrizando. No
podía existir otro motivo para que los exploradores le despertaran:
habían encontrado algo. Sin plantearse absolutamente nada de
lo que podría tratarse, salió con paso decidido del
compartimento, usando un leve bufido de su garganta para
controlar la apertura automática de la puerta. Necesitaba
encogerse y ponerse ligeramente de lado para poder pasar por
las pequeñas puertas, diseñadas para el paso de los esmirriados
exploradores. Incluso el material de las pasarelas sonaba como si
fuera a hundirse de un momento a otro bajo el peso de su
musculatura, que aumentaba según se acercaban a la superficie
de cualquiera que fuera aquel lugar.

La oscuridad a lo largo y ancho de todo el fuselaje era


absoluta, pero las líneas térmicas incrustadas bajo la superficie de
techos, paredes y suelo le permitían guiarse con la misma
naturalidad que estando rodeado de todas las cosas vivas y
calientes que brillaban bajo el sol de su mundo de origen. Con un
hastío y desdén indescriptibles, pasó a la estrecha y oscura
cantina, y hurgó con decisión en uno de los baúles de provisiones
para hundir las afiladas uñas de su garra derecha en un enorme
pedazo de pasta de proteínas, y asir con la otra mano uno de los
esféricos depósitos de hidratación.

Empezó a mordisquear con rabia mientras tomaba asiento en


un taburete metálico de un rincón, desde donde creía que no le
verían los tripulantes de la nave si, al buscarle, solo pasaban por
delante de la puerta. No estaba de buen humor. Si alguno de
aquellos inferiores congéneres se atrevía a mirarle siquiera antes
de satisfacer su hambre y sed, sería capaz de arrancarle la
cabeza de un mordisco. Trató de serenarse, dejando que el
hidratante le refrescara al echar hacia atrás la cabeza, una vez
encajada la esfera entre las cuatro mandíbulas de largos y
gastados colmillos. Al dejar caer la esfera de hidratación en la

372
palma de su mano izquierda, la miró con atención con su ojo
izquierdo, el único que le quedaba, más blanco que amarillo en el
redondo iris por cuenta de su avanzada edad. La cantimplora
esférica, totalmente negra entre el rojo intenso de sus anchos
dedos, le hizo pensar en el tiempo en que había sentido que tenía
el mundo, su mundo, entre sus garras.

Durante cerca de ocho décadas, el Tuerto se había


convertido en el líder indiscutible del más poderoso clan de los
seres de su raza. Lo cual, por extensión, le había hecho
considerarse a sí mismo el rey de su propio planeta. Durante ese
tiempo, había cazado a los seres más peligrosos de la fauna,
incluyendo los terribles monstruos abisales de las profundidades del
Gran Lago del norte; se había enfrentado a los avances de las
zarzas vegetales carnívoras, cuya extensión continental había
llegado a suponer una amenaza para todos los demás seres vivos,
comandando para ello una irrepetible unión de clanes que las
combatió hasta extinguirlas por completo; y había terminado,
aburrido y desidioso ante la inferioridad de sus semejantes, por
hacer enfrentarse a su clan a todos los demás, exterminando
incluso a los más inconscientes de sus descendientes, y hasta
hacer que los nombres y costumbres de todos ellos acabaran por
desaparecer de la memoria popular. Todo aquello había
ocupado tan solo la mitad de su tiempo como indiscutible
cazador y guerrero.

Después, llegó el que él mismo reconocía como un tiempo de


decadencia, en todos los sentidos. A pesar de no dejar de pelear
y de entrenarse, llegando a crecer en envergadura y musculatura
de maneras que no tenían precedente para su raza, se sació en
ese tiempo en los placeres de las hembras, la comida y todas las
sustancias psicotrópicas, sedantes o estimulantes, que le eran
conocidas. Vanagloriado, creyéndose un auténtico dios tanto por

373
el temor que infundía como por sus increíbles capacidades, no vio
venir el alzamiento.

Y no es que no hubieran tratado de derrocarle en anteriores


ocasiones, tanto en batallas de ejércitos como en combate
singular. Pero el paso del tiempo sin verdaderos enemigos, sin más
combates que los que podían proporcionarle sus propios juegos
organizados, le habían hecho olvidar un factor importantísimo: el
mismo tiempo. A pesar de seguir siendo un guerrero sin igual, su
entrada en la decadencia física había supuesto una oportunidad
de cambio para los mismos guerreros a los que él había
seleccionado para ocuparse de los asuntos de gobierno: todos
aquellos temas necesarios pero aburridos para él. Sus catorce
virreyes habían entrado en plena noche a su alcoba para tratar
de matarlo en uno de sus peores momentos: tras perder el sentido
durante una auténtica orgía de fornicación, bebida y sustancias
estupefacientes. A pesar del ataque sorpresa, todos ellos habían
entrado para matarle con armas blancas, espadas y lanzas,
buscando darle una muerte lo más honorable posible.
Acostumbrado a mantener un sueño inquieto y ligero, se había
alzado de inmediato para defenderse, a pesar de la turbación de
la embriaguez. Durante una furiosa batalla de la cual no
recordaba gran cosa, llegó a matar con sus manos desnudas a
ocho de sus traidores, antes de acabar derrotado al perder un ojo
y quedar inconsciente cuando uno de los supervivientes logró
clavarle su lanza en el ojo derecho.

El golpe le había causado una fuerte conmoción cerebral. Su


ojo había sido arrasado, pero la gruesa punta de la lanza había
quedado encajada en una oquedad de la parte del cráneo que
formaba la cuenca, sin llegar a herir directamente ninguna parte
de su sistema nervioso. Pasó dos días en coma antes de despertar
por sí mismo de nuevo, maniatado, sin poder ver nada, en una
celda privada de todo espectro infrarrojo.

374
Cuando lo que quedaba de su consejo de gobierno se
presentó ante él, le comunicaron que, a todo efecto, se le
consideraba derrotado, y que las cosas se habían acabado para
él. Reconocieron su larga carrera como héroe indiscutible de su
raza, pero criticaron con dureza su decadente comportamiento,
que había durado demasiado tiempo. Habían discutido mucho la
posibilidad o no de ejecutarle, y habían decidido otorgarle una
oportunidad honorable: la de ser parte de una expedición hacia
lo desconocido del espacio. Durante la exploración de nuevos
mundos y nuevas criaturas, quizá encontrara algo nuevo contra lo
que probar su valía.

Hacía tiempo que se hablaba de esas expediciones, para las


que él mismo había consentido dedicar recursos, aunque sin
mucho interés: misiones ideadas por parte de aquellos congéneres
suyos que se dedicaban con tanto interés al desarrollo de la
tecnología y otras ciencias. Y en aquel momento, se le forzaba a
partir en el primer lanzamiento de una nave exploradora… Sin
lamentar su situación, sin plantearse alternativas, reconociendo la
victoria de los suyos sobre él y admitiendo que podía volver a ser,
de algún modo, útil a su raza, había aceptado aquella especie de
“honroso exilio”.

Terminó de comerse la pasta de proteínas, recuperando un


poco de su antiguo fervor de conquista al llevarse la mano
derecha a la oquedad repugnante y llena de carne desfigurada
de su ojo derecho.Había regresado de entre los muertos. Estaban
aterrizando en un nuevo mundo. ¿Quién sabía lo que estaba por
acontecer? Quizá los pequeños exploradores, tan inteligentes con
sus más pequeñas cabezas, tuvieran alguna idea…

Salió de la cantina terminando de masticar el último bocado.


La nave parecía estar reduciendo la velocidad, y la inercia de la
súbita deceleración en el aterrizaje le obligó a apoyarse en los
curvos muros de los estrechos pasillos. A pesar de encontrarse,

375
oficialmente, supeditado a las indicaciones de los exploradores,
ignoró las órdenes retransmitidas por el sistema de comunicación
general, que le indicaban que se dirigiera al puente. En lugar de
eso, accedió a la armería, donde se equipó con una gran
muñequera de largas cuchillas curvas retráctiles en el antebrazo
derecho, una brillante espada ancha de doble filo, cuya vaina se
ató al muslo de la pierna izquierda, y con la pistolera, atada al
muslo derecho, de un fusil corto de plasma. Cada objeto estaba
diseñado para mostrar sutiles patrones de radiación ultravioleta,
haciendo que fueran sencillos de visualizar y manipular incluso
bajo tierra o en las profundidades del espacio, donde no llegaran
los rayos de ningún sol.

La nave terminó de posarse mientras él se encajaba sobre la


cara, por primera vez en su vida, la máscara de protección
ambiental, especialmente diseñada para los viajes de caza a otros
mundos, y muy parecida a los cascos de guerra, fabricados en
hueso, de los clanes de su mundo. Tan pronto la activó, descubrió
con creciente curiosidad que podía cambiar entre cuatro modos
de visión distintos con un sencillo comando de voz. Con cada uno,
parecía descubrir una realidad nueva, pero no terminaba de
entender bien lo que veía. Optó por dejar el visor totalmente
desactivado. Le bastaba con que la máscara le permitiera
respirar.

Por los sistemas de comunicación, sus congéneres inferiores


insistían en que se reuniera con ellos en el puente, pero les ignoró
de nuevo, desplazándose a largas zancadas y con decisión, hacia
la compuerta estanca que daría al exterior de la nave. Sin dejar
de moverse, pasó el índice de su mano derecha, con delicadeza
pero precisión, por los paneles táctiles del ordenador de su
muñequera, y las pequeñas pantallas mostraron, en breves signos
rojizos, los datos que la nave había recabado de la atmósfera de
aquel planeta. Fuera, el aire no era en absoluto respirable, pero

376
tampoco corrosivo. La gravedad era prácticamente la mitad de
su mundo de origen y, como toda amenaza ambiental, se
producía en aquel momento una fuerte ventisca que proyectaba
pequeños cristales del mineral que conformaba la irregular
superficie rocosa.

A pesar de las insistentes advertencias de que esperara a


todo el equipo para el descenso, el Tuerto entró en la cámara
estanca e hizo bajar la compuerta para salir con largos y pesados
pasos al exterior. Las proyecciones de la ventisca rebotaron con
tintineos sobre la dura piel oscura de su cuerpo, sin que él hiciera
aprecio del intenso frío.Dirigió la vista hacia el sol levante, que se
mostraba a su visión como una apagada bola roja tras un denso
manto neblinoso y blanco. Aquella estrella apenas iluminaba el
mundo, pero la luz infrarroja hacía brillar para él los irregulares
contornos del terreno, mostrándose todo ello como una
interminable y confusa amalgama de líneas carmesíes retorcidas y
anudadas. Una visión que podía comprender por serle natural.

El casco empezó a rechinar al tiempo que reprodujo bufidos y


gruñidos: los exploradores, sus congéneres degenerados, se
empeñaban en ordenarle que esperara. Que seguir por su cuenta
podía tener consecuencias inesperadas para todos. Que el
objetivo de la misión no era la pelea, en primer término. Él no
entendía nada de aquello, ni prestaba atención, pero sí alcanzó a
comprender la inquietud de los exploradores cuando avanzó
algunos pasos hacia el lado de babor de su propia nave: a cierta
distancia más allá, recortándose sobre el quebrado pero
monótono horizonte de aquel planeta sin interés aparente, se
erguía la oscura silueta de lo que a primera vista confundió con un
gigantesco resto óseo.

Creyó que estaba mirando parte de la cadera de alguna


criatura colosal, un monstruo que tenía que ser al menos veinte
veces más grande que las bestias abisales, ya extintas, de su

377
mundo de origen. Le costaba creer que aquel yermo paraje
pudiera suponer un hábitat adecuado para bestias tan
gigantescas, y su sentido de la lógica le hizo deducir que aquello
era un resto fósil de algo que habría respirado cientos de miles de
vidas antes. Se volvió con un rápido giro de cabeza, agitando sus
larguísimos tentáculos capilares, para ver cómo le alcanzaban sus
congéneres exploradores, equipados con sus propias máscaras y
con toda clase de equipos y armas a la espalda. Verlos
acercársele, tan pequeños, con todos aquellos trastos encima,
vestidos de pies a cabeza con armaduras de protección
ambiental, le pareció ridículo. Gorjeando para sí de buen humor,
dejó que le adelantaran tras rodearle, observando sus ridículos e
inútiles equipos. Uno de ellos, el segundo más bajito, iba delante,
manipulando un pequeño artefacto de análisis, que orientaba
hacia el gigantesco hueso.

El Tuerto, curioso, se le acercó con rápidas zancadas,


empujando con su gran volumen a los demás, y le puso la enorme
garra en el hombro. El pequeño explorador volvió su máscara
hacia él para mirarle, sin mostrar miedo alguno en su lenguaje
corporal. El Tuerto sacudió la cabeza hacia el objeto,
preguntándole qué había sido de aquella criatura, y deseando
saber si podía quedar alguna más. El pequeño explorador le
mostró la pantalla de su terminal.

Aquello no era parte de un esqueleto gigantesco: era una


nave espacial, y emitía alguna especie de señal de radio. Había
hecho saltar los sistemas de a bordo, despertándolos a todos de su
sueño centenario de viaje por el espacio. De no ser por aquella
señal, hubieran seguido su largo trayecto hacia otras galaxias,
como estaba planeado. El Tuerto dejó caer los brazos, ligeramente
decepcionado. La idea de encontrar bestias tan colosales no
podía compararse a la exploración de una vieja nave. No le
importaba su procedencia ni lo que pudieran encontrar dentro, si

378
no servía para poner a prueba su fuerza. Los exploradores, en
cambio, intercambiaban gestos y gruñidos, curiosos y exaltados. El
Tuerto, apesadumbrado, les siguió cuando abrieron la marcha a
pie, muy animados, hacia aquel objeto estrellado.

Según se fueron acercando más, los exploradores se fueron


volviendo más taciturnos, quizá incluso recelosos. El Tuerto, en
cambio, cerrando la marcha, vigilaba todo el terreno alrededor
del grupo, incluso por encima de las cabezas de sus congéneres,
pero con cada vez mayor expectación y curiosidad. Empezaba a
apreciar mejor que algunas partes exteriores de aquella estructura
tenían que responder a alguna función mecánica, por su forma y
la consecución de oquedades en la superficie.

No entendía cómo un aparato para volar por el espacio


podría ser tan distinto de la tecnología de su raza. Por el ángulo en
el que se alzaba, era de suponer que la nave tendría su mayor
parte profundamente enterrada en el terreno, quién sabía si
intacta o aplastada por el impacto de la caída. Le embargó la
pequeña esperanza de que hubiera supervivientes, que el
accidente no hubiera ocurrido hacía demasiado tiempo, y que
dentro esperara alguna raza de belicosos seres que, habiendo
solicitado ayuda de sus propios congéneres, les atacaran al ver
aparecer a criaturas tan distintas. Quizá murieran un par o todos
los exploradores. Quizá incluso fueran capaces de derrotarle a él.
Pero la idea de una batalla furiosa en un lugar totalmente
desconocido del Universo empezaba a excitarle sobremanera.

Hizo chocar los puños uno contra otro tres veces, enardecido
por su imaginación y ansioso por probar la resistencia del cráneo
de un ser consciente de otra especie. Tres de los seis exploradores
se volvieron a mirarle, sin comprender muy bien a qué venía el
inesperado alarde. El Tuerto ronroneó para sí de diversión. Estaba
claro que aquellos alfeñiques no estaban hechos para la pelea, y

379
que sus gónadas se estaban encogiendo tanto como crecía
aquella nave según se acercaban.

No tardaron en llegar al que era el centro geométrico de


aquella supuesta parte trasera del artefacto. Allí, tres oquedades,
tan altas como tres cuerpos, recordaban vagamente a los
accesos genitales de las hembras de su especie. El Tuerto trató de
indicárselo a dos de ellos, acercándose y tocándoles en el hombro
para luego explicarles la similitud con obvios gestos. No parecían
entender aquello que él encontraba tan gracioso, y desistió de
tratar el tema con los demás. En ese momento, echó de menos a
lo que quedaba de sus virreyes traidores: ellos sí tenían sentido del
humor. En cambio, aquellos científicos, que parecían castrados,
daban la impresión de no haber conocido hembra alguna que no
fuera su madre.

Con facilidad pero demasiada parsimonia para su gusto,


acabaron entrando en aquellas absurdas representaciones
sexuales, mientras él resoplaba, hastiado, observando los
alrededores. Todo, salvo el salvaje viento, era inerte e inmóvil.
Cuando le tocó subir por la oquedad, se sintió satisfecho de
descubrir que aquellos pasillos eran amplios, adecuados para
mover con soltura su gran corpulencia. Bajo el espectro infrarrojo
de su mirada apreció que las paredes, el techo y los suelos
estaban adornados con enormes huesos. No, no estaban
adornados. Al pasar la oscura palma de su mano por los relieves,
encontró que todo era hueso. Era hueso adherido a la estructura.

En realidad... ¿era hueso que había crecido desde el


fuselaje? La misma nave parecía ser una aberración a medio
camino de lo metálico y lo calcáreo, de lo tecnológico y lo
orgánico. No necesitaba a ningún científico para apreciarlo.

No comprendía cómo era posible, pero conocía muy bien el


interior de los seres vivos, y era evidente que la estructura ósea

380
crecía a partir del metal, o quizá el metal a partir de la osamenta.
Aquello era más difícil de discernir. Deseaba olfatear el aire,
descubrir a qué olía allí dentro. De pocas cosas se fiaba más que
de su olfato, pero no podía respirar en aquella atmósfera.
Resignado, dejó de manosear la pared y se apresuró para
alcanzar al apretado grupo de exploradores, más adelante.

A pesar de haber entrado por el conducto derecho de los


tres que habían encontrado, pronto descubrieron que los tres
acababan dando a una gran sala con una plataforma circular,
que se alzaba hasta la altura de las cabezas de los exploradores.
El Tuerto podía ver, con su mayor altura, que había una especie
de máquina encima: muy parecida a un cañón, parecía apuntar
hacia la nada del techo abovedado, ofreciendo un puesto
parecido a un asiento para el supuesto artillero.

Cuando empezaba a ver cumplidas sus expectativas, uno de


los científicos explicó que, según su sistema de telemetría, aquel
era una suerte de primitivo radiotelescopio. El Tuerto se maldijo por
dentro, pensando en qué posibilidades había de que el espacio
solo estuviera recorrido de naves llenas de palurdos investigadores.
Empezaba a lamentar su suerte, y a considerar si no habría sido
mejor elegir la honrosa muerte inmediata en su planeta, cuando
los primeros de sus forzosos compañeros, ya sobre la plataforma,
señalaron que había un cadáver en aquel asiento.

Empujando a los otros dos exploradores que aún quedaban


por subir, el Tuerto se alzó con agilidad a pesar de ser un anciano,
y se apresuró a comprobar aquello. Al principio, se asombró por el
tamaño de aquella criatura, cuya forma básica era muy parecida
a la de su especie. Una cabeza, dos brazos con manos prensiles, y
un ancho y largo tórax. Al momento siguiente desechó toda
esperanza al comprobar que el ser estaba fosilizado.

381
Hacía miles de vidas que había muerto, y de estar vivo
tampoco habría sido un rival para nadie: era una criatura sin
capacidad de movilidad, engendrada a partir del mismo asiento
reclinado en el que se encontraba. El aspecto de su cráneo era el
de una criatura patética, malformada, que parecía haber sufrido
una larguísima agonía antes de acabar viendo reventado su
pecho a la altura de las tercera y cuarta costillas derechas.

Apartando de un manotazo al explorador que escaneaba a


la criatura con su ordenador, el Tuerto pasó las manos por los
huesos quebrados. Había oído que la descomprensión en el agua
y el espacio podía hacer explotar los cuerpos, pero nunca lo
había visto, y dudaba de que sucediera de una forma tan
localizada. Estaba convencido de que le habían matado, quizá
con un arma penetrante, extraída luego con violencia… o con un
proyectil de tipo explosivo. Sacudió la cabeza mientras
ronroneaba, intrigado. Detrás de él, los exploradores se agitaban,
impacientes, pero sin atreverse a darle órdenes que sabían que no
seguiría. Con paciencia, el mismo científico esperó a que se
aburriera de examinar la momia extraterrestre, y se acercó a
continuar su examen.

Las superficies, metálicas u orgánicas, estaban impregnadas


de una suerte de microscópico rocío cristalizado. Todo rastro de lo
que fuera que hubiera acontecido allí había desaparecido tiempo
atrás. Sin embargo, a pesar de contar con un solo ojo, el Tuerto fue
el primero en ver el agujero en el suelo de la plataforma.

Se acercó sin decirle nada a ninguno, y se agachó para llevar


los dedos de su mano izquierda por el contorno de la oquedad.
Parecía quemada, como por efecto de un insistente haz de corte
de plasma. La parte desintegrada correspondía al panel de metal
del suelo, y parecía haberse detenido al llegar a los bordes de
calcio que servían de juntas a aquella suerte de grandes baldosas.

382
Uno de los investigadores apareció junto a él: de pie, a su
lado, era tan alto como él en cuclillas. Expresó con un elocuente
gesto de su mano que aquello era una quemadura por ácido. A
continuación, llamó a otro compañero y sugirió la posibilidad de
sondear el descubierto abismo antes de descender. El Tuerto,
mientras discutían aquello, observó el contorno del muro de
huesos de debajo, y se deslizó sin pensarlo por la abertura, para
empezar a descender con agilidad y rapidez por el muro. Las
negras uñas de sus garras en las manos y de los desnudos pies le
proporcionaban un agarre seguro, a pesar de lo resbaladizo de la
capa congelada que cubría toda la superficie. Los exploradores,
con sus armaduras integrales, tenían la desventaja de llevar
cubiertas las garras de sus pies por botas, pero dudaba de que
supieran usarlas para moverse como él. Se imaginaba que todos
ellos se habrían pasado la vida encerrados en laboratorios,
tratando de encontrarse las diminutas criadillas con potentes
microscopios, y poco más.

Al ir llegando abajo, cuando la pared se volvió suelo en una


lenta curva que no tenía sentido, encontró un auténtico e
interminable nuevo mundo. Hacia todos lados se abría lo que
parecía una bodega, pero la altura era tal que más bien parecían
enormes sistemas de cavernas submarinas. La oquedad era tan
fría que se tragaba a los pocos metros la proyección de radiación
infrarroja con la que su máscara trataba de proporcionarle alguna
visión. A pesar de ello, no tardó en distinguir que, a lo largo de
compartimentos abiertos como cauces de ríos en la superficie de
la bodega, palpitaban con calor lo que parecían una especie de
huevos.

A través de la cobertura, que a su vista era traslúcida, veía


inmóviles, pero vivos, una suerte de repugnantes insectos, de un
tamaño considerable. Mientras escuchaba a través del
comunicador de la máscara cómo los exploradores se

383
organizaban para descender usando cables, el Tuerto pensó en la
falta que hacía una buena desinfección de aquella nave. Mirara
en la dirección que mirara, a pesar de la oscuridad reinante, los
huevos infestaban la bodega, de delante hacia atrás y desde el
invisible límite de babor al inalcanzable de estribor. Empezaba a
sentirse como un vulgar operario de mantenimiento de cloacas, es
decir, estaba empezando a sentirse de muy mal humor.

Cuando los exploradores fueron llegando, uno de ellos,


visiblemente emocionado por su lenguaje corporal, le hizo gestos
al Tuerto para que no tocara aquellos huevos, al percibir que la
tensión de su cuerpo precedía un estallido de violencia en
cualquier momento. Extrajo otro inútil aparato de escaneo y lo
activó, arrojando un denso haz de luz ultravioleta en
concentración de láser. Empezó a dirigirlo hacia el mar de
embriones encapsulados, observando las lecturas con gran interés.
Mientras tanto, otros dos científicos observaban los huevos desde
la pasarela que se encontraba medio nivel por encima de los
compartimentos.

El Tuerto, cansado de tanta tontería, extrajo el fusil de plasma


de la pistolera, y disparó contra los huevos que escaneaba su
interesado congénere. El potente disparo azulado estalló
haciendo explotar tres embriones de una sola vez, e incinerando
otros cinco cercanos con las chispas del impacto.

El que escaneaba rugió, furioso, indicándole que se


detuviera, a lo que él respondió con un rugido igual de furioso
pero mucho más espantoso, gracias a su mayor tamaño y al
salvaje temple de toda una vida dedicada a la lucha. A pesar de
ello, descubrió que su diminuto congénere no se amilanaba, y que
mantenía su postura desafiante. O aquella vida de investigación le
había podrido el cerebro hasta el punto de no reconocer el
peligro cuando lo tenía delante, o realmente conservaba algo del
orgullo guerrero propio de su raza.

384
Sus dos compañeros, algo más atrás, no se mostraban
desafiantes, pero empezaron a acercarse, mostrando su apoyo al
retador. El Tuerto ronroneó de orgullo y placer. Reconocía la
valentía de los alfeñiques, y pensó que era realmente irónico que
tuviera que cruzar medio universo para volver a pelear contra los
suyos. Se guardó el fusil de plasma y abrió los brazos mientras se
flexionaba hacia delante para volver a rugir, instándoles a los tres
a atacarle al mismo tiempo: los mataría a golpes, con sus manos
desnudas.

Sin embargo, no llegó a producirse un enfrentamiento. Los


huevos cercanos a los reventados en llamas se abrieron, azuzados
por aquellas criaturas de ocho patas que correteaban y se
revolvían entre ellos, agonizantes. Los repugnantes insectos,
usando sus musculosas colas, se arrastraron con rapidez hacia la
pasarela donde se encontraban y saltaron hacia los exploradores,
los seres vivos más cercanos.

El Tuerto, con más curiosidad que otra cosa, vio cómo el


explorador que poco antes trataba de escanearlos era asediado
por uno de aquellos seres. Se le había subido muy rápidamente
por la armadura, y había envuelto con sus patas su máscara,
obstaculizándole la visión y empezando a romper la máscara de
protección ambiental de inmediato. Mientras los otros dos
exploradores, aturdidos, retrocedían desenfundando sus armas de
plasma, el Tuerto caminó hacia el del escáner, que se zarandeaba
de tal manera que acabó lanzando en su desesperación el
aparato hacia algún lugar de la pasarela. La máscara se le rompía
y no podía respirar. Al tiempo, el ser arácnido se apretaba más
contra su rostro, aprisionándole el cuello con la musculosa cola
para producirle sensación de asfixia y obligarle a abrir la boca y las
vías respiratorias. El Tuerto entendió enseguida lo que pasaba: era
como una agresiva violación de su garganta.

385
Agarró a su congénere por los tentáculos capilares de la
cabeza mientras con la otra mano tiraba de la criatura. El agarre
cedió bajo su imponente fuerza, pero no como esperaba. Al tirar
sin cuidado, la criatura arácnida había arrancado con las uñas de
sus poderosas patas toda la piel del cráneo del explorador. A
pesar de eso, no conseguía quitárselo del todo. Mientras el insecto
zarandeaba las patas, jugueteando con buena parte de la piel
del rostro del agonizante científico, el repugnante tentáculo con el
que invadía su esófago palpitaba, como un cordón umbilical
obsceno. La cola se apretaba más en torno al cuello, hasta el
punto de que la piel escamosa de su congénere crujía, aplastada.

Cansado del disparate, el Tuerto soltó al bicho y la cabeza de


su congénere, sacó su fusil de plasma y disparó contra el
espantoso espectáculo a bocajarro. Las chispas y los restos le
cegaron por un momento, pero empujó de una patada el cuerpo
descabezado, furioso, viendo que tardaba en desplomarse. Al
caer al fondo de otro compartimento, más embriones empezaron
a agitarse, abriéndose la parte superior de sus capullos como si de
flores al sol se trataran.

Moviendo con rabia los tentáculos de su cabeza, se volvió a


mirar a los otros dos exploradores. Retrocedían hasta el cable por
el que habían descendido, usando sus armas de plasma contra las
criaturas, que reptaban amontonándose a su alrededor. Parecía
que el movimiento y el calor de los disparos atraían su atención.
Pudo apreciar que los seres parecían aprender el modo en que los
exploradores se defendían, y se movían de maneras más
erráticas, tratando de superar la distancia alcanzada por sus
predecesores. ¿Acaso podían ver? ¿Sin ojos?

Fuera como fuera, uno de los científicos empujó al otro,


instándole a ser izado por el cable mientras el primero se
interponía a las criaturas. Varias de ellas se le subían por el cuerpo,
sin que fuera capaz de arrancárselas, y cayó derribado cuando, al

386
fin, una acertó a saltarle directamente a la máscara. Mientras, el
otro ya era izado por sus compañeros.

El Tuerto pensó en lo ridículo que era huir así de unas criaturas


tan patéticas. Alzó su fusil de plasma y, pese a la distancia, acertó
a su abandonado compañero en toda la cabeza, poniendo fin de
inmediato a su agonía. El cada vez mayor número de seres
despiertos de su letargo dirigió su atención hacia él. Sin temor
ninguno ante su número, empezó a retroceder, haciendo que
cada paso hiciera soltar zumbidos en el aparato de escaneado,
que, abandonado en algún lugar, lanzaba su capa de láser
ultravioleta sobre la pasarela y los capullos. El Tuerto fue dejando
que se amontonaran en su persecución aquellas extrañas
criaturas, primarias pero sorprendentemente perspicaces, para
luego despacharlas de un disparo, haciéndolas saltar por los aires
y arder en grupo. Varias de ellas cayeron por los alrededores,
mutiladas, ardiendo por el efecto del plasma; otras, en mejor
estado, echando a corretear entre los demás huevos, buscando
rodearle.

El Tuerto alzó los brazos y lanzó un bramido que hizo vibrar la


máscara, antes de empezar a arrojar fuego de plasma por todas
partes. Incinerar todos aquellos huevos y lo que se moviera entre
ellos era la única forma de asegurarse. Se deleitaba con los
chillidos de los insectos, que se empezaban a propagar por la
bodega en lejanos ecos. Los huevos impactados explotaban con
sonidos secos y agradables, y aquellos que se prendían en llamas
silbaban como instrumentos de viento monocordes, de notas
distintas según su diferente diámetro y altura, antes de abrirse para
dejar salir a los embriones medio cocidos.

Sin dejar de reventar capullos a diestro y siniestro, empezó a


dirigirse hacia la pared que ascendía hasta la abertura del
radiotelescopio. Con cierta sorpresa, apreció que uno de los
exploradores bajaba por el cable de nuevo, quizá esperando serle

387
de ayuda, o quizá pretendiendo que no siguiera exterminando a
aquellos animales. Mientras él seguía haciendo explotar huevos,
aquel llegó al fondo de la bodega, y examinó el cuerpo sin
cabeza de su compañero.

Por el comunicador, el Tuerto oyó su gruñido de advertencia,


avisándole de que las criaturas le rodeaban por detrás,
esquivando el fuego que se propagaba entre los capullos. Se
volvió a tiempo de interrumpir el salto hacia él de una de las
criaturas, propinándole un certero un disparo en el suelo, antes de
subir a la pasarela. Otra sí pudo saltar hacia su cara, pero la cogió
al vuelo con su mano izquierda. De inmediato, el arácnido se agitó
con fuerza y violencia entre sus dedos, clavándole las uñas
alrededor de la muñeca y agitando y enredando la cola. Apretó
el puño y le reventó el cuerpo, quebrándole casi la mitad de las
patas y matándolo en el acto. La criatura aplastada exudó un
líquido ácido, en lugar del esperado plasma biológico, y la palma
de su mano y el antebrazo empezaron a arderle de manera muy
dolorosa. No se quejó, solo agitó el brazo instintivamente, más
como si tratara de apagar unas llamas, y continuó arrasando con
las criaturas y los huevos, mientras retrocedía.

Su compañero llegó hasta él y, tomándole el brazo izquierdo,


vertió en las heridas una pasta médica que neutralizó la
quemadura química de inmediato. Le dejó hacer aquello, pero al
momento siguiente lo empujó sin cuidado hacia el cable,
ordenándole subir. En cuanto el improvisado torno empezó a
funcionar, el Tuerto ascendió con facilidad por la misma pared,
ignorando el punzante dolor que le había consumido las escamas
superficiales de la palma y los dedos. Debajo de él, las criaturas
seguían chillando y crepitando entre las llamas, pero escuchó otro
sonido bien distinto. Un gutural y agudo bufido.

Se volvió sobre su hombro izquierdo para mirar abajo, a


medio camino de la abertura. Distinguió entre las llamas unas

388
formas rojizas más tenues que parecían brillar reflejando la
radiación del calor en su piel. Seres de apariencia bípeda que tan
pronto se arrastraban sobre sus cuatro extremidades como
erguidos. Varios de ellos examinaban y se llevaban a rastras los
cadáveres de sus compañeros, pero otros tres subían por la pared
en su persecución. Aquello era justo lo que quería. Parecía que allí
abajo había todo un hábitat de amenazantes bestias. Subían muy
rápido, eran increíbles escaladores. Sus cuerpos parecían tan
frágiles y huesudos como los de los embriones de los huevos, pero
serían muy peligrosos cuerpo a cuerpo si, heridos, exudaban un
ácido parecido.

Desenfundó el fusil de plasma y disparó hacia abajo. Aquel


primero siguió ascendiendo sin hacer aprecio del disparo,
recibiéndolo de pleno y explotando, atravesado desde la cabeza
hasta la mitad de su torso. El cuerpo se desplomó hacia el fondo
de la bodega sin que las demás bestias acusaran la pérdida de su
semejante. Los restos, como una amalgama de plástico fundido,
se estrellaron en el fondo, humeando. Los haces de plasma
cauterizaban la piel de sus correosos cuerpos, impidiéndoles
sangrar el ácido. Trató de disparar contra el que más se le estaba
acercando, pero se movió con rapidez tan pronto pulsó el gatillo,
esquivando el haz, que siguió su viaje hasta volver a impactar
contra el mismo cuerpo inerte, al fondo. No le sería fácil pelear allí
colgado, era evidente que aquellos seres, más ligeros y provistos
de aguijones en las colas, tenían ventaja. Se apresuró a subir.

Al asomar la cabeza y un brazo, dos de sus semejantes


trataron de agarrarle para tirar de él. Se los sacudió de encima
con un violento empujón, y terminó de izarse por sí mismo. Al
mismo tiempo, una de aquellas criaturas asomó su cabeza justo
tras él, solo para recibir, contra la brillante y alargada cabeza, el
rotundo peso del torno, sujeto con su herida mano izquierda. La
criatura cayó a plomo, incapaz de asirse a la superficie ósea de la

389
pared de la bodega, hasta despanzurrarse contra el suelo con la
fuerza de su peso y de la velocidad del golpe. Allí abajo, otros
seres se apartaron, sobresaltados, antes de continuar devorando
los restos. Se morían de hambre y comían la primera carroña que
encontraban.

El tercer ser alcanzó la abertura con una actitud más


agresiva. Logró subir medio cuerpo sobre la plataforma del
radiotelescopio, sosteniéndose sobre sus delgados pero fuertes
brazos. Abrió la boca en un bufido agudo acompañado de un
fuerte rugido, y mostró una especie de lengua que en realidad era
una segunda boca, dispuesta para ser lanzada como un pistón. El
Tuerto dio fin a lo que consideraba un patético grito de guerra
con un fogonazo del rifle de plasma. La alargada cabeza se
desintegró de delante a atrás, y el cuerpo se escurrió hacia el
fondo. Los cuatro exploradores que quedaban habían
desenfundado sus propias armas, pero no se atrevían a acercarse
a la abertura. El Tuerto le estampó el torno portátil contra el pecho
al que tenía más cerca, instándole a guardárselo y a que se
largaran de allí.

Abajo, los bufidos de los seres se amalgamaban con el


crepitar de las llamas, sonidos que apenas acallaban el festín
caníbal que se estaban dando con los recientes muertos de
ambas especies.

El Tuerto se ofreció a cerrar la marcha. Creía que, para los


científicos, aquel era un buen momento para volver a su nave y
repasar la experiencia acumulada, así que les ordenó, ya
convertido en el líder indiscutible, que se retiraran. Fue detrás de
ellos, tras comprobar con parsimonia que las criaturas, por el
momento, no les seguían. Le extrañaba que, tratándose de seres
tan hábiles y hambrientos, ningún otro les siguiera allí arriba. No
podía ser por las condiciones ambientales, pues eran

390
prácticamente las mismas en el interior que en el exterior, salvo por
la ventisca.

Estaban recorriendo el mismo camino por el que habían


llegado a la plataforma, pero algo estaba mal, terriblemente mal.
Los exploradores, que iban en cabeza, a pesar de no detenerse, lo
estaban discutiendo, y él también se daba cuenta. Ninguno era
idiota, todos sabían que ya tenían que haber llegado a las salidas
con formas de genitales. Y el pasillo de huesos seguía hacia
delante exactamente igual que toda la parte que ya habían
dejado atrás. Dos de ellos se detuvieron a examinar el entorno con
sus aparatos, pero el Tuerto pasó de largo, reduciendo su paso,
cogiendo el escáner de uno de ellos y estrellándolo con toda su
furia contra la pared de hueso. El explorador se quedó un
momento mirándose las manos vacías, antes de dejarlas caer,
sintiéndose perdido en todos los sentidos. El Tuerto les indicó que le
siguieran, haciendo un largo ronroneo con el que buscaba
hacerles entender que no estaba de humor para disparates
electrónicos.

Caminaron, y el pasillo de huesos se abrió de nuevo: hacia la


sala del radiotelescopio. Soltando un bufido de confusión, el Tuerto
saltó sobre la plataforma, convencido de que habría varias allí
dentro y de que acababan de encontrar una distinta. Al
acercarse al puesto, descubrió al mismo ser inútil, fosilizado, con el
pecho abierto. Extendió una mano hacia sus compañeros, según
se le acercaban, esperando una de sus hipótesis científicas para
explicar tanta desorientación en un lugar que era un camino
recto. Uno de ellos señaló hacia un lado de la plataforma. La
placa metálica destruida por quemadura… estaba en su lugar. El
Tuerto giró la cabeza, agitando los tubos capilares alrededor de su
máscara. Se acercó hasta ese lado de la plataforma, y pateó con
fuerza la superficie. No se movía. Y, sin embargo, la criatura
fosilizada era exactamente igual. Insistía en pisotear la superficie

391
con creciente rabia, abriendo las manos hacia todos los
exploradores, cuando, por primera vez desde más de la mitad de
su vida, se llevó una verdadera sorpresa.

Uno de los exploradores se había subido a los bordes bajos


del asiento de aquel atrofiado explorador. Estaba tocando los
huesos del cadáver, como él mismo había hecho no mucho
tiempo antes, pero las costillas se torcieron desde su centro hacia
arriba, cerrándose en torno al brazo del científico como una
amalgama de gruesos dientes romos. Todos pudieron oír los
sonidos de masticación que la osamenta producía al aplastar el
cuerpo de su compañero. Los demás trataron de acercarse para
tirar de él por las piernas, y fue el instante en que el cadáver sobre
la plataforma pareció agitarse y abrirse aún más para arrastrar
hacia sí a su presa. El grito de dolor y espanto del explorador se
confundía con un sonido grave y terrible, acompañado de un
cascabeleo furioso. Aquella trampa viviente tiraba del pequeño
explorador sin que sus compañeros pudieran hacer nada.
Tentáculos que parecían gelatinosas vísceras envolvían el cuerpo
y las extremidades de aquel al que devoraba, con tal grado de
presión y efecto de torsión, que la sangre fosforescente rompía a
brillar por todas partes, la dura piel de escamas surcada de cada
vez más profundos cortes.

El Tuerto se acercó de inmediato, empujando a uno y otro


lado a los otros tres exploradores, que luchaban por sacar a su ya
perdido compañero. Dirigió el extremo del fusil de plasma contra
la amalgama de huesos, carne y tentáculos, y disparó. La mezcla
de criaturas gimió primero, recibiendo el disparo a quemarropa
como una bengala, empezando a hundirse lentamente en su
superficie, pero de pronto estalló, al tiempo que aquella cosa
lanzaba un alarido horroroso. Las chispas salieron despedidas
contra el Tuerto, que, cegado por el fogonazo, no vio llegar el
duro golpe que le propinó la parte superior del largo costillar.

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Aturdido por el inesperado ataque, cayó de espaldas entre
sus confusos compañeros, mientras la mezcla de carne y huesos
sobre el asiento de la nave se sacudía, herida, rugiendo de un
modo desesperado y furioso, con una voz imposible e
irreconocible, antinatural.

La cabeza del fósil se había alzado sobre una imitación de


columna vertebral, y el esternón, igual de grueso y resistente,
había empezado a sacudirse de manera convulsa. El esqueleto
entero había dejado de ser una forma sólida e inmóvil, todas sus
piezas se curvaban y estiraban de maneras imposibles, incluso se
retorcían, mientras una especie de vísceras rezumaban. Pero no
parecían entrañas de un ser vivo, era una amalgama indescifrable
de protuberancias orgánicas palpitantes, tentáculos finos y
viscosos como las antenas de un diminuto insecto, y espantosos
apéndices de formas amenazantes y terroríficas, los cuales
bamboleaban sus gruesas secciones alrededor de las
extremidades del explorador, ya inmóvil por inconsciente o
muerto, aplastado y retorcido dentro de la imitación de esqueleto,
que se sacudía y temblaba como si de un momento a otro fuera a
explotar para desperdigarse por todas partes. El disparo de plasma
aún ardía en un lado de la criatura, pero no tardó en quedar
cubierto por la amalgama de carne tierna y de tentáculos que
aquella cosa parecía generar de la nada, como si no dejara de
aumentar su masa.

El Tuerto se levantó, con el cráneo resonándole aún por el


duro golpe que había recibido en la parte superior de la cabeza,
justo donde la máscara ambiental, pequeña para él, no le
protegía. Se tocó con la mano izquierda y sintió el calor de su
sangre. El impacto con el esternón había sido tan fuerte que le
había abierto la carne de la cabeza. Se miró los quemados dedos,
empapados en la brillante sustancia fosforescente, y rugió hacia la
indescriptible amalgama de carne que seguía aullando y

393
haciendo crujir en un remolino de musculosas fauces deformadas
los huesos y las piezas de la armadura de su congénere. El Tuerto y
los tres científicos que quedaban iniciaron disparos de fuego de
plasma contra la cosa, a discreción. Los aullidos de sufrimiento de
la abominación acompañaban la sinfonía de chasquidos de los
impactos. La sala abovedada se inundó de chispas candentes de
las sucesivas descargas de los compactos rifles de plasma. El
monstruo sin forma empezó a consumirse y a replegarse hacia el
fondo de aquel asiento o camilla, y parecía que ya acababan
con él, pero algo más sucedió.

El suelo debajo de ellos se movió, iniciando un cierto giro


desde debajo del asiento, como sería el movimiento de la rueda
de un gran engranaje. Dejaron de disparar, desequilibrados y
confundidos, mirándose unos a otros, y también sin perder de vista
al ser amorfo, calcinado y prácticamente consumido en el puesto
del radiotelescopio. Súbitamente, una buena sección de la
superficie de la plataforma, la más próxima al túnel por el que
habían llegado de nuevo a la sala, se alzó como una ola de denso
aceite, y se cernió sobre los dos exploradores de ese lado.

Aquellos rugieron de furia y terror, mientras el metal,


repentinamente reblandecido, los envolvía como un manto
pesado y asfixiante. El Tuerto y el explorador que quedaba a su
espalda escucharon crujir los petos, muñequeras y botas de sus
armaduras con aquel imposible abrazo del metal, que había
cobrado vida propia. Acababa de darse cuenta. No estaban en
otra sala como la anterior, había “algo” que estaba imitando una
parte completa de la nave: era una trampa.

El resto de la sala, desde el irregular suelo, las paredes y techo


que formaban indivisiblemente aquella cúpula, y hasta el enorme
y aparatoso radiotelescopio, empezó a sacudirse, a convulsionar
de una forma ciertamente ansiosa. El Tuerto rugió una advertencia
al compañero que le quedaba, mientras alzaba su cañón de

394
plasma en su mano derecha hacia el muro viscoso, levantado
desde el suelo para cerrarles la escapatoria por donde habían
llegado. El explorador echó a correr rápidamente hacia el muro
mientras el Tuerto disparaba tres veces seguidas contra ello. Los
disparos carbonizaron y cristalizaron con estallidos de energía la
superficie semiorgánica, endureciéndola lo suficiente como para
que se rompiera cuando el explorador, con agilidad suficiente,
saltó encogiéndose para cruzarlo como si de un enorme proyectil
se tratara.

El Tuerto, cuando ya se preparaba para seguirle, sintió que el


suelo se plegaba en torno a sus pies, tratando de inmovilizarle. Sin
dudarlo un momento, disparó entre sus piernas. Notó el intenso
calor del disparo haciéndole arder superficialmente los pies, pero
ignoró el dolor y echó a andar rompiendo sin esfuerzo los restos
carbonizados de aquella apariencia de sustancia con voluntad
propia. Corrió, mientras toda la plataforma se agitaba, a pesar de
seguir fría a sus ojos, transmutándose por completo. Volvió a
disparar varias veces contra el muro para debilitarlo antes de
atravesarlo con todo su cuerpo, haciéndolo añicos al saltar al nivel
del corredor. Al otro lado, a no muchos pasos, su único
compañero superviviente le esperaba. El Tuerto le rugió, iracundo,
abriendo los brazos mientras lo alcanzaba.

Era increíble que la tarea de aquel mequetrefe fuera pensar,


y que no se diera cuenta de que le estaba esperando en mitad
de un ser vivo que quería devorarlos a ambos. Le soltó un golpe
con la mano abierta en la cabeza al llegar hasta él, azuzándolo.

El corredor en el que se encontraban se sacudía y se cerraba,


como si de un gigantesco esfínter se tratara. Parecía que a toda
aquella cosa le costaba mucho trabajo imitar a la nave, y que no
podría moverse con la suficiente rapidez como para evitar que
escaparan, pero el peligro y la horrible muerte que les prometía
era muy patente. El espacio que les rodeaba se doblaba a su

395
alrededor, y el suelo que pisaban se desplazaba lentamente hacia
atrás y a su derecha, mientras la criatura replegaba la materia
que correspondía a su sustancia. El movimiento era lento pero se
cernía sobre ellos, se cerraba en el extremo de su imitación del
túnel de huesos, y los arrastraba, dentro de sí, hacia atrás mientras
seguían corriendo. El Tuerto, convencido ya de que no lo lograrían
así, adelantó al más bajito explorador y, poniéndole una pierna
delante para hacerle tropezar, lo cogió al vuelo entre sus grandes
manos, asiéndole de los tentáculos capilares y de la parte baja de
su armadura pectoral, como una pieza de carne para asar al
fuego. Dando una rápida vuelta sobre sí mismo, lo lanzó con todas
sus fuerza hacia delante. El pequeño científico había prorrumpido
en sofocados gruñidos de sorpresa y disconformidad, sin entender
nada de lo que le hacía el Tuerto, y rugió aún más cuando se notó
lanzado. Pasó entre los densos pliegues del pasillo, cuyas texturas
de hueso se torcían en las formas de pesados pétalos, que se
aproximaban unos a otros desde las paredes, el techo y el suelo,
para atraparlos. Rodó por el suelo, de manera tan aparatosa que
se le cayó la empuñadura de su lanza retráctil y la pieza el hombro
derecho de su armadura.

Miró hacia el Tuerto, que estaba a punto de desaparecer


dentro de aquel apéndice repugnante. Por fuera, su aspecto era
el de una costra musculosa, ligeramente flexible, que refulgía en
intenso rojo, irradiando calor por efecto de su febril actividad.
Creyó que el gran y poderoso antiguo líder ya estaba perdido,
pero su mano izquierda, ligeramente desfigurada en la palma y en
las raíces de las negras uñas de las garras por las quemaduras de
ácido, se abrió paso entre los grandes pétalos. Con un espantoso
bramido, el Tuerto forzaba los pliegues antinaturales, e introducía
su otro brazo para empujar la abertura hacia arriba, mientras la
pateaba con la pierna izquierda. Pisando contra el suelo, y
empujando hacia arriba, acabó haciendo ceder a la carnosa
imitación de la nave, que siguió retrayéndose, haciéndole más

396
sencillo librarse de todo su peso. Cuando consiguió quedar fuera,
el Tuerto se quedó mirando cómo la cosa seguía encogiéndose, o
retirándose. Estaba dando paso a la entrada de la nave por la
que habían llegado, mientras su gigantesca masa se escurría un
lado. ¡Trataba de escabullirse al interior de la nave por uno de los
corredores adyacentes!

El Tuerto se volvió hacia el pequeño explorador, señalándole


con el desfigurado índice de su zurda, y luego realizando un
elocuente gesto hacia el exterior, con el pulgar. Opinaba que era
momento de largarse. Le gustaban mucho las criaturas
monstruosas y carnívoras de la bodega, pero no encontraba
mucho sentido a la existencia de aquella masa devoradora. Le
recordaba demasiado a las zarzas carnívoras que, muy
certeramente, en su opinión, había hecho extinguirse a base de
presentarles batalla con salvajes incendios a base de granadas de
plasma. Necesitaban armas de destrucción masiva para eliminar
la cosa devoradora. Disparar los cañones de su propia nave y
arrasar con aquello.

El pequeño explorador negó con la cabeza. Le expresó que


aquello podía suponer el tipo de descubrimiento que les permitiera
volver como héroes. Las criaturas de la bodega, por sí mismas,
brindaban grandes posibilidades de estudio, pero un protoplasma
como aquel, capaz de mimetizarse con el entorno, les podía
proveer de conocimientos que los acercaran a ser verdaderos
dioses. El atrevido e insolente científico, incluso, se atrevió a
menospreciar el tiempo en el que el mismo Tuerto se había hecho
llamar Dios por los suyos. Le dirigió unas duras palabras que
podrían traducirse de la siguiente manera:

“¿Crees que eres un Dios entre los nuestros? Demuéstralo


dando caza a ese Demonio.”

397
El Tuerto avanzó dos pasos hacia el diminuto explorador,
amenazándole con las mandíbulas bien abiertas dentro de la
máscara y el puño izquierdo alzado sobre él. Podría aplastarle
contra el suelo sin apenas esfuerzo, pero el pequeño congénere
no se arredraba. Pensó en lo que había dicho, furioso aún, y se
contuvo. Podían continuar vagando por el espacio, hasta dar por
pura casualidad con un mundo habitado por nuevas criaturas, o
podía ayudarle a dar caza a aquella “Cosa”, y regresar a su hogar
de nuevo como un héroe. Conseguir una de aquellas correosas
criaturas de cráneo alargado, viva o muerta, tampoco era algo
que pudieran despreciar.

Se volvió a un lado, tratando de olvidar su furia. Si seguía


mirando al descarado científico lo mataría, estaba seguro. Dio
varios pasos hasta estar cerca del exterior. Contempló el yermo,
agitado aún por el viento, pero mucho más tranquilo que durante
la mañana. El sol estaba pasando su cénit. La nave en la que
habían llegado relampagueaba reflejando la radiación
ultravioleta de aquella pequeña estrella. Se volvió hacia el
explorador, afirmando con la cabeza. Harían las cosas a su modo.

El explorador recogió del suelo su lanza, plegada en un corto


paquete que cabía en una sola de sus manos, y le animó a
seguirle. Regresaron por el camino que ya conocían a la carrera,
hasta la verdadera sala del radiotelescopio. El Tuerto se
preguntaba hasta qué punto podía aquel extraño ser imitar las
cosas. ¿Podría salir volando del planeta, como una auténtica
nave? Imitaba el metal y su unión con la materia orgánica de una
manera exacta.

El explorador, mientras se movían, le explicó que aquel ser


había imitado a la nave porque la misma tenía una gran parte
biológica. Toda la maquinaria era como un gigantesco ser vivo,
mezcla de metal, hueso e incluso órganos. Según él, la necrosis de
la nave, que con sus instrumentos no podía discernir el tiempo que

398
llevaría muerta, habría hecho proliferar organismos como resultado
de su propia putrefacción. Dentro de ella crecía una nueva fauna
que sería impensable en otros planetas.

Como ejemplo de ello, el explorador señaló su mano


quemada. Aquellas criaturas se movían con ácido dentro de sí
mismas, y sus cuerpos los contenían por su cualidad biomecánica,
con una estructura molecular de polisacáridos más cercana, en
sus características, al plástico, y bastante alejada de la de
cualquier otro ser vivo conocido. La cosa que imitaba partes de la
nave, creía, debía tratarse de otro producto biológico, resultado
seguramente de una infección en las zonas más profundas de la
nave, donde tenían que encontrarse las fuentes de energía. La
criatura debía moverse de vez en cuando cerca de los nidos de
capullos, para comer y seguir creciendo, o quizá solo imitaba
partes de la nave, esperando a que algún incauto individuo
pasara por su interior. El Tuerto reconoció aquella manera de
operar, muy similar a algunas de las más grandes zarzas carnívoras.
No se molestó en mencionarlas, el joven científico ni siquiera había
nacido cuando su raza las había enfrentado.

Señaló al gran y patético cadáver bajo el radiotelescopio:


según él, aquel había sido el principal operador. Una criatura que
había sido concebida allí mismo, como parte indivisible de todo el
sistema orgánico que era la nave, y que había crecido hasta su
madurez, con el fin de cumplir aquella única función. El Tuerto no
alcanzaba a comprender qué clase de seres inteligentes querrían
hacer eso: concebir una criatura tan limitada e indefensa que no
había podido ni tratar de correr cuando alguno de aquellos
parásitos de ocho patas apareció para sodomizarle la cara.

Interrogó al explorador con un sencillo gesto: señaló el


agujero en el pecho del operario, y mostró un solo dedo. Si cada
ser parásito inoculaba uno de aquellos monstruos bípedos de la
bodega, ¿de dónde habían salido todos los demás? El explorador

399
abrió ambas manos y negó con la cabeza. Hizo cambiar el modo
de visión de su máscara y le indicó al Tuerto que le siguiera.
Parecía que podía seguir los rastros de la cosa devoradora con
algún otro modo de visión. Había pasado por allí en su búsqueda
de un lugar seguro, o de un alimento que no le ofreciera tanta
resistencia. Por instinto, ambos miraron al agujero abierto en el
suelo de la plataforma, antes de seguir el rastro. Aún
relampagueaban las llamas en las que ardían los capullos, pero no
se oía a las criaturas. Debían haber aprendido a no aventurarse
por aquel nivel para evitar ser engullidos por la cosa de naturaleza
protoplásmica.

El explorador le guio desviándose por un largo túnel, bastante


más grande que los accesos por los que ya habían pasado, y que
descendía en una pronunciada pendiente y una larga curva a la
derecha. Aquel lugar habría permitido a la cosa deslizarse con
velocidad usando la gravedad, haciendo que les tomara una
buena ventaja. No oían nada. Solo el rumor del viento, que
llegaba empujado desde el exterior por efecto de unas extrañas
corrientes, propiciadas por las caprichosas geometrías cavernosas.

Continuaron bajando, hasta que el frío y la ausencia de


reflejos ultravioletas acabó rodeándolos de una densa oscuridad.
Si podían ver por dónde pisaban, era gracias a que sus máscaras
emitían su propia radiación infrarroja hasta unos metros por
delante, obteniendo el reflejo del tenue calor en los espacios. El
Tuerto veía el lugar como lo vería con sus propios ojos, reacio a
usar la novedosa pero confusa tecnología de su máscara. El
explorador, en cambio, seguía el movimiento de la cosa, usando
un modo de visión que le permitía distinguir, en un contrastado
espacio oscuro, toda aquella superficie limpia del rocío
cristalizado, evidenciando por dónde se había arrastrado la masa.

Cada vez hacía más frío allí abajo. Las piezas de armadura
que el explorador vestía le proporcionaban climatización artificial,

400
favoreciendo para su cuerpo la temperatura idónea; el Tuerto, en
cambio, notaba sus viejos músculos entumecidos. Bajo la tenue
radiación de calor del casco, se percató de que había largas
secciones de huesos de la pared roídos hasta la médula. Algunas
criaturas de la nave, en su desesperación, habían tratado de
comerse su inerte hábitat. Tocó los huesos heridos. Estaban secos
por dentro, aunque bien conservados.

Delante de él, el explorador rugió, antes de cambiar el modo


de visión de su máscara de nuevo. Ante el Tuerto, el científico
desenfundó su arma de plasma, y señalaba ante sí, para que él
prestara atención. No veía nada que no estuviera a poco más del
alcance de sus brazos, así que optó por cambiar, al fin, el modo
de visión de la máscara usando el sencillo comando de voz. Los
dos primeros modos no le permitieron ver nada, pero el tercero
llevó a su único ojo la visión de algunos contornos abiertos en un
espacio más allá del final del corredor, en un extraño espectro
amarillento. Pero no los entendía, no sabía qué estaba mirando. El
explorador le instó a cambiar una vez más de modo de visión. Al
hacerlo, el Tuerto distinguió de inmediato lo que había hecho
detenerse a su compañero.

Como un grupo de altas torres que refulgían como nubes de


bruma verde, ante sus ojos se descubrieron aquellas grandes pilas
atómicas. La radiación se disipaba a su alrededor como un humo
esmeralda que se propagaba en volutas lentas, a través de los
filtros de visión de las máscaras ambientales. Las pilas eran tres
veces más altas que anchas, y se repartían en grupos de cinco de
un lado al otro del fondo de la caverna, aún más alta y ancha
que el espacioso lugar del radiotelescopio, y adornada con
huesos mucho más grandes y curvos que los de los pasillos de la
nave. Cuatro grupos brillaban de aquella manera, pero el Tuerto
se fijó en que faltaba buena parte del contorno de uno de los
conglomerados atómicos. El segundo desde el extremo izquierdo

401
se encontraba opacado por completo, hasta más allá de la mitad
de la altura de las pilas, por una sombra irregular. Comprendió
enseguida: era la cosa que perseguían.

Un sonido siseante empezó a crecer desde aquel lado,


acompañado del reconocible cascabeleo y cierta vibración del
aire. No sabían si tenía ojos, oídos, si veía en la oscuridad o usaba
otros métodos de percepción, pero estaban seguros de que se
había percatado de su llegada.

El explorador puso su mano ante la cara del Tuerto. La


máscara aún le permitía ver el espectro infrarrojo del calor emitido
por los seres vivos, lo que significaba que la cosa devoradora,
como había hecho cuando había imitado una sección de la
nave, podía tomar las cualidades de los materiales inertes y fríos,
no solo su aspecto. El explorador le hizo un gesto en silencio para
expresarle que la cosa debía estar curando sus heridas. La
radiación de las pilas atómicas, de algún modo, aceleraba su
metabolismo y capacidad de crecimiento: por eso había sido
capaz de ocultar su huella de calor de nuevo y tan rápido, en
comparación con la lentitud con la que había abandonado su
imitación anterior.

El Tuerto le puso su propia mano izquierda delante de la cara


al explorador para indicarle que se daba por enterado: no podían
disparar contra el ser y correr el riesgo de dañar las pilas
radiactivas. No sabían cuánto tiempo exactamente llevaban allí y,
aunque de algún modo se mantenían activas, no podían saber
cuál sería el estado en que se encontraba la instalación. Si un
golpe podía producir, quizá, un escape de radiación, mejor no
pensar lo que podría desencadenar un disparo de sus potentes
armas.

El explorador le animó a usar el segundo modo de visión: con


él, podía distinguir de una manera algo confusa el entorno, como

402
una capa azulada y homogénea. Con su solo ojo, al Tuerto le
costaba distinguir correctamente la profundidad del espacio, pero
se acostumbraría. Miró a su izquierda, donde la silueta del
explorador se recortaba contra el frío y azulado entorno como una
sombra tan opaca como la de la cosa, pero definida por una
nueva serie de tonalidades totalmente nuevas para él, marcando
en distintos colores las temperaturas. Empezaba a entender el
sistema de visión: era una forma contrastada de termografía, más
eficiente que su visión natural, pues le permitía ver los espacios fríos
en un homogéneo azul que, al menos, era una referencia espacial
en la completa oscuridad y ausencia de calor.

Entendió el plan del explorador. Se acercaría al ser por la


derecha, desde donde había mayor espacio y una salida a otro
lugar, tratando de servirle de cebo para hacer que se moviera y se
alejara de las pilas atómicas en su persecución. Una vez
conseguida cierta distancia, el Tuerto podría iniciar un ataque de
plasma sobre la masa carnosa, quemándola, haciéndola
endurecer y ralentizándola. Les llevaría un tiempo, pero si la masa
se mantenía apretada y blanda, era posible que su ataque de
fuego cruzado acabara por inmovilizarla. El Tuerto apreció el valor
del pequeño científico, que bien poco conocía en realidad las
capacidades del desconocido ser, su velocidad y alcance.

Se movieron cada uno hacia el lado convenido. Supuso que


sería inútil, pero el Tuerto desenfundó su espada corta,
empuñándola con fuerza en su desfigurada y dolorida mano
izquierda, mientras caminaba ligeramente agazapado, silencioso.
Miró hacia su derecha: el pequeño científico se movía en
completo silencio, como lo haría un verdadero cazador, pero con
zancadas más largas y rápidas, buscando llegar a su posición al
mismo tiempo que el Tuerto cercaba al extraño ser por su propio
lado.

403
El Tuerto manoseó con suavidad el pesado gatillo de su fusil
de plasma. Dentro de la máscara se le escurrían algunas babas de
anticipación ante la carnicería que deseaba desatar sobre
aquella criatura aberrante que se había tragado a tres de los
suyos. Hacía demasiado que no se enfrentaba a un ser que
mereciera realmente la muerte, por insidioso, terrible y voraz.
Aquella criatura había crecido dentro de la nave muerta como
una enfermedad, una con un cierto intelecto, dedicado por
completo a la mentira y al asesinato más espantoso. En el pecho
del Tuerto crecía una sensación de orgullo como hacía media
vida que no reconocía, la sensación de que sus acciones
trascendían su propio beneficio, su propio mérito, su sed eterna de
pelea, de sangre ajena recorriendo la dura piel sobre sus músculos.
Lucharía contra aquella cosa por que aquella cosa merecía
realmente morir. Era un auténtico demonio, como había dicho el
científico.

Siguió moviéndose, fiándose del aspecto de las pilas


atómicas. A pesar de emitir radiación, estaban heladas. Nada,
salvo la silueta de su compañero al otro lado, se distinguía apenas
entre el intenso y confuso tono azul monocorde. Ya se acercaba
al segundo grupo de pilas. Redujo el paso, consciente de que la
cosa tenía que seguir allí adherida, aunque no fuera capaz de
distinguirla. Parecía haberse calmado, no producía ningún silbido
ni cascabeleo. El silencio era absoluto, salvo por un rumor
profundo producido por el aire que llegaba desde el mismo pasillo
por el que habían descendido, para seguir una extraña y
desconocida corriente hacia algún lugar hacia las profundidades
de la nave, por la salida más allá de por donde se acercaba su
compañero. La cosa debía estar concentrada en recuperarse,
absorbiendo la radiación, y…

Su compañero le gruñó con urgencia por el intercomunicador


de la máscara: ¡la cosa se encontraba a su espalda!

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El Tuerto se volvió a mirar tras de sí, apuntando con el rifle de
plasma, pero no distinguía nada entre la masa azul de la visión.
Sintió una presión terrible en torno a su brazo derecho. El arma se
hizo añicos entre sus fuertes dedos, soltando chispas, mientras una
densa y pesada costra se arrastraba hacia el codo. La sensación
de succión era espantosa. El Tuerto la habría descrito como el
intento de algo por desollarlo y arrancarle la carne de los huesos.
Alzó la espada corta y, sin ver bien lo que hacía, la lanzó justo
delante de donde creía que terminaba su brazo atrapado.

La cosa pareció ceder bajo el golpe del ancho filo, con un


sonido como de huesos o grandes costras rompiéndose. Soltando
un rugido espantoso, el Tuerto insistió con otro golpe, cercenando
aquella sección del ser que le tenía agarrado. Enseguida, por su
izquierda, llegó el pequeño científico disparando certeramente al
monstruo. Los disparos hicieron que el ser volviera a pronunciarse
con su espantoso coro de múltiples e indescriptibles alaridos. Esta
vez, el Tuerto, aún abrumado por la presa en su brazo, creyó
reconocer las voces de congéneres suyos, mientras retrocedía.

Dejó caer la espada, y se agarró al pedazo del monstruo en


su brazo, tratando de arrancárselo. El ser parecía haberse vuelto
sólido de nuevo. La textura de lo que tocaba era como de hueso.
Alrededor de su brazo se acababa de conformar una pieza propia
de la nave, una mezcla de gruesa osamenta y metal. Pero estaba
pasando algo más. Ahora entendía lo que les había pasado a los
demás. Sentía un calor intenso abrasándole la piel, pero eso solo
antes de notar como si infinitos garfios microscópicos tiraran de
toda ella al mismo tiempo, separándola, arrancándola, y dejar de
tirar para hundirse un poco más al momento siguiente y volver a
arrancar más tejido orgánico. El Tuerto rugió, espantado por
primera vez en su vida. Su brazo estaba siendo devorado y no
podía hacer nada para evitarlo. Trató de hundir las garras de su
mano izquierda bajo la costra, donde el resto del ser se fundía con

405
su brazo antes del codo, pero ya no tenía, estaban fundidas por el
ácido de los seres arácnidos.

El explorador, que aún seguía disparando a la masa


devoradora para contener su ataque, se volvió a mirarle, y le lanzó
una clara orden. El Tuerto levantó el brazo ante sí, tanto como
pudo, y bajó el rostro para evitar ser deslumbrado por el disparo.
Su compañero disparó su rifle de plasma, haciendo estallar su
brazo desde el codo. El Tuerto cayó sobre su rodilla izquierda,
derribado por el potente impacto, mientras las chispas ardientes
relampagueaban, rebotando, sobre su dura piel. La herida
acababa de quedar completamente cauterizada. Su brazo,
tirado a un lado en el suelo, con el resto de la masa aún cerrado
sobre él. Seguía asimilándolo. Golpeó el suelo con su puño
izquierdo, dolorido pero sobre todo furioso por la pérdida.

Vio la espada ante sí, en el suelo, recorrida por las líneas de


energía ultravioleta que le permitían verla claramente, y la
empuñó. A un lado, más allá del científico, la masa se mostraba
con calor allí donde había recibido los disparos, pero también
donde tomaba formas orgánicas, imitando esta vez más a seres
vivos que a la propia nave: ante los ojos de ambos, retorcidos
entre vísceras sin forma, y más bien bosquejados, como si se
trataran de cadáveres a medio consumir en una tumba,
aparecían torsos, cabezas y miembros vario de sus congéneres.
Pero estaban vivos. Todas aquellas partes, separadas, se revolvían
en un frenesí imposible, como si de algún modo todos ellos
siguieran vivos, revolviéndose de dolor.

El Tuerto gritó, horrorizado, deseando darles piedad a todos


ellos, avanzando decidido. El explorador se interpuso. Le aclaró
que aquellos seres no eran de los suyos. El ser los estaba replicando
de una manera casi inconsciente, como había hecho con la
nave. Asimilar a los suyos había cambiado su naturaleza, los había
añadido a su repertorio de imitaciones, y estaba adquiriendo, de

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manera muy rápida, nuevas propiedades. El Tuerto insistió en que
debían matarlo. En ese momento, el monstruo lanzó por los aires
una serie de vísceras, que se esparcieron por todas partes, incluso
sobre ellos dos. Eran trozos cristalizados de su carne: la quemada
por el plasma. Realmente le hacía daño, pero de manera muy
localizada. Unas largas patas, fibrosas, delgadas, empezaron a
desplegarse alrededor de la masa, mientras los alaridos de sus
congéneres imitados y los propios del ser se confundían.

El explorador disparó contra aquellas largas extremidades. El


Tuerto las reconocía, eran como las de los alienígenas que habían
acudido a proteger aquellos capullos de la bodega, pero mucho
más grandes y fuertes. Eran como los duros troncos de jóvenes
árboles, o como pesadas conducciones para gases o agua. Tres
articulaciones contrarias les proveían de una agilidad y potencia
increíbles, y ni siquiera los disparos de plasma evitaban que los
varios pares que crecían alrededor hicieran a la cosa desplazarse
a gran velocidad por la sala. Apartándose de ellos, tratando de
evitar el fuego de plasma, el ser se movió, tambaleándose un
poco y arrastrándose como una gigantesca albóndiga irregular de
vísceras y torsos aullantes, que agitaba a su alrededor aquellas
patas como una araña con muchas más extremidades de las
necesarias. El ser se escabulló así por el oscuro corredor hacia lo
desconocido por el que también se precipitaba la corriente de
aire que llegaba desde el exterior.

El científico dejó caer su brazo armado, como abrumado por


las características y la capacidad de improvisación de aquel ser,
en apariencia, tan primitivo. El Tuerto, sin soltar su espada, le dio un
fuerte empujón con el puño en la nuca, antes de señalar con la
hoja en la dirección en la que se había ido la cosa. El explorador
se volvió y miró su brazo cercenado, más atrás, en el suelo. La
pieza había dejado de ser sólida, y ya se transmutaba, tratando
de crear su propio medio de locomoción.

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El Tuerto quedó impresionado: de alguna manera dio por
sentado que la parte cercenada acabaría muriendo. En su lugar,
se abría y revolvía, dejando ver los restos medio consumidos de su
brazo. Todo ello parecía fundido de una manera repugnante a su
antigua carne, una impresión que apenas atenuaba el filtro
térmico de la visión de la máscara ambiental. De pronto, el tuerto
enfundó su espada y le arrancó de la mano el arma de plasma al
explorador. Disparó varias veces contra la repugnante mezcla de
su propio ser y de la cosa.

El Tuerto empezaba a entender lo que ocurría. El ser parecía


imitar todo lo que devoraba. No había que ser muy listo, ni
haberse pasado la vida observando las ciencias, para darse
cuenta. Descubrir que una parte separada seguía viva por sí
misma no resultaba esperanzador. Viendo los restos humear desde
el intenso rojo del calor del plasma, el Tuerto se dio cuenta de algo
más.

Tenía la impresión de que el explorador había tardado


demasiado en advertirle del ataque por su espalda. Agitando los
tubos capilares de la cabeza, se volvió a mirarle. El científico
parecía decepcionado por su postura corporal, pero no sabía
deducir si por fracasar en la emboscada o al verle destruir con
tanta decisión aquella parte cercenada.

De todos ellos, aquel que había sobrevivido parecía ser el


que demostraba mayor arrojo, pero... ¿Era por la naturaleza de su
raza, o le movía su interés científico? ¿Había intentado sacrificarle
para conseguir algo de la criatura? El Tuerto no se quitaba esa
impresión de la mente.

Por el momento, decidió ignorar aquello, y le arrojó al pecho


el arma de plasma, antes de volver a empuñar su espada corta.
Sacudió la cabeza hacia la oquedad oscura que se abría hacia
nuevas profundidades, ordenándole ir en cabeza. El explorador

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empezó a moverse de inmediato, como si realmente no le
importara nada más que la caza de aquel extraño espécimen,
caminando con rapidez, el fusil de plasma en alto.

El Tuerto le siguió de cerca, manoseando con rabia la


empuñadura de su espada corta. A pesar de faltarle el brazo
derecho, tenía aún la impresión de que seguía allí, y que su carne
seguía siendo digerida por aquel ser infecto de manera lenta, sutil,
casi inapreciable, produciéndole una constante sensación de
punzante dolor. Sentía tanta furia, y su confusión era tal, que
estaba tentado de hundir la hoja de la espada a través del
pequeño científico ante sí, partiéndolo en dos de un fuerte golpe
vertical. No necesitaría a aquel alfeñique para morir allí, en un
lugar que a nadie importaba, más allá de todo el Universo
conocido. Cada vez veía más claro que regresar con muestras de
aquella criatura no era exactamente una buena idea.

El pasillo parecía ascender de nuevo, en una curva ligera


hacia la izquierda. Sin embargo, aquella impresión debía darse por
la posición de la nave estrellada, inclinada y enterrada en su
mayor parte bajo la superficie. Era muy posible que aquel pasillo se
estuviera moviendo al mismo nivel, o quizá incluso descendiendo
más. Los espacios cavernosos, amplios y surcados de gruesos
huesos en techo, paredes y suelo, hacía muy difícil discernir el
modo en que estaban concebidas las referencias espaciales en
aquel gigantesco ingenio biomecánico. Era, incluso, muy posible
que nada hubiera sido concebido como verdadero suelo, porque
la nave, en el espacio, no contara con gravedad propia en su
interior…

Al frente, por delante de la pequeña cabeza del explorador,


se escuchaban espantosos rugidos. El Tuerto reconoció el sonido
de las criaturas bípedas de cabezas alargadas, aquellas con
cualidades biomecánicas. Pero había algo diferente. Era algo más

409
grande, que lanzaba alaridos terribles, y bufidos, como se estuviera
revolviendo en una larga pelea desigual.

El explorador aceleró el paso, y el Tuerto le siguió, afianzando


aún más la espada en su mano quemada por el ácido. Al salir del
corredor, otro espacio, más estrecho, les recibió con un calor y
humedad inesperados. Parecía que un vapor viscoso se movía en
el aire. Alrededor, por el suelo y en las paredes, hasta cierta altura,
se repartían algunos capullos alienígenas, muy alejados unos de
otros, a diferencia de los compartimentos de la bodega. La sala
entera, en sí misma, parecía compuesta de una estructura sólida
de material calcáreo. Su forma de cúpula se dejaba descolgar en
el centro en la forma de una gran columna, compuesta de
gigantescas piezas. Eran verdaderas vértebras, gigantescas
secciones del hueso de una columna vertebral.

Arriba del todo palpitaba lo que sin duda era un


sobredimensionado cerebro, hinchado de tumores e
inflamaciones llenas de pus. El órgano parecía muerto, pero se
removía como si algo nadara en su interior, y la carne se sacudía
como si de un momento a otro fuera a transmutar su estado sólido
a viscoso, para desparramarse como una catarata hacia abajo.
La sala, desnivelada, hacía parecer que aquello era la copa
torcida de un gran árbol a medio talar, a un eterno medio camino
de su caída. Entre las vértebras, al examinar con mayor atención,
se percibía que la médula espinal rezumaba, hipertrofiada y rota
en fibras gruesas que colgaban entre las retorcidas piezas de
hueso que la debían contener. Más abajo, casi en el suelo, una
masa infecciosa parecía haber crecido alrededor de la base del
tronco, que parecía traspasar a otros niveles a través del centro
del suelo de la sala.

Aquella masa carnosa, ulcerosa, se desparramaba como


vísceras surcadas de tentáculos y estructuras óseas móviles
alrededor de otra criatura, la forma de aspecto nudoso, plástico y

410
brillante de un descomunal ser que no dejaba de gritar, como
espantado y dolorido, abriendo sus dos juegos de mandíbulas, una
detrás de la otra, en largos bufidos y rugidos. La costra de la
columna sujetaba a aquel ser por todas partes, especialmente
desde detrás de la ancha corona natural de su alargada cabeza.
Parecía tener a la criatura a medio devorar, pero sin hacer nada
más. A los lados, como una especie de productos o residuos, no
había manera de discernirlo, se distinguían las formas de más
criaturas y de capullos, como si fueran generados o nacidos, muy
lentamente, a partir de la masa pegada a la columna.

Los variados y precisos patrones de calor de todas aquellas


formas permitieron al Tuerto distinguir a la perfección todos los
matices de aquella debacle de carne, hueso, piel plástica
biomecánica y vísceras vivas. La saliva de su boca, dentro de su
máscara, se le antojó asquerosa, y le entraron arcadas de
auténtico espanto, una emoción completamente nueva para él.
Golpeó al explorador en el hombro con su puño cerrado, y señaló
hacia la base de la columna. El explorador negó con la cabeza.
Lo que perseguían no era aquello.

De pronto, como para corroborarlo, el espanto carnoso se


hizo visible. Caminaba por las alturas, usando aquellas grandes
patas, que eran una imitación fiel de las de la gran criatura que
había atrapada en el centro de la sala. Los gritos, espantosos,
tenían cierta cadencia, y parecían ya que era aquella una suerte
de marcha dedicada al horror, una composición diseñada para el
terrible enfrentamiento.

Las patas de aspecto plástico de la cosa en las alturas se


movían adheridas al techo y contra el cerebro muerto,
arañándolo sin cuidado. Pus y restos viscosos se precipitaban
desde las profundas heridas producidas por las extremidades en el
órgano podrido, al tiempo que repugnantes criaturas informes

411
salían del interior, húmedas y ansiosas, alocadas, ciegas, sin
sentido ni objetivo.

El explorador señaló al monstruo, como si el mismo Tuerto lo


hubiera podido pasar por alto, antes de disparar. La criatura, que
ya había empezado a moverse, esquivó el disparo, impulsándose
con las patas con terrible fuerza, contra un lado del curvo perfil de
la sala. Las patas se quebraron bajo el peso cuando rodó por la
pared: la bola de carne viva y ávida se precipitaba hacia ellos.

El Tuerto y el explorador saltaron rodando hacia delante,


esquivando por muy poco la cosa, que bajó por la pared y hasta
el suelo, llevándose por delante varios huevos de alienígenas, los
cuales sumó a su masa, en lugar de aplastarlos. Les cerró el paso
por donde habían llegado, y empezó a abrirse, abandonada por
completo cualquier apariencia que recordara a la nave. En ese
momento, todo ello era carne: partes de extremidades y
contornos plásticos como los de las criaturas bípedas que
protegían los capullos, así como de congéneres suyos. Varias
cabezas, sin las máscaras, aparecían brevemente aquí y allá,
como asomándose a la superficie de un infecto mar de carne
viscosa, para mirarles a ambos con ojos amarillos o verdosos,
amenazándoles con sus bocas de tipo quelícero, como si les
culparan de sus muertes o no les reconocieran. Era obvio que no
eran ninguno de esos dos casos: todo ellos eran uno con la cosa
devoradora.

Toda ella se sacudía de un modo febril, mucho más de lo que


lo había hecho antes. Parecía haber terminado de asimilar,
descomponer y volver a crear la carne de los intrusos en aquella
nave perdida. Combinado con el efecto de la radiación de las
pilas atómicas, la cosa había reconfigurado su propia naturaleza,
volviéndose más flexible, voluble, rápida… y ávida. La forma sin
forma empezó a desplegarse, abandonando rápidamente su
forma esférica, ocupando toda la entrada como una manta

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desenrollada, mientras finos tentáculos, parecidos a raíces
grumosas, se esparcían por el suelo, hacia ellos.

El explorador disparaba contra el suelo y hacia la cosa,


tratando de disuadirla de su ataque, pero no conseguía más que
quemar algunos de esos gelatinosos tentáculos y hacer que la
masa se convulsionase lanzando espantosos rugidos de dolor. Su
nueva estructura, más orgánica, hundía los pedazos quemados,
apagando y regenerando con rapidez las localizadas
quemaduras. Retrocedieron ambos, sin dejar de vigilar la capa de
fibras que les perseguían por el suelo. Algunas se enrollaban
alrededor de los huevos, antes de empezar a hundirse bajo sus
superficies, como si, al contacto, todo ello se volviera una
sustancia susceptible de mezclarse sin esfuerzo.

Tanto retrocedieron, que el Tuerto sintió muy cerca las


desesperadas patadas de la gran criatura atrapada, aquella
especie de Rey o Reina de los alienígenas de cabeza alargada. Se
volvió, a tiempo de esquivar dos zarpazos de sus largas y flexibles
piernas, y se apartó a un lado, empujando un poco al explorador
con su espalda, para acertar a cortar de un fuerte mandoble una
de las piernas, por su última articulación. La criatura bramó con un
alarido tan largo que parecía irse a quedar sin aire, si es que
realmente respiraba. No dejó de agitar sus largas y grimosas patas,
y la cercenada lanzó salpicaduras de aquel ácido que tenía por
sangre por todos lados. Con tal violencia se sacudía, que el ácido
llegó incluso hasta la masa amorfa de la entrada, que empezó a
burbujear en medio de un intenso alarido coreado por las caras
deformadas de sus antiguos congéneres, algunas formas bucales
desconocidas repartidas por la deformidad e incluso alguna boca
retráctil, propia de los seres de cabeza alargada. Donde el ácido
acertaba a tocar aquella cosa sin nombre posible, allí se
deshacía, definitivamente necrosada. Las heridas producían

413
burbujas, inflamaciones a su alrededor, pero la masa de carne era
incapaz de asimilar y curar aquel tipo de quemaduras.

El Tuero entendió enseguida: podía asimilar a todo ser vivo,


pero el ácido liberado de forma abrupta era letal para aquel ser
repugnante. Los tentáculos, delgados y débiles, se retorcían por el
suelo de manera aleatoria en ese momento, mientras chorros del
ácido de la pierna del ser atrapado los consumían aquí y allá; aún
representaban una amenaza, pues no dejaban de avanzar. El
Tuerto golpeó con su muñón el hombro del explorador para que
dejara de disparar de manera inútil contra el suelo, y señaló la
gran y amplia corona, de formas espinosas, de la gran criatura a
partir de la cual la cosa en la médula espinal de la nave parecía
generar su propio alimento, replicando formas orgánicas que
luego volvía a devorar para subsistir eternamente.

El explorador comprendió sus intenciones y descolgó de su


cintura la lanza retráctil. Activó la pequeña pero ancha
empuñadura, y dos secciones telescópicas se desplegaron por
ambos extremos. La levantó por encima de su hombro y, sin
apenas esfuerzo, la lanzó contra aquella parte trasera de la gran
cabeza de la criatura. La lanza, diseñada para dirigirse en línea
recta con la velocidad de un disparo rectilíneo mediante un
avanzado sistema de autocavitación, se hundió en la ancha
corona. El explorador manipuló un rápido comando en el
brazalete de su brazo izquierdo y la lanza se volvió a plegar por sí
sola, con tal fuerza que la corona del alienígena se partió por su
mitad, forzada de manera súbita. Se derramó una catarata de
ácido alrededor. Al sacudir la cabeza, liberada pero aquejada de
sufrimiento, la criatura duchó con una auténtica cortina del
sulfuroso líquido a la úlcera viviente a sus espaldas, la cual empezó
a volverse una sólida costra ennegrecida, aún caliente a la visión
de las máscaras biológicas.

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La criatura se volvió hacia ellos dos, distinguiéndolos como los
responsables de arrancarle la mitad de su cabeza. A pesar de
estar combatiendo en la absoluta oscuridad, todas aquellas
criaturas podían ver de una forma, incluso, más clara que ellos con
sus sistemas de termografía. Su propio ácido, que corría sobre su
piel de plástico sin producirle daño alguno terminó, por liberarla
completamente, haciendo que los tentáculos, nudos de carne y
los huesos prensiles que la sujetaban al ser vivo de la espina dorsal
se quemaran a su alrededor. A pesar de faltarle el extremo de la
pierna derecha, la criatura se abalanzó en dirección al Tuerto y el
explorador, empujándose con la pierna que le quedaba y
arrastrándose sobre los largos y fuertes brazos, de fibrosas garras
de seis dedos.

El Tuerto se adelantó a su encuentro, pese a intuir que


difícilmente sería rival para su fuerza, y seguro de que no podría
resistir un solo bocado de aquella gran boca, con capacidad
para ser lanzada a la velocidad de un proyectil. Pero saltó hacia
delante, por encima de la gigantesca mano que la criatura había
lanzado para agarrarle o arrancarle las piernas, quién podía saber
su intención. El Tuerto cayó y rodó sobre su espalda, blandiendo la
pesada pero equilibrada hoja en su zurda, y se incorporó
quedando de rodillas, justo bajo la boca del ser, sin que aquel
hubiera tenido tiempo de reaccionar.

Con un giro difícil y doloroso de cintura y caderas, puso toda


la carne en el asador en un potente tajo desde el lado izquierdo y
hacia el derecho del cuello del alienígena. La pesada cabeza se
desprendió y cayó sobre su espalda, como pretendía. El ácido se
derramó por delante de sus pies de negras garras, mientras
retrocedía con la cabeza encima. La agresiva sangre de la
cabeza cercenada goteaba por el cuello cortado y caía sobre su
espalda, hiriéndosela y desfigurándola para siempre. En cuclillas
aún, con el pedazo de alienígena encima, se movió dando un par

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de vueltas, tratando de calcular la trayectoria de su lanzamiento,
y se irguió, haciendo servir su espalda como catapulta para lanzar
la cabeza del alienígena hacia la cosa que aún se debatía, medio
calcinada, en la entrada aquella sala llena de espantos.

La cabeza, con la corona y el cuello supurando gran


cantidad de ácido, cayó justo en medio de varias cabezas y
torsos que imitaban a los pequeños congéneres del Tuerto, las
cuales la miraron rebotar entre ellas con cierta sorpresa y rabia. No
tardaron en derretirse, deshaciéndose en endurecidos muñones
que a duras penas recordaban otra cosa que no fueran las
deposiciones de algún animal de gran tamaño. Viendo el efecto
exitoso que estaba teniendo su hazaña, el Tuerto rugió desde el
interior de su máscara, ensordeciéndose a sí mismo, y llenando el
lugar de auténtico orgullo de victoria para su raza.

El explorador, a través del comunicador de la biomáscara,


interrumpió su celebración, advirtiéndole de que el ácido
desparramado desde el cuerpo del alienígena a su espalda le iba
a alcanzar. Atendió a sus indicaciones y se apartó a un lado,
dejando que el ácido se diseminara alrededor, quemando los
capullos que habían empezado a ser asimilados por la cosa
devoradora, y dejando intactos aquellos que seguían
conservando su propia naturaleza. Mientras contemplaba cómo
aquello moría, quemado y mustio, su compañero explorador selló
con pesadas grapas quirúrgicas uno de los huevos más apartados.
Acto seguido lo arrancó de su base en el suelo sin demasiado
esfuerzo, para ponérselo a la espalda de su armadura, sujeto por
gruesos correajes.

El Tuerto gruñó mirándole hacer eso, pero sin juzgarlo. Si


quería llevarse una muestra de lo que habían encontrado, lo
comprendía. Él no necesitaba nada de todo aquello. Podría
demostrar el alcance de su victoria con sus heridas, y los datos del
viaje interestelar que habían hecho permitirían que nuevas naves

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de su raza alcanzaran aquel mundo, aquel lugar, y descubrieran
por sí mismos sus maravillosos horrores.

La nave muerta era caldo de cultivo para abominaciones


que no se creía capaz de imaginar siquiera. ¿Quién podía saber
qué otros espantosos horrores encontrarían expediciones futuras?
¿Y qué otras criaturas propiciaría, con el pasar del tiempo, la
descomposición paulatina de semejante cadáver biomecánico?
Sin duda, volverían como héroes, con la localización exacta de un
verdadero tesoro: nueva tecnología y nuevas especies, mucho
más de lo que esperarían hallar en todo un planeta.

No mucho tiempo después, el Tuerto y el explorador superviviente


se encontraban ya en la nave. El explorador le sugirió que se
moviera hasta el compartimento médico de la nave, mientras él se
ocupaba de guardar el espécimen recuperado y sellado en una
cámara que lo sometería a un proceso de hibernación
experimental, esperando que sobreviviera en el mejor estado
posible durante el viaje de regreso. El Tuerto refunfuñó con un
largo ronroneo: no había heridas que tratar. Sus quemaduras,
tanto la de plasma como las de ácido, habían quedado
cauterizadas por su propia naturaleza. Nada había que curar,
salvo mal humor, y no había nada en la nave que sirviera para
tratarlo.

Mientras el explorador se encargaba de hacer despegar la


nave y trazar el rumbo de regreso a su planeta, el Tuerto había
vuelto a la armería para deshacerse de lo que quedaba del
equipo: la máscara ambiental, que se había revelado como
mucho más útil de lo que había supuesto; la funda del destruido
fusil de plasma y la fiable y eficiente espada, de hoja ancha y

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corta, más parecida a un machete en su gran mano, pero tan
larga como medio cuerpo para la mayoría de sus congéneres.

La hoja metálica, pese a mantener más o menos intacto uno


de sus dos filos, tenía el otro y la afilada punta romos, mellados por
el efecto del ácido. El metal tenía la superficie surcada de
filigranas irregulares, que a su vista enrojecida parecían más claras
que el metal de la hoja. Daba la impresión de haber sido labrada
u ornamentada de un modo delicado con una complicada
técnica de artesanía. Aunque se suponía que no debía llevar
ningún objeto consigo en la cámara de hibernación, decidió
quedársela, guardada en su funda: aquella espada, deformada
de tan bella forma, era en sí misma un monumento a su reciente
gesta, y quería que le descubrieran en todo momento, a su
regreso, portándola sobre su muslo izquierdo.

Llegaba la hora de volver a la hibernación. No le hacía


ninguna gracia, pero poco más podría hacer durante el viaje,
como no fuera acabar por morir de viejo mucho antes de
alcanzar su planeta. Salió de la armería, y se dirigió hacia la sala
donde se encontraba su cápsula de hibernación, especialmente
diseñada para su gran envergadura y su avanzada edad. En el
pasillo, a su derecha, se encontraba de pie el explorador. Seguía
vistiendo su máscara y la armadura. El Tuerto se volvió hacia él,
señalándole con el muñón de su brazo. La nave estaba saliendo
ya de la atmósfera del planeta, y la gravedad desaparecía. El
explorador, al mismo tiempo que empezaba a quedar suspendido
en el aire, emitió un extraño silbido. El Tuerto reconoció enseguida
el sonido, y gruñó de rabia y confusión, al tiempo que el
explorador se descoyuntaba en diversas partes, haciendo saltar
de cuajo la máscara de protección ambiental y diversas partes de
su armadura.

Una maraña de patas retorcidas y de tentáculos ansiosos,


recorridos de espinas o dientes afilados, se mostró flotando en

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medio del pequeño pasillo, ocupándolo casi por completo. La
cabeza del explorador, aparentando aún ser él mismo, le miraba
retorcida hacia un lado, prácticamente del revés, mientras la cosa
se zarandeaba con tentáculos a su alrededor.

¿Lo había sustituido? ¿En qué momento? El Tuerto, incapaz


de dar una batalla por perdida de antemano, pensó de
inmediato en el ácido. Desenfundó de nuevo la espada, que
parecía en su hoja prolongar los surcos que el ácido también
había dejado marcados en su brazo y garra. Usó la hoja de la
espada contra la pared para impulsarse un momento hacia atrás,
y se empujó con ambas piernas en el contorno del pasillo. Se lanzó
directamente hacia la cosa, que le imitó, impulsándose con sus
repugnantes tentáculos e imitaciones de patas de los alienígenas
de cabezas alargadas. Ambos se encontraron casi a la entrada
de la cantina.

La espada, a pesar de tener el ácido inactivo, parecía herir


todavía a aquella cosa, que dejó pasar el brillante filo a través de
sí misma, mientras se secaba y cuarteaba alrededor. La cosa trató
de envolverle, pero se retiraba al tocar su espalda, su brazo
entero, su hombro… La cosa no soportaba el ácido, incluso
cuando parecía neutralizado. El Tuerto movió sus cuatro
mandíbulas, sintiéndose victorioso, y apuñalando y cortando a la
masa que se había colado en su nave, que se deshacía en costras
secas que eran expulsadas por el grueso del cuerpo, como
esputos de unos pulmones enfermos. Los tumores se
desperdigaban flotando alrededor de ambos. La masa estaba
perdiendo, trataba de envolverle y asimilarle, pero no podía. Se
agarraba al Tuerto allí donde no había rastro alguno de la sangre
ácida, pero se negaba a asimilarle.

El Tuerto, en su frenesí victorioso, no fue consciente de que la


cosa le arrastraba de un lado al otro de la nave. Estirando
extremidades que imitaban las de sus congéneres, las de los

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alienígenas y creando vísceras repugnantes y musculosas, la masa
devoradora fue empujándose, agarrada a él, hasta llevarle a las
cápsulas de evacuación. Para cuando el Tuerto se dio cuenta de
sus intenciones, ya era tarde. Trató de acelerar su apuñalamiento y
corte de la cosa, pero tenía poco espacio; sin gravedad no
gozaba de movilidad, y la cosa le inmovilizaba allí por donde
podía realmente tocarlo: por ambas piernas y buena parte del
torso. Con hábiles movimientos, la cosa, agarrada por entero al
contorno del pasillo, manipuló los controles que abrían y
programaban el lanzamiento de la cápsula, y empujó dentro al
Tuerto antes de cerrarla. Tenía los conocimientos del explorador, y
sabía lo que se hacía.

El Tuerto, furioso, aún con la espada en la mano, golpeó con


furia el resistente cristal, diseñado para soportar el brusco cambio
de presión hacia el vacío. Al otro lado, la cosa, como una masa sin
rostro, sin personalidad, sin expresión, sin mostrar ademán alguno
que representara su victoria, activó el lanzamiento. El Tuerto, de
pronto, vio girar la infinidad de las estrellas del Universo a su
alrededor, mucho más allá de donde su roja visión podía distinguir
su propio puño desfigurado, apretado contra la mampara.

Al final, había perdido.

Tiempo después, a pesar de la pérfida e insidiosa naturaleza de


aquel ser nacido de una infección en el centro nervioso de una
nave biomecánica, los congéneres del Tuerto acabarían
desenmascarando al ser que denominarían Y`lhet, un término en
su lengua para designar al “ser único”, una forma de vida sin igual
contra la que combatirían durante mucho, mucho tiempo, y a lo
largo de varios sistemas estelares, antes de llegar a considerarla
controlada. Las batallas pasarían a ser leyendas. La criatura, a ser
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considerada un mito. Su estudio revelaría grandes avances para la
ciencia de la biología, y diversos cultos, sectarios y peligrosos,
acabarían considerándola una deidad a la que servir a toda
costa. Y`lhet cambiaría la existencia en el Universo para siempre.

Mientras tanto, y en un periodo mucho más reducido que


todo eso, el Tuerto acabaría cayendo a otro mundo, de seres
mucho menos evolucionados que los de su raza. A su modo,
prosperaría, incapaz de regresar de nuevo a su mundo.

Pero esa es otra historia, para alguna otra ocasión…

Continuará en:

“Una Odisea En La Era Hiboria”

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