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Cartland Barbara - El Beso de Un Extraño
Cartland Barbara - El Beso de Un Extraño
Capítulo 1
1805
intentaba invadir a Inglaterra, por lo que no había disparos en el bosque, cosa que
alegraba mucho a Shenda.
Odiaba la idea de que se diera muerte a cualquier ser viviente y, sobre todo, a
las aves a las que amaba y que le cantaban cuando pasaba bajo las ramas de los
árboles.
Shenda solía sentarse junto al estanque encantado para escuchar cómo
cantaban en torno a ella.
Es más, no podía recordar cuáles eran “los malos tiempos” cuando había
muchas cacerías durante el otoño y los cuidadores afirmaban que existían
demasiados cuervos, comadrejas y zorros en el bosque.
Ella los amaba al igual que amaba a las pequeñas ardillas rojas. Estas corrían
cuando la veían aparecer como si pensaran que ella les iba a robar sus nueces.
Seis meses antes, el Conde de Arrow había muerto.
Sus funerales fueron muy solemnes, aunque muy pocos en la aldea lo
extrañaban ya que no lo habían visto por mucho tiempo.
Y tampoco demostraron lamentar mucho la noticia de que su hijo mayor,
George, había muerto varios meses antes en la India.
El médico había dicho que el viejo conde se desplomó ante la trágica noticia.
Master George, como lo llamaban los servidores más antiguos del castillo,
residió en el extranjero por más de ocho años y la gente joven ni siquiera se
acordaba de cómo era.
Esto significaba que su hermano menor heredaría el título, pero Master Durwin
también se había marchado a la marina desde muy joven.
Se decía que él formaba parte de la flota que desafiaba a Bonaparte; sin
embargo, nadie sabía la realidad.
Últimamente, se había esparcido una serie de rumores acerca del Capitán
Durwin Bow.
Como en el castillo no estaba nadie la gente de la aldea acudía a la vicaría con
sus quejas y preocupaciones, pues no había nadie más que los escuchara.
El administrador de la finca se retiró dos años antes, y se encontraba confinado
en su casa con un reumatismo que le impedía caminar y una fuerte sordera.
—El lugar pronto estará en ruinas —le había comentado uno de los trabajadores
al padre de Shenda la semana anterior.
—Es por la guerra —le había respondido el vicario.
—Guerra o no guerra ya estoy harto de tener que estar reparando mi techo y
mis paredes.
El vicario suspiró, pues él nada podía hacer al respecto. Shenda sabía que la
guerra había significado miseria y privaciones para todos.
Lo que su padre resentía más era no poder cazar durante el invierno.
Es más, en el pasado se le conocía como “el párroco cazador”.
Mas ahora los caballeros que solían contribuir para las cacerías de zorros, se
encontraban luchando en la guerra o estaban demasiado empobrecidos.
El vicario tenía solamente dos caballos y uno de éstos era tan viejo que Shenda
prefería caminar y no montarlos.
A ella no le molestaba caminar, sobre todo si era en el bosque.
Ahora, sus pies parecían flotar por encima del musgo verde y la luz del sol, que
se filtraba por entre las ramas de los árboles, se reflejaba en sus cabellos,
haciendo que parecieran de oro.
De pronto escuchó ladrar a Rufus y despertando de sus sueños se dio cuenta
de que éste no estaba a su lado.
El estaba lejos y como siguió ladrando ella corrió lo más pronto que pudo a su
encuentro.
Mientras lo hacía, se preguntó qué podía haberle ocurrido. Era un buen perrito
que nunca ladraba cuando su padre trabajaba en el estudio, mas sus ladridos de
ahora eran indicios de dolor.
Lo encontró debajo de un gran olmo y con horror vio que su pata estaba
aprisionada en una trampa.
Nunca existieron trampas en el bosque de Arrow y Shenda se arrodilló junto a
Rufus, quien ya sólo gemía de mañera lastimosa.
Pudo ver que la trampa era nueva y la pata de Rufus estaba aprisionada dentro
de ella.
Shenda trató de abrirla, pero estaba demasiado dura por lo que comprendió
que tenía que buscar ayuda.
Acarició a Rufus y le habló con voz suave. Le dijo que no se moviera porque ella
iba a buscar auxilio.
A esta hora del día casi todos los hombres del condado se encontraban
trabajando en el campo y sólo las mujeres estarían en sus casas.
El vicario había salido temprano aquella mañana para visitar a una anciana que
le había enviado un mensaje urgente.
Shenda dudaba que aquello fuera cierto. Como su padre era un hombre
encantador y muy guapo, muchas mujeres inventaban pretextos para llamarlo.
Era Napoleón, Bonaparte quien había hecho que dos hombres regresaran
heridos a casa, uno sin una pierna y el otro sin un brazo. Era él quien había
vaciado la mantequera de la vicaría.
“Si no puedo pedirle ayuda a papá, dónde podré encontrar a un hombre que
me ayude”, pensó ahora Shenda.
Y, antes de llegar al final del bosque, vio a un hombre montado a caballo que se
acercaba a ella.
Pronto advirtió que se trataba de un caballero que paseaba con su caballo entre
los árboles y corrió hasta llegar a su lado.
Era bastante joven, con el sombrero de lado sobre sus cabellos oscuros, la
corbata blanca amarrada a la moda y las puntas del cuello muy por encima del
mentón.
— ¡Ayúdeme! —imploró ella casi sin aliento por haber corrido.
Shenda vio que el caballero la estaba escuchando e insistió:
— ¡Pronto... por favor, venga pronto! ¡Mi perro está atrapado en una trampa!
El caballero arqueó las cejas ante la urgencia con la cual la muchacha le estaba
hablando, pero ella no esperó una respuesta y exclamó:
— ¡Sígame!
Corrió de regreso sobre el camino cubierto de musgo hasta donde la esperaba
Rufus.
El perrito permanecía quieto, pero gimiendo de una manera lastimosa. Cuando
se arrodilló junto a él, vio que el caballero había detenido su caballo y estaba
desmontando detrás de ella.
Se le acercó y mirando al perro dijo:
—Tenga cuidado, el perro pudiera morderla.
Eran las primeras palabras que había pronunciado y Shenda le respondió
ofendida:
—Rufus no me mordería jamás. ¡Por favor... abra esa horrible trampa! ¡Nunca
debió estar aquí!
Mientras hablaba, se inclinó para sujetar a Rufus y el caballero abrió la trampa.
Rufus lanzó un aullido de dolor y entonces Shenda lo levantó en sus brazos
como si se tratara de un bebé.
—Ya está bien. Ya todo terminó —dijo al animalito con cariño—. Ya no te harán
más daño. Te portaste como un valiente.
Mientras hablaba, lo acarició detrás de las orejas, cosa que a Rufus le gustaba
mucho.
Entonces notó que el caballero había sacado un pañuelo para vendarle la pata
a Rufus.
Shenda lo miró y como estaba muy cerca, lo pudo apreciar mejor.
— ¡Gracias, muchas gracias! —exclamó ella—. ¡Le estoy muy... agradecida! Me
preguntaba adónde iba a encontrar a un hombre para que me ayudara.
— ¿Qué no hay hombres en la aldea? —preguntó el caballero con un gesto de
los labios.
—No a esta hora del día —le respondió Shenda—. Todos están trabajando.
—Entonces me alegro de haberla podido ayudar.
—No tengo cómo... agradecérselo —dijo Shenda—, no comprendo cómo pudo
alguien poner una trampa así en el bosque. Nunca habíamos encontrado una.
—Supongo que es una manera de deshacerse de las sabandijas —respondió el
caballero.
—Una manera muy cruel —opinó Shenda—. Cuando un animal queda atrapado,
éste puede sufrir por horas o quizá días enteros antes que alguien lo encuentre.
El caballero no respondió y Shenda preguntó como si hablara consigo misma:
— ¿Cómo es posible que alguien desee crear más sufrimientos cuando ya hay
tanto en el mundo?
—Supongo que está pensando en la guerra —intervino el caballero—. Todas las
guerras son nefastas, pero nosotros estamos peleando para defender a nuestro
país.
—Matar a un animal no es correcto, a menos que sea para alimentar a alguien.
—Veo que es usted una reformadora —señaló el caballero—, pero los animales
se matan unos a otros. Las zorras, si no son cazadas, matan a los conejos que de
seguro a usted le parecen muy lindos.
Ella se dio cuenta de que él parecía burlarse y un leve rubor teñía sus mejillas
cuando dijo:
—Si dejamos sola a la naturaleza, ella creará un orden propio y no puedo
soportar la idea de una zorra sufriendo horas de tortura antes de morir.
—Ese es un punto de vista netamente femenino —discutió el caballero—, y si
uno desea conservar a los animales, entonces habrá que vigilar también a
quienes cazan las aves.
Habló en un tono seco y Shenda pensó que sería inútil discutir con él y expresó:
—Para mí, este bosque siempre ha sido un lugar mágico y hermoso y si ahora
las trampas y la crueldad me van a alejar de él, será como ser expulsada del
paraíso.
Su piel era muy blanca y poseía una belleza etérea, muy diferente a lo que se
consideraba como “la rosa inglesa perfecta”.
Por un momento, Shenda y el caballero se miraron. El pensó que la joven era
increíblemente bella y casi divina y a Shenda le pareció que él era muy atractivo y
magnético.
Su piel era morena, como si hubiera estado mucho tiempo al sol y sus facciones
estaban muy bien delineadas. Sin embargo, a pesar de ser tan bien parecido,
había cierto imperativo en él; algo que hacía pensar que estaba acostumbrado a
dar órdenes.
Parecía tener una fuerza que provenía no sólo de su cuerpo atlético, sino
también de su mente.
De pronto, como si quisiera romper el encanto que los había mantenido a los
dos en silencio, él preguntó:
— ¿Quiere que arroje la trampa al centro del estanque?
—Creo que es el punto más profundo.
El columpió la trampa por la cadena y de inmediato la soltó. Esta cayó al
centro, levantando el agua hacia el cielo para volver a la quietud una vez más.
Shenda suspiró profundamente.
—Muchas gracias —expresó—. Ahora debo llevar a Rufus a casa.
Ella miró al estanque nuevamente, se volvió y comenzó a caminar por donde
había venido.
El caballero tomó las riendas de su caballo y dijo:
—Como usted tiene que cargar a su perro, será mejor que yo la lleve a su casa
en mi caballo.
Shenda se sorprendió, pero sin decir nada más, él la tomó en sus brazos y la
depositó sobre la silla.
Y, tomando al caballo por la brida, lo llevó por el camino. Caminaron en silencio
hasta que cuando llegaron al final del bosque, Shenda pudo ver el jardín de la
vicaría ante ellos.
De pronto, pensó que sería un error que alguien de la aldea la viera con un
extraño o que supieran que Rufus había caído en una trampa.
Si alguien descubriera que un extraño la había llevado sobre la silla de su
caballo hasta su casa, eso causaría muchos comentarios.
—Señor, por favor —dijo ella—, como mi hogar se encuentra ya muy cerca, me
gustaría... seguir caminando.
El caballero detuvo su caballo.
Volvió a tomar a Shenda en sus brazos y la bajó con la misma facilidad con que
la subiera.
La muchacha era muy ligera y su cintura era tan pequeña que los dedos de él
casi se tocaron al rodearla.
Cuando sus pies rozaron el suelo, ella expresó:
— ¡Gracias una vez más! Le estoy en verdad agradecida y jamás olvidaré... su
bondad.
— ¿Cuál es su nombre? —preguntó él.
—Shenda —respondió ella sin pensarlo.
El se quitó el sombrero.
—Bien, hasta luego, Shenda. Estoy seguro de que ahora podrá regresar a su
mundo mágico, pues eliminó usted lo malo que había allí.
—Espero que así sea —respondió ella.
Intentó decir algo más, pero como dudó, él dijo:
—Si realmente me está agradecida por el pequeño servicio que le hice,
entonces supongo que debería recompensarme por mi trabajo.
Ella lo miró, sin entender lo que él le estaba diciendo. Entonces el caballero le
puso los dedos debajo del mentón, le levantó el rostro y la besó.
Shenda se quedó tan sorprendida que no pudo moverse. Fue un beso muy
delicado y cuando la soltó, se subió de inmediato a su caballo.
El joven ya se había alejado antes que ella pudiera decir algo.
Lo vio desaparecer entre los árboles y pensó que debía de estar soñando.
¿Cómo era posible que su primer beso se lo hubiera dado un desconocido, a
quien nunca había visto antes y que andaba traspasando los límites de lo que
para ella era su propio bosque?
La silueta del desconocido desapareció en pocos segundos, pero Shenda
permaneció inmóvil, pensando que debía de haber soñado todo y que aquello no
había sucedido en la realidad.
Sin embargo, ella aún podía sentir el roce de los labios de él sobre los suyos y
aunque pareciera increíble, la había besado.
Rufus se quejó y el sonido la hizo regresar a la realidad. Con el perrito en los
brazos, recorrió el tramo que le faltaba hasta llegar al jardín de la vicaría.
Había un camino que ella siempre seguía, que la llevaba a un costado de la
casa y a lo que era conocido corno “la puerta del jardín”.
Se apresuró a entrar y sintió que había regresado a su vida diaria.
—Se trata de su padre, señorita, pero no fue culpa nuestra. Nosotros pensamos
que el toro estaría a salvo en ese terreno.
— ¿Toro? ¿Qué ha ocurrido? —preguntó Shenda con una voz que no sonó como
la suya.
—El toro tiró al vicario de su caballo, señorita, y creemos que lo mató.
Shenda lanzó un grito.
— ¡Oh, no! ¡No puede ser verdad!
—Lo es, señorita. Mi padre y otros hombres lo traen para acá.
Haciendo un esfuerzo, puso a Rufus en el suelo. Entonces, mientras ella se
dirigió a la puerta principal para abrirla, Jim la siguió repitiendo una y otra vez:
—No fue culpa nuestra, señorita Shenda. Pensábamos que nadie se iba a meter
en ese potrero.
Capítulo 2
—Vine tan pronto como pude —respondió el conde—, pero me fue muy difícil
dejar mi barco.
—Lo sabía —comentó Lord Barham—. Mas tengo que felicitarlo, no sólo por ser
el capitán más joven en la Marina Británica, sino también por sus logros, que no
tiene objeto que repita.
—Carecen de importancia —respondió el conde.
Se sentó en el lugar que le indicó Lord Barham y preguntó con un ligero toque
de ansiedad en la voz:
—Y bien, ¿de qué se trata? Yo sabía que tendría que regresar a casa una vez
que heredara el título y las propiedades de mi padre; pero, ¿por qué tanta prisa?
—Lo necesito a usted —respondió Lord Barham.
El conde arqueó las cejas y el anciano continuó:
—No conozco a nadie que pueda ayudarme mejor que usted en estos
momentos.
El conde lo estaba escuchando, pero no habló y Lord Barham continuó diciendo:
—Más no trabajando aquí en el Almirantazgo, lo cual, no le gustaría, sino
ayudándome sin que nadie lo sepa dentro del mundo de la alta sociedad al cual
milord acaba de ingresar.
La expresión del conde cambió. El había temido que lo obligaran a aceptar un
puesto de oficina y estaba decidido a oponerse, por lo que se sintió aliviado al
escuchar que aquello no era lo que tenía en mente Lord Barham.
El Primer Lord tomó asiento junto a él y expresó:
—Al llegar al Almirantazgo descubrí el desastre que me esperaba. Como usted
bien sabe, el Vizconde de Melville entregó datos falsos en el Informe Real sobre
los gastos de la marina.
El conde asintió y Lord Barham continuó:
—El trató a la comisión con muy poco respeto y ésta se vengó sacando a relucir
algunos errores que se cometieron bajo su gestión hace diez años.
—Había escuchado algo al respecto —comentó el conde.
—Melville tuvo que renunciar y yo estoy en su lugar —prosiguió Lord Barham—,
y ahora mis opositores están esperando a que yo corneta nuevos errores..
—Eso es algo que milord no hará —afirmó el conde.
—En lo que yo necesito su ayuda —continuó diciendo Lord Batham—, es en
encontrar cuáles son las fugas de información en el Almirantazgo. Los espías de
Bonaparte se encuentran en todas partes. Incluso sospecho que hasta en Carlton
House.
—El deberá ir a Malta —continuó diciendo Lord Barham—, liberando a ocho mil
elementos que ya se encuentran allí, para que cooperen con las fuerzas rusas de
Corfú en la liberación de Nápoles y la defensa de Sicilia.
El se percató de que el conde lo estaba mirando casi con incredulidad y explicó:
—Como esa posición es esencial para el plan europeo de Inglaterra, si es
necesario, él deberá proceder a defender la isla sin el consentimiento del Rey y
además deberá proteger a Egipto y Cerdeña con la ayuda de Nelson.
Dejó de hablar y el conde exclamó:
— ¿Lo único que puedo decirle es que estoy impresionado! Por lo peligroso del
viaje comprendo que “Expedición Secreta” es el nombre adecuado para esta
empresa.
—Para terminar mi relato —dijo Lord Barham—, le diré que hace dos días el
viento que había mantenido inactivos, a los cuarenta y cinco transportes cambió y
éstos ya se hicieron a la mar acompañados de dos cañoneros.
— ¿Y en verdad supone milord que pueda mantenerse todo en secreto?
—Me informan que los espías de Napoleón han estado muy activos —aseguró
Lord Barham—, aunque me aseguran que ellos no tienen la menor idea de hacia
dónde se dirige la expedición. Es más, una fuente bastante confiable me informó
que el mismo Bonaparte cree que se dirigen a la América.
—En cuyo caso él enviará los barcos que tenga para atacarlos —completó el
conde.
—Por supuesto —estuvo de acuerdo Lord Barham.
—Comprendo todo —dijo el conde—. Pero no entiendo dónde entro yo.
—Use su cabeza, mi querido muchacho —respondió Lord Barham—. Como bien
sabe, los espías no son personajes siniestros que visten con ropa oscura y se
deslizan en los callejones. A menudo son un par de ojos suplicantes y una boca
tentadora que gusta de los diamantes.
El conde frunció el ceño.
— ¿Es posible entonces que existan mujeres inglesas que espían para Francia?
—Con conocimiento de causa o sin ella, pero estoy seguro de que eso está
ocurriendo —dijo Lord Barham—, y como comprenderá, Arrow, hablar de más
sobre la almohada puede significar la muerte de muchos ingleses en algún lugar
lejano, o el hundimiento de un barco que es vital en esos momentos.
El conde apretó los labios y observó:
—Sé exactamente lo que está diciendo. Yo casi perdí mi barco hace dos meses
porque alguien informó al enemigo de nuestra llegada.
—Entonces entiende claramente lo que le estoy pidiendo —dijo Lord Barham.
Shenda recorrió la casa que fuera su hogar desde que ella podía
recordarlo y le resultó difícil aceptar que ahora tenía que abandonarla.
El nuevo administrador de Arrow le hizo llegar una carta diciéndole que tenía
que salir de la casa en dos semanas. Y al recibirla, Shenda se había sentado a
llorar... La única persona a quien ella podía acudir era al hermano mayor de su
padre quien, a la muerte de su abuelo, se instaló en la casa de Gloucestershire.
Shenda lo había visto dos veces durante el año anterior y le parecía muy
diferente a su padre.
También sabía que él estaba muy escaso de recursos y que con sus cuatro hijos
le resultaba muy difícil salir adelante.
—¿Cómo voy a convertirme en una carga más para él? —se preguntó llena de
ansiedad.
Sin embargo, no tenía ninguna otra parte adonde ir.
Esta vez no tomó el camino que conducía al estanque encantado sino que se
dirigió hacia el castillo.
Este se veía muy imponente, con su antigua torre que apuntaba hacia el cielo.
El resto de la casa que se había extendido con los siglos, tenía como fondo el
bosque.
A Shenda le parecía que el jardín del castillo acrecentaba su hermosura cada
vez más, sobre todo ahora en la primavera cuando los almendros estaban en flor
y los setos acababan de ser recortados.
Cada vez que ella visitaba el castillo siempre aprovechaba para decirle a
Hodges, el jardinero mayor, lo bonito que se veía el jardín.
Allí había una cascada, una fuente, un área para juegos, un jardín de hierbas de
olor y muchos otros lugares que le deleitaban la vista y le encendían la
imaginación.
Recordaba las historias acerca de los antiguos habitantes del castillo, sobre
todo el primer caballero.
En los tiempos medievales había tenido lugar una batalla y el comandante,
cuyo nombre era Hlodwig, había atacado a los daneses quienes desembarcaron
para saquear el lugar.
Estaban perdiendo la batalla cuando Hlodwig mató al jefe de los daneses con
una flecha.
Como recompensa, fue armado caballero y se convirtió en Sir Justin Bow.
Se fue a vivir tierra adentro y construyó una casa señorial a la que llamó Arrow.
El condado fue creado durante el reinado de Carlos II, con el título de Arrow.
A través de la historia, los Bow habían servido en la marina y en la armada y
también como consejeros de los reyes.
Shenda se imaginaba el castillo lleno de caballeros con sus brillantes
armaduras y damas con los atavíos de la moda medieval.
En su mente se diseñó un traje de aquella época, pero deseaba poder tener un
vestido de la moda actual que llegara a Inglaterra desde Francia donde fue
impuesta por la Emperatriz Josefina.
Sabía que aquellos vestidos confeccionados con gasas casi transparentes, talle
alto y mangas abullonadas y cintas sobre los pechos, le sentarían muy bien a ella.
Cuando llegó al castillo pensó que en aquellos momentos, lo que más debería
preocuparle no era un vestido nuevo, sino cómo poder subsistir.
De inmediato se dirigió a la puerta principal como era su costumbre, pero
cuando ésta fue abierta por un sirviente nuevo a quien ella no conocía, se
preguntó si debería haber acudido a la puerta de la cocina.
—¡Pero usted es una dama, señorita Shenda! ¡Debería estar sentada con las
invitadas de su señoría! Ninguna de ellas será tan bonita como usted.
Shenda rió.
—Gracias, señora Davison, es usted muy amable, pero sabe muy bien que yo
sería la menesterosa de la fiesta, sin un vestido adecuado, ni dinero con que
comprarlo.
Entonces, con un tono muy diferente, ella suplicó:
—¡Por favor, señora Davison. . permítame quedarme! Me sentiría muy infeliz
lejos de la aldea y de toda la gente que conoció a mis padres. Si puedo
permanecer cerca, será como vivir en casa. Es muy poco probable que su señoría
llegue a conocerme.
—Eso es cierto —convino la señora Davison—. Supongo que el nuevo agente, el
señor Marlow, no interferirá en las cosas del manejo de la casa.
—¿Entonces, puedo quedarme? Por favor, señora Davison...
—Por supuesto que puede quedarse, señorita Shenda, si eso la hace feliz —
estuvo de acuerdo la señora Davison—. Comerá usted conmigo y el cuarto de
costura está en la planta superior, y tiene un dormitorio anexo muy cómodo.
La señora Davison pensó por un momento y después corrigió:
—No, creo que eso sería un error. Voy a ponerla junto a mí. Hay dos cuartos
que son para las doncellas de las visitas que fácilmente puedo convertir en cuarto
de costura y dormitorio y así sentiré que la estoy cuidando.
—¡Es usted muy... generosa! —dijo Shenda.
Los ojos se le llenaron de lágrimas cuando añadió:
—Yo pensé que iba a tener que irme y que nadie... me iba a... querer.
—Yo sí la quiero, señorita Shenda y esa es la verdad —aseguró la señora
Davison—. Además, yo pensaba decirle a su señoría que necesitaba ayuda.
—Ahora puede decirle que ya la tiene —observó Shenda—. Será muy bonito
estar aquí y yo podré charlar con usted acerca de mis padres y así no me sentiré
sola ni me habré alejado de todo cuanto me es familiar.
Mientras hablaba, una lágrima le corrió por la mejilla y ella se la secó con el
dorso de la mano.
—Por favor, no se sienta mal ahora —aconsejó la señora Davison—. Lo que
haremos es tomar una buena taza de té y me dirá qué es lo que desea traer con
usted.
—Johnson ha sido muy amable y me ha dicho que él me guardará cualquier
cosa que yo no necesite por el momento —contestó Shenda—, pero sería muy
agradable poder tener mis cosas aquí. ¿Quizá haya lugar en los áticos?
—Hay lugar como para el mobiliario de doce casas —señaló la señora Davison
—. Puede tener sus pertenencias más queridas aquí y así sabrá que ahí están si
las necesita.
—¡Eso será maravilloso! —exclamó Shenda—, y si usted no tiene demasiado
trabajo que darme, quizá yo pueda hacerme un vestido nuevo. Hace años que no
he podido comprar uno nuevo y no me gustaría que se avergüence de mí.
La señora Davison sonrió.
—Es usted exactamente como su madre; la mujer más bella que jamás he
conocido y esa es la verdad. ¡Se lo juro!
Shenda se levantó y le dio un beso a la vieja ama de llaves.
—Bueno, así todo queda arreglado —afirmó la señora Davison—. Yo sé que el
señor Bates estará tan contento como yo de que usted esté a salvo y de que
podamos cuidarla. Aparte de aquellos que la conocemos desde hace años, no hay
necesidad de que los demás sepan quién es usted.
Shenda la miró y ella hizo esta observación:
—Los nuevos empleados pudieran sentirse un poco incómodos al saber que
usted es una dama y que trabaja al igual que ellos.
—Lo entiendo —dijo Shenda—, y seré muy cuidadosa.
—Lo que tiene que hacer es no interferir con ellos —sugirió la señora Davison—.
Podrá tener su propio saloncito y las comidas las tomará conmigo.
—Yo puedo comer sola si usted tiene que tomar sus alimentos en el comedor
del ama de llaves —dijo Shenda.
Ella sabía que los sirvientes de mayor importancia comían en lo que se conocía
como el “comedor del ama de llaves”, mientras que los de menor categoría lo
hacían en el salón de la servidumbre.
—Deje todo a mi cuidado —indicó la señora Davison—. Yo sé qué es lo correcto
y qué es lo que su querida madre hubiera deseado. No deseo que se mezcle con
quienes no la traten como se merece.
Shenda le dio las gracias a la señora Davison una vez más por haberla salvado
a ella y a Rufus y dijo dentro de su corazón:
“¡Gracias, gracias mamá! Yo sé que esta fue tu idea y ahora ya me encuentro a
salvo”.
Capítulo 3
Lucille ya había tenido varios amantes que tomaba durante las visitas de su
esposo a la “isla esmeralda”, pero después de algunos meses siempre le parecían
aburridos.
Buscaba un hombre rico y diferente cuando Perry se la presentó al conde.
Después de tantos meses en el mar, sin siquiera ver a una mujer, Lucille resultó
como un oasis y para satisfacción de Perry, el conde quedó cautivado.
La primera noche cenaron en una fiesta y la siguiente estuvieron a solas en la
casa de Lady Gratton.
Al amanecer, cuando el conde caminaba hacia su casa, pensó, satisfecho, que
sus muchos años en el mar no le habían quitado la capacidad de ser un buen
amante.
Jamás había conocido a una mujer más apasionada, ardiente e insaciable. Lady
Gratton había aceptado su invitación al castillo y él estuvo seguro de que con la
presencia de ella, la fiesta sería todo cuanto deseaba como introducción a su
nueva posición de Conde de Arrow.
Hizo saber sus necesidades a los encargados del castillo, por medio de un viejo
secretario que había servido a su padre.
Perry lo había ayudado a preparar un plano para la distribución de las
habitaciones, señalándole que las personas que formaban “parejas” deberían
quedar lo más cerca posible, uno del otro.
—¿Es eso común? —preguntó el conde.
—Te aseguro que se hace en las mejores casas —comentó Perry—. ¡Por Dios,
Durwin, tienes suficiente edad como para conocer las verdades de la vida!
Los dos rieron, pero el conde no pudo evitar pensar que era extraño que las
aventuras amorosas pudieran ocurrir casi a la vista de todos.
Era muy diferente a como había sido en los días de su madre. Sin embargo,
estaba dispuesto a dejarse llevar por la corriente ya que era parte de las
instrucciones de Lord Barham.
Al ver la lista de sus invitados estuvo seguro de que no había ningún espía
entre ellos. Más quizá algún detalle le indicaría el camino correcto a seguir.
Perry escogió como invitados masculinos a dos nobles a quienes el conde había
conocido antes, un marqués que heredaría un ducado famoso y un baronet que
trabajaba en el almirantazgo. Eso hacía un total de seis hombres, incluyendo a
Perry y al conde.
Además de Lucille, fueron invitadas cinco damas que él no conocía, pero que le
aseguraron eran la crema de la crema de las bellezas que solían adornar Carlton
House.
El conde estaba seguro de que todo en el castillo resultaría tan cómodo como él
deseaba que lo fuera.
Le agradó saber que algunos de los viejos sirvientes todavía estaban allí, entre
ellos Bates, el mayordomo, a quien recordaba desde los tiempos de su niñez y la
señora Davison, que solía llevarle pasteles y dulces a su habitación cuando lo
castigaban.
Tan pronto como llegó a Inglaterra, nombró a un nuevo administrador de la
finca, pues en esos momentos no había nadie en ese cargo.
El hombre llamado Marlow había sido muy bien recomendado por un Almirante
con quien el conde viajó desde Portsmouth a Londres.
Tan pronto como llegó a Berkeley Square lo mandó llamar; le pareció eficiente
y de inmediato lo envió al castillo con instrucciones de revisar qué reparaciones
hacían falta.
Como su padre estuvo enfermo durante los últimos años, los gastos habían sido
pocos, así que en el banco estaba depositada una buena cantidad de dinero para
invertir en reparaciones.
“Lo primero que debo hacer”, se dijo cuando recibió un informe de su
administrador, “es visitar a los campesinos. Estoy seguro de que me acordaré de
algunos de ellos. También debo asegurarme de que los pensionados estén
recibiendo un buen trato”.
No obstante, mientras viajaba hacia el castillo en compañía de Perry y en un
faetón nuevo, tuvo el presentimiento de que hasta que la fiesta hubiera
terminado no tendría tiempo de hacer nada más.
En Berkeley Square también había mucho por hacer.
La casa fue cerrada durante la enfermedad del viejo conde y los sirvientes
despedidos o pensionados.
En realidad él sólo podía recordar al mayordomo.
El conde estaba acostumbrado a mandar y en varias ocasiones había tenido
que reacondicionar un barco en muy poco tiempo.
Comparado con eso, la casa resultaba bastante fácil.
Asimismo, necesitó comprarse un nuevo vestuario. Nunca había tenido mucha
ropa de civil y la poca que tenía ya estaba muy acabada.
A las cuarenta y ocho horas de haber llegado a Londres ya se veía lo
suficientemente presentable como para salir de la casa.
Esto fue posible al decirle a Weston, el famoso modista, que necesitaba
suficientes prendas a la última moda y pidiéndole prestadas algunas mientras
tanto.
Tal como esperaba, todas las anfitrionas que conociera la semana anterior en
Londres, le preguntaron cuándo pensaba casarse.
—No pienso hacerlo por mucho tiempo —le había respondido él a Lady Holland.
Ella había sido la única que le repuso:
—Tiene razón. Tómelo con calma y cuando encuentre una mujer a la que ame,
asegúrese de que ésta no sólo adorne su cama, la mesa y luzca las joyas de la
familia, sino que también sea una buena madre para sus hijos.
Esa respuesta resultó ser muy diferente a lo que le habían dicho las demás
anfitrionas con hijas casaderas. Para ellas lo único que importaba era que la
Condesa de Arrow fuera de sangre azul.
Las jovencitas que le fueron presentadas eran tímidas e inmaduras y le fue muy
fácil decir que él no pensaba casarse hasta que la guerra hubiera terminado.
Perry le aconsejó que tuviera cuidado con las madres más ambiciosas.
—No te olvides, Durwin —le advirtió él—, que ahora eres un partido mucho más
apetecible que cuando eras un marino sin futuro.
—¡Te prometo que no me atraparán, por más tentadora que sea la carnada!
—No presumas —le previno Perry—. Hombres mejores que tú se han
encontrado caminando por la senda nupcial antes que se dieran cuenta de lo que
les estaba sucediendo.
—No soy un tonto —replicó el conde—, y cuando me case no tengo la intención
de tener que escuchar conversaciones insustanciales desde el desayuno hasta la
cena, de parte de una mujer cuyo único mérito es que su padre lleva una corona
de noble.
Perry rió.
—Pues lo que resulta atractivo respecto a ti es que ahora tú también llevas una.
—Si hablas así regresaré a mi barco mañana mismo —lo amenazó el conde—.
Le tengo menos miedo a los franceses que a algunas de las matronas que he
conocido durante la semana.
Mientras se acercaban al castillo, el conde recordó cuando, siendo niño,
gustaba mucho de jugar en la vieja torre y correr por los grandes salones.
Algún día tendría un hijo que montaría primero el tradicional caballito de
madera del cuarto de juegos, después en un pony y finalmente en un caballo
cuando tenga la edad necesaria.
Nunca olvidaría la emoción de haber saltado una cerca por primera vez, o de
pescar la primera trucha en el río.
Ella no recordaba haber visto al conde, pero de seguro lo había hecho cuando
era una niña.
Imaginó que sería alto y bien parecido como la mayoría de los Bow. Los retratos
que se conservaban en el castillo dejaban ver una semejanza familiar que venía
desde tiempos atrás.
Una de las cosas que le llamaron más la atención desde su llegada, había sido
la galería de las pinturas. Esta contenía, no sólo retratos, sino también muchas
otras obras de arte de pintores famosos y que fueron coleccionadas a través de
los años.
Le encantaban las que venían de Italia y también algunas francesas que
despertaron mucho su interés.
Por todas partes en el castillo aparecían colgados retratos de miembros de la
familia y a Shenda le parecía que ellos estaban vigilando a la familia existente y
que al nuevo conde le iba a ser imposible no sentir la influencia de sus miradas
que aún parecían tener vida.
Juzgó extraño que él fuera a celebrar una fiesta antes de haber tenido tiempo
de inspeccionar la casa y de conocer a quienes lo servían.
—Tiene tantas cosas por hacer —añadió ella cuando terminó de zurcir el
encaje. Lo había hecho tan bien que era imposible ver dónde había estado roto.
Entonces, con un suspiro, decidió que aquello no era un problema suyo y que lo
más importante era que el conde ignorara su estadía en el castillo.
Abrigaba la sospecha de que él no iba a estar de acuerdo con que la hija de un
vicario fuera su empleada.
Y se llenó de miedo cuando pensó en lo terrible que sería si tuviera que alejarse
y tratar de buscar algo en otra parte.
—Somos muy felices aquí —le dijo a Rufus.
Pensó en la conveniencia de permanecer escondida hasta que el conde
regresara a Londres y pudiera volver al bosque y tenerlo para sí sola.
Rufus estaba inquieto, así que se dispuso para sacarlo a pasear antes que el
conde pudiera llegar. Sabía que Bates esperaba a su señoría por la tarde.
Ella bajó por una escalera lateral con Rufus a su lado y abrió una puerta que
daba al jardín.
Desde que se anunció el regreso del conde, los jardineros habían estado
trabajando tiempo extra para hacer que todo estuviera aún mejor que antes.
Como el clima era tibio, los árboles y arbustos estaban llenos de flores y la
hierba se veía verde como una mesa de billar.
Shenda tomó un camino secreto que conducía a la cascada. Aquel era el lugar
que más le gustaba, pues le encantaba ver cómo el agua caía sobre las rocas,
formando un maravilloso lecho donde abundaban los peces que nadaban entre los
lirios.
—¡Es muy bello! —exclamó Shenda en voz alta y como tenía miedo que la
obligaran a marcharse, rezó porque el conde nunca la descubriera.
Mientras lo hacía; comenzó a pensar también en el caballero que rescató a
Rufus de la trampa en el bosque.
La había besado y aún se le hacía difícil admitir que aquello hubiese sido una
realidad.
¿Cómo había podido dejar que un desconocido la besara en los labios?
“Tal vez fue un error, pero bastante agradable”, se dijo. Entonces, como tenía
miedo de que alguien la viera, se apresuró a regresar al castillo.
—Las invitadas de su señoría ya llegaron —informó la señora Davison cuando
entró corriendo en la habitación donde Shenda se encontraba cosiendo una vez
más.
—¿De veras son muy bellas? —preguntó Shenda.
—¡Sin lugar a dudas! —respondió la señora Davison—. Todas están vestidas a
la última moda. Si sus sombreros fueran un poco más altos, tocarían el cielo.
Shenda rió divertida.
Desde su llegada al castillo descubrió que la señora Davison leía todas las
revistas femeninas y ella las había encontrado muy interesantes y jocosas.
Las caricaturas eran tan graciosas que ella se preguntó si a aquellas personas
no les importaría verse representadas así. En ellas se presentaba a las damas de
la sociedad como muy gordas o demasiado flacas y se burlaban de los vestidos
transparentes y de los enormes sombreros.
También atacaban a quienes se daban aires de grandeza.
—Es una vergüenza, pero hay que reírse —exclamó la señora Davison.
Ella le mostró a Shenda algunas caricaturas originales que se encontraban en la
biblioteca.
—El viejo conde las ordenó hace muchos años —explicó la señora Davison y tan
pronto aparecían en las tiendas, a él le enviaban una copia.
—Debió disfrutarlas mucho —indicó Shenda.
—Así era —respondió la señora Davison—, y cuando su señoría enfermó, los
grabados siguieron llegando ya que nadie se ocupó de cancelar la entrega, por lo
que los hay hasta de nuestros días.
Capítulo 4
construir Sir Justin Bow, quien después de edificar su castillo quería tener un lugar
desde donde pudiera observar el mar.
Shenda había estado muchas veces en la torre y pensaba que Sir Justin debió
tener muy buena vista o un buen telescopio ya que sólo en los días menos
nebulosos era posible vislumbrar el mar como una línea luminosa en el horizonte.
La torre en sí era excepcional, pero ella pensó que a las damas les resultaría
muy difícil poder subir por los peldaños de piedra sin ensuciarse las orlas de sus
vestidos.
“Supongo que los caballeros estarán muy dispuestos a ayudarlas”, pensó ella
con una sonrisa.
Shenda y Rufus llegaron al castillo, entraron por la puerta del jardín y subieron
por una escalera poco utilizada.
Llevaba apenas unos pocos minutos en su cuarto de costura cuando la señora
Davison entró.
—¡Por fortuna la encuentro, señorita Shenda! —dijo ella—. Tengo un trabajo
para usted.
—¿De qué se trata? —preguntó Shenda.
La señora Davison le mostró una bonita retícula hecha de raso y adornada con
encaje.
—Esto pertenece a Lady Gratton —explicó ella—, y la tonta de Rosie enganchó
el encaje con el borde de un cajón cuando lo estaba guardando.
Shenda tomó la prenda.
—El daño es muy pequeño —señaló ella—, y yo lo arreglaré para que milady
nunca se dé cuenta de lo ocurrido.
—Siempre pasa lo mismo con estas doncellas —comentó la señora Davison
muy molesta—, todo lo hacen al descuido, porque quieren bajar cuanto antes
para conversar con los hombres. Ese es el problema.
—Un accidente le pasa a cualquiera, así que dígale a Rosie que no se preocupe
—dijo Shenda—, déjeme aquí cualquier otra cosa que necesite ser zurcida, pues
no tengo nada que hacer por el momento.
—Pues entonces siga trabajando en ese vestido que se está haciendo —sugirió
la señora Davison—. Yo le di la tela gustosamente y cuanto más pronto se lo vea
puesto, mejor.
—Ya está terminado —dijo Shenda.
—¿Pues qué le parece? ¡No creo que la vieja Maggie hubiera podido hacer un
vestido en menos tiempo!
—Me lo pondré esta noche para que lo vea —ofreció Shenda—. En realidad
estoy muy orgullosa de cómo quedó.
—Tengo tela para otro —ofreció la señora Davison.
—Es usted muy amable —expresó con gratitud Shenda—. Yo se los pagaré en
cuanto cobre mis primeros honorarios.
—Nada de eso —objetó la señora Davison—. Además, no son mis telas. Han
estado guardadas durante años. Ya ni me acuerdo para qué las compramos.
En seguida miró el reloj e hizo una exclamación.
—Los invitados de su señoría ya estarán por regresar para tomar el té —explicó
—, y yo todavía no he terminado de revisar los dormitorios. ¡No puedo confiar en
las camareras jóvenes!
Cuando la mujer salió de la habitación, Shenda rió.
Comprendía que después de muchos años de tener sólo a tres camareras bajo
su servicio, la señora Davison se sentía feliz de poder mandar a las jovencitas que
habían venido de la aldea, quienes parecían estar encantadas de poder estar en
el castillo.
Cuando la señora Davison les gritaba, lo tomaban como parte de aquel trabajo
que les daba mucha importancia entre los aldeanos.
Shenda inspeccionó la retícula dañada. Le habían comentado que la noche
anterior, Lady Gratton lució un vestido de gasa verde para la cena.
El fondo que llevaba era tan transparente que la señora Davison había dicho
que hubiera sido preferible que estuviera desnuda.
Shenda sospechaba que a la señora Davison le parecía que aquella mujer, por
muy bella que fuera, no era digna del conde.
Este había adquirido un rango de semidiós ante los ojos de la fiel ama de llaves.
La retícula estaba confeccionada en raso verde, el color del vestido que la
señora Davison había mencionado.
El encaje que adornaba las orillas era hecho a mano y debió ser muy costoso.
Shenda encontró hilo verde casi del mismo tono.
Al abrir la retícula descubrió que su interior, contenía algunos objetos. Después
de verlos los sacó con mucho cuidado.
Había un pañuelo rematado con encaje y bordado con las iniciales de Lady
Gratton.
También una cajita pequeña de oro que contenía maquillaje para los labios y
otra más grande, como para rapé, que la dama utilizaba para el polvo.
Shenda los miró con interés, pensando que era una manera muy lujosa de
llevar los cosméticos. Una de las cajas tenía un cierre de diamantes y la otra la
inicial de milady, una L, de zafiros.
Entonces, cuando ella metió la mano debajo del marco para sostenerla y poder
zurcir el encaje, le pareció que había algo más dentro del bolso.
Se trataba de un pedacito de papel y ella lo sacó para no romperlo por
distracción.
Este estaba doblado y cuando ella lo extendió vio que estaba escrito en
francés, con letra menuda y firme.
Olvidándose de que aquello podía ser algo privado, Shenda leyó:
Shenda lo leyó una y otra vez y se dijo que debía estar imaginando lo que veía.
Súbitamente comprendió que lo que había encontrado sin querer era un
mensaje de un espía francés para Lady Gratton, mujer que mantenía una estrecha
intimidad con el conde.
Si alguien conocía la respuesta a esas preguntas, ese era él.
Shenda leyó el mensaje una y otra vez antes de ponerlo sobre la mesa, debajo
del pañuelo de Lady Gratton y dedicarse a zurcir el encaje.
No le tomó mucho tiempo y cuando hubo terminado metió dentro de la retícula
las cajitas y el pañuelo.
Y de inmediato comprendió que tenía que avisarle al conde.
Se dirigió al escritorio y tomando la pluma copió, con la misma letra, las
palabras contenidas en aquel papel.
Después regresó el papelito a su lugar y sintió temor porque iba a tener que
enfrentarse al conde.
Una cosa era esconderse de él para no tener que abandonar el castillo. Otra
muy diferente era saber que uno de los invitados era un espía para los franceses.
Lo más difícil iba a ser poder entrevistar al conde a solas, sin ser vista por los
otros empleados.
La mayoría de ellos la creía una simple costurera.
Meditó el asunto durante un buen rato y decidió que la única persona en la cual
podía confiar era en Bates, a quien conocía desde hacía muchos años.
Tanto él como la señora Davison, habían querido mucho a sus padres.
La condujo por un pasillo que llevaba desde la alacena hasta el vestíbulo. Allí
estaban cuatro lacayos de guardia, quienes se enderezaron al ver entrar a Bates y
fijaron la mirada al frente, tal y como se les había enseñado.
Llegaron frente al estudio y el mayordomo se detuvo un momento delante de
éste.
Shenda se dio cuenta de que él estaba escuchando para ver si alguien hablaba
dentro. Entonces le hizo un gesto a ella para que se apartara un poco y así evitar
que alguien más pudiera verla, en caso de que el conde estuviese acompañado.
Poco después abrió la puerta. Hubo una breve pausa mientras él miraba al
interior del estudio y después dijo:
—Perdone su señoría, pero ¿es posible que pase una persona que desea hablar
con milord sobre algo muy importante?
—Supongo que sí —repuso el conde levantando la vista del escritorio ante el
cual se encontraba sentado—. ¿De quién se trata?
Bates no respondió y le hizo a Shenda una señal para que entrara.
La muchacha entró con calma, llevando la cabeza en alto; sin embargo, se
sentía conturbada pues era la primera vez que iba a ver al conde.
Shenda casi llegaba junto al escritorio cuando él levantó la cara.
Entonces ella hizo una leve exclamación y dijo…
—¡Es usted!
Sentado frente a ella se encontraba el caballero que liberó a Rufus de la trampa
y que le había dado a ella su primer beso.
Shenda se sorprendió al verlo, pues le repitieron una y otra vez que era la
primera ocasión que el conde venía al castillo.
Por lo tanto, jamás se le ocurrió pensar que el desconocido que la había subido
a su caballo pudiera ser el conde.
Ahora ambos se estaban mirando directamente y como él fue el primero en
recuperarse de la sorpresa preguntó:
—¿Por qué ha venido?
Y se puso de pie mientras hablaba.
Los dos permanecieron en silencio hasta que Shenda logró decir con una voz
muy débil que resultaba casi inaudible:
—Yo... tenía que hablar con su señoría, se trata de... algo muy importante.
—¿Usted no sabía quién era yo?
—No... tenía la menor... idea.
—¿La retícula de una dama? —preguntó el conde—. ¿Cómo tuvo usted acceso a
ella?
—Fue aquí... en el castillo —murmuró Shenda.
—¿Pero, por qué? ¿Qué hacía usted aquí?
Hubo una pausa muy marcada antes que Shenda respondiera con voz insegura:
—Yo... yo soy aquí su nueva... costurera, milord.
El conde la miró como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar y
preguntó:
—¿Quién la contrató y por qué?
—La vieja costurera murió hace tres años y la señora Davison no había
contratado otra hasta que supo que su señoría iba... a regresar.
—Así que usted acaba de llegar aquí.
—Sí, milord.
—Y usted tuvo en sus manos la retícula de una dama. ¿Qué dama?
Shenda respiró profundo.
—¡Lady Gratton!
El conde apretó los labios y después exclamó:
—¡No lo puedo creer! ¿Cómo puede ser posible?
Shenda se dio cuenta de que estaba hablando consigo mismo y después de un
momento ella explicó:
—Me pareció que lo correcto era que... yo se lo trajera a su señoría...
—¿Usted entiende el francés?
—Yo... hablo el francés, milord.
—¿Tiene usted idea a lo que esto se refiere?
— Si.
—¿Cómo?
Hubo una breve pausa antes que Shenda respondiera:
—He oído hablar acerca de... la Expedición Secreta.
El conde la miró estupefacto.
—¿Ha oído hablar acerca de eso? —preguntó él—. ¿Quién se lo pudo decir?
El pareció tan sorprendido que Shenda no pudo evitar sonreír.
—El hijo del doctor... es uno de los oficiales de su regimiento y forma parte de
esa... expedición, milord.
El conde se llevó la mano a la frente.
—¡Debo de estar soñando! ¡Se supone que sea un gran secreto!
—Lo sé —repuso Shenda—. Pero cuando el Teniente Doughty regresó a casa, él
le contó a su padre para lo que había sido escogido y... el doctor se lo dijo... a mi
padre.
—¿Me quiere decir que toda la aldea sabe y comenta acerca de la expedición?
—Oh, no... Guy Doughty hizo que su padre jurara guardar silencio y mi padre...
nunca repetía nada que le fuera dicho de manera... confidencial.
—Supongo que debo sentirme tranquilo al respecto —expresó el conde con
sarcasmo—. ¿Por casualidad, conoce la respuesta a la segunda pregunta del
papel?
—Tal vez sí, milord —contestó Shenda.
El conde la miró en medio del más grande desconcierto.
—Uno de los marineros de la nave del Almirante Nelson —explicó Shenda—,
está casado con una de las muchachas de la aldea. Corno sabe que tienen que
tener mucho sigilo, él le escribe a ella utilizando una clave muy especial.
—¿Y le dijo dónde se encuentra el Almirante Nelson? —preguntó el conde con
incredulidad.
Los ojos de Shenda brillaron al ver el asombro de él.
—En su última carta, el marinero le escribió:
Siento comezón en la mano izquierda y mañana estaré pensando en el pastel
que tu madre siempre hornea los, domingos.
El conde permaneció en silencio, esperando a que Shenda le explicara aquello.
—Como él ama a su esposa, donde quiera que se encuentra siempre se para
mirando hacia Inglaterra. Si la mano izquierda le pica, quiere decir que viaja hacia
el Oeste y el pastel que la madre de ella siempre hornea los domingos es un
Madeira
—¡No puedo creer todo esto! —exclamó el conde.
Y se sentó mientras hablaba con la mirada fija en el papel que Shenda le
entregara momentos antes.
De inmediato su cerebro comenzó a trabajar.
Si aquel mensaje había estado en la bolsa de Lady Gratton, entonces eran sus
labios y sus ojos suplicantes a los que Lord Barham se había referido.
Los franceses le pagaban por la información que la mujer podía obtener de sus
amantes. Quienquiera que fuera su contacto debió estar al tanto de que ella
estaba involucrada con él.
Como acababa de regresar del Mediterráneo y estaba en contacto con el
Almirantazgo, era lógico suponer que él poseyera aquella información.
Por un momento se sintió tan furioso por haber sido engañado que quiso
enfrentarse a Lucille y decirle exactamente lo que pensaba de ella. Sin embargo,
pensó que era mucho más importante descubrir quiénes eran los espías que la
dirigían y que trabajaban para Napoleón. Permaneció unos minutos sin hablar.
Después, le dijo a Shenda:
—Supongo que Lady Gratton ignora que usted encontró esto.
—Así es, milord. La doncella que la atiende desgarró accidentalmente el encaje
de la retícula y la señora Davison me la llevó para que yo lo zurciera.
—¿Entonces ella no la ha visto?
—No, milord.
—Pero usted está trabajando aquí en el castillo y supongo que es mi empleada.
—Sí, milord.
La muchacha se preguntó qué estaría pensando el conde.
—Shenda, ¿estaría dispuesta a hacer algo para defender a su país? Debo
advertirle que pudiera ser peligroso.
Shenda lo miró sorprendida. Al instante respondió:
—Estoy dispuesta a hacer cualquier cosa por ayudar a derrotar a Napoleón y
terminar con esta guerra, milord.
—Pensé que esa sería su respuesta —dijo el conde—, y lo que le voy a pedir es
que atienda a Lady Gratton mientras ella esté aquí.
Los ojos de Shenda parecieron llenarle todo el rostro, pues jamás pensó que le
pidieran hacer algo semejante. Por un momento, tuvo el impulso de negarse, pues
era algo que su madre no aprobaría.
Más de inmediato se preguntó qué era más importante: negarse por ser una
dama, cosa que el conde ignoraba, o pelear, como él lo había hecho, contra un
enemigo que al presente parecía tener las mejores cartas en la mano.
Haciendo un esfuerzo, Shenda expresó:
—Haré cualquier cosa que su señoría me pida.
—Gracias —respondió el conde—. Voy a ser sincero con usted, Shenda. La juzgo
inteligente y comprenderá cuando le explique que me ha traído hasta aquí, algo
de suma importancia para el Almirantazgo.
—Así lo imaginé.
—Antes que nada —intervino el conde—, ¿me promete no repetir una sola
palabra de lo que hemos hablado aquí, dentro o fuera del castillo?
—Lo prometo —ofreció Shenda— Al único a quien comenté que deseaba ver a
milord fue a Bates.
—¡Bien! —dijo el conde—. Ahora le diré a la señora Davison que, como deseo
hacer sentir a Lady Gratton muy cómoda y complacida, necesito que sea atendida
por usted.
—Tal vez a la señora Davison le va a parecer extraño que su señoría me haya
visto.
—Puedo decirle que cuando llegué a Inglaterra me dirigí primero a mi casa de
Londres y que la encontré en muy malas condiciones —expresó el conde.
Hizo una pausa para ver si ella lo estaba escuchando antes de continuar:
—Entonces decidí ver el castillo para ver si era tal como yo lo recordaba.
Y continuó con una leve sonrisa:
—Yo no lo había visto desde hacía catorce años y temía que resultara ser una
ilusión, o que estuviera en ruinas.
—Eso lo entiendo —convino Shenda.
—Me levanté, antes del amanecer y con el mejor caballo que pude alquilar
cabalgué hasta acá sólo para ver el castillo.
Respiró profundo antes de proseguir:
—Lo encontré, tal como lo había soñado.
El vio que los ojos de Shenda reflejaban entendimiento y le parecieron muy
bonitos. En seguida continuó:
—Yo no pensaba encontrarme con nadie, pues sabía que sería un error llegar
sin anunciarme.
En ese momento le sonrió a ella.
—Entonces ya sabe lo que ocurrió. Me encontré con una persona muy bonita en
el bosque y le presté un servicio.
—Fue su señoría muy... amable —murmuró Shenda—, y jamás olvidaré la forma
en que ayudó a Rufus, mas... yo no tenía la menor idea... jamás se me ocurrió que
su señoría fuera el... nuevo conde.
—Después regresé a Londres y me resultó difícil creer que usted fuera de carne
y hueso —continuó el conde—, o que existiera un bosque mágico donde me la
había encontrado.
Capítulo 5
—Por favor, asegúrese de que nadie lo comente en el piso inferior —sugirió ella
—. Estoy segura de que su señoría se olvidará de mí en cuanto milady se marche.
Mucho más tarde, cuando estaban recostados uno al lado del otro y
Lucille se sentía satisfecha por el momento, ella le preguntó:
—¿,No extrañas el mar, mi maravilloso Durwin?
—Sí, por supuesto —respondió el conde—, es difícil comenzar una nueva vida
cuando se es tan viejo como yo.
Lucille rió divertida.
—Yo no conozco a ningún hombre más joven que pueda ser más ardiente ni
más irresistible — aseguró—, pero aun cuando me haces el amor me pregunto si
no preferirías estar navegando sobre las olas en alguna misión secreta.
Hubo un breve silencio y entonces el conde bostezó.
Shenda encontró que era más fácil servirle de doncella a Lady Gratton de
lo que había imaginado. Cuando comenzó a ayudar a milady a vestirse para la
cena, ésta le preguntó:
—¿En dónde está la chica que me estaba atendiendo? Creo que se llama Rosie.
—Así es, milady, pero se encuentra un poco enferma esta noche y el ama de
llaves me pidió que tomara su lugar.
Shenda llevaba puesta la gorra que portaban todas las doncellas del castillo:
Lady Gratton exclamó con petulancia:
—Bueno, pues espero que usted sepa qué hacer. No me gusta explicar las
cosas dos veces.
—No, por supuesto que no, milady y yo soy la costurera del castillo; por lo
tanto, si hay algo que milady desee arreglar, yo se lo puedo hacer.
—El fondo que pienso llevar esta noche está muy largo, yo había pensado
sujetarlo con alfileres —dijo Lady Gratton—. Si trae hilo y aguja, me lo puede
coser ya puesto, pero no se olvide que tendrá que soltarlo otra vez cuando yo me
vaya a la cama.
—No, por supuesto que no, milady y mañana yo le moveré los botones para que
le quede bien.
—Es una buena idea —opinó Lady Gratton—. También tengo otro vestido que
necesita un pequeño ajuste.
—Si me dan permiso... de acompañarla, milady, me temo que tendré que llevar
conmigo a mi... perrito. El es muy bueno, pero siempre... está junto a mí y se
moriría de tristeza si lo dejo solo.
—¿Un perro? —exclamó Lady Gratton como si se trata ra de algún animal
extraño del cual ella nunca hubiera oído hablar—. Bueno, si me promete que no
molestará y que no entrará en la casa, supongo que tendré que soportarlo.
—Muchas gracias... milady.
Tan pronto como Lady Gratton bajó para comer, Shenda le escribió una nota
muy breve al conde en la cual le decía:
Ella calculó que apenas iba a tener tiempo para entrevistarse con el conde
y poder regresar a tiempo para poder arreglar a Lady Gratton antes de la cena.
A las seis menos cuarto, Shenda salió del castillo acompañada por Rufus. Más
allá de la cascada estaba un templo griego que había sido traído a Inglaterra por
el octavo conde, a fines del siglo anterior.
Era un templo muy bello, con columnas jónicas al frente y una habitación en la
cual había una estatua de Afrodita, con una paloma sobre el hombro y otra en la
mano.
Cuando Shenda llegó, el conde ya la estaba esperando.
Al verla llegar, él pensó que la joven podría ser la misma Afrodita que surgía
una vez más del mar para deleite de la humanidad.
Cuando no estaba trabajando, Shenda se quitaba el uniforme y ahora tenía
puesto un vestido nuevo que se había confeccionado con la tela que la señora
Davison le regalara.
Lo había hecho siguiendo el estilo actual que llevaban todas las damas que
visitaban el castillo.
El sol, que ya se ponía en el horizonte, hacía resaltar el oro de sus cabellos y al
conde le pareció que Shenda se acercaba envuelta en un halo de luz.
El, a su vez, estaba tan apuesto y elegante parado junto a las columnas
blancas, que por un momento a ella se le olvidó hacer una reverencia y ambos
sólo se miraron a los ojos.
Entonces, haciendo un esfuerzo, el conde preguntó:
—¿Deseaba verme?
—Tenía que preguntarle a su señoría qué debo... hacer —respondió Shenda—,
ya que milady me ha pedido que me vaya con ella a Londres y la atienda hasta
que su propia doncella se recupere.
El conde frunció el ceño.
—Lucille no me ha dicho nada.
—Creo que... piensa hacerlo... esta noche.
El conde miró hacia el castillo.
Repudiaba la idea de que alguien tan joven e indefensa entrara en contacto con
esa mujer.
Y, sin embargo, ¿qué más podía hacer?, se preguntó él.
El conde sonrió.
—Si es así, parece que es de confiar.
—Odia profundamente a Napoleón ya que su abuela fue guillotinada y el castillo
de la familia saqueado y después incendiado.
—Entonces realmente no tiene por qué querer a los franceses —indicó el conde.
—No —respondió Sir David—. El brinda por la caída de Napoleón en cada
comida y nos invita una copa a todos cuando llegan noticias de que algún barco
francés fue hundido.
Y miró al conde con admiración cuando dijo:
—Celebramos con una alegre fiesta en la oficina cuando recibimos noticias de
que milord había hundido dos de los barcos más importantes de Francia en Tolón.
—Tuve mucha suerte —expresó el conde—. El viento cambió en el momento
preciso. De no haber sido así, quizá no estuviera yo con vida.
—Yo sólo deseo regresar a mi regimiento —comentó Sir David—. Mi pierna ya
está mucho mejor, pero los médicos no me dejarán partir por lo menos hasta
dentro de otros seis meses.
—No obstante, estoy seguro de que, mientras tanto, usted está llevando a cabo
un buen trabajo —comentó el conde y pensó que le gustaría poder conocer un
poco más acerca del Conde Jacques de Beauvais.
Quizá él fuera tan enemigo de Napoleón como decía Sir David. Sin embargo,
nadie podía estar seguro y después de descubrir la traición de Lucille ya no podía
confiar en nadie.
Entonces se dijo que no debía obsesionarse con la búsqueda de espías hasta el
punto de ya no poder pensar con claridad.
Y siguió conduciendo sus caballos a un buen paso.
A pesar de que Lucille Gratton charlaba sin cesar y se había sentado más cerca
de él de lo necesario, el conde estaba pensando en Shenda.
Se preguntaba si había cometido un lamentable error al permitirle ir a Londres.
Capítulo 6
Shenda pensó que la casa era muy impresionante ya que tenía un farol sobre
bases de bronce.
Hubiera querido ver el interior, pero una vez que bajó, la señora Davison le dijo
al cochero que la llevara a la casa de los Gratton.
Shenda descubrió que ésta se encontraba en un calle que daba a Berkeley
Square y era una residencia pequeña, construida entre dos mucho más grandes.
Estaba amueblada de manera atractiva y en el piso bajo había un comedor
amplio y una pequeña salita de estar.
En la primera planta había un amplio salón y encima se encontraba el
dormitorio de Lady Gratton que daba a la parte posterior de la casa y por eso era
muy tranquilo.
Shenda supuso que ella tendría que dormir en el ático. Resultó un alivio ver que
había tres habitaciones ocupadas por dos sirvientas y la doncella que todavía se
mantenía en cama con una pierna fracturada.
Le informaron que, por el momento, debería ocupar un pequeño dormitorio que
estaba frente al de milady. Este se comunicaba con un vestidor que era utilizado
por Sir Henry cuando estaba en casa.
La habitación de Shenda era bastante pequeña y una de las paredes se
encontraba completamente cubierta por un enorme ropero que contenía la ropa
de Lady Gratton.
Cuando Shenda entró, la cama, situada en una esquina, estaba cubierta, por
una docena de sombreros.
Una de las sirvientas la ayudó a meterlos en cajas que colocaron sobre el
ropero, pero aun así casi no quedaba espacio para que ella pudiera moverse.
Pero al menos tendría una habitación para ella sola.
Lady Gratton llegó cuando la joven ya se encontraba abriendo el equipaje y
colgando los vestidos en el ropero.
Estaba muy bella, pero cuando se acercó Shenda, ésta fue presa de cierta
repulsión.
—Tan pronto corno termine de desempacar —ordenó con voz autoritaria—, le
mostraré los vestidos que deseo arreglar y los quiero listos lo más pronto posible.
Shenda sintió deseos de decirle que le iba a ser muy difícil trabajar en un lugar
tan reducido; sin embargo, comprendió que estar tan cerca del dormitorio de
milady le iba a ser muy útil si deseaba investigar algo.
Por lo tanto, terminó de sacar las cosas del baúl, que fue retirado por un lacayo,
y se fue a su habitación para esperar las órdenes de Lady Gratton.
Al darse cuenta del cúmulo de ropa que milady deseaba modificar, decidió
informar a las sirvientas que ella iba a cenar en su habitación.
Comprendió que les iba a molestar subirle una bandeja, mas también pudo
observar que no se trataba de sirvientes de categoría como los del castillo y que
no sentían ningún afecto por su ama.
Tal como lo esperaba, la cena que le llevaron estaba fría y nada apetecible.
De inmediato se dijo que tendría que hacer algunos sacrificios si quería ayudar
al conde.
—¡Tengo que ayudarlo! —dijo para sí.
Cuando Lady Gratton subió para irse a la cama, Shenda se esforzó por
mostrarse agradable mientras la ayudaba a desvestirse.
Lady Gratton había cenado con dos caballeros mayores que resultaron ser unos
parientes que acababan de regresar a Londres.
A Shenda no le parecieron de ninguna importancia. Cuando Lady Gratton subió
para acostarse ella ya estaba muy cansada. Había sido un día muy largo.
Además, como se hallaba nerviosa por lo que estaba haciendo, sintió como si
las paredes de la casa se le vinieran encima simulando las barras de una prisión
de la cual le sería difícil escapar.
Luego pensó que estaba exagerando y se sintió mejor cuando sostuvo a Rufus
en sus brazos y al segundo el animalito la hizo sentir cuánto la quería.
Ella lo había sacado a pasear por la calle mientras Lady Gratton cenaba.
Tuvo el impulso de entrar en Berkeley Square para ver Arrow House una vez
más. Pero entonces pensó que si por casualidad el conde la veía, iba a pensar que
ella lo estaba vigilando o que estaba descuidando sus deberes.
Ahora acarició a Rufus y le dijo en voz baja:
—Espero que no estemos aquí por mucho tiempo. Yo sé que tú quieres regresar
al castillo y yo también.
Recordó lo guapo que estaba el conde el día anterior cuando la esperaba en el
templo griego.
Se le figuró como un dios, quizá Apolo, dándole la luz a todos los que la
deseaban.
De pronto recordó cómo él la había besado y supo que jamás volvería a
suceder.
—Si soy sensata debería de alejarme del castillo y de la aldea e ir a otra parte
—se dijo.
Sin embargo, era consciente de que al único lugar adonde podía ir sería a la
casa de su tío; por lo tanto, permanecería en el puesto de costurera hasta que le
resultara completamente intolerable.
Cuando terminó de desvestir a Lady Gratton, pensó en meterse en la cama.
Milady llevaba uno de sus camisones transparentes, pero para sorpresa de
Shenda, le dijo:
—Tráigame mi negligé más grueso. Está colgado en el ropero y está hecho de
raso azul adornado con encaje.
Shenda lo trajo y cuando Lady Gratton se lo puso ella pudo ver que se trataba
de una prenda bellísima. Era tan atractiva que la joven se preguntó por qué
querría ponérsela ahora que nadie la veía.
Lady Gratton le interrumpió sus pensamientos al decirle:
—Ya puede irse a la cama. No la voy a necesitar más esta noche. Despiérteme
a las diez de la mañana, como de costumbre, y espero que mañana comience a
trabajar en los vestidos que le he señalado. Así me los podré probar más tarde.
—Eso haré, milady —respondió Shenda.
En seguida miró a su alrededor para asegurarse de que la habitación se viera
arreglada y después salió y cerró la puerta.
Rufus la estaba esperando en su pequeño dormitorio y al verla saltó de alegría.
Ella lo subió a la cama mientras se desvestía y se puso un bonito camisón que
su madre le había confeccionado.
Encima se colocó una bata de lana fina que no tenía adornos, excepto por unos
botones de perla y encaje alrededor del cuello.
Apenas se había sentado al borde de la cama y acomodado la vela para ver
mejor, cuando escuchó que la puerta de la habitación de Lady Gratton se abría.
Se preguntó si milady vendría a pedirle algo, pero escuchó que ella pasaba por
enfrente de su puerta y seguía de largo bajando por la escalera.
—¿A dónde irá? —se preguntó Shenda.
Le pareció extraño que Lady Gratton, quien nunca hacía nada por sí sola, no la
hubiera llamado.
Entonces se dijo que debería sentirse feliz de estar libre por el momento y no
tener que recibir órdenes de una mujer a la cual odiaba.
Sabía que sus padres se hubieran horrorizado ante la idea de que ella se viera,
relacionada con alguien tan despreciable. Y también por representar el papel de
una sirvienta y haber venido a Londres para hacerlo.
Sin embargo, pensó también que su padre comprendería que lo hacía por
ayudar a derrotar a Napoleón, quien por el momento tenía a casi toda Europa bajo
su bota.
—iPor favor... Dios mío... haz que ganemos! —rezó Shenda.
Mientras lo hacía, escuchó el ruido de un carruaje que se detenía frente a la
casa. Le pareció muy extraño por lo avanzado de la hora, así que fue hasta la
ventana y con mucho cuidado apartó un poco la cortina.
Debajo pudo ver el techo de un carruaje con un cochero en el pescante y un
lacayo que abría la puerta. Después, vio a un hombre que bajaba y pensó que
quizá se tratara de Sir Henry Gratton que regresaba de improviso.
Entonces recordó que Lady Gratton acababa de bajar, en cuyo caso debía de
estar esperando al recién llegado.
Shenda se apartó de la ventana y apagó la vela.
Se puso sus zapatillas que hacían juego con la bata y con cuidado hizo girar la
manija de la cerradura.
El corazón le latía fuertemente porque tenía mucho miedo.
Cuando se asomó, vio que la puerta de la habitación de Lady Gratton estaba
abierta, lo que significaba que ella aún no había regresado.
Sin hacer el menor ruido Shenda se acercó a la escalera y se mantuvo contra la
pared para no ser vista.
Fue entonces cuando escuchó que llamaban por la puerta principal, tan
débilmente que no podía ser escuchado por el sirviente que dormía en el sótano.
En ese momento se percató de que Lady Gratton salía del salón y bajaba al piso
inferior.
Escuchó el sonido de una llave y después sintió unos pasos y la puerta que se
cerraba de nuevo.
Lady Gratton habló en voz muy baja:
—Creí que te habías olvidado de mí.
—Debes perdonarme ma chérie —respondió un hombre—. Hubo una crisis
inesperada en el Almirantazgo y no me fue posible salir hasta ahora.
—Pero ya estás aquí y eso es lo que importa —dijo Lady Gratton—. Sube al
salón.
Shenda escuchó cómo subían por la escalera y entraban en el salón
Cuando cerraron la puerta, decidió que tenía que escuchar lo que hablaban.
El hombre hablaba con corrección el inglés, pero ella había notado un leve
acento francés y estuvo segura de que aquel era el hombre a quien el conde
estaba tratando de identificar.
Moviéndose con mucho cuidado, Shenda llegó hasta la puerta del salón y allí
permaneció en silencio.
Las puertas no eran muy gruesas y pudo escuchar que Lady Gratton reía antes
de decir:
—Sí, resultó una fiesta muy agradable y como ya te lo dije, el conde está
completamente loco por mí.
—En ese caso procura que siga así —expresó el hombre con una voz muy
grave.
—Sírvete una copa de champaña —invitó Lady Gratton—, y seguiremos
hablando.
—Pero primero déjame decirte lo bien y lo muy deseable que estás. ¡Te extrañé
mucho, ma petite!
Por un momento hubo silencio y Shenda no tenía la menor idea de que el
visitante estaba besando a Lady Gratton y abrazándola.
Entonces él dijo y su voz pareció más grave aún:
—Necesito un trago. ¡Dios mío, dicen que los franceses hablan mucho, pero
también lo hacen los almirantes y los políticos y es muy difícil hacerlos callar!
Lady Gratton rió.
Shenda se dio cuenta de que el visitante debió de haber atravesado el salón
hasta donde se encontraba una mesa con bebidas. Se escuchó el ruido de copas y
los pasos de él cuando regresó hasta donde se encontraba Lady Gratton.
—¡Un brindis, mi querida, por tus bellos ojos, tus labios irresistibles y tu sensual
y muy deseable cuerpo!
Lady Gratton volvió a reír.
—Eres muy poético como de costumbre, Jacques.
—¿Cómo podía ser de otra forma contigo? —respondió él.
Por fin, Shenda sintió que estaban bebiendo la champaña. Ahora, con una voz
que pareció de impaciencia el hombre al que Lady Gratton había llamado Jacques
preguntó:
—¿Qué noticias me tienes? Habla en francés. ¡Es más seguro!
Lady Gratton rió una vez más.
—Aquí estás a salvo. Además, siempre te burlas de mi acento.
Su señoría estaba parado junto a una ventana que daba a un patio interior y al
escucharla se volvió sorprendido.
Shenda estaba aterrorizada y en lo único que podía pensar era en que él la
salvara, corrió a través de la habitación y se lanzó sobre el conde.
—¡Encontré... encontré al espía —dijo ella—, y él va a matarme!
Las palabras fueron casi incoherentes, pero lo único que importaba era que el
conde estaba allí y que la iba a salvar.
Shenda escondió el rostro en el hombro del joven. Este la envolvió con sus
brazos y sintió cómo todo su cuerpo temblaba.
—Tranquilícese —dijo él—. El no le va a hacer daño.
—El... espía dijo: “tenemos que eliminarla” —murmuró Shenda.
Casi no pudo pronunciar las palabras, pero sabía que tenía que hacerle ver al
conde el peligro en el cual se encontraba.
—Y pudiera... matar también a su señoría —murmuró ella.
En ese momento ya no pudo contenerse y comenzó a llorar.
El conde la apretó un poco más entre sus brazos y al hacerlo supo que lo que
sentía por Shenda era algo que nunca había sentido antes por otra mujer.
Ansiaba protegerla y cuidarla para toda la vida.
Pero sobre todo., quería evitar que ella entrara en contacto con algo tan
desagradable como la perfidia de Lucille, la crueldad de los esbirros de Napoleón
y el mundo social de Londres donde la pureza y la inocencia no tenían cabida.
Y mientras Shenda continuaba llorando sobre su hombro, él comprendió que
estaba completamente enamorado.
Capítulo 7
Entonces los dos hombres entraron pistola en mano y Lady Gratton lanzó un
grito de terror.
El conde le dijo al francés que se vistiera y cuando lo hubo hecho le indicó a
Lucille que hiciera lo mismo.
Esta comenzó a llorar y a suplicar, pero él ni la había mirado.
Cuando el francés estuvo listo, el conde advirtió:
—Permitiré a milady que se vista a solas, pero no hay escapatoria posible de
esta habitación a no ser por la puerta. Mi asistente estará afuera para asegurarse
de que no hagas ninguna tontería.
—¿Qué estás haciendo? ¿Adónde me llevas? ¿Cómo puedes comportarte de una
manera tan cruel conmigo? —gritó Lucille.
El conde no se dignó responder siquiera.
Se limitó a obligar al francés a caminar delante de él y apuntándole con la
pistola lo hizo bajar por la escalera.
Abajo, dos lacayos los estaban esperando y por órdenes del conde ataron al
francés de manos y piernas.
En seguida, el conde se asomó a la puerta para cerciorarse de si su carruaje ya
había llegado tal como él lo ordenó, y confirmó que así era.
Como sabía que el francés trataría de sobornar a sus hombres si los dejaba
solos, dio instrucciones para que lo amordazaran de manera que le fuera
imposible hablar.
Por órdenes del conde lo arrojaron al asiento posterior del carruaje. Un hombre
se le sentó enfrente con instrucciones de disparar si el espía intentara escapar.
Después, el conde entró en la casa donde se encontró con Lucille, quien bajaba
por la escalera lloriqueando.
Ella comenzó a implorarle, pero él la detuvo con un gesto de la mano y diciendo
con voz autoritaria:
—Me temo, milady, que tendremos que atarle las muñecas para evitar que
trate de ayudar a su socio a escapar.
—El no es mi socio —gritó Lucille—. Me obligó y yo no pude evitarlo. ¡Yo odio a
los franceses! Sé que son nuestros enemigos; sin embargo, él es fuerte y yo soy
débil.
El conde no se tomó la molestia de responder. Se limitó a ver cómo le ataban
las manos.
Entonces les dijo a sus hombres que la subieran al carruaje.
También hizo subir a los sirvientes del francés al coche de éste, junto con dos
lacayos para que los cuidaran. Le dio órdenes a uno de los suyos para que
condujera aquel carruaje mientras que él conduciría el suyo.
Ellos se quedaron sorprendidos, pero hicieron lo que él les decía y se pusieron
en marcha.
Carter iba junto a él mientras que el resto de los hombres se subieron al
pescante del otro vehículo.
Las calles estaban desiertas y alumbrados por la luz de la luna llegaron a la
Torre de Londres en muy poco tiempo.
Al llegar, el conde mandó llamar al Gobernador de la Torre.
Este escuchó con atención lo que el conde le dijo y respondió:
—Yo sé que Lord Barham le va a estar muy agradecido. Los espías de
Bonaparte están por todas partes y cuanto más pronto ejecutemos a éste, será
mejor.
—Eso mismo pienso yo —exclamó el conde.
El gobernador dudó un momento.
—¿Y Lady Gratton?
—Creo que ella deberá permanecer en la cárcel hasta el fin de la guerra como
un ejemplo para las demás mujeres.
— ¡Estoy de acuerdo con milord! —convino el gobernador—. A pesar del
comportamiento de los franceses, a los ingleses nos disgusta matar a una mujer.
—Creo que en este caso la muerte sería un acto de misericordia ya que ella
será desterrada de la sociedad por el resto de su vida —aseguró el conde.
Y como no deseaba hablar más acerca de Lucille, se limitó a decir:
—También he traído a otros dos hombres que son el cochero y el lacayo del
francés.
—¿Considera su señoría que, ellos estén involucrados de alguna manera con las
actividades de su amo? —preguntó el gobernador.
—No lo creo —respondió el conde—, pero nos podrán decir a qué personas
visitaba su amo con frecuencia últimamente. Si tenemos suerte, averiguaremos la
dirección de otros espías en Londres y quizá de los que llevan la información a
Francia.
El gobernador asintió.
—Tiene usted razón, milord. Los interrogaremos lo más pronto posible, antes
que los demás involucrados se den cuenta de lo que está ocurriendo.
Los dos hombres se dieron la mano y los soldados llevaron al francés en una
dirección y a Lucille Gratton en otra.
El conde le ordenó a su cochero que metiera el vehículo del francés en el
cortijo. Momentos más tarde, todos se subieron al suyo y se pusieron en marcha.
Para entonces, las estrellas ya habían desaparecido y las primeras luces del
amanecer comenzaban a vislumbrarse.
El conde se dirigió hacia la Casa del Almirantazgo.
Los centinelas los vieron con sorpresa, pero no evitaron que Carter se bajara
del pescante y llamara a la puerta.
El conde pidió hablar con Lord Barham y primero apareció un oficial.
Unas pocas palabras de parte del conde lo hicieron subir presuroso a despertar
a Lord Barham.
El conde esperó unos minutos en un salón de la planta baja hasta que Lord
Barham se reunió con él.
—¿Son buenas o malas noticias, Arrow? —preguntó él cuando entró en la
habitación—. Sin duda, se trata de algo, sensacional para que esté aquí su señoría
a esta hora.
El conde hizo una pausa como para hacer que su anuncio fuera más dramático.
—iMilord! —dijo él—, acabo de llevar a su Primer Secretario a la Torre de
Londres.
Desde que heredara el título se había dado cuenta de que, como conde de
Arrow, adquiría una posición de mucha importancia y responsabilidad.
Toda su familia lo consideraba como su líder y su guía, de la misma manera
como lo habían hecho los hombres que estaban bajo su mando.
Era imposible hacer algo que afectara la reputación del condado de la familia
Arrow.
Por supuesto, Shenda parecía ser una dama en todos los aspectos.
El nunca había conocido a alguien tan sensible o que respondiera con tanta
naturalidad ante lo que él llamaría el comportamiento de los “bien nacidos”.
Sin embargo, ¿por qué trabajaba como costurera?
Si era huérfana, entonces debería de estar con sus parientes y ciertamente
acompañada por alguna mujer mayor.
Sin embargo, cada partícula de su cuerpo le decía cuánto la deseaba.
Era consciente de que nunca en su vida había sentido por una mujer lo que
ahora sentía por Shenda.
El estaría dispuesto a matar a cualquier hombre que la ofendiera y, no
obstante, eso mismo era lo que él iba a hacer si no le podía ofrecer matrimonio.
—¿Qué voy a hacer con ella, Dios mío? —preguntó desesperado, mientras se
acababa de vestir.
Al ir bajando por la escalera le pareció que los retratos de sus antepasados lo
estaban mirando desde sus marcos dorados. El pensó que los hombres de la
familia Bow comprenderían lo que él estaba sintiendo, eran las mujeres quienes
no sólo no lo aprobarían sino censurarían aquel matrimonio como una “mala
alianza”
Comprendía, asimismo, que ellas podrían hacer que la vida de Shenda se
convirtiera en un infierno si la trataban como una sirvienta que había inducido a
su amo al matrimonio.
Inmerso en sus cavilaciones se dirigió al estudio donde sabía que Shenda lo
aguardaba. Una vez más se preguntó cuál sería la solución de lo que parecía ser
una situación imposible.
Minutos después, cuando abrió la puerta y la vio parada junto a la ventana, con
los cabellos brillantes como un halo por el reflejo del sol, el corazón le dio mil
vuelcos.
De inmediato comprendió que sin Shenda ya no merecía la pena vivir.
Cerró la puerta y le extendió los brazos.
Ella emitió un sonido que pareció el trinar de los pájaros y corrió a su
encuentro.
Varios siglos más tarde, o por lo menos eso les pareció a ambos, el conde
llevó a Shenda hasta la ventana y los dos contemplaron las flores del jardín.
—Mañana regresaremos al castillo —sugirió él—. Nos casaremos en la capilla y
nos bendecirá el nuevo Vicario quien, según tengo entendido, llega hoy.
—¡Cómo me hubiera gustado que papá... estuviera vivo! —dijo Shenda—. Sé
que se hubiera sentido muy orgulloso de poder... celebrar personalmente la
ceremonia.
—¿Tu padre era un Ministro? —preguntó el Conde. Shenda lo miró y preguntó
con voz débil:
—¿De veras me has pedido que me case contigo sin saber... quién soy?
Su timidez le pareció tan encantadora que la besó hasta que los dos quedaron
sin aliento.
Al fin, el conde levantó la cabeza y exclamó:
—Ya somos un solo ser, amor mío y siento que ninguna ceremonia nos unirá
más de lo que ya lo estamos ahora.
—¿Cómo puedes decir cosas tan maravillosas? —preguntó Shenda—. Eso
mismo es lo que yo siento. Soy tuya como lo he sido... desde que me besaste.
—Nadie pudo haber sido más valiente ni haber hecho más de lo que tú hiciste
—dijo el conde.
Shenda sabía bien que se refería a lo que acababa de suceder. El sintió que un
estremecimiento la recorría y emocionado le dijo:
—Olvida todo eso y si en el futuro tengo que hacer algo para ayudar a
Inglaterra, tú no te verás involucrada.
Shenda lo miró con ternura.
—Creo que si me convierto en... tu esposa te sería muy difícil hacer algo sin
que yo... lo sepa y, ¿cómo no iba yo a desear ayudarte y estar contigo?
El conde la abrazó.
—¡Te amo! —declaró él—, mas ahora lo que tengo que hacer es ver a Lord
Barham. Si él no me retiene durante mucho tiempo nos iremos de inmediato para
el castillo.
—¿Y en realidad nos vamos a casar mañana? —preguntó Shenda.
—Supongo que para hacerlo tendré que conseguir una licencia especial —dijo el
conde.
—Eso no es necesario si los dos somos... residentes de la misma parroquia —
opinó Shenda.
—Supongo que en el Almirantazgo alguien me lo podrá precisar —respondió el
conde—. Sería bochornoso tener que confesar que no conozco el nombre de mi
propio párroco.
Shenda rió.
—Con que te acuerdes del mío y del tuyo, todo estará bien.
—Me dijiste que era Lynd —dijo el conde.
—Shenda Lynd y papá solía cazar con tu padre cuando él estaba bien. Es más,
a papá solían llamarlo “el párroco cazador”.
—Me parece recordar que la gente hablaba acerca de él cuando yo era un niño.
Entonces él miró a Shenda y preguntó:
Además, era un ser etéreo y espiritual, que le había hecho levantar la mirada
hacia las estrellas y hacerlo sentir que podía alcanzarlas.
Si Dios así lo quería ambos tendrían varios hijos para que continuaran la
tradición familiar.
Dedicarían sus vidas al servicio de Inglaterra.
Se acercó a Shenda un poco más y la besó y al hacerlo, se prometió dedicar su
vida a su patria y a ella.
Sabía que juntos podrían traer la felicidad a muchos.
— ¡Te amo! —exclamó él.
—¡Tanto como yo a ti! —dijo Shenda—. ¡Soy feliz, inmensamente feliz!
El la miró un momento antes de decir:
—¿Cómo puedes ser tan perfecta? ¿Cómo es posible que seas exactamente lo
que yo deseaba, pero que temía nunca encontrar?
— ¡Nunca dejes de pensar así! —exclamó Shenda—. Le pido a Dios que me
haga tal y como tú quieres que... yo sea y que me sigas amando por el resto de
nuestras vidas.
—De eso puedes estar segura —afirmó el conde—, pero ahora debo dejarte, mi
amor, o si no, recibiré un tirón de orejas de parte del Primer Lord.
Shenda rió.
—Eso es algo que no debe ocurrir.
—No soporto dejarte —dijo el conde—. Cuídate mucho hasta que yo vuelva.
—Lo haré —contesto Shenda—, pero hay algo que debo preguntarte.
—¿Dime?
—Si nos vamos a casar, ¿sería posible... comprarme uno o dos vestidos para...
estar bonita para ti?
El conde rió.
—¿Cómo es posible que se me haya olvidado que una novia requiere de un
vestido especial?
Para sorpresa de Shenda, él se alejó de ella e hizo sonar la campana. Unos
momentos más tarde la puerta se abrió y Carter preguntó:
—Llamó usted, milord
—Ordene mi faetón de inmediato y dígale a la señora Davison que venga aquí.
Los lacayos deben estar preparados para entregar mensajes en la calle Bond.
—Muy bien, milord —contestó él con respeto y salió de la habitación.
FIN