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EL BESO DE UN EXTRAÑO

[KISS FROM A STRANGER]


Shenda se dirige al Castillo Arrow a través del bosque, cuando su
perro, Rufus, cae en una trampa. Como es demasiado pesada para que
ella pueda abrirla, va en busca de ayuda. En el camino se topa con un
apuesto desconocido y lo conduce hada donde se encuentra atrapado el
animalito. El lo libera sin dificultad.
Shenda le confiesa el horror que siente por las trampas que usan en
el bosque y persuade al extraño para que arroje la trampa que acaba de
abrir, al centro de la laguna encantada.
El accede y después de deshacerse de la trampa la toma en sus
brazos, la besa y en seguida se aleja cabalgando.
Poco tiempo después, el padre de Shenda fallece e inesperadamente
ella se encuentra sin un centavo y desolada. Entonces se va al castillo y
como el nuevo conde no ha regresado de la guerra donde se encuentra
al mando de un navío, Shenda convence al ama de llaves de que le
permita quedarse allí a trabajar. Cuando el conde regresa, Shenda
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encuentra un mensaje de un espía de Napoleón. Cómo con la ayuda de


ella, el conde descubre quien es el traidor, es relatado en esta
emocionante novela de Bárbara Cartland.

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Bárbara Cartland El Beso de un Extraño

Capítulo 1
1805

MIENTRAS caminaba por el bosque, Shenda tarareaba una tonadilla que


a ella le parecía la música de los árboles.
Era un tibio día de abril, los árboles ya comenzaban a reverdecer y podía
asegurar que el jardín de Arrow ya estaría cubierto de flores.
Nada resultaba más bello que las plantas que comenzaban a brotar de la tierra
que había permanecido seca durante todo el invierno.
El bosque poseía un embrujo especial y éste en particular tenía un lugar
secreto donde había un estanque que ella estaba segura que era mágico.
Las flores adornaban sus orillas y los árboles se reflejaban sobre la superficie
plateada de sus aguas.
Shenda siempre acudía a su estanque encantado cuando se sentía triste o
solitaria.
Creía que cuando estaba allí, las hadas la observaban por entre las flores y las
ninfas hacían lo mismo desde el fondo del estanque.
Como era hija única, sus sueños siempre estaban poblados de criaturas de
otros mundos que ella sentía muy cerca
Siempre se consideró muy afortunada porque Knight’s Wood, como se llamaba
el bosque, terminaba justo afuera de la vicaría.
Mientras su padre se encontraba ocupado con sus sermones o con sus
feligreses, la muchacha solía escapar sola a la magia del bosque.
Caminaba acompañada sólo por su muy querido compañero, quien en ese
momento no iba a su lado como debía haberlo estado haciendo.
Momentos antes había olfateado a un conejo en el pasto que comenzaba a
crecer y lo había perseguido tan rápido que Shenda no se dio cuenta de que el
animalito se había alejado.
Rufus le pertenecía desde que era un cachorrito de raza spaniel, pequeñito y
atractivo, que regularmente hubiera sido entrenado como perro de caza.
El viejo conde estaba enfermo y ya no podía salir a cazar y sus dos hijos
estaban peleando contra un monstruo llamado Napoleón Bonaparte, quien

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intentaba invadir a Inglaterra, por lo que no había disparos en el bosque, cosa que
alegraba mucho a Shenda.
Odiaba la idea de que se diera muerte a cualquier ser viviente y, sobre todo, a
las aves a las que amaba y que le cantaban cuando pasaba bajo las ramas de los
árboles.
Shenda solía sentarse junto al estanque encantado para escuchar cómo
cantaban en torno a ella.
Es más, no podía recordar cuáles eran “los malos tiempos” cuando había
muchas cacerías durante el otoño y los cuidadores afirmaban que existían
demasiados cuervos, comadrejas y zorros en el bosque.
Ella los amaba al igual que amaba a las pequeñas ardillas rojas. Estas corrían
cuando la veían aparecer como si pensaran que ella les iba a robar sus nueces.
Seis meses antes, el Conde de Arrow había muerto.
Sus funerales fueron muy solemnes, aunque muy pocos en la aldea lo
extrañaban ya que no lo habían visto por mucho tiempo.
Y tampoco demostraron lamentar mucho la noticia de que su hijo mayor,
George, había muerto varios meses antes en la India.
El médico había dicho que el viejo conde se desplomó ante la trágica noticia.
Master George, como lo llamaban los servidores más antiguos del castillo,
residió en el extranjero por más de ocho años y la gente joven ni siquiera se
acordaba de cómo era.
Esto significaba que su hermano menor heredaría el título, pero Master Durwin
también se había marchado a la marina desde muy joven.
Se decía que él formaba parte de la flota que desafiaba a Bonaparte; sin
embargo, nadie sabía la realidad.
Últimamente, se había esparcido una serie de rumores acerca del Capitán
Durwin Bow.
Como en el castillo no estaba nadie la gente de la aldea acudía a la vicaría con
sus quejas y preocupaciones, pues no había nadie más que los escuchara.
El administrador de la finca se retiró dos años antes, y se encontraba confinado
en su casa con un reumatismo que le impedía caminar y una fuerte sordera.
—El lugar pronto estará en ruinas —le había comentado uno de los trabajadores
al padre de Shenda la semana anterior.
—Es por la guerra —le había respondido el vicario.
—Guerra o no guerra ya estoy harto de tener que estar reparando mi techo y
mis paredes.

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El vicario suspiró, pues él nada podía hacer al respecto. Shenda sabía que la
guerra había significado miseria y privaciones para todos.
Lo que su padre resentía más era no poder cazar durante el invierno.
Es más, en el pasado se le conocía como “el párroco cazador”.
Mas ahora los caballeros que solían contribuir para las cacerías de zorros, se
encontraban luchando en la guerra o estaban demasiado empobrecidos.
El vicario tenía solamente dos caballos y uno de éstos era tan viejo que Shenda
prefería caminar y no montarlos.
A ella no le molestaba caminar, sobre todo si era en el bosque.
Ahora, sus pies parecían flotar por encima del musgo verde y la luz del sol, que
se filtraba por entre las ramas de los árboles, se reflejaba en sus cabellos,
haciendo que parecieran de oro.
De pronto escuchó ladrar a Rufus y despertando de sus sueños se dio cuenta
de que éste no estaba a su lado.
El estaba lejos y como siguió ladrando ella corrió lo más pronto que pudo a su
encuentro.
Mientras lo hacía, se preguntó qué podía haberle ocurrido. Era un buen perrito
que nunca ladraba cuando su padre trabajaba en el estudio, mas sus ladridos de
ahora eran indicios de dolor.
Lo encontró debajo de un gran olmo y con horror vio que su pata estaba
aprisionada en una trampa.
Nunca existieron trampas en el bosque de Arrow y Shenda se arrodilló junto a
Rufus, quien ya sólo gemía de mañera lastimosa.
Pudo ver que la trampa era nueva y la pata de Rufus estaba aprisionada dentro
de ella.
Shenda trató de abrirla, pero estaba demasiado dura por lo que comprendió
que tenía que buscar ayuda.
Acarició a Rufus y le habló con voz suave. Le dijo que no se moviera porque ella
iba a buscar auxilio.
A esta hora del día casi todos los hombres del condado se encontraban
trabajando en el campo y sólo las mujeres estarían en sus casas.
El vicario había salido temprano aquella mañana para visitar a una anciana que
le había enviado un mensaje urgente.
Shenda dudaba que aquello fuera cierto. Como su padre era un hombre
encantador y muy guapo, muchas mujeres inventaban pretextos para llamarlo.

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—No te preocupes si no llego para la hora de la comida —le había dicho él


antes de salir.
—Ya me hice a la idea de que comeré sola —respondió Shenda—. Tú sabes que
la señora Newcomb prepara una buena mesa y más vale que aproveches la
oportunidad de comer bien cuando puedes.
Su padre rió.
—No digo que no disfrute la comida de la señora Newcomb, pero pagaré por
ella teniendo que escuchar su repertorio interminable de dolencias, tanto físicas
como espirituales.
Shenda le puso el brazo alrededor del cuello.
—Te quiero mucho, papá. Las cosas que dices siempre hacían reír a mamá.
Su padre la besó y ella vio cómo la mención de su madre hizo aparecer el dolor
en los ojos del vicario.
Era imposible pensar que una pareja pudiera ser más feliz de lo que habían sido
El Honorable James Lynd y su bella esposa Doreen.
Ambos se habían casado después de muchos meses de oposición por parte de
sus respectivas familias.
No obstante, a pesar de todas las predicciones acerca de que se iban a
arrepentir, ellos fueron muy felices.
James era el tercer hijo de un noble empobrecido que tenía una finca
improductiva en Gloucestershire.
El anciano había ahorrado para que su hijo mayor pudiera ingresar en el mismo
regimiento donde él había servido.
Su segundo hijo era inválido de nacimiento y resultaba una carga muy onerosa.
Lo único que le había podido ofrecer a su tercer hijo era una iglesia en su finca,
con un estipendio tan miserable que casi era un insulto.
James y Doreen decidieron que lo único que importaba era la admiración que
ambos sentían el uno por el otro, así que se habían ido a vivir a la pequeña e
incómoda vicaría y la llenaron de amor.
Cuando Shenda nació tuvieron que volverse un poco más prácticos.
James se fue a ver al Obispo, quien le ofreció la parroquia de Arrowhead. El
prelado le explicó que el Conde de Arrowhead podía pagar un buen sueldo.
James y Doreen se mostraron encantados con su nuevo hogar. Este era una
pequeña casa isabelina, muy bonita y en buenas condiciones.
Como James era no sólo un caballero sino también un buen jinete, fue
bienvenido en el condado y el futuro parecía sonreírles.

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Entonces se desató la guerra y todo cambió.


Durante el armisticio de 1802 las cosas mejoraron un poco, pero las
hostilidades comenzaron de nuevo y surgieron más problemas, hubo menos
dinero y todo encareció.
La madre de Shenda murió de neumonía durante el invierno.
A Shenda le parecía que, como siempre, su madre había estado allí, riendo y al
instante la habían llevado al cementerio, con toda la aldea llorando detrás de
ellos.
Durante los últimos dos años, Shenda luchó porque su padre estuviera cómodo,
pero cada día parecía ser más difícil lograrlo, pues había menos dinero para
gastar en comida.
Además de que su padre no podía evitar ser generoso con quienes tenían
problemas.
—El amo se quitaría la camisa que trae puesta si alguien se la pide —le había
dicho uno de los criados a Shenda.
Ella sabía que aquello era cierto pero, aunque se lo comentaba a su padre, éste
no le prestaba atención.
—iNo puedo dejar que ese pobre hombre se muera de hambre! —solía
responder cuando Shenda lo presionaba mucho.
—No es Ned quien se va a morir de hambre, sino tú y yo, papá.
—Estoy seguro de que saldremos adelante, querida —solía decir él y se
apresuraba a ayudar a otra persona.
Ella se preocupaba por él porque había desarrollado una tos persistente que lo
mantenía despierto toda la noche.
Le preparó la bebida de miel y hierbas que su madre solía hacer, pero no
pareció mejorar.
Shenda era consciente que sólo necesitaba hacer tres buenas comidas al día,
pero eso era algo que no podían costear.
—Quizá cuando venga el nuevo conde —le había dicho Shenda a Martha, la
única sirvienta que quedaba en la vicaría—, éste se dará cuenta de que es
necesario aumentar los sueldos para que estén de acuerdo con los precios. Papá
ya no puede salir adelante con lo que recibe.
—Si él no viene hasta que termine la guerra, para entonces ya todos estaremos
en nuestras tumbas, sin nadie que nos llore. La culpa es de ese tal Boney.
Shenda pensó que, en realidad, Bonaparte tenía la culpa de todo lo que estaba
sucediendo en Arrowhead.

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Era Napoleón, Bonaparte quien había hecho que dos hombres regresaran
heridos a casa, uno sin una pierna y el otro sin un brazo. Era él quien había
vaciado la mantequera de la vicaría.
“Si no puedo pedirle ayuda a papá, dónde podré encontrar a un hombre que
me ayude”, pensó ahora Shenda.
Y, antes de llegar al final del bosque, vio a un hombre montado a caballo que se
acercaba a ella.
Pronto advirtió que se trataba de un caballero que paseaba con su caballo entre
los árboles y corrió hasta llegar a su lado.
Era bastante joven, con el sombrero de lado sobre sus cabellos oscuros, la
corbata blanca amarrada a la moda y las puntas del cuello muy por encima del
mentón.
— ¡Ayúdeme! —imploró ella casi sin aliento por haber corrido.
Shenda vio que el caballero la estaba escuchando e insistió:
— ¡Pronto... por favor, venga pronto! ¡Mi perro está atrapado en una trampa!
El caballero arqueó las cejas ante la urgencia con la cual la muchacha le estaba
hablando, pero ella no esperó una respuesta y exclamó:
— ¡Sígame!
Corrió de regreso sobre el camino cubierto de musgo hasta donde la esperaba
Rufus.
El perrito permanecía quieto, pero gimiendo de una manera lastimosa. Cuando
se arrodilló junto a él, vio que el caballero había detenido su caballo y estaba
desmontando detrás de ella.
Se le acercó y mirando al perro dijo:
—Tenga cuidado, el perro pudiera morderla.
Eran las primeras palabras que había pronunciado y Shenda le respondió
ofendida:
—Rufus no me mordería jamás. ¡Por favor... abra esa horrible trampa! ¡Nunca
debió estar aquí!
Mientras hablaba, se inclinó para sujetar a Rufus y el caballero abrió la trampa.
Rufus lanzó un aullido de dolor y entonces Shenda lo levantó en sus brazos
como si se tratara de un bebé.
—Ya está bien. Ya todo terminó —dijo al animalito con cariño—. Ya no te harán
más daño. Te portaste como un valiente.
Mientras hablaba, lo acarició detrás de las orejas, cosa que a Rufus le gustaba
mucho.

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Entonces notó que el caballero había sacado un pañuelo para vendarle la pata
a Rufus.
Shenda lo miró y como estaba muy cerca, lo pudo apreciar mejor.
— ¡Gracias, muchas gracias! —exclamó ella—. ¡Le estoy muy... agradecida! Me
preguntaba adónde iba a encontrar a un hombre para que me ayudara.
— ¿Qué no hay hombres en la aldea? —preguntó el caballero con un gesto de
los labios.
—No a esta hora del día —le respondió Shenda—. Todos están trabajando.
—Entonces me alegro de haberla podido ayudar.
—No tengo cómo... agradecérselo —dijo Shenda—, no comprendo cómo pudo
alguien poner una trampa así en el bosque. Nunca habíamos encontrado una.
—Supongo que es una manera de deshacerse de las sabandijas —respondió el
caballero.
—Una manera muy cruel —opinó Shenda—. Cuando un animal queda atrapado,
éste puede sufrir por horas o quizá días enteros antes que alguien lo encuentre.
El caballero no respondió y Shenda preguntó como si hablara consigo misma:
— ¿Cómo es posible que alguien desee crear más sufrimientos cuando ya hay
tanto en el mundo?
—Supongo que está pensando en la guerra —intervino el caballero—. Todas las
guerras son nefastas, pero nosotros estamos peleando para defender a nuestro
país.
—Matar a un animal no es correcto, a menos que sea para alimentar a alguien.
—Veo que es usted una reformadora —señaló el caballero—, pero los animales
se matan unos a otros. Las zorras, si no son cazadas, matan a los conejos que de
seguro a usted le parecen muy lindos.
Ella se dio cuenta de que él parecía burlarse y un leve rubor teñía sus mejillas
cuando dijo:
—Si dejamos sola a la naturaleza, ella creará un orden propio y no puedo
soportar la idea de una zorra sufriendo horas de tortura antes de morir.
—Ese es un punto de vista netamente femenino —discutió el caballero—, y si
uno desea conservar a los animales, entonces habrá que vigilar también a
quienes cazan las aves.
Habló en un tono seco y Shenda pensó que sería inútil discutir con él y expresó:
—Para mí, este bosque siempre ha sido un lugar mágico y hermoso y si ahora
las trampas y la crueldad me van a alejar de él, será como ser expulsada del
paraíso.

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Hablaba más para sí que para el caballero.


Y, como tenía miedo que él se riera de ella, con mucho cuidado se puso de pie,
sosteniendo a Rufus en sus brazos y diciendo:
—Una vez más, muchas gracias por su ayuda, señor. Ahora debo llevar a Rufus
a casa para lavarle la pata y evitar que se infecte.
En seguida miró la trampa y añadió:
— ¿Me pregunto si podría usted hacerme otro favor?
— ¿De qué se trata? —preguntó el caballero.
—Un poco más adelante hay un estanque encantado. Si usted arroja esa...
trampa al fondo, ya nunca más volverá a hacerle daño a alguien.
— ¿No piensa que el dueño de la trampa pueda no estar de acuerdo?
—El nunca sabrá lo que ocurrió —respondió Shenda—, y si le costó dinero
ponerla ahí, entonces... ese será su castigo.
El caballero rió.
—Muy bien —aceptó él—. Como se ha convertido en juez, jurado y verdugo, el
acusado deberá pagar el precio por su crimen.
Levantó la trampa por la cadena que la sujetaba al suelo y después de soltarla,
preguntó:
— ¿Y dónde está ese estanque mágico?
—Yo le mostraré el camino —ofreció Shenda.
Ella caminó adelante y después de pasar junto a varios árboles, llegaron al
estanque.
A ella le pareció que estaba más bello que nunca. Una gran variedad de flores y
los rayos del sol se reflejaban sobre el agua.
Los entornos se veían oscuros y misteriosos como si escondieran secretos
pertenecientes a los dioses.
El caballero se dirigió a la orilla del estanque y lo miró. Después, se volvió para
mirar a Shenda, quien se encontraba junto a él.
Con el fondo de los árboles y los rayos del sol, ella parecía ser el modelo ideal
para una pintura que a cualquier artista le hubiera gustado realizar.
Sus ojos parecían llenar su pequeño rostro, pero en lugar de ser azules, como
correspondían a sus cabellos dorados, eran grises.
En algunos momentos presentaban ciertos tonos de violeta. Aquella era una
característica prevaleciente en la familia de su madre.

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Su piel era muy blanca y poseía una belleza etérea, muy diferente a lo que se
consideraba como “la rosa inglesa perfecta”.
Por un momento, Shenda y el caballero se miraron. El pensó que la joven era
increíblemente bella y casi divina y a Shenda le pareció que él era muy atractivo y
magnético.
Su piel era morena, como si hubiera estado mucho tiempo al sol y sus facciones
estaban muy bien delineadas. Sin embargo, a pesar de ser tan bien parecido,
había cierto imperativo en él; algo que hacía pensar que estaba acostumbrado a
dar órdenes.
Parecía tener una fuerza que provenía no sólo de su cuerpo atlético, sino
también de su mente.
De pronto, como si quisiera romper el encanto que los había mantenido a los
dos en silencio, él preguntó:
— ¿Quiere que arroje la trampa al centro del estanque?
—Creo que es el punto más profundo.
El columpió la trampa por la cadena y de inmediato la soltó. Esta cayó al
centro, levantando el agua hacia el cielo para volver a la quietud una vez más.
Shenda suspiró profundamente.
—Muchas gracias —expresó—. Ahora debo llevar a Rufus a casa.
Ella miró al estanque nuevamente, se volvió y comenzó a caminar por donde
había venido.
El caballero tomó las riendas de su caballo y dijo:
—Como usted tiene que cargar a su perro, será mejor que yo la lleve a su casa
en mi caballo.
Shenda se sorprendió, pero sin decir nada más, él la tomó en sus brazos y la
depositó sobre la silla.
Y, tomando al caballo por la brida, lo llevó por el camino. Caminaron en silencio
hasta que cuando llegaron al final del bosque, Shenda pudo ver el jardín de la
vicaría ante ellos.
De pronto, pensó que sería un error que alguien de la aldea la viera con un
extraño o que supieran que Rufus había caído en una trampa.
Si alguien descubriera que un extraño la había llevado sobre la silla de su
caballo hasta su casa, eso causaría muchos comentarios.
—Señor, por favor —dijo ella—, como mi hogar se encuentra ya muy cerca, me
gustaría... seguir caminando.
El caballero detuvo su caballo.

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Volvió a tomar a Shenda en sus brazos y la bajó con la misma facilidad con que
la subiera.
La muchacha era muy ligera y su cintura era tan pequeña que los dedos de él
casi se tocaron al rodearla.
Cuando sus pies rozaron el suelo, ella expresó:
— ¡Gracias una vez más! Le estoy en verdad agradecida y jamás olvidaré... su
bondad.
— ¿Cuál es su nombre? —preguntó él.
—Shenda —respondió ella sin pensarlo.
El se quitó el sombrero.
—Bien, hasta luego, Shenda. Estoy seguro de que ahora podrá regresar a su
mundo mágico, pues eliminó usted lo malo que había allí.
—Espero que así sea —respondió ella.
Intentó decir algo más, pero como dudó, él dijo:
—Si realmente me está agradecida por el pequeño servicio que le hice,
entonces supongo que debería recompensarme por mi trabajo.
Ella lo miró, sin entender lo que él le estaba diciendo. Entonces el caballero le
puso los dedos debajo del mentón, le levantó el rostro y la besó.
Shenda se quedó tan sorprendida que no pudo moverse. Fue un beso muy
delicado y cuando la soltó, se subió de inmediato a su caballo.
El joven ya se había alejado antes que ella pudiera decir algo.
Lo vio desaparecer entre los árboles y pensó que debía de estar soñando.
¿Cómo era posible que su primer beso se lo hubiera dado un desconocido, a
quien nunca había visto antes y que andaba traspasando los límites de lo que
para ella era su propio bosque?
La silueta del desconocido desapareció en pocos segundos, pero Shenda
permaneció inmóvil, pensando que debía de haber soñado todo y que aquello no
había sucedido en la realidad.
Sin embargo, ella aún podía sentir el roce de los labios de él sobre los suyos y
aunque pareciera increíble, la había besado.
Rufus se quejó y el sonido la hizo regresar a la realidad. Con el perrito en los
brazos, recorrió el tramo que le faltaba hasta llegar al jardín de la vicaría.
Había un camino que ella siempre seguía, que la llevaba a un costado de la
casa y a lo que era conocido corno “la puerta del jardín”.
Se apresuró a entrar y sintió que había regresado a su vida diaria.

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Tenía que cuidar de la pata de Rufus y cuanto más pronto se olvidara de lo


ocurrido, mejor.
Sin embargo, comprendió que aquello era algo que jamás iba a olvidar.
En la cocina no había nadie, ya que Martha se había marchado. Ella venía por
las mañanas para limpiar y preparar la comida y después regresaba a su cabaña
donde vivía en compañía de su hijo que era “el loco del pueblo”.
Después de atenderlo, regresaba para cocinar la cena de Shenda y su padre.
Martha era una buena cocinera ya que había aprendido en el castillo, pero
necesitaba los ingredientes adecuados. Shenda era consciente de que era muy
difícil poder comprar la carne que a su padre tanto le gustaba sin tener dinero
para pagarla.
Sabía que Martha se habría ido temprano y como ella era la única que iba a
comer, le habría elaborado algún platillo frío, con una ensalada y las pocas
verduras que cultivaban en el jardín. Dejó a Rufus sobre la mesa de la cocina.
Al hacerlo, se dio cuenta de que el pañuelo del caballero aún se encontraba
atado alrededor de la pata del perrito.
Era un pañuelo muy fino, de lino y Shenda pensó que probablemente nunca iba
a poder regresárselo a su dueño, quien le había preguntado su nombre, pero ella
no le había preguntado el de él.
—No tiene importancia, por que ya no lo volveré a ver —se dijo.
Pensó que quizá él fuera un visitante que estaba por llegar a alguna de las
casas grandes que había en la comarca.
Lo meditó unos momentos y dedujo que el caballero guapo y bien vestido no
parecía pertenecer a ninguna de ellas.
—Entonces debo de haberlo soñado —dijo hablando consigo misma, mientras le
lavaba la pata al perrito.
En un cajón de la cocina encontró unas tiras de lino limpio. Estaba a punto de
meter el pañuelo en agua fría para quitarle las manchas de sangre cuando
alguien llamó pesadamente a la puerta.
— ¡Adelante! — dijo ella pensando que sería alguien de la aldea.
La puerta se abrió y pudo ver que se trataba de un muchacho grandullón, hijo
de uno de los campesinos.
—Buenos días, Jim —saludó ella con voz agradable—. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Le traigo malas noticias, señorita Shenda —repuso él.
Shenda se quedó inmóvil.
— ¿Qué ha... ocurrido?

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—Se trata de su padre, señorita, pero no fue culpa nuestra. Nosotros pensamos
que el toro estaría a salvo en ese terreno.
— ¿Toro? ¿Qué ha ocurrido? —preguntó Shenda con una voz que no sonó como
la suya.
—El toro tiró al vicario de su caballo, señorita, y creemos que lo mató.
Shenda lanzó un grito.
— ¡Oh, no! ¡No puede ser verdad!
—Lo es, señorita. Mi padre y otros hombres lo traen para acá.
Haciendo un esfuerzo, puso a Rufus en el suelo. Entonces, mientras ella se
dirigió a la puerta principal para abrirla, Jim la siguió repitiendo una y otra vez:
—No fue culpa nuestra, señorita Shenda. Pensábamos que nadie se iba a meter
en ese potrero.

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Capítulo 2

MIENTRAS conducía hacia el Almirantazgo, el Conde de Arrow recordó


con admiración al Primer Ministro.
A pesar de la opinión del Gabinete y de muchos miembros del Parlamento,
William Pitt había nombrado como Primer Lord a un hombre de su confianza.
En la opinión del conde, el Almirante, Sir Charles Middleton, ahora Lord Barham,
había sido una elección excelente.
Quienes lo conocieron antes de su retiro sabían que él era el mejor
Administrador Naval que había tenido el país desde Samuel Pepys.
Después de que el Vizconde de Melville se vio obligado a renunciar a su puesto
debido a una denuncia por malos manejos en su departamento, muchas personas
pretendieron su puesto.
Durante el invierno, el Primer Ministro había estado luchando por formar una
coalición continental y se había enfrentado a muchas dificultades.
Allí estaba la avaricia de los posibles aliados, el miedo a Francia, los caminos
congelados que retrasaban a los mensajeros durante semanas, las esperanzas de
los rusos de recibir ayuda de España y la falta de habilidad por parte de las
potencias extranjeras para comprender la naturaleza y las limitaciones del
poderío naval británico.
El Primer Ministro se enfrentó a todas esas dificultades con valor. Publicó un
decreto por medio del cual creaba una nueva ley de reclutamiento con la que
esperaba reunir diecisiete mil elementos.
Mientras tanto, reclutó a todos los hombres que pudieran salir de Inglaterra y
para marzo ya había reunido cinco mil voluntarios para partir a la India.
El conde conocía todo esto y sentía mucho respeto por el Primer Ministro.
Sin embargó, como marino, sabía que la única defensa efectiva que tenía
Inglaterra era su flota.
Cuando llegó al Almirantazgo se encontró conque lo estaban esperando y de
inmediato fue conducido a una oficina donde se encontraba Lord Barham.
Cuando el conde entró, Lord Barham se puso de pie de muy buen humor, sin
representar realmente sus setenta y ocho años de edad.
Lord Barham extendió la mano.
— ¡No sabe el gusto que me da verlo, Arrow! —exclamó él.

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—Vine tan pronto como pude —respondió el conde—, pero me fue muy difícil
dejar mi barco.
—Lo sabía —comentó Lord Barham—. Mas tengo que felicitarlo, no sólo por ser
el capitán más joven en la Marina Británica, sino también por sus logros, que no
tiene objeto que repita.
—Carecen de importancia —respondió el conde.
Se sentó en el lugar que le indicó Lord Barham y preguntó con un ligero toque
de ansiedad en la voz:
—Y bien, ¿de qué se trata? Yo sabía que tendría que regresar a casa una vez
que heredara el título y las propiedades de mi padre; pero, ¿por qué tanta prisa?
—Lo necesito a usted —respondió Lord Barham.
El conde arqueó las cejas y el anciano continuó:
—No conozco a nadie que pueda ayudarme mejor que usted en estos
momentos.
El conde lo estaba escuchando, pero no habló y Lord Barham continuó diciendo:
—Más no trabajando aquí en el Almirantazgo, lo cual, no le gustaría, sino
ayudándome sin que nadie lo sepa dentro del mundo de la alta sociedad al cual
milord acaba de ingresar.
La expresión del conde cambió. El había temido que lo obligaran a aceptar un
puesto de oficina y estaba decidido a oponerse, por lo que se sintió aliviado al
escuchar que aquello no era lo que tenía en mente Lord Barham.
El Primer Lord tomó asiento junto a él y expresó:
—Al llegar al Almirantazgo descubrí el desastre que me esperaba. Como usted
bien sabe, el Vizconde de Melville entregó datos falsos en el Informe Real sobre
los gastos de la marina.
El conde asintió y Lord Barham continuó:
—El trató a la comisión con muy poco respeto y ésta se vengó sacando a relucir
algunos errores que se cometieron bajo su gestión hace diez años.
—Había escuchado algo al respecto —comentó el conde.
—Melville tuvo que renunciar y yo estoy en su lugar —prosiguió Lord Barham—,
y ahora mis opositores están esperando a que yo corneta nuevos errores..
—Eso es algo que milord no hará —afirmó el conde.
—En lo que yo necesito su ayuda —continuó diciendo Lord Batham—, es en
encontrar cuáles son las fugas de información en el Almirantazgo. Los espías de
Bonaparte se encuentran en todas partes. Incluso sospecho que hasta en Carlton
House.

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El conde se enderezó en su silla.


— ¿Está seguro su señoría? —preguntó él con incredulidad.
—Sí, muy seguro—afirmó Lord Barham—. Napoleón sabe lo que estamos
haciendo casi tan pronto como nosotros y eso no puede continuar.
—Por supuesto que no —estuvo de acuerdo el conde.
—Lo que deseo que haga es bastante fácil —empezó Lord Barham—. Ahora
usted es un hombre de bastante importancia social y el Príncipe de Gales querrá
hacerlo su amigo.
Sus ojos brillaron cuando insinuó:
—Sus aventuras con los franceses le resultarán de mucho interés, pero
asegúrese de comentárselas a él antes que a nadie.
Pudo ver la expresión en el rostro del conde y continuó:
—Este no es el momento para falsas modestias y todo cuanto milord haga
tendrá un porqué y será una parte de mi plan para vencer a Napoleón.
—Sólo espero que lo logre —opinó el conde con sinceridad.
—Ciertamente no va a ser fácil —respondió Lord Barham—. Y ahora le voy a
confiar un secreto que por ningún motivo deberá llegar a los franceses.
El conde se hizo hacia delante en su silla y Lord Barham prosiguió:
—Un gran número de soldados se encuentra concentrado en Portsmouth bajo el
mando del General James Craig. Ellos partirán en una expedición al extranjero,
pero nadie sabe el punto fijo.
El conde escuchaba con interés y Lord Barham continuó en voz baja:
—Con mucho valor, el Primer Ministro ha hecho a un lado la posibilidad de
invasión a esta isla y se prepara a enviar a ese ejército a lo desconocido.
—No esperaría yo menos de él —señaló el conde con admiración.
—Frente a lo que nosotros llamamos “la expedición secreta” —continuó Lord
Barham—, hay un viaje de cuatro mil kilómetros por puertos donde se encuentran
cinco flotas invictas del enemigo con casi setenta navíos.
No era necesario que él le explicara al conde los peligros que esperaban a esa
expedición.
—Lo que le voy a decir es algo que nadie sabe en esta oficina y son las órdenes
de embarque para Craig.
Sabiendo lo confidencial que aquello era, el conde casi no pudo evitar mirar
hacia atrás para ver, si alguien los estaba escuchando.

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—El deberá ir a Malta —continuó diciendo Lord Barham—, liberando a ocho mil
elementos que ya se encuentran allí, para que cooperen con las fuerzas rusas de
Corfú en la liberación de Nápoles y la defensa de Sicilia.
El se percató de que el conde lo estaba mirando casi con incredulidad y explicó:
—Como esa posición es esencial para el plan europeo de Inglaterra, si es
necesario, él deberá proceder a defender la isla sin el consentimiento del Rey y
además deberá proteger a Egipto y Cerdeña con la ayuda de Nelson.
Dejó de hablar y el conde exclamó:
— ¿Lo único que puedo decirle es que estoy impresionado! Por lo peligroso del
viaje comprendo que “Expedición Secreta” es el nombre adecuado para esta
empresa.
—Para terminar mi relato —dijo Lord Barham—, le diré que hace dos días el
viento que había mantenido inactivos, a los cuarenta y cinco transportes cambió y
éstos ya se hicieron a la mar acompañados de dos cañoneros.
— ¿Y en verdad supone milord que pueda mantenerse todo en secreto?
—Me informan que los espías de Napoleón han estado muy activos —aseguró
Lord Barham—, aunque me aseguran que ellos no tienen la menor idea de hacia
dónde se dirige la expedición. Es más, una fuente bastante confiable me informó
que el mismo Bonaparte cree que se dirigen a la América.
—En cuyo caso él enviará los barcos que tenga para atacarlos —completó el
conde.
—Por supuesto —estuvo de acuerdo Lord Barham.
—Comprendo todo —dijo el conde—. Pero no entiendo dónde entro yo.
—Use su cabeza, mi querido muchacho —respondió Lord Barham—. Como bien
sabe, los espías no son personajes siniestros que visten con ropa oscura y se
deslizan en los callejones. A menudo son un par de ojos suplicantes y una boca
tentadora que gusta de los diamantes.
El conde frunció el ceño.
— ¿Es posible entonces que existan mujeres inglesas que espían para Francia?
—Con conocimiento de causa o sin ella, pero estoy seguro de que eso está
ocurriendo —dijo Lord Barham—, y como comprenderá, Arrow, hablar de más
sobre la almohada puede significar la muerte de muchos ingleses en algún lugar
lejano, o el hundimiento de un barco que es vital en esos momentos.
El conde apretó los labios y observó:
—Sé exactamente lo que está diciendo. Yo casi perdí mi barco hace dos meses
porque alguien informó al enemigo de nuestra llegada.
—Entonces entiende claramente lo que le estoy pidiendo —dijo Lord Barham.

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El conde hizo un ademán afirmativo con las manos y continuó:


—Muévase entre los amigos de Su Alteza Real que asisten a Carlton House.
Visite a las grandes anfitrionas de los dos partidos, Tory y Whig y mantenga los
ojos muy abiertos y la mente despejada.
—Puede que yo resulte ser un fracaso total —señaló el conde—. Mi especialidad
son los barcos y puedo manejarlos mucho mejor que a una mujer.
Lord Barham rió.
—Yo estaba seguro de que milord llevaba ya demasiado tiempo en el mar.
Ahora olvídese de las hazañas del Capitán Durwin Bow y concéntrese en ser un
conde cuyo mayor interés es pasarla bien.
El conde suspiró.
—Creo que casi preferiría ser un empleado de escritorio.
— iEso, mi querido muchacho, sería un desperdicio de su talento, su aspecto y
su posición!
Lord Barham rió antes de continuar:
—Nadie espera que un conde sea un espía; sin embargo, eso es exactamente lo
que milord tiene que ser y le ruego se dé cuenta de que las vidas de siete mil
hombres dependen de usted, además de que si ellos no llegan a su destino, el
Primer Ministro tendrá más problemas con los rusos de los que ha tenido hasta
ahora.
—Haré cuanto pueda por desempeñarme bien.
—Esa era la respuesta que yo quería escuchar —aseguró Lord Barham con una
sonrisa.
El se puso de pie y el conde comprendió que la entrevista había terminado.
—No venga a verme a menos que tenga algo muy importante que reportar. No
ponga nada por escrito y no confíe en nadie de esta oficina o fuera de ella.
—Milord está haciendo que se me ponga la carne de gallina —se quejó el
conde.
—De eso se trata —dijo Lord Barham—, hasta ahora se han cometido
demasiados descuidos y eso es algo que no podemos darnos el lujo de tener.
Hizo una pausa y después continuó:
—A propósito, no hemos sabido nada de Nelson, quien me parece un almirante
poco apto.
—¿No tienen ustedes idea de dónde se encuentra? —preguntó el conde con
incredulidad.

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—¡Ninguna! —repuso Lord Barham—, y si su único ojo lo llevó de nuevo a


Egipto el gobierno se verá en un aprieto.
—¿Por qué? —preguntó el conde.
—Es muy importante que Nelson mantenga el control sobre el Mediterráneo
central —respondió Lord Barham.
—Yo pensaba que actuó tan bien que los franceses se retiraron de ese mar por
completo y se marcharon al Atlántico.
—Eso es lo que nosotros esperábamos —aclaró Lord Barham—. Sin embargo,
ahora Nelson ha desaparecido y nadie parece saber dónde está.
—Estoy seguro de que él hará lo correcto —observó el conde.
Lord Barham pareció un poco escéptico ante aquello, mas no lo dijo. Se limitó a
acompañar al conde hasta la puerta y después de abrirla dijo con voz lo suficiente
alta como para que todos lo escucharan:
—Me dio mucho gusto verlo, mi querido muchacho. Lo vamos a extrañar en la
marina, pero comprendo que tiene milord muchas cosas que hacer en sus
propiedades. Diviértase un poco después de tanto trabajo.
Extendió la mano al conde y en seguida uno de los empleados de más
importancia lo acompañó hasta la puerta.
El Primer Lord regresó a su oficina con el gesto de alguien que acaba de perder
mucho tiempo.
El conde subió a su faetón pensando en cómo iba a poder llevar a cabo las
órdenes de Lord Barham.
Sin embargo, poseía un cerebro muy astuto y había comprendido muy bien la
importancia de la expedición secreta y el peligro que representaba el que los
espías de Napoleón hubieran penetrado en el “bello mundo”.
Todos los países tenían espías y el conde lo sabía muy bien.
Sin embargo, él nunca imaginó que Napoleón fuera lo suficientemente astuto
como para hacer que los suyos fueran personas aceptadas en los grandes
salones, en la casa del Príncipe de Gales y hasta quizá, en el Palacio de
Buckingham.
Si bien, sabía que en Inglaterra existían muchos franceses que emigraron
durante la revolución.
En muchos casos, como perdieron sus castillos y sus fortunas, ellos no habían
regresado cuando Napoleón los invitó a hacerlo.
Estos quizá representaran un peligro, pero al mismo tiempo el conde sabía que
ellos odiaban a aquel corso aventurero, surgido de la revolución y que al fin se
hizo coronar Emperador.

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Se sentían ofendidos cuando supieron que se había instalado en el Palacio Real


y se comportaba con más pompa que Carlomagno.
—¿Habrá espías entre los emigrantes? —se preguntó el conde—. Si no,
entonces ¿quiénes podrán ser?
Ahora que ya estaba de regreso en Inglaterra comenzaría a frecuentar
nuevamente el Club White donde seguramente iba a encontrarse con la mayoría
de sus amigos.
Allí se enteraría de los últimos “chismes” y quizá obtendría una clave acerca de
dónde debería comenzar sus pesquisas para descubrir a los despreciables que
eran capaces de aceptar dinero de los franceses.
Se detuvo delante del club y al entrar no se sorprendió cuando el portero le
dijo:
—iBuenos días, milord! Es muy agradable verlo aquí, de nuevo, después de
tantos años.
El conde rió.
Era una tradición en White que los porteros conocieran y recordaran a todos los
socios.
También era sabido que él ya no era el Teniente Bow, como lo había sido la
última vez que había entrado en el club, sino el Conde de Arrow.
—Me da gusto estar de regreso, Johnson —repuso él.
—El Capitán Crawshore se encuentra en el salón de la mañana, milord —
informó Johnson.
Al conde le llamó la atención que el portero recordara también quiénes eran sus
amigos.
Entró en el salón indicado y por un momento los presentes callaron al verlo
entrar.
Entonces alguien exclamó: “Durwin” y un momento más tarde Perry Crawshore
estaba junto a él.
—iYa estás de regreso! —dijo éste estrechándole las manos—. Me preguntaba
cuándo ibas a venir.
—Llegué hace unos días —respondió el conde—, y lo primero que hice fue ir a
mi casa de Berkeley Square que se encuentra convertida en un desastre.
—Yo te hubiera ayudado de habérmelo insinuado —comentó Perry.
—Pues te lo estoy insinuando ahora —respondió el conde.
Tomó asiento en uno de los sillones de piel junto a su amigo y le pidió a uno de
los camareros que le sirviera algo.

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—¿Ahora que ya estás de regreso, qué piensas hacer? —preguntó Perry.


—Divertirme —respondió el conde—. He estado balanceándome sobre el mar
por tanto tiempo que pensaba que ya nunca iba a poder sostenerme sobre la
tierra firme.
—¿Vas a permanecer en Londres o piensas irte al campo? —preguntó Perry.
— ¡Las dos cosas! —contestó el conde—, y espero que tú me presentes a todas
las bellezas y a las “incomparables”, como si yo fuera un inocente debutante.
Perry Crawshore rió festivamente y varios más que habían conocido al conde en
el pasado, se le acercaron para preguntarle dónde había estado.
—Pensábamos que te había tragado un león marítimo o que te habías fugado
con una sirena —terció uno de ellos.
—En el Mediterráneo no he visto a una sola sirena —aseguró el conde—, y los
delfines son más latosos que los mismos franceses.
—¿Cuánto tiempo irá a durar esta maldita guerra? —preguntó alguien.
Al conde le pareció que todos se volvieron para mirarlo y después de un
momento él exclamó:
— ¡Hasta que Napoleón sea derrotado y los únicos que podemos hacerlo somos
nosotros mismos!

Shenda recorrió la casa que fuera su hogar desde que ella podía
recordarlo y le resultó difícil aceptar que ahora tenía que abandonarla.
El nuevo administrador de Arrow le hizo llegar una carta diciéndole que tenía
que salir de la casa en dos semanas. Y al recibirla, Shenda se había sentado a
llorar... La única persona a quien ella podía acudir era al hermano mayor de su
padre quien, a la muerte de su abuelo, se instaló en la casa de Gloucestershire.
Shenda lo había visto dos veces durante el año anterior y le parecía muy
diferente a su padre.
También sabía que él estaba muy escaso de recursos y que con sus cuatro hijos
le resultaba muy difícil salir adelante.
—¿Cómo voy a convertirme en una carga más para él? —se preguntó llena de
ansiedad.
Sin embargo, no tenía ninguna otra parte adonde ir.

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Nunca había conocido a la familia de su madre que vivía en el norte de Escocia,


pero sabía que ellos jamás habían aceptado a su padre.
Mientras empacaba su ropa y los objetos que deseaba conservar, había estado
pensando una y otra vez acerca del futuro.
El único dinero que tenía eran unas cuantas libras que consiguió vendiendo los
muebles que no valía la pena conservar.
Johnson, el granjero cuyo toro mató a su padre, le había ofrecido guardarle
cualquier cosa que ella quisiera dejar.
Había un baúl que todavía estaba a medio llenar y al verlo, Shenda recordó que
el mantel favorito de su madre aún se encontraba guardado en una alacena del
comedor.
Fue en su busca y cuando lo sacó pudo observar que el encaje estaba roto en
uno de los extremos y que debía de haberlo arreglado.
Su madre la enseñó a coser y a bordar tan bien como lo hacía ella.
Shenda también sabía reparar los encajes y otras telas con puntadas tan
pequeñas que todos en la aldea admiraban su labor.
La muchacha tomó el mantel y después de envolverlo en papel blanco, lo
colocó con cuidado dentro del baúl.
Mientras lo hacía, se preguntó si alguna vez volvería a tener un hogar. De
pronto, mientras acariciaba el mantel le surgió una idea, que ella pensó le había
enviado su madre.
La noche anterior había invocado a Dios y después a su madre para que la
ayudaran.
—¿Mamá, qué debo hacer? —había preguntado Shenda—. Estoy segura de que
tío William no deseará tener otra boca más para alimentar y si voy allá y llevo a
Rufus conmigo, entonces serán dos bocas.
Mientras oraba, comprendía que no podría soportar el tenerse que separar de
Rufus.
Shenda tenía el presentimiento de que su tía no querría a un perro descastado.
—¡Ayúdame, mamá... ayúdame! —imploró con desesperación.
Como lo había hecho en voz alta, Rufus se subió a la cama para acompañarla.
Lo levantó en brazos y al hacerlo, se dio cuenta de que su pata ya estaba bien.
En seguida se dirigió a su habitación para tomar su sombrero.
—¡Ven, Rufus! —dijo ella— vamos a dar un paseo.
Con el perro a su lado, salió al jardín que ahora se encontraba llene de flores y
de ahí pasó al bosque.

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Esta vez no tomó el camino que conducía al estanque encantado sino que se
dirigió hacia el castillo.
Este se veía muy imponente, con su antigua torre que apuntaba hacia el cielo.
El resto de la casa que se había extendido con los siglos, tenía como fondo el
bosque.
A Shenda le parecía que el jardín del castillo acrecentaba su hermosura cada
vez más, sobre todo ahora en la primavera cuando los almendros estaban en flor
y los setos acababan de ser recortados.
Cada vez que ella visitaba el castillo siempre aprovechaba para decirle a
Hodges, el jardinero mayor, lo bonito que se veía el jardín.
Allí había una cascada, una fuente, un área para juegos, un jardín de hierbas de
olor y muchos otros lugares que le deleitaban la vista y le encendían la
imaginación.
Recordaba las historias acerca de los antiguos habitantes del castillo, sobre
todo el primer caballero.
En los tiempos medievales había tenido lugar una batalla y el comandante,
cuyo nombre era Hlodwig, había atacado a los daneses quienes desembarcaron
para saquear el lugar.
Estaban perdiendo la batalla cuando Hlodwig mató al jefe de los daneses con
una flecha.
Como recompensa, fue armado caballero y se convirtió en Sir Justin Bow.
Se fue a vivir tierra adentro y construyó una casa señorial a la que llamó Arrow.
El condado fue creado durante el reinado de Carlos II, con el título de Arrow.
A través de la historia, los Bow habían servido en la marina y en la armada y
también como consejeros de los reyes.
Shenda se imaginaba el castillo lleno de caballeros con sus brillantes
armaduras y damas con los atavíos de la moda medieval.
En su mente se diseñó un traje de aquella época, pero deseaba poder tener un
vestido de la moda actual que llegara a Inglaterra desde Francia donde fue
impuesta por la Emperatriz Josefina.
Sabía que aquellos vestidos confeccionados con gasas casi transparentes, talle
alto y mangas abullonadas y cintas sobre los pechos, le sentarían muy bien a ella.
Cuando llegó al castillo pensó que en aquellos momentos, lo que más debería
preocuparle no era un vestido nuevo, sino cómo poder subsistir.
De inmediato se dirigió a la puerta principal como era su costumbre, pero
cuando ésta fue abierta por un sirviente nuevo a quien ella no conocía, se
preguntó si debería haber acudido a la puerta de la cocina.

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—Deseo ver a la señora Davison —solicitó con su voz suave.


—Veré si ella puede verla —respondió el hombre—. ¿Qué nombre debo
anunciar? —
—La señorita Lynd —respondió Shenda—. Vengo de la vicaría.
La actitud del sirviente cambió.
—Si quiere acompañarme, señorita, la llevaré a la oficina de la señora Davison.
—Gracias —respondió Shenda.
Había esperado que el nuevo conde contratara a más personal ya que la
servidumbre se había visto muy reducida durante los últimos dos años. Pero
deseaba que no hubieran despedido a los antiguos a los que ella había conocido a
través de los años.
Su padre visitaba el castillo cada semana y siempre la llevaba con él.
Algunas veces, el conde recibía a su padre y ella esperaba afuera en el
cochecito en el que se transportaran.
En otras ocasiones, Bates, el mayordomo de cuarenta años, la hacía pasar y
esperaba en uno de los saloncitos reservados para las visitas.
Si era por la tarde, Bates le ofrecía una taza de té en el salón de la marrana que
era utilizado como comedor por la familia cuando pasaban allí la noche.
Todas las demás habitaciones del castillo se encontraban con las puertas
cerradas con llave.
Ahora ella tenía deseos de preguntar si los grandes salones estaban abiertos,
pero supuso que el sirviente iba a pensar que era muy curiosa.
El llamó a la puerta de la oficina del ama de llaves y cuando la señora Davison
dijo “adelante”, la abrió y dejó pasar a Shenda.
Al verla, la señora Davison lanzó una exclamación de alegría.
—¡Señorita Shenda! —exclamó—. Estaba pensando en usted y preguntándome
qué estaría haciendo después de la muerte de su padre.
—De eso es de lo que he venido a hablarle —respondió Shenda.
— ¡Lo siento mucho, querida! —dijo la señora Davison y tomándola de la mano
la condujo hasta un sofá y se sentó junto a ella.
—Comprendo cómo debe sentirse sin sus padres.
—El nuevo vicario llegará en cualquier momento —observó Shenda.
—¿Tan pronto? —exclamó la señora Davison—. Eso es obra del nuevo
administrador. Todo lo hace en un santiamén y no deja tiempo para respirar.
—Vi que hay un nuevo lacayo —comentó Shenda.

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—¡Son cuatro! —contestó la señora Davison y después sonrió—. Sin embargo,


será agradable ver la casa llena de gente como en los viejos tiempos. El próximo
viernes llegará un grupo de Londres compuesto por doce personas.
—¿Vendrá el nuevo conde?
—Por supuesto.
Shenda pensó que le gustaría conocerlo.
Súbitamente recordó el motivo por el cual se encontraba allí.
—Señora Davison, tengo algo que proponerle.
—¿Algo que proponerme? —preguntó la señora Davison—. Si es tan bueno
como lo que solía proponerme su madre, entonces aceptaré con mucho gusto.
—Es usted muy amable —contestó Shenda—. Pero creo que antes, debo decirle
que no tengo dinero ni adónde ir.
La señora Davisón la miró sorprendida.
—¡Casi no puedo creerlo! ¿Y sus parientes?
—El único es un hermano de papá que vive en Gloucestershire y estoy segura
de que no me querrá a mí ni a Rufus.
Shenda bajó la mano y acarició a Rufus que se encontraba a sus pies.
—¡Eso es terrible! —le dijo la señora Davison—. ¿Pero cuál es su idea, señorita
Shenda?
—Pensé que sería maravilloso si yo pudiera... trabajar aquí como... costurera.
La señora Davison la miró y Shenda continuó:
—Mamá me contó cómo en los viejos tiempos, cuando la condesa y ella eran
amigas, siempre había una costurera en el castillo.
—Así era —convino la señora Davison—. Pero cuando la última murió yo ya no
la reemplacé, pues con la casa casi cerrada, lo poco que hubiera para costurar lo
podía hacer yo. No, obstante, ahora las cosas han cambiado.
—¿Ya contrató a alguien? —preguntó Shenda.
—Lo he pensado hacer, sobre todo cuando me informan que dentro de tres días
llegarán doce invitados. Además, todas las damas traerán a sus doncellas y los
caballeros a sus valets.
La señora Davison respiró profundo antes de añadir:
—Le aseguro que al final de la visita habrá un buen número de sábanas para
surcir y botones que pegar.
—Yo puedo hacer todo eso y arreglar cualquier otra cosa —aseguró Shenda con
ansiedad.

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—¡Pero usted es una dama, señorita Shenda! ¡Debería estar sentada con las
invitadas de su señoría! Ninguna de ellas será tan bonita como usted.
Shenda rió.
—Gracias, señora Davison, es usted muy amable, pero sabe muy bien que yo
sería la menesterosa de la fiesta, sin un vestido adecuado, ni dinero con que
comprarlo.
Entonces, con un tono muy diferente, ella suplicó:
—¡Por favor, señora Davison. . permítame quedarme! Me sentiría muy infeliz
lejos de la aldea y de toda la gente que conoció a mis padres. Si puedo
permanecer cerca, será como vivir en casa. Es muy poco probable que su señoría
llegue a conocerme.
—Eso es cierto —convino la señora Davison—. Supongo que el nuevo agente, el
señor Marlow, no interferirá en las cosas del manejo de la casa.
—¿Entonces, puedo quedarme? Por favor, señora Davison...
—Por supuesto que puede quedarse, señorita Shenda, si eso la hace feliz —
estuvo de acuerdo la señora Davison—. Comerá usted conmigo y el cuarto de
costura está en la planta superior, y tiene un dormitorio anexo muy cómodo.
La señora Davison pensó por un momento y después corrigió:
—No, creo que eso sería un error. Voy a ponerla junto a mí. Hay dos cuartos
que son para las doncellas de las visitas que fácilmente puedo convertir en cuarto
de costura y dormitorio y así sentiré que la estoy cuidando.
—¡Es usted muy... generosa! —dijo Shenda.
Los ojos se le llenaron de lágrimas cuando añadió:
—Yo pensé que iba a tener que irme y que nadie... me iba a... querer.
—Yo sí la quiero, señorita Shenda y esa es la verdad —aseguró la señora
Davison—. Además, yo pensaba decirle a su señoría que necesitaba ayuda.
—Ahora puede decirle que ya la tiene —observó Shenda—. Será muy bonito
estar aquí y yo podré charlar con usted acerca de mis padres y así no me sentiré
sola ni me habré alejado de todo cuanto me es familiar.
Mientras hablaba, una lágrima le corrió por la mejilla y ella se la secó con el
dorso de la mano.
—Por favor, no se sienta mal ahora —aconsejó la señora Davison—. Lo que
haremos es tomar una buena taza de té y me dirá qué es lo que desea traer con
usted.
—Johnson ha sido muy amable y me ha dicho que él me guardará cualquier
cosa que yo no necesite por el momento —contestó Shenda—, pero sería muy
agradable poder tener mis cosas aquí. ¿Quizá haya lugar en los áticos?

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—Hay lugar como para el mobiliario de doce casas —señaló la señora Davison
—. Puede tener sus pertenencias más queridas aquí y así sabrá que ahí están si
las necesita.
—¡Eso será maravilloso! —exclamó Shenda—, y si usted no tiene demasiado
trabajo que darme, quizá yo pueda hacerme un vestido nuevo. Hace años que no
he podido comprar uno nuevo y no me gustaría que se avergüence de mí.
La señora Davison sonrió.
—Es usted exactamente como su madre; la mujer más bella que jamás he
conocido y esa es la verdad. ¡Se lo juro!
Shenda se levantó y le dio un beso a la vieja ama de llaves.
—Bueno, así todo queda arreglado —afirmó la señora Davison—. Yo sé que el
señor Bates estará tan contento como yo de que usted esté a salvo y de que
podamos cuidarla. Aparte de aquellos que la conocemos desde hace años, no hay
necesidad de que los demás sepan quién es usted.
Shenda la miró y ella hizo esta observación:
—Los nuevos empleados pudieran sentirse un poco incómodos al saber que
usted es una dama y que trabaja al igual que ellos.
—Lo entiendo —dijo Shenda—, y seré muy cuidadosa.
—Lo que tiene que hacer es no interferir con ellos —sugirió la señora Davison—.
Podrá tener su propio saloncito y las comidas las tomará conmigo.
—Yo puedo comer sola si usted tiene que tomar sus alimentos en el comedor
del ama de llaves —dijo Shenda.
Ella sabía que los sirvientes de mayor importancia comían en lo que se conocía
como el “comedor del ama de llaves”, mientras que los de menor categoría lo
hacían en el salón de la servidumbre.
—Deje todo a mi cuidado —indicó la señora Davison—. Yo sé qué es lo correcto
y qué es lo que su querida madre hubiera deseado. No deseo que se mezcle con
quienes no la traten como se merece.
Shenda le dio las gracias a la señora Davison una vez más por haberla salvado
a ella y a Rufus y dijo dentro de su corazón:
“¡Gracias, gracias mamá! Yo sé que esta fue tu idea y ahora ya me encuentro a
salvo”.

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Capítulo 3

EL conde esperaba, complacido, su primera fiesta en el castillo.


Perry le sugirió que debería invitar a los amigos que había conocido en el
pasado, juntándolos con las bellas mujeres de quienes estaban enamorados en
esos momentos.
Perry no sólo estaba feliz por tener al conde de regreso, sino que consideraba
muy importante que éste se divirtiera en Londres después de tantos años de
ausencia.
—Tienes que olvidarte de la guerra ahora, mi viejo amigo —dijo él—. Todos
están hartos de hablar de ella y el Príncipe de Gales ha marcado la pauta al
divertirse de una manera continua y extravagante.
Por un momento, el conde sólo pudo pensar en los sufrimientos de los marinos
a quienes se les hacía casi intolerable el mantener el bloqueo a los puertos
franceses mes tras mes, o perseguir a los barcos franceses desde el Mediterráneo
hasta las Antillas Menores, a menudo sin disparar un solo tiro.
Ya se habían acostumbrado a sobrevivir con los escasos alimentos de los
barcos, pues lo más importante era frenar la ambición de Francia de conquistar a
Inglaterra y vencer a Napoleón.
Como si se diera cuenta de lo que el conde estaba pensando, Perry expresó:
—Olvídalo por el momento. Has estado pensando en Bonaparte tanto tiempo
que ya empiezas a parecerte a él.
El conde rió y después escuchó con atención los planes que su amigo tenía
para su diversión.
El primero era muy sencillo.
Le presentó a una de las mujeres más atractivas que el conde jamás había
conocido y en cuanto él la miró a sus ojos oscuros y expresivos no le resultó difícil
hacer que las memorias de la guerra pasaran a un segundo plano.
Lucille Gratton era la esposa de un Par mucho mayor que ella y que tenía una
finca grande pero pobretona, en Irlanda.
Como era tan bella, sentía que todos los hombres que la conocían caían
rendidos a sus pies.

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Lucille ya había tenido varios amantes que tomaba durante las visitas de su
esposo a la “isla esmeralda”, pero después de algunos meses siempre le parecían
aburridos.
Buscaba un hombre rico y diferente cuando Perry se la presentó al conde.
Después de tantos meses en el mar, sin siquiera ver a una mujer, Lucille resultó
como un oasis y para satisfacción de Perry, el conde quedó cautivado.
La primera noche cenaron en una fiesta y la siguiente estuvieron a solas en la
casa de Lady Gratton.
Al amanecer, cuando el conde caminaba hacia su casa, pensó, satisfecho, que
sus muchos años en el mar no le habían quitado la capacidad de ser un buen
amante.
Jamás había conocido a una mujer más apasionada, ardiente e insaciable. Lady
Gratton había aceptado su invitación al castillo y él estuvo seguro de que con la
presencia de ella, la fiesta sería todo cuanto deseaba como introducción a su
nueva posición de Conde de Arrow.
Hizo saber sus necesidades a los encargados del castillo, por medio de un viejo
secretario que había servido a su padre.
Perry lo había ayudado a preparar un plano para la distribución de las
habitaciones, señalándole que las personas que formaban “parejas” deberían
quedar lo más cerca posible, uno del otro.
—¿Es eso común? —preguntó el conde.
—Te aseguro que se hace en las mejores casas —comentó Perry—. ¡Por Dios,
Durwin, tienes suficiente edad como para conocer las verdades de la vida!
Los dos rieron, pero el conde no pudo evitar pensar que era extraño que las
aventuras amorosas pudieran ocurrir casi a la vista de todos.
Era muy diferente a como había sido en los días de su madre. Sin embargo,
estaba dispuesto a dejarse llevar por la corriente ya que era parte de las
instrucciones de Lord Barham.
Al ver la lista de sus invitados estuvo seguro de que no había ningún espía
entre ellos. Más quizá algún detalle le indicaría el camino correcto a seguir.
Perry escogió como invitados masculinos a dos nobles a quienes el conde había
conocido antes, un marqués que heredaría un ducado famoso y un baronet que
trabajaba en el almirantazgo. Eso hacía un total de seis hombres, incluyendo a
Perry y al conde.
Además de Lucille, fueron invitadas cinco damas que él no conocía, pero que le
aseguraron eran la crema de la crema de las bellezas que solían adornar Carlton
House.

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El conde estaba seguro de que todo en el castillo resultaría tan cómodo como él
deseaba que lo fuera.
Le agradó saber que algunos de los viejos sirvientes todavía estaban allí, entre
ellos Bates, el mayordomo, a quien recordaba desde los tiempos de su niñez y la
señora Davison, que solía llevarle pasteles y dulces a su habitación cuando lo
castigaban.
Tan pronto como llegó a Inglaterra, nombró a un nuevo administrador de la
finca, pues en esos momentos no había nadie en ese cargo.
El hombre llamado Marlow había sido muy bien recomendado por un Almirante
con quien el conde viajó desde Portsmouth a Londres.
Tan pronto como llegó a Berkeley Square lo mandó llamar; le pareció eficiente
y de inmediato lo envió al castillo con instrucciones de revisar qué reparaciones
hacían falta.
Como su padre estuvo enfermo durante los últimos años, los gastos habían sido
pocos, así que en el banco estaba depositada una buena cantidad de dinero para
invertir en reparaciones.
“Lo primero que debo hacer”, se dijo cuando recibió un informe de su
administrador, “es visitar a los campesinos. Estoy seguro de que me acordaré de
algunos de ellos. También debo asegurarme de que los pensionados estén
recibiendo un buen trato”.
No obstante, mientras viajaba hacia el castillo en compañía de Perry y en un
faetón nuevo, tuvo el presentimiento de que hasta que la fiesta hubiera
terminado no tendría tiempo de hacer nada más.
En Berkeley Square también había mucho por hacer.
La casa fue cerrada durante la enfermedad del viejo conde y los sirvientes
despedidos o pensionados.
En realidad él sólo podía recordar al mayordomo.
El conde estaba acostumbrado a mandar y en varias ocasiones había tenido
que reacondicionar un barco en muy poco tiempo.
Comparado con eso, la casa resultaba bastante fácil.
Asimismo, necesitó comprarse un nuevo vestuario. Nunca había tenido mucha
ropa de civil y la poca que tenía ya estaba muy acabada.
A las cuarenta y ocho horas de haber llegado a Londres ya se veía lo
suficientemente presentable como para salir de la casa.
Esto fue posible al decirle a Weston, el famoso modista, que necesitaba
suficientes prendas a la última moda y pidiéndole prestadas algunas mientras
tanto.

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Al cuarto día, después de su regreso fue cuando visitó el Almirantazgo.


Mientras conducía su nuevo par de caballos se dijo que aquel era el primer
momento en que había podido relajarse desde su llegada a Londres.
—Me alegro de que te guste Lucille —le estaba diciendo Perry—. Yo siempre la
he considerado como la más bella de sus contemporáneas y más inteligente que
la mayoría de ellas.
El conde trató de recordar si había tenido alguna conversación inteligente con
Lucille. La verdad es que sus breves charlas versaron acerca de un solo tema. Por
lo tanto, él no respondió y Perry lo miró sonriente.
—¿Qué nadie en Londres piensa jamás en la guerra? —preguntó el conde.
—No, si pueden evitarlo —respondió Perry—. Se ha prolongado tanto, que
esperamos que por un milagro podamos derrotar a Napoleón lo antes posible.
El conde pensó que aquello era muy poco probable, como también que él
pudiera ayudar a la derrota de Napoleón de la manera como Lord Barham lo
esperaba.
Por lo tanto, tarde o temprano tendría que encontrar mejor pasatiempo que
dormir con bellas mujeres y disfrutar de la compañía de amigos como Perry.
Sin embargo, eso no lo dijo en voz alta.
Tenía que representar su papel de hombre despreocupado cuyo único fin en la
vida era divertirse.
Cuando ante su vista apareció el castillo, sintió una fuerte emoción. Era
extraordinario que ahora él fuera el propietario, en lugar de su padre.
Mientras estaba en la marina, jamás se le ocurrió imaginar que George iba a
morir y que él sería el nuevo conde en lugar de su hermano.
Ahora estaba determinado a no defraudar a la familia.
George había sido entrenado para eso desde que era un niño, mientras que él
siempre ocupó un lugar segundón, con muy poca importancia dentro de los suyos.
Recordaba cómo una vez le había pedido a su padre un poco más de dinero
justo antes de ser nombrado teniente de un barco nuevo. Su padre le había dicho
que cualquier cantidad extra le debía ser entregada a George.
—El tomará mi lugar como jefe de la familia —había dicho el viejo conde con
seriedad—, y si su herencia se ve mermada, no podrá sostener la posición tal
como debe hacerlo, ni cuidar de quienes dependen de él.
Entonces le fue difícil comprender aquello, pero ahora, como titular del
Condado de Arrow le llegarían muchas demandas de tiempo y dinero.
Sabía que tenía que ser equitativo y no darle más a un pariente que a otro.

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Tal como esperaba, todas las anfitrionas que conociera la semana anterior en
Londres, le preguntaron cuándo pensaba casarse.
—No pienso hacerlo por mucho tiempo —le había respondido él a Lady Holland.
Ella había sido la única que le repuso:
—Tiene razón. Tómelo con calma y cuando encuentre una mujer a la que ame,
asegúrese de que ésta no sólo adorne su cama, la mesa y luzca las joyas de la
familia, sino que también sea una buena madre para sus hijos.
Esa respuesta resultó ser muy diferente a lo que le habían dicho las demás
anfitrionas con hijas casaderas. Para ellas lo único que importaba era que la
Condesa de Arrow fuera de sangre azul.
Las jovencitas que le fueron presentadas eran tímidas e inmaduras y le fue muy
fácil decir que él no pensaba casarse hasta que la guerra hubiera terminado.
Perry le aconsejó que tuviera cuidado con las madres más ambiciosas.
—No te olvides, Durwin —le advirtió él—, que ahora eres un partido mucho más
apetecible que cuando eras un marino sin futuro.
—¡Te prometo que no me atraparán, por más tentadora que sea la carnada!
—No presumas —le previno Perry—. Hombres mejores que tú se han
encontrado caminando por la senda nupcial antes que se dieran cuenta de lo que
les estaba sucediendo.
—No soy un tonto —replicó el conde—, y cuando me case no tengo la intención
de tener que escuchar conversaciones insustanciales desde el desayuno hasta la
cena, de parte de una mujer cuyo único mérito es que su padre lleva una corona
de noble.
Perry rió.
—Pues lo que resulta atractivo respecto a ti es que ahora tú también llevas una.
—Si hablas así regresaré a mi barco mañana mismo —lo amenazó el conde—.
Le tengo menos miedo a los franceses que a algunas de las matronas que he
conocido durante la semana.
Mientras se acercaban al castillo, el conde recordó cuando, siendo niño,
gustaba mucho de jugar en la vieja torre y correr por los grandes salones.
Algún día tendría un hijo que montaría primero el tradicional caballito de
madera del cuarto de juegos, después en un pony y finalmente en un caballo
cuando tenga la edad necesaria.
Nunca olvidaría la emoción de haber saltado una cerca por primera vez, o de
pescar la primera trucha en el río.

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—¡Debo admitir que el castillo se ve magnífico! —exclamó Perry—. Mé parece


que en cualquier momento va a aparecer por la puerta un grupo de caballeros
medievales con sus armaduras.
—Pues yo me voy a molestar si no lo hace un grupo de lacayos bien
uniformados —dijo el conde.
Como Bates era un hombre muy eficiente, todo resultó tal como él lo anticipara.
En el estudio los esperaba una botella abierta de champaña frío y emparedados
de paté por si tenían hambre después del viaje.
—Salimos tarde, así que comimos en el camino —le dijo el conde a Bates.
—Pensé que quizá así lo hicieran, milord, pero la comida de las hosterías no es
muy apetecible.
—Tiene usted razón —estuvo de acuerdo el conde—, y en el futuro llevaré mi
propia comida.
—Eso es lo que su señoría, que en paz descanse, siempre solía hacer —
respondió Bates.
Cuando entró en el estudio el conde rió.
—Con Bates aquí me será muy difícil hacer algo de manera diferente a como lo
hicieron mi padre, y mi abuelo y todos los condes anteriores.
—Y me parece muy bien —dijo Perry—. Demasiadas tradiciones están siendo
desechadas. La gente culpa a la guerra, mas yo creo que en realidad es porque se
han vuelto descuidados e incompetentes.
Eso era algo que el conde nunca había sido. Se dijo a sí mismo que iba a dirigir
su casa como había dirigido su barco, con una eficiencia en la que nadie podía
encontrar errores.
Invitó a Perry a recorrer el castillo, no sólo para mostrárselo a su amigo sino
también porque él quería verlo otra vez.
Se había olvidado de la majestuosidad de los salones.
Mostró a Perry la larga galería, el salón de baile, la capilla y los dormitorios que
llevaban el nombre de los reyes y reinas que habían dormido en ellos.
Cuando regresaron al estudio, Perry se dejó caer en una silla y expresó:
—Lo único que te puedo decir, Durwin, es que eres un tipo muy afortunado.
—Todavía queda mucho por hacer —respondió el conde—. Debo decirle a
Marlow que contrate pintores y carpinteros lo más pronto posible.
—A mí me parece muy bien tal como está —comentó Perry—. Sin embargo,
ignoramos cómo se encuentren las caballerizas.

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—Para ellas necesitaré de tu ayuda —respondió el conde—. Compramos una


docena de caballos en Londres que ya deben de estar aquí, pero voy a adquirir
muchos más.
—¿Supongo que recordarás que tienes una casa en Newmarket?
—Se me había olvidado hasta que el príncipe me lo recordó. Compraré caballos
de carreras y quiero que sean los mejores.
—¡Por supuesto! —comentó Perry en broma.
El conde no respondió. Se dirigió hacia la ventana del estudio y al mirar hacia
afuera pensó en cuán afortunado era.
Antes de comprar caballos de carrera tenía toda la intención de hacer que su
finca estuviera en buenas condiciones y que se realizaran todas las reparaciones
necesarias.
Leyó con detenimiento la lista preliminar que Marlow le había preparado.
Se alarmó al enterarse del mal estado en que se encontraban las cabañas de
los pensionados, de la falta de una escuela y sobre todo, de los hombres que
estaban sin trabajo después de haber regresado de la guerra.
“Hay mucho que hacer”, pensó.
En realidad le daba gusto saber que no estaría desocupado ahora que ya no
pertenecía a la marina.
Se hizo un largo silencio que Bates rompió al abrir la puerta y anunciar:
—Los primeros invitados de milord acaban de llegar y los he conducido al Salón
Azul, milord.
—¿Quiénes son? —preguntó Perry antes que el conde pudiera hablar.
—Lady Evelyn Ashby y Lady Gratton acompañadas de dos caballeros, señor.
Perry miró al conde.
—¡Lucille! —exclamó él.
El conde no se tomó la molestia de responder y salió apresurado del estudio,
ansioso por recibirla.

En su habitación, Shenda se había sentido intrigada por la algarabía y la


conmoción que reinaba en todo el castillo por la fiesta del conde.
—Será como en los viejos tiempos —repetía la señora Davison una y otra vez.

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La buena señora le mostró a Shenda la lista de los dormitorios que iban a


ocupar los invitados.
—Lady Ashby estará en la habitación de Carlos II —explicó ella—, otra dama
estará en la de la Reina Ana, otra en la de la Duquesa de Northumberland y Lady
Gratton ocupará la habitación de la Reina Isabel. ¡Ella es la dama que le gusta a
su señoría!
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Shenda.
La señora Davison sonrió.
—Mi sobrina trabaja en Arrow House, en Londres. Y me escribió para decirme lo
encantador que es su señoría y cómo la dama más bella de Inglaterra, según ella,
ya se encuentra en sus brazos.
—¿Supone usted que se casará con ella? —preguntó Shenda.
—Oh, no, señorita Shenda —respondió la señora Davison—. ¡Nada de eso! Lady
Gratton está casada con un caballero que se encuentra peleando con su
regimiento en Francia.
Shenda pareció sorprendida y la señora Davison intervino de inmediato:
—Las damas de Londres se divierten aun cuando sus esposos no estén en casa.
—Entiendo —expresó Shenda.
En seguida se dijo que si tuviera un esposo, no sentiría deseos de andar de
francachela con un conde.
“Sin duda hay muchas cosas que esas damas pueden hacer para ayudar a los
soldados”, pensó.
En ese instante se reprochó que era indebido criticar. Tenía mucha suerte de
poder estar en el castillo y no se había olvidado de los hombres de la aldea que
regresaron malheridos de la guerra. O de los familias que tenían hijos en el
ejército.
Recordaba que su madre siempre se mostró muy comprensiva con ellos y
cuántas mujeres lloraban porque no habían tenido noticias de sus familiares.
—¿Me pregunto si el conde añora el mar? —se preguntó al regresar a su
habitación y se sentó a terminar de reparar el encaje de una sábana que se había
desgarrado al lavarla:
Mientras lo hacía, acudieron a su mente historias acerca del valor del conde
que se habían propalado por la aldea recientemente.
Tarde o temprano, Shenda las había escuchado también en boca de Martha y
de otras mujeres.
—Usted no lo va a creer, señorita Lynd. . —comenzaba a decir y todas
competían con las demás por narrar alguna novedad.

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Ella no recordaba haber visto al conde, pero de seguro lo había hecho cuando
era una niña.
Imaginó que sería alto y bien parecido como la mayoría de los Bow. Los retratos
que se conservaban en el castillo dejaban ver una semejanza familiar que venía
desde tiempos atrás.
Una de las cosas que le llamaron más la atención desde su llegada, había sido
la galería de las pinturas. Esta contenía, no sólo retratos, sino también muchas
otras obras de arte de pintores famosos y que fueron coleccionadas a través de
los años.
Le encantaban las que venían de Italia y también algunas francesas que
despertaron mucho su interés.
Por todas partes en el castillo aparecían colgados retratos de miembros de la
familia y a Shenda le parecía que ellos estaban vigilando a la familia existente y
que al nuevo conde le iba a ser imposible no sentir la influencia de sus miradas
que aún parecían tener vida.
Juzgó extraño que él fuera a celebrar una fiesta antes de haber tenido tiempo
de inspeccionar la casa y de conocer a quienes lo servían.
—Tiene tantas cosas por hacer —añadió ella cuando terminó de zurcir el
encaje. Lo había hecho tan bien que era imposible ver dónde había estado roto.
Entonces, con un suspiro, decidió que aquello no era un problema suyo y que lo
más importante era que el conde ignorara su estadía en el castillo.
Abrigaba la sospecha de que él no iba a estar de acuerdo con que la hija de un
vicario fuera su empleada.
Y se llenó de miedo cuando pensó en lo terrible que sería si tuviera que alejarse
y tratar de buscar algo en otra parte.
—Somos muy felices aquí —le dijo a Rufus.
Pensó en la conveniencia de permanecer escondida hasta que el conde
regresara a Londres y pudiera volver al bosque y tenerlo para sí sola.
Rufus estaba inquieto, así que se dispuso para sacarlo a pasear antes que el
conde pudiera llegar. Sabía que Bates esperaba a su señoría por la tarde.
Ella bajó por una escalera lateral con Rufus a su lado y abrió una puerta que
daba al jardín.
Desde que se anunció el regreso del conde, los jardineros habían estado
trabajando tiempo extra para hacer que todo estuviera aún mejor que antes.
Como el clima era tibio, los árboles y arbustos estaban llenos de flores y la
hierba se veía verde como una mesa de billar.

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Shenda tomó un camino secreto que conducía a la cascada. Aquel era el lugar
que más le gustaba, pues le encantaba ver cómo el agua caía sobre las rocas,
formando un maravilloso lecho donde abundaban los peces que nadaban entre los
lirios.
—¡Es muy bello! —exclamó Shenda en voz alta y como tenía miedo que la
obligaran a marcharse, rezó porque el conde nunca la descubriera.
Mientras lo hacía; comenzó a pensar también en el caballero que rescató a
Rufus de la trampa en el bosque.
La había besado y aún se le hacía difícil admitir que aquello hubiese sido una
realidad.
¿Cómo había podido dejar que un desconocido la besara en los labios?
“Tal vez fue un error, pero bastante agradable”, se dijo. Entonces, como tenía
miedo de que alguien la viera, se apresuró a regresar al castillo.
—Las invitadas de su señoría ya llegaron —informó la señora Davison cuando
entró corriendo en la habitación donde Shenda se encontraba cosiendo una vez
más.
—¿De veras son muy bellas? —preguntó Shenda.
—¡Sin lugar a dudas! —respondió la señora Davison—. Todas están vestidas a
la última moda. Si sus sombreros fueran un poco más altos, tocarían el cielo.
Shenda rió divertida.
Desde su llegada al castillo descubrió que la señora Davison leía todas las
revistas femeninas y ella las había encontrado muy interesantes y jocosas.
Las caricaturas eran tan graciosas que ella se preguntó si a aquellas personas
no les importaría verse representadas así. En ellas se presentaba a las damas de
la sociedad como muy gordas o demasiado flacas y se burlaban de los vestidos
transparentes y de los enormes sombreros.
También atacaban a quienes se daban aires de grandeza.
—Es una vergüenza, pero hay que reírse —exclamó la señora Davison.
Ella le mostró a Shenda algunas caricaturas originales que se encontraban en la
biblioteca.
—El viejo conde las ordenó hace muchos años —explicó la señora Davison y tan
pronto aparecían en las tiendas, a él le enviaban una copia.
—Debió disfrutarlas mucho —indicó Shenda.
—Así era —respondió la señora Davison—, y cuando su señoría enfermó, los
grabados siguieron llegando ya que nadie se ocupó de cancelar la entrega, por lo
que los hay hasta de nuestros días.

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Las caricaturas le mostraron a Shenda mucho de lo que se conocía como el


Gran Mundo.
Asimismo, los libros de la biblioteca resultaron un deleite para ella.
Ella había empacado todos los libros de su padre con la idea de conservarlos a
todo costa.
La biblioteca del castillo era enorme y hasta el año anterior había tenido un
encargado que se ocupaba de habilitarla con los últimos libros de interés que eran
publicados.
Para Shenda era como si le hubieran dado las llaves del paraíso y ella se
hubiera llevado una docena de libros a su habitación. Cuando terminaba con el
trabajo pendiente se ensimismaba en la lectura.
Se encontró con un nuevo mundo que continuaba su educación más allá de
donde había terminado con la muerte de su padre.
Estaba deseosa de aprender y pensaba que había tal variedad de temas que no
le alcanzarían las horas del día para captarlo todo.
Todo era parte de aquel mundo de fantasía al que entraba cuando estaba en el
bosque.
—Hay algo que va a redundar en más trabajo —le estaba diciendo la señora
Davison.
—¿Qué es? —preguntó Shenda.
—Lady Gratton vino sin su doncella personal. Me dicen que ésta sufrió un
accidente justo antes de partir.
Ella suspiró.
—Eso me va a dejar corta de personal ya que Rosie tendrá que atender a
milady y estas damas quieren tener atención veinticuatro horas al día.
Como estaba molesta, la señora Davison salió apresuradamente de la
habitación y dejó sola a Shenda.
Esta miró al ama de llaves con un poco de envidia.
Sabía que sería un error intentar observar a las damas que acompañaban al
conde. Debía permanecer oculta y jamás las vería, como tampoco vería al conde.
—Debo tener muchísimo cuidado —se dijo a sí misma.
Habló en voz alta y al escuchar su voz, Rufus se levantó y le puso una pata
sobre la rodilla.
—Debo ser muy precavida —le dijo a él—, y tú también. ¡Si tú ladras y su
señoría te escucha, quizá diga que no quiere perros extraños en su casa!
¡Pudieran mandarte a las caballerizas!

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La idea le resultaba insoportable, así que tomó al perrito en sus brazos y lo


sostuvo contra su pecho.
—Además, pudieran despedirnos y eso no debe ocurrir. — Y lo besó en la
cabeza.
—Me gusta estar aquí —continuó ella—. Los dos comemos bien, así que
debemos ser muy buenos y obedientes.

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Capítulo 4

SENTADO a la cabecera de la mesa del gran comedor, al conde le pareció


estar viendo una imagen de su niñez cuando acostumbraba observar los
banquetes desde la galería de los músicos.
Entonces creía que su padre parecía un rey, presidiendo desde la cabecera.
Su madre, con una tiara reluciente y el pecho cubierto de brillantes, ya había
pasado más temprano a su habitación para desearle felices sueños.
“¡Pareces una princesa de cuento de hadas!”, le había dicho él en una ocasión
y su madre respondió con una sonrisa.
Solía abrazarlo y cuando ella murió el conde pensó que jamás podría olvidar
aquella suavidad y que ninguna otra mujer podría ser como ella.
En ese momento estaba pensando que Lucille y las demás invitadas eran las
mujeres más hermosas que él podía recordar.
Cada una poseía una belleza muy especial que a los hombres les sería muy
difícil resistir. Sobre todo, alguien que ha estado embarcado por tanto tiempo.
Cuando se firmó el armisticio de 1802, él no volvió a Inglaterra como lo hicieron
muchos otros oficiales. Ante todo, porque a su barco le habían ordenado
permanecer en el Mediterráneo y también porque si obtenía una licencia, él
quería ver alguna parte del mundo que no hubiera sido arrasada por Napoleón.
Por lo tanto, visitó Egipto y Constantinopla y también se interesó mucho en
Grecia
Los países y sus habitantes parecían abrir nuevos horizontes en su mente y no
le pesó haber estado ausente de su casa por tanto tiempo.
Cuando decidió regresar ya fue demasiado tarde. Napoleón declaró la guerra y
Nelson lo necesitaba con urgencia.
Ahora, cuando un platillo seguía al otro y los vinos eran servidos bajo las
instrucciones de Bates, era imposible creer que se estaba peleando una guerra.
Tal como el conde lo esperaba, la conversación de las damas casi siempre tenía
un doble significado.
Sus ojos y sus labios sensuales expresaban mucho más que las palabras.
—¿Qué haremos mañana? —preguntó Lucille Gratton, quien estaba sentada a
su derecha.

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Era manifiesto lo que iban a hacer esa noche.


—Tengo mucho que enseñarles de mi finca y mucho que conocer yo también —
respondió el conde—. Existía, hace tiempo, un templo griego al final del jardín y
una torre en el bosque donde yo recuerdo que mi madre solía organizar comidas
campestres.
—Tú me los vas a mostrar a mí sola —dijo Lucille. El conde se preguntó si eso
los haría demasiado conspicuos.
También pretendía visitar las caballerizas con Perry. Por supuesto, eso se haría
antes que las señoras bajaran por la mañana.
Pensó que era algo que iba a proponer después del desayuno, sugerencia que
sin duda sólo sería atendida exclusivamente por los caballeros.
Al final de la cena, las damas salieron del comedor y Lucille musitó con voz muy
baja:
—No tardes mucho, mi querido Durwin. Sabes cómo ansío que estés conmigo.
Aquello era algo que el conde deseaba también.
Los caballeros permanecieron en el salón para tomar una última copa y fue
entonces cuando Perry le dijo al conde:
—Tal como me lo esperaba eres un excelente anfitrión. ¡Jamás había disfrutado
de una cena más exquisita!
—Ni yo —intervino otro de los invitados.
—Mañana habrá algunas sorpresas para ustedes, pero eso tendrán que
agradecerlo a Perry más que a mí.
Perry sonrió.
—Lo único que puedo decir es: “Proporciónenme los ingredientes adecuados y
yo les daré una buena cena.”
Todos rieron ante esto y se retiraron a la cama. El conde se despidió y entró en
la suite principal.
Su valet lo ayudó a desvestirse y él sabía que sólo unos pasos lo separaban de
la habitación de la Reina Isabel, contigua a la suya.
Lucille lo aguardaba ya:
Le extendió los brazos y echó la cabeza hacia atrás para ofrecerle los labios.
El conde experimentó la sensación de que ella era como una tigresa que se
lanzaba hambrienta sobre su presa.

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- Es un héroe, sin discusión alguna —comentó la señora Davison—, y si


el país supiera todo lo que su señoría ha hecho, le levantarían una estatua.
La señora Davison le estaba contando a Shenda lo que el valet del conde le
comentó acerca de sus aventuras con los franceses.
Había una que a Shenda le parecía fascinante.
Los barcos ingleses bloquearon a una docena de barcos franceses en la bahía.
Entonces el conde entró en el puerto en una fragata francesa que había
capturado y antes que ellos advirtieran su presencia, volaron dos naves.
El capitán, como era conocido entonces, pidió voluntarios y les advirtió que
quizá no regresarían vivos. Sin embargo, toda su tripulación se ofreció para
acompañarlo.
— Pudo llevarlos a todos? —preguntó Shenda.
—No, escogió a una docena de los que llevaban más tiempo con él y se
pusieron en camino a la medianoche.
—¡Y volaron a dos barcos! —exclamó Shenda.
—¡Dos de los más grandes! —exclamó la señora Davison con orgullo—. Y antes
que los demás se dieran cuenta de lo que estaba ocurriendo, ellos se alejaron con
sólo dos heridos y un mástil derribado.
“Tengo que verlo”, se dijo ella.
Sin embargo, tenía miedo de que si él la despedía por no querer tener a una
dama como empleada, eso le rompería el corazón.
—Debo ser muy cauta —dijo ella tal como se lo dijera a Rufus la noche anterior.
Más tarde, cuando se dio cuenta de que todo el grupo había salido a montar,
ella se atrevió a salir al jardín.
Aun así, se mantuvo cerca de los arbustos hasta llegar al bosque y fue hasta
entonces cuando le dio permiso a Rufus de correr.
El bosque que se extendía detrás del castillo no era tan fascinante para ella
como el “bosque de los caballeros”, cerca de la vicaría.
Mas tenía suficiente magia como para que Shenda se perdiera una vez más en
sus sueños.
Después de casi dos horas, se apresuró a regresar al castillo por si alguno de
los invitados había ya vuelto del paseo.
Habían tomado el camino que atravesaba el parque. Este pasaba por el bosque
y continuaba hasta un lugar más alto donde se encontraba la torre, que hizo

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construir Sir Justin Bow, quien después de edificar su castillo quería tener un lugar
desde donde pudiera observar el mar.
Shenda había estado muchas veces en la torre y pensaba que Sir Justin debió
tener muy buena vista o un buen telescopio ya que sólo en los días menos
nebulosos era posible vislumbrar el mar como una línea luminosa en el horizonte.
La torre en sí era excepcional, pero ella pensó que a las damas les resultaría
muy difícil poder subir por los peldaños de piedra sin ensuciarse las orlas de sus
vestidos.
“Supongo que los caballeros estarán muy dispuestos a ayudarlas”, pensó ella
con una sonrisa.
Shenda y Rufus llegaron al castillo, entraron por la puerta del jardín y subieron
por una escalera poco utilizada.
Llevaba apenas unos pocos minutos en su cuarto de costura cuando la señora
Davison entró.
—¡Por fortuna la encuentro, señorita Shenda! —dijo ella—. Tengo un trabajo
para usted.
—¿De qué se trata? —preguntó Shenda.
La señora Davison le mostró una bonita retícula hecha de raso y adornada con
encaje.
—Esto pertenece a Lady Gratton —explicó ella—, y la tonta de Rosie enganchó
el encaje con el borde de un cajón cuando lo estaba guardando.
Shenda tomó la prenda.
—El daño es muy pequeño —señaló ella—, y yo lo arreglaré para que milady
nunca se dé cuenta de lo ocurrido.
—Siempre pasa lo mismo con estas doncellas —comentó la señora Davison
muy molesta—, todo lo hacen al descuido, porque quieren bajar cuanto antes
para conversar con los hombres. Ese es el problema.
—Un accidente le pasa a cualquiera, así que dígale a Rosie que no se preocupe
—dijo Shenda—, déjeme aquí cualquier otra cosa que necesite ser zurcida, pues
no tengo nada que hacer por el momento.
—Pues entonces siga trabajando en ese vestido que se está haciendo —sugirió
la señora Davison—. Yo le di la tela gustosamente y cuanto más pronto se lo vea
puesto, mejor.
—Ya está terminado —dijo Shenda.
—¿Pues qué le parece? ¡No creo que la vieja Maggie hubiera podido hacer un
vestido en menos tiempo!

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—Me lo pondré esta noche para que lo vea —ofreció Shenda—. En realidad
estoy muy orgullosa de cómo quedó.
—Tengo tela para otro —ofreció la señora Davison.
—Es usted muy amable —expresó con gratitud Shenda—. Yo se los pagaré en
cuanto cobre mis primeros honorarios.
—Nada de eso —objetó la señora Davison—. Además, no son mis telas. Han
estado guardadas durante años. Ya ni me acuerdo para qué las compramos.
En seguida miró el reloj e hizo una exclamación.
—Los invitados de su señoría ya estarán por regresar para tomar el té —explicó
—, y yo todavía no he terminado de revisar los dormitorios. ¡No puedo confiar en
las camareras jóvenes!
Cuando la mujer salió de la habitación, Shenda rió.
Comprendía que después de muchos años de tener sólo a tres camareras bajo
su servicio, la señora Davison se sentía feliz de poder mandar a las jovencitas que
habían venido de la aldea, quienes parecían estar encantadas de poder estar en
el castillo.
Cuando la señora Davison les gritaba, lo tomaban como parte de aquel trabajo
que les daba mucha importancia entre los aldeanos.
Shenda inspeccionó la retícula dañada. Le habían comentado que la noche
anterior, Lady Gratton lució un vestido de gasa verde para la cena.
El fondo que llevaba era tan transparente que la señora Davison había dicho
que hubiera sido preferible que estuviera desnuda.
Shenda sospechaba que a la señora Davison le parecía que aquella mujer, por
muy bella que fuera, no era digna del conde.
Este había adquirido un rango de semidiós ante los ojos de la fiel ama de llaves.
La retícula estaba confeccionada en raso verde, el color del vestido que la
señora Davison había mencionado.
El encaje que adornaba las orillas era hecho a mano y debió ser muy costoso.
Shenda encontró hilo verde casi del mismo tono.
Al abrir la retícula descubrió que su interior, contenía algunos objetos. Después
de verlos los sacó con mucho cuidado.
Había un pañuelo rematado con encaje y bordado con las iniciales de Lady
Gratton.
También una cajita pequeña de oro que contenía maquillaje para los labios y
otra más grande, como para rapé, que la dama utilizaba para el polvo.

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Shenda los miró con interés, pensando que era una manera muy lujosa de
llevar los cosméticos. Una de las cajas tenía un cierre de diamantes y la otra la
inicial de milady, una L, de zafiros.
Entonces, cuando ella metió la mano debajo del marco para sostenerla y poder
zurcir el encaje, le pareció que había algo más dentro del bolso.
Se trataba de un pedacito de papel y ella lo sacó para no romperlo por
distracción.
Este estaba doblado y cuando ella lo extendió vio que estaba escrito en
francés, con letra menuda y firme.
Olvidándose de que aquello podía ser algo privado, Shenda leyó:

Donde se encuentre la Expedición Secreta: 500 libras


Por descubrir el paradero de Nelson: 100 libras

Shenda lo leyó una y otra vez y se dijo que debía estar imaginando lo que veía.
Súbitamente comprendió que lo que había encontrado sin querer era un
mensaje de un espía francés para Lady Gratton, mujer que mantenía una estrecha
intimidad con el conde.
Si alguien conocía la respuesta a esas preguntas, ese era él.
Shenda leyó el mensaje una y otra vez antes de ponerlo sobre la mesa, debajo
del pañuelo de Lady Gratton y dedicarse a zurcir el encaje.
No le tomó mucho tiempo y cuando hubo terminado metió dentro de la retícula
las cajitas y el pañuelo.
Y de inmediato comprendió que tenía que avisarle al conde.
Se dirigió al escritorio y tomando la pluma copió, con la misma letra, las
palabras contenidas en aquel papel.
Después regresó el papelito a su lugar y sintió temor porque iba a tener que
enfrentarse al conde.
Una cosa era esconderse de él para no tener que abandonar el castillo. Otra
muy diferente era saber que uno de los invitados era un espía para los franceses.
Lo más difícil iba a ser poder entrevistar al conde a solas, sin ser vista por los
otros empleados.
La mayoría de ellos la creía una simple costurera.
Meditó el asunto durante un buen rato y decidió que la única persona en la cual
podía confiar era en Bates, a quien conocía desde hacía muchos años.
Tanto él como la señora Davison, habían querido mucho a sus padres.

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Cuando el ama de llaves regresó, Shenda le entregó la retícula. La mujer la


revisó y exclamó:
—jExcelente, señorita Shenda! Nadie podrá ver lo que ya no está ahí!
—Me alegro; señora Davison.
—A Rosie le agradará más —comentó la señora Davison— Ya le advertí que otro
error como ese y la mando de regreso a la aldea.
—Oh, señora Davison, no la creo capaz de hacerlo —protestó Shenda—. Bien
sabe que su madre y toda la familia están felices de que ella esté aquí con usted,
en lugar de tenerse que ir a trabajar a Londres, donde podría meterse en
problemas.
—Bueno, es cierto que yo cuido mucho a mis chicas —respondió la señora
Davison.
—Por supuesto —afirmó Shenda—, y mamá siempre decía cuán afortunadas
son de poder estar con usted.
—Bueno, hago cuanto puedo —expresó la señora Davison y salió del cuarto con
la retícula en las manos y una sonrisa en los labios.
Shenda miró el reloj de pared. Para entonces los invitados ya habrían
regresado.
Y una vez que tomaran el té, las damas se habrían retirado a sus habitaciones
para descansar antes de la cena.
De inmediato, bajó por la escalera de servicio, entró en la alacena y allí
encontró a Bates, quien estaba sacando de la caja fuerte los adornos de plata que
se necesitaban para la cena.
El parecía muy orgulloso de aquella plata y no se la confiaba a nadie.
Cuando vio a Shenda, exclamó:
—Mire cuánta belleza, señorita Shenda. ¡No la he podido lucir en tres años!
—Nadie la hubiera conservado tan bien —respondió Shenda.
El hombre sonrió y como le pareció extraño que ella es tuviera allí, le preguntó:
—¿Hay algo que pueda hacer por usted, señorita Shenda?
—Sí —respondió ella—. Es urgente que yo vea a su señoría en privado.
Bates se quitó el delantal que tenía puesto y se puso la chaqueta.
—Venga conmigo, señorita —indicó él—. Creo que su señoría se encuentra en el
estudio revisando la correspondencia.

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La condujo por un pasillo que llevaba desde la alacena hasta el vestíbulo. Allí
estaban cuatro lacayos de guardia, quienes se enderezaron al ver entrar a Bates y
fijaron la mirada al frente, tal y como se les había enseñado.
Llegaron frente al estudio y el mayordomo se detuvo un momento delante de
éste.
Shenda se dio cuenta de que él estaba escuchando para ver si alguien hablaba
dentro. Entonces le hizo un gesto a ella para que se apartara un poco y así evitar
que alguien más pudiera verla, en caso de que el conde estuviese acompañado.
Poco después abrió la puerta. Hubo una breve pausa mientras él miraba al
interior del estudio y después dijo:
—Perdone su señoría, pero ¿es posible que pase una persona que desea hablar
con milord sobre algo muy importante?
—Supongo que sí —repuso el conde levantando la vista del escritorio ante el
cual se encontraba sentado—. ¿De quién se trata?
Bates no respondió y le hizo a Shenda una señal para que entrara.
La muchacha entró con calma, llevando la cabeza en alto; sin embargo, se
sentía conturbada pues era la primera vez que iba a ver al conde.
Shenda casi llegaba junto al escritorio cuando él levantó la cara.
Entonces ella hizo una leve exclamación y dijo…
—¡Es usted!
Sentado frente a ella se encontraba el caballero que liberó a Rufus de la trampa
y que le había dado a ella su primer beso.
Shenda se sorprendió al verlo, pues le repitieron una y otra vez que era la
primera ocasión que el conde venía al castillo.
Por lo tanto, jamás se le ocurrió pensar que el desconocido que la había subido
a su caballo pudiera ser el conde.
Ahora ambos se estaban mirando directamente y como él fue el primero en
recuperarse de la sorpresa preguntó:
—¿Por qué ha venido?
Y se puso de pie mientras hablaba.
Los dos permanecieron en silencio hasta que Shenda logró decir con una voz
muy débil que resultaba casi inaudible:
—Yo... tenía que hablar con su señoría, se trata de... algo muy importante.
—¿Usted no sabía quién era yo?
—No... tenía la menor... idea.

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En seguida el conde dijo:


—Pues bien, ya que desea verme, le sugiero que se siente y me explique por
qué ha venido al castillo.
El rodeó el escritorio e indicó un sofá que estaba junto a la chimenea. Al
hacerlo, observó que Shenda no llevaba puesto un sombrero y que se veía igual a
cuando se encontraron en el bosque.
Después de sentarse, ella mantuvo la mirada baja y él se dio cuenta de que era
tímida.
Para hacerla sentirse mejor, el conde preguntó:
—Espero que Rufus ya se haya recuperado de su aventura en el bosque.
—Sí... ya está muy bien —respondió Shenda—. Mas ahora comprendo que... era
una trampa de milord la que su señoría tiró al estanque.
—Fue puesta allí por órdenes de mi administrador —explicó el conde—, pero ya
he dado instrucciones para que no se pongan trampas en Knight’s Wood o en
ningún otro de los bosques del condado.
—Muchas gracias —exclamó Shenda—. Eso es muy bondadoso de su parte. Yo
tenía miedo de que Rufus... volviera a caer en otra.
—Le prometo que ya no corre peligro —respondió el conde.
El vio la gratitud reflejada en los bellos ojos de la muchacha.
Después él dijo:
—Ahora dígame, si no sabía quién soy yo, entonces, ¿por qué pidió ver al señor
del castillo?
Shenda respiró profundo.
De alguna manera ahora le resultaba aún más difícil explicarle lo que había
descubierto. Pero entonces se dijo que cualquier persona que estuviera poniendo
en peligro la vida de los soldados y marinos ingleses debía de ser eliminada lo
más pronto posible.
Sin hablar, le entregó al conde el pedazo de papel sobre el cual había copiado
lo que estaba escrito en la nota que encontrara en la retícula de Lady Gratton.
El caballero tomó el papel, la miró al rostro y le pareció que ahora se veía aún
más bonita de lo que él la recordaba.
Entonces miró el papel y se puso tenso. Lo leyó y preguntó con voz muy
diferente:
—¿En dónde encontró esto?
—Lo copié de un... papel que encontré dentro de la... retícula de una dama.

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—¿La retícula de una dama? —preguntó el conde—. ¿Cómo tuvo usted acceso a
ella?
—Fue aquí... en el castillo —murmuró Shenda.
—¿Pero, por qué? ¿Qué hacía usted aquí?
Hubo una pausa muy marcada antes que Shenda respondiera con voz insegura:
—Yo... yo soy aquí su nueva... costurera, milord.
El conde la miró como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar y
preguntó:
—¿Quién la contrató y por qué?
—La vieja costurera murió hace tres años y la señora Davison no había
contratado otra hasta que supo que su señoría iba... a regresar.
—Así que usted acaba de llegar aquí.
—Sí, milord.
—Y usted tuvo en sus manos la retícula de una dama. ¿Qué dama?
Shenda respiró profundo.
—¡Lady Gratton!
El conde apretó los labios y después exclamó:
—¡No lo puedo creer! ¿Cómo puede ser posible?
Shenda se dio cuenta de que estaba hablando consigo mismo y después de un
momento ella explicó:
—Me pareció que lo correcto era que... yo se lo trajera a su señoría...
—¿Usted entiende el francés?
—Yo... hablo el francés, milord.
—¿Tiene usted idea a lo que esto se refiere?
— Si.
—¿Cómo?
Hubo una breve pausa antes que Shenda respondiera:
—He oído hablar acerca de... la Expedición Secreta.
El conde la miró estupefacto.
—¿Ha oído hablar acerca de eso? —preguntó él—. ¿Quién se lo pudo decir?
El pareció tan sorprendido que Shenda no pudo evitar sonreír.

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—El hijo del doctor... es uno de los oficiales de su regimiento y forma parte de
esa... expedición, milord.
El conde se llevó la mano a la frente.
—¡Debo de estar soñando! ¡Se supone que sea un gran secreto!
—Lo sé —repuso Shenda—. Pero cuando el Teniente Doughty regresó a casa, él
le contó a su padre para lo que había sido escogido y... el doctor se lo dijo... a mi
padre.
—¿Me quiere decir que toda la aldea sabe y comenta acerca de la expedición?
—Oh, no... Guy Doughty hizo que su padre jurara guardar silencio y mi padre...
nunca repetía nada que le fuera dicho de manera... confidencial.
—Supongo que debo sentirme tranquilo al respecto —expresó el conde con
sarcasmo—. ¿Por casualidad, conoce la respuesta a la segunda pregunta del
papel?
—Tal vez sí, milord —contestó Shenda.
El conde la miró en medio del más grande desconcierto.
—Uno de los marineros de la nave del Almirante Nelson —explicó Shenda—,
está casado con una de las muchachas de la aldea. Corno sabe que tienen que
tener mucho sigilo, él le escribe a ella utilizando una clave muy especial.
—¿Y le dijo dónde se encuentra el Almirante Nelson? —preguntó el conde con
incredulidad.
Los ojos de Shenda brillaron al ver el asombro de él.
—En su última carta, el marinero le escribió:
Siento comezón en la mano izquierda y mañana estaré pensando en el pastel
que tu madre siempre hornea los, domingos.
El conde permaneció en silencio, esperando a que Shenda le explicara aquello.
—Como él ama a su esposa, donde quiera que se encuentra siempre se para
mirando hacia Inglaterra. Si la mano izquierda le pica, quiere decir que viaja hacia
el Oeste y el pastel que la madre de ella siempre hornea los domingos es un
Madeira
—¡No puedo creer todo esto! —exclamó el conde.
Y se sentó mientras hablaba con la mirada fija en el papel que Shenda le
entregara momentos antes.
De inmediato su cerebro comenzó a trabajar.
Si aquel mensaje había estado en la bolsa de Lady Gratton, entonces eran sus
labios y sus ojos suplicantes a los que Lord Barham se había referido.

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Los franceses le pagaban por la información que la mujer podía obtener de sus
amantes. Quienquiera que fuera su contacto debió estar al tanto de que ella
estaba involucrada con él.
Como acababa de regresar del Mediterráneo y estaba en contacto con el
Almirantazgo, era lógico suponer que él poseyera aquella información.
Por un momento se sintió tan furioso por haber sido engañado que quiso
enfrentarse a Lucille y decirle exactamente lo que pensaba de ella. Sin embargo,
pensó que era mucho más importante descubrir quiénes eran los espías que la
dirigían y que trabajaban para Napoleón. Permaneció unos minutos sin hablar.
Después, le dijo a Shenda:
—Supongo que Lady Gratton ignora que usted encontró esto.
—Así es, milord. La doncella que la atiende desgarró accidentalmente el encaje
de la retícula y la señora Davison me la llevó para que yo lo zurciera.
—¿Entonces ella no la ha visto?
—No, milord.
—Pero usted está trabajando aquí en el castillo y supongo que es mi empleada.
—Sí, milord.
La muchacha se preguntó qué estaría pensando el conde.
—Shenda, ¿estaría dispuesta a hacer algo para defender a su país? Debo
advertirle que pudiera ser peligroso.
Shenda lo miró sorprendida. Al instante respondió:
—Estoy dispuesta a hacer cualquier cosa por ayudar a derrotar a Napoleón y
terminar con esta guerra, milord.
—Pensé que esa sería su respuesta —dijo el conde—, y lo que le voy a pedir es
que atienda a Lady Gratton mientras ella esté aquí.
Los ojos de Shenda parecieron llenarle todo el rostro, pues jamás pensó que le
pidieran hacer algo semejante. Por un momento, tuvo el impulso de negarse, pues
era algo que su madre no aprobaría.
Más de inmediato se preguntó qué era más importante: negarse por ser una
dama, cosa que el conde ignoraba, o pelear, como él lo había hecho, contra un
enemigo que al presente parecía tener las mejores cartas en la mano.
Haciendo un esfuerzo, Shenda expresó:
—Haré cualquier cosa que su señoría me pida.
—Gracias —respondió el conde—. Voy a ser sincero con usted, Shenda. La juzgo
inteligente y comprenderá cuando le explique que me ha traído hasta aquí, algo
de suma importancia para el Almirantazgo.

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—Así lo imaginé.
—Antes que nada —intervino el conde—, ¿me promete no repetir una sola
palabra de lo que hemos hablado aquí, dentro o fuera del castillo?
—Lo prometo —ofreció Shenda— Al único a quien comenté que deseaba ver a
milord fue a Bates.
—¡Bien! —dijo el conde—. Ahora le diré a la señora Davison que, como deseo
hacer sentir a Lady Gratton muy cómoda y complacida, necesito que sea atendida
por usted.
—Tal vez a la señora Davison le va a parecer extraño que su señoría me haya
visto.
—Puedo decirle que cuando llegué a Inglaterra me dirigí primero a mi casa de
Londres y que la encontré en muy malas condiciones —expresó el conde.
Hizo una pausa para ver si ella lo estaba escuchando antes de continuar:
—Entonces decidí ver el castillo para ver si era tal como yo lo recordaba.
Y continuó con una leve sonrisa:
—Yo no lo había visto desde hacía catorce años y temía que resultara ser una
ilusión, o que estuviera en ruinas.
—Eso lo entiendo —convino Shenda.
—Me levanté, antes del amanecer y con el mejor caballo que pude alquilar
cabalgué hasta acá sólo para ver el castillo.
Respiró profundo antes de proseguir:
—Lo encontré, tal como lo había soñado.
El vio que los ojos de Shenda reflejaban entendimiento y le parecieron muy
bonitos. En seguida continuó:
—Yo no pensaba encontrarme con nadie, pues sabía que sería un error llegar
sin anunciarme.
En ese momento le sonrió a ella.
—Entonces ya sabe lo que ocurrió. Me encontré con una persona muy bonita en
el bosque y le presté un servicio.
—Fue su señoría muy... amable —murmuró Shenda—, y jamás olvidaré la forma
en que ayudó a Rufus, mas... yo no tenía la menor idea... jamás se me ocurrió que
su señoría fuera el... nuevo conde.
—Después regresé a Londres y me resultó difícil creer que usted fuera de carne
y hueso —continuó el conde—, o que existiera un bosque mágico donde me la
había encontrado.

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Shenda se ruborizó ante aquellas palabras y apartó la mirada.


—Ahora nos volvemos a encontrar —dijo el conde tratando de hablar con
naturalidad—, y si usted necesitó de mi ayuda, ahora yo necesito de la suya. Ya
me habían informado que los espías de Napoleón están en todas partes, pero casi
no puedo creer que estén aquí, en mi propia casa.
Shenda percibió la ira que había en su voz y él continuó:
—Sin embargo, ahora, como ya le he dicho, tenemos que descubrir quién es el
hombre que está detrás de la espía; el hombre que da las órdenes, el hombre o la
mujer que está en contacto con Bonaparte.
—Estoy segura de que será... muy difícil —opinó Shenda.
—Todavía no he perdido jamás una batalla —respondió el conde—, y con su
ayuda, Shenda, voy a ganar esta también.
El se puso de pie, ella hizo lo mismo, ambos se miraron a los ojos y él le tomó
las manos.
Por un momento, los ojos del conde se fijaron en los labios de la joven. En
seguida él le alzó la mano y se la besó.
—¡Gracias, Shenda! —exclamó—, ¡y tenga cuidado. Estas personas son
peligrosas!

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Capítulo 5

CUANDO Shenda dejó al conde, corrió en busca de la señora Davison.


No estaba en su habitación así que la buscó hasta que la encontró en el cuarto
de blancos.
En el momento en que Shenda llegó, un lacayo le estaba diciendo:
—Su señoría desea verla en el estudio, señora Davison.
—Voy de inmediato —repuso la mujer, dejando a un lado las fundas que estaba
ordenando.
Se dispuso a seguir al lacayo, pero Shenda la tomó del brazo.
—Escuche —pidió ella en voz muy baja—. Acabo de ver a su señoría. Cualquier
cosa que él le solicite respecto a mí, acceda, mas... no le diga... quién soy.
La señora Davison la miró sorprendida, pero como comprendía que su señoría
la estaba esperando, se apresuró a seguir al lacayo.
Shenda fue a su habitación y se sentó con las manos sobre los ojos. ¿Cómo
haber anticipado que eso iba a suceder? Que su posición en el castillo se viera en
peligro por culpa de Lady Gratton.
Más de inmediato comprendió que lo importante era que los espías de
Napoleón no obtuvieran la información que deseaban.
En el estudio, el conde dijo:
—Entre, señora Davison. Deseo hablar con usted.
La señora Davison se acercó al escritorio e hizo una reverencia.
—Espero que todo esté a su entera satisfacción, milord.
—Ha logrado usted hacer maravillas en tan poco tiempo —respondió el conde
—. Le estoy muy agradecido. Hubo una breve pausa y después él continuó: —
Quiero hablarle acerca de Lady Gratton.
—¿Lady Gratton, milord? —exclamó la señora Davison.
—Ella es muy especial —empezó a decir el conde—, y requiere de una doncella
diferente ya que la suya está incapacitada.
La señora Davison se puso tensa, pues pensó que él se estaba quejando y
continuó:

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—Como Shenda se encuentra en el castillo y es una excelente costurera, quizá


ella pueda encargarse de atender a Lady Gratton durante los dos últimos días de
su estancia aquí.
El conde pudo percibir la expresión consternada del rostro del ama de llaves.
Abrió los labios corno para protestar, pero haciendo un esfuerzo dijo:
—Muy bien, milord, si eso es lo que su señoría desea, yo hablaré con Shenda.
—Gracias, señora Davison —repuso el conde.
El comprendió que sería un error decir algo más, así que tomó su pluma y al
darse cuenta de que la entrevista había terminado, la señora Davison hizo una
reverencia y salió de la habitación.
De inmediato fue a buscar, a Shenda y le preguntó:
—Dígame señorita Shenda, ¿de qué se trata todo esto y cómo sabe su señoría
que usted se encuentra en el castillo?
Shenda se puso de pie y llevó a la señora Davison al sofá.
—La conozco a usted desde que yo era una niña —dijo ella con voz suave—, y
como bien sabe, mamá siempre la quiso mucho y papá solía decir que todo
funcionaría bien en el castillo siempre y cuando usted estuviera aquí.
La señora Davison sonrió y Shenda continuó diciendo:
—Ahora le voy a pedir que crea en mí cuando le digo que existe una muy
poderosa razón por la cual yo debo atender a Lady Gratton. Por favor, no me haga
preguntas que no puedo responder.
—No entiendo nada y esa es la verdad —protestó la señora Davison.
—Lo sé —afirmó Shenda—, y estoy segura de que más adelante podré
explicarle ampliamente por qué su señoría me ha pedido que me ocupe de Lady
Gratton.
—Si me lo pregunta —expresó la señora Davison—, yo creo que eso es algo que
usted no debe hacer y no entiendo por qué su señoría ha sugerido algo tan
equivocado, aunque ella quiera que le ajusten algunos vestidos.
Shenda capto que aquella había sido la explicación dada por el conde y dijo:
—Creo que es muy importante que yo resulte útil, señora Davison . Así, su
señoría no pensará que soy demasiado joven para el puesto y no hará que Rufus
y yo salgamos del castillo.
—Bueno, quizá tenga algo de razón —admitió la señora Davison no muy
convencida.
Shenda le dio un beso en la mejilla.

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—Por favor, asegúrese de que nadie lo comente en el piso inferior —sugirió ella
—. Estoy segura de que su señoría se olvidará de mí en cuanto milady se marche.

Pero el conde no se había olvidado de Shenda y estuvo pensando en ella y


en lo que había descubierto mientras se vestía.
Poco después, bajó al salón donde sus invitados y algunos vecinos empezaban
a reunirse antes de la cena.
El pensó que así como en otros tiempos, había admirado y deseado a Lucille,
ahora sólo le provocaba repulsión.
Se preguntó cómo pudo haberla encontrado atractiva cuando sus manos
estaban manchadas con la sangre de los hombres que estaba dispuesta a vender
por un poco más que “treinta piezas de plata”.
Supo que le daría mucho gusto poder desenmascararla y que la llevaran a la
Torre de Londres para ser interrogada.
Sin embargo, comprendió que para obtener la información deseada por Lord
Barham tenía que representar el papel más difícil de toda su vida.
Una cosa era derrotar al enemigo al fragor de la batalla y otra muy diferente,
fingir un deseo que no sentía por una mujer a quien él consideraba ahora tan
peligrosa como una serpiente de cascabel.
No obstante, comprendía también que era muy importante que Lucille jamás
sospechara que su pasión se había enfriado porque sospechaba de ella.
De ser así, el hombre a quien él buscaba, el espía de Napoleón podía
desaparecer.
Los años transcurridos en la marina, sobre todo cuando era capitán de su
propio barco, le enseñaron al conde a tener un dominio total.
Al igual que nunca mostró tener miedo ante la adversidad, ahora, por el bien de
Inglaterra, Lucille no debía conocer cuáles eran sus verdaderos sentimientos
hacia ella.
En esos momentos, cuando ella lo miró con fuego en los ojos y le dijo palabras
que en el pasado hubieran encendido su pasión, él la odió intensamente.
Y después, al pretender ella acapararlo a la hora de la cena y más tarde verse
precisado a pagar sus deudas de juego, él seguía pensando en un par de ojos
grises.
Eran tan claros e inocentes como los de un niño y también se conmovió al
recordar aquella tersura y suavidad de los labios de Shenda cuando la besó.
Comprendía que nunca debió permitir que algo tan bello y perfecto entrara en
contacto con Lucille.

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Era, asimismo, consciente de que Shenda se asustaría ante la manera tan


voluptuosa como ellos hacían el amor.
No podía permitir que la muchacha sospechara la depravación que había en
aquella mujer sofisticada, quien se suponía era una dama.
Pero en la mañana, Shenda iba a ver la cama revuelta y las almohadas
desarregladas.
Por muy pura e inocente que fuera, iba a darse una idea de lo que había
ocurrido allí durante la noche.
Fue entonces cuando el conde decidió que tenía que proteger a Shenda lo más
posible.
Cuando estuvo a solas con Lucille en un rincón del salón, él le sugirió:
—Esta noche tú serás la que venga a mí.
—¿A tu habitación? —preguntó ella sorprendida.
—Te lo explicaré más tarde —respondió él—, pero haz lo que yo te pido.
En aquel momento, uno de los invitados que se retiraba los interrumpió y él ya
no le dijo nada más.
Cuando poco después Lucille entró en su habitación, luciendo un camisón
transparente y envuelta en el aroma de un perfume francés, el conde pensó que
por lo menos Shenda no vería las evidencias de las pasiones desenfrenadas de
Lady Gratton.

Mucho más tarde, cuando estaban recostados uno al lado del otro y
Lucille se sentía satisfecha por el momento, ella le preguntó:
—¿,No extrañas el mar, mi maravilloso Durwin?
—Sí, por supuesto —respondió el conde—, es difícil comenzar una nueva vida
cuando se es tan viejo como yo.
Lucille rió divertida.
—Yo no conozco a ningún hombre más joven que pueda ser más ardiente ni
más irresistible — aseguró—, pero aun cuando me haces el amor me pregunto si
no preferirías estar navegando sobre las olas en alguna misión secreta.
Hubo un breve silencio y entonces el conde bostezó.

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—Tengo mucho sueño —dijo él—, y en lo único que puedo pensar es en no


tener necesidad de levantarme a una hora muy temprana para cubrir una
guardia.
Lucille permaneció en silencio, pero él sabía que la mujer estaba buscando la
manera de abordar el tema una vez más.
Después de un momento, ella dijo:
—Dime qué piensas del Almirante Nelson. ¿En verdad es tan atractivo como
dicen?
Lucille esperó una respuesta pensando que quizá pudiera preguntar de manera
casual si él se encontraba con Lady Hamilton en aquellos momentos.
Entonces, para sorpresa suya, cuando se volvió hacia él se encontró con que el
conde estaba dormido.

Shenda encontró que era más fácil servirle de doncella a Lady Gratton de
lo que había imaginado. Cuando comenzó a ayudar a milady a vestirse para la
cena, ésta le preguntó:
—¿En dónde está la chica que me estaba atendiendo? Creo que se llama Rosie.
—Así es, milady, pero se encuentra un poco enferma esta noche y el ama de
llaves me pidió que tomara su lugar.
Shenda llevaba puesta la gorra que portaban todas las doncellas del castillo:
Lady Gratton exclamó con petulancia:
—Bueno, pues espero que usted sepa qué hacer. No me gusta explicar las
cosas dos veces.
—No, por supuesto que no, milady y yo soy la costurera del castillo; por lo
tanto, si hay algo que milady desee arreglar, yo se lo puedo hacer.
—El fondo que pienso llevar esta noche está muy largo, yo había pensado
sujetarlo con alfileres —dijo Lady Gratton—. Si trae hilo y aguja, me lo puede
coser ya puesto, pero no se olvide que tendrá que soltarlo otra vez cuando yo me
vaya a la cama.
—No, por supuesto que no, milady y mañana yo le moveré los botones para que
le quede bien.
—Es una buena idea —opinó Lady Gratton—. También tengo otro vestido que
necesita un pequeño ajuste.

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La mujer sacó un buen número de vestidos antes de bajar a cenar y Shenda se


los llevó a su habitación.
Como sabía que tendría que esperar hasta que Lady Gratton regresara para
poder descoserle el fondo, se llevó a su habitación uno de los libros que había
tomado de la biblioteca.
Cerca de la una de la mañana, Lady Gratton llegó para acostarse.
Era obvio que mostraba una gran prisa por desvestirse y cuando estuvo
envuelta en lo que a Shenda le pareció el camisón más provocativo que jamás
había visto, dijo:
—Eso es todo. Despiérteme mañana a las diez, no antes.
—Muy bien, milady —murmuró Shenda.
—Y no se olvide de la ropa que se llevó para arreglar —añadió Lady Gratton.
—Por supuesto que no, milady.
Shenda se apresuró hacia su habitación y entonces le pasó por la mente que
Lady Gratton no se había metido en la cama. Supuso que tendría una razón para
no haberlo hecho.
Entonces se desvistió y como estaba cansada se quedó dormida tan pronto
como su cabeza tocó la almohada.

Al día siguiente, Shenda ayudó a Lady Gratton a vestirse y le arregló los


cabellos tan bellamente que la mujer quedó encantada. Además ya le había
arreglado dos de los vestidos a su entera satisfacción.
Más tarde, cuando se ataviaba para la cena, Lady Gratton indicó:
—Mañana regresaré a Londres y pienso pedirle a su señoría que le permita a
usted acompañarme para que me atienda hasta que mi propia doncella se
recupere. Allá tengo muchos vestidos que me gustaría que me arregle y
modifique.
Shenda contuvo la respiración.
Quería decirle que aquello era imposible, pero de inmediato pensó que tenía
que pedirle permiso al conde antes de negarse.
Con voz insegura, Shenda dijo:

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—Si me dan permiso... de acompañarla, milady, me temo que tendré que llevar
conmigo a mi... perrito. El es muy bueno, pero siempre... está junto a mí y se
moriría de tristeza si lo dejo solo.
—¿Un perro? —exclamó Lady Gratton como si se trata ra de algún animal
extraño del cual ella nunca hubiera oído hablar—. Bueno, si me promete que no
molestará y que no entrará en la casa, supongo que tendré que soportarlo.
—Muchas gracias... milady.
Tan pronto como Lady Gratton bajó para comer, Shenda le escribió una nota
muy breve al conde en la cual le decía:

Es urgente que vea a su señoría. Shenda.

En seguida bajó a la alacena y se la entregó a Bates, pues pensó que sería un


error que alguno de los sirvientes la viera en lo que ellos llamaban “el frente de la
casa”.
La gorra de doncella, no importaba cómo se la pusiera, siempre parecía
acentuar la forma de su mentón, el tamaño de sus ojos y la simetría clásica de su
pequeña nariz.
Shenda sabía que Bates no le haría preguntas.
—Se lo entregaré a su señoría cuando nadie nos vea, señorita Shenda —
prometió él.
Shenda le sonrió y de inmediato corrió hacia la seguridad de su propia
habitación.
Tenía la sensación de que estaba caminando sobre una cuerda floja y que en
cualquier momento podía caer a un precipicio oscuro del cual no habría salida.
Ella debió suponer que el conde respondería a su nota de una manera original.
Bates subió a la habitación de Shenda llevando un libro acerca de la historia del
castillo.
—Su señoría dice que sin duda este es el libro que usted necesita, señorita y
que espera que en él encuentre los datos acerca de la aldea que está buscando.
—iGracias! —contestó Shenda—. Su señoría es muy amable al proporcionarme
algo tan interesante.
Una vez que Bates se marchó, ella abrió el libro y tal como se lo imaginara,
dentro encontró una nota que decía:

En el templo griego a las seis.

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Ella calculó que apenas iba a tener tiempo para entrevistarse con el conde
y poder regresar a tiempo para poder arreglar a Lady Gratton antes de la cena.
A las seis menos cuarto, Shenda salió del castillo acompañada por Rufus. Más
allá de la cascada estaba un templo griego que había sido traído a Inglaterra por
el octavo conde, a fines del siglo anterior.
Era un templo muy bello, con columnas jónicas al frente y una habitación en la
cual había una estatua de Afrodita, con una paloma sobre el hombro y otra en la
mano.
Cuando Shenda llegó, el conde ya la estaba esperando.
Al verla llegar, él pensó que la joven podría ser la misma Afrodita que surgía
una vez más del mar para deleite de la humanidad.
Cuando no estaba trabajando, Shenda se quitaba el uniforme y ahora tenía
puesto un vestido nuevo que se había confeccionado con la tela que la señora
Davison le regalara.
Lo había hecho siguiendo el estilo actual que llevaban todas las damas que
visitaban el castillo.
El sol, que ya se ponía en el horizonte, hacía resaltar el oro de sus cabellos y al
conde le pareció que Shenda se acercaba envuelta en un halo de luz.
El, a su vez, estaba tan apuesto y elegante parado junto a las columnas
blancas, que por un momento a ella se le olvidó hacer una reverencia y ambos
sólo se miraron a los ojos.
Entonces, haciendo un esfuerzo, el conde preguntó:
—¿Deseaba verme?
—Tenía que preguntarle a su señoría qué debo... hacer —respondió Shenda—,
ya que milady me ha pedido que me vaya con ella a Londres y la atienda hasta
que su propia doncella se recupere.
El conde frunció el ceño.
—Lucille no me ha dicho nada.
—Creo que... piensa hacerlo... esta noche.
El conde miró hacia el castillo.
Repudiaba la idea de que alguien tan joven e indefensa entrara en contacto con
esa mujer.
Y, sin embargo, ¿qué más podía hacer?, se preguntó él.

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—¿No ha averiguado nada más? —preguntó él después de un momento.


—Nada, milord.
El conde suspiró.
—Entonces me temo que una vez más debo pedirle que me ayude, Shenda.
—¿Quiere que... yo vaya a... Londres?
—Eso es algo que no deseo; sin embargo, es la única oportunidad que tenemos
de averiguar quién está detrás de toda esta conducta tan despreciable adoptada
por una dama inglesa.
—¿Cree milord que quien quiera que sea será tan indiscreto como para ir a la
casa de milady?
—No lo sé —repuso el conde—. Lo único que podemos hacer es rezar porque
por algún golpe de suerte usted y yo podamos encontrar alguna pista que nos
ayude a descubrir quién es el hombre que está espiando para Napoleón y sin
lugar a dudas bajo la guía de Fouché, el personaje más astuto y peligroso de
Francia.
Miró a Shenda y ésta preguntó:
—¿Se refiere milord al Ministro de Policía?
—¿Cómo sabe usted eso? —preguntó el conde.
—Mi padre me habló acerca de ese hombre —respondió Shenda—, y de la
manera como ha obligado a muchos de los inmigrantes a trabajar para él,
amenazándolos con matar a sus familiares que todavía radican en Francia.
El conde pareció sorprendido.
—Lo que le voy a pedir que haga —dijo—, es que acompañe a milady a Londres,
pero que permanezca allí lo menos posible. Si ella trata de retenerla, diga que la
necesitan en el castillo y que tiene que regresar tal como se acordó.
—Entiendo —contestó Shenda con voz temblorosa.
—Pero si piensa usted que está en peligro —advirtió el conde—, si cree que
alguien sospecha de su persona o encuentra que su posición es intolerable,
entonces recuerde que mi casa de Berkeley Square está muy cerca de la de Lady
Gratton.
A él le pareció ver un dejo de alivio en los muy expresivos ojos de Shenda y
agregó:
—Acuda a ella de inmediato y si yo no estoy, dígale a mi secretario, el señor
Masters, que me localice. Yo siempre lo mantendré informado de dónde me
encuentro.
—Comprendo —dijo Shenda—, pero me siento un tanto... temerosa.

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El conde se acercó un poco a ella.


—¿Está usted segura de que puede hacerlo? —preguntó él—. Si tiene mucho
miedo yo lo entenderé y puede continuar aquí en el castillo.
La joven lo miró y a él le gustó la manera como ella levantó un poco el mentón,
como para demostrar su propio orgullo.
—Si con esto puedo salvar la vida de un marino —declaró ella—, entonces
definitivamente es algo que debo hacer.
—Gracias —contestó el conde.
La estaba mirando y otra vez sus ojos se fijaron en los labios de Shenda, ésta
sintió que el color le subía al rostro.
—Yo... debo regresar —dijo ella—. Milady desea ser despertada a las seis
treinta.
Y, sin esperar una respuesta de parte del conde, se alejó corriendo.
Mientras la veía alejarse, él sintió un incómodo deseo de ir tras ella y tomarla
en sus brazos.
Era demasiado bella como para verse involucrada en tanto peligro y en la
degradación de los espías. Sobre todo, si se trataba de mujeres que utilizaban su
belleza y sus cuerpos para obtener la información requerida por Bonaparte.
No obstante, se dijo que Inglaterra estaba primero, no importaba cuál fuera el
costo y nadie sabía mejor que él que la expedición secreta tenía que llegar a su
destino.
Si Shenda no lo hubiera prevenido, quizá, sin querer, él hubiera dicho algo que
la pusiera en peligro.
Y sin embargo, parecía increíble que en la pequeña aldea de Arrowhead, dos
personas supieran de su existencia y, además, que Nelson se encontraba en
camino hacia Jamaica.
Decidió que lo primero que tenía que hacer al llegar a Londres al día siguiente
era informar de todo lo que sabía hasta ahora a Lord Barham.

Vestida con el uniforme de doncella, Shenda despertó a Lady Gratton


exactamente a las seis y media.
La dama se encontraba dormida cuando Shenda entró en la habitación y al
despertar, preguntó:

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—¿Ya es hora de levantarse? Estaba soñando.


—¿En qué soñaba milady? —preguntó Shenda.
—Que tenía suficiente dinero como para comprarme un abrigo precioso que vi
la semana pasada en la calle Bond.
—¿De veras es muy bello? —preguntó Shenda.
—Está confeccionado en armiño y forrado con una seda del color de mis ojos.
—Debe ser muy apropiado para milady.
—Si cuesta quinientas libras —comentó Lady Gratton—, entonces estoy
determinada a que será mío.
Shenda contuvo la respiración.
Se preguntó cómo era posible que una mujer sin escrúpulos estuviera dispuesta
a sacrificar la vida de muchos hombres para conseguir un abrigo para ponerse
sobre los hombros.
“¡Ella es... perversa!”, se dijo a sí misma y se preguntó cómo era posible que el
conde pudiera estar apasionado por alguien tan despreciable.
El era tan apuesto, tan valiente, tal y como debería ser un inglés y además
tenía un amplio conocimiento del corazón humano.
No obstante, su percepción había fallado al encontrarse con aquella mujer muy
bella, pero que por dentro era tan malvada como Joseph Fouché, el amo de todos
lo espías.
Quizá ella se interesara en el conde como hombre; sin embargo, estaba
dispuesta a acabar con aquellos que él había comandado.
Y todo para poder lucir un abrigo de armiño.
“¡La odio, la odio!”, se repetía Shenda una y otra vez mientras la ayudaba a
ponerse un vestido de gasa que obviamente debió de haber costado una suma
astronómica.
“¿Cuántos habrán muerto para que ella pueda tener esto?”, se preguntó.
Shenda terminó de peinar a Lady Gratton y le colocó un collar de brillantes
alrededor del cuello. Entonces, al verse en el espejo, la dama exclamó:
—¡Esta noche las demás damas querrán sacarme los ojos! ¿Cómo podrá fijarse
en ellas su señoría cuando puede mirarme a mí?
Lucille habló casi consigo misma.
Al escuchar aquellas palabras, Shenda sintió un dolor en el pecho. Aquella
mujer era una criminal, pero sin lugar a dudas, muy bella.

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Y de inmediato se imaginó al conde besando a Lady Gratton y recordó las


sensaciones bellísimas que sus labios podían despertar.
Fue en ese instante cuando ella se dio cuenta de que lo amaba.

A la mañana siguiente, todo el castillo se encontraba en medio de una


gran agitación ya que todos, incluyendo a su señoría, partirían para Londres
después de una comida temprana.
Una montaña de baúles esperaba ser subida a la carreta tirada por seis
caballos, en la que también viajarían las doncellas y los valets de los visitantes.
La señora Davison se las arregló para que Shenda no viajara con el resto de la
servidumbre, sino que lo iba a hacer junto con ella, en un cochecito especial.
El ama de llaves anunció que necesitaba ir a comprar ropa de cama para el
castillo y que prefería hacerlo ella personalmente ya que conocía los lugares
donde la anterior condesa solía hacerlo.
—Gracias —dijo Shenda—. Yo sé que hace esto por mí.
—Veo con mucho agrado el viaje —respondió la señora Davison—, y si su
señoría me pregunta algo al respecto, cuando le dé una explicación, estará de
acuerdo con que estoy haciendo lo adecuado.
Shenda pensó que quizá al conde se le hubiera ocurrido algo por el estilo,
aunque él la veía como una simple costurera.
Tardaron un poco más de dos horas en llegar a Londres.
Lady Gratton había partido más temprano, viajando junto con el conde en el
nuevo faetón de su señoría.
Shenda los vio partir con un agudo dolor en el pecho.
Lady Gratton aparecía muy bella con su sombrero alto, coronado con pequeñas
plumas de avestruz.
Cuando estuvo vestida y lista para partir, le dijo a Shenda:
—Disfruté mucho la visita al castillo y sé que esta será la primera de muchas.
No se olvide de traer los vestidos que necesito que me arregle.
—Así lo haré, milady —repuso Shenda.
—Hay mucho por hacer en Londres, pues como comprenderá debo estar muy,
bien para poder complacer a un caballero tan exigente como su señoría.

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Ella se miró ante el espejo y agregó:


—¡El es un hombre demasiado atractivo!
Shenda apretó los puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos.
“¿Qué ha dicho él? ¿Qué ha hecho para hacer que Lady Gratton hable... así?”,
se preguntó.
¿Sólo estaría representando muy bien su papel o estaría realmente
enamorado?
De inmediato, se avergonzó por dudar de la lealtad del conde hacia Inglaterra.
Sin embargo, cuando los vio alejarse pensó que ninguna otra pareja podría
estar tan bien acoplada en lo que a apariencia se refiere.
Perry los seguía en otro faetón y el resto de los caballeros se habían
acomodado en varios carruajes, algunos propios y otros pertenecientes al castillo.
Mientras se alejaba, su señoría no estaba pensando en sus invitados ni en
Lucille, sentada junto a él.
Estaba pensando en lo que le iba a comunicar a Lord Barham y cómo la noche
anterior él había sentido sospechas del joven baronet que trabajaba en el
Almirantazgo.
Como éste era un amigo de Perry, al conde no le había llamado mucho la
atención que fuera empleado en el Almirantazgo hasta que recordó el comentario
hecho por Lord Barham al decirle que aunque pareciera increíble, la información
se estaba fugando de su propia oficina.
El conde buscó la oportunidad para conversar con Sir David Jackson a solas.
—¿Qué tal está trabajando con Lord Barham? —preguntó él—. Yo siempre lo he
admirado mucho.
—Casi no lo he visto desde que tomó posesión del cargo —respondió Sir David.
—¿Entonces usted no trabaja directamente con él? —preguntó el conde.
—No. Trabajo con el Segundo Secretario —respondió Sir David—, quien, aunque
parezca extraño, ¡es francés! Aquello llamó mucho la atención del conde aunque
procuró no demostrarlo.
—¿Un francés? —repitió él, con indiferencia.
—Sí, mas no tiene para qué preocuparse por él —intervino David—. El Conde
Jacques de Beauvais es el hijo de un inmigrante que fue uno de los embajadores
más importantes y aristocráticos de Luis XV.
—¿Es verdad? —exclamó el conde.
—Llegó a Inglaterra —explicó Sir David—, al comienzo de la revolución y se
educó en Eton.

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El conde sonrió.
—Si es así, parece que es de confiar.
—Odia profundamente a Napoleón ya que su abuela fue guillotinada y el castillo
de la familia saqueado y después incendiado.
—Entonces realmente no tiene por qué querer a los franceses —indicó el conde.
—No —respondió Sir David—. El brinda por la caída de Napoleón en cada
comida y nos invita una copa a todos cuando llegan noticias de que algún barco
francés fue hundido.
Y miró al conde con admiración cuando dijo:
—Celebramos con una alegre fiesta en la oficina cuando recibimos noticias de
que milord había hundido dos de los barcos más importantes de Francia en Tolón.
—Tuve mucha suerte —expresó el conde—. El viento cambió en el momento
preciso. De no haber sido así, quizá no estuviera yo con vida.
—Yo sólo deseo regresar a mi regimiento —comentó Sir David—. Mi pierna ya
está mucho mejor, pero los médicos no me dejarán partir por lo menos hasta
dentro de otros seis meses.
—No obstante, estoy seguro de que, mientras tanto, usted está llevando a cabo
un buen trabajo —comentó el conde y pensó que le gustaría poder conocer un
poco más acerca del Conde Jacques de Beauvais.
Quizá él fuera tan enemigo de Napoleón como decía Sir David. Sin embargo,
nadie podía estar seguro y después de descubrir la traición de Lucille ya no podía
confiar en nadie.
Entonces se dijo que no debía obsesionarse con la búsqueda de espías hasta el
punto de ya no poder pensar con claridad.
Y siguió conduciendo sus caballos a un buen paso.
A pesar de que Lucille Gratton charlaba sin cesar y se había sentado más cerca
de él de lo necesario, el conde estaba pensando en Shenda.
Se preguntaba si había cometido un lamentable error al permitirle ir a Londres.

Capítulo 6

EL carruaje dejó a la señora Davison a las puertas de Arrow House en


Berkeley Square.

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Shenda pensó que la casa era muy impresionante ya que tenía un farol sobre
bases de bronce.
Hubiera querido ver el interior, pero una vez que bajó, la señora Davison le dijo
al cochero que la llevara a la casa de los Gratton.
Shenda descubrió que ésta se encontraba en un calle que daba a Berkeley
Square y era una residencia pequeña, construida entre dos mucho más grandes.
Estaba amueblada de manera atractiva y en el piso bajo había un comedor
amplio y una pequeña salita de estar.
En la primera planta había un amplio salón y encima se encontraba el
dormitorio de Lady Gratton que daba a la parte posterior de la casa y por eso era
muy tranquilo.
Shenda supuso que ella tendría que dormir en el ático. Resultó un alivio ver que
había tres habitaciones ocupadas por dos sirvientas y la doncella que todavía se
mantenía en cama con una pierna fracturada.
Le informaron que, por el momento, debería ocupar un pequeño dormitorio que
estaba frente al de milady. Este se comunicaba con un vestidor que era utilizado
por Sir Henry cuando estaba en casa.
La habitación de Shenda era bastante pequeña y una de las paredes se
encontraba completamente cubierta por un enorme ropero que contenía la ropa
de Lady Gratton.
Cuando Shenda entró, la cama, situada en una esquina, estaba cubierta, por
una docena de sombreros.
Una de las sirvientas la ayudó a meterlos en cajas que colocaron sobre el
ropero, pero aun así casi no quedaba espacio para que ella pudiera moverse.
Pero al menos tendría una habitación para ella sola.
Lady Gratton llegó cuando la joven ya se encontraba abriendo el equipaje y
colgando los vestidos en el ropero.
Estaba muy bella, pero cuando se acercó Shenda, ésta fue presa de cierta
repulsión.
—Tan pronto corno termine de desempacar —ordenó con voz autoritaria—, le
mostraré los vestidos que deseo arreglar y los quiero listos lo más pronto posible.
Shenda sintió deseos de decirle que le iba a ser muy difícil trabajar en un lugar
tan reducido; sin embargo, comprendió que estar tan cerca del dormitorio de
milady le iba a ser muy útil si deseaba investigar algo.
Por lo tanto, terminó de sacar las cosas del baúl, que fue retirado por un lacayo,
y se fue a su habitación para esperar las órdenes de Lady Gratton.

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Al darse cuenta del cúmulo de ropa que milady deseaba modificar, decidió
informar a las sirvientas que ella iba a cenar en su habitación.
Comprendió que les iba a molestar subirle una bandeja, mas también pudo
observar que no se trataba de sirvientes de categoría como los del castillo y que
no sentían ningún afecto por su ama.
Tal como lo esperaba, la cena que le llevaron estaba fría y nada apetecible.
De inmediato se dijo que tendría que hacer algunos sacrificios si quería ayudar
al conde.
—¡Tengo que ayudarlo! —dijo para sí.
Cuando Lady Gratton subió para irse a la cama, Shenda se esforzó por
mostrarse agradable mientras la ayudaba a desvestirse.
Lady Gratton había cenado con dos caballeros mayores que resultaron ser unos
parientes que acababan de regresar a Londres.
A Shenda no le parecieron de ninguna importancia. Cuando Lady Gratton subió
para acostarse ella ya estaba muy cansada. Había sido un día muy largo.
Además, como se hallaba nerviosa por lo que estaba haciendo, sintió como si
las paredes de la casa se le vinieran encima simulando las barras de una prisión
de la cual le sería difícil escapar.
Luego pensó que estaba exagerando y se sintió mejor cuando sostuvo a Rufus
en sus brazos y al segundo el animalito la hizo sentir cuánto la quería.
Ella lo había sacado a pasear por la calle mientras Lady Gratton cenaba.
Tuvo el impulso de entrar en Berkeley Square para ver Arrow House una vez
más. Pero entonces pensó que si por casualidad el conde la veía, iba a pensar que
ella lo estaba vigilando o que estaba descuidando sus deberes.
Ahora acarició a Rufus y le dijo en voz baja:
—Espero que no estemos aquí por mucho tiempo. Yo sé que tú quieres regresar
al castillo y yo también.
Recordó lo guapo que estaba el conde el día anterior cuando la esperaba en el
templo griego.
Se le figuró como un dios, quizá Apolo, dándole la luz a todos los que la
deseaban.
De pronto recordó cómo él la había besado y supo que jamás volvería a
suceder.
—Si soy sensata debería de alejarme del castillo y de la aldea e ir a otra parte
—se dijo.

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Sin embargo, era consciente de que al único lugar adonde podía ir sería a la
casa de su tío; por lo tanto, permanecería en el puesto de costurera hasta que le
resultara completamente intolerable.
Cuando terminó de desvestir a Lady Gratton, pensó en meterse en la cama.
Milady llevaba uno de sus camisones transparentes, pero para sorpresa de
Shenda, le dijo:
—Tráigame mi negligé más grueso. Está colgado en el ropero y está hecho de
raso azul adornado con encaje.
Shenda lo trajo y cuando Lady Gratton se lo puso ella pudo ver que se trataba
de una prenda bellísima. Era tan atractiva que la joven se preguntó por qué
querría ponérsela ahora que nadie la veía.
Lady Gratton le interrumpió sus pensamientos al decirle:
—Ya puede irse a la cama. No la voy a necesitar más esta noche. Despiérteme
a las diez de la mañana, como de costumbre, y espero que mañana comience a
trabajar en los vestidos que le he señalado. Así me los podré probar más tarde.
—Eso haré, milady —respondió Shenda.
En seguida miró a su alrededor para asegurarse de que la habitación se viera
arreglada y después salió y cerró la puerta.
Rufus la estaba esperando en su pequeño dormitorio y al verla saltó de alegría.
Ella lo subió a la cama mientras se desvestía y se puso un bonito camisón que
su madre le había confeccionado.
Encima se colocó una bata de lana fina que no tenía adornos, excepto por unos
botones de perla y encaje alrededor del cuello.
Apenas se había sentado al borde de la cama y acomodado la vela para ver
mejor, cuando escuchó que la puerta de la habitación de Lady Gratton se abría.
Se preguntó si milady vendría a pedirle algo, pero escuchó que ella pasaba por
enfrente de su puerta y seguía de largo bajando por la escalera.
—¿A dónde irá? —se preguntó Shenda.
Le pareció extraño que Lady Gratton, quien nunca hacía nada por sí sola, no la
hubiera llamado.
Entonces se dijo que debería sentirse feliz de estar libre por el momento y no
tener que recibir órdenes de una mujer a la cual odiaba.
Sabía que sus padres se hubieran horrorizado ante la idea de que ella se viera,
relacionada con alguien tan despreciable. Y también por representar el papel de
una sirvienta y haber venido a Londres para hacerlo.

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Sin embargo, pensó también que su padre comprendería que lo hacía por
ayudar a derrotar a Napoleón, quien por el momento tenía a casi toda Europa bajo
su bota.
—iPor favor... Dios mío... haz que ganemos! —rezó Shenda.
Mientras lo hacía, escuchó el ruido de un carruaje que se detenía frente a la
casa. Le pareció muy extraño por lo avanzado de la hora, así que fue hasta la
ventana y con mucho cuidado apartó un poco la cortina.
Debajo pudo ver el techo de un carruaje con un cochero en el pescante y un
lacayo que abría la puerta. Después, vio a un hombre que bajaba y pensó que
quizá se tratara de Sir Henry Gratton que regresaba de improviso.
Entonces recordó que Lady Gratton acababa de bajar, en cuyo caso debía de
estar esperando al recién llegado.
Shenda se apartó de la ventana y apagó la vela.
Se puso sus zapatillas que hacían juego con la bata y con cuidado hizo girar la
manija de la cerradura.
El corazón le latía fuertemente porque tenía mucho miedo.
Cuando se asomó, vio que la puerta de la habitación de Lady Gratton estaba
abierta, lo que significaba que ella aún no había regresado.
Sin hacer el menor ruido Shenda se acercó a la escalera y se mantuvo contra la
pared para no ser vista.
Fue entonces cuando escuchó que llamaban por la puerta principal, tan
débilmente que no podía ser escuchado por el sirviente que dormía en el sótano.
En ese momento se percató de que Lady Gratton salía del salón y bajaba al piso
inferior.
Escuchó el sonido de una llave y después sintió unos pasos y la puerta que se
cerraba de nuevo.
Lady Gratton habló en voz muy baja:
—Creí que te habías olvidado de mí.
—Debes perdonarme ma chérie —respondió un hombre—. Hubo una crisis
inesperada en el Almirantazgo y no me fue posible salir hasta ahora.
—Pero ya estás aquí y eso es lo que importa —dijo Lady Gratton—. Sube al
salón.
Shenda escuchó cómo subían por la escalera y entraban en el salón
Cuando cerraron la puerta, decidió que tenía que escuchar lo que hablaban.

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El hombre hablaba con corrección el inglés, pero ella había notado un leve
acento francés y estuvo segura de que aquel era el hombre a quien el conde
estaba tratando de identificar.
Moviéndose con mucho cuidado, Shenda llegó hasta la puerta del salón y allí
permaneció en silencio.
Las puertas no eran muy gruesas y pudo escuchar que Lady Gratton reía antes
de decir:
—Sí, resultó una fiesta muy agradable y como ya te lo dije, el conde está
completamente loco por mí.
—En ese caso procura que siga así —expresó el hombre con una voz muy
grave.
—Sírvete una copa de champaña —invitó Lady Gratton—, y seguiremos
hablando.
—Pero primero déjame decirte lo bien y lo muy deseable que estás. ¡Te extrañé
mucho, ma petite!
Por un momento hubo silencio y Shenda no tenía la menor idea de que el
visitante estaba besando a Lady Gratton y abrazándola.
Entonces él dijo y su voz pareció más grave aún:
—Necesito un trago. ¡Dios mío, dicen que los franceses hablan mucho, pero
también lo hacen los almirantes y los políticos y es muy difícil hacerlos callar!
Lady Gratton rió.
Shenda se dio cuenta de que el visitante debió de haber atravesado el salón
hasta donde se encontraba una mesa con bebidas. Se escuchó el ruido de copas y
los pasos de él cuando regresó hasta donde se encontraba Lady Gratton.
—¡Un brindis, mi querida, por tus bellos ojos, tus labios irresistibles y tu sensual
y muy deseable cuerpo!
Lady Gratton volvió a reír.
—Eres muy poético como de costumbre, Jacques.
—¿Cómo podía ser de otra forma contigo? —respondió él.
Por fin, Shenda sintió que estaban bebiendo la champaña. Ahora, con una voz
que pareció de impaciencia el hombre al que Lady Gratton había llamado Jacques
preguntó:
—¿Qué noticias me tienes? Habla en francés. ¡Es más seguro!
Lady Gratton rió una vez más.
—Aquí estás a salvo. Además, siempre te burlas de mi acento.

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—Sólo porque me encanta tu francés quebrado, tanto como me gusta todo lo


demás de ti —respondió él—. ¿Ahora, qué noticias me tienes?
Hubo una pausa antes que Lady Gratton expresara en pésimo francés y con un
marcado acento:
—El conde no está seguro, pero deduzco que él piensa que la expedición
secreta se dirige a las Antillas Menores.
Jacques lanzó una exclamación de alegría.
—¡Eso es exactamente lo que piensa Bonaparte y él se va a sentir encantado al
saber que, como siempre, sus suposiciones son correctas!
Jacques respiró profundo antes de continuar:
—Hace dos días uno de mis amigos me informó que Napoleón estaba
planeando asustar a los ingleses para obligarlos a dispersar su precaria fuerza
militar. ¡Ahora sabrá que lo ha logrado!
A Shenda le pareció que Jacques hablaba más consigo mismo que con la mujer
que lo acompañaba.
En ese momento, Lady Gratton susurró con voz suave:
—Me alegra que estés satisfecho, Jacques.
—¡Estoy encantado! —respondió él.
—¿Y... yo voy a recibir mi... recompensa?
La avaricia se puso de manifiesto en su voz.
—Por supuesto —respondió Jacques—, y como sé que nunca me has fallado, he
traído lo que te prometí conmigo.
—¿Quinientas libras? —preguntó ella muy emocionada.
—Aquí están.
Hubo una ligera pausa y después un leve ruido, como si Jacques sacara algo de
su bolsillo.
—¡Qué maravilloso! —exclamó Lady Gratton—. ¡Es justo lo que necesitaba para
comprarme algo muy especial! Gracias, eres un buen amigo.
Ella hablaba en inglés, pero Jacques usó el francés cuando preguntó:
—¿Y qué me dices de Nelson?
Una vez más hubo una pausa antes que Lady Gratton respondiera:
—Lo siento, pero no pude sacarle nada en concreto a su señoría respecto al
Almirante. Francamente creo que no lo sabe.
—¿No supones que él pueda sospechar por qué le haces esas preguntas?

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Ahora la voz del francés sonó amenazante.


—¡No, no, por supuesto que no! —objetó Lady Gratton de inmediato—. ¿Por qué
habría de sospechar cuando yo le pregunto acerca de nuestro marino más
famoso?
—Supongo que todos hablan acerca de él —dijo Jacques como reflexionando.
—Por supuesto que lo hacen, pero en lo personal, todos los héroes me parecen
aburridos, sobre todo cuando se ausentan por tanto tiempo que ni siquiera me
puedo acordar de cómo son.
Jacques rió.
—Sin embargo, debes intentarlo de nuevo —sugirió él—. Es muy importante
que los franceses sepan dónde se encuentra ese hombre. Ya nos ha causado
bastantes problemas, al parecer, siempre donde menos se le espera.
—Trataré de averiguarlo, y te aseguro que siempre trato de hacer lo que tú
quieres.
—Para fines de semana tendré otras preguntas de importancia y cualquier
información que obtengas te será recompensada con generosidad.
—Lo sé —dijo Lady Gratton.
De pronto, Shenda sintió un leve sonido junto a ella.
Rufus la había seguido y el ruido que hizo era como un estornudo.
Antes que pudiera moverse o darse cuenta de lo que estaba ocurriendo la
puerta del salón se abrió y un hombre se le enfrentó.
—¿Quién es usted y qué está haciendo aquí? —preguntó él y en la oscuridad su
voz resonó aterradora.
Por un momento, la mente de Shenda se quedó en blanco. Si él sospechaba
que ella lo estaba espiando quizá la agrediera físicamente.
Era como si su corazón se hubiera detenido y le fuera imposible respirar.
Inesperadamente, como si su padre la hubiera ayudado, ella supo qué
responder.
—Yo... lo siento mucho si... los he molestado, señor —dijo ella con una vocecita
infantil y entrecortada— pero mí... perrito quiso salir y yo lo llevaba a... la calle.
Por un momento, pareció como si el francés no le creyera. Entonces, cuando vio
a Rufus junto a Shenda, dio un paso y en ese momento Lady Gratton dijo:
—Está bien. Es sólo mi doncella.
Como apenas había bajado algunos escalones, Jacques entró una vez más en el
salón y expresó en francés:

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—¡Tenemos que eliminarla!


Shenda llegó junto a la puerta y fue allí donde se dio cuenta de lo que aquel
hombre acababa de decir: “¡Tenemos que eliminarla!”
Por un momento, Shenda no pudo moverse. En seguida, cuando abrió la puerta,
Rufus salió y ella lo siguió.
Los sirvientes que estaban sobre el pescante del coche la miraron sorprendidos
cuando la vieron pasar.
Caminó despacio, tratando de no ceder ante el pánico que la embargaba.
“¡Tenemos que eliminarla!”
Aquello era lo que se podía esperar de uno de los espías de Napoleón, pensó
ella.
Le pareció que había tardado una hora el llegar a Berkeley Square, pero por fin
llegó hasta allí.
Y cuando ya no podían verla los sirvientes del carruaje, ella comenzó a correr
más rápido de lo que jamás lo había hecho en su vida.
Se dirigió hacia donde se encontraba la casa del conde y cuando llegó hasta allí
vio que el farol aún permanecía encendido sobre la puerta principal.
De pronto pensó que podían haberla seguido y que los lacayos sabrían hacia
dónde había ido, pero miró hacia atrás y a la luz de la luna pudo ver que no había
nadie.
Ansiosa subió por la escalera y llamó a la puerta, tratando de no hacer mucho
ruido para que el sonido no llegara muy lejos en el silencio de la noche. Shenda
tenía miedo que pudiera ser escuchado por el cochero o por el hombre que
estaba con Lady Gratton.
Le pareció que transcurrió un siglo antes que abrieran la puerta.
El lacayo de guardia miró hacia afuera con los ojos todavía medio cerrados por
el sueño.
Shenda lo miró y vio que se trataba de un muchacho del castillo que ella
conocía desde hacía años.
—¿Está... su señoría... en... casa, James? —preguntó ella casi sin aliento.
Mientras hablaba se adelantó y entró hasta quedar junto a él.
—¡Es usted, señorita Shenda! —exclamó él sorprendido—. Su señoría está
adentro —y con un dedo señaló una puerta al otro extremo del vestíbulo
—Voy a decirle que está usted aquí —dijo el muchacho.
Pero Shenda no esperó. Corrió a través del vestíbulo, abrió la puerta de lo que
era el estudio del conde y entró.

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Su señoría estaba parado junto a una ventana que daba a un patio interior y al
escucharla se volvió sorprendido.
Shenda estaba aterrorizada y en lo único que podía pensar era en que él la
salvara, corrió a través de la habitación y se lanzó sobre el conde.
—¡Encontré... encontré al espía —dijo ella—, y él va a matarme!
Las palabras fueron casi incoherentes, pero lo único que importaba era que el
conde estaba allí y que la iba a salvar.
Shenda escondió el rostro en el hombro del joven. Este la envolvió con sus
brazos y sintió cómo todo su cuerpo temblaba.
—Tranquilícese —dijo él—. El no le va a hacer daño.
—El... espía dijo: “tenemos que eliminarla” —murmuró Shenda.
Casi no pudo pronunciar las palabras, pero sabía que tenía que hacerle ver al
conde el peligro en el cual se encontraba.
—Y pudiera... matar también a su señoría —murmuró ella.
En ese momento ya no pudo contenerse y comenzó a llorar.
El conde la apretó un poco más entre sus brazos y al hacerlo supo que lo que
sentía por Shenda era algo que nunca había sentido antes por otra mujer.
Ansiaba protegerla y cuidarla para toda la vida.
Pero sobre todo., quería evitar que ella entrara en contacto con algo tan
desagradable como la perfidia de Lucille, la crueldad de los esbirros de Napoleón
y el mundo social de Londres donde la pureza y la inocencia no tenían cabida.
Y mientras Shenda continuaba llorando sobre su hombro, él comprendió que
estaba completamente enamorado.

Lucille Gratton se sirvió otra copa de champaña. Al hacerlo, se dio cuenta


de que su visitante estaba parado junto a la puerta con el ceño fruncido.
—Deja de preocuparte, Jacques —aconsejó ella—. Yo traje a la chica del campo
porque es una costurera. Es joven y tonta y estoy segura de que es inofensiva.
—Tú me dijiste que nadie podía escucharnos —le reprochó el hombre.
—¿Cómo iba yo a saber que esa tonta iba a Sacar a su perro a pasear a esta
hora de la noche?

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— ¡Ella es peligrosa! —afirmó Jacques—. Mañana te enviaré unas tabletas y


debes ponerlas en su comida o en lo que beba.
—¿En realidad quieres matarla?
—Eliminarla es un mejor término.
—¡Por favor, Jacques —protestó Lady Gratton—, yo no puedo tener la casa llena
de cadáveres! Si alguien se entera de inmediato hablarán. Además, ella
pertenece al castillo.
—¡Hasta las personas que vienen del castillo pueden morir! —respondió él con
sarcasmo—. Además, eso te servirá como pretexto para que le digas al conde lo
mucho que sientes que una de sus sirvientas haya muerto.
—¡Vamos! —exclamó Lady Gratton con petulancia—. ¿Cómo voy a
preocuparme por la servidumbre cuando estás tú conmigo?
Hizo a un lado su copa de champaña y le puso los brazos alrededor del cuello.
—Mi querido Jacques —dijo ella—, cuando más me gustas es cuando me haces
el amor.
Por un momento, él se resistió y no respondió; poco después preguntó:
—¿Es eso lo que quieres?
—¿Cómo no lo voy a querer tratándose de ti?
Ella le ofreció, los labios y cuando él la besó, la mujer se dio cuenta de que lo
excitaba.
—Vamos arriba —sugirió con voz melosa—. Esa pobre tonta ya debe haber
regresado.
Jacques llenó una vez más su copa con champaña y Lady Gratton abrió la
puerta. Miró hacia abajo y vio que la puerta principal aún permanecía abierta.
—No ha regresado —dijo ella en voz muy baja—; y eso hace que todo sea aún
más fácil. Sube y cierra la puerta.
Jacques obedeció.
Sin embargo, se detuvo un momento para mirar hacia la puerta principal que
estaba abierta debajo de él.
—¡Jacques!
Su nombre fue pronunciado con una pasión y un deseo que le resultaron
irresistibles.
Subió por la escalera y entró en la habitación de ella.

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El conde llevó a Shenda a un sofá junto a la chimenea y le entregó una


copa.
Ella sacudió la cabeza cuando él se la ofreció.
—Beba un poco. Le hará bien.
Aunque él había diluido el brandy, ella sintió cómo le calentaba la garganta y se
estremeció. Pero a la vez, la sensación de debilidad desapareció.
La joven trató de secarse las lágrimas con el dorso de la mano y él le dio su
pañuelo.
Aquello la hizo recordar cómo él había vendado la pata de Rufus en el bosque.
Entonces se volvió para ver si Rufus estaba con ella. Este se encontraba echado
a sus pies e hizo una exclamación de alivio.
—¡Rufus... me... salvó! —le dijo ella al conde.
Le puso un brazo sobre los hombros.
—Ahora cuénteme todo lo que ocurrió desde el principio.
Ella terminó de secarse las lágrimas y dijo:
—Lo... lo siento.
—No hay nada que sentir —respondió él—. Usted ha sido muy valiente, pero
ahora debemos ser sensatos y decidir qué es lo qué debemos hacer. Ahora
dígame qué fue lo que escuchó.
Un poco temblorosa, pero muy consciente de que el brazo del conde estaba
sobre su hombro, Shenda le dijo exactamente todo cuanto había ocurrido desde
su llegada a la casa de Lady Gratton.
Cuando llegó a la parte donde ésta le había dicho a Jacques lo que sabía acerca
de la expedición secreta, Shenda se detuvo.
Sus ojos se llenaron de ansiedad y no pudo continuar.
—Dígame qué fue lo que esa traidora dijo —le pidió el conde.
—Ella mencionó que... usted comentó que... la expedición secreta... había
partido hacia el... este y a las... Antillas Menores.
Mientras hablaba, había vuelto el rostro hacia otro lado, pero ahora lo miró
directamente y preguntó:
—¿Usted... los traicionó?
—¿De veras supone que yo lo haría? —preguntó él.

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—No... pero eso fue lo que... dijo... y cómo podría saberlo.


—¡Lo que ella afirma es una mentira! —aseguró él con tranquilidad.
—¿Está seguro, milord?
—Completamente, y ahora puedo decirle qué es exactamente lo que el
Almirantazgo quería que Napoleón supiera, Shenda aspiró profundo.
—¿Supone que yo podía haber sido tan insensato como para decir algo que
pusiera en peligro a nuestras tripulaciones, sobre todo después de que usted me
había puesto en antecedentes?
Aquello sonó como un reproche y Shenda escondió el rostro en el hombro de él.
—Perdóneme —musitó ella—. Sé que milord nunca haría nada así de manera
voluntaria, pero... pensé que quizá esa mujer... hubiera utilizado alguna droga
para... hacerlo hablar...
—Nada de eso sucedió —aclaró el conde—, y ahora, cuénteme el resto.
Shenda se sentía tan aliviada que le narró el resto de lo sucedido con fluidez.
Sólo vaciló un momento cuando mencionó la frase en francés que equivalía a
su sentencia de muerte. Entonces, con voz muy débil exclamó:
—Yo... yo no quiero... morir.
—Eso es algo que no ocurrirá —afirmó el conde—. Por lo menos no por muchos,
muchos años.
—¿Su señoría me... protegerá?
—¿Lo duda cuando ha sido usted tan valiente y maravillosa?
—¿Sabe milord quién es. . el espía?
—Lo sé y será él y no tú, mi amor, el que va a morir.
—¿Cómo dice su señoría? —preguntó ella con voz tan débil que él casi no pudo
escucharla.
—Te llamé mi amor —respondió el conde—, y eso es algo que ya has sido para
mí desde hace algún tiempo, aunque yo no lo quería aceptar. Te amo, Shenda y
quiero saber qué es lo que tú sientes por mí.
Ella levantó el rostro y los labios masculinos aprisionaron los de ella.
La besó por segunda vez, mas ahora lo hizo de una manera muy diferente.
Sus besos se volvieron exigentes y posesivos, como si la deseara pero tuviera
miedo de perderla.
Shenda, en los ojos de su imaginación, pudo ver que el cielo le abría sus
puertas y las estrellas se infiltraban en su corazón.

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Los labios de él despertaron en los suyos la misma sensación que habían


provocado aquella vez en el bosque, pero como ahora la amaba, la sensación fue
mucho más intensa y maravillosa.
Con sus besos, Shenda le entregó no sólo su corazón sino también su alma.
Cuando por fin él levantó la cabeza de la muchacha, le dijo ella con una
emoción que el conde nunca había escuchado antes en una mujer:
—¡Yo te... amo... con todo mi ser! ¿Pero... cómo puedes amarme tú... a mí?
—Eso es muy fácil —respondió el conde—, y te prometo, vida mía, que nada así
volverá a sucederte. Jamás volveré a involucrarte en algo tan peligroso.
—Sin embargo, yo... quería... ayudarte.
—Lo sé y actuaste muy bien, mas ahora debes entender que yo necesito
proceder con rapidez para que ese esbirro de Napoleón no se escape.
Shenda pensó por un momento.
Y, como si se obligara a sí misma a reflexionar en lo que había sucedido, dijo:
—Cuando salí de la... casa no cerré la puerta. Ellos se darán cuenta... de que no
he regresado.
Por un momento, los brazos del conde la apretaron más, como si la estuviera
protegiendo.
De pronto, él se puso de pie y ella comprendió por su actitud que se trataba de
un hombre que se disponía a entrar en acción.
—Voy a llevarte al piso superior —dijo él—, para que te acuestes. Aquí estarás a
salvo, pues le voy a decir a mi valet que te proteja.
—Me vas a dejar sola? —preguntó Shenda en voz baja.
—Voy a buscar a Lord Barham para decirle que tú le has resuelto el problema.
El se hará cargo y...
Hizo una pausa.
—¡Mientras tanto ese demonio pudiera escapar!
—¿Qué... vas a hacer? —preguntó ella con ansiedad. El conde no respondió.
Salió al vestíbulo donde el lacayo estaba sentado en su silla. Cuando el conde
apareció, se incorporó de inmediato.
—Despierte a todos los hombres de la casa —le ordenó el conde—. Dígales que
se vistan de inmediato. ¡Pronto, no hay tiempo que perder!
Era una orden que venía de un hombre que estaba acostumbrado a hacerlo.
James salió corriendo.

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Mientras él hablaba, Shenda había venido a pararse junto a él.


El conde la tomó de la mano y ambos subieron por la escalera hasta lo que ella
pensó que era el dormitorio principal. Este era una habitación impresionante, más
no tanto como la que ocupaba el conde en el castillo.
Allí se encontraba un hombre delgado que Shenda hubiera identificado en
cualquier parte como un marino.
Este se puso de pie cuando el conde apareció.
—Hawkins —dijo el conde—, la señorita Shenda se encuentra en peligro. Que
duerma en mi cama hasta que yo regrese. Saque su pistola y dispárele a
cualquiera que pretenda entrar en la habitación para molestarla. ¿Me entiende?
—Sí, milord —respondió Hawkins.
El conde se volvió hacia Shenda.
—Te prometo que estarás a salvo.
—¿Y tú... te cuidarás mucho verdad?
De pronto, Shenda sintió mucho miedo por él.
El conde le sonrió y antes que ella pudiera decir algo, salió apresuradamente.
Shenda estaba segura de que para entonces todos los hombres de la casa ya
estarían listos y esperándolo y de pronto sintió el súbito impulso de correr tras él,
pues quedó desolada; sin embargo, permaneció inmóvil en aquella habitación.
—Ahora métase en la cama, señorita. Por favor —suplicó Hawkins—, y no se
preocupe. Su señoría sabe cómo cuidarse.
—¿Y si el francés le da... un tiro? —preguntó ella con una vocecita casi
inaudible.
Hawkins sonrió.
—Puede apostar a que su señoría le dispara primero. Vamos, señorita, órdenes
son órdenes y su señoría espera que se le obedezca.
Shenda sonrió como si no pudiera evitarlo. Ni siquiera se sintió avergonzada
cuando Hawkins retiró las sábanas y la ayudó a meterse en la cama.
El actuaba tal como solía hacerlo su nana.
—No se preocupe. Yo estaré sentado afuera con la pistola en la mano y si
alguien viene por aquí, se va a llevar un pedazo de plomo en el corazón. Soy un
buen tirador, aunque parezca vanidoso.
Shenda trató de sonreír.
—Gracias. Estoy segura de que voy a estar a salvo.
Hawkins apagó las velas y se dirigió hacia la puerta.

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—Buenas noches, señorita y que Dios nos dé un buen viento mañana.


Ella supuso que aquello era algo que él acostumbraba decirle al conde cuando
estaban en la marina.
Y cuando segundos después cerró los ojos, pensó que los brazos de él la
rodeaban y una vez más sus labios acariciaban los suyos.
—¡Lo amo... lo amo! —murmuró. enamorada.
Entonces pensó que si él también la amaba, todos sus sueños se habrían
convertido en una bella realidad.
No obstante, tenía miedo de que todo fuera un sueño y se desvaneciera.

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Capítulo 7

EL conde regresó triunfante a Berkeley Square con su pequeño ejército.


Había amanecido y las calles ya comenzaban a llenarse de gente que iba a
trabajar.
El conde conducía su propio carruaje cerrado. Cuando se detuvo, la puerta se
abrió y los hombres del servicio se bajaron.
Habían estado despiertos toda la noche pero sus mejillas estaban llenas de
color y los ojos les brillaban.
Cuando entró en la casa, pensó que aquella noche la recordarían todos para
siempre.
Cuando dejó a Shenda en manos de su valet, bajó al vestíbulo. Los sirvientes lo
habían mirado con aprensión.
Con voz clara y calmada les explicó lo que deseaba de ellos. Sabía que, al igual
que a bordo de sus barcos, todos sus hombres estarían dispuestos a hacer lo que
él les pidiera.
Mandó al lacayo rnás joven a que despertara al cochero para que trajera su
carruaje cerrado a casa de Lady Gratton.
En seguida, él y los seis hombres que quedaban se pusieron en marcha por la
plaza, pero no sin antes haber armado a dos de ellos y a sí mismo.
Tal como lo esperaba, los cocheros encargados del carruaje del francés estaban
medio dormidos en el pescante y no se fijaron en los hombres que se acercaban.
Hasta que el conde y Carter entraron por la puerta abierta de la casa fue
cuando el cochero levantó la vista sorprendido.
Mas en ese momento, alguien lo sacó de su asiento y lo mismo le ocurrió al
lacayo.
El conde subió por la escalera con cautela, pero sin problemas pues ya conocía
la casa, aunque no quería recordar la razón por la cual ya había estado allí antes.
Carter lo siguió. Tenía cincuenta años pero con una apariencia mucho más
joven.
El conde llegó junto a la puerta de la habitación principal y se detuvo un
momento para que Carter pudiera alcanzarlo.

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Entonces los dos hombres entraron pistola en mano y Lady Gratton lanzó un
grito de terror.
El conde le dijo al francés que se vistiera y cuando lo hubo hecho le indicó a
Lucille que hiciera lo mismo.
Esta comenzó a llorar y a suplicar, pero él ni la había mirado.
Cuando el francés estuvo listo, el conde advirtió:
—Permitiré a milady que se vista a solas, pero no hay escapatoria posible de
esta habitación a no ser por la puerta. Mi asistente estará afuera para asegurarse
de que no hagas ninguna tontería.
—¿Qué estás haciendo? ¿Adónde me llevas? ¿Cómo puedes comportarte de una
manera tan cruel conmigo? —gritó Lucille.
El conde no se dignó responder siquiera.
Se limitó a obligar al francés a caminar delante de él y apuntándole con la
pistola lo hizo bajar por la escalera.
Abajo, dos lacayos los estaban esperando y por órdenes del conde ataron al
francés de manos y piernas.
En seguida, el conde se asomó a la puerta para cerciorarse de si su carruaje ya
había llegado tal como él lo ordenó, y confirmó que así era.
Como sabía que el francés trataría de sobornar a sus hombres si los dejaba
solos, dio instrucciones para que lo amordazaran de manera que le fuera
imposible hablar.
Por órdenes del conde lo arrojaron al asiento posterior del carruaje. Un hombre
se le sentó enfrente con instrucciones de disparar si el espía intentara escapar.
Después, el conde entró en la casa donde se encontró con Lucille, quien bajaba
por la escalera lloriqueando.
Ella comenzó a implorarle, pero él la detuvo con un gesto de la mano y diciendo
con voz autoritaria:
—Me temo, milady, que tendremos que atarle las muñecas para evitar que
trate de ayudar a su socio a escapar.
—El no es mi socio —gritó Lucille—. Me obligó y yo no pude evitarlo. ¡Yo odio a
los franceses! Sé que son nuestros enemigos; sin embargo, él es fuerte y yo soy
débil.
El conde no se tomó la molestia de responder. Se limitó a ver cómo le ataban
las manos.
Entonces les dijo a sus hombres que la subieran al carruaje.

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También hizo subir a los sirvientes del francés al coche de éste, junto con dos
lacayos para que los cuidaran. Le dio órdenes a uno de los suyos para que
condujera aquel carruaje mientras que él conduciría el suyo.
Ellos se quedaron sorprendidos, pero hicieron lo que él les decía y se pusieron
en marcha.
Carter iba junto a él mientras que el resto de los hombres se subieron al
pescante del otro vehículo.
Las calles estaban desiertas y alumbrados por la luz de la luna llegaron a la
Torre de Londres en muy poco tiempo.
Al llegar, el conde mandó llamar al Gobernador de la Torre.
Este escuchó con atención lo que el conde le dijo y respondió:
—Yo sé que Lord Barham le va a estar muy agradecido. Los espías de
Bonaparte están por todas partes y cuanto más pronto ejecutemos a éste, será
mejor.
—Eso mismo pienso yo —exclamó el conde.
El gobernador dudó un momento.
—¿Y Lady Gratton?
—Creo que ella deberá permanecer en la cárcel hasta el fin de la guerra como
un ejemplo para las demás mujeres.
— ¡Estoy de acuerdo con milord! —convino el gobernador—. A pesar del
comportamiento de los franceses, a los ingleses nos disgusta matar a una mujer.
—Creo que en este caso la muerte sería un acto de misericordia ya que ella
será desterrada de la sociedad por el resto de su vida —aseguró el conde.
Y como no deseaba hablar más acerca de Lucille, se limitó a decir:
—También he traído a otros dos hombres que son el cochero y el lacayo del
francés.
—¿Considera su señoría que, ellos estén involucrados de alguna manera con las
actividades de su amo? —preguntó el gobernador.
—No lo creo —respondió el conde—, pero nos podrán decir a qué personas
visitaba su amo con frecuencia últimamente. Si tenemos suerte, averiguaremos la
dirección de otros espías en Londres y quizá de los que llevan la información a
Francia.
El gobernador asintió.
—Tiene usted razón, milord. Los interrogaremos lo más pronto posible, antes
que los demás involucrados se den cuenta de lo que está ocurriendo.

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Los dos hombres se dieron la mano y los soldados llevaron al francés en una
dirección y a Lucille Gratton en otra.
El conde le ordenó a su cochero que metiera el vehículo del francés en el
cortijo. Momentos más tarde, todos se subieron al suyo y se pusieron en marcha.
Para entonces, las estrellas ya habían desaparecido y las primeras luces del
amanecer comenzaban a vislumbrarse.
El conde se dirigió hacia la Casa del Almirantazgo.
Los centinelas los vieron con sorpresa, pero no evitaron que Carter se bajara
del pescante y llamara a la puerta.
El conde pidió hablar con Lord Barham y primero apareció un oficial.
Unas pocas palabras de parte del conde lo hicieron subir presuroso a despertar
a Lord Barham.
El conde esperó unos minutos en un salón de la planta baja hasta que Lord
Barham se reunió con él.
—¿Son buenas o malas noticias, Arrow? —preguntó él cuando entró en la
habitación—. Sin duda, se trata de algo, sensacional para que esté aquí su señoría
a esta hora.
El conde hizo una pausa como para hacer que su anuncio fuera más dramático.
—iMilord! —dijo él—, acabo de llevar a su Primer Secretario a la Torre de
Londres.

El conde no se demoró mucho tiempo en el Almirantazgo, pues deseaba


regresar lo más pronto posible junto a Shenda.
Se limitó a hacer un recuento de lo ocurrido lo más breve posible y después de
prometer regresar más tarde, condujo sus caballos hasta Berkeley Square.
Cuando él y sus sirvientes entraron en la casa, él exclamó:
—Esta noche le hemos dado un golpe al Emperador de Francia, pero como hay
muchos otros espías entre nosotros, les ordeno no decir a nadie lo que ha
ocurrido hoy. Ni siquiera lo comenten entre ustedes mismos.
Le pareció que los hombres se veían desilusionados y añadió:
—Ustedes se comportaron muy bien e hicieron exactamente lo que yo
esperaba; sin embargo, para que lo podamos hacer en el futuro es necesario que
nuestra presa no escape antes que la alcancemos.

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El vio que los hombres lo estaban entendiendo y continuó:


—Confío en que ustedes mantendrán la boca cerrada, los oídos atentos y los
ojos abiertos, por el bien de Inglaterra.
La expresión de sus rostros le indicó que todos estaban dispuestos a seguir sus
instrucciones.
Tal como lo había esperado, se encontró a Hawkins con una pistola en la mano,
sentado frente a la puerta de la habitación.
Se limitó a sonreírle al hombre y abrió la puerta con mucho cuidado.
Adentro pudo ver que Shenda estaba dormida.
Se veía muy pequeña y frágil en la enorme cama y con los cabellos sobre las
almohadas.
El conde la observó durante unos minutos. Después, salió de la habitación y
cerró la puerta.

Shenda se despertó poco a poco y le pareció que había dormido mucho


tiempo.
De pronto, se acordó del conde y cobró la consciencia por completo.
Se incorporó en la cama recordando que se encontraba en el dormitorio
principal y que el conde había ido a enfrentarse con el francés.
Si él no había regresado quizá era porque el francés disparó primero y tal vez el
conde se encontrara herido o muerto.
Sin querer lanzó un gritito y de inmediato la puerta se abrió.
Hawkins metió la cabeza y preguntó:
—¿Ya despertó, señorita Shenda? Es hora de desayunar.
—¿Regresó ya... su señoría o... hay noticias de él? —preguntó Shenda casi sin
aliento.
Hawkins entró en la habitación.
—¡Su señoría ya regresó, contento como un niño por haber ganado una gran
batalla! A pesar de lo que me ordenó, yo lo voy a dejar dormir.
Shenda se sintió tan aliviada que los ojos se le llenaron de lágrimas y para que
Hawkins no se diera cuenta, se volvió y miró hacia el reloj que estaba encima de
la chimenea.

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—¿Qué hora es?


—Son casi las diez, señorita. Su señoría llegó después de las siete.
—¿Qué pudo haber hecho él durante todo ese tiempo? —preguntó Shenda.
—Supongo que su señoría querrá decírselo él mismo, señorita —respondió
Hawkins—. Voy a traerle el desayuno.
Salió y Shenda se dejó caer sobre las almohadas.
¡El conde estaba a salvo!
El francés no lo había herido y mientras estuviera allí, ella también estaría a
salvo.
—¡Yo lo amo! —murmuró ella—, y él también me dijo que me quiere, mas...
quizá lo dijo sólo porque... anoche yo estaba muy alterada y él quería... hacerme
sentir bien.
No obstante, dentro de su pecho su corazón estaba cantando.

El conde despertó, se dio cuenta de que no estaba en su cama y recordó lo


que había pasado.
Le había ordenado a Hawkins que lo despertara a las ocho y media, pero el reloj
le indicó que eran más de las diez.
Pensó que el hombre no tenía derecho a desobedecer sus órdenes; sin
embargo, sabía que Hawkins siempre insistía en hacer lo que pensaba que era
mejor para el bienestar de él.
Se levantó, tiró de la campana con violencia y Hawkins apareció sosteniendo
una bandeja con el desayuno.
—Le dije que me despertara a las ocho y media —espetó el conde.
—¡Qué barbaridad! Con eso de que me pasé toda la noche despierto, debo
haber entendido mal las indicaciones de su señoría.
Mientras hablaba, puso la bandeja sobre una mesa junto a la ventana y en ese
momento un lacayo entró llevando otros platos.
Esto hizo que el conde ya no dijera nada más, pero cuando se puso su bata
preguntó:
—¿La señorita Shenda se encuentra bien?

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—Acabo de llevarle el desayuno, milord —respondió Hawkins—. Ella estaba muy


preocupada por su señoría, pero yo la tranquilicé diciéndole que milord había
regresado a casa completamente sano y salvo.
Salió de la habitación y el conde desistió en su intento de llamarle la atención.
Después de desayunar y de haberse vestido, Hawkins le informó que Shenda
había sido llevada a una habitación para que se vistiera.
Ella se percató de que lo único que tenía para ponerse era el camisón y la bata
con los que había huido de la casa de Lady Gratton la noche anterior, pero cuando
entró en la habitación que le habían asignado, se encontró con la señora Davison
y su propio baúl a medio desempacar.
—¿Qué ha estado haciendo usted, señorita Shenda? —preguntó la señora
Davison—. Anoche, cuando usted llegó, pensé que iba a llamarme.
—Ahora lo único importante es que está usted aquí —dijo Shenda evadiendo la
pregunta—, pero, ¿cómo pudo traer hasta aquí mi baúl?
—Acaba de llegar, señorita Shenda —explicó la señora Davison—, y fue el señor
Carter quien lo mandó a buscar, pues se dio cuenta de que usted no tenía nada
para ponerse.
Shenda sabía que a la señora Davison la devoraba la curiosidad, pero de alguna
manera logró evadir sus preguntas, pues antes quería escuchar lo que el conde le
tenía que decir.
Ansiaba tanto verlo que le resultaba difícil entender lo que le estaba diciendo la
señora Davison.
Cuando estuvo vestida con el bonito traje que ella misma se había hecho, se
apresuró a bajar.
Todavía tenía miedo de que lo ocurrido la noche anterior fuera sólo una ilusión.
Quizá hoy tuviera que enfrentarse a una realidad muy diferente.

El conde estaba pensando en algo muy similar. El sabía que la noche


anterior cuando Shenda había llegado a él temblando de miedo, se había olvidado
de todo excepto de su belleza, de la suavidad de su cuerpo y de esas sensaciones
maravillosas que ella despertaba en él.
Ahora, él tenía que considerar si era posible casarse con ella, tomando en
cuenta que la muchacha sólo era una de sus sirvientas.

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Desde que heredara el título se había dado cuenta de que, como conde de
Arrow, adquiría una posición de mucha importancia y responsabilidad.
Toda su familia lo consideraba como su líder y su guía, de la misma manera
como lo habían hecho los hombres que estaban bajo su mando.
Era imposible hacer algo que afectara la reputación del condado de la familia
Arrow.
Por supuesto, Shenda parecía ser una dama en todos los aspectos.
El nunca había conocido a alguien tan sensible o que respondiera con tanta
naturalidad ante lo que él llamaría el comportamiento de los “bien nacidos”.
Sin embargo, ¿por qué trabajaba como costurera?
Si era huérfana, entonces debería de estar con sus parientes y ciertamente
acompañada por alguna mujer mayor.
Sin embargo, cada partícula de su cuerpo le decía cuánto la deseaba.
Era consciente de que nunca en su vida había sentido por una mujer lo que
ahora sentía por Shenda.
El estaría dispuesto a matar a cualquier hombre que la ofendiera y, no
obstante, eso mismo era lo que él iba a hacer si no le podía ofrecer matrimonio.
—¿Qué voy a hacer con ella, Dios mío? —preguntó desesperado, mientras se
acababa de vestir.
Al ir bajando por la escalera le pareció que los retratos de sus antepasados lo
estaban mirando desde sus marcos dorados. El pensó que los hombres de la
familia Bow comprenderían lo que él estaba sintiendo, eran las mujeres quienes
no sólo no lo aprobarían sino censurarían aquel matrimonio como una “mala
alianza”
Comprendía, asimismo, que ellas podrían hacer que la vida de Shenda se
convirtiera en un infierno si la trataban como una sirvienta que había inducido a
su amo al matrimonio.
Inmerso en sus cavilaciones se dirigió al estudio donde sabía que Shenda lo
aguardaba. Una vez más se preguntó cuál sería la solución de lo que parecía ser
una situación imposible.
Minutos después, cuando abrió la puerta y la vio parada junto a la ventana, con
los cabellos brillantes como un halo por el reflejo del sol, el corazón le dio mil
vuelcos.
De inmediato comprendió que sin Shenda ya no merecía la pena vivir.
Cerró la puerta y le extendió los brazos.
Ella emitió un sonido que pareció el trinar de los pájaros y corrió a su
encuentro.

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—¡Estás... bien, estás... bien! —murmuró.


—¡Tanto como tú! —dijo el conde con voz muy grave. En seguida comenzó a
besarla y el mundo se detuvo. La besó con pasión, como si temiera que al
instante se desvanecería.
Sintió cómo su corazón respondía ante aquello y supo que Shenda estaba
experimentando lo mismo. Su rostro se había transfigurado con una belleza divina
y desconocida.
—Yo te amo, mi amor, yo te amo! —repetía él con emoción.
Por supuesto, el conde no tenía la menor intención de contarle a Shenda que
había encontrado al francés en la cama con Lucille.
—Yo recé desesperadamente porque... tú estuvieras bien —expresó ella con su
voz suave—, y sin sentirlo me... quedé dormida.
—Estabas muy agotada por todo lo que había ocurrido, preciosa mía —comentó
el conde.
La miró y al instante, como si no pudiera evitarlo, preguntó:
—¿Qué tan pronto estás dispuesta a casarte conmigo, Shenda? Sé que ya no
puedo vivir sin ti.
—¿Es posible que tú desees casarte conmigo?
—Mucho más de lo que he deseado toda mi vida —respondió el conde.
Y de nuevo comenzó a besarla de una manera posesiva y exigente, como si ya
nunca la fuera a dejar.

Varios siglos más tarde, o por lo menos eso les pareció a ambos, el conde
llevó a Shenda hasta la ventana y los dos contemplaron las flores del jardín.
—Mañana regresaremos al castillo —sugirió él—. Nos casaremos en la capilla y
nos bendecirá el nuevo Vicario quien, según tengo entendido, llega hoy.
—¡Cómo me hubiera gustado que papá... estuviera vivo! —dijo Shenda—. Sé
que se hubiera sentido muy orgulloso de poder... celebrar personalmente la
ceremonia.
—¿Tu padre era un Ministro? —preguntó el Conde. Shenda lo miró y preguntó
con voz débil:
—¿De veras me has pedido que me case contigo sin saber... quién soy?

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El conde la acercó un poco más.


—No me importa quién seas, o de dónde vienes —exclamó él—. Lo único que
me importa es que eres mía y que te quiero como jamás había querido a nadie ni
a nada en mi vida.
—Cuando hablas así, siento impulsos... de llorar —respondió Shenda—. Así es
como yo siempre anhelé ser amada, con el fervor que se amaban mis padres,
pero temía que eso nunca iba a... suceder.
—Cuando te besé en el bosque —dijo el conde—, yo pensé que tú eras una
ninfa, un espíritu salido del estanque encantado o una diosa.
El rozó con sus labios las mejillas de ella antes de continuar:
—Desde entonces he soñado contigo, Shenda, he pensado en ti y te he besado,
pero nunca me pareció importante saber cuál era tu apellido.
Ella rió.
—Nadie lo va a creer, pero déjame decirte que mi apellido es Lynd y que papá
fue el Vicario de Arrowhead durante diecisiete años.
El conde se la quedó mirando.
—¿Si eso es verdad, por qué estabas trabajando en el castillo?
—Me estaba... escondiendo.
—¿Escondiéndote? ¿De quién?
—De no tener adónde ir cuando tu administrador me comunicó que tenía que
desalojar la vicaría.
—¿Pero cómo es que no tenías adónde ir? —preguntó el conde.
—Yo... no tengo... dinero —explicó Shenda—, y cuando hablé con la señora
Davison, me dejó venir... al castillo, pues pensó que con ella estaría a salvo y
que... el nuevo conde jamás se enteraría de que yo no era una... sirvienta.
—¡Gracias a Dios que viniste al castillo y que te encontré en tu bosque mágico,
mi amor!
—¿Cómo iba yo a saber que... tú eras el conde al que nadie conocía? Sin
embargo, cuando me besaste yo supe que aquello era algo imposible de olvidar.
Ella rió divertida..
—Nadie creería que todo esto ha sucedido porque... me besó un extraño.
—Un extraño que se enamoró —aseguró el conde con una sonrisa—. Esa será
una historia interesante que contarle a nuestros hijos.
Shenda se ruborizó y ocultó el rostro en el hombro del conde.

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Su timidez le pareció tan encantadora que la besó hasta que los dos quedaron
sin aliento.
Al fin, el conde levantó la cabeza y exclamó:
—Ya somos un solo ser, amor mío y siento que ninguna ceremonia nos unirá
más de lo que ya lo estamos ahora.
—¿Cómo puedes decir cosas tan maravillosas? —preguntó Shenda—. Eso
mismo es lo que yo siento. Soy tuya como lo he sido... desde que me besaste.
—Nadie pudo haber sido más valiente ni haber hecho más de lo que tú hiciste
—dijo el conde.
Shenda sabía bien que se refería a lo que acababa de suceder. El sintió que un
estremecimiento la recorría y emocionado le dijo:
—Olvida todo eso y si en el futuro tengo que hacer algo para ayudar a
Inglaterra, tú no te verás involucrada.
Shenda lo miró con ternura.
—Creo que si me convierto en... tu esposa te sería muy difícil hacer algo sin
que yo... lo sepa y, ¿cómo no iba yo a desear ayudarte y estar contigo?
El conde la abrazó.
—¡Te amo! —declaró él—, mas ahora lo que tengo que hacer es ver a Lord
Barham. Si él no me retiene durante mucho tiempo nos iremos de inmediato para
el castillo.
—¿Y en realidad nos vamos a casar mañana? —preguntó Shenda.
—Supongo que para hacerlo tendré que conseguir una licencia especial —dijo el
conde.
—Eso no es necesario si los dos somos... residentes de la misma parroquia —
opinó Shenda.
—Supongo que en el Almirantazgo alguien me lo podrá precisar —respondió el
conde—. Sería bochornoso tener que confesar que no conozco el nombre de mi
propio párroco.
Shenda rió.
—Con que te acuerdes del mío y del tuyo, todo estará bien.
—Me dijiste que era Lynd —dijo el conde.
—Shenda Lynd y papá solía cazar con tu padre cuando él estaba bien. Es más,
a papá solían llamarlo “el párroco cazador”.
—Me parece recordar que la gente hablaba acerca de él cuando yo era un niño.
Entonces él miró a Shenda y preguntó:

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—Todavía no entiendo por qué cuando te sacaron de la vicaría no tenías


adónde ir. ¿No tienes parientes en alguna parte?
—Mi tío vive en Gloucestershire, donde se crió papá —explicó ella—, y aunque
él es Lord Lyndon, carece de recursos y tiene una familia... muy numerosa. Por
eso pensé que él no desearía... una boca más en la casa que, con Rufus, ya serían
dos.
Ella sonrió, pero se dio cuenta de que el conde la miraba de una manera un
poco extraña.
—¿Me quieres decir que tu abuelo y por lo tanto tu tío ha sido y es Lord
Lyndon? —preguntó él.
—Sí —respondió Shenda—, y debido a eso papá era “el honorable”, pero eso no
nos proporcionaba ningún dinero y a la muerte de mamá, la pequeña pensión que
ella recibía fue suspendida.
Y bajó la voz cuando dijo:
—Mi abuelo materno era escocés, el Laird de Kintare y estaba furioso con
mamá por haberse casado con un Sassennach.
—Eso me suena muy escocés —comentó el conde con una sonrisa.
Después, como si fuera una niña, escondió el rostro en el hombro de él y dijo:
—Yo tuve que vender... todos los muebles que teníamos en la vicaría para...
cubrir las deudas y cuando llegué al castillo, sólo tenía unas pocas libras, que aún
conservo.
El conde captó la nota de ansiedad en la voz de Shenda. Sus labios se posaron
sobre la frente de ella cuando le dijo:
—Nunca más volverás a ser pobre, mi amor. Hay mucho que quiero ofrecerte y
deseo compartir contigo.
A él no le importaba el origen de Shenda, pero el hecho de que su tío fuera Lord
Lyndon y su abuelo un noble escocés lograría la aprobación por parte de su
familia.
Ya no podrían hacerla menos y no tenían por qué saber que había representado
el papel de costurera del castillo.
Ahora entendía por qué la señora Davison se había mostrado tan preocupada
cuando él le pidió que Shenda le sirviera de doncella a Lady Gratton.
—¿Cómo pude haber sido tan tonto? —se preguntó él—. ¿Por qué no pregunté
quién era ella?
Ella representaba todo cuanto él quería. La mujer que le pertenecía; la mujer
que era su otra mitad.

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Además, era un ser etéreo y espiritual, que le había hecho levantar la mirada
hacia las estrellas y hacerlo sentir que podía alcanzarlas.
Si Dios así lo quería ambos tendrían varios hijos para que continuaran la
tradición familiar.
Dedicarían sus vidas al servicio de Inglaterra.
Se acercó a Shenda un poco más y la besó y al hacerlo, se prometió dedicar su
vida a su patria y a ella.
Sabía que juntos podrían traer la felicidad a muchos.
— ¡Te amo! —exclamó él.
—¡Tanto como yo a ti! —dijo Shenda—. ¡Soy feliz, inmensamente feliz!
El la miró un momento antes de decir:
—¿Cómo puedes ser tan perfecta? ¿Cómo es posible que seas exactamente lo
que yo deseaba, pero que temía nunca encontrar?
— ¡Nunca dejes de pensar así! —exclamó Shenda—. Le pido a Dios que me
haga tal y como tú quieres que... yo sea y que me sigas amando por el resto de
nuestras vidas.
—De eso puedes estar segura —afirmó el conde—, pero ahora debo dejarte, mi
amor, o si no, recibiré un tirón de orejas de parte del Primer Lord.
Shenda rió.
—Eso es algo que no debe ocurrir.
—No soporto dejarte —dijo el conde—. Cuídate mucho hasta que yo vuelva.
—Lo haré —contesto Shenda—, pero hay algo que debo preguntarte.
—¿Dime?
—Si nos vamos a casar, ¿sería posible... comprarme uno o dos vestidos para...
estar bonita para ti?
El conde rió.
—¿Cómo es posible que se me haya olvidado que una novia requiere de un
vestido especial?
Para sorpresa de Shenda, él se alejó de ella e hizo sonar la campana. Unos
momentos más tarde la puerta se abrió y Carter preguntó:
—Llamó usted, milord
—Ordene mi faetón de inmediato y dígale a la señora Davison que venga aquí.
Los lacayos deben estar preparados para entregar mensajes en la calle Bond.
—Muy bien, milord —contestó él con respeto y salió de la habitación.

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Shenda corrió hacia el conde.


—¿Qué sucede? ¿Qué estás... haciendo? —preguntó ella.
—Voy a mandar en busca del mejor modisto de Londres para que acuda aquí,
de inmediato —respondió el conde—. La señora Davison y tú decidirán qué es lo
que hace falta. Escoge lo que necesites para mañana y lo demás lo podrán enviar
tan pronto como esté listo.
Shenda se quedó con la boca abierta
—Yo soy un hombre muy rico, mi amor —añadió él—, así que pretendo que mi
esposa, que será la Condesa de Arrow más bonita de la historia, rivalice por lo
menos con la Reina de Saba.
Shenda rió y dijo:
—¡Yo creo estar soñando!
—Por supuesto que sí —afirmó el conde—, y yo me voy a encargar de que
nunca despiertes.
Entonces, como si no pudiera evitarlo, la besó una vez más apasionadamente.
En sus besos había algo que era similar a la magia que ella había encontrado
en el bosque.
También sentía que sus padres estaban cerca de ella. Todo era parte del amor
que le llenaba el corazón. Era el amor que venía de Dios, quien la había protegido
y logrado que ella y el conde se unieran.
Un amor que permanecería dentro de ellos no sólo en este mundo, sino
también en el siguiente y por toda la eternidad.

FIN

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