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Las independencias

iberoamericanas
¿Un proceso imaginado?
Las independencias
iberoamericanas
¿Un proceso imaginado?
Editor:
Juan Bosco Amores Carredano
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Índice

Presentación. Las independencias iberoamericanas: el debate continúa


Juan Bosco Amores Carredano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 00

Modelos y tendencias de interpretación de las independencias americanas


Brian Hamnett (Universidad de Essex) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 00
Imaginario político y movimiento juntista en Iberoamérica (1808-1811)
Miguel Molina Martínez (Universidad de Granada) . . . . . . . . . . . . . . . . . 00
Hacia la independencia colombiana: la época de la «Primera República» en
la Nueva Granada (1810-15)
Anthony McFarlane (Universidad de Warwick) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 00
El largo verano de 1808 en México. El golpe de Gabriel de Yermo
Jesús Ruiz de Gordejuela (Universidad del País Vasco) . . . . . . . . . . . . . . 00
La independencia del Perú
John Fisher (Universidad de Liverpool) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 00
Brasil y Uruguay: dos procesos de independencia íntimamente relacionados
Julio Sánchez Gómez (Universidad de Salamanca) . . . . . . . . . . . . . . . . . . 00
Cuba en la difícil coyuntura política entre 1808 y 1810
Sigfrido Vázquez Cienfuegos (E.E.H.A.-C.S.I.C., Sevilla) . . . . . . . . . . . . 00
En defensa del rey, de la patria y de la verdadera religión: el clero en el pro-
ceso de independencia de Hispanoamérica
Juan Bosco Amores Carredano (Universidad del País Vasco) . . . . . . . . . 00
Presentación
Las independencias iberoamericanas:
el debate continúa

Juan Bosco AMORES CARREDANO


Universidad del País Vasco

La abundante y rica producción historiográfica reciente sobre las inde-


pendencias iberoamericanas ha dejado ya completamente en claro que se
trata de uno de los procesos más relevantes del inicio de la Edad Contempo-
ránea en la historia de Occidente y, en especial, de la monarquía hispánica ya
que marcó, junto al nacimiento de los países iberoamericanos, el principio
del fin del antiguo régimen en España. En esta Presentación queremos hacer
un breve repaso a la historia de la historiografía de las independencias cen-
trándonos en el ámbito europeo y estadounidense; obviamente, la producción
latinoamericana sobre esta temática es igualmente abundante, pero desborda
nuestro propósito y ya disponemos de algunas síntesis recientes muy valio-
sas1.

1. Viejas y nuevas tendencias en la historiografía de las independencias

La indiferencia con la que fue acogida por la mayor parte de la sociedad


española de la época la pérdida del imperio continental americano —como
advirtió primero Melchor Fernández Almagro y certificaron más tarde Jaime
Delgado y Luis Miguel Enciso2— perduró hasta finales del siglo XIX. Mien-
tras tanto, en las nuevas repúblicas, con la necesidad de legitimarse ante el
escepticismo de las masas y la indiferencia del resto del mundo, se elaboró

1 Véase CHUST, Manuel y José A. SERRANO (eds.): Debates sobre las independencias ibe-

roamericanas, Madrid, Ahila-Iberoamericana-Vervuert, 2007.


2 FERNÁNDEZ ALMAGRO, Melchor: La emancipación de América y su reflejo en la concien-

cia española, Madrid, Hispánica, 1944; DELGADO MARTÍN, Jaime: La independencia de Amé-
rica en la prensa española, Madrid, Seminario de Problemas Hispanoamericanos, 1949. EN-
CISO RECIO, Luis Miguel: La opinión pública española y la Independencia Hispanoamericana
(1819-1820). Valladolid, 1967.
10 JUAN BOSCO AMORES CARREDANO

lo que llegaría a ser el relato canónico de las independencias como «guerras


de liberación nacional» de un poder secular y opresor, unas historias patrias
que hoy son nuevamente valoradas y leídas desde una óptica muy diferente,
la de la historia de la construcción de un discurso.
A partir de 1880, aproximadamente, comienza la etapa del «reencuen-
tro» entre la antigua metrópoli y las nuevas naciones iberoamericanas, al
menos al nivel de las clases dirigentes, políticos e intelectuales (creación de
la Unión Iberoamericana, celebración del Cuarto Centenario del Descubri-
miento en 1892, etc.). Con el cambio de siglo se produce el establecimiento
de relaciones diplomáticas plenas3 y toma auge el desarrollo del hispano-
americanismo, la propuesta cultural e ideológico-política de la generación
de aquel cambio de siglo4. Para el final de esta época se habían dado ya los
primeros pasos del americanismo científico en España de la mano, entre
otros, del profesor Rafael Altamira5. Pero esta etapa de re-encuentro pasó
como de puntillas sobre el tema de las independencias americanas, en parte
porque todavía suscitaba recelos y suspicacias. Un primer intento por llegar
a un consenso científico entre historiadores de las dos orillas del Atlántico
tuvo lugar en 1949 en Madrid, con la celebración del Primer Congreso His-
panoamericano de Historia; aunque su relación final de «causas de la inde-
pendencia» intentaba superar las viejas posturas patrioteras de unos y otros,
suscitó nuevas polémicas; y en todo caso, su conclusión definitiva no podía
ser más expresiva: «en el estado actual de las investigaciones y conocimien-
tos históricos es imposible formular, con caracteres definitivos, una teoría
general sobre la revolución americana y la independencia de América, que
fue su consecuencia».6
Luego vinieron las celebraciones del Sesquicentenario de la indepen-
dencia en muchos países iberoamericanos, entre 1960 y 1971. Ceremonias
y discursos aparte, fue la ocasión de que se publicaran valiosas Colecciones
documentales que han sido y siguen siendo enormemente útiles para los es-
tudiosos de las independencias. El Instituto Fernández de Oviedo del CSIC
se sumó a la celebración editando unos Estudios sobre la emancipación de
Hispanoamérica: contribución al sesquicentenario de la emancipación (Ma-
drid, 1963) en el que se recogían trabajos de variada temática y desigual va-

3 PEREIRA CASTAÑARES, Juan Carlos: Las relaciones diplomáticas entre España y América,

Madrid, Mapfre, 1992.


4 CF. SEPÚLVEDA MUÑOZ, Isidro: El sueño de la madre patria: hispanoamericanismo y na-

cionalismo, Madrid, Marcial Pons, 2005.


5 Cf. RUBIO CREMADES, Enrique y Eva María VALERO JUAN (coords.): Actas del Congreso

Internacional Rafael Altamira, Alicante, Universidad de Alicante, 2004. CORONAS GONZÁLEZ,


Santos M.: «Altamira y los orígenes del hispanoamericanismo científico», en BARRIOS PIN-
TADO, Feliciano: Derecho y administración pública en las Indias hispánicas, vol. 1, Toledo,
2002, pp. 343-374.
6 YCAZA TIGERINO, Julio: «El primer Congreso hispanoamericano de Historia», Revista de

Estudios Políticos, n. 48 (noviembre/diciembre de 1949), pp. 332-338.


PRESENTACIÓN 11

lor. De los que colaboraron en ese volumen fue el profesor Demetrio Ramos
quien, antes y después de esa publicación, dedicó más tiempo y esfuerzo a
la temática de la independencia, con su característico estilo a la vez fuerte-
mente positivista y peculiarmente sugerente; en cierto modo, podemos decir
que fue el primer representante del americanismo académico español que
inició los estudios sobre las independencias.7
En las dos décadas siguientes, el americanismo hispano y europeo ad-
quirió un desarrollo impresionante. Junto a abundantes trabajos de historia
institucional y de derecho indiano, cobraron especial protagonismo la histo-
ria económica y social, el estudio de las elites y el llamado reformismo bor-
bónico, de modo que el tema de las independencias quedó parcialmente re-
legado, y sólo cuando se acercaba la conmemoración del Quinto Centenario
(1992) vieron la luz algunos pocos trabajos de síntesis y biografías de pró-
ceres8. Desde estas temáticas, sin embargo, resultó inevitable asomarse al fi-
nal del periodo colonial y a menudo desde la óptica de la discusión sobre el
efecto de las reformas del absolutismo ilustrado y sus supuestas consecuen-
cias, como serían las rebeliones de origen fiscal (Quito, Comuneros, Túpac
Amaru…), los efectos contradictorios de la liberalización comercial y el de-
sarrollo del criticismo criollo9. Autores como los británicos Brading y Fisher
o los alemanes Pietschmann y Schmidt, por citar sólo algunos muy conoci-

7 Su producción sobre la independencia es abundante: desde su comentado artículo «Los

“motines de Aranjuez” americanos y los principios de la actividad emancipadora» (Boletín


Americanista, núms. 5-6, 1960, pp. 107-156) y su extenso trabajo sobre «Las Cortes de Cádiz
y América» (Revista de Estudios Políticos, Madrid, 1962, pp. 433-639), pasando por los estu-
dios sobre el pensamiento político de la independencia (Venezuela, Colombia, Buenos Aires) y
sus trabajos sobre algunos de los grandes libertadores (Bolívar, San Martín, Sucre, etc.).
8 Son muy conocidas las biografías publicadas por diversas editoriales (Anaya, Historia

16…) con el apoyo de la Sociedad Estatal del Quinto Centenario. Aunque breves y sin espe-
ciales pretensiones científicas, tuvieron el valor de dar a conocer a estos personajes al gran pú-
blico, especialmente de España. En los últimos años, el Programa «Iberoamérica: 200 años de
convivencia independiente» de la Fundación Mapfre ha producido algunos títulos novedosos
sobre Miranda (de M. Zeuske), Bolívar e Hidalgo, entre otros.
9 La nómina de autores y obras que habría que mencionar aquí sería demasiado extensa y

es bien conocida para la gran mayoría. Sólo para el siglo XVIII y al reformismo borbónico, en
el ámbito europeo en estas décadas destacan J. Lynch, L. Navarro, D.A. Brading, B. Hamnett,
J. Fisher, H. Pietschmann, P. Schmidt, Hans J. König y M. Mörner. Algo parecido ocurría en
América del Norte con Doris M. Ladd, Susan M. Socolow, John L. Phelan, T. Anna, D. Bush-
nell, Christon I. Archer, Nancy M. Farriss y Allan J. Kuethe, entre otros). Una obra colectiva
que sirve para resumir de algún modo lo que decimos: FISHER, J.R.; KUETHE, A.J. y A. MCFAR-
LANE (eds.): Reform and Insurrection in Bourbon New Granada and Peru, Baton Rouge, 1990.
La historia iberoamericanística francesa tenía entonces otras preocupaciones más relacionadas
con lo estructural: una obra de referencia, la de François Chevalier sobre la formación de los
latifundios en el México colonial; pero este mismo autor fomentó el inicio de las nuevas ten-
dencias historiográficas en el americanismo de su país, y ello se puede comprobar en la se-
gunda edición francesa, traducida unos años más tarde al español, de su América Latina. De la
independencia a nuestro días, México, FCE, 1999.
12 JUAN BOSCO AMORES CARREDANO

dos, muestran claramente esta evolución desde los estudios sobre el refor-
mismo borbónico hacia otros sobre la independencia10.
John Lynch, que también se inició con una tesis sobre la época borbó-
nica, fue el primero en ofrecer un estudio moderno sobre las independen-
cias iberoamericanas11 que, además de su valor historiográfico —a pesar de
su carácter de síntesis y de basarse casi exclusivamente en fuentes británicas
y americanas—, gozó de éxito sobre todo por tratarse de un análisis global,
de alguna manera inscrito en la corriente de «las revoluciones atlánticas» de
Palmer, y porque su tesis principal, la del neo-imperialismo español frente al
auge de la América criolla como principal causa del desencadenamiento del
proceso, parecía estar bien sustentada en los estudios sobre la época borbó-
nica anteriormente citados.
En conjunto, las principales líneas de interpretación de las independen-
cias americanas hasta la década de los noventa del pasado siglo fueron acer-
tadamente sintetizadas por Luis Navarro justo cuando finalizaba la década
anterior12. Después de John Lynch, el primero que entró de lleno en la temá-
tica fue Brian R. Hamnett y lo hizo abriendo nuevas perspectivas de análisis,
que yo resumiría fundamentalmente en dos: la relación entre el proceso de
las independencias y la política española en el contexto mundial, de un lado,
y de otro —más novedoso y de extensa influencia en la historiografía pos-
terior— la necesidad de abordar ese proceso desde la perspectiva regional y
comparativa, tanto entre las grandes circunscripciones administrativas (luego
Repúblicas) del imperio americano como al interior de cada una de ellas, es-
pecialmente de los espacios más grandes como México, Nueva Granada o el
Perú13.
En cualquier caso, de la mano de Lynch y Hamnett se ampliaba y enri-
quecía el enfoque analítico e interpretativo de las independencias, al tiempo
que quedaban superados viejos y estrechos planteamientos tanto los de ca-

10 FISHER, John: «The Royalist Régime in the Viceroyalty of Peru, 1820-1824», Journal of

Latin American Studies, 32 (2000), pp. 55-84; y El Perú Borbónico, 1750-1824, Lima, 2000.
11 LYNCH, John: The Spanish American revolutions, 1808-1826, London, Weinfeld and Ni-

colson, 1973 (1.ª edición en español: Las revoluciones hispanoamericanas, 1808-1824, Barce-
lona, Ariel, 1976).
12 N AVARRO G ARCÍA , Luis: «La Independencia de Hispanoamérica», en VÁZQUEZ DE

PRADA, Valentín e Ignacio OLÁBARRI (eds.): Balance de la historiografía sobre Iberoamérica


(1945-1988), Pamplona, Eunsa, 1989, pp. 527-557.
13 HAMNETT, Brian R.: Revolución y contrarrevolución en México y el Perú. (Liberalismo,

realeza y separatismo, 1800-1824), México, FCE, 1978; La política española en una época
revolucionaria, 1790-1820, México, FCE, 1985; Roots of insurgency: Mexican regions (1750-
1824), Cambridge: University of Cambridge, 1986 (trad. española: Raíces de la insurgen-
cia en México: historia regional 1750-1824, México, FCE, 1990). Además de otros muchos,
un trabajo en el que resume magistralmente las nuevas tendencias y perspectivas de análisis,
en parte por él mismo iniciadas: «Process and Pattern: A Re-examination of the Ibero-Ame-
rican Independence Movements, 1808-1826», Journal of Latin American Studies, 29 (1997),
pp. 279-328.
PRESENTACIÓN 13

rácter nacionalista americano o español —que implicaban a su vez una vi-


sión sólo desde el Estado, las elites capitalinas o los próceres— como los de
la historia estructuralista, tan en boga en la década de los sesenta y que tan
poco aportó al conocimiento histórico sobre el proceso independentista14. En
la estela de Lynch, Hamnett, Fisher, etc. se situó unos años más tarde An-
thony McFarlane y su magnífico estudio sobre la Nueva Granada tardo-colo-
nial.15
Conforme se acercaba el último cambio de siglo y, por tanto, la época del
Bicentenario, el tema de las independencias cobró un extraordinario protago-
nismo en el americanismo científico, hasta el punto de eclipsar prácticamente
casi cualquier otra temática. Como sintetiza el profesor McFarlane en este
mismo volumen, «la nueva historiografía ha replanteado el análisis histó-
rico del periodo centrándose especialmente en la crisis del mundo hispánico
y busca explicar los movimientos a la independencia en torno a la dispersión
de la soberanía durante la crisis política de la monarquía española en 1808-
10 y el consecuente viraje hacia la formación de nuevas entidades políticas».
Sin duda, las contribuciones claves al respecto han sido, al inicio de los años
noventa, las de François-Xavier Guerra y la de Jaime E. Rodríguez O.16
El «éxito» de las conocidas tesis de Guerra deben más, a mi juicio, a lo
que supuso en su momento de ruptura radical con la historia estructuralista
que a su novedad u originalidad. Analizada con detenimiento, su teoría de
la «mutacion política» operada en el conjunto de la monarquía en los años
1808-1810 no difiere esencialmente de las interpretaciones clásicas sobre el
papel de las doctrinas pactistas-populistas y su potencial «revolucionario»17,
salvo en el lenguaje y metodología propios de la nueva historia política sur-
gida en Francia con la historiografía revisionista sobre la Revolución de
1789, que enfatiza el surgimiento de la «cultura política» con el nacimiento
de la opinión pública y las sociabilidades políticas modernas. De hecho, sus

14 Un resumen de los planteamientos de la historia estructuralista de los años sesenta en

CHUST, Manuel: «La revolución de la independencia hispana. Revisión historiográfica y pro-


puestas para la reflexión», en MUNITA LOINAZ, José Antonio y José Ramón DÍAZ DE DURANA
(eds.): XXV años de historiografía hispana (1980-2004), Bilbao, Universidad del País Vasco,
2007, pp. 239-264.
15 MCFARLANE, Anthony: Colombia before independence: economy, society and poli-

tics under Bourbon rule, Cambridge, Cambridge University Press, 1993 (trad. esp.: Colom-
bia antes de la Independencia: economía, sociedad y política bajo el dominio borbón. Bogotá,
Banco de la República, 1997).
16 GUERRA, François-Xavier: Modernidad e independencias: Ensayos sobre las revolucio-

nes hispánicas. Madrid, Mapfre, 1992. RODRÍGUEZ O. y Jaime E.: The Independence of Mexico
and the creation of the New Nation, Los Angeles, UCLA, 1989; y La independencia de la
América española, México, FCE, 1996.
17 Me refiero al clásico estudio de GIMÉNEZ FERNÁNDEZ, Manuel: Las doctrinas populis-

tas en la independencia de Hispano-América, Sevilla, 1947, y el más sistemático de STOETZER,


Carlos O.: El pensamiento político en la América Española durante el período de la emanci-
pación (1789-1825), Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1966.
14 JUAN BOSCO AMORES CARREDANO

numerosos discípulos y seguidores han orientado sus investigaciones princi-


palmente hacia esta temática: cómo surge y hasta que punto se desarrolla, y
de qué forma, el «espacio público» político, como paradigma del acceso de
las sociedades hispanicas a la «modernidad política»18.
En mi modesta opinión, la apuesta metodológica casi exclusiva de esta
nueva historia política por el «discurso» y la publicística, el mundo de lo
simbólico y de las representaciones, renunciando expresamente a los aspec-
tos socioeconómicos y a lo que esa misma historiografía califica de histo-
ria política tradicional —incluidas las relaciones internacionales—, no deja
de ser una seria limitación, especialmente si se pretende ofrecer un plantea-
miento interpretativo global de las independencias (como de cualquier otro
proceso histórico determinado). De todas formas, podemos entender que la
preocupación fundamental de Guerra no fue esa de hacer una interpretación
global de todo el proceso sino la de mostrar que el cambio revolucionario o
la «mutación política» no se produjo sólo en Francia y el centro de Europa,
entre 1789 y 1820, sino también en las sociedades hispánicas y a partir de su
propio bagaje histórico-doctrinal y político, coincidiendo con la crisis de la
monarquía, que activó las potencialidades «modernas» de dicho bagaje en
los dos años cruciales de 1808-1810.
La postura de Jaime E. Rodríguez O. resulta en este sentido más equi-
librada, como que se inscribe en la tradición historiográfica anglosajona,
siempre menos teórica y doctrinaria que la continental europea (francesay
alemana principalmente)19. Al parecer, ese equilibrio lo logra en buena me-
dida al asumir y aglutinar argumentos —no necesariamente contradicto-
rios— de la historiografía de las décadas anteriores y de la más reciente his-
toria cultural. Así, por ejemplo, reconoce las fuertes tensiones producidas en
el mundo americano por las políticas carolinas, pero concluye que las refor-
mas borbónicas en general no tuvieron los efectos negativos que plantea la
tesis neoimperialista de J. Lynch. De la misma forma, otorga gran importan-
cia a la tradicion iusnaturalista del pensamiento político hispano, pero reco-
noce también «la transformación intelectual del mundo español [y por ex-
tensión, el de los españoles americanos o criollos] a finales del siglo XVIII»
en consonancia con las nuevas ideas políticas, pero aplicándolas o reinter-
pretándolas a partir de aquella tradición. Para Rodríguez, la crisis imperial
—es decir, la crisis dinástica en el centro de la monarquía provocada por la
invasión francesa— produjo la «revolución política», pero con argumentos

18 GUERRA, François-Xavier y Annick LAMPERIERE (comps.): Los espacios públicos en

Iberoamérica. Ambigüedades y problemas (siglos XVIII-XIX), México, FCE, 1998. HEBRARD,


Veronique: «Ciudadanía y participación política en Venezuela, 1810-1830», en MCFARLANE,
Anthony y Eduardo POSADA-CARBÓ (eds.): Independence and Revolution in Spanish America:
Perspectives and Problems, Londres, ILAS, 1998.
19 Incluso cuando abandonan la historia socioeconómica y «se pasan» a la historia cultu-

ral, como es el caso de David A. Brading.


PRESENTACIÓN 15

tradicionales —la «reasunción de la soberanía por los pueblos», etc.—, de


modo que —concluye— «ni las reformas borbónicas ni el aumento del pa-
triotismo americano habían resquebrajado la legitimidad del sistema»; de
hecho, si no se hubiera dado la crisis dinástica, el imperio español podría
haber sobrevivido como un conjunto de reinos semiautónmos, en el muy
hipotético caso de que el gobierno central de la monarquia hubiera estado
dispuesto a asumirlo. La pérdida de legitimidad se produjo, según Rodrí-
guez, cuando las autoridades coloniales reaccionaron en sentido absolutista
ante la lógica demanda de mayor participación en la toma de decisiones por
parte de los criollos en aquellos años decisivos. Esa «búsqueda de la auto-
nomía», sostiene Rodríguez, está en la base de los conflictos de 1810-14,
que concibe desde luego como guerras civiles. Finalmente, habría sido la
torpe reacción absolutista y represiva de Fernando VII, desde 1815, lo que
provocó propiamente la evolución dl autonomismo a las independencias. En
realidad, esta tesis no es muy diferente de la de la mayoría de los especia-
listas españoles, como se puede ver en los trabajos de Luis Navarro20 o de
Guillermo Céspedes21.
En cualquier caso, siguiendo la estela de los planteamientos conceptuales
y metodológicos de la nueva historia política y cultural, la historiografía más
reciente ha dado un giro notable al estudio de las independencias, tanto en el
objeto, como en el enfoque y en la metodología de investigación. Se revisan
y reinterpretan los postulados tradicionales sobre el papel de las elites y las
ideologías, lo mismo del lado realista que del patriota; se analizan las actitu-
des, mentalidades y el lugar relativo que adoptan en ese proceso los otros ac-
tores, esos que fueron olvidados por la historia patria o nacional: las peque-
ñas elites provinciales, las gentes del común, indios, esclavos, etc.; y esto a
su vez se hace (necesariamente) desde la historia regional o local, modifi-
cando —y a veces contradiciendo— las versiones «nacionales» de las inde-
pendencias (incluida la versión más española o hispanista, que sigue estando
presente en muchos trabajos); o se enfoca la investigación desde el análi-
sis de las mentalidades —convicciones, creencias, sentimientos, lo «intra-
craneal», como diría Van Young— y al hacerlo se recuperan, si bien de otra
forma, temas clásicos como el papel que jugó la religión y la pervivencia
de las categorías jurídico-políticas del antiguo régimen en conflicto con las
ideas políticas de «la modernidad», etc.22

20 NAVARRO GARCÍA, Luis: «La Independencia de Hispanoamérica: ruptura y continui-

dad», en AMORES, Juan B. (ed.): Iberoamérica en el siglo XIX: nacionalismo y dependencia,


Pamplona, 1995, pp. 15-28.
21 CÉSPEDES DEL CASTILLO, Guillermo: «Liberalismo y absolutismo en las guerras hispa-

noamericanas de independencia», en ÍD.: Ensayos sobre los reinos castellanos de Indias, Ma-
drid, Real Academia de la Historia, 1999, pp. 353-396.
22 Una síntesis de esos nuevos planteamientos historiográficos en C HUST , Manuel y

José A. SERRANO: «Presentación. Guerras, monarquía e independencia de la América espa-


16 JUAN BOSCO AMORES CARREDANO

Y todo ello se hace ahora no sólo leyendo «de otra manera» las fuentes
clásicas del proceso —tanto los reportes oficiales de las autoridades colo-
niales como las memorias de los próceres y primeras historias nacionales—,
sino acudiendo a nuevas fuentes documentales, principalmente de archivos
americanos, hasta ahora escasamente valoradas por los historiadores profe-
sionales. Entre muchos buenos ejemplos que podríamos citar, destacaríamos
el de Clement Thibaud, uno de los últimos discípulos de Guerra, para Vene-
zuela y Colombia23 y el extenso trabajo de Eric van Young sobre México24.
Los dos tienen en común que centran su análisis en la base social —no en las
elites— de la insurgencia, y de la formación de la república o la nación; en
el primer caso, a partir del estudio de la composición de los ejércitos liberta-
dores de Bolívar; el segundo, mucho más amplio, centrado en las actitudes y
mentalidades de los diversos sectores del pueblo —especialmente del mundo
indígena o rural y sus rectores inmediatos, los caciques y los curas— apo-
yado en una abrumadora masa de documentación original, incluyendo mu-
chas «historias de vida» y testimonios individuales procedentes de las fuen-
tes judiciales.
Pero además, esos dos trabajos reabren, cada uno a su modo, el debate
sobre las características y el alcance del proceso; de hecho, al poco de ver
la luz han sido ya objeto de controversia25. En el caso de Thibaud porque,
frente a la pervivencia de muchos tópicos de la vieja «historia nacional» en
la moderna historiografía latinoamericana, niega enfáticamente que antes
de la independencia se puede hablar de identidades nacionales, y centra su
análisis en como éstas se fueron construyendo, al menos para Venezuela y
Colombia, a través del largo proceso independentista y, en concreto, a través
de las diversas formas que adquirió la guerra, no una guerra entre españoles
y americanos sino una guerra civil entre dos lealtades políticas. Fue la decla-
ración de «guerra a muerte» de Bolívar la que creó una división —artificial
pero necesaria para la causa libertadora— entre españoles y americanos.

ñola», Ayer, 74/2009 (2), pp. 13-21. Significativamente, la extensa influencia de las tesis de
F.X. Guerra se advierte, en primer lugar, en el auge de los estudios americanistas en Francia,
donde ya antes de Guerra se encuentran estudios novedosos, como el de DEMELAS, Marie-Da-
nielle e Y. SAINT-GEOURS, Jerusalén y Babilonia. Religión y política en Ecuador (1780-1880),
Quito, 1988; pero esa influencia se advierte también en Italia (Antonio Annino) y en la nueva
historiografía latinoamericana (especialmente en Argentina y Colombia).
23 THIBAUD, Clement: República en armas. Los ejércitos bolivarianos en la Guerra de In-

dependencia en Colombia y Venezuela, Bogotá, 2003.


24 VAN YOUNG, Eric: The Other Rebellion. Popular Violence, Ideology and the Mexican

Struggle for Independence, 1810-1821, Stanford, 2001 (traducida al español: La otra rebelión:
la lucha por la independencia de México, 1810-1821, México, FCE, 2006).
25 Véanse, por ejemplo, la reseña de Diego ESPINOSA al libro de Thibaud en Fronteras de

la Historia, n. 9 (2004), pp. 339-342; y el comentario, mucho más profundo y extenso —con
una crítica que parece, a veces, excesiva— de Alan Knight a la obra de Van Young, de la que
dice que es «una manera audaz e inusual de escribir una historia de la insurgencia» (Historia
Mexicana, LIV:1, 2004, pp. 445-515).
PRESENTACIÓN 17

Una frase en el libro de Van Young expresa de modo gráfico —aunque


quizá poco académico— la impresión que se puede obtener de estas «nuevas
historias» de la independencia, en la que los actores principales no son las
elites ni los próceres sino las gentes del pueblo, especialmente del mundo ru-
ral: «durante esta época de mucho hablar y gritar se extendió y profundizó la
conciencia pública, se ampliaron los horizontes del pensamiento político de
mucha gente común y creció la sensación de lo que podríamos llamar inde-
pendencia nacional».26

2. Las aportaciones de este volumen

Varios de los textos que se reúnen en este volumen tienen como objetivo
principal presentar un «estado de la cuestión» en torno a la historiografía so-
bre el proceso de independencia en algún territorio. Pero no ha sido propó-
sito de los organizadores de las Jornadas ofrecer un estudio específico para
cada una de las repúblicas que resultaron de las independencias, ni siquiera
en su forma inicial de «grandes estados»; si acaso, hubo una voluntad ex-
presa de incluir a Uruguay y Brasil, por tratarse de dos países que a menudo
quedan al margen de los estudios sobre la emancipación iberoamericana.
Otros —los de Jesús Ruiz de Gordejuela y Sigfrido Vázquez, pero también
en cierto modo el de John Fisher— se centran en algún aspecto concreto del
proceso en un país determinado.
Por su larga experiencia y reconocido prestigio como estudioso del pro-
ceso independentista en sentido global, al profesor Brian Hamnett se le pidió
que su aportación pudiera servir de alguna manera de marco general de todo
el volumen. Su argumento principal —en el que podemos advertir su rela-
tivo desacuerdo con la tesis principal de J. Rodríguez— es que las indepen-
dencias fueron una consecuencia de la disolución de la monarquía hispana,
que estaba «en un proceso de disgregación y en curso de disolución antes de
1808, y ciertamente antes del estallido de las revoluciones hispano-america-
nas en 1810.» Señala Hamnett dos causas de largo plazo de ese proceso de
disolución: en primer lugar, la incapacidad de la monarquía para «movilizar
con eficacia los recursos materiales necesarios para sostener la posición im-
perial de España» en un contexto mundial en transformación; en segundo, el
fracaso del gobierno borbónico «para resolver el problema, de creciente im-
portancia, de la relación entre los territorios americanos y los de la Penín-
sula.» La Constitución gaditana intentó solucionarlo con una fórmula de ca-
rácter centralista que, en el fondo, era la misma que ésa de lograr «un cuerpo
unido de nación» de que hablaba en 1768 el famoso informe de los fiscales

26 VAN YOUNG, Eric: La otra rebelión…, p. 349.


18 JUAN BOSCO AMORES CARREDANO

del Consejo de Castilla27, y que fue rechazada por los patriotas americanos.
Sin embargo, el separatismo americano cristalizó y quedó definido a partir
de la torpe política metropolitana del sexenio absolutista, un tiempo durante
el cual «hubiera podido, por medio de las instituciones representativas, pro-
fundizar en el conocimiento del problema de transformarse en una gran “Na-
ción española» de tres hemisferios, como lo había definido la Constitución
de 1812».
Miguel Molina, catedrático de Historia de América de la Universidad de
Granada, analiza el papel fundamental que jugó el cabildo en el proceso de in-
dependencia hispanoamericano, especialmente en ese bienio «mágico» que va
de la primavera de 1808 a la de 1810, el periodo que con más detalle se ha es-
tudiado de todo el proceso, quizás porque, usando las palabras de F.X. Gue-
rra, fue entonces cuando se produjo la «mutación política» en el seno de la
monarquía, cambio revolucionario en el que el cabildo, la institución de ma-
yor arraigo en el mundo político hispano, y que había salido reforzada del pe-
riodo de reformas borbónicas, tuvo un protagonismo central. Demostrando un
extenso dominio de la historiografía, el profesor Molina insiste en que fueron
las teorías pactistas de la neoescolástica hispana, revitalizadas por el iusna-
turalismo europeo del siglo XVII, las que inspiraron el inicio del movimiento
emancipador. Con ese bagaje doctrinal y afirmándose como últimos deposita-
rios de la soberanía originaria en cuanto representantes del pueblo —los «se-
ñoríos colectivos» de que hablaba Guerra—, de ellos partió el movimiento
juntista y la deposición —o el intento al menos— de las viejas autoridades co-
loniales, tanto en la Península como en América. A las demandas de una re-
presentación justa y de mayor autonomía le siguieron, tras la caída de la Junta
Central, las primeras declaraciones de independencia, si bien todavía en nom-
bre de Fernando VII. No fue hasta esta fase final de este bienio revolucionario
cuando se percibe que las elites criollas, que dominan los cabildos, conocían
también las doctrinas de la Ilustración europea y la Revolución francesa.
En todo caso, queda claro el indiscutible protagonismo que los cabildos
indianos asumieron en el proceso autonomista, aun cuando la independencia
no fuera, en su opinión, «una solución política conscientemente buscada ni
prevista en los Cabildos ni tampoco en las Juntas resultantes».
El profesor McFarlane analiza el turbulento periodo de 1810-1815 en
Nueva Granada, la «patria boba» de la historia nacional tradicional. Se de-
tiene en tres temas centrales de dicho periodo: los orígenes de la crisis polí-
tica y las causas del colapso del gobierno virreinal; las formas y desarrollo
de los nuevos gobiernos que emergieron en 1810; y, por último, las causas y
consecuencias de la fragmentación del poder político que caracterizó espe-

27 NAVARRO GARCÍA, Luis: «El Consejo de Castilla y su crítica de la política indiana en

1768», en Homenaje al profesor Alfonso García-Gallo, vol. 5, Madrid, Universidad Complu-


tense, 1996, pp. 187-208.
PRESENTACIÓN 19

cialmente el periodo en Nueva Granada. De la misma forma que Hamnett,


McFarlane sostiene que «la idea de una patria criolla y la visión de una
república no es tanto la causa del colapso de la monarquía española sino
más bien su consecuencia.» Y, coincidiendo con la tesis de Rodríguez,
afirma que, aunque la creación de las juntas americanas no tuvo nada que
ver con la doctrina moderna de la soberanía popular, su constitución tuvo
un efecto revolucionario, porque planteó la reasunción de la soberanía y el
problema de la representación americana en el gobierno de la monarquía,
lo que llevó a su vez a las primeras experiencias electorales y, con ellas, al
inicio de la política moderna. Pero el debate político consiguiente demos-
tró que era mucho más fácil derrocar un gobierno débil que construir un
nuevo orden político. Al contrario, a comienzos de 1811, la Nueva Gra-
nada era un mosaico de provincias, unas fieles a la Regencia y otras con
gobiernos autónomos. Nueva Granada era, en suma, más una colección de
ciudades-estados que una nación-estado unificada.
Una de las afirmaciones que nos parecen más interesantes de McFar-
lane es la de que, frente a los críticos del sistema federal desde los tiempos
de Nariño y Bolívar, en la cultura política de la Nueva Granada «existían
tradiciones poderosas que predisponían a su gente hacia el federalismo»,
no sólo las viejas teorias y prácticas políticas pactistas sino una experien-
cia secular de participacion política activa de los sectores intermedios de
la sociedad en los asuntos que concercian a sus comunidades, especial-
mente las urbanas. En todo caso, la división no sólo entre grandes provin-
cias sino al interior de ellas fue la característica propia de la vida política
neogranadina durante estos años.
McFarlane define como simplista la caracterización de esos años neo-
granadinos de 1810 a 1815 como una mera «Patria Boba». Aunque fa-
llaron los estados autónomos e independientes fundados en este periodo,
abrieron nuevos horizontes políticos relacionados directamente con la
modernidad —la adopción de las libertades individuales, el régimen re-
presentativo, la separación de poderes, etc.—, al mismo tiempo que per-
manecía mucho de las tradiciones hispánicas, sobre todo en el plano de
las mentalidades y el imaginario católico-religioso.
Jesús Ruiz de Gordejuela, doctor en Historia por la Universidad del
País Vasco y autor de varias monografías, nos presenta a un personaje
clave en los inicios del proceso de independencia en México, el hacen-
dado vasco Gabriel de Yermo, un tanto olvidado por la historiografía
«nacional» quizá por tratarse del principal causante de la frustración del
proyecto autonomista criollo en el verano de 1808. Este trabajo viene
a ser un ejercicio de microhistoria o de biografía histórica, que hasta
hace poco sólo se hacía con los famosos próceres. Frente a la imagen de
Yermo transmitida por aquella historiografía como la de un reacciona-
rio absolutista, Ruiz de Gordejuela nos presenta a un personaje al que se
puede inscribir entre los representantes de la «segunda ilustración» es-
20 JUAN BOSCO AMORES CARREDANO

pañola, firmes partidarios muchos de ellos del absolutismo ilustrado pero


como el único sistema de gobierno que permitía garantizar «desde arriba»
el éxito de las profundas reformas que necesitaban las sociedades hispáni-
cas para alcanzar el tan deseado progreso. En este sentido, destaca la de-
cisión de Yermo de liberar a los más de 700 esclavos de sus haciendas, así
como sus opiniones, claramente liberales, sobre la esclavitud, todo lo cual
viene a confirmar, junto al planteamiento y éxito en los negocios, su con-
dición de moderno hombre de empresa. Los intereses económicos del clan
Yermo abarcaban los principales sectores productivos y se extendían por di-
ferentes regiones del país. Una red familiar y empresarial de esa dimensión
necesitaba de un sistema de crédito «nacional» garantizado por un poder
central fuerte, que asegurara el orden interno. Este «orden» había sido seria-
mente afectado en México por la política godoyista y su fiel representante
al frente del virreinato, Iturrigaray. Cuando éste, en medio del desconcierto
producido por las noticias de la metrópoli, pareció inclinarse por la aventura
autonomista en alianza con un sector de la elite criolla, Yermo aprovechó su
bien ganado prestigio para concitar el descontento de la rica clase empresa-
rial mexicana —de origen vasco y montañés en gran medida— y el temor
de las autoridades coloniales (en especial la Audiencia) para, con el apoyo
más o menos explícito del delegado de la Junta sevillana, organizar y dirigir
el golpe que depuso al virrey. Aunque el autor limita su estudio a la figura
de Yermo, podríamos decir que el triunfo del golpe por él dirigido permitió
al poder virreinal mantener el control del territorio, organizar con eficacia
la reacción contra la insurgencia y, en definitiva, que México accediera a su
independencia a través de una fórmula conservadora y de consenso entre las
elites, peninsulares y criollas.
La ponencia del profesor Fisher analiza con detalle las circunstancias po-
líticas y sociales del Perú durante el año crítico de su independencia, 1821.
Tras una breve discusión sobre la historiografía de la independencia y un re-
sumen de los antecedentes, el decenio 1810-1820, centra su análisis en las
reacciones realistas a la llegada del ejército de San Martín a la costa peruana,
en septiembre de 1820 y, especialmente, en las actividades en el Perú durante
1821 del Comisionado de Paz enviado por el gobierno liberal español, Ma-
nuel de Abreu.
El testimonio de este comisionado, que Fisher describe con gran habi-
lidad, muestra hasta qué punto los buenos deseos del gobierno liberal espa-
ñol, que representaba Abreu, y de San Martín, para llegar a un acuerdo para
un Perú independiente pero con un monarca español al frente —el viejo pro-
yecto de los que, con mucha antelación, previeron la inevitable independen-
cia, como Ábalos, el conde de Aranda, Saavedra y el mismo Godoy—, se ha-
bía convertido en inviable hacia 1821. Aunque la independencia no se hizo
efectiva hasta la derrota de los realistas en Ayacucho, en diciembre de 1824,
Fisher llama la atención sobre el hecho de que más de la mitad de los oficia-
les y tropa derrotados «decidieron retornar a “sus casas en el país”»; y, to-
PRESENTACIÓN 21

davía más significativo, que en la fortaleza del Callao quedaron refugiados


«no sólo 2.500 oficiales y soldados, la mayoría peruanos … sino también
casi 4.000 civiles, entre ellos la crema de la aristocracia limeña, que caye-
ron víctimas del amargo asedio de la fortaleza (…).» Y este hecho le permite
concluir con la sugerente idea de que España perdió el Perú «a pesar de que
la mayoría de los limeños políticamente activos habían optado a favor de la
muerte en vez de la independencia.»
Como decíamos al principio del epígrafe, conscientes del menor cono-
cimiento que, de ordinario, se tiene del proceso de independencia del Brasil
y la Banda Oriental o Uruguay, a su vez estrechamente relacionados, invita-
mos al profesor Julio Sánchez, uno de los pocos especialistas españoles en la
historia de estos dos países, a presentar una ponencia general sobre el tema.
Siendo, con mucho, el trabajo más extenso del volumen, el profesor Sánchez
logra una síntesis clara y precisa de una temática tan compleja que espera-
mos sea de mucha utilidad para los estudiosos de las independencias ameri-
canas.
Hasta hace pocos años, de la capitanía general de Cuba apenas se trataba
al hablar de las independencias, por razones de todos conocidas. Sin em-
bargo, el joven investigador Sigfrido Vázquez, que recientemente ha publi-
cado una extensa y documentada monografía sobre el gobierno del marqués
de Someruelos en la isla entre 1799 y 1812, ha demostrado que aquella rica
provincia en absoluto permaneció al margen del convulso proceso que atra-
vesó la monarquía en esos años. En el trabajo que presenta aquí describe con
detalle el ambiente político que se vivió en la Antilla en ese agitado segundo
semestre de 1808. Aunque la situación de Cuba, y en especial de sus elites
(que eran habaneras), difería mucho de la de los territorios continentales de
la monarquía en América, y a pesar de que sobre la isla se cernieron amena-
zas exteriores muy concretas hasta fechas cercanas a 1808 —o quizás preci-
samente por ello— no faltaron tampoco allí movimientos y conspiraciones
de carácter, al menos, autonomista, que fueron sin embargo controlados por
Someruelos con bastante facilidad. Aunque la razón última de la debilidad de
estos movimientos se deba a la estrecha dependencia de las elites habaneras
de su relación con la metrópoli, también puede explicarse, y esta es una de
las aportaciones más relevantes del presente trabajo, por la extensa y eficaz
red de información de que dispuso Someruelos en todo momento que le per-
mitió, incluso, «jugar» con los jefes de la conspiración. Este aparente «ma-
quiavelismo» de Someruelos pudo tener un objetivo político personal: lograr
mantenerse en el poder a pesar de las dudas que suscitaba entre las autorida-
des gaditanas —alimentadas por sus aliados en la Isla— mostrándose como
el más idóneo para controlar la situación en un enclave de especial valor es-
tratégico. En todo caso, parece claro que en Cuba —como en otras regiones
del imperio— los movimientos conspirativos respondieron a menudo más a
motivaciones personales o intereses locales que a planteamientos ideológicos
o políticos de mayor alcance.
22 JUAN BOSCO AMORES CARREDANO

Por último, el que firma esta breve presentación cierra el volumen con un
trabajo sobre la actitud y protagonismo específico del clero, en todos sus ni-
veles jerárquicos, en todo el proceso. Nos parecía que, siendo uno de los as-
pectos que la reciente historiografía ha puesto de nuevo en debate, no podía
quedar al margen de una obra de conjunto sobre la temática de las indepen-
dencias. Se trata solamente, como no podía ser de otra manera, de un trabajo
de síntesis en el que se analiza brevemente el papel de los principales secto-
res del clero americano en el proceso y se pone de manifiesto la necesidad
de continuar investigando en la línea de algunos de los últimos trabajos que
ponen en cuestión y revisan profundamente la interpretación que al respecto
nos ofrecía la historia nacional tradicional.
La mayor parte de los trabajos que aquí se reúnen fueron expuestos en
las X Jornadas de Estudios Históricos del Departamento de Historia Medie-
val, Moderna y de América, celebradas en la Facultad de Letras de la Uni-
versidad del País Vasco el pasado mes de noviembre de 2008. Deseo termi-
nar esta Presentación dando las gracias a todos los que contribuyeron a la
realización de Esas Jornadas. De modo especial quiero mostrar mi agradeci-
miento a todos los ponentes y al entonces Director del Departamento, el pro-
fesor José Antonio Munita Loinaz. Como en las Jornadas anteriores, resultó
decisivo el apoyo institucional y económico del Decanato de la Facultad, del
Vicerrectorado del Campus de Álava, de la Diputación Foral alavesa y de la
Caja Vital.
Modelos y tendencias de interpretación
de las independencias americanas

Brian HAMNETT
University of Essex

1. Introducción

En este periodo de la Independencia de Hispanoamérica dos tendencias


históricas distintas operaban al mismo tiempo: la disolución de la Monarquía
hispana y las luchas por la Independencia de la metrópoli española. ¿Cuál
fue la relación entre ellas?
En primer lugar, las medidas borbónicas, desde Felipe V en adelante, in-
tentaban reconstruir la Monarquía, reforzando la autoridad del Estado metro-
politano. En varios trabajos he argumentado por una continuidad entre la po-
lítica imperial borbónica y la de las Cortes de Cádiz, una posición abierta a la
crítica desde dos perspectivas. La primera perspectiva ve en Cádiz un nuevo
comienzo, haciendo hincapié en la proclamación de la soberanía nacional
en septiembre de 1810 y el establecimiento de instituciones representativas
para toda la Monarquía hispana.1 La segunda ve en este programa una forma
de descentralización en la Monarquía, a veces llegando hasta el grado de in-
terpretar la introducción de las Intendencias en las décadas de 1770 y 1780
como una descentralización borbónica.2
Obviamente, hay elementos de verdad en estas posiciones. Sin embargo,
representan vuelos de la imaginación: el primero caso es la idea de que los
cambios constitucionales representaron la verdadera revolución en la Amé-

1 Véase GUERRA, François-Xavier: Modernidad e independencias. Ensayos sobre las re-

voluciones hispánicas, Madrid, Mapfre, 1993; RODRÍGUEZ O., Jaime E.: La independencia de
la América española, México, FCE, 1996; CHUST, Manuel: La cuestión nacional americana en
las Cortes de Cádiz (1810-1814), Valencia y México, 1999.
2 BENSON, Nettie Lee: La diputación provincial y el federalismo mexicano, Austin, 1955.

PIETSCHMAN, Horst: «Protoliberalismo, reformas borbónicas y revolución: la Nueva España


en el último tercio del siglo XVIII,» en Josefina Z. VÁZQUEZ (comp.): Interpretaciones del si-
glo XVIII mexicano. El impacto de las reformas borbónicas, México, 1992, pp. 27-65. HEN-
SEL, Silke: Die Entstehing des Föderalismus in Mexiko. Die politische Elite Oaxacas zwischen
Stadt, Region und Staat, 1786-1835, Stuttgart, 1997.
24 BRIAN HAMNETT

rica española, más o menos pacífica, poniendo en la sombra las insurgencias,


rebeliones populares y campañas militares por los ejércitos de los Libertado-
res: todo esto, quizás, consignado a una categoría llamada historia tradicional.
Esta perspectiva viene a ser un intento de presentar el curso de los eventos
primordialmente como un cambio cultural. El segundo vuelo de la imagina-
ción tiene la visión de un proceso lógico e inexorable desde las intendencias
que, pasando por la diputación provincial abocaría en el federalismo. Estos
dos representan lo que prefiero describir como «procesos imaginarios». Pero
habrá más sobre lo imaginado y lo imaginario al fin de esta ponencia.
Lo que argumento aquí es que la Monarquía hispana, regida por el ab-
solutismo ministerial, estaba en declive, en un proceso de disgregación y en
curso de disolución antes de 1808, y ciertamente antes del estallido de las
revoluciones hispano-americanas en 1810. En consecuencia, veo la obra de
las Cortes gaditanas como un intento de salvaguardar la Monarquía hispana
—en plena guerra peninsular y americana— de la disolución final. Las Cor-
tes buscaban, por medio de la Constitución de 1812 y las nuevas institucio-
nes, la manera de reintegrar el sistema político formado originalmente en el
siglo XVI, y estrechar los lazos de unión. En este sentido, el objetivo del pri-
mer constitucionalismo liberal fue el mismo que el de los ministros borbó-
nicos y, además, fue reconocido como tal en las Américas. Por eso muchos
americanos, incluso los diputados americanos a Cortes y, por supuesto, los
separatistas, lo rechazaron.3
Desde este punto de vista, el derrumbe de la Monarquía hispana no fue
causado por los movimientos separatistas, sino por una aglomeración de cau-
sas variadas, de largo y corto plazo, estructural y casual, antes de 1808-10.
La Independencia, resistida por muchos americanos, fue la consecuencia, no
la causa, de la disolución de la Monarquía hispana. El separatismo, es impor-
tante advertirlo, fue un fenómeno distinto del nacionalismo.
Antes de entrar en la discusión de estos temas con mayor profundidad,
creo que es necesario hacer hincapié en que los acontecimientos que estu-
diamos tenían lugar en un contexto internacional. Y en este había dimensio-
nes económicas, políticas e intelectuales. En realidad, la situación política
internacional no era favorable a la fragmentación de la Monarquía hispana,
debido a que las grandes potencias estaban luchando contra la expansión de
la Revolución francesa y de la Francia napoleónica. Cuando España cambió
de lado en 1808, Gran Bretaña, aunque deseosa de obtener concesiones co-
merciales, se comprometía en mantener intacta, si era posible, la vieja Mo-
narquía. Por consiguiente, no tenía interés en promover movimientos sepa-
ratistas en el continente americano. Esta política continuaba en 1814-1822,
cuando Castlereagh era Secretario del Foreign Office, es decir durante el

3 Véase BREÑA, Roberto: El primer liberalismo español y los procesos de emancipación

de América. Una revisión historiográfica del liberalismo hispánico, México, 2006.


MODELOS Y TENDENCIAS DE INTERPRETACIÓN DE LAS INDEPENDENCIAS... 25

periodo llamado de «la Restauración». En el mismo sentido, los principales


gobiernos europeos no dieron un apoyo total a la insurrección de los griegos
en 1821 contra el imperio otomano.
La situación sólo cambió en 1822-23, cuando el gobierno británico se
alarmó al advertir los designios de la Francia borbónica sobre España y, por
extensión, sobre su imperio americano. La intervención militar francesa en
España en 1823, a la que se opuso Canning, pareció una renovación de la
política ambiciosa de Luis XIV y su ministro Choiseul en el tiempo del Ter-
cer Pacto de Familia de 1761, y luego de Napoleón, para integrar los intere-
ses de Francia y España en un bloque común contra los británicos. Por con-
siguiente, la posición de la América española llegó a ser crucial para ellos. El
acuerdo Canning-Polignac y la Doctrina Monroe del 2 de diciembre de 1823
salieron de este contexto. Luego, siguieron los reconocimientos de los nue-
vos estados hispano-americanos por los británicos y por Estados Unidos.

2. Reforma, integración y fortalecimiento

La política reformista de los ministros borbónicos mostró, a pesar de


sus limitaciones y contradicciones, que la España imperial no era opresiva
ni estaba moribunda. Como han argumentado varios estudiosos, las refor-
mas beneficiaron a varios sectores de la población americana. Las Socieda-
des Económicas de Amigos de País, por ejemplo, se extendieron a las Améri-
cas. Establecidas primero en Vascongadas en 1765, llegó a Madrid en 1775 y
luego fueron constituidas en Santiago de Cuba (1787), Lima en 1790, Quito
en 1791, La Habana en 1794, Guatemala en 1795. Los dos nuevos consula-
dos de Veracruz y Guadalajara, creados en 1795, respondieron a la presión
comercial y reformista desde las provincias, oponiéndose al gran influjo y,
según ellos, el peso muerto que suponía el Consulado de México, fundado en
el siglo XVI.4 Vicente Basadre, secretario del Consulado de Veracruz, llegó a
ser uno de los más destacados partidarios de las reformas, como se ve en sus
informes desde 1796 a 1802, como también en los de José María Quiroz, se-
cretario entre 1806 y 1822.5

4 STEIN, Stanley J. y Bárbara: Apogee of Empire. Spain and New Spain in the Age of Char-

les III (1759-1788), Baltimore y Londres, 2003, pp. 258-262. MARKS, Patricia H.: «Confron-
ting the Mercantile Elite: Bourbon Reforms and the Merchants of Lima, 1765-1796», The
Americas, 60 (2004), pp. 519-58. PAQUETTE, Gabriel: «State-Civil Society Cooperation and
Conflict in the Spanish Empire: The Intellectual and Political Activities of the Ultramarine
Consulados and Economic Societies, c. 1780-1810», Journal of Latin American Studies, 39
(2007), pp. 263-298.
5 ORTIZ DE LA TABLA DUCASSE, Javier: Memorias políticas y económicas del Consulado

de Veracruz, 1796-1822, Sevilla, 1985. LUCENA SALMORAL, Manuel: La economía americana


del primer cuarto del siglo XIX, vista a través de las Memorias escritas por don Vicente Basa-
dre, último Intendente de Venezuela, Caracas, 1983.
26 BRIAN HAMNETT

Sin embargo, la guerra transatlántica, con el bloqueo británico de las cos-


tas a partir de 1797, desorientó la política reformista, sobre todo la política
comercial, iniciada desde 1765 o, aún se podría decir, desde 1720. La reanu-
dación de la guerra en 1804 hundió al sistema comercial en una crisis pro-
funda. Debido a que la reforma comercial representaba un plataforma fun-
damental del «absolutismo ilustrado», la guerra impuso un duro golpe a esa
política. Al mismo tiempo, el derrumbe del sistema financiero metropolitano
bajo el impacto de la guerra viciaba en adelante cualquier intento de imple-
mentar las reformas ilustradas. Las necesidades de guerra reforzaron la posi-
ción de los viejos consulados de México y Lima, los únicos que podían su-
plir los préstamos y donativos requeridos por el gobierno metropolitano. Sin
embargo, el Consulado de México, aunque apoyado por el virrey Branciforte,
no consiguió la abolición de los nuevos consulados.6
John Lynch identificó ocho razones para explicar el colapso de la auto-
ridad metropolitana en el continente americano: la nueva política imperial a
partir de 1765; «la deconstrucción del estado criollo»; las necesidades de la
defensa imperial; la nueva dimensión de la protesta popular; el contexto ge-
neral de la «Edad de las Revoluciones»; el impacto de la Ilustración; el cre-
cimiento de una identidad americana; y la crisis del imperio. Cuatro de estas,
como se nota, se refieren a cambios de la estructura del imperio. En otro tra-
bajo, nos informa Lynch que «la naturaleza del estado Borbón era la cuestión
principal.»7
Pero, si hay dos explicaciones que se destacan, y que no se encuentran
entre estas ocho, son las siguientes. Primero, la incapacidad por parte del
gobierno metropolitano para movilizar con eficacia los recursos materiales
necesarios para sostener la posición imperial de España en el contexto del
mundo actual, que sufría un rápido proceso de cambio en las últimas décadas
del siglo XVIII y primeras del XIX. Es decir, que la España metropolitana per-
dió la lucha para el control de la riqueza y el poder en el mundo occidental.
Habiendo formulado el argumento así, hay que recordar que la misma lucha
hundió la monarquía borbónica francesa en 1787-92, dos décadas antes del
derrumbamiento del Antiguo Régimen en España.
Segundo, el fracaso por parte del gobierno metropolitano, en el largo pe-
riodo desde c. 1760 hasta 1820-21, para resolver el problema, de creciente
importancia, de la relación entre los territorios americanos y los de la Pe-

6 HAMNETT, Brian R.: «Mercantile Rivalry and Peninsular Division: the Consulados of

New Spain and the Impact of the Bourbon Reforms, 1789-1824», Ibero-Amerikanisches Ar-
chiv, IV (1976), pp. 273-305. MARICHAL, Carlos: «Beneficios y costos fiscales del colonia-
lismo: las remesas americanas a España, 1760-1814», Revista de Historia Económica, año XV,
no. 3 (otoño-invierno 1997), pp. 475-505.
7 LYNCH, John (ed.): Latin American Revolutions, 1808-1826. Old and New World Ori-

gins, University of Oklahoma Press, 1994, pp. 6-38; LYNCH, John: Spain under the Bourbons,
1700-1808, Oxford, 1989, pp. 296-297 y 302-303.
MODELOS Y TENDENCIAS DE INTERPRETACIÓN DE LAS INDEPENDENCIAS... 27

nínsula. Este problema tenía dos aspectos: el político y el jurídico o consti-


tucional, por un lado, y el comercial, por el otro. Con respecto al primero, la
cuestión se redujo básicamente al problema de la representación.8 Con res-
pecto a este último, la metrópoli pretendía arreglar las relaciones comercia-
les de sus territorios americanos con el mercado internacional. A juicio de
Jorge Domínguez, el factor decisivo en la relación entre las élites americanas
y los órganos gubernamentales consistía en la incapacidad de estos últimos
para responder a las presiones de las primeras. Las insurrecciones separatis-
tas brotaron en 1810 precisamente en los lugares donde las élites se sintie-
ron más agraviadas, como Caracas y Buenos Aires.9 En Lima, por contraste,
la política comercial metropolitana no tenía tanto peso y la flexibilidad del
virrey Abascal ofreció la posibilidad de un acuerdo entre la élite limeña y el
gobierno.
La Monarquía hispana quedaba vulnerable al colapso financiero y la de-
rrota militar.10 Cuando ocurrieron ambos entre 1796 y 1808, una de las expli-
caciones fue la política exterior de Carlos III y Carlos IV. La paradoja de esta
conexión entre reforma y colapso todavía no ha sido explicada con bastante
claridad. Quizás, el corazón del problema es la renuencia historiográfica de
hacer la conexión entre la política exterior carolina y el derrumbe del go-
bierno metropolitano en 1808. Al contrario, la interpretación predominante lo
ve en la alianza con Francia, sea como el motivo para las reformas o la con-
secuencia de ellas, a pesar de las derrotas de 1762 y la catástrofe a partir de
1797. Los resultados funestos de esta alianza finalmente destruyó la monar-
quía de Carlos IV en marzo de 1808.
Como ha comentado Tulio Halperín Donghi, «a partir de 1796, el lazo
imperial había sido mortalmente debilitado: el envío de hombres y recursos
de la península a las Indias se tornaba difícil. La creación de una adminis-
tración unificada por lo menos en la cima y un ejército de dimensiones real-
mente imperiales… quedaba por ello amenazada. La quiebra del vínculo at-
lántico hería el núcleo mismo del poder español: el tesoro indiano, que había
sostenido por siglos al poder metropolitano, ya no podía hacerlo.»11
La tesis de Theda Skocpol sobre el colapso de estados e imperios por
medio del impacto de relaciones internaciones desastrosas, quiebra finan-

8 Véase NAVARRO GARCÍA, Luis: «La crisis del reformismo borbónico bajo Carlos IV», Te-

mas Americanistas, 13, Sevilla, 1997, pp. 1-8.


9 DOMÍNGUEZ, Jorge: Insurrection or Loyalty. The Breakdown of the Spanish American

Empire, Harvard, 1980, pp. 248, 254.


10 MARICHAL, Carlos: Bankruptcy of Empire. Mexican Silver and the Wars between Spain,

Britain and France, 1760-1810, Cambridge, 2007, pp. 81-118, 237-254, 255-265. Véanse tam-
bién los ensayos en SERRANO, José Antonio y Luis JÁUREGUI (eds.): Hacienda y política. Las
finanzas públicas y los grupos de poder en la Primera República Federal Mexicana, Zamora y
México, 1998.
11 HALPERÍN DONGHI, Tulio: Reforma y disolución de los imperios ibéricos, 1750-1850,

Madrid, Alianza Editorial, 1985, p. 80.


28 BRIAN HAMNETT

ciera y derrota militar, y la oportunidad que estos factores presentan para


la toma del poder por grupos revolucionarios, tiene cierta pertinencia aquí.
La autora la aplica a los casos de Francia en 1789, Rusia en 1917 y China
en 1949, aunque se podía añadir México en 1911 y Cuba en 1959. Esencial-
mente, la tesis argumenta que los viejos sistemas pierden su control sobre
los asuntos e, impotentes frente al rápido desarrollo de los acontecimientos,
se quiebran, viendo como se desintegran y desvanecen sus fuerzas armadas.
En este contexto, Skocpol pone en segundo lugar los otros factores prima-
rios como el de la movilización social contra los agravios experimentados
bajo los viejos sistemas. Por esta razón, es necesario modificar esta teoría
con respecto a las revoluciones e insurgencias en Hispanoamérica, que con-
tribuyeron de manera significativa al triunfo final del separatismo, a pesar
de que dos de las más arraigadas, las de Nueva España (en la fase de Hi-
dalgo y Morelos, 1810-14) y la zona del Cuzco (1814-15) fueron derrotadas
por los ejércitos realistas.12

3. Reconstrucción por medio del constitucionalismo unitario

La crisis imperial de 1808 puso la cuestión de las formas de representa-


ción en el primer lugar. En las sombras, desde c. 1760, reconocida pero ne-
gada por el gobierno metropolitano, esta cuestión llegó a ser la más urgente
en España, como también en las Américas, cuando el absolutismo carolino se
derrumbó en marzo-mayo de 1808.
Fue inevitable que el tema de la soberanía, apenas discutido en el si-
glo XVIII en los círculos oficiales, surgiera de su existencia subterránea
como el tema trascendental. Con la excepción de los absolutistas más in-
flexibles, muchos centros de opinión estaban de acuerdo con que faltaba
una re-definición de la soberanía.13 Esto, sin embargo, no resultaría ser fá-
cil, porque la soberanía implicaba muchas facetas distintas. Además, mu-
chos ejemplos existieron en el día: el de la Constitución de los Estados Uni-
dos de América de 1787, que era federal; el de la Constitución francesa de
1791, estableciendo una monarquía constitucional combinada con el princi-
pio de representación según la población, es decir, centralista y rechazando
el corporativismo del Antiguo Régimen; el modelo mixto británico, en que el
rey compartió el ejercicio de la soberanía con un parlamento de dos cáma-
ras, la alta integrada por la nobleza y el episcopado, y concentrando toda la
representación en el centro político; el experimento jacobino republicano

12 SKOCPOL, Theda: States and Social Revolutions. A Comparative Analysis of France,

Russia and China, Cambridge y Nueva York, 1989 [1979], pp. 60-67 y 144-147.
13 ADELMAN, Jeremy: Sovereignty and Revolution in the Iberian Atlantic, Princeton, 2007,

y del mismo: «An Age of Imperial Revolutions», American Historical Review, 113 (abril de
2008), pp. 319-340.
MODELOS Y TENDENCIAS DE INTERPRETACIÓN DE LAS INDEPENDENCIAS... 29

de 1793, también centralista; las varias tradiciones corporativas de los rei-


nos medievales de la península; o un nuevo modelo liberal, en que la sobe-
ranía perteneció a «la nación», que la entregaba a las instituciones políticas
para su ejercicio en la práctica, siguiendo el principio de la representación
según la población. Las Cortes de 1810-13 optaron por este último, mante-
niendo al mismo tiempo la monarquía hereditaria y la posición del catoli-
cismo como la religión del Estado, pero adoptando la forma unicameral de
la representación.
Sin embargo, la historia de las Cortes demuestra que los problemas no
acabaron aquí. Faltaba definir «la nación» de una manera convincente; y ha-
bía que responder a la reacción contra el centralismo heredado del absolu-
tismo carolino en las provincias peninsulares, como también en las Améri-
cas. Las Cortes resistieron cualquier sugerencia de neo-foralismo por parte
de los diputados de Valencia o Cataluña, y rechazó, en 1811-14 y 1820-23,
cualquier propuesta de autonomía o federalismo por parte de los diputados
americanos, favorecida sobre todo por los de Nueva España. Las cuestiones
relacionadas de la proporcionalidad de la representación americana y euro-
pea, y la concesión de alguna forma de autogobierno dentro de los territorios
americanos, nunca fueron resueltas durante estos dos periodos. El resultado
fue un empeoramiento de las relaciones entre los diputados americanos y los
de la península, hasta que alcanzaron su punto final en los primeros meses de
1822.14
En esta segunda oleada de reformas provenientes de la metrópoli, du-
rante el primer periodo constitucional de 1810-1814, la España constitu-
cional intentaba, como el absolutismo carolino, preservar la unidad de la
Monarquía hispana, pero re-constituida sobre una nueva base política. Sin
embargo, la ubicación del régimen constitucional en el puerto de Cádiz en-
tre 1810-13 aumentó de nuevo la influencia del Consulado de Cádiz, princi-
pal opositor a la política comercial carolina, como Timothy Anna y Michael
Costeloe muestran bien. El Consulado proporcionó los fondos para la expe-
dición a Nueva España en 1812, la de Morillo para la reconquista de Vene-
zuela y Nueva Granada en 1815-16, y para equipar la expedición destinada
en 1817 para la reconquista del Río de la Plata.15

14 CHUST, Manuel: La cuestión nacional americana…, pp. 12, 14 y 16; y del mismo autor:

«La vía autonomista novohispana. Una propuesta federal en las Cortes de Cádiz», Estudios de
Historia Novohispana, 15 (1995), pp. 159-187; y «Federalismo avant la lettre en las Cortes
hispana (1810-1821)», en VÁZQUEZ, Josefina Z. (comp.), El establecimiento del federalismo
en México (1821-1827), México, 2003, pp. 77-114.
15 ANNA, Timothy E.: Spain and the Loss of America, Lincoln y Londres, 1983, pp. 82-

83, 101 y 106. COSTELOE, Michael P.: Response to Revolution. Imperial Spain and the Spanish
American Revolutions, 1810-1840, Cambridge, 1986, pp. 196-197.
30 BRIAN HAMNETT

4. El Impacto nocivo de la Restauración del Absolutismo

No creo que se haya prestado atención suficiente a la Restauración del


absolutismo unitarista de 1814 en las relaciones entre el gobierno metropo-
litano y los territorios del continente americano. Podemos considerar el pe-
riodo 1814-20 como «el tiempo que España perdió».
El cierre de las Cortes y la abolición de la Constitución de 1812 signi-
ficaron, primero, que los diputados ya elegidos y aprobados por las Cortes
Ordinarias de Madrid de 1813-14, peninsulares o americanos, perdieron sus
asientos, y, segundo, que los que todavía no habían llegado no tendrían un
destino. En este sentido, el rey, sus partidarios militares y sus aliados serviles
abortaron el primer experimento de gobierno representativo en la Monarquía
hispana. Al mismo tiempo, desde el 10-11 de mayo de 1814, el nuevo régi-
men absolutista arrestó a unos 38 diputados europeos y americanos identifi-
cados con el liberalismo, con la intención de procesarlos por crímenes políti-
cos no claramente especificados. Esto provocó un clima de temor y sospecha
primero en la metrópoli y luego en América, cuando las autoridades investi-
garon la conducta política de personajes prominentes durante lo que comen-
zaron a llamar «el interregno». El rey promovió a ciertos serviles, como An-
tonio Joaquín Pérez, nombrado obispo de Puebla. Pérez, como otros serviles,
denunció al rey una lista de diputados liberales que habían actuado en las
Cortes en contra de los intereses del Trono y el Altar y, siguiendo la nueva
terminología, intentado derribar al rey de su soberanía: es decir, Agustín Ar-
güelles, el Conde de Torerno, Diego Muñoz Torrero, Evaristo Pérez de Cas-
tro y Joaquín Lorenzo Villanueva, entre los europeos, y Vicente Morales
Duárez [Perú], José María Lequerica [Quito], Antonio Larrazábal [Guate-
mala] y Miguel Ramos Arizpe [Coahuila] entre los americanos. Todos ellos
estaban entre los más hábiles parlamentarios de su época. El servil peruano
Blas Ostolaza denunció a 24 «enemigos de la soberanía real» y «discípulos
de los enciclopedistas». El régimen comenzó un proceso de «purificación
política» de los «exaltados americanos».16
Alrededor de 60 diputados americanos habían participado en las Cortes
y habían mantenido contacto, mientras tanto, con los ayuntamientos consti-
tucionales de sus territorios nativos. En los seis años de 1814 a 1820 no hubo
discusión abierta y libre sobre las cuestiones americanas. El rey vio a todos
los habitantes como súbditos, que no tenían el derecho de representación.
Efectivamente, la cuestión americana era letra muerta en Madrid, excepto
entre las instituciones centrales de gobierno, como el restaurado Consejo de

16 LASA IRAOLA, Ignacio: «El primer proceso de los liberales (1814-1815)», Hispania, 115

(1970), pp. 327-83. HAMNETT, Brian R.: Revolución y contrarrevolución en México y el Perú.
(Liberalismo, realeza y separatismo, 1800-1824), México, Fondo de Cultura Económica,
1978, pp. 203-11. La segunda edición de este libro ya está en preparación.
MODELOS Y TENDENCIAS DE INTERPRETACIÓN DE LAS INDEPENDENCIAS... 31

Indias, y las decisiones, cuando el gobierno finalmente podía llegar a tomar-


las, fueron adoptadas por viejos aliados del rey o ministros mal informados.
Muchos de los bien informados estaban en la cárcel, el exilio, o silenciados
por la desgracia política. Dos de estos últimos fueron el obispo electo de Mi-
choacán, Manuel Abad y Queipo, y el antiguo arzobispo electo de México,
Antonio Bergosa y Jordán, ambos leales unitaristas tachados de infidencia
por denunciantes anónimos.
La Monarquía hispana perdió seis años durante los cuales hubiera po-
dido, por medio de las instituciones representativas, profundizar en el cono-
cimiento del problema de transformarse en una gran «Nación española» de
tres hemisferios, como lo había definido la Constitución de 1812. Esto fue
doblemente grave debido a que, por los años de 1814-16, la mayoría de las
insurrecciones e insurgencias habían perdido fuerza. Sólo la región de Bue-
nos Aires permanecía fuera de la Monarquía.
La restauración del absolutismo y las duras consecuencias del golpe
comprometieron a los unitaristas americanos y moderados en América, ellos
mismos expuestos en adelante a la persecución por el poder oficial. La abo-
lición de la Constitución, el renovado símbolo de la unidad e integridad de la
Monarquía, dejó abierto el campo para que los movimientos separatistas for-
mularan sus propias constituciones, si estaban dispuestos o eran capaces de
hacerlo. Comenzando con la Constitución de Apatzingán, formulada por los
insurgentes mexicanos en octubre de 1814, y terminando con la Constitución
bolivariana de Angostura de 1819, había varias, cada una dedicada a la frag-
mentación de la Monarquía, la eliminación de España como parte integrante
de ella, y el establecimiento de repúblicas de tipos diferentes.
El Santo Oficio de la Inquisición fue restablecido por el rey el 21 de julio
de 1814 y en México actuó no solo contra insurgentes sino también contra
constitucionalistas, debido a que el Inquisidor General consideró las medidas
de las Cortes como el equivalente a la Revolución francesa.17 Esta institución
se encargó en noviembre de 1815 de preparar el caso contra Morelos, captu-
rado por Iturbide. En España, el Santo Oficio operaba desde 1817 como una
policía de contra-espionaje para eliminar las células, a menudo masónicas,
de oposición política, sobre todo en la península en los años 1817-1820.18
El impacto de la contrarrevolución realista, ahora reforzado por el abso-
lutismo fernandino, habilitó a los dirigentes separatistas, particularmente Bo-
lívar, para resucitar sus movimientos en estos tiempos apurados. Así sucedió
primero en Venezuela, donde los cinco años de guerra civil habían sido de-
sastrosos por el país. La causa separatista, dirigida por Bolívar, fue derro-

17 HAMNETT, Brian R.: Revolución y contrarrevolución…, pp. 234-248. TORRES PUGA, Ga-

briel: Los últimos años de la Inquisición en la Nueva España, México, 2004, pp. 141-175.
18 HAMNETT, Brian R.: «Liberal Politics and Spanish Freemasonry, 1814-1820», History,

69, no. 226 (1984), pp. 222-237.


32 BRIAN HAMNETT

tado dos veces, en 1812 y 1814, cuando la combinación de contrarrevolu-


ción real, la oposición regionalista y la insurrección popular destruyó la Pri-
mera y la Segunda República venezolanas. En Nueva Granada, la represión
realista cayó entre 1816-19 encima de la élite criolla, muy comprometida en
los experimentos revolucionarios desde 1810. En Chile, el gobierno de Ca-
simiro Marcó del Pont, impuesto por los contrarrevolucionarios peruanos,
estimuló una radicalización de la opinión entre las élites sociales chilenas;
Juan Egaña, partidario de la federalización de la Monarquía en 1810 y 1813,
y senador en la cámara chilena, fue confinado a las Islas Diego Fernández de
1814 a 1817.19
Jaime Rodríguez tiene razón cuando hace hincapié en la significación de
la represión fernandina para el desarrollo del movimiento separatista, y creo
que este factor no ha recibido la atención que merece en la historiografía.20
En la época de la Restauración, los monarcas y ministerios definieron su po-
lítica como «legitimista», pero en España, por lo menos, mucha ilegitimidad
acompañaba la política legitimista, comenzando con la disolución de las Cor-
tes y el arresto y proceso de los diputados.

5. Nación transatlántica, Estados soberanos y separados, Nacionalismo

A pesar de la retórica nacionalista y la tendencia en el siglo XIX a escri-


bir la historia de naciones como entidades existentes desde el principio de los
tiempos, la transición de la Monarquía hispana a los nuevos estados no fue ca-
racterizada por la formación de estados nacionales. Al contrario, los libertado-
res inicialmente intentaban preservar lo que pudieran de las antiguas divisio-
nes territoriales. Desde la Nueva España, convertida en el Imperio Mexicano,
hasta los territorios de Buenos Aires, los forjadores del nuevo orden buscaban
preservar las entidades políticas heredadas del antiguo sistema, aunque con
otros nombres y otras instituciones. No intentaban crear los más de veinte es-
tados soberanos que últimamente resultaron.
Rechazando el colonialismo español, como lo hizo, Bolívar no rechazó
las entidades coloniales, es decir los virreinatos y capitanías generales, vién-
dolas como la base territorial de las nuevas repúblicas. Bolívar llegó hasta el
punto de crear una nueva entidad supra-territorial, la República de Colombia,
en 1819, que reunió tres entidades administrativas —Nueva Granada, Vene-
zuela y Quito— que el gobierno colonial había separado en la práctica en
1740 y 1786, respectivamente. Más tarde, repudió la creación de una nueva
república en el Alto Perú en 1825-6, la República de Bolivia, apoyada por

19 COLLIER, Simon: Ideas and politics of Chilean Independence, 1808-1833, Cambridge,

1967, pp. 12-15, 119-120 y 260-268.


20 RODRÍGUEZ O., Jaime E.: La independencia de la América española…, pp. 204-5.
MODELOS Y TENDENCIAS DE INTERPRETACIÓN DE LAS INDEPENDENCIAS... 33

Sucre, bajo el pretexto que no quería perpetuar la pérdida de ese territorio


por el gobierno de Buenos Aires, que se veía como el estado sucesor del anti-
guo Virreinato del Río de la Plata.21
El Imperio Mexicano comenzó su existencia de estado soberano como
una monarquía. El Primer Imperio de 1822-23 se componía de territorios
desde el norte de Alta California hasta el istmo de Panamá. Este último re-
sultó de la adhesión del antiguo Reino de Guatemala al Plan de Iguala de
1821. Llama la atención porque este reino nunca había pertenecido al Virrei-
nato de la Nueva España.

6. La cultura política

Un tema para discutir es si la cultura política cambió en el periodo


desde c. 1770 a c.1830.22 Otra vez hay dificultades por todas partes. Hay
que notar primeramente dos factores a menudo olvidados en el estudio de
este periodo. El primero es la suma importancia de las leyes en mantener in-
tacta la Monarquía hispana. Se lo pierde de vista, porque la historiografía
hace hincapié en la violación de la ley, la rebelión, las relaciones de trabajo,
la corrupción y el contrabando. Empero, si aspiramos a comprender cómo
funcionaba la política en el sentido en que los comprendían los participan-
tes de la época, debemos apreciar sus conceptos de legalidad y legitimidad.
Estos, hay que admitir, eran muy diversos y, a veces, se remontaron no sola-
mente a las Leyes de Indias, codificadas en la década de 1680, sino también
a los reinos peninsulares de la Edad Media desde el tiempo de los visigodos
en adelante.
Si se argumenta que cambió, es relevante preguntar ¿debido a qué fac-
tores? Me parece que hay dos perspectivas principales. La primera es que
los cambios políticos y jurídicos de 1808-14, reafirmados en 1820-23, hicie-
ron posible el establecimiento de nuevos sistemas constitucionales en Amé-
rica española, un cambio profundo pero relativamente pacífico. La segunda
es diferente: unos quince años de violencia —insurrección, represión, gue-
rra civil, conflictos étno-sociales e interregionales— condujeron a un amplio
rango de movilización popular —jefes locales con bandas armadas, satra-
pías bajo el mando de militares, realistas o independentistas, y la formación
de ejércitos regulares revolucionarios— y que esto también caracterizaba la
nueva cultura política hispano-americana. Aparentemente contradictorios, es-
tos dos fenómenos no lo eran en realidad, porque uno y el otro fácilmente se
mezclaron.

21 LYNCH, John: Simón Bolívar. A Life, New Haven y Londres, 2006, pp. 91-118.
22 CONNAUGHTON, Brian: Dimensiones de la identidad patriótica. Religión, política y re-
giones en México. Siglo XIX, México, 2001.
34 BRIAN HAMNETT

Implícito en las dos se encuentra la percepción de las reformas borbóni-


cas como el instrumento que había quebrantado las viejas lealtades por haber,
primero, cambiado la relación entre la Iglesia y el Estado, y entre el episco-
pado y la sociedad; y segundo, por haber minado las bases de la comunidad
y exacerbado el odio contra los peninsulares, debido al ensanche de la dispa-
ridad de riqueza, sobre todo en Nieva España.
Lo que se nota por su ausencia en América española, a partir de 1823, es
la monarquía como la fuente de la legitimidad y el foco de las lealtades, una
monarquía que siempre reclamaba la institución divina. En adelante, el pro-
blema se redujo a como reemplazarla —¿con qué?—. La nueva cultura polí-
tica giraba alrededor de este problema.
La diferencia entre la quiebra de los viejos imperios austro-húngaro, ruso
y otomán-turco en 1918-23 y la de Ibero-América en 1821-26 es que, en el
primer caso, el nacionalismo ya había llegado a ser la ideología más pode-
rosa de la época, mientras que en el segundo no era el caso.23 Por esta razón,
la disolución de los imperios ibéricos en el continente americano no resultó
en la formación automática de estados-naciones, sostenidos con el apoyo de
mayorías étnicas en sus territorios. Tampoco fue inevitable la transición a un
constitucionalismo viable o a un republicanismo no tachado con el autorita-
rismo, el personalismo o la arbitrariedad. Efectivamente, el legalismo y legi-
timismo de la Monarquía hispana habían sido abandonados, sin que otra tra-
dición, fundada en un legitimismo incontestable, fuera establecida.

Un comentario final

¿Qué es un «proceso histórico»? ¿Podía tener esta expresión en caste-


llano la misma significación que en inglés? En inglés, la palabra «proceso»
tiene varios sentidos, pero significa en general movimiento, desarrollo, pro-
greso, y cuando se lo aplica a la historia, significaría el desarrollo de unos
acontecimientos continuos y de carácter específico en un espacio de tiempo:
la implicación es que estas acciones se relacionan desde el principio a la con-
clusión. Puede significar también la parte de una acción ya no terminada; o
un método de operación, como en el caso de un proceso jurídico, o un pro-
ceso de manufacturar, extraer o imprimir. De todos modos, implica una serie
de acciones que tiene una finalidad específica, que se puede identificar. Se
nota inmediatamente que un «proceso» es diferente de un «modelo». En tér-
minos sociológicos, este último es más bien una teoría que se deduce de una
serie de conclusiones empíricas, o se aplica para verificar la naturaleza de
evidencia no clasificada.

23 LIEVEN, Dominic: «Dilemmas of Empire, 1850-1918. Power, Territory, Identity», Jour-

nal of Contemporary History, 34, no. 2 (abril de 1999), pp. 163-200: p. 196.
MODELOS Y TENDENCIAS DE INTERPRETACIÓN DE LAS INDEPENDENCIAS... 35

No es verosímil que los participantes en un curso de acciones en la his-


toria fueran conscientes de que estaban tomando parte en un «proceso». Es
decir, que se define esto con la ventaja de verlo en retrospectiva. Y al iden-
tificarlo o, más básicamente, construir un «proceso», el historiador impone
una narrativa por encima de los acontecimientos que, a juicio suyo, serían in-
comprensibles sin ella. Este «argumento» crea, efectivamente, una «narrativa
maestra» o «meta-narrativa». Y ahora pisamos terrenos peligrosos, porque
el historiador analítico, que instintivamente quiere evitar cualquier tema de
la teoría de la historia o de la teoría literaria se encuentra hundido en las are-
nas movedizas de la discusión de la naturaleza de la narrativa y la relación
entre la historia y la ficción, que ha turbado el plano teórico de su disciplina
desde la década de 1950. Algunos historiadores lo llamarían la Caja de Pan-
dora. Sólo recordamos el impacto de los libros y artículos de Hayden White,
desde Metahistory [1973] y Paul Ricoeur, Temps et Récit [1983-85] para dar
un idea de la dimensión de esta discusión sobre todo en Francia y Estados
Unidos.24
La imposición de conceptos como «procesos» o «modelos» presupone un
ejercicio de la imaginación por parte del historiador. La imaginación es una
facultad legítima del historiador, y que no pertenece exclusivamente al escri-
tor de ficción. No significa que el historiador invente lo que dice, ni tampoco
que ha optado por vivir en el mundo del imaginario. Por el contrario, su dis-
ciplina, tal como ha evolucionado desde la alborada de la historia crítica en
la Ilustración del siglo XVIII, como enfatizan Ricoeur, Jörg Rügen y muchos
comentaristas entre los historiadores opuestos a las suposiciones de White,
como Richard Evans y Mary Fulbrook, por ejemplo, han insistido.25
En esta ponencia, he presentado dos perspectivas alternativas, o narra-
tivas, o argumentos, para comprender mejor los acontecimientos de 1808-
1826: la primera es la disolución de la Monarquía hispana, y la segunda es
la de la lucha por la Independencia. Aunque son distintas, no son incompa-
tibles. Sin embargo, el separatismo no fue la consecuencia inevitable de pri-
mera, porque existían otras posibilidades: autonomía dentro del imperio,
unitarismo imperial, federalismo imperial, estados soberanos dentro de una
amplia monarquía. Todas estas dependieron de la supervivencia de la Mo-

24 WHITE, Hayden: Metahistory. The Historical Imagination in Nineteenth-Century Eu-

rope, Baltimore, The Johns Hopkins University Press, 1973; y «The Question of Narrative in
Contemporary Historical Theory», History and Theory, 23 (1984), pp. 1-33. RICOEUR, Paul:
Time and Narrative, 3 vols. translated by Kathleen Blamey and David Pellauer, Chicago, Uni-
versity of Chicago Press, 1990 [1984-88]; Temps et récits, Paris 1983-85; y Memory, History,
Forgetting, translated by Katherine Blamey and David Pellauer, Chicago and London 2006
[2004].
25 EVANS, Richard J.: In Defence of History, London, 2000 [1997]). FULBROOK, Mary: His-

torical Theory, London and New York, Routledge, 2002. RÜGEN, Jörn: Narration, Interpreta-
tion, Orientation, New York and Oxford, 2005.
36 BRIAN HAMNETT

narquía borbónica en el continente americano. Como hemos comentado, este


elemento clave se quebró entre 1814 y 1824.
El logro de la Independencia sin el triunfo de un sentimiento nacional
dentro de los nuevos estados soberanos, compartido por la mayoría de sus
habitantes, nos impide escribir la historia como si significara el triunfo de
la nación contra sus enemigos y opresores, o la liberación de una nación ya
existente. Tal «proceso» sería imaginario en el verdadero sentido de ficticio.
Pero esto ha sido el «argumento» o «emplotment» de una serie de historias
nacionales escritas en las condiciones que resultaron de la Independencia,
empezando, por ejemplo con Carlos María de Bustamente en México. Los
Estados-naciones no podían nacer espontáneamente en la América española,
porque las viejas lealtades, mentalidades y estructuras todavía sobrevivían, a
pesar del impacto del republicanismo, constitucionalismo y federalismo. Ne-
cesitará el pleno impacto de un liberalismo reformador para reemplazarlas
por nuevos valores, en alguna época lejana a la de 1814-24.
Imaginario político y movimiento juntista en Iberoamérica
(1808-1811)*

Miguel MOLINA MARTÍNEZ


Universidad de Granada

El acierto con que Joaquín Gabaldón tituló su libro «El municipio, raíz
de la república» llega hasta nuestros días con sobrada justificación1. El paso
del tiempo transcurrido desde su publicación no ha restado un ápice de fun-
damento a dicha afirmación y resulta plenamente válida para reivindicar el
papel protagonista que ejercieron los cabildos en la andadura hacia la inde-
pendencia de las colonias españolas. Con similar fortuna Mario Briceño-Ira-
gorry afirmó que «América es continente de vida municipal» y «obra de sus
cabildos». Fue en el seno de aquellas instituciones donde tuvieron lugar los
más intensos debates acerca de los acontecimientos que a partir de 1808, con
motivo de la entrada de las tropas napoleónicas, se sucedieron en la Penín-
sula. Fue en aquel contexto municipal donde se adoptaron decisiones cuya
trascendencia está fuera de toda duda y que permiten entender la dinámica
del proceso emancipador. El riguroso soporte ideológico que exhibieron sus
miembros, la altura de miras que caracterizó sus sesiones y la convicción con
que impulsaron la formación de juntas de gobierno o la deposición de auto-
ridades convierten a la institución municipal de aquel tiempo en un tema de
estudio tan imprescindible como enriquecedor. En este sentido cabe pregun-
tarse sobre las características que los cabildos coloniales presentaban con an-
terioridad a los sucesos de 1808 y así poder comprender la naturaleza de los
debates que suscitaron, los argumentos utilizados y las actuaciones llevadas
a cabo.

* Este artículo forma parte del Proyecto I+D HUM 2005-03410/HIST del Ministerio de
Educación y Ciencia sobre «La dinámica de los grupos de poder en Quito, siglos XVII, XVIII y
XIX».
1 GABALDÓN MÁRQUEZ, Joaquín: El municipio, raíz de la república, Caracas, 1977. El

texto original data de 1960 y en su mayor parte se refiere a la situación municipal antes de
la independencia. Paradójicamente la parte republicana se reduce a un epílogo de seis pá-
ginas.
38 MIGUEL MOLINA MARTÍNEZ

1. Los cabildos en vísperas de la Independencia

Los cabildos americanos entraron en el siglo XIX mucho más fortalecidos


de lo que habían sido en la centuria anterior. La causa habría que buscarla en
el reformismo borbónico y, particularmente, en la política puesta en marcha
por los intendentes. Faltos de recursos financieros y mermada su representa-
ción popular, los cabildos habían perdido buena parte de su autonomía e ini-
ciativa. En palabras de Lynch «a principios del siglo XVIII la edad heroica de
los cabildos ya no era más que el recuerdo de un pasado remoto en todas las
partes del imperio hispano»2. Esta situación de deterioro también la puso de
manifiesto John Fisher al referirse al cabildo de la capital virreinal peruana
como un «esqueleto sin lustre y esplendor»3. Opinión que corroboró Loh-
man Villena al considerar la misma institución como un organismo parado en
el tiempo, cuya vida corporativa se hallaba sumida en la atrofia más deplo-
rable4. Resulta paradójico que el resurgir de la vida municipal viniera de la
mano de la política reformista de los Borbones, que como es sabido, preten-
día consolidar la soberanía del monarca sin ningún tipo de limitaciones. Lo
cierto es que el sistema de intendencias reportó a los cabildos un renovado
impulso, los dotó de un mayor dinamismo y propició el aumento de sus re-
cursos financieros. La actuación de Jorge Escobedo en el virreinato del Perú
corrobora el cambio producido5. Lo mismo cabría decir de las transformacio-
nes habidas en México6 y Río de la Plata7.
Pese a ello, no existe unanimidad a la hora de valorar el alcance del pro-
grama reformista y la labor de los intendentes en relación a los cabildos. Si
para John Fisher o Serena Alonso la iniciativa se tradujo en una auténtica re-
novación del gobierno local8, para Ernesto Palacio o John P. Moore, por el
contrario, supuso una pérdida de autonomía y cercenamiento de la autoridad
de sus miembros9. Lynch, por su parte, admite que si la libertad de los cabil-

2 LYNCH, John: Administración colonial española (1782-1810), Buenos Aires, 1967, p. 191
3 FISHER, John: Gobierno y sociedad en el Perú colonial. El régimen de las intendencias
(1784-1814), Lima, 1981, p. 194.
4 LOHMAN VILLENA, Guillermo: Los regidores perpetuos del Cabildo de Lima (1535-

1821), Sevilla, 1983, I, p. 125.


5 FERNÁNDEZ ALONSO, Serena: «Iniciativas renovadoras en los cabildos peruanos a fines

de la época colonial», Revista de Indias, núm. 193 (1991), pp. 505-522.


6 REES JONES, Ricardo: El despotismo ilustrado y los intendentes de la Nueva España,

México, 1979.
7 LYNCH, John: «Intendants and Cabildos in the Viceroyalty of La Plata (1782-1810)»,

Hispanic American Historical Review, XXXV, 3 (1955), pp. 338-340.


8 FISHER, John: «The Intendant System and the Cabildos of Perú (1784-1810)», Hispanic

American Historical Review, XLIX, 3 (1969), pp. 430-453; FERNÁNDEZ ALONSO, Serena: «Ini-
ciativas renovadoras…», pp. 518-522.
9 PALACIO, Ernesto: Historia de la Argentina, Buenos Aires, 1954, I, p. 137; MOORE, John

P.: The Cabildo in Perú under the Bourbons. A Study in the decline and resurgence of local go-
vernment in the Audiencia of Lima (1700-1824), Durham, 1966, p. 160.
IMAGINARIO POLÍTICO Y MOVIMIENTO JUNTISTA EN IBEROAMÉRICA 39

dos sufrió recortes por la intromisión de los nuevos funcionarios, también


fue cierto que la reforma resolvió viejos problemas y dio renovados bríos a
la institución municipal10. Sea como fuere, lo cierto es que los cabildos salie-
ron fortalecidos del proceso de reforma hasta el punto de quedar capacitados
para desempeñar un más alto protagonismo en la gestión municipal y deman-
dar mayores derechos y libertades. En palabras de Fisher, puede concluirse
que «mientras se debilitaba la estructura del gobierno español, los cabildos,
llevados por los intendentes a lograr más poderes y responsabilidades, vol-
vieron su atención de los asuntos municipales y provinciales a los intereses
nacionales»11. La investigación sobre los cabildos novohispanos arroja las
mismas conclusiones rechazando la idea de que los intendentes buscaran el
fortalecimiento de la autoridad real en perjuicio de los intereses locales y de
la autonomía de los cabildos. Pérez Herrero ha puesto de manifiesto cómo
éstos dieron muestras palpables de su autonomía frente al centralismo y lo-
graron aglutinar a las oligarquías locales en la lucha por la independencia12.
Similares resultados aporta Federica Morelli para el área de Quito al consta-
tar cómo las reformas borbónicas trajeron consigo una consolidación del po-
der local en manos de las elites13.
Con este panorama es factible afirmar que los cabildos salidos de las re-
formas borbónicas ofrecían una estructura fuerte y ambiciosa, lo cual, unido
a un mayor compromiso de los dirigentes, explica su comportamiento en los
acontecimientos que se sucedieron a partir de 1808. Con anterioridad a esta
fecha, las instituciones municipales demostraron su fortaleza interviniendo
en episodios dejando patente su poder. Un ejemplo lo ofreció Francisco de
Miranda quien, tras su regreso a tierras venezolanas en 1806, no dudó en co-
locar al cabildo en el centro de su proclama independentista, planteando la
creación de una federación de cabildos libres donde éstos ejercieran las fun-
ciones de un gobierno provisional14. Aunque el proyecto fracasó entonces,

10 LYNCH, John:: «Intendants and Cabildos…», p. 348.


11 FISHER, John: Gobierno y sociedad…, p. 217.
12 PÉREZ HERRERO, Pedro: «El México borbónico: ¿un éxito fracasado?», en ZORAIDA

VÁZQUEZ, Josefina: Interpretaciones del siglo XVIII mexicano. El impacto de las reformas bor-
bónicas, México, 1992, pp. 142-145.
13 MORELLI, Federica: «Las reformas en Quito. La redistribución del poder y la consolida-

ción de la jurisdicción municipal», Jahrbuch für Geschichte von Staat, Wirtschaft und Gesells-
chaft Lateinamerikas, núm. 34 (1997), pp. 183-207.
14 Su Proclama, fechada en Coro el 2 de agosto de 1806 y dirigida a los pueblos del Con-

tinente Américo-Colombiano, afirmaba que «los cabildos y ayuntamientos de todas las ciuda-
des, villas y lugares ejercerán en el ínterin todas las funciones de gobierno, civiles, adminis-
trativas y judiciales con responsabilidad, y con arreglo a las Leyes del País»; y proseguía: «los
cabildos y ayuntamientos enviarán uno o dos diputados al cuartel general del Ejército, a fin de
reunirse en Asamblea general a nuestro arribo a la capital y formar allí un gobierno proviso-
rio que conduzca en tiempo oportuno a otro general y permanente con acuerdo de toda la Na-
ción». Véase ROMERO, José Luis y ROMERO, Luis Alberto (eds.): Pensamiento político de la
emancipación, Caracas, 1977, p. 22.
40 MIGUEL MOLINA MARTÍNEZ

volvería a replantearse más tarde en la Caracas de 1810. Otro caso de la ini-


ciativa municipal se La ilustraría su intervención con motivo del ataque in-
glés a Buenos Aires a mediados de 1806. La deserción del virrey, marqués de
Sobremonte, fue respondida entonces por el cabildo bonaerense otorgando el
mando de las milicias locales a Santiago Liniers para la defensa de la ciudad.
Una iniciativa por la que se granjeó el calificativo de «primer cabildo revolu-
cionario».
La revitalización de los cabildos en vísperas de la independencia es
un tema incuestionable que da sentido a su comportamiento posterior.
Su capacidad para ejercer las viejas formas de autogobierno se mante-
nían vivas. La oportunidad para ejercerlas la propiciaron acontecimien-
tos, curiosamente ocurridos lejos del escenario americano, iniciando así
el complejo proceso que culminaría en el surgimiento de las nuevas repú-
blicas15.

2. Debate en torno a la repercusión de los sucesos peninsulares de 1808


en América

El año 1808 abrió un proceso revolucionario de tan extraordinaria am-


plitud que fue capaz de transformar en el mundo hispánico tanto sus estruc-
turas como sus referencias políticas. La abdicación de la corona española
en Bayona y la presencia de las tropas francesas en España proporcionó a
los cabildos americanos la mejor de las oportunidades para poner de mani-
fiesto la autonomía, fortaleza y capacidad de intervención de que eran ca-
paces.
Las interpretaciones acerca de cuál fue el soporte ideológico que funda-
mentó sus decisiones no son coincidentes. Por un lado, el liberalismo y los
historiadores nacionalistas presentaron desde el mismo siglo XIX aquellos
hechos como un efecto directo de la Enciclopedia y de la aceptación de los
postulados de sus más significativos representantes al tiempo que citaban los
ejemplos de la independencia de los EE.UU. o de la Revolución Francesa16
como precedentes necesarios. Se trata de una posición que en lo fundamental

15 Sobre las iniciativas de los cabildos y el nuevo papel que asumen, véase: LAVALLÉ, Ber-

nard: «Del espíritu colonial a la reivindicación criolla», en Las promesas ambiguas. Criollismo
colonial en los Andes, Lima, 1993, pp. 23-43; LYNCH, John: Administración colonial…, p. 266;
LOBOS, Héctor Ramón: «Los cabildos y la dinámica revolucionaria en el Río de la Plata»,
Anuario de Estudios Americanos, XLVI (1989), pp. 383-407; LANGE, Frédérique: «Antagonis-
mos y solidaridades en un Cabildo colonial: Caracas (1750-1810)», Anuario de Estudios Ame-
ricanos, XLIX (1992), pp. 371-393.
16 Este episodio se ha convertido en un tema recurrente de la historiografía. Una buena

aproximación bibliográfica al mismo puede encontrarse en MANIQUIS, Robert, Óscar MARTÍ y


Joseph PÉREZ (eds.): La Revolución Francesa y el mundo ibérico, Madrid, 1989.
IMAGINARIO POLÍTICO Y MOVIMIENTO JUNTISTA EN IBEROAMÉRICA 41

ha llegado hasta nuestros días y se mantiene con fuerza. Sirva como referen-
cia la afirmación de Etayo-Piñol:

La influencia de la Enciclopedia francesa parece haber ejercido en las


mentalidades criollas del siglo XVIII un papel esencial, de tal manera que nos
podemos preguntar si sin esos autores los libertadores de las Américas Lati-
nas hubieran podido cumplir su cometido17.

Es innegable que la cultura política americana no estuvo aislada del resto


del mundo. El iusnaturalismo holandés o la Ilustración calaron en el pensa-
miento de aquellos líderes. Samuel Puffendorf en su De Jure Naturae et Pen-
tium ya planteó la reversión de la soberanía como respuesta a la ausencia del
rey. Partiendo del principio de que la máxima autoridad no era ilimitada, pro-
clamó incluso la emancipación de la Corona si era preciso. Sus tesis habían
sido tenidas en cuenta por los mismos jesuitas durante la primera mitad del
siglo XVIII para el enriquecimiento y reelaboración de los postulados de la
neoescolática. El resultado fue el fortalecimiento de las doctrinas anti-despó-
ticas y anti-absolutistas. Las obras de Grocio y de Puffendorf ya circulaban
por América desde finales del siglo XVII.
Locke y Montesquieu avanzaron también un modelo de Estado basado
en la soberanía popular y en la separación de poderes. Sin embargo, su di-
fusión en América, ya fuera a través de sus propios textos como a través de
autores españoles —Campomanes, Jovellanos, Florez Estrada o Martínez
Marina— fue bastante desigual18. Aunque conocidos, no parece que fueran
tomados como referentes ideológicos por los líderes de cabildos y juntas go-
bierno para justificar sus decisiones en los meses que siguieron a la noticia
de las abdicaciones de Bayona. El caso de Rousseau es muy significativo
por cuanto éste hablaba de un pacto que, en principio, podía ser el mismo
que invocaban aquellas instituciones. No obstante, es preciso puntualizar
que la naturaleza del pacto propuesto por aquél difería considerablemente
del que argumentaban éstas. La tesis de la reversión del poder defendida
con insistencia por los cabildos aludía al antiguo pacto suscrito entre el rey
y los conquistadores desde el inicio de la colonización. En cambio, el pacto
de Rousseau hacía referencia más bien a la unión de los ciudadanos entre sí
y no al vínculo entre súbditos y soberano. La tesis de la reversión constituye
la negación del sistema rousoniano19. El debate mantenido en los cabildos

17 ETAYO-PIÑOL, Marie Ange: «La influencia de la enciclopedia en la liberación de las

Américas Latinas. En torno a la figura de Miranda», en SOTO ARANGO, Diana y Miguel Ángel
PUIG-SAMPER (eds.): Recepción y difusión de textos ilustrados, Madrid, 2003, p. 218.
18 Un análisis de las teorías de estos pensadores y su difusión puede leerse en STOETZER,

Carlos O.: El pensamiento político en la América española durante el período de la emancipa-


ción (1789-1825), Madrid, 1966, I, pp. 195-247.
19 TANZI, Héctor José: «El pensamiento europeo y su influencia en la emancipación ameri-

cana», Revista de Historia de América, núm. 92 (julio-diciembre de 1981), p. 121.


42 MIGUEL MOLINA MARTÍNEZ

y juntas de gobierno y los textos emanados de ellos evidencian que se tra-


taba del pacto existente entre los reyes de España y los pueblos de América,
alterado sustancialmente por la invasión francesa. Lo cual no significa que
Rousseau y otros autores representativos del enciclopedismo carecieran de
proyección atlántica; de hecho, sus textos llegaron a América y fueron asi-
milados por las elites del momento20. Sus mejores difusores fueron los inte-
lectuales criollos que viajaron por Europa y tuvieron acceso a las doctrinas
liberales en boga. Las sociedades económicas, los periódicos literarios y las
tertulias fueron otros tantos vehículos para su propagación. Personajes cla-
ves de aquel momento (Francisco de Miranda, Simón Bolívar, el deán Fu-
nes, Bernardo Monteagudo, Manuel Belgrano, Mariano Moreno, Bernar-
dino Rivadavia, Antonio Nariño, José Baquíjano y tantos otros) ofrecieron
sobrados testimonios de su filiación a las nuevas corrientes21. El inventario
de sus bibliotecas y las de otros miembros de la clase culta revelan que co-
nocían las novedades europeas. Sin embargo, el hecho de que estas ideas
fueran conocidas no lleva a la conclusión de que estuvieran en la base de los
movimientos iniciales llevados a cabo por los cabildos. Lo que en realidad
se está planteando es que la aplicación y desarrollo de estas doctrinas tuvo
lugar en fechas posteriores a 1810 y que, por tanto, no pueden considerarse
como el eje vertebrador sobre el que tomó cuerpo el debate provocado por
los sucesos de 1808.
Admitido lo cual, exagera Arciniegas cuando afirma que El contrato so-
cial «se difunde en América con tal rapidez y extensión que ya antes de 1780
no sólo lo conocen los literatos, sino el pueblo»22. Por si no fuera suficiente,
completa la idea con estas palabras:

La idea de la soberanía del pueblo, del pacto social, está ligada ya en


el propio Rousseau a la independencia de América. Puede decirse que cin-
cuenta años ante de que aparezcan en el escenario de América Bolívar, San
Martín, O’Higgins o Morelos, el ginebrino había dado el grito de la emanci-
pación23.

A pesar de la atención prestada por los historiadores al impacto del pen-


samiento ilustrado en las posesiones españolas de América, el tema está lejos
de quedar zanjado. Lo delicado y complejo del mismo lo impiden. No obs-

20 Véase un estudio a las doctrinas de Rousseau y su influencia en América en STOETZER,

Carlos O.: El pensamiento político…, II, pp. 14-40.


21 Cf. LEWIN, Boleslao: Rousseau y la independencia argentina y americana, Buenos Ai-

res, 1967.
22 ARCINIEGAS, Germán: El continente de los siete colores. Historia de la cultura en Amé-

rica Latina, Bogotá, 1989, p. 217.


23 Ibídem, p. 220.
IMAGINARIO POLÍTICO Y MOVIMIENTO JUNTISTA EN IBEROAMÉRICA 43

tante, sí parecen admitirse algunos hechos. Sirva como referencia la opinión


de Joseph Pérez:

La Ilustración hispanoamericana fue pues en una gran medida la Ilus-


tración española que los españoles peninsulares llevaron a Hispanoamérica,
pero tuvo en América una difusión relativamente limitada y encontró fuertes
resistencias… Ilustración libresca, pues, y superficial en muchos casos y que
no siempre procura sacar las consecuencias prácticas de las teorías… La pe-
netración de las Luces en América fue más lenta de lo que se dice a menudo
y se dio sobre todo en los criollos ricos, cultos, que leían, recibían libros y
viajaban a Europa. Pero la masa seguía fiel a las doctrinas tradicionales que,
por cierto, no siempre enseñaban la obediencia ciega al trono.24

La interpretación decimonónica de los movimientos independentistas


basada en modelos exógenos y deudora de las Luces no satisface ya el mí-
nimo rigor histórico. Sobre el efecto nocivo de las interpretaciones forjadas
en el siglo XIX alertó Guerra, señalando que los problemas que plantean son
tan graves que resultan insostenibles25. También sería oportuna la relectura
del artículo de Pierre Chaunu donde situaba en su justo término el clásico
acercamiento a la emancipación americana bajo esquemas de interpretación
foráneos y lo denunciaba como un mito heredado de la historiografía deci-
monónica26. Se impone, por tanto, una matización del verdadero alcance re-
volucionario de las ideas procedentes del enciclopedismo, máxime teniendo
en cuenta la disparidad de fuentes que lo conformaron y su desigual acepta-
ción en las diferentes regiones del continente27.

24 PÉREZ, Joseph: «Las Luces y la independencia de Hispanoamérica», en PÉREZ, Joseph

y Armando ALBEROLA (eds.): España y América entre la Ilustración y el Liberalismo, Madrid,


1993, pp. 74-75.
25 «Aquellos eran tiempos de liberalismo combatiente, en los que los nuevos países hispa-

noamericanos estaban empeñados en la difícil construcción de lo que aparecía entonces como


el modelo político ideal: un Estado-nación fundado sobre la soberanía del pueblo y dotado de
un régimen representativo… Partiendo del hecho de que al final del proceso aparecieron nue-
vos Estados y de que éstos fundaron su existencia legal en la soberanía de los pueblos o de la
nación, se supuso que este punto de llegada era un punto de partida. Es decir, que la aspiración
a la «emancipación nacional y el rechazo del «despotismo español» fueron las causas princi-
pales de la independencia». Cf. GUERRA, François-Xavier: «El ocaso de la monarquía hispá-
nica…», pp. 120-121.
26 CHAUNU, Pierre: «Interpretación de la independencia de América Latina», en VV.AA.:

La independencia del Perú, Lima, 1972, pp. 167-194. Originalmente se publicó en el Bulletin
de la Faculté des Lettres de Strasbourg, III (1963), pp. 5-23.
27 Sobre este debate, véase CAÑIZARES-ESGUERRA, Jorge: «La Ilustración hispanoameri-

cana: una caracterización», en RODRÍGUEZ O., Jaime E.: Revolución, independencia y las nue-
vas naciones de América, Madrid, 2005, pp. 87-98; KEEDING, Ekkart: Surge la nación. La
ilustración en la Audiencia de Quito (1725-1812), Quito, 2005; KOSSOK, M: «Notas acerca
de la recepción del pensamiento ilustrado en América Latina», en Ilustración española e In-
dependencia de América. Homenaje a Noël Salomón, Barcelona, 1979, pp. 149-157; LÓPEZ,
44 MIGUEL MOLINA MARTÍNEZ

Un denso artículo de Giménez Fernández, publicado en 1946, orientó la


discusión hacia el campo de las tesis pactistas de tradición hispánica y reivin-
dicó su importancia como sustentadoras del pensamiento expuesto en aque-
llos cabildos y juntas de gobierno28. En la misma línea trabajaron, entre otros,
Enrique Gandía29, Carlos O. Stoetzer30 y más recientemente nosotros mis-
mos31. Desde esta perspectiva se sostiene que las tesis debatidas en los ca-
bildos y que desembocaron en el establecimiento de juntas americanas no se
fundamentaban en los contenidos de la Enciclopedia y menos aún en los pos-
tulados de la Revolución francesa. Los testimonios esgrimidos por aquéllos y
que justificaban la deposición de las autoridades peninsulares en defensa de
Fernando VII no eran los mismos que se afirmaban en las críticas desplegadas
por los enciclopedistas al régimen colonial. Hubo otros argumentos y otras in-
fluencias que guardaban mayor consonancia con las ideas de los cabildantes.
Ese bagaje ideológico aludía a las doctrinas populistas que hundían sus raí-
ces en la tradición española del siglo XVI. Así pues, a la herencia de Francisco
Suárez y al pensamiento neoescolástico se le atribuye un destacado papel en
los debates que tuvieron lugar en el marco de las instituciones municipales a
partir de 1808, tal como ya plantearon Miguel Aguilera y Jaramillo Uribe32.
Para Roberto Peña el estudio de las teorías pactistas ofrece un interés especial
para entender el pensamiento que preparó la independencia33
Los hechos de Bayona desencadenaron en América el colapso del Impe-
rio, no tanto por sus consecuencias bélicas, como por lo que política e insti-
tucionalmente suponía la abdicación de la Corona. El reto no era la resisten-
cia militar (en América no hubo invasión de tropas extranjeras, ni amenaza

François: «Ilustración e Independencia hispanoamericana», en ibídem, pp. 289-297. También


resultan interesantes las aportaciones contenidas en SOTO ARANGO, Diana, Luis Carlos ARBO-
LEDA y Miguel Ángel PUIG-SAMPER: La Ilustración en América colonial. Bibliografía crítica,
Madrid, 1995.
28 GIMÉNEZ FERNÁNDEZ, Manuel: «Las doctrinas populistas y la independencia de Hispa-

noamérica», Anuario de Estudios Americanos, III (1946), pp. 519-665.


29 GANDÍA, Enrique: Las ideas políticas de los hombres de Mayo, Buenos Aires, 1965.
30 STOETZER, Carlos O.: El pensamiento político…; volvió a profundizar en la misma idea

en: Las raíces escolásticas de la emancipación de la América española, Madrid, 1982.


31 MOLINA MARTÍNEZ, Miguel: Los cabildos y la independencia de Iberoamérica, Gra-

nada, 2002; «Los cabildos y el pactismo en los orígenes de la independencia de Hispanoamé-


rica», en SOBERANES FERNÁNDEZ, José Luis y Rosa María MARTÍNEZ DE CODES (coords.): Ho-
menaje a Alberto de la Hera, México, 2008, pp. 567-591.
32 AGUILERA, Miguel: «Lo típicamente español en la emancipación americana», en El mo-

vimiento emancipador de Hispanoamérica. Actas y ponencias. Sesquicentenario de la Inde-


pendencia de Venezuela, Caracas, 1961, t. IV, pp. 83-148; JARAMILLO URIBE, Jaime: «Influen-
cias del pensamiento español escolástico en la educación política de la generación precursora
de la Independencia en la Nueva Granada», en ibídem, pp. 391-410.
33 PEÑA PEÑALOZA, Roberto: «Las teorías pactistas desde la Universidad de Córdoba del

Tucumán (1613-1810)», en XI Congreso Internacional de Historia del Derecho Indiano. Actas


y Estudios, vol. 2, Madrid, 1997, p. 9.
IMAGINARIO POLÍTICO Y MOVIMIENTO JUNTISTA EN IBEROAMÉRICA 45

de guerra inminente), sino las interrogantes que planteaba el vacío de poder.


Los cabildos hubieron de abordar cuestiones tales como dilucidar a quién
correspondía la titularidad de la soberanía, qué instituciones debían ejercer el
gobierno o cuál era la naturaleza de dicho poder. Junto a ellos, Audiencias y
Virreyes expusieron sus puntos de vista, que nunca fueron ajenos a sus pro-
pios intereses personales o de grupo. La heterogeneidad de las respuestas re-
veló lo complejo del problema y la gravedad de los conflictos que hubieron
de superarse. En el centro de este debate emergieron las doctrinas populistas
y actuaron fuertemente para definir las bases de una nueva concepción de la
soberanía. La reflexión de José Luis Abellán merece ser tenida en cuenta:

Es ya un tópico cuando se habla de influencias ideológicas en la emanci-


pación americana decir que esas influencias fueron fundamentalmente fran-
cesas. Sin embargo, es un hecho que España y el pensamiento español estu-
vieron presentes en la emancipación americana, aunque este hecho se haya
querido ocultar. La causa probablemente hay que buscarla en la imagen tra-
dicional de la cultura española como una cultura católica, autoritaria y con-
servadora, ignorando deliberadamente otros aspectos de la misma que no en-
cajan con esa imagen34.

El debate historiográfico no está cerrado. La interpretación de la revolu-


ción como resultado de una conciencia insurgente criolla madurada a la luz
de ideas importadas de los casos francés y norteamericano e imbuida de un
«espíritu nacional» mantiene su vigencia hasta el día de hoy. Asimismo, la
versión de que dicha revolución fue consecuencia directa de la crisis penin-
sular de 1808 y no de un objetivo previo de independencia por parte de las
elites conserva igualmente su actualidad35. Por otro lado, merece tenerse en
cuenta lo que apunta Chiaramonte a la hora de establecer las filiaciones ideo-
lógicas de los procesos de independencia:

Ellos provenían de un conjunto de doctrinas, no homogéneas, que desde


antes de la independencia guiaban la enseñanza universitaria y sustenta-
ban tanto la producción intelectual como el orden social en general, doctri-
nas comprendidas usualmente bajo la denominación de derecho natural y de
gentes y cuya presencia en la historia iberoamericana continuará mal valo-
rada si continuásemos concibiéndolo, limitadamente, como sólo un capítulo
de la historia del derecho36.

34 Prólogo a la obra de BERRUEZO, María Teresa: La participación americana en las Cor-

tes de Cádiz (1810-1814), Madrid, 1986, p. IX.


35 Véase un interesante acercamiento a la cuestión en FALCÓN, Edgardo: «La crisis metro-

politana y su incidencia en el Río de la Plata: la percepción hispana (1808-1810)», Tiempos de


América, núm. 7 (2000), pp. 27-40.
36 CHIARAMONTE, José Carlos: «Fundamentos iusnaturalistas de los movimientos de inde-

pendencia», en TERÁN, Marta y José Antonio SERRANO ORTEGA: Las guerras de independencia
en la América Española, El Colegio de Michoacán, 2002, p. 109.
46 MIGUEL MOLINA MARTÍNEZ

3. El alcance de las tesis pactistas en el contexto del movimiento juntista

El periodo comprendido entre mayo de 1808 y la disolución de la Junta


Central Suprema en enero de 1810 resulta del mayor interés para conocer
realmente el grado de efervescencia ideológica y doctrinal a la que llegaron
los cabildos. Fue un tiempo en el que las preocupaciones americanas fue-
ron coincidentes con las de los peninsulares y los comportamientos de unos
y otros revelaron una indudable correlación37. Hubo unanimidad de plantea-
miento aceptando como fundamentales principios tales como que los reinos
de Indias dependían de la corona castellana, personificada en el rey, y no de
los pueblos ni gobiernos de España; que la prisión de Fernando VII había de-
jado en suspenso la soberanía y que los habitantes de América gozaban de los
mismos derechos que los de la Península. En suma, compartían la existencia
de un vínculo recíproco entre rey y reino que no podía romperse de forma
unilateral. Convencidos de que la monarquía era «la reunión en la persona
del rey de un conjunto de reinos y provincias, diferentes entre sí, pero igua-
les en derechos»38, la respuesta de los cabildos, independientemente de su
condición peninsular o criolla, no fue otra que el patriotismo ante la invasión
francesa y la fidelidad al rey. Su objetivo era conservar intacto el vínculo im-
perial y la unidad monárquica.
La correlación entre los acontecimientos peninsulares y americanos es
algo que no ofrece discusión. La similitud de respuestas a uno y otro lado del
Atlántico es más que evidente: oposición al francés, manifestaciones de leal-
tad monárquica, iniciativas del patriciado urbano y de los cabildos, proyectos
de juntas, defensa de la religión y de la patria, etc. Nada más revelador que la
proliferación de escritos, prensa, grabados, etc. por toda la geografía ameri-
cana con el denominador común de legitimar la resistencia a Napoleón y la
constitución de nuevos poderes39. Los ejemplos pueden extraerse de todos los
territorios americanos. Véase el caso del cabildo de Caracas que juró lealtad a
Fernando VII el 26 de julio de 1808 y mostró en todo momento un discurso
fidelista40; el de Santiago que adoptó la misma postura el 25 de septiembre de

37 GUERRA, François-Xavier: Modernidad e independencia: ensayos sobre las revolucio-

nes hispánicas, Madrid, 1992, p. 116; y del mismo autor, «El ocaso de la monarquía hispánica:
revolución y desintegración», en ANNINO, Antonio y François-Xavier GUERRA (coords.): Inven-
tando la nación, México, 2003, p. 117.
38 GUERRA, François-Xavier: «La ruptura originaria: mutaciones, debates y mitos en la In-

dependencia», en ÁLVAREZ CUARTERO, I. y J. GÓMEZ SÁNCHEZ (eds.): Visiones y revisiones de


la Independencia americana, Salamanca, 2003, p. 91.
39 Un buen acercamiento a esta cuestión en GUERRA, François-Xavier: «Voces del pueblo.

Redes de comunicación y orígenes de la opinión en el mundo hispánico (1808-1814)», Revista


de Indias, LXII, núm. 225 (2002), pp. 357-384.
40 Aquellos acontecimientos han sido objeto de estudio en la monografía de QUINTERO,

Inés: La conjura de los mantuanos. Ultimo acto de fidelidad a la monarquía española, Cara-
cas, 2000; LANGUE, Frédérique: «Antagonismos y solidaridades…», p. 392.
IMAGINARIO POLÍTICO Y MOVIMIENTO JUNTISTA EN IBEROAMÉRICA 47

1808 y poco después, al lado del gobernador y los oidores, reconocía la sobe-
ranía de la Junta Suprema41; en México, la noticia de los levantamientos pe-
ninsulares fue seguida de manifestaciones populares sin precedentes en la ciu-
dad42; el cabildo de Buenos Aires dio muestras de su júbilo con motivo de la
exaltación al trono de Fernando VII43. En Quito los cabildos secular y ecle-
siástico, los tribunales, el clero, cuerpo militar, gremios y plebe se daban cita
en la catedral para celebrar una misa solemne y Te Deum declarando su fideli-
dad al rey44.
Sirvan estas breves referencias para certificar la naturaleza de los senti-
mientos iniciales que compartieron los americanos. Comparados estos tex-
tos con otros posteriores, se impone la conclusión de que la dinámica de los
acontecimientos provocó cambios ideológicos, las «mutaciones» de las que ha-
blaba François-Xavier Guerra. Por consiguiente, es preciso considerar que
los pronunciamientos de la primera fase no fueron exactamente los mismos
que los de los años posteriores, ni tampoco se inspiraban en las mismas doc-
trinas. Así pues, aquel tiempo fue testigo de un intenso debate político con-
cretado en un pensamiento que osciló entre el exaltado patriotismo hispano
y la generalizada y radical manifestación de agravios. Con acierto Jorge Co-

41 EYZAGUIRRE, Jaime: Ideario y ruta de la emancipación chilena, Santiago, 1975, p. 94.


42 Hira de Gortari califica estas reacciones como «una breve catarsis colectiva que ali-
vió instantáneamente los pesares y los reclamos», de la misma forma que «permitieron olvi-
dar momentáneamente los sentimientos de incertidumbre y temor provocados por la ocupación
francesa del territorio español». Véase GORTARI RABIELA, Hira de: «Julio-agosto de 1808: la
lealtad mexicana», Historia mexicana, 39, 1 (1989), p. 201. Este sentimiento no oculta las ten-
siones existentes entre el cabildo, dominado por los criollos, y la Audiencia controlada por los
peninsulares y que desembocarían en la destitución del virrey Iturrigaray y el encarcelamiento
de algunos miembros del cabildo. Véase GUEDEA, Virginia: En busca de un gobierno alterno:
los Guadalupes de México, México, 1992, pp. 15 y ss.; y el trabajo, en este mismo volumen,
de Jesús Ruiz de Gordejuela.
43 Refiriéndose a ese acontecimiento afirmaba: «Con ella han reanimado los más vivos de-

seos de mantener constantemente y en toda su integridad la íntima y absoluta dependencia de


estos dominios a su Metrópoli, bajo la amable y justa dominación de V.M., por cuyo próspero
y dilatado gobierno dirigirán al Todo Poderoso los más fervientes votos…», citado en COMA-
DRÁN RUIZ, Jorge: «Notas para un estudio sobre fidelismo, reformismo y separatismo en el Río
de la Plata (1808-1816)», Anuario de Estudios Americanos, XXIV (1967), p. 1.657. No menos
expresivas son las palabras del deán Funes, contenidas en su Proclama al clero de Córdoba en
1808: «Amenazándonos el Señor con la pérdida de Fernando sólo quiere, sin duda, hacernos
apreciar más el don que su persona nos ha hecho. Pertenecemos a Fernando y no a Napoleón…
socorramos a la Metrópoli con nuestros donativos, bien persuadidos que siendo los buenos re-
yes, como Fernando, un manantial inagotable de bienes, hemos de recuperar con usura cuanto
le demos». Ibídem, p. 1.658.
44 El juramento contenía expresiones como las siguientes: «Juramos defender la Religión

Católica, Apostólica y Romana, en cuyo seno tuvimos la felicidad de nacer; sostener su unidad
y pureza. Juramos inviolable fidelidad a nuestro legítimo y único soberano, el Señor Don Fer-
nando Séptimo y su Real Familia, de no reconocer dominación ninguna extraña…»; citado en
DUEÑAS DE ANHALZER, Carmen: Marqueses, cacaoteros y vecinos de Portoviejo. Cultura polí-
tica en la presidencia de Quito, Quito, 1997, p. 17.
48 MIGUEL MOLINA MARTÍNEZ

madrán analizó esta evolución desde tres actitudes que se sucedieron en el


tiempo: fidelismo, reformismo y separatismo45. Cada una de las cuales tuvo
sus fundamentos ideológicos y fueron defendidas en muchos casos por los
mismos individuos. En este proceso de cambio los cabildos estuvieron impli-
cados de forma directa, pusieron de relieve el elevado conocimiento que te-
nían de las circunstancias políticas y demostraron su capacidad para reaccio-
nar ante ellas. La constitución de juntas de gobierno en todos los territorios
resultó ser una decisión de ruptura y, a la vez, de continuidad que se gestó
en torno a ideas muy arraigadas en el imaginario de sus protagonistas y en el
seno de instituciones consolidadas, los cabildos. No falta quien haya consi-
derado estas juntas como procesos precursores de la independencia46.
Como ejemplo de la correlación de hechos a uno y otro lado del Atlántico,
Demetrio Ramos puso el énfasis en algunos episodios que consideró respues-
tas americanas al motín de Aranjuez. Los definió como «sucesos producidos
en algunas capitales de América como repercusión inmediata de lo acontecido
en la Península… para eliminar a aquellas autoridades que se suponía apoya-
ban la política de alianza con los franceses»47. Su detenido análisis muestra
cómo, en efecto, estas movilizaciones surgieron allí donde las autoridades co-
loniales ofrecían indicios evidentes de proximidad a las tesis francesas y su ob-
jetivo, como en España, no fue otro que forzar el reconocimiento de Fernando
VII y jurar su fidelidad. Sin embargo, tuvieron el efecto de iniciar la quiebra
del sistema al poner en entredicho la legitimidad de algunas autoridades y pro-
piciaron la irrupción de las fuerzas criollas en la gestión de la crisis. Las ex-
periencias vividas en México, Caracas, Bogotá, Montevideo o Buenos Aires
constituyen un buen ejemplo para comprender su naturaleza. En efecto, la des-
titución del virrey Iturrigaray, fiel partidario de Godoy, el 16 de septiembre de
1808 en México por el sector peninsular, respondía a este planteamiento. La
intervención en Caracas obedecía también a las sospechas de que el goberna-
dor interino, Juan de las Casas, simpatizaba con los franceses. Aunque éste lo-
gró mantenerse al frente del gobierno, su autoridad quedó bastante mermada y
la Junta Central no tardó en sustituirlo por Vicente de Emparán. En el Río de la
Plata fue el origen francés del virrey Santiago Liniers y su actitud contempori-
zadora con Napoleón lo que despertó los recelos del gobernador de Montevi-
deo, Elío, que le llevaron a formar su propia Junta desconociendo la autoridad

45 COMADRÁN RUIZ, Jorge: «Notas para un estudio…», pp. 1.651-1.716.


46 PALACIOS, Guillermo y Fabio MORAGA: «La independencia y el comienzo de los regí-
menes representativos», en MALAMUD, Carlos (dir.): Historia Contemporánea de América La-
tina, I, 1810-1850. Madrid, 2003. Al respecto, se afirma: «En todas [las Juntas] la idea de go-
bernar en nombre de Fernando VII fue la regla por lo menos hasta 1810, lo que muestra de
manera transparente la falta de fuerza, en esos momentos, de cualquier noción generalizada
de separación o independencia», p. 73.
47 RAMOS PÉREZ, Demetrio: «Los motines de Aranjuez americanos y los principios de la

actividad emancipadora», Boletín Americanista, núms. 5-6 (1960), pp. 107-160.


IMAGINARIO POLÍTICO Y MOVIMIENTO JUNTISTA EN IBEROAMÉRICA 49

del virrey. En Buenos Aires, la iniciativa de su cabildo para deponerlo quedó


frustrada por la intervención del regimiento de patricios.
Los cabildos expresaron su convicción de que formaban parte de una
plurimonarquía, encabezada por la Corona e integrada por distintos reinos,
entre ellos el de las Indias48. Como se ha dicho, el vínculo que servía de
unión entre ellos no era otro que el rey, tal como la legislación indiana se en-
cargaba de recordar:
Y porque es nuestra voluntad y lo hemos prometido y jurado que siem-
pre permanezcan unidas para su mayor perpetuidad y firmeza, prohibimos
la enajenación de ellas. Y mandamos que en ningún tiempo puedan ser se-
paradas de nuestra real corona de Castilla, desunidas ni divididas en todo o
en parte ni a favor de ninguna persona. Y considerando la fidelidad de nues-
tros vasallos y los trabajos que los descubridores y pobladores pasaron en
sus descubrimientos y población, para que tengan certeza y confianza de que
siempre estarán y permanecerán unidas a nuestra real corona, prometemos
y damos nuestra fe y palabra real por Nos y los reyes nuestros sucesores, de
que siempre jamás no serán enajenadas ni apartadas en todo o en parte o a fa-
vor de ninguna persona; y si Nos o nuestros sucesores hiciéramos alguna do-
nación o enajenación contra lo susodicho, sea nula, y por tal la declaramos49.

Esta ley, citada en reiteradas ocasiones en las sesiones de los cabildos,


era la evidencia legal de que la constitución otorgada por los reyes a Amé-
rica era la de unos reinos independientes de España sin más vínculo que la
propia persona del rey. Sobre este principio reafirmaron su obediencia per-
sonal al monarca legítimo y se armaron de argumentos para sostener que,
cuando éste faltara, aquellos dominios debían pasar a sus vasallos. Ideoló-
gicamente demostraron poseer un cabal conocimiento de las doctrinas po-
líticas de raíz hispánica remozadas, en algún caso, con nuevas tesis prove-
nientes del enciclopedismo. De este modo, iniciaron la transición hacia la
independencia afirmando ideales de profunda raigambre hispánica extraídos
de viejos fueros, cartas-pueblas, libertades de los municipios castellanos y
doctrinas populistas de la escuela teológico-política española. Se apodera-
ron del poder y, como representantes de la autoridad, depusieron a virreyes
y gobernadores. La legitimación de las juntas formadas en 1809 pudo re-
montarse hasta las Siete Partidas, que reconocían a los patricios de las ciu-
dades el derecho de reunirse en junta si así lo requería el bien común. Las
mismas Leyes de Indias facultaban a los cabildos para constituir juntas de
ciudades a través de procuradores y legislar a través de ellas en el supuesto
de que el Consejo de Indias dejara sin respuesta la demanda de un territorio

48 Sobre esta base fundamentó fray Servando Teresa de Mier sus principios para la inde-

pendencia. Cf. FERNÁNDEZ SOTELO, Rafael Diego: «Influencias y evolución del pensamiento
político de fray Servando Teresa de Mier», Historia Mexicana, XLVIII: I (1998), pp. 3-34.
49 Recopilación de Leyes de Indias (1680), Ley 1.ª, título I, libro III.
50 MIGUEL MOLINA MARTÍNEZ

americano50. Siguiendo a Tanzi, la teoría de la reversión invocada de forma


general en las Juntas de gobierno tenía un origen común que no era otro que
la doctrina española, sin que guardara vinculación alguna con el enciclope-
dismo del siglo XVIII ni con la doctrina contractual de Rousseau51.
Las mutaciones producidas en la revolución terminaron por dar entrada
a otros idearios. A la altura de 1810 era evidente el giro ideológico que se
estaba operando. Algunos cabildos pensaban ya que su suerte no tenía por
qué discurrir paralela a la de los peninsulares. Su decisión de no reconocer
la autoridad de la Junta Central, primero y la de la Regencia, después, se in-
terpreta como un claro síntoma de ello. El establecimiento de juntas de go-
bierno puso a la institución municipal en el camino de convertirse en el ger-
men de los futuros Estados. El movimiento juntista de 1809-1810 surgió a
remolque del peninsular de 1808 y, tras un rico debate ideológico, se convir-
tió en el verdadero caldo de cultivo de los sucesos posteriores. Aquellas jun-
tas basaron sus decisiones en los mismos principios que con anterioridad ha-
bían defendido sus homónimas peninsulares; pero a diferencia de éstas, en
América concluyeron que el gobierno de España había caducado y ello im-
plicaba la reversión de los derechos de soberanía al pueblo para su libre dis-
posición. De ahí y en poco tiempo derivaron hacia posiciones claramente in-
dependentistas. La creencia de sus dirigentes de que el gobierno español
sería incapaz de hacer frente al poder francés en los primeros meses de 1810
les convenció de la necesidad de asumir ellos mismos todo el protagonismo.
Esta mutación revolucionaria presenta en Caracas un buen modelo para
su demostración. Ya se ha hecho referencia a las manifestaciones de lealtad
expresadas por el cabildo de la capital el 26 de julio, una vez conocidos los
sucesos peninsulares. Apenas cuatro meses después, un grupo de vecinos no-
tables de la ciudad dirigieron una representación al gobernador Juan de Ca-
sas en la que, entre otras cosas, se afirmaba:

Las provincias de Venezuela no tienen menos lealtad, ni menor ardor, va-


lor y constancia que las de la España Europea; y si el ancho mar que las se-
para impide los esfuerzos de los brazos americanos, deja libre su espíritu y su
conato a concurrir por todos los medios posibles a la grande obra de la con-
servación de nuestra Santa Religión, de la restitución de nuestro amado Rey,
perpetuidad de una unión inalterable de todos los Pueblos Españoles e inte-
gridad de la Monarquía52.

50
ANNINO, Antonio: «Soberanías en lucha», en ANNINO, Antonio y François-Xavier GUE-
RRA (coords.): Inventando…, p. 165.
51 TANZI, Héctor José: «El pensamiento europeo…», p. 110. En este trabajo se contiene

una amplia relación de fuentes que formaron parte del pensamiento tradicional hispano invo-
cado en cabildos y Juntas de gobierno.
52 «Representación del 22 de noviembre de 1808», en Conjuración de 1808 en Caracas

para formar una Junta Suprema Gubernativa (Documentos completos), Instituto Panamericano
de Geografía e Historia, Caracas, 1968, I, p. 112.
IMAGINARIO POLÍTICO Y MOVIMIENTO JUNTISTA EN IBEROAMÉRICA 51

El cambio de actitud comenzó a manifestarse después de que se tuviera


conocimiento de la disolución de la Junta Suprema Central y ser interpretado
el hecho como un triunfo de los franceses. La primera reacción fue la con-
vocatoria de un cabildo extraordinario el 19 de abril de 1810. Tuvo éste el
efecto de aglutinar a la elite criolla y peninsular contra el gobernador y ca-
pitán general, Vicente de Emparán, al que depuso. Al mismo tiempo, deter-
minó la formación de una Junta Suprema Conservadora de los Derechos de
Fernando VII. El cabildo caraqueño esgrimió para justificar su decisión ar-
gumentos procedentes de las tesis pactistas y textos de la tradición hispana53.
Consideró que la soberanía había recaído en el pueblo «conforme a los mis-
mos principios de la sabia Constitución primitiva de España y a las máxi-
mas que ha enseñado y publicado en innumerables papeles la Junta Suprema
extinguida»54. La disolución de la Junta española y la ausencia del rey justi-
ficaron la decisión de los cabildantes teniendo como objetivo «atender a la
salud pública de este pueblo que se halla en total orfandad». La fidelidad al
monarca español, como bien expresaba la denominación de la Junta recién
creada, no fue puesta en duda. Lo que discutió el cabildo fue la legalidad del
nuevo Consejo de Regencia sobre la base de que el pacto que les unía a la
Península radicaba en la persona del rey y no en los gobiernos.
El siguiente paso hacia la mutación lo dio la Junta de Caracas al decidir
que un Congreso, formado mediante un proceso electoral, trabajara sobre el
futuro político del territorio a la luz de lo que acontecía en España. El nuevo
órgano motivó su existencia en el pactum translationis suarecino y se tituló
«Cuerpo conservador de los derechos de Fernando VII», lo que hacía supo-
ner que persistía inalterable en su actitud fidelista. Sin embargo, sus miem-
bros comenzaron a hablar otro lenguaje, más cercano ya a la literatura po-
lítica francesa. Así se entiende la aprobación en su sesión de 1 de julio de
1811 de los Derechos de los pueblos, texto en el que la soberanía popular
es definida como «imprescindible, inajenable e indivisible»; la influencia
de Miranda y otros autores de la Enciclopedia se dejó sentir introduciendo
conceptos tales como la libertad, la seguridad, la propiedad, la igualdad ante
la ley, la temporalidad de los empleos públicos y la felicidad como fin de
la sociedad. Con estos antecedentes, la nueva sesión del Congreso, la cele-
brada el 5 de julio, culminó el proceso de mutación revolucionaria. Los allí
reunidos anularon el juramento de fidelidad a Fernando VII y declararon la
independencia. De esta forma, lo que comenzó el 19 de abril de 1810 como
una iniciativa del Cabildo de Caracas para la defensa de los derechos del
monarca, concluyó el 5 de julio de 1811 con declaración de independencia

53 Es la tesis mantenida por TANZI, Héctor José: «Fuentes ideológicas de las juntas de go-

bierno americanas», Boletín Histórico, núm. 30. Caracas, 1973.


54 «Acta del Cabildo de 19 de abril de 1810», en GRASES, Pedro (comp.): Pensamiento po-

lítico de la emancipación venezolana, Caracas, 1988, pp. 61-64.


52 MIGUEL MOLINA MARTÍNEZ

de España55. La evolución en el campo de las ideas, del fidelismo a la rup-


tura, fue una realidad indiscutible que la misma acta de independencia ex-
presó al incluir referencias alusivas tanto al pactismo y a la reversión de la
soberanía al pueblo, efecto de los sucesos de Bayona y de la ilegitimidad del
Consejo de Regencia, como al pensamiento político francés. Sirva de mues-
tra este fragmento:

Cuando los Borbones concurrieron a las inválidas estipulaciones de Ba-


yona, abandonando el territorio español contra la voluntad de los pueblos,
faltaron, despreciaron y hollaron el deber sagrado que contrajeron con los es-
pañoles de ambos mundos, cuando con su sangre y sus tesoros, los coloca-
ron en el trono a despecho de la casa de Austria; por esta conducta quedaron
inhábiles e incapaces de gobernar a un pueblo libre a quien entregaron como
un rebaño de esclavos. Los intrusos gobiernos que se arrogaron pérfidamente
las disposiciones que la buena fe, la distancia, la opresión y la ignorancia,
daban a los americanos contra la nueva dinastía… sostuvieron entre noso-
tros la ilusión a favor de Fernando, para devorarnos y vejarnos impunemente
cuando más nos prometían la libertad, la igualdad y la fraternidad en discur-
sos pomposos y frases estudiadas, para encubrir el lazo de una representación
amañada, inútil y degradante56.

El proceso aquí descrito ofrece numerosas similitudes con lo ocurrido


en Buenos Aires. También aquí es posible rastrear la evolución producida
en el campo de las ideas desde las iniciales proclamas fidelistas y anti-
napoleónicas hasta las voces de independencia finales. Una vez más, tam-
bién el cabildo como protagonista y motor de los acontecimientos. En una
sesión extraordinaria que tuvo lugar el 29 de abril de 1810 los cabildantes
debatieron la situación resultante de la disolución de la Junta Central y del
avance de las tropas napoleónicas. La conclusión no fue otra que asumir la
soberanía y considerar nula la legitimidad del gobierno peninsular. Deci-
sión ésta que dejaba en situación comprometida al virrey Hidalgo de Cis-
neros en tanto en cuanto había sido nombrado por una autoridad que no se
reconocía. El debate arreció en la sesión de un cabildo abierto celebrada el
22 de mayo, compuesto en su mayoría por criollos57. En aquella ocasión
el obispo bonaerense, Benito de Rué y Riega, defendió la legitimidad de
la autoridad real y planteó que permaneciera ejerciendo sus funciones en
calidad de por ahora junto al Regente y un oidor de la Audiencia. La pro-

55 La secuencia de estos hechos, desde el fidelismo inicial a la independencia, y su reper-

cusión sobre la nobleza de la ciudad pueden verse en QUINTERO, Inés: «Los nobles de Caracas
y la independencia de Venezuela», Anuario de Estudios Americanos, 64, 2 (julio-diciembre de
2007), pp. 209-232.
56 «Acta de Independencia, 5 de julio de 1811», en ROMERO, José Luis y Luis Alberto RO-

MERO (eds.): Pensamiento político…, pp. 105-109.


57 MARFANY, Roberto H.: El cabildo de mayo, Buenos Aires, 1961, pp. 38-42.
IMAGINARIO POLÍTICO Y MOVIMIENTO JUNTISTA EN IBEROAMÉRICA 53

puesta tuvo contestación en las personas de Juan José Castelli y Cornelio


Saavedra. Este se mostró partidario de que el poder del virrey fuera reem-
plazado por el cabildo de la ciudad hasta tanto se constituyese una Junta,
«cuya formación debe ser en el modo y forma que se estime por el Excmo.
Cabildo»58. Tres días después, en el cabildo del 25 de mayo de 1810, triun-
faron estos planteamientos y quedó definitivamente constituida la Junta de
gobierno. Los principios ideológicos que animaron aquellas sesiones apela-
ban a los mismos que la Junta peninsular había esgrimido para no recono-
cer a Bonaparte sobre la base de doctrinas neoescolásticas bien arraigadas
en la tradición. En opinión de Marfany, el peso de éstas fue mucho más im-
portante que las procedentes del pensamiento ilustrado59. Opinión contraria
a la de Lewin quien sostiene que el discurso doctrinal del mayo argentino
estuvo inspirado en Rousseau60.
Sea como fuera, la ruptura del pacto quedaba justificada, como en Cara-
cas, bajo el argumento de que sólo atañía al vínculo del rey con los territo-
rios americanos; en ningún caso se entendía que afectara a las relaciones en-
tre España y América61. La nueva Junta salida del cabildo del 25 de mayo la
presidió Saavedra e invocó la autoridad y el nombre de Fernando VII62. Asu-
mió el gobierno dando respuesta a la crisis peninsular y lo hizo asentándose
en la voluntad popular, depositada en el cabildo, que la eligió. La reversión
de la soberanía al pueblo y su ejercicio a través de la Junta cumplía los pos-
tulados de la doctrina pactista. El soporte ideológico de la mutación revolu-
cionaria que desembocó en el cabildo del 25 de mayo y la inmediata Junta de
gobierno no puede entenderse sin la presencia del pensamiento neoescolás-
tico y la certidumbre de un viejo pacto entre el monarca y los reinos de In-
dias, tal como sintetizó Furlong:

58 SIERRA, Vicente D.: Historia de la Argentina (1800-1810), IV, Buenos Aires, 1969,
p. 542.
59 MARFANY, Roberto H.: Vísperas de mayo, Buenos Aires, 1960; del mismo autor y con

similar tesis: «Filiación política de la revolución de Buenos Aires en 1810», Estudios America-
nos, núm. 108 (1961), pp. 235-253.
60 LEWIN, Boleslao: Rousseau y la independencia argentina y americana, Buenos Aires,

1967.
61 Esta cuestión fue ampliamente trabajada por RAMOS PÉREZ, Demetrio: «Formación de

las ideas políticas que operan en el Movimiento de Mayo en Buenos Aires en 1810», Revista
de Estudios Políticos, núm. 134 (1964), pp. 139-218.
62 Esta circunstancia ha dado origen a lo que se ha denominado «la máscara de Fer-

nando VII», consistente en afirmar que el apoyo dado al rey por la Junta fue un subterfugio
para distraer de sus verdaderos fines que no eran otros que la independencia. El debate histo-
riográfico suscitado al respecto es profundo. Sirvan algunas referencias: John Lynch apoyó la
existencia del enmascaramiento en la actitud de la Junta (LYNCH, John: Las revoluciones his-
panoamericanas, 1808-1826). Barcelona, 1976, p. 68; Enrique Gandía, por el contrario, la re-
chazó (GANDÍA, Enrique: Historia del 25 de mayo: nacimiento de la libertad e independencia
argentinas, Buenos Aires, 1960, p. 91); también la negó Carlos Stoetzer (STOETZER, Carlos O.:
Las raíces escolásticas…, pp. 280-281).
54 MIGUEL MOLINA MARTÍNEZ

La llamada revolución de mayo no fue sino el final de una evolución, y


ésta se inició a principios de la colonización hispana y se desarrolló, sin pri-
sas y sin pausas, por espacio de dos largas centurias... Sostenemos, además,
que los elementos primordiales de esa evolución fueron las cátedras de Filo-
sofía, de Teología y de Derecho, las cuales se plasmaron a la juventud ameri-
cana en las aulas de Córdoba y Chuquisaca, de Buenos Aires, de Salta, de la
Asunción, de La Paz y de Montevideo. De los escritos de los grandes pensa-
dores españoles, cuyos libros fueron los textos escolares o las obras de con-
sulta y lectura en aquellas sedes del saber, brotaron y florecieron todas las
ideas y todos los principios que culminaron en los gloriosos sucesos de 1810,
muy en especial el gran principio del «pacto», que constituyó el pivote sobre
el que giró toda la máquina revolucionaria63.

Sin embargo, no sería correcto limitar a esta corriente lo ocurrido final-


mente en Buenos Aires. Resulta obvio que junto a la base pactista de tradi-
ción hispana intervinieron a partir de 1810 otros componentes ideológicos de
diferente procedencia. Muchos de los conceptos y términos allí citados (ti-
rano, seguridad, patria…) remitían a influencias que nada tenían que ver con
la neoescolástica, pero que también formaron parte del ideario de los hombres
de mayo. La interacción de unas y otras constituyó, en opinión de Zorraquín
Becú, la esencia del pensamiento revolucionario de mayo64. La secuencia fue
una vez más la misma. El primer acto tuvo lugar en el cabildo de comienzos
de 1809 que depuso al virrey Liniers defendiendo la causa fernandina ante las
presumibles inclinaciones francesas de éste65; siguieron los cabildos del 29 de
abril y 22 de mayo de 1810 que declararon ilegítimo el Consejo de Regencia;
por último, el cabildo del 25 de mayo, que anuló la autoridad del nuevo virrey
Hidalgo de Cisneros y dio paso a una Junta de gobierno. De las primeras ma-
nifestaciones contra Napoleón y de fidelidad al gobierno español se pasó a las
proclamas de insurgencia, todo ello a través del cabildo, autoridad que asu-
mió la representación popular e hizo posible el cambio de autoridad. Desde
el punto de vista de las ideas, el proceso fue inicialmente deudor del pensa-
miento neoescolástico; más tarde fue permeable a la influencia de autores
franceses y de propuestas de nuevo cuño.
Como contrapunto a los procesos descritos, la situación quiteña presenta
diferencias que la singularizan. Aquí, aunque los comienzos fueron prácti-
camente similares a lo ocurrido en Caracas o Buenos Aires, el resultado fi-
nal difiere. Las muestras de fidelidad al monarca, el rechazo a Napoleón o

63 FURLONG, Guillermo: Nacimiento y desarrollo de la filosofía en el Río de la Plata, Bue-

nos Aires, 1952, p. 592.


64 ZORRAQUÍN BECÚ, Ricardo: «La doctrina jurídica de la Revolución de Mayo», Revista

del Instituto de Historia del Derecho, núm. 11 (1960), pp. 47-68.


65 Todo lo acontecido en torno al cabildo del 1 de enero de 1809 ha merecido un exhaus-

tivo estudio de RAMOS PÉREZ, Demetrio: «Alzaga, Liniers y Elio en el motín de Buenos Aires
del primero de enero de 1809», Anuario de Estudios Americanos, XXI (1964), pp. 489-580.
IMAGINARIO POLÍTICO Y MOVIMIENTO JUNTISTA EN IBEROAMÉRICA 55

la formación de juntas no culminaron en la definitiva ruptura de la Penín-


sula. La oposición interna y la fuerza de las armas desde el exterior frustra-
ron el camino hacia la independencia. Pero ante todo, el caso quiteño ve-
nía rodeado de circunstancias especiales que determinaron su desarrollo.
Por un lado, la convicción de sus habitantes de sentirse menoscabados en
su prestigio tras los recortes territoriales producidos y la pérdida de auto-
nomía, influencia eclesiástica y peso financiero. Particularmente, la depre-
sión económica había socavado drásticamente sus estructuras y causado un
gran descontento entre las elites. Por otro, la toma de conciencia de su pro-
pia situación geográfica en medio de los virreinatos neogranadino y peruano
a la que atribuían la marginalización que decían padecer66. La coyuntura de
1808 brindó la ocasión propicia para la recuperación del prestigio perdido y
la reivindicación de su propia razón de ser en el conjunto de los Reinos de
Indias. Además, la inoperancia del presidente Ruiz Castilla, casi octogena-
rio, demandaba un cambio drástico que no podía ser otro que su destitución.
Fue en este contexto cuando se tuvo noticia de la abdicación de la Co-
rona a favor de Napoleón y la entrada de las tropas francesas en la Penín-
sula. Los acontecimientos que siguieron son de sobra conocidos. Durante
la tarde del 9 de agosto de 1809 un grupo de vecinos notables de la ciudad
planearon la conveniencia de formar una junta que gobernara en nombre
de Fernando VII. Al día siguiente el capitán Juan Salinas con sus soldados
ocupó los edificios del gobierno y arrestó a los funcionarios reales, incluido
el propio Ruiz Castilla. Siguió la constitución de una junta que asumió el
poder como depositaría de la soberanía entonces vacante y no reconoció
la autoridad del virrey de Santa Fe67. Fue presidida por Juan Pío Montúfar,
marqués de Selva Alegre, y ocupó la vicepresidencia el obispo José Cuero y
Caicedo. Los restantes miembros pertenecían a la elite criolla, en su mayor
parte nobles.
En el acta de constitución quedaba expreso que eran los sucesos penin-
sulares derivados de 1808 los que aconsejaban tomar aquella decisión; al
mismo tiempo hacía constar el compromiso que recaía sobre la representa-
ción popular a través de los «diputados del pueblo» y los cabildos. Un com-
promiso de gobierno que iba a ser ejercido interinamente hasta la reposición
de Fernando VII. El discurso fidelista y pactista era idéntico al de otras re-
giones, aquel que proclamaba la retroversión de la soberanía al pueblo en
ausencia de su rey:

66 RODRÍGUEZ O., Jaime E.: «La revolución hispánica en el Reino de Quito: las elecciones

de 1809-1814 y 1821-1822», en TERÁN, Marta y José Antonio SERRANO ORTEGA: Las guerras
de independencia…, pp. 488-489.
67 El desarrollo de aquellos conflictivos sucesos pueden seguirse en DE LA TORRE REYES,

Carlos: La revolución de Quito del 10 de agosto de 1809, sus vicisitudes y su significación en


el proceso general de la emancipación hispanoamericana, Quito, 1961; NAVARRO, José Ga-
briel: La revolución de Quito del 10 de agosto de 1809, Quito, 1962.
56 MIGUEL MOLINA MARTÍNEZ

Nos los infrascritos diputados del pueblo, atendidas las presentes críti-
cas circunstancias de la nación, declaramos solemnemente haber cesado en
sus funciones los magistrados actuales de esta capital y sus provincias… De-
claramos que los antedichos individuos unidos con los representantes de los
cabildos de las provincias sujetas actualmente a esta gobernación… compon-
drán una junta suprema que gobierne interinamente a nombre y como repre-
sentante de nuestro legítimo soberano el señor don Fernando VII, y mientras
su majestad recupere la Península o viene a imperar68.

Por tanto, la decisión de la Junta quiteña de 1809 no puede ser calificada


como un acto de rebelión contra la Península, sino, por el contrario, como
una movilización en apoyo de la causa española contra la invasión napoleó-
nica69 El carácter leal que le animaba lo corrobora el juramento solemne de
obediencia y fidelidad al rey que sus miembros hicieron en la catedral, ex-
tensible al resto de los órganos eclesiásticos y seculares. Más determinante
aún resulta la afirmación de que nacía con el objetivo de sostener «la pureza
de la religión, los derechos del rey y los de la Patria y hará guerra mortal a
todos sus enemigos, principalmente franceses». No falta, sin embargo, quien
considere estas muestras de lealtad como «un maquillaje que cubría otras
intenciones»70. Demasiado arriesgada semejante interpretación porque su-
giere la existencia de un plan previo independentista que no se corresponde
con los hechos. Otra cosa sería plantear que los hombres de 1809 aprovecha-
ron la abdicación real para reivindicar mayor autonomía frente a Bogotá o
Lima sirviéndose del mismo modelo juntista que le proporcionaba la Penín-
sula. Refiriéndose a estos hechos, Carmen Dueñas aclara que «Rey y reli-
gión fueron dos fuerzas poderosas para efectos de movilización, no como la
«máscara» de Fernando VII atribuida a patriotas de otras colonias, sino como
símbolos fecundos, inherentes a su propia ideología»71; más adelante añade:

Antes que mirar hacia el futuro, los rebeldes quiteños miraron hacia el
pasado para resistir tales cambios. Se fundamentaron en ideas populistas de
los siglos XVI y XVII, propias de sociedades agrarias, para recuperar la auto-
nomía de la cual habían gozado anteriormente72.

68 «Acta de instalación de la primera junta revolucionaria de Quito» (Quito, 10 de agosto

de 1809), en La revolución de Quito, 1809-1812, Archivo Nacional del Ecuador, Boletín


núm. 33, p. 19. Quito, 2007.
69 GILMORE, Robert, L.: «The imperial crisis, rebellion and the viceroy: Nueva Granada in

1809», Hispanic American Historical Review, 40, 1 (1960), p. 10.


70 MENA VILLAMAR, Claudio: El Quito rebelde (1809-1812), Quito, 1997, p. 155. El autor

recoge una cita a propósito de la acusación del fiscal Aréchaga que procesó a los participantes
en el golpe en la que se sostiene que «las autoridades metropolitanas comprendieron que de-
trás de las palabras de amor a Fernando VII, bullía un anhelo de liberación, una redentora es-
peranza transida por el odio reprimido contra la opresión».
71 DUEÑAS DE ANHALZER, Carmen: Marqueses, cacaoteros…, p. 73.
72 Ibídem, p. 77.
IMAGINARIO POLÍTICO Y MOVIMIENTO JUNTISTA EN IBEROAMÉRICA 57

La actuación del cabildo y los pasos seguidos por la posterior Junta de


gobierno ponen de manifiesto la importancia de aquella iniciativa y el sus-
trato ideológico que la animó. El cabildo de Quito arengaba sobre la necesi-
dad de resistir al despotismo de los europeos, salvando la figura del monarca
al que no había que confundir con aquéllos. Retomando el viejo concepto del
pacto, recordaba a los criollos que eran vasallos del rey y no de la nación es-
pañola73. Por su parte, los miembros de la Junta ratificaban su actitud a tra-
vés de un «Manifiesto del Pueblo de Quito» e insistían en que «las impe-
riosas circunstancias le han forzado a asegurar los sagrados intereses de su
Religión, de su Príncipe y de su Patria», que la nación española había sido
«devastada, oprimida, humillada y vendida al fin por un indigno Favorito»
y que, en consecuencia, «juró por su Rey y Señor a Fernando VII, conservar
pura la Religión de sus Padres, defender y procurar la felicidad de la Patria y
derramar toda su sangre por tan sagrados y dignos motivos»74.
Su presidente, el marqués de Selva Alegre, arengó con vehemencia a los
asistentes del cabildo abierto celebrado en Quito el 16 de agosto con expre-
siones de fidelidad monárquica muy elocuentes:

¡Qué objetos tan grandes y sagrados son los que nos han reunido en este
respetable lugar! La conservación de la verdadera religión, la defensa de nues-
tro legítimo monarca y la propiedad de la patria. Veis aquí los bienes más pre-
ciosos que hacen la perfecta felicidad del género humano. ¡Cuán dignos son de
nuestro amor, de nuestro celo y veneración… Digamos con la sinceridad pro-
pia de americanos españoles: ¡Viva nuestro rey legítimo y señor natural don
Fernando VII!, y conservémosle a costa de nuestra sangre esta preciosa por-
ción de sus vastos dominios libre de la opresión tiránica de Bonaparte, hasta
que la divina misericordia lo vuelva a su trono, o que nos conceda la deseada
gloria de que venga a imperar entre nosotros75.

Manuel Rodríguez de Quiroga, uno de sus miembros, argumentó en la


misma línea que actuaron movidos por la defensa de la religión, el rey y el
país. En su discurso dirigido a «los pueblos de América» hacía referencia a
las doctrinas del justo título de España en América, a las tesis sobre la trans-
misión y enajenación de la soberanía así como los postulados que legitima-
ban la resistencia a los usurpadores del poder. Sus palabras no dan pie a la
duda:

73 «Demostración legal y política que hace el cabildo de Quito a los cabildos de Popayán y

Pasto sobre los procedimientos de la Junta de Quito», en PONCE RIBADENEIRA, Alfredo: Quito,
1809-1812, según los documentos del Archivo Nacional de Madrid, Madrid, 1960, p. 165.
74 «Manifiesto del Pueblo de Quito», recogido en BORJA, Luis Felipe: «Para la historia del

10 de agosto de 1809», Boletín de la Sociedad Ecuatoriana de Estudios Históricos America-


nos, núm. 6, (1919), 429-430.
75 MONTÚFAR, Juan Pío, marqués de Selva Alegre: «Arenga», en ROMERO, José Luis y

Luis A. ROMERO (eds.): Pensamiento político…, p. 47.


58 MIGUEL MOLINA MARTÍNEZ

La sacrosanta ley de Jesucristo y el imperio de Fernando VII, perseguido


y desterrado de la Península, han fijado su augusta mansión en Quito. En este
dichoso suelo tienen ya su trono la paz y la justicia: no resuenan más que los
tiernos y sagrados nombres de Dios, el rey y la patria. ¿Quién será tan in-
fame que no exhale el último aliento de la vida, derrame toda su sangre que
corra en sus venas y muera cubierto de gloria por tan precisos e inexplicables
objetos?... Las leyes reasumen su antiguo imperio; la razón afianza su digni-
dad y su poder irresistibles; y los augustos derechos del hombre ya no que-
dan expuestos al consejo de las pasiones ni al imperioso mandato del poder
arbitrario76.

La situación quiteña, como otras de América, puso de manifiesto la cons-


tante preocupación de los líderes por mantenerse dentro de la legalidad, es
decir, reveló la obsesión de los protagonistas por justificar sus actos como
una reacción legítima ante la ruptura de las leyes y del pacto que les unía a
la monarquía. Federica Morelli ha estudiado este caso bajo la perspectiva de
un «gobierno mixto». Se trata, en su opinión, de abordar la monarquía espa-
ñola como un gobierno concretado en tres Estados: rey, nobles y ciudades77.
Rodríguez de Quiroga, uno de sus mejores ideólogos, propugnaba esta tesis
no tanto para afirmar la división de poderes, como para mostrar que la rup-
tura de ese equilibrio arrastraba hacia la crisis. Sobre la base de este presu-
puesto, se pudo dar cobertura legal a la formación de juntas gubernativas, ya
que se fundamentaban en la nulidad de las abdicaciones de Bayona, lleva-
das a efecto sin el consentimiento de aquellos territorios, y detentaban la so-
beranía en nombre del rey ausente. En la tradición americana los municipios
aparecen como las instituciones que limitaban el poder del monarca y, como
tal, desde la conquista se le reconocieron amplios poderes jurisdiccionales.
Lo cual, unido al carácter hereditario y electivo de sus miembros y a su ca-
pacidad de representar a la región (derecho reconocido desde las Siete Parti-
das alfonsinas y reiterado en la Recopilación de Leyes de Indias), explica por
qué al estallar la crisis se consideraron legítimos depositarios de la soberanía
en ausencia del rey78.
Desgraciadamente la vida política de aquella Junta apenas duró tres me-
ses y terminó sucumbiendo ante la división interna de sus miembros, el re-
chazo de otras provincias del reino y el dispositivo militar puesto en marcha
por el virrey Abascal79. Ruiz Castilla recobró en octubre la autoridad per-

76 RODRÍGUEZ DE QUIROGA, Manuel: «Proclama a los pueblos de América» (1809), en ibí-

dem, p. 49.
77 MORELLI, Federica: «La revolución en Quito: el camino hacia el gobierno mixto», Re-

vista de Indias, LXII, núm. 225 (2002), pp. 335-356.


78 Ibídem, pp. 346 y ss.
79 Para un análisis profundo de los planteamientos, objetivos y debates relativos a la for-

mación y actuación de la Junta de 1809, véase RAMOS PÉREZ, Demetrio: Entre el Plata y Bo-
gotá. Cuatro claves de la emancipación ecuatoriana, Madrid, 1978.
IMAGINARIO POLÍTICO Y MOVIMIENTO JUNTISTA EN IBEROAMÉRICA 59

dida, merced a un acuerdo que incluía el indulto de los miembros de la Junta.


La actuación represiva y de terror puesta en marcha por éste en nada contri-
buyó a la pacificación de los ánimos y abrió nuevos frentes entre los bandos.
Los dirigentes del 10 de agosto de 1809 fueron encarcelados y el fiscal To-
más Aréchega solicitó la pena de muerte para 46 de los acusados y el exilio
de por vida para los restantes. El intento de liberar a los prisioneros por parte
de una facción concluyó con la ejecución de algunos a manos de los guardias
el 2 de agosto de 1810.
Una segunda Junta fue creada el 19 de septiembre de ese año que se de-
claró subordinada a la Regencia. La presidió Ruiz Castilla junto al marqués
de Selva Alegre que fungía como vicepresidente. Como vocales natos figu-
raban el delegado regio, Carlos Montúfar, y el obispo Cuero y Caicedo. Más
de la mitad de los integrantes de esta Junta habían pertenecido a la de 1809.
Para que los acuerdos tomados tuvieran «carácter y fuerza de sanción pú-
blica», se sometieron al día siguiente a la consideración de un cabildo abierto
que sancionó todo lo acordado con anterioridad. Como en 1809, la Junta per-
seguía la defensa de la religión y de los derechos del rey Fernando, además
de procurar todo el bien posible para la Nación y la Patria. La compleja si-
tuación política y militar, sin embargo, dificultó en extremo la toma de deci-
siones.
Para atajar el estado de anarquía y disgregación del territorio, tomó la
decisión de convocar un congreso formado por representantes de las ciuda-
des y encargado de la redacción de una especie de constitución que senta-
ría las bases de un nuevo Estado. Así fue como el 15 de febrero de 1812 sur-
gió el Pacto solemne de sociedad y unión entre las Provincias que forman
el Estado de Quito. La filosofía que lo inspiró, según Morelli, se remonta a
la doctrina de retroversión de la soberanía determinada por la cautividad del
rey y su objetivo no fue «la fundación de un nuevo cuerpo soberano indepen-
diente de la Monarquía española, sino un acuerdo entre cuerpos soberanos
—las provincias— para preservar los intereses comunes»80. Como observa
Demetrio Ramos, aquella constitución mantenía viva todavía en ese año la
tradicional fidelidad al monarca señalando que «el Estado reconoce y reco-
nocerá por su Monarca al señor don Fernando Séptimo, siempre que libre de
la dominación francesa y seguro de cualquier influjo de amistad o parentesco
con el tirano de Europa pueda reinar, sin perjuicio de esta Constitución»81.
Tampoco la nueva oportunidad que se ofrecía ante los quiteños pudo
convertirse en realidad. La llegada del general Toribio Torres con sus tropas
como nuevo presidente de la Audiencia puso fin a esta aventura en diciem-

80 MORELLI, Federica: «La revolución en Quito…», pp. 349-350. La autora realiza un es-

tudio de este documento y lo considera un buen ejemplo que demuestra la vigencia de un go-
bierno mixto.
81 RAMOS PÉREZ, Demetrio: Entre el Plata y Bogotá…, pp. 268-269.
60 MIGUEL MOLINA MARTÍNEZ

bre de 1812. La ansiada autonomía que perseguían los que se movilizaron en


1809 dejó paso a la incertidumbre de quedar a merced de la Nueva Granada
o del Perú.
De todo lo expuesto puede concluirse que el proceso de independencia de
los territorios americanos presenta, desde el punto de vista de las filiaciones
doctrinarias, una gran complejidad. Aceptando como evidente que sus com-
portamientos estuvieron directamente relacionados con la crisis peninsular
de 1808, no parece plausible la existencia de planes previos de carácter inde-
pendentista. El camino hacia la independencia se acomodó a las experiencias
y sucesos que el devenir de los acontecimientos fue deparando. La lealtad al
rey y el rechazo al invasor francés nutrieron los imaginarios de sus habitan-
tes al menos hasta 1810. A partir de esa fecha el discurso fue mutando hacia
posiciones más radicales. El reconocimiento de que no eran colonias, sino
una parte esencial e integrante de la monarquía española con iguales derechos
para estar representados en la Junta Central82, les abrió nuevas perspectivas
que se concretaron en una irrenunciable batalla por la igualdad y en la con-
ciencia de ser los protagonistas de su propio futuro. En ese contexto y no an-
tes fue cuando la palabra independencia comenzó a identificarse con ruptura
definitiva. Desde el primer momento, los cabildos estuvieron al frente de las
movilizaciones exhibiendo sentimientos fernandistas y antibonapartistas. De-
fendieron la legalidad asumiendo responsabilidades que la tradición cultural
ya contemplaba y fueron capaces de actualizar sus planteamientos a la luz de
las nuevas corrientes que llegaban. Como representantes legítimos de la so-
beranía popular, pusieron en marcha un intenso debate de ideas capaz de dar
respuesta jurídica a los retos que planteaba la singularidad de una monarquía
acéfala.

82 Así lo reconocía la Junta Central en su polémico Decreto de 22 de enero de 1809.


Hacia la independencia colombiana:
la época de la «Primera Republica»
en la Nueva Granada (1810-1815)

Anthony MCFARLANE
Universidad de Warwick

Los años desde 1810 a 1815 constituyen un periodo muy distintivo en la


historia de la región del Virreinato de la Nueva Granada, el territorio que, en
la década de 1820-30, iba a convertirse en la República de Colombia. Son
años especiales por ser tiempos de crisis y cambio en el régimen político de
la monarquía española, en que se vieron el derrumbe del gobierno virreinal
y la creación de un conjunto de nuevas autoridades políticas en las provincias
del Nuevo Reino de Granada. Durante 1810, el espacio virreinal —incluso
los territorios vecinos de la Capitanía-General de Caracas y la Audiencia de
Quito— se convierta en un terreno político mucho más complejo. Mientras
unas provincias siguen en manos de oficiales leales al gobierno español de
la Regencia que se estableció en enero de 1810 en Cádiz, a todo lo ancho del
territorio neogranadino aparecen juntas provinciales que se declaran sobera-
nas y auto-proclaman su autonomía. El lustro siguiente es un tiempo extraor-
dinario en la historia de la Nueva Granada, caracterizado por una explosión
de actividad política y una fragmentación de autoridad entre juntas y estados
provincianos que se definían como soberanos. Este periodo —que se puede
llamar la «Primera República» por su tendencia al gobierno constituciona-
lista y republicana1— culminó en crisis en 1815-16, cuando los experimen-
tos con nuevas formas de orden político fueron terminados por la llegada de
las fuerzas de la monarquía resurgente, que volvió a imponer su autoridad a
punto de bayoneta. Con la restauración del régimen virreinal gobierno, los
estados nacientes fueron aplastados y el movimiento hacia la independen-
cia interrumpido hasta 1819, cuando el libertador venezolano Simón Bolívar
derrotó al ejercito del virrey y creó la República de Colombia.

1 MCFARLANE, Anthony: «Building Political Order: The “First Republic” in New Granada

(1810-1815)», en POSADA-CARBÓ, Eduardo (comp.): In Search of a New Order: Essays on the


Politics and Society of Nineteenth-Century Latin America. Institute of Latin American Studies,
London, 1998, pp. 8-33.
62 ANTHONY MCFARLANE

La República de Colombia inventada por Bolívar inauguró la indepen-


dencia definitiva de los territorios neogranadinos, venezolanos y ecuatoria-
nos, basada en un gobierno totalmente distinto de las múltiples entidades po-
líticas que habían competido entre si en 1810-15. La nueva republica unió a
esos territorios en una «Gran Colombia» que abarcaba toda la jurisdicción
—y más— del antiguo virreinato de la Nueva Granada. Era, además, un es-
tado centralizado y militarizado, en el cual el poder ejecutivo concentró en
organizar la guerra independentista a nivel continental. La República de Co-
lombia de 1819-1830 era, entonces, muy diferente de la Primera República
de los estados soberanos que gobernaban las provincias neogranadinas en
1810-15, y el contraste entre los dos periodos —uno de debates y experimen-
tos políticos y de competencias y conflictos entre las provincias y el otro
de campañas y triunfos militares y de unión contra el enemigo común— ha
dado lugar a una perspectiva historiográfica que ha definido la Primera Re-
pública como un lapso de división e indecisión, una «Patria Boba» incapaz
de unir la nación neogranadina.

1. Interpretaciones

Las historias nacionales del periodo tienden a compartir dos característi-


cas básicas. Primero, tienen un temple nacionalista. Los historiadores nacio-
nales han tendido a buscar las raíces de la crisis del régimen español en los
agravios de los neogranadinos antes de 1810. Desde esta perspectiva, la re-
belión de los Comuneros en 1781 demostró una capacidad para oponer la
monarquía y expresó una identidad americana naciente. Una década después,
en 1794, la conspiración de un pequeño círculo de intelectuales manifestaba
de nuevo una oposición al régimen español, ahora imbuida por las ideas de
las revoluciones norteamericana y francesa. Esos acontecimientos han sido
absorbidos en la narrativa nacionalista de la independencia colombiana, se-
gún la cual la rebelión comunera y la conspiración criolla reflejan una suerte
de anti-colonialismo a finales del siglo XVIII. Los neogranadinos, se dice, ha-
bían demostrado en la rebelión comunera de 1781 que ya soñaban en cam-
biar el régimen político. Además, se dice que ese antagonismo al estado es-
pañol encontró nuevas direcciones y formulaciones en las dos o tres décadas
después de la rebelión comunera, gracias a las repercusiones intelectuales de
la Ilustración y de las revoluciones norteamericana y francesa. La prueba del
nuevo radicalismo criollo, identificado con el pensamiento político moderno,
se encuentra en la conspiración criolla de 1794, cuando Antonio Nariño y un
grupo de sus amigos fueron arrestados y procesados por el supuesto crimen
de conspirar contra el gobierno virreinal. Según las versiones tradicionales,
esa conspiración fue un movimiento precursor, indicador de la presencia en
los círculos ilustrados de hombres que admiraban la Revolución francesa y
americana, y que estaban listos para agarrar cualquier oportunidad para rom-
HACIA LA INDEPENDENCIA COLOMBIANA: LA ÉPOCA DE LA «PRIMERA REPÚBLICA»... 63

per con la monarquía española y crear un estado nuevo basado en una nación
neogranadina.
Otra característica de la historiografía tradicional ha sido una tendencia
a leer los eventos de 1810-15 según la interpretación clásica de la época de
José Manuel Restrepo, un político antioqueño que militó en las primeras fi-
las de la vida pública neogranadina durante las tres décadas turbulentas des-
pués de 1810, y quien escribió la primera historia de la revolución.2 Restrepo
siguió a Simón Bolívar al definir los años de la primera república como un
fracaso total, cuando el intento de independizar la Nueva Granada fue frus-
trado no tanto por la resurrección del estado español en Europa, sino por los
errores políticos de los líderes de los estados emergentes y su falta de una vi-
sión política apropiada a su situación.3 Dado que Restrepo escribió esa his-
toria —la primera de las «historias patrias» colombianas— en sus años de
adhesión al partido de Bolívar, su interpretación fue sin duda influida por su
compromiso con el centralismo bolivariano.4 Sin embargo, la obra de Res-
trepo tuvo una gran influencia sobre las historias posteriores, particular-
mente en el cultivo de una imagen de la Primera República como una «Pa-
tria Boba» caracterizada por la inmadurez y la falta de sentido práctico de
sus líderes políticos, y su consecuente fracaso en construir un orden político
que fuera estable, unificado y capaz de defenderse.5 Otros historiadores han
seguido la misma línea: algunos apuntan al idealismo excesivo de los ideó-
logos criollos, al uso de modelos políticos extranjeros inadecuados y a la
inexperiencia en el manejo de las funciones y finanzas del gobierno.6 Otros
culpan a las oligarquías criollas de las ciudades de la Nueva Granada: se dice
que su preocupación por monopolizar el poder local y proteger sus intereses
de clase limitó el apoyo a la causa de la independencia e impidió la unidad
esencial para resistir la represión española.7
La característica compartida por estas interpretaciones es su tendencia
a leer la historia de la «primera república» desde una posición a posteriori,

2 RESTREPO, José Manuel: Historia de la Revolución de Colombia, 5 vols., Editorial Be-

dout, Bogotá, 1969, vol. 1, passim.


3 Es bien conocida la opinión de Bolívar sobre las fallas de la Primera República en Vene-

zuela y los errores de los federalistas en Venezuela y la Nueva Granada. Véase, por ejemplo, el
manifiesto que lanzó en Cartagena en 1812 y su famosa «Carta de Jamaica» de 1815.
4 MEJÍA, Sergio: La revolución en letras: La «Historia de la Revolución de Colombia» de

José Manuel Restrepo. Universidad de los Andes-EAFIT, Medellín, 2007.


5 COLMENARES, Germán: «La historia de la revolución de José Manuel Restrepo: una pri-

sión historiográfica», en Germán COLMENARES (coord.): La independencia: Ensayos de histo-


ria Social. Bogotá, 1986.
6 Véase, por ejemplo, GÓMEZ HOYOS, Rafael: La independencia de Colombia. MAPFRE,

Madrid, 1992.
7 Una exposición de este punto de vista la presenta, en su influyente historia polémica,

LIÉVANO AGUIRRE, Indalecio: Los grandes conflictos sociales y económicos de nuestra histo-
ria. Bogotá, 1968, pp. 617-70.
64 ANTHONY MCFARLANE

en la cual se entiende la historia de la Nueva Granada en términos teleoló-


gicos, derivados de los proyectos liberales del siglo XIX para fundar el es-
tado-nación. Para legitimar ese proyecto, buscaban sus raíces históricas en
el rechazo del «despotismo español» y la aspiración a la «emancipación na-
cional» a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, pensando en el punto
de llegada republicano de la República de Colombia y olvidando las com-
plejidades del contexto y la dinámica de la crisis de la monarquía española
desde la invasión francesa de 1808.8 Visto desde esta perspectiva, el periodo
de 1810-15 aparece como si fuera un desvío desafortunado en la historia de
la nación, marcada por la resistencia a la autoridad del centro del país y una
tendencia a perseguir los intereses locales en vez de reconocer la necesidad
de establecer un estado nacional y unitario.
Pero ahora tenemos una historiografía sobre la crisis del mundo hispá-
nico que ha replanteado el análisis histórico del periodo, y que nos ofrece po-
sibilidades de una lectura más compleja de la vida política neogranadina du-
rante el interregno de Fernando VII.9 Entonces, tomando en cuenta la nueva
historiografía —que busca explicar los movimientos a la independencia en
torno a la dispersión de la soberanía durante la crisis política de la monarquía
española en 1808-10 y el consecuente viraje hacia la formación de nuevas
entidades políticas— vamos a explorar en este trabajo el periodo de la Pri-
mera República, aquella época de los primeros gobiernos autónomos e inde-
pendientes en la Nueva Granada, para evaluar su significado en la revolución
de independencia en Colombia.
Vamos a fijarnos en tres temas centrales: primero, los orígenes de la crisis
política en la Nueva Granada en 1810 y las causas del colapso del gobierno del
virreinato; segundo, las formas que tomaron los nuevos gobiernos que emer-
gían en 1810 y su desarrollo durante el periodo constitucionalista de las Cortes
de Cádiz y el interregno de Fernando VII; tercero, las causas y consecuencias
de la fragmentación de la autoridad política que caracterizó aquella época.

2. La crisis de la monarquía

En cuanto al derrumbe del régimen virreinal en la Nueva Granada, hay


que descartar la versión anticolonialista que encuentra las raíces de su co-

8 Sobre esas características de las «historias patrias» americanas del siglo XIX, ver GUE-

RRA, François-Xavier: «Lógicas y ritmos de las revoluciones hispánicas», en François-Xavier


GUERRA (comp.): Revoluciones hispánicas: Independencias americanas y liberalismo español.
Ed. Complutense, Madrid, 1995, pp. 14-15.
9 Los contribuciones claves al respeto son GUERRA, François-Xavier: Modernidad e in-

dependencias: Ensayos sobre las revoluciones hispánicas. MAPFRE, Madrid, 1992; y


RODRÍGUEZ O., Jaime E.: La independencia de la América española. Fondo de Cultura
Económica, México 1996.
HACIA LA INDEPENDENCIA COLOMBIANA: LA ÉPOCA DE LA «PRIMERA REPÚBLICA»... 65

lapso en la rebelión comunera de 1781. Los Comuneros no pensaban en la


independencia; buscaron más bien rechazar las reformas borbónicas y res-
taurar las convenciones políticas del sistema gubernamental de los Austrias.
Según el conocido estudio de John Phelan, los neogranadinos creyeron en
una «constitución no-escrita», o lo que otros historiadores han nombrado «el
pacto colonial». Su imaginario político estuvo basado en el mundo mental
del antiguo régimen, y entendían el orden político como una relación con-
tractual entre el rey y sus súbditos. Es decir, no rechazaron la autoridad del
rey ni la separación de la monarquía española, sino que insistían en el rey
como la única fuente de justicia, abierto a la consulta y la negociación con
sus vasallos.10 En el momento de la rebelión de los Comuneros, las ideas
modernas de una sociedad sin rey y, por lo tanto, una sociedad fuera de la
monarquía española eran casi inimaginables. Los Comuneros defendían su
concepto del pacto contra las reformas borbónicas, pero nunca pensaron en
rebelarse contra la monarquía.
La conspiración criolla de 1794 fue diferente, porque ocurrió después de
las revoluciones norteamericana y francesa, y se nutría de las ideas revolu-
cionarias de ellas. La persecución de Antonio Nariño y el pequeño grupo de
colegiales de Santafé demuestra que circulaban ideas consideradas sediciosas
por las autoridades. Es cierto que cuando Antonio Nariño imprimió su tra-
ducción de la Declaration de droit de l’homme y du citoyen de la Asamblea
francesa de 1789, formaba parte de unos círculos santafereños que se intere-
saban en las nuevas ideas políticas. Pero la reacción del virrey y la audiencia
fue totalmente desproporcionada. En realidad, la llamada conspiración no
representó una amenaza seria a la seguridad del estado español en la Nueva
Granada. La reacción del gobierno en Santafé fue condicionada por la cam-
paña de represión montada por Floridablanca, horrorizado por el regicidio en
Francia, y tuvo poco que ver con la realidad neogranadina.11 Es cierto que
desde comienzos de la década de 1790 se iban cambiando las actitudes, va-
lores y formas de pensar de los criollos cultos de las principales ciudades.12
En primer lugar, el interés en las ideas científicas y políticas de la Ilustración
estimuló a los criollos a pensar en la Nueva Granada como una patria con la

10 PHELAN, John L.: El Pueblo y el Rey. La Revolución Comunera en Colombia (1781).

Bogotá, 1980.
11 Para una evaluación de esta conspiración, véase MCFARLANE, Anthony: Colombia antes

de la Independencia: economía, sociedad y política bajo el dominio borbón. Bogotá, Banco de


la República, 1997, pp. 425-436.
12 El estudio clave de estos criollos ilustrados es el de SILVA, Renán: Los Ilustrados de

Nueva Granada (1760-1808): Genealogía de una comunidad de interpretación. Medellín,


2002. Para comentarios mas breves, ver KÖNIG, Hans Joachim: En el camino hacia la nación:
Nacionalismo en el proceso de formación del Estado y de la Nación en la Nueva Granada
(1750-1856). Bogotá, 1994, pp. 71-125; GLICK, Thomas F.: «Science and Independence in
Latin America (with Special Reference to New Granada)», Hispanic American Historical Re-
view, vol. 71, no. 2 (1991), pp. 307-334.
66 ANTHONY MCFARLANE

cual identificarse, en lugar de identificarse solo con sus raíces españolas. Sin
embargo, los sentimientos de un «patriotismo criollo» estaban mucho menos
desarrollados en Nueva Granada que en México.13 Además, mientras se cul-
tivaba el concepto de la patria a finales del siglo, ese concepto no se opuso
a la monarquía española. Al contrario, el pequeño grupo de criollos que asi-
milaron los valores culturales de la Ilustración y que compartían un compro-
miso común de promocionar el progreso educativo, científico y económico
en Nueva Granada tendían más bien a ver al estado como la fuerza necesaria
para cambiar los parámetros económicos y culturales de una sociedad aislada
y conservadora.14
Para rechazar la idea de un proto-republicanismo o proto-nacionalismo
neogranadino no es necesario descartar del todo la importancia de esas nue-
vas influencias intelectuales. El discurso de la Ilustración iba a contribuir al
pensamiento político cuando la monarquía española se desarticuló en su cen-
tro y cuando, por lo tanto, la idea de una patria que se diferenciara política y
emocionalmente de España pudo tener más peso. Sin embargo, es claro que
la articulación de la idea de una patria criolla y la visión de una república no
es tanto la causa del colapso de la monarquía española sino más bien su con-
secuencia. Como ya sabemos de sobra, la innovación política en el mundo
hispánico fue impulsada principalmente por eventos externos. La transfor-
mación se inició en España a mediados de 1808 cuando, en ausencia del rey
legítimo, se dijo que la soberanía había revertido al pueblo. Ahora, la autori-
dad fue reclamada por juntas auto-proclamadas que organizaron el gobierno
regional y la resistencia contra el francés. Luego, estas juntas provincianas
enviaron delegados a una Junta Central, que alegó representar a la «nación
española». Como gobierno interino, la Junta Suprema Central buscó coordi-
nar la guerra contra Francia y comenzó a reorganizar la política española en
torno al principio de la representación.
La disolución de la monarquía en su centro y la política del régimen jun-
tista que reclamó la soberanía son claves para entender la transformación po-
lítica en la Nueva Granada, como en otras regiones de América. La primera
reacción a las noticias fue la confirmación de fidelidad al monarca. Los pa-
tricios en las principales ciudades de Nueva Granada juraron su lealtad al rey
y se unieron a la causa anti-francesa. José Antonio de Torres y Peña recordó
que, a finales de 1808, «los hombres de bien, que merecen mejor este nom-
bre, celebraron y apreciaron la conducta de la Junta de Sevilla, a que desde
luego se unieron sin otro interés que el de cooperar a la causa común de la

13 Para comparar con el patriotismo criollo en México, ver BRADING, David A.: The First

America. The Spanish Monarchy, Creole Patriots and the Liberal State (1492-1867). Cam-
bridge University Press, Cambridge, 1991, pp. 343-390.
14 MCFARLANE, Anthony: «Science and Sedition in Spanish America: New Granada in the

Age of Revolution, 1776-1810», en Susan MANNING & Peter FRANCE (coords.), Enlightenment
and Emancipation. Bucknell University Press, Lewisburg, New Jersey, 2007 pp. 97-117.
HACIA LA INDEPENDENCIA COLOMBIANA: LA ÉPOCA DE LA «PRIMERA REPÚBLICA»... 67

monarquía, despreciando etiquetas, que de nada más servirían que de agravar


las calamidades de toda la nación.»15 Pero este reflejo fidelista no se repitió.
Cuando la crisis española continuó profundizándose en 1809-1810, los neo-
granadinos empezaron a re-pensar su posición, a tono con los eventos en Es-
paña.
Las posiciones tomadas por las élites neogranadinas estaban influidas, en
primer lugar, por la creación de las juntas en España.16 El impacto de las jun-
tas originó de su ejemplo de resistencia patriótica frente a la ocupación fran-
cesa y su forma de legitimar su establecimiento como una reasunción de so-
beranía en la ausencia del rey legitimo. Así su pensamiento político surgió de
tradiciones hispánicas, de las nociones asociadas con el concepto antiguo de
la monarquía hispana, que veía la autoridad del príncipe como producto de la
delegación voluntaria por la sociedad de sus poderes como comunidad polí-
tica. En este concepto de un pacto de obediencia entre el monarca y el pue-
blo —muy asociado con el pensamiento clásico español, especialmente Fran-
cisco Suárez—, existía la posibilidad de la desobediencia y la revuelta contra
el rey o, muy pertinente en las circunstancias de 1808, una transferencia de
poder en la ausencia del rey legítimo al pueblo donde se había originado la
soberanía.17 Las juntas se concibieron como «depositarios de la soberanía del
príncipe, y no como soberanos por sí mismas», y no buscaban la creación de
un nuevo orden político en que «el pueblo» era soberano. Las ideas que jus-
tificaron la creación de las juntas no tenían nada que ver con la doctrina mo-
derna —evidente en las revoluciones americana y francesa— de la sobera-
nía popular que rechazó la monarquía como institución y exaltó los derechos
del pueblo. Al contrario, «las juntas actuaron como un príncipe colectivo y
no como un poder revolucionario».18 Sin embargo, en términos de la prác-
tica política, las juntas españolas establecidas a mediados de 1808 tuvieron
un impacto importante. Sin tener aspiraciones revolucionarias, contribuyeron
a cambiar el ambiente político de la monarquía no solo en España sino en
América, donde los patriciados urbanos pronto quisieron seguir su ejemplo
bajo los mismos lemas y justificaciones.
El desarrollo de la coyuntura política en América fue muy afectado por
el juntismo español en otro sentido también, ligado a la cuestión de la repre-
sentación de la «nación española». Las juntas aceptaron la necesidad de es-

15 TORRES Y PEÑA, José Antonio de: «Memorias sobre la revolución y sucesos de Santafé

de Bogotá…», en Guillermo HERNÁNDEZ DE ALBA (coord.): Memorias sobre la independencia


nacional. Bogotá, 1960, p. 80.
16 Para un resumen del proceso peninsular, ver MOLINER PRADA, Antonio: «El movimiento

juntero en la España de 1808», en Manuel CHUST (coord.): 1808: La eclosión juntera en el


mundo hispano. México, Fondo de Cultura Económica, 2007, pp. 51-83.
17 GUERRA, François-Xavier: Modernidad e independencias…, pp. 169-170.
18 PORTILLO VALDÉS, José M.: Crisis atlántica: Autonomía e independencia en la crisis de

la monarquía española. Madrid, Marcial Pons, 2006, p. 56.


68 ANTHONY MCFARLANE

tablecer un cuerpo central que representara toda la «nación» y coordinara la


lucha contra los franceses, y se estableció la Junta Central a finales de 1808.
En enero de 1809, la Junta incluyó a los americanos en la nación, con unas
frases famosas en que proclamó «que los vastos y preciosos dominios que
España posee en las Indias no son propiamente colonias o factorías como las
de otras naciones, sino una parte esencial e integral de la monarquía espa-
ñola», que «deben tener representación inmediata… por medio de sus corres-
pondientes diputados». Este llamado a delegados que representaran todos los
«reinos, provincias e islas que forman los referidos dominios» de la monar-
quía tuvo una importancia incalculable, porque reconoció el principio de que,
en lo sucesivo, los americanos debían estar representados en su gobierno, y
por consiguiente estimuló el debate en toda América acerca del significado
de la representación en el contexto americano.19 En la Nueva Granada, la
elección de un diputado a la Junta Central ayudó a cambiar el clima político
en términos de movilización política. Durante las elecciones (en mayo y ju-
nio de 1809), los patricios de los cabildos entraron en su primera elección
a nivel regional y, en este proceso, encontraron la oportunidad para involu-
crarse en un diálogo político que les ayudó a concebir la construcción de un
nuevo orden político y a establecer una red de comunicaciones que contribu-
yera a lograrlo.20
En tercer lugar, hay que tener en cuenta las confrontaciones políticas su-
cedidas en regiones vecinas durante finales de 1809 y comienzos de 1810. El
choque político mas perturbador ocurrió a finales de 1809, después de la crea-
ción en agosto de una junta autónoma en la ciudad de Quito. Cuando esta fue
reprimida, la oposición al régimen virreinal se intensificó. En Nueva Gra-
nada, el virrey y la audiencia simplemente rechazaron los pedidos de una
representación local en el gobierno, y, al oponerse constantemente a las so-
licitudes criollas (suprimiendo a veces violentamente el disentimiento), ayu-
daron a polarizar más la opinión y a endurecer los antagonismos.21
La cuarta influencia, clave, fue la transformación de la situación metro-
politana con el avance de los ejércitos franceses en Andalucía. En enero de
1810, la Junta Central pasó la autoridad heredada del monarca al Consejo
de la Regencia, que redobló los esfuerzos para conseguir el apoyo de los
americanos, ofreciéndoles una reforma profunda de la estructura política del
imperio. En febrero de 1810 el Consejo de Regencia hizo el famoso llamado
a la solidaridad de los hispanoamericanos contra los franceses, y prometió

19 Sobre el impacto de las primeras elecciones en Hispanoamérica, véase G UERRA ,

François-Xavier: Modernidad e independencias…, pp. 177-225.


20 Sobre las elecciones de 1809 y el surgimiento de una red de criollos politizados en la

Nueva Granada, véase GARRIDO, Margarita: Reclamos y representaciones. Variaciones sobre


la política en el Nuevo Reino de Granada (1770-1815). Bogotá, 1994, pp. 93-115.
21 La radicalización de los criollos en esos años se analiza en MCFARLANE, Anthony: Co-

lombia antes de la independencia…, pp. 485-499.


HACIA LA INDEPENDENCIA COLOMBIANA: LA ÉPOCA DE LA «PRIMERA REPÚBLICA»... 69

que «vuestros destinos ya no dependen de los Ministros, Virreyes o Gober-


nadores, están en vuestras manos…»22 Pero las llamadas a la solidaridad y
las promesas de representación americana en las Cortes convocadas no ase-
guraron la estabilidad de las autoridades regias ultramarinas. El Consejo de
Regencia no gozó de la misma legitimidad de la Junta Central, por no tener
una base de representación, y por lo tanto los americanos sentían debilitar
los lazos con la metrópoli. A medida que las derrotas sucesivas en manos de
los franceses hacían ver cada vez más improbable una recuperación de Es-
paña, los americanos pensaban cada vez más en cambiar de gobierno, al me-
nos por la imitación del ejemplo del juntismo peninsular. En efecto, la fragi-
lidad del enfermizo régimen metropolitano y su oscuro futuro casi obligaron
a las élites americanas a considerar formas alternativas de gobierno. Como
señaló Camilo Torres:

Perdida la España, disuelta la monarquía, rotos los vínculos políticos que


la unían con las Américas, y destruido el gobierno que había organizado la
Nación…no hay remedio. Los reinos y provincias que componen estos vas-
tos dominios son libres e independientes, y ellos no pueden ni deben reco-
nocer otro gobierno ni otros gobernantes que los que los mismos reinos y
provincias se nombren y se den libre y espontáneamente… según su nece-
sidades, sus deseos, su situación, sus miras políticas, sus grandes intereses y
según el genio, carácter y costumbres de sus habitantes.23

3. Nuevos gobiernos, nuevos estados

Tras aquellos dos años de debate sobre el futuro de la monarquía y su


imperio, los patricios de las ciudades neogranadinos estaban ya preparados
para pensar en reasumir la soberanía y, utilizando la misma retórica de los
peninsulares contra el «tirano» Napoleón, declararon su intención de con-
servar su independencia por constituir juntas autónomas y eliminar las au-
toridades regias.
En la Nueva Granada, la creación de nuevas formas de gobierno comenzó
en la costa caribeña. Fue provocada por la llegada de Antonio de Villavicencio,
comisionado de la Regencia para la Nueva Granada y una persona ya conocida
en la sociedad ilustrada por haber estudiado en el Colegio Mayor Santa María
del Rosario de Santafé. Villavicencio favoreció la creación de juntas provin-
ciales semejantes a la de Cádiz y dio apoyo a los cabildantes cartageneros para
establecer una junta de este estilo. El 22 de mayo de 1810, en cabildo abierto

22 Citado en MONSALVE, José D.: Antonio de Villavicencio y la Revolución de la Indepen-

dencia. 2 vols. Bogotá, 1920, vol. 1, p. 70.


23 TORRES, Camilo: «Carta a su tío el oidor Tenorio», en Proceso histórico del 20 de julio

de 1810. Documentos. Bogotá, 1960, p. 66.


70 ANTHONY MCFARLANE

ellos forzaron a su gobernador a acceder a un co-gobierno en que compartía


el poder con dos notables elegidos por el cabildo; luego, el 14 de junio, el ca-
bildo decidió destituir el gobernador y deportarlo, poniendo en su lugar una
junta de gobierno. En julio, otras poblaciones siguieron este camino de desti-
tuir a los funcionarios y crear juntas: en Cali el 3 de julio, Pamplona el 4 de ju-
lio y el Socorro el 10 de julio. La rebelión llegó entonces a Santafé, la capital
virreinal donde, el 20 de julio de 1810, el virrey accedió a las exigencias del
cabildo para que estableciera una junta, de la que él mismo fue nombrado presi-
dente.24 El establecimiento de la Junta Suprema Gubernativa en Santafé fue se-
guido por otra ola de creatividad política en las provincias. Se erigieron juntas
en Honda en julio; Antioquia, Popayán, Neiva, Quibdó y Nóvita en agosto y
septiembre; y Tunja en octubre. Aparecieron también reclamos a la autonomía
dentro de las provincias: el cabildo de Mompós, por ejemplo, desconoció tanto
a la Regencia como a la Junta de Cartagena y reasumió su soberanía el 6 de
agosto, un camino que iban a seguir otras ciudades y pueblos secundarios.25
Estas juntas insistieron en su legalidad y legitimidad dentro de la monar-
quía. Declararon su lealtad a Fernando VII, juraron defender las doctrinas de
la Iglesia Católica y afirmaron su determinación de mantener los lazos con
España. En Cartagena, la junta reconoció el Consejo de Regencia como el
representante legítimo del rey Fernando, una posición calculada para soste-
ner la cooperación entre criollos y peninsulares en una ciudad que tenía una
comunidad importante de comerciantes, militares y funcionarios españoles.
Otras juntas también aceptaron la Regencia, pero todas normalmente por un
intervalo muy corto.
Generalmente las juntas en Nueva Granada lograron una suave transfe-
rencia de poder, sin derramamiento de sangre. Esta transición pacífica fue
posible en gran parte porque la autoridad y el poder español estaban dismi-
nuidos por los efectos de la crisis peninsular. La credibilidad de los funciona-
rios reales había sido minada por la crisis del antiguo régimen, mientras que
el ejemplo de las juntas en España y la concesión de derechos de representa-
ción por la Junta Central y la Regencia estimularon las demandas americanas
de participar en el poder. En estas circunstancias, los juntistas neogranadinos
pudieron presentarse a sí mismos como herederos legítimos del Rey, los de-

24 MCFARLANE, Anthony: Colombia antes de la independencia…, pp. 500-511. Para la

historia de 1808-10 en Bogotá, ELÍAS ORTIZ, Sergio: Génesis de la Revolución del 20 de julio
de 1810. Bogotá, 1960; para Cartagena, JIMÉNEZ MOLINARES, Gabriel: Los mártires de Carta-
gena de 1816, 2 vols. Edición oficial, Departamento de Bolívar, 1948, vol. 1; para el Socorro,
RODRÍGUEZ PLATA, Horacio: La antigua Provincia del Socorro y la independencia. Bogotá,
1963.
25 Para una la exposición nueva del contexto político de 1810 y la formación de las jun-

tas provinciales en la Nueva Granada, basada en fuentes primarias antes poco exploradas, ver
MARTÍNEZ GARNICA, Armando: «La reasunción de la soberanía por las juntas de notables en el
Nuevo Reino de Granada», en Manuel CHUST (coord.): 1808: La eclosión juntera…, pp. 298-
330.
HACIA LA INDEPENDENCIA COLOMBIANA: LA ÉPOCA DE LA «PRIMERA REPÚBLICA»... 71

positarios de la soberanía esenciales mientras el régimen metropolitano pare-


cía entrar en su agonía.
La preservación del orden durante esta transición de poder fue facilitada
por la utilización de instituciones ya existentes como instrumentos para apro-
piarse el poder y construir nuevas formas de gobierno. El cabildo era la insti-
tución clave. Normalmente débiles, los cabildos se convirtieron en una cabeza
de puente institucional para los criollos que buscaban la autonomía. No solo
proporcionaron un foro legal para la expresión política, sino, por tener el po-
der legal para convocar asambleas en cabildos abiertos, pudieron reclamar la
representación del pueblo, y por consiguiente se convirtieron en las bases para
las juntas regionales. La junta fue también una institución que facilitó la tran-
sición del gobierno absolutista al constitucional. Las juntas españolas brin-
daron un poderoso precedente a los americanos que reclamaban el derecho a
imitar a sus contrapartes peninsulares. Así pues, el establecimiento de juntas
en Nueva Granada (y en otras partes de América) durante 1810 se sirvió de
instituciones y prácticas españolas que, al ser familiares, gozaron de mayor
legitimidad y lealtad que una serie de instituciones totalmente nuevas, inven-
tadas para la ocasión. Más aún, cuando rompieron con la Regencia, estas jun-
tas hicieron énfasis en la continuidad, al declarar su lealtad al rey Fernando
VII y a la religión católica.
Otra condición propicia para una transición suave fue la debilidad de las
fuerzas militares españolas.26 La mayoría de las provincias de Nueva Granada
no tenían guarniciones militares y sus gobernadores confiaban en la lealtad y
cooperación de los ciudadanos locales importantes. En Cartagena y Bogotá,
donde sí había guarniciones españolas, el apoyo que los soldados profesiona-
les hubieran podido brindar a los funcionarios de la corona, fue neutralizado
por las divisiones políticas en el interior de sus filas. Los primeros movimien-
tos para arrebatarle el poder a la corona fueron entonces llevados a cabo con
relativa facilidad. En la Nueva Granada no hubo la insurgencia prolongada y
violenta contra las autoridades reales del tipo de la ocurrida en México, ni la
guerra civil a gran escala entre el gobierno central y los insurgentes que tuvo
lugar en España. En efecto, una vez se estableció la Junta Suprema en Bogotá
a finales de julio de 1810, pareció como si el escenario estuviera listo para que
un nuevo gobierno central ocupara la posición dejada vacante por el virrey.
Sin embargo, resultaría mucho más difícil construir un nuevo orden político
que derrocar el antiguo, puesto que el vacío de poder dejado por el colapso del
gobierno español fue llenado no por uno, sino por varios gobiernos auto-pro-
clamados.

26 MCFARLANE, Anthony: «Los ejércitos coloniales y la crisis del imperio español, 1808-

1810», Historia Mexicana, No. 229, (2008), pp. 229-285.


72 ANTHONY MCFARLANE

4. El nuevo orden político

La cuestión más importante que enfrentaron los miembros de las juntas


durante y después de 1810 fue la forma que ese gobierno debía tomar, ahora
que la soberanía había revertido al pueblo. Pronto se hizo aparente que no
había una «nación» de clara definición y aceptación sobre la cual construir
un nuevo orden político; en efecto, no había ni siquiera un estado fuerte que
pudiera convertirse en la plataforma para un nuevo orden. Poco después de
que ocurriera el proceso de ruptura con el viejo sistema de gobierno en 1810,
las provincias de Nueva Granada comenzaron a separarse en partes distinti-
vas, y a veces en guerra.
Aunque los cabildos, particularmente de las ciudades principales, juga-
ron un papel central en la transferencia pacifica del poder, eran una fuente de
discordia y desintegración territorial después de la caída de las autoridades
regias. La multiplicación de cabildos que reclamaron su derecho a reasumir
la soberanía en la ausencia del rey provino en parte de las circunstancias en
que se disolvió el antiguo régimen. En la Nueva Granada, como en otros rei-
nos y provincias de la monarquía, las élites decidieron que el «pueblo» debía
reasumir la soberanía para defender en sus territorios los derechos de Fer-
nando VII. Pero la potestad del rey no fue heredada por una sola autoridad.
Si las elites estuvieran de acuerdo en legitimar la reasunción de la soberanía
en términos del pactismo tradicional, no compartían una sola definición del
«pueblo».27 Los «pueblos» eran muchos y de la reasunción de su soberanía
nacieron muchas juntas.
La discordia política en la Nueva Granada operaba a varios niveles. En
primer lugar, había la división entre las élites urbanas en cuanto a las relacio-
nes con el gobierno en España. De un lado, las juntas que reasumían la so-
beranía; al otro, los que querrían seguir en la defensa de la soberanía de la
«nación española» y defendían las autoridades regias bajo el mando de la Re-
gencia. En las ciudades de Santa Marta, Panamá, Popayán y Pasto, los defen-
sores de la Regencia lograron dominar en 1810 y, bajo el mando de oficiales
realistas, entraron en una lucha con los gobiernos autónomos de las regiones
«patriotas». Lo hicieron por razones diferentes. La lealtad de Santa Marta
surgió en parte de su competencia tradicional con Cartagena por el comer-
cio marítimo, y se sostuvo tanto por la agilidad política de sus gobernadores
realistas como por el apoyo que algunos pueblos indígenas le brindaron.28 La
lealtad a la corona de Popayán se debió mucho a la acción decidida de su go-

27 Sobre la polisemia de la palabra «pueblo», ver GUERRA, François-Xavier: Modernidad e

independencias…, pp. 353-354.


28 Para un análisis detallado de la junta de Santa Marta en 1810, ver SAETHER, Steinar A.:

Identidades e independencia en Santa Marta y Riohacha (1750-1850). Instituto Colombiano


de Antropología e Historia, Bogotá, 2005, pp. 156-175. Este libro es una historia de la pro-
vincia durante la independencia que ofrece una buena revisión de la versión canónica de RES-
HACIA LA INDEPENDENCIA COLOMBIANA: LA ÉPOCA DE LA «PRIMERA REPÚBLICA»... 73

bernador realista, el militar Miguel Tacón, y a su habilidad para explotar las


rivalidades existentes en la ciudad y la región.29 En la ciudad, se ganó a algu-
nas de las familias más importantes y al clero, y a su vez gozó de mayor au-
toridad sobre el vulgo que los pocos criollos que querían una junta autónoma.
También supo utilizar la rivalidad tradicional entre Popayán y Cali —que es-
tableció la primera junta autónoma en la región de Cauca— y, al reclutar a
una figura líder en el Valle del Patía, aseguró el apoyo amplio de los negros
pobres y de las castas que vivían en el Valle. El ofrecimiento posterior de Ta-
cón de liberar a los esclavos que lucharan por el rey, convirtió a los patianos
en unos de los simpatizantes más combativos de la causa realista en Nueva
Granada.30 Para apuntalar a Popayán Tacón también recurrió a la ciudad y re-
gión de Pasto, que se convirtió en el bastión más importante de realismo en
el sur colombiano. Al igual que en otras regiones de Nueva Granada, el rea-
lismo de Pasto probablemente no surgió tanto de preferencias ideológicas
claras por el dominio español, como de un deseo de defender las aspiracio-
nes tradicionales de autonomía en contra de Quito y Bogotá, que competían
ambas por el control de la región.31
Estas regiones realistas eran bastante débiles militarmente y sufrieron de-
rrotas periódicas de manos de las juntas «patriotas». No obstante, jugaron un
papel importante al desestabilizar los primeros gobiernos independientes de
Nueva Granada. Puesto que no eran suficientemente fuertes como para resta-
blecer el dominio español mediante sus propios esfuerzos, las regiones realis-
tas mantuvieron viva la causa de Fernando VII y la idea de la reconciliación
con España, mientras que simultáneamente drenaban las energías, recursos y
moral de los gobiernos patriotas y sus simpatizantes. Santa Marta, por ejem-
plo, era una preocupación constante para los líderes de la independiente Car-
tagena y más tarde actuó como base para la reconquista realista desde el ex-
terior. Mientras tanto, Popayán y Pasto fluctuaron entre el control patriota y
el realista, llevando la guerra civil y la desestabilización al sur del país, ame-
nazando a las provincias patrióticas vecinas y disminuyendo más las posibi-
lidades de creación de un Estado unificado en la Nueva Granada. A la larga,
Santa Marta y Pasto se convirtieron en plataformas desde las que el gobierno
español pudo lanzar empresas militares de contrarrevolución hacia otras re-

TREPO TIRADO, Ernesto: Historia de la Provincia de Santa Marta. Bogotá, 1953, vol. II, pp.
303-408.
29 RESTREPO, J.M.: Historia de la Revolución…, vol. I, pp. 142-143.
30 ZULUAGA, Francisco: «Clientelismo y guerrillas en el Valle del Patía (1536-1811)», en

Germán COLMENARES (coord.): La independencia: Ensayos de historia Social. Bogotá, 1986,


pp. 111-136. También del mismo autor, «La independencia en la gobernación de Popayán», en
Historia del Gran Cauca, Universidad del Valle, Cali, 1996.
31 Sobre Pasto en el periodo de la independencia, véase ELÍAS ORTIZ, Sergio: Agustín

Agualongo y su tiempo. Bogotá, 1958.


74 ANTHONY MCFARLANE

giones de Nueva Granada, desempeñando así un papel semejante al que ju-


garon Maracaibo y Coro en Venezuela.32
La presencia de gobiernos provinciales que quedaban fieles a las autori-
dades regias y al régimen constitucional en España no fue la única fuente de
discordia. Otra línea de fractura apareció entre las juntas provinciales que re-
clamaban su derecho de reasumir la soberanía. Una vez que las élites provin-
ciales arrebataron el poder a las autoridades españolas, enfrentaron preguntas
que eran difíciles de resolver en la teoría y en la práctica, en torno a la cues-
tión fundamental de cómo definir el pueblo. ¿Era el pueblo el conjunto de
poblaciones que había constituido el «Nuevo Reino de Granada» gobernado
por el virrey? ¿O sería el pueblo la gente de las provincias donde las ciuda-
des principales habían fundado sus juntas provinciales? ¿Debían las provin-
cias convertirse en estados autónomos o independientes, o debían respetar la
unidad y la jerarquía del cuerpo político del Nuevo Reino, como su centro en
Santafé, la sede de la audiencia y del virreinato en 1810? ¿Quién debía decidir
sobre la forma futura del gobierno y cómo debían estructurarse los nuevos go-
biernos? Estas cuestiones provocaron un gran debate durante los meses inicia-
les de la Primera República, promovido en parte por la iniciativa tomada por
la junta de Santafé.33
Cuando la Junta Suprema de Santafé se estableció en Bogotá, sus miem-
bros asumieron que habían heredado algo de la autoridad del antiguo régi-
men. De esta manera la junta se autoproclamó de inmediato «el Gobierno
Supremo de este Reino interinamente, mientras la misma Junta forma la
Constitución...», y llamó a las provincias a unirse en la creación de la cons-
titución para el nuevo estado.34 El 29 de julio la Junta pasó a la acción para
afirmar la unión, convocando a cada provincia a enviar un delegado a San-
tafé de Bogotá para formar un gobierno interino, mientras convocaba un con-
greso general e invitaba a todos los cabildos a constituir una asamblea cons-
tituyente y legislativa para toda la Nueva Granada.
La idea, entonces, no fue la de imponer la autoridad de Santafé sobre
las provincias. Al contrario, decidieron que este gobierno y la constitución

32 Sobre los enclaves realistas, ver EARLE, Rebecca A.: Spain and the Independence of Co-

lombia (1810-1825). University of Exeter, Exeter, 2000 pp. 36-54. Otra historia de las cam-
pañas patriotas y realistas que tuvieron lugar durante la Primera República es la de RIAÑO,
Camilo: Historia militar: La independencia, 1810-1815. Academia Colombiana de Historia:
Historia Extensa de Colombia, vol. VIII, tomo 1 Bogotá, 1971.
33 Sobre el proceso y los conflictos entre los nuevos «soberanos», ver la excelente síntesis

de MARTÍNEZ GARNICA, Armando: El legado de la Patria Boba. Universidad Industrial de San-


tander, Bucaramanga, 1998, capítulos 4-5. Se presentan las cuestiones con brevedad y claridad
en RESTREPO MEJÍA, Isabela: «La soberanía del “pueblo” durante al época de la Independencia
(1810-1815)», Historia Crítica, n.º 29, 2005, pp. 101-123.
34 «Cabildo extraordinario», en Constituciones de Colombia, recopiladas y precedidas de

una breve reseña histórica por Manuel Antonio Pombo y José Joaquín Guerra, Bogotá, Minis-
terio de Educación Nacional, 1951, vol. I, p. 88.
HACIA LA INDEPENDENCIA COLOMBIANA: LA ÉPOCA DE LA «PRIMERA REPÚBLICA»... 75

de gobierno «deberán formarse sobre las bases de libertad e independencia


respectiva de ellas, ligadas únicamente por un sistema federativo, cuya re-
presentación deberá residir en esta capital, para que vele por la seguridad
de la Nueva Granada...».35 Sin embargo, en ese momento hubo una oportu-
nidad para que Bogotá ejerciera liderazgo e impusiera su hegemonía sobre
las provincias. Pues, según Antonio Nariño (que escribió en septiembre de
1810), no había todavía una opinión compartida ni clara sobre la forma que
debía tomar el gobierno en Nueva Granada.36 Se aceptaba generalmente que
la soberanía había revertido al pueblo y que esta soberanía debía ser ejercida
a través de representantes; pero, decía, no existían consensos equiparables
acerca de cómo, cuándo, dónde y bajo qué leyes se deberían elegir estos re-
presentantes. Decía Nariño:

En el estado repentino de la renovación, se dice que el pueblo reasume la


soberanía; pero en el hecho ¿cómo es que la ejerce? Se responde también que
por sus Representantes. ¿Y quién nombra estos Representantes? El pueblo
mismo. ¿Y quién convoca este pueblo? ¿Cuándo? ¿En dónde? ¿Bajo qué for-
mulas? Esto es lo que … nadie me sabrá responder.37

Por esta razón, argumentaba Nariño, era una necesidad urgente un Con-
greso en Bogotá, ya que este proporcionaría el foro requerido para tomar de-
cisiones críticas acerca del futuro político y la dirección de la Nueva Gra-
nada.
Sin embargo, estos planes de crear una autoridad suprema para la Nueva
Granada, con su centro en Bogotá, fueron desdeñados por las provincias,
donde varias juntas provinciales no estaban dispuestas a deferir a la capital.
La primera respuesta negativa a la iniciativa de Bogotá vino de Cartagena,
que acusó a la Junta Suprema de buscar formar una Junta Central como la de
España. Denunció esto como un «gobierno monstruoso que atraería males
grandes sobre la Nueva Granada», y llamó en cambio a un Congreso General
que tuviera lugar en Medellín, con las provincias representadas en propor-
ción a sus pobladores y con el propósito manifiesto de establecer un «go-
bierno perfecto y federal».38
El Congreso sí se reunió en Bogotá, donde celebró una primera sesión
entre el 22 de diciembre de 1810 y el 12 de febrero de 1811. Comenzó por
proclamar con un tono fuerte que, aunque reconocía los derechos de Fer-
nando VII contra el usurpador francés, Nueva Granada no reconocería en

35 Ibídem.
36 «Consideraciones sobre los inconvenientes de alterar la invocación hecha por la ciudad
de Santafé en 29 de julio de 1810», reimpreso en RESTREPO CANAL, Carlos: Nariño periodista.
Bogotá, 1960, pp. 157-165.
37 Ibídem, p. 158.
38 RESTREPO, J.M.: Historia de la Revolución…, vol. 1, p. 148.
76 ANTHONY MCFARLANE

adelante «otra autoridad que la que han depositado los pueblos y provincias
en sus respectivas Juntas Provinciales, y la que van a constituir en el Con-
greso general del Reino…».39 No obstante, después de hacer esta declara-
ción, el nuevo Congreso fue incapaz de lograr la unión o dar un fuerte sen-
tido de dirección para la Nueva Granada. Su primera sesión simplemente
reflejó la aversión provinciana al liderazgo político santafereño. Apenas seis
provincias enviaron delegados (Santafé, Socorro, Pamplona, Neiva, Nóvita
y Mariquita), y estas pronto se dividieron sobre el tema fundamental de los
derechos a participar en el Congreso, un problema que se precipitó por la
llegada de representantes de las ciudades de Mompós y Sogamoso que no
fueron reconocidas como provincias. Cuando algunos miembros del Con-
greso y la Junta Suprema de Santafé se opusieron a la entrada de estos di-
putados, el movimiento por la unidad política sufrió un revés. Causó la re-
tirada de varios diputados, envenenó las relaciones entre el Congreso y la
Junta Suprema, y llevó finalmente a la disolución del Congreso debido a
la ausencia de la mayoría de sus miembros.40 Así pues, aunque la Junta Su-
prema de Santafé lo había convocado para promover la unidad bajo su lide-
razgo, el Congreso no tuvo el efecto esperado.
Mientras la ciudad de Santafé no podía sostener la jerarquía de autorida-
des característica del periodo colonial, la ciudad de Cartagena, su principal
competidor, siguió un camino hacia la independencia. En Cartagena se de-
sarrolló una lucha intestina a finales de 1810 cuando, a pesar de reconocer la
Regencia y las Cortes españolas, la junta provincial rechazó el nuevo gober-
nador enviado por aquélla. El rechazo del oficial español condujo a ahondar
la división entre españoles, y un grupo de militares y comerciantes peninsu-
lares decidió reestablecer las autoridades regias bajo el dominio directo de
España, siguiendo el ejemplo del gobernador de Santa Marta. En febrero de
1811, este grupo se sintió lo suficientemente fuerte como para preparar un
golpe de estado y fue a duras penas derrotado con la ayuda de la plebe ne-
gra y mulata. Una camarilla republicana tomó entonces la iniciativa, y en no-
viembre de 1811, Cartagena se convirtió en la primera provincia de Nueva
Granada en declarar formalmente su independencia de España.41

39 «Acta de instalación del Congreso General del Reino» (22 de diciembre de 1810), en

Constituciones de Colombia…, p. 112.


40 El recuento más vívido del primer congreso es en LIÉVANO AGUIRRE, Indalecio: Los

grandes conflictos…, pp. 656-667.


41 RESTREPO, J.M.: Historia de la Revolución…, vol. 1, pp. 155-60. Para un breve recuento

de los eventos en Cartagena, y en la costa Caribe en general durante este periodo, véase SOUR-
DÍS NÁJERA, Adelaida: «Ruptura del estado colonial y tránsito hacia la república (1800-1850)»,
en MEISEL ROCA, Adolfo (coord.): Historia económica y social del Caribe colombiano. Bo-
gotá, 1994, pp. 157-181. Sobre la participación popular, ver MÚNERA, Alfonso: El fracaso de
la nación: región, clase y raza en el Caribe colombiano (1717-1810). Banco de la República/
El Ancora, Bogotá, 1998, pp. 180-191.
HACIA LA INDEPENDENCIA COLOMBIANA: LA ÉPOCA DE LA «PRIMERA REPÚBLICA»... 77

Mientras la Junta de Cartagena pasó por esas luchas internas hasta cons-
tituirse en estado independiente, la Junta Suprema de Santafé también se de-
dicó a la tarea de afirmar su autoridad sobre su territorio provincial y conver-
tirse en un gobierno constitucional. Durante febrero y marzo de 1811, bajo
la guía del aristócrata criollo Jorge Tadeo Lozano, su asamblea constituyente
creó el estado soberano de Cundinamarca como una monarquía constitucio-
nal. Tenía una constitución que seguía el modelo de la república norteameri-
cana, pero reconocía a Fernando VII como «rey de los cundinamarqueses».
Mientras durara la ausencia de Fernando, Lozano fue escogido como vice-
presidente para gobernar en su lugar.42 La legitimación del Estado de Cundi-
namarca fue la misma que en otras regiones: es decir, la reasunción de la so-
beranía por el pueblo en la ausencia del rey legítimo.43 Pero Cundinamarca
fue distinta porque sus gobiernos intentaron imponer su modelo político me-
diante una estrategia de anexión de regiones y municipios vecinos, mientras
buscaba alianzas con Venezuela para contra-balancear el poder de las provin-
cias grandes, como Cartagena y Popayán.44

5. Dos modelos políticos: Cundinamarca y el Congreso


de las Provincias Unidas

A comienzos de 1811, la Nueva Granada fue dividida en un mosaico de


provincias. Algunas provincias —Santa Marta, Pasto, Popayán— permane-
cieron fieles a la Regencia, con oficiales españoles dirigiendo sus gobiernos.
En el resto hubo una división entre los que, de un lado, veían el futuro polí-
tico en una confederación de repúblicas separadas y soberanas; y, por el otro
lado, los que querían una sola república centralizada. Esta diferencia funda-
mental tomó una forma cada vez más aguda entre 1811 y 1812, cuando los
líderes de Cundinamarca y del Congreso respectivamente se convirtieron en
los paladines de estos proyectos políticos opuestos.
El gobierno del Estado de Cundinamarca continuó tratando de ejercer el
liderazgo en todo el territorio. Cuando Jorge Tadeo Lozano fue su presidente
en 1811-12, tomó medidas para crear un gobierno unificado para Nueva Gra-
nada. Anexó la vecina provincia de Mariquita a Cundinamarca y, lo que re-
sulta todavía más sorprendente, lanzó planes para reestructurar la Nueva
Granada en cuatro grandes departamentos que entrarían en una confedera-

42 Para la Constitución de Cundinamarca, véase Constituciones de Colombia…, pp. 123-


195.
43 Una exposición excelente de la base teórica es la tesis de doctorado de GUTIÉRREZ

ARDILA, Daniel: Un Reino Nuevo. Geografía política, pactismo y diplomacia durante el in-
terregno en Nueva Granada (1808-1816), 2 vols., Universidad Paris I, Panthéon-Sorbonne,
2008.
44 GUTIÉRREZ ARDILA, Daniel: Un Reino Nuevo…., vol. 1, pp. 207-242.
78 ANTHONY MCFARLANE

ción general con Venezuela y Quito.45 Durante el mismo periodo, el revo-


lucionario santafereño Antonio Nariño surgió como un clamoroso crítico de
cualquier clase de federalismo y como el adalid de un gobierno republicano
fuerte con base en Santafé.46 Efectivamente, cuando Nariño lanzó su perió-
dico La Bagatela el 14 de julio de 1811, fue en gran parte con el propósito
de demostrar que el federalismo era completamente inadecuado para las con-
diciones de Nueva Granada. Su crítica no era a la constitución de los Estado
Unidos per se, sino a su irrelevancia para la Nueva Granada. «Nos cuenta
como una cosa nueva,» decía Nariño, «que la Constitución de los Estados
Unidos es la más sabia, y la más perfecta que se ha conocido hasta el día;
y saca por consecuencia, como todos sus secuaces, que la debemos adoptar
al pie de la letra…». Pero, añadía: «No basta que la Constitución del Norte
América sea la mejor, es preciso que… nosotros estamos en estado de reci-
birla…».47
Durante el ascenso de Antonio Nariño al dominio político en Cundina-
marca, las divisiones entre la capital y las provincias se ahondaron. Poco
después de que el Congreso se reuniera de nuevo para su segunda sesión (el
15 de septiembre de 1811), Nariño se convirtió en presidente de Cundina-
marca (el 19 de septiembre de 1811) y el Congreso y Cundinamarca se atrin-
cheraron más firmemente en posiciones opuestas. Mientras que Nariño con-
tinuaba apuntando a una república centralizada, los miembros del Congreso
se movían hacia la creación de una confederación de estados soberanos. El
Congreso finalmente se puso de acuerdo en el Acta de Federación de las Pro-
vincias Unidas de Nueva Granada, redactada por Camilo Torres y firmada
por los diputados de cinco provincias el 27 de noviembre de 1811.
El Acta de Federación estructuraba formalmente la Nueva Granada en
un conjunto de estados iguales e independientes formados a partir de las
antiguas provincias españolas. Los estados eran los principales deposita-
rios de la autoridad soberana; debían tener gobiernos representativos esco-
gidos por su pueblo, capaces de ejercer los poderes legislativo y ejecutivo
con responsabilidades completas para la administración interna, el nombra-
miento de cargos y el manejo de recursos fiscales. Algunos poderes le fue-
ron cedidos al Congreso General, que fue encargado de la responsabilidad
de los asuntos de defensa común, la regulación de las relaciones interna-
cionales, y de hacer la guerra y la paz. Para apoyar esas actividades, se le
adjudicaron también al Congreso ingresos provenientes de los puertos, el
correo, y la emisión de moneda. Los poderes ejecutivo y legislativo fueron
unificados temporalmente en miembros del congreso; la creación de una

45
RESTREPO, J.M.: Historia de la Revolución…, vol. 1, pp. 165-168.
46
Sobre el ascenso de Nariño al poder, véase BLOSSOM, Thomas: Antonio Nariño. Hero of
Colombian Independence. Tucson, Arizona, 1967, pp. 75-97.
47 La Bagatela, n.º 16 (20 de octubre de 1811). Reproducida en RESTREPO CANAL, Carlos:

Nariño Periodista….
HACIA LA INDEPENDENCIA COLOMBIANA: LA ÉPOCA DE LA «PRIMERA REPÚBLICA»... 79

rama judicial independiente fue pospuesta hasta que pasara el peligro de


guerra.48 Sin embargo, esta reestructuración de autoridades en las Provin-
cias Unidas no logró integrar a la Nueva Granada en un conjunto político.
Los estados no solo encontrarían muy difícil cooperar, sino que el Con-
greso enfrentó también una franca oposición desde Cundinamarca que no
fue capaz de vencer.
En primer lugar, el Congreso tuvo que reconocer que el gobierno de
Cundinamarca había rechazado su autoridad. Acosados por enemigos polí-
ticos en Santafé, los congresistas se trasladaron fuera de Santafé, primero
a Ibagué, luego a Villa de Leiva y finalmente a Tunja. Su partida de San-
tafé marcó el antagonismo creciente entre el gobierno de Cundinamarca y
el Congreso, y bajo el liderazgo de Nariño y Torres respectivamente, entra-
ron en una trayectoria de colisión. Los federalistas y los centralistas tenían
ahora sus respectivas bases regionales, y cada uno empezó entonces a tratar
de imponer su proyecto político sobre el otro. Tal como lo recordó más tarde
José Manuel Restrepo: «la cuestión de la forma de gobierno era siempre la
que dividía los pueblos, y eran también siempre los campeones el congreso
de una parte, y de la otra el jefe de Cundinamarca».49

6. El federalismo

Al igual que prominentes observadores de la época, los historiadores


han explicado generalmente la adhesión al federalismo como una imitación
de la experiencia de los Estados Unidos. Si fuera así, la forma de federa-
lismo adoptado en 1811 era considerablemente más débil que el sistema fe-
deral de los Estados Unidos de entonces. En realidad, el modelo adoptado
en 1811 se parecía mucho más a los Artículos de la Confederación de 1776
que a la Constitución Federal de 1787.50 En otras palabras, los federalistas de
Nueva Granada se inclinaron inicialmente hacia la forma diluida del federa-
lismo estadounidense como su modelo, y no hacia la forma más nacionalista,
representada por la Constitución Federal de la posguerra. Los artículos an-
gloamericanos de confederación no crearon más que una unión laxa de esta-

48 «Acta de Federación de las Provincias Unidas de la Nueva Granada, Santafé de Bogotá,

27 de noviembre de 1811», en Constituciones de Colombia…, vol. 1, pp. 208-36.


49 RESTREPO, J.M.: Historia de la Revolución…, vol. 1, p. 369.
50 Los historiadores de la independencia de Colombia han pasado por alto invariablemente

este punto. Véase, por ejemplo, los comentarios de su más reciente historiador: GÓMEZ HOYOS,
Rafael: La independencia de Colombia. Madrid, Mapfre, 1992, p. 173. El hecho de que se
basó en los Artículos de la Confederación norteamericana es afirmado explícitamente por José
Manuel Restrepo que, como Secretario del Congreso cuando se firmó el Acta de Federación,
recordó las largas discusiones de los Artículos. Véase RESTREPO, J.M.: Historia de la Revolu-
ción…, vol. 1, pp. 187-8.
80 ANTHONY MCFARLANE

dos independientes, presididos por una asamblea de diputados (el Congreso


Continental) cuyo propósito principal era organizar la guerra contra Ingla-
terra. La Constitución Federal de los Estados Unidos, por el contrario, cons-
tituyó una unión más apretada, con un gobierno federal dotado de los pode-
res ejecutivo, legislativo y judicial, y con representantes que eran elegidos en
los estados proporcionalmente a su población, en lugar de ser enviados por
los gobiernos estatales simplemente como delegados individuales. Si pensa-
ban en el ejemplo de los Estados Unidos, los líderes políticos neogranadinos
de 1811 preferían el confederalismo de 1776, con su alianza de estados igua-
les e independientes, al federalismo posterior, más nacionalista y centralista,
de la Constitución Federal de 1787, que otorgaba poderes políticos domésti-
cos sustanciales a un gobierno de Presidente, Congreso y Senado.
¿Quiere decir esto que, como se afirma a menudo, el federalismo fue
un implante exótico del extranjero, inadecuado para el ambiente político de
Nueva Granada? Ciertamente este fue el punto de vista que asumieron algu-
nos, incluyendo a Nariño, Bolívar, Santander y Restrepo, todos los cuales de-
nunciaron el federalismo como impracticable.51 Restrepo también le asignó a
Camilo Torres la responsabilidad específica de la adhesión al federalismo, y
lo describió como una persona con «esa veneración, que se acercaba a la ido-
latría, por las instituciones de los Estados Unidos de Norteamérica que juz-
gaba podían adoptar nuestros pueblos sin variación alguna».52 Describir el
proyecto federalista como la obra de unos cuantos intelectuales doctrinarios
que pasaron por alto las realidades de la vida social colombiana es, sin em-
bargo, simplificar un asunto complejo.
En realidad, hay muchas razones para suponer que el federalismo le ve-
nía a los neogranadinos en 1810 como parte orgánica de su cultura política.
Es cierto que, bajo el dominio español, las provincias de la Nueva Granada
estuvieron unidas en el sentido de formar parte de la misma monarquía, te-
ner formas semejantes de organización política y, claro está, compartir las
mismas leyes y lengua. De otra parte, había también mucho que estimulaba a
las gentes a imaginarse en comunidades distintas, y no solo el hecho de estar
basadas en regiones con características sociales y económicas diferentes.53
Existían tradiciones poderosas en la cultura política de la Nueva Granada que
predisponían a su gente hacia el federalismo.

51 Los comentarios mejor conocidos de Bolívar sobre la materia fueron hechos inmediata-

mente después de su salida de la Nueva Granada al exilio, en la famosa «Carta de Jamaica» de


1815. Los comentarios de Francisco de Paula Santander fueron hechos en su declaración «Las
diferencias del gobierno en la guerra y en la paz». Ambos aparecen reproducidos en JARAMILLO
URIBE, Jaime (comp.): Antología del pensamiento político colombiano. Bogotá, 1970, vol. 1.
52 RESTREPO, J.M.: Historia de la Revolución…, vol. 1, p. 259.
53 Para una descripción de las principales regiones y de sus muy distintas características

socioeconómicas, véase MCFARLANE, Anthony: Colombia antes de la independencia…, capí-


tulos 2 y 3.
HACIA LA INDEPENDENCIA COLOMBIANA: LA ÉPOCA DE LA «PRIMERA REPÚBLICA»... 81

En primer lugar, el imaginario político neogranadino fue cultivado con


raíces en la tradición hispánica promovida bajo los Austrias. Como Guerra ha
señalado, las ciudades principales con sus territorios y pueblos dependientes
constituyan la «estructura territorial de base de toda la América española». Es
decir, que las provincias y reinos emergían como las comunidades asociadas
con las ciudades principales, fundadas por los conquistadores y primeros po-
bladores españoles, y estas ciudades-provincias eran «actores autónomos de
la vida social y política, e incluso tendencialmente ciudades-estados si la au-
toridad del Estado llegara a desaparecer».54 La monarquía española formaba
un conjunto de estos reinos y provincias, unido por su fidelidad al mismo mo-
narca, con cada reino o provincia sujeto al rey por un pacto entre la corona y
el pueblo. Los reyes borbónicos y sus ministros trataron de alterar estas rela-
ciones, pero las viejas costumbres son difíciles de borrar. Efectivamente, el ar-
gumento legal utilizado en 1810 para justificar el rompimiento con España era
que, sin un rey legítimo, el pacto entre el pueblo y la corona estaba quebrado,
y las provincias de Nueva Granada tuvieron que reasumir la soberanía cedida
al rey en el pacto originario. La noción tradicional de una monarquía plura-
lista, compuesta por partes separadas pero iguales unidas bajo una sola autori-
dad, se transformó rápidamente en el concepto de una confederación formada
por estados soberanos separados, independientes e iguales, del tipo diseñado
en el Acta de Federación de las Provincias Unidas de 1811.
Esta adaptación de doctrinas tradicionales fue facilitada por la influen-
cia de los abogados neogranadinos formados en el Colegio de Santa María
del Rosario de Santafé de Bogotá. Como se ha demostrado recientemente,
su apego al derecho público les dio no solo los instrumentos para pensar en
cómo propagar un nuevo estado en el seno de la monarquía española, sino
también les convirtió en un grupo político influyente porque compartían un
sistema teórico que les dio una base para actuar efectivamente un el nuevo
ambiente del interregno de Fernando VII.55
A nivel local, otro factor importante que reforzaba la tendencia a identifi-
carse con una ciudad o provincia se encuentra en la vida práctica administra-
tiva y política de las comunidades urbanas. Pese al regalismo borbónico del
siglo XVIII, en la práctica, el gobierno americano seguía siendo descentrali-
zado, exhibía fuertes tradiciones de autonomía municipal, y dependía mucho
de los notables locales y de sus relaciones personales. Las parroquias, pue-
blos y ciudades que eran las unidades fundamentales de la vida social y eco-
nómica en Nueva Granada eran también sus comunidades políticas prima-
rias, en las que el sentido de identidad y de cohesión social estaba apuntalado
por la práctica de ceremonias y festivales públicos y la creación de una histo-

54 GUERRA, François-Xavier: Modernidad e independencias…, pp. 68, 71.


55 GUTIÉRREZ ARDILA, Daniel: Un Reino Nuevo…., vol. 1, pp. 67-93.
82 ANTHONY MCFARLANE

ria compartida enraizada en los títulos y documentos de la ciudad.56 Más aún,


en Nueva Granada, como en otras sociedades del Ancien Régime, el sentido
de comunidad fue reforzado por el hecho de que el mantenimiento de la ley y
el orden dependían de la cooperación y participación de los ciudadanos.
La estructuración de la vida política alrededor de las comunidades urba-
nas y proto-urbanas, y el hecho de que los miembros de tales comunidades en
la Nueva Granada colonial esperaban participar en su propio gobierno bajo
líderes que tuvieran la aprobación de la comunidad, están firmemente com-
probados por estudios sobre el comportamiento político popular en la región.
En los tumultos, levantamientos, sublevaciones, motines y rebeliones en la
Nueva Granada del siglo XVIII, podemos ver la participación en el desorden
como una expresión de la creencia en que la gente común tenía derecho a ob-
tener justicia y a participar en la política local.57 El sentido del derecho a par-
ticipar se expresaba más convencional y comúnmente en la selección y las
acciones de los funcionarios municipales. La elección de los funcionarios
oficiales generó una tradición enérgica de acción política, en la que la gente
común se involucraba con el gobierno, aprendía a actuar colectivamente, y
expresaba y desarrollaba ideas acerca de sus derechos. Aunque los criollos
ricos podían manipular las elecciones para sus propios propósitos, los veci-
nos ordinarios no eran en manera alguna los instrumentos pasivos de las éli-
tes locales. Efectivamente, a menudo usaban la ley para combatir la monopo-
lización del poder y la opresión de camarillas, rechazar funcionarios que no
tuvieran la aprobación local y expresar su desaprobación de sacerdotes que
cobraban tarifas excesivas, se comportaban inmoralmente o descuidaban en
alguna otra forma sus responsabilidades. Los vecinos ordinarios también en-
traban a la política local uniéndose para mejorar la categoría de sus comuni-
dades (usualmente buscando convertir una parroquia en pueblo, un pueblo
en villa, o una villa en ciudad), y a través de tal actividad experimentaban un
sentido de identidad local y comunidad que les permitía pensar y actuar en la
defensa de intereses colectivos.58

56 Este punto se hace en relación con Hispanoamérica como un todo en Guerra, «Identi-

dad e independencia», en GUERRA, François-Xavier y Mónica QUIJADA (comp.): Imaginar la


Nación. Münster y Hamburgo, 1994, pp. 107-108. Un buen ejemplo de la autonomía munici-
pal en la Nueva Granada, visto por el papel de los notables locales en los cabildos, se encuen-
tra en el estudio de Popayán en el siglo XVII de MARZHAL, Peter: Town in the Empire: Govern-
ment, Politics and Society in Seventeenth-Century Popayán. Austin, Texas, 1978.
57 M C F ARLANE , Anthony: «Civil Disorders and Popular Protests in Late Colonial

New Granada», Hispanic American Historical Review, vol. 64 (1984), pp. 17-54. (También en
versión española: «Desórdenes civiles y protestas populares», en MEJÍA PAVONY, Germán Ro-
drigo, Michael LAROSA y Mauricio NIETO OLARTE (comp.): Colombia en el siglo XIX. Bogotá,
1999, pp. 21-72.)
58 GARRIDO, Margarita: «La política local en la Nueva Granada (1750-1810)», Anuario

Colombiano de Historia Social y la Cultura, vol. 15 (1987), pp. 37-56; véase además, de la
misma autora, Reclamos y representaciones…, pp. 116-236.
HACIA LA INDEPENDENCIA COLOMBIANA: LA ÉPOCA DE LA «PRIMERA REPÚBLICA»... 83

Las rivalidades entre tales comunidades y en el interior de ellas influen-


ciaron mucho la política durante el interregno, cuando las declaraciones de
libertad fueron interpretadas primordialmente en términos locales. Las juntas
provinciales establecidas en las capitales de provincia estaban normalmente
integradas por un grupo de notables de la ciudad junto con unos diputados
de los cabildos secundarios, y apoyaban su legitimidad en el reconocimiento
de aquellos cabildos. Pero en algunas provincias, los cabildos no se deja-
ron cooptar por las juntas provinciales sino que rompían con ellas para for-
mar sus propios gobiernos, legitimándose como soberanos que representaban
el pueblo. En algunos casos, pueblos y aldeas se unieron con otras ciudades
como medio para romper con sus propios vecinos de provincia. Así se repe-
tía a nivel local un proceso semejante al proceso de división a nivel regio-
nal: mientras las juntas provinciales buscaban mantener su autonomía frente
a Santafé, los cabildos secundarios mostraban la misma tendencia a reclamar
su soberanía.
Estas tendencias centrífugas se multiplicaron rápidamente después de
mediados de 1810, fragmentando antiguas provincias en ciudades, muni-
cipios y a veces parroquias que competían entre sí. En la provincia de Po-
payán, Cali y otras ciudades de la provincia establecieron juntas; la ciudad
capital continuó con el gobierno realista y la presencia de un gobernador es-
pañol en Popayán alentó a Cali y a las poblaciones del Valle del Cauca para
formar la alianza defensiva de las «Ciudades Confederadas del Valle». En
otras provincias, la tendencia a que pueblos y ciudades buscaran su autono-
mía unos de otros no era menos pronunciada. En la costa, Mompós intentó
separarse de Cartagena, y Valledupar de Santa Marta. En la parte central del
Nuevo Reino, las provincias también se dividían: Sogamoso, Chiquinquirá,
Leiva y Muzo se separaron de Tunja; Girón y Vélez del Socorro; Ibagué y
Tocaima de Mariquita; y Timaná, Garzón y Purificación de Neiva. Incluso
Quibdó y Nóvita, dos poblaciones escasamente habitadas situadas en la fron-
tera minera del occidente, se levantaron una contra otra. La crisis de la so-
beranía de la monarquía fue entonces frecuentemente interpretada en las po-
blaciones secundarias como una oportunidad para separarse de sus capitales
provinciales, afirmar su autonomía y a veces erigirse en provincias nuevas.
Antes que libertad para el individuo dentro de un sistema de gobierno que
garantizara sus derechos, se interpretó primero como si significara la libera-
ción de ciudades y pueblos de la subordinación a una autoridad exterior.59

59 GARRIDO, Margarita: Reclamos y representaciones…, pp. 322-342. Para comentarios so-

bre la influencia de las rivalidades intermunicipales en la política de independencia en el Valle


del Cauca, véase COLMENARES, Germán: «Castas y patrones de poblamiento y conflictos so-
ciales en las provincias del Cauca (1810-1830)», en COLMENARES, Germán: La independencia:
Ensayos de historia social…, pp. 157-175. Para detalles y explicaciones sobre casi todos estos
conflictos intra-regionales, el estudio de MARTÍNEZ GARNICA es de gran valor: El legado de la
«Patria Boba», pp. 54-104.
84 ANTHONY MCFARLANE

La manera como el antiguo régimen fue derrocado, reflejó y reforzó es-


tas tendencias centrífugas subyacentes. Como hemos visto, el virreinato no fue
desbancado por un solo golpe a su corazón, sino en una secuencia de ataques
separados a la autoridad real que comenzó en las ciudades y pueblos provin-
ciales. Habiendo asegurado su autonomía, las juntas en estas ciudades no esta-
ban dispuestas a aceptar ninguna autoridad externa en reemplazo del virrey. La
unidad entre las provincias no había sido un rasgo fuerte de la sociedad y tan
pronto como se removió el dominio español, las ciudades y pueblos de Nueva
Granada emergieron como las comunidades políticas primarias, promulgando
sus propias constituciones, dividiendo y subdividiendo, formando alianzas e
inclusive yendo a la guerra unas contra otras. Nueva Granada era, en suma,
más una colección de ciudades-estados que una nación-estado unificada.

7. La autoridad fragmentada

¿Como cambió esta situación en los años posteriores al Acta de Fede-


ración que creó las Provincias Unidas en noviembre de 1811? Entre 1812
y 1814, el gobierno de Cundinamarca y el Congreso de las Provincias Uni-
das estuvieron en disputa constante. Las fuerzas de Cundinamarca atacaron
Tunja en 1812, y el Congreso en represalia atacó Santafé en 1813. Derrotado
en esa ocasión, el Congreso atacó de nuevo Santafé en 1814, y esta vez sus
fuerzas, comandadas por Bolívar, conquistaron la ciudad. Mientras tanto,
Cundinamarca había luchado para vencer el bastión fidelista de Pasto y para
limpiar el Alto Cauca de realistas. Luego de algunos éxitos iniciales, esta
campaña anti-realista sufrió un revés cuando Nariño fue capturado durante
su campaña contra Pasto en 1814. Las fuerzas de Cundinamarca fueron en-
tonces lanzadas a la defensiva, y fuerzas españolas provenientes de Quito se
unieron con los realistas en el sur de Colombia para extender el control real
sobre áreas crecientes de la Provincia de Popayán. Los fracasos de Cundi-
namarca, y particularmente la derrota de Nariño, debilitaron la moral de los
insurgentes, y trajeron sobre la población general una fatiga de la guerra.
Durante este mismo periodo, Cartagena estuvo también involucrada en una
larga e indecisa lucha contra una región realista, así como en una lucha in-
terna por el poder entre facciones contrarias. Su guerra contra Santa Marta
terminó en confusión y derrota, mientras que el desorden y la revuelta
interna hundieron en el caos al gobierno de la ciudad durante 1815.
Cuando Fernando VII fue restaurado, las provincias de la Nueva Gra-
nada no estaban en mejores condiciones para resistir la reafirmación del con-
trol metropolitano. Según José Manuel Restrepo, el problema era su federa-
lismo fanático:

…ninguna provincia quiso renunciar su fantástica soberanía, así no fuera


práctica. El ejemplo de Rhode Island y de otras provincias de los Estados
HACIA LA INDEPENDENCIA COLOMBIANA: LA ÉPOCA DE LA «PRIMERA REPÚBLICA»... 85

Unidos de América, a las que se creían comparables, les inspiraba confianza


para continuar llamándose Estados soberanos e independientes.60

Hay que recordar también que la mayoría nunca había rechazado la legi-
timidad del Rey como soberano: entonces fue difícil animar a los pueblos a
desafiar su autoridad cuando volvió al trono. Además, el orden jerárquico so-
cial quedó intacto y la vida política todavía estaba influenciada fuertemente
por los cánones de una cultura que conservaba mucho del orden hispánico. A
pesar de los cambios en la estructura político-administrativa, la actividad po-
lítica continuó gravitando alrededor de asuntos tradicionales, tales como las
luchas de las familias locales prominentes por alcanzar y mantener los car-
gos, antiguas aspiraciones de autonomía municipal y otras rivalidades juris-
diccionales semejantes. La Iglesia fue también un poderoso contrapeso. Res-
trepo recordó que la mayor parte del clero se oponía a las nuevas repúblicas:
«hacían una guerra formidable a la causa de la Independencia que pintaban
como enemigo de Dios y de la religión».61
Sin embargo, la experiencia de los años de la Primera República no fue
tan ingrata como la pintada por los historiadores en el retrato de la «Patria
Boba». Aunque fallaron los estados autónomos e independientes fundados
en este periodo, dejaron un legado político importante. En primer lugar, in-
trodujo el principio de la representación y con él, las elecciones y el voto.
Claro que las elecciones también llegaron a las regiones realistas, gracias a
la Constitución de Cadiz, pero parece que tuvo poca resonancia. La apertura
de nuevos horizontes políticos era mucho mas evidente en las regiones autó-
nomas, donde fue reflejada en los textos de las varias constituciones estata-
les que se promulgaron entre 1811 y 1815. La primera constitución comple-
tamente elaborada fue la del Estado de Cundinamarca, promulgada el 4 de
abril de 1811. Esta fue algo anormal porque, como lo hemos señalado an-
tes, creaba una monarquía constitucional en la que Fernando VII asumiría el
trono en el muy improbable caso de que residiera en Cundinamarca. Cuando
Nariño llegó al poder en 1812, Cundinamarca se convirtió en república inde-
pendiente. Tunja, Antioquia, Cartagena y Mariquita adoptaron también cons-
tituciones republicanas y, junto con la de Cundinamarca, basaron sus siste-
mas políticos en el concepto pactista de la soberanía heredado de España, en
el cual las ciudades y provincias eran las bases de la identidad y comunidad
política, mezclado con principios tomados de las revoluciones angloameri-
cana y francesa.
Se ha dicho que, en México, los criollos rechazaron la idea francesa de
la nación —la idea que fascinaba a los liberales en las Cortes de Cádiz—
y sostuvieron la idea de que la soberanía originaba en un contrato basado

60 RESTREPO, J.M.: Historia de la Revolución…, vol. 1, pp. 198-199.


61 Ibídem, p. 351.
86 ANTHONY MCFARLANE

en los cuerpos corporativos intermediarios, es decir las ciudades y provin-


cias.62 La experiencia neogranadina, vivida fuera de la autoridad regia y
el régimen constitucional de Cádiz, se vio más afectada por las influen-
cias extranjeras. Una revisión sumaria de los textos constitucionales mues-
tra que estaban basadas en los principios claves de las constituciones revo-
lucionarias francesa y norteamericana. Comenzaban invariablemente con
una declaración de los derechos del hombre y de los derechos y deberes
del ciudadano, tomados de la declaración francesa de 1789 o de las cons-
tituciones francesas de 1793 y 1795. Establecieron gobiernos basados en
la soberanía del pueblo y apoyado en su representación y consentimiento.
Se afirmaba la división de poderes en un ejecutivo, un legislativo y un ju-
dicial. Las legislaturas eran bicamerales, y los poderes para hacer leyes y
nombrar funcionarios estaban concentrados en gran medida en las manos
de la asamblea representativa. Los poderes y responsabilidades del ejecu-
tivo y el judicial también fueron delineados, con el primero tendiendo a ser
circunscrito muy estrechamente. Los derechos al voto y a desempeñar car-
gos se establecieron también, y en general daban derecho al voto masculino
según la edad, educación y la calidad de propietario; el modo y la periodi-
cidad de las elecciones —que eran invariablemente indirectas— también
se establecieron. Las reglas que gobernaban las fuerzas armadas y la provi-
sión de la educación muestran la importancia dada a crear ciudadanos para
la nueva vida política y social.63
Aunque las constituciones adoptaron mucho de la modernidad política,
con la adopción de las libertades individuales, el régimen representativo, la
separación de poderes, etc., quedó algo importante de las tradiciones hispá-
nicas. Hay un argumento interesante que indica la mezcla de referencias re-
volucionarias con valores del antiguo régimen. En primer lugar, los autores
de las primeras constituciones rechazaron el principal dogma del liberalismo
político sobre el que se basaron sus modelos angloamericanos. Partieron de
las mismas premisas tomadas de Hobbes por los constitucionalistas estado-
unidenses: a saber, que la naturaleza humana es fundamentalmente corrupta
y egoísta, y que la política es una lucha infinita entre la libertad y la tiranía,
en la que hombres agresivos y ansiosos de poder luchan constantemente por
convertir a sus iguales en dependientes serviles. Sin embargo, y a diferencia
de los pensadores constitucionales norteamericanos, los neogranadinos no
creían que estos males pudieran ser neutralizados a través de acuerdos insti-
tucionales que balancearan las fuerzas de tiranía y libertad, y obligaran a los
hombres a ser buenos sin importar su moral. Los hispanos comenzaban con

62 ANNINO, Antonio: «Some Reflections on Spanish American Constitutional and Political

History», Itinerario, 19:2 (1995), p. 41.


63 Las Constituciones del periodo aparecen publicadas en Constituciones de Colombia…,

vols. I y II.
HACIA LA INDEPENDENCIA COLOMBIANA: LA ÉPOCA DE LA «PRIMERA REPÚBLICA»... 87

la convicción, expresada sencillamente en la constitución de Tunja, de que


«Ninguno es buen ciudadano si no es un buen padre, buen hijo, buen her-
mano, buen amigo y buen esposo». En otras palabras, sólo el hombre moral-
mente bueno puede ser un buen ciudadano, y el buen gobierno depende de
los buenos ciudadanos. Así, para tomar tan solo dos ejemplos, la Constitu-
ción de Tunja estableció que los funcionarios tenían que ser hombres de vir-
tud probada, y la Constitución de Cundinamarca estipulaba que los electores
primero debían asistir a misa y escuchar un sermón edificante antes de votar,
de tal manera que se comportaran de una manera honesta y desapasionada
cuando eligieran a sus representantes. Y claro está, todas estas constituciones
establecían el catolicismo como religión de estado y prohibían la práctica de
otros cultos, al tiempo que recortaban también los derechos a la libre expre-
sión y la libertad de prensa.64
No obstante, las constituciones neogranadinas eran muy innovadoras.
Reflejan las creencias modernas, divulgadas por las revoluciones francesa y
americana, de que el individuo debería ser libre, que la sociedad debería estar
basado en un nuevo pacto social y que la política debería expresar la sobera-
nía del pueblo. El compromiso de los revolucionarios de crear un nuevo or-
den político y social se ve reflejado en los esfuerzos para movilizar el apoyo
popular y educar a la opinión pública en nuevas formas de pensamiento. En
Santafé, por ejemplo, los líderes criollos trataron de llegar a la masa de la
población no solo a través de la prensa escrita, sino también (lo que resulta
más importante en una sociedad de mayoría iletrada) a través de ceremo-
nias, imágenes, iconos y símbolos que llevaran mensajes políticos. A veces
se invocaron rituales y símbolos tradicionales como una manera de indicar la
continuidad del orden. Así, por ejemplo, se dijeron misas y se hicieron pro-
cesiones formales antes o después de ocasiones políticas importantes, tales
como la convocatoria del Congreso o de una Asamblea Constituyente, enjae-
zando con la majestad de la religión y la autoridad de la iglesia las institucio-
nes y deliberaciones del nuevo orden político.65 En otras ocasiones, se utili-
zaron nuevas imágenes, símbolos e instituciones para inculcar y diseminar
ideas políticas que se diferenciaban radicalmente del antiguo régimen, y que
buscaban transmitir nuevos significados. Así, por ejemplo, se utilizaron imá-
genes de indígenas para simbolizar la opresión española, grabadas en mone-
das en lugar de las insignias reales. Se plantaron «árboles de la libertad» para
simbolizar la nueva era; se introdujo el gorro frigio de la libertad, y se cele-
bró el 20 de julio como el día de la liberación. El término «ciudadano» entró

64 DEALY, Glen: «Prolegomena on the Spanish American Political tradition», Hispanic

American Historical Review, vol. 48 (1968), pp. 37-58; citas de las pp. 42, 44.
65 Un documento de la época que da un sentido excelente de los rituales políticos del pe-

riodo entre 1810 y 1816 es CABALLERO, José María: Diario de la independencia. Bogotá, Ta-
lleres Gráficos Banco Popular, 1974.
88 ANTHONY MCFARLANE

también al léxico político en la medida en que los líderes criollos buscaban


estimular el patriotismo y una conciencia republicana.66
Debemos concluir entonces que es simplista caracterizar esos años neo-
granadinos de 1810 a 1815 como una mera «Patria Boba». Tal vez es cierto
que para comienzos de 1815 el nuevo orden político estaba en una crisis pro-
funda. José Manuel Restrepo recordó que, con sus expectativas aplastadas, la
masa del pueblo miró con nostalgia al pasado:

Los pueblos a quienes al principio de la revolución se había ofrecido en


documentos oficiales y los papeles públicos una gran felicidad y prosperidad,
viendo que estos bienes no llegaban, que la lucha se prolongaba, y que el go-
bierno republicano los había gravado con el sostenimiento de ejércitos, con
arrastrar la juventud a la guerra, y con nuevas contribuciones, odiaban el sis-
tema actual suspirando por el régimen antiguo.67

Pero no iban a olvidar la experiencia de los años del periodo constitucio-


nalista. Si el dominio español fue rápidamente restaurado en 1815 y 1816, no
fue muy duradero. En 1819, los mismos pueblos ofrecían una calurosa bien-
venida a Bolívar y volverían a los principios de representación y a la partici-
pación política que habían aprendido en los primeros experimentos políticos
que comenzaron una década antes durante la Primera República.

66 Un análisis excelente de las maneras en que estas ocasiones y objetos simbólicos se uti-

lizaban para promover el orden y el cambio aparece en KÖNIG, Hans Joachim: En el camino
hacia la nación…, pp. 234-297.
67 RESTREPO, J.M.: Historia de la Revolución…, vol. I, pp. 385-386.
El largo verano de 1808 en México.
El golpe de Gabriel de Yermo

Jesús Ruiz DE GORDEJUELA URQUIJO


Doctor en Historia (Universidad del País Vasco)

El presente trabajo pretende aportar nuevas luces sobre un aconte-


cimiento decisivo en el comienzo del largo proceso independentista de
México, como fue el golpe de mano liderado por el hacendado vasco Gabriel
Joaquín de Yermo, que provocó la destitución del virrey José de Iturrigaray
en la madrugada del 16 de septiembre de 1808.
Como no podía ser de otro modo, en la historiografía mexicana del si-
glo XIX esos acontecimientos fueron presentados como el triste episodio en el
que se frustraron las esperanzas autonomistas y se impuso la fuerza de unos
pocos representantes del poder peninsular en el virreinato, alarmado por el
peligro que suponía la actitud de Iturrigaray a favor de las tesis de los miem-
bros de la elite criolla en el ayuntamiento de la capital. De esa manera, esa
historiografía se centró en los actores y el discurso «nacional», minusvalo-
rando el papel de los golpistas septembrinos1. Hasta la publicación, en 1877,
de la valiosísima recopilación documental de Hernández y Dávalos no se dis-
puso de material de primera mano para revisar aquella visión2.
El primero en estudiar con detalle el golpe de Yermo y los peninsu-
lares será Romeo Flores Caballero, en 1969. A partir de entonces, la mo-
derna historiografía mexicanista ofrece una visión más compleja de la

1 Cf. CHAUNÚ, Pierre: «Interpretación de la Independencia», en CHAUNÚ, P.; VILAR, P. y

E. HOBSBAWN: La Independencia de la América Latina, Buenos Aires, Nueva Visión, 1972,


pp. 11-41. Las obras clásicas de esa historia «nacional» que recogen los sucesos del verano de
1808 son las de ALAMÁN, Lucas: Historia de Méjico desde los primeros movimientos que pre-
pararon su independencia en el año de 1808 hasta la época presente, vol. I, México, FCE (ed.
facsímil), 1985; ZAVALA, Lorenzo: Ensayo crítico de las revoluciones de México desde 1808
hasta 1830, México, 1845; y MIER y TERÁN, José Servando Teresa: La Historia de la Revolu-
ciones de Nueva España, México, 1813.
2 HERNÁNDEZ y DÁVALOS, Juan E.: Colección de Documentos para la Historia de la Gue-

rra de Independencia de México de 1808 a 1821, 6 vols., México, José María Sandoval, 1877.
Esa obra fue completada por la de GARCÍA, Genaro: Documentos históricos mexicanos; obra
conmemorativa del primer centenario de la Independencia de México, México, Museo Nacio-
nal de Arqueología, Historia y Etnología, 1910.
90 JESÚS RUIZ DE GORDEJUELA URQUIJO

independencia, pero analiza los acontecimientos de 1808 dentro de un pro-


ceso más amplio, sin detenerse con detalle en los protagonistas del golpe3.
Las lagunas que ofrecía esta historiografía, más pendiente de las estructu-
ras y los procesos a medio y largo plazo, empezó a ser cubierta por Virgi-
nia Guedea con sus certeros análisis de los actores sociales del proceso,
tanto de las elites como de los sectores medios y populares4.
Los primeros en detenerse a analizar con mayor detalle los acontecimien-
tos del verano de 1808 fueron Hira de Gortari y Hugh M. Hamill5, hasta que
la nueva historia política de la independencia impulsada por François-Xa-
vier Guerra «descubrió» la relevancia de esas fechas iniciales del proceso en
las que, de acuerdo con esa línea interpretativa, se llegó a plantear, tanto en
México como en el resto de la monarquía, el cambio revolucionario hacia la
modernidad política. A pesar de las críticas recibidas, esa línea interpretativa
ha influido decisivamente en una visión nueva de las independencias, que
en el caso de México tiene un especial valedor en Jaime E. Rodríguez6. Por
lo que aquí más nos interesa, la figura de Gabriel del Yermo, sólo contamos
con los trabajos de María Teresa Huerta, quien ha profundizado en el conoci-
miento de los negocios de la familia en varios artículos7.

3 FLORES CABALLERO, Romeo: La contrarrevolución en la independencia, México, El

Colegio de México, 1969. BRADING, D.A.: Mineros y comerciantes en el México borbónico


(1763-1810), México, FCE, 1971. ANNA, Timothy: La caída del gobierno español en la ciu-
dad de México, México, FCE, 1981. LADD, Doris: La nobleza mexicana en la época de la in-
dependencia (1780-1826), México, FCE, 1984. HAMNETT, Brian: Raíces de la insurgencia en
México: historia regional (1750-1824), México, FCE, 1986.
4 GUEDEA, Virginia: «Criollos y Peninsulares», tesis de licenciatura, México, UIA, 1964;

«Los indios voluntarios de Fernando VII», Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de


México, vol. 10, n.º 123, 1.ª parte, 1986; «El pueblo de México y la política capitalina (1808-
1812)», Mexican Studies/Estudios Mexicanos, vol. 10, n.º 1, 1994; y «Jacobo de Villaurrutia:
un vasco autonomista», en GARRITZ, Amaya (coord.): Los vascos en las regiones de México,
siglos XVI-XX, vol. IV, UNAM, 1999, pp. 351-366.
5 Hugh M. HAMILL: «Un discurso formado con angustia. Francisco Primo Verdad el 9 de

agosto de 1808», Historia Mexicana (enero-marzo de 1979), pp. 439-474; «Royalist Propa-
ganda and “La Porción Humilde del Pueblo” during Mexican Independence», The Americas,
36:4 (1980), pp. 423-444; «¡Vencer o morir por la patria! La invasión de España y algunas
consecuencias para México (1808-1810)», en ZORAIDA VÁZQUEZ, Josefina: Interpretaciones
de la Independencia de México, México, Nueva Imagen, 1997, pp. 71-102. GORTARI RABIELA,
Hira de: «Julio-agosto de 1808: La lealtad mexicana», Historia Mexicana, XXXIX: 1, 1989,
pp. 181-203.
6 RODRÍGUEZ O., Jaime E.: El proceso de la Independencia de México, México, Instituto

Mora, 1992; «De súbditos de la Corona a ciudadanos republicanos: el papel de los autonomis-
tas en la Independencia de México», en ZORAIDA VÁZQUEZ, Josefina: Interpretaciones de la
Independencia de México…, pp. 33-70.
7 HUERTA, María Teresa, «Yermo: tres generaciones», en IV Seminario de Historia de la

Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País: La RSBAP y Méjico, t. I, San Sebastián,
RSBAP, 1993, pp. 153-165; «Los vascos del sector azucarero morelense (1780-1870)», en GA-
RRITZ, Amaya (coord.), Los vascos en las regiones de México, vol. I, pp. 237-246; «La familia
Yermo (1750-1850)», Revista Relaciones, vol. IV, n.º 14, 1983, pp. 46-65.
EL LARGO VERANO DE 1808 EN MÉXICO. EL GOLPE DE GABRIEL DE YERMO 91

Aparte de algunos trabajos clásicos sobre la figura del virrey Iturri-


garay8, la historiografía española apenas muy recientemente se ha preo-
cupado por revisar la trascendencia de los acontecimientos políticos de
1808; en concreto, el profesor Luis Navarro analiza en dos artículos re-
cientes el papel que jugaron la Junta Suprema de Sevilla y la Audiencia de
México en la caída del virrey9. Respecto a la figura de Gabriel Joaquín
de Yermo solamente podemos destacar el artículo «El primer paso del
proceso independentista mexicano: el contragolpe de Gabriel de Yermo
(1808)» de Manuel Hernández Ruigómez y publicado en Revista de In-
dias. caracterizar10.
En este trabajo pretendemos cubrir, en la medida de nuestras posibilidades,
ese déficit historiográfico existente en torno a Gabriel de Yermo, actor principal
y figura central del conflicto político surgido en el verano de 1808 en México,
entre los intereses de los ricos españoles europeos y las ilusiones de los criollos
que anhelaban la autonomía política y económica de su patria.

1. Los antecedentes

Nació en la localidad vizcaína de Sodupe el 10 de septiembre de 1757,


en el seno de una familia y de una comarca (Las Encartaciones) con una
fuerte tradición migratoria.
Como era habitual entre los jóvenes vascos de la segunda mitad del si-
glo XVIII, Gabriel aprendió a leer, escribir y conocer las cuatro reglas bási-
cas, requisitos mínimos que reclamaban sus familiares para ser reclamados.
La condición étnica, que potenciaba las relaciones familiares y de paisanaje,
y la formación profesional de los vascos fueron suficientes para iniciarse en
el complejo mundo de las casas de comercio11. Así, en 1775, cuando cumplió
los 18 años y acompañado de su hermano Juan José, cinco años mayor que
él, zarpó del puerto de Cádiz en la fragata La Soledad rumbo al puerto de Ve-

8 LAFUENTE FERRARI, Enrique: El virrey Iturrigaray y los orígenes de la independencia en

Méjico, Sevilla, CSIC, 1940. REAL DÍAZ, José Joaquín y Antonia M. HEREDIA HERRERA: «José
de Iturrigaray (1803-1808)», en CALDERÓN QUIJANO, José Antonio: Virreyes de Nueva España
(1798-1808), Sevilla, EEHA, 1972.
9 NAVARRO GARCÍA, Luis: «La Junta Suprema de Sevilla y el golpe de estado de México en

1808», XIV Jornadas Nacionales de Historia Militar, Sevilla, 2008 (en prensa); y «México
1808: la Audiencia acusa al virrey», VI Simposio Internacional de la Asociación Española de
Americanistas, Madrid, 2008 (en prensa). Agradecemos al autor que nos haya facilitado el
texto original de estos trabajos.
10 HERNÁNDEZ RUIGÓMEZ, Manuel: «El primer paso del proceso independentista mexi-

cano: el contragolpe de Gabriel de Yermo (1808)», Revista de Indias, vol. XLI, n.os 165-166
(1981), pp. 591-601.
11 RUIZ DE GORDEJUELA URQUIJO, Jesús: Los vascos de México. Entre la colonia y la repú-

blica (1773-1836), Vitoria, Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País, 2006.
92 JESÚS RUIZ DE GORDEJUELA URQUIJO

racruz, y de ahí a la casa comercial que sus tíos Juan Antonio y Gabriel de
Yermo tenían en ciudad de México12.
Estos jóvenes emigrantes pasaron los primeros años detrás de un mos-
trador aprendiendo los entresijos de los negocios de sus parientes y protec-
tores. Tuvieron que transcurrir once largos años de disciplina semimonástica
y de inquebrantable lealtad a sus patrones para que los jóvenes Yermo se es-
trenaran en los negocios como socios de su tío José Antonio. El vigilante tío
aportó un capital de 30.000 pesos, mientras que Juan José de Yermo lo hizo
con 3.500 y nuestro personaje con 3.000 pesos. Sin duda se trataba de una
prueba de fuego para conocer realmente las posibilidades de sus sobrinos.

2. El origen del poder de los Yermo

Los citados tíos de nuestro personaje, José Antonio y Gabriel Joaquín


de Yermo y Larrazábal, también dejaron su tierra vasca tempranamente y
marcharon a Nueva España. Se radicaron en 1755 en San Miguel el Grande
(Guanajuato), población en la que se encontraban numerosos paisanos y pa-
rientes. La villa era desde su fundación paso obligado de la ruta México-
Zacatecas y en su demarcación se encontraban innumerables estancias ga-
naderas que surtían de carne a los importantes reales de minas de la región
hasta las lejanas tierras de Nuevo León y de Coahuila. De este modo, los
hermanos Yermo y Larrazábal se situaron en una de las ciudades más diná-
micas de Nueva España, rodeados de personas de confianza. José Antonio de
Yermo estrechó aún más sus vínculos con el grupo vasco de San Miguel el
Grande al contraer matrimonio en 1761 con María Ignacia Díez de Sollano
y Bueno de Basori, hija del poderoso comerciante vizcaíno Francisco Díez
de Sollano y Sarachaga. Cuando el volumen de los negocios de José Anto-
nio aumentó, decidió trasladarse a la capital del virreinato en donde pudo di-
versificar sus inversiones y, sobre todo, estar cerca de los centros de poder
del virreinato. La ciudad de México le ofrecía importantes alicientes como
la protección del grupo vasco (vinculado al poderoso cónsul Juan de Cas-
tañiza y Larrea) que controlaba, junto a los cántabros, el Consulado de los
comerciantes de esta ciudad y la posibilidad de concertar provechosos ne-
gocios. De este modo abrió un almacén dedicado al comercio de importa-
ción-exportación, con redes que llegaban hasta Monterrey, que le permitió
crecer económicamente y convertirse en uno de los almaceneros más impor-
tantes de la capital, llegando a fungir como cónsul del partido vasco en 1786.
Asimismo, participó de manera significativa en la dirección de la Cofradía
de Nuestra Señora de Aranzazu, patrona de los vascos, y en la Real Sociedad
Bascongada de los Amigos del País. Es digno de señalar cómo José Antonio

12 Archivo General de Indias (AGI), Contratación, 5527, n. 1, r-24 y 5520, n. 1, r-18.


EL LARGO VERANO DE 1808 EN MÉXICO. EL GOLPE DE GABRIEL DE YERMO 93

Yermo apostó claramente por aplicar el pensamiento ilustrado que abogaba


la institución vasca, fundamentado en el libre comercio, la desvinculación
y desamortización de la propiedad y en el fomento de la producción e inno-
vación agrícola-ganadera. Los Yermo vislumbraron el evidente resquebraja-
miento de las estructuras monopólicas y la mutación de la sociedad corpo-
rativa por otra de corte capitalista por lo que vieron en el libre comercio la
oportunidad de medrar en este nuevo contexto económico. Como dice María
Teresa Huerta, la expansión de los mercados requería de una economía di-
versificada que suministrase productos exportables como el cacao, el café, el
palo tintóreo, la grana, el añil y sobre todo la caña de azúcar. Es por ello que
José Antonio se hizo cargo de las haciendas que heredó de su suegro Fran-
cisco Díez de Sollano e invirtió en su renovación tecnológica para dedicarlas
al sector más dinámico de la agricultura comercial13.
Otro sector productivo en el que los Yermo destacaron fue el del abas-
tecimiento de carne a la ciudad de México, negocio de evidente importan-
cia, como muestra el hecho de que, entre 1770 y 1810 llegara a suponer más
del 40 % anual de la recaudación total del ramo del Viento14 y entre el 6% y
el 12% del total de las alcaba1as captadas por la Real Aduana. José Antonio
compró en la jurisdicción de Mazapil (Nueva Galicia) 83 sitios y 14 caballe-
rías destinadas a la cría y engorde de ganado mayor y menor, y su sobrino
Gabriel Joaquín hizo lo mismo con la adquisición en 1790 del agostadero
San Cristóbal de la Parida en la jurisdicción de la villa de Linares (Nuevo
León), compuesto de 52 sitios de ganado menor15.
Continuando con la estrategia de reforzamiento endogámico del clan fa-
miliar, el sobrino, Gabriel Joaquín, contrajo matrimonio con su prima María
Josefa de Yermo y Díez de Sollano el 21 de febrero de 1790. Un año después
fallecía su tío José Antonio y a partir de ese momento Gabriel tomó las rien-
das del complejo entramado humano y económico que suponía la casa comer-
cial de su difunto suegro. Heredó el giro comercial con sus bienes inmuebles
en la capital, las haciendas La Gruñidora y Santa Rita de Sabana Grande (en
la jurisdicción de Mazapil) y la de Nuestra Señora de Temixco con la estan-
cia de San Vicente el Chisco y el rancho de Tlatempa, así como el negocio de
abasto de carne a la capital, con ganados menores de pelo y lana provenien-
tes de la región de Cuernavaca16. A partir de esa importante herencia y su gran
capacidad para los negocios Gabriel llegó a controlar una parte importante de
los circuitos ganaderos de la Nueva España. Para ello se fundó en una extensa
red de relaciones comerciales vinculadas por lazos familiares y de paisanaje,
compuesta por los hacendados Juan José de Oteiza, Bernardo García de Te-

13 HUERTA, María Teresa: La familia Yermo…, pp. 49-51.


14 Dentro del ramo alcabalas, el del Viento se refería al impuesto que pagaba al entrar en
la ciudad el ganado, carne, productos de la tierra, leña y carbón, etc.
15 LADD, Doris: La nobleza mexicana…, p. 73.
16 HUERTA, María Teresa: La familia Yermo…, pp. 46-66.
94 JESÚS RUIZ DE GORDEJUELA URQUIJO

jada, Pedro Antonio de Yandiola, Domingo de Berrio y Barrutieta, Domingo


de Unzaga y Domingo Narciso de Allende, de San Miguel el Grande, y con
los hombres más poderosos de la economía novohispana como el marqués de
San Miguel de Aguayo, el marqués de Jaral de Berrio, el conde San Mateo
Valparaíso, la familia Sánchez Navarro, Andrés Vicente de Urizar y Antonio
Bassoco, todos ellos pertenecientes al partido vasco del Consulado y principa-
les especuladores del mercado de la carne en la ciudad de México.
Este lucrativo negocio dependía no sólo de la inversión de grandes can-
tidades de dinero sino también del efecto de las sequías o enfermedades del
ganado que podían llegar a diezmar la cabaña. Como consecuencia de es-
tos dos últimos elementos Gabriel Joaquín de Yermo, desde 1800, tuvo pro-
blemas para abastecer la creciente necesidad de carnero en la ciudad de
México17. La cantidad de ganado requerido para cubrir la demanda de la ciu-
dad de México alcanzaba las 16.000 reses y más de 250.000 carneros anua-
les. La tarea debía ser compartida por lo complejo de la empresa, no sólo
porque había que comprar el ganado sino también trasladarlo hasta las tablas
en donde se vendían al por menor. En 1805 fue multado por el Ayuntamiento
de la ciudad por no haber cumplido con lo estipulado en los reglamentos mu-
nicipales sobre el sistema de subasta pública, que acordaba que «el obligado»
había de asegurar el abastecimiento ininterrumpido de la carne. Yermo alegó
que el consumo había aumentado sin que hubiera variado la población, agre-
gando que no había suficientes carneros por la mortandad que había sufrido
la ganadería novohispana18.
El virrey Iturrigaray, necesitado de dinero, decidió aumentar la contribu-
ción a los abastecedores de carne de la ciudad de México. Este gravamen no
sólo afectó a los intereses de Yermo sino también a otros participantes del
negocio, como el marqués de Aguayo. La defensa de ambos la protagonizó
el fiscal de lo civil Ambrosio de Sagarzurieta19, quien solicitó al virrey po-
der presentar sus alegatos en público, petición no aceptada por Iturrrigaray,
que acusó al fiscal de interés personal al estar casado con la hija del mar-
qués.
Como hemos señalado anteriormente, una de las claves del éxito econó-
mico de los Yermo fue la diversificación de riesgos y la inversión en la agri-

17 QUIROZ, Enriqueta: «Fuentes para el estudio de los comerciantes de la carne en la ciu-

dad de México, siglo XVIII», en América Latina en la Historia Económica, Instituto Mora,
n.os 17-18, 2002.
18 Los obligados del abasto o arrendatarios eran el propio Gabriel Joaquín de Yermo, An-

tonio Bassoco, el Marqués de Jaral de Berrio, el Marqués de San Miguel de Aguayo, Ángel Pu-
yade y Antonio Pérez Gálvez.
19 Sobre este personaje ha trabajado OLMEDO GONZÁLEZ, José de Jesús: «Ambrosio de Sa-

garzurieta un funcionario en América», ponencia presentada en el II Seminario Internacional


Euskal Herria Mugaz Gaindi: Investigaciones recientes sobre la presencia vasconavarra en el
mundo (4 de mayo de 2005), Vitoria. www.euskosare.org/komunitateak/ikertzaileak/ehmg/2/
mesa.
EL LARGO VERANO DE 1808 EN MÉXICO. EL GOLPE DE GABRIEL DE YERMO 95

cultura de exportación. Tal y como lo hizo su tío José Antonio, Gabriel con-
tinuó la explotación de haciendas azucareras en la región de Cuernavaca y
Cuautla de Amilpas. Estas propiedades, que pertenecían al marquesado del
Valle, presentaban unas modalidades propias en la distribución de la tierra
—originarias de la primitiva política patrimonial y del otorgamiento de tie-
rras a censo enfitéutico por los titulares del marquesado—, y disfrutaban de
abundancia de agua y de mano de obra indígena.
A fines del siglo XVIII se autorizó la importación de maquinaria propia
para la explotación agrícola, por lo que el antiguo trapiche se transformó
en ingenio con la instalación de ruedas hidráulicas. Con este fin, Gabriel de
Yermo adquirió en 1792 la hacienda de Jalmolonga, confiscada a los jesuitas
en 1767, e invirtió en ella la enorme cantidad de 200.000 pesos en la cana-
lización de las aguas del río Pineda para hacerlas más productivas. Con es-
tas nuevas mejoras, por ejemplo, la hacienda de Temixco llegó a producir
40.000 arrobas de azúcar anuales. Asimismo, y de acuerdo con su idea de di-
versificar para obtener un mayor rendimiento de sus tierras, Yermo introdujo
el cultivo de otros productos como trigo, añil, maíz y árboles frutales, hecho
realmente novedoso en la región20.
Pero el poder que había adquirido nuestro personaje provocó disputas en-
tre algunos de sus vecinos21 y sobre todo, a partir de 1803, con el nuevo vi-
rrey José de Iturrigaray, tal como veremos a continuación.

3. La consolidación de vales y la quiebra de la economía novohispana

Durante los últimos años del gobierno de Carlos IV, los habitantes de
la Nueva España padecieron especialmente las consecuencias de la política
de Godoy, política que fue servida con clara sumisión por el virrey José de
Iturrigaray.
La explotación de la colonia como fuente de ingresos para la metrópoli,
sin respetar a las fuerzas productivas de la Nueva España, resintió profun-
damente los pilares de la economía de México y creó en la incipiente elite
criolla un sentimiento de profundo agravio que influirá decisivamente en los
acontecimientos posteriores.
La ejecución del rey francés Luis XVI conmocionó al timorato Carlos IV
que, en unión con otros monarcas europeos, declararon la guerra al régimen
jacobino. La corona española, que venía teniendo dificultades financieras
desde 1783 al menos, quebró en tan solo un año de contienda, por lo que la

20 HUERTA, María Teresa: Los Yermo…, pp. 153-165.


21 Así, un vecino de Yermo, el hacendado montañés Francisco Blanco de la Sota, dueño
de la vecina hacienda del Puente, reclamó ante la justicia que el susodicho Yermo absorbía las
aguas del río Temixco con todo el perjuicio que le conllevaba. Archivo General de la Nación
(AGN), Instituciones Coloniales/ Hospital de Jesús, vol. 373, exp. 1, 1801.
96 JESÚS RUIZ DE GORDEJUELA URQUIJO

Hacienda carolina se vio obligada a incrementar los impuestos, expidió va-


les reales e inició una tímida expropiación de los bienes de la Iglesia. Derro-
tado el ejército real, la corona se vio forzada a la alianza con Francia, lo que
supuso un largo conflicto con Inglaterra que terminó de arruinar la débil eco-
nomía hispana. La Paz de Amiens en 1802 puso fin temporalmente a las hos-
tilidades y permitió que el comercio con las colonias se activara de nuevo,
registrándose un importante aumento de las rentas, hecho este que hizo plan-
tearse al gobierno de Godoy retirar de la circulación los vales reales. Pero el
enfrentamiento se reanudó en 1804 y las consecuencias para la monarquía
hispana son de todos conocidos: la derrota de la armada en Trafalgar y la
bancarrota del gobierno como consecuencia del bloqueo continental. La pa-
ralización del comercio trasatlántico impidió la llegada de azogue y pólvora
a las explotaciones mineras de América, produciendo el desabastecimiento
de plata tan necesario en el comercio novohispano.
De este modo los habitantes de la Nueva España vieron cómo los intere-
ses de la corona se anteponían a sus necesidades sin importarles el costo que
esta política conllevaría. Sostiene Jaime E. Rodríguez que estas exigencias
recayeron de manera más gravosa en las clases altas de la colonia. Hasta
ese momento los poderosos novohispanos habían contribuido a las exigen-
cias reales por medio de donativos voluntarios, pero la gravedad de la crisis
y las exigencias de Napoleón obligaron a la corona a buscar nuevas fuentes
de financiación. Así surgió lo que se conoce como Consolidación de Vales
Reales, publicada por real decreto en diciembre de 1804. La Consolidación
disponía que las parroquias, comunidades de religiosos, cofradías, colegios
y hospitales debían desprenderse de los bienes de inversión que poseían
—tanto raíces como de capital— y depositar su valor en la Caja de Amor-
tización, a cambio de un cinco por ciento de rédito que pagaría la hacienda
real22.
La aplicación rigurosa del decreto de consolidación por parte del virrey y
de la Junta Superior de Consolidación presidida por él23 produjo daños irre-
versibles en la economía novohispana que afectarían a todos los sectores de
la población, desde la Iglesia hasta la población indígena. El despojo de más
de diez millones de pesos y la prohibición de concesión de nuevos présta-
mos influyeron decisivamente, no sólo en la agricultura, minería, industria y
comercio sino que también anularon la labor social de las instituciones ecle-

22 Cf. WOBESER, Gisela von: Dominación colonial. La Consolidación de vales reales en

Nueva España (1804-1812), México, UNAM, 2003; y «La consolidación de vales reales como
factor determinante de la lucha de independencia en México (1804-1808)», Historia Mexi-
cana, LVI: 2, 2006, pp. 373-425.
23 La Junta Superior de Consolidación, máxima autoridad en la materia en la Nueva Es-

paña, se instaló el 14 de agosto de 1805 y funcionó durante tres años y medio. Véanse las ac-
tas de la Junta Superior de Consolidación del 7 de octubre, 16 de junio de 1806 y 7 de julio de
1807 en AGN, Consolidación, vol. 20, exp. 1.
EL LARGO VERANO DE 1808 EN MÉXICO. EL GOLPE DE GABRIEL DE YERMO 97

siásticas desapareciendo prácticamente las aportaciones a la educación, salud


y beneficencia de la colonia24.
Como parece lógico, entre los más gravemente afectados por la opera-
ción se encontraban los hacendados y comerciantes, tenedores de la mayor
parte de los capitales prestados. Entre éstos se encontraba Gabriel de Yermo,
a quien el 13 de enero de 1806 se le abrió expediente por no cubrir la deuda
de 131.200 pesos que reconoció al Colegio de San Ignacio de Loyola. Iturri-
garay recomendó al comisionado regio para el cobro de las libranzas que no
se dejase engañar por las artimañas del abogado de Yermo y exigiera el pago
inmediato de la deuda. En caso de no hacerlo se le intervendría la productiva
hacienda de Temixco, sin «admitir el más mínimo recurso con que ni aún por
un solo instante se pueda obstruir el ejecutivo e inviolable cumplimiento de
todo lo dispuesto…»25. El primer día del mes de marzo Yermo propuso ne-
gociar el pago de la deuda pero la Junta, inflexible, la consideró fuera de
tiempo y procedió a nombrar un depositario para que se encargara de la ad-
ministración de Temixco.
En un último intento de evitarlo, Yermo se comprometió a pagar
15.000 pesos a finales de ese mes y el resto en plazos durante los nueve
años siguientes. Finalmente, comsiguió eludir de una u otra forma el pago y
el expediente se falló dos semanas después del sonado golpe dirigido por el
vasco, quedando exento de integrar cantidad alguna26.
Yermo no era el único afectado por esta impopular medida. Los ricos
labradores y mineros de la intendencia de México suscribieron una repre-
sentación en 1806 al virrey en donde reclamaban la suspensión del decreto
de Consolidación. Argumentaban que el comercio estaba paralizado y sin
giro alguno por efecto de la guerra y que se veían obligados a pedir pres-
tado a juzgados y capellanías. Entre los firmantes encontramos a persona-
jes como los marqueses de San Miguel de Aguayo, del Valle de la Colina
y de Santa Cruz de Iguanzo, el conde de Regla, José Mariano y José María
Fagoaga, José María de Anzorena, Diego Rull, Ignacio Obregón y Manuel
Rincón Gallardo entre otros muchos, todos ellos importantes hacendados,

24 Según Wobeser, Nueva España aportó a la caja de Consolidación la cantidad de

10.353.262 pesos, lo que supuso alrededor del 70% del total recaudado en América y Filipinas
(La consolidación de vales reales…, p. 376). Ver también HAMNETT, Brian: «The Appropria-
tion of Mexican Church Wealth by the Spanish Bourbon Government. The Consolidación de
Vales Reales (1805-1809)», Journal of Latin American Studies, 1, 1969, p. 101.
25 FLORES CABALLERO, Romeo: «La consolidación de vales reales en la economía, la so-

ciedad y la política novohispanas», en Problemas agrarios y propiedad en México (siglos XVIII


y XIX), Lecturas de Historia Mexicana 11, México, El Colegio de México, 1995, p. 50.
26 MIER Y TERÁN, José Servando Teresa: La Historia de la Revoluciones... El padre Mier

estimaba que Yermo debía al fisco entre 60.000 y 80.000 pesos por impuestos sobre el aguar-
diente, además de otros 400.000 que debía entregar a la Caja de Consolidación. Flores Caba-
llero descubrió en los fondos del ramo de bienes nacionales del Archivo General de la Nación
que la deuda de Yermo superaba los 200.000 pesos.
98 JESÚS RUIZ DE GORDEJUELA URQUIJO

comerciantes y mineros miembros del poderoso Consulado de la ciudad de


México27.
Esta voluntad por resolver las diferencias con la corona mediante el diá-
logo se frustró ante la cerrazón del virrey que actuó despóticamente contra
los inconformes, imponiéndoles obediencia y negándoles el derecho a opi-
nar, «cuando nadie les había pedido su parecer»28.
De esta forma, entre el virrey y el Consulado se llegó a un enfrenta-
miento abierto, que alcanzó su punto álgido en ese mismo año 1806 cuando
el Consulado debía proceder a la renovación de su dirección. La vieja pugna
entre vascos y montañeses por el control del Consulado obligó al virrey
conde de Fuenclara a imponer, en 1742, la alternancia bianual en los car-
gos principales con el objeto de poner fin al conflicto interno que afectaba
a la organización. Siguiendo los trámites acostumbrados, el prior y cónsules
salientes presentaron al virrey el nombre del juez de Alzadas que presidiría
las elecciones. Aprobó Iturrigaray el nombramiento, que recayó en el oidor
don José Arias de Villafañe y se confeccionaron las listas, respectivamente
por cada partido, entre los matriculados con derecho a voto, a fin de nom-
brar los 30 compromisarios sobre los cuales recaía la obligación de nombrar
prior y cónsules. Iturrigaray aceptó lo anterior pero el decreto añadía una
cláusula que preocupó al Consulado. En resumen, venía a decir que en el
caso de que no fueran conformes a las reales ordenanzas, el juez de Alzadas
suspendiese las elecciones.
Siguiendo los trámites de rigor, se citó a los electores para el 8 de enero.
Iturrigaray pidió a Bassoco, líder del partido vasco, que arreglara la elección
para que el joven conde de la Cortina29 fuera elegido prior. Bassoco rechazó
la petición argumentando que el conde era demasiado joven para ocupar un
cargo tan importante (aunque en ese momento tenía 41 años) y porque, en
cualquier caso, le correspondía ese año al partido vasco el derecho a elegir al
prior, y Cortina era montañés. Entonces Iturrigaray citó a los electores y les
advirtió, a modo de amenaza, «que su empeño y el de la virreina estaba redu-
cido a que se le nombrase cónsul por el partido de los montañeses a quienes
tocaba el turno».
No obstante Iturrigaray, viendo perdido el nombramiento de su prote-
gido para prior, intentó que le nombraran en su defecto cónsul. Los electores
se disculparon informándole de que la decisión no dependía de ellos, sino de
los resultados de la votación. Realizada ésta, el conde la Cortina no fue ele-

27 «Representaciones» similares presentaron otras agrupaciones de hacendados, comer-

ciantes o mineros: SUGAWARA, Maese: La deuda pública de España y la economía novohis-


pana (1804-1809), México, INAH, 1976.
28 WOBESER, Gisela von: «La consolidación de vales reales como factor determinante….
29 Vicente Gómez de la Cortina, conde de la Cortina, nació en la pequeña localidad de Sa-

larzón (Cantabria) en el año 1765. Después de los acontecimientos relatados llegó a ser cónsul
en los años 1812 y 1813, y prior en 1821. Falleció en España en 1842.
EL LARGO VERANO DE 1808 EN MÉXICO. EL GOLPE DE GABRIEL DE YERMO 99

gido ni siquiera cónsul. La reacción del virrey no se hizo esperar y suspendió


inmediatamente las elecciones, ordenó al Consulado abandonar su sistema
electivo tradicional y que se rigiesen tal y como lo hacían los consulados de
Veracruz y Guadalajara, es decir, eligiendo a sus cargos por suertes. A pesar
de las fuertes protestas que esta imposición provocó, el virrey se negó a ad-
mitir apelaciones, amenazándoles con una multa de 6.000 pesos si desobe-
decían sus órdenes. El Consulado, aunque obedeció de mala gana, apeló al
Consejo de Indias que reconoció su tradicional modo de gobierno y censuró
severamente al virrey por haber procedido «con abuso y exceso de sus fa-
cultades a suspender las elecciones consulares…en que todas las providen-
cias que dio en el asunto de atentar y contrariar lo dispuesto por las leyes,
ordenanzas y reglamento de alternativa del Consulado de México y que en
lo sucesivo se abstenga de semejante procedimiento sin dar lugar a quejosos
escándalos»30.
Para Brading esta disputa entre el Consulado y el virrey tendría impor-
tantes repercusiones en 1808, pues para entonces los almaceneros tendrían
motivos para conspirar contra el virrey y oponerse al nuevo régimen borbó-
nico. Después de todo, los comerciantes y la Iglesia habían sido las primeras
víctimas del celo extractivo del gobierno31.

4. El golpe de Estado del 16 de septiembre de 1808

En medio de este ambiente de crispación general comenzaron a llegar al


virreinato, a partir de marzo de 1808, sorprendentes y graves noticias desde
la Península, suscitando cada una de ellas más confusión y temor entre los
novohispanos. Finalmente, en el mes de julio se enteraron de la abdicación
de Carlos IV, el encarcelamiento de Godoy y, casi al mismo tiempo, de las
abdicaciones de Bayona, la ocupación de la capital por las tropas france-
sas, el levantamiento popular y la dura represión de los invasores, y que gran
parte de los altos funcionarios españoles habían reconocido al nuevo mo-
narca José I, al tiempo que se habían formado Juntas soberanas en casi todas
las regiones de España para oponerse a la invasión extranjera.
Esta situación creó un profundo estado de temor e incertidumbre en la
población de Nueva España. Mientras los españoles europeos residentes en
la colonia no deseaban que se llevara a cabo ninguna acción inmediata en es-
pera de los acontecimientos, los criollos y, en general, una mayoría de la po-
blación consciente temían la posibilidad de caer, con la metrópoli, en manos
de Napoleón, con las consecuencias de todo tipo que eso conllevaría (entre

30 AGI, México, 1143, Resolución del Consejo de Indias, 6 de junio de 1807 y tb. en AGI,

México, 1632, Iturrigaray a Soler, 24 de mayo de 1808.


31 BRADING, D.A.: Mineros y comerciantes…, pp. 166-167.
100 JESÚS RUIZ DE GORDEJUELA URQUIJO

otras, la guerra con Inglaterra); de ahí que los representantes criollos en el


Ayuntamiento plantearan la necesidad de formar una Junta que, como en
la Península y presidida por el virrey, asegurara el control del territorio y, en
su caso, determinara la forma de gobierno en el futuro inmediato. Pero esta
solución era abiertamente rechazada por los peninsulares, porque temían que
implicaría la independencia a medio plazo.
El debate jurídico e ideológico que surgió entre la Real Audiencia y el
Ayuntamiento de la ciudad de México por determinar quién debería gober-
nar la Nueva España provocó que ambas partes se fueran radicalizando a lo
largo de los meses estivales. Por su parte, el virrey Iturrigaray, hombre de
confianza del depuesto Godoy y preocupado solamente por mantener su po-
sición, recibió de muy mala gana las noticias de la abdicación de Carlos IV
y la entronización de Fernando, de manera que parecía inclinarse por la pro-
puesta del Ayuntamiento. De hecho, en la reunión habida en el palacio virrei-
nal el 19 de julio entre el Ayuntamiento y el virrey se declararon nulas las ab-
dicaciones y se reafirmó la titularidad legítima de la corona en la persona de
Carlos IV, a pesar de que ya se había celebrado la exaltación al trono de Fer-
nando VII32.
En esa misma reunión, el Cabildo pidió a Iturrigaray que asumiera el
control de gobierno de Nueva España y se autonombrara parte constituyente
del nuevo orden. Para los líderes del partido criollo en el ayuntamiento —los
licenciados Francisco Primo Verdad y Juan Francisco de Azcárate— los re-
presentantes del pueblo lo conformaban la Audiencia y las ciudades, y por
tanto era obligado que el virrey convocase una junta para gobernar Nueva
España. Por otro lado, la Audiencia consideraba que cualquier cambio era
peligroso e incluso podría ser considerado como alta traición, acusando al
Ayuntamiento de arrogarse responsabilidades que no le competían.
El 9 de agosto se reunieron los representantes de las principales corpora-
ciones de la ciudad de México (Audiencia, Ayuntamiento, Tribunal de Minas,
Consulado, Universidad, tribunales especiales, representantes de la Iglesia,
nobles y dos representantes de las parcialidades de indios de la ciudad) para
debatir el futuro del Reino. Los delegados se agruparon en tres facciones.
La primera propugnaba el reconocimiento de la Junta de Sevilla, la segunda
aconsejaba esperar hasta saber cómo evolucionaría la situación en la Penín-
sula y la tercera, representada por el Cabildo, abogaba por que se convocase
una Junta que actuara en nombre del monarca.
Un acontecimiento vino a alterar esta primera terna de intenciones, la lle-
gada a la capital novohispana de los representantes de la Junta de Sevilla, el
coronel Jáuregui y el capitán de fragata Juan Jabat. Éstos se reunieron con el
virrey y le expusieron que la Junta sevillana era la institución suprema de la
monarquía por lo que la colonia debía plegarse a sus intereses, que pasaban

32 NAVARRO GARCÍA, Luis: «México 1808…».


EL LARGO VERANO DE 1808 EN MÉXICO. EL GOLPE DE GABRIEL DE YERMO 101

por el envío de varios millones de pesos procedentes de los vales de consoli-


dación para auxiliar al ejército español.
El virrey procedió a convocar otra asamblea el 31 de agosto para dilu-
cidar si la Nueva España debía reconocer a la Junta de Sevilla. Lo que todo
apuntaba a un fácil reconocimiento se complicó al presentarse ese mismo día
los delegados de la Junta de Oviedo que negaban el protagonismo de la se-
villana. Ante el cambio de rumbo de los acontecimientos, Iturrigaray citó a
los asistentes a una nueva reunión que se celebraría al día siguiente. El no re-
conocimiento de la Junta de Sevilla por parte del virrey fue juzgado por los
peninsulares como traición, y la celebración de un congreso «de ciudades y
pueblos del reino a manera de cortes»33 rompería el vínculo de la Nueva Es-
paña con la metrópoli, y por ende la colonia no podría «cumplir sus obliga-
ciones esenciales de contribuir con sus fuerzas físicas y morales al socorro
de la metrópoli invadida», tal como opinaba por ejemplo el obispo electo de
Valladolid, don Manuel Abad y Queipo. También el prelado llegó a condenar
a los partidarios de la convocatoria de una junta en Nueva España: «come-
tían delito de alta traición de primera clase… y aunque se hubiera ejecutado
de buena fe y con voluntad de conservar para el rey estas posesiones, en nada
disminuía el delito de alta traición»34.
La sucesión de acontecimientos que tienen lugar desde mediados de julio
concluyó con el golpe de Gabriel de Yermo en la madrugada del 16 de sep-
tiembre. Con 300 hombres de su confianza, Yermo entró en el palacio de go-
bierno apresando al virrey Iturrigaray y ofreciendo el gobierno a la Audien-
cia que nombró esa misma noche al viejo mariscal Pedro de Garibay como
nuevo jefe supremo de la Nueva España. Consumado el golpe de mano,
Yermo tendrá que defenderse de las continuas acusaciones personales pro-
venientes de los seguidores del virrey depuesto, de los criollos humillados y
hasta de las máximas autoridades de la colonia, quienes temían una intentona
golpista por parte de los participantes en la asonada. Sin embargo, Yermo ac-
tuó con el conocimiento de la Audiencia, quien a su vez debió de conocer
también las especiales facultades otorgadas a los delegados de la Junta de
Sevilla para promover, si fuera necesario, la destitución del virrey35. En úl-
tima instancia, como lo justificaba el obispo Abad y Queipo «es claro que los
gachupines que lo prendieron al virrey (entre los cuales parece que también
hubo algunos criollos) no hicieron más que cumplir sus obligaciones, pues
todo ciudadano está obligado a impedir una conjuración o rebelión contra la
patria»36.

33 Archivo Histórico Nacional (AHN), Consejos, leg. 21.081-1.


34 HERNÁNDEZ Y DÁVALOS, Juan E.: Colección de documentos…, t. I, pp. 616-617. Opi-
nión del obispo de Valladolid, don Manuel Abad y Queipo, sobre la destitución del señor
Iturrigaray.
35 Cf. NAVARRO GARCÍA, Luis: «México 1808…».
36 Ibídem.
102 JESÚS RUIZ DE GORDEJUELA URQUIJO

La elección de Gabriel de Yermo como cabecilla de la revuelta se debió


principalmente a que era, en palabras de Lucas Alamán, un hombre respetado
entre sus contemporáneos, querido por sus empleados, con quienes llegó a te-
ner detalles de filantropía, religioso y sobre todo, fiel a la Corona por lo que
los «principales comerciantes que formaban el partido español, no dudando
que tendría las mismas ideas que ellos, y juzgándolo por su respetabilidad y
energía, muy propio para ponerlo a su cabeza»37 apostaron por el vizcaíno.
En efecto, todo apunta a que el capitán de fragata Juan Gabriel Jabat,
delegado de la junta sevillana, incitó a los comerciantes José Martínez Be-
renque y Santiago Echevarría para que convencieran a su amigo Gabriel de
Yermo de liderar el movimiento golpista. Nuestro personaje no actuó a la li-
gera, buscó consejo espiritual en su paisano el deán de la catedral de México
Juan Francisco Campos, y arregló sus negocios dejándolos a cargo de José
Martínez Berenque. Y en todo caso Yermo exigió una serie de condiciones
antes de actuar: que se olvidaran los resentimientos personales y no se mal-
tratara a nadie, que el golpe no fuera más allá de la destitución del virrey y
que el sustituto fuera designado por la Real Audiencia38.
Una vez que tuvo todo dispuesto, el propio Yermo fue a dar cuenta de
ello a la Audiencia, la misma tarde del 15 de septiembre. Los oidores Bata-
ller y Aguirre, líderes del partido español, pronosticaron su fracaso y se abs-
tuvieron de intervenir, aunque prometieron absoluta reserva y aseguraron que
los implicados no serían perseguidos39.
Gabriel de Yermo pudo comprobar que la presunción de que la colonia
se podía perder era un sentimiento más extendido de lo que se imaginaba, y
pronto empezó a saber de españoles que estaban dispuestos a aventurarse en
una asonada que diera como resultado la destitución del virrey José de Iturri-
garay. Para ello contó con la participación del capitán de artillería Luis Gra-
nados, del alférez del mismo cuerpo José Roca, los que según nuestro prota-
gonista estaban dispuestos a «sacrificar su vida en tan plausible empresa»40,
y de Salvador de Ondraeta y Eguía, alférez del Regimiento del Comercio,
quien en la noche del 15 facilitó la entrada de los asaltantes al palacio virrei-
nal. No menos importante fue la labor prestada por su ex dependiente José
Manuel de Salaverría, alférez del Regimiento Urbano de Caballería de la ca-
pital.
En las cercanías de la catedral de México se reunieron a media noche
más de 300 jóvenes, la mayor parte de ellos empleados españoles de comer-
cio, junto a algún empleado de correos y algunos criollos, con la intención
de asaltar la residencia del virrey. Yermo recuerda cómo se produjeron los

37 ALAMÁN, Lucas: Historia de México, vol. I, México, JUS, 1942, p. 156.


38 LAFUENTE FERRARI, Enrique: El virrey Iturrigaray…, p. 243.
39 REAL DÍAZ, José Joaquín y HEREDIA HERRERA, Antonia M.: «José de Iturrigaray…,

tomo II, pp. 183-331.


40 AHN, Estado, leg. 57-E, doc. núm. 73. México, 9 de noviembre de 1808.
EL LARGO VERANO DE 1808 EN MÉXICO. EL GOLPE DE GABRIEL DE YERMO 103

acontecimientos: «reunidos, pues, en los pasajes señalados entraron en el pa-


lacio del virrey a los tres cuartos para la una de la mañana del día 16, y se
apoderaron de los guardias, del virrey y de toda su familia, sin que hubiera
más desgracia que la muerte de un granadero del regimiento del Comercio,
que habiendo hecho fuego sin fruto y no queriendo ofendérsele, sin embargo
se obstinó en repetir la descarga por cuya razón fue necesario matarlo de un
balazo. Inmediatamente se destacaron piquetes a las casas del Ilmo. Sr. Ar-
zobispo y de los oidores para que en aquella misma hora se convocasen a
Acuerdo a determinar el destino que debía darse al virrey, virreina e hijos y
nombrasen Jefe superior que se encargase del mando»41.
Detenido Iturrigaray y su familia, Yermo dio órdenes directas para que
las milicias urbanas no se movieran de sus cuarteles y para ello contó con el
sargento mayor de la plaza Juan Noriega y Dávila42 quien consiguió que las
tropas acantonadas en la ciudad no se rebelasen43. Controlada la situación,
se procedió a dar aviso al arzobispo y a los oidores de que la asonada había
triunfado y el virrey se encontraba bajo custodia. Los promotores intelectua-
les del golpe acudieron prestos a oficializar la separación del virrey y a pro-
ceder a nombrar al viejo mariscal de campo Pedro de Garibay como su susti-
tuto44.
Nuestro personaje no perdió el tiempo y, tras resultar reconocido el nuevo
gobernante, propuso al Real Acuerdo un conjunto de medidas en las que pre-
tendía resarcir a las víctimas del mal gobierno de Iturrigaray. En primer lu-
gar pensó en la Iglesia, la institución de mayor influencia en el virreinato y
la más castigada por el conjunto de medidas impuestas por el virrey. En con-
creto propuso la suspensión del cobro de la anualidad impuesta a los benefi-
cios eclesiásticos, de la contribución del 15% sobre los capitales destinados a
capellanías y obras pías, y de la pensión denominada subsidio eclesiástico. El
segundo sector de población a quien dedicó las siguientes propuestas fue el de
los comerciantes, al solicitar que se suspendiera la tan odiada real cédula de
consolidación, que se concediera libertad de industrias y cultivos a la Nueva
España y que se suprimiera la alcabala a los ganaderos. Y finalmente, las úl-

41 AHN, Consejos, leg. 21.081, fol. 90. El golpista que dio muerte al granadero fue un jo-

ven comerciante de 25 años y empleado de Yermo, José María Maruri, natural de las Encarta-
ciones de Vizcaya: ver RUIZ DE GORDEJUELA URQUIJO, Jesús: La expulsión de los españoles de
México y su destino incierto (1821-1836), Sevilla, CSIC-Diputación de Sevilla-Universidad de
Sevilla, 2006.
42 AGN, Instituciones Coloniales, Indiferente Virreinal. Cajas 1-999/Caja 0559: Juan No-

riega fue condonado por el Cabildo a requerimiento de algunos regidores de esta ciudad como
particulares para que lo eximían y libraban del obligado de los abastos de carnero y toro.
43 Inició su carrera militar en Nueva España como teniente del regimiento de infantería de

la Corona en 1787. Tras el golpe es trasladado al acuartelamiento de Perote y en 1812 alcanzó


el grado de coronel.
44 AGN, Inst. Coloniales, Gob. Virreinal, Operaciones de guerra (081), vol. 202, exp. 100,

pp. 227-257.
104 JESÚS RUIZ DE GORDEJUELA URQUIJO

timas medidas favorecían tanto a sus propios intereses como a los del pueblo
llano consumidor habitual de pulque: que no se llevara a efecto la imposición
de un nuevo impuesto sobre esta bebida y que se redujeran los derechos del
aguardiente de caña para facilitar el consumo de ron entre un sector más am-
plio de la población. De este modo la totalidad de estas medidas afectaban a
la mayoría de las gentes del virreinato45.
Pero todos estos cambios no tendrían valor, a juicio de Yermo, si no se
lograba fortalecer la lealtad de la colonia hacia la metrópoli. Para ello escri-
bió a la Suprema y Soberana Junta de Sevilla anunciando que, si no se toma-
ban medidas económicas urgentes para dotar de cierta autonomía a la Nueva
España, sería muy difícil evitar su emancipación. Asimismo incidía en la ne-
cesidad de que «se remitan a este reino de cuatro a seis mil hombres de esa
Península retirándose con anticipación las milicias, en quienes cualquiera re-
volución es menester considerar otros tantos enemigos»46, ya que en su opi-
nión los jóvenes milicianos eran más partidarios de defender los intereses de
su tierra que los de una lejana península.

5. Yermo y su participación en la Milicia


Mientras se producía el reconocimiento del nuevo virrey, en el patio del
palacio de gobierno los asaltantes conformaron diez compañías, que se auto-
denominaron Voluntarios de Fernando VII, eligiendo a sus propios oficiales
para poder organizarse en la custodia de la familia virreinal, proceder a la de-
tención de los principales líderes del partido criollo y mantener el orden en la
capital.
Las diez compañías constaban de 1.500 plazas, además de otras cien
que conformaba la compañía de artillería a cuyo mando se encontraba el ci-
tado capitán Luis Granados. Vistieron de chaqueta azul, collarín y vuelta en-
carnada, galoneada en redondo de oro, chaleco y pantalón blanco con bota,
sombrero redondo y galón ancho. Posteriormente a estos soldados se les co-
noció como «chaquetas», en clara alusión a la prenda que portaban.
Es evidente que la elección de estos oficiales mostraba una representación
fidedigna del sistema estamental altamente jerárquico que caracterizaba a la so-
ciedad de su época. Es significativo cómo esta relación de mandos estaba ín-
timamente relacionada con el reparto de poder por partidos que se daba en el
Consulado de México a partes iguales. Asimismo podemos observar en el cua-
dro siguiente cómo los elegidos dependían de su nivel económico, de su edad
y de su adscripción al partido vasco o montañés, tal como se producía en el

45 REAL DÍAZ, José Joaquín y HEREDIA HERRERA, Antonia M.: José de Iturrigaray…,

tomo II, pp. 183-331.


46 HERNÁNDEZ RUIGÓMEZ, Manuel: El primer paso…, pp. 591-601.
EL LARGO VERANO DE 1808 EN MÉXICO. EL GOLPE DE GABRIEL DE YERMO 105

Consulado de México. La dirección de estas compañías estuvo a cargo de co-


merciantes de segunda línea pertenecientes al Consulado pero que en ningún
momento representaban la elite comercial novohispana, y entre los elegidos a
desempeñar el grado de teniente y subteniente encontramos un conjunto de co-
merciantes con pocos años de asentamiento en la capital y con poco peso espe-
cífico dentro del conjunto de comerciantes.

Oficiales de las Compañías de Voluntarios de Fernando VII47


Cía. Capitán Teniente Subteniente Ayudante

1.ª José Mtnez. Barenque Mateo Mozo Agustín Tajonar


2.ª Francisco Covián
3.ª Antonio Uscola Rafael Canalias Ignacio Ampaneda José Urízar
4.ª Francisco Maza Antonio Arada Domingo Ugarte Hilario Solano
5.ª Santiago Echeverría Pedro Muguerza Juan Salazar José Llaín
6.ª Miguel Gallardo José del Torno Agustín Arozqueta Manuel Serrano
7.ª Pedro Zavala Antonio Ojanguren Mariano González Agustín Torreílla
8.ª Severiano Legorreta José de Lejarza Manuel Hurtado Manuel del Fierro
9.ª Manuel Bonechea Agustín de la Peña José Estanillo Manuel Horcasitas
10.ª Manuel Etori José Machín Joaquín Romaña José Loazes
En cursiva, los naturales del País Vasco y Navarra; y en negrita, los empleados de Correos.

Entre los oficiales golpistas vinculados anteriormente con la milicia


podemos señalar a los capitanes Francisco Covián, Francisco de la Maza
—ex oficial de milicias en Tlaxcala—, Antonio de Uscola encargado de la
conducción de dinero desde la capital novohispana al puerto de Veracruz y
que en cierta forma representaba al Consulado en donde fungía como secre-
tario de la institución, y el subteniente Domingo Ugarte Acha quien fuera al-
férez del regimiento urbano del comercio de México.
A imitación de Gabriel de Yermo dos capitanes montañeses Miguel
Garrido y José Martínez Barenque Elguero habían solicitado años antes in-
formación de limpieza de sangre, quizás con el claro objetivo de ascender
socialmente en un mundo tan cerrado como el novohispano y que creían que
con esta acción se lo proporcionaría.
También es significativo que varios de estos personajes habían sido ante-
riormente empleados de la administración novohispana, como el capitán Ma-
nuel Joaquín Bonechea que fue escribano real en Fresnillo, el teniente An-
tonio de Ojanguren y el subteniente Juan Salazar, oficiales de Correos, y el
ayudante José Urizar y Landa y subteniente José Machín Marroquín que fue-
ron alcaldes del crimen de ciudad de México, Agustín Arozqueta, corregidor

47 HERNÁNDEZ Y DÁVALOS, J.M.: Colección de documentos…, t. I, n.º 258.


106 JESÚS RUIZ DE GORDEJUELA URQUIJO

de Toluca, y Manuel Serrano quien fuera guarda de las alcabalas de la capi-


tal.
Ante la rapidez del golpe y del reconocimiento de la nueva máxima au-
toridad en el virreinato fueron pocos los militares que intentaron resistirse a
esta imposición. Entre éstos destacaron el coronel del regimiento del Comer-
cio Joaquín Collá48 y el mayor del mismo cuerpo Martín Ángel Michaus, quien
llegó a decir «que el capitán García debía ser juzgado en un consejo de gue-
rra por haber entregado la guardia, y que si el virrey era traidor como los oi-
dores afirmaban, bastaba que se le hubiese mandado prenderlo, lo que habría
hecho en la mitad del día con los soldados de su cuerpo49». Michaus, que
desde marzo de 1799 era miembro del regimiento de Infantería Urbana del
Comercio de la ciudad de México, fue arrestado por haber intentado interve-
nir con su regimiento en defensa del virrey depuesto Iturrigaray50. Lo mismo
ocurrió con los capitanes Joaquín Arias, del regimiento de Celaya, que, a ins-
tancias del virrey depuesto se hallaba acantonado cerca de la capital la noche
de los hechos, y que estuvo de acuerdo con los demás oficiales de su compa-
ñía para poner en libertad al virrey cuando éste fuera trasladado al puerto de
Veracruz, y el capitán Vicente Acuña quien lo intentó en la misma capital sin
lograrlo.
A pesar de la efectividad mostrada en el asalto y custodia de los prisione-
ros, la fidelidad al compromiso de proteger a la ciudad de cualquier subleva-
ción no fue constante. Así durante la primera semana de octubre muchos de
los dependientes de comercio y pequeños propietarios empezaron a excusar
su presencia en las compañías. Gabriel de Yermo se quejó amargamente de
que ninguno de los 33 hombres alistados en la Gran Guardia de Fernando VII
se había presentado a cumplir con sus obligaciones51.
Una semana después de la asonada el Diario de México se vanagloriaba
de la disciplina manifestada por los jóvenes milicianos y se señalaba que «la
tropa de voluntarios de Fernando VII ha guardado una disciplina tan rigu-
rosa, exacta y recomendable…», y que sin duda era reflejo del interés del
editor del periódico que intentaba anular la arrogancia que estos jóvenes pro-
ducían en el conjunto de la sociedad mexicana.
Según relatan varios testigos del momento, la altanería de los volunta-
rios fue en aumento al paso de los días: «entraban a la sala del acuerdo y sus

48 Fue retirado del servicio por no participar en el golpe y fue sustituido por Gabriel de

Iturbe e Iraeta coronel del regimiento del Comercio de ciudad de México y miembro destacado
del partido vasco del Consulado de esta ciudad.
49 ALAMÁN, Lucas: Historia de México, cap. VI.
50 SANCHIZ RUIZ, Javier: «Calatravos vascos en Nueva España. Una familia de familias»,

en GARRITZ, Amaya: Los vascos en las regiones de México…, p. 159.


51 ARCHER, Christon I.: El ejército en el México borbónico (1760-1810), México, FCE,

1983, p. 242. Se trataba de una «guardia de honor» cuyos miembros fueron elegidos entre lo
más granado de los participantes en la asonada golpista.
EL LARGO VERANO DE 1808 EN MÉXICO. EL GOLPE DE GABRIEL DE YERMO 107

capataces pedían imperiosamente que se dictasen las órdenes que les parecía
conveniente exigir», sin obedecer ni siquiera a los oficiales del ejército52. Es
evidente que esta «tercera clase» de comerciantes y dependientes se arroga-
ron una estatus político que no les correspondía. El problema que plantearon
los voluntarios organizados por Yermo no sería de fácil solución; no sólo por
la prepotencia que habían adquirido sino porque continuaban de servicio en
la capital. Así, el nuevo virrey Pedro Garibay creyó conveniente licenciar-
los y sustituirlos por otra clase de tropa. La orden para que los voluntarios
se retiraran a sus casas se dio el 15 de octubre, justo al mes de la prisión de
Iturrigaray. Ésta decía que, habiendo llegado varios cuerpos de tropas a la ca-
pital «es justo que descansen los voluntarios de Fernando VII de las loables
y útiles fatigas que han hecho hasta ahora en el servicio de las armas para la
quietud pública», y se les invitaba a que regresaran a cuidar de sus intereses
personales. Finalmente, en nombre de su majestad y de su virrey, se les agra-
decía sus esfuerzos patrióticos53.
A pesar de todas estas cortesías, los voluntarios recibieron muy mal se-
mejante disposición y la atribuyeron a que se desconfiaba de ellos, en lo que
no andaban muy equivocados. El 30 de octubre, a los quince días de haberlos
mandado retirar, un Garibay temeroso y asustadizo ordenó que se reforzara
la defensa del palacio virreinal ante el temor de que pudiera ser él mismo ob-
jeto de una nueva asonada. La orden de retiro no había acabado con los pro-
blemas que presentaban los voluntarios. Al día siguiente de que Garibay se
atrincherara en palacio, los que habían conducido a Iturrigaray a Veracruz ce-
lebraron una misa en el santuario de Guadalupe para dar gracias por el éxito
de la expedición, ceremonia que terminó en una riña, de la que el abad dio
noticias al virrey. Para controlar todos los desórdenes y organizar mejor el
alistamiento, el nuevo virrey encargó a Calleja y a Joaquín Gutiérrez de los
Ríos que se ocuparan de hacer a un lado a los perturbadores y de poner a los
demás cuerpos de voluntarios en condiciones de servir con utilidad54.
Este miedo a los «chaquetas», como se les conocía, no desapareció de
la capital novohispana. El sucesor de Garibay, el arzobispo de México mon-
señor Francisco Javier de Lizana y Beaumont, compartía el temor a ser de-
tenido a mitad de la noche por los golpistas. Así el 3 de noviembre de 1809
ordenó a la guardia de palacio que aumentara sus efectivos y que se mantu-
viera cada dos horas una patrulla en el portal de las Flores, la Diputación y
las Mercaderes, que eran el centro del comercio de la ciudad y en donde re-
sidían los comerciantes europeos. Entre las funciones que se les encargó a
estas patrullas destacaba la de detener a cualquier persona que anduviera ar-

52 GUEDEA, Virginia: Los indios voluntarios…, pp. 11-83.


53 HERNÁNDEZ Y DÁVALOS, Juan E.: Colección de documentos…, t. I. pp. 616-617, Orden
para que se retiren a sus casas los voluntarios de Fernando VII, dándoles las gracias por sus
servicios.
54 ALAMÁN, Lucas: Historia de…, t. I, pp. 166-183.
108 JESÚS RUIZ DE GORDEJUELA URQUIJO

mada por la calle e impedir toda reunión de más de seis individuos. Debía,
además, darse el «quién vive» a las personas «decentes o de mediano porte»
que salieran o entraran en dichas casas. Si la reunión que «se hallare fuera
demasiado numerosa debía darse aviso a la guardia de palacio, y las guardias
de la Cárcel de Corte, del arzobispo y de la Casa de Moneda debían de estar
prevenidas»55.

6. Yermo y el ejército insurgente

Tras el Grito de Dolores en septiembre de 1810, el ejército insurgente


avanzó a tal velocidad que pronto se hizo con las principales capitales del
Bajío y se dispuso a tomar la capital de la nación. El 4 de octubre, el nuevo
virrey Francisco Javier Venegas y los miembros del Cabildo de la ciudad
de México acordaron la creación de un cuerpo de voluntarios distinguidos
compuesto por españoles americanos y europeos que destacaran por su pa-
triotismo, buena disposición y distinción de sus miembros. Esta unidad re-
cibió el nombre de Patriotas Voluntarios Distinguidos de Fernando VII y es-
taba compuesta de tres batallones de infantería con 500 soldados cada uno,
un escuadrón de caballería y otro de artillería, todos ellos dispuestos para
la defensa de la capital, mientras que el general Calleja dedicaba sus esfuer-
zos a enfrentarse en campo abierto con el ejército insurgente de Hidalgo y
Allende56. Esta vez no se trataba de un cuerpo de milicias compuesto por pe-
ninsulares golpistas sino que pretendía que fuera un fiel reflejo de los pode-
res y privilegios que gobernaba la sociedad capitalina, en donde era más im-
portante el rango económico y nobiliario que la experiencia militar.
Los puestos de comandante de batallón, capitanes, tenientes, subtenientes,
escribano y capellán fueron los primeros en disputarse. Respecto al último, el
puesto de capellán fue cubierto por el marqués de Castañiza57 y el de escri-
bano por Ignacio Negreiros quien también lo era de la Real Audiencia. Las
constantes pugnas entre criollos y peninsulares por ocupar la oficialidad de
este cuerpo obligó a la Junta de Alistamiento, dispuesta al efecto, a regular es-
tos nombramientos. Así el 19 de octubre de 1810 determinó que: «Con tan sa-
gradas miras ha repetido sus conferencias y acuerdos haciendo la calificación
de individuos europeos y americanos que le ha parecido conveniente llevando
por norte la igualdad entre unos y otros tan recomendada y prevenida por V.E.

55 HERNÁNDEZ Y DÁVALOS, Juan E.: Colección de documentos…, t. I, pp. 715-716. Orden

de la plaza de 3 de noviembre de 1809.


56 PÉREZ MÁRQUEZ, Ana Lilia: «Milicia urbana: Los Patriotas Voluntarios Distinguidos

de Fernando VII de la ciudad de México (1808-1820)», Memoria de Licenciatura, México,


UNAM, 2004, p. 14.
57 Fallecido su hermano Mariano, Juan Francisco Castañiza González de Agüero —pese a

ser sacerdote y obispo de Durango— heredó el título de marqués de Castañiza.


EL LARGO VERANO DE 1808 EN MÉXICO. EL GOLPE DE GABRIEL DE YERMO 109

y que corresponde en justicia para conciliar mejor la unión y la fraternidad,


que ha sido uno de los principales objetos a que se han dirigido las sabias de-
terminaciones de V.E. a que todos deben sujetarse y contribuir, y muy particu-
larmente esta Junta que ha merecido a su justificación el que haya puesto a su
cuidado unos asuntos tan recomendables y delicados». Con este fin se había
dispuesto que «que para que se verifique con toda oportunidad las Compañías
en que los capitanes sean europeos, los subalternos sean americanos y por el
contrario en las otras». De este modo se procedió a echar a suertes y el mando
del primer batallón recayó en el marqués de Aguayo siendo el capitán de la
primera compañía Gabriel de Yermo y, tal como se recogen en las instruccio-
nes, el teniente y subteniente fueron criollos, por lo que se nombró a José Flo-
res Terán y José Ramón de la Peza respectivamente. El mando del segundo
recayó en el líder del partido vasco Antonio de Bassoco y el del tercero en el
conde de las Heras.
De todo ello podemos destacar que para ocupar los altos mandos se eli-
gieron miembros de la nobleza más distinguida y los más ricos hombres de
negocios de la colonia con un reparto escrupuloso entre españoles america-
nos y europeos.
Además de participar activamente en la composición de este cuerpo de
voluntarios, Gabriel de Yermo propuso al virrey Venegas reclutar y costear
por su cuenta 400 lanceros de sus haciendas de Jalmolonga, San Gabriel y
Temixco, y otros 100 de la de San Nicolás de su hermano Juan José y de su
sobrino Gabriel Patricio de Yermo, con el fin de conservar la tranquilidad
pública y defensa de la capital y sus inmediaciones. A esta fuerza se le cono-
ció como los «los negros de Yermo»58 ya que estaba compuesta en su mayor
parte por los antiguos esclavos negros y mulatos manumitidos por Gabriel de
Yermo en 1790 y 1796.
Ante la cercanía a la capital de las hordas insurgentes, las tropas de
Yermo se posicionaron colocando a «279 hombres en el santuario de la Pie-
dad, en los ejidos de esta capital; otros 50 fueron despachados por el señor
Venegas, a cierta comisión al pueblo de Chilpancingo distante 70 leguas; y
los restantes, hallándose en las inmediaciones de Chalco, recibieron orden de
volver a la provincia de Izúcar, en donde su excelencia creyó más urgente su
servicio y todos estos sirvientes mandados por mis dependientes». El 29 de
octubre de 1810 Gabriel de Yermo propuso al virrey que los 279 lanceros ci-
tados se dirigiesen al encuentro del enemigo dándose lugar al día siguiente la
batalla del monte de las Cruces, en donde resultó fatalmente herido su capi-
tán Francisco Antonio de Bringas59.

58 ALAMÁN, Lucas: Historia de…, t. I, p. 311.


59 Francisco Antonio Bringas nació en las Encartaciones en Vizcaya. Capitán de los lance-
ros de Yermo falleció el 3 de noviembre de 1810 como consecuencia de las heridas recibidas
en el combate de la batalla de las Cruces. Fue enterrado con honores en la catedral de México
y el responso fue escrito por el canónigo de origen vasco José Mariano Beristaín.
110 JESÚS RUIZ DE GORDEJUELA URQUIJO

Después de esta acción, este cuerpo armado regresó a las haciendas de


Yermo, hasta que a petición del virrey Venegas se dirigieron a la jurisdicción
de Cuernavaca, que en esos momentos se hallaba en manos del enemigo. Di-
versos combates se produjeron en la región hasta que el 9 de noviembre del
mismo año las tropas insurgentes fueron derrotadas en las acciones que tu-
vieron lugar en las haciendas de Temixco y San Gabriel.
De acuerdo con el polémico escrito de Juan Martín de Juanmartiñena60
«Verdadero origen de la Revolución en Nueva España», Yermo mostró su
profundo agradecimiento por sus sirvientes negros, mulatos y castas quie-
nes fueron para él los auténticos salvadores de la ciudad de México. Pero lo
más llamativo es la defensa que, según ese famoso escrito, hizo Yermo ante
el gobierno virreinal de la igualdad de condición de todos los americanos,
con independencia de raza y condición social, de acuerdo con los principios
que inspiraron la Constitución gaditana; dando muestras evidentes de su for-
mación ilustrada y liberal, llegaba a proponer que tanto a los indios como a
la población de color se le reconociesen los mismos derechos que a los espa-
ñoles, americanos y peninsulares, y se les otorgase la libertad a todos los es-
clavos negros y, en virtud de sus méritos, pudieran tener acceso a todos los
puestos de las administración, civil o eclesiástica:

Por eso la Constitución dejó aun a los descendientes de África abierta


la puerta del merecimiento, para que puedan ser ciudadanos después de ha-
berlos declarado españoles, y los que obren bien, como los beneméritos de-
fensores que elogiamos, tendrán los mismos derechos que los demás ciuda-
danos desde que se les expida la carta que ha ofrecido la nación. Nosotros
deseamos que llegue este día y que una educación más cuidadosa los pre-
pare para todos los empleos a que ya tienen derecho en proporción de su
mérito y virtudes conforme al soberano decreto de las cortes de 29 de enero
de 1812, y a apreciar la mano benéfica de la nación que así los distingue sin
ejemplo en ninguna otra del mundo. Deseamos que en cuanto sea posible
experimenten los beneficios del Estado por todas carreras; que desde luego
obtengan los indios y castas las colocaciones respectivas y compatibles con
su actual estado, y que alternen con todos los demás españoles en los desti-

60 RUIZ DE GORDEJUELA URQUIJO, Jesús: La expulsión de los españoles de México...,

p. 105. Este ilustre abogado ocupó importantes cargos en la Nueva España, entre los que des-
tacan los de Ministro Honorario del Tribunal Supremo de Justicia, Abogado de la Real Au-
diencia y de la Cámara del Estado, Teniente Letrado, Juez de Letras, Fiscal de Imprentas y du-
rante varias décadas Asesor Jurídico del Tribunal General de Minería. Considerado uno de los
hombres más ilustrados y competentes del virreinato, participó de manera activa en el golpe de
mano dirigido por Yermo. En 1820, en un clima de enfrentamiento escribió el manifiesto «Ver-
dadero origen de la Revolución en Nueva España» defendiendo la memoria de su amigo Ga-
briel de Yermo, en donde muchos de los hombres fuertes del momento se sintieron ofendidos.
El clima de crispación e indefensión provocó que partiera rumbo a España con toda la familia
(esposa, hija, yerno y su nieta de corta edad Dolores) instalándose en San Sebastián en abril de
1822.
EL LARGO VERANO DE 1808 EN MÉXICO. EL GOLPE DE GABRIEL DE YERMO 111

nos civiles y eclesiásticos de que sean capaces, habiendo como hay aún en
la actualidad en la carrera eclesiástica sujetos que tienen bastante aptitud
para ser colocados en los curatos y en las catedrales, para que alentados los
demás con tales ejemplos, se aumente el número de los aplicados y benemé-
ritos; y la gratitud de estas dos clases de que se compone la mayor parte de la
población, es de esperar que las identifique con la nación que así cuida de su
suerte, con tanta mayor facilidad cuanto menos han experimentado la pasión
de la rivalidad respecto de los europeos, a quienes han respetado y amado
hasta la funesta época de la revolución61.

Si hemos de aceptar este testimonio —y no hay razones para lo contra-


rio—, tendríamos aquí una prueba de la necesidad de revisar la imagen que
la historiografía tradicional y nacionalista nos ha transmitido sobre uno de
los actores más importantes, y sin embargo mal conocido, de los inicios del
proceso de independencia de México.

7. El ocaso de un patriota

Los años siguientes al golpe, hasta su muerte en 1813, fueron difíciles


para Gabriel de Yermo. El vizcaíno sintió cómo las autoridades más impor-
tantes del virreinato desconfiaban de él e incluso ponían en cuestión su pro-
tagonismo en la destitución del virrey62. A esto tuvo que sumar la campaña
difamatoria contra su persona organizada por los amigos de Iturrigaray, tanto
en la Península como en México.
Tan sólo la Regencia reconoció su distinguida acción y valoró sincera-
mente su lealtad. De este modo, el virrey Francisco Javier Venegas le co-
municó que «deseando premiar dignamente los relevantes méritos y los
señalados y extraordinarios servicios que ha hecho en todos los tiempos
los fidelísimos habitantes de la Nueva España, y particularmente los pres-

61 JUANMARTIÑENA, Juan Martín de: «Verdadero origen de la Revolución en Nueva Es-

paña», México, 1820, n.º 39, en HERNÁNDEZ Y DÁVALOS, J.M.: Colección de documentos…,
t. I, n.º 282.
62 Los ejemplos más significativos lo protagonizaron el miembro de la Audiencia Ramón

Robledo y Lozano y el comerciante guipuzcoano José Manuel Salaverría Yrure. El primero so-
licitó a la Junta de Sevilla en enero de 1809 la plaza de juez de la Acordada y bebidas prohibi-
das. Defendió la idea de que él fue el cabecilla de los europeos y solicitó que le fuera expedido
el despacho de capitán de los voluntarios de Fernando VII. Salaverría presentó el 12 de agosto
de 1816 una relación de los primeros movimientos de la insurrección de Nueva España al vi-
rrey Félix María Calleja, en el que se presentaba a sí mismo como el autor supremo del golpe
de 1808 que derrocó al virrey José de Iturrigaray. SALAVERRÍA, Manuel de: «Relación o histo-
ria de los primeros movimientos de la Insurrección de Nueva España, y prisión de su Virrey
D. José de Iturrigaray, escrita por el Capitán del Escuadrón Provincial de México D. José Ma-
nuel de Salaverría y presentada al actual Virrey de ella, el Excmo. Sr. D. Félix María Calleja»,
en Boletín del Archivo General de la Nación, vol. XII, n.º 1, 1941.
112 JESÚS RUIZ DE GORDEJUELA URQUIJO

tados desde nuestra gloriosa revolución por don Gabriel de Yermo», se


le concedía un título de Castilla63. Sin embargo y en palabras de Alamán
«Yermo no quiso admitir el título, tanto por sostener que no había sido
guiado en sus procedimientos por interés alguno, cuanto por no perjudi-
car a sus hijos en el mayorazgo de 100.000 pesos que eran menester fun-
dar a favor del primogénito»64. Es cierto que fundar un vínculo sobre sus
propiedades sería perjudicial para su numerosa prole, pero hay datos su-
ficientes para demostrar que la economía de Yermo no pasaba por un mal
momento, de hecho prestó importantes cantidades a la Corona hasta la fe-
cha de su muerte en 181265. Juanmartiñena, defendiendo la memoria de su
paisano, dice respecto a la negativa a aceptar la gracia real que aunque al
difunto Gabriel de Yermo se le hizo la merced de título de Castilla no usó
de ella, «porque nunca apeteció más lustre o condecoración que su cuna
de nobleza ejecutoriada, y sus propias acciones»66, una actitud compartida
por otros ilustrados liberales de la época.
Posteriormente el 6 de junio de 1816, por real despacho José María de
Yermo, primogénito de Gabriel Joaquín recibió la gracia de caballero comen-
dador de la Orden Americana de Isabel la Católica.
El 7 de septiembre de 1813 Gabriel Joaquín de Yermo fallecía de pulmo-
nía dejando ocho hijos y un noveno que nacería pocos días después. Ordenó
que su cuerpo fuera amortajado con el hábito de Nuestro Padre San Fran-
cisco y que se le diera sepultura en la capilla de Nuestra Señora de Aranzazu
sita en el atrio del convento de San Francisco de ciudad de México.

63 AGI, México, 2345.


64 ALAMÁN, Lucas: Historia de…, vol. I, p. 220.
65 Ibídem, Apéndices, p. 48. En palabras del mismo Gabriel de Yermo estos gastos supera-

ron los 340.000 pesos.


66 En el pleito de hidalguía que interpuso juntamente con su padre y hermanos en la Real

Chancillería de Valladolid obtuvo Real Provisión de nobleza el día 11 de abril de 1778, en la


que se les declara por vizcaínos originarios, y como tales deben gozar todos los fueros, exen-
ciones, franquezas y libertades que les corresponden, mandando que se les asiente en las listas
y padrones de los nobles hijosdalgo, por ser este estado el que les corresponde por su noto-
ria y acreditada nobleza. También obtuvo certificación de armas el 20 de julio de 1778 a peti-
ción de su padre en la que se determina el solar de su origen y el blasón de la casa de Yermo,
que se compone de un escudo de plata, con encina verde, y a su pie un lobo negro en acción
de andar, orla de oro, con ocho aspas rojas (Cf. CARRANDI, Florencio Amador: «Un vizcaíno
ilustre desconocido en Vizcaya. El encartado D. Gabriel de Yermo», Zumárraga, vol. V, 1956,
pp. 127-140).
La independencia del Perú

John FISHER
Universidad de Liverpool

La República del Perú celebra sus «fiestas patrias» el 28 de julio, conme-


morando la declaración de su independencia del dominio español aquella fe-
cha en 1821 por José de San Martín. ¿Una independencia imaginada? Claro
que sí, porque el ejército realista del virrey José de la Serna mantenía el con-
trol de la mayor parte de la sierra y había dejado más de 3.000 hombres en la
fortaleza del Callao. Aunque José Canterac abandonó esta plaza en septiem-
bre de 1821, retomó Lima en 1823 y en febrero de 1824 Callao, que perma-
necería en manos realistas hasta enero de 1826.
El propósito principal de esta ponencia es explicar las circunstancias polí-
ticas y sociales del Perú durante el año crítico de 1821. Pasamos, en primer lu-
gar, a una breve discusión de la historiografía de la independencia; en segundo
lugar a los eventos del período 1810-1820; después, a un análisis de las reac-
ciones realistas a la llegada del ejército de San Martín a la costa del Perú, en
septiembre de 1820; y, para terminar, una discusión de las actividades y obser-
vaciones en el Perú durante 1821 del Comisionado de Paz del gobierno liberal
de la Península, Manuel de Abreu. Dejamos para otra oportunidad un debate
sobre si la eventual independencia impuesta por Simón Bolívar en 1824 repre-
sentaba nada más que un cambio del yugo imperial español por el británico, y
la explotación aún más fuerte del campesinado andino por una nueva élite de
poder, que afianzó el centralismo limeño.

1. El contexto historiográfico

El historiador se enfrenta desde el principio con dos interpretaciones di-


ferentes sobre la manera (y tal vez el momento ¿1821 o 1824?) en que el
Perú alcanzo la independencia.1 La primera interpretación es aquella que

1 Para varios ejemplos de esta tendencia de estereotipar al Perú como un baluarte del po-

der realista, ver FISHER, John: «Royalism, Regionalism and Rebellion in Colonial Peru (1808-
1815)». Hispanic American Historical Review. 59 (1979), pp. 237-238.
114 JOHN FISHER

caracteriza al período colonial tardío en términos de conservadurismo polí-


tico y estancamiento económico, y que deja a un lado la rebelión de Túpac
Amaru y otras manifestaciones de descontento anteriores a 1810, caracteri-
zándolas como movimientos incoherentes de protesta rural que, lejos de unir
a los peruanos de todas las razas y regiones en la búsqueda de la independen-
cia nacional, tuvieron el efecto contrario de alienar a la minoría criolla del vi-
rreinato, asustándola y haciendo que respaldase la preservación del dominio
hispano. Por ejemplo, el iconoclasta estudio del proceso de la independen-
cia publicado en 1972 —inmediatamente después de la celebración de su su-
puesto sesquicentenario— por Heraclio Bonilla y Karen Spalding concluye
que «toda coalición de los criollos ... con los grupos mas bajos de la sociedad
colonial fue tentativa y efímera», no obstante ser consciente de la necesidad
de distinguir entre, por un lado, los intereses y las actitudes de la elite de la
capital virreinal, de orientación realista, y, del otro, los de las elites provin-
ciales, sobre todo las del Cusco y Arequipa, cuya motivación parece haber
sido emanciparse de Lima antes que de Madrid.2
La interpretación alternativa, que se hizo más popular en el Perú du-
rante el último tercio del siglo XX, identifica a Túpac Amaru, el líder princi-
pal de la gran rebelión indígena que se inició en el sur del Perú en noviem-
bre de 1780, como el primero de los grandes precursores de la independencia
sudamericana, y describe los cuarenta años que siguieron a su ejecución (en
mayo de 1781), en términos tales como «casi medio siglo de incesante lucha
por la libertad política», un proceso que alcanzó su conclusión natural y glo-
riosa con la entrada de San Martín en Lima en 1821.3
Lo que no está en discusión es que, no obstante algunas conspiraciones
sucedidas en Lima entre 1810 y 1814, y algunos movimientos armados en el
pueblo sureño de Tacna entre 1811 y 1813, hasta la llegada de San Martín los
fenómenos afines de la insurgencia y el protonacionalismo se manifestaron
principalmente en la sierra «india», simbólicamente representada por la ciu-
dad del Cusco, antes que en la aristocrática Lima criolla. A pesar de cierta
tendencia a exaltar al pasado incaico peruano, los líderes de la élite costeña
del virreinato y, en menor medida, los criollos del interior vieron con recelo
la rebelión de Túpac Amaru. Tres décadas después, la mayoría respaldó acti-
vamente la represión de la rebelión del Cusco de 1814-1815 más por lo que
ésta y su predecesora parecían simbolizar (débilmente en el caso de Túpac
Amaru pero claramente en el segundo): la posibilidad de un Perú indepen-
diente controlado desde el interior indio. Del mismo modo, como Cecilia
Méndez ha demostrado, entre 1836 y 1839 la aristocracia limeña combati-

2 BONILLA, Heraclio y K. SPALDING (eds.): La independencia en el Perú. Lima, Insituto de

Estudios Peruanos. 1972, p. 46.


3 DENEGRI LUNA, Félix; A. NIETO VÉLEZ y A. TAURO: Antología de la independencia del

Perú. Lima, Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, 1972,
p. vii.
LA INDEPENDENCIA DEL PERÚ 115

ría a la Confederación Perú-Bolivia con la pluma y la espada por iguales ra-


zones, usando una retórica abiertamente racista para minar la legitimidad de
Andrés de Santa Cruz, su presidente, quien era condenado por ser no sólo un
invasor boliviano, sino también un indio advenedizo.4
En las manifestaciones formales de la ideología nacionalista —lo que
Méndez describe coma la «historiografía oficial»—, la identidad del Perú re-
publicano ha estado asociada, desde 1821, con la declaración de la inde-
pendencia en Lima por parte de San Martín, el 28 de julio de dicho año, y
la sentida necesidad de celebrar ese acontecimiento como el momento cru-
cial de las fiestas patrias peruanas.5 En cambio, la batalla de Ayacucho del 9
de diciembre de 1824, después de la cual el numéricamente superior ejército
realista se rindió a Sucre, es considerada más como una operación de lim-
pieza que como el momento decisivo en el establecimiento de la independen-
cia peruana de España. Por supuesto que esta tendencia a ver la identidad pe-
ruana a través de los ojos miopes de la élite metropolitana —que a lo largo
del siglo XIX miraba hacia afuera, a Europa y los Estados Unidos, en lugar de
hacia el interior del país— se intensificó desde mediados del siglo XIX, a me-
dida que el crecimiento económico provocado por las exportaciones brin-
daba la legitimación material de una antipatía cultural profundamente enrai-
zada para con la cada vez más marginada sierra sur y sus pobladores, que en
su mayoría quedaron excluidos de toda participación formal en la vida polí-
tica, debido a su analfabetismo.6
En el mundo hispano, la celebración de los aniversarios históricos trae
consigo cierto grado de revisionismo histórico. En el Perú, el deseo de con-
memorar el advenimiento del primer centenario de la independencia de Es-
paña contribuyó un poco a este proceso, con la publicación de varios estudios
de las actividades prerrevolucionarias fuera de Lima misma, principalmente
en Huánuco, Huamanga y Cusco.7 Este proceso complementó los intentos
hechos a comienzos del siglo XX por varios autores prominentes de la es-
cuela cusqueña, de revivir el indigenismo promovido en el período inmedia-
tamente posterior a la independencia por escritores cusqueños como Narciso

4 Ver MÉNDEZ GASTELUMENDI, Cecilia: «“Incas, sí; indios, no”: Notes on Peruvian Creole

Nationalism and its Contemorary Crisis», Journal of Latin American Studies, 28 (1996), pp.
197-225. En realidad, Santa Cruz, nacido en La Paz, era de ascendencia mixta, hijo de un fun-
cionario menor y de una cacica acomodada. Aunque fue brevemente presidente del Perú en
1827, luego de un distinguido servicio militar en la causa patriota, jamás pudo librarse del
desdén mostrado por la élite limeña a un provinciano cuyos orígenes raciales eran percibidos
como algo dudosos.
5 Ibídem, p. 202.
6 Para un análisis de la marginación de la sierra durante el siglo XIX, ver REMY, María

Isabel: «La sociedad local al inicio de la república (Cusco, 1824-1850)». Revista Andina, 6
(1988), pp. 451-484.
7 Ver, por ejemplo, EGUIGUREN, Luis A.: Guerra separatista del Perú: la rebelión de León

de Huánuco. Lima, Sanmartí y Cia, 1912.


116 JOHN FISHER

Aréstegui, Pío Benigno Mesa y Clorinda Matto de Turner, y posteriormente a


nivel nacional por Manuel González Prada.8
A pesar de sus actividades y de los esfuerzos paralelos realizados por José
Carlos Mariátegui en los años veinte del siglo pasado para promover la dis-
cusión de la realidad nacional, en oposición a una preocupación puramente
metropolitana, el control oligárquico de la vida política (y por lo tanto, una
visión oligárquica del desarrollo histórico peruana) siguió en general intacto
durante el segundo cuarto de ese siglo. El colapso de la política oligárquica
a partir de 1950 desplazó el eje historiográfico de la preocupación tradicio-
nal con la metrópoli y sus grupos de élite, hacia una conciencia mucho ma-
yor de la necesidad de examinar la historia del interior peruano, en general, y
la historia de la población india y rural en particular. Hasta cierto punto, esta
tendencia fue impuesta desde arriba, en especial durante la fase más radical
(1968-1975) del Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas, cuando la
Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia buscaba promo-
ver una reinterpretación de la historia colonial peruana tardía que armonizase
con el nuevo énfasis que los militares daban a la justicia social, la armonía ra-
cial y el nacionalismo en la reconstrucción del Perú, luego de la revolución
de octubre de 1968.9 Hasta cierto punto este proceso comprendió una revalo-
ración del carácter definitivo, o no, de 1821 para la independencia: por ejem-
plo un volumen de la vasta Colección documental, publicada bajo los auspi-
cios de los militares, contiene una selección de documentos relacionados con
el funcionamiento del gobierno virreinal en el Cusco entre 1822 y 1824.10 Sin
embargo, el impulso principal de la comisión fue en la dirección cronológica-
mente opuesta, exaltando a Túpac Amaru como un profeta improbable de la
reforma agraria y los programas de nacionalización de empresas extranjeras,
promovidos durante la presidencia de Manuel Velasco Alvarado.
Curiosamente, esta tendencia —que revelaba muy poco acerca de la
realidad histórica del período colonial tardío, y mucho sobre la superficiali-
dad de la erudición pseudo-histórica peruana de los años setenta— sobrevi-
vió al giro derechista en la política militar de 1975, en parte debido al vigor
con el que otro cuerpo oficial, la Comisión Nacional del Bicentenario de la
Rebelión Emancipadora de Túpac Amaru, organizó las celebraciones por el
bicentenario del levantamiento de 1780.11

8 Este tema es examinado detenidamente por TAMAYO HERRERA, José: Historia del indige-

nismo cuzqueño. Lima, Instituto Nacional de Cultura, 1980.


9 FISHER, John: «Royalism, Regionalism and Rebellion…», pp. 232-237.
10 Colección documental de la independencia del Perú. Lima, Comisión Nacional del Ses-

quicentenario de la Independencia del Perú (1971-1974), 30 tomos, 87 v. Ver tomo 22, v. 3: VI-
LLANUEVA ORTEAGA, Horacio (ed.): Gobierno virreinal de Cuzco.
11 Ver Actas del Coloquio Internacional «Túpac Amaru y su tiempo». Lima y Cusco

(1980). Lima, Comisión Nacional del Bicentenario de la Rebelión Emancipadora de Túpac


Amaru, 1982.
LA INDEPENDENCIA DEL PERÚ 117

Durante la década de 1980, el retorno a la presidencia de Fernando Be-


laúnde Terry y, posteriormente, la elección (y eventualmente, en 2006, la
reelección), de Alan García, trajeron consigo un renovado interés —por lo
menos a nivel retórico— por devolver el poder político de Lima a la sierra y,
específicamente, por la posibilidad de crear una república federal cuya capi-
tal fuera Cusco, brindando así una razón más para la intensificación del in-
terés por las raíces históricas de la identidad regional. El ambiente político
más conservador del Perú de los años noventa, gobernado por Alberto Fuji-
mori, impuso cierto grado de realismo a los debates sobre las posibilidades de
la reestructuración política del país. Ahora, los visitantes que llegan al Perú
se encuentran con símbolos aparentemente contradictorios. El poder real está
atrincherado cada vez con mayor fuerza en Lima, pero la (imaginaria) bandera
del Tahuantinsuyo flamea libremente sobre el Cusco. Sin embargo, la partici-
pación popular en, por lo menos, el nivel superficial de la actividad política
es algo irreversible. En este contexto, los medios de comunicación modernos
(sobre todo la televisión) logran proyectar una imagen distorsionada tanto del
presente como del pasado peruano y, específicamente, durante los preparativos
de las celebraciones anuales de las fiestas patrias, de cómo y cuándo fue que el
país logró su independencia de España. Con estas observaciones en mente, pa-
semos a un análisis breve de los acontecimientos políticos y militares sucedi-
dos en el Perú en la década anterior al desembarco de San Martín en 1820.

2. El contexto histórico

El virreinato del Perú fue la unidad administrativa más grande de la Amé-


rica hispana que no experimentó un intento sostenido de tomar el poder por
parte de los criollos en 1810-1811, luego de la invasión francesa de España en
1808-1810. Sin embargo, uno de los frutos del revisionismo existente desde los
años setenta es que ahora se acepta que, tras la fachada del fidelísimo peruano
posterior a 1808 —cuando el virrey José Fernando de Abascal (1806-1816) lo-
gró enviar ejércitos comandados por oficiales criollos para sofocar las insurrec-
ciones del Alto Perú, Chile y Quito— hubo un considerable descontento local,
que dió lugar a rebeliones armadas en el sur y el centro del virreinato.
Para comprender el contexto de estos movimientos es necesario recordar
que, entre 1809 y 1814, el virreinato —al igual que otras partes de América—
tuvo que hacer frente a una crisis general de gobierno caracterizada por la in-
certidumbre política, la dislocación económica y financiera y, sobre todo, la
confusión administrativa debida a la implementación del programa de refor-
mas de la Junta Central y el Consejo de Regencia.12 Ya en 1809, los peruanos

12 Ver FISHER, John: Gobierno y sociedad en el Perú colonial: el régimen de las intenden-

cias (1784-1814). Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, 1981, pp. 221-249.
118 JOHN FISHER

habían sido introducidos a la idea de la representación con la oportunidad de


expresar sus agravios al diputado nombrado para representarlos ante la Junta
Central. Es así que las instrucciones que el cabildo de Lima diera en octubre
de 1809 a José de Silva y Olave, el rector de la Universidad de San Marcos,
cuando estaba por embarcarse hacia la península, constituyen una formida-
ble denuncia del dominio hispano en el Perú. La élite de la ciudad, a la que
el cabildo representaba, distaba de desear la independencia, pero ahora exigía
enérgicamente una revisión drástica de la estructura fiscal, la abolición de las
intendencias, un genuino comercio libre y la igualdad en el acceso a los car-
gos entre criollos y europeos. La decisión que el Consejo de Regencia, here-
dero de la Junta Central, tomase a comienzos de 1810, de convocar en Cádiz
a unas Cortes en donde cada ciudad estaría representada por un diputado, am-
plió esta libertad de expresión a niveles sin precedentes, y las elecciones mis-
mas dieron un renovado prestigio y autoridad a las corporaciones municipa-
les.13
Problemas aún mayores fueron los desatados por la segunda etapa del
programa liberal, después de que las Cortes promulgaran la famosa Constitu-
ción Política de la Monarquía Española, el 19 de marzo de 1812.
Aunque detestaba sinceramente la Constitución, el virrey Abascal no te-
nía más alternativa, como fiel burócrata que era, que aceptar aplicarla en el
Perú. Por supuesto que hacia fuera profesaba su aprobación, refiriéndose
a ella en la Gaceta de Gobierno, del 30 de septiembre de 1812, como una
«obra inmortal de la sabiduría y patriotismo de nuestras Cortes... Código que
va a ser la desesperación de los tiranos, y el más seguro garante de la prospe-
ridad y las futuras glorias de todas las Españas».14 Su opinión real, expresada
en su Memoria de gobierno, era que la causa separatista fue estimulada enor-
memente por las «opiniones y providencias peregrinas de los que ocuparon el
Gobierno en ausencia del Soberano»15. Esta opinión fue compartida por uno
de los más influyentes limeños de la época, el oidor José Baquíjano y Carri-
llo, quien escribió en 1814 que «las proclamas y providencias de la Regen-
cia, los debates y decisiones de las Cortes, y las escandalosas doctrinas que
circulaban sin embarazo» habían debilitado la autoridad real en el Perú.16
Dos aspectos, en particular, de la aplicación de la Constitución (el re-
emplazo de los viejos cabildos oligárquicos por corporaciones elegidas, y
la elección de diputados a las Cortes Ordinarias) desataron serias disputas

13 Las actividades de los diputados peruanos en Cádiz son examinados en V ARGAS

UGARTE, Rubén: Por el rey y contra el rey. Lima, Imprenta Gil, 1965.
14 Citado en RIVARA DE TUESTA, María Luisa: Ideólogos de la emancipación peruana.

Lima, Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, 1972, p. 50.
15 ABASCAL Y SOUSA, José Fernando de: Memoria de gobierno. Edición de Vicente Rodrí-

guez Casado y José Antonio Calderón Quijano. Sevilla, Escuela de Estudios Hispano America-
nos, 1944, pp. 553-554.
16 Citado en ROEL, Virgilio: Los libertadores. Lima, Gráfica Labor, 1971, p. 58.
LA INDEPENDENCIA DEL PERÚ 119

entre criollos y peninsulares en diversas ciudades peruanas. Estas dispu-


tas culminaron, en algunos casos, en actos de violencia y despertaron el de-
seo criollo de reformas.17 Sin embargo, hay abundantes evidencias de que
en Lima la incertidumbre y el descontento desatados por la implementa-
ción del programa liberal quedaron compensados par la ventaja política de
darle a la élite criolla la ilusión —por lo menos hasta la restauración de Fer-
nando VII en 1814— de que se podían alcanzar reformas significativas sin
necesidad de recurrir a una revolución, como lo señalara sucintamente José
de la Riva Agüero, de quien Abascal sospechaba era el autor de afirmacio-
nes sediciosas publicadas por la prensa limeña entre 1810 y 1812: «es sa-
bido que los que van a ganar en toda revolución son las gentes perdidas, y
no las acomodadas».18
Los liberales limeños se encontraban en una posición extremadamente
débil con la restauración de Fernando VII en 1814, especialmente cuando la
abolición de la Constitución, en el mes de mayo, puso en claro que ahora ya
no se concederían las reformas liberales prometidas por las Cortes. Algunos
de sus más prominentes líderes entre 1810 y 1812 habían fallecido —Vicente
Morales Duárez, Diego Cisneros, Manuel Villalta y Francisco Calatayud,
por ejemplo— y otros se encontraban en la península, entre ellos Baquíjano
y José Bernardo de Tagle. La mayoría pasaron gradualmente a ser patrio-
tas tibios, preparados intelectualmente para aceptar la independencia si se
les ofrecía en los términos adecuados, pero no dispuestos, por el momento,
a tomar las armas por su causa. Además, hasta 1814 la mayoría de las cons-
piraciones separatistas identificadas en Lima fueron movimientos aislados y
nada representativos, que debieron su fama principalmente a la incapacidad
del virrey Abascal para distinguir entre las especulaciones incautas y una ge-
nuina subversión.
La importancia de la conspiración de Ramón Anchoris (el sacristán de la
parroquia de San Lázaro) de septiembre de 1810, por ejemplo, que llevó al
arresto de un gran número de porteños residentes en Lima, por sospechas de
que se comunicaban con los insurgentes del Río de la Plata, ciertamente fue
exagerada par Abascal.19 Un año antes éste había actuado decididamente en
contra de un grupo de oficiales menores y comerciantes, dirigido por el abo-
gado Mateo Silva que, al parecer, estaba examinando la posibilidad de emu-
lar la reciente toma del poder por los disidentes de Quito.20 Una vez más no
hubo ninguna violencia real y, aunque los arrestados fueron tratados dura-

17 Los detalles de las elecciones se encuentran en Colección documental…, tomo 4, v. 2.


18 Archivo General de Indias (AGI), Lima, 1125, carta reservada (12 de marzo de 1812).
19 Ver NIETO VÉLEZ, Armando: «Contribución a la historia del fidelismo en el Perú». Bole-

tín del Instituto Riva-Agüero, 4 (Lima, 1958-1960), pp. 139-140.


20 Detalles de la conspiración se encuentran en EGUIGUREN, Luis Antonio: Guerra separa-

tista. La tentativa de rebelión que concibió el doctor José Mateo Silva en Lima. Buenos Aires,
Imprenta López, 1957, 2 v.
120 JOHN FISHER

mente —Silva permaneció en prisión hasta su muerte y los demás fueron


exiliados— el asunto no tuvo mayor importancia, salvo como una demostra-
ción de la firmeza virreinal.
La conspiración de José Matías Vásquez de Acuña, conde de la Vega del
Ren, que Abascal sostuvo haber descubierto en octubre de 1814, fue super-
ficialmente más seria. Su peligro potencial yacía no sólo en su supuesta in-
tención de sobornar a la guarnición del Callao y liberar a los insurgentes pri-
sioneros, sino también en el hecho de que Vásquez de Acuña era un líder
reconocido de la aristocracia limeña. De hecho, su arresto el 28 de octubre
despertó la genuina indignación de su gran círculo de influyentes amigos,
quienes creían que el verdadero motivo de Abascal era vengarse por los pro-
blemas que Vásquez de Acuña le había causado en 1813, como miembro del
cabildo constitucional de la ciudad, así que «más de sesenta títulos de Cas-
tilla» firmaron una petición solicitando su libertad.21 Enfrentado a esta de-
mostración de solidaridad y no pudiendo presentar ninguna evidencia dura
que respaldara sus cargos, el virrey liberó a Vásquez de Acuña en febrero de
1815 aunque, como precaución, le conminó a que permaneciera en la ciudad,
pena ésta que persistió hasta 1819, cuando la Corona lo exoneró de todo car-
go.22 Menos fortuna tuvo una serie de sospechosos menos influyentes, que
recibieron penas de prisión de entre uno y cinco años, a pesar de que la cons-
piración (si esa es la descripción adecuada) no comprendió más que una dis-
cusión descuidada y jamás alcanzó la etapa de la violencia activa.
Puede argumentarse que el celo del virrey fue en parte responsable por
el hecho de que éste y otros planes abortaran, pero el factor fundamental en
su supresión fue que los conspiradores constituían una pequeña minoría de
la población limeña que, dada la apatía general, carecía de una estrategia y
una organización claras. Al igual que en 1810, cuando el peligro de una re-
volución también parecía serio, la cooperación inequívoca que recibiera de la
mayor parte de la población limeña en 1814 le permitió a Abascal recuperar
el control del Perú en nombre de Fernando VII, no obstante los efectos dañi-
nos del hiato liberal. Mas, para comprender adecuadamente la independencia
peruana, resulta crucial aceptar que, si bien Lima era lo suficientemente po-
derosa como para determinar el futuro del Perú, no era, en cambio, represen-
tativa de todo el virreinato. En las provincias estallaron varios movimientos
que fueron bastante más allá de las simples especulaciones, buscando expre-
sarse como levantamientos armados. El respaldo activo que los criollos lime-
ños extendieron a las autoridades peninsulares en la supresión de estos pre-
maturos intentos independentistas se debió, en parte, a que se habían dado

21 Ver PACHECO VÉLEZ, César: «Las conspiraciones del Conde de la Vega del Ren». Re-

vista Histórica, 21 (Lima, 1954), p. 377.


22 Archivo Histórico Municipal (Lima), legajo 31, ff. 2-3, real cédula (26 de noviembre de

1819).
LA INDEPENDENCIA DEL PERÚ 121

cuenta de que la participación indígena en ellos constituía una amenaza para


la estructura social del Perú, así como a la conciencia de que representaban
un desafío regional a la identidad de Lima como capital de todo el territorio.
El primer intento significativo de rebelión en el sur peruano fue el que
Francisco Antonio de Zela dirigiera en Tacna, en junio de 1811. La vida eco-
nómica de este partido sureño de la provincia de Arequipa estaba íntima-
mente ligada no con Lima sino con el Alto Perú, al cual abastecía con vino,
aguardiente, aceite, frutas, arroz y manufacturas importadas. El avance, ini-
cialmente triunfal, del ejército porteño, comandado por Juan José Castelli a
través del Alto Perú en la primera mitad de 1811, y la circulación de su pro-
paganda dentro del Perú, convencieron a los disidentes de este rincón del
virreinato de que no era sino cuestión de tiempo que el general argentino
cruzara el Río Desaguadero para entrar en el Perú. Anticipándose a este mo-
vimiento, Zela y otros pobladores de Tacna tomaron el cuartel de la milicia
local y se declararon a favor de la junta de Buenos Aires, el 20 de junio de
1811, que fue, en realidad, la fecha en que el ejército realista del general José
Manuel de Goyeneche (nacido en Arequipa) derrotó a Castelli en Huaqui.23
Dentro de una semana el subdelegado de Tacna había arrestado a los líde-
res de la sublevación. A pesar de su fracaso, este movimiento fue importante
porque demostró claramente el deseo que había en esta región de reunificar
el sur peruano y el Alto Perú. Asímismo, mostró que los rebeldes criollos de
las provincias que, en general, se encontraban bastante más cerca de los in-
dios que sus refinados congéneres blancos de Lima, tanto física coma social-
mente, sí estaban dispuestos a aliarse con los jefes indígenas en su intento
por derribar al gobierno español. Uno de los aliados mas cercanos de Zela
fue el cacique indio Toribio Ara, cuyo hijo, José Rosa Ara, dirigió el ataque
contra el cuartel de la caballería de Tacna el 20 de junio; los seguidores in-
dios de este último se codearon luego con blancos y mestizos en el desfile
triunfal realizado en el pueblo el 23 de junio.
Lejos de persuadir a los regionalistas sureños de que su causa estaba per-
dida, los esfuerzos de Zela sentaron un ejemplo que otros habitantes de la
intendencia de Arequipa intentarían seguir. Dos años más tarde, en circuns-
tancias casi idénticas, Enrique Paillardelle y Manuel Calderón de la Barca,
alcalde de Tacna, que habían estado en estrecho contacto con Manuel Bel-
grano, comandante del segundo ejército porteño que había capturado Potosí
en mayo de 1813, tomaron Tacna de nuevo, con el objetivo de difundir la re-
volución al Bajo Perú. Al igual que la vez anterior, la estrategia era correcta
pero el momento resultó desastroso pues, sin que los conspiradores lo supie-
ran, Belgrano había sido aplastado por el ejército realista, comandado por el
general Joaquín de la Pezuela, en Vilcapugio, dos días antes de que arresta-

23 Ver CUNEO VIDAL, Rómulo: Historia de las insurrecciones de Tacna por la independen-

cia del Perú. Lima, P.L. Villanueva, s/f.


122 JOHN FISHER

ran al subdelegado y persuadieran a la guarnición de Tacna de que respal-


dara su insurrección. Paillardelle logró reunir una fuerza de 400 hombres en
el pueblo, pero como Belgrano no pudo enviarle ayuda, a finales de mes fue
derrotado por una fuerza más pequeña pero disciplinada, enviada por el in-
tendente de Arequipa. Igual destino correspondió al cuzqueño Julián Peña-
randa, que simultáneamente había tomado el control de Tarapacá, en lo que
fue evidentemente un movimiento concertado.
Aunque la ciudad de Arequipa, capital de la intendencia, permaneció
abiertamente leal durante estos disturbios, hay indicios de que algunos de
sus ciudadanos influyentes los respaldaron tácitamente. Manuel Rivero,
padre de Mariano Rivero, quien había viajado a Cádiz como representante
de la ciudad ante las Cortes, fue arrestado por órdenes del virrey Abascal
en noviembre de 1813, acusado de planear una rebelión; y Antonio Rivero,
otro de sus hijos, perdió su puesto de subdelegado, acusado de haberse co-
municado con los rebeldes del Alto Perú y permitido que su propaganda
circulase.24 Ya antes, en el mismo año, el intendente de Arequipa, al infor-
mar sobre algunos disturbios en el pueblo de Caravelí, se había quejado en
general de «los movimientos de insubordinación que se van excitando en
algunos Pueblos, funestas resultas del escándalo y mal egemplo que han
recibido de esta capital».25 Entretanto, en Cádiz, Mariano Rivero argumen-
taba insistentemente que toda la provincia de Arequipa debía ser retirada
de la jurisdicción de la audiencia de Lima (él deseaba que sus habitantes
pudieran «verse libres» de la sofocante burocracia de orientación penin-
sular de la capital del virreinato) y colocada bajo la del Cusco, la «antigua
capital del vastísimo Perú».26 Además, hay ciertos indicios de que la larga
tradición opositora del Cusco a Lima hizo que, en este periodo, ciertos
idealistas arequipeños como, por ejemplo, el poeta Mariano Melgar (fusi-
lado por los realistas en 1815) lo vieran coma el foco natural de expresión
de la identidad regional.27
La propaganda realizada por Castelli también ha sido presentada como
una causa del descontento que se manifestara en las provincias de Huamanga
y Tarma en 1812, no obstante haber sido éste expulsado del Alto Perú, algu-
nos meses antes de que la distribución de volantes en estas zonas diera paso
a la insurrección armada. En realidad, la conspiración de Huamanga, descu-
bierta por el intendente en mayo de 1812, no pasó de la colocación de pas-
quines contra los europeos; pero la rebelión de Huánuco, Panatahuas y Hua-
malíes que la precediera unos tres meses fue mucho más seria pues, al igual

24 AGI, Lima, legajo 745, Abascal a las Cortes (30 de noviembre de 1813).
25 Archivo General de la Nación (Lima), Superior Gobierno, legajo 35, cuaderno 35, Josef
Garbriel Moscoso a Abascal (11 de abril de 1813).
26 AGI, Lima, legajo 802, representación de Mariano Rivero.
27 AGI, Cuzco, legajo 10, «expediente sobre traslación de la Audiencia del Cuzco a Are-

quipa».
LA INDEPENDENCIA DEL PERÚ 123

que el movimiento de Tacna, ella vió un estallido de violencia contra los pe-
ninsulares que unió a los disidentes criollos e indios.28 La rebelión comenzó
como una protesta popular en contra del corrupto gobierno local de los sub-
delegados, quienes seguían operando el ilegal sistema de reparto en la zona,
ofendiendo tanto a los indios, que se veían obligados a comprar bienes, como
a los comerciantes mestizos, que resentían esta competencia ilegal.29 El mo-
mento de la protesta probablemente estuvo influído por la frustración indí-
gena ante el hecho de que estos mismos funcionarios siguieron cobrando el
tributo, no obstante haber sido éste abolido por un decreto del Consejo de
Regencia el 13 de marzo de 1811 y, debido a la circulación de rumores pro-
pagados por Castelli, según los cuales un descendiente de los Incas estaba
por llegar para liberar a su pueblo de la opresión.30
Tras la publicación de los pasquines (provocada, al parecer, por el temor
de pequeños productores criollos de que se estaba intentando restringir el
cultivo del tabaco), los indios de las aldeas vecinas marcharon sobre la ciu-
dad de Huánuco el 22 de febrero de 1812. Una defensa improvisada, a cargo
de un puñado de tropas, permitió a los residentes europeos huir en la noche
hacia Cerro de Pasco, pero la mayoría de los pobladores criollos permaneció
en sus hogares y no fue lastimada al día siguiente, cuando se permitió que
una masa indígena entrara al pueblo sin mayor resistencia. Algunos hogares
criollos fueron saqueados por los invasores pero, según Pedro Ángel Jado,
un sacerdote que presencio el pillaje, los principales blancos de los amoti-
nados fueron las propiedades de europeos: «todas las casas de los europeos
fueron saqueadas, aprovechando los indios solo los caldos y algunos retazos
de las tiendas, y los huanuqueños de todo lo del valor».31 Prominentes resi-
dentes criollos estuvieron dispuestos, desde un inicio, a cooperar con los in-
dios y fueron, de hecho, nombrados líderes por éstos. El más prominente co-
laborador fue el regidor Juan José Crespo y Castillo, quien había adoptado
el título de subdelegado para cuando el intendente de Tarma ingresó a Huá-
nuco el 20 de marzo, luego de infligir una fuerte derrota a un contingente
de 1.500 hombres, tres días antes.32 Crespo y otros insurgentes, criollos e
indios, fueron apresuradamente juzgados y sentenciados en Lima. Tres de
ellos —Crespo, Norberto Haro y José Rodríguez (un alcalde indio)— fue-

28 AGI, Lima, legajo 649, informe del intendente Francisco Paula Pruno (25 de agosto de

1812). Ver, también, VERGARA ARIAS, Gustavo: El prócer Juan de Alarcón el primer patriota
que se descubrió en Huamanga. Lima, Universidad Nacional Federico Villareal, 1973.
29 Tras la supresion del levantamiento, el intendente de Tarma escribió una relación deta-

llada de los abusos perpetrados por los subdelegados: AGI, Lima, legajo 649, José González
de Prada a Ignacio de la Pezuela.
30 VARGAS UGARTE, Rubén: Historia del Perú. Emancipación 1809-1825). Buenos Aires,

Imprenta López 1958, pp. 32-33.


31 Colección documental…, tomo 3, v. 4, p. 199.
32 AGI, Lima, legajo 1120, informe del intendente (30 de mayo de 1814).
124 JOHN FISHER

ron ejecutados, y a fines de año sus cabezas fueron lucidas en Huánuco: una
táctica tradicional en el Perú para informar a la gente del peligro asociado
con cualquier rebelión. El significado claro de esta rebelión de Huánuco es
que sirvió, sobre todo, como otro recordatorio para los posibles disidentes
de Lima de la amenaza potencial que una actividad revolucionaria de esa
magnitud constituía para su privilegiada posición socio-económica. Estas
consideraciones, por sí solas, probablemente habrán bastado para poner a la
élite costeña en contra de la rebelión del Cusco de 1814-1815. Igualmente
importante para decidir su supresión fue la toma de conciencia en Lima de
que si ella tenía éxito, el Cusco sería la capital de un Perú independiente.33
Es bien conocido el trasfondo de la rebelión que estallara en el Cusco
el 3 de agosto de 1814.34 Básicamente, se debió a la renuencia de las auto-
ridades peninsulares para implementar todo lo provisto por la Constitución
de 1812 (irónicamente, el restaurado Fernando VII había decretado su dero-
gación en mayo, pero la noticia no llegaría al Perú sino hasta septiembre).
También reflejaba las dificultades económicas locales debidas a la sangría
de hombres y provisiones para las campañas realistas en el Alto Perú. Sin
embargo, al enviar a todo el sur peruano expediciones conformadas princi-
palmente por reclutas indígenas, los dirigentes criollos del movimiento (pe-
queños hacendados, abogados, clérigos y funcionarios municipales) deja-
ron inmediatamente en claro que ellos exigían no sólo la independencia del
Perú, sino convertir al Cusco en su capital nacional. Hacia finales de 1814
controlaban ya las ciudades de Puno, La Paz, Huamanga y Arequipa, an-
tes de retroceder al Cusco, después del arribo de un contingente realista de
1.200 oficiales y soldados que habían estado combatiendo contra la insur-
gencia en el Alto Perú. En marzo de 1815 este destacamento, comandado
por el general Juan Ramírez, subcomandante del ejército del Alto Perú, ha-
bía vuelto a tomar el Cusco, en donde los jefes rebeldes fueron prontamente
ejecutados. Estos incluían a Mateo García Pumacahua, el cacique de Chin-
cheros, cuya participación legitimaba los intentos de las autoridades virrei-
nales por reducir el movimiento a un simple levantamiento racial de indios
contra blancos.
Son obvias las similitudes entre el levantamiento de Túpac Amaru (ini-
cialmente un intento de conformar una revolución de ancha base, atrayendo
cierto respaldo de los criollos y mestizos pobres del sur peruano) y la rebe-
lión de 1814-1815 (iniciada por personas que no eran indios, pero que rápi-
damente tomó el carácter de una guerra de castas en contra de los blancos).
El vínculo entre ambos movimientos radicó en que, durante las tres décadas
que las separan, se usurparon los tradicionales derechos indígenas en la re-
gión, con el ingreso de criollos y mestizos a los cacicazgos, y el despojo de

33 BONILLA, Heraclio y K. SPALDING (eds.): La independencia…, p. 49.


34 Ver FISHER, John: Gobierno y sociedad en el Perú colonial…, pp. 225-229.
LA INDEPENDENCIA DEL PERÚ 125

tierras comunales, además de otros recursos.35 La audiencia del Cusco había


hecho frente a estos problemas durante la década de 1790 pero sin éxito, de-
bido a la oposición política local y en Lima (donde las autoridades virreina-
les toleraban los inevitables abusos inherentes al acceso de personas foráneas
a los recursos comunales, porque los nuevos funcionarios eran más eficien-
tes que sus predecesores indígenas en el cobro del tributo). Estas considera-
ciones también ayudan a explicar por qué el debilitamiento de la autoridad
real en el sur peruano en 1814 permitió no sólo que se expresaran las protes-
tas políticas criollas sino, también, que resurgiera una difundida insurgencia
indígena. A la inversa, la supresión de la rebelión por parte de Ramírez en
1815 significó que el proceso de inserción de personas foráneas como caci-
ques proseguiría sin mengua alguna durante la transición final a la indepen-
dencia y después de ella. Las comunidades que se resistían corrían el riesgo
de ser acusadas de sedición.
Las salvajes represalias tomadas tras la rebelión de 1814 en el Cusco y
sus alrededores por las fuerzas realistas (varios de cuyos miembros eran crio-
llos locales, que vieron en ello una oportunidad para apoderarse de las tierras
de las comunidades indias), aseguraron una relativa tranquilidad política para
el sur peruano en lo que quedaba de la segunda década del siglo XIX. Entre
mediados de 1815 y finales de 1819, las únicas revueltas que hubo en todo el
virreinato fueron las actividades guerrilleras en el valle del Mantaro. Queda
por saber si estas actividades fueron bandidaje, protesta social, patriotismo,
o una combinación de los tres factores. Sin embargo, algunos estudios sugie-
ren que el respaldo de estos movimientos provino principalmente de grupos
desarraigados que eran particularmente susceptibles a las fluctuaciones eco-
nómicas —«arrieros, vagabundos y jornaleros de las minas»— y no de las
comunidades indias que contaban con mayores recursos de los cuales depen-
der durante la recesión económica provocada por la insurgencia.36
En Lima misma, las dificultades económicas y fiscales fueron la prin-
cipal preocupación —por lo menos hasta 1820— del nuevo virrey Joaquín
de La Pezuela, quien sucedió a Abascal a mediados de 1816, luego de servir
como comandante en jefe del ejército realista del Alto Perú desde 1813. Su
momento cumbre en este cargo había tenido lugar en noviembre de 1815,
con su decisiva victoria en Viluma sobre la expedición porteña dirigida por
José Rondeau, que siguió a sus anteriores éxitos en Vilcapuquio y Ayohuma
contra Belgrano. De ahí en adelante, la preocupación del nuevo virrey por
mantener una fuerte presencia militar en el Alto Perú —donde el comando
supremo del ejército realista fue transferido al recién llegado José de la
Serna en 1816— sería usualmente mencionada como un factor decisivo en

35 Ver CAHILL, David P.: «Repartos ilícitos y familias principales en el sur andino, 1780-

1824». Revista de Indias, 48 (Madrid, 1988), pp. 449-473.


36 Citado en REMY, María Isabel: «La sociedad local…», p. 482.
126 JOHN FISHER

su incapacidad para enviar fuerzas adecuadas a Chile para defenderlo de la


expedición transandina de San Martín de 1817. Un detalle relativamente
menor que, a su debido tiempo, llegaría a ser la manzana de la discordia en-
tre los respectivos apologistas de Pezuela y La Serna fue que, tras desem-
barcar en Arica, en septiembre de 1816, este último viajó directamente al
Alto Perú, en lugar de ir primero a Lima a conferenciar con el virrey, mi-
nando así supuestamente la autoridad de su superior.37
El contínuo estado de guerra existente en el Alto Perú desde 1809, había
significado un fuerte drenaje de los recursos humanos y materiales de las pro-
vincias sureñas peruanas de Arequipa, Cusco y Puno, en donde el «ejército
del Perú» había sido principalmente reclutado para sostener la causa realista.
El costo real de esta lealtad se hizo evidente para los peruanos en 1818, con la
pérdida de Chile. Las intervenciones militares anteriores, en 1812-1814, para
reprimir los intentos prematuros de rechazar el dominio hispano en Quito y
Chile, habían alcanzado su objetivo de modo relativamente fácil y con pocas
pérdidas de vidas peruanas. Sin embargo, la victoria que los patriotas obtuvie-
ran en Maipú, en abril de 1818, sobre el ejército realista comandado por Ma-
riano Osorio —el yerno de Pezuela— causó fuertes bajas en los 3.000 hom-
bres de la fuerza expedicionaria —la mitad peruanos, el resto peninsulares
recientemente llegados de Panamá— enviada a Chile desde el Perú a finales
de 1817.38
El puerto sureño de Valdivia seguiría en manos realistas hasta su captura
por Thomas Cochrane, en enero de 1820 (y la isla de Chiloé hasta enero de
1826), pero los sueños peruanos de montar otra expedición para reconquistar
Chile se desvanecieron rápidamente después de Maipú. Un golpe decisivo
fue la captura de la fragata María Isabel y varios transportes con destino al
Callao, ocurrida en Talcahuano —la base naval cercana a Concepción, aban-
donada por Osorio— en 1818, a manos de la novata marina chilena. Este in-
cidente no solo privó al Perú de 2.000 refuerzos bien armados, sino que dio
a los chilenos el buque insignia (rebautizado como el O’Higgins) de los siete
buques de guerra que, en agosto de 1820, escoltarían de Valapraíso al Perú,
las 4.500 tropas de la expedición libertadora de San Martín.
Pasamos ahora a un análisis de la reacción realista ante el desembarco de
esta expedición al sur de Lima, entre el 8 y el 10 de septiembre de 1820.

37 Ver VALDÉS, Jerónimo: Documentos para la historia de la Guerra separatista del Perú.

Edición de Fernando Valdés y Hector, Conde de Torata. Madrid, Imprenta de la Viuda de


M. Minuesa de los Ríos, 1894-1898, 4 v., v. 1, p. 21.
38 Para detalles de las remesas de tropas desde España a América durante este período, ver

ALBI, Julio: Banderas olvidadas: el ejército realista en América. Madrid, Cultura Hispánica,
1990.
LA INDEPENDENCIA DEL PERÚ 127

3. Reacciones realistas a la llegada de San Martín

Las estadísticas oficiales del número de tropas realistas en el Perú en


1820 son muy poco fiables, en especial en lo que toca al número real de mi-
licianos capaces de entrar al servicio activo y dispuestos a hacerlo. Sin em-
bargo, parece que Pezuela contaba con fuerzas importantes. El contingente
más grande en toda su fuerza de 23.000 hombres era el «ejército del Alto
Perú» (10.000 hombres) comandado por Ramírez, y el «ejército de Lima» de
6.000 hombres, bajo el mando directo del virrey mismo.39 La guarnición del
Callao (1.000 hombres) y otros destacamentos al norte y sur de Lima incre-
mentaban las fuerzas realistas inmediatamente disponibles para resistir a los
invasores, con casi 9.000 hombres.40 A pocas horas de confirmársele que San
Martín había comenzado a desembarcar sus tropas en Paracas, Pezuela retiró
la pequeña fuerza que había estacionado en Pisco, ordenó a Ramírez que mu-
dara su cuartel general de Tupiza a La Paz (esto es, más cerca del Bajo Perú)
y repitió sus instrucciones a los hacendados del sur de Lima, de que muda-
ran los esclavos, el ganado y los caballos hacia el interior del país.41
La estrategia general del virrey de concentrar sus fuerzas en y alrededor
de Lima reflejaba sus temores por la vulnerabilidad del Callao a un ataque
por parte del superior escuadrón naval chileno, cuyo control de los mares se
hizo aún más marcado el 5 de noviembre, cuando Cochrane capturo el Es-
meralda, buque insignia realista. El siguiente mes, una columna enviada por
San Martín al interior del Perú ocupó el pueblo de Cerro de Pasco, el prin-
cipal centro minero peruano. Aunque pronto retornó a la costa infligió un
daño duradero a la economía virreinal, al tomar grandes stocks de plata de
la tesorería provincial y sabotear las recientemente instaladas máquinas de
vapor que habían elevado la producción de Cerro de Pasco en 1820 a un ni-
vel nunca antes visto.42 También se llevó consigo al futuro presidente Santa
Cruz, el comandante de la caballería realista en Cerro de Pasco, quien se ha-
bía pasado a los insurgentes luego de ser hecho prisionero el 6 de diciem-
bre. Según una queja dirigida a Pezuela por San Martín, los ciudadanos de

39 Biblioteca Menéndez Pelayo (Santander), Pezuela, ms. 5, cuaderno 10, «Estado gene-

ral de la tropa de artillería, infantería y caballerería que existe en los ejércitos de Lima y Alto
Perú, así como en las provincias dependientes de ambos virreinatos…».
40 A pesar de algunas deserciones a San Martín (la más conspicua de las cuales fue la del

batallón de Numancia, con 650 hombres), la mayoria de los miembros del ejército realista con-
sistía de peruanos. En total, 33.000 hombres se despacharon de España a América en 1810-
1818, de los cuales 6.000 iban al Perú, la mayoria a partir de 1815. Ver HEREDIA, Edmundo A.:
Planes españoles para reconquistar Hispanomérica (1810-1818). Buenos Aires, Editorial Uni-
versitaria, 1974, pp. 382-387.
41 Biblioteca Menéndez Pelayo, Pezuela, ms. 10, cuaderno 4, Pezuela al ministro de gue-

rra (11 de septiembre de 1820).


42 Ver FISHER, John: Minas y mineros en el Perú colonial (1776-1824). Lima, Instituto de

Estudios Peruanos, 1977, pp. 231-233.


128 JOHN FISHER

Tarmaque se habían declarado a favor de la independencia, cuando llegó la


columna sufrieron atrocidades, incluyendo la masacre de tropas heridas, co-
metida por los refuerzos realistas del General Jerónimo Valdés y el Briga-
dier Mariano Ricafort, cuando reocuparon la ciudad. Pezuela, por su parte,
declaró que los insurgentes habían cometido crímenes de guerra en Ica,
Huamanga y Huancavelica, de los cuales uno de los más serios había sido
permitir que soldados negros (esclavos de la costa emancipados por San
Martín en retorno por haber aceptado el servicio militar) violaran a mujeres
españolas.43
En diciembre de 1820 la estrategia de San Martín de no arriesgar sus
tropas en un combate franco y esperar, más bien, a que el régimen realista
se desintegrara, pareció quedar justificada aún más cuando el intendente de
Trujillo, el marqués de Torre Tagle, declaró la independencia de esa ciudad.
Pero la indecisión política y militar de Pezuela brindó el telón de fondo
para el famoso golpe militar en su contra del 29 de enero de 1821.44 En
esencia, los diecinueve oficiales mayores del ejército realista le acusaron
de no querer atacar a San Martín, un defecto acentuado por diversos erro-
res militares, fraude, contrabando, nepotismo y la tolerancia del comporta-
miento sospechoso de sus asesores cercanos.45 Enfrentado a un ultimátum,
que advertía que el ejército marcharía sobre Lima a menos que entregara
el mando en cuatro horas, Pezuela anunció su aceptación, ese mismo día,
a una junta de guerra reunida apresuradamente y virreinal, dirigiéndose a
su casa en La Magdalena, donde se quedó hasta junio de 1821, cuando re-
gresó a España.46 La Serna, por su parte, nombro rápidamente a Valdés jefe
de Estado Mayor, ascendió a José Canterac a comandante general del ejér-
cito y preparó la reexaminación estratégica que, cinco meses más tarde,
hizo que los realistas evacuaran Lima y que San Martín entrara en ella el
12 de julio, sin encontrar oposición alguna.
Aunque posteriormente aprobado en Madrid (e indirectamente sancio-
nada por adelantado con una real orden de 1820, que autorizaba a La Serna
a asumir el puesto de virrey «en caso de muerte, ausencia o enfermedad» de
Pezuela), la deposición de éste último minó la legitimidad de la autoridad

43 Biblioteca Menéndez Pelayo, Pezuela, ms. 6, «Conferencias en Miraflores y correspon-

dencia con el general enemigo».


44 Los pueblos vecinos, entre ellos Piura, rápidamente siguieron el ejemplo de Truji-

llo, y para marzo de 1821 —como decubrió Abreu— buena parte del norte peruano se había
pronunciado a favor de San Martín. Ver, también, HERNÁNDEZ GARCÍA, Elizabeth: La elite
piurana y la independencia del Perú: La lucha por la continuidad en la naciente república
(1750-1824), Lima, Universidad de Piura-PUCP-Instituto Riva Agüero, 2008, pp. 296-317.
45 Ver VARGAS UGARTE, Rubén: Historia del Perú. Emancipación…, p. 221, para los nom-

bres de los firmantes.


46 Abreu lo visitó allíel 15 de abril (dos semanas después de su llegada a Lima) y anotó la-

cónicamente en su diario: «Me dio lastima ber a un Virey víctima de su propia conducta». Ver
documento I, nota 33.
LA INDEPENDENCIA DEL PERÚ 129

real para muchos peruanos conservadores, quienes ahora sentían que podían
respaldar a San Martín sin ningún problema de conciencia. Aun más serio fue
que esta real orden pasó a ser materia de debate público en Lima, con la ree-
dición allí, en 1822, de un panfleto anónimo (escrito, en realidad, por el so-
brino de Pezuela, «Fernandito»), publicado en Río de Janeiro el año anterior,
que hizo observaciones muy fuertes sobre varios de los oficiales que habían
depuesto a Pezuela.47 García Camba, por ejemplo, fue descrito como «vano,
orgulloso… bien ingrato»; La Serna como «de conocimientos escasos, fácil
de ser engañado… y sometido al coronel Valdés»; éste, aunque un «gran mi-
litar y un excelente político», era de «trato grosero y insolente» y con «anti-
morales ideas»; y el coronel Marqués de Vallehumbroso como «un solemne
majadero… algo picuarelo y no poco ingrato»48.
La controversia se extendió a Madrid, al publicarse allí, antes de finali-
zar el año de 1821, no sólo las acusaciones hechas en contra de Pezuela sino
también su detallada refutación de las mismas, escrita en La Magdalena antes
de partir a España.49 La guerra de papel continuaría mucho después de que la
independencia del Perú hubiese quedado sellada, con la respuesta de Valdés
a Pezuela, escrita en 1827 pero no publicada hasta 1894 y con la publicación,
en 1846, de la relación a favor de La Serna de Andrés García Camba, otro
firmante de la proclama de Aznapuquio.50 El principal argumento del mani-
fiesto de Pezuela era que él había sido la víctima inocente de «una insurrec-
ción puramente militar», organizada por un grupo de oficiales peninsula-
res que habían buscado «formar un partido» desde que arribaran de España
en 1816 (Canterac en realidad llegó en 1818), a la cual había cedido única-
mente para evitar «una guerra civil». La Serna, decía, se le había opuesto con
«una taciturnidad invencible» y una «arrogancia petulante»; García Camba
era «uno de mis más acerrísimos enemigos» y Canterac se había dedicado a
su «degradación». Se hacían cargos similares contra otros miembros princi-
pales del «partido de oficiales europeos», sobre todo contra el coronel Juan
Loriga y el teniente coronel Antonio Seoane.51 Estos cargos, conjuntamente
con las evidencias de la subsiguiente ruptura en 1824 de La Serna y Pedro

47 ANÓNIMO: Rebelión de Aznapuqino por varios xefes del exército español para depo-

ner del mando al dignísimo Virrey… J. de la Pezuela. Río de Janeiro: Moreira y Garcés, 1821;
Lima, Manuel del Río, 1822.
48 El título correcto de este último (Manuel Plácido de Berriozábal fue conde: ver docu-

mento I, nota 41.


49 PEZUELA Y SÁNCHEZ MUÑOZ DE VELASCO, Joaquín de la: Manifiesto en que el virrey del

Perú Don J. de la Pezuela refiere el hecho y circunstancias de su separación del mando….


Madrid, Imprenta de D. Leonardo Núñez de Vargas, 1821.
50 VALDÉS. Jerónimo: Documentos…; GARCÍA CAMBA, Andrés: Memorias para la histo-

ria de las armas reales en el Perú. Madrid, Sociedad Tipográfica de Hortelano y Compañía,
1846, 2v.
51 PEZUELA Y SÁNCHEZ MUÑOZ DE VELASCO, Joaquín de la: Manifiesto…, pp. 10, 13, 110,

125-126, 144.
130 JOHN FISHER

de Olañeta (en ese entonces comandante del ejército del Alto Perú luego de
la nueva derogatoria de la Constitución por Fernando VII en 1823), han he-
cho que algunos investigadores expliquen la crisis de 1821 en términos de
un conflicto político entre oficiales liberales agrupados en torno a La Serna,
quienes pensaban que la Constitución reconciliaría a los americanos con el
dominio hispano, y los absolutistas, peruanos y peninsulares, recelosos del
constitucionalismo.52
Pezuela mismo hizo bastante por fomentar esta interpretación al suge-
rir que «la grande revolución ocurrida en la península» había dado oportu-
nidad a «los menos apreciables ciudadanos» de «trastornar impunemente la
autoridad».53 Acusó a La Serna de «hipocresía, artería, malignidad, ingrati-
tud y cautela», y le describió a él y a sus principales oficiales como «una rama
masónica del Árbol que está en las Cortes, y ministros del día (y del tipo si-
guiente, si sigue el actual desgobierno de España)...».54 La Serna, por su parte,
recordó al gobierno peninsular en marzo de 1824, luego de haberse restaurado
el absolutismo, que si bien se había visto obligado a acatar la Constitución du-
rante los tres años anteriores, había decretado ya el 11 de abril de 1822 que las
órdenes recibidas del gobierno liberal de España no debían implementarse sin
su permiso expreso, enfatizando que toda persona que desobedeciera esta or-
den sería tratada «como sedicioso y perturbador del orden publicó», y pregun-
tando retóricamente si cualquiera de aquellos que intentaban mostrarse como
«más anticonstitucionales» que él, «se hubieran atrevido en mi lugar a tan clá-
sicas violaciones y modificaciones cuando la Constitución se ostentaba prote-
gida y recomendada por el mismo Monarca».55
Las evidencias disponibles referentes a las relaciones entre Pezuela y La
Serna antes de enero de 1821 tienden, asimismo, a sugerir que si bien existían
facciones entre los militares, no necesariamente reflejaban desacuerdos ideo-
lógicos profundamente enraizados. Algo más importantes fueron las grandes
diferencias culturales y las discusiones sobre tácticas entre los oficiales que
habían servido un buen tiempo en América, coma Pezuela (cuyo servicio allí
se remontaba a 1805) y Ramírez, quienes creían comprender a los criollos; y
los peninsulares arrogantes y seguros de sí mismos, que arribaron al Perú en
1816, decididos a reprimir la disidencia con su vigoroso profesionalismo. Es
muy claro que La Serna discrepaba con las tácticas militares de Pezuela —so-
bre todo en Chile, en 1817— hasta el punto de buscar renunciar a su comi-
sión y retornar a España.56 La aprobación de Madrid a este retiro —ostensi-

52 Ver, por ejemplo, LYNCH, John: The Spanish American Revolution (1808-1826), Nueva

York y Londres, W.F. Norton, 1986, pp. 171-172.


53 PEZUELA Y SÁNCHEZ MUÑOZ DE VELASCO, Joaquín de la: Manifiesto…, p. 126.
54 Biblioteca Menéndez Pelayo, Pezuela, ms. 1, Pezuela a La Serna (22 de febrero de

1821).
55 AGI, Lima, legajo 762, La Serna al ministro de gracia y justicia (15 de marzo de 1824).
56 Ver VARGAS UGARTE, Rubén: Historia del Perú. Emancipación…, pp. 152-153.
LA INDEPENDENCIA DEL PERÚ 131

blemente por motivos de salud— fue confirmada en 1818 y, habiendo viajado


a Lima, La Serna se encontraba a dos días de su partida a Panamá cuando Pe-
zuela, un tanto sorprendentemente, en vista de los acontecimientos posterio-
res, le ascendió a teniente general y le persuadió de que permaneciera en la
capital, listo para convertirse en virrey interino en caso de necesidad.57 Al pa-
recer, su intención inicial era devolverle a La Serna su puesto en el Alto Perú
(desde donde recibiría informes, en julio de 1820, de la profunda hostilidad
entre Ramírez y el «partido escandaloso» de los peninsulares, liderados por
Canterac), pero el arribo en septiembre de San Martín, y la necesidad subsi-
guiente de tener a La Serna cerca de Lima, causó un cambio de planes.58
No obstante las reservas que hay para atribuir las divisiones surgidas en-
tre los realistas en 1820-1821 a diferencias ideológicas, debemos recono-
cer que la restauración del liberalismo en España en marzo de 1820 (Fer-
nando VII juró nuevamente la Constitución el 9 del mes y convocó las
Cortes el 22), afectó profundamente los acontecimientos peruanos, en des-
ventaja primero de Pezuela y luego de San Martín.59 Gracias a su corres-
pondencia privada con el embajador español en Río de Janeiro, Pezuela ya
sabía, a mediados de julio, de la revolución de 1820, pero fue sólo el 4 de
septiembre (cuatro días antes de que San Martín iniciara su desembarco)
que se le ordenó formalmente que restaurara la Constitución.60 La ceremonia
misma, efectuada el 15 de dicho mes, estuvo precedida por una oferta hecha
cuatro días antes a San Martín para acordar un cese al fuego, luego de que
Pezuela recibiera instrucciones complementarias que le ordenaban tomar ese
paso en tanto llegaban de España comisionados de paz, encargados de per-
suadir a los insurgentes de que la restauración de la Constitución les permi-
tiría alcanzar sus objetivos dentro del redil hispano.61 Si bien la carta inicial
del virrey estaba redactada de modo algo brusco —decía que las órdenes re-
cibidas de Madrid habían interrumpido sus planes para rechazar a San Mar-
tín del Perú— su oferta de abrir negociaciones fue aceptada. Estas se inicia-
ron el 25 de septiembre en Miraflores.62 Dentro de una semana estaba claro

57 Biblioteca Menéndez Pelayo, Pezuela, ms. 5, cuaderno 8, Pezuela al ministro de guerra

(14 de febrero de 1820).


58 Ibídem, cuaderno 9, Mariano de la Torre y Vera a Pezuela (7 de julio de 1820).
59 Para un análisis claro de los acontecimientos en la península durante el nuevo trienio li-

beral (1820-1823), ver COSTELOE, Michael P.: Response to Revolution. Imperial Spain and the
Spanish American Revolutions (1810-1840). Cambridge, Cambridge University Press, 1986,
pp. 85-96.
60 Biblioteca Menéndez Pelayo, Pezuela, ms. 5, cuaderno 6, Pezuela al embajador Ca-

saflores, acusando recibo de su carta del 11 de mayo de 1820.


61 Copias de la correspondencia entre Pezuela y San Martín entre septiembre de 1820 y

enero de 1821 se encuentran en Biblioteca Menéndez Pelayo, Pezuela, ms. 6, «Conferencias


en Miraflores y correspondencia con el general enemigo».
62 Durante las discusiones, Pezuela se reunió con los enviados de San Martín y este último

con los suyos, pero no hubó ningún encuentro directo entre ambos jefes.
132 JOHN FISHER

que el abismo entre ambos lados era insuperable, dada la resistencia del vi-
rrey contra la insistencia de San Martín de que el Alto Perú se rindiera a sus
fuerzas. Las hostilidades se reiniciaron formalmente el 7 de octubre, no obs-
tante un intento hecho por San Martín a última hora para prolongar las nego-
ciaciones.63 A comienzos de noviembre, el ejército de San Martín, que había
aprovechado el cese al fuego para conseguir provisiones, caballos y reclutas
en las haciendas costeñas, había avanzado hasta las afueras de Lima, desen-
cadenando así los acontecimientos que eventualmente llevarían a la destitu-
ción de Pezuela en enero.

4. La llegada de Abreu y las negociaciones de 1821

Sobre este complicado telón de fondo se iban tomando medidas en Es-


paña para enviar los comisionados de paz prometidos en abril de 1820 a di-
versos puntos de América, un proceso que eventualmente hizo que Manuel de
Abreu viajara desde Panamá a Samanco pasando luego, por tierra, al cuartel
de los insurgentes en Huaura, donde estableció contacto directo con San Mar-
tín el 27 de marzo de 1821.64 Se presentó entonces ante La Serna en Lima, el
30 de marzo, luego de una reunión preliminar con Canterac en Aznapuquio,
notando que «el virrey me habló con la frialdad propia de su carácter». Por su
parte, el virrey se ofendió por la insistencia de Abreu, a quien describió como
«no…más de un capitan de fragata», en visitar a los prisioneros patriotas en el
Callao, y la negativa del comisionado contra su sugerencia de nombrar a Gas-
par Rico (el editor de El Depositario y, según Abreu, «un enemigo de la paz»)
como secretario de la junta establecida para negociar con los representantes
de San Martín. García Camba comentó que incluso en esta etapa inicial era ya
evidente para los realistas que Abreu había llegado como «un ciego apologista
de los independientes».65 Sin embargo, los oficiales del ejército, junto con el
virrey, no rechazaron los planes de Abreu que llevarían a un armisticio entre
ambos lados. Como explicó Valdés, «una suspensión de hostilidades… nos
interesaba», porque bajo su protección el virrey logró preparar su evacuación
de Lima sin temer acción militar alguna, revirtiendo así la situación en la cual
Pezuela se había encontrado en septiembre de 1820.66

63 Biblioteca Menéndez Pelayo, Pezuela, ms. 5, cuaderno 10, San Martín a Pezuela (1 de

octubre de 1820); Pezuela a San Martín (11 de septiembre de 1820).


64 Ver documento I. Hasta 1971 este documento, el «Diario Político», estuvo mal clasifi-

cado en la sección del Archivo General de Indias correspondiente a la audiencia de México,


aunque buena parte de la correspondencia asociada, llevada a España por Tavira (ver docu-
mento III) está repetida en AGI, Lima, legajo 800. Durante esta reunión, Abreu entregó a San
Martín una carta que había traído desde Cádiz de «un aijado [ahijado] suyo».
65 GARCÍA CAMBA. Andrés: Memorias…, p. 393.
66 VALDÉS, Jerónimo: Documentos…, v. 1, p. 57.
LA INDEPENDENCIA DEL PERÚ 133

Las negociaciones entre las juntas respetivas llevaron a un armisticio


formal el 23 de mayo de 1821, inicialmente de veinte días, pero posterior-
mente ampliado hasta finales de junio. El 2 de este último mes La Serna y
San Martín se encontraron en persona en la hacienda de Punchauca —según
Abreu «se dieron un abrazo, de mala gana»— y San Martín propuso la crea-
ción de una regencia, con La Serna como presidente, ofreciéndose él per-
sonalmente para viajar a España como parte de una comisión que negocia-
ría la independencia peruana, bajo el mando de un príncipe español. Según
Abreu, La Serna en un principio se vió tentado por la oferta, no obstante la
incomodidad que le daba asumir la presidencia pero, luego de conversar con
Valdés y García Camba, la rechazó, pues «los jefes del ejército se habían
opuesto por no anteceder la aprobación de las Cortes». A comienzos de ju-
lio era ya evidente que el abismo que separaba a ambos bandos era insupera-
ble, y La Serna y su ejército decidieron con los pies al marcharse de Lima el
día 6, a pesar de las protestas de la Audiencia de que la ciudad estaba siendo
cercenada de «la integridad nacional».67 El mismo 6 de julio, por ejemplo,
La Serna insistió en que los diputados de San Martín «precaviesen la en-
trada en Lima de los montoneros». Pero, cuando el comandante patriota To-
más Guido envió tropas para mantener el orden público, el jefe interino de la
ciudad, el marqués de Montemira, inicialmente les negó la entrada (debido,
según Abreu, a su «sandés»), resultando en que «la gente de color, aprove-
chando la ocación de no haber tropa de respeto en la ciudad, se sublevó y co-
metieron varios excesos de robos y algunas muertas, vejando a los Españo-
les, pero en seguida entró la tropa y todo se tranquilizó al momento, como
gente naturalmente sumiso».
Para septiembre, sin embargo, la persecución arbitraria de la población
peninsular, dirigida por Bernardo Monteagudo, se había intensificado. Mon-
teagudo, ministro de guerra de San Martín, se jactaba de contar con «todos los
medios que estaban a mi alcance para inflamar el odio contra los españoles:
sugerí medidas de severidad, y siempre estuve pronto a apoyar los que tenían
por objeto disminuir su número y debilitar su influjo público o privado».68 En-
tre los que fueron expulsados después de confiscárseles el grueso de sus pro-
piedades, se encontraban el arzobispo de Lima, el obispo de Huamanga, cinco
ministros de la audiencia y prominentes miembros del consulado.69
Abreu describe muy claramente el pánico y el desorden que reinaba en
Lima durante este mes. Apuntó el día 4: «se están armando todas las Cas-
tas, inclusos los esclavos, manifestando un odio furibundo a todo Español,
armandose las mujeres y frailes algunos». El día 7, «el pueblo bajo está en

67 AGI, Lima, legajo 800, audiencia a La Serna (5 de julio de 1821).


68 Ver documento I, nota 46.
69 AGI, Lima, legajo 1571, «Relación de los sujetos que han salido de la ciudad de Lima

para la península» (15 de mayo de 1822); Pedro Gutiérrez de Cos al ministro de Gracia y Jus-
ticia (8 de mayo de 1822).
134 JOHN FISHER

la mayor indignación, todo armado hasta las mujeres con sus machetes y cu-
chillos puestos en la muralla, con gritos repetidos mueran los Godos viva la
patria repitiendose en todos los barrios de la ciudad, varios frailes con cruci-
fijos y armas predican por las calles, mil dictarios contra los Españoles, que
ya no predicaban por causa de la patria sino por la religión que perseguirian
esos herejes Españoles dignos de muerte». Esta opinión popular de que el
gobierno liberal actuaba contra la religión fue compartida por sectores de la
aristocracia limeña. Abreu apuntó el 9 de agosto que José Lorenzo Bermú-
dez, uno de los miembros de la diputación realista, todavía intentando nego-
ciar un armisticio con San Martín, declaró que no continuaría como miembro
«porque la España habia abandonado la religión quitando los frailes, desco-
nociendo al papa y al voto de Santiago».70 Abreu lo describió como «un ino-
cente barón seducido por los papeles públicos y algunos fariseos, y atribuyó
su opinión a su «ancianidad y servilismo».
Abreu, por su parte, se sintió muy inseguro durante este período, es-
pecialmente después del 11 se septiembre, cuando un grupo de «desgra-
ciados» entraron en su casa, «a pretesto de buscar Españoles», y robaron
su reloj y otros artículos. Sin embargo mantuvo relaciones cordiales con
San Martín quien, después del incidente, le ofreció alojamiento en el pala-
cio de gobierno. Abreu también apuntó que después del abandono del Ca-
llao por Canterac en septiembre, San Martín ordenó que «los españoles
fuesen tratados bien». Además, informó a Abreu en octubre que todavía
quería firmar un armisticio, a pesar de la oposición no sólo de La Serna
sino también de Monteagudo, «como cabeza del partido que le critica».
Según Abreu, también pidió perdón por los «secuestros hechos a los Espa-
ñoles pues que sin embargo de ascender a mas de dos millones de pesos,
conocía que los resultados habían de ser la ruina de estos intereses disi-
pado su mayor ingreso en las personas cuya codicia los harían desapare-
cer». Aunque Abreu reconoció que «la multitud de tropelias, robos, vejá-
menes y algunas muertes» cometidas en Lima durante septiembre de 1821
representó «parte de los medios maquiavélicos que San Martín me dijo
pondría en ejercicio si la España se empeñaba en seguir la Guerra», des-
cargó la mayor parte de la culpa por estas desgracias en el «alma fría de
La Serna» y el «violento carácter de Valdés».
Abreu, privado de su salario (350 pesos al mes) cuando La Serna se fue a
la sierra recibió, en cambio, 1.000 pesos del ministro de finanzas de San Mar-
tín, Hipólito Unanue, en agosto de 1821.71 Además, fue colmado de regalos y
cumplidos par San Martín cuando partió del Perú a España en diciembre: los
obsequios incluían medallas de oro y plata, acuñadas para conmemorar la in-
dependencia peruana, y la carta explicativa de San Martín declaraba que «para

70 Ver documento I, nota 25.


71 AGI, Lima, legajo 800, Hipólito Unánue a Abreu (17 de agosto de 1821).
LA INDEPENDENCIA DEL PERÚ 135

algún español servil sería un insulto la remesa de las medallas de la Indepen-


dencia… pero para un liberal no creo que será un insulto, sino que [las] reci-
birá como una prueba de mi afecto para que V. las reparta entre sus amigos».72
No sorprende que las relaciones entre Abreu y La Serna, que habían se-
guido comunicándose par carta, se hubiesen hecho cada vez mas frías en es-
tos cinco meses: por ejemplo, en noviembre el virrey respondió a una carta
de Abreu que él consideraba era «un aglomeramiento de frases, digresiones,
reflexiones y consejos insignificantes», sugiriéndole que su lenguaje «pa-
rece mas bien el de un Agente de los disidentes que el de un comisionado par
S.M.C.».73 En su respuesta, Abreu le acusó de haber saboteado toda posibili-
dad de una reconciliación con los «disidentes» por su insistencia en tratarles
de «traidores, alevosos y rateros», causando así «el rompimiento escanda-
loso a que V.E. nos provocó...».74 Monteagudo sostuvo que los esfuerzos de
Abreu para reconciliar a ambos bandos habían sido «inútiles», pero expresó
sus esperanzas de que «una amigable transacción sea el término de la actual
contienda», a pesar de los obstáculos puestos por los comandantes realistas
de los «últimos restos de Ejército que mantienen en este territorio».75 Abreu
dejó Lima el 3 de diciembre de 1821, todavía con la esperanza de que San
Martín enviara comisionados a España para que negociaran la conformación
de una monarquía independiente en el Perú, a pesar de haber apuntado en
su Diario, en junio que, durante las discusiones en Punchauca, Guido le ha-
bía dicho «que aun que San Martin hubiese formado la idea de hacer el viaje,
ellos [sus oficiales] nunca lo consentirían».76 Además, según su Diario, ex-
plicó este plan al Director de Chile, Bernardo O’Higgins, en Santiago el 9 de
enero de 1822, y este último le dijo «que este Gobierno estaba dispuesto y
deseaba ocasión en que entenderse con el Gobierno Español».77
El caso es que el gobierno constitucional en Madrid no había abando-
nado enteramente la idea de un arreglo negociado con los disidentes: sus
nuevos emisarios, enviados a Buenos Aires en 1822, eventualmente firmaron
un armisticio allí en julio de 1824, pero sin saber que Fernando VII había or-
denado el cese de la iniciativa en enero de ese año.78 Pero, por algún motivo
no explicado, el ministro de ultramar fue renuente a tratar con Abreu a su re-
torno a España, y no le permitió pasar a la corte para presentar su informe
sino hasta octubre de 1822.79

72 Ibíd., San Martín a Abreu (1 de diciembre de 1821).


73 Ibíd., La Serna de Abreu (2 de noviembre de 1821).
74 Ibíd., Abreu a La Serna (12 de noviembre de 1821).
75 Ibíd., Monteagudo al ministro de ultramar (22 de noviembre de 1821).
76 Ibíd., Abreu a San Martín (2 de diciembre de 1821).
77 Durante su estancia en Chile (desde el 27 de diciembre de 1821 hasta el 20 de enero de

1822), Abreu sufría, según el Diario, de «corta salud y poca plata».


78 AGI, Indiferente General, legajo 1571, Real Orden (26 de enero de 1824).
79 AGI, Lima, legajo 800, ministro de ultramar a Abreu (13 de octubre de 1822).
136 JOHN FISHER

Hay ciertos indicios de que San Martín era igualmente optimista acerca de
la posibilidad de ir a España, por lo menos hasta finales de 1821, lo que expli-
caría su renuencia a librar combate con los 3.300 hombres de Canterac en sep-
tiembre, cuando éste evacuó la guarnición realista dejada en el Callao, en julio.
Sin embargo, es claro que La Serna había decidido que un arreglo negociado
era imposible antes de que Abreu partiera, y que la sierra era el mejor lugar
para montar la defensa armada del virreinato en contra de la insurgencia. Ade-
más, aunque posiblemente Abreu no entendió bien su importancia, las noticias
que llegaron a Santiago desde Lima antes de su salida para Río de Janeiro, in-
dicaron claramente que San Martín estaba perdiendo el control de la situación
política en el Perú. En las últimas páginas del Diario apuntó, por ejemplo, que
había escuchado el rumor de que Cochrane quería acuñar nuevas medallas de
la independencia, declarando «San Martin tomó a Lima y Cocrane tomó su
plata».80 También comentó que varios oficiales chilenos y el porteño Juan Gre-
gorio de las Heras, jefe de estado de San Martín, habían decidido regresar a
Chile, y que un oficial inglés «me dijó en Santiago que habia asistido a una co-
mida en que uno brindó con las notables palabras por el ladrón San Martín».81

5. Epílogo y conclusión

Obviamente, a pesar de la salida de La Serna de Lima en julio de 1821 y


la de Canterac del Callao en septiembre, los limeños todavía no habían visto
por última vez las espaldas de los realistas, pues además de la breve reocu-
pación de la ciudad en junio de 1823, el motín de la guarnición patriota del
Callao en febrero de 1824 permitió que los realistas retomaran tanto la inde-
fensa capital —que rendirían sólo después de la batalla de Ayacucho— como
el Callao mismo, que, como ya hemos mencionado, Rodil se rehusó a ren-
dir hasta enero de 1826.82 El gran número de prisioneros realistas rendidos
a Sucre aquel 9 de diciembre de 1824 incluía a 60 oficiales de alta gradua-
ción, 500 oficiales subalternos y más de 1.000 soldados, que fueron presen-
tados con la opción de permanecer en el Perú o ser repatriados a España. La
Serna y otros peninsulares de alta graduación partieron de inmediato hacia el
puerto de Quilca, de donde salieron el 3 de enero de 1825 en un largo viaje,
vía Río de Janeiro y Burdeos, que los llevó de vuelta a España, a una amarga
polémica sobre las razones de la pérdida del Perú.83

80 Ver documento I, nota 57.


81 Sobre Las Heras, ver documento I, nota 11.
82 Ver documento I, nota 6.
83 Para los detalles de este viaje, que son especialmente ilustrativos en lo que respecta al

malestar entre liberales y absolutistas, ver WAGNER DE LA REYNA, Alberto: «Ocho años de la
Serna en el Perú (de la “Venganza” a la “Ernestina”». Quinto Centenario, 8 (Madrid, 1985),
pp. 37-59.
LA INDEPENDENCIA DEL PERÚ 137

De mayor relevancia para el entendimiento del proceso de la independen-


cia es que, si bien casi 400 de los oficiales y un número similar de soldados
rasos también ejercieron su derecho a ser repatriados, la mayoría de los ren-
didos en Ayacucho o inmediatamente depués de la batalla —en total 526 ofi-
ciales y casi 1.000 soldados— decidieron retornar a «sus casas en el país».84
El inflexible Valdés, aunque aceptando que podrían ser útiles —«una semi-
lla…que podría dar algún día frutos abundantes»— en caso de un intento de
reconquista, manifestó cierto alivio de que la mayoría de los «oficiales del
país de distintos colores» no hubiesen ido a España, pues habrían sido «inúti-
les en la Europa, aunque muy beneméritos allí por su fidelidad».85
Lo que es aún mas interesante es que cuando Lima fue rendida por los
realistas en diciembre de 1824, tomaron refugio en la fortaleza del Callao no
sólo 2.500 oficiales y soldados, la mayoría peruanos (de los cuales sobrevi-
vieron apenas 400) sino también casi 4.000 civiles, entre ellos la crema de la
aristocracia limeña, que cayeron víctimas del amargo asedio de la fortaleza,
iniciado en diciembre de 1824 y continuado hasta que Rodil finalmente ca-
pituló, y que incluían a no sólo a Gaspar Rico, el enemigo amargo de Abreu,
sino también el marqués de Torre Tagle (y su esposa e hijo), el conde de Vi-
llar Fuente, que había servido como gobernador de Lima durante la reocupa-
ción realista de 1824, y Diego de Aliaga (y su hermano Juan, conde de San
Juan Lurigancho), vicepresidente de Torre Tagle en 1823. De esta manera,
podemos concluir que España había perdido el Perú, a pesar de que la mayo-
ría de los limeños políticamente activos habían optado a favor de la muerte
en vez de la independencia.86

84 Para sus nombres, rangos y destinos, ver Colección Documental…, tomo 22, v. 3,

pp. 402-432.
85 VALDÉS, Jerónimo: Documentos…, v. 1, p. 101.
86 Para más detalles del sitio del Callao, ver ANNA, Timothy E.: The Fall of the Royal Go-

vernment in Peru. Lincoln y Londres, University of Nebraska Press, 1979, pp. 236-237.
Brasil y Uruguay:
dos procesos de independencia íntimamente relacionados1

JULIO SÁNCHEZ GÓMEZ


Universidad de Salamanca

Íntimamente relacionados y destacadamente anómalos en relación con


los demás de la América ibérica. Brasil fue el único estado en adoptar a largo
plazo la forma monárquica de gobierno, el único en el que la esclavitud fue
el centro de su sistema productivo y el único que no se rompió en pedazos y
consiguió, a duras penas, mantener la unidad territorial de todo el conjunto
colonial. El de Uruguay fue el proceso más largo, complicado y zigzagueante
de entre todos los ocurridos en territorios separados de la soberanía española.

1. Brasil

La conmemoración este año de los doscientos años del estallido de la in-


surrección contra la intervención de Bonaparte en la parte española de la Pe-
nínsula Ibérica, que constituyó el inicio de la revolución liberal y de los le-
vantamientos independentistas en los territorios americanos de la corona, ha
oscurecido con su abrumadora presencia en este lado peninsular el hecho de
que esa intervención napoleónica se produjo en el seno de una proyectada
conquista conjunta hispanofrancesa del reino de Portugal que desembocó en
la invasión del territorio luso por un ejército francés al mando del general
Andoche Junot.
Frente a la inminente llegada de la agresión, la monarquía portuguesa se
ausentó de Lisboa, río abajo, hacia sus dominios ultramarinos de Brasil, de-
jando tras de sí un angustioso vacío de poder. A esa situación se enfrentaron
los ciudadanos de la capital primero y los de todo Portugal después, a me-
dida que se transmitía la noticia a partir de la mañana del 27 de noviembre

1 El presente texto corresponde a la conferencia pronunciada en el ciclo dedicado a las in-

dependencias americanas organizado por el área de Historia de América de la Universidad del


País Vasco. Como tal texto de conferencia, está desprovisto de cualquier nota bibliográfica y
así he decidido mantenerlo. He añadido, eso sí, una amplia bibliografía.
140 JULIO SÁNCHEZ GÓMEZ

de 1807. El Estado en su conjunto y no la Corte, como erróneamente tantas


veces se simplifica, habían abandonado el territorio metropolitano para diri-
girse al otro lado del mundo y tratar de conservar allí el ejercicio del poder
desde otra parte del territorio de la Corona. Emigraba la familia real, pero
también consejeros, embajadores, altas jerarquías del Estado y de la Iglesia,
cortesanos y una buena parte de la nobleza y de los más destacados indivi-
duos de la elite económica del reino. Con ellos salían de golpe de Lisboa en
torno a 15 mil personas, un 10% de los habitantes de la ciudad, que en aquel
entonces contaba con menos de 200.000 habitantes.
¿Qué es lo que había pasado?. En el juego de las presiones internaciona-
les, en plena confrontación paneuropea de las guerras napoleónicas, en el di-
lema de tener que optar entre salvar el territorio o la dinastía, los Bragança,
a diferencia de sus parientes españoles, eligieron una solución dinástica tí-
pica del Antiguo Régimen: decidieron salvar la continuidad familiar a costa
de sacrificar una parte del territorio, aunque éste fuera el teóricamente más
importante, el metropolitano. Pero su opción tenía mucho de práctica: en la
apremiante necesidad de optar entre intentar conservar el pequeño territorio
europeo con muy pocas posibilidades de éxito frente a Bonaparte y perder
el riquísimo imperio ultramarino a manos de Inglaterra o afirmar éste per-
diendo aquel, la Monarquía portuguesa optó por colocarse bajo la protección
de la corona y la flota británicas y emigrar a ultramar con todo el aparato del
Estado. La Monarquía y la aristocracia que la rodeaba eran perfectamente
conscientes de que vivían sobre todo de las rentas de Brasil y que sin ellas no
había posibilidad de que la dinastía perviviese. Y tenían la absoluta certeza
de que, sin la colonia americana, el territorio metropolitano era inviable y se-
ría inmediatamente engullido por España.
En suma, trasladándose al otro lado del mar, monarquía y nobleza por-
tuguesas escapaban a las vejaciones de la ocupación francesa y a un destino
que intuían como el que cinco meses más tarde esperaba a sus cuñados y sue-
gros, los monarcas españoles, esquivaban la posibilidad que temían de una
insurrección liberal, que, quien sabe, podía desembocar en el fantasma que
asustaba a todas las monarquías: el destino de Luis XVI y su familia. Y se di-
rigían a poner en pie el programa de edificar un nuevo país mucho más pode-
roso y rico que el pequeño, arrinconado y humillado Portugal continental.
Pero es que además, la idea del traslado del centro de la monarquía a
Brasil para convertir a éste en el centro de un gran imperio no era una idea
nueva. Había surgido ya en el siglo XVI: una de las primeras obras literarias
nacidas en Brasil, los Diálogos das grandezas do Brasil, atribuidos a Am-
brosio Fernández Brandâo, ya recogían la profecía de un astrólogo al rey
D. Manuel I de que la colonia serviría un dia «de refúgio e abrigo da gente
portuguesa». El padre Antonio Vieira, uno de los más influyentes persona-
jes portugueses de aquella centuria lanzó su teoría, de raíces sebastianistas,
del Quinto Imperio, según la cual Portugal era el país predestinado a ser ca-
beza de un gran imperio, el quinto (que seguirá a los 4 anteriores), y ese gran
BRASIL Y URUGUAY: DOS PROCESOS DE INDEPENDENCIA ÍNTIMAMENTE... 141

imperio tendría su centro en Brasil. Y en esos mismos tiempos, en los de la


Restauración de 1640, eran muchos los portugueses convencidos, tras el le-
vantamiento contra España y antes de los tratados protectores de alianza con
Inglaterra, de que la nueva dinastía solo lograría sobrevivir a la presión de-
sigual de los Habsburgo refugiándose en ultramar, en el naciente poderío de
Brasil.
Más tarde, esta vieja obsesión toma forma en la primera década de 1800,
en plena turbulencia continental europea. En 1803 el que luego sería minis-
tro en la corte trasladada a Brasil, D. Rodrigo de Souza Coutinho, presentaba
al monarca un proyecto de reestructuración del imperio para hacer frente al
peligro que comenzaba a vislumbrarse de emancipación de Brasil. Junto con
planteamientos de igualdad entre el territorio ultramarino y el metropolitano,
ante la eventualidad de pérdida de lo que ya se consideraba la parte más va-
liosa del territorio de la corona, para evitar lo que ya comenzaba a suceder a
varios monarcas europeos, proyectaba la emigración del centro del imperio al
Brasil. Era una forma de defender lo que entonces era una anomalía en Eu-
ropa, uno de los países más débiles y pequeños, pero dotado de un enorme y
riquísimo imperio colonial.
En su equipaje por tanto, la Corte portuguesa llevaba a Brasil la idea de
constituir allí un imperio poderoso con base americana a costa de los paí-
ses culpables de aquella emigración: Francia y, sobre todo, España. Muy
pronto, la monarquía comenzó a poner en práctica esa idea de la construc-
ción imperial. Hacia fuera, adoptando una política expansiva que se aprove-
charía de la debilidad de los dos vecinos: Francia en el norte. Y Portugal pro-
cedió a la ocupación del territorio francés de la Guayana. Y España en el sur.
La debilidad española se aprovechó para llevar a término una determinación
casi obsesiva de la corona portuguesa postrestauración: ocupar el actual Uru-
guay y llevar la frontera de los dos imperios al Río de la Plata. Aun más, dos
años después y aprovechando el que la princesa regente era hermana de Fer-
nando VII, entonces cautivo, Carlota Joaquina de Borbón realizó maniobras
para hacerse con todo el virreinato del Rïo de la Plata, solo abortadas por la
oposición británica, que no estaba dispuesta a aceptar el crecimiento de una
potencia en el Atlántico que podía acabar resultándole incontrolable. Gran
Bretaña fue al final quien abortó el sueño imperial luso. En 1817, como vere-
mos más adelante, el ejército de Su Majestad Fidelísima ocupaba Montevideo
e incorporaba la Banda Oriental a sus dominios. Al final, las circunstancias
exteriores dejaban el sueño imperial en magros resultados.
Hacia dentro, se trató de organizar la nueva sede del Estado en esce-
nario digno de una realeza con poder absoluto e imperial sobre las 4 par-
tes del mundo para una larga permanencia que muchos historiadores creen
que acabó pensándose definitiva. Los signos de esta voluntad de permanen-
cia son numerosos y entre otros, la conversión de Río, a base de obras pú-
blicas y de creación de instituciones —museos, teatros, bibliotecas, como la
futura biblioteca nacional, academias, el jardín botánico, periódicos— en lo
142 JULIO SÁNCHEZ GÓMEZ

que Kirsten Schulz ha denominado un «Versalles tropical». La monarquía


llegaba en 1808 para quedarse. Solo la sucesión de acontecimientos de ca-
rácter insurreccional que tuvieron lugar a uno y otro lado del Atlántico entre
1820 y 1822 torcieron la orientación del proceso.
A partir de 1808, por tanto, en Brasil se pone en pie un Estado con todos
sus aditamentos: ministerios —de Guerra y Asuntos Extranjeros, de Marina
y de Hacienda e Interior—, tribunales, embajadas, funcionarios, corte aristo-
crática y el primer banco en ultramar, el Banco do Brasil. Por consiguiente,
en los años en que en los territorios españoles vecinos comienza a acusarse
el vacío de poder producido por los acontecimientos metropolitanos de 1808
y principian a ponerse en movimiento las elites locales para llenar ese vacío,
en Brasil está sucediendo todo lo contrario: está comenzando a funcionar allí
todo un aparato estatal. Aquella ruptura de la legitimidad dinástica que es-
tuvo en la base de los acontecimientos en tantas ciudades de la América his-
pana a partir de 1810 no se dio aquí; no hubo una ausencia del depositario
de la soberanía, no hubo, como si sucedió en los territorios de la corona es-
pañola, un espacio vacío que hubiera que llenar y que sería llenado por los
pueblos, tal como afirma J.M. Portillo, no se hacía preciso un proceso de re-
fundación. Algo semejante si se produjo sin embargo en la metrópoli portu-
guesa, dónde fue patente el sentimiento por parte de los súbditos de haber
sido abandonados por la dinastía y dejados en manos de los franceses pri-
mero y de los ingleses después y ello transmitió una cierta idea de ausencia
de legitimidad que se hará patente en la revolución liberal de 1820.
Los años posteriores a 1808 fueron de afirmación constante de la impor-
tancia de Brasil en el conjunto de la monarquía en detrimento de la antigua
sede metropolitana. En 1808, nada más desembarcar en Bahía —dónde la
expedición descansó unos días—, Joao VI2, haciendo frente a compromisos
adquiridos con sus aliados británicos, decretó la apertura de los puertos bra-
sileños a «las naciones amigas»; la medida permitió la presencia de comer-
ciantes extranjeros en Brasil y contribuyó a dinamizar extraordinariamente el
comercio externo de la colonia, hasta entonces ligada únicamente a Portugal.
En realidad la apertura de puertos benefició exclusivamente a Inglaterra, que
era la potencia que dominaba los mares en ese momento. Se iniciaba el largo
periodo de dominio inglés en Brasil, que iba a durar más de un siglo, hasta
el punto que un importante historiador brasileño de tinte nacionalista afirma
que Brasil se convirtió en un auténtico «protetorado inglês».
Y el proceso de afirmación de la personalidad de Brasil iba a culminar
en 1815. Ese año, Juan VI tomó una medida de gran importancia en relación
con el estatus del territorio de la colonia americana en el interior del imperio.

2 En realidad, en el momento del traslado del Estado, Príncipe Regente en nombre de su

madre, la reina María I, declarada incapaz como consecuencia de un agudo proceso de demen-
cia.
BRASIL Y URUGUAY: DOS PROCESOS DE INDEPENDENCIA ÍNTIMAMENTE... 143

Se crea entonces el «Reino Unido de Portugal, Brasil y los Algarves», una


providencia que ponía fin a la condición de colonia del territorio y lo elevaba
a la total igualdad con la metrópoli. Si a todo ello añadimos que los primeros
años de presencia de la Corte en Brasil, los de las guerras napoleónicas, fue-
ron de expansión económica, estimulada por la libertad de comercio y aper-
tura de los puertos y por el derrumbe de los competidores, que benefició no-
tablemente a los productores y comerciantes3, podemos dibujar un cuadro de
alta satisfacción entre las elites lusobrasileñas.
El panorama comienza a resquebrajarse a partir de 1817. Estalla ese
año un movimiento insurreccional en el Nordeste, en la región azucarera
de Pernambuco, la denominada «Revoluçao Pernambucana», el primer so-
bresalto que turbó aquella tranquilidad en que se mantenía la antigua colo-
nia desde la llegada de la Corte. La coyuntura económica, tan favorable a
los productores agrarios exportadores hasta 1815, había cambiado. Con la
paz en Europa habían aparecido nuevos competidores a los productos tra-
dicionales de exportación del nordeste, con la consiguiente caída de pre-
cios en los mercados internacionales. Pero sobre todo, existía un creciente
resentimiento contra la corte de Río, de la que pensaban que exigía eleva-
dos impuestos pero que éstos beneficiaban solo al sur en detrimento de un
nordeste al que consideraban preterido e incluso perjudicado. Fue esta la
primera manifestación de descontento del norte y nordeste, de una secuen-
cia que produciría muchas otras hasta la segunda mitad del siglo. Todo ello
unido a antiguos conflictos y fuertes tensiones de naturaleza económica
y social en una sociedad fuertemente polarizada entre dueños de tierra y
grandes comerciantes frente a una masa de población libre extremada-
mente desposeída y un elevadísimo número de esclavos, el mayor porcen-
tualmente de Brasil, desembocó en un conflicto abierto. El movimiento, de
carácter republicano y liderado por miembros de sociedades secretas en las
que dominaban las ideas de la Revolución francesa, planteaba la indepen-
dencia respecto del gobierno de Río y contó con un fuerte apoyo entre la
población local. En su programa figuraba la instauración de una República
dotada de una Constitución que garantizaba las libertades de pensamiento,
prensa y religión, muy influida por el texto fundamental de los Estados
Unidos, de cuyo sistema político eran los dirigentes fervientes admirado-

3 Los años de las guerras napoleónicas —recordemos que a ellas se unió también la gue-

rra atlántica entre Estados Unidos y Gran Bretaña— favorecieron a los productos tropicales
brasileños, pues la ruptura de lazos coloniales y la inseguridad provocaron la desorganización
de la producción de géneros tropicales en las colonias españolas y francesas, principales com-
petidores de Brasil en la producción de esos géneros. Además, la falta de productos tropicales
en el mercado europeo provocó un alza de precios, beneficiando a los productores brasileños.
Los principales productos exportados por Brasil: azúcar, algodón, café, tabaco, arroz, cacao,
especias y cueros tuvieron un mercado garantizado y a precios muy remuneradores en Europa
hasta 1815.
144 JULIO SÁNCHEZ GÓMEZ

res. Recordemos que estamos aun en un escenario de Antiguo Régimen y


con la sede de la monarquía en Río.
Los revolucionarios, que obtuvieron apoyo en otras regiones nordestinas
contiguas —Río Grande do Norte, Paraíba, Ceará y Bahía, dónde el goberna-
dor organizó una brutal, pero muy eficaz represión— expulsaron al goberna-
dor e implantaron un gobierno provisional con representantes de la Iglesia,
de los comerciantes, de la justicia, del ejército y de los propietarios agríco-
las, que se mantuvo durante varios meses. La revolución, que comenzó con
un carácter muy interclasista, se radicalizó y, mientras daba entrada a blan-
cos pobres y a esclavos, expulsaba a sus apoyos entre los propietarios de en-
genhos y comerciantes exportadores de Recife. El gobierno de Su Majestad
envió un ejército que asedió a Recife por mar y tierra. Tras la toma de la ciu-
dad, la represión fue extremadamente violenta, en consonancia con el susto
que había producido en el entorno de la corte carioca: los principales líderes
de la insurrección sufrieron la pena de muerte. La sombra del movimiento
pernambucano planeó durante años sobre las élites brasileñas y fue, junto
con la revolución de Haití, a la que se asimiló por parte de las elites del sur,
uno de los factores que contribuyó a dar a la independencia brasileña el tono
conservador que la caracterizó.
En los años de permanencia de la corte en Río, una buena parte de los
quince mil cortesanos que acompañaron a don Joao y muchos otros que fue-
ron llegando después crearon una red de intereses económicos, muchos com-
praron tierras o participaron como socios en el comercio, y familiares, esta-
bleciendo matrimonios con hijas de ricos propietarios locales. Todos ellos se
convirtieron en un fuerte grupo partidario de conservar el gobierno en Brasil
y desde luego, de hacer frente a cualquier vuelta atrás en el estatus de igual-
dad política con la metrópoli a la que Brasil había accedido. Ellos, junto con
unas oligarquías locales que se habían enriquecido con el fin del monopolio
y habían adquirido una importante dosis de orgullo local mediante la presen-
cia de la corte y con la creación de las instituciones que daban lustre a la ca-
pital, se convirtieron en un importante grupo de brasileñistas partidarios del
mantenimiento de la condición de reino de Brasil. Nadie antes de 1822 plan-
teaba la independencia como proceso de separación respecto de la parte eu-
ropea del Reino Unido; existía, sobre todo en el centro-sur, algo así como un
«patriotismo imperial», ligado a «lo portugués», si bien surgían en las pro-
vincias del norte lo que el más importante periodista de la época, Hipólito
José da Costa llamó «celos de unas provincias frente a otras, la causa por la
que Bahía quiere mejor estar sujeta a Lisboa que a Río de Janeiro».
Pero toda esta situación sufrió un cambio radical cuando en 1820 una re-
volución de carácter liberal estallaba en la ciudad metropolitana de Porto.
Culminaba en ella un largo periodo de descontento metropolitano iniciado
con el propio abandono de la corte y que se había alimentado con el empo-
brecimiento provocado por la guerra, el hundimiento del comercio ultrama-
rino tras la apertura de puertos y las enormes ventajas concedidas a los co-
BRASIL Y URUGUAY: DOS PROCESOS DE INDEPENDENCIA ÍNTIMAMENTE... 145

merciantes británicos y el hecho de que la Regencia fuera ejercida por un


militar inglés. Todos estos males se atribuían a la ausencia de un monarca y
de un gobierno de los que se pensaba que hacía mucho que debían haber re-
gresado y de los que se empezaba a sospechar con cierto fundamento que no
iban a retornar. Los portugueses metropolitanos sentían que se había produ-
cido lo que algunos historiadores de la independencia denominan la «inver-
sión colonial».
La revolución provoca en el ámbito portugués algunas situaciones seme-
jantes, ahora sí, a las aparecidas en el ámbito español en 1808. La Junta cons-
tituida en Lisboa convoca unas Cortes constituyentes —las primeras Cortes
en 200 años— elegidas mediante la ley electoral por la que se habían regido
las de Cádiz, mientras que en Brasil, dónde en un principio la presencia de la
monarquía pretendió prolongar la vigencia del Antiguo Régimen, estallaron
movimientos —de norte a sur— a favor de una constitución para el conjunto
portugués que depusieron a los gobernadores y crearon juntas provisionales
de gobierno —algo que inmediatamente evoca acontecimientos semejantes
en el ámbito hispánico de diez años antes— y que al final obligaron al rey a
jurar la constitución aun nonata —las bases constitucionales—, tras varios
intentos de poner en vigor directamente la allí mítica constitución de Cádiz y
a organizar elecciones a representantes también en el territorio de Brasil.
La revolución acarreó la reasunción de la soberanía del rey por el pueblo.
En este caso, también en Portugal, por abandono por parte del rey. En pala-
bras de Fernándes Tomás, uno de los diputados portugueses liberales:

la ignorancia o el olvido en que nuestro adorado monarca tenía al reino y la


desgraciada situación en que el reino se encuentra, justifican plenamente que
la nación reasuma la soberanía que en tiempos antiguos ya había ejercido, en
los siglos venturosos en que Portugal tenía un gobierno representativo en las
cortes de la nación.

Obsérvese que el liberalismo portugués, al igual que los diputados espa-


ñoles de 1812, nunca se pensó a si mismo como revolucionario y buscó en
la mitificación y mixtificación de un pasado medieval democrático el prece-
dente para su propia legitimación.
Ante los requerimientos desde la metrópoli, el rey decidió volver a Lis-
boa, pero dejando en Brasil un gobierno a cuyo frente colocó al príncipe4 he-
redero y todas las instituciones de gobierno que habían funcionado hasta en-
tonces. Ahora, tras el fin del Antiguo Régimen, se prolonga la monarquía
dual con bases teóricamente representativas.
Las Cortes Constituyentes tenían ante si una tarea que, con la llegada y
la participación de los diputados de varias provincias de Brasil se acabaría

4
146 JULIO SÁNCHEZ GÓMEZ

revelando imposible: amalgamar en una misma unidad los distintos intere-


ses y proyectos de las muy heterogéneas partes del Imperio. Para empezar,
los diputados mayoritariamente y siguiendo la pauta de sus antecesores ga-
ditanos, a los que siguen en los lineamientos principales, optan por asimilar
nación y territorios de la Monarquía y crear una única nación transoceánica,
rompiendo así con la tradición anterior5 y sobre todo con la todavía reciente
conformación de la monarquía como dual: «A Nação Portuguesa é a união
de todos os portugueses de ambos os hemisférios», decía el título segundo de
la constitución de 1822.
Esta nación transoceánica se organizaría, y en esto pesó sobre todo la
opinión de los diputados más cercanos ideológicamente a la constitución
gaditana, con una sola representación y legislativo —las Cortes— y un
solo poder ejecutivo, en ambos casos con sede en Lisboa. La consecuencia
lógica de esta nación transoceánica única e indivisible fue la anulación de
la monarquía dual y, consecuentemente, la desaparición del ejecutivo que
estaba funcionando con sede en Río encabezado por el Príncipe Heredero.
Los territorios —provincias se denominarían ahora en el caso de Brasil—
serían gobernados por Juntas provinciales electivas, independientes unas
de otras y responsables directamente ante Lisboa.
Y aquí es donde la historiografía tradicional y la nacionalista sitúan lo
que denominan el «intento de recolonización del territorio americano» y,
consecuentemente, la «heroica reacción» de Brasil, unánime en la defensa
de las conquistas adquiridas en los tiempos de la monarquía con sede en ul-
tramar. Nada más lejos de la realidad.
Los diputados de Brasil, en contra de lo afirmado por la historiografía y
la creencia tradicional, actuaron sin coordinación: unos se alinearon con el ala
metropolitana más jacobina, aceptaron el concepto de nación una e indivisible
y firmaron al final la constitución de 1822, mientras que otros eligieron como
el eje de su actuación la defensa de la condición de reino de Brasil, es decir,
la permanencia allí de una parte del ejecutivo con amplia autonomía y enca-
bezado por el príncipe heredero D. Pedro, una facción encabezada por los re-
presentantes de Sao Paulo. En realidad —y sin que esto refleje unanimidades
en el seno de los grupos provinciales— la posición a favor del mantenimiento
de Brasil como reino fue sostenida sobre todo por los grupos del centro sur
que se habían beneficiado mucho con la instalación de la corte en el tró-
pico y que luego serían los que construirían la independencia en los últimos
meses de 1822. Frente a ellos, los representantes de norte y nordeste —Pará,
Maranhao o Bahía— se movieron —por supuesto, tampoco de forma uná-

5 El uso del concepto «nación portuguesa» era anterior a la revolución liberal. Ya en el an-

tiguo régimen la gran comunidad formada por los súbditos del rey de Portugal era percibida
y denominada nación portuguesa como concepto abarcativo. Pero el paso a tener un sentido
constitucional era un radical cambio cualitativo
BRASIL Y URUGUAY: DOS PROCESOS DE INDEPENDENCIA ÍNTIMAMENTE... 147

nime— en defensa del hecho de que la situación geográfica les prometía mu-
cho mayores ventajas de su unión con la corte de Portugal que con la de Río.
Esta división simple se fue convirtiendo en cada vez más compleja en ul-
tramar. Una parte de las elites periféricas se sintieron cómodas con el poder
que les concedía su control de las provincias a través de las Juntas provincia-
les electivas. Además no habían percibido ventajas de su dependencia de Río
en los tiempos de la corte en Brasil y tenían una tradición mucho más vincu-
lada a Lisboa —de la que estaban incluso geográficamente más cercanas—
que a Río.
En el centro-sur —Río, Sao Paulo, Minas— la percepción de las últimas
décadas era muy diferente y una parte de las élites quería conservar lo que
consideraban conquistas irrenunciables en forma de instituciones propias.
Formaban las filas de este partido «brasileñista» productores de «géneros
tropicais de exportaçao», comerciantes exportadores ligados al comercio di-
recto, decididos a continuar exportando al margen del complejo monopolista
portugués, a los que se unían todos aquellos que se habían beneficiado de la
situación creada a partir de 1808 —funcionarios, financieros, comerciantes
extranjeros, ingleses sobre todo—. De otro lado, también en el centro-sur ha-
bía firmes partidarios de las Cortes. En general, la opinión liberal moderada-
mente radical se decantaba más del lado de las Cortes, ya que la trayectoria
de éstas mostraba una faz más liberal que el grupo aristocrático que se agru-
paba alrededor del Príncipe Regente. También apoyaban la permanencia en
Portugal los miembros del «partido portugués», formado por antiguos co-
merciantes ligados al viejo monopolio, militares de la guarnición, muy poli-
tizados a favor de la naciente constitución y portugueses recientemente lle-
gados de clases bajas que temían ser marginados por la posible separación.
Junto a ellos, iba creciendo una opinión mucho más radical, de tinte liberal-
republicano entre las clases medias urbanas —pequeños comerciantes, pro-
fesionales, periodistas e incluso religiosos politizados— y algunos grupos de
propietarios rurales del nordeste que amenazaban con reeditar la revolución
pernambucana de 1817, cuyos líderes habían sido puestos en libertad por la
revolución y en muchos casos habían ocupado las Juntas provinciales.
El grupo brasileñista comenzó a difundir una activa e inteligente propa-
ganda contra las Cortes, primero contra lo que consideraban subrepresenta-
ción de Brasil, lo que era cierto —de 181 escaños, solo 72 estaban destinados
a ser ocupados por diputados ultramarinos— pero en mucha menor escala
que en el caso de Cádiz, ya que en este caso el volumen de población de Bra-
sil era algo menor que el del reino metropolitano, al que había que unir las
posesiones africanas, asiáticas y las islas atlánticas6.

6 En 1800, se calcula que vivían en Brasil 2.198.000 y en el territorio metropolitano

3.000.000, mientras que, en 1822, se calcula que en Brasil había 3.150.000 y en la metrópoli
seguían viviendo los mismos 3.000.000.
148 JULIO SÁNCHEZ GÓMEZ

A medida que avanzaba la configuración constitucional en la que no


se contemplaba la existencia de estructuras de gobierno para Brasil como
conjunto, continuaron con la campaña —que es la que ha quedado después
consagrada en la historiografía— en torno a lo que llamaron «recoloniza-
ción» o «vuelta a la situación colonial» —«reduzir o Brasil a colonia», en
palabras de los contemporáneos—. El programa del grupo aparece explí-
cito en las instrucciones que llevaron los diputados de Sao Paulo que se in-
corporaron a las Cortes de Lisboa, dominados por la familia Andrada, uno
de cuyos miembros, José Bonifacio, sería el primer ministro de la indepen-
dencia.
Cuando, en la lógica de la construcción de una sola nación, desde Lis-
boa se dieron órdenes para el regreso a Portugal del Príncipe Regente, el
grupo brasileñista —que no había manifestado hasta entonces deseo de in-
dependencia—, comenzó a avanzar hacia una situación de hecho de ruptura
con Portugal. En el grupo, que se articuló en torno al Regente, se agrupa-
ron tanto conservadores reformistas —José Bonifacio podía ser considerado
un buen representante— como conservadores-conservadores, partidarios de
mantener la organización social sin cambios, aunque se le diera un toque
superficialmente liberal. El temor de las elites a la agitación popular —es-
taba siempre presente el caso de Haití y la «anarquía» en los vecinos terri-
torios hispánicos— y al crecimiento del grupo republicano, que podía de-
sembocar en acontecimientos como los vividos en Pernambuco, las llevó a
olvidarse de las diferencias en sus objetivos y a aliarse en torno al Príncipe
y al orden monárquico, quien decidió desobedecer a las Cortes y quedarse
en Brasil. Ruptura y alianza desembocaron el 7 de septiembre de 1822 en la
proclamación de la Independencia del país en forma de Imperio unido, con
un gobierno formalmente liberal, pero conservando la vigencia de la escla-
vitud, uno de los objetivos centrales de las elites. A la toma de posición de
éstas contribuyo también el proyecto de las Cortes que creaba un nuevo es-
pacio económico integrado en el conjunto del mundo portugués, otra conse-
cuencia lógica de la concepción unitaria de la nación portuguesa, y que, me-
diante la anulación del tratado con Inglaterra de 1808, rompía la conexión
inglesa que había hecho la fortuna de aquellos productores y comerciantes,
bien que a costa de condenar al espacio luso a la absoluta carencia de un
sector secundario transformador. Pero además, las Cortes eran cada vez más
el espacio donde se aprobaban propuestas consideradas por ese grupo dema-
siado radicales y en las que incluso, tímidamente, algún diputado hizo aso-
mar la discusión sobre la esclavitud...
Brasil por tanto accedía a la independencia con un sistema monárquico-
imperial, unitario y con la esclavitud intacta. La falta de capacidad militar de
Portugal para reaccionar a la declaración, el decisivo padrinazgo de Ingla-
terra, y el cambio de situación política en la metrópoli —que volvió en 1823
al Antiguo Régimen— impidieron que se diera en Brasil la lucha que carac-
terizó a la emancipación de las colonias españolas. No quiere eso decir que
BRASIL Y URUGUAY: DOS PROCESOS DE INDEPENDENCIA ÍNTIMAMENTE... 149

la independencia fuera tan pacífica como quiere hacerla aparecer la historio-


grafía tradicional.
La construcción legal del nuevo Brasil independiente tuvo que conjugar
la ruptura que suponía la independencia con el mantenimiento de la monar-
quía Bragança. Comenzó con una Asamblea Constituyente, foro donde se
reunieron los reformistas con los conservadores, pero con absoluta exclusión
de los radicales. Prácticamente desde el primer momento las tensiones fue-
ron constantes entre la Asamblea —en la que había predominio de los refor-
mistas— y el Emperador y su entorno, dominados por el conservadurismo.
Las disputas se produjeron sobre todo en relación con el papel del Emperador
en la construcción del nuevo Estado. ¿La autoridad imperial era anterior a la
constitución o era derivada de ella? La soberanía, ¿sería una e indivisible y
atribuida a la nación, como se afirmaba en las Cortes portuguesas o debía ser
compartida con el Emperador?...
Aunque se discutió en torno a posibles opciones de organización terri-
torial, la fórmula unitaria y centralista fue aceptada de forma mayoritaria
frente a algunas propuestas de carácter federal. Las provincias se gober-
narían por jefes directamente nombrados por el Emperador, lo que supo-
nía un paso atrás con respecto a las juntas existentes en la legislación de
la revolución portuguesa. El voto sería censitario con una clara distinción
entre derechos civiles y derechos políticos muy restrictivos para alcan-
zar la condición de elector y aun más para la de elegible. El poder legis-
lativo cabía conjuntamente al Emperador y al Parlamento bicameral, con
un senado en cuya elección el Emperador tenía un poder decisivo. Por su-
puesto, la esclavitud no fue objeto del más mínimo cuestionamiento, aun
cuando José Bonifacio presentara un proyecto para abolirla en un plazo de
cinco años.
A pesar del carácter tan moderado de las propuestas de la asamblea, tras
seis meses de funcionamiento, en noviembre de 1823, el Emperador daba un
golpe de estado, cerraba la Asamblea y encarcelaba a los miembros más des-
tacados del grupo reformista. El proyecto constitucional que estaba siendo
discutido fue sustituido por una Carta otorgada por el propio Emperador,
que permanecería vigente hasta la proclamación de la República. La Carta
de 1824, que debía mucho a las tesis moderadas de Benjamín Constant y a la
carta francesa de 1814, reforzaba extraordinariamente el poder del empera-
dor mediante la introducción, junto a los 3 poderes clásicos, de un cuarto po-
der, el poder moderador además de conceder al monarca la capacidad de ce-
rrar la Asamblea y suspender a los jueces. Es decir, se dinamitaba de hecho
la separación de poderes.
La monarquía quedó tras el golpe en manos del grupo más ultraconser-
vador del espectro político —los grandes señores esclavistas, según el his-
toriador Fernando Novais—, excluidos y perseguidos reformistas, liberales
radicales y, por supuesto, republicanos federalistas, y además con la cons-
tante amenaza de las tendencias absolutistas del Emperador y de la vuelta a
150 JULIO SÁNCHEZ GÓMEZ

la unión con Portugal en el momento en que se produjera la sucesión en el


trono lusitano en la persona de D. Pedro, que unía a su condición de Empera-
dor del Brasil la de heredero de Portugal. La legislación colonial se mantuvo
sustancialmente vigente y el pacto comercial con Gran Bretaña, muy favora-
ble para los grandes propietarios esclavistas exportadores, siguió vigente y
reforzado con nuevos convenios.
Inmediatamente surgieron protestas, de las que las más graves fueron la
sublevación de la Provincia Cisplatina en el sur, que acabó complicándose en
una guerra con la Confederación Argentina y la denominada «Confederación
del Ecuador» un potente levantamiento en el norte y nordeste, expresión del
rechazo en esas regiones al proyecto unitario y centralista del sur. En reali-
dad, el triunfo del proyecto monárquico-esclavista-centralizador, solo puede
considerarse logrado a partir de fines de la década de 1840. Hasta entonces
se vio obligado a sofocar resistencias múltiples:
— Desde los poco estructurados, pero frecuentes: motines, quilombos
y levantamientos de esclavos, consecuencia de la profunda violencia
inherente a una sociedad esclavista; levantamientos múltiples de hom-
bres blancos libres pobres, etc.
— Hasta revoluciones en toda regla, expresión de la oposición al progre-
sivo cierre del sistema después del golpe de 1824: la primera, la Con-
federación del Ecuador, que fue un movimiento republicano, aboli-
cionista, urbano y popular que estalló como reacción al cierre de la
Asamblea Constituyente de Rio y como protesta contra la escasa au-
tonomía de las provincias y la enorme cantidad de poder que se con-
centró en manos del Emperador Pedro I con la constitución de marzo
de 1824. A ello siguieron otras revoluciones de gran envergadura, to-
das ellas en las provincias del norte —la Revolta dos Malês y la Sabi-
nada, en Bahia, la Balaiada en Maranhao y la Cabanagem, en Pará—
y la revolución republicana y separatista de Río Grande do Sul, la
denominada «farroupilha». Solo la derrota y represión de todas ellas,
muy sangrienta y costosa, acarreó la consolidación del orden monár-
quico-imperial.
— Por último, el levantamiento en Rio en 1831 exigiendo la abdicación
del Emperador, que acabó con su renuncia y sustitución por una re-
gencia. Hay historiadores que consideran que es esa la verdadera fe-
cha de la independencia nacional. En cualquier caso fue un momento
importante en la apertura del proceso de consolidación del Estado na-
cional unitario que caracterizó al Brasil imperial.
La visión tradicional de la independencia se estableció a mediados del
siglo XIX y se vio cruzada por la exaltación del sistema imperial. Desde
el mismo momento de la independencia, la propaganda monárquica se es-
forzó en contraponer independencia de Brasil frente a independencia de los
países hispánicos. Frente a la violencia en éstos, la pacífica transición en
BRASIL Y URUGUAY: DOS PROCESOS DE INDEPENDENCIA ÍNTIMAMENTE... 151

aquel; frente al largo proceso hispano, la rapidez del tránsito luso; la uni-
dad del territorio en Brasil al lado de la disgregación en 20 repúblicas en el
lado hispano. Frente a las luchas civiles postindependencia, la tranquilidad
y el consenso interno. La independencia había sido solo un asunto entre las
elites de Portugal y Brasil. Esta interpretación canónica ha perdurado casi
hasta ahora.
En los últimos años, esta visión ha sufrido una profunda revisión. La uni-
dad llegó solo muy tarde. Las regiones del norte y del extremo sur lucharon
denodadamente contra el sistema controlado por la alianza de las elites cario-
cas, paulistas y mineiras y estuvieron muchas veces cerca de conseguir sus ob-
jetivos separatistas. La profundización en los estudios regionales ha puesto en
primer plano la continua subversión del orden establecido que se producía por
medio de levantamientos, motines, quilombos, etc. y la fuerte participación po-
pular en ellos. En muchas zonas del país, el proyecto imperial solo se impuso,
y tarde, a sangre y fuego.
Cuando el año pasado las autoridades de Río llamaron a las celebracio-
nes de los 200 años de la conversión de Río en corte real, la respuesta del
más importante de los historiadores del nordeste, Evaldo Cabral de Melo fue
bien significativa. Afirmaba Cabral que de la instalación de la monarquía en
Brasil, el nordeste no tenía nada que celebrar. La conmemoración era algo
que quedaba para la gente del sur.
Mucho va cambiando en la visión de la independencia con nuevos estu-
dios, algunos de los cuales se abordan por primera vez desde la perspectiva
regional. Investigaciones hechas en Maranhao, en Pará o en Pernambuco
con puntos de vista no tan estrictamente del centro sur como las anteriores
o que incluyen a actores hasta ahora marginados: negros, mujeres o indios,
están contribuyendo a ofrecernos una visión muy alejada de la tradicional.
El proceso de independencia ni fue tan corto —no se limitó a unos meses
de 1822-23, hoy tiende a alargarse al menos hasta 1831, si no hasta la dé-
cada de los 40—, ni tan pacífico —frente a los que afirmaban que la sepa-
ración había sido un arreglo amistoso entre élites, José Honorio Rodrígues
defendía que la larga independencia y subsiguiente construcción del es-
tado habían movilizado más contingentes militares que todo el proceso de
emancipación de los países hispánicos— ni, tras la profundización de los
estudios a que arriba aludimos, tan limitado a la acción de unas estrechas
elites blancas y masculinas. Por último, si triunfó al final la unidad frente a
la disgregación, ello solo sucedió tras más de dos décadas de tensiones se-
paratistas.
Y no me resisto a terminar con Brasil refiriéndome a una interpretación
muy provocativa de la independencia, la expuesta por Kenneth Maxwell, un
brasileñista norteamericano: afirmaba Maxwell que desde 1808, Brasil era
efectivamente independiente como cabeza de un gran imperio. Y que 1822
fue en realidad la fecha de la independencia, no de Brasil frene a Portugal,
sino de Portugal respecto a Brasil.
152 JULIO SÁNCHEZ GÓMEZ

2. Uruguay, el país hispánico que obtuvo su independencia de Brasil

a) Antecedentes

El territorio que hasta la independencia recibió corrientemente la de-


nominación de «Banda Oriental» era, a comienzos del siglo XIX, uno de
los últimos en los que el Imperio español había realizado su ocupación
efectiva. Situado en la orilla este del Río de la Plata, frente a Buenos Ai-
res, fueron los portugueses los primeros en poner pie en él, fundando, con
una clara vocación de ocupantes, la ciudad de Colonia de Sacramento en el
año 1680. La presencia de los españoles fue una reacción frente a la de los
portugueses y se materializó con la fundación de Montevideo, entre 1723
y 1730. A partir de ese momento, la historia de la Banda fue la de un con-
tinuo forcejeo entre los dos vecinos peninsulares por su posesión. Unos y
otros reclamaban que el territorio le era asignado por el Tratado de Tordesi-
llas y, a lo largo de la mayor parte del siglo XVIII, la historia se resumió en
una continua presión bélica y sucesivas conquistas de la ciudad de la Colo-
nia por parte hispana y devoluciones a Portugal obligadas por los tratados
que daban fin a aquellos asaltos7. Al fin, la Colonia pasó definitivamente a
soberanía española, pero la Banda siguió siendo objeto de deseo constante
de la Corona portuguesa y sus fronteras escenario de conflicto en cada uno
de los numerosos choques bélicos que, hasta el año 1810, enfrentaron a los
vecinos peninsulares en la única frontera colonizada que compartían en
América.
La Banda solo fue poblándose de forma significativa en las últimas dé-
cadas del siglo XVIII y en la primera del XIX con gentes llegadas directa-
mente de la Península —catalanes, vascos y gallegos— que se establecie-
ron en su mayoría en la ciudad de Montevideo, mientras que el campo se
colonizaba, con una densidad muy débil, con gentes procedentes de las re-
giones vecinas que se mestizaban con los indígenas preexistentes. A la al-
tura del estallido de los acontecimientos de 1810, la situación era muy sig-
nificativa: una ciudad que albergaba —como seguiría sucediendo a partir de
entonces hasta ahora— la gran mayoría de la población y ésta, en una pro-
porción abrumadoramente mayoritaria, española nacida en la Península y,
consiguientemente, de sentimientos profundamente prohispanos, frente a un
campo de gentes sin tierra, empobrecidos y con una relación difícil con las
gentes de la ciudad.
Esta especial relación de la población mayoritaria de la Banda con la me-
trópoli tuvo un claro reflejo en su postura ante los acontecimientos que se

7 En torno a Colonia se luchó en varias guerras y la plaza fue objeto de cambio de manos

en ellas y en los posteriores tratados: provisional de Lisboa de 1681, de Utrecht de 1715, de


Madrid de 1750, de París de 1763 y de San Ildefonso de 1777.
BRASIL Y URUGUAY: DOS PROCESOS DE INDEPENDENCIA ÍNTIMAMENTE... 153

desarrollaron a partir del conocimiento de los eventos acaecidos en la España


peninsular tras la intervención de Bonaparte.
La primera ruptura de la continuidad legal de la presencia española en
el Río de la Plata se produce en 1807. Ese año, tras un asalto a la ciudad
de Buenos Aires, fracasado por la reacción conjunta de la propia ciu-
dad y de las milicias enviadas desde Montevideo, una armada británica se
lanzó al asalto de la ciudad, la conquistó y la ocupó el 3 de febrero, perma-
neciendo la ciudad en manos inglesas más de siete meses (hasta septiem-
bre del mismo año). Paralelamente, durante el tiempo de la ocupación, en
Buenos Aires —a cuyo virreinato pertenecía la Banda Oriental— se pro-
duce la deposición del virrey Sobremonte mediante la actuación conjunta
de la Audiencia y gentes de la población bonaerense. Y una vez expulsados
los ingleses, ante la renuncia calculada del gobernador de Montevideo, Xa-
vier de Elío, los habitantes montevideanos se dirigen al nuevo virrey riopla-
tense, Santiago Liniers, exigiendo que no se acepte su dimisión. Empezaba
así el proceso más largo, complejo y atípico —en el sentido de apartarse de
las pautas más comunes de los procesos de los demás territorios— de to-
das las independencias americanas, que, en este caso, se prolongaría hasta el
año 1830.
Todo ello conforma por una parte un escenario de ruptura de la institu-
cionalidad y al mismo tiempo de insólita participación popular que se anti-
cipa en dos años a los acontecimientos que irán surgiendo por toda América
como reflejo de la gran ruptura que se acababa de producir en la Metrópoli.
Inmediatamente después de llegar la Corte portuguesa a Río —en abril de
1808—, encargó a un enviado suyo que se trasladase al Río de la Plata. Éste,
tras su paso por Buenos Aires, se dirigió a la Banda Oriental, dónde en entre-
vista con Elío le hizo llegar un mensaje de Joao VI: ante la desesperada si-
tuación de España, invadida por Bonaparte, ausentes Carlos IV y su hijo Fer-
nando, él mismo, como heredero del trono por estar casado con una hija de
Carlos, Carlota Joaquina, ante la inminente posibilidad de caída de los domi-
nios ultramarinos en manos de Francia, pedía que los territorios al norte del
Plata quedaran bajo su protección para ser devueltos a su debido tiempo al
rey Fernando. Aunque su iniciativa no fue atendida, sería ésta la primera de
las muchas que después se producirían para incorporar el territorio platense
al de los dominios de Portugal.
En el marco de un fuerte enfrentamiento entre el virrey (Liniers) y el
gobernador de Montevideo (Elío), en septiembre de 1808, éste es desti-
tuido por aquél, pero el vecindario montevideano, que se convierte en ac-
tor principal, se opone a la toma de posesión del sucesor nombrado por
el virrey y ratifica a Elío, agrupándose en un Cabildo abierto que decide
constituir una Junta «como las de España», subordinada a la Junta de Se-
villa y más tarde a la Central metropolitana. Es, por tanto, la ciudad orien-
tal una auténtica adelantada en la constitución de un organismo que más
tarde proliferaría por todo el continente. Ante requerimientos de disolu-
154 JULIO SÁNCHEZ GÓMEZ

ción por parte de la Audiencia bonaerense, que consideró la instalación de


la Junta «resultado de conmoción popular», «abusiva», «medio escanda-
loso y opuesto a nuestra constitución»8, la Junta hace oídos sordos, disol-
viéndose, sin embargo, sin la menor resistencia en julio de 1809, cuando
llegan órdenes en ese sentido desde la metrópoli, llevadas por el nuevo vi-
rrey, Hidalgo de Cisneros.
A partir del momento en que se constituye Junta en Buenos Aires y ma-
nifiesta su oposición al reconocimiento del Consejo de Regencia metropoli-
tano, los acontecimientos en Montevideo seguirán un sentido opuesto al de la
capital virreinal, una circunstancia que ha sido muy aprovechada por la ma-
yoritaria historiografía nacionalista para fundamentar en ese hiato uno de los
pilares de la nacionalidad. El primero de Junio de 1810, se reunía Cabildo
Abierto en la ciudad oriental que decidía reconocer y acatar al Consejo de
Regencia. Inmediatamente, un enviado llegado de Buenos Aires solicitaba la
adhesión de Montevideo a la Junta allí existente y el envío de representantes,
a lo que una nueva reunión del Cabildo responde que habiendo jurado fideli-
dad al Consejo de Regencia no había lugar para hacerlo por la Junta de Mayo
bonaerense.
Simultáneamente, al Cabildo montevideano llega la oferta de la Prin-
cesa Regente de Portugal, Carlota Joaquina, a través de un enviado suyo que
manifiesta el ofrecimiento de ésta para trasladarse al Río de la Plata y allí
«calmar por su presencia los alborotos que desgraciadamente se han ma-
nifestado en la Provincia de Buenos Ayres» y asumir in situ la Regencia en
nombre de su hermano Fernando. Ya en el mismo año 1808, el Príncipe Re-
gente Don Joao había, a través del propio antes citado, enviado a Montevideo
y Buenos Aires, hecho notar a las autoridades de ambas ciudades que poseía
derechos sobre el territorio oriental. Ahora lo hacía su esposa, prevaliéndose
de su carácter de heredera en ausencia de su padre y su hermano, pero detrás
se ocultaba también la voluntad de su marido de mantener siempre viva la
llama de su reivindicación sobre la orilla norte del Río de la Plata. Las suce-
sivas ofensivas bragantinas hicieron aparecer en la capital virreinal un grupo
de carlotistas partidarios de crear en el virreinato platino una monarquía in-
dependiente coronando a la princesa Carlota. La orden terminante del Con-

8 La Audiencia bonaerense bien adivinaba el peligro que se cernía sobre el orden estable-

cido si se abría la puerta de la creación de Juntas: «El procedimiento de Montevideo, efecto sin
duda de un desgraciado momento de efervescencia popular suscitada por algunos díscolos,
que no dejó á su Gobernador y Cabildo toda la reflexión de que son susceptibles, podía oca-
sionar la ruina de estas Provincias, la absoluta subversión de nuestro Gobierno, el trastorno
de su sabia Constitución, é imponer una mancha sobre aquel Pueblo que tiene acreditada su
noble fidelidad; y sin embargo que los Fiscales no dudan que apagado el acaloramiento invo-
luntario que ocasionó aquel mal, los mismos vecinos mirarán con horror un acontecimiento
que indudablemente los conducía al precipicio», e indica al gobernador «Que prevenga al Ca-
bildo se abstenga en lo sucesivo de celebrar ninguno abierto ni invertir el orden establecido
con sus resoluciones y capitulares.»
BRASIL Y URUGUAY: DOS PROCESOS DE INDEPENDENCIA ÍNTIMAMENTE... 155

sejo de Regencia al Cabildo de Montevideo para que no diera audiencia al-


guna a las pretensiones de la princesa —enero de 1811—, las desavenencias
entre la real pareja portuguesa y la acción de Inglaterra, que no era favorable
a la operación privaron de toda fuerza a ésta.
Simultáneamente, llega a Montevideo —el 12 de enero de 1811—, ahora
como virrey del Río de la Plata el antiguo gobernador Francisco Xavier de
Elío. De forma inmediata requirió su reconocimiento como tal por la Junta
de Buenos Aires, que se negó a ello. Inmediatamente —el 13 de febrero—,
el virrey declaró la guerra al «gobierno rebelde y revolucionario de Buenos
Aires» y comenzó un bloqueo al puerto de la capital virreinal. De forma pa-
ralela, el Cabildo montevideano enviaba un diputado a las Cortes de Cádiz
—el presbítero Rafael de Zufriategui—, con lo que se convirtió en el único
representante electo en el Río de la Plata9.
Mientras Montevideo se iba perfilando como el centro de la lealtad his-
pana en el Río de la Plata, movimientos todavía de muy escasa relevancia
iban perfilándose en el campo: grupos reducidos de criollos lanzan en fe-
brero el denominado «grito de Asencio» de adhesión a la Junta de Buenos
Aires y reúnen una partida que ocupa sucesivamente varios núcleos de po-
blación —Mercedes, San José...—. Simultáneamente tiene lugar un hecho
de gran importancia en el futuro: el paso a las filas de Buenos Aires de un
militar muy conocido y prestigiado en la campaña: José Gervasio de Artigas
(febrero de 1811). A partir de abril, los insurrectos reciben ya el auxilio de
tropas de Buenos Aires y el levantamiento adquiere un auge hasta entonces
desconocido, de forma que, tras la ocupación de Minas, San Carlos, Maldo-
nado y Rocha, prácticamente todo el campo estaba en manos de la insurgen-
cia y llegaba a esta el momento de plantearse el asedio de la capital, hecho
que se formalizó en mayo de 1811 y que, junto a Colonia, eran a esa altura
ya los últimos reductos de dominio de los leales.
Los campos quedaban así delimitados. De un lado, una parte mayorita-
ria del campo: estancieros productores de cueros descontentos con las trabas
que les imponían las leyes españolas a la exportación —salvo si se trataba de
hacendados de origen europeo, perseguidos por Artigas, que los consideraba
enemigos y que para escapar a la represión emigraban a la ciudad— y que, a
través de las relaciones verticales características del mundo rural, arrastraban
un número considerable de relacionados, curas criollos y peones campesinos
cuya situación era de miseria lacerante. Las relaciones establecidas por Arti-
gas en la campaña, convertido en un auténtico ídolo allí en los tiempos de su
actuación al frente de los blandengues —un cuerpo encargado de reprimir el

9 La elección de Zufriategui se hizo por los miembros del Cabildo. El 12 de agosto de

1811, el diputado montevideano pronunció un discurso en las cortes gaditanas pintando —se-
gún él el primero que lo hacía— con tintes muy negros la situación en el Río de la Plata. Soli-
citaba el envío de hombres, armas y la concesión de una intendencia a Montevideo.
156 JULIO SÁNCHEZ GÓMEZ

comercio ilícito— o en los que sirvió de auxiliar a Félix de Azara en la deli-


mitación de fronteras y «arreglo de los campos», facilitó la incorporación de
grupos de hombres sueltos, mestizos, pardos e indios. Sin embargo, la visión
de absoluta unanimidad a favor del levantamiento del campo oriental propor-
cionada por la historiografía nacionalista uruguaya no responde a la realidad.
Las fuentes montevideanas del tiempo del sitio aluden constantemente al he-
cho de que la población de la ciudad se había más que duplicado con refugia-
dos originarios precisamente de la campaña.
Y del otro, la ciudad. Las fuentes que relatan los años del asedio hablan
de una fuerte cohesión de los habitantes de la urbe-puerto, convertida por las
circunstancias en capital virreinal, en torno a la lealtad al gobierno de la Re-
gencia peninsular, manifestada en la aportación de contribuciones económi-
cas asombrosas, en la formación de batallones de voluntarios —como el de
comerciantes— o en la práctica de sacrificios sin cuento. Cuando Elío deci-
dió limpiar la retaguardia expulsando a los considerados afectos a la rebe-
lión, solo un pequeño puñado de personas, además de una parte de la con-
gregación franciscana, se vio obligado a cruzar las murallas. Las razones de
tal preferencia no son difíciles de entender: la población montevideana era
de muy reciente formación y en su mayoría era o nacida directamente en Es-
paña o americana de primera generación, con lo que la lealtad a sus raíces
era mucho mayor que en otras partes del virreinato. Pero, además, la Corona
había favorecido de forma notable a la ciudad, convirtiéndola en sede de va-
rias instituciones militares y en la más importante base naval del Atlántico
sur y concediéndole algunos sustanciosos monopolios, como el del tránsito
de negros para toda la América del sur. Y, por si fuera poco, los años poste-
riores a los decretos de libertad de comercio habían sido tiempo de prosperi-
dad en la ciudad-puerto.
Montevideo se convirtió así en un verdadero bastión de la lealtad, no
solo resistiendo a los asaltos de los insurrectos, sino también sirviendo de
centro de inteligencia, de propaganda contrainsurgente, haciendo uso de la
donación por parte de la princesa de Brasil de una imprenta que se utilizó
para publicar, además de numerosos panfletos propagandísticos, la Gazeta
de Montevideo, una publicación nacida para contrarrestar la propaganda bo-
naerense plasmada en la Gazeta de Buenos Aires y difundir la visión de los
leales. Igualmente, Montevideo fue el lugar de acogida y tránsito de realistas
huidos de todas partes de Sudamérica.
La difícil situación del poder español en la Banda Oriental suministró el
pretexto a la Corte de Río para pasar de una actitud de apoyo logístico al vi-
rrey a una de intervención directa. El gobierno juanino, a petición del virrey
Elío, envió una fuerza de intervención que cruzó la frontera y fue paulatina-
mente ocupando el territorio oriental. Ante la presión de cinco mil soldados
lusitanos bien pertrechados, unidos a las fuerzas leales de Montevideo, las de
Buenos Aires decidieron pedir un armisticio. El acuerdo que al final se firmó
entre el virrey y la Junta bonaerense incluía la retirada de los portugueses y
BRASIL Y URUGUAY: DOS PROCESOS DE INDEPENDENCIA ÍNTIMAMENTE... 157

los bonaerenses de la Banda Oriental y el levantamiento por Elío del bloqueo


a Buenos Aires. Todo ello apoyado en mayo de 1812 por un amisticio entre
la corte de Río y el gobierno de las Provincias Unidas que solemnizaba la
paz entre ambas.
Fue en ese momento cuando Artigas y sus seguidores plantearon por pri-
mera vez la disidencia respecto a Buenos Aires. Su planteamiento era prose-
guir la lucha, aun en la abismal desproporción de fuerzas en que quedarían
tras la ausencia de los porteños. Patentizaba ya Artigas lo que sería después
una constante en el resto su vida política: la absoluta incapacidad para el
pragmatismo, la transacción y la negociación. La disidencia irá a partir de en-
tonces profundizándose, agravada por cuestiones de celos personales en rela-
ción con el mando y tiñéndose de matices ideológicos, agrupándose en torno
a él el grupo «federalista» frente al unitario, mayoritariamente bonaerense ca-
pitalino. Aquella primera disidencia se manifestó en la retirada por separado
de las fuerzas de la Junta y las artiguistas. Estas últimas por su cuenta toma-
ron, al mando de Artigas munido del título de «Jefe de los Orientales», rumbo
norte y cruzaron el río Uruguay para instalarse en territorio de Entrerríos. A
las tropas se unieron de forma más o menos voluntaria, grupos de campesinos
en un número que, según el censo que se levantó, ascendió a unos cuatro mil.
Esta emigración ha sido muy glorificada por la historiografía nacionalista que
la ha denominado con evidente exageración «éxodo del pueblo oriental» y ha
colocado en ella sin razón alguna otro de los pilares de la nacionalidad.
Meses más tarde, un nuevo y definitivo sitio se cierra en torno a Monte-
video. Las peripecias del asedio corren paralelas a la profundización de las
disidencias entre Buenos Aires y Artigas, éste último aliado ahora a las pro-
vincias litorales del antiguo territorio virreinal en torno a un programa fede-
ral. A comienzos de 1814, las desavenencias acabaron en abierta guerra civil,
una larga lucha que solo terminaría en 1820, cuando Artigas sufrió la derrota
final a manos de los portugueses.
En el marco de esa guerra civil, Artigas y sus seguidores se retiraron del
asedio de Montevideo y dejaron como únicos sitiadores a los porteños, con
lo que, cuando el poder español llegó al punto de la asfixia y capituló, en ju-
nio de 1814, la ciudad cayó en poder de la Junta de Buenos Aires, con exclu-
sión absoluta de cualquier participación artiguista.

b) El tiempo de «la Patria» (1814-1817)

La autoridad bonaerense controló la ciudad y su término hasta febrero


de 1815 con la colaboración de una parte de la elite artiguista, fundamental-
mente hacendados, que habían roto con el caudillo y que constituirán después
uno de los flancos de los dirigentes locales en el tiempo de Portugal y Bra-
sil. En cuanto a la población montevideana, la autoridad porteña se dedicó
con denuedo a hostigar a los considerados partidarios de la situación anterior
158 JULIO SÁNCHEZ GÓMEZ

—que era la mayoría— a través de una doble acción persecutoria: econó-


mica y política. Muchos de los miembros de la anterior comunidad comer-
ciante emigraron, otros se adaptaron a la situación, pero de éstos una parte
acabó también por emprender después el camino del exilio, lo que supondrá
un golpe importante a la economía de la ciudad. Los que se quedaron man-
tendrán una actitud de pasividad y de criptolealtad a España que durará hasta
que se convenzan, años más tarde, de la imposibilidad de una expedición re-
conquistadora peninsular y se adhieran sin entusiasmo al poder de Portugal.
Si bien la persecución política fue mucho mayor en el periodo artiguista, la
extorsión económica fue más significativa en la bonaerense. La presión im-
positiva cayó como un nublado sobre una población que había sido enorme-
mente castigada por los tres años anteriores de guerra.
La administración bonaerense tomó además algunas medidas contrarias a
los intereses montevideanos: la supresión del Consulado de Comercio, vieja
aspiración de la ciudad oriental y concesión de las últimas autoridades espa-
ñolas, la sustitución de autoridades de origen local por otras enviadas desde
Buenos Aires, el nombramiento de un nuevo Cabildo por designación y sin
que interviniera un proceso de elección, rompiendo así una tradición que
arrancaba desde la fundación, la imposición de una contribución desmesu-
rada que pesó como una losa sobre la depauperadísima economía postasedio,
o el traslado de algunos bienes públicos a la capital virreinal, como la im-
prenta enviada por la princesa Carlota para la edición de la Gazeta de Mon-
tevideo. .
La hostilidad de Artigas a los bonaerenses en la campaña continuó y en
enero de 1815 un nuevo asedio, esta vez artiguista, se cerraba sobre la ca-
pital. El desgaste de los porteños culminó con la capitulación de la ciudad,
la entrada en ella de las tropas del caudillo y el nuevo cambio en la admi-
nistración el 26 de febrero de 1815. Un mes después fue nombrado gober-
nador y elegido, ahora sí, un nuevo Cabildo. Pero ahora la Banda Oriental
se integraba en un sistema nuevo, formando junto a las provincias litorales
de Santa Fe y Entrerríos una alianza de tipo confederal liderada por Arti-
gas, pero con unos lazos etéreos muy mal definidos entre ellas. Y el plan-
teamiento político, que en Buenos Aires aun conservaba algunos restos de
fidelidad retórica a Fernando VII, es aquí ya abiertamente independentista y
republicano.
La alianza, bajo el nombre de «Liga Federal» y ampliada con la inclusión
de Misiones, Corrientes y Córdoba, se colocará bajo la protección de Artigas
—«Jefe de los Orientales y Protector de los Pueblos Libres»—, si bien el pa-
pel de éste en el ámbito político no posee un estatus definido. Y la lucha con
Buenos Aires continuó.
En ese mismo mes de febrero, el gobernador militar artiguista —que sus-
tituyó en los primeros momentos al civil nombrado en el primer momento
y acentuó rápida y progresivamente los rasgos duros y represivos del sis-
tema— convocó a «los pueblos» de la Banda para que en los primeros días
BRASIL Y URUGUAY: DOS PROCESOS DE INDEPENDENCIA ÍNTIMAMENTE... 159

del mes siguiente eligiesen diputados a una Asamblea Provincial a realizar


en Montevideo, «quienes deben elegir un gobierno que domine toda la Pro-
vincia». La Asamblea nunca llegó a celebrarse, lo mismo que otras poste-
riormente proyectadas —salvo la del Arroyo de la China, de magros resul-
tados— y el territorio se gobernó por la yuxtaposición de la autoridad del
Cabildo —que asumió la autoridad para todo el territorio al sur del Río Ne-
gro— y el gobernador designado, con la continua recepción de órdenes de
obligado cumplimiento procedentes de Artigas, ausente en la lucha contra la
capital en una especie de campamento militar-campo de concentración ubi-
cado cerca del río Uruguay, Purificación. Aquel actuó como una especie de
dictador que concentraba los poderes políticos, económicos, administrativos
y judiciales por encima de las autoridades ubicadas en la ciudad.
El disgusto de la población montevideana con Artigas, producido por la
desmesura de algunas de sus medidas represivas contra los considerados sos-
pechosos se materializó en un motín en el que el Cabildo jugó un papel de
primera línea y en la destitución de su delegado, Fernando Otorgués. Su sus-
tituto, Miguel Barreiro, entró también en conflicto con el Cabildo y fue desti-
tuido por éste junto con otros destacados artiguistas. Aunque la máxima ins-
titución ciudadana rectificó la decisión, en esta situación de conflicto latente
se produjo la llegada de las tropas lusitanas a las puertas de la capital orien-
tal.
No era solo en Montevideo dónde se producían resistencias a las ur-
gencias represoras de Artigas. En muchos otros lugares también las autori-
dades locales oponían excusas e impedimentos para no cumplir las órdenes
del caudillo. El caso de Maldonado fue significativo. Se instaló allí tam-
bién una Junta de Vigilancia para celar la actuación de los vecinos, pero se
encontró con grandes dificultades por la gran «escasez de sujetos de con-
fianza».
La historiografía uruguaya, mayoritariamente nacionalista, ha construido
un relato en torno al artiguismo, a su ideología y a su práctica política du-
rante el tiempo —corto— que tuvo ocasión de gobernar empedrado de defor-
maciones, mitificaciones y hagiografía que se corresponden mal con la reali-
dad de los hechos
En cuanto a la práctica de gobierno, el tiempo de Artigas se caracterizó
por la continuada promesa de institucionalización de un gobierno que nunca
se llegó a concretar, por la continua apelación a la voluntad popular que
luego quedaba en nada y por la toma de algunas decisiones a las que la histo-
riografía nacionalista uruguaya ha concedido un importante relieve. En reali-
dad por debajo de la retórica de la soberanía popular, los poderes del caudillo
se sustentaban en vínculos y adhesiones personales, también en una relación
de «toma y daca» con los individuos y grupos que aceptaban su liderazgo.
Puente entre grupos sociales heterogéneos y regiones dispares, luchaba por
obtener una correlación de fuerzas favorable para afirmar el denominado
«sistema de los pueblos libres.
160 JULIO SÁNCHEZ GÓMEZ

Esa libertad de los pueblos era la base de la organización artiguista. Pero


el concepto «pueblo» resultaba confuso en el pensamiento artiguista, tanto
como la determinación de los lazos que los unirían entre sí. En las instruccio-
nes para la convocatoria de un congreso enviadas a Santa Fe se decía: «que
el gobierno de Buenos Aires en ningún tiempo exigirá otro sistema, sino es el
de la libertad de los pueblos, que deben gobernarse por sí, divididos en pro-
vincias». Pero en otras ocasiones —incluso tres líneas más adelante, dónde
se decía «reconocida la soberanía del pueblo de Santa Fe»— se refería a ám-
bitos mayores al provincial, cuyos límites eran imprecisos, amen de que tam-
poco quedaba claro cuál era la posibilidad o no de cualquiera de esos pueblos
para entrar o no a formar parte de una determinada provincia. A continuación
determinaba que una de esas provincias debía ser la de Santa Fé «compren-
siva el territorio de su jurisdicción, en la forma que está al presente con ab-
soluta independencia de la que fue su Capital [Buenos Aires]». Mientras que
hay textos en los que los pueblos son las agrupaciones de habitantes gober-
nadas por un cabildo, con lo que el territorio oriental, por ejemplo, estaría
formado por varios pueblos.
En opinión de una de las mayores autoridades en Artigas y el periodo
de la independencia en Uruguay, la profesora Ana Frega, la «Liga Federal»
—la estructura proyectada para unir a los pueblos libres— no parece haber
implicado más que alianzas coyunturales atadas por el «Protector» —Arti-
gas—, un sistema de pactos inestable, cambiante e impreciso entre los pue-
blos o entre éstos y el caudillo. Pero en cualquier caso, tamaña imprecisión
propició por un lado la tormentosa relación entre el caudillo y el cabildo de
Montevideo por un lado y por otro fue la razón que suscitó conflictos entre
las comunidades locales importantes, quienes recurrieron a ese principio para
fundamentar sus pretensiones jurisdiccionales sobre pueblos menores. La so-
beranía de los pueblos no se refería al pueblo como conjunto de individuos
en el sentido que ahora entendemos, sino al concepto geográfico de pueblo y
tiene mucho que ver con un ancestral apego hispánico por lo colectivo frente
al triunfo moderno, liberal e ilustrado del individualismo, una tradición que
estuvo también un poco más tarde en la Península en la reacción carlista
frente al avance liberal, un movimiento éste también rural, foralista, partida-
rio del colectivismo agrario. De hecho, las raíces del pensamiento artiguista
se han vinculado a una fusión de elementos tradicionales españoles con un
federalismo norteamericano un tanto rudimentario. Aunque revestida de con-
fusas resonancias washingtonianas, probablemente proporcionadas por los
compañeros y secretarios Monterroso y Barreiro, mucho más instruidos que
el caudillo, el federalismo —o confederalismo— artiguista hundía sus raí-
ces más en el particularismo localista hispano, que prendía con facilidad en
los territorios alejados de la capital, cuyas élites tenían intereses divergentes
de los de aquella y temían que el centralismo disminuyera la expectativa de
poder que en ellos se había generado. Pero el juicio sobre el artiguismo no
puede obviar confrontar declaraciones y puntos programáticos con prácticas
BRASIL Y URUGUAY: DOS PROCESOS DE INDEPENDENCIA ÍNTIMAMENTE... 161

concretas que tantas veces contradecían a aquellos. Si en uno de sus prime-


ros discursos, la Oración inaugural del Congreso de abril de 1813, celebrado
en las afueras de Montevideo, afirmaba ante los delegados: «Mi autoridad
emana de vosotros y ella cesa por vuestra presencia soberana. Vosotros es-
táis en el pleno goce de vuestros derechos: ved ahí el fruto de mis ansias y
desvelos, y ved ahí también todo el premio de mi afán. Ahora en vosotros
está el conservarlo», las prácticas autoritarias que ejerció durante el tiempo
en que dominó sin interferencias sobre el territorio —1815 y 1816— o las di-
ficultades que manifestó para comprender los mecanismos de representación,
contradijeron frecuentemente los principios.
La base social del artiguismo estuvo en un principio en el campo, tanto
en los desheredados como en una parte de los hacendados. Estos veían en Ar-
tigas sobre todo a alguien que podía sujetar a los campesinos sin tierra. Pero
pronto, ante la situación económica y las pocas perspectivas de mejora, la
mayoría fue decantándose hacia Buenos Aires. En el caso de la parte minori-
taria de las elites urbanas —algunos comerciantes criollos, como Juan María
Pérez, o criollos hijos de extranjeros que habían emigrado antes de la caída
de Montevideo, como Bianqui, adhirieron al sistema y supieron aprovechar
la nueva situación—, el apoyo resignado a Artigas se sustentó en su capaci-
dad de imponer el orden, limitar los desmanes de la tropa y garantizar un mí-
nimo de autonomía frente al gobierno porteño. Pero la intransigencia y ab-
soluta incapacidad de transacción del personaje hizo que no hiciera más que
perder a pasos acelerados base social en su poder. Ninguna imagen más re-
veladora que la de Lucas Obes y Juan María Pérez, iniciales altos funciona-
rios del gobierno del Protector cargados de cadenas camino de Purificación,
el campamento-campo de concentración sede de Artigas. Cuando llegue la
invasión portuguesa de 1816 se volcarán a colaborar con los lusitanos. Y es
que en ese momento, con más o menos convicción, la inmensa mayoría se
adhirió y abandonó al caudillo, que en 1820 partió al exilio completamente
solo. Este siguió contando algún tiempo con apoyo en las elites provincia-
les litorales —el artiguismo fue tambien una alianza de poderes provinciales
frente a Buenos Aires—, pero su actuación intransigente y alejada de la rea-
lidad le fue privando cada vez de más apoyos hasta que se quedó absoluta-
mente solo.
La actuación económica artiguista ha merecido grandes elogios. Su po-
lítica de tierras ha sido calificada de revolucionaria, una especie de socia-
lismo «avant la lettre» y es la razón central de la conversión del caudillo en
un icono de la izquierda10. Consistió en el reparto de lotes de tierra propie-
dad de los vencidos emigrados —«de los malos europeos y peores america-

10 También lo es de la derecha. Durante la dictadura militar de los años 70 y por iniciativa

de ésta se trasladaron sus restos entre grandes honores al monumento ubicado en la plaza más
céntrica de la ciudad..
162 JULIO SÁNCHEZ GÓMEZ

nos», como eran calificados por el Jefe— y de aquellos que habían sido fa-
vorecidos con donaciones por el último cabildo español y por el bonaerense,
a personas carentes de propiedades. Si es cierto que el «Reglamento de Tie-
rras» especificaba que la preferencia sería para los más desposeídos, no lo es
menos que se trata de que una norma tan antigua como el tiempo: favorecer a
los vencedores a costa de los vencidos11 y ampliar la base de apoyo con esos
grupos de colonos. En realidad no era más que la puesta en práctica del pro-
yecto de colonización que había sido ya esbozado a la corona española por
Félix de Azara en 1801.
Pero la estructura latifundista que se esbozaba desde el tiempo de la ad-
ministración española no se alteraba para nada. Ni una sola hectárea en ma-
nos de hacendados que no fueran emigrados se tocaba. Es más, incluso se
les encomendaba la tarea de que fueran ellos los que ayudasen a poblar el
campo, que a causa de la guerra se había despoblado aún más de lo que tra-
dicionalmente estaba. Encomendaba Artigas al Cabildo montevideano: Se-
ría convenientísimo, antes de formar el plan y arreglo de Campaña que VS.
publicase un Bando, y lo transcribiese á todos los Pueblos de la Provincia
relativo á que los Hacendados poblasen y ordenasen sus Estancias por si ó
por medio de capataces reedificando sus posesiones, sujetando sus Hacien-
das á Rodeo, marcando, y poniendo todo el orden debido.»
En relación con la otra actividad central de la economía oriental, el co-
mercio, la política artiguista se plasmó en varias medidas, algunas contra-
dictorias y otras bienintencionadas pero impracticables. Si el tiempo de Bue-
nos Aires se caracterizó por la brusca irrupción de la libertad comercial y de
exportación de moneda, la base de la actuación de Artigas fue el proteccio-
nismo de la producción artesanal frente a la introducción de artículos com-
petitivos del exterior y el estímulo a la exportación de productos de la tie-
rra, así como la ruptura de la posición única de Montevideo y Buenos Aires
en los intercambios con el exterior, mediante el permiso para el funciona-
miento de nuevos puertos, tanto en las provincias confederadas como en la
propia Banda Oriental, en la que la propuesta se materializó con la apertura
de los puertos de Colonia y Maldonado. Alguna de estas medidas resultó ino-
perante, como la apertura de nuevos puertos; un puerto no es sólo una auto-
rización y un embarcadero, precisa de instalaciones, comerciantes con redes,
tanto hacia el interior como hacia el exterior y una cierta tradición y Colonia

11 Un edicto de una autoridad subordinada dejaba bien claro el sentido de la transferencia

de propiedad de los enemigos a los adictos: «Don Juan de León, Alcalde Provincial y Juez más
inmediato al orden, arreglo y repartición de terrenos en esta campaña, etc.Por cuanto me tiene
conferido por Reglamento Provisorio el señor general don José Artigas, las ampIias facultades
de distribuir y donar suertes de estancia á los que poco ó mucho han contribuido a la defensa
de esta Provincia del poder de los tiranos que la invadían; y siendo repartibles éstas de las que
poseían los que emigraron de esta Banda, malos europeos y peores americanos, y que hasta fe-
cha no se hallan indultados por el señor Jefe, para poseer sus antiguas propiedades».
BRASIL Y URUGUAY: DOS PROCESOS DE INDEPENDENCIA ÍNTIMAMENTE... 163

y Maldonado carecían de ellos. El tráfico que generaron durante la etapa ar-


tiguista fue irrelevante. El proteccionismo significaba que los importadores
aceptaran el comercio en esas condiciones, lo que no sucedió, teniendo en
cuenta sobre todo que en frente se hallaba el puerto de Buenos Aires con ta-
sas aduaneras mucho más reducidas. El sistema no funcionó; Montevideo,
que en tiempos inmediatamente anteriores había logrado incluso superar en
algunos tráficos, como la exportación de cueros —el más significativo rubro
de exportación—, al puerto de enfrente, se convirtió en irrelevante12 y Arti-
gas se vio obligado a firmar un tratado comercial con los ingleses para evi-
tar la pérdida total de los mercados exteriores, tratado que se firmó en agosto
de 1817, cuando el caudillo había perdido el control sobre la mayor parte del
territorio oriental, en una abierta contradicción con la política hasta entonces
seguida13. Además, las trabas al libre comercio y sus consecuencias, la situa-
ción de guerra continua y de inseguridad en el campo supusieron motivos
para la defección de los hacendados y saladeristas y de su paso con armas y
bagajes al campo de los portugueses.
Hay que decir por último que la historiografia nacionalista ha colocado a
Artigas como el padre, el adalid y el gran luchador por la independencia del
Uruguay respecto a las provincias rioplatenses. Pero ni en un solo texto con-
servado, Artigas aboga por esa solución. Es más, todos los testimonios que
se conservan indican lo contrario y cuando en junio de 1815 y a fin de apla-
car la guerra civil que arruinaba a las provincias, el Directorio de Buenos Ai-
res ofreció a Artigas la independencia total para la Banda14, éste la rechazó
indignado y afirmó que su voluntad era la unidad de todas las provincias ba-
sada en «la libertad de los pueblos que deben gobernarse por sí, divididos en
provincias».
El artiguismo fue un episodio corto y que dejó mayoritariamente un poso
de rechazo. No tuvo incidencia alguna en el levantamiento de 1825, que se
despegó claramente de su recuerdo15 y fue solo mucho más tarde —doblado

12 En los años 1815-16, los de Artigas, de un total de 100, Buenos Aires exportó el 84 por

ciento de los cueros que salieron del Río de la Plata, mientras a Montevideo correspondió el
irrelevante porcentaje del 16%. Era evidentemente un despeñadero comercial.
13 Además, el tratado, firmado con representantes locales, fue inmediatamente desautori-

zado por las autoridades de Londres, que no consideraban a Artigas un interlocutor válido.
14 El plan de los comisionados argentinos era sustancialmente éste: el gobierno de Buenos

Aires reconoce la independencia de la Banda Oriental; renuncia a sus derechos sobre ella, deja
a las Provincias de Entre Ríos y Corrientes en libertad de acción, se obliga a ayudar a la Banda
Oriental en caso de lucha con España, y declara compensados los gastos y auxilios de la gue-
rra.
15 Sobra con un testimonio, entre los innumerables que podrían encontrarse de otros per-

sonajes de los años 20 y 30, el de uno de los fundadores del Estado Oriental, Santiago Vaz-
quez: «Desde aquella época fatal fue que el caudillo se propuso sacar provecho del conflicto
de los orientales... para romper todos los vínculos sociales, destruir las fortunas, atacar todos
los principios de la civilización, autorizar todos los crímenes y hacerse dueño de los hombres
rebajándolos, hasta el último grado de la corrupción y la ignorancia».
164 JULIO SÁNCHEZ GÓMEZ

ya el cabo central del siglo XIX— cuando comenzó a reelaborarse la visión


extraordinariamente apologética que hoy predomina, muy relacionada con la
necesidad de fundamentar históricamente un anteriormente inexistente senti-
miento nacional.

c) El tiempo lusitano en la Banda Oriental

La presencia de un área desestabilizada en la frontera sur, unida a algu-


nas fanfarronadas verbales y agresiones en la frontera por parte de las fuerzas
artiguistas, a la seguridad de que no podía haber una respuesta de parte de la
monarquía española, la creencia de que las otras cortes europeas comprende-
rían la acción16 y una complicidad tácita por parte de Buenos Aires, dieron a
Juan VI el casus belli que llevaba esperando desde su llegada a ultramar para
extender su poder hasta las orillas del Plata. En agosto de 1816 un ejército
bien preparado, veterano de la guerra peninsular, cruzaba la frontera sur de
Río Grande y en una campaña rápida se presentaba en enero siguiente a las
puertas de Montevideo que, abandonada por la guarnición artiguista recibió
al general portugués y su tropa como liberadores, con aclamaciones, tedeums
y fiestas de regocijo y con la bienvenida del Cabildo bajo palio. El general
lanzó una proclama en su primer día de gobierno en la que prometió garanti-
zar los derechos y respetar escrupulosamente las costumbres de los vecinos.
No en balde las tropas iban ya acompañadas por algunos notables orientales,
como el antiguo ministro de los gabinetes bonaerenses Nicolás de Herrera.
Comenzaban así diez años de administración portuguesa primero y brasileña
después en el territorio oriental, un tiempo que ha sido absolutamente olvi-
dado y mantenido oculto, como un agujero negro, por la historiografía orien-
tal, que tantas páginas dedica al tiempo artiguista anterior.
Aunque en la campaña continuó la resistencia de los artiguistas hasta su
hundimiento total a fines de 1819, empedrada de deserciones hacia el campo
luso, la suerte estaba echada el día en que se ocupó la capital. Los miembros
del cabildo montevideano —actuando en representación del territorio todo—

16 La explicación que daría la monarquía portuguesa a las cortes europeas refleja su visión

y la de una parte de la población oriental: Que la ocupación de la Banda Oriental era un he-
cho provisorio destinado a garantizar las fronteras contra asaltos y amenazas de los pueblos
sublevados del Plata; que los habitantes del Río Grande estaban expuestos a robos y corre-
rías de los gauchos capitaneados por Artigas, «quien no se subordinaba a ningún gobierno
del mundo y no implantaba en los territorios de su dominio un orden de cosas regular, ni un
régimen civil y tranquilo y de respeto a los Estados vecinos»; que esos insurgentes incitaban a
los soldados brasileños a la deserción, a los esclavos a fugar y a los habitantes a insurreccio-
narse contra el gobierno de su soberano; que España no había enviado un solo soldado para
someterlos; que el Gobierno portugués no podía mantener a la defensiva un ejército sin gran-
des sacrificios; que su intención no era apoderarse de la margen oriental del Río de la Plata,
sino acabar con la anarquía.»
BRASIL Y URUGUAY: DOS PROCESOS DE INDEPENDENCIA ÍNTIMAMENTE... 165

dio un paso más y cuatro días después de la llegada de los portugueses, sin
presión directa alguna, dirigieron escrito al rey Juan VI solicitando la inte-
gración del territorio en el de la monarquía bajo su administración. Incluso
una delegación de la institución local se trasladó a Río para apoyar la de-
manda. La respuesta del monarca se demoraría sólo ante el temor de que ello
provocara un conflicto con España, lo que mantuvo la ficción de una ocupa-
ción solo provisional durante los primeros años.
La administración portuguesa fue inteligente expidiendo desde el primer
momento órdenes que colmaban aspiraciones de la población. Así, antes de
haber transcurrido un mes desde su instalación revitalizaba la institución del
Consulado, viejo anhelo montevideano que había sido concedido por la ad-
ministración española, devaluado hasta la casi supresión por la de Buenos
Aires y olvidado por la artiguista. También varios buques salieron de Río por
orden de la corte para hacer frente a la escasez que se sufría en la provincia,
mientras que el Cabildo, cuyas arcas estaban absolutamente exhaustas, reci-
bió un empréstito para hacer frente a actuaciones de su competencia.
Poco a poco, las medidas liberalizadoras reactivaron el comercio, el va-
cío dejado por tantos comerciantes españoles emigrados fue colmado con
británicos, que se beneficiaron de los acuerdos que la corona lusitana había
firmado tras su instalación en América y portugueses, que acabaron compo-
niendo una nutrida colonia en la capital portuaria; además retornaron la ma-
yoría de los exiliados que habían escogido Río como lugar de destino y que
retornaron casi con el propio ejército ocupante. La administración portu-
guesa, en combinación con el recién reavivado Consulado de Comercio, puso
en marcha una obra pública imprescindible para el buen funcionamiento y la
seguridad del puerto y de la que se hablaba desde dos décadas antes sin que
nunca se hubiera acometido: la erección de un faro a la entrada de aquel, ubi-
cado en la isla de Flores. Junto a ello se acometieron mejoras urbanas, como
la apertura del primer cementerio extramuros, importantes reparaciones en
las sedes de instituciones públicas como el Cabildo, la Casa de Gobierno y
las fortificaciones o la apertura de una pionera escuela según el moderno mé-
todo lancasteriano y se .decretaron medidas para proteger la recuperación del
ganado, base principal de la riqueza de la provincia que había llegado a un
estado terminal, mediante la prohibición de exportar ganado vivo o la sus-
pensión temporal de la actividad de los saladeros en 182017.

17 La introducción del decreto hacía ver claramente la situación de la ganadería al final de

una década de continua guerra: «Considerando el lamentado estado de ruina y desolación en


que se hallan los campos de esta hermosa provincia tras los desastres de la guerra civil; y de-
seando que el hacendado encuentre arbitrios para restablecer sus estancias, y el cultivador
sus labores: que todas las familias puedan repararse de los pasados quebrantos para gozar
en sosiego las dulzuras de la paz: y que vuelva en fin la Campaña a su antiguo esplendor y ri-
queza por los esfuerzos de la industria protegida del orden y la autoridad de las Leyes…»
166 JULIO SÁNCHEZ GÓMEZ

Paralelamente, la administración portuguesa contribuyó a la institucio-


nalización del aparato del Estado en la provincia, que pasaría a denominarse
«Cisplatina», siempre en los moldes del Antiguo Régimen imperante en el
seno de la monarquía portuguesa, mediante la creación de una Cámara de
Apelaciones con funciones de administración de Justicia, que se separaba de
esa forma del poder ejecutivo, radicado en el Cabildo, al que hasta entonces
estaba unida y de una Junta Suprema de Real Hacienda. Junto a ello, se ga-
rantizaba la permanencia de las anteriores con su funcionamiento tradicional,
así como los derechos individuales de propiedad, inviolabilidad de domici-
lio, libertad absoluta de movimientos, de fijación de residencia y de entrar o
salir del territorio, prohibición de prestar servicios de cualquier clase fuera
de la provincia, etc. Antiguas y nuevas instituciones, que respondían a pro-
puestas de la elite local, estaban integradas únicamente por naturales, lo que
ampliaba sustancialmente la capacidad de juego político de aquella élite res-
pecto de la que había tenido hasta entonces.
El conjunto de estas actuaciones y la estabilidad instalada en la provin-
cia, una vez eliminada definitivamente la resistencia artiguista dieron como
resultado la formación de un amplio consenso en torno al poder portugués.
Joao VI proclamaba continuamente que la presencia lusa pretendía sólo sal-
vaguardar para Fernando VII la tranquilidad e integridad del territorio, que
en su momento le sería devuelto —al mismo tiempo que preparaba todo tipo
de defensas para repeler la siempre anunciada expedición española—, lo que
le supuso el apoyo de los leales, en buena parte antiguos exiliados en Río,
creyeran o no en la sinceridad de la propuesta provisionalidad de la ocupa-
ción. La mayor parte de ellos regresó a Montevideo y en 1818-19 estaban
ya haciendo negocios en su ciudad de origen. Aquellos partidarios de Bue-
nos Aires se les unieron: la evolución de la política bonaerense, patente ya en
el Congreso de Tucumán, hacia un sistema monárquico oligárquico, con un
príncipe europeo a la cabeza o hasta un descendiente de la dinastía incaica,
les ofrecía aquí a través de los Braganza una solución semejante, sin necesi-
dad de recurrir a algo tan exótico como un inca o tan lejano como un príncipe
de Lucca. Para los estancieros absentistas —exiliados o presentes— los por-
tugueses significaban la esperanza de ver asegurados sus derechos contra la
presión de los ocupantes que se habían asentado en sus tierras en los tiempos
de Artigas. Para los comerciantes, la llegada de un orden estable, tan deseado
sobre todo en el último año de gobierno artiguista y el posible proyecto de
integración como región privilegiada en un gran imperio, lejos también de lo
que consideraban la anarquía de Buenos Aires, bajo un régimen semejante al
que habían defendido pocos años atrás. Además, las privilegiadas relaciones
del Reino Unido lusitano con la Gran Bretaña tras la firma del tratado comer-
cial colmaban una de las aspiraciones más interiorizadas por la elite comer-
ciante. Unos y otros se veían atraídos por el señuelo de esa especie de inte-
gración en el mercado inglés que para Brasil supusieron los tratados de 1810.
Para la ciudad en general, el régimen portugués significaba el triunfo en su
BRASIL Y URUGUAY: DOS PROCESOS DE INDEPENDENCIA ÍNTIMAMENTE... 167

pugna ya larga contra el campo, triunfante en el bienio anterior. En general y,


salvo para las bases campesinas artiguistas, Portugal representaba en 1816-
17 aquella tranquilidad, aquella paz, aquella seguridad, aquella estabilidad
que tantos reclamaban en los últimos años y que ahora creían asegurada por
una autoridad fuerte, indiscutida y de remoto centro, tres condiciones que el
patriciado porteño enunciaba por aquel entonces como indispensables en sus
proyectos de restauración monárquica y el fin de lo que a partir de enton-
ces sería denominado como «el tiempo de la anarquía». Pronto, los hacenda-
dos comenzarían también a experimentar las ventajas de la estabilidad, del
restablecimiento del comercio y de su integración en una estructura econó-
mica mucho más grande y con una relación privilegiada con Inglaterra. Los
pueblos fueron muy trabajados por delegaciones del cabildo montevideano,
que prometiendo el mantenimiento de privilegios y costumbres, el manteni-
miento de las milicias artiguistas como milicias provinciales con total reco-
nocimiento de grados, y la amnistía para sus vecinos encausados, lograron
en sucesivas reuniones de los cabildos de la campaña atraer a sus habitantes,
que se manifestaron —Canelones, San José, Maldonado— a favor de la inte-
gración. Solo las masas de campesinos desposeídos podían representar una
disidencia importante. Pero el paso a las filas portuguesas de algunos signifi-
cados jefes artiguistas con una enorme maraña de relaciones entre aquellos,
como fue el caso de Fructuoso Rivera, y la esperanza de que a causa de ello
las nuevas autoridades respetaran las donaciones, apaciguaron al único sec-
tor que podía discrepar del general consenso18, de forma que a comienzos
de 1820 la provincia estaba totalmente pacificada y el capitan general portu-
gués, Federico Lecor, podía permitirse licenciar a todas las milicias provin-
ciales portuguesas, encargadas del buen orden interno.
La confianza en la nueva autoridad culminó en la definitiva institucio-
nalización y legitimación de la nueva administración a través de la convoca-
toria de un congreso de representantes de la provincia, el denominado Con-
greso General Extraordinario, apodado por la historia «Congreso cisplatino».
La convocatoria fue una de las consecuencias en la provincia cisplatina de

18 Nadie mejor que el antiguo lugarteniente de Artigas y jefe de las milicias de la provin-

cia, Fructuoso Rivera para expresar la opinión generalizada de lo que representó la integración
de la Cisplatina en la monarquía portuguesa: «el único medio que presenta la situación polí-
tica de esta parte del Continente Americano para terminar la anarquía, restablecer el orden,
afianzar la seguridad de las propiedades, restituir el sosiego a las familias y gozar de una li-
bertad estable bajo las garantías de un gobierno poderoso y protector».
Un factor que habrá que tener en cuenta es el hecho de que la legislación lusitana sobre el
arreglo de tierras, al igual que antes la colonial española, exigía la posesión de títulos válidos
sobre la tierra. Como buena parte de los donatarios artiguistas carecía de tales títulos, sólo el
amparo de los jefes militares, convertidos en caudillos de la campaña y de los que Rivera sería
el principal exponente, les protegía frente a un posible desalojo. Ello convirtió la relación cua-
sivasallática entre una parte de los habitantes de la campaña y aquellos jefes en una especie de
unión hipostática que se revelaría decisiva en la opción del campo en la encrucijada de 1825.
168 JULIO SÁNCHEZ GÓMEZ

la revolución liberal que estalló en Porto en agosto de 1820. Cuando la di-


námica de ésta obliga a la Corona a volver a Europa, Joao VI se plantea de-
jar resuelto el posible problema que podría acabar planteando la inserción
del recién incorporado territorio en el del Brasil ofreciéndole la alternativa
de su propia autodeterminación, para lo que ordena que se den instrucciones
«haciendo congregar en la ciudad de Montevideo Cortes generales de todo
el territorio, elegidas y nombradas de la manera más libre y popular, éstas
hayan de escoger sin la menor sombra de coacción ni sugestión la forma de
gobierno y constitución que de ahora en adelante se persuadan ser la más
apropiada a sus circunstancias.»19
La elección de los representantes se realizó por los Cabildos, es decir, se
trató de una elección indirecta e incluyó a través de dieciocho diputados a to-
dos los territorios de la provincia, en la que, con todos sus defectos y posi-
bles presiones de la máxima autoridad, fue la primera y más amplia reunión
representativa que antes se hubiera celebrado en la historia del país. EL Con-
greso debía deliberar y decidir en torno a estas tres posibilidades: «Si según
el presente estado de las circunstancias del país, convendría la incorpora-
ción de esta Provincia a la monarquía portuguesa y sobre qué bases o con-
diciones; o si por el contrario, le sería más ventajoso constituirse indepen-
diente o unirse a cualquier otro Gobierno, evacuando el territorio las tropas
de Su Majestad Fidelísima».
Reunida la asamblea en julio de 1821, las reflexiones de todos los ora-
dores descartaron la posibilidad de que la provincia pudiera constituirse en
estado independiente —por su debilidad, escasa población, estado de des-
trucción, inserción en un contexto geográfico-político enormemente agitado
etc.—, de que se uniera a cualquiera de los territorios vecinos ex hispanos,
por su estado de anarquía, que despertaba en ellos todos los fantasmas del
pasado reciente o a España, en un estado entonces que imposibilitaba el re-
curso a ella. Por tanto y, por exclusión, tal como proponía el diputado Bian-
qui: «no queda, pues, otro recurso que la incorporación a la monarquía por-
tuguesa bajo una constitución liberal. De este modo se libra a la Provincia
de la más funesta de todas las esclavitudes, que es la de la anarquía. Vivire-
mos en orden bajo un poder respetable, seguirá nuestro comercio sostenido
por los progresos de la pastura; los hacendados recogerán el fruto de los
trabajos emprendidos en sus haciendas para repararse de los pasados que-
brantos, y los hombres díscolos que se preparen a utilizar del desorden y sa-

19 «Absolutamente dispuesta Su Majestad a hacer cuanto pueda para asegurar la felici-

dad de esos Pueblos, ha determinado tomar por base de su conducta para con ellos en esta
ocasión, dejarles la elección de su futura suerte, proporcionándoles los medios de deliberar
en plena libertad, bajo la protección de las Armas Portuguesas, pero sin la menor sombra de
constreñimiento, la forma de Gobierno y las personas que por medio de sus Representantes
regularmente congregados, entiendan que son más apropiados a sus particulares circunstan-
cias».
BRASIL Y URUGUAY: DOS PROCESOS DE INDEPENDENCIA ÍNTIMAMENTE... 169

tisfacer sus resentimientos de la sangre de sus compatriotas, se aplicarán al


trabajo o tendrán que sufrir el rigor de las leyes, y en cualquier caso que
prepare el tiempo o el torrente irresistible de los sucesos, se hallará la Pro-
vincia rica, poblada y en estado de sostener el orden, que es la base de la fe-
licidad pública.»
La incorporación al Reino Constitucional de Portugal, Brasil y los Al-
garves fue decidida por unanimidad de los representantes y acompañada de
unas bases que fueron aceptadas por el gobierno de Portugal y que conver-
tían la unión al Reino en una auténtica confederación: el territorio pasaba
así a denominarse «Estado cisplatino», considerado como diferente de las
capitanías y provincias de Brasil y en pie de igualdad con los otros dos rei-
nos de la monarquía, sería gobernado de acuerdo con sus propias leyes y
costumbres y todos los empleos administrativos y políticos habrían de ser
ocupados por naturales, quedando éstos exentos de contribuciones extraor-
dinarias y de levas militares y confiada su seguridad a sus propias milicias.
Las rentas generadas en el Estado se quedarían en él y cualquier reforma
del régimen fiscal debía ser consultada a las autoridades locales y para ga-
rantizar el cumplimiento de lo establecido y reclamar en caso de trasgre-
sión se creaba la figura del Síndico Procurador del Estado. Esta singular
forma de asociación, especialmente porque se realizaba respecto a un Es-
tado constitucionalmente unitario —el reino, después imperio de Brasil—,
se mantuvo en las constituciones elaboradas tras la independencia brasi-
leña. Eran evidentemente unas condiciones muy ventajosas y suscitaron un
elevado consenso.
Al consenso contribuyó también un auge económico marcado por el
triunfo total de Montevideo frente a Buenos Aires, consecuencia de la con-
junción de las ventajas comparativas naturales de la primera frente a la se-
gunda y de la continua inestabilidad política a causa de la endémica crisis de
autoridad de la antigua capital virreinal. El comercio exterior, tal como re-
velan tanto las rentas aduaneras como el movimiento portuario indican que
aquellas aumentaron hasta multiplicarse por cinco en los años 1820 al 24
respecto al periodo anterior, mientras que el movimiento de barcos en el em-
barcadero montevideano, a partir de los libros de entradas y salidas revela ci-
fras aun mayores.
Pero de forma inmediata una serie de acontecimientos ligados también
a la revolución liberal contribuyeron a quebrar el acuerdo. Ya la decisión de
convocar el Congreso cisplatino revelaba un cisura en la actitud de los diri-
gentes lusos. Mientras que los brasileños eran firmes partidarios del mante-
nimiento de la unión de la provincia con el Reino Unido, los liberales por-
tugueses optaron por el abandono; la necesidad de evitar problemas con la
España liberal para hacer frente a la presión de la Santa Alianza y el desinte-
rés por una cuestión para ellos remota les llevó a plantear en las Cortes lis-
boetas el abandono de la provincia. Frente a ellos, los diputados brasileños
defendieron la permanencia y convirtieron la cuestión cisplatina en cuestión
170 JULIO SÁNCHEZ GÓMEZ

estratégica privativa de Brasil y una más de las causas de enfrentamiento con


la antigua metrópoli.
El movimiento constitucionalista peninsular y los pronunciamientos li-
berales que se sucedían en Brasil desde enero de 1821 acabaron llegando a
Montevideo. Una parte de la guarnición militar, formada por tropas metro-
politanas, se pronunció a favor del sistema constitucional, mientras que las
de origen brasileño permanecieron pasivas. Pero la escisión más importante
se produjo en 1822, cuando la ruptura entre Brasil y la antigua metrópoli se
acelera: las autoridades civiles de la provincia —orientales— y al frente de
ellas el capitán general, máxima autoridad lusa en el Estado, optó por Brasil,
al tiempo que las tropas originarias de la metrópoli se convertían dentro de
los muros de la capital en uno de los principales reductos de resistencia por-
tuguesa en el conjunto del reino ultramarino. La diversidad de opción pro-
vocó una auténtica lucha interna que se prolongó por año y medio y en la que
vuelve a producirse la separación entre Montevideo —en manos de los pro-
lusos— y el resto del territorio, en las de los partidarios de la independencia.
Durante ese tiempo, la campaña permaneció absolutamente tranquila y a
esa tranquilidad contribuyó en buena medida la opción de Fructuoso Rivera,
la máxima autoridad militar de origen oriental, por el partido independentista
y el hecho de que los hacendados optaron abiertamente por la facción pro-
brasileña acaudillada por el capitán general Lecor. Mientras, los cabildos, ex-
ceptuado Montevideo, fueron aprobando, con la participación de los vecinos
en cabildos abiertos, sucesivas actas de adhesión a la independencia. Pero
en la capital, la disidencia de los militares lusos fue aprovechada por un lo-
bby probonaerense de comerciantes, saladeristas y navieros, muchos de ellos
vinculados por negocios a Buenos Aires y con implantación importante en el
Cabildo. Su dirigencia se agrupaba en la sociedad secreta denominada «de
los Caballeros Orientales», directamente controlada por una rama de la céle-
bre Lautaro, que se había ido reuniendo en torno a la idea de la reunificación
con Buenos Aires, ramificados con algunos antiguos militares del círculo ar-
tiguista y que .en octubre de 1822 —un mes después de la proclamación de
la independencia de Brasil— comenzaron a actuar utilizando a la institución
capitular como plataforma planteando el que el pacto surgido del Congreso
Cisplatino había quedado roto en tanto que la unión preconizada por éste lo
era al Reino Unido de Portugal y Brasil y no a una entidad entonces inexis-
tente y ahora nueva, el imperio de Brasil. Por tanto, el Estado Cisplatino que-
daba libre de su compromiso para optar por una nueva situación legal.
Y la opción sólo podía ser resuelta por un nuevo Congreso. Ante la im-
posibilidad de convocarlo por la oposición de la guarnición portuguesa, el
Cabildo actuó como máxima autoridad y recabó la ayuda de Buenos Aires y
Santa Fe para oponerse a la fuerza de los partidarios de Brasil, que domina-
ban la campaña.
La colusión de las actividades contrarias a Brasil de las fuerzas fieles
a Portugal y del Cabildo igualmente contrario a la permanencia en Brasil
BRASIL Y URUGUAY: DOS PROCESOS DE INDEPENDENCIA ÍNTIMAMENTE... 171

provocaron la actuación de las fuerzas probrasileñas —regimientos lusos y


orientales— ubicadas en la campaña, que sitiaron y bloquearon la ciudad y
provocaron nuevamente un estado de guerra que parecía olvidado desde ha-
cía cinco años, con sus graves consecuencias de estancamiento económico
por la ruptura de los canales ciudad-campaña.
El temor de Bernardino Rivadavia a un enfrentamiento con Brasil20
hizo imposible cualquier auxilio exterior al Cabildo montevideano y sus se-
guidores. El movimiento, aunque contó con la adhesión de las provincias
de Santa Fe y Entrerríos, solo logró mantenerse mientras duró la presen-
cia de las tropas, ya que no consiguió provocar un levantamiento popular.
El acuerdo que al final se produjo entre los representantes del Emperador y
las fuerzas metropolitanas portuguesas en Montevideo para su traslado a Eu-
ropa, acabaron con la protesta tras la entrada del capitán general en la capital
y la completa pacificación de la provincia que, tras ser el último reducto de
soberanía de Portugal en América, queda incorporada a comienzos de 1824
al Imperio del Brasil.
La definitiva pacificación coincidió casi exactamente con la promulga-
ción de la Carta otorgada imperial que había sustituido, tras el golpe de es-
tado del Emperador al proyecto nonato de la Asamblea constitucional de Río.
La carta imperial no recogía alusión alguna específica respecto al Estado Cis-
platino, lo que sí hacía el proyecto abortado de la Assembleia Constituínte y
otros proyectos anteriores no oficiales, especificando que el territorio del Im-
perio comprendía todas las provincias que incluían las posesiones portugue-
sas en el continente americano «e por federação o Estado Cisplatino»21. Ello
introdujo en la Asamblea una larga discusión, ya que la alusión federal fue
aprovechada por los liberales partidarios de una unión federal de todas las
provincias para intentar extender el federalismo a todo el Imperio. En cual-
quier caso, la desaparición de la unión federal en la ley máxima definitiva era
un mal augurio para el futuro, aun cuando siguieran vigentes las bases apro-
badas en el Congreso Cisplatino.
Tales augurios se materializarían pronto en algunos significativos des-
plantes del carácter autoritario del propio Emperador: entre el Cabildo mon-
tevideano y el gobierno de Río comenzaron a producirse roces por extralimi-
taciones imperiales en relación con el estricto respeto a las condiciones de la
unión, de las que era muy celosa la institución municipal. Por ejemplo, hubo
fricciones en torno al uso de la lengua española por parte del Cabildo en sus
comunicaciones con el gobierno imperial, en general cuestiones que resulta-
ban sobre todo significativas de una tendencia... Aun así, la Carta constitu-

20 Rivadavia envió un emisario a Río para solicitar pacíficamente «la devolución de la

provincia Oriental», que no surtió ningún efecto.


21 Igual especificación recoge el proyecto que presentó Hipolito José da Costa en el Co-

rreio Braziliense en septiembre de 1823.


172 JULIO SÁNCHEZ GÓMEZ

cional obtuvo la aprobación de todos los cabildos y de los vecinos, a quienes


se sometió su aclamación, jura y su aprobación después por un procedi-
miento de muy escasa fiabilidad representativa: en los cabildos se colocaban
dos libros, uno en el que firmaban los vecinos que aprobaban el texto magno
y otro en el que lo hacían los que la rechazaban. No hay que decir que el li-
bro del rechazo quedaba en blanco.
Del Estado cisplatino salieron elegidos —por el mismo procedimiento
que en el resto del Imperio— dos diputados y un senador para la Asamblea
y el Senado de Río. La constitución de 1824 preveía la existencia, como
máxima autoridad, de un presidente en cada una de las provincias del Impe-
rio, incluido el Estado cisplatino y el emperador nombró para ello a un lu-
sitano, Maggesi Tavares de Carvalho, si bien rectificó después con el nom-
bramiento de un oriental, García de Zuñiga. La institucionalización de la
provincia en el seno del imperio avanzaba, pero algunos comenzaron a sentir
que, omisiones constitucionales, actos equívocos del poder de Río, se iba ha-
cia una integración no federativa en el Imperio que muchos no deseaban.
El consenso que se había ido tejiendo tan laboriosamente comenzó a
agrietarse a partir de 1824. Frente a la opulencia del «club del Barón» —la
camarilla de orientales ennoblecidos por Pedro I que rodeaban al capitán
general, Lecor, barón de la Laguna—, algunos miembros de la élite co-
menzaron a sentirse excluidos. La rebaja de tarifas aduaneras en el puerto
de Buenos Aires había desviado una parte del tráfico hacia el puerto de en-
frente en detrimento del montevideano, lo que perjudicó a algunos comer-
ciantes. En el campo, progresaba el descontento de muchos preteridos en la
política agraria y algunas medidas bienintencionadas pero poco acertadas,
como la prohibición de matanzas de animales para intentar reponer la ca-
baña, que no logró su objetivo pero sí que el ganado se desviara hacia Río
Grande, con la consiguiente pérdida para los saladeristas que se habían ido
recuperando del largo tiempo de convulsiones, produjeron también discon-
formidad. Y finalmente —como se puso de manifiesto en el movimiento de
1823— había ido creciendo un grupo de partidarios de la vuelta al seno de
la unión con Buenos Aires, justo en un momento en que su gobierno aca-
baba de firmar un tratado de amistad y comercio con Gran Bretaña que ha-
cía que ya no fueran de tan gran interés los anudados por el Imperio como
herencia de los viejos acuerdos portugueses. Además, Buenos Aires y tres
provincias habían firmado un tratado que dibujaba un espacio al que al-
gunos se sentían inclinados a acercarse. Entre la unión al gran Brasil y
aproximarse al nuevo proyecto bonaerense, optaban por éste último. Por
último, no todo eran intereses, pesaba en algunos también la comunidad de
historia, lengua y cultura con los territorios limítrofes de los que la provin-
cia había formado parte.
Y es entonces —justamente cuando se había difundido la noticia de la
derrota española en Ayacucho y una ola de entusiasmo republicano se ex-
pandía por el Río de la Plata— cuando se produce el desembarco de los 33
BRASIL Y URUGUAY: DOS PROCESOS DE INDEPENDENCIA ÍNTIMAMENTE... 173

orientales, un grupo ligado totalmente a los intereses de Buenos Aires, finan-


ciado y armado desde allí y al que rápidamente se une, en uno de sus sor-
prendentes giros de opinión que caracterizarían buena parte de su vida, nada
menos que el más alto cargo militar de la provincia tras el capitán general, el
comandante general de la campaña, Fructuoso Rivera, quien en los años de
mando en el campo había ido tejiendo una densísima red de relaciones per-
sonales. Con él, la campaña entra rápidamente en ebullición. Los núcleos ur-
banos más importantes, Montevideo y Colonia, permanecerán fieles a la au-
toridad constituida reproduciendo así nuevamente la situación de 1811: la
ciudad y el campo luchando en bandos opuestos. La élite comercial montevi-
deana opta nuevamente por permanecer en la ciudad y solo aquellos que en
1823 habían apoyado el pronunciamiento y se habían exiliado figurarán en
las filas de la insurrección. La situación se complicó mucho más cuando a fi-
nes de 1825 Buenos Aires entró en guerra contra Brasil. Nuevamente Mon-
tevideo vuelve a ser asediada por tierra, si bien la superioridad de las fuer-
zas del Imperio por mar permitió que se mantuviera abierta siempre la puerta
del río. El bloqueo de Buenos Aires por la escuadra brasileña permitió a un
Montevideo, que nunca llego a estar aislado de su entorno productivo, seguir
manteniendo sus funciones de puerto de tránsito, con lo que el colectivo co-
merciante sufrió pérdidas mucho menores —aunque las sufriera— que en la
guerra de quince años antes.
El absoluto empate en que acabó encontrándose la contienda argenti-
nobrasileña sobre suelo oriental, con un dominio casi total del territorio por
parte de las fuerzas de Buenos Aires, que sin embargo se mostraban incapa-
ces de tomar a Montevideo y la superioridad por mar de los brasileños, que
estaban asfixiando con su bloqueo la salida al exterior de los porteños, ame-
nazaba con agotar las fuerzas de ambos. A ello se uniría la profunda crisis
política y financiera de Buenos Aires, al borde de la bancarrota y la difícil si-
tuación del Emperador, enfrentado al complicado escenario de la sucesión
de su padre en Europa y a la impopularidad de la guerra, tanto por el peso
del reclutamiento como por el hecho de que la opinión liberal simpatizaba
con los insurgentes. Y es en ese momento cuando actúa la diplomacia britá-
nica imponiendo la convención preliminar de paz de 27 de agosto de 1828
que traía como consecuencia para la provincia Cisplatina el acceso a una in-
dependencia tutelada por la que nadie había luchado.
La insurrección de 1825, que devino en guerra internacional, había sido
en sus orígenes un levantamiento de la campaña, al mando de sus caudillos,
contra el gobierno de la ciudad —de Brasil, pero también de la élite de co-
merciantes y hacendados que en su representación gobernaba la provincia en
el marco del sistema de autonomía que le concedía tantas competencias— era
la tercera vez que esto sucedía —había ocurrido antes en 1811 y en 1817—
y volvería a acontecer muchas veces más hasta 1903. Es verdad que, junto
con los caudillos levantados —Lavalleja, Rivera, Oribe— había un pequeño
grupo de la élite partidaria de Buenos Aires, fundamentalmente gentes de pro-
174 JULIO SÁNCHEZ GÓMEZ

fesiones liberales, pero en su mayoría ésta permaneció tras las murallas de


Montevideo, junto al gobierno cisplatino, continuando sus negocios, a los que
se añaden ahora los suministros al ejército, y aguardando hacia dónde se deci-
día la suerte de las armas para comenzar un goteo de infidelidades cuando, a
partir de la batalla de Ituzaingó, podía adivinarse un final no demasiado favo-
rable para su opción. El grueso de la insurrección que engrosó la que solo mu-
cho más tarde se llamó «Cruzada de los Treinta y Tres» se nutrió de las mis-
mas bases que la revolución artiguista: peonaje, indios —las tropas de Rivera
estaban compuestas en parte de indios de las antiguas Misiones— y una parte
de los hacendados, junto con mucho dinero de los nuevos saladeristas bonae-
renses, muy interesados en volver a poner el pie en la riquísima —y ahora va-
cía— pradera oriental y en expulsar de ella los intereses de sus directos com-
petidores riograndenses.
La guerra terminó con la victoria ...de Inglaterra. La hábil diplomacia de
Su Majestad Británica, actuó sobre sus dos estrechos aliados —Brasil y Bue-
nos Aires, que estaban ligados por tratados de amistad y comercio con el go-
bierno británico— en el momento en que parecía claro que la fuerza de las
armas era incapaz de dirimir la guerra. Inglaterra propuso, presionó y consi-
guió la formación de un Estado tapón, el que ninguno de los dos contendien-
tes saliera triunfante y se fortaleciera demasiado y además logró incluir en la
Convención Preliminar de Paz una disposición adicional que aseguraba un
objetivo muy querido para ella: la libre navegación de los ríos22.
La independencia no había sido el objetivo de nadie, ni por supuesto de
los que permanecieron fieles a Brasil ni tampoco de los insurgentes —menos
aun de Buenos Aires— quienes en la labor de institucionalización de la revo-
lución que se produjo en la Asamblea de Representantes reunida en la Flo-
rida —1825-1827— declaraban su voluntad de unirse como una provincia
más a las Provincias Unidas del Río de la Plata y enviaban representantes al
Congreso General Constituyente reunido en Buenos Aires, una intención que
reiteraron una y otra vez. Partidarios de la unión con Brasil y adeptos a la in-
corporación a las Provincias Unidas se encontraron así con una independen-
cia no querida —pero que parecía aceptarse que era la única salida al empate,
no sólo entre los Estados vecinos, sino también entre las opiniones anteriores
de sus propios ciudadanos— y que por disposición de la Convención Preli-
minar de Paz entre Brasil y Buenos Aires con la bendición —y la presión—
de Inglaterra debía hacer tabla rasa de la obra institucional de la Asamblea
provincial que había funcionado desde 1825, redactar una nueva Constitu-
ción y edificar un Estado. El nuevo Estado contaba apenas con 70.000 habi-
tantes, esparcidos en una vasta superficie, de los que un cuarto vivían en la

22 Un objetivo obsesivo y pertinaz del gobierno británico hasta más allá de mitad de si-

glo y que oculta una evaluación muy sobredimensionada de las potencialidades del comercio
aguas arriba del Río de la Plata.
BRASIL Y URUGUAY: DOS PROCESOS DE INDEPENDENCIA ÍNTIMAMENTE... 175

capital —que agrupaba alrededor de quince mil habitantes y que inauguraba


así la macrocefalia desproporcionada que caracterizará al país hasta hoy—,
con unos límites territoriales poco definidos, devastada su riqueza productiva
por la presencia de dos ejércitos numerosos durante cuatro años y sumida en
un caos monetario por la presencia de una masa circulante de papel moneda
argentino muy depreciado y de moneda de cobre brasileña en cantidades im-
portantes.
La convención preliminar imponía un absoluto olvido de las opiniones
mantenidas hasta ese momento por los nuevos ciudadanos de la República
Oriental, lo que facilitó el pacto entre los caudillos militares y sus compañe-
ros probonaerenses con los hasta entonces adeptos a la causa del Brasil. Más
por desistimiento y hastío que por convicción23 acabaron convergiendo en un
consenso los artiguistas, los partidarios de Buenos Aires, los del imperio de
Brasil y los nostálgicos de la soberanía española.
El nuevo Estado comenzó a funcionar en base a ese pacto tácito, colo-
cando a un caudillo en la cúspide —tras un cortísimo periodo de gobierno
del general Rondeau, los tres caudillos Rivera, Lavalleja y Oribe se turnaron
en el poder a lo largo de los siguientes veinticinco años— y repartiéndose la
oligarquía tradicional, ahora en buena parte ya en su segunda generación, los
puestos del Estado como si éste fuese su finca familiar. En el consenso en-
traba evidentemente un ejército sobredimensionado para hacer frente a los
compromisos personales de los caudillos. Todo ello trajo como consecuencia
un Estado sumamente débil, cuyas rentas estuvieron siempre por debajo de la
voracidad de sus servidores, lo que lo colocó muy pronto —ya en 1836— en
manos de los agiotistas y de los préstamos de firmas bancarias extranjeras.
Debilidad que manifestará también —como no podía ser de otra forma—
en relación con sus poderosos vecinos, que intervendrán constantemente en
la política interna oriental24. Las tropas de las Provincias Unidas abandona-
ron el territorio a fines de 1828 pero poco más de diez años después entraban
nuevamente para apoyar a una de las facciones de la guerra civil que acababa
de estallar, mientras que las de Brasil lo harían varias veces después de 1850.
El colectivo comerciante, ahora engrosado con las casas europeas ins-
taladas durante la Cisplatina, ante la realidad de un país compuesto de una
ciudad rodeada de una campaña despoblada —0,4 habitantes por kilóme-
tro cuadrado para todo el país, incluída la capital— con la riqueza pecuaria
y la infraestructura transformadora de ésta totalmente destruida por los años
de guerra, con un mercado potencial interno empobrecido y empequeñecido,

23 Aun cuando un enviado británico informaba a su gobierno que a comienzos de 1827

se abría paso entre los comerciantes montevideanos, permeados por la propaganda inglesa, la
idea de la posible independencia tutelada.
24 La convención preliminar de paz, en la que no participaron representantes orientales,

preveía la tutela sobre el nuevo Estado de los dos grandes vecinos, que se reservaban el dere-
cho de intervenir para protegerlo de toda disensión interna.
176 JULIO SÁNCHEZ GÓMEZ

conciben un vasto proyecto, acariciado y aconsejado por los británicos y en


el que Inglaterra desempeñaba un papel central: convertir a Montevideo y su
territorio en una especie de ciudad hanseática bajo protectorado inglés25, gran
depósito de mercancías de toda América del Sur en su camino hacia Europa
y Estados Unidos y para su redistribución, tanto hacia las costas pacíficas
como hacia todo el interior, siguiendo el curso de los ríos y aprovechando la
libre circulación de éstos que se plasma en la Convención Preliminar. Sería
así la capital uruguaya el lugar de redistribución hacia un amplísimo territo-
rio que cubriría todo el interior argentino, Patagonia, Paraguay y el antiguo
Alto Perú —la gran esperanza de las casas de comercio de ultramar—, ade-
más de Chile, Perú y Guayaquil, retomando y potenciando así el papel de
puerto de escala que ya aparecía en la época colonial y lusitana. La relación
con Río Grande y Santa Catarina se alentaría y también el rol de base para la
pesca de la ballena y los lobos de mar.
El proyecto estuvo cerca de convertirse en realidad. Las cifras del comer-
cio exterior per cápita del nuevo país fueron abrumadoramente superiores a
las de cualquier otro de Latinoamérica en la década de los 30. Pero el esta-
llido de tensiones externas e internas en esa gran falla de San Andrés geoes-
tratégica que era el Río de la Plata yugularon la ilusión más allá de 1840. A
escala interna, la nefasta acción de los caudillos, que abrieron la era de los
golpes de estado contra las instituciones establecidas antes incluso del fin de
la guerra argentino-brasileña —en octubre de 1827 se inauguraba la sucesión
de golpes cuando Lavalleja, apoyado por el ejército, disolvía la asamblea ele-
gida de representantes de la provincia y destituía al presidente en funciones
del poder ejecutivo— deshizo cualquier proyecto de alternancia pacífica en
el poder. Ello unido a la intervención de los vecinos, que no acabaron de to-
marse en serio la independencia del nuevo estado, sumieron al nuevo país en
el caos por más de una década después de 1840.
En resumen, antes de llegar a la independencia, el pequeño territorio y
sus escasos habitantes habían sucesivamente vivido en solo dieciocho años
bajo soberanía española absolutista, española constitucional, de las Provin-
cias Unidas, portuguesa, imperial del Brasil e independiente y habían en-
viado representantes a las Cortes de Bayona, a las españolas de Cádiz, a
sucesivos Congresos y Asambleas rioplatenses, unitarios y federales, a las
Cortes de Lisboa —aunque el diputado no llegó a presentarse—, a la Asam-
blea del Imperio del Brasil y por fin a la representación nacional de la Re-
pública. No hay parangón posible en ningún otro país de América y nuestra

25 La idea de una relación más que especial con Inglaterra esta en la mente de la burguesía

comercial montevideana desde el fin de la colonia y coincidía plenamente con los designios
de los representantes ingleses en la zona. En realidad ese proyecto, el de la expansión econó-
mica bajo paraguas británico, tendría que esperar más de cincuenta años para fructificar. Pero
en cualquier caso, ante los ojos del mundo —por ejemplo de los representantes de los Estados
Unidos—, en 1830 estaba naciendo «una colonia inglesa disfrazada».
BRASIL Y URUGUAY: DOS PROCESOS DE INDEPENDENCIA ÍNTIMAMENTE... 177

afirmación del comienzo en la que manifestábamos que era el proceso más


complicado de todos los caminos hacia la independencia del continente es
perfectamente ajustada a la realidad histórica.

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Cuba en la difícil coyuntura política
entre 1808 y 1810

Sigfrido VÁZQUEZ CIENFUEGOS


Consejo Superior de Investigaciones Científicas (EEHA)1

El periodo comprendido entre 1808 y 1810 fue quizás uno de los más
convulsos de la historia de España. No en vano en el tiempo que va de
marzo a mayo de 1808 el trono hispano estuvo ocupado hasta por tres mo-
narcas distintos: Carlos IV, Fernando VII y José I.2 Luego se sucedieron
las soluciones políticas por parte de los defensores de los derechos de Fer-
nando VII, como ocurrió con las diferentes propuestas juntistas que se mul-
tiplicaron por toda la Península entre mayo y agosto de 1808, la creación de
la Junta Suprema Central en septiembre del mismo año, en vigor poco más
de un año hasta que en enero de 1810 fue instituido el Consejo de Regencia.
A ello hemos de sumar la primera constitución para España elaborada en
Bayona en julio de 1808 por los josefinos y la convocatoria a Cortes de la
Junta Central de mayo de 1809, que se concretaría en la convocatoria a Cor-
tes extraordinarias el 22 de febrero de 1810 por parte de los fernandinos. Y
todos estos cambios y novedades en medio de un estado de guerra general
entre los defensores de los derechos de José I y los de Fernando VII, en el
que los primeros, apoyados por los ejércitos napoleónicos, tuvieron el con-
trol de la mayor parte de los territorios peninsulares españoles.
Al periodo iniciado con la resistencia en Zaragoza (junio-agosto de
1808), la sonada victoria en Bailén en agosto de 1808, entre otros hechos
de armas, y el repliegue de las tropas imperiales, le siguieron dos años de
casi continuas derrotas de los fernandinos, a pesar del apoyo británico, como
ocurrió en noviembre de 1808 en Somosierra, que supuso la entrada de la
tropas de Napoleón en Madrid, y sobre todo la derrota en Ocaña en noviem-
bre de 1809, que significó la pérdida del control de la meseta por las tropas
de la Junta Central y la huida de ésta hacia Andalucía hasta hallar refugio en

1 Este trabajo ha sido realizado como investigador del programa JAEDOC 2008.
2 Sólo como llamada de atención y para hacernos una idea de lo insólito de la situación,
para conocer el cambio de los tres reyes anteriores hubo que esperar 62 años: Fernando VI
(1746-1759), Carlos III (1759-1788) y Carlos VI (1788-1808).
184 SIGFRIDO VÁZQUEZ CIENFUEGOS

Cádiz a finales de ese año. Fue en la ciudad atlántica donde quedó recluido
el Consejo de Regencia, gobierno defensor de los derechos de Fernando VII,
hasta 1812. Como es lógico, la América española vivió con gran tensión y
preocupación el desarrollo de unos acontecimientos que acabarían por crear
las condiciones para el inicio del proceso independentista hispanoamericano.
En la Isla de Cuba también se siguieron con interés los sucesos de la Pe-
nínsula y sus habitantes trataron de formar parte del proceso que se estaba
viviendo por medio de soluciones políticas tanto propias como establecidas
desde el otro lado del Océano. Como es sabido, la isla no formó parte activa
del proceso emancipador americano en aquel momento histórico. Sin em-
bargo, podemos afirmar que sí tomó parte en las actuaciones políticas que se
plantearon entre 1808 y 1810, tanto en su forma autonomista, con la inten-
ción de creación de una junta en La Habana y posiblemente en Santiago de
Cuba, como con los primeros intentos de provocar un cambio en las relacio-
nes con la metrópoli, como fueron los movimientos conspirativos en La Ha-
bana o los panfletos independentistas lanzados en Puerto Príncipe, pero
también con el interés en la representación en el cuerpo nacional como las
elecciones a diputados por la Junta Central y las convocatorias para la parti-
cipación en Cortes.3

1. La propuesta juntista de La Habana de 1808

Desde que en la batalla de Trafalgar en octubre de 1805 se escenificase el


dominio británico del mar, las comunicaciones oficiales entre los diferentes
territorios de la monarquía hispánica quedaron definitivamente deterioradas.
Como consecuencia, la transmisión de órdenes desde la metrópoli y el envío
de consultas desde América se vieron seriamente obstaculizados, lo que dio
lugar a que las autoridades indianas se viesen obligadas a actuar guiados por
la iniciativa propia, hasta la llegada del año clave de 1808.
En el mes de mayo de dicho año, casi de manera contemporánea a la
sucesión de acontecimientos en la Península —teniendo en cuenta el re-
traso habitual producido por la distancia—, llegaron a La Habana las pri-
meras noticias que anunciaban «graves sucesos» en España,4 y a principios
de junio se recibían informes en Cuba de que ya desde abril se aseguraba

3 Desarrollo ampliamente el tema de este trabajo en mi libro Tan difíciles tiempos para

Cuba. El gobierno del marqués de Someruelos (1799-1812), Sevilla, Universidad de Sevilla,


2008, p. 215-259.
4 Juan Stoughton, cónsul en Boston, al capitán general de La Habana, marqués de So-

meruelos (Boston, 25 de marzo de 1808), Archivo General de Indias de Sevilla (en adelante,
AGI), Cuba, 1710. Es decir, que con antelación a los hechos circulaban rumores, en este caso
sobre el motín de Aranjuez, a uno y otro lado del Atlántico. Esta comunicación fue respondida
el 2 de mayo de 1808 por Someruelos.
CUBA EN LA DIFÍCIL COYUNTURA POLÍTICA ENTRE 1808 Y 1810 185

en los Estados Unidos que se producirían grandes alteraciones en la Penín-


sula.5
La noticia oficial que daba cuenta de los sucesos de Aranjuez6 llegó ofi-
cialmente al ámbito caribeño a finales de mayo,7 aunque la notificación ofi-
cial no fue recibida en La Habana hasta el 9 de junio.8 Al día siguiente, en
reunión ordinaria del cabildo de La Habana, el capitán general marqués de
Someruelos9 anunció la noticia, y aunque en acta consta la sumisión al nuevo
monarca, no se procedió a su proclamación.10
La confusión que produjo la noticia del cambio dinástico hizo que So-
meruelos pidiese un navío al comandante general de marina de La Habana,
Juan María de Villavicencio, para enviar a Veracruz a sus cercanos colabo-
radores Francisco de Arango y el conde de O’Reilly, y muy posiblemente a
Andrés de Jáuregui. No conocemos el objeto de dicho viaje, aunque parece
evidente que estaba destinado a conseguir información de primera mano so-
bre la determinación que tomaría el virrey de Nueva España José de Iturriga-
ray, aunque esta decisión no tendría por qué implicar la intención del gober-
nador de La Habana de una actuación coordinada con México. En el informe
de Rafael de Villavicencio, a la sazón comisionado por la Junta de Sevilla, a
la sazón hermano del comandante de Marina, se dio cuenta de que el envío
de estos delegados11 estaba relacionado con el plan juntista que se plantearía

5 Stoughton a Someruelos (Boston, 27 de abril de 1808), AGI, Cuba, 1710. La respuesta

de Someruelos, el 8 de junio.
6 MARTÍ GILABERT, Francisco: El motín de Aranjuez, CSIC, Ediciones Universidad de Na-

varra, Pamplona, 1972, pp. 122-157.


7 Hay constancia de que la noticia había llegado de forma oficial, procedente de Cádiz,

a Yucatán el 31 de mayo, donde se proclamó de manera inmediata como rey a Fernando VII.
Benito Pérez, Capitán General de Yucatán a Estado (Mérida, 23 de junio de 1808), n.º 31, AGI,
Estado, 57. El capitán general Benito Pérez hizo difundir la noticia por toda la provincia. En
Caracas la noticia circulaba también desde fines de mayo, aunque la notificación oficial es de
15 de julio. Véase, también, DIEGO GARCÍA, Emilio de: «El significado estratégico de la Amé-
rica hispana en la guerra de 1808-1814», Revista de Historia Militar, año LI, n.º extra, Minis-
terio de Defensa, Instituto de Historia y Cultura Militar, Madrid, 2007, p. 217.
8 Capitán general Someruelos a Secretaría de Guerra (La Habana, 10 de junio de 1808),

n.º 2.364, AGI, Cuba, 1746.


9 Salvador José de Muro y Salazar (1755-1813), segundo marqués de Someruelos, venía

desempeñando desde 1799 los cargos de capitán general de la isla de Cuba, mando que com-
prendía además de los territorios insulares los gobiernos de La Luisiana (hasta 1804) y las dos
Floridas (Occidental y Oriental), en América del Norte; y al mismo tiempo era gobernador
de la jurisdicción de La Habana y presidente de la Real Audiencia situada en Puerto Príncipe
desde 1800.
10 Cabildo ordinario, 10 de junio de 1808, Archivo de la Oficina del Historiador de la ciu-

dad de La Habana (en adelante, AOHCH), Actas de Cabildo, 1808-1809, fols. 68-70. El ca-
bildo ordinario de 1 de julio de 1808 decidió rendir homenaje a Fernando VII a través del con-
siderado «habanero más ilustre» que se hallaba entonces en Madrid, el director general del
cuerpo de artillería. En el mismo libro de actas, fols. 76-78.
11 Rafael Villavicencio no nombra a Andrés de Jáuregui y, en su lugar, cita al teniente de

navío Juan Orozco.


186 SIGFRIDO VÁZQUEZ CIENFUEGOS

más adelante. En su opinión la comisión fue suspendida porque las noticias


que iban llegando desde la Península «entorpecían las ideas de independen-
cia quimérica a que terminaban las miras del gobierno, queriendo para esto
valerse de la angustiada situación de España».12
Las autoridades habaneras parecieron permanecer a la espera de la con-
firmación de los numerosos rumores que debían estar sacudiendo a la opi-
nión pública, hasta la llegada desde la Península la noche del 14 de julio del
intendente electo Juan de Aguilar. Su presencia en la isla permitió tener una
constancia fidedigna de los acontecimientos que estaban ocurriendo al otro
lado del Océano.13 El mismo día 14 también llegaron al puerto capitalino do-
cumentos de varias juntas de la Península que se «declaraban tan soberanas
como la de Sevilla».14 La junta sevillana aspiró a la tutela de las posesiones
americanas por lo que se había dado el título de «Junta Suprema de España e
Indias».15
El capitán general informó al día siguiente al Cabildo16 y dio cuenta a la
Real Audiencia, situada en Puerto Príncipe, actual Camagüey.17 El día 17 So-
meruelos hizo pública su proclama Habitantes de la isla de Cuba, hijos dig-
nos de la generosa nación española en la que dio cuenta de la confirmación
de las noticias que estaban llegando sobre «los atroces y espantosos sucesos
acontecidos» motivados por la traición francesa y del levantamiento de Ma-

12 Informe de Rafael de Villavicencio a la Junta de Sevilla (Sevilla, 1 de febrero de 1809),

Archivo Histórico Nacional de Madrid (en adelante, AHN), Estado, 59-1, B, n.º 101. Juan de
Villavicencio consideró en su descripción que la suspensión del envío de la comisión fue de-
bido a la llegada del comisionado de la Suprema Junta [de Sevilla], aunque considero que debe
tratarse de un lapsus, en lugar de hacer referencia al intendente Juan de Aguilar que como ve-
remos llegó el 14 de julio, pues no es posible que se refiriese a Rafael de Villavicencio, es de-
cir, el referido comisionado, ya que éste no llegó hasta el 2 de agosto cuando ya había con-
cluido todo el asunto del proyecto de Junta en La Habana. El supuesto «error» pudo ser debido
a la intención por parte de Juan de Villavicencio de resaltar la importancia de la actuación de
su hermano Rafael en los sucesos de julio de 1808 ante la Junta de Sevilla. Juan de Villavicen-
cio a la Junta de Sevilla (La Habana, 9 de noviembre de 1808), AHN, Estado, 59-1, B, n.º 75.
13 Internamiento en Francia de la familia real casi al completo, lo sucesos del 2 de mayo

en Madrid, así como el nombramiento de José I como rey.


14 ZARAGOZA, Justo: Las insurrecciones en Cuba, tomo I, Imprenta de Manuel G. Hernán-

dez, Madrid, 1872, p. 182.


15 Véase MORENO ALONSO, Manuel: La Revolución «Santa» de Sevilla, Caja San Fernando

de Sevilla y Jerez, Sevilla, 1997; MARTÍNEZ DE VELASCO, Ángel: La formación de la Junta


Central, Ediciones de la Universidad de Navarra, CSIC, Pamplona, 1972, pp. 68-120; CUENCA
TORIBIO, José Manuel: La Guerra de la Independencia: un conflicto decisivo (1808-1814), En-
cuentro, Madrid, 2006, p. 141.
16 Cabildo ordinario (30 de septiembre de 1808), AOHCH, Actas de Cabildo, 1808-1809,

fols. 112-115.
17 La distancia entre las dos ciudades implicó que las determinaciones al respecto de la

Audiencia llegasen cuando ya habían sido tomada las principales decisiones. ARMAS MEDINA,
Fernando de: «La Audiencia de Puerto Príncipe (1775-1853)», Anuario de Estudios America-
nos, vol. XV (Sevilla, 1958), pp. 273-370.
CUBA EN LA DIFÍCIL COYUNTURA POLÍTICA ENTRE 1808 Y 1810 187

drid del 2 de mayo, animando a seguir el ejemplo de aquéllos. Hizo una lla-
mada a la colaboración con los españoles peninsulares, principalmente con
aportaciones económicas, mientras que a la vez trataba de tranquilizar los
ánimos contra los franceses residentes en la isla, ya que la población estaba
soliviantada ante la gravedad de los acontecimientos.18 En La Habana se di-
vulgaron en esos días los documentos enviados por las diferentes juntas pe-
ninsulares, lo que motivó que se alzasen las primeras voces que consideraban
conveniente la instalación de una junta de gobierno.19
Parece ser que, para el 17 de julio, una parte de la élite habanera ya se
encontraba redactando un proyecto juntista propio,20 aunque la primera de-
cisión tomada en firme por las autoridades fue proclamar definitivamente a
Fernando VII como soberano el 20 de julio.21 En la reunión de cabildo ordi-
nario de 22 de julio se acordó que debía tomarse la solución que fuese más
adaptable a las circunstancias de la isla, lo que se entiende como una demos-
tración de que se pensaba en algún tipo de cambio o que al menos se debatía
sobre la creación de una junta.22
El 26 de julio, un grupo de habaneros, animados por el capitán general
Someruelos, hizo la representación formal al Ayuntamiento para la instaura-
ción de una Junta Superior de Gobierno.23 El síndico procurador Tomás de la
Cruz Muñoz quedó encargado de la recogida de firmas que apoyasen el plan,

18 Proclama. Habitantes de la isla de Cuba, hijos dignos de la generosa nación española,

el marqués de Someruelos (La Habana, 17 de julio de 1808), AHN, Estado, 59-1, A, n.º 3.
19 Someruelos a la Junta de Sevilla (La Habana, 1 de noviembre de 1808), AHN, Estado,

59-1, A, n.º 12.


20 Proyecto de instauración de una Junta Superior de Gobierno en La Habana. En ZARA-

GOZA, J.: Las insurrecciones, pp. 707-708, en donde cita: A los vecinos pacíficos de La Ha-
bana, folleto de 8 páginas, escrito por José de Arango, y publicado en 1821 en La Habana,
imprenta fraternal de los Díaz de Castro, impresores del Consuelo Nacional, plazuela de San
Juan de Dios.
21 Certificación del escribano Miguel Méndez (20 de julio de 1808), AOHCH, Actas de

Cabildo, 1808-1809, fols. 89-91.


22 «Estando en esto llegó a la puerta oficio de Someruelos, por el cual explicaba los moti-

vos que le impulsaban a imprimir lo más brevemente posible la declaración de guerra a Fran-
cia y el armisticio con Gran Bretaña, publicados por la Junta de Sevilla». Cabildo ordinario
(22 de julio de 1808), AOHCH, Actas de Cabildo, 1808-1809, fols. 87-91.
23 Representación de personas notables de La Habana al Ayuntamiento, el 26 de julio de

1808, para que se organizase una Junta Superior de Gobierno con autoridad igual a la
de las establecidas en la Península, La Habana, 26 de julio de 1808. Documento justifica-
tivo de anexo al «Manifiesto dirigido al público imparcial de esta isla» de 29 de septiembre de
1821, de Francisco de Arango y Parreño. En Gloria GARCÍA RODRÍGUEZ: «Francisco de Arango
y Parreño, Obras», vol. II, Biblioteca de clásicos cubanos, n.º 23, Imagen Contemporánea, La
Habana, 2005, pp. 172-173. También, MORALES Y MORALES, V.: Iniciadores y primeros márti-
res de la revolución cubana, vol. 1, La Habana, 1931, pp. 22-23. La propuesta es idéntica a la
reproducida por Justo Zaragoza, de 17 de julio de 1808. ZARAGOZA, Justo: Las insurrecciones,
pp. 707-708. Testificaciones. Informe secreto en juicio de residencia de Someruelos (La Ha-
bana, 21 de septiembre de1813), AHN, Consejos, 21034, n.º 1.
188 SIGFRIDO VÁZQUEZ CIENFUEGOS

pero al día siguiente se constató que sólo había sido rubricada por setenta y
tres personas, cuando se había estimado que se necesitaban al menos 200,24
por lo que el proyecto fue retirado finalmente el día 27. Someruelos, que ha-
bía apoyado el proyecto de creación de la junta con la intención de unificar
las distintas opciones políticas en la ciudad, intervino de forma decisiva en
su retirada, por medio de la actuación del brigadier Francisco Montalvo, co-
mandante general de las tropas de la isla por designación del capitán gene-
ral.25
El planteamiento juntista había creado gran malestar en la ciudad y ni si-
quiera su retirada provocó el fin de las protestas por parte de aquellos que
vieron en la propuesta un intento de ruptura con España. El 2 de agosto de
1808 llegó a La Habana el comisionado de la Junta de Sevilla Rafael de Vi-
llavicencio, el cual dio cuenta de que proseguía la intranquilidad. Someruelos
publicó el 8 de agosto una nueva proclama, aunque se vio obligado a anun-
ciar el 16 de agosto otro impreso para apelar al mantenimiento de la tranqui-
lidad y dar muestras de su autoridad. La agitación pública pareció cesar, pero
continuaron las expresiones de contrariedad en privado.26

2. Reacciones en Santiago de Cuba

Mientras en la gobernación y ciudad de La Habana la acción del capi-


tán general propició un aparente control de la situación política y social sus-
citada durante el mes de julio de 1808, en el oriente de la isla su gobernador
Sebastián Kindelán hubo de enfrentarse a un largo periodo de inestabilidad
que se prolongó entre julio y diciembre de aquel año crítico. El mayor fac-
tor de incertidumbre política para Santiago de Cuba en 1808 fue la presencia
de un elevado número de franceses emigrados de Saint Domingue. La ciudad
que tenía una población aproximada de 33.000 habitantes, contaba con unos
7.000 franceses, lo que suponía más del 20% del total de la población y en
dos leguas a la redonda vivían 1.000 más.27

24 GUERRA Y SÁNCHEZ, Ramiro; Emeterio S. SANTOVENIA y José RIVERO MUÑIZ: Historia

de la nación cubana, tomo III, La Habana, 1952, pp. 18-20.


25 En 1808, con motivo del recelo de una expedición inglesa, Francisco Montalvo fue

nombrado Comandante General de las tropas de campo, es decir, todos los hombres armados
que habían podido reunirse, ascendiendo el total en toda la isla «con el corto número de tropas
veteranas que hay», las milicias regladas, las urbanas y el paisanaje alistado, a más de 26.000
hombres de infantería y 3.200 de caballería. Someruelos a Guerra (La Habana, 26 de agosto de
1809), AGI, Cuba, 1747, n.º 2.502.
26 Someruelos a la Junta de Sevilla (La Habana, 1 de noviembre de 1808), AHN, Estado,

59-1, A, n.º 12.


27 En el padrón levantado en Santiago de Cuba en 1808, de los 33.881 habitantes, 7.449

eran franceses. En PÉREZ DE LA RIVA, Juan: El Barracón: Esclavitud y Capitalismo en Cuba,


Crítica, Barcelona, 1975, p. 370.
CUBA EN LA DIFÍCIL COYUNTURA POLÍTICA ENTRE 1808 Y 1810 189

Como Someruelos en La Habana, el gobernador Kindelán en un princi-


pio optó por medidas preventivas y poco enérgicas contra los que habían pa-
sado de la noche a la mañana a ser enemigos. Tomar esta decisión era una
opción arriesgada por la animadversión general suscitada hacia los france-
ses.28 Los santiagueros se habían mostrado contrarios a estos extranjeros in-
cluso antes de 1808 pues dado el gran número de refugiados, los vecinos es-
taban alarmados por las condiciones en que estaban llegando, con alguna
preferencia por las autoridades en materia comercial y, sobre todo, por los
usos y costumbres que portaban, tan distintos a los de la vida provinciana en
Santiago, y aprovecharon para denunciar que no se cumplían las leyes que
prohibían expresamente el avecinamiento y el arraigo de foráneos. En cuanto
a Cuba estas normas puntualizaban que no debía permitirse que la permanen-
cia de los franceses excediese los límites exigidos por la hospitalidad a una
potencia aliada. En la práctica, las autoridades cubanas habían permitido la
acogida de una población cualificada dispuesta a colaborar en las actividades
económicas de la isla.29
El 3 de agosto fue recibida en Santiago la proclama de 17 de julio de
1808 del capitán general a los habitantes de la isla,30 así como el manifiesto
de la declaración de guerra contra el emperador de los franceses.31 Kindelán
emitió un bando ese mismo día en el que se reafirmó contrario a los deseos
bonapartistas, pero al mismo tiempo pedía que se tratara con benevolencia a
los galos que habitaban en la ciudad apelando a su laboriosidad.32 El gober-

28 ZARAGOZA, J.: Las insurrecciones…, pp. 190-192.


29 Pedro Ceballos a Someruelos (Aranjuez, 29 de marzo de 1804), AHN, Estado, 6366,
n.º 66.
30 Dato ofrecido por Sebastián Kindelán en el Diario muy reservado de la secretaría de

gobierno desde que comenzaron las diferencias entre España y Francia en el mes de julio de
1808, Santiago de Cuba (1808-1809), AGI, Cuba, 1782-B. La información en las fuentes con-
sultadas con respecto a la llegada de estas noticias desde La Habana y publicación de guerra
contra los franceses es controvertida: para las más cercanas al arzobispo de Cuba, Joaquín de
Osés y Alzúa como veremos más adelante, emitida por los vecinos de Santiago enfrentados a
Kindelán esto ocurrió el 30 de julio. Sin embargo, me he decantado por la fecha del 3 de agosto
por considerar que la distancia entre ambas ciudades necesitaba de un margen suficiente de días
para la notificación oficial. El dato de la fecha del 30 de julio aparece en la Relación de los fran-
ceses que debían emplearse en esta ciudad, luego que hubieran verificado la toma de ella por
Napoleón. AHN, Estado, 59, H, n.º 135 (Santiago de Cuba, 15 de diciembre de 1808).
31 «El marqués de Someruelos, presidente, gobernador y capitán general de la isla de Cuba

y de las provincias de las dos Floridas, etc. A los habitantes de ellas hago saber que por la Su-
prema Junta de Gobierno establecida en Sevilla, se ha manifestado lo siguiente: Declaración
de guerra al Emperador de la Francia, Napoleón I. Fernando VII, el rey de España y de la In-
dias y en su nombre la Suprema Junta de ambas. Real Alcázar de Sevilla, 6 de junio de 1808,
en Aurora Extraordinaria, n.º 494 (La Habana, sábado 23 de julio de 1808), Colección de pu-
blicaciones periódicas (1808-1831), pp. 369-376, Biblioteca Nacional de España (en adelante,
BNE), Salón General, 5/18690.
32 Vecinos de Santiago de Cuba a Vuestra Alteza Serenísima (Santiago de Cuba, 15 de di-

ciembre de 1808), AHN, Estado, 59, H, n.º 133.


190 SIGFRIDO VÁZQUEZ CIENFUEGOS

nador dispuso ese mismo día a las tropas tomando las principales calles en
previsión de desórdenes y para disuadir la exaltación del público.33 Sin em-
bargo, el retraso en la proclamación de Fernando VII, que no tuvo lugar de
manera inmediata tampoco en la capital del oriente, motivo la aparición del
primero de una larga serie de anónimos que serían la característica domi-
nante en la expresión de inconformismo por la actuación de las autoridades
de Santiago de Cuba durante 1808.34 El domingo 7 de agosto fue proclamado
de manera espontánea el nuevo monarca por la población de la ciudad,35
por lo que el Cabildo reunido al día siguiente acordó la jura formal de Fer-
nando VII,36 aunque esto no ocurrió hasta septiembre. No conocemos las ra-
zones del retraso pero sí podemos hacer conjeturas al respecto a partir del
malestar expresado por la población por la dilación en la proclamación. En
torno a la primera mitad de agosto pudo haberse producido en Santiago una
controversia sobre la conveniencia de la instauración de una Junta Superior
de Gobierno.37 En un panfleto anónimo dirigido especialmente contra el go-
bernador Kindelán, se consideraba tal posibilidad y se solicitaba el recono-
cimiento oficial de Fernando VII como «punto de reunión para evitar disen-
siones o luchas intestinas».38 La actitud condescendiente que notoriamente
mantenía Kindelán hacia los franceses, soliviantó a la población y pronto
aparecieron rumores que aseguraban que pretendía la entrega de la ciudad a
las autoridades bonapartistas.39
La oposición a la actitud del gobernador de Santiago se reunió en torno
a la persona del arzobispo de Cuba, Joaquín de Osés y Alzúa.40 La discre-
pancia se manifestó mediante la publicación de numerosas proclamas anóni-

33 Memorial de Ana Manuela Mozo de la Torre en defensa de su marido Sebastián Kin-

delán (Santiago de Cuba, 29 de diciembre de 1812), AGI, Ultramar, 32. En MARRERO, Leví:
Cuba, economía y sociedad, vol. 9, Madrid, 1983, pp. 288-290.
34 Diario muy reservado, Santiago de Cuba (1808-1809), AGI, Cuba, 1782-B.
35 Ayuntamiento de Santiago de Cuba (Bernardo González Echevarría y Manuel José

Bricto) a la Junta de Sevilla (Santiago de Cuba, 12 de septiembre de 1808), AHN, Estado, 59,
H, n.º 129.
36 Copia de actas de Cabildo de Santiago de Cuba para los comisarios de la Junta de Sevi-

lla, de 9 de septiembre de 1808, AHN, Estado, 59, H, n.º 131. Se encontraban presentes el go-
bernador Sebastián Kindelán, caballero de la orden de Santiago y coronel de los reales ejérci-
tos, señores capitulares, alcalde alférez real Vicente Poveda, alcalde provincial Félix Correoso,
Pedro Villalón, José del Castillo Villamedio, Francisco del Castillo y Garzón, Manuel Prieto y
Manuel Bestard.
37 Pasquín incitando a la creación de una junta en Santiago de Cuba. Anónimo (Santiago de

Cuba, agosto de 1808), AGI, Papeles de Cuba, 1778. En SEVILLA SOLER, Rosario: Las Antillas y
la independencia de la América española (1808-1826), Sevilla, EEHA, 1986, pp. 125-128.
38 Ibídem, pp. 63-64.
39 Vecinos de Santiago de Cuba a Vuestra Alteza Serenísima (Santiago de Cuba, 15 de di-

ciembre de 1808), AHN, Estado, 59, H, n.º 133.


40 IRISARRI AGUIRRE, Ana: El oriente cubano durante el gobierno del obispo Joaquín de

Osés y Alzúa (1790-1823), Pamplona, EUNSA, 2003, p. 303.


CUBA EN LA DIFÍCIL COYUNTURA POLÍTICA ENTRE 1808 Y 1810 191

mas, aunque para Kindelán la autoría de Osés estuvo en todo momento fuera
de cualquier duda.41 El gobernador dio cuenta al marqués de Someruelos de
los distintos panfletos que fueron apareciendo en las puertas de las iglesias
de Santiago42 y acusó directamente al arzobispo de estar confabulando para
apoderarse del gobierno.43 Someruelos, en línea con su habitual política de
conciliación, pidió al prelado que exhortara desde el púlpito a rechazar los
anónimos y que publicara una carta pastoral recordando la obediencia y el
respeto que debía guardarse a las autoridades legítimas.44
Por fin el 7 de septiembre de 1808 el cabildo de Santiago celebró la pro-
clamación solemne de Fernando VII y el 12 del mismo mes reconoció a la
Suprema Junta de Sevilla con la que se comprometía a enviarle comisarios.45
El gobernador debió pensar que con estas medidas se lograba la estabilidad
necesaria y cesarían las dudas del pueblo de Santiago. Sin embargo, los anó-
nimos reaparecieron a finales de octubre y continuaron en noviembre. En los
mismos se manifestaban denuncias contra las autoridades locales, la Real
Audiencia, la Capitanía General y demás gobiernos de América, incitando al
desprecio de todos ellos.46 El capitán general también recibió informes anó-
nimos desde Santiago que ligaban a Kindelán con intereses franceses y le
trasladaron la amenaza de atacar en algún momento a los galos en venganza
por las acciones de sus compatriotas en la Península.47
La pastoral solicitada por Someruelos al arzobispo Osés se hizo pública
el 21 de noviembre de 1808, aunque sin el conocimiento previo del goberna-
dor de Santiago.48 En ella el prelado abogó por la defensa de la patria, el rey
y la religión frente al francés, pero al mismo tiempo denunció la opresión
del pueblo por parte de las autoridades americanas, conminando a que Fer-
nando VII corrigiese en el futuro «esas prácticas abusivas».49 Como era de
prever, el discurso de Osés vino a caldear más el ambiente, como había te-
mido Kindelán.50 Un vez que Someruelos tuvo constancia de las consecuen-

41 Diario muy reservado, Santiago de Cuba (1808-1809), AGI, Cuba, 1782-B.


42 Kindelán a Someruelos (Santiago de Cuba, 30 de agosto de 1808). Archivo Nacional de
Cuba en La Habana (en adelante, ANC), Asuntos Políticos, 142, n.º 102.
43 Ibídem, Santiago de Cuba (15 de septiembre de 1808), n.º 116.
44 Someruelos a Osés (Santiago de Cuba, 30 de septiembre de 1808), AGI, Papeles de

Cuba, 1778. En SEVILLA, R.: Las Antillas…, pp. 64-65.


45 Copia de actas de Cabildo de Santiago de Cuba para los comisarios de la Junta de Sevi-

lla, de 9 de septiembre de 1808, AHN, Estado, 59, H, n.º 131.


46 Diario muy reservado, Santiago de Cuba (1808-1809), AGI, Cuba, 1782-B.
47 Someruelos a Kidelán (La Habana, 20 de octubre de 1808), n.º 76, ANC, Asuntos Polí-

ticos, 209.
48 AGI, Papeles de Cuba, 1778, Kindelán a Someruelos (Santiago de Cuba, 25 de noviem-

bre de 1808), En SEVILLA, R.: Las Antillas…, p. 65.


49 Pastoral del arzobispo Osés de 16 de noviembre de 1808, AGI, Papeles de Cuba, 1778.

Ibídem.
50 Diario muy reservado, Santiago de Cuba (1808-1809), AGI, Cuba, 1782-B.
192 SIGFRIDO VÁZQUEZ CIENFUEGOS

cias de la pastoral,51 los sucesos que estaba provocando y tras elevar consulta
a Real Audiencia el 9 de diciembre, tomó la decisión de enviar todos los do-
cumentos para su estudio al fiscal de la Audiencia, José Tomás Celaya, el
cual quedó comisionado para desplazase a Santiago.52 También conminó a
Osés a desdecirse con la redacción de una nueva pastoral que debía ser revi-
sada por el gobernador antes de su publicación.53 En cuanto a Kindelán le pi-
dió la elaboración de un informe completo, el cual quedó plasmado en el lla-
mado «Diario muy reservado».54
La tardanza normal en la aplicación de dichas medidas por la distancia
entre las dos ciudades cubanas permitió que siguiesen apareciendo anóni-
mos en Santiago durante todo el mes de diciembre de 1808. Incluso el 15 del
mismo mes varios vecinos sin identificar de la capital oriental, enviaron a las
autoridades peninsulares un informe detallado de lo que en su opinión ocu-
rría y llegaban a dar cuenta de un plan para derrocar a Kindelán.55
El 17 de diciembre Kindelán hizo pública la instalación de la Suprema
Junta Central, que fue celebrada durante 3 días, al igual que se hizo en
La Habana. Pero la inquietud no dejó de aumentar en aquellas jornadas de
diciembre cuando hubo gran profusión de pasquines denunciando a las au-
toridades, pero también muestras de exaltación contra los franceses, como
el suceso ocurrido el 21 de diciembre cuando varios frailes desde los muros
del convento de San Francisco comenzaron a lanzar mueras contra los fran-
ceses y animaron a atacar sus propiedades a los jóvenes que se fueron acer-
cando. La intervención de algunas patrullas militares desplazadas al lugar
de concentración disuadió a los congregados y la situación no pasó a mayo-
res.56
Con la llegada el 28 de diciembre de las decisiones tomadas por So-
meruelos hubo un momento de crispación inicial en el momento de produ-
cirse algunas detenciones. En un primer instante la reacción de queja del pre-
lado por los encarcelamientos quedó constatada el 30 de diciembre, pero es
posible que a partir de ese momento el arzobispo pensase que había perdido
su pulso, pues ya no tenemos constancia de nuevos anónimos, aunque los ru-
mores sobre afrancesados y bonapartistas en Santiago y su connivencia con
el gobernador siguieron circulando.57

51 Desgraciadamente, no nos costa la conservación de tal documento.


52 Someruelos a Gracia y Justicia (La Habana, 26 de diciembre de 1808), n.º 163, AGI,
Cuba, 1752.
53 Testimonio de la reunión celebrada en La Habana el 9 de diciembre de 1808, AGI,

Cuba, 1778. En SEVILLA, R.: Las Antillas…, p. 66.


54 Diario muy reservado, Santiago de Cuba (1808-1809), AGI, Cuba, 1782-B.
55 Vecinos de Santiago de Cuba a Vuestra Alteza Serenísima (Santiago de Cuba, 15 de di-

ciembre de 1808), AHN, Estado, 59, H, n.º 133.


56 Diario muy reservado, Santiago de Cuba (1808-1809), AGI, Cuba, 1782-B.
57 Ibídem.
CUBA EN LA DIFÍCIL COYUNTURA POLÍTICA ENTRE 1808 Y 1810 193

El contenido de los anónimos fue de una verdadera trascendencia y sin-


gularidad política, especialmente el de agosto pues expresó un alegato con-
tra la tiranía y donde se aludió expresamente a la soberanía del pueblo como
había ocurrido en la Península con la formación de juntas. La mayoría de
los anónimos trataban de exacerbar los ánimos contra los franceses para
de este modo desprestigiar a las autoridades, especialmente a Kindelán por
su vinculación con los galos. Es decir, se trataba de una lucha política en
la que por medio del uso de la confusión aprovechar para «apoderarse del
gobierno».58 El autor, o autores, de los folletos sostenían su argumentación
que ante la crisis suscitada, el poder debía volver a los ciudadanos los cua-
les quedaban legitimados para nombrar un nuevo gobierno. La misma si-
tuación de confusión y exaltación brindó la posibilidad de cuestionar a las
autoridades, al menos hasta que el capitán general Someruelos, la máxima
autoridad en la Isla, intervino para atajar la controversia haciéndolo además
de manera eficaz.
A pesar del mayoritario rechazo a la actuación napoleónica, hubo algu-
nos cubanos, muy significativos, que mostraron su apoyo a José I. Es muy
difícil saber el número total de los mismos ya que los que permanecieron
en la isla se esforzaron por ocultar su condición. Sólo tenemos constancia
de aquellos que se significaron políticamente en la Península y cuyos bienes
fueron confiscados.
Los casos más destacados por su significación política fueron los de
Gonzalo O’Farrill, que fue nombrado ministro de Guerra del mismo José I en
1808, el marqués de Casa Calvo o la condesa viuda de Mopox, María Teresa
Montalvo O’Farrill, amante del propio rey.59 Es seguro que no fueron los
únicos «napoleones», como eran conocidos, y es muy posible que tanto en
La Habana y Santiago, como en otras poblaciones, hubiera algunas personas
que debían disimular sus simpatías por los proyectos josefinos o que pronto
quedaron contrariados por la propuesta política bonapartista. Lo cierto es que
en la isla había algunos partidarios a esta opción entre las familias O’Farrill,
Calvo y Cárdenas, es decir, algunas de las más importantes de La Habana,
que en los primeros meses mostraron su apego por el rey José I y trataron de
alentar esta opción, pero que pronto desistieron de hacer públicas estas ideas
por el sentir general de la población de odio hacia la posibilidad josefina,60
algo por otro lado muy común entre la élite ilustrada en todo el conjunto de
la monarquía española, especialmente en la Península.61

58 Kindelán a Someruelos (Santiago de Cuba, 15 de septiembre de 1808), ANC, Asuntos

Políticos, 142, n.º 116.


59 MORENO FRAGINALS, Manuel: Cuba/España, España/Cuba. Una historia común, Barce-

lona, Grijalbo Mondadori, 1995, p. 185.


60 ZARAGOZA, J.: Las insurrecciones…, p. 185.
61 LÓPEZ TABAR, Juan: Los famosos traidores: los afrancesados durante la crisis del Anti-

guo Régimen (1808-1833), Madrid, Biblioteca Nueva, 2001.


194 SIGFRIDO VÁZQUEZ CIENFUEGOS

3. Algarada en La Habana contra franceses en 1809

Es posible que la noticia de la victoria en Bailén en agosto y sobre


todo la referente a la instauración de la Junta Central Gubernativa el 25 de
septiembre,62 que implicaba que España volviese a tener un gobierno legí-
timo, ayudasen al apaciguamiento de los ánimos en La Habana durante el
otoño y el invierno de 1808, como ocurrió en otras capitales americanas. Sin
embargo, las informaciones que llegaron desde la Península durante el último
tercio de 1808, fueron muy negativas con respecto al desarrollo de la guerra.
La noticia de la capitulación de Madrid el 4 de diciembre de 1808, publicada
en La Habana el 27 de enero de 1809, había consternado a la población y los
ánimos que habían sido muy contrarios a los franceses fueron exaltándose aún
más en los siguientes días.63 Someruelos, que se había limitado a nombrar va-
rias Juntas de Vigilancia para controlar el comportamiento de los franceses,64
comenzó a dudar de la lealtad de éstos. El 2 de marzo de 1809 el Cabildo
acordó tratar con el gobernador las medidas que debían tomarse para asegurar
la tranquilidad pública y calmar los clamores contra los franceses que amena-
zaban con desestabilizar la situación en la ciudad. Demostrando una actitud
de animadversión contra los extranjeros, el Ayuntamiento pidió la expulsión
de los franceses, calificándolos como «unas víboras que incautamente abriga-
mos en nuestro seno»65, y el 9 de marzo acordó pedir a Someruelos que fue-
sen trasladados a Cádiz sin excepción alguna,66 decisión que aceptó tomar el
gobernador y que publicó en el Aviso de La Habana el 12 de marzo.67
A pesar de esta disposición los ánimos debieron seguir muy caldeados,
como quedó constatado cuando la tarde del 21 de marzo un suceso inicial-
mente menor vino a quebrar la tensa calma que reinaba en la capital y acabó
en disturbios generalizados contra los franceses. La llegada a la ciudad de
dos ciudadanos galos escoltados por un soldado que debieron atravesar una
zona marginal de la ciudad desencadenó la ira de algunos muchachos de co-

62 Hasta el 25 de noviembre, Someruelos no recibió la notificación oficial de la instaura-

ción de la Junta Central Gubernativa. El 26 de noviembre se verificó la publicación por bando


que se hizo circular por toda la isla. Someruelos al secretario de Consejo de Indias (La Ha-
bana, 7 de diciembre de 1808), AGI, Cuba, 1754.
63 ZARAGOZA, J.: Las insurrecciones…, pp. 190-192.
64 Lista de los franceses que se presentan a la Junta de Vigilancia para ser examinados

conforme al espíritu de la proclama. ANC, Miscellanea, 2.014.


65 Cabildo ordinario, 2 de marzo de 1809, AOHCH, Actas de Cabildo, 1808-1809,

fols. 169-172. Véase mi trabajo «Víboras en nuestro seno: franceses y afrancesados en Cuba
durante la Guerra de la Independencia», DIEGO, Emilio de (dir.) y MARTÍNEZ SANZ, José Luis
(coord.): El comienzo de la Guerra de la Independencia. Congreso Internacional del Bicente-
nario (E-Book sin paginación), Madrid, 2008.
66 Cabildo ordinario, 9 de marzo de 1809, AOHCH, Actas de Cabildo, 1808-1809,

fols. 172-177.
67 ZARAGOZA, J.: Las insurrecciones…, p. 189.
CUBA EN LA DIFÍCIL COYUNTURA POLÍTICA ENTRE 1808 Y 1810 195

lor que los creían presos. Los primeros insultos acabaron degenerando en un
ataque general contra los franceses y sus propiedades, en el que murió un
platero francés.
La reacción inicial de Someruelos fue tratar que alcaldes ordinarios y
frailes calmasen a la turba incontrolada, pero a la llegada de la noche los dis-
turbios se generalizaron llegando a temerse una sublevación general, pues la
algarada se difundió a los barrios de extramuros y los campos inmediatos.
El día 22 el capitán general tomó la decisión de restablecer el orden por me-
dio del uso de la fuerza y puso sobre las armas a las milicias.68 Tras contro-
lar la ciudad, las tropas dirigidas por el brigadier Francisco Montalvo, mano
derecha de Someruelos en los aspectos militares, se dirigieron al área rural
sumida en desórdenes y para el 31 de marzo la situación estaba controlada
pero se mantuvieron las tropas armadas por precaución.69 No fue hasta el 28
de abril de 1809 cuando Someruelos pudo informar que había quedado total-
mente restablecido el orden, incluidos los campos cercanos, determinando la
suspensión del servicio de la milicia movilizada por estos sucesos.70
Parece que el tumulto no había sido un movimiento espontáneo sino que
había sido instigado por terceros, aunque no podemos asegurar si fue inducido
por aquellos que simpatizaban con las reformas propugnadas en el plan jun-
tista71 o por los que se oponían a ellas para poder realizar una demostración de
fuerza. A pesar de la gravedad de los sucesos, las autoridades no se mostraron
muy duras con los agitadores y no se realizó investigación para conocer a los
instigadores. Es muy posible que la poca severidad de las autoridades alentara
el atrevimiento de aquellos que defendían mayores cotas de autogobierno.72

4. El tiempo de las conspiraciones

Los sucesos entre julio de 1808 y marzo de 1809 hicieron que el capitán
general ordenase una vigilancia extrema en previsión de cualquier aconteci-
miento que alterase la paz, lo que demostraba que la isla permanecía en una
situación de calma tensa.
El 19 de octubre de 1809 fueron arrestados el rico hacendado Román
José de la Luz y Sánchez de Silvera y el procurador Judas Tadeo de Aljovin,
acusados de ser promotores de planes de independencia y fomentar la rivali-
dad entre cubanos y españoles. Román de la Luz quedó supuestamente con-

68 Ibídem, pp. 190-192.


69 Someruelos a Gracia y Justicia (La Habana, 31 de marzo de 1807), n.º 168, AGI, Cuba,
1752.
70 Someruelos a Gracia y Justicia (La Habana, 28 de abril de 1809), n.º 169, AGI, Cuba,
1752.
71 ZARAGOZA, J.: Las insurrecciones…, p. 190.
72 Ibídem, pp. 192-193.
196 SIGFRIDO VÁZQUEZ CIENFUEGOS

finado en una finca rural, aunque desde ella se desplazó a La Habana a su


antojo. Ambos fueron puestos en libertad por Someruelos alegando no po-
der consultar a autoridades superiores.73 Al parecer, la extraña actuación del
capitán general ante los autores de un supuesto delito de tal gravedad estuvo
motivada porque, en opinión de Someruelos,74 el movimiento estaba en un
momento inicial y prefirió hacer creer a Román de la Luz que aceptaba for-
mar parte del plan subversivo.75 Hay tres cuestiones a resaltar en este artero
movimiento político de Someruelos. En primer lugar, el concepto que del ca-
pitán general debía tener Luz para creerse que éste se uniría al plan, en se-
gundo lugar, la audacia del gobernador al arriesgarse a ser considerado como
un auténtico conspirador, e incluso cabría una tercera cuestión que es la posi-
bilidad de que Someruelos se inventase esta explicación.
Pero no sólo en La Habana y Santiago se estaban produciendo movimien-
tos políticos. En Puerto Príncipe, ciudad situada en el centro de la isla, la ter-
cera en número de habitantes y que desde 1800 era sede de la Real Audiencia,
desplazada desde Santo Domingo, se produjeron algunas manifestaciones de
especial importancia. Ya en 1808 había tenido lugar un tímido intento de crear
una junta subalterna de la de Sevilla, pero no sería hasta julio de 1809 cuando
sería publicada una proclama exigiendo el establecimiento en la villa de una
junta provincial, haciendo un llamamiento a que «el pueblo» asumiese la ju-
risdicción (soberanía y poder) y destituyese a la Audiencia, que parecía ha-
berse arrogado por intervención del capitán general, la autoridad en Puerto
Príncipe como representante de un despotismo contrario a los intereses loca-
les. El 3 septiembre fue enviada desde la villa camagüeyana la proclama al
capitán general junto a varios anónimos denunciando a los miembros de la
Audiencia por su conducta «imprudente y relajada» y su afrancesamiento. Sin
embargo, Someruelos no tomó decisión alguna hasta noviembre de dicho año
y lo hizo motivado por el agravamiento de la situación.76
El 27 de octubre de 1809 apareció en la Comandancia de Marina de
Puerto Príncipe un pasquín anónimo que denunciaba la corrupción de los
miembros de la Audiencia. Sin embargo, la imputación más grave era la
acusación hecha contra los peninsulares de «ser los mismos carniceros que
asesinaron a Hatuey»,77 declarando: «Horror al nombre español: sí, camagüe-

73 Alegato de Luis Francisco Bassabe (Cádiz, 28 de febrero de 1811), AGI, Ultramar, 113.

En FRANCO, José Luciano, Las conspiraciones de 1810 y 1812, La Habana, 1977, p. 45.
74 Someruelos a Nicolás María de Sierra (La Habana, 6 de diciembre de 1810), AGI, Ul-

tramar, 113. En FRANCO, J. L.: Las conspiraciones …, pp. 48-49.


75 GUERRA, R. et al.: Historia de la nación cubana…, pp. 128-129.
76 AGI, Ultramar, 374. En FERNÁNDEZ MELLÉN, Consolación, «A la zaga de La Habana: El

intento autonomista de Puerto Príncipe de 1809», Ibero-Americana Pragensia, Suplementum


19/2007, Universidad Carolina, Praga, 2007, pp. 145-156.
77 Hatuey fue un cacique taino que luchó en la isla de Cuba contra los conquistadores es-

pañoles a principios del siglo XVI.


CUBA EN LA DIFÍCIL COYUNTURA POLÍTICA ENTRE 1808 Y 1810 197

yanos, horror a esos asesinos ladrones, llegó por fin el deseado día de vuestra
emancipación».78 Este documento está considerado como el primer manifiesto
separatista de Cuba, pues es la primera vez de la que haya constancia que se
manifiesta abiertamente la idea de independencia de la isla.79 Las pesquisas
pertinentes demostraron que el autor del folleto era Diego Antonio del Castillo
Betancourt, subdelegado de hacienda de marina de Puerto Príncipe. La falta de
cautela por parte del tribunal ocasionó que se hiciese público el contenido del
panfleto y que pronto apareciesen otros folletos con contenido similar. La Au-
diencia formó dos expedientes sobre el asunto que remitió a Someruelos.80
Las indagaciones realizadas por el regente de la Audiencia Luis Chaves
le llevaron a la conclusión de que detrás de los anónimos y proclamas se en-
contraba una «trama de clérigos» que habían actuado en «adulación» del ar-
zobispo Osés, siendo el redactor de ellos el presbítero Domingo Espinosa in-
fluenciado por el presbítero Francisco de la Torre y el cura Diego Alonso de
Betancurt, primo hermano de Diego Antonio del Castillo, que a su vez era
hijo de José López del Castillo, secretario del arzobispo de Santiago. De este
modo se establecía un vínculo entre los movimientos en la capital oriental y
los de Puerto Príncipe.81 Enfrascado
Diego Antonio del Castillo Betancourt siguió libre y llegó a desplazarse
hasta La Habana para dar cuenta en persona al propio capitán general de lo
ocurrido, pero éste dispuso su detención y el 15 de abril de 1810 decretó que
fuesen embargados todos sus bienes.82 Sin embargo, para el 19 de mayo se
decidió su puesta en libertad por fallo del oidor de la Audiencia de Caracas,
José Francisco Heredia, que se hallaba en tránsito hacia su destino y al que
Someruelos entregó la causa para su instrucción. Heredia adujo que si bien
Antonio del Castillo era culpable de ser autor de un pasquín «horrible», no lo
era de su difusión.83 Someruelos por ello determinó que se suspendiese todo
procedimiento judicial en este asunto84 y, a pesar de las quejas que presentó la
Audiencia, Betancourt quedó en libertad.
También desde fuera de la isla se trazaban planes subversivos con la in-
tención de modificar la situación en Cuba. La preocupación de José Bona-

78 Ibídem, pp. 130-131.


79 SEVILLA SOLER, «Cuba: Los primeros enfrentamientos políticos (1808-1826)», Arbor
CXLIV, 567 (marzo de 1993), p. 85.
80 Someruelos a Gracia y Justicia (La Habana, 30 de noviembre de 1809), n.º 197, AGI,

Cuba, 1752.
81 FERNÁNDEZ MELLÉN, C.: «A la zaga de La Habana…, pp. 154-155. Carecemos de da-

tos objetivos que concreten la relación y aunque todo haría sospechar que había un vínculo co-
mún, existe la posibilidad de que el regente Chaves quisiese resaltar estas conexiones para si-
tuarse al lado de Someruelos, en ese momento sumido en la tarea de solucionar la situación en
Santiago, ganando con ello un poderoso aliado en su lucha contra la élite camagüeyana.
82 GUERRA, R. et al.: Historia de la nación cubana…, pp. 128-132.
83 Someruelos a Hacienda (La Habana, 20 de agosto de 1810), n.º 237, AGI, Cuba, 1753.
84 Ibídem, 18 de agosto de 1810, n.º 232.
198 SIGFRIDO VÁZQUEZ CIENFUEGOS

parte en 1808 por conseguir el reconocimiento por parte de las posesiones


españolas en América había motivado el envío de proclamas y agentes para
lograr el apoyo a las aspiraciones del nuevo rey. Las autoridades josefinas
consideraban que las ideas bonapartistas serían bien recibidas en la isla, y
eligieron a La Habana como el primer lugar al que debían dirigir a sus agen-
tes, porque allí contaban con que tendrían muchos partidarios.85 En Cuba se
tuvo constancia de estos movimientos como demuestra que el 20 de octubre
de 1809 Someruelos ordenase la quema de documentos aparecidos con el se-
llo de José I.86 El capitán general tenía una detallada información de parte
de los cónsules españoles desplazados a Estados Unidos, donde se encon-
traba la base de operaciones de los josefinos.87 El cónsul en Baltimore, Juan
Bautista Bernabeu, dio cuenta de que habían salido agentes para Cuba desde
Norfolk.88 Para tratar de disuadir a los posibles simpatizantes de José I, So-
meruelos anunció en febrero de 1810 que había quedado autorizado por la
Regencia para aplicar la pena de muerte sin ningún tipo de consulta a autori-
dad superior en aquellos casos de apoyo al monarca intruso.89 En ese mismo
mes había sido detectada la presencia en Santiago de Cuba de Gregorio de
Anduaga, considerado como un agente bonapartista, que hubo de huir a Ve-
nezuela antes de que fuese detenido por Sebastián Kindelán.90
Someruelos sabía desde abril de 1810 que se dirigiría a La Habana un
agente josefino,91 aunque su llegada no se produjo hasta el 18 de julio de
ese año. Se trataba del mexicano Manuel Rodríguez Alemán, que fue dete-
nido nada más arribar al puerto y conducido ante el capitán general. En su
equipaje aparecieron ocultos 33 pliegos que el ministro de José I, Miguel de
Azanza,92 dirigía a distintas autoridades de América. Alemán portaba docu-
mentos destinados a México, Guatemala, Santa Fe, Mérida de Yucatán, Ca-
racas y Puerto Rico.93 Entre los papeles había uno dirigido «al gobernador
y capitán general de la isla de Cuba», aunque no contenía oficio alguno. El

85 Juan Bautista Bernabeu (cónsul en Baltimore) a Someruelos (Baltimore, 30 de diciem-

bre de 1809), AGI, Cuba, 1710.


86 Cabildo ordinario, 20 de octubre de 1809, AOHCH, Actas de Cabildo, 1808-1809, fols.

450-455.
87 Bernabeu a Someruelos (Baltimore, 16 de diciembre de 1809), AGI, Cuba, 1710. Véase,

también, DIEGO GARCÍA, E.: «El significado estratégico de la América», pp. 205-208.
88 Bernabéu a Someruelos (Baltimore, 10 de febrero de 1810), AGI, Cuba, 1710.
89 ZARAGOZA, J.: Las insurrecciones…, p. 242.
90 GUERRA, R. et al.: Historia de la nación cubana…, p. 133.
91 Bernabéu a Someruelos (Baltimore, 10 de febrero de 1810), AGI, Cuba, 1710.
92 Miguel de Azanza había sido virrey de Nueva España entre 1798 y 1800 y fue minis-

tro de José I entre 1808 y 1811. ZUDAIRE HUARTE, Eulogio: Miguel José de Azanza: Virrey de
México y Duque de Santafé, Pamplona, Diputación Foral de Navarra, 1981.
93 El destinado a la Audiencia de Puerto Príncipe contenía los siguientes impresos: la Cons-

titución de Bayona, dos papeles referentes a sucesos favorables a los intereses franceses, una or-
den de José I para que todos los empleados de América continuasen en sus mismos destinos y
un oficio de remisión firmado por Azanza exhortando a que todos se adhiriesen a su causa. Lo
CUBA EN LA DIFÍCIL COYUNTURA POLÍTICA ENTRE 1808 Y 1810 199

juez instructor Francisco Filomeno pensó que se había confundido con el


resto de documentos, aunque luego se comprobó que era el único oficio que
faltaba.94 Parece evidente que la información anticipada que tenía Somerue-
los no sólo le había permitido controlar la llegada del agente, sino también
tener acceso a la documentación que portaba, que puede sospecharse muy
comprometedora para el capitán general. No hay que olvidar que Someruelos
había sido nombrado por Mariano Luis de Urquijo en 1799,95 el cual en 1808
había sido designado ministro de Estado por José I;96 o que su padrastro, el
conde de Montarco, fue elegido como consejero de Estado y comisario regio
del rey bonapartista.97
El agente Manuel Rodríguez Alemán fue declarado culpable de alta trai-
ción y condenado a muerte. Ante la exaltación general contra el detenido, So-
meruelos tuvo que redoblar la guardia de la cárcel y publicar un bando en el
que exhortaba a compadecerse del reo, que sería ahorcado la mañana del 30 de
julio.98 La ejecución del bonapartista fue acogida de manera muy positiva por
el cónsul en Baltimore ya que podría tener efecto disuasorio causando gran im-
presión entre los agentes del rey José en los Estados Unidos.99
Si el asunto de Alemán había sido grave, sólo dos meses después de su
ajusticiamiento la capital cubana sufría otro sobresalto cuando el capitán gene-
ral volvió a detener a Román de la Luz. El 4 de octubre de 1810 había tenido
conocimiento de una conspiración proyectada para el día 7 del mismo mes,
aprovechando que se celebraba en la ciudad la fiesta del Santísimo Rosario,
cuando se congregaban muchas personas en las calles. Fue el propio Román de
la Luz en persona quien realizó la denuncia, según tenían acordado, indicán-
dole el lugar y el día señalado para el inicio del movimiento a Someruelos.100
Sin embargo, De la Luz fue detenido iniciándose inmediatamente las pesqui-
sas. Aunque nos pueda quedar alguna duda de saber si habían actuado en com-
plicidad real gobernador y hacendado y que el primero había cambiado final-
mente de opinión, da la impresión que Someruelos había tendido una trampa
en la que había caído Román de la Luz.

mismo había para otros lugares, pero con la salvedad de que para México había una indicación
de que se concediese a Alemán una asignación anual de 2.000 duros.
94 FILOMENO, Francisco: Manifiesto de la causa seguida a Manuel Rodríguez Alemán y

Peña, extractado sustancialmente de los autos por el asesor que los formó, Imprenta de Go-
bierno, La Habana, 1810, p. 13. AGI, Ultramar, 27, n.º 17.
95 Tan difíciles tiempos, p. 37.
96 MERCADER RIBA, Juan: José Bonaparte, rey de España (1808-1813). Historia externa

del reinado, Madrid, CSIC, 1972, pp. 42-47.


97 En ARTOLA, Miguel: Los afrancesados, Madrid, 1958, pp. 131-132, 253.
98 IGLESIA, Álvaro de la: Cuadros viejos, La Habana, 1915, pp. 170-176.
99 Bernabeu, cónsul en Baltimore, a Someruelos (Baltimore, 17 de agosto de 1810), AGI,

Cuba, 1710.
100 Someruelos a Nicolás María de Sierra (La Habana, 6 de diciembre de 1810), AGI, Ul-

tramar, 113. En FRANCO, J.L.: Las conspiraciones …, pp. 47-48.


200 SIGFRIDO VÁZQUEZ CIENFUEGOS

Fueron comisionados para la investigación el teniente de rey, Manuel


Artazo, y nombró como asesor a Francisco Filomeno, los cuales procedie-
ron con rapidez debido a al amplio conocimiento previo que se tenía del
plan, pues en apenas 20 días se detuvo y juzgó a los principales sospecho-
sos.101 En total estuvieron implicadas casi 40 personas de los que pudo co-
nocerse los nombres de una veintena. Román de la Luz y Luis Francisco
Bassabe fueron considerados los cabecillas del movimiento, pero hubo otros
blancos implicados,102 además de hombres libres de color103 y hasta escla-
vos.104 Durante la instrucción se tuvo certeza de la participación en la trama
de otras doce personas más,105 como José Peñaranda, aunque no se pudo
concretar su nivel de participación.106 Como podemos observar, la compo-
sición era multirracial y abarcando todos los estratos sociales pues estaban
implicados desde ricos hacendados a simples esclavos.
Someruelos en su auto de conformidad con la sentencia consideró que la
conspiración tenía entre sus planes el fomento de una revuelta de esclavos,
pero también aseveró que debía considerarse que las pesquisas no habían
descubierto a todos los implicados por lo que debía seguirse atento a posibles
nuevas conjuras.107 De todos modos consideró que la tranquilidad había que-
dado asegurada, de momento.108 Entre los implicados que no fueron deteni-
dos estaba el negro libre José Antonio Aponte,109 al parecer, colaborador con

101 Someruelos a Gracia y Justicia (La Habana, 16 de octubre de 1810), n.º 245, AGI,

Cuba, 1752.
102 Manuel Rodríguez, Manuel Ramírez, Joaquín Infante, Pedro Sánchez y Manuel Cha-

cón (estos 3 últimos habían conseguido huir), también conocían el plan Pedro Gamón, ministro
honorario del Consejo de Hacienda y administrador de la Real Factoría de Tabacos; Antonio
Daza Maldonado, contador principal de dicha factoría; Andrés Armesto, comisario de guerra
honorario. Pedro Gamón había tenido un enfrentamiento con el intendente interino Roubaud
un año antes, el cual le había separado de su empleo en medio de la refriega entre este último
y Someruelos. Gamón contó con el apoyo del gobernador en sus reclamaciones. Someruelos a
Hacienda (La Habana, 13 de enero de 1810), n.º 264, AGI, Cuba, 1753. También tuvieron una
implicación menor José María Montano, Francisco Álvarez y Gabriel Pantahon de Erazti, aun-
que éstos fueron absueltos por su colaboración aunque habían actuado de manera conspirativa.
En Acuerdo de la Junta para juzgar la conjura de 1810 (La Habana, 5 de noviembre de 1810),
AGI, Ultramar, 113. En FRANCO, J.L.: Las conspiraciones…, pp. 49.
103 Ramón Espinosa, Juan José González, Buenaventura Cervantes, Isudri Moreno, Pedro

Alcántara, José Doroteo del Bosque, Juan Caballero Antonio, José Chacón y José Cabadeiro.
104 Juan Ignacio González y Laureano Delgado.
105 GUERRA, R. et al.: Historia de la nación cubana…, p. 129.
106 MORALES PADRÓN, Francisco: «Conspiraciones y masonería en Cuba (1810-1826),

Anuario de Estudios Americanos, vol. XXIX (Sevilla, 1972), pp. 343-377.


107 Auto de conformidad (La Habana, 10 de noviembre de 1810), AGI, Ultramar, 113. En

FRANCO, J.L.: Las conspiraciones…, pp. 59-61.


108 Someruelos a Gracia y Justicia (La Habana, 14 de noviembre de 1810), AGI, Cuba,

1752.
109 José Antonio Aponte y Ubarra ha pasado a la historia como el cabecilla de una gran

conspiración contra la esclavitud en 1812. Sin embargo, hoy día existe un cuestionamiento del
cariz real de aquel movimiento. Véase FRANCO, J.L.: Las conspiraciones…, La conspiración
CUBA EN LA DIFÍCIL COYUNTURA POLÍTICA ENTRE 1808 Y 1810 201

Bassabe en la elaboración de los planes conspirativos.110 Llama la atención


que para defenderse de la acusación de traición, Luis Francisco Bassabe ar-
gumentó que había participado en el plan para tratar de mantener a Somerue-
los en el gobierno, resistiendo la entrada del que había sido nombrado su su-
cesor.111 Una vez más el gobernador aparecía relacionado con un movimiento
conspirativo y un conspirador veía en él un jefe para el complot. Someruelos
alegó que esta declaración no era más que pretexto y pidió que fuese repren-
dido.112 Al menos da que pensar la consideración que se debía tener del capi-
tán general cuando distintos confabulados pensaban que usar la argumenta-
ción sería positivo para sus intereses.
Teniendo en cuenta la gravedad de los delitos que se imputaron a los
acusados y las circunstancias del momento, cuando en casi todas las Indias
se habían iniciado procesos revolucionarios, las penas impuestas fueron más
bien «benévolas», dentro de su dureza, en comparación con la suerte del
«desgraciado» Alemán, pues ninguno fue condenado a la pena capital.113 A
pesar de su colaboración, Román de la Luz fue condenado a diez años de
presidio y la prohibición de vivir en América; a Luis Francisco Bassabe se
le impusieron ocho años de cárcel y el mismo castigo.114

de Aponte, Publicaciones del Archivo Nacional de Cuba, La Habana, 1963; HERNÁNDEZ, Juan
Antonio: Hacia una historia de los imposible: La Revolución haitiana y el «Libro de pinturas»
de José Antonio Aponte, University of Pittsburg, 2005; PÁVEZ, Jorge O.: «El Libro de Pintu-
ras, de José Antonio Aponte. Texto, conspiración y clase: el Libro de Pinturas y la política de
la historia en el caso Aponte», Anales de Desclasificación, vol. 1: La derrota del área cultu-
ral, n.º 2, Santiago de Chile: Anales de Desclasificación Comparada, 2006; entre otros o mi
próximo trabajo «Reacción de la población de color de La Habana ante los sucesos de 1808»
(en prensa), Ponencia leída en las Jornadas sobre el municipio indiano: relaciones interétnicas,
económicas y sociales, Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Sevilla, 2008 .
110 FRANCO, J.L.: Las conspiraciones…, p. 10.
111 El 15 de julio de 1810 había llegado la Real Orden de 16 de abril sobre el relevo del

capitán general de Cuba. Someruelos a Guerra (La Habana, 27 de julio de 1810), n.º 2.734,
AGI, Cuba, 1748. Sin embargo, dicha orden fue revocada.
112 Someruelos a Nicolás María de Sierra (La Habana, 6 de diciembre de 1810), AGI, Ul-

tramar, 113. En FRANCO, J.L.: Las conspiraciones…, p. 49.


113 NAVARRO GARCÍA, Luis: La Independencia de Cuba, Madrid, MAPFRE, 1992, p. 51.
114 A Manuel Rodríguez se le desterró a la Península por cuatro años y se le prohibió vol-

ver a Cuba sin permiso real. A los negros libres Espinosa, González, Cervantes y Flores, se les
impuso diez años de prisión, grilletes al pie, a ración y sin sueldo, debiendo ser remitidos a la
Península. Los dos esclavos González y Delgado fueron castigados a ocho años de prisión,
ciento cincuenta azotes por las calles, cincuenta azotes atados a la picota y grillete al pie para
cada uno, y una vez terminada la condenada quedaban como esclavos del rey. Fueron sancio-
nados con diversos castigos menores Montano, con tres meses de cárcel pública; mientras que
Álvarez y Pantahon de Erazti, lo fueron con un mes de cárcel, así como a pagar las costas del
proceso. Los hombres de color Moreno y Alcántara fueron absueltos por su colaboración, aun-
que se les reprendió por haber actuado de manera conspirativa. Acuerdo de la Junta para juz-
gar la conjura de 1810 (La Habana, 5 de noviembre de 1810), AGI, Ultramar, 113. En FRANCO,
J.L.: Las conspiraciones…, p. 49.
202 SIGFRIDO VÁZQUEZ CIENFUEGOS

5. El tiempo de la representación nacional

Si bien el periodo entre 1808-1810 parece haber sido el del inicio de las
propuestas de cambio, al menos autonomistas, es también en el que se inicia
la participación cubana directa en la política nacional española.
La formación de la Suprema Junta Central Gubernativa del Reino en
la Península, es decir, la creación de un organismo centralizado para
toda la monarquía hispánica en septiembre de 1808, fue contestada por la
élite habanera con interés en participar en las decisiones que allí hubieran
de tomarse.115 La llegada de la real orden de 22 de enero de 1809 sirvió
para poner en conocimiento de los cubanos que la Junta Central llamaba a
«los reinos, provincias e islas que formaban los dominios de España e In-
dias» a formar parte de la representación nacional inmediata y constituir
parte de la misma.116
El decreto indicaba que los cabildos de las capitales cabeza de partido
debían nombrar tres individuos «de notoria probidad, talento e instrucción»,
de entre los cuales se escogería uno por sorteo y su nombre sería enviado a
la capital del respectivo virreinato, donde la Real Audiencia nombraría a tres
individuos de entre los seleccionados por los cabildos y que entre ellos debía
salir el diputado representante del reino por sorteo. El representante electo
debía dirigirse a la Península portando las instrucciones de todos los cabildos
de su jurisdicción.117 En Cuba la elección del diputado debía hacerse por la
designación de tres individuos en las capitales cabeza de partido que consti-
tuían los ayuntamientos de La Habana y Santiago de Cuba.118
En La Habana, Someruelos convocó un cabildo extraordinario el 31 de
mayo de 1809 para dar cuenta de la noticia,119 aunque el asunto no se trató
hasta el 23 de junio, día en que se llevó a cabo la presentación de candida-
tos a la elección de diputado a la Junta por la provincia. Esta dilación en el
tiempo pudo estar destinada a la gestión de las candidaturas. Los aspirantes
fueron Luis Peñalver y Cárdenas, el conde del Castillo, marqués de San Fe-
lipe y Santiago, el brigadier Francisco Montalvo y el conde de Casa Barreto,
además de Francisco de Arango, aunque este no apareció expresamente nom-

115 Ibídem, p. 45.


116 Los representantes debían ser nombrados en los virreinatos de México, Perú, Nueva
Granada, Río de la Plata, las capitanías generales independientes de Cuba, Puerto Rico, Guate-
mala, Chile, y la provincia de Venezuela y Filipinas. Someruelos a Hacienda, La Habana, 9 de
junio de 1809, n.º 225, AGI, Cuba, 1753.
117 ALMARZA VILLALOBOS, Ángel Rafael y MARTÍNEZ GARNICA, Armando (eds.): Instruc-

ciones para los diputados del Nuevo Reino de Granada y Venezuela ante la Junta Central Gu-
bernativa de España y las Indias, Bucaramanga, Universidad Industrial de Santander, 2008, p.
12.
118 Someruelos a Hacienda (La Habana, 9 de junio de 1809), n.º 225, AGI, Cuba, 1753.
119 Cabildo extraordinario, 31 de mayo de 1809, AOHCH, Actas de Cabildo, 1808-1809,

fol. 363.
CUBA EN LA DIFÍCIL COYUNTURA POLÍTICA ENTRE 1808 Y 1810 203

brado.120 La elección del diputado tuvo lugar el 20 de julio, es decir, justo un


año después de la proclamación de Fernando VII, con la presidencia de So-
meruelos. Cada uno de los asistentes121 emitió un voto con el nombre de tres
candidatos y los dos mas votados fueron Luis Peñalver y Cárdenas y Fran-
cisco de Arango.122 Para dilucidar a quién elegir se optó por el conocido sis-
tema de la insaculación,123 y la suerte correspondió a Luis de Peñalver y
Cárdenas.124 La elección del diputados de Santiago de Cuba recayó en el te-
niente coronel Antonio Vaillant, subinspector del batallón de pardos de aque-
lla ciudad.125
Pronto surgió la controversia al respecto de esta elección. Al no residir
la Real Audiencia en la capital sino en Puerto Príncipe, Someruelos convocó
una Junta el 22 de julio, que presidió él mismo, para presenciar el sorteo de
los dos sujetos electos por las ciudades de Santiago de Cuba y La Habana.
Sin embargo, se inició una acalorada discusión entre el propio capitán gene-

120 Cabildo ordinario, 23 de junio de 1809, fol. 379-382, Ibídem. Luis Peñalver y Cár-

denas, arzobispo electo de Guatemala, pertenecía a una de las familias más poderosas y ha-
bía sido gobernador del obispado de La Habana y primer obispo de Luisiana. El marqués de
San Felipe y Santiago era un destacado miembro élite habanera y era cuñado de Román de la
Luz, por lo que podemos situarlo entre los disconformes con el gobernador y aquellos que ha-
bían controlado el cabildo de la capital. Francisco Montalvo, era el militar de mayor impor-
tancia en la isla y máximo jefe de las tropas veteranas y milicianas tras el propio capitán ge-
neral, cuyo mando le había encomendado el propio Someruelos. Formaba parte de otra de las
familias más poderosas de La Habana y llegaría ser teniente de rey de dicha ciudad, subins-
pector general de tropas y en 1812 fue nombrado virrey de Nueva Granada. El conde de Casa
Barreto se había significado políticamente por su participación en el movimiento juntista de
1808 aunque fundamentalmente por su oposición en los últimos momentos y desde enton-
ces fue uno de los mayores detractores de la actuación de Someruelos y el cabildo habanero.
Francisco de Arango y Parreño fue el político más destacado del periodo en la isla de Cuba,
protagonismo que había adquirido desde la década de los 90 del siglo XVIII y que mantendría
hasta la década de 1830. Está considerado el mayor defensor de los intereses de la élite azu-
carera criolla y uno de los instigadores del plan juntista de 1808. Durante el gobierno de So-
meruelos fue uno de sus más cercanos colaboradores y ostentó durante este tiempo el cargo
de oidor honorario de la Audiencia, síndico del Consulado, apoderado del ayuntamiento de
La Habana, asesor de alzadas y más tarde sería miembro del Supremo Consejo de Indias, re-
presentante a Cortes por la Isla de Cuba, Consejero de Estado y superintendente de Hacienda
de La Habana.
121 El alcalde ordinario Tomás Domingo de Sotolongo, el alcalde ordinario Joaquín de

Herrera, Ignacio Echegoyen, Pedro Pablo de O’Reilly (conde de O’Reilly), José María Esco-
bar, José María de Xenes, Juan Crisóstomo Peñalver, Luis Ignacio Caballero, Carlos Pedroso,
Francisco de Loynaz, Marqués de Villalta, Conde de Santa María del Loreto.
122 Luis de Peñalver y Francisco de Arango recibieron los 12 votos de las 12 personas que

lo emitieron, Andrés de Jáuregui, 10, y el Conde del Castillo, 2.


123 Por este sistema se dejaba la respuesta en manos de la fortuna: los nombres de los suje-

tos a elegir eran colocaron en unos globos de madera dentro de una bolsa y se pedía al primer
niño que pasaba por la calle que, como mano inocente, sacase una bola.
124 Cabildo extraordinario, 20 de julio de 1809, AOHCH, Actas de Cabildo, 1808-1809,

fols. 395-397.
125 Someruelos a Hacienda (La Habana, 29 de agosto de 1809), n.º 242, AGI, Cuba, 1753.
204 SIGFRIDO VÁZQUEZ CIENFUEGOS

ral y el obispo de la capital, Juan José Díaz de Espada, pues mientras el pri-
mero defendía la idea de que estas dos ciudades eran las únicas cabezas de
partido, el obispo consideraba que había otras, en referencia a Trinidad y, es-
pecialmente, a Puerto Príncipe.
La villa camagüeyana pretendía formar parte de la elección alegando que
al ser residencia de la Real Audiencia merecía tal consideración. Sin embargo,
en La Habana la opinión era muy distinta y fue expresada a través del informe
del síndico de su cabildo, conde de Santa María de Loreto. Para éste, Puerto
Príncipe no era cabeza de partido ni en su misma jurisdicción y con esto ya
bastaba para excluirla; en realidad consideraba que la participación de más
candidatos hacía menos probable que el elegido fuese el candidato de La Ha-
bana, que por población e importancia económica debía ser la ciudad con más
posibilidades de designar al diputado. Loreto propuso que se elevase consulta a
la Real Audiencia para que se admitiesen la reclamación de la capital, a sabien-
das de que el asunto estaría decidido de antemano por Someruelos, en virtud
de las facultades que le concedían las leyes como presidente del tribunal.126 Sin
embargo, reunido el tribunal, éste decidió que en el sorteo pudiesen participar
Trinidad y Puerto Príncipe.
Someruelos protestó contra tal decisión y consideró que si se eran admi-
tidas estas villas, por qué no permitir participar en la designación a Bayamo,
Baracoa o Matanzas; o incluso por qué no ampliar la elección a todos los
ayuntamientos de las ciudades y villas, tanto realengas como de señorío, que
hubiesen proclamado públicamente a Fernando VII. Someruelos recordó que
también eran parte de sus dependencias ciudades en Las Floridas como San
Agustín, Panzacola y Baton Rouge, y que el diputado de Cuba también de-
bía serlo de estos territorios. Como para la época era algo inviable esperar las
decisiones de todas esas ciudades, razonó que en el sorteo sólo debían parti-
cipar La Habana y Santiago de Cuba.127 Ante lo decidido por la Real Audien-
cia y para evitar mayores controversias, Someruelos consideró que lo más
acertado y breve era elevar consulta a la Junta Central Suprema, por lo que
todo el proceso quedó suspendido.128
El cabildo habanero estimó como un perjuicio indudable el retraso en el
envío del representante, más teniendo en cuenta que no debía haber tal con-
troversia, pues en su opinión La Habana debía tener uno de los dos diputados
de la isla pues contaba su jurisdicción con casi la mitad de la población de la
isla y estimaban el peso de su economía en al menos las ocho décimas partes
de total de la riqueza de Cuba. Por ello pedían mayor contundencia en la ac-

126 Cabildo ordinario, 28 de julio de 1809, AOHCH, Actas de Cabildo, 1808-1809, fols.

397-399.
127 Someruelos a Hacienda (La Habana, 29 de agosto de 1809), n.º 241, AGI, Cuba, 1753.
128 Cabildo ordinario, 1 de septiembre de 1809, AOHCH, Actas de Cabildo, 1808-1809,

fols. 414-420.
CUBA EN LA DIFÍCIL COYUNTURA POLÍTICA ENTRE 1808 Y 1810 205

tuación de Someruelos y creían que había sido un error suspender el proceso,


sin haber consultado al mismo cabildo habanero.129
Someruelos justificó su actitud por la consideración que la Real Audien-
cia había dado a Puerto Príncipe y Trinidad como cabezas de partido, pero el
cabildo habanero se quejó al gobernador de no haber visto el expediente que
había elevado a la Junta Central hasta una vez que había sido remitido. En
opinión del gobernador el Ayuntamiento podía haber pedido el expediente
que se encontró en la secretaría entre el 1 y el 22 de septiembre de 1809 y
que no lo habían solicitado.130
Se habría por primera vez una fractura entre la élite habanera y el gober-
nador, pues Someruelos siempre se había mostrado como defensor de los in-
tereses de éstos y en esta ocasión, la decisión del gobernador había supuesto
que no fuese enviado representante a la Junta Central. Sin embargo, pronto
fue superada esta contrariedad por que la Junta Central cesó en sus funciones
a finales de ese mismo año y sobre todo se abrió una nueva posibilidad para
la representación de los intereses habaneros en la Península.
Aunque ya en septiembre de 1809 se había recibido en La Habana el real
decreto de 22 de mayo anunciando fecha sobre la formación de las Cortes,131
no sería hasta enero de 1810 cuando llegasen con la real orden de 6 de octu-
bre de 1809 las reglas que debían observarse en América en las elecciones a
diputados. En previsión de nuevas controversias, Someruelos hizo circular la
real orden por todas las ciudades y villas de la isla, aunque la norma se refe-
ría sólo a las primeras, en atención a que algunas villas tenían mayor pobla-
ción y riqueza que otras tituladas como ciudades, teniendo muy presente el
precedente de Puerto Príncipe.132 A la junta de final elección debían llegar
dos capitulares y dos vecinos nombrados por el ayuntamiento capital de cada
una de las provincias de la Isla, es decir, específicamente Santiago de Cuba y
La Habana.133
Las derrotas consecutivas en la Península a fines de 1809 de todos los
ejércitos levantados por la Junta Central, precipitaron su caída. Los sucesivos
traslados desde Aranjuez a Sevilla y luego de ésta a Cádiz, animó a sus nu-
merosos detractores y que casi en último acto, convocaron a la participación
en unas Cortes Generales en 1 de enero de 1810, tras lo cual quedó disuelta

129 José María de Xenes al Ayuntamiento de La Habana, 22 de septiembre de 1809, anexo

a las actas del Cabildo ordinario, 22 de septiembre de 1809, AOHCH, Actas de Cabildo, 1808-
1809, fols. 430-438.
130 Someruelos a Hacienda (La Habana, 7 de octubre de 1809), n.º 252, AGI, Cuba, 1753.
131 Cabildo ordinario, 7 de septiembre de 1809, AOHCH, Actas de Cabildo, 1808-1809,

fols. 420-424.
132 Someruelos a Gracia y Justicia (La Habana, 26 de enero de 1810), n.º 200, AGI, Cuba,

1752.
133 Cabildo ordinario, 19 de enero de 1810, AOHCH, Actas de Cabildo, 1 de enero de

1810/6 de julio de 1810, fols. 34-43.


206 SIGFRIDO VÁZQUEZ CIENFUEGOS

la Junta, quedando el poder en manos del Consejo de Regencia establecido el


29 de enero de 1810.134
El final de la Junta Central retrasó aún un tiempo más la elección y en-
vío de representantes cubanos a la Península. No fue hasta abril cuando llegó
la real orden de 22 de febrero de 1810 que acompañaba el decreto de nom-
bramiento de los diputados de América para las próximas Cortes extraordi-
narias.135 En la reunión del cabildo habanero de 26 de abril de 1810 se pro-
cedió a la proclamación del Supremo Consejo de Regencia y la convocatoria
de Cortes Generales.136
En la elección realizada en La Habana, la suerte había recaído en el te-
niente regidor alguacil del ayuntamiento Andrés Álvarez de Jáuregui, por
cuyo Cabildo, en la persona de Francisco de Arango, se le estaba prepa-
rando las instrucciones para su diputación. Sin embargo, los problemas en
Santiago de Cuba fueron mayores provocando un nuevo retraso, pues si
bien la elección inicial se había hecho antes del verano, recayendo en el li-
cenciado Tomás del Monte y Mesa, canónigo magistral de la Catedral, para
el 23 de junio había renunciado y en septiembre aún se esperaba resolu-
ción al respecto por parte de la Real Audiencia.137 La resolución del tribunal
llegó el 1 de octubre considerando que el sorteo debía hacerse entre los dos
que habían quedado tras el electo. Someruelos se opuso a tal decisión, con-
siderando que debía hacerse una nueva votación y amenazó con pedir reso-
lución al ministerio de Gracia y Justicia, es decir, con otro nuevo retraso en
la solución.138
En la nueva elección el designado, Francisco Bravo, encontró gran opo-
sición entre los vecinos de Santiago, por lo que este presentó también su re-
nuncia. Someruelos envió el expediente a la Audiencia la cual determinó que
el diputado por dicha ciudad fuese Juan Bernardo O’Gaban, provisor y vi-
cario general de La Habana.139 De nuevo un grupo de vecinos mostró su re-
chazo a dicha elección por considerar que había sido dirigida por el gober-
nador Sebastián Kindelán. Los denunciantes argumentaron que O’Gaban
residían en La Habana y que había sido defensor de su obispado contra el
arzobispo de Santiago Osés, como vimos enfrentado a Kindelán y valedor
de los intereses de los santiagueros. Los vecinos temían que Juan Bernardo
O’Gaban defendiese los intereses habaneros antes que los de los habitantes

134 CUENCA TORIBIO, José M.: La Guerra de la Independencia…, pp. 158-159.


135 Someruelos a Gracia y Justicia (La Habana, 26 de abril de 1810), n.º 216, AGI, Cuba,
1752.
136 Cabildo extraordinario, 26 de abril de 1810, AOHCH, Actas de Cabildo, 1 de enero de

1810/6 de julio de 1810, fols. 191-199.


137 Someruelos a Gracia y Justicia (La Habana, 7 de septiembre de 1810), n.º 241, AGI,

Cuba, 1752.
138 Ibídem, 18 de diciembre de 1810, n.º 256.
139 Ibídem, 30 de septiembre de 1811, n.º 313.
CUBA EN LA DIFÍCIL COYUNTURA POLÍTICA ENTRE 1808 Y 1810 207

de Santiago,140 pero no fue modificada la decisión. Finalmente y tras múlti-


ples dilaciones, la oligarquía habanera había logrado imponer sus pretensio-
nes, pues ni Trinidad ni Puerto Príncipe participaron en la elección de dipu-
tados e incluso, el representante santiaguero, era un defensor de los intereses
habaneros.
El año 1810 finalizaba para los cubanos con el fracaso del primer mo-
vimiento conspirativo serio en la isla y el compromiso de compartir las res-
ponsabilidades de gubernativas y legislativas de España con el envío de re-
presentantes a las Cortes Extraordinarias que redactarían la Constitución de
1812, con la especial importancia de Andrés de Jáuregui en las discusiones y
debates que tendrían lugar en Cádiz.

6. Conclusiones

A partir de 1808 en la isla de Cuba hubo por primera vez un cuestiona-


miento de la actuación de las autoridades y el modo en que habían adminis-
trado el poder delegado por la monarquía española. La situación de confu-
sión por la llegada de preocupantes informaciones desde la Península, los
continuos cambios institucionales y la exaltación popular contra los consi-
derados como «enemigos de la patria», tanto españoles que seguían las ideas
bonapartistas como contra los propios franceses, crearon el ambiente propi-
cio para establecer un acalorado debate político.
Ante la situación de crisis general, en La Habana, parece que en San-
tiago de Cuba y más tarde en Puerto Príncipe, hubo la intención de instaurar
un órgano autónomo, la junta, a imitación de las que se habían constituido
en la Península, que para algunos debía servir para modificar las relaciones
hasta entonces mantenidas con la monarquía hispánica. Sin embargo, la ma-
yoría de la población optó por una actitud de cautela y la falta de apoyos im-
pidió e la creación de la Junta, al menos en el caso habanero. La mera pro-
puesta había soliviantado a una porción importante de la población, pero a la
vez su fracaso había frustrado las aspiraciones autonomistas de otra parte im-
portante de los cubanos. El enconamiento de las posturas, especialmente en
la exaltación xenófoba contra los franceses en la isla, con el momento álgido
del ajusticiamiento del agente bonapartista Alemán, radicalizó las expresio-
nes así como las pretensiones, como quedó constatado con los proyectos
de Román de la Luz o las expresiones abiertamente secesionistas de Puerto
Príncipe de octubre de 1809 y 1810.
En otro sentido los cubanos también mostraron un claro interés en par-
ticipar en las convocatorias tanto de la Junta Central como la Regencia para

140 RIEU-MILLAN, Marie Laure: Los diputados americanos de las Cortes de Cádiz, Madrid,

CSIC, 1990, p. 55.


208 SIGFRIDO VÁZQUEZ CIENFUEGOS

formar parte de los órganos de representación nacional. Los debates y disen-


siones que hubo fueron siempre en el sentido mostrar un interés en poder ex-
presar sus ideas en el foro común español: Las Cortes.
En todos estos aspectos aparece como elemento fundamental la actuación
del capitán general Someruelos para mantener la lealtad cubana a España. En
la isla se debía pensar que Someruelos tenías unas pretensiones políticas de
muy cercanas a las aspiraciones de autogobierno de la isla, si tenemos pre-
sente su actuación en el movimiento juntista y las especiales reacciones de
los conspiradores al buscar el apoyo del gobernador. Sin embargo, Somerue-
los no mostró un apoyo fehaciente a estas intenciones de cambio en el status
de la isla, por lo que debemos entender su apoyo al plan juntista como una
búsqueda de la unidad y las demás relaciones con los conspiradores como un
modo de conseguir una información completa que le permitiese controlar la
posible rebelión.
Por todo ello, no podemos dudar que en Cuba se siguió el proceso po-
lítico que sacudió a todas las posesiones españolas en la especial coyuntura
entre 1808 y 1810, pero con las especiales características de un territorio di-
rigido por unas autoridades experimentadas y una población que actuó mayo-
ritariamente de manera pacífica y en sentido lealista, conjunción que permi-
tirían que la isla siguiera siendo un territorio español cuando en el continente
se iniciaban los primeros movimiento independentistas.
En defensa del rey, de la patria
y de la verdadera religión:
el clero en el proceso de independencia de Hispanoamérica

Juan Bosco AMORES CARREDANO


Universidad del País Vasco

«La insurrección comenzada por un eclesiástico tuvo desde el principio


muchos individuos del clero secular y regular entre sus principales jefes, y
en el periodo en que hemos llegado [1812], ésta casi se sostenía por ellos»1.
Este texto, del político e historiador mexicano Lucas Alamán, refleja bien la
impresión que tenían muchos de los dirigentes políticos y militares del pro-
ceso de independencia de Hispanoamérica, tanto en el bando insurgente o pa-
triota como en el realista.

1. Entre la fidelidad y la insurgencia

En efecto, cuando nos adentramos en ese proceso uno se encuentra


siempre con, al menos, tres tipos de actores: los militares, los abogados
criollos y el clero. Entre 1808 y 1825 veremos a unos obispos lanzando ex-
comuniones contra sus propios curas y feligreses, mientras que otros se po-
nen al frente de la insurgencia; veremos también a miembros del alto clero
participando activamente en la constitución de los nuevos gobiernos y, so-
bre todo aparecen por todas partes, en uno y otro bando, curas agitadores,
frailes armados, capellanes de los ejércitos en pugna, iglesias y conventos
convertidos en espacios de discusión y de conspiración, así como una abun-
dante homilética y literatura religiosa dedicada a condenar o a justificar
las acciones de uno y otgro bando. Es decir, el clero aparece por todas par-
tes ocupando un lugar destacado entre los actores principales del proceso.
Como afirma Peer Schmidt, el clero gozó de su papel tradicinal de ser elite
intelectual y de portavoz de los americanos en el proceso de indpendencia

1 ALAMÁN, Lucas: Historia de México desde los primeros movimientos que prepararon su

independencia en al año de 1808 hasta la época presente, III, México, FCE, 1985, p. 213.
210 JUAN BOSCO AMORES CARREDANO

como en ningún otro caso de las revoluciones atlánticas del periodo (Amé-
rica del N., Francia)2.
Y es que si la Iglesia y el clero ocupaban un lugar central en el sistema
político y social del antiguo régimen, mayor relevancia tenía aún en el orden
colonial hispano. La historiografía reciente viene advirtiendo sobre el sentido
esencialmente religioso-católico de la cultura social y política de la sociedad
indiana, un rasgo que se daba también en la sociedad española peninsular
pero que tenía en América características propias, que hunden sus raíces en
el papel fundamental que jugaba la religión en las culturas prehispánicas, por
lo que se refiere al mundo indígena, y, para la población de origen europeo,
por la esencial relación que llegó a establecerse en el mundo criollo entre re-
ligión barroca, monarquía católica e identidad hispana3.
En consecuencia, cuando adviene la crisis de la monarquía y se cuestio-
nan los fundamentos del sistema colonial, los valores religiosos van a operar
con mucha más fuerza que las ideas políticas modernas, tanto en la retórica
revolucionaria o patriota como, por supuesto, en el fidelismo o realismo4.
En todo caso, los bandos en pugna buscarán afanosamente el apoyo del
clero para fundamentar sus encontradas posiciones, sobre todo en la primera
fase del proceso entre 1810 y 1815, una fase de ensayos autonomistas o re-
publicanos y de guerra civil. Pero también entre 1816 y 1821, cuando el con-
flicto se convierte —al menos en Sudamérica— en guerra de independencia,
los nuevos líderes republicanos, incluso desde posiciones personales poco
afectas a la religión, como fue el caso de Bolívar, buscarán con ahínco ese
apoyo. Y es que ellos lo necesitaban con más urgencia para legitimar una op-
ción que significaba la ruptura de un orden, el de la monarquía hispánica,
sustentado en tres siglos de historia y con unos fundamentos teológico-re-
ligiosos muy arraigados cuya expresión fáctica era la alianza del trono y el
altar. Para que las nuevas repúblicas obtuvieran cuanto antes un prestigio
análogo al alcanzado por la monarquía católica, debían de contar ineludible-
mente con la bendición de la Iglesia.
En Nueva Granada, una vez lograda su independencia, las autoridades
republicanas enviaron oficios a los curas y prelados de los conventos para

2 SCHMIDT, Peer: «Una vieja elite en un nuevo marco político: el clero mexicano y el ini-

cio del conservadurismo en la época de las Revoluciones Atlánticas (1776-1821)», en FICKER,


Sandra Kuntz y Horst PIETSCHMANN (eds.): México y la economía atlántica (siglos XVIII al XX),
México, El Colegio de México, 2006, pp. 67-105.
3 Cf. BRADING, David A.: Orbe indiano. De la monarquía católica a la república criolla

(1492-1867), México, FCE, 1991, pp. 239-254.


4 Véase, al respecto, EASTMANN, Scott: «“Ya no hay Atlántico, ya no hay dos continentes”:

regionalismo e identidad nacional durante la Guerra de Independencia en Nueva España»,


Tiempos de América, n. 12, 2005, pp. 153-166; y, del mismo, «Las identidades nacionales en
el marco de una esfera pública católica: España y Nueva España durante las guerras de inde-
pendencia», en RODRÍGUEZ O., Jaime E.: Las nuevas naciones. España y México (1800-1850),
Madrid, Mapfre, 2008, pp. 75-94.
EN DEFENSA DEL REY, DE LA PATRIA Y DE LA VERDADERA RELIGIÓN 211

que predicaran las bondades del nuevo régimen y se impidiera la influencia


de los enemigos de la patria, de un modo similar a lo que habían hecho antes
los realistas. El provincial de los franciscanos dictó unas instrucciones a sus
correligionarios en 1826 para extirpar de la comunidad a los frailes realistas;
en premio, este fraile fue luego nombrado senador y más tarde obispo auxi-
liar de Bogotá5. La república se legitimó a través de los sermones, y, como es
bien conocido, el propio Bolívar entendió al final de su vida el papel esencial
de la Iglesia para mantener un mínimo de cohesión interna en las nuevas re-
públicas. Los ejemplos se podrían multiplicar por todo el continente6.
Pero descendiendo del nivel de las estructuras al de los intereses concre-
tos y la coyuntura política, nos podríamos preguntar si el clero, como grupo
social diferenciado, tenía motivos para apoyar más a un bando que a otro du-
rante el proceso de independencia. Y aquí es necesario entonces distinguir,
además de las señaladas diferencias entre los distintos territorios, las que se
dieron entre los tres sectores dentro de ese grupo social: el de la jerarquía, el
alto clero urbano y el bajo clero. El problema principal que la crisis plantea
al primer grupo, la jerarquía, fue el de su carácter de altos representantes del
poder real en lo que se refiere al gobierno espiritual de los súbditos, un papel
que el regalismo borbónico no hizo sino reforzar. Por su parte, los miembros
del alto clero participaban en cierto grado de esa misma responsabilidad, pero
sobre todo ha de ser considerado, por su formación y el origen social de la
mayoría de sus miembros, como formando parte de las elites criollas; eso sig-
nifica que junto a intereses personales y corporativos que reclamaban una ac-
titud conservadora, se movían al mismo tiempo en un ambiente cultural más
o menos ilustrado y crítico con el sistema colonial. Sin embargo, el problema
del bajo clero, en su mayoría rural, fue que de pronto se vio enfrentado a un
duro conflicto que por lo menos tenía tres componentes: su contacto directo
con las miserias materiales del pueblo, la obediencia que debe a la jerarquía y
el conflicto entre sus deberes pastorales y sus preferencias políticas.
En todo caso, la política regalista de los últimos gobiernos borbóni-
cos afectó profundamente la alianza entre el trono y el altar al incluir medi-
das que perjudicaron al clero, entre las que destacan, con carácter general: el
traspaso del control de la renta decimal a la real hacienda indiana y la apro-
piación por parte del Estado de una mayor cuota de esa renta; las disposicio-

5 MANTILLA, Luis Carlos: «El clero y la emancipación en el Nuevo Reino de Granada. El

caso de los franciscanos», en La América hispana en los albores de la emancipación. Actas


del IX Congreso de Academias Iberoamericanas de la Historia, Madrid, Marcial Pons, 2005,
p. 215.
6 Véanse, por ejemplo, los documentos publicados por GARCÍA JORDÁN, Pilar: «Notas so-

bre la participación del clero en la independencia del Perú: aportación documental», Boletín
Americanista, n. 32, 1982, pp. 139-147, en los que el famoso ministro de guerra del gobierno
de San Martín en Perú, Bernardo de Monteagudo, conminaba al gobernador de la diócesis de
Lima para que obligara al clero a defender la República desde el púlpito y en el confesonario.
212 JUAN BOSCO AMORES CARREDANO

nes que ponían en entredicho o llegaban a anular la inmunidad eclesiástica;


y la operación de consolidación de vales reales, que supuso la descapitaliza-
ción de las instituciones eclesiásticas provocando, especialmente en México,
graves problemas de financiación de la economía rural, lo que a su vez re-
percutió en el descenso de las rentas eclesiásticas7. El obispo electo de Mi-
choacán, Manuel Abad y Queipo, un ilustrado, ya advirtió seriamente en
1799 y en 1805 del peligro que suponían, para el prestigio de la monarquía,
las medidas contra la inmunidad del clero y la consolidación de vales reales8.
Otras políticas afectaron a grupos concretos del clero, como por ejemplo la
concesión de canonjías y otros beneficios eclesiásticos a peninsulares —con
más facilidad para gestionar o negociar esas prebendas en el entorno de la
corte—, justo cuando había un mayor número de clérigos americanos con
una excelente preparación académica que se consideraban con más derecho
a ocuparlos; y, en otro terreno, la política de secularización de doctrinas, que
afectó negativamente a algunas órdenes religiosas como los franciscanos.
El resultado inevitable de esas políticas borbónicas fue la politización del
clero9, que acumuló serios motivos de agravio contra el gobierno de la mo-
narquía, especialmente contra el odiado Godoy. Cuando llegó la crisis, en
1808, esa mentalidad de agravio funcionó de manera ambigua. Al principio,
la caída del favorito supuso una lógica explosión de júbilo, expresada en los
sermones barrocos que se predican con motivo de las ceremonias de jura de
Fernando VII en los que se exhorta a la unidad de la nación española, la de-
fensa de la patria y «de la verdadera religión» contra el invasor francés, sím-
bolo de la tiranía y la impiedad. Pero en cuanto se produce la división entre
criollos y peninsulares con motivo del primer movimiento juntista en 1808,
surgen también las primeras voces de clérigos que proporcionan argumentos
de la tradición escolástica española para exigir una mayor participación en el
gobierno de sus territorios: la representación de fray Melchor de Talamantes,
protegido del virrey Iturrigaray, para la convocatoria de un congreso nacional
de Nueva España, idea que hizo suya el ayuntamiento de México en agosto de
1808, es uno de los mejores ejemplos10.

7 WOBESER, Gisela von: «La consolidación de vales reales como factor determinante de la

lucha de independencia en México (1804-1808)», Historia Mexicana, LVI: 2, 2006, pp. 373-
425.
8 SCHRÖTER, Bernd: «Movimiento popular y “guerra santa” en la independencia de Nueva

España», en Iglesia, religión y sociedad en la historia latinoamericana (1492-1945), t. III,


VIII Congreso de la Asociación de Historiadores Latinoamericanistas de Europa (Ahila), Sze-
ged, Hungría, 1989, pp. 1-2.
9 Como afirma Roberto di Stefano, lo llamativo es que hubiera ocurrido lo contrario, es

decir, que el clero se hubiese mantenido al margen del proceso (en DI STEFANO, Roberto: El
púlpito y la plaza. Clero, sociedad y política de la monarquía católica a la república rosista,
Buenos Aires, Siglo XXI, 2004, p. 93).
10 SAN MIGUEL PÉREZ, Enrique: «Una innovadora definición política e institucional de la

monarquía de España en América: soberanía y representación nacional en el pensamiento de


EN DEFENSA DEL REY, DE LA PATRIA Y DE LA VERDADERA RELIGIÓN 213

2. Los obispos: un problema de legitimidad

La actuación de los obispos, incluso de los nacidos en América, fue abru-


madoramente favorable a la causa realista. Esto resultaba lógico pues, entre
otras cosas, todos ellos debían su mitra al rey. En sus pastorales de los años
1810 en adelante, los obispos no entraban en discusiones sobre doctrina po-
lítica —escolástica, pactista o liberal— sino que utilizan sólo argumentos de
carácter teológico-religioso apoyándose constantemente en textos bíblicos y
citas de los Padres de la Iglesia para condenar la insurgencia como el mayor
de los pecados: rebelarse contra la autoridad y el orden establecidos era rebe-
larse contra Dios mismo que los había instituido11; por eso calificaban a los
insurgentes de impíos y herejes, lanzan contra ellos la excomunión y acuer-
dan con el poder político eliminar la inmunidad al clero rebelde.
El caso de Nueva España, convulsionada por una rebelión que promovió
un cura, fue paradigmático en este sentido. La impresionante movilización
popular lograda por Hidalgo y sus lugartenientes, entre los que había otros
curas rurales, fue posible en gran medida gracias al uso que hizo el párroco
de Dolores del registro simbólico-religoso que era connatural a las gentes a
las que quería movilizar. En todo caso, la dirigencia clerical fue decisiva para
que la rebelión tomara forma y para el grado de aceptación que tuvo entre in-
dios y mestizos. Como le decía un indio principal a su compadre blanco en
un pueblo de México, «…un cura pudo pecar [Hidalgo] pero no pudieron pe-
car tantos curas, y así yo sigo este partido aunque me cueste la vida…»12. El
carácter de guerra social que adquirió la rebelión movilizó a todos los grupos
de elite y sus clientelas para derrotarla, y los obispos sacralizaron la reacción
dándole el carácter de una guerra santa. Los argumentos utilizados por los
prelados mexicanos contra Hidalgo y su hueste tenían un fuerte componente
teológico —los rebeldes eran la representación del anticristo, un cáncer del
cuerpo místico que formaban la Iglesia y la monarquía, etc.— y político, ex-
presado éste en la identificación de los insurgentes con los revolucionarios
franceses, que habían secuestrado al Papa y a Fernando VII, además de ser
ellos mismos regicidas, enemigos de la religión, etc. Así, el aragonés Anto-

Melchor de Talamantes (1765-1809)», Studia carande. Revista de ciencias Sociales y Jurídi-


cas, n. 7, 1, 2002, pp. 337-352.
11 Como es bien conocido, este mismo discurso venía siendo utilizado con profusión por

los obispos, en América y en la Península, en sus pastorales, sobre todo desde la expulsión de
los jesuitas y, casi siempre, a petición o por exigencia de la corona para condenar las «doctri-
nas jesuíticas» o algunas prácticas ilegales inveteradas, muy especialmente el contrabando.
12 VAN YOUNG, Eric: La otra rebelión. México, FCE, 2006, p. 258. En los juicios contra

los insurgentes en Nueva España, muchos indios declararon haberse unido a la insurgencia por
habérsele mandado de orden del rey, órdenes transmitidas en algunos casos por la autoridad
española o justicia del lugar. A menudo alegan también que las gentes importantes y los cu-
ras decían que la guerra era buena, y que les decían que el país se iba a entregar a los franceses
impíos (Cf. ibíd., p. 215).
214 JUAN BOSCO AMORES CARREDANO

nio Bergosa, primer obispo de Oaxaca, convocó a sus fieles a que tomaran
las armas contra Hidalgo y sus seguidores porque —decía— «en una guerra
de religión todos debemos ser soldados», mientras que pedía a los curas que
excitaran a sus feligreses «en tan justa guerra» e incluso tomaran ellos mis-
mos las armas y se pusieran al frente. Y tanto éste como el obispo de Gua-
dalajara, alentaron la formación y financiaron regimientos de voluntarios de
Fernando VII encabezados por eclesiásticos13.
Pero las cosas cambiaron radicalmente con la declaración de indepen-
dencia en 1821. Tras presentar el Plan Trigarante o de Iguala —Religión, In-
dependencia y Unión—, Agustín de Iturbide se aseguró el decisivo apoyo
de la Iglesia, cuya jerarquía, hasta entonces firme apoyo del realismo, juzgó
más pernicioso el radicalismo anticlerical mostrado por el gobierno liberal de
la metrópoli que el muy conservador programa independentista14. Y así los
obispos de México, Puebla, Guadalajara y Durango firmaron el acta de in-
dependencia. El de Puebla, Pérez Martínez, había rechazado la constitución
de l812 y firmado el manifiesto de los persas, pero apoyó con entusiasmo el
Pacto de Iturbide, precisamente porque anulaba los eventuales efectos de la
política del gobierno liberal peninsular en México, y de hecho fue elegido
presidente de la nueva Junta Gubernativa, mientras que el de Durango presi-
dió la Junta Nacional Instituyente, las dos primeras instituciones de gobierno
del México recién independizado15.
Muy diferente fue el caso del Perú. Aunque en la decisión de sus eli-
tes de sumarse a la independencia influyera también el triunfo liberal en
la Península, y sus consecuencias en el escenario político del viejo virrei-
nato —de lo que trata en este mismo volumen el profesor J. Fisher—, la je-
rarquía eclesiástica no aceptó el cambio de lealtades. Con la excepción del
criollo Goyeneche, los obispos peruanos —Carrión y Marfil, de Trujillo;
Las Heras, de Lima; y Pedro Gutiérrez de Cos, de Huamanga— abando-
naron sus diócesis al declararse la independencia; La Encina, el antecesor
de Goyeneche en Arequipa, había declinado su elección para diputado a las
Cortes de 1812 y, al ser abolida la Constitución, dedicó una pastoral a expli-

13 CF. IBARRA, Ana Carolina: «“La justicia de la causa”: razón y retórica del clero insur-

gente de la Nueva España», Anuario de Historia de la Iglesia, 17 (2008), pp. 67-68.


14 «La prohibición de las nuevas capellanías y las obras pías, el ataque a los conventos y a

las órdenes monásticas, la erosión de la propiedad eclesiástica y, sobre todo, otro decreto que
abolía la inmunidad clerical (fuera el clero rebelde o no) alertaron a la Iglesia y la persuadieron
de que el mayor peligro del liberalismo no procedía de los revolucionarios americanos, sino de
los constitucionalistas españoles.» (LYNCH, John: América Latina, entre colonia y nación, Bar-
celona, Crítica, 2001, p. 196.)
15 GARCÍA UGARTE, Marta E.: «La jerarquía católica y el movimiento independentista en

México», en ÁLVAREZ CUARTERO, Izaskun y Julio SÁNCHEZ GÓMEZ (eds.): Visiones y revisio-
nes de la independencia americana. México, Centroamérica, Haití, Salamanca, Universidad
de Salamanca, 2005, pp. 245-270. Ver también MORALES, Francisco: Clero y política (1767-
1834), México, 1975, pp. 86-90.
EN DEFENSA DEL REY, DE LA PATRIA Y DE LA VERDADERA RELIGIÓN 215

car su nulo valor jurídico porque disminuía el poder del rey, «imagen terres-
tre de Dios»16.
La cerrada postura realista de los dos obispos chilenos en 1810, Diego
Antonio Navarro y José Rodríguez Zorrilla, es también conocida17.
La división entre realistas y patriotas en el reino de Quito a partir de
1809 quedó visualizada por la actitud del obispo de Cuenca, el peninsular
Andrés Quintián y Ponte de Andrade, y el arzobispo de Quito, José Cuero
y Caicedo. El primero, con el apoyo del clérigo limeño Juan Martínez de
Loayza, dirigió la reacción fidelista de la capital cuencana frente a la ame-
naza de las tropas insurgentes quiteñas18. En el lado opuesto, José Cuero y
Caicedo (1780-1851), nacido en Popayán y arzobispo de Quito en 1808, se
convirtió en el principal líder de la peculiar revolución que tuvo lugar allí
en agosto de 1809. El territorio de la vieja audiencia quiteña había sufrido
mucho con las reformas fiscales y comerciales borbónicas, sentía una irri-
tante dependencia de la capital virreinal de Santa Fe de Bogotá y sus elites
estaban enfrentadas con la autoridad colonial local. Sin embargo, la des-
titución de las autoridades y la formación de una junta gubernativa autó-
noma fue justificada por el obispo Cuero y Caicedo con razones de tipo
tradicional; según sus propias palabras, «se dirigía a unos fines santos
de conservar intacta la religión cristiana, la obediencia al señor don Fer-
nando VII, y el bien y felicidad de la Patria». Como ocurrió en otras partes
de América del sur, la torpe y dura represión por parte de las tropas virrei-
nales de ese primer movimiento juntista y moderado, decantó a sus diri-
gentes a la causa de la independencia, encabezada igualmente por el obispo
y su clero. En La Aurora, periódico chileno, del 12 de noviembre de 1812,
se leía: «El Excelentísimo e Ilustrísimo S.D. José Cuero y Caicedo, digní-
simo Obispo y Presidente del Estado de Quito, para consuelo de los fieles
que tan heroicamente se han sacrificado por la salud y defensa de sus her-
manos, se ha dignado conceder indulgencia plenaria a todos los que con-
fesando y comulgando saliesen a auxiliar la defensa de la patria en la ur-
gentísima expedición del Sud, en los puntos en que se halla el ejército.» Se
refería a la defensa del Quito «independizado» contra la expedición de cas-
tigo enviada por el virrey peruano Abascal. Cuero y Caicedo se declaraba
entonces «obispo por la gracia de Dios, y por la voluntad de los pueblos

16 PORRAS BARRENECHEA, Raúl: Ideólogos de la emancipación, Lima, 1974.


17 ENRÍQUEZ AGRAZAR, Lucrecia: «Trayectoria política de un obispo realista en la revolu-
ción americana: Diego Antonio Navarro Martín Villodres (1806-1816)», Anuario de la Histo-
ria de la Iglesia en Chile, Santiago, 2006, pp. 39-57; y BRAVO LIRA, Bernardino: «José San-
tiago Zorrilla», en OVIEDO, Carlos (dir.): Episcopologio chileno 1561-1815, t. III, Santiago,
Ediciones Universidad Católica de Chile, 1992, pp. 181-296.
18 PANIAGUA PÉREZ, Jesús: «El pensamiento realista en la independencia de Quito: Juan

Martínez de Loaiza», Estudios humanísticos. Geografía, historia, arte, 18 (León, 1996),


pp. 273-288.
216 JUAN BOSCO AMORES CARREDANO

presidente del Estado…», mostrando abiertamente la ruptura política con


la monarquía19.
Entre los dos extremos se sitúan unos pocos prelados, como Salvador Ji-
ménez de Enciso, obispo de Popayán, y Rafael Lasso de la Vega, que lo era
de Mérida en Venezuela, los dos peninsulares, que inicialmente apoyaron con
decisión la causa realista pero acabaron prestando juramento a la república,
en gran medida por la nefasta política de guerra y represión llevada a cabo
por el «pacificador» Morillo en esa parte de América desde 1815.
Lasso de la Vega: natural de Panamá, se doctoró y fue luego profesor en
El Rosario; fue canónigo en Santafé y de aquí pasó a Panamá en 1813, tras
ser conminado por la Junta Suprema de Bogotá a abandonar el territorio por
haberse negado reiteradamente a jurarle obediencia. Esta fidelidad al rey le
fue premiada en 1815, cuando fue designado para ocupar el obispado de Mé-
rida, a donde llegó en 1816, tras recibir la consagración en Santafe siendo su
padrino nada menos que el virrey Sámano. Después de condenar duramente
a los insurgentes —entre ellos un buen número de los curas de su extensa
diócesis, en especial los de Mérida— y alentar a todos, clérigos y laicos, a la
guerra contra los patriotas, en 1821, tras conocerse el triunfo de la revolución
liberal en España, cambia de opinión, declarándose sólo pastor de su pue-
blo y no un funcionario del rey, aunque antes, en su entrevista en Trujillo con
Bolívar, el uno de marzo, éste supo ganárselo con sus gestos de religiosidad,
que conmovieron al Obispo y trastocaron la imagen que se había forjado de
los insurrectos como enemigos de la religión. La impresión que el obispo le
causó al Libertador fue también positiva, y le escibía al vicepresidente San-
tander que Lasso viajaría hasta Cúcuta para «tratar con el Congreso sobre
el estado actual de la Iglesia concluyendo, «...puede hacernos mucho bien».
Santander dirá: «El Obispo está más patriota que Bolívar... es una fortuna
loca tenerlo en la República». Unos meses más tarde, Lasso será elegido re-
presentante de Maracaibo en el congreso constituyente de Cúcuta, en el que
participó muy activamente. Acabó en 1830 como obispo de Quito, un destino
algo cruel por su edad (murió al año siguiente) y el prestigio que había ad-
quirido en Venezuela20.
En todo caso, la mayoría de los obispos, incluso algunos de origen criollo,
abandonaron sus diócesis al triunfar la independencia, revelando así que valo-
raban más su condición de altos ministros eclesiásticos de una monarquía ca-
tólica que la de pastores de un pueblo que ahora se hacía republicano. El caso
mencionado de Pedro Gutiérrez de Cos, un peruano obispo de Huamanga, es
revelador. Monarquista a ultranza, se negó a aceptar la independencia de su

19 ELÍAS ORTIZ, Sergio: «Notas para la biografía del obispo José Cuero y Caicedo, prócer

de la independencia», Boletín de Historia y Antigüedades, 31, pp. 111-160.


20 MEDINA, Carlos Arturo y Ernesto MORA QUEIPO: «El obispo Lasso de la Vega en la con-

frontación de universos simbólicos de la época independentista», Ágora, 10 (Trujillo, 2002),


pp. 153-177.
EN DEFENSA DEL REY, DE LA PATRIA Y DE LA VERDADERA RELIGIÓN 217

país rechazando incluso un muy generoso ofrecimiento del libertador San Mar-
tín y, tras salir del Perú y hacer escala en México, aceptó inicialmente el ofreci-
miento de la mitra de Puebla que le hizo el presidnete mexicano Iturbide; pero
al caer éste y, con él, la esperanza de una restauración monárquica, emigró a
La Habana, todo lo que se convirtió en mérito para que Fernando VII le nom-
brara en 1825 obispo de Puerto Rico21.

3. El alto clero: ambigüedad y oportunismo

El alto clero, particularmente los miembros de los cabildos eclesiásticos,


mostró en conjunto una actitud mucho más dispar, aunque la mayoría se de-
cantó inicialmente por el régimen establecido y fueron pocos los que apoya-
ron la causa patriota. En definitiva, los canónigos y beneficiados también ha-
bían recibido sus prebendas por la vía del patronato regio, solían contar con
un curriculum de importantes servicios a la monarquía dentro de su carrera
eclesiástica y sus economías dependían del buen funcionamiento de la renta
decimal, asegurado por el sistema administrativo colonial. Sin embargo, una
buena parte de ellos pertenecía al grupo de elite criolla y, como tales, parti-
cipaban del ambiente de crítica al sistema colonial que se había generalizado
desde los años finales del siglo anterior. En parte por esta razón, pero tam-
bién con una buena dosis de oportunismo, no tardarán en sumarse a la causa
republicana, sobre todo cuando ésta se presente como más justa y viable ante
la errática y/o represiva política metropolitana, y después de comproabr que
el nuevo sistema de gobierno garantizaba el estatus privilegiado de la Iglesia.
En la mayoría de los casos predominó una actitud ambigua a lo largo del
proceso, y en realidad esperaron prudentemente a la derrota de la causa rea-
lista para definirse con claridad por la república. Hombres de una amplia cul-
tura y normalmente de posición social prominente, a muchos de ellos les pe-
saba su formación jurídica y el escrúpulo de haber jurado obediencia al rey, a
quien debían la posición de privilegio que disfrutaban. Pero además, temían
los excesos a que estaba conduciendo la radicalización de las posiciones y la
guerra civil consiguiente. El caso, bien conocido, del argentino Gregorio Fu-
nes, es un buen ejemplo22. Aunque fue uno de los más sólidos promotores de

21 HERNÁNDEZ GARCÍA, Elizabeth: «Una columna fortísima del altar y del trono: Pe-

dro Gutiérrez de Cos, obispo de Huamanga y de Puerto Rico (1750-1833)», Hispania Sacra,
vol. 60, n. 122, 2008, pp. 531-555.
22 Gregorio Funes (Córdoba, 1749-Buenos Aires, 1829), fue ordenado sacerdote en 1774

y viajó a España para recibirse de abogado; en 1804 era deán de la catedral de su ciudad na-
tal y en 1808 rector de su universidad, año en que presentó un plan de reforma de la ense-
ñanza en sentido abiertamente moderno e ilustrado. Desde el triunfo de la revolución de mayo
en Buenos Aires se convirtió en un activo patriota; en 1810 fue elegido diputado por Córdoba
al Congreso de las Provincias Unidas, y fue miembro de la Junta de Gobierno de Buenos Ai-
218 JUAN BOSCO AMORES CARREDANO

la independencia en el Río de la Plata, y uno de los colaboradores más es-


trechos del presidente Rivadavia, en la primera fase del proceso dudó de su
legitimidad y lamentó los excesos del radicalismo porteño. Así, cuando la
Junta bonaerense decidió la ejecución de las autoridades realistas de Córdoba
tras la toma de la ciudad por las tropas de Castelli, advirtió que la causa pa-
triota «…siendo tan justa, iba a tomar desde este punto el carácter de atroz, y
aun de sacrílega, en el concepto de unos pueblos acostumbrados a postrarse
ante sus Obispos»23.
Cuando José María Morelos, sucesor de Hidalgo en la dirección del mo-
vimiento insurgente mexicano, tomó la capital de Oaxaca, solicitó la aproba-
ción del cabildo eclesiástico de la ciudad para el nombramiento de un vicario
general castrense, ante la necesidad de disponer de una autoridad que garanti-
zara la legitimidad de la administración de los sacramentos a sus seguidores.
Según un testigo de la época, los canónigos se mostraron ambiguos «guardán-
dose para sí sus verdaderas adhesiones» y, de hecho, acabó rechazando la pro-
puesta24. Sin embargo, en 1821 seguirán con entusiasmo a su obispo en la
adhesión al Plan Trigarante.
En esta misma línea, los desastres producidos por las guerras en el pe-
riodo 1810-1814 llevaron a algunos antiguos entusiastas patriotas a estar de
vuelta en ese último año. Así, el clérigo limeño Francisco Luna y Pizarro,
gran defensor del sistema constitucional en 1812, añoraba dos años más tarde
el viejo orden virreinal ante la amenaza de que la rebelión mestiza e india del
cacique Pumacahua se extiendiese hasta su ciudad de Arequipa25. En otro
terreno del conflicto, el clérigo y abogado mexicano Miguel Ramos Arizpe,
que fue diputado a Cortes en Cádiz dentro del grupo de los liberales y será
luego dos veces ministro en su país, estaba aún en junio de 1821 en Madrid
negociando con el gobierno del trienio liberal la creación de una intendencia
en la región de Cohauila, su patria natal26.
La ambigua postura de unos y otros, con independencia de su origen pe-
ninsular o americano, nos lleva a plantearnos hasta qué punto el alto clero ur-
bano conocía y simpatizaba, para estas fechas, con las ideas de la ilustración

res, donde se convirtió en el redactor de proclamas, cartas y manifiestos, entre ellos el Regla-
mento Interno de la Junta, para muchos el primer documento constitucional argentino. Poste-
riormente fue miembro de la Asamblea General Constituyente y coautor de la Constitución de
1826. Cf. LIDA, Miranda: Dos ciudades y un deán. Biografía de Gregorio Funes (1749-1829),
Buenos Aires, Eudeba, 2006.
23 Cit. en SARMIENTO, Domingo F.: Recuerdos de provincia (edición de María Caballero

Wangüemert), Madrid, Anaya, 1992, p. 197.


24 IBARRA, Ana Carolina: «Religión y política. Manuel Sabino Crespo, un curra párroco

del sur de México», Historia Mexicana, LVI:1 (2006), pp. 29-34.


25 Cf. ROJAS INGUNZA, Ernesto: «A propósito de 1808: el clero arequipeño y el liberalismo

español», Anuario de Historia de la Iglesia, 17 (2008), pp. 158-159.


26 Agradezco esta información a Ana Irisarri Aguire, profesora de la Universidad de

San Luis Potosí.


EN DEFENSA DEL REY, DE LA PATRIA Y DE LA VERDADERA RELIGIÓN 219

europea; es éste un tema sujeto todavía a debate y del que aquí no podemos
sino apuntar alguna idea. Es cierto que la reforma de los estudios en los se-
minarios tras la expulsión de los jesuitas en 1767, la mayor libertad para la
circulación de libros y de prensa que se dio durante los años de la alianza
con la Francia napoleónica y la consolidación, durante esos mismos años, de
nuevos ámbitos de discusión como las Sociedades Económicas, propiciaron
un ambiente de difusión de las ideas de la ilustración, del que participó muy
activamente, como no podía ser menos, el alto clero urbano. Pero no pode-
mos olvidar tampoco que esa difusión tuvo un alcance limitado: en primer
lugar porque en el mundo hispano se rechazaron generalmente los aspectos
menos compatibles con la fe católica de esas obras, especialmente las de los
enciclopedistas franceses; además, consta que la lectura directa de autores
extranjeros fue escasa y las traducciones de esas obras al castellano muy tar-
días. Por otro lado, a menudo se olvida que, tanto o más que esas obras, en
el mundo hispánico se conocieron las de aquellos que se les opusieron, es-
pecialmente las de algunos académicos franceses que alcanzaron gran difu-
sión27. Por eso no es raro encontrar clérigos patriotas americanos que hacen
una fuerte crítica a la filosofía enciclopedista al mismo tiempo que defienden
la causa republicana28.
Lo que no se puede negar es la importancia que alcanzaron, desde la dé-
cada de 1780, los colegios-seminarios carolinos —«herederos» de los co-
legios jesuitas— para la difusión del pensamiento ilustrado, en especial del
derecho natural y de gentes, el derecho patrio o real y la nueva ciencia de la
economía política. En algún caso aislado, y tardíamente, se introducirá tam-
bién el pensamiento filósofico y político de Locke —no directamente, sino a
través de autores católicos como Verney y Condillac— y el barón de Mon-
tesquieu, entre otros. De esta manera, esos centros, creados en la década de
1770 para la formación de un clero moderno al servicio del proyecto polí-
tico-social del despotismo ilustrado, pero donde se formó también toda la
elite americana tardocolonial, se convertirán en la cuna intelectual del patrio-
tismo y el republicanismo criollo29.

27 Puede comprobarse, a modo de ejemplo, la presencia de esos autores en la biblioteca

de un gobernante americano de la primera década del siglo XIX en AMORES CARREDANO, Juan
Bosco y Sigfrido VÁZQUEZ CIENFUEGOS: «La biblioteca del marqués de Someruelos, goberna-
dor de Cuba (1799-1812)», en OPATRNY, Joseph (ed.): Pensamiento caribeño (siglos XIX y XX),
Praga, Editorial Karolinum, 2007, pp. 157-173.
28 Es el caso de fray Francisco Padilla, franciscano neogranadino: véase TORO JARAMILLO,

Iván D.: «Clero insurgente y clero realista en la Revolución colombiana de la Independencia»,


Anuario de Historia de la Iglesia, 17 (2008), pp. 127-128. Para México, ver SCHMIDT, Peer:
«Contra «la falsa filosofía»: la contra-ilustración y la crítica al reformismo borbónico en la
Nueva España», en KOHUT, Karl y Sonia V. ROSE (eds.): La formación de la cultura virreinal,
vol. 3 (siglo XVIII), Madrid: Iberoamericana, Frankfurt am Main: Vervuert, 2006, pp. 231-254.
29 La bibliografía sobre los seminarios carolinos es abundante, aunque dispersa; puede

ser útil mi trabajo sobre un caso concreto, en el que se recoge buena parte de esa bibliografía:
220 JUAN BOSCO AMORES CARREDANO

Pero en lo respecta a sus ideas políticas, el alto clero americano, al igual


que sus pasianos y familiares criollos, era más ilustrado que liberal; es decir,
fue liberal en la medida en que rechazaba los excesos del absolutismo y se
muestra partidario de poner límites al poder, cualquiera que sea su forma, mo-
nárquica o republicana. Y aunque utilicen la retórica liberal para defender sus
posiciones, fueron una rara excepción los que defendían un sistema moderno
basado en la soberanía popular, la representación y la separación de poderes.
Y es que éstos clérigos patriotas e ilustrados, al igual que sus coetáneos realis-
tas, tenían una formación demasiado anclada todavía en las bases ideológicas
del Antiguo Régimen que, entre otras cosas, les llevaba a rechazar el modelo
político surgido de la revolución francesa, en la medida en que se asociaba al
radicalismo jacobino y el ateísmo.
En todo caso, el curso de los acontecimientos les ofreció la posibilidad
de optar por el nuevo régimen como por necesidad. Esa oportunidad consis-
tió en la desaparición de la mayor parte de los obispos, obligados a dejar sus
mitras por su defensa a ultranza de la monarquía. Los cabildos eclesiásticos,
acostumbrados a gobernar de forma interina las diócesis durante los largos
periodos de vacancia episcopal, aducirán ahora la irreversibilidad del cambio
político, la ausencia del obispo, la imposibilidad de comunicarse con Roma
y la necesidad de atender pastoralmente de los fieles, para asumir las funcio-
nes episcopales30. La mayoría de ellos portaban además una formación fuer-
temente regalista, propiciada por el absolutismo borbónico, que incluía entre
otras cosas una clara simpatía por las ideas filojansenistas, de las que ahora
echan mano para justificar la asunción de esas funciones31.
De la Santa Sede no llegó, además, ni aprobación ni condena. Hasta
1820, el embajador español en Roma obstaculizó las primeras gestiones de
las nacientes repúblicas para obtener el reconocimiento pontificio, que hu-
biera tenido un efecto inmediato entre la jerarquía y el clero americano y, por
consiguiente, en el conjunto de la población para el triunfo de su causa. Pero
a partir de esa fecha, con el restablecimiento del régimen liberal en la penín-
sula, se produjo un cambio de actitud en Roma, e incluso entre el clero con-
servador en América, que los libertadores supieron aprovechar.

AMORES CARREDANO, Juan B.: «Tradición y modernidad en las Lecciones de Filosofía de Fé-
lix Varela», en OPATRNY, Joseph (ed.): Pensamiento caribeño…, pp. 73-88. Dos ejemplos es-
pecialmente útiles para comprobar hasta qué punto fueron «cuna de insurgentes» en dos terri-
torios con una trayectoria muy dispar durante el proceso de independencia serían el Perú:
KLAIBER, Jeffrey: «El clero y la independencia del Perú», en O’PHELAN, Scarlett: La indepen-
dencia del Perú. De los Borbones a Bolívar, Lima, PUCP, 2001, pp. 119-136, en donde se en-
fatiza la importancia en este sentido del Convictorio de San Carlos de Lima; y Nueva Granada:
SILVA, Renán: Los Ilustrados de Nueva Granada (1760-1808). Genealogía de una comunidad
de interpretación, Medellín Eafit, 2002, en especial pp. 33-98.
30 DI STEFANO, Roberto: El púlpito y la plaza…
31 IBARRA, Ana C.: «“La justicia de la causa”: razón y retórica del clero insurgente…»,

pp. 76-78.
EN DEFENSA DEL REY, DE LA PATRIA Y DE LA VERDADERA RELIGIÓN 221

De esa manera, los mensajes que los dirigentes republicanos enviaron al


Vaticano por vía extraoficial entre 1819 y 1821 —el memorial del Congreso
venezolano redactado por Andrés Bello, la misión chilena del canónigo Cien-
fuegos y las gestiones personales del franciscano rioplatense fray Pedro Pa-
checo—, en los que se declaraba enfáticamente la fidelidad del pueblo ame-
ricano a la fe y a la sede romana, junto a la preocupación de las autoridades
republicanas por la grave situación espiritual que atravesaba la masa de los
fieles, tuvieron allí un eco positivo. La carta que, a petición de Bolívar, es-
cribió el obispo de Mérida (Venezuela) Lasso de la Vega a Pío VII significó
el punto de inflexión. Pocos días después, el 7 de septiembre de 1822, la Se-
cretaría de Estado emitía un documento en el que, por primera vez, se decla-
raba la neutralidad oficial de la Iglesia en la solución política del conflicto y
se manifestaba decidida a «proveer a las necesidades de los fieles de esas re-
giones americanas».
Tras la restauración absolutista de Fernando VII, un recién elegido
León XII, presionado por el monarca español, publicó la famosa encí-
clica Etis iam diu, en la que condenaba la insurgencia pero se mostraba, so-
bre todo, fírmemente decidido a defender los derechos de la Iglesia. Pero
el desconcierto y disgusto que provocó en América junto a las noticias de
la derrota de los ejércitos realistas en el Perú, provocó que la Santa Sede se
viera obligada a rectificar con prontitud, y no había pasado un año cuando,
en carta privada al presidente mexicano, el Papa reconocía implícitamente
la nueva república; y, a pesar de la oposición del embajador español, en los
años siguientes la Santa Sede restableció la jerarquía episcopal en las prin-
cipales diócesis de las nuevas repúblicas, con candidatos propuestos por los
nuevos gobiernos32. En 1827, el colombiano Tejada consiguió el nombra-
miento de varios obispos. En 1828 se proveyó de vicarios apostólicos con
carácter episcopal a la Gran Colombia, Río de la Plata (Mariano Medrano)
y Chile, además de nombrar obispos residenciales para Quito y La Paz. Se
puede afirmar, por tanto, que con León XII comenzó el proceso —que será
lento— de restauración de la jerarquía católica en el continente.
Pero ése es el final de la historia. En el curso del proceso, fueron en
realidad pocos —aunque obviamente encumbrados por la historiografía
nacionalista— los que optaron pronto y claramente por la causa patriota
y republicana. Algunos, como el neogranadino Fernando Caicedo y Fló-
rez, sobrino del arzobispo rebelde de Quito, adoptaron con decisión el par-
tido nacional incluso gozando de una envidiable posición personal y ad-

32 Cf. LETURIA, P. de: Relaciones entre la Santa Sede e Hispanoamérica, I, Roma-Cara-

cas, 1959-60, pp. 110-113. Véase también CASTAÑEDA DELGADO, Paulino: «La Santa Sede
ante la independencia de la América Hispana», en CASTAÑEDA DELGADO, Paulino (coord.): Las
guerras en el primer tercio del siglo XIX en España y América, vol. 1, Sevilla, Deimos, 2005,
pp. 11-22.
222 JUAN BOSCO AMORES CARREDANO

virtiendo la debilidad política y militar de la causa33. Podríamos hablar


también de Mariano Talavera y Garcés, secretario del obispo de Mérida
(Venezuela) Santiago Hernández Milanés (antecesor de Lasso de la Vega)
y profesor del seminario, que desde un principio formó parte de la Junta
Gubernativa de esa ciudad, constituida el 16 de septiemrbe de 1810, y a
quien fue encomendada la redacción del primer texto constitucional me-
rideño, seguramente con la ayuda de su paisano y canónigo Francisco An-
tonio Uzcátegui Dávila34. Otros, los más radicales, llegaron a elaborar una
que podríamos llamar «teología de la independencia» del dominio español,
acudiendo igualmente a citas bíblicas. Ellos equiparan el dominio español
a la esclavitud sufrida por el pueblo israelita en Egipto y su penosa marcha
durante cuarenta años por el desierto. Igual que Israel llegó a la tierra pro-
metida, ahora llegaba para estos pueblos el momento de la liberación de
la esclavitud de la dominación española35. Además, en esta «teología», el
nuevo régimen republicano se presenta éticamente superior al monárquico:
mientras éste se había hecho cómplice y culpable de grandes delitos contra
la humanidad, los ideales republicanos traían la libertad y la dignidad a las
gentes. Como afirmaba un fraile patriota chileno, Camilio Henríquez, «El
sistema bajo el cual desea vivir la patria es más conforme con la doctrina
evangélica»36.
En todo caso, estos clérigos iustrados y patriotas lograrán con creces ase-
gurar el papel privilegiado de la religión católica y sus ministros en el nuevo
orden político republicano. Así, todas las primeras constituciones reconocían
a la religión católica como la única del Estado; y muchos miembros del alto
clero presidirán los primeros congresos, contribuirán de forma decisiva a la
elaboración de las primeras leyes republicanas, y lograrán mantener los pri-
vilegios del clero. A cambio, van a defender con fuerza, incluso ante la Santa
Sede, que los gobiernos republicanos puedan ejercer el patronato eclesiástico
como lo había ejercido el monarca español37.

33 Cf. TORO JARAMILLO, Iván D.: «Clero insurgente y clero realista….


34 Cf. SILVA, Antonio Ramón: Documentos para la Historia de la Diócesis de Mérida, Ca-
racas, Ediciones Paulinas, 1983.
35 Cf. DEMÉLAS-BOHY, Marie-Danelle: «La guerra religiosa como modelo», en GUERRA,

François-Xavier (ed.): Revoluciones hispánicas, independencias americanas y liberalismo es-


pañol, Madrid, Editorial Complutense, 2002, pp. 143-163.
36 ALIAGA ROJAS, Fernando: «Proyecto ético-político del clero patriota en Chile», Anuario

de Historia de la Iglesia, 17 (2008), pp. 191-202.


37 MARTÍNEZ DE CODES, Rosa M.ª: La Iglesia católica en la América independiente (si-

glo XIX), Madrid, Mapfre, 1992, passim.


EN DEFENSA DEL REY, DE LA PATRIA Y DE LA VERDADERA RELIGIÓN 223

4. El bajo clero: un dilema de conciencia

Aunque es un tema todavía mal conocido, por los datos de que se dispone
para algunos territorios parece que el clero diocesano experimentó un fuerte
crecimiento en la América española durante el último tercio del siglo XVIII. Así,
por ejemplo, en las principales diócesis novohispanas, como las de México,
Puebla y Michoacán, el número de parroquias y de curas creció mucho en esa
etapa, coincidiendo al menos con dos fenómenos: el establecimiento de nuevos
seminarios y casas de estudio, y el proceso de secularización de doctrinas, que
se implementó con especial eficacia en aquel virreinato. Pero eso supuso tam-
bién un exceso de clero diocesano en relación a las rentas disponibles, lo que
devino en un empobrecimiento general del sector más bajo del clero38.
También Roberto Di Stefano ha detectado un incremento en el número
de sacerdotes diocesanos en la diócesis de Buenos Aires durante las dos úl-
timas décadas del siglo XVIII y primeros años del siguiente, aunque luego,
desde 1805, advierte un brusco descenso en el número de ordenaciones, que
él achaca al surgimiento de lo que llama otras «alternativas profesionales»
como la milicia y el foro39.
De todas formas, todavía se está lejos de poder ofrecer cifras más o me-
nos aproximadas del peso cuantitativo del clero diocesano en la América es-
pañola al final del periodo colonial. Con la excepción, quizá, de Argentina,
donde los estudios sobre el clero se han hecho más frecuentes en los últimos
años40, apenas se encuentran datos concretos sobre el clero en los cada vez
más numerosos estudios regionales o locales sobre la Iglesia americana en ese
periodo. Hemos de contentarnos, por tanto, con cálculos genéricos e impreci-
sos, que valoran en unos 30.000 el número de clérigos seculares y regulares
hacia finales del siglo XVIII —aproximadamente un 0,2 por ciento de la pobla-
ción total—, dos tercios de los cuales serían curas diocesanos41. Desde luego,
la inmensa mayoría de este clero era criollo, salvo en regiones como Cuba y
Venezuela más propensas a recibir emigrantes de la Península y Canarias42.

38 MAZÍN GÓMEZ, Oscar: «Reorganización del clero secular novohispano en la segunda

mitad del siglo XVIII», Relaciones 39, vol. X (Michoacán,1989), pp. 69-86. Vid. también BRA-
DING, David A.: Una iglesia asediada: Michoacán (1749-1810), México, FCE, 1994, pp. 126-
127.
39 DI STEFANO, R.: El púlpito y la plaza…, pp. 141-142.
40 Destacan, además de Di Stefano, Jaime Peyre (El taller de los espejos. Iglesia e imagi-

nario (1767-1815), Buenos Aires, 2000), Valentina Ayrolo (Funcionarios de Dios y de la repú-
blica. Clero y política en la experiencia de las autonomías provinciales, Buenos Aires, Biblos,
2007) y María Elena Barral, entre otros.
41 VICENS VIVES, J.: Historia social y económica de España y América, vol. IV, Barcelona,

editorial Vicens Vives, 1971, pp. 348-349.


42 Un ejemplo de esto en HERNÁNDEZ GONZÁLEZ, Manuel: «La emigración del clero secu-

lar canario a América en el último cuarto del siglo XVIII», Tebeto: Anuario del Archivo Histó-
rico Insular de Fuerteventura, n.. 3, 1990, pp. 11-24.
224 JUAN BOSCO AMORES CARREDANO

En cuanto al nivel de formación y preparación intelectual del clero bajo,


las últimas investigaciones han echado por tierra la imagen estereotipada
del cura o fraile simplón, ignorante y fanático. Con la implantación, en el si-
glo XVIII, de los seminarios y los estudios universitarios en prácticamente to-
das las grandes circunscripciones indianas, se incrementó notablemente el ni-
vel general de preparación intelectual de los sectores sociales altos y medios,
especialmente criollos, pero también de los curas que ocupan las parroquias
y curatos.
Especialmente entre las masas populares americanas, de mayoría indí-
gena y rural, el cura ocupaba un lugar privilegiado, el de ministro de lo sa-
grado. En este sentido, el valor simbólico de su función en esa sociedad tras-
cendía la propia persona del sacerdote que era a la vez pastor, maestro, padre
y juez. Con independencia de sus debilidades personales —por flagrantes
que fueran— y de actuaciones desafortunadas que le llevaba, muy a menudo,
a chocar con sus feligreses por cuestiones de tributos, abusos de poder, etc.,
el cura era, a la hora de la verdad, el intermediario de lo divino, y como tal
ejercía una función eminente e imprescindible en una sociedad dominada por
el registro de lo religioso43.
Generalmente, la historiografía americana de la independencia ha venido
presentando la participación del clero en todo el proceso de un modo abier-
tamente apologético y, a menudo, exagerando las cifras de los curas y frailes
insurgentes o patriotas, con la única excepción al parecer del caso chileno44.
Y esto se debe en buena medida a que las fuentes de la época de las que esa
historiografía ha bebido así lo reflejaron. El caso de Colombia es típico. Uno
de los próceres neogranadinos, José Tadeo Lozano, llegó a decir, en la aper-
tura de las elecciones del Estado de Cundinamarca en 1813, que: «Hasta la
más remota posteridad se recordará con gratitud que la revolución que nos
emancipó fue una revolución clerical». Diez años más tarde, la Gaceta de
Colombia del 9 de febrero de 1823 hablaba de: «Este clero, sobre cuyo pa-

43 En el caso de Nueva Granada, por ejemplo, al final del periodo colonial, no es raro en-

contrar pueblos de indios que solicitan se les proporcione un cura cuando llevan tiempo sin
disponer de él, y esos mismos indios habían presentado anteriormente denuncias contra el cura
por los abusos cometidos contra ellos: ver, por ejemplo, las denuncias de los indios de Guata-
quí en 1805 y su petición de un cura en 1808, Archivo Nacional de Colombia, Caciques e in-
dios, leg. 63, ff. 578-580 y leg. 56, ff. 355-359. De modo análogo, Brian Connaughton ha se-
ñalado la autonomía del «catolicismo histórico» de México, «bastante descentralizado y regido
or prácticas populares y por las nociones que las personas y comunidades tenían de sus dere-
chos como miembros de la grey» (CONNAUGHTON, Brian: «Los curas y la feligresía ciudadana
en México, siglo XIX», en RODRÍGUEZ O., Jaime E.: Las nuevas naciones. España y México
(1800-1850), Madrid, Mapfre, 2008, pp. 241-272).
44 ENRÍQUEZ AGRAZAR, Lucrecia: «El clero secular de Concepción durante la revolución e

independencia chilena: propuesta de una revisión historiográfica del clero en la independencia


de Chile», en AYROLO, Valentina (comp.): Estudios sobre el clero iberoamericano, entre la in-
dependencia y el Estado-Nación, Salta, Editorial de la Universidad de Salta, 2006, pp. 47-73.
EN DEFENSA DEL REY, DE LA PATRIA Y DE LA VERDADERA RELIGIÓN 225

triotismo se ha erigido el trono de la libertad». Y entre una y otra fecha, el


propio general español Morillo reconocía en 1816 que «Los curas están par-
ticularmente desafectos, ni uno parece adicto a la causa del rey»45.
No obstante, si en algunos casos singulares se dio una participación cons-
ciente y activa en el proceso, la investigación más reciente viene a confirmar
que la mayor parte de los clérigos se vieron forzados a asumir una posición u
otra en obligados por o función del curso de los acontecimientos más que por
convicción personal o por consideraciones doctrinarias46.
Indudablemente hubo muchos curas patriotas desde los primeros momen-
tos, y no sólo el muy conocido caso de Manuel Hidalgo y sus compañeros en
México, aunque todavía hoy se sigue discutiendo sobre el verdadero alcance
de la rebelión que puso en marcha. Su sucesor al frente de la insurgencia y
también cura rural, José María Morelos, sí llegó a tener un programa político
definido, moderno y avanzado en lo social. Quizás precisamente por esto y
porque era partidario de la independencia de la Iglesia respecto del poder po-
lítico, su figura fue eclipsada por la de Hidalgo por la historiografía liberal
mexicana del siglo XIX.
En una región como el Perú, donde el movimiento insurgente tuvo
menos fuerza que en otros territorios, la presencia y liderazgo del clero
fue al parecer relevante en las rebeliones de Huánuco de 1812 y la de Pu-
macahua dos años más tarde. En la primera participaron activamente, en-
tre otros, los agustinos fray Marcos Durán e Ignacio Villavicencio, los dos
naturales de la región, y el mercedario Mariano de Aspiazu, que había to-
mado parte en la rebelión de Quito, entre otros. Durán fue acusado de ser
uno de los líderes del movimiento junto al cura Muñecas. La audiencia de
Cuzco achacaba abiertamente al clero la movilización del pueblo a favor
de la causa rebelde de Angulo y Pumacahua en 1814, y parece que, efec-
tivamente, la mayor parte del clero secular y regular de Cuzco apoyó la re-
belión; el superior de los franciscanos era pariente de Angulo, y el semina-
rio conciliar fue clausurado tras ser sofocada la rebelión47.
Un sector del clero reducido pero muy activo a favor de la causa pa-
triota es el de aquellos que disponían de una buena formación —a menudo
eran doctores en teología o en derecho canónico— y procedían de los secto-
res medios de las elites pero no habían logrado la posición o prebenda ecle-
siástica acorde a sus aspiraciones, desempeñándose como vicarios de alguna
ciudad secundaria o en alguna parroquia de la capital. Casos como el de los
neogranadinos Juan Fernández de Sotomayor, párroco de Mompox y autor
de un Catecismo o Instrucción popular para adoctrinar sobre la causa de la

45 MANTILLA, Luis Carlos: «El clero y la emancipación en el Nuevo Reino de Granada...


46 Nos referimos en particular a la importante obra de VAN YOUNG, Eric: La otra rebe-
lión…, en especial pp. 373-478.
47 Cf. KLAIBER, J.: «El clero y la independencia…».
226 JUAN BOSCO AMORES CARREDANO

independencia48, o el de Andrés Ordóñez y Cifuentes, uno de los líderes pa-


triotas de Neiva, son típicos. Lo mismo se podría decir de José Luis Delgado
en El Salvador y Manuel José de Arce en Perú, entre otros muchos. El are-
quipeño Arce, por ejemplo, estudió filosofía y teología con los agustinos y
los franciscanos en su ciudad natal; ordenado de presbítero en 1810, era hijo
natural y no disponía entonces de capellanía, patrimonio ni pensión alguna;
en 1815, cuando se juzgaba a los cómplices de Pumacahua, fue acusado por
todo el cabido eclesiástico de promover la revolución de independencia, y de
hecho parece que se mostró como un auténtico jacobino, rechazando incluso
la propuesta, más moderada, de Angulo, tras la toma de Arequipa, de jurar a
Fernando VII49.
Alguno de éstos contaban con una historia de agravios personales hacia
sus propios superiores o las autoridades eclesiásticas coloniales como la su-
frida por el dominico mexicano fray Servando Teresa de Mier, lo que le llevó
a defender la independencia de su país pero con argumentos tomados de la
tradición iusnaturalista hispánica, que conocía bien precisamente por su for-
mación como dominico. A pesar de todo, en 1809 en Cádiz todavía esperaba
obtener —de la mano de sus amigos liberales en las Cortes— una canonjía
para la catedral de México; y, ya en el periodo republicano, fue atacado por
sus compatriotas liberales por sus ideas centralistas y conservadoras50.
Sin embargo, la mayoría del bajo clero más que adoptar una postura
ideológica o política definida se vio forzado a optar por una causa o la con-
traria según dónde y cómo le tocó sufrir el conflicto. El problema para inter-
pretar adecuadamente la posición de este sector mayoritario del clero parte,
como dijimos, de las fuentes. Las que más datos proporcionan al respecto
son los informes de los jefes militares españoles desde los lugares de con-
flicto y los expedientes eclesiásticos levantados al clero sospechoso de infi-
dencia. Para los oficiales realistas estuvo muy claro desde el principio que el
clero estaba detrás de la insurgencia; obviamente no se pararon a comparar el
número de infidentes con el de realistas ni a comprobar a fondo la filiación
de cada uno; lo que advierten en realidad, con cierta desesperación, es lo di-
fícil que les resultaba controlar un pueblo o comarca cuando el cura estaba de
parte del «enemigo». Y para los obispos por su parte era fundamental denun-
ciar a su clero infidente para no parecer ellos mismos sospechosos del mismo
delito El caso del obispo de Cuzco, el criollo Pérez Armendáriz, es paradig-
mático: altamente sospechoso para los oficiales españoles que reprimieron la
rebelión que se produjo allí en 1814, para la historiografía boliviana incluso

48 Sobre los catecismos políticos patriotas véase SAGREDO BAEZA, Rafael: «Actores polí-

ticos en los catecismos patriotas y republicanos americanos, 1810-1827, Historia Mexicana,


XLV:3 (1996), pp. 501-538.
49 PORRAS BARRENECHEA, Raúl: Ideólogos de la emancipación, pp. 73-75.
50 Cf. BRADING, David A.: Orbe indiano. De la monarquía católica a la república criolla

(1492-1867), México, FCE, 1991, pp. 627-646.


EN DEFENSA DEL REY, DE LA PATRIA Y DE LA VERDADERA RELIGIÓN 227

más reciente fue el auténtico padre y diseñador de la revolución51; el caso es


que el pobre obispo sufrió la incomprensión de ambos bandos mientras que
por su parte negó siempre todas las acusaciones. En todo caso, es llamativo
observar que, como se deriva de esos informes, el anticlericalismo se dio con
mucha más fuerza entre los jefes realistas que entre los líderes de la indepen-
dencia.
El coronel del ejército español en Los Llanos de Nueva Granada, Manuel
Barreiro, aseguraba a su superior, Sámano, que los curas de los pueblos eran
los primeros que auxiliaban a los insurrectos: «Puedo asegurar a VE —decía—
que la mayor parte de los sacerdotes son sospechosos: unos por desear nuestro
exterminio y el triunfo rebelde, y otros por ser verdaderamente egoístas y estar
en el partido que más puede, y por ello huyen de todo cuanto les pueda com-
prometer, afectando todos con una hipocresía religiosa estar imbuidos en el
culto de su ministerio y que desprecian las cosas mundanas…»52. Es decir, los
oficiales realistas exigían al cura un posicionamiento explícito contra la insur-
gencia: la tibieza o neutralidad era automáticamente juzgada como infidencia,
colaboración o simpatía con los rebeldes. De ahí que esos informes exageren
la cifra de los curas supuestamente insurgentes. Irónicamente, este hecho vino
muy bien a la primera historiografía nacional americana, porque todo cura ca-
lificado de infidente por un oficial español se convertía, por eso mismo, en un
patriota republicano.
El padre Mantilla, buen conocedor de la historia de la Iglesia colom-
biana y académico de ese país, afirma en un artículo reciente que casi todos
los franciscanos de Nueva Granada abrazaron la causa de la independencia.
Tanto interés muestra en defender esa tesis que confiesa no encontrar expli-
cación al hecho de que algunos religiosos, a pesar de ser «muy buenos», per-
manecieran fieles al rey, sintiéndose obligado a justificar esa «equivocada»
actitud en «la mentalidad de la época»:
La única razón que podría explicarnos la actitud de estos sostenedores
del régimen monárquico, aferrados al viejo molde legitimista, es que actua-
ban movidos por prejuicios doctrinales inspirados en aquella fundamentación
teórica que rodeaba el poder del rey de una aureola sacra. Se trataba de reli-
giosos muy buenos, pero incapaces de superar la mentalidad de la época, que
se nutría de la doctrina sobre la estrecha relación entre unidad política y reli-
giosa, o la vinculación mutua entre trono y altar.53

Pero si ésa era efectivamente la mentalidad de la época ¿cómo se les


puede pedir que estuvieran por encima de ella? Ya hemos visto, en el caso de

51 APARICIO VEGA, Manuel Jesús: El clero patriota en 1814, Cusco, 2001.


52 DÍAZ DÍAZ, Oswaldo: «La reconquista española», en Academia Colombiana de la Histo-
ria, Historia Extensa de Colombia, t. I, vol. VI, Bogotá, ediciones Lerner, 1964, p. 117.
53 MANTILLA, Luis Carlos: «El clero y la emancipación en el Nuevo Reino de Granada...
228 JUAN BOSCO AMORES CARREDANO

Morelos, que por haberse atrevido a «superar» esa «mentalidad de la época»


pidiendo una clara separación entre el poder religioso y el político, fue pos-
tergado por la historiografía nacional, precisamente porque estos primeros
historiadores liberales eran herederos directos de los déspotas ilustrados y
coincidían con ellos en la necesidad del control de la Iglesia por parte del Es-
tado.
El enfoque nacionalista de Mantilla le lleva a concluir que el final de la
provincia franciscana neogranadina se debió a la represión española; pero no
menciona que fue la legislación liberal la que suprimió los conventos. Mu-
cho más se aproxima a la realidad cuando explica que fueron las consecuen-
cias de la guerra —la pobreza y hambruna, el peligro de perder la vida, el
caos social y económico— lo que incidió más negativamente en la vida con-
ventual.
Igual que Mantilla con los franciscanos, otros autores colombianos asegu-
ran que la gran mayoría del clero neogranadino fue partidario de la independen-
cia; sin embargo, las fuentes en las que se basan son parciales y sus conclusio-
nes, por tanto, deben ser ampliamente revisadas54. En realidad, lo que hubo fue
una fuerte división entre clero patriota y clero realista, como ocurrió en todos
los sectores de la sociedad neogranadina en estos años55. De hecho, el primer
historiador de la revolución neogranadina, José Manuel Restrepo, afirmaba que
la mayoría del clero se opuso a las nuevas repúblicas: «hacían una guerra formi-
dable a la causa de la Independencia que pintaban como enemigo de Dios y de
la religión»56. Fue la reconquista de Morillo, sus medidas contrarrevolucioan-
rias y la represión de los patriotas lo que hizo que muchos clérigos neogranadi-
nos, hasta entonces fieles a la causa de Fernando VII, se pasaran abiertamente al
campo patriota, lo que les facilitará luego ocupar puestos políticos relevantes en
la nueva república57.
Por otro lado, frente a esa distinción que hacía la historia liberal y na-
cional entre un clero realista que lo sería por propio interés —caso de los
obispos— o por su escasa preparación intelectual y mentalidad «antigua»
—el bajo clero—, y otro patriota, moderno e ilustrado, la historiografía re-
ciente está poniendo en claro que el nivel cultural de estos curas rurales del
final del periodo colonial era mejor de lo que se pensaba, e incluso muchos

54 Véase, por ejemplo, DÍAZ DÍAZ, Oswaldo: «La reconquista española», pp. 117 y 305ss.

y t. II, pp. 320-327. Se basa este autor en las «Sumarias seguidas contra los clérigos patrio-
tas» publicadas en el Boletín de Historia y Antigüedades, n. 573-574 (1935); se trata de un vo-
lumen de 50 causas por infidencia, pero de las que sólo 38 se llevaron hasta el final, una cifra
bastante exigua si la comparásemos con la de más del millar de clérigos (entre seculares y re-
gulares) que debían de existir en Nueva Granada en esa fecha.
55 Cf. GÓMEZ HOYOS, Rafael: La independencia de Colombia, Madrid, Mapfre, 1992,

cap. III, passim.


56 RESTREPO, José Manuel: Historia de la Revolución, vol. 1, p. 351.
57 HAMNNET, Brian: «The counter-revolution of Morillo and the insurgent clerics of New

Granada, 1815-1820», The Americas, 32 (1976), pp. 597-617.


EN DEFENSA DEL REY, DE LA PATRIA Y DE LA VERDADERA RELIGIÓN 229

de ellos conocían suficientemente las nuevas ideas ilustradas, en lo que tuvo


mucho que ver la reforma de los estudios en los seminarios llevada a cabo
durante el reinado de Carlos III58.
En todo caso, podemos afirmar que la última razón que motivó la posi-
ción de rebeldía de una parte del clero y su participación directa en la guerra
de independencia a favor de la república fue la justicia de la causa, que era
la de la libertad y la verdadera religión contra la tiranía. Se trata del mismo
concepto de «la verdadera religión» que se adujo contra el despotismo bor-
bónico y, posteriormente, el de la defensa de la religión contra Napoleón y
sus secuaces, que se trasladó ahora a la lucha contra la opresión del domi-
nio español, especialmente tras la dura y torpe represión militar, que no supo
ni quiso diferenciar entre insurgentes y patriotas americanos, lo mismo en
México que en el territorio del virreinato de Nueva Granada o en Chile. Por
eso, la guerra contra los españoles y por la independencia pasaba ahora a ser
una guerra justa y santa, igual que lo era para el obispo Bergosa la guerra
contra los insurgentes de Hidalgo en 1810.
Algunos estudios para regiones concretas han visto motivos específicos
que habrían impulsado más fácilmente al bajo clero a sumarse a la rebelión
y la insurgencia. En México, la consolidación de vales reales, entre 1804 y
1808, afectó de forma especialmente negativa a este sector. Como dice Da-
vid Brading: «Virtualmente, todos los cabecillas de la insurrección habían
sido víctimas de la insensatez de la aplicación forzosa de la consolidación»59.
Al cura Hidalgo, por ejemplo, le embargaron dos haciendas que tenía con su
hermano, porque no pudo redimir un censo de 7.000 pesos. Y al respecto,
Gisela von Wobeser, que ha investigado con detalle este tema, afirma que la
mayoría del bajo clero mexicano vivía con unas rentas muy modestas proce-
dentes en su mayor parte de capellanías, y así «el elevado número de clérigos
de rango medio que participó en la lucha armada se explica en gran medida
porque alrededor de 1.510 capellanes perdieron sus capellanías de misas», lo
que les llevó literalmente a la miseria60.
El caso de México es el más estudiado en cuanto al grado y modo de
participación del clero en la insurgencia, entre 1810 y 1815. Para el obispo
electo de Michoacán, Manuel Abad y Queipo, el movimiento de independen-
cia fue obra «casi propia de los eclesiásticos, pues ellos son los principales
autores y los que han promovido y la sostienen». Los primeros historiadores
de la revolución mexicana de independencia, el ilustrado conservador Lucas

58 Véase, por ejemplo: IBARRA, Ana C.: «Religión y política…, pp. 7-8 y 17-19; la autora

muestra como el nivel cultural y de la enseñanza superior era relativamente alto en la Oaxaca
colonial, especialmente en la capital y entre los curas párrocos de la región.
59 BRADING, David A.: Una iglesia asediada…, pp. 252-53.
60 WOBESER, Gisela von: «La consolidación de vales reales como germen de la lucha por

la independencia de Nueva España», en La América hispana en los albores de la emancipa-


ción…, pp. 33-47.
230 JUAN BOSCO AMORES CARREDANO

Alamán y el liberal moderado Carlos Bustamente, el movimiento tuvo tam-


bién claramente un carácter religioso, sólo que el primero juzgó ese hecho
muy negativamente mientras que el segundo lo considera lógico y muy posi-
tivo. Autores modernos como Wobeser y Brading parecen aceptar sin más es-
tas afirmaciones. Otros como Pablo Richard, de la teología de la liberación,
hablan de miles de sacerdotes que se suman a la revolución; obviamente para
éstos, los curas insurgentes son luchadores por la liberación del oprimido61.
Sin embargo, el primero que estudió con detalle el tema, Bravo Ugarte,
concluyó justo lo contrario: la inmensa mayoría del clero fue realista. A par-
tir de ahí, otros estudios modernos han intentado precisar más las cosas
acudiendo a fuentes de archivo, y en general vienen a confirmar la tesis de
Ugarte. Según Nancy Farriss, unos 400 clérigos (250 seculares y 150 regu-
lares) participaron del movimiento rebelde, lo que supone rebajar la cifra a
menos del 10 por ciento del total del clero secular y regular del país en el ini-
cio de la rebelión. Una cifra que William Taylor reduce aún más, hasta de-
jarla en unos 145 clérigos, la gran mayoría seculares. Y el más reciente estu-
dioso del tema, Eric Van Young, estima que entre el setenta y el ochenta por
ciento del clero mexicano permaneció realista durante todo el proceso62, aun-
que, como le señala Alan Knight a este autor, no es una cifra nada despre-
ciable ese aproximado 25 % que hizo una clara apuesta por la insurgencia y,
además, eso no quiere decir —o al menos Van Young no lo prueba— que el
75 por ciento restante apoyara necesariamente a la corona.
Taylor fue el primero en hacer un estudio sistemático del tema a partir de
fuentes primarias, sobre una base muy amplia de los curas párrocos de las re-
giones más pobladas de Nueva España. Él concluye que los curas insurgentes
no fueron principalmente jóvenes radicales que actuaran como si hubieran es-
tado oprimidos por el alto clero, o convencidos por ideas liberales y revolu-
cionarias. La mayoría fueron hombres que no se destacaron antes por hacer
carrera eclesiástica o por generar conflictos y parecen haberse dedicado acti-
vamente a su labor pastoral. Muchos de ellos procedían de parroquias de se-
gunda o tercera clase, con rentas muy modestas. Los litigios con las autorida-
des por cuestiones fiscales, el parentesco o vínculos personales con miembros
de las elites locales, la sensibilidad frente a la injusticia y alguna frustración
personal grave parece que fueron factores determinantes para que muchos
de ellos se decidieran por la causa insurgente. Pero de todas formas, la posi-

61 RICHARD, Pablo y Esteban TORRES, Cristianismo, lucha ideológica y racionalidad so-

cialista, Salamanca, Sígueme, 1975.


62 FARRISS, Nancy: La Corona y el clero en el México colonial (1579-1821): la crisis del

privilegio eclesiástico, México, FCE, 1995, p. 183. TAYLOR, William: Ministros de lo sagrado,
México, 1999, p. 670. VAN YOUNG, Eric: The Other Rebellion. Popular Violence, Ideology and
the Mexican Struggle for Independence (1810-1821), Stanford, 2001, pp. 243-267. Los datos
sobre el número de clérigos, conventos, etc. de México en esas fechas, en GUTIÉRREZ CASI-
LLAS, José: Historia de la Iglesia en México, México, Porrúa, 1993, p. 228.
EN DEFENSA DEL REY, DE LA PATRIA Y DE LA VERDADERA RELIGIÓN 231

ción de muchos dependió más del lugar en que se hallaban en relación con las
fuerzas en pugna que de una decisión deliberada. La mayoría de los párrocos
fueron neutrales, con una neutralidad ambigua, que buscaba sobre todo man-
tener a salvo a sus feligreses, de uno u otro bando. Como bien señala Taylor,
esto hizo más daño a los realistas que a los insurgentes, y así se refleja en los
informes oficiales, que consideraban la neutralidad como una suerte de defec-
ción.
Sin embargo, Taylor señala un tema de fondo importante: el discurso de
lo que podríamos llamar la impiedad gachupina, es decir, la impresión ge-
neral entre el bajo clero de que los españoles habían perdido el sentido cris-
tiano de justicia y caridad, entregándose de lleno a la avaricia y a la bruta-
lidad. Este discurso, a menudo con tintes mesiánicos y apocalípticos, fue
especialmente usado por Morelos, a quien estuvieron vinculados dos de cada
tres curas insurgentes. Así, la importancia de la religión en el planteamiento
político de Morelos enlaza con al carácter esencialmente religioso de la in-
surgencia entre la población de base indígena, lo mismo en México que en
Quito o el Alto Perú. Esta tesis viene a ser confirmadas por algunos estudios
locales recientes de otros territorios, como el caso de la diócesis chilena de
Concepción63.
Pero el que ha ofrecido un estudio más completo sobre el tema es Eric
Van Young, en su extensa obra citada, con una valiosa información sobre la
base social clerical de la insurgencia a partir de una impresionante masa de
fuentes primarias relevantes. En 1813, el virrey Calleja pidió información a
los comandantes militares sobre la posición ideológica del clero; uniéndola
a otra encuesta similar del obispado de Michoacán, Young obtiene una mues-
tra de más de 700 curas, de los cuales el 53 % fue definido como realista, el
34% de insurgentes o sospechosos de infidencia y un 14% como indiferen-
tes. También él concluye que la gran mayoría de éstos últimos pertenecen
al clero bajo de parroquias rurales poco importantes, y prácticamente todos
eran criollos. Pero a diferencia de la visión más tradicional, afirma que el
clero regular también contó con insurgentes, en especial los franciscanos. En
todo caso, la gran mayoría del alto clero y el clero urbano permaneció leal a
la monarquía. Casi todos los que se convirtieron en líderes del movimiento
eran curas de parroquias poco relevantes: Hidalgo y Morelos, por supuesto,
pero también los doctores José Manuel Herrera y Jose M.ª Cos o Mariano
Matamoros. Para Van Young, su implicación en el movimiento estaría pro-
bablemente relacionada con la frustración de sus ambiciones profesionales y
personales.

63 Cf. ENRÍQUEZ AGRAZAR, Lucrecia: «El clero secular de Concepción durante la revolu-

ción e independencia chilena…». Según esta autora, la posición política del clero secular de
la diócesis se repartió casi en partes iguales entre los realistas (30%), patriota (39%) y neutral
(31%).
232 JUAN BOSCO AMORES CARREDANO

Hasta aquí, las conclusiones de Young se parecen mucho a las de Taylor,


porque han usado fuentes similares. Pero Young añade un acertado análisis
sobre la fiabilidad de esas fuentes, señalando sus limitaciones: algunas de ca-
rácter subjetivo, como la ambivalencia con que son utilizadas las categorías
para definir políticamente al clero desde el lado realista (leal, indiferente,
sospechoso, infidente64) y la actitud anticlerical demasiado evidente en algu-
nos de los oficiales informantes65; otras externas y objetivas, como el hecho
de que la mayoría de esos militares tuvieron que obtener la información de
segunda mano, debido a lo extenso de los territorios o a otros factores. Por
todo ello, para Young la cifra de infidentes, aun siendo relativamente baja,
probablemente esté inflada.
En síntesis, este autor opina que se ha dado demasiada importancia al pa-
pel del clero secular en la insurgencia en México, y defiende que, además de
que los verdaderos curas patriotas eran muchos menos de lo que se creía, sus
motivaciones no tenían por qué ser realmente ideológicas, sino que hubo mu-
cho de resentimiento o venganza, de codicia o ambición personal, así como
de oportunismo para dar salida a situaciones irregulares de vida o a antiguos
enfrentamientos con autoridades, tanto civiles como eclesiásticas. Defiende
que son muy raros los casos de curas rurales que movilicen a la población o
lideren movimientos insurgentes; más bien es al contrario: que son los curas
los que siguen a los cabecillas populares.
En una línea semejante, Brian Connaughton advirtió la gran habilidad del
clero de Guadalajara para adaptarse a las cambiantes situaciones políticas du-
rante el proceso de independencia, en función de las reivindicaciones regio-
nales o locales66. Y una última muestra de esto mismo la tendríamos en la dió-
cesis de Concepción (Chile): cuando el obispo realista Navarro Villodres re-
gresó a su puesto en 1815 tras la reconquista española, se quejaba amarga-
mente de que la mitad del clero había huido o estaba preso por su condición
de patriota. Pero, como bien señala la autora del trabajo, habría que sumar

64 Por ej., muestra cómo en algunos de esos informes se deja una sospecha sobre algún

cura al que se considera buen religioso y probablemente leal, pero se dice que esa lealtad no la
ha expresado claramente con hechos concretos: es decir, se buscan pruebas fehacientes de leal-
tad y, si no se encuentran, se tiende a identificar al cura, que en todo caso habría que calificar
de indiferente, como sospechoso de infidencia (ibíd., p. 248). A menudo, aparecen calificacio-
nes como «insurgente manso», «insurgente vergonzante», «insurgente político» (en el sentido
de que lo sabe disimular).
65 El caso extremo sería el de José de la Cruz, para quien toda la culpa es del clero.

Tras reconquistar Valladolid a fines de 1810, escribe a Calleja afirmando rotundamente que
toda la rebelión se debe al clero y se lamenta de que una multitud de formalidades legales
le impida ejecutarlos sumariamente. Su caracterización de los miembros del cabildo ecle-
siástico, nada sospechosos de anuencia con Hidalgo, es igualmente negativa, aunque no se
atreve a calificarlos de rebeldes (ibíd., pp. 246-47).
66 CONNAUGHTON, Brian: Ideología y sociedad en Guadalajara (1788-1853), México,

1992.
EN DEFENSA DEL REY, DE LA PATRIA Y DE LA VERDADERA RELIGIÓN 233

otra razón: desde principios de 1816 se tenía noticia en el lugar de que al otro
lado de los Andes se preparaba una expedición libertadora y «probablemente
nadie quería recibir la colación canónica de una parroquia de un obispo que
detentaba su autoridad por presentación regia»67.

A modo de conclusión

La religión jugó un papel fundamental en el largo proceso de las inde-


pendencias americanas, en la medida en que el sistema colonial y la cultura
política y social en la que se hallaba inmerso tenían un fuerte componente re-
ligioso, tanto dogmático como simbólico. Ninguna de las dos partes en con-
flicto quiso ni pudo hacer abstracción de esa profunda realidad para confron-
tar sus respectivas posiciones ideológicas: la secularización de la política
estaba aún muy lejos de triunfar en la América hispana, como demostrará el
largo conflicto entre la Iglesia y los gobiernos republicanos americanos du-
rante la mayor parte del siglo XIX. Además, en la última fase del dominio es-
pañol, el absolutismo borbónico había utilizado conscientemente a la Iglesia
«ncional», secular, como punta de lanza de su proyecto reformista, incluso
en contra de ella misma.
En ese contexto y llegado el momento en que todo el sistema entra en
una crisis que, por su dimensión y consecuencias, adquirió carácter revolu-
cionario, era inevitable que el clero se convirtiera en un actor fundamental
del proceso. Obispos, canónigos, curas y frailes serán un punto de referen-
cia fundamental para la legitimación de las respectivas y econtradas postu-
ras, sobre todo al principio y al final del conflicto, tanto en los territorios que
permanecieron más tiempo bajo el dominio realista como aquellos otros en
los que triunfó la insurgencia patriota y republicana desde el año 1810. Los
líderes de uno y otro bando, faltos, en ambos casos aunque por razones dis-
tintas, de la legitimidad que había gozado el sistema monárquico por tres si-
glos, sintieron la necesidad imperiosa de contar con el apoyo de la Iglesia
para el triunfo de su causa.
Sin embargo, ese apoyo se manifestó en forma e intensidad muy dife-
rente entre los distintos sectores del clero, y según la evolución del proceso
en cada uno de los territorios. La jerarquía y el alto clero se vieron obliga-
dos a definirse desde el principio, en la medida en que hacían parte de la es-
tructura del poder colonial y porque debían sus cargos y prebendas —en ul-
tima instancia— al monarca. Mientras que la mayor parte de los obispos se
mantuvieron fieles al sistema monárquico, incluso pasando por encima de
su primordial obligación como pastores —a eso les condujo, en definitiva,

67 ENRÍQUEZ AGRAZAR, Lucrecia: «El clero secular de Concepción durante la revolución e

independencia chilena…», pp. 67-68.


234 JUAN BOSCO AMORES CARREDANO

el regalismo borbónico en el que se formaron—, el alto clero se debatió ge-


neralmente entre su condición de «altos funcionarios» de la corona y la de
miembros de la burguesía criolla, destacados además por su alto nivel cutu-
ral, que les proporcionaba un papel rector en el debate político. Por todo ello,
si bien al principio mostró —sobre todo en México y en el Perú— una acti-
tud conservadora y expectante, tras le crisis de legitimidad del gobierno me-
tropolitano, a partir de 1810-11, acabó formando parte muy activa del lide-
razgo patriota y republicano.
De forma muy distinta, el bajo clero, abrumadoramente criollo y pobre,
siguió mucho más de cerca la misma suerte del pueblo, tanto en el aspecto
personal —en el sentido de que su implicación en el conflicto dependió en
gran medida de sus propias circunstancias de vida— como en cuanto pasto-
res, viéndose arrastrados a tomar el mismo partido que sus feligreses, gentes
del común, en función de los avatares de la guerra, como han demostrado las
investigaciones más recientes.
Cabe preguntarse finalmente si la Iglesia perdió o ganó con la indepen-
dencia. En realidad, quien más ganó a medio y largo plazo fue Roma, que
a partir de 1830 pudo empezar a gobernar la iglesia americana, aún force-
jeando con los gobiernos republicanos por su pretensión de conservar el de-
recho de patronato. Desde el punto de vista personal, el alto clero, que debía
sus cargos y beneficios a la monarquía derrotada, fue con mucho el más be-
neficiado, como miembros destacados de la elite criolla que triunfó con la in-
dependencia.
No obstante, la base física —humana y económica— de la Iglesia se vio
seriamente afectada y por mucho tiempo. Se perdió gran parte de la riqueza
material que sustentaba, entre otras cosas, las labores de asistencia social y
educativa de las órdenes religiosas, así como la subsistencia de los conventos
y monasterios; de hecho, los frailes y las monjas desaparecieron de muchas
poblaciones y se redujo muy sensiblemente su presencia en todo el subcon-
tinente. Muchos seminarios se cerraron o llevaron una vida lánguida y pobre
por mucho tiempo. El clero bajo y rural se mantuvo mal que bien en algunos
territorios —México, Nueva Granada, el Río de la Plata o Chile—, pero casi
desapareció de otros, especialmente de las zonas más pobres de Centroamé-
rica y del mundo andino, además por supuesto de las extensas regiones de
misión, que quedaron prácticamente abandonadas en su mayoría.
Sin embargo, a pesar de todas esas pérdidas y de que algunos —pen-
sando quizá sólo en un sector determinado de las elites— afirmen lo contra-
rio68, la Iglesia, el clero y la religión continuaron ocupando un lugar central
en el imaginario latinoamericano, y no sólo entre el pueblo o en el mayori-
tario mundo rural sino también, por supuesto, entre las elites y el mundo ur-

68 Véase BETHELL, L.: «La Iglesia y la independencia de América Latina», en BETHELL, L.

(ed.): Historia de América Latina, 5. La independencia, Barcelona, Crítica, 2000, pp. 205-206.
EN DEFENSA DEL REY, DE LA PATRIA Y DE LA VERDADERA RELIGIÓN 235

bano: para advertirlo basta repasar la historia de los conflictos entre la Iglesia
y el Estado en la región durante todo el siglo XIX, y el papel central que di-
cho conflicto tuvo tanto para la configuración o consolidación de las diferen-
tes repúblicas como para la consolidación institucional de la propia Iglesia a
finales del mismo siglo.

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