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El regalo de Mafer

Jorge Casilla Lozano


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1
Mi papá no tiene tiempo para jugar conmigo.

No quiero que se me malinterprete. Él es un buen padre y me quiere muchísimo. Lo sé por la forma


en que me mira y lo siento en el abrazo que me da al despedirse en las mañanas o en su mano
revoloteando mi cabello cuando retorna a casa. Es solo que extraño nuestros momentos juntos.

Antes él ocupaba otro puesto en el trabajo —al parecer, uno menos importante— y contaba con más
tiempo para compartir conmigo. Recuerdo cuando jugábamos en los columpios del parque y, en
especial, cuando me ayudó a montar en la bicicleta. Al comienzo lo intenté sola, me caí y me raspé
las rodillas; pero luego él me sujetó del asiento y del manubrio para que yo pedaleara y mantuviera
el equilibrio. Lo intentamos varias veces hasta que me soltó sin avisar. Cuando me di cuenta de su

treta, ya había manejado sola por toda la cuadra y sin ayuda. Fue un momento hermoso.

Luego ascendió de puesto en la empresa y nos mudamos a este departamento en donde nada es
como antes. Llega muy tarde y lamentándose de lo agotador que es su empleo. Incluso le he
escuchado quejarse con mamá del estrés y de los dolores en los hombros, la espalda y la cabeza.
Me pregunto qué tipo de trabajo realiza papá. ¿Acaso en el trabajo maltratan a los empleados? A
veces imagino que la oficina es como una prisión, que su silla giratoria está electrificada o que su
escritorio es una mesa de tortura, pero después recuerdo a su jefe, un ancianito amable de cabe llos
blancos que conocimos hace tiempo en una cena, y dejo de fantasear.
2
Casi no veo a papá. Los únicos momentos que compartimos los tres son en la mañana cuando
tomamos desayuno y en la noche, cuando cenamos. Por ejemplo, hoy mi mamá y yo aprovechamos
el corto tiempo antes de dormir para contarle lo que hicimos en el transcurso del día. Mamá le habló
con entusiasmo de sus nuevas ventas por internet y yo, de mis clases virtuales, pero él parecía
ausente. Insistí y le conté cómo me fue en la exposición en el curso de Biología, así como cuánto
obtuve de calificación. —¡Saqué un veinte, papá! La profesora nos felicitó mucho —le dije con
emoción.

—Qué bien, Mafer, me alegro por ti —respondió sin levantar la vista y comprendí que estaba tan
cansado que solo había contestado de forma automática, sin pensarlo. Cuando terminó de comer se
puso de pie, nos besó en la frente deseándonos buenas noches y se fue a la cama.

Su único día libre es el domingo. Se levanta tarde, toma un buen café pasado en la terraza y lee s u
periódico favorito. Después se pone muy alegre y nos pregunta qué queremos almorzar. A él le
encanta preparar el almuerzo (creo que le relaja mucho cocinar nuestros platillos favoritos). Su
especialidad es el ceviche mixto con arroz y mariscos. ¡Como para chuparse los dedos! Nos sirve
con esmero, con bastante juguito, y almorzamos en familia, riéndonos un poco. Bromea con mamá
y conmigo, y por un momento volvemos a ser una familia feliz. Pero mientras pasan las horas y cae
el sol su rostro comienza a cambiar, se entristece. Parece que las nubes del crespúsculo de alguna
forma oscurecen también su expresión. Tal vez piensa en el trabajo que le espera al día siguiente.
Me pregunto si es necesario tanto esfuerzo de su parte. El departamento es acogedor y espacioso.
Cuenta con sala, cocina, estudio, dos baños, un pequeño balcón y tres dormitorios: uno para mis
padres, otro para mí y otro para mi hermanito que está por llegar al mundo. Pero no sé si compensa
todo el sacrificio.

Entonces pensé que debería existir alguna forma de verlo nuevamente feliz. «¡Tal vez yo pueda
hacer algo!», me dije. Pasé toda la tarde escribiendo ideas en mi pequeña pizarra sin llegar a nada
claro, hasta que recordé una conversación que tuve con mamá hace unas semanas. Nos
encontrábamos limpiando el estudio, sacudiendo el polvo del escritorio y ordenando algunos libros,
cuando ella dijo que papá aún conservaba un niño dentro de sí. No lo entendí muy bien en un
comienzo, pero ahora que lo pienso creo que mamá tiene razón. Debo buscar la forma de encontrar
su niño interior.

3
Solo una persona conocía a mi papá más que mi mamá y yo, y esa persona era la abuelita Elsa.
Justo era sábado y le pedí a mamá que me llevara a visitarla, a lo que aceptó de buena gana. ¡Qué
sorpresa se llevó la abuelita al vernos paradas fuera de su casa! Nuestra presencia la alegró mucho.
Nos hizo pasar a la sala donde aún conservaba objetos muy antiguos y personales, y pidió que nos
sentáramos en los sofás.

Mientras mamá le contaba los pormenores de nuestra nueva vida en el condominio, yo aproveché
para observar las diferentes fotos colgadas en las paredes o ubicadas en las vitrinas. Algunas las
había visto antes —papá guardaba unas copias en su álbum personal—, pero otras fueron un total
descubrimiento, como esa donde mi padre, de niño, posa con el abuelo en una playa. O esa otra en
la que la abuelita era joven y montaba un caballo. Hasta que llegué a una foto en la que vi a papá
jugando en un parque. Lo curioso es que en la fotografía aparecía de costado, sonriendo, con un pie
adelante y otro detrás, sujetando un hilo y mirando hacia el cielo. Los abuelitos se encontraban al
fondo, detrás, sentados en el pasto, mirando en la misma dirección, hacia las nubes.

—¿Qué miras, Mafer? —me preguntó mamá.

—Papá sabía volar cometa, ¿verdad? —respondí.

—No solo sabía volarlas —agregó la abuelita—. Era el mejor fabricándolas en el vecindario, todo
un campeón.
De inmediato se puso de pie y se dirigió a uno de los dormitorios. Luego de unos minutos, volvió con
un viejo libro de fotos. En muchas aparecía papá con las diferentes cometas que había
confeccionado. Algunas tenían formas geométricas, como rombos o rectángulos; otras tenían formas
de aves. Estas últimas me impresionaron más.

—En aquellos años no contábamos con mucho dinero —agregó la abuelita—. Teníamos para los
gastos básicos del hogar, pero no para lujos. Tu papá lo sabía y entendía nuestra situación. A pesar
de ello, con lo poco que le dábamos se las ingeniaba para ser feliz. Tu abuelito Domingo, que en paz
descanse, le enseñó a hacer cometas con el carrizo que crecía en el jardín y que aún crece, por
cierto. Tu papito aprendió muy rápido y competía con otros niños para ver quién volaba su cometa
más lejos, hasta perderla entre las nubes.

En las fotos que guardaba la abuela como un tesoro todavía se apreciaban los diversos colores de
los papeles que forraban las cometas. En una de ellas, el niño que fue mi padre sujetaba el juguete
volador. Y mi abuelito, al costado, apoyaba con orgullo su mano derecha en el hombro de mi padre,
abrazándolo.

De inmediato se puso de pie y se dirigió a uno de los dormitorios. Luego de unos minutos, volvió con
un viejo libro de fotos. En muchas aparecía papá con las diferentes cometas que había
confeccionado. Algunas tenían formas geométricas, como rombos o rectángulos; otras tenían formas
de aves. Estas últimas me impresionaron más.

—En aquellos años no contábamos con mucho dinero —agregó la abuelita—. Teníamos para los
gastos básicos del hogar, pero no para lujos. Tu papá lo sabía y entendía nuestra situación. A pesar
de ello, con lo poco que le dábamos se las ingeniaba para ser feliz. Tu abuelito Domingo, que en paz
descanse, le enseñó a hacer cometas con el carrizo que crecía en el jardín y que aún crece, por
cierto. Tu papito aprendió muy rápido y competía con otros niños para ver quién volaba su cometa
más lejos, hasta perderla entre las nubes.

En las fotos que guardaba la abuela como un tesoro todavía se apreciaban los diversos colores de
los papeles que forraban las cometas. En una de ellas, el niño que fue mi padre sujetaba el juguete
volador. Y mi abuelito, al costado, apoyaba con orgullo su mano derecha en el hombro de mi padre,
abrazándolo.

—Abuelita, ¿me podrías enseñar a hacer una?

—¿Hacerla, Mafer? Pero si las cometas las venden en todas las librerías —indicó mi mamá.

—Déjame decirte algo, Vanesa —interrumpió la abuela con seriedad—. Ninguna de esas cometas
que venden en las tiendas se podría comparar con una hecha a mano. No hay mayor satisfacción
que fabricar tu propio juguete y hacerlo volar. Por otro lado —dijo, esta vez hablando conmigo—, tal
vez no soy tan buena fabricando cometas como tu abuelo, pero sé lo que se requiere. ¡Yo te voy a
enseñar!

4
Fue así como la abuelita Elsa compartió su secreto familiar conmigo. Se necesitaba carrizo seco
(«Porque si está húmedo pesa mucho y la cometa no vuela tan alto, Mafer»), pabilo o pita («Mucho,
si quieres que llegue hasta las nubes, ¡y jamás el de plástico, ah!») y papel celofán o papel cometa.
Eso es todo.

a elaboración es fácil, aunque también depende mucho del modelo a crear. Yo empecé con el clásico
en forma de rombo. Primero se necesitan dos carrizos secos de diferente tamaño; recomiendo uno
de treinta y cinco y otro de cincuenta y cinco centímetros. Se les coloca en forma de cruz y se amarra
con fuerza en la intersección. Después se ata el pabilo en una punta y se enlaza con las otras,
manteniendo la tensión. Hasta allí la cruz debió transformarse en rombo. Después se forra con papel
celofán o cometa; para que se vea más linda, se pueden usar diferentes colores. Los tirantes se
crean con las mismas pitas y deben estar unidos solo a los tres vértices superiores. Una vez listos
los tirantes, se unen al ovillo principal. Por último, se ata una larga cola de tela en la punta inferior
para contrarrestar el peso. ¡Y ya está terminada! ¡Lista para volar!
Nuestra cometa quedó genial. Utilicé cuatro colores: rojo, amarillo, verde y azul. La llevé a casa, la
envolví en papel de regalo y la guardé en mi ropero para dársela a papá en su cumpleaños. Faltaban
pocos días y pensé que sería un excelente detalle.

5
Aunque suene increíble, mi papá también trabajó el día de su cumpleaños. Lo esperamos como
siempre en la noche. Cuando llegó, gritamos: «¡Sorpresa!». Mi madre y la abuela sostenían una
pequeña torta horneada por ellas mismas y yo, el regalo envuelto en papel. Mi papá se emocionó
mucho y nos abrazó. De inmediato prendimos las velitas y le cantamos Happy birthday. Acabada la
canción, pidió un deseo en silencio y apagó las velas con un fuerte soplido. Todos aplaudimos y le
entregamos sus regalos. Mamá le había comprado unas pantuflas nuevas, la abuelita le había tejido
unas medias para el invierno y yo le entregué mi sorpresa.
—¿Qué es eso, Mafer? —preguntó papá.

—Algo muy especial; me costó mucho hacerlo.

—¿Una manualidad? Espero que no hayas gastado toda tu propina —dijo con algo de ironía.
—No, papá. Solo usé pabilo, papel celofán y carrizos.

Cuando dije eso, mi papá me miró fijamente a los ojos. Luego observó a la abuela. Ella le sonrió con
ternura y complicidad. Entonces abrió el regalo como un niño en Navidad y una enorme sonrisa se
dibujó en su rostro, como cuando jugábamos en el columpio del parque y éramos felices.

Aunque suene increíble, mi papá también trabajó el día de su cumpleaños. Lo esperamos como
siempre en la noche. Cuando llegó, gritamos: «¡Sorpresa!». Mi madre y la abuela sostenían una
pequeña torta horneada por ellas mismas y yo, el regalo envuelto en papel. Mi papá se emocionó
mucho y nos abrazó. De inmediato prendimos las velitas y le cantamos Happy birthday. Acabada la
canción, pidió un deseo en silencio y apagó las velas con un fuerte soplido. Todos aplaudimos y le
entregamos sus regalos. Mamá le había comprado unas pantuflas nuevas, la abuelita le había tejido
unas medias para el invierno y yo le entregué mi sorpresa.
—¿Qué es eso, Mafer? —preguntó papá.

—Algo muy especial; me costó mucho hacerlo.

—¿Una manualidad? Espero que no hayas gastado toda tu propina —dijo con algo de ironía.

—No, papá. Solo usé pabilo, papel celofán y carrizos.

Cuando dije eso, mi papá me miró fijamente a los ojos. Luego observó a la abuela. Ella le sonrió con
ternura y complicidad. Entonces abrió el regalo como un niño en Navidad y una enorme sonrisa se
dibujó en su rostro, como cuando jugábamos en el columpio del parque y éramos felices.

—¡Me has hecho una cometa! —gritó de alegría e inmediatamente me dio un abrazo y un beso en
la frente—. Tiempo que no veía una.

—¡Vayan a volarla! —sugirió la abuela.

—Pero ¿adónde? —pregunté.

—¡Vamos a la azotea! —sugirió mamá—. Veamos cómo vuela.

Sin cortar la torta, subimos al último piso del edificio. La luna llena iluminaba nuestros rostros y una
brisa fresca nos acariciaba.

—Ahora veremos si eres tan buena fabricando cometas como tu padre —dijo y de inmediato
comenzó a jalar del pabilo, empleando la fuerza necesaria para que el juguete tomara vuelo. Pronto
la cometa se comenzó a elevar y elevar, girando de izquierda a derecha, como si fuera un pájaro
alegre.

—Papá, ¿te gusta tu regalo? —pregunté con emoción.


—Mafer, es lo más bello que alguien ha hecho por mí —dijo mientras una lágrima caía por su mejilla
y la cometa ascendía hacia las nubes.

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