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Todo cambió

con Jakob
Kirsten Boie
ALFAGUARA
*Jh$S
100%
Todo cambió
con Jakob
Kirsten Boie

Traducción de Marta Arellano


TITULO ORIGINAL
MITJAKOB WURDEALLESANDERS

Del texto: 1996, Verlag Friedrich Oetinger, Hamburg


De esta edición:

1988, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A.


1992, Santularia, S. A.
Elfo, 32. 28027 Madrid
Teléfono 322 45 00
• Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. de Ediciones
Beazley, 3860. 1437 Buenos Aires
• Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. de C. V.
Avda. Universidad, 767. Col. Del Valle,
México, D.F. C.P. 03100
«

I.S.B.N.: 84-204-4764-1
Depósito legal: M. 5.727-1996

Segunda edición: septiembre 1993


Octava reimpresión: marzo 1996

Una editorial del grupo Santillana que edita en:

España • Argentina • Colombia • Chile • México


EE.UU. • Perú • Portugal • Puerto Rico • Venezuela

Diseño de la colección:
José Crespo, Rosa Marín, Jesús Sanz

Impreso sobre papel reciclado


de Papelera Echezarreta, S. A.
Printed in Spain

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previo por escrito de la editorial.
^M^ Todo cambió
con Jakob
p
uede ser, ahora ya estamos en ello.
Ya veremos qué ocurre en los próximos días.
Pero lo cierto es que todos nos sentimos muy
confiados.
Tengo que empezar nuestra historia
arrancando de hace bastante tiempo: hace
aproximadamente un año y medio, cuando
nuestra casa era una casa como la de la mayo-
ría de la gente. Por aquel entonces yo tenía
once años, y Gussi tres, y mamá llevaba mucho
tiempo diciendo que cuando Gussi tuviera cua-
tro años, ella podría tener un poco más de
tiempo para sí misma.
—¡Fantástico! —dijo papá— Eso nos
vendrá muy bien a todos.
—¿Qué quieres decir con eso? —pregun-
tó mamá, y la voz le sonó irritada—. ¿Esperas
acaso que entonces cocine y limpie aún más?
¿Quieres decir que de pronto te encontrarás
con la perfecta ama de casa?
— ¡Bah! —dijo papá, y cogió a mamá por
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el brazo—. A mí me gustas así como eres, ca-


riño.
—¡Es indignante! —exclamó mamá, y se
libró del brazo de papá. Entonces empezó a
recoger el desayuno con gran estrépito.
Probablemente la conversación habría
continuado, pero en ese momento le ocurrió
algo a Gussi: habría clavado un clavo en el

armario del pasillo, se habría pillado el dedo


con el volquete, o cualquier cosa de esas que
les pasan a los niños de tres años. Total, que la
conversación terminó.
Durante los días que siguieron debería
haberme dado cuenta de que algo le pasaba a
mamá. A veces no escuchaba cuando intentá-
bamos hablar con ella, y de pronto me encontré
con los zapatos sin limpiar; claro que hay otros
zapatos, pero acababan de comprarme unas
botas nuevas, deberían estar relucientes, y así
se lo dije a mamá.
— ¡Ah! —exclamó mamá—. ¡Pero tú tam-
bién tienes manos, querida Nele! La caja de
limpiar los zapatos está en el recibidor.
Un par de días más tarde comenzó a
enseñarme a pelar patatas, y el pobre Gussi se
vio de pronto obligado a aprender a atarse los
zapatos.
Seguro que de haber seguido así mucho
tiempo, hubiéramos sido muy desgraciados,
pero mamá volvió a la carga, y sacó el tema:
—Quiero volver a trabajar —dijo.
Estábamos sentados a la mesa, era la
hora de cenar, y papá acababa de alabar los
arenques en vinagre de mamá: «Nadie los hace
como tú», había dicho.
Era que decía siempre.
lo
—¿Que tú quieres qué? —preguntó papá,
y dejó de pelar la pina para el postre.
—Trabajar —dijo mamá—. Quiero-vol-
ver-a-trabajar.
Podía verse que tenía serias dificultades
para expresarlo. Estaba pálida y el tenedor le
temblaba entre los dedos.
—Ya —dijo papá. Adoptó un aire pensa-
tivo. Luego asintió con la cabeza— Claro,
cuando Gussi vaya a la guardería... un trabajo
de media jornada, ¿eh?
—Nada de media jornada —dijo
mamá—. Trabajar en serio —tragó saliva—. Tú
estásen casa por las tardes...
Eso era verdad. Como papá era profe-
sor estaba de vuelta, la mayoría de los días,
hacia las tres. Excepto cuando tenía alguna
conferencia, pero eso no ocurría tan a menu-
do...

—Sabes perfectamente que cuando vuel-


vo me siento a escribir —dijo papá— Eso es así,
y no deseo echar a perder mis tardes.
Parecía muy enfadado. Entonces le
puso la mano en el brazo a mamá.
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—Me parece bien que vuelvas a trabajar,


cariño. Pero, ¿por qué no empezar sólo por las
mañanas? Sólo durante un par de años, hasta
que Gussi se las empiece a arreglar solo.
Papá se lo dijo con mucho cariño, y la
verdad es que era razonable. A pesar de todo,
mamá sacudió la cabeza.
—Hoy hemos hecho una cueva —dijo
Gussi— Debajo de la escalera del sótano.
—Muy bien —dijo papá, y le dio un trozo
de pina a Gussi—. Pero, ¿por qué no?
Era una pregunta dirigida a mamá, na-
turalmente.
Y mamá empezó a contárnoslo, y des-
pués no tuvimos más remedio que darle toda la
razón. Todos menos Gussi, claro, que no se
enteraba de nada.
Mamá siempre había trabajado, hasta
que nació Gussi. Trabajaba en un Servicio Ju-
rídico de Administración de la Construcción,
donde comprobaba si uno podía construirse
una casa en tal sitio, o un puente, o si la ley
decía algo en contra.
A mamá le hubiera gustado ser juez en
un tribunal de menores, donde van jóvenes que
han reventado coches o roto el escaparate de
una tienda de electrodomésticos. Eso habría
sido mucho más interesante que comprobar si
una casa podía tener siete metros veinte de
anchura. Pero entonces mamá conoció a papá,
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y enseguida llegué yo, y mamá no volvió a


tener tan buena nota en los exámenes, porque
debía estar siempre pendiente de dar de comer
y ponerle los pañales a su bebé.
A cambio, mamá aceptó la plaza del
Servicio Jurídico de Constructoras, e incluso
llegó a gustarle.Hasta que llegó Gussi. Dejó de
trabajar, porque con dos niños hubiera sido
demasiado.
Pero si ahora lo retrasaba aún más, dijo
mamá, no podría volver a empezar nunca. Se
le olvidaría todo, y además cambian los méto-

dos de trabajo, y bastante miedo tenía ya aho-


ra. Se convertiría en una vieja sentada entre

jovencitos que sabrían más que ella.


Y mamá no quería eso.
—Ya, ya —dijo papá mientras juguetea-
ba con el cuchillo. No parecía muy feliz—. Pero
para los niños sería mejor si tú pudieras espe-
rar aún un par de años...
—¿Esperar? —dijo mamá dejando caer la
taza sobre la mesa— ¿Sabes cuántos años ten-
go?
Papá de sobra. Él era de la
lo sabía
misma edad. Y a también
él le gustaría que

mamá pudiera volver a trabajar. Lo único que


pasaba era que estaba sorprendido, como lo
estaba yo también. Nos habíamos acostumbra-
do a que mamá estuviera siempre ahí, y nos
sacara las castañas del fuego.
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—Pero... —dijo papá después de un


rato—. Use tiene razón. Tan sólo tenemos que
renunciar a un poquito de nuestra comodidad;
entonces puede funcionar. Dentro de dos o tres
años hubiera sido mejor, pero también tiene
que funcionar ahora. ¿Tú qué opinas, Nele?
Yo dije que opinaba lo mismo. Aún no
sabía lo que se nos venía encima. Y al final yo
también quería ser independiente en el terreno
laboral. Ya no podía esperar más a que mamá
se quedara en casa para no tener que limpiar-
me yo sola los zapatos.
—¿Y tú, Gussi? —preguntó papá, y le dio
a Gussi el cuarto trozo de pina.
—¡Hoy hicimos una cueva! —dijo Gussi.
—¡Escucha!

—Mi madre empieza a trabajar de nue-


vo —le dije a Katta cuando volvíamos del cole-
gio a casa.
—¡Oh, no! ¡Gracias! —dijo Katta—. ¿Te
colgarán la llave al cuello?
Si por mí hubiera sido, le habría partido
la boca.
—A mí me parece bien —le dije—. Y a mi
padre también. Pensamos que las mujeres tam-
bién tienen derecho a la vida.
—¿Qué pasa, que tu madre estaba muer-
ta hasta ahora? —preguntó Katta riéndose por
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lo bajo— Mi madre está a gusto en casa. O por


lo menos esodice. Hace la comida y hace pron-
to, y a mediodía duerme su «siesta de belleza».
Tal vez tu madre debiera intentarlo.
Katta sabe ser muy mordaz cuando
quiere.
—Hombre, trabajar da más dinero, es
lógico —dijo Katta.
Yo no había caído en eso todavía, pero
Katta tenía razón. A lo mejor podríamos com-
prarnos una casa, o por lo menos viajar más a
menudo.
Era estupendo que le hubiéramos dado
permiso a mamá para trabajar.

Pero hacía mucho tiempo que las cosas


no estaban en orden en ese aspecto. Eso era
lo que nosotros creíamos. No teníamos ni idea
de que el problema principal aún no había
llegado.
Poco tiempo después mamá volvió a es-
tar dicharachera. Al principio se sentaba de vez
en cuando en su cuartucho, ante su viejo escri-
torio, y ojeaba un montón de papelotes. En el
cuartucho de mamá, aparte del escritorio, esta-
ban la tabla de plancha, el aspirador y la vieja
máquina de coser de la abuela. Y cosas que aún
no sabíamos si querían tirarlas o no: una es-
curridora de ropa, que tal vez mereciera la
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pena arreglar; el trineo que usaba p.apá de pe-


queño, y un extraño acordeón, que soplaba aire
por el fuelle, pero ni una sola nota. Había que
amontonar algunas cosas.
El verdadero despacho era el de papá.
—Está bien así —dijo mamá alegremente
al colocar las cosas unas encima de las otras en
su chamizo para que hubiera más espacio alre-
dedor de su escritorio—. Por fin tengo un sitio
enorme para trabajar en la oficina. Pero ya
tenía ganas de disponer de un rincón también
aquí.
Y cambió la bombilla, y fregó la puerta,
y colgó una foto de Roma sobre su escritorio.
—Eso me hará soñar cuando levante la
vista —dijo.
Cantaba mientras lavaba, y hacía prue-
bas con nuevas recetas de repostería, y por
primera vez, desde que yo me acuerdo, se fue
a la ciudad, y no se cortó el pelo, sino que se
cambió el peinado, uno de esos que reafirman
la personalidad. Qué significaba todo aquello,
era algo que en mamá resultaba difícil de saber,
pero, a pesar de todo, quedaba muy bien,
le

parecía cinco años más joven y completamente


distinta a como era antes.
Y entonces volvió a estar extraña. Ya no
cantaba mientras lavaba, y regañaba a Gussi
cuando se hacía el remolón al vestirse. Se aca-
baron los pasteles fantásticos, y las comidas
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transcurrían sin incidentes. Se colgaba durante


horas del teléfono, y cuando yo entraba en la
habitación, dejaba de hablar. Un día, cuando
volví del colegio, creí que había llorado.
—¿Pasa algo mamá? —le pregunté.
—¿Qué va a pasar? —dijo mamá, y vol-
vió a poner, por tercera vez esa semana, ham-
burguesas sobre la mesa.
—Sólo pensé que... —dije— Estás tan...

A veces muy rara.


estás
Mamá se me quedó mirando tan fija-

mente que por un momento pensé que había


dicho algo malo.
— ¡Ah! ¡Mierda! —exclamó y dejó caer
con estrépito la sartén en la pila.

Por supuesto que no se debe espiar,


pero hay muchas cosas que no se deben hacer,
y en casi todas hay importantes excepciones.
¿Se debe, por ejemplo, pegar la oreja a la puer-
ta cuando una noche, a las once, se va al baño,
y se oye que en el salón llora tu madre? Eviden-
temente hay que asegurarse de que no es un
error, porque habría podido tratarse de la
tele... Y en ese momento, hay que intentar ave-

riguar por qué llora, sobre todo sabiendo que


ella no lo dirá nunca por sí sola.
Eso yo ya lo sabía. Al fin y al cabo,
mamá había dejado caer la sartén en la pila, y
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había dicho «mierda» cuando se lo pregunté.


Tenía que espiar, no me quedaba otra alter-
nativa.
—¡Cariño —acababa de decir papá-
pero eso no es el fin del mundo! Ordenamos el
chamizo, tiramos los cachivaches al basurero,
y así tenemos un cuarto más. ¡Donde crecen
dos, puede haber también un tercero!
Oí llorar a mamá de nuevo, y entonces
dijo papá:
—Claro que esto es un revés para ti,
cuando ya te habías hecho ilusiones de volver
a trabajar. Pero cuando el tercero tenga la edad
que tiene ahora Gussi, ¡aún podrás hacerlo!
Mamá volvió a sollozar, y dijo algo que
sonó más furioso que entristecido, aun cuando
no conseguí entender lo que dijo. Pero tampo-
co me interesaba. Me volví silenciosamente a
mi cama, y tuve mucho cuidado de que no me
crujiera la rodilla. Eso me hubiera delatado
fácilmente. Y ahora, en primer lugar, tenía que
digerir mi sorpresa.
Así que... seguro que no había ningún
malentendido: mamá estaba embarazada.
Mamá iba a tener un niño.
¡Mamá! ¡A su edad!
Por supuesto que yo sabía que las mu-
jeres podían tener niños aún mucho tiempo
después..., pero, con no hacerlo... De alguna
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manera era lamentable. No debía pensar en


cómo había ocurrido.
Escondí la cabeza debajo de la sábana e
intenté dormir.
De hecho ya nopensé mucho más aque-
lla noche: sólo pensaba en que era lamentable,

y en qué iban a decir mis amigas, sobre todo


Katta.
No se me ocurrió que nuestras vidas
cambiarían a partir de ese momento. Así era yo
de tonta por aquel entonces.
Al día siguiente, papá y mamá hablaron
conmigo sobre eso. No le dijeron nada a Gussi
todavía. Aún era muy pequeño, y bastaba con
decírselo más tarde.
Me resultó difícil aparentar sorpresa,
pero no lo notó nadie. Porque tenían aún otra
noticia que darme, y todavía no sé cómo se lo
pude explicar a Katta; ¡papá quería quedarse
en casa, y mamá trabajaría!
Como era profesor, a papá le era fácil
pedir un permiso de dos años para llevar la
casa, y volver a trabajar después. Había una ley
que permitía hacerlo.
—Me alegro muchísimo —dijo papá—.
Será un cambio fantástico. Una nueva expe-
riencia durante un par de años.
— ¡Bah! —exclamó mamá, y lo miró de
una forma extraña con el rabillo del ojo.
—¡Que sí! ¡Que sí! —dijo papá—. Me di-
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viertomucho en el colegio, pero no puede pro-


porcionar demasiadas novedades después de
todos estos años. Pero ser «amo de casa»... Esa
experiencia no la tiene todo el mundo.
—Siempre y cuando tú no pongas ningu-
na objeción al respecto —dijo mamá, y frotó la
mejilla contra el hombro de papá.
Entonces papá se dirigió al teléfono, a
darle la noticia aun par de colegas, y mamá se
fue al baño a lavar un jersey.
Y yo me senté en la cama y escuché
cintasen mi casette con auriculares, a ver si me
aclaraba sobre qué tal me parecía todo aquello.
Aún no podía imaginarme bien cómo sería el
cambio. Y, ¡gracias al cielo!, ocurrió ya hace
mucho tiempo.
Ahora prefiero sentarme ante los debe-
res de matemáticas.
II

Sería lógico imaginar que durante los


meses que siguieron cambiaron algunas cosas
en nuestra casa: que papá a veces ayudara a
planchar para aprender cómo se hacía, o que
cada quince días limpiara la escalera, o cepilla-
ra los zapatos, o cocinara, o yo qué sé qué.
Pero papá no lo hizo.
—Es demasiado temprano para mí —de-
cía, y corregía exámenes, e iba a las concentra-

ciones de los sindicatos, y a jugar al tenis, y


tenía muchísimo que hacer.
A veces mamá intentaba enseñarle co-
sas. Cómo se limpian los por ejemplo,
cristales,
o cómo hacer remiendos sencillos con la má-
quina de coser, pero papá simplemente la cogía
por el brazo y le daba un beso.
—¿Crees que no lo aprenderé más tarde,
incluso sin tanto barullo por adelantado? —pre-
guntaba papá.
—No quiero decir eso —decía mamá, y
se libraba de él—. Llevar una casa no es ni
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mucho menos tan sencillo como os pensáis los


hombres, créeme.
—Entonces, déjame tener mis propias
experiencias, cariño —decía papá.
Se veía clarísimo que pensaba que los
temores de mamá eran una estupidez. Él era
probablemente de la opinión de que con coci-
nar un poco y limpiar con la mano izquierda
estaba todo arreglado. Como las amas de casa
de los anuncios donde todo brilla y resplandece
y ellas mismas llevan el mejor maquillaje en la
cara, y parece que acaban de llegar después de
tres semanas de vacaciones. Probablemente era
eso lo que pensaba papá por aquel entopes:
que a él le pasaría como a esas señoras, no
como a mamá que sólo se maquillaba cuando
iban a salir, y además la casa no brillaba en
exceso.
—Y, ¿qué hace mi hijo? —decía papá
entonces, porque estaba claro que mamá se
enfadaba con sus respuestas.
—Será niña —replicaba mamá.
—¡Ja! —decía papá, y le daba a mamá
una palmadita en la barriga—. Yo criaré a este
niño, así que puedo decidir qué es lo que va a
ser. Será niño —y le hacía un guiño de compli-

cidad a mamá y le daba un beso.


Era comprensible que estuvieran aton-
tados en ese momento. Creo que los dos se
alegraban ante las novedades que se les venían
21

encima: mamápor su trabajo, y papá por el


niño y los días en casa. De cualquier forma, a
veces decía que eso se le antojaba como unas
vacaciones únicas y prolongadas, y en ese mo-
mento, mamá le miraba siempre por el rabillo
del ojo de forma que se notara que ella le
consideraba como mínimo un poco ingenuo.
Pero papá hizo un cursillo de puericul-
tura, todos los martes por la tarde, él sólito.
Mamá le dijo que ya había cuidado suficientes
bebés, y no se imaginaba que pudiera existir
algo nuevo para ella. Además, papá tenía pre-
visto cuidar al que viniese.
Los miércoles, durante la comida, papá
nos contaba siempre cosas de su cursillo.
—¿Sabéis que es muy malo empezar a
darle de comer antes del quinto mes? —pregun-
taba—. De hecho, es una herejía pensar que a
un bebé hay que bañarlo todos los días, ¿lo
sabías, Use?
La mayoría de las veces, mamá asentía,
y le decía que para ella la puericultura no tenía
secretos.
—Y, ¿qué te parecería si utilizásemos
pañales de tela en vez de los de tirar? —pregun-
taba papá—. Es más sano para la piel del bebé.
Mamá le decía que estaría dé acuerdo
en todo, siempre y cuando papá lavase los cin-
co, seis o siete pañales diarios. A partir de ese
momento papá dejó de hablar de eso.
22

—Nohay que confiarse aunque el pobre


hombre haya tenido ya dos recién nacidos —me
dijo mamá una vez mientras lavábamos la vaji-
lla—. Es como si yo no le hubiera contado nun-
ca esas historias cuando vosotros erais peque-
ños. Pero, probablemente, durante las próxi-
mas clases se pondrá a pensar en las copas de
después y no escuchará nada en absoluto.
A pesar de todo, mamá pensaba que
papá era encantador: ¡cómo se había apasiona-
do por la puericultura! Yo no sabía exactamen-
tepor qué hacía falta ser encantador para eso.
Pero siempre escuchaba con gusto a papá
cuando nos lo contaba los miércoles en la-co-
mida.

Y llegó Jakob.
—¿No os lo había dicho? —exclamó papá
triunfalmente— ¡Es un niño! Si este niño sigue
.

escuchándome como hasta ahora, nos vamos a


llevar estupendamente...
Jakob no era en absoluto un niño fuera
de normal. Estaba bastante arrugado, y tenía
lo
en la cara una erupción tan asquerosa que yo
no quería cogerlo en brazos.
Pero a papá le parecía fantástico.
—Eres el hombre del futuro —dijo, y se
colgó el lloriqueante atadijo al hombro—. Duro
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como el acero, pero sensible a pesar de todo.


Es mi experiencia, queridos.
Mientras, mamá alzó a Gussi sobre su
cama, le pasó el brazo por los hombros y miró
con él sus tesoros. Lo más importante eran dos
trozos de cable que le habían dado dos obreros
en una obra.
—Por aquí pasa corriente —dijo Gussi, y
golpeteaba con el dedo el hilo de cobre que
sobresale de la funda de plástico—. ¡Aún no, eh!
Tiene que estar enchufado. Y entonces...
¡bang!, da calambre —dijo Gussi feliz, y le quitó
a mamá los cables—. Son muy peligrosos.
Y yo mientras tanto, estaba sentada en
una silla ahí al lado, aburriéndome. Yo estaba,
de alguna forma, de sobra. Tres niños son mu-
chos para dos padres.

Los primeros días con Jakob estuvo


mamá en casa, pero era papá quien le daba de
comer, y le ponía los pañales; y los fines de
semana, incluso se levantaba él para que mamá
pudiera dormir.
—Mi hijo tiene que acostumbrarse inme-
diatamente a mí —decía papá, y llevaba, orgu-
lloso, una tabla donde anotaba cuánto había
ganado Jakob en las últimas semanas.
Un día, la tabla ya no se encontraba en
su sitio.
24

—¡No puede ser! —dijo papá— Estaba


aquí colgada, junto a la mesa donde le pongo
los pañales, y ahora ha desaparecido. Sola no
se ha podido ir... —y me miró primero a mí y
luego a Gussi.
—No es para tanto... —dijo mamá, y em-
pujó suavemente a Gussi en la cabeza—. Jakob
seguirá creciendo, aunque no le pesemos ni le
midamos regularmente.
—¡Pero me gustaba tener una visión de
conjunto! —dijo papá—, y para eso necesito la
tabla.

Volvió a mirar a Gussi, y él le miró


lastimosamente, y se fue a su habitación. Cuan-
do volvió, llevaba en la mano la tabla.

Estaba toda arrugada.


—¡Ahí está! —dijo, y la tiró al suelo de-
lante de papá— ¡Vaya estupidez de cosa!
Y mamá cogió al gran Gussi por el bra-
zo y lo llevó al baño, y lo puso sobre la báscula.
Entonces se fueron al cuartucho, y mamá pintó
un gran margen rojo alrededor de una hoja y
escribió «Gussi» en la cabecera, y debajo le dio
permiso a Gussi para que la fijara con cinta
adhesiva en la puerta de su cuarto.
—Ahora yo también tengo una visión de
conjunto de mi peso, y tú no; te chinchas, vieja
aburrida —me dijo.
—Te chinchas tú —repliqué.
25

¡Como si no tuviéramos bastante con un


bebé en la familia!

Y llegaron las vacaciones de verano, y


nos fuimos los cinco a una casa en Dinamarca.
Mamá y papá se dividieron equitativamente el
trabajo,aunque Gussi y yo también tuviéramos
que ayudar, como era de esperar.
Disfrutamos de buen tiempo la mayoría
de los días, y Jakob pronto aprendió a reírse.
Papá se había llevado un libro de cocina y nos
hacía cosas mucho mejores que las de mamá.
Poco a poco fui pensando que no estaríamos
nada mal con papá en casa. Eso pensé yo.
Pero cuando acabaron las vacaciones,
las cosas fueron distintas. Y además entró Oli-
ver en mi vida. Ocurrió durante las primeras
clases de inglés.
Un alumno tenía siempre que hacer una
pregunta, y decir él mismo quién debía contes-
tarla, y entonces éste hacía otra pregunta, y así
sucesivamente. Ésto no es tan estúpido como
parece: de todas formas, es preferible a que las
preguntas las haga siempre el profesor. Pero el

asunto tiene su intríngulis. Él Senger, el de


inglés, exigía casi todas las vecesque cada chi-
co escogiese a una chica, y cada chica a un
chico; y ahí había que tener un cuidado tremen-
do de no escoger a ningún chico que te gustase,
26

porque todo el mundo pensaría enseguida que


erais novios. Y tampoco puede escoger
se al

estúpido integral de Ulrich, porque tiene la


cara llena de granos, y nadie quiere sentarse
con él, y luego te toman el pelo con él, aunque,
por supuesto, nadie creería en serio que una
estuviera enamorada de Ulrich.
De cualquier modo, no siempre quedan
muchos entre los que poder escoger, a pesar de
que seamos treinta y dos alumnos en la clase.
Al principio no quise hacerme notar,
cuando preguntaba Oliver. Pero su pregunta
era tan fácil, y me acordé entonces de mi últi-
mo examen... Pensé que el Senger debía, por lo
menos, ver mi dedo levantado.
Oliver me escogió.
—Cornelia —dijo con una expresión gra-
ve en la cara.
De pronto me fijé en que tenía el pelo
completamente distinto a como lo tenía antes
de las vacaciones, y estaba muy moreno tam-
bién. Estaba tan guapo, tan moreno y con una
cara tan grave, casi Melancólica es la
triste.

palabra. Y me había escogido a mí. Mi estóma-


go, o el corazón, o en cualquier caso algo que
yo tenía dentro, se sintió extraño. Desconoci-
do, pero no mal.
—¡Cornelia! —dijo de pronto el Senger.
Y yo tenía que contestar, y hacer luego
la siguiente pregunta.
27

Tan rara era esa sensación, que olvidé


cualquier precaución y pregunté a Ulrich.
No comprendí por qué Oliver me había
escogido precisamente, por más que me diera
prisa en interpretar la risa de los demás.
Podía tener diversas razones, y durante
el resto de la clase de inglés, bajo la mesa,
estuve escribiendo preguntas y volviéndolas a
tachar. Hubiera preferido dibujar corazones,
pero Katta habría podido verlos, y lo más pro-
bable es que me hubiera hecho preguntas.
Tal vez Oliver lo hubiera hecho como
yo lo hacía. Entonces él me habría escogido
porque no se interesaba absolutamente nada
por mí y estaba seguro de que nadie llegaría a
pensar lo contrario. Pero, ¿me habría llamado
entonces con semejante gravedad? ¿Tan melan-
cólico? No podía imaginármelo. Y, por supues-
to, a mí me resultaba muy antipática esa posi-
bilidad. También, simplemente, habría podido
escapársele, como a mí con Ulrich. Y esa idea
me pareció aún menos simpática. Además era
imposible: yo no tenía la cara llena de granos.
Pero aún existía una tercera posibilidad. Y to-
davía tenía que rumiarla tanto, que no oí cuan-
do el señor Senger dijo que teníamos que hacer
los ejercicios escritos. Por eso el señor Senger
me «informó» que esa clase se llamaba «clase
de inglés» y no «clase de sueño». Lo malo es
que lo dijo en inglés, y yo no le entendí ni la
28

segunda vez que lo dijo. La tercera vez que lo


repitió, se rió toda la clase, aunque la frase no
era en absoluto graciosa. Pero el señor Senger
quedó encantado de su éxito y me dejó en paz.
Y yo volví a pensar en esta tercera posibilidad,
que era la siguiente: Oliver me había escogido
porque yo le gustaba. Eso también podía ser.
Yo le gustaba a Oliver.
En matemáticas no pude permitirme se-
guirpensando en ello, porque ahí cuenta cada
segundo. Y por fin teníamos, por primera vez
en y era apasionante. Aunque ya
la vida, física,
sé que al me parece estupenda y apa-
principio
sionante cualquier asignatura. Pero siempre
mantengo la esperanza de que alguna de ellas
pueda seguir siéndolo.
En física tampoco pensé mucho en Oli-
ver.

Volví a hacerlo mientras regresábamos


a casa con Katta después de las clases. La ver-
dad es dos vamos en bici, pero la ma-
que los
yoría de las veces preferimos caminar empu-
jándolas porque hay demasiadas cosas de las
que hablar.
—¿Y cómo
va todo, ahora que tu padre
se queda en casa? —preguntó Katta.
—Olvídame —dije, y moví la palanca del
freno.
29

En primer lugar no podía decir mucho


al respecto, porque todo acababa de empezar,
y en segundo lugar, prefería hablar de Oliver.
Pero con cuidado: que Katta no se diera cuenta
de nada de lo que me pasaba por el corazón, la

barriga, o todos esos sentimientos extraños.


—¿Sabe cocinar? —preguntó Katta.
—¿Quién? —le dije.
Cuando alguien escoge a otro y le mira
tan gravemente, algo tenía que significar...
—Me muero de ganas —dijo Katta— por
volver a tener una buena conversación contigo
hoy a mediodía.
Pero no se me ocurría ninguna forma de
llevar la conversación, sin llamar la atención
hacia Oliver, y entonces empezó Katta a con-
tarme sus vacaciones, el safari que hicieron por
Kenia y su' viaje de placer por la costa, y la
suerte que tuvieron de que precisamente en el
bungalow junto al suyo viviera esa familia in-
glesa, todos increíblemente educados y con
hombres de absoluto ensueño.
Y lo único que pude hacer fue asom-
brarme ante lo que sabía Katta sobre Iain, el

hijo mayor, que ya tenía dieciséis años.


Por ejemplo, tenía tres bañadores dife-
rentes, que le quedaban estupendamente bien
sobre su cuerpo moreno. Pero le iban también
con su pelo rubísimo y sus ojos, de un azul
30

radiante, un intermedio entre los de Robert


Redford y los de Paul Newman.
No me extrañaba que Katta se hubiera
encontrado un tipo como aquél. Ya en las va-
caciones de año nuevo hizo un crucero con sus
padres por el Mediterráneo y conoció a un
americano, y hasta tres semanas después del
final de las vacaciones, Katta pintaba corazo-
nes en el cuaderno de matemáticas, en los que
escribía «K y H». Y un par de chicas la imita-
ban y escribían «K y H» porque no tenían
novio, o escribían «H» con su propia inicial
por la misma razón.
Si se comparaba con Iain, Hosiah daba
risa: con catorce años, era un niño. Katta sólo

tenía doce —no era mayor—, pero naturalmente


las mujeres sabían más cosas, y antes que los
chicos, al menos... eso afirmaba Katta.
—Claro —decía yo.
Pero me daba cuenta de cómo me subía
la rabia lentamente, rabia contra Katta, que
hablaba y hablaba y yo aún no había dicho ni
«mu» sobre Oliver.
Entretanto, Katta contaba no sé qué de
excursiones de submarinismo en una pequeña
bahía, donde se tumbaron en la arena para
poder secarse al sol:
—Y ya puedes imaginarte —concluyó
Katta— lo que pasó allí.
Ella rió un poco por lo bajo, y yo hubie-
31

ra dicho a gusto que no, para que se enfadara,


pero tuve miedo de que me considerase una
cría o una ingenua por eso. Así que yo también
me reí por lo bajo y dije:

—¡Lógico! —aunque no tuviera ni la más


remota idea de qué quería decir con su insinua-
ción: si se habían besado, o abrazado, o incluso
algo más.
Y yo era aún tan tonta como para decir:
—Y ahora le echas muchísimo de menos
—para que ella pensase que yo tenía una com-
prensión o intuición tremendas, y así le di la
posibilidad de seguir hablando de su Iain hasta
el cruce.
—Bueno, pues... —dijo Katta cuando nos
subimos a las bicis para ir a nuestras casas en
distintas direcciones—. ¡Tal vez haya escrito!

—¡Ojalá! —dije, y me puse a pedalear


con tal fuerza que seguro que batí un nuevo
récord de velocidad, y pensaba todavía en por
qué yo, con la clara intención que tenía..., me
había dejado llevar por esa conversación y ha-
bía dejado hablar sólo a Katta de ese inglés de
Iain.

Pero, a decir verdad, la razón estaba


clarísima para mí: Katta, simplemente, no te-

nían ningún miedo de que yo pudiera reírme de


ella. Katta parecía una modelo fotográfica, casi
como para una primera página, la idea de que
32

alguien pudiera no creerse sus historias de


amor, y la tuvierapor una simple fantasiosa,
sencillamente ni se le pasaba por la cabeza.
Pero yo no tenía ninguna pinta de foto-
modelo. Durante las clases de gimnasia no ne-
cesité ni una sola vez ponerme sujetador, para
sujetarme el pecho, y además tenía unas pier-
nas tan insignificantes, y mi pelo no sólo era
totalmente insignificante, sino que nunca sería
como esos que aparecen en los carteles de las
peluquerías. Y tenía la caraclara y redonda, y
llevaba las uñas sin arreglar, y el chico que se
enamorara de mí debía de estar loco.
Pero Oliver no estaba loco. Ni siquiera
tenía los síntomas. Oliver parecía de esos que
pueden conseguir cualquier chica en el mundo.
Sólo que eso aún no se me había ocurrido.
Había sido una suerte que no le hubiera
preguntado a Katta si creía que yo podía gus-
tarle a Oliver.
Se habría desternillado de risa.
' III

En casa reinaba el Papá se bambo-


caos.
leaba por el pasillo con Jakob al hombro, que
gritaba lastimosamente y no quería dormir, y
tras él corría Gussi dando alaridos.
—No vuelvo a entrar ahí, ¡tú! ¡Eh, tú,
que no vuelvo a entrar ahí!
—¿No tienes llaves? —preguntó papá,
porque yo había llamado al timbre—. ¡A partir
de hoy llevarás llaves, que te quede bien claro!
¡A tu edad ya se puede reclamar algo así!
¡Como si no tuviera yo bastante con los dos
niños al cuello! ¡Encima tengo que hacer de
portero!
—¡No vuelvo a entrar ahí!, ¿me oyes?
—gritó Gussi apretujándose contra la pierna de
papá.
—¡Mierda! ¡Rayos, y...! —gritó papá.
Quien más gritaba era Jakob.
En ese momento, simplemente se lo qui-
té a papá, me lo coloqué al hombro, y le su-
surré Reach out, porque era lo único que sabía
34

susurrar y no entiendo lo que quiere decir, y a


Jakob pareció bastarle, porque al primer su-
surro dejó de gritar, y al segundo se quedó
profundamente adormecido, ya estaba dormi-
do como un tronco.
Lo dejé en su cuna y me dirigí a la
cocina. Allí estaba papá con un cuenco contra
la barriga y aproximadamente todos los cazos
de la casa a su alrededor, por no hablar de las
espátulas, cucharas y cucharones.
—Lo siento, Nele, ¡mi mujercita! —dijo,
y me abrazó con las manos extendidas en al

aire porque las tenía llenas de harina—. No


quería recibirte antes así, pero es que se me ha
venido todo encima de golpe.
—No importa —le dije.
Mamá ya me había avisado que sería
así.

«Debes ayudarle un poco, Nele» —me


dijo—. «Él no tiene aún ni idea de en qué be-
renjenal se ha metido.»
Eso me sorprendió un poco, porque
papá había visto cada día lo que hacía mamá,
y durante las vacaciones incluso se habían divi-
dido el trabajo. Pero tal vez ahora fuera di-
ferente.
—Lamentablemente, la comida aún tar-

dará un rato —dijo papá, y levantó la tapa de


un cazo mediano—. La carne necesita... para un
centímetro de espesor, una hora y media...,
35

pero como tuve que recoger a Gussi en la guar-


dería, no lleva puesta todo ese tiempo, y ade-
más me faltaba el azafrán para la salsa, pero lo
sustituí por curry..., espero que funcione.
—Claro —dije yo.
No tenía ni idea de lo que era el azafrán,
pero sabía lo que era el curry, y quería tranqui-
lizar a papá.
—Y entonces —dijo papá mientras echa-
ba tres tazas de arroz y siete de agua en un
cazo—, tuve que prepararle el biberón a Jakob,
y ya has visto que no quería dormirse ni a tiros.
—Sí —dije yo.
En condiciones normales papá nunca
habla tanto.
—Es adaptación —dijo papá, y puso el
la
cazo de arroz al fuego—. Jakob lo nota. Y es
que aún estoy inseguro y excitado...
—Está claro —dije.
Ypensé que era una suerte que Katta
no hubiera pasado por esto. Hubiera vuelto a
contarme lo ordenado que está todo en su casa,
y que su madre aún tiene tiempo para hacer un
curso en la escuela superior sobre cultura
oriental.
Papá empezó a poner la mesa.
—Podrías haber abierto una lata simple-
mente —dije yo con tiento. Mamá lo hacía al-
gunas veces.
«Insano a más no poder», decía ella en
36

esas ocasiones. «Ninguna vitamina, casi sin mi-


nerales, todo recocido, y mucha química.
¡Buen provecho!»
Pero cuando no tenía tiempo para hacer
otra cosa, nos daba ravioli, o judías de lata. Tal
vez papá debía haber empezado por ahí. Ya lo
habría podido dejar más adelante.
—No, no, cariño —dijo papá mientras
chupaba con la que había revuelto
la cucharilla
la salsa—. Quiero que os alimentéis de una for-
ma sana. Me he hecho un plan para la semana
y lo llevo a rajatabla.
—¿Dónde demonios está Gussi? —pre-
gunté.
—Ni idea —dijo papá—. Probablemente
en el cuarto de jugar. Lleva todo el rato, desde
que ha vuelto de la guardería, haciendo circo
—y colocó un par de hojas de ensalada de for-
ma decorativa en la fuente grande.
Entonces yo me fui al cuarto de jugar, a
buscar a Gussi. Estaba sentado en la cama, y
tenía la pata de su mono Carlos metida en la
boca, y la chupaba en silencio.
— ¡Eh, grandullón! —le dije.

Cuando Gussi chupaba la pata, había


algo que no funcionaba. Y cuando la chupaba
durante tanto tiempo como ahora, no debía
funcionar nada bien.
—¡No vuelvo a entrar ahí! —dijo Gussi
una vez que se habíasacado la pata de la boca
37

y había tirado a Carlos al suelo—. ¡Es una es-


tupidez!
Y, entonces, por primera vez, me di
cuenta de que hoy había sido primer día de
el

Gussi en la guardería. Seguro que no es tan


fácil cuando se tienen sólo cuatro años.
—¿Qué hay de estúpido allí? —le pregun-
té.

Lo mejor hubiera sido cogerle aupa.


Pero a mí ya no me dejaba hacerlo.
— \Todos son estúpidos allí! —exclamó
Gussi, y volvió a recoger a su mono Carlos.
—Pero, ¿por qué, Gussi? —le pregunté.
A veces me resultaba difícil ser amable
y tener paciencia con Gussi.
—Hay que estar siempre de pie en círcu-
lo—dijo Gussi—, y balancear las manos, ¡así¡ y
balanceó los brazos salvajemente hacia delante
y hacia atrás.
—¿Qué hay de malo en —pregunté,
ello?
a pesar de que yo también lo encontraba bas-
tante estúpido.
No podía imaginar cómo una persona
razonable podía tener ganas de estar de pie en
círculo balanceando los brazos.
—¡Porque es una estupidez! —exclamó
Gussi, y volvió a meterse la pata en la boca.
—¡La comida está lista! —gritó papá des-
de la cocina.
—Vamos, Gussi —dije.
38

Gussi cogió a su mono Carlos y lo llevó


delante de él a la cocina.
La comida tenía una pinta espléndida.
Mucho mejor que cualquiera de las que nos
ponía mamá sobre la mesa un día normal entre
semana.
—¡Qué rico! —dije.
A de cuentas, había que ayudar a
fin
papá a reconstruir su seguridad como amo de
casa.
Entonces empezó a aullar Jakob.
—¡No, no, no! —gritó papá, y tiró la cu-
chara en el arroz—. ¡Por lo menos debíamos

poder comer tranquilos...!


Pero se levantó a sacar a Jakob de la
cuna.
Yomezclé el arroz con la salsa hasta
conseguir que en el plato hubiera una masa
amarilla homogénea.
Entonces, dibujé una gran «O».

Cuando volvió mamá encontró la casa


en un estado indescriptible.
Después de comer, papá se fue a la
compra con el cochecito, para que Jakob toma-
se el aire y durmiera un poco más. Yo había
puesto toda la vajilla pringosa debajo del grifo.
Fregar los platos me horrorizaba hasta
el espanto, y por eso dejé todo como estaba.
39

Luego hice mis deberes, o al menos una gran


parte, y al mismo tiempo no pensar
intenté
demasiado en Oliver. Después jugué al me-
mory con Gussi, para que se estuviera sentado
y siguiera chupando su mono.
Cuando volvió papá, recogió un mon-
tón de ropa de la cuerda, hizo una colada en
caliente en la lavadora, yempezó a planchar.
Y entonces vino mamá.
—Bueno, queridos —dijo, y dejó con ím-
petu su bolso en la cómoda del pasillo— ¿tuvis-
teis un buen día?

Mamá tenía un aspecto estupendo, sa-


tisfecha, ysiempre llena de energía. Siguió sa-
tisfecha cuando vio la cocina con todos los
cacharros y las manchas pringosas en el suelo.
Le dio un beso a papá y dijo:
— ¡Pobrecito!
Y colocó a Jakob sobre una manta en el
suelo. Se puso un delantal, cogió el jabón lava-
vajillas y me puso un trapo en la mano.
—¿Qué, difícil? —preguntó, y empezó a
lavar los platos de la comida.
Los cacharros del postre estaban detrás
de todo.
—Bueno, tirando, gracias —respondió
papá.
Lo con un tono de tristeza en la
dijo
voz; aún tenía plancha en la mano.
la
—Además, ahora no me parece bien que
40

hagas tú eso —dijo—. El tiempo es demasiado


corto para llegar a todo.
—Claro —asintió mamá—. Eso pasa al
principio. Luego lo metes todo en cintura
—mientras lo decía agitaba el agua con el ce-
pillo.

Estaba claro que papá se sentía desgra-


ciado, y hasta yo podía entenderle. Había tra-
bajado todo el día sin parar, y aún así, mamá
parecía tener la impresión de que no había
hecho nada, según se podía ver en la cocina.
—Nos preparó una comida chachi —dije
yo para salir del paso—. Arroz y carne de vaca
con salsa curry y ensalada.
—Eso se ve en los cazos —dijo mamá
escuetamente. Y siguió fregando.
En ese momento, papá se dio la vuelta
y fue al cuarto de estar, otra vez a su tabla de
plancha.

En la cama no conseguía concentrarme


en el libro que leo por las noches. Me imagina-
ba que Katta volvería a preguntarme mañana
que cómo nos iba en casa... ¿Qué podía decirle
yo? ¿Que en toda la tarde no tuve ni un segun-
do libre para mis cosas, por ejemplo...? ¿Que
no había podido pensar en por qué hoy duran-
te la clase de inglés...? Pero eso por supuesto
que no se lo iba a decir, y además, de todos
41

modos, Katta estaba en contra de que trabaja-


sen las mujeres que tenían niños... Y le parecía
totalmente inadecuado que los hombres hicie-
ran el trabajo de la casa. Probablemente, el

resto de mi clase opinaba lo mismo. Era impo-


sible que yo contase la verdad. Y lamentarse
tampoco arreglaba nada... Cuando me pregun-
tase Katta, le contaría lo chachi que cocina
papá. Eso era verdad.
—¿Qué pasa, Nele, problemas sentimen-
tales? —preguntó mamá asomando la cabeza
por la puerta—. No te quedes mucho rato le-
yendo, ¿me oyes?
Asentí.
—Ya
lo conseguiremos —dijo mamá, y
se sentó en mi cama—. Estaba claro que al
principio habría problemas. Y para ti, seguro
que no es nada fácil. Pero las dos tenemos que
apoyar a papá. Para él la adaptación es mucho
más difícil que para todos los demás.
Volví a asentir.
—Es por Gussi —dije.
Mamá debía saberlo mejor que nadie.
De pronto, pareció afligida.
—Lo sé —dijo—. Para Gussi ya es bastan-
te difícil el que haya aparecido Jakob. Y ahora,
se le junta con la guardería, y con los demás
cambios...
Entonces se levantó.
—Duerme bien, Nele, cariño —dijo^.
42

Creo que somos una familia tan estupenda que


lo conseguiremos entre todos. A pesar de los
llantos y los lamentos.
Cerré los ojos. Por la noche soñé que
Oliver estaba en nuestra cocina y chupaba la
pata de Carlos. No recuerdo nada más del sue-
ño. Pero eso no tiene ninguna importancia.
IV

Al día siguiente me despertó mamá a las


siete menos cuarto. Ella ya había terminado en
el baño y podía entrar para arreglarme.
Desde la cocina me llegaba el sonido de
la radio, el borboteo de la cafetera, y de un
momento a otro silbaría el cuece-huevos. Exac-
tamente igual que cualquier día, sólo que hoy
era mamá la que salía del baño, y papá en la
cocina, en albornoz, untaba el pan para los
desayunos. Todo estaría enseguida listo...
ducha decidí moldearme
Bajo la el pelo
como Katta. Al fin y al cabo, no podía ser tan
difícil. Noteníamos gomina, pero le puse la
boquilla al secador y me trabajé el pelo mechón
a mechón. Entre uno y otro, tenía que volver a
humedecérmelo, porque en algún lado no ha-
bía quedado perfecto, pero al fin me quedé
satisfecha con el resultado. Podía haberlo he-
cho antes con toda tranquilidad. Ese cuarto de
hora se lo podía quitar al desayuno.
Mamá ya se había puesto el abrigo, y
44

estaba apoyada en la puerta de la calle. En la


mano izquierda llevaba un trozo de pan con
mermelada, y en la derecha, las llaves del
coche.
—Ya pensábamos que te había dado un
mareo y te habías caído por el desagüe —dijo,
y se chupó el dedo después de meterse en la
boca el último bocado de pan.
Luego retocó un poco mi peinado.
—¿Nueva imagen? —preguntó mientras
abría la puerta—. ¡Hasta la tarde, queridos!
—Entré en la cocina.
—¡Santo cielo! —dijo papá, y se me que-
dó mirando a la cabeza—. ¡Y eso lo hace mi
hija!
—¿No te gusta? —pregunté.
Lo bueno de papá era, de hecho, que le
daba exactamente igual cómo fuéramos.
—¿Quieres mi sincera opinión? —pre-
guntó papá mientras me llenaba el bocadillo de
queso.
Sacudí la cabeza.
—Queda un consuelo —dijo papá—: des-
pués de pedalear hasta el colegio, de todo ese
esplendor no quedará mucho. Sobre todo con
este viento.
No se me había ocurrido. En el futuro
tendría que llegar al colegio diez minutos an-
tes,para, en el espejo del baño de chicas, ha-
cerme un trabajo de «reconstrucción». La be-
lleza significaba levantarse más temprano...
45

—¿No tienes que levantar a Gussi?


—pregunté.
Papá asintió. Me envolvió el bocadillo
en papel autopegable —porque nosotros, en
casa, estamos en contra de esas bolsas de plás-
tico por razones de ecología—, y se fue al cuar-
to de Gussi.
Me serví café.
Entonces oí voces. Papá gritaba, y luego
se le oyó a Gussi, acto seguido, a papá, y en-
tonces lloró Gussi.
No me gusta levantarme por las maña-
nas, por eso no me sorprenden esos ruidos.
Probablemente, Gussi quería dormir más, pen-
sé. Y papá le meneaba e intentaba despertarle.
Comí con ganas.
En ese momento, apareció papá en la
puerta: la cara alterada, y un montón de ropa
de cama colgándole del brazo. Así, ese débil
pero conocido sonido, había dejado de tener
importancia: Gussi se había hecho pis en la
cama.
—Gussi se ha meado en la cama —dijo
papá.
Parecía totalmente decepcionado.
Me levanté. Si quería llegar al colegio
cinco minutos antes para arreglarme el pelo,
debía irme ya.
—No es tan terrible —dije—: simplemen-
te, ¡mete la ropa en la lavadora! , .
46

Pero
expresión de desencanto seguía
la
en los ojos de papá.
—Ya ha empezado —dijo, y olisqueó con
cara de repugnancia las sábanas—. Debíamos
haber contado con esto. Celos de Jakob. Regre-
sión. Quiere volver a ser un bebé. Me lo ima-
ginaba.
Poco a poco, esta familia era demasiado
para mí. El colegio me parecía un cambio có-
modo.
—Me voy ya —dije, y forcejeé con papá
para pasar por la puerta.
En el pasillo estaba Gussi: en pijama, la
cabeza hacia el suelo, atufando tanto como sus
sábanas.
—¡No vuelvo a ir, tú, te lo aviso! —dijo,
y en la cara tenía una expresión de furia sor-
da—. Nunca más, ¡eso te lo digo yo!
Le hubiera abrazado a gusto, y le habría
consolado, aún cuando no tuviera tiempo...
Pero echaba tal peste, que sólo le acaricié el
pelo.
—Seguro que te gusta más cuando co-
nozcas a los niños —le dije—. Seguro, Gussi.
Pero en la escalera me avergoncé. Me
imaginaba a Gussi con muchos otros niños, en
círculo, balanceando los brazos... Hoy a medio-
día volvería a ocuparme de él. Entonces, pro-
bablemente, él volvería a oler como un hom-
bre.
47

Aún tenía tiempo de pasar cinco minu-


tos en el baño de chicas. Ahí estaba ya Katta y
por lo menos diez niñas más de clases superio-
res que se dividían equitativamente los dos es-
pejos.
Era muy agradable.
Katta se quedó entusiasmada al verme.
—¡Qué fuerte! —y me ayudó a poner un
poco de orden en el exterior de mi cabeza—.
Los tíos van a alucinar.
Eso esperaba yo. En especial un tío. Su
nombre empezaba por «O».
La primera hora tocaba geografía, y por
desgracia, con un hombre que, al principio de
cada clase, nos hacía ponernos de pie y decir a
coro «¡buenos días!», y que, a la menor tontería
se ponía a gritar de tal forma que temíamos
que fuera a darle un infarto.
—Ahora me gustaría saber —dijo el We-
ber en la primera clase de geografía tras las
vacaciones— qué habéis retenido de nuestro
último tema después del verano.
«Nos preguntará», pensé. «¡Socorro! Si
por lo menos tuviera la más remota idea de
cuál era el último tema...»
—Sacad un papel —dijo el de geografía—
y escribid lo que sepáis. Es para nota.
Luego, se sentó tras el pupitre.
El Weber, el de geografía, se las arregla-
ba siempre para ser el más hueso. Me hubiera
48

gustado saber si había alguien en la clase que


supiera al menos si antes de vacaciones dimos
los afluentes del Rin, o la estructura agraria en
el medio oeste de los Estados Unidos.
—¿Quiere hacernos algo parecido a un
test? ¿En la primera hora de clase después de
las vacaciones? —preguntó Olaf.
Olaf era valiente. Contestatario. Por eso
era portavoz de la clase. Pero, además, Olaf
el

se había hecho cargo de ello porque quiso.


Porque le dio la gana, por decirlo de algún
modo. Por sentido de justicia.
—¡No puede hacer eso! ¡Está prohibido!
—¿Por quién? —preguntó el Weber, y
extendió un dedo en el aire señalando a Olaf—
¿Por ti? ¿Por el emperador chino?
Olaf ya no dijo nada más. Claro que
había cosas que no podía hacer un profesor,
que estaban prohibidas. Dos ejercicios de clase
en un mismo día, o cinco en una misma sema-
na, o tirarles a los alumnos un llavero... Pero,
¿quién lo prohibía? Era algo que nosotros ig-
norábamos, y por eso la prohibición no nos
ayudó a nada.
«Tener derechos», había dicho papá
una vez que hicimos un ejercicio de matemáti-
cas sin previo aviso, «a priori no ayuda nada.
Antes hay que conseguirlos, niña Nele. Y para
eso, en primer lugar, hay que conocerlos».
Y eso no lo hacíamos nosotros en núes-
49

tra clase. Ni siquiera Olaf. Sólo murmuraba


como «guarrada», cuando hubiera tenido
cosas
mucho más sentido decir «Disposición del Re-
glamento Escolar, apartado 17». que exis-
Si es
te una cosa así... Con gente como el Weber,
personas sin conocimientos de ese tipo estaban
totalmente vendidas. Pero aunque los tuvieran,
a lo mejor también estarían vendidas.
Así que... todos sacamos lentamente los
estuches y las hojas, y en ese momento me di
cuenta de que mi cuaderno de anillas estaba
vacío. Me lo llevé a Dinamarca, y lo dejé en la
terraza un día que llovió. Desde entonces el
papel que había dentro estaba totalmente on-
dulado, y se me había olvidado comprar un
recambio.
—¿Puede prestarme alguien una hoja?
—pregunté.
Aunque decir «prestar» es una estupi-
dez. Nunca se devuelve una hoja, naturalmen-
te.

—¡No tienes hojas! —dijo Weber impa-


ciente.
¡Como si lo hubiese preguntado de ha-
berlas tenido!... Sacudí la cabeza.
—Material de trabajo insuficiente —dijo
Weber, e hizo una marca en su lista de clase
detrás de mi nombre— Entonces, ¿qué?, ¿quién
puede ayudar a Cornelia?
Seguro que en cualquier otro caso hu-
50

biera tenido cuando menos tres hojas sobre la


mesa..., pero como elWeber se había entrome-
tido,ya no se fiaba nadie. Todos escribían fre-
néticamente la fecha en la esquina superior
derecha, y el nombre en la izquierda.
—Bueno —dijo Weber—, es vuestro tiem-
po el que se está desperdiciando, no el mío.
En ese momento vino Ulrich. Atravesó
silenciosamente todo el aula en vez de pasar la
hoja hacia delante, y la había arrancado sin
cuidado del cuaderno de anillas, no la había
sacado como hacen los demás.
—Toma —dijo Ulrich, y la cara se le
puso colorada como un tomate.
Luego volvió en silencio a su sitio."
— ¡Ah! —exclamó Arne, y se rió por lo
bajo maliciosamente, primero me miró a mí,
luego a Ulrich—. ¡Tsch! ¡Tsch! —y puso una
expresión de éxtasis.
Ya no pasó nada más. Durante la clase
de geografía de Weber, nadie se atrevía a reír
o hacer comentarios. Pero ya era bastante para
mí. Arne era el mejor amigo de Oliver.
En casa elpanorama no estaba mejor
que el día anterior. Papá llevaba a Jakob colga-
do sobre la barriga mientras pasaba el aspira-
dor. En la cocina se oía el traqueteo de la
lavadora. A Gussi no se le veía por ninguna
parte.
Colgué el abrigo en el guardarropa y
desaparecí en mi habitación. En el colegio todo
había ido peor que peor. A mucha gente le
había gustado mi pelo, pero todas eran chicas.
Oliver no me había mirado ni una sola vez. En
cambio Ulrich... Cuando miraba para atrás se
ponía como un tomate. Sólo me quedaba la
esperanza de que nadie, aparte de mí, lo nota-
se. Si no, estaba perdida.
Katta volvió a contarme cosas de su
Iain. Además, ya lo conocía toda la clase. Katta
quería traernos las fotos del verano cuando
estuvieran reveladas.
La vida era espantosa. Mejor hubiera
sido quedarme en la cama. Y además, soportar
52

toda la tarde en casa... fue superior a mis fuer-


zas.
—Niña Nele —dijo papá asomando la
cabeza por la puerta, cuando yo acababa de
ponerme un disco lento e intentaba simplemen-
te evadirme—, ¿pasa algo?
Jakob se movía sobre su tripa y daba, en
sueños, grititos felices.
—No, no —dije.
—¿De verdad que no? —preguntó papá,
y aprovechó la ocasión para recoger dos tazas
y un tarro de yogur de mi escritorio.
—¡Lo digo yo!, ¿no? —le repliqué.
—En
ese caso... está bien —dijo papá, y
volvió a su aspirador—. La comida estará en-
seguida.
Dejé que me penetrase la música por los
auriculares y cerré los ojos. «Estaría bien gritar
ahora», pensé. Pero no llegué a hacerlo.
Cuando uno tiene los ojos cerrados se
sienten mejor las cosas que de cualquier otra
forma, al menos eso creo yo. No sólo se oye

con más claridad, sino que se siente, se gusta y


se huele también de forma más nítida. Y eso
era lo que me estaba pasando a mí. De la
cocina me llegaba por el pasillo un olor, que
seguro que no era el adecuado... Dejé los auri-
culares. Papá, entretanto, estaba aspirando el
dormitorio.
En la cocina estaba Gussi, de pie sobre
53

una silla ante la ventana, mirando al exterior.

El tufo venía del fogón. Además se oía algo que


crujía y crepitaba dentro, y despedía una gran
humareda.
—¿Te has vuelto majara? grité.
Gussi seguía sobre la silla, pero se había
dado ya la vuelta. En el cazo había una masa
marrón, carbonizada.
—Me he hecho un cacao —dijo Gussi
mientras se bajaba de la silla.
Tenía los brazos doblados en ángulo a la
cabeza echada hacia delante, como cuando
quería boxear conmigo.
—¡Me han dado permiso para hacerlo!
—Sabes positivamente que no debes es-
tar solo delante del fogón —grité.
Ya nunca jamás podría quitarse esa
masa marrón del cazo. Ni siquiera con estro-
pajo de alambre.
—¡Claro que puedo! —gritó Gussi—
¡Con mamá puedo.
—¡Pero no tú solo! —grité.
Quería haber sido amable con él hoy
por la tarde. Me había propuesto jugar otra vez
con él al Memory. Y tal vez algo más... Estaba
claro que no era culpa mía que tuviera que
gritarle de aquel modo.

—¡Por Dios bendito! ¿Qué pasa aquí?


—preguntó papá.
54

Estaba de pie en el umbral de la puerta,

y recogía el cable del aspirador.


—¡Sois todos tontos! —gritó Gussi, e in-
tentó dejar atrás a papá al escapar hacia su
cuarto.
—Gussi se ha «hecho» una taza de cacao
—dije, y le enseñé el cazo a papá.
— ¡Ah! —dijo papá. Toma.
Se soltó a Jakob de la tripa y me lo dio.
Entonces levantó a Gussi. Él pataleaba, le daba
puntapiés, y escupía, pero papá lo levantó por
los aires, muy alto, por encima de su cabeza, y
giró en círculos a gran velocidad, hasta que
Gussi empezó a calmarse y a reír; entonces se
desplomaron los dos en la alfombra del pasillo,
jadeando.
—Podías habérmelo dicho, gran Gusta-
vo —dijo papá, y le pasó a Gussi los dedos por
el pelo, como un peine—. Te habría preparado

un cacao.
—No lo hubieras hecho —dijo Gussi, y la
espalda volvió a ponérsele completamente rígi-
da—. ¡Estabas pasando el aspirador!
Jakob empezó a rezongar: se había des-
pertado entre mis brazos.
—Te prometo que prepararé cacaos
te
esté haciendo lo que esté haciendo —dijo papá,
y le tendió una mano a Gussi—. Palabra de
honor.
55

Gussi le miraba escéptico. Por fin puso


la mano sobre la de papá.
—Ahora... ¡A comer! —dijo papá— Co-
liflor gratinada con patatas al perejil y filetitos

empanados.
—Y después... ¿helado con crema calien-
te? —preguntó Gussi.
Papá titubeó un segundo.
—Y después, helado con crema caliente
—dijo.

—Es por Gussi —le dije a mamá por la


noche cuando vino a mi habitación a darme las
buenas noches.
Mamá había vuelto a casa radiante
como el día anterior. Le dio un beso a papá,
nos abrazó a Gussi y a mí, y le acarició la cara
con un dedo a Jakob, que ya estaba dormido.
Luego cogió un trapo de cocina y empezó a
secar los cacharros y los cubiertos que estaban
junto a la pila, en el escurridor. Mientras, nos
contaba cosas de su trabajo.
Papá estaba sentadp en la mesa de la
cocina fumando un cigarrillo.
—Totalmente superfluo —dijo papá, y
señaló con el pitillo el trapo de mamá—. Las
cosas se secan perfectamente ellas sólitas.
—Lo sé, cariño —dijo mamá—. Es mera
costumbre.
56

Papá se encendió otro cigarrillo y no


dijo nada más. El tono de su voz había sonado
de alguna forma desagradable.
—Sí, por Gussi —dijo mamá entonces, y
se sentó en la silla de mi escritorio—. Wilfried
ya me lo contó.

—¿Lo del cacao? —pregunté—. ¿Y que se


ha meado en la cama?
Mamá asintió. Cogió mi lápiz de goma
entre el pulgar y el índice y lo hizo brincar

rítmicamente sobre el tablero de mi escritorio.


—Tenemos que aguantar por lo menos
un año, Nele —dijo— Wilfried no puede volver
a empezar de un día para otro... Además,- no-
sotros lo quisimos así.

Me senté en la cama.
—¿Pensaste que sería como es? —pre-
gunté.
Mamá sacudió la cabeza de un lado a
otro.
—Me entra mala conciencia cuando
pienso en ello —dijo—. Pero es falso, ¿entien-
des? Porque lo planeamos así y porque yo, al
fin y al cabo, tengo el mismo derecho que él a
mi trabajo.
—Ya —dije yo.
Era cierto. Todo era cierto. Pero, enton-
ces... no tenía por qué ser tan difícil.
Mamá se levantó y se fue.
57

—Duerme bien; no te preocupes, Nele


—dijo.
—Tú también —le dije, y me tumbé.
Me hubiera gustado decirle aún más co-
sas: que no tenía por qué ayudar siempre a
papá con el trabajo de la casa, cuando ella
volvía. Al menos no enseguida. O por lo menos
no tan alegremente.
VI

Durante los días que siguieron no varió


mucho la cosa...
Mamá se marchaba a trabajar por la
mañana y volvía radiante por las tardes. Gussi
siguió haciéndose pis en la cama. Papá limpia-
ba cuidaba de Jakob y hacía la colada;
la casa,
sólo la comida dejó de ser tan chachi como los
primeros días. A veces incluso había congela-
dos para comer.
Yo me esforzaba por Gussi y también
por papá, pero, al fin y al cabo, yo tenía mis

propios problemas... Que seguían empezando


por «O».
Desde aquella hora de inglés, Oliver no
se había vuelto a fijar en mí, y tampoco me
había escogido ninguna otra vez. A pesar de
que yo me hacía notar tantas veces que el Sen-
ger, el de inglés, después de su hora me ado-
raba.
Una vez Oliver me volcó la cartera. Y
nunca jamás volvió a mirarme tan gravemente.
59

Pero eso, por supuesto podía ser disimulo. Tal


vez estuviera celoso...
En las películas eso ocurría a menudo.
En momento, la chica tenía que pensar: tal
ese
vez romperse una pierna en el desierto para
que el chico la tuviera que llevar en brazos
hasta la casa más próxima, y entonces la besa-
ría apasionadamente entre dolor y dolor.
Pero no había ningún desierto donde yo
vivía. Y tampoco me hacía mucha gracia rom-
perme una pierna. Ni siquiera por Oliver.
Así que, por supuesto, el éxito me pare-
cía dudoso. Una vez, en clase de gimnasia me
pegaron con un balón en la cabeza, y me hizo
un daño espantoso.
—Típico de chicas —dijo Oliver, y dio
una patada al aire.
Así que lo de romperse una pierna no
podía funcionar. Tendría que pensar otra cosa.
Hacía ya mucho tiempo que Katta había ense-
ñado en la escuela las fotos de su Iain. La
verdad es que estaba muy bueno... Pero tampo-
co era tan.de ensueño como ella había dicho.
—No es muy fotogénico, por desgracia
—dijo Katta—. En la realidad, a todo esto se le
añade su magnetismo.
—Claro —dije yo.
En ninguna foto aparecía Katta con él,
y por descontado que nunca entre sus brazos.
60

Pero también era comprensible... A ver quién


hubiera podido hacer esa foto.
Ahora iba a veces a casa de Katta al
mediodía. A papá le decía que hacíamos debe-
res, y a veces nos preguntábamos los vocabula-
rios una a la otra, o intentábamos entender las
excepciones a las reglas de las mayúsculas y
minúsculas. Pero la mayoría de las veces, sim-
plemente nos sentábamos en el suelo de la ha-
bitación de Katta, bebíamos té y oíamos músi-
ca, y entretanto, Katta contaba cosas de Iain.
Los padres de Katta tenían una casa de
película, blanca con tejas verde brillante, un
jardín lleno de rosas... El padre de Katta insta-
laba los marcos de las puertas y las ventanas, y,
según decía Katta, «ahí había mucho dinero».
Papá decía que era una majadería porque se-
guro que en los últimos quince años, ese señor
no se había puesto un mono y no había tenido
en la mano ni una sola prensa de torno. Para
el padre de Katta, había, a pesar de todo, mu-

cho dinero ahí, porque los hombres de su em-


presa instalaban las jambas de las puertas y las
ventanas.
—A eso se refería Katta —decía yo. No
podía soportar que papá me corrigiera una
frase—. ¡Es lo mismo!
—¡Pues sí que estás tú buena! —exclama-
ba papá.
A mí, además, me era prácticamente in-
61

diferente, porque no veía nunca al padre


casi
de Katta. A su madre sí. Encajaba perfecta-

mente con la casa. De hecho parecía más la


hermana mayor de Katta...: vestida al último
grito, joven, y elegante de algún modo.
Siempre estaba haciendo un curso de
yoga, o tejiendo una alfombra con patrón ori-
ginal afgano, o refrescaba en ese momento su
conocimiento del idioma...
—Sencillamente, creo que es importante
que cualquiera, como mujer, cuide de sus inte-
reses —decía la madre de Katta, y me sonreía,
como si quisiera anunciar su pasta de dientes—.
Si no, se oxidan el cerebro y el cuerpo.
Y entonces nos traía algo para picar o
un té, y nos dejaba en paz.
Lo hacía con intención de agradar. La
madre de Katta nos hablaba como a verdade-
ros adultos, no de forma infantil, como algunas
otras madres; pero, a pesar de todo, no me
sentía a mis anchas mientras estaba con noso-
tras. Tal vez fuera simplemente que era dema-
siado bonita y feliz... En todo caso yo, con ella

delante, me sentía particularmente gorda y con


unas piernas como columnas.
Ahora, a veces, quería saber cómo nos
iba en casa.
—¿Sigue trabajando tu madre? —pregun-
taba mientras, con cuidado, dejaba sobre la
62

alfombra la bandeja de té delante de sus pies


desnudos.
—Sí —dije yo.
—Y tu padre, ¿llega bien a todo? —pre-
guntó.
Asentí. Yo no le iba a decir absoluta-
mente nada de nuestras dificultades a la madre
de Katta. Ni siquiera a Katta. Porque luego se
lo contaría a su madre.
—Y a vosotros los niños, ¿os gusta tam-
bién? —preguntó la madre de Katta.
Empezó a servir té en los pequeños
cuencos de barro. Ella misma había modelado
todo el servicio, y se lo había regalado a Katta
en Semana Santa. El terrón de azúcar salpicó
y chasqueó en el líquido.
—Sí, gracias —dije.
Cogí el cuenco con las puntas de los
dedos..., estaba hirviendo.
—¿Y a tu hermano? ¿Le gusta también?
—preguntó la madre de Katta.
—¿A cuál? —pregunté.
Pero eso, estaba claro, no le parecía im-
portante.
—Lo
que de verdad me interesaría —dijo
la madre de Katta—, es saber qué dice tu madre

a todo esto.
—A ella le parece súper —contesté yo.
Eso lo podía afirmar con la conciencia tranqui-
63

la—. Dice que no sabe por qué no empezó a


hacerlo antes.
— ¡Ah! —exclamó la madre de Katta, y
nos dejó en paz.
—Tengo que contarte algo —dijo Katta,
y bajó el volumen del equipo—. ¡Pero no se te
ocurra contárselo a nadie!
—¡Lo juro! —dije.
Era extraño: al principio me
enfadaba
por las historias de Katta e Iain, y ahora espe-
raba siempre que me las contara. Mientras es-
cuchaba, podía imaginarme que no eran Katta
e Iain, sino Oliver y yo.
—He terminado con Iain —dijo Katta.
Intenté poner cara triste.
—Todo iba de una forma tan tonta...
—dijo Katta—. Nos'hemos devuelto las fotos y
me ha escrito —en inglés naturalmente—, y yo
le escribí —también en inglés—. Puedes imagi-

narte lo violento que fue...


Podía imaginármelo con claridad: el in-
glés de Katta era, en clase, aún peor que el mío,
y mi inglés no era precisamente de exhibición...
—A mí, por el tiempo que duró, me re-
sulta muy doloroso —dijo Katta, y levantó las
cejas—. Los extranjeros nunca dan nada.
—Claro —dije.
Pero a pesar de todo tenía que asom-
brarme: no podía imaginar que yo dejara de
querer a Oliver sólo por tener que escribirle en
64

inglés. Al contrario. Hubiera sido feliz si él me


hubiera escrito. Por mí, como si me escribía en
swahili: ¡hasta eso habría aprendido yo!

En casa, Gussi estaba sentado ante el


televisor viendo Barrio Sésamo.
—¡A ese lo han dejado seco! —exclamó
excitado.
—¿Quién? —pregunté—. ¿A quién?
—¡Zas! —dijo Gussi mientras boxeaba en
el sillón—. ¡Crac! ¡Mira!
—¿Habéis aprendido una letra nueva
hoy? —le pregunté.
Gussi sacudió la cabeza.

—¡Zas! —volvió a gritar.

Apagué el televisor porque se había aca-


bado el programa.
—Y, ¿cómo te fue en la guardería? —pre-
gunté.
—¡Zas! —gritó Gussi, y saltó sobre el

sofá arriba y abajo.


—¡Seguís teniendo que estar en círculo?
—pregunté—. ¿Balanceáis los brazos?
Gussi cesó de gritar «¡zas!» y se dejó
caer sobre el sillón.

—¡Jugamos a la «Cocinera negra»!


—dijo—. Hay que dar tres vueltas alrededor de
ella.
65

Saltó del sillón y empezó a dar vueltas


alrededor.
—Y, ¿es divertido? —pregunté.
Pero Gussi no reaccionó. Seguía andan-
do y agitando los brazos.
—A la cuarta vez se pierde el sombrero
—gritó—. ¡Zas!
Me levanté y fui a la cocina. Estaba
claro que a Gussi la guardería ya no le parecía
tan espantosa... Ni siquiera lo de estar en cír-
culo y balancear las manos...
VII

No
había duda de que necesitaba un
plan para cazar a Oliver. Así no iba a ninguna
parte. Y
ya que Katta me había dicho un par
de veces que estaba muy bien con mi nuevo
peinado, quizá ya no se reiría de mí...
Lo intenté aquella tarde mientras "tomá-
bamos el té.

—¿Cómo empezó lo tuyo con Iain?


—pregunté.
Ahora no debía traicionarme en absolu-
to. Y tal vez, a pesar de todo, consiguiera un
buen consejo.
—Ah, como empiezan siempre estas co-
—dijo Katta, y se sostuvo el espejo de
sas...

aumento justo delante de los ojos—. ¿Crees tú


también que tengo puntos dorados en el iris?
Desde que Katta terminó con Iain ya no
le parecía tan interesante hablar de él.

La miré a los ojos. En realidad eran más


bien grises, aunque Katta dijera siempre que
eran verdes. Tal vez dependiera de la luz.
67

—Puede ser —dije— Pero, supon por un


momento, un tipo como ese...
Noté cómo el corazón empezaba a latir-
me con fuerza. Aunque aún no hubiera dicho
ni una sola palabra sobre Oliver. Pero ahora ya
no podía echarme atrás.
—Cualquier tío —dije—, piensas que le
gustas, ¿no?; o sea, pero que como es tan tími-
do, no pasa nada en toda la semana. En ese
supuesto... ¿qué harías tú?
Durante un segundo Katta había dejado
de sujetarse, con el pulgar y el índice, alterna-
tivamente el ojo derecho y el izquierdo, y de
mirarse con gran atención los ojos en el espejo.
Ahora volvió a hacerlo.
—No lo sé —dijo Katta, y dejó definiti-
vamente el espejo en el suelo—. De verdad que
no puedo imaginármelo... —se rió con sorna—.
¿Tal vez Ulrich? —preguntó—. ¡No lo dirás en
serio!
Debí haber pensado que yo no era la
única en darme cuenta de cómo se me quedaba
siempre mirando Ulrich. Ahora lo sabrían to-
dos enseguida. Y ya podía ponerme a pensar
en el modo de salir de ahí...

—¡Tonterías! —le repliqué rabiosa.


Estaba clarísimo: tenía que hablar de
Oliver.Nadie cree un relato en el que sólo
aparecen «imagínate» y «cualquiera». Lo peor
que podía pasar ahora es que Katta creyera en
68

serio que yo hablaba de Ulrich. Era mejor con-


tar la verdad.
—No puedo hacer nada, si él se me que-
da siempre mirando —dije.
—Lógico —admitió Katta.
Entonces lo solté.
—Es Oliver —dije, y me di cuenta de que
la cara se me ponía caliente y tenía húmedos
los dedos.
Era preferible mirar al suelo. Así no
podía ver tan claramente cómo reaccionaba
Katta, pero, de hecho, pasó un rato hasta que
ella dijo:
—¿Quieres decir que le gustas a Oliver?,
y que, de pronto, es demasiado tímido o algo
así. ¿Oli?

Asentí. Yo sabía que sonaba estúpido.


No se podía imaginar una cosa así de Oliver.
Con ese aspecto. Pero, es que... me había mi-
rado de una forma después de las vacaciones
que..., y luego nunca más. Era casi como igno-
rarme, o eso me parecía a mí... Tenía que haber
una razón.
—Tengo pruebas —dije.
Katta se sentó de un brinco muy ergui-
da.
—Cuenta —dijo.
Parecía asombrada. Y excitada además.
Ahora ya podía contar todo lo que pasó
en clase de inglés. Pero de pronto me pareció
69

que no sonaba muy convincente. Claro que yo


sabía casi con seguridad que Oliver me quería.
Eso simplemente se siente, y los sentimientos
no pueden engañar. Pero para contar, todo eso
era, de un modo u otro, muy poca cosa. Tal vez
Katta hasta se hubiera echado a reír.
Así que sacudí la cabeza.
—No tienes por qué creerme —dije.
Pero Katta lo hizo.
—Si tienes pruebas... —dijo—. ¿Te gusta
a ti también?
Asentí.
—Un poco pequeño —dijo Katta—. Pero
no es un tipo corriente.
Memiró lentamente de arriba a abajo.
—Tendré que observarle...
Entonces le conté que, desde hacía ya
semanas, daba señales y Oliver no hacía abso-
lutamente nada para encarrilar la cosa. Y que
poco a poco yo ya no aguantaba más, y pensa-
ba que necesitaba un plan. Katta opinaba lo
mismo, pero decía que para eso tenía que estu-
diar primero a Oliver con detalle. Para ver por
dónde salía...
—A veces basta con un perfume, ¿sabes?
—dijo Katta—. O con un andar provocativo. O
simplemente, basta con cogerlo a solas.
Katta suspiró.
—Algo pensaré —dijo—. Palabra de ho-
nor, Nele.
70

Era todo un por parte de Katta.


detalle
Me sentía aliviada. A ella seguro que se le
ocurriría algo; al fin y al cabo, ya había tenido
novio dos veces... Ahora podía dejarlo en sus
manos.
De camino hacia la puerta, caí en la
cuenta de que la madre de Katta no se había
dejado ver para nada.
—¿No está tu madre? —pregunté.
Katta se metió las manos en los bolsi-
llos.

. —Empieza a volverse loca —dijo—. De


pronto ella también quiere ponerse a trabajar.
En casa, se le cae el techo encima, o eso dice...
—Pero a ella le parecía todo siempre tan
bien... —dije yo— Hacer
. alfombras y cursos de
yoga y eso...
—Lógico —dijo Katta—. Pero ahora dice
que ya no le llena. Mata el tiempo, según dice.
No quiere aprender siempre cosas nuevas,
quiere empezar también a hacer algo con las
cosas que ha aprendido.
La madre de Katta era muy difícil de
entender. Pero se lo contaría a mamá. Le gusta
oír unos pocos chismes de vez en cuando.
—Y ahora, ¡chist! —dije.

—Hoy
por la tarde estuve con Gussi en
el médico —dijo papá cuando llegué a casa.
71

El cuarto de estar estaba ya arreglado, y


papá ponía la mesa en la cocina para la cena.

Jakob estaba en el suelo en su balancín,


y Gussi le abría las manos y le ponía uno de
esos muñecos en forma de vaca que hacen rui-
do.
—¡Mu! —decía Gussi, y balanceaba a Ja-
kob arriba y abajo.
Jakob agitaba los brazos. La vaca hizo
ruidos lastimosos, y luego cayó al suelo.

—¿Qué médico? —pregunté.


dijo el
Papá se encogió de hombros.
—Aún tiene que esperar los resultados
del laboratorio —dijo— Pero eso es más bien
un mero formalismo. En principio opina lo
mismo que nosotros.
Gussi volvió a abrirle los dedos a Jakob
y le entregó de nuevo la vaca.
—¡Mu! —gritó— ¡Moc, moc, mu, mu!
Jakob se reía. Sonaba un poco como los
balidos de cabra...
—No balancees tan fuerte
a Jakob —dijo
papá, y puso agua a hervir—. Gussi va a
el

dormir en un colchón con campanillas, ¿ver-


dad, Gussi?
Gussi le quitó a Jakob la vaca de la
mano y La vaca sonaba al apretarla.
la apretó.
Jakob se reía aún más fuerte.
—Le metemos en la cama —dijo papá—
y cuando caiga la primera gota empiezan a
72

sonar las campanillas. hume-


Reacciona ante la
dad, ¿entiendes? Así despierta a Gussi, y puede
ir al retrete, y la cama se queda seca —dijo

papá—. Lo conseguiremos, ¿eh, Gussi?


Gussi estaba de pie en medio de la coci-
na con la vaca en la mano. Tenía la barbilla
muy echada hacia delante.
—¡No hables de eso! —gritó Gussi, y le
tembló el labio inferior—. ¡No debes hacerlo!
—¡Pero Gussi! —dijo papá y se arrodilló
delante de él—. ¡Eso no es ninguna deshonra!
¡Mucha gente se ha hecho pis en la cama!
—Que no hables de eso —gritó Gussi, y
le pegó a papá una patada en la rodilla— jQue .

no, que no y que no!


— ¡Eh, Gussi! —exclamó papá, e intentó
cogerle en brazos, pero Gussi se liberó y echó
a correr fuera de la cocina.
Papá se levantó lentamente.
—¡Mierda! —dijo— Todo lo hago al re-

ves,
En ese momento lloró Jakob. Le di su
vaca.
— ¡Bah, tonterías! —dije.

Mamá parecía cansada cuando volvió a


casa. Papá le cogió el abrigo y lo colgó en una
percha.
—Simplemente, no puedo soportar más
73

a ese Schróder —dijo mamá. Schróder era su


compañero de trabajo—. Ya sé que es intole-
rancia por mi parte, sólo tengo que observar-
le... estoy hasta las narices de ese tío —suspiró.
Papá puso el té sobre la mesa.
—Da igual —dijo mamá—. Y, ¿cómo te
fue con Gussi en el médico?
—Luego —dijo papá,
y señaló a Gussi,
que estaba en la puerta de la cocina con un solo
calcetín en los pies, como si quisiera volver
inmediatamente a su habitación.
—¡Así es como debe enfriársele la veji-
ga! —dijo mamá—. Gussi, ¿dónde está tu cal-
cetín?
Gussi se encogió de hombros y miró al

suelo.
—Ven aquí, Gussi —dijo papá—. Tam-
bién se puede comer con un solo calcetín.
Miró a mamá con la frente arrugada y
sacudió suavemente la cabeza.
Mamá no dijo nada más.
Papá le untó una rebanada de pan a
Gussi.
—¿Era sésamo lo que le echabas tú siem-
pre al pan?
—No siempre, a veces —dijo mamá.
Cuando estaba en casa, nos hacía ella misma el
pan— ¿Por qué lo preguntas?
—Estoy en camino de convertirme en la
perfecta ama de casa —dijo papá, y se cortó
74

una loncha de queso—. Hoy estuve también con


Jakob en el «grupo de los gateadores» y, natu-
ralmente, no había más que mujeres.
—Como era de esperar —dijo mamá.
—Tal vez sean figuraciones mías —dijo
papá— pero pararon de hablar cuando entré.
Preguntaron si mi mujer estaba enferma.
—Típico —dijo mamá.
—Y luego todas, espontáneamente, hi-
cieron como si fuera lo más natural del mundo
el que yo lleve la casa —dijo papá—. ¿Entien-
des? Ni siquiera me preguntaron por ello, ni
nada por el estilo, pero me miraban todo el
rato por el rabillo del ojo, y sobre todo a J^kob,
a ver si llevaba correctamente colocados los
pañales. A lo mejor, también comprobaron si
yo me comportaba con él d£ una forma sufi-

cientemente maternal.
—Y por eso es imprescindible que sepas
si yo cuezo el pan con sésamo, claro —dijo
mamá.
Había dejado de comer y se quedó mi-
rando a papá bastante desconcertada.
—Hablaron de la cocción del pan —ex-
plicó papá—. Una señora quería comprarse un
molinillo de trigo eléctrico, y yo le aconsejé que
tuviera especial cuidado de que la consistencia
de la harina fuese lo suficientemente gruesa, y
sobre todo, el tiempo de cocción. Le di a esa
mujer nuestro número de teléfono.
r

75

—¡Míralo! —exclamó mamá.


—Y le recomendé el sésamo
entonces
como aun cuando no estaba seguro del
especia,
todo —dijo papá—. Me preguntaron si yo cocía
algo de pan. ¡Algo! ¡Como si no diera lo mismo
que el que cueza el pan sea un hombre o una
mujer!
—¿Acaso no tienen razón? —preguntó
mamá—. ¡Tú tampoco cueces pan!
—Pero eso no lo saben —dijoellas
papá—. ¿Entiendes? Siempre surge esa duda de
si el hombre puede hacerlo también.
Mamá asintió.
—Es bastante estúpido —dijo.
—Les que la próxima semana lleva-
dije
ría un pan cocido por mí —dijo papá—; pan
integral, para demostrarles de qué depende.
—¿Así que quieres empezar a cocer pan?
—preguntó mamá desconcertada.
—¡Tonterías! —replicó papá, y se rió—.
Pensé que podrías hacerlo tú. Entonces yo lo
llevo... Es sólo por los efectos psicológicos,

para que me tomen en serio como «amo de


casa» Para que no tenga que sentirme como
«un perro verde».
Mamá estuvo todo el tiempo sentada.
Ahora, dejó el pan que tenía en la mano...
—Escucha Wilfried —dijo tan bajito que
se notaba que necesitaba concentrarse mu-
cho—, ¿has caído por un momento en la cuenta
76

de que yo también trabajo ahora? ¿Ocho horas


al día? Y, ¿te has dado cuenta también de

quién, en las últimas semanas, ha limpiado el


baño? ¿Y fregado el suelo de la cocina? ¿Y
limpiado el polvo del salón cuando la capa ya
tenía dos centímetros de espesor? Por no ha-
blar de la compra del fin de semana... Y ahora,
¿tengo que cocerte un pan simplemente para
que tú puedas enseñarlo por ahí?
Mamá golpeó la mesa con ambas ma-
nos.
Me hubiera ido encantada. Odiaba que
papá y mamá se pelearan. Tenían la teoría de
que delante de no debían ocultarse las
los niños
componendas que surgían entre ellos, para que
así aprendiéramos perfectamente que no es
ningún horror arreglar conflictos. Es importan-
te para el desarrollo de nuestra personalidad,
decían.
Podía ser cierto, y seguro que era mejor
que entre los padres de Katta, que se sonreían
siempre, y Katta sólo notaba que se habían
peleado en que estaban especialmente amables
el uno con el otro. «Glacial», decía Katta.

Pero, a mí, de algún modo, me parecía que


Gussi y yo ya habíamos aprendido poco a
poco, pero suficientemente bien, lo de los con-
flictos. Por mí, papá y mamá podían pelearse

siempre a gusto por las noches, cuando yo es-


tuviera ya en la cama.
77

—No me parece especialmente limpio


por tu parte —dijo papá mientras hacía migui-
tas un resto de pan— Tú misma has dicho
claramente que yo necesitaría una fase de
adaptación, y yo hago lo que puedo, ¡caramba!
¡Pero nunca alcanzo a todo!
—¡Y yo no te lo echo en cara! —aulló
mamá—. ¡Lo que te echo en cara es que tú con
ese pan me des trabajo extra, simplemente para
poder enseñarlo.
Entonces se callaron los dos. Ese era
siempre el peor momento.

—Lo siento —dijo mamá un segundo


después— No quería mortificarte. Ya mejora-
rás en el cuidado de la casa. Pero lo del pan no
me parece bien.
—Más lo siento yo —dijo papá—. Debí
haber pensado que tú ya tienes bastante trabajo
—respiraba profundamente—. Lo dejamos y ya
está —y se levantó para abrazar a mamá.
Mamá apoyó la cara en el hombro de
papá.
—Lo
haré —dijo mamá, y su voz, a tra-
hombro de papá, sonó muy amortigua-
vés del
da—. Ya comprendo que para ti esto es muy
importante... Pero de alguna forma tenemos
que conseguirlo, Wilfried.
—Claro, Use —dijo papá, y le acarició el

pelo a mamá.
78

—¡Smuac, smuac! —exclamó Gussi, dan-


do besos al aire— ¡Smuac, smuac!
Y entonces se colgó de la pierna de
papá.
Yo empecé a recoger la mesa. Tal vez se
podría persuadir a mamá para que dejase de
trabajar el año próximo, ya que el Schróder le
parecía tan estúpido.
VIII

A la mañana siguiente papá estaba de


mal humor. Él fue el único que se despertó a
causa del colchón de campanillas. Pero cuando
llegó junto a Gussi, ya era demasiado tarde: la
cama estaba toda empapada.
—Y ni por un solo instante, mientras le

cambiaba el pijama y las sábanas, se despertó


del todo —dijo papá, y sacudió la cabeza—. Me
gustaría saber qué es en realidad lo que le
ocurre al niño.
Yo dije entonces que Gussi debería lle-

var pañales por la noche, pero papá opinaba


que la cama mojada y todo el trabajo era, con
mucho, lo de menos.
—Todo eso simplemente demuestra lo
confuso que sigue estando Gussi, ya que conti-
núa haciéndose pis en la cama —dijo papá—.
Aún tiene problemas para ordenar su cabeza y
es terriblemente desgraciado. Pero ni con toda
la experiencia del mundo alcanzo a saber qué es
lo que debo hacer.
80

A mí también me daba pena Gussi, pero


no tenía tiempo para largas conversaciones.
Quería recoger a Katta en su casa para que, de
camino al colegio pudiéramos hablar de si ha-
bía pensado algo sobre Oliver. Cogí el perfume
de fiesta de mamá. Por si las moscas. Por si
acaso Katta constataba que Oliver pertenecía
al grupo de los que reaccionaban ante los olo-

res.

Pero Katta aún no había pensado nada.


Incluso se enfadó un poco cuando la fui a re-
coger.
—¡No me presiones así! —exclamó Kat-
ta—. ¡Ya te dije que primero tengo que exami-
narle, antes de poder decirte algo!
Pero a ella le pareció correcto lo del
perfume. Un par de gotas no podían hacer
ningún daño, pensábamos. En caso de que Oli-
ver perteneciera a los tipos «olfativos», lo me-
jor que se podía hacer era poner en práctica el
intento. Tal vez también con un andar seductor.
Pero para eso primero tenía que ensayar en el
espejo del pasillo.
En el baño de chicas me eché un poco
del perfume de mamá en el cuello. Mamá le
daba siempre unos leves golpecitos a la botelli-
ta, pero a mí me parecía que así no se olía a

nada, sobre todo teniendo en cuenta que Oliver


81

se sentaba tres filas más adelante que yo. En las


muñecas, la nuca y el pelo, me puse también
unas cuantas gotas, como Dios manda...
—En el pelo es afrodisiaco —dijo Katta.
Y entonces ella pensó que deberíamos
estar simplemente cerca de Oliver, las dos jun-
tas, para que ella pudiera calibrar la reacción
de Oliver hacia mí.
La verdad es que Katta se tomaba mu-
cho interés. Le estaba sinceramente agradeci-
da.

Los días que empiezan mal, suelen


transcurrir igual de mal. Aun así, había hecho
la prueba...
No es que yo quiera echarle la culpa a
Gussi y a su colchón de campanilla de mis
problemas con Oliver..., pero alguna relación
seguro que hay, estoy convencida. Algo en las
estrellas, o en los biorritrnos, o en el horósco-
po, o cualquier otra cosa ante la que papá y
mamá se llevarían las manos a la cabeza.
Pero, ¡por favor!, ¿por qué tiene que
soportar el ser humano semejantes días acia-
gos? Y aquel día fue aciago. Sobre todo en
clase de inglés. Oliver no me miró ni una sola
vez. A pesar de que tuvo que oler el perfume.
En cualquier caso, los demás me olie-
ron. Entre las mujeres, muchas lo encontraron
82

súper y se empeñaron en probar un poco de


perfume, pero yo no sabía qué iba a decir
mamá. Esos frascos son siempremuy peque-
ños, y casi la mitad me
había puesto yo. Y,
lo
además, entonces yo hubiera olido para Oliver
exactamente igual que las otras. Así que no
presté a nadie mi perfume.
A pesar de todo, el de biología, el
Kleinschmidt, lo primero que hizo al empezar
la clase fue hacernos abrir las ventanas.
—¿Cuándo ventilasteis aquí por última
vez? —preguntó.
Y entonces nos contó que entre las di-
versas clases de animales, las hembras utilizan
sustancias olorosas para seducir a los machos;
por decirlo de algún modo, «locuras de amor».
Pero para mí eso no podía sonar optimista.
Oliver, en cualquier caso, no pertenecía a esa
clase de animales. No me había mirado ni una
sola vez. Probablemente no pertenecía a los
«tipos-olfativos». Tendría que ensayar en casa
ante el espejo del pasillo lo del andar seductor.
En clase de inglés yo seguía oliendo, y
con el Senger no tuvimos que abrir las venta-
nas. Al principio de la clase nos hizo un ejerci-
cio escrito, y con el Senger eso es siempre mala
señal: significaba que su humor se encontraba
en el punto cero, y se podía ver que estaba
bastante crispado.
—Me llevaré al azar pruebas a casa
83

—dijo Senger— . Es no se
decir, trata de un
control, pero las de aquellos que me lleve, las

anotaré como calificaciones.


Lo de las pruebas al azar es un truco
muy corriente. El profesor no tiene que tomar-
se la molestia de corregir todos los cuadernos,
pero todos escriben como locos, porque pien-
san que pueden estar entre las «pruebas al
azar». Y cuando no está su ejercicio entre las
pruebas, se enfadan con razón, porque han
trabajado para nada, y hubieran podido jugar
tan a gusto al «tú la llevas»,
Pero eso nunca se sabe con antelación.
El ejercicio era bastante difícil, eso que-
dó claro desde el principio. Cuando el Senger
estaba de mal humor, nos mandaba siempre
deberes en los que sólo se podían obtener las
mejores notas.
Miré un par de veces a Katta, pero su
cuaderno parecía aún más ridículo que el mío.
—Los señores Oliver y Arne —dijo en-
tonces el Senger.
Hasta entonces había estado simple-
mente sentado ante su mesa mientras hojeaba
un libro. Es asombroso cómo lo abarcan todo
algunos profesores. Otros, por supuesto que
no. Pero el Senger es de esos que parecen tener
ojos por todo el cuerpo.
—Me da la impresión de que estáis ela-
84

borando un trabajo en grupo —dijo Senger—


Tal vez podríais dejar de hacerlo...
No debería haber dicho «tal vez». En
cualquier caso, Arne y Oliver no tomaron en
serio su recomendación. Sus cuchicheos se
oían en toda la clase.
Eso no era inteligente por su parte, ya
que todo el mundo podía ver que el Senger
estaba de mal humor.
—Ahora, ¡ya basta! —dijo Senger, y dejó
el libro sobre la mesa.
Cesó el cuchicheo.
—Os lo voy a explicar —dijo Senger—.
Esto no es un debate público.
Un par de personas se rieron, pero el

Senger, a pesar de todo, siguió furioso.


—¡Tú!, siéntate junto a Ulrich —dijo, y
señaló a Oliver.
El único sitio libre de la clase estaba
junto a Ulrich.
—Y te quedarás ahí durante las próxi-
mas semanas en clase de inglés hasta que yo
diga que puedes volver a tu sitio.

Oliver parecía no haber entendido bien.


—¿Quién? ¿Yo? —preguntó, y se señaló
con el índice.

Mientras, abría muchísimo los ojos, de


par en par, interrogativamente.
—Venga, venga —dijo Senger a la vez
que agitaba impaciente el brazo.
85

—¡Pero si no he hecho nada! —exclamó


Oliver, y su voz sonó acusatoria.
—Venga, venga, venga —ordenó Sen-
ger— ¡Junto a Ulrich!
.

Oliver se levantó lentamente.


Ulrich parecía desdichado. No resulta
agradable que para todos sea un castigo sentar-
se junto a él.

—No voy a sentarme junto al tío de los


granos —dijo Oliver—. ¡Potaré!
Un par de personas rieron por lo bajo,
pero muy bajito.

Ahora el Senger parecía verdaderamen-


te peligroso.

—Si tienes que decir semejantes grose-


rías —dijo en voz baja porque toda la clase
estaba tan callada como los muertos—, debe-
rías,por lo menos, utilizar palabras más cultas.
«Potar» no creo que esté entre ellas; fíjate bien
en esto, así habrás aprendido algo durante esta
hora.
Algunos volvieron a reírse bajito. Cuan-
do estaba enfadado el Senger se ponía muy
chistoso. Los únicos que no se reían eran los
alumnos motivos de la broma, porque para
ellos la cosa no tenía ninguna gracia.

Es curioso, pero Oliver no me dio ver-


dadera pena. Aunque todavía le quería, claro.
Mientras Ulrich estaba ahí, sentado, tan hundi-
86

do, y con las orejas aún más rojas que cuando


me miraba...
A mí también me parece un castigo te-
ner que sentarme junto a Ulrich. No sólo está
lleno de granos..., además tampocobueno es
en clase como para copiarle. Y para colmo no
es nada simpático, aunque tampoco pueda
aclarar con exactitud qué quiero decir con eso.
No debería haber tipos como Ulrich, o al me-
nos eso me parece a mí. Tipos a los que no se
puede apreciar, y mucho menos tener senti-
mientos hacia ellos. Ulrich es una aberración,
un error de la creación, y a eso no hay derecho
—El sitio junto a Ulrich está siempre
disponible —dijo Senger, y su voz fue tomando
poco a poco un cariz amenazador—. Pero, por
supuesto, puedes irte directamente por la puer-
ta...

—Sí, muchas gracias —dijo Oliver, y se


puso en movimiento.
—Naturalmente, no te llevarás tu cua-
derno —dijo Senger—. Me gustará echarle un
vistazo.
Oliver se fue. Ya en la puerta se volvió
un instante hacia nosotros y levantó irónica-
mente la mano haciendo con ella una «V», de
vencedor.
Claro que fue un gesto valiente por par-
te de Oliver, pero no valiente en el buen senti-

do de la palabra. Ulrich estaba inclinado por


87

completo sobre su mesa y era el único que


seguía escribiendo el examen en su cuaderno.
En el recreo, Oliver se plantó delante de
él y golpeó con el índice sus rotuladores uno a
uno para tirarlos de la mesa. Luego empezó a
pegarles patadas.
— ¡Eh! —gritó Ulrich, pero no se atrevía
a mirar directamente a Oliver—. ¡Deja eso!
—esto lo dijo bastante bajito; sólo pudo enten-
derlo quien estuviera a su lado.
—No seas descarado, pequeño —dijo
puso el puño a Ulrich debajo de la
Oliver, y le
nariz—. ¡La próxima vez cobras! ¡Tenlo en
cuenta!
Ulrich no le había hecho absolutamente
nada, pero se comprendía que Oliver estuviera
furioso, y como no podía propinarle una paliza
al Senger... Pero Ulrich me daba pena. Si no
hubiera sido Oliver, yo le hubiera ayudado.
Pero tratándose de Oliver, ya no me hubiera
servido ni siquiera un andar seductor.
—Deja a Ulrich en paz —dijo Olaf.
Olaf empezó a recoger los rotuladores y
a dejarlos en la mesa de Ulrich. Probablemen-
te, Olaf no apreciaba mucho a Ulrich, pero

Oliver había llegado demasiado lejos. De pron-


to, Olaf me pareció realmente interesante.

—Siéntate tú junto a Uli «el granos»


—dijo Oliver, y golpeó a Olaf en la barriga.
Entonces pasó lo peor.
88

Arne puso en medio y los separó.


se
—No, no —dijo, y sacudió la cabe-
Olaf,
za amistosamente—. Eso no alegraría nada a
nuestro Ulrich. Seguro que a Cornelia le gus-
taría mucho sentarse junto a él, ¿no es así,
tesorito? —y me sonrió, como si lo hubiera
dicho con la intención de ser amable.
A veces asombroso que no se muera
es
uno de puro dolor. Pero probablemente para
eso haya que ser mayor y tener un corazón
débil. En cualquier caso, yo sólo me puse roja.
—¡Idiota! —le dijo Katta a Arne, y me
rodeó con su brazo—. Ven, Nele —y nos fuimos
juntas al patio.
Ulrich seguía sentado en silencio en su
sitio. Tal vez le hubiera gustado llorar, pero
creo que no se atrevía.

Qué pasó en casa por la tarde, es algo


de lo que ya no me acuerdo. Yo estaba viva,
pero como amortiguada, entre algodones...
Sólo recuerdo que le conté a papá lo de
Ulrich. No todo, claro. Solamente que no le
gusta a nadie y la de granos que tiene.
—Lo que pensáis que es un problema
—dijo papá—... Hoy en día existen excelentes
métodos. Y, además, ¿por qué no va al derma-
tólogo? Propónselo.
Para ser alguien que ha sido profesor
89

durante mucho tiempo, papá tenía poca ima-


ginación.
Por otra parte yo era la última persona
que, en el futuro, le dirigiría a Ulrich la pala-
bra. Para mí era como si no existiera.
IX

Esa historia de las extrañas fuerzas mis-


teriosas la conté en serio, porque también hay
estupendos días redondos que tampoco se pue-
den aclarar.
En primer lugar, los días que siguieron
no hicimos nada con Oliver, a pesar de que
Katta y yo estábamos permanentemente a su
alrededor, y Katta entablaba con él de vez en
cuando alguna conversación para conocerle
bien. Yo nunca podía soltar palabra. La cabeza
se me quedaba de pronto totalmente en blanco,

y la boca seca.
—Pronto va a pensar que eres sordomu-
da —dijo Katta.
Yo entendía que se enfadase porque ella
ponía mucho interés y yo no entraba en el
juego. Pero simplemente era que yo no podía
hacer otra cosa...
Lo del andar seductor lo intenté un par
de veces, pero tampoco parecía servir de nada.
Yo me sentía estúpida. Para andar de forma
91

seductora hay que estar delgada... creo; y llevar


trajes preciosos. A mí sólo se me meneaba el

culo.
Lo del perfume tuve que abandonarlo.
Al final habíamos comprobado que no valía
para nada. Y mamá se había enfadado, porque
cerré mal el frasquito y se había evaporado
muchísimo.
Pero Katta aún no había pensado un
plan en toda regla. «Estar siempre ahí» —de-
cía—, y me ayudaba a seguirle los pasos a Oli-
ven
Y de pronto ya no necesité a Katta. La
idea se me ocurrió a mí sólita.

A veces se celebran campeonatos de fút-


bol entre las clases. No ningún
los organiza
profesor, los planean los propios alumnos. Par-
ticipan todas las escuelas de los alrededores, y
a veces los campeonatos duran semanas. Nues-
tros chicos no son nada malos: por aquel enton-
ces hasta tenían un título y, desde luego, que-
rían renovarlo.
Así que Torsten no pudo romperse el
brazo hasta después de los cuartos de final, y
al principio los chicos pensaron que podrían

retrasar la final hasta que le quitasen el yeso y


pudiera jugar. Pero los otros equipos, natural-
mente, no eran tontos... Por fin se dieron cuen-
ta de que ahí estaba su oportunidad, e insistie-
ron en fijar una fecha.
92

—Eso fue todo, chicos —dijo Olaf cuan-


do llegó a clase después de la reunión del co-
mité—. Pulid por última vez la copa para que
podamos entregarla reluciente. Jugamos el

próximo miércoles.
—¡Me muero! —exclamó Arne.
Estábamos todos bastante deprimidos.
Necesitábamos once jugadores, y en clase ha-
bía trece chicos. Y a pesar de que eso sonaba
muy bien, significaba que no teníamos ninguna
oportunidad. Estaba claro que Torsten no po-
día jugar, y Mirko casi no podía hacer deporte
porque tenía asma. Quedaban once chicos dis-
ponibles, y uno de ellos era Ulrich...
A Ulrich no le habían dejado jugar nun-
ca. Ni siquiera estábamos seguros de que su-
piera qué era el fútbol.

—Con diez hombres... da igual que nos


quedemos en los vestuarios —dijo Benno— . A
la «D» de Holleberg les ha caído un repetidor
que mete goles por un tubo.
—En la «A»
también —dijo Torsten, y se
golpeó rabioso yeso con el canto de la
el

mano—, y nosotros con diez hombres... casi


mejor lo dejamos desde ahora...
—Hubo algún equipo que el año pasado
jugó también con sólo diez hombres —dije.
Uno no se debe dejar desmoralizar tan
rápido.
93

—Pero parecían mayores, ¿o no? —pre-


guntó Arne.
—En ese caso juego hasta yo —dijo Mir-
ko.
A veces jugaba en el recreo, y todos
sabían que no lo hacía nada maí.
—Podría resultar —dijo Arne, que pare-
cía realmente aliviado—. ¡Deja que te bese, chi-
ca!

Olaf sacudió la cabeza.


—Mirko no entra en liza —dijo.

Mirko se puso un poco rojo y luego


asintió.

—Vale —dijo.
Olaf le pasó el brazo por los hombros y
le dio un golpe amistoso.
—Gracias, a pesar de todo —dijo.
En ese momento sonó el timbre. En cla-
se de matemáticas circularon muchas cuartillas
en las que problema. Nadie so-
se discutía el
portaba dejar de pensar en la tragedia durante
cuarenta y cinco minutos.
A Katta y a mí nos llegaron cartas dos
veces. «¿Qué pasa con Uli el granos?», ponía
en una. En la respuesta ponía: «¿Para hacer de
pelele o qué?»
La segunda la interceptó el profesor de
matemáticas cuando ya había llegado casi has-
ta Olaf, y quiso saber inmediatamente qué que-
94

ría decir. Lástima que no le pudiera ayudar


nadie...
Concluida la clase, parecía claro que Ul-
rich era nuestra única oportunidad, aun cuan-
do sólo fuera para fingir que teníamos once
jugadores.
Ulrich estuvo todo el rato solo, sentado
en su mesa. La mayoría de las veces no se
atrevía a intervenir cuando discutíamos algo.
En esos casos hacía como si tuviera muchísimo
trabajo y dibujaba extraños monigotes en la
tapa de su cuaderno de anillas.
—¿Lo harías, Ulrich? —le preguntó Olaf,
y se acercó a su mesa.
Ulrich volvió a ponerse como un toma-
te, seguía mirando convulsivamente su cuader-

no. No dijo nada, parecía que tenía que pen-


sárselo.
—¡Fútbol, Ulrich! —exclamó Oliver, y se
acercó muchísimo a él—. Pelotita, pelotita, ¿en-
tiendes? ¡Pelotita! ¡Cosa redonda! Golpeas y
¡bum!
—¡Déjalo! —dijo Olaf rabioso, y empujó
a Oliver hacia atrás—. ¿Juegas o no?
Ulrich seguía mirando hacia abajo. Lue-
go asintió con un leve movimiento de cabeza.
Tal vez fuera una grosería lo que hice.
Tal vez Ulrich se alegró a pesar de todo de
poder jugar, y a lo mejor pensó cosas sin sen-
tido: por ejemplo que batía la puerta del con-
95

trario en una situación crítica para nuestro


equipo, o que enarbolaba nuestra enseña y lo
sacaban a hombros por la puerta grande. Y
luego todos le felicitarían y le dirían que lo
habrían tenido todo muy negro sin Uli, y que
no entendían cómo lo habían ignorado todos
estos años.
Pero no ocurrió así.
—Yo también podría jugar —dije.
Cuando era pequeña jugaba mucho a
fútbol con los chicos de nuestra calle, y creo
que no era mala.
Después entramos en el colegio, y los
chicos ingresaron en el Club de Fútbol, y cuan-
do yo quise también formar parte de él, com-
probé que el fútbol no es deporte para chicas...
Papá intentó, a pesar de todo, que me cogieran
en el club, pero dijeron que no había preceden-
tes, así que yo seguí fuera.

En el polideportivo jugaba siempre a


fútbol con los demás, aunque a veces fanfarro-
nearan de cosas que habían aprendido en el
club y que yo, como es natural, no sabía, a
pesar de que me fijaba mucho en ellos... Aun
así me dejaban jugar con ellos la mayoría de las
veces, lo que demostraba que no podía ser tan
mala.
—¡Nada de chicas! —dijo Arne.
Pero Torsten se excitó mucho.
—¡Claro! — diJQ— Cornelia lo hace bien;
.
96

la ponemos en la defensa y Arne pasa al ata-


que. ¡Claro!
Estaba entusiasmado.
—No admiten chicas —dijo Arne.
se
—Sí —dijo Olaf— En la «D» juega Ma-
.

rika.
No miró a Ulrich mientras lo decía.
Ulrich no dijo nada. Siguió sentado en
su pupitre dibujando extraños monigotes en su
cuaderno de anillas.

—¿Qué pretendías con eso? —preguntó


Katta mientras pedaleábamos hacia casa.
Nunca hubiera pensado que era tan len-
ta de comprensión. Al fin y al cabo había teni-
do novio dos veces, y debía saber que en oca-
siones hay que tener ideas —son las armas de
las mujeres— que discurren por sinuosos ca-
minos...
—Simplemente, juego de película
—dije—. Así que a Oliver tengo que gustarle,
¿no crees?
Tal vez a Oliver le parecieran mucho
mejor las chicas deportistas, pues lo del perfu-
me y los andares no había funcionado.
— ¡Ah! —exclamó Katta.
—¿No crees? —pregunté.
Mamá y papá decían siempre que no
había nada tan importante para una buena re-
97

lación como los intereses comunes. Y ese era


un interés común: jugar al fútbol.

—Sí, sí —dijo Katta.


—De algún modo... no parecía demasia-
do entusiasmada.
—Sí, claro —dijo.
Yo estaba feliz. Cuando se quiere a al-
guien se encuentra también la forma de llegar
a su corazón. Es lógico.

—Te llaman al teléfono —dijo papá por


la tarde.
Yo estaba sentada en el escritorio pen-
sando en matemáticas había dejado de pres-
si

tar atencióndurante mucho tiempo o simple-


mente había copiado unos deberes equivoca-
dos. Me quité los auriculares. La música sonó
muy baja, amortiguada.
—Un chico —dijo papá cuando ya casi
estaba al teléfono.

No conocía a ningún chico, pero noté


cómo en lo más profundo de mi ser me queda-
ba vacía, y me ponía tensa.
—Sí —dije—. ¿Dígame?
—¿Tienes botas con tacos? ¿Eh? —pre-
guntó Oliver al otro lado del hilo.
Su voz no sonaba especialmente afable,
pero era disimulo. Debía de ser todo disimulo.
¡Me llamaba por teléfono! Seguro que era por
98

esa historia de los intereses comunes. Además,


nunca se me hubiera ocurrido que fuera a fun-
cionar tan rápido...
—¿Estás aún ahí? ¿Eh? —dijo una voz
desde el otro lado.
Me pareció bastante impaciente. Pero
eso también era comprensible.
—Claro —dije.
Normalmente no tengo ningún proble-
ma para hablar por teléfono. Incluso me gusta
telefonear, a Katta, por ejemplo. En esos casos
me llevo un cojín, y hablamos realmente largo
y tendido. La mayoría de las veces me agrada
hablar por teléfono.
Pero no con Oliver. Por teléfono me
parece casi peor que hablar con él en el co-
legio.

—¿Entonces tienes o qué?


—Eh...
no —dije. ¡Cómo iba a gustarle si
hablaba tan poco! No, no tengo botas de tacos.
—Te puedo prestar unas —dijo al otro
lado la voz—. Te llevo mañana al colegio las
mías viejas.

Entonces se oyó un chasquido. Habían


colgado el auricular.
Me senté, absolutamente inmóvil. El co-
razón me latía tan fuerte que parecía estar co-
nectado a un amplificador.
Llevaría las botas de fútbol de Oliver.
99

¡Iba a llevar las botas de fútbol de Oli-


ver! Eso, en mi corazón, era mejor que un
anillo...

Oí cantar a papá en la cocina. Corrí a


mi habitación para que no me preguntase
nada. Mi plan había resultado mil veces mejor
de lo que sospechaba. El amor lo puede todo...
X

¡Podría haber caído en la cuenta de que


más grandes que los míos!
Oliver tiene los pies
Aunque a hubieran quedado pequeñas
él se le

esas botas, a mí me venían demasiado holga-


das.
Torsten me ofreció llevar las suyas, que
eran de mi pero le dije que prefería jugar
talla,

con calcetines gordos porque se me enfrían los


pies con gran facilidad.
—¿Jugando al fútbol? —preguntó Arne.
—Precisamente mientras juega al fútbol
—dijo Katta, y se rió por lo bajo.
En el entrenamiento me pondría algo-
dones en las puntas, eso funcionaría. Con esas
botas tenía que poder jugar fácilmente... Olían
a cuero viejo y a pies, y eran de Oliver.
Katta vino al entrenamiento.
—Cuanto más, mejor —dijo— Así puedo
ver cómo salta sobre ti.
Era todo un detalle por su parte. Se
había puesto un maquillaje fantástico, y decía
101

que sólo se lo podía poner por las tardes por-


que su madre no le dejaba ir maquillada al
colegio. También llevaba una chaqueta nueva.
Katta se había pasado bastante al arreglarse, ya
que sólo venía a ver un entrenamiento.
Pero yo tampoco estaba tan mal: llevaba
las botas con tacos de Oliver y mi chándal
nuevo, y en la frente lucía una banda blanca,
como sólo se lleva en tenis, pero a mí me pare-
cía que me iba bien...
—Resultará, chicos. ¡Resultará! —dijo
Torsten, después de que Benno nos hubiera
hecho correr media hora por el campo—. Cor-
nelia se hace con la defensa sin problemas.
Me encontraba empapada de sudor, se-
guro que mi peinado estaba para tirar a la
basura, me había caído dos veces, y cien a una
que tendría que echar el chándal a la lavado-
ra..., pero me sentía bien. Ahora sabían todos

que yo era mejor que Ulrich y que había sido


un acierto decidirse por mí.
Oliver se dirigió a la valla, agitó mucho
los brazos, y se puso a hablar con Katta. Katta
se reía e inclinaba coquetamente la cabeza ha-
cia un lado, luego me miró y me hizo señas. Me
acerqué a ellos. Es una estupidez que con tacos
haya que andar como pisando huevos: hay que
levantar demasiado los pies, y no propicia en
absoluto un andar seductor. Pero ya no necesi-
taba ningún andar seductor: ahora Oliver sabía
102

que yo podía jugar al fútbol, y teníamos una


competición en común.
—Entonces os dejo solos, futbolistas
—dijo Katta, y me hizo un guiño—. Seguro que
tenéis cosas de qué hablar.
Se dio la vuelta y me hizo una breve
seña. Cuando se movía olía parecido al perfu-
me de fiesta de mamá; sí, exactamente igual.
Katta lo había hecho a las mil maravillas, pen-
sé: había hablado con Oliver para que yo pu-

diera acercarme discretamente, y ahora ella se


retiraba con la misma discreción para dejarme
a solas con él. Algún día tendría que hacer algo
por Katta...
Oliver la miró, luego se dio la vuelta
hacia mí.
—Te voy a aclarar algo —dijo.
Estaba tan pegajoso como yo, y olía a
sudor. Probablemente yo también olía a sudor.
—No intentes hacer ninguna jugada in-
dividual —dijo Oliver— No lo conseguirás,
¿está claro? Marcar estrechamente al tipo, eso
es; si no, te retiras.
Asentí. Habíamos ido en bici y les qui-

tamos los candados. A Katta no se la veía por


ninguna parte.
—Te acompaño un poco —dijo Oliver, y
empujó su bici junto a la mía.
Me temblaban las rodillas mientras Oli-
ver me hablaba del resto de los equipos: lo
103

peligrosos que eran, cómo debía jugar... y a


veces se detenía y dibujaba con el pie en la
arena. Yo dije que lo entendía todo, pero en
realidad el corazón me latía tan fuerte que no
podía escucharle seriamente. Sabía que eso
era, al fin, el amor, como lo conocía por la tele,

y lo demás aún tenía que llegar.


—Toma —dijo Oliver.
Me dio un chicle; él le quitó el papel a
otro.

Yo
mastiqué muy despacio. Sabía a
menta. Hoy por la noche ya no sabría a nada,
pero a pesar de todo yo seguiría mascando la
goma, y al acostarme la pegaría debajo del
escritorio.
Oliverme había mirado gravemente, me
había prestado sus botas y me había regalado
un chicle.

Seguro que algún día dejaría de ser tan


tímido.

En casa, Gussi había sacado mis seis ca-

nicas viejas y las hacía rodar por el pasillo, así


que no se dio cuenta en absoluto de mi llegada.
—Y
de nuevo corre nuestro alemán los
cuatrocientos metros lisos, señoras y señores,
lo que significará una nueva medalla para nues-
tros muchachos —aullaba, y su voz sonaba tan
104

acelerada como la de los locutores deportivos


de la tele.
Volvió a empujar las canicas para que
rodaran un poco hacia delante; dejó la verde y
la amarilla un poco retrasadas y le dio un em-
pujoncito extra a la roja.
—Estuvo muy ajustado, señoras y seño-
res, pero ahora... ¡fantástico! ¡Fantástico! —gri-
tó Gussi— ¡La línea de meta ya está a la vista!
.

—¡Haces trampas! —dije, y volví a poner


la roja de tal forma que quedaba detrás de la
amarilla y la verde.
Gussi pegó un brinco.
—¡Tú! ¡Anormal! —aulló—. ¡Devuélveme
al alemán!
—Le van
a descalificar —dije, y sujeté la
canica roja en el aire a una altura en la que
Gussi no la alcanzaba.
—¡Tú! ¡Anormal! —volvió a aullar Gussi
mientras saltaba hacia mi mano sin éxito por-
que era demasiado pequeño.
—Además son mis canicas —dije, y reco-
gí las otras mientras sujetaba a Gussi por el
abdomen con la mano izquierda.
Gussi se rindió. Tenía lágrimas en los
ojos y se apoderó de las demás canicas. Enton-
ces echó a correr con ellas hacia su habitación.
—Te chinchas, te las he quitado y ahora
me las quedo —gritó, y dio un portazo tras de
sí.
105

A mí me daba igual que Gussi jugase


con mis canicas; hacía tiempo que yo era ya
demasiado mayor para jugar con ellas, y por
mí podía ser también locutor deportivo, y dejar
ganar a la roja. No creo que la amarilla y la
verde se fueran a sentir desgraciadas por ello.
Pero yo necesitaba el pasillo para mí sola, por-
que quería llamar por teléfono, y por eso nece-
sitaba que Gussi dejase de jugar.
—¿Katta? —dije cuando cogieron el auri-
cular al otro lado—. ¡Me ha regalado un chicle!
Sentía el chicle en el carrillo derecho.
Aún sabía un poquito a menta.
—Bien —dijo Katta.
Por su tono de voz, no parecía tan en-
tusiasmada como yo hubiera esperado. Tal vez
pensó que me iba a besar a la primera de cam-
bio...

—La verdad es
que aún es un poco tímido
—dije—. Pero un chicle está muy bien, ¿o no?
—Claro —dijo Katta—. Lo que pasa es
que no estoy de humor, lo siento.
No dije nada. Conocía a Katta. Ella lo
contaría por propia voluntad.
—En casa el ambiente está espeso —dijo
Katta—. Mis padres se han peleado. Muy en
serio... ¡y mientras yo estaba delante!

—¿En serio? —pregunté.


A mí, lo digo como lo siento, no me
pareció nada horrible. Al fin y al cabo ya se
106

sabe que los padres tampoco son siempre de la


misma opinión.
—Mi padre le ha prohibido a mi madre
que siga buscando trabajo —dijo Katta— Dice
.

que no nos hace falta, y que cuando se supiera


pensarían todos que la empresa está en ban-
carrota y que la situación actual de los pedidos
es bastante mala. Y mi madre he dicho que no
ve qué tiene que ver su autorrealización con la
empresa, y mi padre le ha dicho que en su casa
no se dicen esas palabras en la mesa, y que si
quería convertirse en una mujer «emancipada»
podía empezar a hacer las maletas, y para ter-
minar le ha dicho que ella no debía pervertir a
la niña.
—¿Qué niña? —pregunté.
—¡Yo! —dijo Katta—. Dijo que ella,
como una buena madre complaciente, debía
ser un modelo para mí, y que durante toda su
vida sólo había trabajado por mi madre y por
mí hasta casi el infarto, y ahora ella se deja
contaminar por esas mujeres que sólo tienen
envidia de los hombres y hablan de emancipa-
ción porque son demasiado feas para casarse.
—¿Y? —pregunté.
—Mi madre ha empezado a aullar y se
ha ido corriendo, y mi padre se ha servido un
whisky.
—Pamela Ewing también trabaja
—dije—. Y Kristle Carrington.
107

Ahí podía verse lo tonto que era el pa-


dre de Katta, pensé. A nadie se le ocurría pen-
sarque Bobby Ewing o Blake Carrington están
arruinados sólo porque a sus mujeres les da
por «realizarse» El caso de la madre de Katta
no podía ser muy diferente...
—¡Son los dos unos mamones! —excla-
mó Katta, y colgó.
El tono de voz, al final, delataba que se
iba a echar a llorar.
Dudé si debía volver a llamar para conso-
larla,pero papá se acercaba por el pasillo con un
cubo de agua del baño, y yo sabía que él estaba
en contra de llamar demasiado por teléfono.
—¿Qué tal el entrenamiento? —preguntó
al pasar por delante de mí.

—Bien —dije.
Entonces se abrió la puerta del cuarto
de Gussi y mis canicas traquetearon una tras
otra por el pasillo.
—¡Te puedes quedar con los extranjeros!
—gritó Gussi—. Están «descalificados».
—Muchas gracias —dije, y me puse a
recoger las canicas muy despacio.
Gussi me empujó delante de la puerta
de la cocina.
—¿Y en decatlón, papá? —gritó—. ¿So-
mos loscampeones?
Me toqué con la lengua el moflete dere-
cho. El chicle continuaba todavía ahí, y aun
tenía una pizquita de sabor a menta.
XI

No debí preocuparme tanto por lo de


lospadres de Katta. O porque Katta se hubiera
tomado la pelea tan a pecho. Cuando alguien
se lleva las manos a la cabeza por lo de los
otros, se le suelen venir encima cosas aún más
gordas.
Mamá llegó a casa y, acto seguido, se
quitó los zapatos y los dejó detrás de la puerta.
—¡Oh, queridos! —exclamó, y se dejó
caer sobre una de las sillas de la cocina.
Papá le dio un beso en la frente y empe-
zó a preparar café.
—¿Tan mal? —preguntó.
Mamá asintió con la cabeza y se dio
masaje en la nuca con la mano derecha.
—Arno me llamó desde la pista de tenis,
y me preguntó si jugaría con él en el torneo de

pista cubierta —dijo papá mientras contaba las


medidas de café—. Se celebra dentro de cuatro
semanas.
Antes papá jugaba mucho al tenis. El lo
109

llamaba «mi lujo». Pero desde que mamá tra-


bajaba no había vuelto a ir.
Mamá se irguió en su silla.

—¿Y? —preguntó—. ¿Te has comprome-


tido?
—Claro —dijo papá.
—Pero, ¿cómo lo haremos? —preguntó
mamá.
—No te apures —dijo papá—, Arno me
pone allí de nuevo en forma... Entrenaremos
tres veces por semana: los sábados y domingos
y algún otro día entre semana, si te parece bien,
cariño.
—¿Que si me parece bien? —preguntó
mamá con voz temblorosa—. ¡Está visto que
eso te da igual!
—Pero, cariño —dijo papá. El tono de su
voz sonó desconcertado.
—Si sólo entrenas tres veces por semana
—dijo mamá—, y luego cada vez, vas dos horas
a la sauna, y después te tomas una cerveza, o
yo qué sé qué... Los niños están en buenas
manos conmigo, y el trabajo... ¡que se quede
ahí! Ya lo ventilaré yo, ¿no? Pero también te
puedo hacer una tarta —gritó crispada mamá—.
Claro, después del trabajo, con mucho gusto, y
durante los fines de semana limpio el baño,
para que puedas ir al torneo. ¡Claro, claro,
claro!
Papá estaba atónito. Dejó la cafetera y
110

mesa donde estábamos sentadas.


se acercó a la
—Use —dijo—, yo no lo hago para que
tengas más trabajo. Tenemos que arreglárnos-
las de alguna forma, seguro...
—¡Sí, de alguna forma! —gritó crispada
mamá—. ¡Y de alguna forma soy siempre yo!
—se sacudió la mano de papá del brazo, como
solía hacerlo Gussi— No he dicho nada acerca
.

de que yo tenga que hacer el trabajo de la casa


al volver de trabajar: sé que para ti es demasia-
do —dijo mamá...— Pero pensé que iba a mejo-
rar poco a poco. En vez de eso, me echas
encima siempre más trabajo y no te das cuenta,
ni por un momento, de que lo haces...
Hasta aquí papá había escuchado "en si-
lencio. Seguro que había intentado entender a
mamá. Pero ahora también él estaba furioso.
—¿Y tú? —preguntó—. ¿Se te ha ocurri-
do quizá que yo no he tenido ni una sola vez
desde que trabajas tiempo libre para mí solo,
sin niños? ¡Ya no sé qué es comunicarse con
adultos, o no tener un bebé en los brazos!
La puerta se abrió una rendija con mu-
cho cuidado. Gussi estaba apoyado en la jamba
y miraba adentro.
—¿Crees acaso que ha sido diferente
para mí durante los demás años? —preguntó
mamá—. ¿Y tuve alguna vez la feliz idea de
jugar al tenis tres veces por semana dejando
que tú hicieras todo el trabajo de la casa?
111

—¡Haberlo hecho! —gritó crispado


papá—. ¡En ese caso, tal vez hubiera tenido que
ver menos a menudo una cara de mal humor!
Mamá saltó. Estaba pálida.
—Gracias —dijo—. ¡Muchas gracias!
Ahora tengo que oír incluso reproches por
ello: ¡por haber hecho aquí el trabajo durante
años!
Recogió sus zapatos del suelo y se los
puso. Se echó simplemente el abrigo por enci-

ma del brazo. La puerta de la casa dio un fuerte


portazo al cerrarse.

—Use... —dijo papá, y lanzó el filtro del


café contra la puerta.
—Se ha ido —dijo Gussi, y entró en la
cocina —su voz sonó ligeramente deprimida—.
¿Dónde se ha ido?
—No lo sé —dije, y abracé a Gussi con
fuerza. Era casi como si alguien me hubiera
cogido del brazo.
—¡La has reñido demasiado! —dijo Gus-
si,y miró a papá muy enfadado—. ¡Ahora
mamá se ha ido y no va a volver nunca más!
—Claro que volverá —dijo papá, pero la
expresión de su cara decía que no estaba segu-
ro de ello.
Entonces me entró a mí verdadero mie-
do. Por supuesto que sé que mamá y papá se
pelean, eso nos lo enseñan ellos... Pero no se
marchan al final. Hablan el tiempo necesario
112

hasta que todo vuelve a estar en orden, y en-


tonces se abrazan.
Nunca hasta el momento había pareci-
do que mamá no volvería a abrazar a papá. O
que él la abrazase. Jamás había visto así a
mamá.
—¡Eso dices tul —dijo Gussi y se libró de
mí—. Pero, ¿y si se pierde?
Corrió por el pasillo hacia su habitación
y abrió la puerta. En ese momento se volvió
hacia papá.
—Tú no puedes meterme en la cama,
Nele lo hará —gritó crispado—. Y no me lavo
los dientes, ¡para que lo sepas!
Se oyó llorar a Jakob en el cuartucho.
Papá fue a cogerlo. Al pasar por delante me
abrazó un segundo.
— ¡Ah! ¡Mierda, Nele! —exclamó.

No fue ninguna sorpresaque no pu-


el

diera dormir aquella noche. Estuve tumbada en


la oscuridad, espiando a ver si mamá volvía a
casa. Ni siquiera pude leer.
De vez en cuando me tocaba el moflete
derecho donde estaba el chicle. Ya no sabía a
menta, pero estaba ahí, y eso me consolaba un
poco.
Bastante tarde oí cómo se abría silencio-
samente la puerta de casa. Esperé que mamá
113

fuera al salón donde estaba papá, y oí voces.


En mi opinión, voces furiosas. Pero mamá sólo
se quitó el abrigo y los zapatos, y se fue directa
al dormitorio.
Melevanté y pegué el chicle debajo del
escritorio. Entre Oliver y yo todo sería diferen-
te, lo sabía. Nunca tendríamos que pelearnos
en serio. Nos amábamos.
XII "

El desayuno del día siguiente fue gla-


Ésa era la palabra que empleaba Katta, y
cial.

que ahora también se ajustaba a nuestra situa-


ción.
—Tomaría con gusto más café —dijo
mamá.
—Sí, cómo no —dijo papá, y le sirvió.

—Pásame, por favor, la mantequilla —pi-


dió papá.
—¡Oh, sí, cómo no! —dijo mamá.
Y aparte de eso, no dijeron nada más y
comieron en silencio. Salí hacia el colegio antes
que de costumbre.
En el baño de chicas Katta contaba que
sus padres estaban siempre de uñas.
—Los míos ahora también —dije.
—Y todo por esa estupidez de «emanci-
parse» —dijo Katta—. ¿Te das cuenta por fin?
Yo sacudí la cabeza. Pero, poco a poco,
empezaba a no estar tan segura de si Katta
tenía o no razón.
115

En el me mantuve muy cerca de


recreo
Oliver, para que pudiera hablar conmigo si
quería, pero él sólo jugaba con Arne y Mirko a
hacer carreras con chapas de cerveza y no me
miró en ningún momento.
Eso no me entristeció: en el moflete de-
recho seguía sintiendo el chicle.

Cuando llegué a casa, papá estaba sen-


tado ante el teléfono a la vez que le daba, con
lamano izquierda el biberón a Jakob. Con la
mano derecha hojeaba nerviosamente el listín
telefónico.
—Cógelo un momento —me dijo al ver-
me.
Parecía bastante alterado.
—¿Qué pasa? —pregunté.
Jakob rezongó un poco porque al pasár-
melo la tetina se le había salido de la boca.
—¿Cómo se llama la chica esa de la guar-
dería de Gussi? —preguntó papá—. ¿Werre-
meier? ¿Sengelmeier? ¿No lo sabes?
—Werremeier —dije, y miré cómo papá
buscaba a los Werremeier en la guía.
Por desgracia había muchos. Papá los
llamó a todos. Entretanto Jakob empapó los
pañales y no me apetecía cambiárselos yo sola.
Mientras seleccionaba las llamadas,
papá me contó lo que había pasado. Gussi no
116

estaba en la guardería cuando fue a recogerle,


pero eso no le inquietó en exceso; al fin y al
cabo había llegado diez minutos tarde a reco-
gerlo y pensó que, a lo mejor, se había ido con
Berni y con su madre, que vivían sólo a un par
de casas de la nuestra. Así que se dio prisa.
Pero Gussi no estaba en casa de Berni. Y Berni
ya no era amigo de Gussi —dijo Berni—, por-
que Gussi era tonto. Le había roto dos veces
en la guardería el experimento: el «perro-rollo-
de-papel-higiénico», y cuando Berni se lo dijo
a la puericultor a, Gussi le llamó vieja chiva y
mofeta. Por eso Berni no quería traer nunca
más a Gussi a su casa, y tampoco sabía dónde
podía estar Gussi. Sólo sospechaba que se lo
había llevado el ladrón de niños, y eso a él le
parecía muy bien.
Entonces papá voló a casa. Gussi tam-
poco estaba allí. Y ahora se había puesto a
buscar el teléfono de la puericultora, pero tres
de los Werremeier no cogían el teléfono y los
demás no tenían nada que ver con guarderías.
—Tenemos que llamar a la policía —dijo
papá, y se sirvió un coñac—. ¿Qué opinas,
*

Nele?
En ese momento sonó el teléfono. Lo
cogí yo.
—¡Gracias a Dios! —exclamó una voz de
mujer al otro lado del hilo—. Llevo una hora
intentando localizarles, pero las primeras veces
117

no cogía nadie y luego estaba siempre comu-


lo
nicando. Soy la madre de Sascha.
Estaba claro que la mujer pensaba que
yo era mamá.
—Su hijo está con nosotros —dijo la mu-
jer—. No
va a volver nunca a casa, o eso dice...
y nosotros estábamos a mitad del camino hacia
el fin del mundo, creo haber entendido... Dice

que en su casa son todos tontos, y tuve que


jurar que no le diría a nadie que está con noso-
tros. Ahora mismo está jugando con Sascha en
el patio, por eso quise aprovechar la ocasión

para «romper el juramento».


—Gracias —dije—. Estábamos muy preo-
cupados por mi hermano.
Papá
se levantó y quería quitarme el

auricular a toda costa.


— ¡Ah, es su hermano! —exclamó la mu-
jer.

Parecía simpática. Era muy amable por


su parte seguir tratándome de usted.
—Pienso que es mejor que se quede con
nosotros todo el tiempo que quiera. ¿Usted qué
opina? No creo que sea bueno arrastrarlo hasta
su casa a la fuerza...
—¿También pasar la noche? —pregunté.
—Naturalmente —dijo la mujer—. Hasta
donde yo recuerdo, las fugas empiezan siempre
en serio cuando hay que pasar la noche... Y
118

pijamas tenemos suficientes. Ya le volveré a


llamar y le daré el parte de la situación.
—Gracias —dije, pero la mujer ya había
colgado.
Parecía que ella no se tomaba el asunto
a la tremenda. Ella no sabía que Gussi tenía
verdaderas razones para querer irse de casa.
—¿Y bien? —preguntó papá impacien-
te—. ¿Dónde está?
Mientrascambiábamos los pañales a
le

Jakob Papá se tomó otro


se lo conté todo.
coñac. Normalmente jamás bebía durante el
día.
—Esto ya no más lejos —dijo—. Pri-
irá
mero hacerse pis en la cama y ahora esto. Y yo,
de verdad, hago lo que puedo. Además, estoy
seguro de que tu madre lo hacía también así al
principio.
Asentí.
—¿O piensas que es un error el que yo
quiera jugar —preguntó papá.
al tenis?

Sacudí la cabeza. Podía entender que él


quisiera hacer algo distinto a tener que limpiar
siempre, o cocinar y cuidar niños.
—Está claro que a tu madre le parece un
error —dijo papá, y probó un poco de su vaso.
No me gustaba que dijera «tu madre»
cuando se refería a mamá. Eso significaba que
aún estaba bastante enfadado.
—Porque le parece injusto —dije—. Por-
19

que no lo hizo nunca cuando estaba en


ella
casa, y por aquel entonces tú tampoco le ayu-
daste mucho que se diga... Y ahora ella te ayu-
da mucho y tú aún pretendes ir a jugar al tenis.
Papá jugueteaba con su vaso. Jakob col-
gaba atravesado sobre sus rodillas, y suspiraba
feliz en sueños.
—¡Todo eso lo tengo muy claro! —dijo
papá—. Pero, ¿por qué no dijo nada? Por aquel
entonces yo no tenía ni idea de cómo es esto,
ser ama de casa durante todo el día. Pensaba
que ella tenía tan poco que hacer que le queda-
ba mucho tiempo para ella, casi como si estu-
viera de vacaciones. Pero ahora ella puede, por
fin, imaginarse cómo me siento. Debería poder

comprender que quiera salir alguna vez.


—Sí —dije.
Papá tenía razón. Pero a pesar de todo
había algo que no encajaba. También podía
entender a mamá, por lo menos ayer cuando lo
explicó. Pero ahora entendía mejor a papá.
—Y por eso voy a jugar al tenis —dijo
papá, y se levantó—. Sabemos dónde está Gus-
si, Jakob duerme y tu madre llegará a casa

enseguida. No podría ser mejor.


Llevó a Jakob a su cuna y le tapó.
decirle a tu madre dónde estoy
—Puedes
—dijo papá. Recogió su equipo de tenis y se
cambió de ropa—. Tal vez se me haga tarde
—dijo, mientras me daba un golpecito en la
120

nariz a modo de despedida—. Sé buena con


Jakob.
Desde la ventana de la cocina le vi cómo
se alejaba. Debería haber hablado primero con
mamá —pensé—. Si papá no fuera papá, podría
llegar a creer que se iba sólo por despecho.

Poco más o menos dos horas después


sonó el teléfono. Supuse que sería la madre de
Sascha.
—¿Qué pasa con el partido de mañana,
eh? —preguntó una voz.
Me mal durante un instante,
sentí ¡Oli-
ver volvía a llamar por segunda vez!
Justo en ese momento empezó a vocife-
rar Jakob. Se había despertado con el timbre
del teléfono.
—Un momento —dije, y corrí al cuarto
de Jakob.
— ¡Mem, mem, mem, mem, mem! —bal-
buceó Jakob, y me pellizcó la cara—. ¡Erre!
Le agarré fuerte con el brazo izquierdo
y volví corriendo al teléfono.
—Era mi hermano pequeño —dije—. Se
ha despertado.
—¿En serio? —inquirió Oliver. No pare-
cía muy interesado en ello—. Nos juntamos me-
dia hora antes para hacer calentamiento, ¿vale?
—Sí —dije.
121

Todo el rato estuve intentando esconder


a Jakob, apartarlo del teléfono con elbrazo, y
él fue subiendo poco a poco el tono de voz.
Cuando Jakob quería que le dieran el auricu-
lar, quería que se lo dieran... Empezó de nuevo
a vociferar.
—¡Cielos! —exclamó Oliver al otro
lado—. ¿Grita o qué?
—Sí —dije.
Me iba poniendo cada vez más rabiosa
y me iba decepcionando: ésta hubiera sido la
ocasión ideal de hablar con Oliver, absoluta-
mente tranquilos... y precisamente ahora a Ja-
kob le daba por hacer la danza del mono como
un loco.
—¿Es cierto que tu padre no trabaja, eh?
—preguntó Oliver—. ¿Que cocina y eso?
No sabía por qué me asustaba tanto esa
pregunta.
—Sí —dije—. Es cierto.
Entonces se me ocurrió algo.
—¿De dónde sacas tú eso? —pregunté.
—DeKatta —respondió Oliver—. ¿Así
que era cierto, eh?
Se echó a reír. Su risa no me pareció tan
simpática como casi todo lo demás en él.
—Media hora antes, ¿está claro?
Ya no se reía. Había colgado.
Jakob gritaba y quería coger el auricu-
lar.
122

—Eso que tú te piensas, diablillo


es lo
—dije, y le tumbé en su estera, en el suelo, para
que patalease. Hubiera preferido tirarlo, pero
como es lógico, no lo hice.
Jakob gritaba como un loco. No tenía
ganas de estar tumbado en el suelo.
—Sí, grita, grita —dije, y fui a la cocina
a coger un yogur de la nevera—. ¡Yo también
tengo mis derechos!
Debía de estar desgañitándose. Pero a
mí me había estropeado por completo mi con-
versación con Oliver...
Los aullidos de Jakob se interrumpían
de vez en cuando, hacía pequeñas pausas por
lo sofocado que estaba... Ya no podía aullar sin
interrupción, necesitaba coger aire entre alari-
do y alarido. En las pausas me daba pena.
Tiré el recipiente de yogur vacío a la
basura y volví al cuarto de estar. Jakob me
tendió los brazos desde el suelo y gritó.
Le cogí en brazos.
—Vale Jakob —dije, y le mecí hasta
ya,
que cesaron los sollozos—. Tú tampoco puedes
hacer nada si todo está tan desquiciado en esta
casa...
Jakob se sorbió los mocos una vez más
y volvió a reírse.
«Pero yo tampoco puedo hacer nada»
—pensé—. «Y Gussi aún menos. Papá y mamá
tienen la culpa. ¿Por qué tendrán que hacer
123

cosas que no hace ningún otro ser humano?


Ahí se comprueba que no funciona: si no, mu-

chas otras mujeres trabajarían y los hombres se


quedarían en casa.»
Pero papá y mamá siempre creían sa-
berlo todo mejor que nadie...
XIII

Cuando llegó mamá a casa, papá no


había regresado aún. La madre de Sascha ha-
bía llamado y había dicho que Gussi estaba
bien. Gussi le había explicado que iba a emi-
grar a Panamá como el Pequeño Tigre y el

Pequeño Oso, pero se había dejado convencer


para retrasar su viaje una noche más.
—Hola —dijo mamá, y miró el pasillo de
arriba a abajo—. ¡Qué tranquilo está esto!
Era Jakob permanecía tumbado
cierto.
en la cocina sobre su estera, jugando con una
bolsa, y aparte de él sólo estaba yo en casa.
Le conté a mamá lo que había pasado
esa tarde.
Mamá bebió lentamente el café y escu-
chó lo que yo le contaba. Cuando terminé,
suspiró y se disculpó:
—Lo hemos hecho todo mal, Nele
-dijo.
Por fin se daba cuenta.
Volví a entregarle a Jakob la bolsa que
125

se le había caído de la mano. Él solo aún no


sabía gatear hacia atrás.
—Pensamos que sería fácil con un poco
de buena voluntad —dijo mamá—. Pensamos,
porque creímos que era lo correcto, que po-
dríamos vivir así. Pero olvidamos por comple-
to que somos personas prácticamente forma-
das, Wilfried y yo, y que esa forma de vivir
contradice nuestra formación y nuestra expe-
riencia, y todas las expectativas que tenemos
cada uno de nosotros desde lo más hondo de
nuestro ser. No con la razón, desde luego —dijo
mamá, y bebió otro sorbo—; la razón nos con-
venció de que todo estaría en orden si yo tra-
bajaba y papá se quedaba en casa. Pero por
dentro, y tú lo sabes, a mí siempre me queda
un remordimiento, y la sensación de que es
precisamente la mujer quien debe llevar la casa
y cuidar de los niños, y si Wilfried no ha llega-
do a hacer algo en la casa, me siento obligada
a hacerlo por él... Y entonces nunca llego a
tranquilizarme y me siento totalmente rota.
¡Ah, a la mierda todo!
Intenté entenderla.
—Puedes dejar de trabajar —dije caute-
losamente.
Desde mi punto de vista sobraba razón
y sentimientos...
—¡Esoque no! —rechazó mamá, y vol-

vió a dejar la taza violentamente sobre lá


126

mesa—. Trabajo a gusto la mayoría de las ve-


ces, y además estoy convencida de que puede
funcionar, y Wilfried también lo cree. Al fin y
al cabo, ¿por qué razón un hombre va a pasar

el aspirador, criar hijos y limpiar armarios

peor que una mujer? Y, ¿por qué tiene una


mujer que ser peor juez o médico o chatarrero,
o cualquier cosa, que un hombre? Esto es mo-
tivo de pelea para más de uno... Precisamente,
siempre es más difícil cuando de verdad se
desea vivir así —dijo mamá—. Es entonces
cuando te miran y te toman por loco, y ya ves
que tampoco llega a funcionar bien del todo...
Jakob había vuelto a perder su bolsa y
extendía los brazos con lastimosos gemidos.
—Toma, rico —dijo mamá mientras se la
volvía a dar—. Pronto gateará, Nele. Tienes
que ver cómo lo hace...
Jakob reía.
— ¡Mem, mem, mem, mem! —balbucea-
ba mientras hacía crujir la bolsa.
—Pero, ¿sabes? —dijo mamá, y volvió a
sentarse junto a mí— No tiene por qué ser todo
así. Quiero decir que ahora tenemos muchas

dificultades... eso es comprensible, y luego se


superan. También esto es lógico.
Mamá tenía hoy un aspecto totalmente
distinto al de ayer. Me pareció llena de energía.
Le sobraba razón al decir que tendríamos difi-

cultades, pero al mismo tiempo deseaba de-


127

mostrar con todas sus fuerzas que se podía


conseguir.
—Mira, Nele —dijo mamá, y agitó las
manos en el aire—, me han enseñado desde
niña, y más tarde también, que todas estas co-
sas se hacen precisamente por ser mujer: la
casa, los niños... En la televisión y, por supues-
to, en los anuncios... Y cuando se tiene una
profesión y no funciona mientras trabajan los
dos, ¿quién deja entonces de trabajar? ¡La mu-
jer!

Mamá estaba realmente excitada. Aun-


que lo que decía ya no era del todo cierto: por
esta vez, quien había dejado de trabajar era
papá.
—Y en un momento u otro, eso también
lo espera uno de sí mismo —dijo mamá—, cuan-
do uno está permanentemente en casa se espe-
ra de él que lo tenga todo limpio, y eduque a
los niños con una sonrisa... Pero lo más demen-
cial de todo —y también lo pretenden— es que

esperan que todo eso le llene por completo,


que sea feliz permanentemente haciéndolo. A
pesar de que la propia razón diga que eso no
puede ocurrir, ¿no?
Pensé en la madre de Katta. Así había
sido ella: una maravillosa ama de casa, radiante
y feliz, pero ahora estaba peleada con el padre
y aullaba, y él tenía que beber whisky.
—¡A mí me habrían considerado una ne-
128

fasta madre y ama de casa si hubiera querido


ir a jugar a tenis tres veces por semana! —dijo
mamá—. ¡Jamás hubiera conseguido tener la
conciencia en paz!
Ahora también entendía un poco a
mamá. Aunque no tuviera del todo claro el por-
qué lo ideó todo y luego hizo las cosas al revés.

—Pero Wilfried —dijo mamá—, no tiene


semejantes pretensiones, ¿no? A él le parece
fantástico porque es él quien ha dejado su tra-
bajo, y tampoco es muy puntilloso en la limpie-
za que digamos... y le parece absolutamente
normal tener ganas de hacer otras cosas al mar-
gen de la casa... ¡Y es normal! ¿O no?
—Claro —dije.
Naturalmente, era normal. Y si así era...
mamá no debería haberse puesto tan furiosa
ayer con papá.
—Entonces quieres decir... ¿que tú tie-
nes la culpa? —pregunté.
Jakob había vuelto a perder su bolsa,
gemía y se quejaba. Se puso las piernas debajo
del trasero y se estiraba una y otra vez inten-
tando en vano avanzar hacia adelante. De una
forma u otra la maniobra era demasiado com-
plicada para él.

—¡Culpa! —exclamó mamá—. ¡Tonterías!


Yo no soy tan retorcida: yo no me monté todas
esas historias de la perfecta ama de casa. Y
además Wilfried podría haberse puesto en mi
129

lugar —dijo mamá. A mí me alegró que dijera


siempre Wilfried y no «tu padre» —en aquel
entonces, y ahora también... Es decir, eso es lo
que le falla, todo hay que decirlo —tomó otro
sorbo de café—. Pero tiene razón al querer
hacer otras cosas de vez en cuando... y yo tam-
bién tengo razón cuando me niego a trabajar
hasta perder el resuello. Tenemos que conse-
guir no salir todos perjudicados. Ni siquiera yo
—y me revolvió el pelo.
—Por suerte mi peinado estaba hecho
un asco desde hacía rato.
—¿Y cómo vais a arreglarlo? —pregunté.
—Hablar, siempre es fácil. Lo difícil lle-
ga cuando hay que hacer algo.
—No lo sé con exactitud —dijo mamá—.
Esto no se soluciona con una sola propuesta...
tan ingenua no soy. Pero debemos hablar más
el uno con el otro sobre todo esto. Y aceptar

simplemente que vivir de repente de una forma


distinta a como lo han hecho las familias desde
hace siglos, no es tan fácil. La costumbre, al fin
y al cabo, se instala dentro de nosotros.
Asentí. Me daba cuenta de que, poco a
poco, me iba sintiendo aliviada, a pesar de que
a mamá no se le ocurriera ninguna solución.
Pero de pronto supe que mamá y papá volve-
rían a intentarlo, y que yo también lo deseaba...
Y supe que siempre habría bastantes proble-
mas, penas y peleas, pero que al final lo conse-
130

guiríamos. Cuando menos, lograríamos hacer-


lo tan biencomo se pudiera...
—Mira a Jakob! —exclamó excitada.
Se deslizó silla abajo y se acuclilló junto
a Jakob en el suelo.
—¡Lo ha conseguido, Nele! ¡Ha llegado
hasta la bolsa!
Jakob estaba tumbado sobre la barriga
pataleando y mordiendo la bolsa.
—¡Nada, que a lo mejor te conviertes en
un campeón del mundo! —dijo mamá, y le co-
gió en brazos—. Pronto mi tercer hijo será ya
todo un hombre.
Yo también me alegré. Si había algo de
cierto en la historia esa de las fuerzas extrañas,
lo poco que quedaba de día iba a ser, con toda
seguridad, muy bueno.

A las ocho y media aún no había vuelto


papá. En cambio sonó el teléfono.
—Era la madre de Sascha —dijo mamá—.
Gussi vuelve inmediatamente a casa. Dice que
había puesto una cama más en la habitación de
Sascha, y los había metido en la cama a los dos.
les había leído un cuento, y de pronto Gussi ha
empezado a llorar y se ha bajado a trompico-
nes de la cama, y no conseguía vestirse más
aprisa... sólo quería volver a casa... dice. Su
marido nos trae a Gussi en el coche.
131

—Eso es estupendo —dije.


Mamá movió la cabeza de un lado a
otro.
—Puede Nele —dijo— Pero tendre-
ser,
mos que hacer algo con Gussi, y hay que ha-
cerlo ya. Está pagando el pato de todo este lío,
y esto no va a seguir así.
Sonó el timbre de la puerta de entrada.
—Aquí está el hombrecito —dijo el pa-
dre de Sascha, y empujó a Gussi por el pasillo.

Luego le dio la mano


mamá. a
—¡Mil gracias! —dijo mamá. Parecía un
poco indefensa y confusa—. ¿No quiere pasar
un momentito?
El padre de Sascha volvió a tenderle la
mano.
—Lo haría con gusto —dijo—, pero tengo
que irme enseguida... tal vez la próxima vez.
Sonrió y abrió la puerta. Ya en la esca-
lera se volvió a mirarnos de nuevo.
—No, en serio —dijo—, mándenos pron-
to a Gussi otra vez. A mi mujer le alegrará, y
a Sascha también.
Mamá asintió, sonrió y cerró la puerta.
Gussi seguía en el pasillo tal como le había
dejado el padre de Sascha.
—Es estupendo que estés de vuelta
—dijo mamá,y se arrodilló delante de él—. No
se estaba nada bien en casa sin ti.
Gussi la miró enfadado.
132

—¡En nuestra casa todo es una estupidez!


—exclamó y empezó a andar hacia su habita-
ción—. ¡Tontos y estúpidos, tontos y estúpidos!
Mamá me miró y se encogió de hom-
bros, luego echó a andar detrás de Gussi. Yo la
seguí.
Gussi ya había cogido al mono Carlos.
Estaba de pie, de espaldas a la puerta, chupan-
do la pata del mono.
—Gussi —dijo mamá, y le hizo girar sua-
vemente para que la mirase.
Gussi había empezado a llorar. Poco a
poco brotaban las lágrimas que le corrían por
las mejillas. Entonces comenzó a estremecerse
de verdad.
Mamá le cogió en brazos y le acarició
sin parar el pelo. Al principio Gussi estaba
muy callado, pero de pronto le sorprendió el
primer hipido, y se puso muy tenso. Dejó caer
a Carlos y mamá lo recogió. Mecía a Gussi
como yo había mecido a Jakob, y poco a poco
fue calmándose el llanto. Gussi intentó decir
algo, pero le interrumpía el hipo y casi no se le
entendía.
—No podía quedarme allí —dijo, y vol-
vió a interrumpirle el hipo—, porque yo siem-

pre por las noches...


Los sollozos se hicieron tan violentos
que ya no pudo decir nada más, y mamá le
llevó a la cama y se sentó con él.
133

—Está bien. Gussi —dijo mientras le


acariciaba la espalda—, habrías dormido allí

mañana, te habrías ido a


y, a lo mejor, por la
Panamá. Y, ¿qué habríamos hecho nosotros
sin ti?
Gussi volvió a hipar. Ya no intentó de-
cirnada más. Se quedó allí tumbado y de pron-
to era muy pequeño, y pensé lo difícil que
había tenido que ser para él, y lo poco que me
había ocupado yo de él durante todo este tiem-
po.
—Toma, Gussi —dije, y le acerqué su
mono Carlos.
Mamá empezó a desvestirle con cuida-
do.
—Nele que contarme aún una his-
tiene
toria —dijo Gussi cuando por fin estuvo tendi-
do en la cama. Ya no lloraba.
Aquella noche le conté a Gussi el cuen-
to del gran monstruo invisible que se deslizó
dentro de una casa y lo revolvió todo hasta que
todos se pelearon y se gritaron y escaparon de
allí, y al final no quedó nada.

—Entonces, ¿eso existe? —preguntó


Gussi excitado—. ¿Algo que hace esas cosas y
que es totalmente invisible?
—Claro —dije—. Hay algo ahora mismo
entre la gente que nadie puede ver y así pien-
san todos que son ellos mismos. De ese modo
134

él puede provocar tantas desgracias, ¿entien-


des?
Gussi asintió entusiasmado.
—¿Entonces —preguntó— qué han hecho
ellos?
Yo le dije que simplemente se ha-
ellos
bían abrazado muy fuerte y se habían querido,
y así el monstruo había salido por piernas. Y
todo volvió a ser como antes.
Pero a Gussi no le gustó.
— ¡Nooo!, no hicieron eso —dijo— Co-
gieron un palo, un palo así de gordo, ¿no?, y
entonces... ¡Bum! y ¡zas! Y el monstruo se puso
gris y morado, y entonces salió por piernas.
Gussi se arrebujó en su almohada.
—Un palo así de gordo era —murmuró.
Y de pronto se quedó profundamente
dormido.
XIV

Me hubiera gustado esperar a papá,


pero a las diez me fui a la cama.
—Parece que viene despacito —dije
cuando mamá se sentó como todos los días en
mi cama.
Mamá asintió.
—Se ha largado como yo me largué ayer
—dijo—, sólo que con más habilidad. Ahora
estamos iguales.
Me arrebujé un poco más en las sába-
nas; es algo que no tiene ninguna importancia,
sólo pura costumbre.
—Cruza los dedos para que consiga no
ponerme mordaz cuando venga Wilfried, Nele
—dijo mamá—. Me cuesta tantísimo dar el pri-

mer paso hacia la reconciliación...


—Tal vez papá lo consiga —dije.
Mamá asintió.
—Cualquiera de los dos... —dijo, y apagó
la luz.

No oí llegar a papá, pero al día siguien-


136

te, endesayuno, se notaba que habían habla-


el

do. Parecía que habían dormido poco, pero


cuando se servían el café o se pasaban la mer-
melada se sonreían, y a veces se entrelazaban
los dedos con mucho disimulo.
—Parecéis muy cansados —dije.
Era una estupidez, pero no me atrevía a
preguntarlo más claramente.
—Celebramos una sentada nocturna
—dijo papá, y sonrió a mamá al decirlo, de
forma que se notaba que estaba enamorado de
ella.

Lo hicieron a pesar de que todo aquello


era motivo de risa.

Entre la gente mayor, todo esto debe de


ser motivo de risa, mucho más cuando se tiene
el aspecto que tenía mamá aquella mañana.
—Sospecho que en esta casa aún habrá
muchas más sentadas nocturnas —dijo mamá, y
miró a papá con la misma expresión de arrobo,
como si yo no estuviera.
—Hola —dijo Gussi, y se restregó los
ojos.
Olía como todas las mañanas. Se apoyó
en la puerta de la cocina.
-¿Y bien?
Creo que Gussi notó enseguida que el

ambiente volvía a ser más agradable.


Papá, como de costumbre, le acercó una
silla y le untó una rebanada de pan.
137

—¡Oye, tú! Me voy a buscar un bastón


—dijo Gussi con la boca abierta mientras mas-
ticaba.
—Cierra laboca —le ordenó mamá.
—Con la boca llena no se habla —le ad-
virtió papá.
Gussi no les hizo ni caso.
—Un bastón gordísimo —dijo—. Y en-
tonces... ¡zas!, y ¡crac!, y ¡bum!
Se puso a golpear con el canto de la
mano la mesa tan fuerte que tembló toda la
vajilla.

—¡Gussi! —exclamaron papá y mamá a


coro.
—Creo que ya han expulsado al mons-
truo —dije.
—¿Qué monstruo? —preguntó papá.
— ¡Nooo! —dijo Gussi, y sacudió enérgi-
camente la cabeza—. Para eso se necesita un
bastón, si no no lo pueden despellejar —dio
otro mordisco al pan—. ¡Seguro que no!
—A los monstruos normales, sí —dije—,
pero a un monstruo invisible a veces se le pue-
de despellejar de otra forma. Para eso no se
necesita ningún bastón, Gussi, ¡palabra de ho-
nor!
Pero Gussi ya se lo sabía todo...
—Claro que se necesita —dijo.
138

Cuando en casa pasan tantas cosas, no


suelen quedar fuerzas para pensar en las cosas
de fuera. Por supuesto que se me
había olvida-
do ya no me pa-
lo del fútbol... Sencillamente,
recía tan importante. Pero una vez en camino
hacia el colegio empezaron a entrarme, poco a
poco, las palpitaciones.
—Mis padres vuelven a llevarse bien —le
dije a el baño de chicas.
Katta en
no decirle que volvían a parecer
Preferí
realmente enamorados, pues a lo mejor le daba
por hacer alguna de sus puntualizaciones es-
túpidas...
—Los míos nunca más. Ya no se aguan-
tan mutuamente, en serio —dijo Katta, y se
pintó con cuidado el borde del párpado infe-
riorcon Khol—. ¿Crees que mi madre cede? ¡Ja!
Llama por teléfono, corre de un lado para otro
e intenta encontrar un puesto, pero en balde.
Lógico, con lo del paro... —dijo Katta, feliz—.
No debe trabajar, ¿no crees? Mi padre duerme
ahora en su despacho.
Yo del Khol no me fío, siempre pienso
que me puedo equivocar y pincharme el ojo.
En el recreo volvimos a hablar del par-
tido. Torsten había estado la tarde anterior en
el hospital para que le quitaran la escayola.
—Apuesto cien a una a que mi madre no
me deja ir hoy por la tarde —dijo— Desconfía
porque hace poco, en la calle, le di una patada
139

a una «Coca-Cola». Piensa que al pri-


lata de
mer voy a saltar al campo.
pitido
—¡Lástima! —dijo Olaf— Si Mirko sigue
.

enfermo, no tendremos ni un solo espectador.


—¿Y quién vigila nuestros chismes?
—preguntó Oliver— El año pasado a uno de la
.

«C» le birlaron una cazadora de aviador.


Pensé que Katta podría encargarse de
eso, pero ella no dijo ni «mu», así que preferí
no proponerlo. Olaf miró a Ulrich, y Ulrich en
ese momento miró hacia arriba, y antes de que
Olaf le preguntase nada, a Ulrich se le subieron
los colores, y dijo que él lo haría.
—¿Creéis que puede hacerlo? —pregun-
tó Arne, y le dio a Oliver golpecitos de boxeo
en el costado. Pero lo dijo tan bajito que Ulrich
no pudo oírlo, y Olaf asintió con la cabeza en
dirección a Ulrich en ese mismo momento.
—¡Fantástico, viejo! —dijo— Muchas
gracias.
Pero Ulrich ya estaba dibujando moni-
gotes.

Después del colegio no fui a casa. Perdí


el tiempo durante media hora por ahí, y llegué
al lugar de la cita con mucha antelación.

A pesar de todo no era la primera: había


ya gente de otros equipos y Benno estaba con
los capitanes de equipo y con el arbitro.
140

Junto a una pila de chaquetas estaba


sentado Ulrich, sacando dos termos de una
bolsa de plástico. Katta llegó más tarde, cuan-
do ya habíamos empezado el calentamiento.
Me hizo señas y yo seguí brincando arriba y
abajo mientras le devolvía las señas. A mi lado
brincaba Oliver, y de pronto me sentí tan di-
chosa como si acabasen de empezar las vaca-
ciones de verano, o como si Oliver me hubiera
regalado un chicle.
Pronto sonaría el silbato y yo estaba
segura de que no jugaba nada mal. No debía
dejar que Bulle, el de la «F», tocase
balón, y el

sabía que Theo cabeceaba con peligro. Yo iba


a ser de la defensa. Al terminar, todos
el pilar

deberían preguntarse por qué no estuve siem-


pre en el equipo. Y Oliver me acompañaría a
casa, como después del entrenamiento. Pero
esta vez pasaría algo más, porque después del
partido sabría definitivamente que estábamos
hechos el uno para el otro. Había vuelto a
coger el perfume de mamá para el camino de
regreso... como medida de seguridad.
Entonces sonó el silbato y comenzó el
partido. Todo ocurrió como yo lo había imagi-
nado. ¡Efectivamente! Bulle no tuvo ninguna
oportunidad y vigilé con atención la peligrosa
cabeza de Theo. Tenía la sensación de que po-
día seguir jugando así durante años. Desde la
banda se oía cómo alguien gritaba mi nombre.
141

Ni una sola vez me paré a pensar que sólo


podía ser Ulrich. Entonces alguien aulló:
«Olaf, Olaf, Olaf es pistonudo, como Olaf no
hay ninguno», y algún otro gritó lo mismo para
Arne y para Benno, y al final vencimos por
cuatro a uno.
—¡Estamos en la final! —gritó Oliver, y
levantó con fuerza los brazos.
Se puso a saltar alrededor del campo y
agarró a Arne por el cuello, y alguien me
agarró a mí por el cuello, pero no era Oliver.
—Estuviste fantástica —dijo Benno
mientras se ponía el chándal.
Estaba tan excitada que lo veía todo
como a través de un velo, excitada deuna for-
ma maravillosa. Bebí un sorbo del termo de
Ulrich, e incluso le sonreí. Fue todo un detalle
por su parte el haber pensado en las bebidas.

Estuvimos mirando el siguiente partido,


y enseguida nos dimos cuenta de que iba a
ganar la «D» de la escuela Holleberg.
—¡A eso nos los merendamos! —gritó
Benno golpeándose con el puño la palma de la
mano.
—¡Pero que haya barullo! —exclamó
Arne.
Estábamos completamente seguros de
que íbamos a ganar. Corrimos en chándal alre-
dedor del campo y nos dimos palmadas en los
142

hombros, y hasta Ulrich brincó arriba y abajo


con los termos en la mano.
De lo demás, no me gusta nada hablar.
Por supuesto que los de Holleberg eran
muy fuertes, de otro modo no hubieran llegado
a pero nosotros estábamos más o me-
la final,

nos igual que ellos, así que todo podía haber


sucedido de otra forma.
Tal vez yo estaba aún demasiado excita-
da por el partido anterior. A lo mejor dos par-
tidos tan seguidos fueron demasiado para mí.
Entonces ya no se está tan concentrado...
Así que eso ocurrió: yo ya no estaba
concentrada. Aún tenía fuerza, mis condicio-
nes físicas eran buenas, y corrí como en el
primer partido. Pero, a pesar de todo, cometí
uno de esos atroces errores de los que no quie-
ro hablar, justo dos minutos antes del final,

íbamos empatados, ya contábamos con una


prórroga, poco a poco nos íbamos envalento-
nando.
Cómo pudo pasar, no lo sé. Simplemen-
te el balón chocó contra mi pie, y Golo, en la
portería, debía estar esperando como mínimo
que le pasara. Entonces se metió entre las ma-
llas. ¡En las nuestras!

Ya no era necesaria una prórroga. Y mi


vida se había destrozado. ¡Por un solo chute en
falso! Era demasiado horrible para pensarlo.
143

Pensar que Oliver ya no podría amarme nunca


más... eso estaba claro.
A pesar de todo, aún me quedaban es-
peranzas. Es decir, él podría haberme consola-
do. Podía estar furioso por mi error, pero al
mismo tiempo debía saber que para mí era
peor que para nadie..
Pero Oliver no era así. Él quería ganar
y sabía quién había echado a perder la victoria.
—¡Mujer tenías que ser! —gritó, y se
puso en pie frente a mí con los dos puños
cerrados delante.
Por poco me pega.
—Déjala —dijo Olaf, y le apartó.
Pero no lo dijo muy enérgicamente. A
lo mejor él tampoco se hubiera enfadado en
absoluto si me hubieran dado un par de golpes.
Mientras los demás se vestían yo me
quedé de pie. No comprendía por qué se lleva-
ban la copa los de Holleberg, y no oí bien cómo
un par de ellos se reían y se me acercaban para
darme las gracias.
Tal vez estaba esperando a Katta. Tal
vez no esperaba nada. Sólo notaba que no po-
día pensar, ni moverme, y tampoco sentir.
Era como si fuese el fin del mundo:
nunca jamás volvería a necesitar un frasco de
perfume o andar seductor, jamás en mi vida.
Entonces, poco a poco, me invadió el
calor, y la cabeza se me llenó de lágrimas hasta
144

lagarganta: subían y subían y no paraban. El


campo estaba vacío, se habían ido todos a casa.
Sólo quedaba yo. Me senté detrás de la red y
lloré con fuerza, horriblemente, y mientras,
sentí que el mundo era así: un mundo espanto-
so, implacable, donde hay que llorar hasta el
fin... Pero ya iba siendo hora de levantarme e

ir a casa.
—¿Quieres? —preguntó alguien detrás
de mí.
Sobre mi hombro derecho apareció un
termo. Yo sacudí la cabeza. Me di la vuelta; era
mejor que Ulrich no viera cuánto había llo-

rado.
Aunque estaba claro que debía de ha-
berlo visto si se había quedado todo ese tiempo
en el campo.
—¿Quieres que te acompañe a casa?
—preguntó Ulrich desde detrás.
No se atrevía a acercárseme.
—No —dije.
Ya podía volver a hablar. Levanté la
nariz yme la limpié con el dorso de la mano.
Era lo que me faltaba: que alguien me viera
regresar a casa con Ulrich. Poco a poco esas
cosas vuelven a ser importantes.
Ulrich estuvo callado durante un buen
rato. Luego me pasó el chándal por encima del
hombro.
145

—No harás ninguna tontería, ¿eh, Cor-


nelia? —dijo.
Cogí el chándal.
Al principio no entendí qué quería decir
con eso de «hacer tonterías», pero de pronto lo
vi claro y me entró tal miedo que hasta me
volví hacia él.

—¿Atentar contra mi vida? —pregunté, y


levanté de nuevo la nariz—. ¿Estás loco?
Ulrich continuaba allí, de pie, igual de
lleno (Je granos y de asqueroso que siempre.
Dejó caer los brazos. Me había esperado para
que no hiciera ninguna tontería. Eso era algo
que a mí no se me había ocurrido ni por un
momento. Se puede estar completamente vacío
ante la pena, y necesitar aullar y aullar... pero
luego cesa, y una se pone furiosa, ante la injus-
ticia del mundo y quiere mostrarla... Si después
de la pena, me sobreviene la rabia, en mí es
siempre buena señal.
Pero Ulrich no podía entender esto. Es-
taba claro, por cómo se quedó ahí, de pie, que
él no se pone rabioso, sólo se decepciona, y a
lo mejor es en esos casos cuando se piensan
tonterías de vez en cuando. Por eso tuvo miedo
por mí, y quiso hacerme beber un poco de té,
y acompañarme a casa.
De pronto me pareció realmente cariño-
so, aunque, por supuesto, siguiera siendo muy
raro. Pero, a pesar de todo, era un detalle ca-
146

riñoso por su parte el haberme esperado cuan-


do los demás se habían ido. La verdad es que
el fútbol para él tampoco era tan importante
como para Por eso no tenía
los otros chicos.
motivos para estar enfadado conmigo.
Pero Katta tampoco estaba allí, y a Kat-
ta el fútbol le daba totalmente igual. Ni siquie-
ra Katta había esperado para consolarme.
—Gracias, Ulrich —dije.
Incluso podía volver a sonreír. Con la
cara así, después de llorar, seguro que resulta-
ba bastante extraño.
Ulrich también sonrió. De cualquier
forma —pensé—, esto debe de ser una sonrisa...
aunque un poco oblicua.
—Entonces me voy —dijo, y volvió a
cerrar la rosca del termo.
—Hasta mañana —dije.
Ulrich levantó una pizca la mano, como
si quisiera saludarme. Luego se alejó con su
bolsa de plástico en dirección a la salida. Tenía
un extraño andar.
Pensé que alguna vez debería hablar
con Si se le podían ocurrir cosas tan horri-
él.

bles, habría que hablar con él. Y ahora me daba


totalmente igual lo que pudieran pensar los
demás.
XV

De vuelta a casa, aún no pude pensar en


ello. Pero sabía que más adelante cobraría mu-

cha importancia.
Caminé tan despacio que a mi cara le

dio tiempo, antes de llegar a la puerta de casa,


a deshincharse. No tenía ganas de contestar a
ninguna pregunta de papá.
Empezó a llover, y la lluvia me refrescó
la cara. Si me comportaba de forma sensata
nadie notaría nada.
Por el pasillo se me acercó Gussi en
pijama, a todo correr:
—¡Papá va a hacer una gran magia!
—gritó—. ¡Seguro que el monstruo se asusta
con eso, tú!
— Tú vas a hacer la magia —dijo papá
sacando la cabeza por la puerta del salón—. Yo
sólo te ayudo.
En ese momento papá se me quedó mi-
rando:
—¿Qué monstruo? —preguntó.
148

Sobre la mesa habían puesto la fuente


grande de esmalte desportillada por muchos
sitios que mamá nos había traído del rastro. La
fuente estaba llena de agua hasta el borde y
alrededor había cerillas, rotuladores y cuarti-
llas.

—Te dejamos mirar —dijo Gussi, gene-


roso conmigo.
Me senté en una silla y esperé. Me sen-
tía felizpor no tener que ayudarles en su ma-
gia. A mí, al fin y al cabo, me daba igual.
—Ahora podemos empezar —dijo papá
con voz muy grave.
Apagó la luz y encendió una vela, luego
escribió algo en un papel con los rotuladores,
cada letra de un color.
—P-I-P-I —dijo papá solemne—. Ahora
te toca a ti, Gussi —y le tendió la hoja a Gussi
con una gran reverencia.
Gussi la sujetó lejos de sí con ambas
manos a la altura de la barriga.
—¿Como tú has dicho, papá? —susurró.
Papá sólo asintió. Tenía un aspecto
terriblemente solemne.
Entonces Gussi empezó a andar alrede-
dor de la habitación. Daba grandes zancadas, y
al empezar la segunda vuelta dijo:

—No quiero hacerlo más en la cama.


—¡Más fuerte! —dijo papá.
—¡No quiero hacerlo más en la cama!
149

—gritó Gussi— ¡No quiero hacerlo


. más en la
cama! ¡No quiero hacerlo más en la cama!
Mientras tanto, corría cada vez más
aprisa.
Entonces, de pronto, se quedó parado y
se puso a patalear tan fuerte que los vasos
tintinearon en la vitrina, y durante todo el rato
vociferaba la misma frase hasta que la cara se
le puso completamente colorada.

—Basta —dijo papá.


Gussi respiró profundamente. Era
como si poco a poco volviese a la realidad.
—¿Ahora? —preguntó.
Papá asintió. Gussi llevó solemnemente
la hoja delante de sí hasta la mesa, la prendió
por una esquina y la sujetó ardiendo sobre la
fuente de esmalte para que la ceniza cayese al
agua. Para terminar, metió la mano entera con
la hoja ardiendo debajo del agua hasta que dejo
de crepitar.
No dijo nada. Entonces papá sopló la
vela y encendió la lámpara del techo.
—Bien —dijo.
Gussi se quedó de pie junto a la fuente.
—Está ahí dentro —dijo.
Papá asintió.
—Es una magia auténtica —dijo Gussi.
—Totalmente auténtica —dijo papá.
—Sí —dijo Gussi—. Ahora me voy a la
cama.
150

Yo estaba un poco asombrada. A decir


verdad era bastante temprano aún, y por lo
general Gussi no solía irse a la cama volun-
tariamente.
Me puso los brazos alrededor del cuello
y me dio un beso en el moflete. '

—¿Crees que ahora tiene miedo? —su-


surró—. ¿Se largará?
—Creo que hace mucho que se ha ido
—susurré yo a mi vez. Gussi asintió.
—Tiene mucho miedo de los magos
—dijo—, y de papá y de mí.
Puse los pies sobre la mesa e intenté
sentirme cómoda. Cuando en mi cabeza -sur-
gían Oliver y el malhumorado chute, simple-
mente los expulsaba de mi pensamiento.
—Tengo que ir enseguida a apagarle la
luz a Gussi —dijo papá, y se llevó la fuente de
agua a la cocina.

—¿Cómo va a hacer efecto? —pregunté.


Gussi me daba pena. Iba a ser terrible
para él levantarse mañana por la mañana y
encontrar que a pesar de todo la cama estaba
mojada.
—Si hace hará efecto porque
efecto,
Gussi cree en todo esto —dijo papá—. Hasta
ahora tenía miedo todas las noches de que vol-
viera a ocurrirle. Hoy ya no tiene ningún mie-
do. Y... ¿cómo te fue con el fútbol?
151

Tuve que hacer un esfuerzo. Estaba cla-


ro que papá iba a preguntarlo.
—Una mierda —dije. No debía llorar—.
Perdimos.
—Lástima —dijo papá.
Entonces me alzó la barbilla.
—¡Pero Nele! —exclamó y se sacó un
pañuelo del bolsillo— ¡Esa estúpida copa tam-
poco es tan importante!
Me limpié la cara. Tuvo que pasar un
momento hasta que pude hablar.
—Me había echo tantas ilusiones...
—dije.
Entonces me marché corriendo a mi ha-
bitación.

A las ocho ya tenía la luz apagada. Es-


taba tumbada en la cama y pensaba en que
ahora debía pensar en ello e intentar aclararme
a mí misma las cosas. Con Oliver ya se había
acabado todo. Tenía que conformarme. Lo me-
jor eraempezar desde este mismo momento.
Llamaron a la puerta.
—¿Nele? —susurró mamá, y abrió la
puerta, sólo una rendijita— ¿Estás aún despier-
.

ta?
Yo gruñí un poco. Podía haberme que-
dado callada y así ella hubiera pensado que
estaba dormida.
152

Mamáentró en la habitación y cerró


silenciosamente la puerta tras de sí. Se sentó a
oscuras en la silla del escritorio.
—No enciendo la luz —dijo.
Yo
esperaba. Al fin y al cabo era ella la
que había venido.
—No quiero entrometerme —dijo
mamá—. Tú debo irme pero... bueno...
dirás si

Wilfried y yo tenemos desde hace mucho tiem-


po la sensación de que te pasa algo, y lo hemos
meditado mucho, y de pronto caí en la cuenta
de que cuando yo tenía tu edad me enamoré
por primera vez.
Mamá hizo una pausa. Yo cogí la col-
cha con la boca y la mordí. Notaba cómo, "una
vez más, volvían las lágrimas, y las dejé caer.
La habitación estaba bastante oscura.
—Él era mayor que yo —dijo mamá—.
Bueno, es en cualquier caso, le adoraba
igual,
tantísimo... Siempre esperaba que me hablase.
Intenté por todos los medios hacerme notar
ante él: fantásticos vestidos, fantásticos peina-
dos y una sonrisa super-artificial... Justamente
todo lo que se supone que ponen en juego las
mujeres... Por supuesto, él no reaccionó. Al
finalyo estaba totalmente acabada. Pensé que
debía de tener un aspecto horrible, ya que él no
se interesaba por mí... ¡Fue horrible!
Me agarré con las dos manos al borde
de la cama y mordí aún con más fuerza la
153

colcha. Poco a poco empezaba a sollozar, pero


mamá no notó nada y siguió hablando:
—Como es lógico, de aquello no salió
nada —dijo—, y cuando hoy pienso en ello, aún
puedo sentirme rabiosa. ¿Por qué no le hablé
ni una sola vez? Dímelo. Preguntarle si venía
conmigo al cine, por ejemplo, o simplemente
decirle que me parecía muy agradable. En este
caso él tendría que haber reaccionado, y al
menos yo me hubiera enterado... No, yo me
puse a hacer jeribeques, sencillamente porque
una chica no puede dar el primer paso: no es
femenino, hay que dejar que te escojan... No
seas tú tan estúpida, Nele —dijo mamá subien-
do un poco el tono de voz—. Si de verdad te
gusta alguien, dile algo. ¡No esperes durante
meses una señal diferente por su parte, como
hizo la estúpida de tu madre!
Ahí ya no servía lo de morder la colcha.
Necesitaba llorar, llorar fuerte, sollozar. Mamá
se levantó, pero no se acercó a mi cama.
—Ah, Nele, corazón —dijo asustada—.
Oye, perdona, Nele, no debí haberme entrome-
tido, perdona.
Y salió de mi habitación cerrando la
puerta tras de sí.
Esperé largo rato por si acaso se le
ocurría volver a consolarme. Pero no lo hizo,
gracias a Dios; entonces sencillamente empecé
a sollozar en la almohada, y sentí cómo, con
154

todo que había sucedido, se me iba subiendo


lo
la rabia contra Oliven porque jamás me había
mirado y porque hoy no me había consolado
después del partido, y pensé que había sido una
estúpida al enamorarme de un tipo como ése.
Todo lo de las señales no significaba nada.
Oliver me escogió en clase de inglés porque yo
le era indiferente, y me había prestado sus bo-
tas porque quería ganar el partido, y me había
acompañado a casa por la misma razón. Era
terrible admitirloy lo único que
alegraba me
era no haberle contado a Katta nada concreto.
Todos menos yo debían de haberse dado cuen-
ta de que Oliver no me prestaba la más mínima
atención, y de que era un tipo estúpido.
Oliver era un tipo estúpido. Oliver era
estúpido y antipático. No debía quedarme dor-
mida ahora. Oliver era especialmente antipáti-
co. Debía convencerme de ello antes de maña-
na por la mañana.
Al día siguiente no me despertó mamá,
sino Gussi:
—¡No
ha atrevido más! —gritó Gussi
se
mientras abría mi puerta bruscamente—. ¡Tal
vez fuera la magia, tú!

—Lárgate —dije, y me di la vuelta.


A lo mejor aún me quedaban cinco mi-
nutos. Tal vez incluso diez. Gussi tenía que
evaporarse.
—¡No me he hecho ni una gota en la
155

cama! —aulló Gussi, y me sacudió agarrándo-


me por el hombro—. ¡Lo hemos espantado con
nuestra magia! ¡Papá y yo!
Abandoné la idea. Al fin podía entender
a Gussi.
—Chachi —dije.
—Nunca era yo —dijo Gussi mientras
me ponía las zapatillas—. Era el monstruo.
—Claro —afirmé.
Gussi salió como una exhalación de mi
cuarto. Si existen días buenos y días malos, éste
debía de ser de los buenos.
XVI

No me apetecía ir directamente al cole-

gio. Y Katta ya no estaba en su casa cuando


pasé a buscarla.
se ha ido muy temprano —me
—Hoy
dijo lamadre de Katta sonriendo. Todavía lle-
vaba puesta la bata. Incluso cuando no se ponía
maquillaje tenía mejor aspecto que mamá.
Me
propuse mantenerme tranquila. No
iba a llorar cuando viera a Oliver, y me iba a
parecer un estúpido integral. Y en cuanto a lo
de «en propia puerta», debían quedarse todos
bien calladitos. Eso le ha ocurrido hasta a al-
gún que otro jugador de fama mundial. Y por
otra parte, Golo podía haber tenido más cui-
dado.
Debía darme un empujoncito para en-
trar en clase. Llegué bastante tarde.
Todos estaban de pie, desperdigados
por la clase, como cada mañana. Hablaban y
jugaban a las cartas y hacían los deberes a toda
157

velocidad, y podían seguir riéndose aún des-


pués de la derrota de ayer.
Entonces Benno se dio cuenta de que yo
estaba allí.

—Vaya —dijo.
No sonó nada rabioso. Más bien con-
fuso...

Olaf alzó la vista.

—¡Bonita cagada la que te marcaste


ayer! —exclamó.
Poco a poco se fueron callando todos y
se nos quedaron mirando.
—Lo siento —dije.
No tenía ninguna intención de decir
eso. Me hubiera gustado decir que yo no podía
hacer nada al respecto, y que, al fin y al cabo,
ellos podían haberse buscado un portero me-
jor. En vez de eso empecé a notar cómo me
volvían las lágrimas a los ojos.
Olaf me pasó el brazo por los hombros.
—Eso le puede pasar a cualquiera, en
serio —dijo.
—A mí también me pasó una vez en el

club —dijo Torsten.


Benno me dio un pañuelo.
—A Torsten también le pasó una vez, en
serio —dijo.
Debían de haberse puesto de acuerdo.
Habían decidido no ser desagradables conmi-
158

go, a pesar de que había echado a perder la


copa. Y necesitaba seguir llorando por ello.
Me dieron un par de golpecitos más en
el hombro, y luego volvieron a sus mesas, a sus
cartas y a sus deberes.
Entonces fue cuando me di cuenta de
que no había nadie sentado junto a mi mesa.
Por fin la descubrí.
Estaban sentados en la parte delantera
de la clase, sobre la tarima. Katta apoyaba la
cabeza sobre el hombro de Oliver, y Oliver le
acariciaba tiernamente la cara. Parecía que no
se daban cuenta de nada, de que había más
gente en clase, y se hablaban en susurros.
Ya no me acuerdo de cómo fueron las
clases, sólo recuerdo que Katta se sentó muy
tiesa junto a mí, sin mirarme, y que yo me
sentía como el día anterior detrás de la porte-
ría. Es imposible vivir dos veces seguidas cosas

tan horribles... ¡Debe existir alguna justicia en


el mundo! No comprendía por qué yo, precisa-

mente yo, debía sufrir tantísimo. Katta era mi


mejor amiga, pero Katta me había traicionado.
Hizo como si persiguiera a Oliver sólo para mí,
pero en realidad se había pintado para él y
hablado con él por mero interés propio. Y aho-
ra también se lo había llevado ella. Nunca ja-
más podría confiar en nadie.
Delante estaba sentado Ulrich, solo, en
su mesa, pintando monigotes. De vez en cuan-
159

do pero no se ponía colora-


se volvía hacia mí,
do. Daba más impresión de querer estar
la
atento para poder correr junto a mí cuando
fuera necesario.
Cuando me miró de nuevo le sonreí un
poquito, para que no se volviera a preocupar.

De camino a casa me di cuenta de que


de alguna forma me sentía tristemente feliz.

Había refrescado, y los dedos se me congela-


ban aferrados al manillar. El sol lo volvía todo
tan traslúcido que se notaba que pronto llega-
ría el invierno.
Lo de Oliver ya había pasado a la histo-
ria,ya no estaba enamorada de él, y me resul-
taba un poco extraño pensar cómo había gira-
do durante meses en torno a mi vida. Sólo
cuando pensaba en Katta tenía que apretar los
dientes con fuerza.
A mucha gente la han utilizado sus me-
jores amigos, eso se ve en la televisión, pero al
mismo tiempo una no puede imaginar que
se
eso le vaya a ocurrir a ella alguna vez. Pero a
mí me había pasado, y de pronto me sentía
adulta y madura, como cuando se sale de una
dura prueba, y me imaginaba a mí misma son-
riendo con dulzura y condescendencia... No
era tan sencillo hacerlo con el viento azotándo-
me la cara...
160

A partir de
ahora iba a ser dulce, suave
y tranquila, para que todos se preguntasen qué
me había ocurrido. Pero todos sospecharían
que llevo una gran pena escondida dentro de
mí. Y yo estaría siempre ahí para todos y haría
el bien. Al menos de vez en cuando.

En casa estaban papá y Gussi sentados


en aguando una masa salada.
la cocina,

—Tienes una pinta extraña —dijo papá.


—¿Cómo extraña? —pregunté y colgué el
abrigo en el guardarropa.
—Tienes la boca tan torcida —dijo
papá—. ¿Te duelen las muelas?
Yo dejé de sonreír con dulzura y condes-
cendencia. No tenía ningún sentido si iba a dar
lugar a malentendidos... Al fin y al cabo también
se podía ser dulce y misteriosa sin sonreír.
—¡Estamos haciendo una masa salada!
—gritó Gussi, y me señaló con un dedo pringo-
so—. ¡Hemos aprendido en la guardería!
—¡Fantástico, Gussi! —exclamé e hice
que mi voz sonase muy bajito y muy suave.
—Y mañana haremos hombrecitos.
¡Mira! Así y así —dijo Gussi mientras entrela-
zaba los dedos pringosos.
—Si eres feliz así... —dije yo dulcemente,
acariciándole el pelo.
—¡Deja eso! —gritó Gussi, y me apartó
de un empujón.
161

Papá me miró con desconfianza.


—Algo pasa —dijo—. ¿Te han cargado en
algún examen?
Pensé que en la televisión todo el mun-
do notaba enseguida cuándo a alguien le había
traicionado su amigo y su cara estaba marcada
por el dolor. Los demás lo tenían en conside-
ración y le respetaban. De cualquier modo, a
nadie se le ocurriría preguntar por dolores de
muelas o malas notas. Pero a lo mejor la clave
estaba en la música de fondo, que muchas ve-
ces aclara bastante.
—No, no —dije—. Todo está en orden.
Me senté con ellos y metí yo también la
mano en la masa.
—¿No es aún un poco pronto para una
masa salada? —pregunté—. ¡Aún queda bastan-
te lejos la Navidad!
—Nunca es demasiado temprano para
una masa salada —dijo papá—. ¿Sabes una
cosa? Jamás lo supe, pero durante toda mi vida
he querido chapotear en masa salada.
Parecía muy feliz.

Decidí definitivamente que aquél no era


el día más oportuno para estar suave y dulce.
—Así esto no llegará nunca a nada
—dije, y les enseñé cómo se hacía.
162

—Nele
—dijo Katta después de que yo
descolgara y dijera «dígame».
Fui yo a coger el teléfono cuando sonó
porque papá y Gussi volvían a estar ocupados
con su gran magia en el salón... Hasta Jakob
estaba obligado a encontrarse presente.
—Sí, dime —respondí.
Me hubiera gustado gritarle o murmu-
rar muy bajito algo cortante para que después
ella segolpeara la cabeza y exclamara «¡ah!»,
pero en tan poco tiempo no se me ocurrieron
las palabras adecuadas. Y además tampoco es-
taba segura en ese momento de no tener que
comportarme con suavidad y dulzura con Kat-
ta y si debía perdonarla...
—Nele —dijo Katta—. No sé... yo sólo
quería... —y entonces se echó a llorar.

Todo aquello era una locura: si había


alguien que tuviera alguna razón para llorar,
esa era yo. Y poco a poco ese lamento continuo
me pareció demasiado.
—¡Para—dije— Lo pasado, pasado.
ya!
Pero Katta seguía llorando y no para-
ba... Era una verdadera lástima, más que nada
por lo de las tarifas telefónicas.

—¡Lo siento tanto! —dijo Katta, y mien-


tras tenía que hipar todo el rato—. Yo no lo
quise así...

Me contó lo pronto que se enamoró de


163

Oliver y lo bueno que estaba, y lo bien que


jugaba y sobre todo lo mucho que le
al fútbol,

gustaba. Pero siempre se había dominado por-


que quería estar de mi lado, y no podía hacer
nada si él se había enamorado ahora de ella y
no de mí.
Yo le dije que estaba clarísimo que ella

no podía hacer nada.


Katta dijo que lo suyo con Oliver habría
podido pasar mucho antes, pero que ella lo
había bloqueado siempre por mí, que tenía que
creerla...

— ¡Hummmm! —murmuré.
Entonces Katta dijo que debía perdo-
narla y que yo seguía siendo su mejor amiga, y
que me necesitaba mucho ahora que las cosas
entre sus padres estaban fatal.
—¡Por favor, Nele —exclamó—, di que
todo está bien!
Pensé en lo enrevesado de aquel asunto:
me había robado a Oliver, y ahora yo debía
decirle que no tenía nada que objetar al respec-
to. ¡Sólo para que se sintiera mejor!
Pero esa era mi oportunidad de ser ma-
dura, generosa, suave, y dulce.
—Bueno, bueno —dije.
164

Es una lástima... pero no hay final feliz.


Jakob ya anda y dice «guau-guau» y
«la-la», que quiere decir columpiarse. Papá
dice que no entiende por qué no fue «papá» lo
primero que dijo este niño. Él esperaba que así
fuera...
Gussi ya no necesita ninguna gran ma-
gia; sólo, a veces, necesita al mono Carlos.
Papá ha cosido un parche nuevo de tela en
le

la pata que chupa Gussi, porque se le iba sa-


liendo el relleno por ahí, y estaba bastante as-
queroso.
Mamá trabaja y dice que sospecha que
van a ascender al Schróder dentro de poco y a

ella no, y todo porque no tiene ninguna pers-


pectiva y sólo habla con la boca llena de forma
pomposa.
—¡Que alguien me cuente algo sobre la
igualdad de derechos! —dice mamá.
Papá cocina, y cose, y pasa el aspirador,
y hace construcciones con ladrillos para Jakob,
y juega al tenis, y limpia ventanas, y destripa
radios con Gussi... Encontraron una en el cubo
de basura y le sacaron todas las válvulas y los
cables, y luego nuestro cubo de la basura estaba
a rebosar de porquería.
Nuestra casa no está ordenada en ex-
ceso.
—No puedo hacer brujerías, pero puedo
vivir con ello... —dice papá.
165

Sólo le duele cuando viene una vecina


por equivocación.
Sigue habiendo de vez en cuando peleas
entre papá y mamá. Pero ninguno de los dos
ha vuelto a salir corriendo. A mí me parece que
no deberían pelearse delante de nosotros, los
niños.
Katta tiene desde hace tiempo un novio
nuevo, y probablemente a Oliver le dejó plan-
tado. Ahora le permito que me copie los debe-
res de lengua, pero aún no tengo claro si eso
sirve de algo. Ulrich tiene menos granos, pero
sigue teniendo bastantes. Ahora tampoco ha-
blo mucho con él. Sólo a veces le sonrío y así...
Sea como sea, en casa ya estamos bas-
tante mejor. Gussi sigue guardando un palo
debajo de su cama. Así seguro que el monstruo
no se atreve a volver.
Este libro se terminó de im-
I

primir EN LOS TALLERES GR^FI


COS DE PRINTTNG-10, S. A., MÓSTOLES
(MADRID), EN EL MES DE MARZO DE 19%,
HABIÉNDOSE EMPLEADO. TANTO EN IN-

TERIORES COMO EN CUBIERTA, PAPELES


100% RECICLADOS.
#
Todo cambió con Jakob
Kirsten Boie
Nació en 1950 en Hamburgo. Se licenció
en Literatura y ejerció como profesora
en un instituto durante cinco años.
Actualmente se dedica a escribir libros
para niños y jóvenes. Vive con su marido
y sus dos hijos en las cercanías
de Hamburgo. Ilustración de cubierta:
RAÚL
En casa de Nele deciden hacer
un cambio importante: la madre trabajará
en su antiguo empleo y el padre
se ocupará de los niños y las tareas del
hogar. Sin embargo, la llegada del nuevo
hijo -Jakob- crea problemas suplementarios.
La escasa experiencia del padre
y la dificultad para vencer viejos hábitos
parecen ir a concluir en una grave
crisis familiar.

100%

ALFAGUARA

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