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con Jakob
Kirsten Boie
ALFAGUARA
*Jh$S
100%
Todo cambió
con Jakob
Kirsten Boie
I.S.B.N.: 84-204-4764-1
Depósito legal: M. 5.727-1996
Diseño de la colección:
José Crespo, Rosa Marín, Jesús Sanz
Y llegó Jakob.
—¿No os lo había dicho? —exclamó papá
triunfalmente— ¡Es un niño! Si este niño sigue
.
Pero
expresión de desencanto seguía
la
en los ojos de papá.
—Ya ha empezado —dijo, y olisqueó con
cara de repugnancia las sábanas—. Debíamos
haber contado con esto. Celos de Jakob. Regre-
sión. Quiere volver a ser un bebé. Me lo ima-
ginaba.
Poco a poco, esta familia era demasiado
para mí. El colegio me parecía un cambio có-
modo.
—Me voy ya —dije, y forcejeé con papá
para pasar por la puerta.
En el pasillo estaba Gussi: en pijama, la
cabeza hacia el suelo, atufando tanto como sus
sábanas.
—¡No vuelvo a ir, tú, te lo aviso! —dijo,
y en la cara tenía una expresión de furia sor-
da—. Nunca más, ¡eso te lo digo yo!
Le hubiera abrazado a gusto, y le habría
consolado, aún cuando no tuviera tiempo...
Pero echaba tal peste, que sólo le acaricié el
pelo.
—Seguro que te gusta más cuando co-
nozcas a los niños —le dije—. Seguro, Gussi.
Pero en la escalera me avergoncé. Me
imaginaba a Gussi con muchos otros niños, en
círculo, balanceando los brazos... Hoy a medio-
día volvería a ocuparme de él. Entonces, pro-
bablemente, él volvería a oler como un hom-
bre.
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un cacao.
—No lo hubieras hecho —dijo Gussi, y la
espalda volvió a ponérsele completamente rígi-
da—. ¡Estabas pasando el aspirador!
Jakob empezó a rezongar: se había des-
pertado entre mis brazos.
—Te prometo que prepararé cacaos
te
esté haciendo lo que esté haciendo —dijo papá,
y le tendió una mano a Gussi—. Palabra de
honor.
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empanados.
—Y después... ¿helado con crema calien-
te? —preguntó Gussi.
Papá titubeó un segundo.
—Y después, helado con crema caliente
—dijo.
Me senté en la cama.
—¿Pensaste que sería como es? —pre-
gunté.
Mamá sacudió la cabeza de un lado a
otro.
—Me entra mala conciencia cuando
pienso en ello —dijo—. Pero es falso, ¿entien-
des? Porque lo planeamos así y porque yo, al
fin y al cabo, tengo el mismo derecho que él a
mi trabajo.
—Ya —dije yo.
Era cierto. Todo era cierto. Pero, enton-
ces... no tenía por qué ser tan difícil.
Mamá se levantó y se fue.
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a todo esto.
—A ella le parece súper —contesté yo.
Eso lo podía afirmar con la conciencia tranqui-
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No
había duda de que necesitaba un
plan para cazar a Oliver. Así no iba a ninguna
parte. Y
ya que Katta me había dicho un par
de veces que estaba muy bien con mi nuevo
peinado, quizá ya no se reiría de mí...
Lo intenté aquella tarde mientras "tomá-
bamos el té.
—Hoy
por la tarde estuve con Gussi en
el médico —dijo papá cuando llegué a casa.
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ves,
En ese momento lloró Jakob. Le di su
vaca.
— ¡Bah, tonterías! —dije.
suelo.
—Ven aquí, Gussi —dijo papá—. Tam-
bién se puede comer con un solo calcetín.
Miró a mamá con la frente arrugada y
sacudió suavemente la cabeza.
Mamá no dijo nada más.
Papá le untó una rebanada de pan a
Gussi.
—¿Era sésamo lo que le echabas tú siem-
pre al pan?
—No siempre, a veces —dijo mamá.
Cuando estaba en casa, nos hacía ella misma el
pan— ¿Por qué lo preguntas?
—Estoy en camino de convertirme en la
perfecta ama de casa —dijo papá, y se cortó
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cientemente maternal.
—Y por eso es imprescindible que sepas
si yo cuezo el pan con sésamo, claro —dijo
mamá.
Había dejado de comer y se quedó mi-
rando a papá bastante desconcertada.
—Hablaron de la cocción del pan —ex-
plicó papá—. Una señora quería comprarse un
molinillo de trigo eléctrico, y yo le aconsejé que
tuviera especial cuidado de que la consistencia
de la harina fuese lo suficientemente gruesa, y
sobre todo, el tiempo de cocción. Le di a esa
mujer nuestro número de teléfono.
r
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pelo a mamá.
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res.
—dijo Senger— . Es no se
decir, trata de un
control, pero las de aquellos que me lleve, las
y la boca seca.
—Pronto va a pensar que eres sordomu-
da —dijo Katta.
Yo entendía que se enfadase porque ella
ponía mucho interés y yo no entraba en el
juego. Pero simplemente era que yo no podía
hacer otra cosa...
Lo del andar seductor lo intenté un par
de veces, pero tampoco parecía servir de nada.
Yo me sentía estúpida. Para andar de forma
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culo.
Lo del perfume tuve que abandonarlo.
Al final habíamos comprobado que no valía
para nada. Y mamá se había enfadado, porque
cerré mal el frasquito y se había evaporado
muchísimo.
Pero Katta aún no había pensado un
plan en toda regla. «Estar siempre ahí» —de-
cía—, y me ayudaba a seguirle los pasos a Oli-
ven
Y de pronto ya no necesité a Katta. La
idea se me ocurrió a mí sólita.
próximo miércoles.
—¡Me muero! —exclamó Arne.
Estábamos todos bastante deprimidos.
Necesitábamos once jugadores, y en clase ha-
bía trece chicos. Y a pesar de que eso sonaba
muy bien, significaba que no teníamos ninguna
oportunidad. Estaba claro que Torsten no po-
día jugar, y Mirko casi no podía hacer deporte
porque tenía asma. Quedaban once chicos dis-
ponibles, y uno de ellos era Ulrich...
A Ulrich no le habían dejado jugar nun-
ca. Ni siquiera estábamos seguros de que su-
piera qué era el fútbol.
—Vale —dijo.
Olaf le pasó el brazo por los hombros y
le dio un golpe amistoso.
—Gracias, a pesar de todo —dijo.
En ese momento sonó el timbre. En cla-
se de matemáticas circularon muchas cuartillas
en las que problema. Nadie so-
se discutía el
portaba dejar de pensar en la tragedia durante
cuarenta y cinco minutos.
A Katta y a mí nos llegaron cartas dos
veces. «¿Qué pasa con Uli el granos?», ponía
en una. En la respuesta ponía: «¿Para hacer de
pelele o qué?»
La segunda la interceptó el profesor de
matemáticas cuando ya había llegado casi has-
ta Olaf, y quiso saber inmediatamente qué que-
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rika.
No miró a Ulrich mientras lo decía.
Ulrich no dijo nada. Siguió sentado en
su pupitre dibujando extraños monigotes en su
cuaderno de anillas.
Yo
mastiqué muy despacio. Sabía a
menta. Hoy por la noche ya no sabría a nada,
pero a pesar de todo yo seguiría mascando la
goma, y al acostarme la pegaría debajo del
escritorio.
Oliverme había mirado gravemente, me
había prestado sus botas y me había regalado
un chicle.
—La verdad es
que aún es un poco tímido
—dije—. Pero un chicle está muy bien, ¿o no?
—Claro —dijo Katta—. Lo que pasa es
que no estoy de humor, lo siento.
No dije nada. Conocía a Katta. Ella lo
contaría por propia voluntad.
—En casa el ambiente está espeso —dijo
Katta—. Mis padres se han peleado. Muy en
serio... ¡y mientras yo estaba delante!
—Bien —dije.
Entonces se abrió la puerta del cuarto
de Gussi y mis canicas traquetearon una tras
otra por el pasillo.
—¡Te puedes quedar con los extranjeros!
—gritó Gussi—. Están «descalificados».
—Muchas gracias —dije, y me puse a
recoger las canicas muy despacio.
Gussi me empujó delante de la puerta
de la cocina.
—¿Y en decatlón, papá? —gritó—. ¿So-
mos loscampeones?
Me toqué con la lengua el moflete dere-
cho. El chicle continuaba todavía ahí, y aun
tenía una pizquita de sabor a menta.
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Nele?
En ese momento sonó el teléfono. Lo
cogí yo.
—¡Gracias a Dios! —exclamó una voz de
mujer al otro lado del hilo—. Llevo una hora
intentando localizarles, pero las primeras veces
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ir a casa.
—¿Quieres? —preguntó alguien detrás
de mí.
Sobre mi hombro derecho apareció un
termo. Yo sacudí la cabeza. Me di la vuelta; era
mejor que Ulrich no viera cuánto había llo-
rado.
Aunque estaba claro que debía de ha-
berlo visto si se había quedado todo ese tiempo
en el campo.
—¿Quieres que te acompañe a casa?
—preguntó Ulrich desde detrás.
No se atrevía a acercárseme.
—No —dije.
Ya podía volver a hablar. Levanté la
nariz yme la limpié con el dorso de la mano.
Era lo que me faltaba: que alguien me viera
regresar a casa con Ulrich. Poco a poco esas
cosas vuelven a ser importantes.
Ulrich estuvo callado durante un buen
rato. Luego me pasó el chándal por encima del
hombro.
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cha importancia.
Caminé tan despacio que a mi cara le
ta?
Yo gruñí un poco. Podía haberme que-
dado callada y así ella hubiera pensado que
estaba dormida.
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—Vaya —dijo.
No sonó nada rabioso. Más bien con-
fuso...
A partir de
ahora iba a ser dulce, suave
y tranquila, para que todos se preguntasen qué
me había ocurrido. Pero todos sospecharían
que llevo una gran pena escondida dentro de
mí. Y yo estaría siempre ahí para todos y haría
el bien. Al menos de vez en cuando.
—Nele
—dijo Katta después de que yo
descolgara y dijera «dígame».
Fui yo a coger el teléfono cuando sonó
porque papá y Gussi volvían a estar ocupados
con su gran magia en el salón... Hasta Jakob
estaba obligado a encontrarse presente.
—Sí, dime —respondí.
Me hubiera gustado gritarle o murmu-
rar muy bajito algo cortante para que después
ella segolpeara la cabeza y exclamara «¡ah!»,
pero en tan poco tiempo no se me ocurrieron
las palabras adecuadas. Y además tampoco es-
taba segura en ese momento de no tener que
comportarme con suavidad y dulzura con Kat-
ta y si debía perdonarla...
—Nele —dijo Katta—. No sé... yo sólo
quería... —y entonces se echó a llorar.
— ¡Hummmm! —murmuré.
Entonces Katta dijo que debía perdo-
narla y que yo seguía siendo su mejor amiga, y
que me necesitaba mucho ahora que las cosas
entre sus padres estaban fatal.
—¡Por favor, Nele —exclamó—, di que
todo está bien!
Pensé en lo enrevesado de aquel asunto:
me había robado a Oliver, y ahora yo debía
decirle que no tenía nada que objetar al respec-
to. ¡Sólo para que se sintiera mejor!
Pero esa era mi oportunidad de ser ma-
dura, generosa, suave, y dulce.
—Bueno, bueno —dije.
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