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Lady Caprichosa y el Americano

Escándalos de la Nobleza

Maria Isabel Salsench Ollé


Derechos de autor © 2022 Maria Isabel Salsench Ollé

Todos los derechos reservados

Los personajes y eventos que se presentan en este libro son ficticios. Cualquier similitud con
personas reales, vivas o muertas, es una coincidencia y no algo intencionado por parte del autor.

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transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico, o de fotocopia, grabación o de
cualquier otro modo, sin el permiso expreso del editor.
Contenido
Página del título
Derechos de autor
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo final
Epílogo
Sobre la autora
Nota final de la autora
Piel de Luna
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Forma parte de mi Universo de Lectoras
Otros títulos de MaribelSOlle
Capítulo 1

Primavera de 1872. Nueva York.


Los botines blancos y brillantes de Katty golpeaban rítmicamente el
suelo con los tacones. Los pasos decididos y confiados de la única hija del
Duque de Doncaster, el hombre más rico de Inglaterra, se hacían oír en la
avenida principal de la ciudad americana sin miedo. Su vestido a la última
moda, blanco con rayas azules y un escote atrevido, resaltaba entre los
demás atuendos de las viandantes. Y eso era porque Katty era una mujer, no
solo presumida, sino con un excelente buen gusto.
Mientras su polisón se encargaba de darle vuelo a sus andares, ella
mantenía su mentón ligeramente alzado por encima de los hombros y sus
ojos lilas clavados al frente. Hacía buen tiempo y eso la ponía de buen
humor. Paró como si fuera a dominar el mundo solo con su presencia, justo
delante de una tienda. Concretamente, su propia tienda: Katty&Esme. Y
lady Selena, la hija de un barón arruinado que trabajaba para ella, se
encargó de abrir las puertecitas de color rosa con los interiores verdes.
Katty apartó la sombrilla blanca con volantes de encaje de su cabeza y la
cerró justo antes de entrar en el establecimiento que ella sola, con la ayuda
de su trabajadora, regentaba. Lo justo hubiera sido que su socia y buena
amiga, lady Esmeralda Peyton, la ayudara. Pero su amiga solía pasar las
primaveras en Inglaterra, visitando a sus padres y a sus suegros. En otras
ocasiones, le hubiera hecho saber lo muy decepcionada que estaba a
Esmeralda, pero esa vez no. Necesitaba ocupar su mente en algo; de hecho,
ese era el propósito de su tienda: ayudarla a no pensar.
—Selena, procura que el vestido de Rodisha esté listo. La hermana de
mi cuñada vendrá a buscarlo esta mañana e intenta que el color blanco de la
tela esté radiante, sabes que el blanco impoluto combina muy bien con el
color de piel de Rodisha —recordó en voz alta y lady Selena asintió—. Y
encárgate de recolocar las telas antes de que nuestras clientas empiecen a
entrar, no me gustaría que vieran este desorden.
—Sí, miladi —contestó lady Selena con presteza y ávida por cumplir
con los mandatos.
Katty hizo vibrar sus pestañas de color castaño sobre las persianas del
local y se dispuso a levantarlas con sus propias manos. No era habitual que
una dama de su clase y posición trabajara, pero a ella le importaba muy
poco lo que fuera habitual. De hecho, estaba decidida a hacer todo cuanto se
le antojara. Desde pequeña, había aprendido de su madre a ser una mujer,
no solo antojadiza, sino osada. Además, en América no la controlaban
tanto. La sociedad neoyorquina apenas prestaba atención a esos menesteres.
Aunque sí a otros. Por ejemplo, el odio irracional hacia las personas de
color negro.
Y quizás por eso, por su rara afición a llevarle la contraria al resto del
mundo o, por simple generosidad, decidió que su tienda estaría abierta a
todos los públicos. No importaba el color de la piel de su clientela. Esa
premisa empresarial, no solo la había catalogado como la más odiada de
Nueva York en más de un sentido, sino que había llenado sus arcas un poco
más de lo que ya estaban. Mujeres que antes habían sido esclavas, ahora y
poco a poco, empoderadas y con dinero, iban a su tienda para comprar todo
cuanto les apeteciera. Ella no solo vendía ropa, sino todo cuanto el género
femenino pudiera necesitar: jabones, perfumes, peines, sombreros, etc.
La mayor parte del dinero que obtenía de su tienda, lo atesoraba como
su propia fortuna personal. Lejos del dinero y del oro de su padre. Y no por
miedo a que algún día su familia paterna le fallara, sino por simple gusto y
satisfacción personal.
Se dispuso a contar el dinero de la caja, cuando una vocecilla, que ya
empezaba a serle conocida, la llamó desde la puerta.
—Señora Sutter —dijo el hombre alto de pelo rubio y ojos profundos de
color miel. Era su abogado, Liam Anderson. No llevaba muchos años
ejerciendo la profesión, pero era un profesional innovador y hasta entonces
había ganado todos los casos por su valentía en los tribunales.
—Lady Raynolds, si no le importa —le recordó Katty su nombramiento
de soltera y rodeó el mostrador para acercarse a él y darle la mano. El
abogado le besó el dorso de la misma, por encima de su guante blanco, y la
miró con un brillo feroz de complacencia.
—Procuraré no olvidarlo de cara el futuro. Miladi, ¿sería posible hablar
en un rincón más íntimo? —preguntó el abogado, echando un vistazo a su
alrededor como si, de un momento a otro, alguna fiera pudiera atacarlos.
—Acompáñeme a la trastienda, señor Anderson —accedió ella y lo guio
hasta esa parte en la que, ni siquiera Selena, podría oírlos—. ¿Qué ocurre,
señor?
—Miladi, he encontrado una vía por la cual su demanda de divorcio
puede resultar favorable.
Katty tragó saliva de modo que el abogado no pudiera darse cuenta de
su nerviosismo y, en su lugar, sonrió satisfecha. —Y dígame, señor
Anderson, ¿cuál es esa vía? Porque le recuerdo que las mujeres tenemos
prohibido ejercer tan primordial derecho.
—Por eso acudió a mí —Sonrió Liam como un tiburón.
—Es cierto, hasta ahora, todas mis demandas han sido rechazadas por
parte de los tribunales ingleses, que es donde figura mi matrimonio inscrito.
Acudí a usted porque los rumores corren, señor Anderson, y sé que usted es
imparable.
—¿Qué ocurre si no hay necesidad de divorcio, lo ha considerado?
Katty frunció ligeramente el ceño, dibujando una línea fina en su frente
de porcelana blanca. —No lo comprendo.
—Anular el matrimonio, miladi —concluyó Liam Anderson y sus ojos
de color miel se oscurecieron temiblemente—. Su matrimonio no sería
válido si no lo hubieran consumado —Katty notó un ligero rubor en sus
mejillas—. Discúlpeme por el cariz que ha tomado la conversación. Sé que
en Inglaterra no se les permite a las damas como usted hablar de esto con
otros hombres.
—Es mi abogado —lo cortó ella y obligó al rubor de sus mejillas a
desaparecer—. Señor Anderson, ha tenido usted una idea estupenda —
comprendió ella en voz alta y sonrió con malicia—. No se me había
ocurrido antes. ¡Recórcholis! ¿Por qué no lo pensé?
—Le exigirán ciertas pruebas, miladi... Pero estoy convencido de que no
hay nada que su gran fortuna no pueda arreglar —Liam volvió a sonreír
como un tiburón—. Si usted demuestra que el señor Donald Sutter jamás
consumó el matrimonio con usted, será libre. Solo necesito su visto bueno
para empezar a redactar la demanda y los documentos pertinentes.
Katty volvió a tragar saliva, pero esa vez no pudo disimularlo tan bien.
Ningún abogado de Inglaterra le había hablado de anular el matrimonio por
algo tan simple, pero crucial. Ni siquiera ella lo había considerado. Si
demostraba a un juez que su esposo jamás había yacido con ella, el
matrimonio se declararía nulo. Y no tendría por qué buscar el divorcio,
porque simplemente nada de lo que había entre ellos existiría.
Había intentado separarse denunciándolo por adulterio. Pero Donald se
las había ingeniado para parecer inocente frente a un juez que, desde el
primer momento, no quería otorgarle el divorcio a Katty por una razón muy
simple: era una mujer. Y las mujeres no debían divorciarse, pasara lo que
pasara. Ella, en cambio, estaba decidida a separarse de ese hombre de una
vez por todas. Llevaba cuatro años desperdiciados a su lado.
—Está bien, señor Anderson —accedió Katty y extendió su mano hacia
el abogado—. Tiene mi autorización para iniciar los trámites. Supongo que
deberá ponerse en contacto con los tribunales ingleses.
—Así es, miladi. Calculo que tardaremos dos meses en tener noticias.
De mientras, manténgase lo más alejada posible de su esposo para que
nadie pueda testificar en nuestra contra.
—No vivo con él, señor Anderson. Gracias a Dios, vivo en la casa de
mis padres. Pero sí convivimos al inicio de nuestra relación...
—No se preocupe, la resolución final se sustentará en una prueba
médica, miladi.
Katty asintió y no dijo nada. ¡Una prueba médica! Eso significaba que
debería demostrar su virginidad a un doctor o a un grupo de matronas.
Despidió al abogado en la puerta y agradeció que Rodisha entrara justo en
ese preciso instante.
—¡Rodisha! ¡Qué placer verte de nuevo! —le dijo a la hermana de su
cuñada, una belleza de piel negra y ojos verdes—. Selena ha terminado de
preparar tu vestido blanco, te quedará de maravilla para tu viaje a
Inglaterra —siguió hablando, para no pensar. Y, sobre todo, para no oír a su
corazón quejarse ni sentirlo resquebrajarse más de lo que ya estaba. Solo
quería terminar con esa farsa que era su matrimonio: solo eso.
Donald Sutter tiró su cigarrillo al suelo al tiempo que soltaba el humo
por la boca. No era la primera vez que veía a ese hombre salir de la tienda
de su esposa, pero su estúpida cara de satisfacción no lo ayudaba a sentirse
mejor. Sabía perfectamente quién era ese caballero de gafas pequeñas y ojos
de color miel a juego con su pelo: Liam Anderson. Uno de los abogados
más prestigiosos de América y el hombre que más lo odiaba en el país.
Él y Liam habían sido compañeros de clase en la universidad hasta que
Liam eligió especializarse en derecho y él en finanzas. No solo habían
compartido clase, sino que habían residido en la misma habitación de la
residencia. Eso debería haberlos unido para el resto de sus vidas, pero
Donald siempre supo que Liam sentía una envidia malsana hacia él. Quizás
fuera porque le había robado a su prometida. Sí, era muy probable que el
asunto de la facilona de Cindy tuviera algo que ver con su resentimiento.
Pero ¿acaso no veía ese mequetrefe que le había hecho un favor? Cindy le
hubiera sido infiel tarde o temprano, y mejor temprano que tarde. Se había
ahorrado una boda inútil. Debería estarle agradecido, ¡qué caray!
Observó a Katty despidiéndose de él con otra estúpida sonrisa. ¡Dios!
¿Esa mujer cuándo dejaría de ponerse cada vez más guapa? Cuando la
conoció le pareció una gatita sin forma ni gracia, pero ahora era una gata
demasiado atractiva como para ignorarla. Tragó saliva y se escondió un
poco mejor detrás del árbol que le servía de refugio durante sus ratos como
perturbado. No era normal, definitivamente no lo era.
No podía ser normal que una hombre como él se dedicara a perseguir y
a espiar a su esposa. Decidió dejar su puesto de control por un rato y
empezó a deshacer la calle con las manos en los bolsillos de su pantalón
ancho y con sus zapatos de piel marrones golpeando contra los adoquines
con cierto cansancio. Llevaba varias noches sin dormir.
Sabía que Katty quería divorciarse de él. Una meta imposible para una
mujer de mil ochocientos setenta y dos. Pero también conocía a su esposa y
sabía que no había nada imposible para ella; al contrario, cuanto más le
prohibían algo, más dispuesta estaba a ir en contra.
Y, definitivamente, el odio de Katty sumado al odio de Liam hacia él era
una combinación muy peligrosa. Era patético que se viera en esa tesitura.
Él, Donald Sutter, uno de los caballeros más ricos de Nueva York,
sosteniendo su fortuna sobre las minas de oro. No solo eso, sino que
siempre había presumido de ser un hombre libre, sin ataduras. Había picado
de flor en flor y había tenido a todas las mujeres que siempre había querido
a su disposición. Y no solo por ser rico, sino por ser terriblemente atractivo.
Cosa que él sabía muy bien. Su pelo era rojo como el fuego y sus ojos
azules como el mar. Ninguna mujer podía resistirse a esa combinación
sumada a una buena planta y a un cuerpo bien cuidado. Ninguna mujer
salvo la suya, claro.
Su esposa lo evadía como a la peste y no tenía ningún reparo en hacerle
saber lo mucho que lo odiaba y lo detestaba.
«En parte tiene razón». Pensó al llegar a sus oficinas, apenas saludó a su
secretario y pasó directo a su despacho, donde se sentó con el gesto serio.
—Señor, hay un hombre que quiere verlo —le dijo su secretario,
importunándolo en sus pensamientos.
—Ahora no puedo recibir a nadie —se excusó desde su sillón de piel
negra y con el ceño fruncido. Tenía más de treinta años y se sentía un
fracasado. Todo por culpa de ella. ¡Dios! Qué mujer más difícil. Debería
darle lo que tanto deseaba: el divorcio y ya está. El inconveniente estaba en
que no podía, ni quería.
Ella era caprichosa, pero él también. Y se había obsesionado con la idea
de conquistarla y recuperarla. Sí, estaba enamorado, como un idiota.
—Señor, creo que puede interesarle esta visita —insistió su secretario.
Un hombrecillo de estatura pequeña y pelo canoso.
—¿Quién es?
—Se trata del señor Barzas. El que controla todo el material que llega al
puerto: las telas, los jabones, los perfumes... Todo lo que sea de
importación.
Donald se puso de pie y se miró en el gran espejo que había en un lado
de su despacho. Se recolocó su pelo rojo y le quitó una mota de polvo a su
chaqueta de traje.
—Hágalo pasar —accedió al fin con tono hastiado.

Un hombre regordete, con papada, nariz de puerco y barriga prominente,


pasó al despacho de Donald y se sentó en la silla que quedaba frente al
escritorio después de los saludos de rigor.
—Sé que mi presencia aquí puede resultar extraña, señor Sutter —dijo
el director del puerto y Donald asintió a pesar de los lazos que le unían a
ese hombre—. Pero no me andaré con rodeos: necesitamos un inversor
principal para reformar el muelle uno. Y hemos pensado en usted. A
cambio, todos los aranceles del puerto pasarán a través de su persona
durante dos meses.
—¿Y a qué debo este honor? —Donald frunció el ceño y se incorporó
hacia delante, repentinamente interesado.
—A nada en especial, señor Sutter. Solemos buscar inversores, y esta
vez hemos pensado en usted ya que su suegro es uno de nuestros clientes
principales y su esposa, la señora Katty, recibe mercancía a diario desde
nuestros muelles. Sabemos que no hará un mal uso de la responsabilidad
que conlleva controlar los aranceles de la ciudad de Nueva York. Además,
confío en usted plenamente.
Era la oportunidad que había estado esperando. Llevaba meses sin ver a
Katty de frente. Controlar su mercancía, sería como controlarla a ella. Y
tarde o temprano debería aparecer en sus oficinas. Donald hizo repicar las
yemas de los dedos de la mano derecha sobre las de la izquierda y aceptó el
ofrecimiento sin pensarlo demasiado. Era una gran oportunidad, solo
tendría que esperar a que su esposa llegara hecha una furia a su despacho e
idear el modo de recibirla.
Capítulo 2

Katty Sutter o, como quería que la llamaran, Katty Raynolds, estaba


esperando en la puerta de su tienda con el gesto airado. Miró a un lado y a
otro de la calle con autosuficiencia y arqueó una ceja castaña cuando vio
aparecer a los mozos de carga. Los había estado esperando durante toda la
mañana.
—¿Se puede saber a qué se debe este retraso? —preguntó cuando los
hombres llegaron a su altura—. ¿Dónde están mis telas y mis artículos? Les
prometí a mis clientas que hoy tendría mercancía nueva. ¿Dónde está? ¿Por
qué llegan ustedes con las manos vacías?
—Señora Sutter...
—Miladi —corrigió ella y achinó sus ojos lilas en dirección al capataz
de la cuadrilla—. Y haga el favor de darme una explicación razonable a esta
falta de responsabilidad. Desde que abrí esta tienda jamás me he quedado
sin mercancía.
—Miladi, con el debido respeto, no se trata de que nosotros seamos
irresponsables. El problema es que los pagos que ha realizado usted, miladi,
han sido insuficientes para extraer los productos del puerto.
Katty se deshinchó un poquito. Desde luego, no estaba acostumbrada a
que alguien le dijera que su dinero era insuficiente. No cuando era la única
hija de un magnate del oro a la que nunca se le había negado nada por
dinero. Al contrario, siempre había tenido cuanto había querido a su
alcance. —¿Qué quiere decir? —preguntó, y estuvo tentada de poner los
brazos en jarra, pero era un acto demasiado vulgar para su refinada
educación. Se limitó a arquear su ceja derecha un poco más.
—Miladi, los aranceles aplicados a su mercancía se han duplicado.
—¡¿Qué?! —se indignó en mitad de la acera, sin importarle llamar la
atención de los viandantes—. ¿Cómo puede ser? ¿Por qué?
—Lo ignoro, miladi —El mozo estrujó la gorra que se había quitado al
llegar a su altura entre sus manos y la miró temeroso—. Pero necesito
pedirle que nos pague el viaje que hemos hecho hasta el puerto de todos
modos, miladi.
Katty achinó sus ojos violetas y negó ligeramente con la cabeza. —No
pienso pagarles por haber llegado sin nada hasta mi tienda. Iré al puerto y
solucionaré esto yo misma. Mañana les mandaré un aviso para que vayan a
recoger lo que es mío por derecho y les pagaré el doble. ¿Está bien?
—Sí, miladi, está bien —accedió el capataz y se fue junto a la cuadrilla
de hombres que solían trabajar para ella.
¿Cómo podía ser que los impuestos sobre sus productos se hubieran
duplicado? No era lógico. Desconocía que hubiera habido una subida de los
precios tan radical. Y aunque pudiera asumir los costos, no quería pagar de
más ni perder dinero por algo injusto. Que fuera rica, no significaba que
ignorara el funcionamiento de un negocio.
—Selena, encárgate tú de cerrar este mediodía —dijo mientras entraba
en la tienda para coger su sombrilla blanca y sus guantes a juego. La
trabajadora asintió justo en el momento en el que ella se recolocaba su
sombrero en el espejo—. Debo ir al puerto, la mercancía que esperábamos
no ha salido de allí —aclaró y salió de la tienda dispuesta a mantener una
conversación muy seria con el señor Barzas.
Subió a su carruaje y llegó allí en cuestión de minutos. Desfiló entre el
gentío hasta las oficinas del lugar con determinación y cerró su sombrilla
para luego usarla como un bastón hasta alcanzar la mesa del secretario. —
Señor, necesito ver al señor Barzas.
—¿De parte de...?
—¡Señora Sutter! ¡Un placer verla! —Entró por la puerta el director,
removiendo su enorme papada—. ¿Viene por algo en especial?
—Señor, ¿podemos hablar en privado?
—Por supuesto, por supuesto. Acompáñeme por aquí —La guio hasta su
despacho y Katty se sentó en un mullido sillón de cuero con un gesto casi
ponzoñoso, malicioso—. ¿Y bien?
—No puedo creer que no sepa el motivo por el que estoy aquí —empezó
ella, con sus manos apoyadas en el agarre de su sombrilla.
El señor Barzas abrió sus ojos pequeños y verdes, confundido. —Lo
ignoro por completo, señora. Se lo aseguro.
—Mi mercancía no ha salido de su puerto hoy. Al parecer, el dinero que
deposité por ella la semana pasada ha sido insuficiente. ¿Puede aclararme
por qué?
—¡Mi señora! ¿Cómo puede ser? Le prometo que lo último que deseo es
enemistarme con la hija de lord Marcus Raynolds. Sin embargo, mucho me
temo que las explicaciones se las debe pedir a su esposo. el señor Sutter.
Oír la palabra «esposo» le provocó un escalofrío desagradable en su
cuerpo. —¿Por qué debería de hablar con el señor Sutter sobre mis
negocios? No es un secreto para nadie que yo misma me ocupo de mis
asuntos y que mi relación con dicho señor es una mera formalidad. Toda
Nueva York lo sabe.
—Señora, algo he oído. Pero estoy convencido de que una buena mujer
como usted entrará en razón tarde o temprano.
Katty empezó a sentir la vena yugular de su cuello hinchándose. No
soportaba que, por ser una mujer, estuviera obligada a perdonar y a aceptar
a su marido sin excusas.
—¿Acaso le ha vendido mi género al señor Sutter?
—O no, no. Lo que ocurre, apreciada señora, es que el señor Sutter es
ahora el responsable de los aranceles de este puerto. Él ha invertido una
suma cuantiosa en la reparación del muelle uno. Nosotros, a cambio, le
permitiremos hacer uso de ese privilegio con las ganancias que conlleve. Si
sus aranceles han subido, debe hablarlo con él, en sus oficinas.
Katty sonrió para ocultar su profundo malestar y su creciente ira. Sonrió
de lado, con tanta falsedad, que temió delatarse. Gracias a Dios, el señor
Barza era un hombre que tenía en poca consideración a la inteligencia
femenina y no fue capaz de leer más allá de su rostro petrificado. ¡Hablar
con Donald! ¡Cara a cara! Hacía meses que no lo veía. Exactamente desde
el otoño del año pasado, justo después de llegar de Inglaterra. Cuando
ocurrió eso... la última fechoría imperdonable de ese desgraciado y lo que la
convenció por recurrir al abogado Liam.
—Gracias por su tiempo, señor Barzas —concluyó su visita y se levantó
de su asiento, obligando al director a hacer lo mismo. Salió hecha una furia.
Ni siquiera se acordó de abrir su sombrilla para andar por el puerto desde
las oficinas hasta su carruaje. Estaba convencida de que Donald estaba
jugando con ella. Es más, estaba segura de que solo había invertido en ese
dichoso puerto para fastidiarla a ella. ¡Maldito rufián! ¡Y maldita la hora en
la que lo conoció! Se sentó en su cómodo y lujoso asiento de terciopelo
morado.
—¿A dónde vamos, miladi? —le preguntó el cochero, con la manilla de
la puertecilla del vehículo en su mano, mirándola perplejo. Sabía que estaba
siendo muy evidente, que su rostro estaba por completo desencajado.
—Cierre la puerta y espere instrucciones —consiguió decir y el cochero
obedeció, dejándola a solas con sus pensamientos en ese cubículo sobre
ruedas. Soltó el aire lentamente por la nariz y cerró los ojos.

Primavera de 1868. Londres.


—Katty, ¿a qué estás esperando para casarte? —le preguntó su amiga
Rose, «lady Ruedas»—. Tienes cientos de propuestas sobre la mesa de tu
padre, y no has aceptado ninguna.
Rose era la hija del difunto conde de York y de la actual reina de
Haiderabad, India. Sus piernas tenían una parálisis por lo que no podía
andar e iba en silla de ruedas. Ese hecho, no obstante, no detenía a la joven
para asistir a los eventos sociales. Jamás quiso quedarse en casa tal y como
dictaban las normas sociales. Y su madre, así como su hermano, la
apoyaban a hacer cuanto gustara sin importar la opinión de los demás. Tenía
una gran bendición, porque la mayoría de los paralíticos eran recluidos en
casa y tratados como enfermos sin posibilidades.
—Querida, estoy esperando al indicado —replicó ella con una sonrisa
de autosuficiencia, pasando la vista sobre los invitados de su fiesta. Su
madre, como cada año, había organizado su famosa mascarada. Y aunque
muchos se esforzaban en ocultad su identidad, para los ojos de Katty era
fácil saber quién era quién—. Oh, oh, veo carne fresca —dijo de repente al
ver a un hombre de pelo rojo como el fuego y un antifaz de color plata—.
No lo conozco. No sé quién es... ¿Alguna de vosotras lo reconoce? —
preguntó a sus dos amigas y estas negaron con la cabeza.
—No parece inglés —comentó Rose—. Sus gestos son algo toscos y sus
facciones, aunque cubiertas parcialmente por el antifaz, son distintas. Es
más robusto.
—No comprendo cómo podéis ver todo eso en cuestión de segundos —
se rio Esmeralda—. Pero es apuesto. Si está invitado, es porque debe
conocer a tu familia, Katty.
Katty dilató sus pupilas entre la clandestinidad de su antifaz dorado. Vio
algo en ese hombre misterioso que le fue imposible de ignorar. Quizás fuera
su misterio, sus rasgos poco comunes o, simplemente, su pelo rojo. —
Debería pedirles a mis padres que me lo presentara, pero eso sería
vergonzoso.
—¿Desde cuándo recurres a la vergüenza? —inquirió Rose, burlona.
—Sí, mejor que sea sincera. En realidad, lo que quiero es conocerlo
ahora mismo. Sin esperas ni protocolos —determinó—. Orad por mí,
damiselas angustiadas —bromeó mientras se alejaba del grupo de amigas.
Descendió la escalinata con su rimbombante vestido de color lavanda.
Llevaba una enorme crinolina que ahuecaba su falda en un círculo perfecto
y su escote era lo suficiente ancho como para dejar espacio para tres de sus
collares más costosos: llevaba una gargantilla pegada al cuello de oro y
diamantes, una cadena de amatistas y otro collar más largo de oro. Todo en
ella era exuberante, caro, distintivo. Y no importaba que las plumas de su
antifaz ocultaran parte de su rostro de porcelana en forma de avellana. Su
pelo largo y ondulado, del color más castaño y brillante que hubiera en la
fiesta, caía sobre su espalda con un recogido simple y bastante distendido.
Estaba bella, deslumbrante. Y lo sabía.
Se acercó al chico desconocido en mitad del salón de baile. Él estaba en
un rincón, rodeado por la multitud, con aspecto de perdido y de fatigado. Se
dio cuenta de que era alto, tremendamente alto en comparación a ella que
era de complexión más bien pequeña. Lo miró de reojo, sin apenas
disimular y pudo darse cuenta de que no solo era atractivo, sino que era
guapo. Muy guapo, en realidad. Tenía la nariz aguileña, los labios finos, el
mentón perfilado, los ojos grandes. ¡Y qué ojos! Eran los ojos más bonitos
que había visto nunca, de azul cobalto. ¡Qué hombre! Debía tener diez años
más que ella, la edad perfecta.
Katty cogió una copa de champán de una bandeja, con su mano
enguantada de seda fina y blanca, y se acercó al caballero aturdido para
simular un choque espontáneo. Chocó contra su brazo, duro y grande y
vertió parte del contenido de su copa en su chaqué gris oscuro. —¡Oh,
disculpe, lord...!
El misterioso pelirrojo se giró hacia ella y la miró directamente a los
ojos, derrumbándola por completo. Chocó contra la irremediable y dura
verdad de que ese hombre sería su perdición. Le temblaron las piernas, algo
muy raro en ella, y hasta el corazón le dio un vuelco casi asfixiante.
—Señor, miladi —la corrigió él con un claro acento americano. Katty
conocía ese acento porque solía pasar los inviernos en América con su
familia, para que su padre pudiera ocuparse de sus minas de oro y de sus
negocios—. Señor Sutter, Donald Sutter para ser exactos —se presentó el
americano con gracia y buen humor, con gallardía. Katty tuvo un
presentimiento en ese primer contacto: que ese hombre era un libertino. Sus
padres le habían advertido de esa clase de hombres. Y él parecía encajar
bien en la descripción. No solo era demasiado guapo para el bien de
cualquier dama, sino que sus ojos divertidos y su sonrisa taimada eran
demasiado delatadores.
Sacudió esos pensamientos de su cabeza y se dejó embriagar por el
fuerte perfume masculino de Donald. Era una fragancia con carácter,
arrolladora. —Lady Raynolds, lady Katty Raynolds —se presentó ella a su
vez, sin ocultar el orgullo que sentía por su apellido.
—¡Oh! —se sorprendió el americano—. ¿Es usted una de las hijas del
Duque de Doncaster, lord Marcus Raynolds?
—La única hija, para ser exactos —presumió ella con actitud coqueta—.
Y mi madre es la anfitriona de la fiesta —Señaló a su madre, disfrazada de
emperatriz romana en una punta de la sala. Sus padres jamás habían sido
muy controladores y la habían dejado vagar libre y a sus anchas por las
fiestas, sin resultar indecente. Además, en ese caso, era una mascarada y
estaba en su propia casa, por lo que las normas del decoro se relajaban.
—En ese caso, un placer conocerla, lady Katty Raynolds. La única hija
del hombre más rico de Inglaterra. ¿Es su primera temporada? —preguntó
el hombre sin reparos. Katty estaba acostumbrada a la poca delicadeza
americana, por lo que no lo tomó en cuenta—. No sé muy bien cómo
funcionan estas cosas en este país, perdone si me equivoco.
—Es mi segunda temporada, señor Sutter —Se llevó la copa a los labios
con un deje de frivolidad—. Pero no por falta de propuestas —decidió
seguir el hilo de la conversación honesta y directa—. Sino por falta de
hombres indicados.
—¡Já! —rio Donald con tanto atractivo que Katty por poco se desmayó
—. Así que es usted una dama complicada.
—Caprichosa —puntualizó ella—. ¿Es nuevo por aquí, cierto? Todo el
mundo me llama «lady caprichosa».
—Con que lady caprichosa —repitió él con sorna—. Lady caprichosa,
ha vertido usted parte de su copa sobre mi chaqué —puntualizó él y se
palpó el brazo empapado.
—Si me lo permite, haré que le limpien el chaqué y se lo devolveré otro
día... —atisbó Katty con resabida malicia y astucia. Extendió una mano, a la
espera de que el caballero le entregara la prenda—. ¿Dónde se hospeda?
Donald Sutter volvió a reír. —Aquí, miladi. Su padre me ha invitado a
pasar unos días en su propiedad.
Katty abrió los ojos hasta hacer chocar sus pestañas castañas contra su
antifaz. —¿Es usted socio de mi padre? Disculpe mi atrevimiento, pero no
he oído a hablar antes de su persona.
—Puede que para el gran magnate del oro yo solo sea un mosquito,
miladi —bromeó él—. Lo cierto es que fui el que lo escribió pidiéndole
ayuda con mis negocios. Me dedico también al oro, pero en una escala
mucho menor a la del Duque de Doncaster. Él tuvo la amabilidad de
invitarme a pasar unos días aquí, he llegado hace apenas unas horas, cuando
su madre e imagino que usted misma, debían estar preparándose para la
fiesta. Por eso es que no me vio llegar, miladi —explicó con su acento rudo
—. Creo, sinceramente, que su padre no esperaba que acudiera a su
invitación. He venido desde América expresamente para recibir los sabios
consejos de lord Raynolds y su participación en mi pequeña empresa.
—Un caballero que sabe lo que quiere —admiró Katty—. ¿Es su
primera vez en Inglaterra?
—Sí, miladi —replicó él—. Todavía estoy adaptándome a sus
protocolos.
—Que no son pocos —comprendió ella con buen humor.
—Katty, veo que ya has conocido al señor Sutter —oyó la voz de su
madre a su lado, despertándola de su ensoñación—. Es un invitado especial
de tu padre.
—Sí, el señor Sutter me lo estaba explicando, madre. Sin querer he
vertido un poco de champán en su chaqué.
—¡Oh, mil disculpas! —se apresuró en decir la anfitriona—. Por favor,
suba arriba a cambiarse, le pediré al ayuda de cámara de mi esposo que lo
atienda personalmente.
Donald Sutter asintió, comprendiendo que eso debía ser un gran honor
en Inglaterra. Katty lo vio desfilar lejos de ella, acompañado por un mozo.
¡Qué hombre! ¡Tenía que ser suyo, sí o sí! Él era el indicado.
—Conozco esa mirada —volvió a hablar su madre y la miró con
desaprobación—. El señor Sutter no es un collar nuevo del que te has
encaprichado en el mostrador de un atienda.
—Lo sé, madre —replicó ella algo molesta—. Es un caballero. Y es el
caballero más excepcional que he tenido el placer de conocer hasta
entonces.
—No lo vas a perseguir.
—Tú lo hiciste con padre —recordó ella—. Y te salió bien.
—No me salió bien, querida. Tuve que sufrir mucho para llegar a un
entendimiento con él y eso que tu padre es un lord inglés, adaptado a
nuestras viejas y tradicionales costumbres sociales. Él no se dejará atar, no
es esa clase de hombre. Más bien parece alguien difícil de domar, sin
normas. Y lo único que vas a hacer es sufrir.
—No pienso escucharte, madre. Yo haré que él cambie. Sin importar
que sea americano. Me gusta, y lo quiero en mi vida.
—Sabes que no soy una madre controladora y que nuestra posición
económica y social, así como educativa, nos ha otorgado ciertos privilegios
y libertades. Solo me gustaría que valoraras mis consejos.
Y ojalá los hubiera valorado, pensaría Katty años después en el interior
de un carruaje neoyorquino, cerca del puerto.
Capítulo 3

Primavera de 1872. Nueva York.


Cuando salió de su tienda, lady Katty Raynolds estaba de mal humor.
Despachó a su trabajadora, y subió a su carruaje con los labios apretados.
Era la segunda semana que tenía problemas con la mercancía. Para no ver a
su indeseable esposo, había pagado el doble de los aranceles durante varios
días. Estaba teniendo pérdidas, porque no podía doblarles los precios a sus
clientas y seguir manteniéndolas. Así que ella misma, de su propio bolsillo,
estaba asumiendo esos costes. Estaba dispuesta a hacerlo para no verlo.
Liam Anderson le había dicho que se mantuviera alejada de Donald
durante dos meses y dos meses eran los que Donald ocuparía ese cargo en el
puerto. Eso era todo, solo tendría que haber esperado ese tiempo para
recuperar la normalidad. Si no fuera porque, el insolente de su esposo había
pasado de doblarle los impuestos a retenerle los productos. Los mozos de
carga habían llegado a su tienda, otra vez, con las manos vacías esa mañana.
Y la explicación que le dieron fue que su género no cumplía la ley y que no
podía salir de los almacenes portuarios.
¡Era un veneno! ¡Y un cobarde! ¿No era capaz de hacer nada mejor para
llamar su atención? Apretó sus manos enguantadas sobre su regazo. Y, con
una gota de sudor muy fría en la nuca, le pidió al cochero que la llevara a
las oficinas de Donald. Iba a hablar con él. Lo había estado evitando
durante meses, y apenas lo había visto desde su última fechoría del otoño
pasado. Era extraño saber que iba a reencontrarse con él cara a cara. Su
corazón latía con fuerza y su presión arterial iba en aumento. Vio por la
ventanilla el edificio con el cartel: Sutter. Y supo que era el momento de
enfrentarse a sus peores miedos.
El cochero le abrió la puerta y le ofreció la mano para ayudarla a bajar;
ella descendió con suma elegancia, sin demostrarle a nadie sus verdaderos
sentimientos. Colocó sus botines blancos y brillantes de charol sobre el
suelo empedrado y miró al frente con actitud altiva. Los oficinistas y
secretarios que trabajaban sin parar; suponía que, por el puerto, se giraron
para verla. Durante unos instantes muy largos, fue el centro de atención de
toda la empresa de su esposo. Incluso fue el motivo por el cual al secretario
principal se le cayeron los papeles al suelo y al oficinista del puerto se le
quedara la boca abierta.
No era la primera vez que le ocurría. Sabía el efecto que causaba en el
sexo masculino. No era terriblemente bella, pero era una mujer que sabía
sacarse partido y que vestía como si fuera a recibir a la reina siempre. Su
pelo ondulado y castaño brilló bajo el sol, dejando la sombrilla blanca
clavada al suelo a modo de bastón. Anduvo hasta la puerta de cristal,
dejando que sus caderas se contonearan al ritmo de sus pasos cortos y
ahuecados por el polisón. Cuatro hombres compitieron para abrirle la
puerta, pero solo el secretario principal logró imponerse sobre los demás
haciendo uso de su poder.
—Señora Sutter —se aclaró la garganta el hombre de lentes redondas y
mentón ancho.
—Miladi —corrigió y le dio la mano al hombre para que le besara el
dorso de la misma.

Le dolía la mano de firmar un papel tras otro. Su ocupación temporal en


el puerto había provocado que una decena de oficinistas y secretarios se
trasladaran a sus oficinas principales, sumándose a sus propios trabajadores.
La planta baja estaba a reventar de hombres con traje, papeles y plumas en
las manos. Habían decidido instalarse ahí porque así podían atender mejor a
los clientes que venían a preguntar algo relacionado con sus mercancías. Él
estaba sentado en la mesa central de roble oscuro, lejos de los enormes
ventanales que rodeaban las oficinas, por lo que no podía ver la calle.
Si era sincero consigo mismo, empezaba a arrepentirse de haber
accedido a participar en esa inversión. Era cierto que eso le había
proporcionado prestigio y fama en Nueva York, así como ganancias
sustanciales, pero su objetivo principal no se estaba cumpliendo. Katty no
había aparecido por allí en dos semanas. Y eso que le había doblado todos
los aranceles. Había pensado en aumentárselos, pero temía que los secuaces
del señor Barzas pudieran objetar algo al respecto. En su lugar, y como
último recurso, había detenido una partida de productos en los almacenes
portuarios gracias a la ayuda de un abogado que trabajaba para él y que
había alegado que la mercancía era ilegal.
La había estado esperando día tras día, con sus mejores trajes, sus
mejores perfumes y hasta con sonrisas practicadas. Y ya empezaba a perder
la esperanza, por lo que ese día llevaba tan solo un traje oscuro y había
decidido usar lentes para no perder la vista entre tantos documentos.
Además, estaba de un humor de perros y no pretendía sonreír por nada del
mundo.
—Tome, firme aquí, señor Sutter —escuchó por treintena vez ese día la
voz del ayudante. Miró la hora en su reloj de bolsillo, era casi la hora de
cerrar. Y volvió la vista sobre el papel, para darse cuenta de que su
ayudante había desparramado la tinta sobre el documento por firmar.
—¡Atento! ¿Se puede saber qué hace? —Miró hacia el ayudante, pero lo
encontró con la vista clavada a la puerta. Entonces, se dio cuenta del
silencio general de sus oficinas y de que todos los caballeros presentes
tenían sus ojos puestos en dirección a la puerta. Buscó el motivo entre los
cuerpos masculinos, con la vista, hasta que vio un vestido de color lavanda.
Se puso de pie de inmediato. El color lavanda era un color común, pero
él siempre lo relacionaba con la misma persona: Katty. Ella solía llevarlo
para combinarlo con el color de sus ojos lilas y únicos. Al ponerse de pie,
pudo ver, por encima de los hombros de los oficinistas, un sombrero
ladeado con un tocado perlado y una cabellera ondulada de color castaño.
Se tensó de inmediato y notó su virilidad estremecerse. Ella era algo baja,
por lo que no podía verle el rostro por culpa de los hombres que la
rodeaban, babeando y agasajándola con toda clase de ayudas que ella no
había pedido. Se sintió celoso y salió de su escritorio para dar dos pasos
hacia delante. —Caballeros —se aclaró la garganta con agresividad—.
Vuelvan a sus puestos —pidió en tono autoritario.
Los hombres lo miraron decepcionados y envidiosos, pero lo
obedecieron y le abrieron paso. Entonces pudo verla, frente a frente. Lo
primero que vio fue sus pestañas largas y curvadas sombreando sus ojos
claros y, luego, cuando ella subió la mirada y lo encaró, por fin pudo chocar
con sus pupilas negras rodeadas por un baño amatista.
—Katty —nombró en un suspiro, saboreando su nombre con cada letra
y sonografía.
—Señor Sutter —replicó ella con voz aguda, esa voz que ponía ella de
orgullosa y malcriada, frívola—. Vengo a aclarar el asunto de mi
mercancía —dijo con voz audible para todos los presentes—. ¿Desde
cuándo las telas y los enseres femeninos son ilegales? No, ¿desde cuándo
algo es ilegal en América? Esto es inadmisible.
—Katty —repitió él, absorbido por su belleza y por su energía al hablar.
Ella lo miró con desaprobación, enarcando su ceja fina y marrón—. Miladi,
acompáñeme a mi despacho, por favor.
La vio alzar el mentón y estirar la espalda, pero hizo el ademán de
seguirlo. No perdió la oportunidad que había estado esperando. Puso rumbo
hacia su estudio con el taconeo de Katty siguiéndole los pasos. Al entrar,
pudo ver su propio reflejo en el espejo y se sacó los lentes de inmediato,
doblándolos y dejándolos sobre la mesa después de cerrar la puerta. Era la
primera vez en un año o quizás más, que estaban los dos a solas, sin
miradas indiscretas ni cuchicheos a su paso.
—Siéntese, miladi —le rogó con toda la educación que fue capaz de
reunir, señalando el sillón que quedaba en frente de su mesa, pero ella dejó
clavados sus botines al suelo, de pie.
—Es patético —susurró su esposa y Donald se fijó en el detalle de que
las venas de su cuello estaban un poco hinchadas, estaba furiosa, tal y como
la había esperado. Apenas lo miraba a la cara. Lo rehusaba. Lo único que
alcanzaba a ver de sus ojos eran sus pestañas. Le hubiera gustado ser más
bajo para llegar a sus pupilas.
—¿Qué es patético? —preguntó él, incapaz de ocultar su satisfacción y
se apoyó sobre el margen del escritorio, cruzando una pantorrilla por
encima de la otra y colocando sus manos en los bolsillos del pantalón.
—Esto —Alzó la mirada y lo fulminó a través de sus ojos lilas, a juego
con su vestido ligeramente escotado y apretado en la cintura, tal y como
dictaba la última moda, por supuesto—. Que tengas que recurrir a intrigas
tan miserables para ganar mi atención.
Él carcajeó. —¡Oh! Como siempre... el mundo gira a tu alrededor.
—No me tutees —lo reprendió, clavando con fuerza su sombrilla para el
sol en el suelo.
—Miladi, tengo asuntos más importantes de los que ocuparme que el de
"intrigar" para traerla hasta mi despacho.
—No me mientas.
—Me está usted tuteando, miladi —le siguió el juego, sonriendo como
un verdadero demonio y lo sabía.
—¡Yo puedo hacerlo! —se envaró ella al verlo con esa actitud de
granuja—. En el pasado te hice creer que estábamos al mismo nivel, pero
no. Donald Sutter, tú no eres más que un plebeyo mucho más pobre que yo.
Donald cerró los ojos con fuerza. Sabía que su esposa en realidad no era
como quería aparentar ser. No era una mujer soberbiosa ni clasista, lo
demostró al ayudar a su cuñada sin condiciones, una esclava. Pero solía ser
muy mordaz cuando se trataba de él y no escatimaba en recursos para
insultarlo de todos los modos posibles. Debía ignorar esas provocaciones,
sin embargo, si quería llegar al fondo de la cuestión. No tendría muchas
más oportunidades de tenerla para él, a solas.
—Sé que te hice daño —consiguió decir, aplastando su orgullo de
hombre y apartándose de la mesa para incorporarse como era debido, sin
bravuconería—. Pero sigues siendo mi esposa —sacó las manos de sus
bolsillos y la cogió por su cintura de avispa con un movimiento rápido—. Y
eso nos pone en el mismo nivel, gatita —Cogió su cara de porcelana con la
otra mano libre y la obligó a mirarlo a los ojos, pudo atisbar un destello de
fragilidad entre ellos, una leve esperanza—. ¿Qué tengo que hacer para que
me perdones? —preguntó, humillándose a sí mismo un poco más—. Te
quiero a mi lado, Katty —Se acercó a sus labios, observando como su
pecho subía y bajaba acelerado debajo del escote. Ella estaba alterada, y no
solo por el enfado. Podía leer el deseo en su cuerpo como un libro abierto.
Rozó sus labios con seguridad, empapándose de su aliento con aroma a
lavanda, humedeciéndose sus labios finos y secos—. No me tortures más —
le suplicó—. Sé que no he sido un santo, pero lo puedo arreglar...
Una fuerte bofetada le cayó sobre su mejilla izquierda como un
relámpago y tuvo que soltarla. Esas eran las estúpidas normas británicas. Si
fuera una mujer americana, sin títulos a su espalda y sin coronas que la
apoyaran, la pondría de cuatro patas contra el escritorio y le daría sus
merecidos azotes en el culo. Pero no, ella era una "lady".
—Sabía que estabas haciendo esto para tenderme una trampa, Donald
Sutter —se recompuso Katty y se alejó de él, removiendo sus caderas como
una gata—. ¿Piensas que tus viejos trucos te funcionarán conmigo? Eso
déjalo para tus amantes. Yo sé lo que quiero y lo que no, y sé que no te
quiero en mi vida.
—Tus ojos no dicen lo mismo, me deseas, gatita.
—Siempre te deseé —se burló ella, recuperando el control de su
respiración agitada y tocándose sus mejillas rojas con sus manos
enguantadas para enfriarlas—. Pero el deseo es algo que fácilmente se
entrega a cualquiera. No eres más que un hombre atractivo, Donald. Como
tú, hay muchos. El problema es que no te amo. ¿Sabes lo que es el amor?
¡Oh, claro! —se rio ella—. ¿Qué vas a saber tú de amor?
Donald se llevó la mano en la mejilla y le vino a la mente Liam
Anderson. Ese condenado canalla era uno de sus pocos rivales en la ciudad.
Era tan alto como él, y sus ojos de color miel jugaban varias malas pasadas
a las damas volubles como Katty. Los celos lo devoraron hasta hacerle
cambiar el gesto. —¿Ya le ha regalado sus mieles a alguien en especial,
miladi? —escupió, molesto—. ¿A algún abogado, por ejemplo?
La única hija del Duque de Doncaster abrió los ojos como si le fueran a
salir de las órbitas. —¡Me estás espiando! —comprendió ella con un grito.
Donald miró la hora en su reloj de pared, el sol se estaba poniendo, y supo
que los oficinistas y los demás trabajadores ya habrían abandonado la
empresa. Así que podían gritarse el uno al otro tanto como quisieran.
—¡Controlar a tu esposa no puede llamarse espionaje!
—¡Esposa! —volvió a reír ella con esa risa estridente y odiosa que
usaba para torturar a sus adversarios—. No te acordaste de que tenías una
cada vez que te perdías en la cama de otra.
—¡Fue una vez! ¡Una maldita vez! ¡Y tú me obligaste a ello! —Katty se
deshinchó y negó con la cabeza, casi pudo ver algunas lágrimas asomarse
en sus ojos. —Katty... —musitó—. Tienes razón, he hecho todo esto para
poder verte. Quería... —Se llevó una mano a su pelo rojo y luego la miró
angustiado—. Quería pedirte perdón.
—Me has pedido perdón cien veces y no te he perdonado, Donald. No
sabes disculparte. La última vez que lo intentaste...
—¡Esa mujer la conocí antes de estar casado contigo!
—La última vez que lo intentaste —insistió Katty—, en otoño, una
mujer apareció en mitad de nuestro restaurante jurando tener un hijo tuyo.
¡Un bastardo!
—¡Por Dios que no es hijo mío! Ese asunto se ha aclarado. ¿Qué culpa
tengo yo de que esa mujer nos viera en el restaurante y aprovechara para
endosarme un hijo que nunca fue mío?
—¿Culpa? —Katty enarcó una ceja—. Toda la culpa, Donald, la tienes
tú. De todos modos, me tendiste otra trampa para encerrarme en ese
restaurante. Jamás pretendí perdonarte. Claro que eso fue lo que me hizo
tomar mi decisión definitiva y buscar al mejor abogado de Nueva York, ya
lo has visto, supongo: Liam Anderson. Él se encargará de sacarte de mi vida
para siempre.
—Ese hombre no es quién crees que es —se ofuscó al oír ese nombre en
los labios de su esposa.
—¿Lo conoces?
Donald vaciló ante la respuesta. Si le decía a Katty que sí, quizás se
viera obligado a contarle la historia completa que lo ligaba a ese canalla de
Liam. Otra historia de faldas que no le convenía explicarle a su esposa. —
Jamás te daré el divorcio —decidió cambiar de tema y centrarse en lo que le
importaba de verdad—. Hagas lo que hagas, no te lo daré. Eres mía, Katty.
Y lo seguirás siendo hasta que nos muramos uno de los dos.
—¡¿Por qué?! —estalló ella, poniéndose roja de nuevo, pero esta vez de
la furia—. ¿Por qué te empeñas en atarme a ti cuando tú nunca me quisiste
a tu lado? ¡Solo quieres vengarte de mí! ¡Es eso! —la vio ofuscarse—.
¡Quieres vengarte de mí por haberte obligado a casarte conmigo! ¡No hay
otro motivo! ¡No puede haberlo! Te odio, Donald Sutter, te odio con todo
mi ser. Y maldigo el día en el que te conocí mil veces —dramatizó—.
Apártate de mi camino, o voy a hundirte. No sabes de lo que soy capaz,
Donald Sutter —ultimó y la vio salir sin darle la oportunidad de decirle
nada más. Dejándolo solo y derrotado.
Capítulo 4

Primavera de 1868. Londres.


—¿Otra reunión con mi padre? —Katty interceptó al alto y apuesto
pelirrojo de ojos azul cobalto que se hospedaba en su casa. El americano
había resultado ser una grata compañía más allá de su atractivo aspecto
físico y su padre hablaba maravillas de él, sobre todo en lo relacionado con
los negocios.
—Eso me temo, miladi —respondió Donald con una sonrisa ladina,
saliendo del despacho del duque—. ¿Me estaba esperando?
—¿Tan evidente he sido? —rio la joven casadera y se cogió del brazo de
Donald sin reparos—. ¿Le apetece dar un paseo por los jardines?
—¿Es esa una costumbre inglesa?
—¿Le resulta decepcionante?
—No, si la compañía es grata. Pero ¿no necesita usted carabina o algo
así?
Katty rio por dentro. Era una ventaja que Donald Sutter no conociera las
viejas costumbres de la nobleza británica. Podía manejar a su objetivo a su
antojo. Porque sí, estaba decidida a que ese hombre debía ser suyo. Él era
perfecto. Y se lo había demostrado durante esos días de convivencia. No era
petulante ni estirado como los demás caballeros ingleses, tenía un aire
rebelde y salvaje que encajaba con ella muy bien. Sin embargo, tampoco era
un inculto ni un grosero, su conversación era estimulante y sus ademanes
eran aceptables. Además, estaba su belleza masculina. Una belleza única.
—Solo la necesito cuando salgo de la propiedad de mi padre —mintió—.
No hay ningún mal en pasear del brazo de un invitado tan especial como
usted —lo arrastró hasta los jardines al tiempo que parpadeaba con sus
largas pestañas castañas como si fueran abanicos—. ¿No se aburre hablando
de negocios todo el tiempo?
—En absoluto, miladi —respondió él, mirando hacia el frente mientras
andaban por un camino arenoso rodeado por setos—. He venido para esto.
—¿Solo para eso? —preguntó avispada, achinando sus ojos amatista.
—¿He hecho o dicho algo que le haga pensar lo contrario?
—No... bien. He oído algo sobre que por las noches visita los clubs
londinenses... Claro que no es un asunto del que una dama deba hablar. Pero
imagino que sale para conocer a otros posibles socios. En los clubs
masculinos se han cerrado tratos millonarios, me lo dijo mi padre una
vez —parloteó sin cesar, obviando el tema principal de la cuestión: las
mujeres.
—Lo cierto es que conocí a un caballero muy simpático. Un tal lord
Bristol. Adam Colligan, creo que se llama.
—No lo conozco —sinceró Katty—. ¿Y mujeres? ¿Ha conocido a
alguna? —preguntó sin más dilación, arriesgando al máximo los límites de
la conversación, del decoro y de la educación universal. Para contrarrestar
su descaro, esbozó una sonrisa inocente y volvió a parpadear como si
pretendiera darle aire a Donald con sus pestañas.
Para su sorpresa, Donald se rio. Lo hacía con frecuencia, pero lo hacía
de un modo que la dejaba al borde del desmayo. Tenía una risa ronca,
profunda, corta y seductora. —Miladi, no sé qué clase de mujeres cree que
pueda conocer en un club masculino. Pero le aseguro que ninguna que
merezca la pena mencionar en su presencia.
La respuesta fue tan ambigua que Katty tuvo que respirar hondo y
pensar durante algunos segundos para leer entre líneas. Donald era un
libertino y se lo acababa de confirmar. Pero todavía quedaban
esperanzas. —¿No ha pensado en casarse?
—¿Casarme? —volvió a reír el pelirrojo—. Eso sería lo último que
haría ahora mismo, miladi. Sé que el matrimonio es algo primordial para las
damas de su posición, pero en mi caso no lo es. Ni siquiera tengo un título
nobiliario al que procurarle un heredero. Le aseguro que no tengo ninguna
prisa en atarme a una mujer. Y en el caso de que lo hiciera, lo haría dentro
de muchos años y con una americana.
Cualquier esperanza de la joven casadera se disolvió en el agua como un
barquito de papel. No había nada que se le hubiera resistido a Katty
Raynolds hasta entonces. Y no pensaba permitir que esa fuera la primera
vez. Trató de ocultar su frustración lo mejor que pudo con una sonrisa.
—¿Una americana? —fue capaz de preguntar—. ¿Es que hay alguien
esperándole en el nuevo continente?
—No, miladi. Y espero no ofenderla, pero las mujeres inglesas son
demasiado complicadas para un hombre como yo.
—¿Ofenderme? ¡Para nada, señor Sutter! —mintió a la perfección—.
Entiendo que le resulten complicadas nuestras viejas costumbres. En
América todo es más... simple y directo. Claro que se sorprendería al
conocer a una mujer inglesa en profundidad, en realidad somos mucho más
fáciles de entender de lo que se imagina.
—Ah, ¿sí? —bromeó el pelirrojo americano.
—Se lo aseguro, mi señor —Apretó su mano enguantada contra el brazo
del que paseaba para demostrar la seguridad en sus palabras—. Lo único
que quiere una mujer inglesa es ser amada.
—Oh, entonces me da la razón, miladi. No sé amar.
Katty volvió a sonreír y miró al frente, hacia una enorme fuente de
piedra de la que emanaba agua a raudales. Un par pájaros estaban bebiendo
de ella. La primavera estaba en su máximo esplendor y el sol acariciaba a la
joven pareja con cariño. Se había quedado sin palabras.
Le ocurría muy pocas veces. Solía dominar cualquier conversación con
maestría. Pero Donald Sutter era un hueso duro de roer. Lo que la frustraba
y la excitaba a partes iguales. Era un reto muy alentador. Sabía que estaba
mal obsesionarse con sus caprichos hasta rozar la maldad, pero su espíritu
competitivo y combativo le impedía dar un paso atrás en situaciones como
aquella. No había estado rechazando una propuesta tras otra durante más de
un año, a la espera del hombre perfecto, para dejarlo perder a esas alturas.
Donald Sutter estaba hablando de negocios, de oro, de su padre y de no
sé cuántas obligaciones más, pero ella no lo estaba escuchando. Solo podía
pensar en el modo de seducirlo y demostrarle cuán equivocado estaba en
sus percepciones. Era cuestión de tiempo que ese hombre se diera cuenta de
que ella era la mujer de su vida.
—¿La estoy aburriendo? —oyó de repente a su lado, sacándola de sus
pensamientos.
—En aras de la verdad, sí —dijo sin miramientos, intentando devolverle
un poco del daño que él le había hecho instantes antes con su abrupta
sinceridad—. Me aburren los negocios. Me aburre el tema del oro y todo lo
relacionado con él. Sé que ha venido desde América para hablar de esto,
pero intente no hacerlo a todas horas o podrían acusarlo de ambicioso.
Ambicioso en exceso, para ser exactos.
Donald parpadeó. —Supongo que este repentino derroche de sinceridad
es una consecuencia de mis anteriores palabras. Le pido disculpas de nuevo,
miladi, si he sido descortés.
—¡Oh! ¡Señor Sutter! ¿Acaso cree que escondo una personalidad
vengativa? —se burló ella y se sacó un guante para tocar el agua de la
fuente.
—Me da la impresión de que esconde una personalidad muy bien
definida, miladi. No en vano, como usted me dijo la otra noche, la deben de
llamar «lady caprichosa» por algún motivo.
Katty rio con sinceridad, olvidándose por un momento de sus planes y
maquinaciones. Se empapó los dedos en el agua y luego los escurrió en el
rostro de su acompañante. —Esta es mi venganza, entonces.
—¡Miladi! —dijo Donald, secándose las gotitas de su rostro con actitud
ofendida—. Entonces debe de saber que a mí no me gusta perder.
El joven pelirrojo empapó su enorme mano en la fuente y la sacudió,
posteriormente, en su cara. Katty notó las gotas de agua sobre su piel y
apenas pudo creer hasta qué punto ridículo y confianzudo habían llegado en
cuestión de minutos. Pero por muy ridículo que fuera, se sintió muy
cómoda y divertida. Tanto así que se soltó del brazo de Donald y le dio otra
sacudida al agua con más fuerza. Él, reacio a quedarse atrás como lo
hubiera hecho cualquier caballero inglés por honor, le devolvió el ataque.
La escena empezó a volverse cada vez más pintoresca, los dos pájaros
volaron lejos de la fuente, y no dejaron de tirarse agua el uno al otro, como
dos niños peleándose, hasta que terminaron completamente empapados.
Katty se rio con fuerza y Donald la siguió. —Señor Sutter, acaba usted de
tirar por el suelo cualquier norma del decoro que pudiera sustentar en su
limitada educación social —comentó ella, entre risas, con el pelo mojado y
la cara roja por la emoción cuando ya no pudo más y se quedó quieta.
—¿Y qué me dice de usted, miladi? Pensé que debía ser un ejemplo de
conducta.
—Ya le he dicho que se sorprendería mucho si conociera a una mujer
inglesa en profundidad.
—¿Quiere decir que ya la estoy conociendo? —inquirió él con una
sonrisa taimada y una ceja enarcada.
—Le aseguro que esto es lo más íntimo que he hecho jamás con un
hombre —dijo ella sin pensarlo demasiado, y se tiñó de rojo carmesí
cuando hubo reflexionado sus palabras. La vergüenza la obligó a parar de
reír y a mostrarse algo más frágil con una mirada de disculpa hacia su
oyente.
Donald la miró fijamente durante unos instantes que le parecieron
minutos y una tensión extraña recorrió entre ellos, en silencio. Solo se oyó
el trinar de los pájaros y el gorgoteo de la fuente incesante. El tiempo se
detuvo y el mundo también.
—¿Qué está ocurriendo aquí? —oyeron una voz femenina y autoritaria
detrás de ellos, rompiendo con la tensión.
La Duquesa de Doncaster, la madre de Katty estaba de pie a escasos
metros de ellos, mirándolos con desaprobación. —Miladi —se excusó
Donald de inmediato con una reverencia, mojado de arriba a abajo—. Mis
disculpas.
—Katty, ¿acaso no sabes que no puedes estar a solas con un hombre sin
carabina? —la reprendió la duquesa delante del americano y este frunció el
ceño, mirándola con una mezcla de enfado y de asombro.
—Oh, por supuesto, mamá... Solo estábamos divirtiéndonos. ¿No es así,
señor Sutter?
—Al parecer uno más que el otro —replicó Donald molesto—. Si me
disculpan —volvió a reverenciar y se retiró sin decir nada más.
—¿En qué estabas pensando? Sabes que esto ha sido del todo
inapropiado —la regañó su madre cuando Donald ya no podía oírlas. Ella
no dijo nada—. ¿Pretendes atarlo a ti con un engaño?
—Tú lo hiciste con padre.
—Pero ahora soy tu madre, y te prohíbo terminantemente volver a hacer
algo parecido. Gracias a Dios que hoy no tenemos invitados sorpresa. Por
favor, sube y pídele a tu doncella que te cambie.
Katty obedeció, pero no estaba dispuesta a dar su brazo a torcer. No era
solo un capricho, en su interior tenía la seguridad de que él también sentía
algo por ella. Estaban hechos el uno para el otro, y no quería perder la
oportunidad de su vida por una mentalidad libertina. Donald Sutter, tarde o
temprano, comprendería que no necesitaba a otra mujer aparte de ella.
Esa misma noche, temió que Donald se mostrara enfadado con ella
durante la cena. Gracias a Dios, no fue así. Él volvió a su humor habitual y
pasaron una velada fantástica juntos en familia. Al retirarse al salón, no
pudo evitar acercarse a él.
—Creo que le debo una disculpa por la pequeña mentira de esta tarde.
—Ya está olvidado, lady Raynolds —la complació con una sonrisa—.
¿Nos deleitará con alguna canción?
—No soy de esa clase de damas que canta para entretener un salón, ni
siquiera toco el piano si no es obligatorio. Nunca me han gustado esos
pasatiempos.
—¿Entonces? ¿A qué dedica su tiempo libre en estas ocasiones?
—A hablar y a observar como otros despliegan sus artes escénicas —
replicó sin ninguna vergüenza y Donald carcajeó.
—Veo que ya está conociendo a mi hija, señor Sutter —se acercó el
Duque de Doncaster con una copa en la mano y su mirada lila clavada en la
joven pareja—. Estoy seguro de que no tiene oportunidad de aburrirse con
ella cerca.
—Le doy la razón, milord. Su hija es una compañía espléndida. Así
como lo son el resto de sus hijos. Samuel, su primogénito, tiene una
conversación muy inteligente. Y Karl, aunque es muy joven, es muy cortés.
—Tengo dos hijos más —comentó el Duque—. Pero están en Eton.
—Imagino que debe echarlos de menos.
—¡¿Echarlos de menos?! —bromeó Katty—. Amo a mis hermanos
pequeños, pero son dos demonios.
—Katty —la amonestó su padre—. Pero debo admitir que no le falta
razón a mi hija. Mi hijo mayor es todo lo bueno que ninguno de esta familia
podría ser jamás. Karl es todo lo que un padre podría esperar de un hijo
varón y Katty... ¡Katty solo tiene diecinueve años!
—Intuyo, por sus palabras, milord, que son una familia bien unida.
La conversación sobre banalidades se extendió hasta la hora de retirarse
a descansar. La joven casadera hizo lo propio y se encerró en su habitación.
Pero se apoyó en la puerta para oír los pasos de los demás. Rezó para que
Donald pasara por delante de su habitación él solo. Oyó a sus padres y a sus
hermanos encerrarse en sus respectivas alcobas y, al fin, los pasos del
americano se acercaron a ella.
—¿Se encuentra bien, miladi? —le preguntó la doncella, a sus espaldas,
que la había estado observando todo el tiempo.
—Shh —ordenó ella y abrió la puerta—. ¡Oh! Señor Sutter —disimuló
justo al punto en el que el pelirrojo paró—. He olvidado mi chal en el salón.
¿Haría el favor de acompañarme? Los lacayos deben estar apagando las
velas y no hay nada que me aterre más que la oscuridad —mintió
descaradamente.
Donald se pasó la mano por su cabello sedoso y rojo, mirándola con
picardía. —Miladi, puedo caer una vez... No dos. Y menos en un mismo
día.
—¡Oh, vamos! —lo animó ella con descaro—. Hágame caso y
acompáñeme.
El pelirrojo miró a un lado y a otro del pasillo, asegurándose de que no
hubiera nadie, y luego le ofreció su brazo para acompañarla. Ella aceptó,
muy resuelta, y le cerró la puerta a la doncella casi en las narices. Ambos
descendieron la escalinata en completo silencio y, tal y como había previsto
Katty, apenas había luz en el primer piso.
—¿Pretende cazarme, lady Raynolds? —le preguntó el americano
cuando llegaron al salón, apenas iluminado por unas cuantas velas a punto
de morir.
—¡Oh! ¿Lo ve? Aquí está mi chal —indicó la tela de seda lavanda que
había sobre un sillón—. No lo he engañado, señor Sutter. ¿Por qué debería
pretender tal cosa?
—Porque no deja de perseguirme y busca cualquier excusa para estar a
solas conmigo, a expensas de su muy frágil reputación. ¡Una muchacha
casadera! ¡En plena temporada social e hija de un duque! ¿A solas con un
americano? Esta tarde me ha mentido... —Donald enarcó una ceja roja y la
miró con un brillo malicioso en sus ojos azules como el cobalto.
—Supongo que ser discreta jamás fue mi fuerte —Katty cogió el chal y
se lo pasó por encima de sus hombros, reteniendo un repentino escalofrío
—. Entonces, ya lo sabe... Es usted de mi agrado, es cierto. Y déjeme
decirle que sé que yo también soy del suyo. No, señor Sutter. Todavía diré
más, estoy convencida de que estamos hechos el uno para el otro y que,
algún día, morirá de amor por mí.
Donald carcajeó de ese modo tan característico suyo y que hacía
suspirar a Katty. —Esta mañana le he dicho que no estoy interesado en
casarme. ¡Y menos con una dama de su posición! No soy un hombre de
ataduras ni de protocolos. Tengo suficiente con mis negocios si quiero que
me duela la cabeza.
—¿Y entonces? ¿Qué hace aquí, mi señor?
—He dicho que no estoy dispuesto a casarme... no que sea de piedra.
¿La han besado nunca, miladi? —El hombre se acercó a ella—. Por su
expresión, deduzco que no. Un beso, miladi. Eso es todo lo que puedo
darle.
—O robarme, mi señor —intentó mantener el orgullo a pesar de su
flaqueza y de su repentina locura. La cercanía del hombre más atractivo que
había visto nunca no era fácil de sobrellevar y, mucho menos, cuando dicho
hombre en cuestión llevaba un perfume intenso e iba vestido como un
dandi. Era un sueño de caballero—. Una cosa es que... —tartamudeó—, y la
otra...
—¿Y la otra qué? —La cogió por la cintura con un movimiento rápido y
demasiado experimentado para atraerla hacia él.
Capítulo 5

Era una travesura. Y no había nada en el mundo que le gustara más a


Donald Sutter que ser el protagonista de las travesuras más sonadas. Su
madre, Belinda Sutter, ya había augurado que sería un demonio con solo ver
su pelo rojo, heredado de su padre.
«Este niño será como su padre», dijo ella después del parto, cuando
apenas tenía unos minutos de vida y un pequeño matojo de pelo rojo se
arremolinaba en su cabecita.
«Los varones de pelo rojo son demonios», comentó Belinda con
frecuencia durante su vida.
A pesar de esas acusaciones tempranas e infundadas por parte de su
progenitora, Donald guardaba buenos recuerdos de su madre. Belinda había
sido todo lo cariñosa que pudo ser con su único hijo, teniendo en cuenta las
infidelidades de su esposo y su soledad femenina. Ella lo había abrazado,
besado y consentido con frecuencia. Nil Sutter, su padre, en cambio, se
pasó la vida lejos del hogar familiar bajo el pretexto de estar demasiado
ocupado con los negocios. Donald Sutter había podido saber, gracias a los
comentarios mordaces de su madre, que su padre había pasado, en realidad,
su tiempo de amante en amante. Lo que había provocado largos períodos de
soledad en casa y temporadas de discusiones violentas en familia.
Claro que ese ambiente «hogareño» no perduró en el tiempo. Primero
murió su padre, de una enfermedad contagiosa. Y poco después su madre,
nadie supo de qué. Algunos insinuaron que fue por la pena tras la muerte de
su esposo, pero Donald sabía que eso era incierto. Belinda jamás hubiera
muerto de lástima por perder al único ser humano que tanto daño le había
hecho en ese mundo. La encontró un día, simplemente, muerta en la cama.
No fue fácil de digerir. Él tan solo tenía veinte años para ese entonces.
Simplemente, Belinda, murió. Y Donald siempre se rehusó a reflexionar
sobre el hecho de que al lado de la cama de su madre hubiera encontrado un
frasco de dudosa procedencia y extraño contenido, vacío. Prefería pensar
que la única mujer a la que se había aferrado durante años no lo había
abandonado por voluntad propia.
A los veinte años se quedó solo en mitad de Nueva York. Su padre le
había legado una casa en la ciudad y otra en el sur, ambas con sus
respectivos criados. Así como un poco de dinero y algunos negocios en el
oro. Pudo haberse vuelto loco y haber malgastado sus pocos recursos en
vicios y diversión. En lugar de eso, usó su astucia para mejorar
económicamente a pesar de su corta edad. Y jamás se permitió malgastar el
dinero... al menos no en exceso. En los últimos años, desde que su situación
económica había pasado de ser deficiente a ser segura y abundante, se había
permitido el lujo de perder la cabeza en algunas apuestas y, tal y como
había augurado su madre desde que nació, en las mujeres.
Ya había dado muestras de su personalidad mujeriega durante su
estancia en la universidad, pero ahora que lo tenía todo controlado y que se
había convertido en un hombre, su idiosincrasia se había acentuado. Picaba
de flor en flor por diversión y apenas podía huir de la tentación cuando esta
se le presentaba en forma de silueta femenina.
Katty, por supuesto, era la tentación en su máxima expresión. Ella era
joven, encantadora, hermosa y con unos ojos de color lavanda
singularmente bonitos. Era especial, debía reconocerlo. Y aunque el hecho
de que ella fuera la única hija del hombre que podía catapultarlo a la
riqueza debería de detenerlo, el peligro le resultaba estimulante.
Sentirla entre sus brazos, orgullosa y frágil, como una gatita, todavía lo
estimulaba más. Ella lo había estado persiguiendo durante días, buscándolo,
y acababa de confesarle su interés en él. Así que no era del todo
sinvergüenza si la besaba. Y no era que desconociera lo que un beso podía
significar para ella. Una dama criada entre algodones de la nobleza
británica, y con normas que podían condenar a un hombre al matrimonio
por un simple baile. Cosas extrañas, cosas británicas. Pero ¿por qué
negarlo? Eso también le resultaba un aliciente muy placentero: corromper a
una muchacha rica de escrupulosa y limitada educación sexual.
La palpó entre sus brazos vigorosos, era tierna. Su cintura era estrecha,
pero mullida. Y sus caderas anchas. Se notaba, en su cuerpo, que Katty
Raynolds era una joven que nunca había sufrido ningún tipo de penalidad.
Era fresca y estaba llena de vitalidad. Su energía era apabullante y él quería
beber un poco de su elixir. Observó sus labios, a la tenue luz de las velas del
salón, rosados y carnosos. Un poco finos, pero bien dibujados sobre un
rostro de porcelana blanca, ovalado. Era preciosa y graciosa. Le hacían
gracia sus pestañas, largas y castañas, siempre en constante movimiento.
Además, olía a lavanda. Muy acorde con ella. Y muy sugerente. La besó
en los labios, finalmente. Después de una larga deliberación sobre su
pasado y su presente, sobre ella y sobre él. Rozó su carne ligeramente
humedecida y una corriente hechizante corrió desde sus labios masculinos
hasta su espalda, pasando por su cuello y por su estómago. De repente, se
dio cuenta de que no podría darle un solo beso como le había prometido.
Ese ridículo y casto beso que había pensado en darle ahora le parecía un
insulto a su masculinidad y una ofensa a sus instintos.
Se abrió paso entre los pliegues carnosos de su boca y le introdujo su
lengua sin piedad. Ella se removió, inexperta, pero él la supo guiar con
movimientos suaves y atrevidos hasta lograr una perfecta sintonía entre
ambos. La escuchó jadear, llenándolo de orgullo, y la apretó un poco más
contra su torso, sintiendo sus pechos tiernos y saltarines.
Después de unos largos segundos, que quizás fueron minutos, se dio
cuenta de que sus ojos estaban cerrados y los abrió de inmediato, asustado.
No solía perder la noción del tiempo cuando besaba a una mujer. Se apartó
de ella y se aclaró la garganta, más impaciente de lo que le hubiera gustado.
Quería controlar la situación. No podía dejar que una joven como Katty
Raynolds lo dominara o, de lo contrario, lo arrastraría hasta el altar. Ella, a
pesar de lo divertida, alegre, apetitosa y agradable que fuera, tenía una
personalidad muy marcada. Y no le hacía falta conocerla mucho más para
saber que era una mujer testaruda y difícil de dominar. Ella misma le había
dicho que la llamaban lady «caprichosa». Y estaba seguro de que jamás un
apodo le había sentado tan bien a alguien.
—¿Por qué se ha parado? —le preguntó ella, entre confundida y
molesta, con su habitual diatriba insolente.
—Ya le he dicho que solo podía darle un beso —comentó él con la voz
ronca, queriendo parecer seco y autoritario a pesar de que sus ojos estaban
perdidos en los de ella. Katty estaba sonrojada y pudo ver que tenía unas
pocas pecas en la nariz, dibujando un puente.
—¿Y cree que puede darme un beso sin más?
—¿Y por qué no?
—Señor Sutter, un beso significa matrimonio en mi país.
—En el mío no, miladi. Creo que ya lo sabe.
—Oh, ya veo —dijo ella, mirándolo entre decepcionada y divertida—.
Pretende fingir que no ha sentido nada.
—No he sentido nada que pueda llevarme al matrimonio —dijo él con
menos propiedad de la que hubiera deseado—. No soy un lord inglés. No
me casaré por un estúpido beso —se apartó de ella.
—¿Y cree usted que puede jugar conmigo? —rio ella—. Oh, pobre
señor Sutter. Ya le he dicho que estamos hechos el uno para el otro y este
beso solo ha sido la confirmación de mis palabras. No permitiré que arruine
nuestras vidas por sus ideas de libertino inmaduro.
Donald pasó de la excitación al enfado. Miró a la joven de arriba a abajo
un par de veces antes de contestarla, conteniendo su voz para no gritar. —
Miladi, o ha perdido usted el juicio o es peor de lo que imaginaba.
Inmaduro sería creer que puede atar a un hombre en contra de su voluntad y
salir indemne de sus pretensiones.
—Puede que esté loca, sí. Pero algún día se dará cuenta de que soy la
mujer de su vida y ese día me dará las gracias por haberlo atado a mí.
—No voy a seguir discutiendo —concluyó con firmeza. Su travesura
podía salirle cara si esa joven decidía contárselo a su padre. Siempre pecaba
de impulsivo—. Nuestra intimidad termina aquí, miladi. No habrá más
besos ni más conversaciones en el jardín. Terminaré de hacer lo que he
venido a hacer con su padre y luego, sin ánimo de causarle daño alguno,
volveré a América —La cogió de la mano, rozando sus guantes blancos con
los de ella y depositó un beso en el dorso de la misma—. Ruego que me
disculpe.
—No es necesario que me adule. Si teme que hable con mi padre, no lo
haré —dijo ella, tranquilizándolo. Sus ojos lilas, sin embargo, estaban
bañados en un pozo de resabida malicia que no lo dejaban tan tranquilo
como sus palabras—. Pero no voy a dejar que el beso que me ha robado
quede exento de pago. Al final de cuentas, ha sido usted el que me ha
cogido y se ha abalanzado sobre mí. No puede acusarme por haberle
obligado a eso.
Donald se llevó una mano a su pelo rojo. Había sido un hombre sensato
en cuanto a sus negocios y finanzas, pero siempre había sido demasiado
impulsivo. E irreflexivo en las cosas más triviales de la vida. Debería haber
sospesado el carácter voluble de Katty en la balanza antes de besarla.
—¿Y qué pretende? ¿Cuál es el pago por un beso suyo?
—Tres bailes seguidos —dijo ella con una sonrisa amplia y un
movimiento exacerbado de sus pestañas—. Mañana por la noche mis padres
celebraran una pequeña fiesta en casa. Y quiero que pida mis tres primeras
piezas.
—¿Bailar? —preguntó él, desconcertado.
—Solo quiero bailar con usted, señor Sutter. Luego, podrá volver a
América sin deudas pendientes.
—Mucho me temo que es una trampa. No crea que no puedo
informarme de qué significan esos tres bailes en Inglaterra.
La joven titubeó y supo que había dado en el clavo. Esos bailes debían
ser otro sinónimo de matrimonio en esa dichosa sociedad llena de normas.
—Ya veo que es usted un lince —comentó la gatita, menos orgullosa de
sí misma—. Entonces, señor Sutter, como pago por mi beso solo le pido un
baile. Un baile no le compromete a nada, se lo aseguro.
—Está bien, miladi. Un baile, y mis disculpas. Ambas cosas me parecen
razonables. Ahora, ¿la acompaño hasta su alcoba? Estaría encantado de
hacerlo, pero mucho me temo que...
—Que ese sería otro riesgo que no está dispuesto a correr. Lo
comprendo, vaya usted primero. Yo iré después —concedió ella con
amabilidad. ¿Era posible que hubiera entrado en razón? ¿Que se conformara
con un baile? No la conocía tanto como para llegar al fondo de sus palabras
y sus gestos, pero tenía serias dudas.
—Miladi —reverenció antes de seguir en ese estado de peligro
inminente y salió corriendo del salón, con la sensación de tener la mirada
lila de Katty clavada sobre él todo el tiempo. ¿Debía de tener miedo?

Era cierto que ella lo había buscado y perseguido. Pero él había


demostrado ser un libertino. Ella no le había pedido que la besara, ni mucho
menos se había acercado tanto a él como para insinuar que quería tal cosa.
Él había sido el que la había cogido por la cintura y la había forzado. Si
Donald Sutter pensaba que podía jugar con ella y salir ileso de sus
bravuconadas, era más tonto de lo que había supuesto en un principio. El
beso que él le había dado, sin pedírselo ni buscarlo, era la prueba de que
Donald también sentía algo por ella. Aunque se negara a creerlo. Cada vez
estaba más convencida de que eran el uno para el otro. Y no pensaba
desistir.
Se llevó los dedos sobre sus labios húmedos, estaba en una nube. El
beso del pelirrojo era lo más romántico y apasionado que le había sucedido
nunca. De hecho, era su primer beso. Y no sabía si sentiría lo mismo si otro
hombre la besara, pero algo le decía que eso era imposible. Él era especial
en todos los sentidos, y lo supo desde el primer momento en el que lo vio.
Solo esperaba que no fuera demasiado tonto, porque temía acabar
aburriéndose si ese fuera el caso.
Lo observó marcharse, alto como los cuadros, con su mente trabajando a
toda velocidad para idear un plan perfecto y magistral de caza. Él le había
prometido un baile. Pero con un solo baile no podía hacer nada. ¿Qué podía
hacer? Debía consultarlo con sus mejores amigas.
Cuando los pasos del americano se difuminaron en la lejanía, corrió
hacia su habitación. Donde una nerviosa y abochornada doncella todavía la
estaba esperando. Ella era la hermana menor de Nina, la doncella de su
madre. Su nombre era Fina.
—Miladi —suspiró la joven de pelo castaño claro, casi rubio—. La he
estado esperando por lo que han parecido siglos. ¡No sabía qué hacer!
—¿Te he pedido que hagas algo, Fina?
—No, miladi.
—Entonces no debes hacer nada —respondió ella, sentándose en el
escritorio de su habitación para sacar una pluma y una hoja de papel del
cajón.
—Pero como la he visto con ese señor...
—Fina, aguarda y quédate en silencio —ordenó ella, impaciente—.
Estoy intentando escribir algo de suma importancia.
Redactó un par de notas, una para de cada una de sus mejores amigas,
citándolas al día siguiente por la mañana con urgencia. Necesitaba escuchar
sus consejos, aunque podía imaginárselos. Pero, aunque ambas se
mantuvieran en sus respectivos papeles de buenas, necesitaba de su bondad
para equilibrar sus maquiavélicos planes. Estaba segura de que sus palabras
la ayudarían a encontrar una solución idónea.
Capítulo 6

La temporada social de mil ochocientos sesenta y ocho estaba siendo un


fracaso para las tres amigas. Ninguna de ellas había logrado un
compromiso. También era cierto que las tres tenían expectativas muy altas
en el amor y que, por eso, habían declinado muchas ofertas.
Lady Esmeralda Peyton estaba sentada en el salón de los Duques de
Doncaster con un primoroso vestido verde a juego con su colgante de
esmeralda brillante. Ella era la hija pequeña del Conde de Norfolk, apodada
«la última joya de Norfolk».
Lady Rose Bennet, apodada «lady ruedas» estaba al lado de la mesa,
con las manos en su regazo y su mirada azul clavada en la loca de su
amiga «lady caprichosa».
—Ni se te ocurra —determinó lady Esmeralda con seguridad—. No
hagas nada para cazarlo —aclaró, llevándose un panecillo de mantequilla a
la boca—. Eso sería tu ruina. Ese hombre te va a odiar para el resto de su
vida si lo haces.
—Pero os estoy diciendo que él también siente algo por mí, lo he
comprobado. Si no, ¿por qué me besó? Fue él el que quiso abrazarme y
robarme mi primer beso. Además, hemos pasado mucho tiempo juntos. Y
esos ratos son tan especiales... Es imposible que él no sienta nada por mí.
¡Imposible, os lo aseguro!
—Precisamente por eso, Katty —manifestó Rose con su voz dulce y
cariñosa desde su silla de ruedas—. No debes hacer nada. Si él siente algo
por ti, él mismo se delatará.
—¡Oh! ¡Recórcholis! —maldijo a media voz, haciendo saltar un
tirabuzón castaño de su recogido—. Sabía que no me seriáis de gran
ayuda...
—Sabías que te aconsejaríamos bien —objetó Esmeralda—. Y sabías
que necesitabas de nuestros consejos para no excederte.
Katty asintió en silencio y miró hacia su taza de té, parándose a pensar.
Apenas había tocado algo del desayuno privado que había hecho servir en
el salón de invitados para ella y sus amigas. La única que comía sin
descanso de las tres era Esmeralda, siempre tan fresca y resuelta.
Estaba hecha un mar de dudas. Sabía que se estaba comportando de un
modo muy arriesgado. Con frecuencia y, a lo largo de la vida, se había
encaprichado de varias cosas. Pero jamás de una persona. Lo que no sabía,
a esas alturas, era si Donald era solo un capricho. O si de veras se estaba
enamorando de él. Ya no solo era por su atractivo físico, sino por su
personalidad que ella estaba en ese estado de locura. Estaba enamorada de
su forma de hablar y buscaba cualquier excusa para sacar conversación con
él. ¡Y ese día en la fuente! ¡Jugando como dos niños! ¿Cómo olvidarlo? Y,
por si todo eso fuera poco, ahora tenía el sabor de sus labios impregnado en
los suyos propios. Ese beso era lo más emocionante que le había ocurrido
nunca.
¡Recórcholis! ¿Por qué tenían que ser los hombres tan complicados?
¿Acaso Donald Sutter no sentía algo por ella también? ¿Por qué rehuía del
compromiso?
—Katty —nombró Rose, sacándola de sus pensamientos—. Haznos
caso, por favor. Por esta vez, no hagas nada.
Katty volvió a asentir en silencio, pensativa. —Supongo que esta vez
debo daros la razón —dijo al fin con un suspiro—. Intentaré dejar que las
cosas sigan su curso natural... No voy a idear ningún plan para cazarlo. Solo
un baile... solo eso. Es lo que él me ha prometido.
—Me alegro de que hayas entrado en razón —suspiró aliviada
Esmeralda—. Y, ahora, por favor, comed. El desayuno se va a enfriar.
Rose se estiró para tomar un pastel de almendras de la bandeja y Katty
la imitó, frustrada. Era la primera vez que iba a dejar un cabo suelto. No era
fácil para ella, siendo tan caprichosa y voluble como era, dejar que las cosas
se desarrollaran a su libre albedrío. Pero si era amor, que temía que lo fuera,
era mejor ser precavida. Amar a un hombre podía llegar a ser muy doloroso.
Y todavía tenía un poco de sentido común en su alocada personalidad.
—Gracias por haber venido, amigas mías —agradeció con sinceridad.
Rose y Esmeralda eran las únicas amigas que tenía y las quería de verdad
—. Rose, ¿cómo está tu madre?
—Bien, gracias a Dios —dijo la joven—. Ocupada con sus obligaciones
en el reino de Haiderabad. Un fuerte temporal le impidió estar presente en
mi debut. Espero que pueda venir el año que viene.
—¡Helen de Haiderabad! ¡Reina de uno de los estados hindúes! No es
poca cosa —comentó Esmeralda—. Me encantaría conocer a su marido.
—Es un gran hombre, afectuoso y comprensivo. Pero creo que os
gustará mucho más conocer a mi hermana menor, Rania. Ahora tiene
catorce años y es preciosa. Sus ojos son azules como los de mi madre y
como los míos, claro. Pero sus rasgos son heredados de su padre. Es una
belleza.
—¿Crees que se case en Inglaterra?
—Lo dudo mucho. Incluso dudo de que mi hermano lo haga.
—¡Pero tu hermano es el conde de York! —se extrañó Katty—. Sería un
completo escándalo que no se casara con una inglesa...
—Lo sé. Pero parece que estamos destinadas a formar parte de los
escándalos de la nobleza... Y mi hermano está enamorado de Priya. No en
vano, somos hijos e hijas de las que fueron las beldades problemáticas hace
veinte años.
—¡Nuestras madres eran de lo peor! ¡Y su época era mucho más difícil
que la nuestra!
—Mi madre se comportó —dijo Esmeralda.
—Sí, claro... si no fuera porque se casó con un hombre que ya estaba
casado —rio Katty con su ponzoña habitual, tomando un sorbo de su té.
—¡Pero ella no lo sabía cuándo lo hizo! En cambio, tu madre se marchó
a América a hacer de cabaretera —discutió Esmeralda, entre divertida y
ofendida.
—Lo hizo para ganarse su propio dinero, ya sabéis que mis abuelos
maternos no estaban en su mejor momento económico para ese entonces. Y,
os recuerdo, que mi madre no solo trabajó de cabaretera. También trabajó
en un campo de algodón. Y estoy muy orgullosa de ella porque hizo todo lo
necesario para valerse por sí misma. Eso es algo que me ha enseñado a
luchar por lo que quiero.
—Pero en su justa medida, no volvamos otra vez al asunto que nos ha
traído aquí hoy, a primera hora de la mañana —aseveró Rose—. Y hablando
de orgullos, yo también lo estoy de mi madre... Fue una luchadora.
—La que más —coincidió Katty, y dejó de lado su taza de té para coger
la mano de su mejor amiga—. Lo que hizo tu madre, fue lo mejor que pudo
hacer. Tu padre era un ser despreciable.
—Él me hizo esto... —comentó con cierta amargura Rose, mirando
hacia sus piernas inmóviles.
—Y tu madre lo mató y escapó. Aunque la versión oficial sea otra,
claro —añadió Esmeralda con seriedad—. Ahora, mírala, prima. Helen
Ravorford es Helen Khan, una reina hindú. Encontrar a Khaled fue un
sueño hecho realidad para ella.
Esmeralda y Rose eran primas segundas. La abuela de Rose era la
hermana del abuelo de Esmeralda.
—Sobre todo teniendo en cuenta que escapó a India para ser una
institutriz. ¿Quién le iba a decir que el rey se enamoraría de ella? ¡Qué
bonito! El marido de tu madre es un hombre de verdad —soñó Katty en voz
alta—. Ojalá Donald se comportara con la misma honradez...
—¿Te estás enamorando de verdad?
—¿Enamorarme? —preguntó ella como si la hubieran ofendida—. Yo
no diría tanto —mintió con un nudo en la garganta, deseando que esa noche
ocurriera algo definitivo.

Esa noche la propiedad de los Duques de Doncaster se volvió a llenar de


invitados, pero esa vez sin máscaras y sin disfraces. La fiesta era algo más
pequeña de las que solía organizar la Duquesa, pero nadie podría haberla
tildado de común. Porque nada en casa de los magnates del oro era común.
Es más, todo era ostentoso, luminoso y carísimo. Las paredes estaban
cubiertas por flores colgantes, los techos resplandecían con un millar de
velas encendidas y los suelos estaban cubiertos de alfombras brocadas en
oro. Las mesas eran un derroche de comida y los lacayos, todos
uniformados, corrían de un lado a otro serviciales y muy ajetreados.
Katty se había puesto su mejor vestido de muselina dorada con un
escote bordado expresamente a su gusto. El bordado tenía flores de lavanda
bien cosidas y llamaban mucho la atención. Estaba hermosa. Sus ojos
felinos, sin embargo, estaban algo alicaídos. No había visto a Donald en
toda la velada y temía que hubiera fallado a su palabra y no le concediera
ese único baile que le había pedido a cambio de su primer beso.
—¿No ha venido? —le preguntó Esmeralda a su lado, leyéndole el
pensamiento.
—No, no lo ha hecho —comentó con cierta amargura, pasando otra vez
su mirada a través de los invitados sin éxito. Donald no se había presentado
durante la cena fría (que todos habían comido de pie mientras charlaban y
compartían), y tampoco había hecho acto de presencia en el salón de baile,
todavía. Katty se sentía traicionada, burlada.
—Olvídate de él, Katty —le dijo Rose a su otro lado—. Hay muchos
caballeros que quieren bailar contigo, hazlo. Hazlo por mí, ya que yo no
puedo.
Katty miró a su amiga con admiración. La admiraba por ser tan valiente
como para presentarse en todos los bailes a pesar de no poder danzar. Rose
tenía razón, había cosas peores que el hecho de que un hombre la dejara
plantada. Se obligó a sí misma a sonreír y bailó dos piezas con diferentes
caballeros que la pretendían desde hacía tiempo. De hecho, era la debutante
más solicitada de la temporada. Y ella sabía por qué. No era por su belleza,
que la tenía. Ni por su personalidad, que la tenía de sobras. Si no por ser la
única hija del hombre más rico del país. La mayoría de los pretendientes,
cuando la miraban, solo veían un lingote de oro en ella.
Donald, en cambio, era tan distinto... Tan libre, tan osado, tan
despreocupado... Tan directo.
¿Por qué no había cumplido con su palabra? Era cierto que los
americanos no tenían que cumplir con un código de honor tan estricto como
el de los ingleses, pero al menos podría hacer gala de un mínimo de
dignidad masculina. Cuando terminó la segunda pieza, se arrinconó en un
lado del salón, frustrada. Estaba molesta consigo misma. No debería haber
escuchado a Rose y a Esmeralda. No debería dejar de luchar por lo que ella
quería. Decidida, salió del salón repleto de gente y buscó a Donald por los
pasillos de la mansión. Incluso fue a su habitación y tocó su puerta, pero no
lo encontró. ¿Se habría ido? Ese mediodía habían comido todos juntos,
como siempre lo habían hecho desde que él se hospedó en su casa. Además,
sus padres no le habían comentado nada sobre su partida.
Apoyó la espalda en la pared del pasillo. En la planta superior. Y
suspiró, triste. Donald le gustaba mucho. Se tocó los labios, y cerró los ojos.
Imaginando que volvía a besarla. ¡Había sido tan romántico y apasionado
ese beso robado!
Unas risas, sin embargo, la sacaron de su ensoñación. Apartó la espalda
de la pared y miró hacia el origen de esas risas ahogadas. Lo que vio, la
llenó de rabia, de impotencia, y de indignación. Un dolor inexplicable se
clavó en su corazón y sus labios temblaron de pena y de celos.
El pelirrojo, Donald Sutter, estaba abrazado a otra mujer en actitud muy
indecorosa. Katty se escondió en una esquina y los espió, conteniendo las
ganas de gritar y de romper todo a su paso. Achinó sus ojos violetas,
haciendo chocar sus pestañas castañas entre ellas, y reconoció a la ramera
en cuestión. Era una viuda de Londres, famosa por sus escarceos amorosos.
¡Pero qué diantres! ¿Cómo había llegado esa mujer a su casa? No le
extrañaría nada que Donald la hubiera conocido en alguno de los clubs de la
ciudad. Aquellos a los que él frecuentaba cada noche. ¡Y el muy ruin le
había dicho que no había conocido a ninguna mujer! ¡Al menos a ninguna
que mereciera la pena mencionar! ¿Acaso esa viuda no merecía la pena de
ser mencionada?
No podía creer que Donald fuera capaz de estar con esa mujer,
besándola y abrazándola, después de haberla besado a ella la noche anterior.
¡Y mucho menos podía creerlo cuando le había prometido un baile! Estaba
claro que ese hombre era lo peor de lo peor. ¡Pero de ella no se iba a reír
nadie! ¡Y mucho menos iba a permitir que se fuera de su vida sin
consecuencias!
Bien podía ser que ella lo había buscado, pero ella no le había pedido
que la besara. No solo eso, sino que había decidido comportarse bien y no
hacer nada al respecto. Había estado dispuesta a dejarlo correr, incluso.
Escuchando a sus dos buenas amigas, había llegado a la conclusión de dejar
que Donald actuara por sí mismo. ¡Pero eso! ¡Eso era un insulto en toda
regla! No solo la estaba humillando, sino que la estaba humillando en su
propia casa. ¿Cómo se atrevía a traer a esa mujerzuela en su casa?
«Tus bravuconadas de libertino impío te saldrán muy caras esta vez,
Donald Sutter», pensó ella con amargura.
Dejó que la pareja de pecadores y sinvergüenzas entraran en una de las
habitaciones de invitados vacías. No era la de Donald. ¡Qué desfachatez!
¡Usar las dependencias de su hogar para mancillarlas con sus vicisitudes! Y
esperó con paciencia y dolor a que terminaran. Sabía perfectamente lo que
ocurría entre un hombre y una mujer en la intimidad. Su madre no había
sido como otras mujeres de su estatus y la había asesorada al respecto desde
su primer manchado de sangre. Le dolía en el alma, como mujer, que
Donald estuviera haciendo eso. No sabía si estaba enamorada de él, pero sí
sabía que lo quería en su vida. Y, sobre todo, sabía que no iba a permitir que
alguien se burlara de ella. Si quería algo, lo iba a tener.
Pasados unos largos y angustiosos minutos, quizás media hora o más, la
pareja salió de la alcoba. Katty pudo ver el pelo de la viuda despeinado y a
Donald con aspecto relajado. ¡Demonio pelirrojo! Se ocultó bien entre las
sombras cuando la viuda se marchó por un lado y el americano se encerró
en su alcoba, aquella que su madre le había asignado. Katty sonrió con
malicia y corrió a buscar a Fina, su doncella.
La encontró en sus dependencias, arreglando la cama para recibirla antes
de acostarse. —¡Miladi! —se sorprendió la joven delgada—. Llega usted
pronto. ¿Le ha ocurrido algo?
—El señor Sutter siempre pide una infusión antes de ir a dormir —
respondió ella, enfocada en su objetivo—. Ve a las cocinas y asegúrate de
echarle esto a su tetera —Buscó en su joyero y sacó un pequeño frasco que
le había dado Audrey, la hija de Eliza, la Duquesa de Hamilton. Lo había
estado guardando con recelo durante mucho tiempo y por fin había
encontrado la ocasión de usarlo.
—Pero miladi... —palideció su doncella.
—Haz lo que te pido, Fina. Y ni se te ocurra mencionar esto a nadie.
La joven doncella titubeó, pero accedió. Era fiel como su hermana
mayor. Katty observó a Fina salir de la habitación a paso trémulo y no fue
hasta que cerró la puerta que se permitió derramar un par de lágrimas por
los nervios. Sabía que estaba a punto de cometer la locura más grande de su
vida, pero también sabía que Donald Sutter debía tener un merecido
escarmiento. No solo eso, sino que no quería perderlo. Algún día... él la
amaría. Cuando se casaran, ella sería tan buena con él, que la amaría sin
condiciones. Estaba convencida de ello.
«Serás mío, Donald Sutter, ya lo verás. Somos el uno para el otro y
algún día lo comprenderás. Cuando estemos casados, te olvidarás de todas»,
se dijo a sí misma con convicción.
Capítulo 7

El demonio pelirrojo se sentó en el sillón de su habitación de prestado.


Clavó sus ojos azules en la cuerda del servicio y se estiró para tocarla un
par de veces. La viuda de Pompsay se le había ofrecido en bandeja de plata
y no había podido rechazarla. Era una mujer sedienta de placer tras la
muerte de su marido. La había conocido en White's Club la noche anterior y
esa noche se había presentado a la fiesta de los Duques sin invitación,
claramente deseosa de su compañía masculina. White's Club no era el lugar
idóneo para una dama, pero a esas alturas dudaba mucho de que la viuda de
Pompsay lo fuera.
El inconveniente era que se había olvidado de su promesa a «lady
Caprichosa». ¡El baile a cambio del beso robado! Debería ir al salón,
buscarla y pedirle disculpas antes de que protagonizara un escándalo. Pero
primero iba a tomarse su infusión diaria de menta. Era una vieja costumbre
heredada de su difunta madre. No era un gesto muy masculino, debería
tomar una copa de brandy para reafirmar su virilidad. Pero no solía hacer lo
que los demás esperaban que hiciera, sino lo que le venía de gusto. Y en ese
momento, después de una alocada escena carnal pura y dura, no había nada
en el mundo que le apeteciera más que una fresca infusión de menta.
—Mi señor —apareció uno de los ayudas de cámara de la propiedad.
—Tráigame una infusión de menta, por favor.
—Sí, mi señor.
Esperó con paciencia y se desanudó el pañuelo del cuello para relajarse.
Cada vez veía más imposible ir al salón para buscar a Katty. Esa joven era
única, debía reconocerlo. Tenía algo que lograba capturarlo, metiéndose en
sus pensamientos de forma insistente. Le provocaba una mezcla de
atracción y miedo. Pero ¿qué podía hacerle esa niña consentida? Si lo
pensaba bien, dudaba mucho de que se fuera de la lengua y le contara a su
padre lo ocurrido. Se estaría condenando a ella misma a un matrimonio
forzado. No era tan tonta como para eso por muy caprichosa que fuera. Y a
él ya empezaban a pesarle los párpados.
—Mi señor, su infusión —entró otra vez el mismo sirviente después de
tocar la puerta. Dejó la bandeja con la taza, el plato, la cucharilla y el azúcar
sobre una mesa auxiliar y se fue.
Con la pañoleta desecha y el primer botón de la camisa abierto, se estiró
desde su sillón y cogió la taza. No le añadió azúcar, le gustaba el sabor un
poco amargo. Cuando se lo llevó a los labios, sin embargo, le pareció que
estaba demasiado amargo. Como si la menta que hubieran usado para hervir
fuera verde. Se vio obligado a ponerle un par de cucharadas de azúcar y se
la bebió poco a poco hasta quedarse completamente sumido en una especie
de trance que vagaba entre la consciencia y la inconsciencia.
Era extraño en él que se durmiera en un sillón. Normalmente necesitaba
tumbarse y cubrirse con sábanas limpias y frescas. Pero apenas pudo
reflexionar sobre el hecho de que su cuerpo ya no respondía a sus órdenes.
Entró en un mundo onírico en el que estaba despierto a ratos. Intentó
mandarle una orden a sus piernas para que lo levantaran y lo llevaran a la
cama, que estaba a escasos metros de él, pero no lo logró. Poco después, o
mucho después, no lo supo a ciencia cierta ya que perdió la noción del
tiempo, le pareció ver a Katty Raynolds.
Su rostro de porcelana ovalado le apareció delante de él rodeado por
tirabuzones castaños. Sus ojos lilas eran un misterio, pero le provocaron esa
mezcla de atracción y de miedo ya conocida. —Vamos, ayúdame a
moverlo —la oyó decir en la lejanía.
¿Era real? ¿O era una pesadilla a modo de castigo por no haber
cumplido con su promesa? ¿Desde cuándo su consciencia era tan
escrupulosa? Notó que varias manos lo cargaban de muy mal modo. Tanto
así que le dio la sensación de que algo le golpeaba la cabeza con dureza. —
¡Por Dios! Ten más cuidado, no queremos matarlo —volvió a oír la voz de
Katty como si estuviera a cientos de millas de distancia—. Solo queremos
cazarlo.
¡¿Cazarlo?! ¡Caray! ¡Qué mal le había sonado eso!
«Donald Sutter, si alguna vez valoraste tu vida despierta de una vez», se
dijo a sí mismo con bastante dureza. Sin embargo, solo logró mover un
poco el brazo como si estuviera convulsionando.
—¡Ay, miladi! Este hombre está a punto de morir —oyó por fin la
segunda voz de la otra persona que intentaba moverlo sin demasiado éxito.
—No digas tonterías, Fina. Lo único que le ocurre a este demonio
imprudente es que ha oído que va a ser cazado. Para él es como un ataque al
corazón y por eso se mueve como si estuviera agonizando. Pero solo es algo
mental, nada físico. Vamos, continuemos.
Volvió a notar esas cuatro manos en su cuerpo y después rodó sobre la
cama como un peso muerto. Le hubiera gustado mucho poder moverse o
pensar. Pero terminó cayendo en un sueño muy profundo del que le fue
imposible escapar. Era su fin. El fin de su libertad, de sus escarceos y de su
vida.

«Ya está hecho», se repitió Katty a sí misma varias veces después de


echar a Fina de la habitación de Donald y quedarse a solas con él. Lo
observó durmiendo plácidamente sobre la cama como un bulto. Aunque
estaba segura de que su sueño no estaba siendo nada plácido en realidad. Y
mucho menos plácido sería su despertar. Sabía que estaba siendo
arriesgada. Sabía que estaba dando un paso definitivo en su vida. Si sus
padres la encontraban allí, ya no habría vuelta atrás. Estaría condenada a un
matrimonio forzado con un hombre que, de primeras, la odiaría.
Ella era una mujer segura de sí misma. Y estaba convencida de que
poder conquistarlo. Además, ese hombre merecía un buen escarmiento.
¿Cómo se había atrevido a humillarla en su propia casa? No iba a salirse
con la suya sin consecuencias nefastas.
«Todavía se te permite recular», le dijo una vocecita en su interior y
miró hacia la puerta, de pie al lado de la cama con expresión atribulada. Si
se marchara en ese momento, todo quedaría en un susto para el señor Sutter
y ninguno de los dos se vería afectado de modo irremediable. Lo pensó
mucho, incluso estuvo varios minutos de pie, como una estatua.
Miró a Donald varias veces. Dormido parecía muy bueno. Él era
fantástico. Sería el caballero perfecto si no fuera por sus vicisitudes. Katty
dejó ir un suspiro muy fuerte y se acercó a él. Olía a ese perfume intenso
que siempre llevaba. Su corazón latió con fuerza y se atrevió a recolocarle
un mechón de pelo rojo tras la oreja.
«Me estoy comportando como una lunática», concluyó y decidió
arrepentirse. Era atrevida, mala, impetuosa y caprichosa. Pero todo tenía un
límite. De seguro, Donald Sutter ya estaría lo suficientemente asustado
cuando despertara. Quizás podría jugar un poco con sus sentimientos al día
siguiente haciéndole creer que su padre lo sabía todo cuando en realidad no
sabía nada. Y el asunto del veneno en su infusión le daría el merecido
castigo. De seguro, se asustaría tanto, que jamás volvería a burlarse de una
dama como lo había hecho esa noche.
Decidió perdonarlo a medias, al fin. Quizás la madurez le había llegado
de repente. Dio un paso hacia atrás de la cama y se acercó a la puerta.
—No la encuentro por ningún lado —oyó la voz de su madre. Estuvo
tan absorta con sus pensamientos y sus cavilaciones que apenas había oído
los pasos afuera de la puerta de Donald—. Dime dónde está Fina, sé que la
última al verla has sido tú.
—Si no nos dices donde está mi hija ahora mismo, puedes preparar tus
maletas y partir mañana por la mañana de esta casa. Sin carta de
recomendación, por supuesto —oyó también la voz de su padre, autoritaria
y regia. El Duque de Doncaster no solía enfadarse, pero cuando lo hacía
todos temblaban.
¡En qué problema había puesto a su doncella! ¿Y ahora qué? Sabía que
Fina prefería irse de la casa antes que delatarla. Pero no podía ponerla en
ese aprieto. Su padre era un hombre de decisiones firmes y se decidía que
Fina debía ser despedida, nadie podría convencerlo de lo contrario. Sin
importar que ella fuera la hermana menor de la doncella de su madre.
«¿A dónde llegan tus juegos, lady caprichosa?», se preguntó en
silencio.
—Milord... yo...
—Milord, si me lo permite —oyó otra voz, la de uno de los ayudas de
cámara de la propiedad—. Me ha parecido ver a lady Raynolds entrando en
la recámara del señor Sutter —susurró el sirviente lo suficientemente fuerte
como para que Katty lo oyera y lo maldijera al mismo tiempo. Aunque
debía de estarle agradecida porque le había ahorrado la necesidad de tomar
una decisión para defender a su doncella. Los pasos del Duque se oyeron
fuertes y temibles hacia ella, antes de que pudiera reaccionar y cuando su
padre abrió la puerta la encontró con el rostro descompuesto, de pie a pocos
metros de él. El viejo Marcus Raynolds miró a su hija de arriba a abajo y
Katty agradeció el no haberse puesto una bata tal y como había pensado
hacer antes de iniciar esa locura. Gracias a Dios, llevaba su vestido de fiesta
intacto.
Después, los ojos lilas de su progenitor volaron hacia la cama donde un
Donald Sutter estaba inconsciente. —¡¿Se puede saber qué ha ocurrido
aquí?! —demandó el Duque con agresividad y a Katty le temblaron las
piernas. Detrás de él estaban su madre, y algunos invitados de la fiesta.
El escándalo de la nobleza estaba servido. Claro que no sería nada
comparado con el escándalo que ambos protagonizarían años después
cuando Katty presentara su demanda de divorcio ante el tribunal
londinense.
Tragó saliva y supo que si, en algún instante, había pretendido
redimirse. Ya era tarde. —No ha ocurrido nada irremediable, padre —
consiguió articular, sintiendo como los colores empezaban a subirle a las
mejillas. Era muy extraño que ella se sonrojara, pero algunas veces,
extremas, ocurría.
—¿Qué no ha ocurrido nada irremediable? ¡Despierte, señor Sutter!
Despierte ahora mismo y enfréntese a las consecuencias de sus actos —El
Duque se acercó al joven dormido, pero este no reaccionó.
—Se ha quedado dormido —dijo Katty con una vocecilla.
—¡Que se despierte!
—Milord, me parece que ha bebido en exceso —comentó su doncella y
Katty la miró de reojo. Estaba claro que no quería que nadie supiera que
ella misma había echado el veneno la infusión del señor. Katty se mordió el
labio y asintió en un silencio cómplice.
—¡Esto es inaudito! Le abro las puertas de mi casa y me lo paga así. Si
no cumple con su deber como hombre, habrá consecuencias fatales —
amenazó Marcus y miró a los curiosos que se asomaban por la puerta de la
recámara—. Queridos invitados, ya hemos localizado a mi hija y se
encuentra bien, por favor... regresen al salón de baile.
Katty pudo ver a Esmeralda y a su madre Gigi entre el pequeño grupo
que empezó a marcharse. Su mejor amiga la miró con cara de indignación
antes de desaparecer. ¡Ay, Dios! Ahora Esmeralda pensaría que no la había
hecho caso. Debería darle una explicación. A ella y a lady Rose, que seguro
que se enteraría de todo en cuanto Esmeralda bajara al salón.
Pero primero, las explicaciones debería dárselas a sus padres, que la
miraban con decepción. Se sintió muy mal, pésima. Y descubrió que había
pecado, como solía pasarle, de malvada e impulsiva.
—Sé que apenas tienes diecinueve años, Katty. Y sé que te hemos
educado para que seas una mujer fuerte e independiente —comentó el
magnate, clavando su bastón recubierto de oro en el suelo—. Pero dudo
mucho de que te hayamos educado para que te comportes con indecencia.
Katty bajó la cabeza, muy abochornada y cruzó las manos por delante de
su cuerpo. —Mis disculpas, padre.
—Quise buscarte por mí misma, pero ya sabes como son las ancianas
nobles de la sociedad. Se dieron cuenta muy rápido de que no estabas y,
fingiendo preocupación, hicieron correr la voz de tu desaparición.
—Solo me escabullí unas tres horas...
—¡Una muchacha casadera no puede escabullirse ni un solo minuto,
Katty! —volvió a reprenderla su padre—. Esto es por tu culpa, Catherine.
La Duquesa se llevó una mano sobre el pecho, ofendida. —¡¿Por mi
culpa?! ¿Cómo te atreves?
—¿Has olvidado el día en el que te colaste en mi habitación con una
bata? Solo eras una debutante para ese entonces... ¡Katty ha salido a ti! La
miro a ella y te veo a ti. Compadezco a ese pobre muchacho que, más que
ebrio, parece que está envenenado. Por supuesto que no lo he dicho delante
de los invitados, pero mucho me temo que tu querida hija tiene mucho que
ver en todo esto.
Katty pasó de la pena a la indignación, sumándose a la ofensa de su
madre con rapidez. —No me extraña nada que entre libertinos os
defendáis —espetó sin pensarlo mucho y su padre le devolvió el insulto con
una merecida cachetada en la mejilla. Era la primera vez que su padre la
pegaba, y se sintió como si el mundo le hubiera caído encima. Y no era
porque él la hubiera pegado fuerte, sino por el gesto. Unas lágrimas
incontrolables empezaron a salirle de los ojos.
—Puede que tu madre se haya encargado de haceros saber que durante
mi juventud no fui precisamente un santo. Pero he trabajado muy duro para
que todos vosotros viváis mejores que reyes, y he sido un esposo fiel y un
padre cariñoso desde que me casé. Así que, nunca más, Katty... Y
escúchame bien, hija, nunca más te atrevas a hablarme como lo has hecho
hoy.
—Debes reconocer que has sido un poco injusto al defender a ese
hombre sin conocer los hechos y que has sido muy descortés al culparme a
mí —abogó su madre y le pasó un brazo por encima de los hombros a
Katty.
El Duque se quedó callado y luego asintió. —Os pido disculpas a ambas
por mi reacción. Jamás pensé perder a mi única hija tan rápido —dijo
Marcus más flojo—. Pero no me importa lo que haya ocurrido, Katty. Esta
vez te harás responsable de tus acciones y te casarás con este hombre.
Mañana por la mañana, cuando despierte, hablaré con él y tu reputación
quedará reparada.
—Él es americano —objetó la Duquesa—. ¿Lo entenderá?
—Deberá de hacerlo. Quizás no esté obligado a aceptar un duelo, pero
puedo arruinarlo en América.
Katty apretó los labios y se le hizo un nudo en el estómago. —Esto era
lo que estabas buscando, ¿verdad? —le preguntó su madre en cuanto su
padre abandonó la estancia y ambas salieron al pasillo, ya no había nadie
con ellas. Ni siquiera los sirvientes.
—No exactamente así —negó con muy poca voz, todavía llorando por
la reprimenda que le había dado su padre—. Pero supongo que ya no puedo
hacer nada para volver al pasado.
—No, querida —La abrazó su madre.
—Él me había prometido un baile...
Katty le contó toda la verdad de lo sucedido a la Duquesa y esta la
escuchó con atención. No obstante, el consuelo de su madre no fue
suficiente para aplacar sus remordimientos. —Ahora, ya está hecho —le
dijo la Duquesa una vez en su alcoba, con el camisón y lista para dormir.
Aunque dudaba mucho de que pudiera conciliar el sueño—. No te tortures
más. En mi juventud, como bien ha dicho tu padre, yo también cometí
muchos errores parecidos a este.
—¿Y qué hiciste, mamá?
—Tirar hacia delante. Luchar, hija. Luchar por lo que quieres, eso es lo
que debes de hacer. Estoy convencida de que, algún día, el señor Sutter te
amará con locura.
—Haré todo lo posible para que así sea, madre. Seré la esposa más
buena que él pueda tener y se dará cuenta de que soy la mujer de su vida.
La Duquesa de Doncaster depositó un beso sobre su frente y le dio las
buenas noches. Había sido un día para no olvidar jamás.
Capítulo 8

Abrir los ojos fue poco más que una tortura. La cabeza le dolió mucho
y apenas pudo mover los párpados. Lo último que recordó fue haber bebido
su acostumbrada infusión de menta. Eso, y la terrible pesadilla que había
tenido con Katty Raynolds. Había soñado que ella aparecía en su habitación
e intentaba cazarlo. Gracias a Dios, a su lado no encontró a nadie. La cama
estaba vacía, solo estaba él, tumbado con la misma ropa de ayer. Suspiró
aliviado y se llevó una mano a su cabeza dolorida. ¿Qué le había pasado?
¿Acaso alguna de las copas que tomó con la viuda de Pompsay le había
sentado mal? Se incorporó hasta dejar su espalda apoyada en el cabecero.
Tenía la garganta seca y carraspeó un par de veces antes de darse cuenta de
la presencia intimidante que había en su alcoba de prestado.
Un destello violeta lo obligó a girar la cabeza. Notó un leve mareo, pero
llegó a enfocar al Duque de Doncaster sentado en el sillón que quedaba al
lado de su cama. Aquel mismo sillón en el que él se había sentado la noche
anterior para tomar su infusión. El magnate tenía las manos apoyadas en su
bastón recubierto de oro y su gesto era serio. Las cortinas estaban pasadas,
por lo que apenas lo vio con claridad.
—Milord... —balbuceó, frotándose los ojos y echando la espalda hacia
delante, lejos del cabecero. El Duque de Doncaster no respondió nada, solo
lo miró en silencio y le provocó el mismo miedo que Katty Raynolds le
provocaba a veces—. No ha sido una pesadilla, ¿verdad?
—No —habló por primera vez el hombre al que había ido a visitar para
mejorar en sus negocios—. Ayer fue usted el protagonista de un escándalo,
señor Sutter. Un escándalo de la nobleza, para ser más exactos. Claro que
apenas pudo darse cuenta de ello porque estaba dormido.
—No entiendo nada... Yo...
—No voy a entrar en detalles —lo cortó el viejo Marcus, achinando sus
ojos violetas y tirando su cuerpo hacia delante, apoyándose más en su
bastón—. No sé lo que ha hecho usted. Algo debe de haber hecho, por
supuesto. Mi hija puede ser insistente, pero no es necia —Donald se quedó
callado. Sospesando si Katty le habría contado a su padre lo del beso. Pero
¿qué más habría ocurrido? Entonces, ¿su pesadilla no había sido tal cosa?
Estaba muy confundido—. Con independencia de lo que haya sucedido, la
cuestión es que ayer mi hija fue vista en sus aposentos delante de la alta
sociedad británica. Para reparar su honor y su reputación, debe usted de
casarse con ella. Es la única solución posible. Supongo que ya sabe cómo
funcionamos los miembros de la alta sociedad inglesa. No podemos dejar
que una cosa así suceda sin consecuencias. Eso supondría la ruina social de
mi única hija y es algo que no voy a permitir.
—¡Pero milord! —se despertó de repente, ignorando el fuerte dolor de
cabeza—. ¡Yo no he tocado a su hija! —negó con vehemencia, aunque no
estaba seguro de eso y en parte era una mentira puesto que le había robado
un beso. ¡Pero nada más! ¿Verdad? Apenas podía recordar lo sucedido en la
noche anterior—. No sé lo que le ha contado ella, pero...
—Ella no me ha contado nada a mí y conociendo a Katty Raynolds
como la conozco, sé que ha tenido mucho que ver en esto —determinó el
Duque y se puso de pie—. Lo siento de veras, señor Sutter —continuó,
dando unos pasos al frente al tiempo que clavaba su bastón al ritmo de sus
pisadas—. Pero como ya le he dicho, es estrictamente necesario que usted
despose a mi hija. Piénselo como un hombre de negocios. Tiene mucho que
ganar con Katty, por lo pronto un suegro que puede catapultarlo
económicamente.
—O hundirme... —comprendió Donald en voz alta. Marcus Raynolds
era conocido por su habilidad en las negociaciones, estaba manipulándolo,
tratando de hacerse su amigo. Pero él sabía que, detrás de sus palabras
amables, había una amenaza implícita.
—Yo no diría tanto, señor Sutter —El pelirrojo pudo ver la sonrisa
cínica de Marcus a través de la penumbra y supo que estaba en lo cierto. O
se casaba con Katty Raynolds, o iba directo a la ruina—. Además, si fuera
usted un lord inglés me vería obligado a retarle a un duelo. Como esas no
son sus costumbres, no me queda otro remedio que ofrecerle mi alianza si
accede a reparar la reputación de Katty. ¿No había venido usted a buscar
mis consejos y mi apoyo en sus negocios? Bien, ahora tiene la posibilidad
de volver a su país con las manos llenas.
«Y con una esposa indeseada», añadió él en sus pensamientos. Desde
que se había quedado huérfano había cuidado de su pequeño patrimonio con
recelo. Y no estaba dispuesto a perderlo todo. —Supongo que no me queda
más remedio —accedió con un tono de voz amargo y se levantó de la cama
para correr las cortinas, estaba harto de la oscuridad. Los rayos de sol
entraron con fuerza en la recámara. Era mediodía. La luz le provocó una
fuerte jaqueca, pero se obligó a girarse para ver mejor a su futuro suegro.
—Bienvenido a la familia, señor Sutter —El Duque de Doncaster le
ofreció la mano y él la aceptó después de algunos segundos de vacilación
—. Me alegra que haya entendido este asunto con rapidez y con diplomacia.
Debo confesar que ayer me enfadé bastante y lo amenacé de muerte —rio el
Duque, pero él se quedó serio e incluso esbozó una mueca de indignación
—. Pero los hombres de negocios no podemos perder el tiempo en
contrariedades que son muy fáciles de solucionar —El americano asintió
sin demasiadas ganas—. Pero alegre esa cara, joven. Acaba usted de
comprometerse con la hija del hombre más rico de Inglaterra. Cualquier
hombre en su lugar estaría dando saltos de alegría. Además, Katty está en
su primera temporada, es joven y bella. Sé que llegará a apreciarla y quién
sabe... incluso a amarla.
«No hace falta que continúe vendiéndose, lord Raynolds», replicó en su
interior con disgusto. Se giró hacia la ventana, dándole la espalda al
magnate del oro. No pudo seguir mirándolo a la cara. Necesitaba estar solo
con sus propios pensamientos. —Bien, lo dejo. Supongo que tendrá mucho
en lo que reflexionar —oyó a sus espaldas la voz de Marcus—. Más tarde
enviaré a uno de los ayudas de cámara para que lo vista.
—Como desee —contestó Donald sin girarse para despedirse.
«He cometido tres errores», pensó cuando oyó la puerta cerrarse y se
quedó solo. El primero había sido viajar hasta Inglaterra y hospedarse en
casa del Duque de Doncaster. El segundo haber besado a la hija del Duque.
Y el tercero no haber cumplido con la promesa del baile. Si hubiera ido al
salón y hubiera bailado con Katty, todo habría quedado en una pequeña
aventura de un beso robado a una joven debutante inglesa. Pero la viuda de
Pompsay le pareció mucho más interesante y se olvidó de Katty y de su
fuerte personalidad. Ella no era una mujer fácil de llevar ni sumisa. Aun así,
la odiaba con todo su ser. ¿Cómo podía haber llegado tan lejos? ¿Cómo
había podido atarlo a su vida sabiendo que él no quería casarse?
Se pasó una mano por la cara antes de reír sin reír verdaderamente. Se
sentía un estúpido. Había sido burlado por una muchacha casi diez años
más joven que él y sin experiencia de la vida. No quería ni imaginar cómo
sería Katty Raynolds dentro de unos años. ¡No quería ni pensar cómo sería
su vida de casado con ella! Pero si pensaba que había ganado la partida,
estaba muy equivocada. El dinero de su padre podía comprarle un marido,
pero no un corazón. Iba a darle una merecida lección a «lady Caprichosa».
Una que no olvidaría jamás. Iba a demostrarle a esa gatita sin uñas que a
Donald Sutter nadie puede atarlo.
Si ella era mala, él era un demonio.

Katty no había dormido en toda la noche. A primera hora de la mañana


le había pedido a Fina que la vistiera con su vestido más sencillo y cómodo.
Ni siquiera se había puesto sus joyas. Tan solo llevaba un vestido de
mañana de algodón con escote cuadrado y mangas cortas. De color lavanda.
Estaba demasiado preocupada como para pensar en su atuendo y quizás era
la primera vez en su vida que algo así le ocurría. Siempre se había
preocupado de sí misma y el hecho de pensar en alguien más era algo nuevo
para ella.
—Miladi, debe bajar a desayunar y comer algo. Ya estamos al mediodía
y no ha tomado nada —le rogó su doncella a sus espaldas, mientras ella
andaba en círculos delante de su puerta, con los cinco sentidos puestos en el
pasillo. Sabía por su madre que su padre se había encerrado en la habitación
de Donald en la madrugada.
—Sube una bandeja con un surtido variado de quesos y pan.
—Sí, miladi.
—Y también trae alguna bebida caliente.
—¿Té, miladi?
—No, café. Un café, Fina. Y hielo, hielo en un vaso.
La doncella se extrañó, pero se marchó dispuesta a cumplir con sus
órdenes. Se sentía mal. Arrepentida. Sentía muchas cosas por Donald, pero
no sospesó la idea de sentir dolor antes de actuar por venganza. La noche
anterior, los celos la habían consumido. Y había actuado por despecho. Por
despecho, por capricho, por venganza, por maldad... Todavía le temblaba el
cuerpo al recordar a la viuda de Pompsay en los brazos de Donald. Y
todavía se enfurecía si reflexionaba sobre el hecho de que Donald había
roto su promesa. Solo le había pedido un mísero baile a cambio del beso.
¿Por qué no había podido cumplir con eso tan simple? Sin embargo, su furia
disminuía cada vez que recordaba todo lo que había hecho ella misma
después de eso: envenenar a un hombre sano, mover dicho hombre hasta su
cama entre golpes y maldiciones, escandalizar a los invitados con su actitud
indecente... ¡Qué desastre!
Fina regresó con la bandeja antes de que su padre saliera de la
habitación de Donald. Oyó los pasos del Duque alejarse y no lo pensó
mucho. Tomó la bandeja de las manos de su doncella y salió de la
habitación a paso presto hasta llegar a la del americano. No sabía qué
habrían hablado él y su padre. Pero no tenía la paciencia ni el deseo de
esperar para averiguarlo. Necesitaba ver al hombre que había calado hondo
en su corazón hasta transformarla en poco más que una lunática.
Cuando abrió su puerta con el codo porque tenía las manos demasiado
ocupadas, lo encontró mirando a través de la ventana. De espaldas a ella.
Entró poco a poco y cerró tras de ella con el pie. Él se giró, atraído por el
ruido, primero con cara de desgana y después con... ¿Con qué?
Sus ojos lavanda chocaron con los suyos azules. Pudo leer en su mirada
un odio muy bien disimulado por cinismo. Y algo más. Cierta admiración y
sorpresa. —Señor Sutter... —empezó ella con voz melosa y suave—. Le he
traído un tentempié y un café. Sé que el café es de su agrado. En América
suelen tomarlo —comentó, desviando la mirada y dejando la bandeja sobre
una mesilla auxiliar. Tomó un poco de hielo del vaso y lo envolvió en una
servilleta bajo la atenta y tensa mirada de Donald—. Si me lo permite, le
pondré esto en la frente y lo aliviará —volvió a encararlo con la servilleta
llena de cubitos de hielo entre sus manos. Notó el dolor del frío quemándole
la pie, pero lo soportó.
—Supongo que las normas del decoro ya son una banalidad para
usted —se burló él—. No le importa invadir mi alcoba una y otra vez.
—Solo he venido para ayudarle, señor Sutter. Permítame —se acercó a
él y le colocó el bulto de hielo en la frente sin titubear. Él cerró los ojos con
fuerza y el alivio se reflejó en su rostro—. Siéntese, mi señor —continuó
siendo tan amable como podía serlo y lo cogió de la mano para guiarlo
hasta ese mismo sillón en el que lo había encontrado la noche anterior—.
Tome un poco de café mientras le sostengo esto en la cabeza.
—Apártese, haga el favor —imperó el pelirrojo después de unos
segundos de silencio, empujándola lejos de él con suavidad—. No soy su
muñeco.
—¿He sonado muy autoritaria? —preguntó ella—. Si es así, le pido
disculpas. Solo pretendo...
—Solo pretende hacer las cosas a su modo, como siempre —La miró
directamente a los ojos con rencor—. Es más, estoy seguro de que solo
pretende aliviar el mal de su consciencia. Es usted una egocéntrica.
—Puede que sea una egocéntrica y que haya venido aquí para aliviar mi
mal de consciencia, pero le aseguro que, en un remoto rincón de mi
corazón, también estoy preocupada por usted.
—¿Ahora va a confesarme su amor de nuevo? —se burló el americano
—. Le advierto que esta vez no habrá un beso como premio.
Katty apretó el bulto de hielo entre sus manos y respiró hondo. —
Comprendo que esté molesto conmigo. Ignoro que le habrá dicho mi
padre...
—¿Qué lo ignora? ¡Já! Usted ha planeado todo esto al dedillo. No se
haga la inocente a estas alturas porque no le queda nada bien. Es usted una
egocéntrica, ya se lo he dicho. Además, el apodo de «lady caprichosa» se le
queda corto, deberían de llamarla «lady arpía».
Katty sintió que la sangre empezaba a hervirle con violencia hasta
atorarse en su garganta. —Mi señor —consiguió decir, todavía manteniendo
la voz suave—, es cierto que suelo ser perseverante en mis objetivos. Pero
le sorprenderá saber que no había planeado nada de esto. Es más, había
prometido a mis mejores amigas, a las cuales consulté ayer por la mañana
sobre todo esto, no hacer nada. Me hubiera conformado con un mísero y
ridículo baile, se lo aseguro. Hubiera pasado por encima de mi personalidad
y de mis principios, incluso por encima de mis sentimientos, para dejarlo
huir y vivir la vida de libertinaje que usted tanto ama y valora. Pero resulta,
mi señor, que usted no cumplió con su promesa —continuó explicando,
cada vez con menos amabilidad y menos dulzor en su tono de voz—. Se le
olvida, señor Sutter, que usted me robó mi primer beso. Y que, a cambio,
me había prometido un baile. ¿Se le olvida?
—No.
—Bien. ¿Y qué hizo usted? Lo vi todo, mi señor. Bien —rio ella con
ironía—. Todo no, gracias a Dios. Pero sí vi como besaba y abrazaba a la
viuda de Pompsay en los pasillos de mi casa para luego encerrarse en una
de las alcobas de mi propiedad con ella.
Donald apoyó la cabeza en una de sus manos. —No soy un santo...
—¡Por supuesto que no lo es! No tuvo en cuenta mis sentimientos,
¿verdad? Es un demonio pelirrojo, eso es lo que es usted.
—¿Y eso fue la que la impulsó a envenenarme y a tumbarme en la
cama? ¿Por qué me envenenó, cierto? No le encuentro otra explicación a mi
pérdida de la consciencia.
—Lo envenené, sí —confesó ella.
—Y me golpeó la cabeza con el suelo.
—Con las patas de la cama, mi señor.
—¡Es usted una lunática! Que la llamen lady loca, mejor. ¿Se puede
saber qué hicimos, miladi? ¿Se puede saber qué vieron sus padres y el resto
de los invitados? —le preguntó él, poniéndose de pie otra vez y acercándose
a ella con actitud amenazante—. No es más que una niña inmadura y
malcriada.
—¡Oh, claro! Imagino que la viuda de Pompsay debe de ser mucho más
experimentada y sabia —espetó, muerta de celos.
—La viuda de Pompsay me dio lo que usted no me podría haber dado
jamás. ¡Un baile! —se rio Donald—. ¡Un estúpido baile! ¿Pretendía que me
perdiera una noche entre las faldas de una mujer viuda para bailar con
usted? ¿Pensaba que me enamoraría por rozar nuestras manos al ritmo del
vals? —volvió a reír Donald—. ¿Ha escuchado lo ridícula que suena? Un
besito robado y se pone a temblar... Usted no está hecha para mí. Me
imagino lo aburrida que debe de ser en la cama y me pongo a llorar. Puede
que sea bonita, educada y todo lo demás... pero las mujeres vírgenes me
aburren.
Katty sintió que la sangre que le había hervido con furor se diluía en
lágrimas. Le entraron unas ganas de llorar sin consuelo incontrolables, pero
se esforzó mucho para no hacerlo. No pensaba darle el gusto a ese
rufián. —Pues le diré, señor mío, que ayer por la noche no parecía tan
aburrido —inventó y esbozó una sonrisa maliciosa, casi deforme. Pero era
mejor una sonrisa deforme que un baño de lágrimas.
—Entonces, la hice mía... —caviló el americano en voz alta—. Imagine
usted lo aburrido que fue que ni siquiera me acuerdo. Perdió su virginidad
de un modo pésimo, miladi. Pero bien, supongo que eso le valió la pena
para conseguir su objetivo. ¿La encontraron desnuda en mi cama?
—Tuve la decencia de vestirme antes de que abrieran la puerta —siguió
mintiendo. ¡Si ese estúpido de Donald supiera que, en realidad, lo que había
pretendido había sido retractarse! ¡Si supiera que lo único que le tocó fue su
pelo rojo! ¡Estúpido americano maleducado y sin corazón!
—Entonces ahora tenga la decencia de salir de mi alcoba y de no volver
a acercarse a mí hasta el día de nuestra boda.
Katty abrió los ojos. —Así que ha decidido desposarme...
—Tiene usted un padre muy convincente, miladi. La decisión estaba
muy clara, ¿no? Era casarme con usted, o quedarme en la ruina más
absoluta.
—Entonces se casa usted conmigo por el dinero...
—No, miladi. Jamás me casaría con alguien por el dinero. Me caso con
usted porque usted me ha obligado a ello. Y la odiaré durante el resto de mi
vida por ello. Su padre le ha comprado su capricho. Pero este capricho
contiene un corazón que jamás podrá ser adquirido por nadie.
Katty tragó saliva dolorosamente, con las lágrimas como clavos en su
garganta. —Pero usted me besó porque quiso... Siente algo por mí, lo sé. Es
imposible que solo yo sintiera...
—Solo lo sintió usted, miladi. Como ya le he dicho, para mí un beso es
algo ridículo. No siento absolutamente nada por usted.
—Y nuestras conversaciones, nuestros paseos, nuestros juegos...
—¡Por favor! Con esto me confirma que es usted una niña. Apenas nos
conocemos. Un par de conversaciones animadas y un poco de diversión en
torno a una fuente de jardín no pueden lograr que surja el amor.
—Ah, ¿no? —preguntó ella, sin máscaras ni actuaciones, con los ojos
vidriosos.
—No.
Katty bajó la mirada, dejó el bulto de hielo en la bandeja y salió de la
habitación de su futuro esposo a toda prisa. No fue hasta que llegó a su
propia alcoba que se permitió llorar. Lloró como no lo había hecho nunca
mientras Fina la consolaba. ¿Era posible que solo ella hubiera sentido algo?
¿Se lo había imaginado todo?
Capítulo 9

—Tienes los ojos hinchados —comentó lady Rose Bennet, «lady


Ruedas», unos días después del escándalo.
La noticia de que la única hija del Duque de Doncaster había sido vista
en la habitación de un americano había corrido como la pólvora en Londres.
A esas alturas, nadie ignoraba el hecho de que la reputación de Katty
Raynolds estaba en entredicho. Claro que los Duques de Doncaster se
habían encargado de hacer saber a la intransigente sociedad inglesa que su
hija iba a casarse con dicho hombre y que, por ende, su reputación sería
muy pronto reparada.
—Tienes mal aspecto, querida amiga —añadió Lady Esmeralda Peyton,
sin tocar nada del desayuno esa vez.
Las tres estaban sentadas en el salón de invitados. Y aunque era la hora
del desayuno, ninguna de ellas había tocado nada de encima de la mesa. Al
contrario, se miraban las unas a las otras con preocupación. —¿Has estado
llorando? —insistió Rose.
—Cada día y cada noche desde lo ocurrido —confesó Katty a media
voz, levantando su mirada del plato vacío para mirar a sus mejores amigas
—. Os he citado hoy aquí porque os debía una explicación y no quería darla
por carta.
—No tienes que darnos explicaciones, Katty —resolvió Esmeralda.
—Sí —afirmó ella con determinación, sorprendiendo a sus dos oyentes
—. Sí quiero explicaros que pasó. Os prometí que no haría nada... Y eso
hice, al principio —Katty miró al lacayo, que estaba esperando para servir
el desayuno al lado de la puerta, y este salió, dejando a las mujeres solas—.
Decidí comportarme correctamente por una vez.
—Lo sabemos —la tranquilizó Rose.
—Pero cuando subí a la segunda planta para buscar al señor Sutter, lo
que vi... Lo que vi, despertó mi lado más oscuro y malicioso.
Esmeralda se levantó de su silla y se sentó a la que quedaba al lado de
ella, para pasarle una mano por encima del hombro. —¿Qué viste?
—Vi a ese demonio pelirrojo en actitud indecorosa con la viuda de
Pompsay.
—¡¿Qué?! —inquirió Rose con la boca abierta e hizo rodar las ruedas de
su silla hasta colocarse al otro lado de Katty—. ¡Qué poca consideración
por su parte! ¡Y qué poco caballeroso! ¿Eso fue lo que lo mantuvo tan
ocupado como para no cumplir con su promesa y bailar contigo?
—Eso fue, sí —sinceró Katty con un nudo en la garganta—. Entonces,
decidí que iba a darle una merecida lección. Y usé uno de esos potecitos
que tu prima Audrey nos regaló, ¿recuerdas, Esmeralda?
—¡Ay, Katty! ¡No puedo creerlo! —se horrorizó Esmeralda—. ¡No
puedo creer que envenenaras al señor Donald Sutter con los mejunjes de mi
tía Eliza!
—Lo dormí —continuó narrando—. Y, con la ayuda de Fina, lo moví
desde el sillón hasta su cama.
Rose se llevó una mano a la cabeza y Esmeralda cerró los ojos con
fuerza. —Deberías haberlo consultado con nosotras primero —se quejó
Rose—. Nosotras te hubiéramos disuadido de cometer semejante locura.
—Lo sé... por eso sabía que os debía una merecida explicación. He
perdido muchas cosas durante estos días, pero no quiero perder a mis dos
únicas amigas también.
—Jamás nos perderás —La abrazó Esmeralda—. Porque sabemos que,
en el fondo, eres una buena persona.
—¿De veras? —lloriqueó Katty entre los brazos de su amiga—. Os
prometo que me arrepentí antes de que me descubrieran. Tuve la intención
de dejar al señor Sutter dormido en la cama y retirarme a mi alcoba, pero
justo en ese momento mis padres y el resto de los invitados que me
buscaban llegaron. No pude escapar.
—Entonces... ¿no ocurrió nada? —se atrevió a preguntar Rose con un
ligero rubor en sus mejillas.
—Nada de nada —negó ella con vehemencia—. Pero él cree que sí.
—¿Y por qué debería creer algo así?
—Porque yo se lo he dicho.
Sus dos amigas volvieron a llevarse las manos a la cabeza en sentido
figurado y metafórico. Entonces, Katty les explicó la conversación que
había mantenido con el señor Sutter a la mañana siguiente del escándalo.
—Fue muy cruel en sus palabras —concluyó «lady Ruedas»—. Pero
debes comprender que tu comportamiento fue igual de erróneo.
—Sí, ahora lo comprendo... —Katty tragó saliva—. Pero lo que más me
ha dolido de todo —confesó a media voz, con los ojos vidriosos y las
pestañas húmedas—. Es saber que él nunca sintió nada por mí. Ahora
pienso que todo me lo imaginé yo...
—Yo no me creería todo lo que un hombre ofendido pueda decir —dijo
Esmeralda con sensatez—. Tenemos que pensar que él no quería casarse y
que tú lo has obligado a ello. No solo eso, sus costumbres distan mucho de
las nuestras y todo esto puede parecerle mucho más duro de lo que le
parecería a un caballero de nuestra sociedad.
—Estoy segura de que sí siente algo por ti, Katty. No debes rendirte, no
es propio de tu persona. Ahora, el mal ya está hecho. Y solo te queda la
posibilidad de seguir luchando por aquello que tanto querías. Perdona al
señor Sutter por sus duras palabras y empieza de nuevo.
—Quizás tengas razón, Rose. Seguir llorando y culpándome por todo no
me servirá de nada. Gracias, amigas —Esbozó una media sonrisa hacia sus
dos buenas compañeras de penas—. De veras, gracias por vuestra
paciencia —agregó y apretó las manos de ellas entre las suyas—. Por favor,
comed. Avisaré al lacayo de nuevo.
—¡No es necesario! —la tranquilizó Esmeralda—. Nosotras mismas
podemos servirnos.
Cogieron de las bandejas de plata huevos hervidos, pan, mantequilla y
algo de foie de pato. Comieron y hablaron de otros asuntos, intentando
menguar la angustia de Katty lo máximo posible. Sin embargo, Katty
apenas podía pensar en otra cosa que no fuera en el señor Sutter.
Debía de hacer algo para acercarse a él antes de la boda. No quería
llegar al altar con esa tensión y ese pesar en su corazón. Al final de cuentas,
ella había provocado esa situación y debía dar su brazo a torcer. Si bien era
cierto que él se había comportado como un cretino la última vez que
hablaron, sus amigas tenían razón y debía perdonarlo. No en vano, él estaba
ofendido por lo ocurrido. Y aunque, en parte, él mismo se hubiera buscado
ese trágico destino, quizás fuera el momento de empezar desde cero y
olvidar según que asuntos. Olvidar la poca falta de pudor de Donald al
encamarse con la viuda de Pompsay en su propia casa, la noche después de
besarla. Sí, eso era algo que debía olvidar si quería avanzar. Se secó bien los
ojos y decidió ser valiente. Iban a ser marido y mujer, después de todo, y
debían llegar a un entendimiento.
Iba a esforzarse una vez más, con todo su ser.
—¿Y qué hay sobre ti, Rose? —preguntó Esmeralda de repente, con un
panecillo de mantequilla en las manos.
—¿Sobre mí? —se enrojeció la joven en silla de ruedas—. ¿Qué quieres
decir? —disimuló muy mal.
—¿Qué me he perdido? —preguntó Katty, sorprendida, olvidándose por
un momento de ella misma y sus problemas.
—La otra noche, aquí en tu casa... ¿recuerdas a los condes de Cornwall?
—¡Por supuesto! Alice y su esposo Hugo, son encantadores.
—¡Y más encantador es su hijo Arthur! ¿No es así, Rose?
—¡¿Qué?! —gritó a los cuatro vientos Katty, sin poder creerlo—. ¿El
hijo de lord plateado? Dicen que es un canalla, Rose. Un irresponsable que
ha dejado sus estudios universitarios para vivir la vida loca.
—Tenemos mucho en común —la cortó Rose, seria—. Eso es todo. Su
tía Faith también va en silla de ruedas. Se interesó por mí por esa razón,
nada más. Yo, jamás... Jamás me atrevería a pensar que él pudiera sentir
otra cosa que amistad. Él es tan...
—¿Tan qué?
—Tan normal —dijo Rose—. Tan normal, Katty. Es atlético. tiene unas
piernas largas y sanas. He oído que es el mejor jugador de críquet de
Cornwall. Y él tiene muchos sueños... No es una bala perdida. Ha dejado la
universidad para ser un miembro de la marina. Pasará largos años lejos de
Inglaterra, formándose como militar.
—No puedo creer que mi tía Alice se lo haya permitido, pero es cierto.
Mi primo Arthur se ha empeñado en ser marine y mis tíos no han podido
negárselo.
—Oh, Dios, es cierto. Arthur es tu primo —recordó en voz alta
Catherine—. Pero si es tu primo, Esmeralda, eso también lo convierte en
primo de Rose.
—¡No es mi primo! —negó Rose con energía—. Él es el hijo de la
medio prima de mi madre. Por lo que lo convierte en mi medio primo
segundo.
—¡Y te gusta! ¡No lo niegues! ¡Y juraría que tú le gustas a él! —siguió
pinchando lady Esmeralda.
—Aunque eso fuera cierto, él merece a una esposa con todo en su
sitio —dictaminó lady «ruedas»—. Y prefiero no seguir hablando del tema.
Katty miró a Esmeralda y se quedaron calladas. A pesar de que Rose
hacía un gran esfuerzo por derribar los prejuicios de la sociedad acerca de
las mujeres en sillas de ruedas, había ciertos temas que eran imposibles de
abordar con ella. Como, por ejemplo, el del matrimonio. Tal parecía que
para la hermana pequeña del Conde de York casarse no fuera una
posibilidad. Katty deseó en su interior que su mejor amiga encontrara algún
día la felicidad.

Después de pasarse más de una semana trasladándose de la cama al


sillón de su habitación o del despacho del Duque al diván del salón
principal, Donald adolecía de un aburrimiento mortal. Las reuniones
empresariales habían sido sustituidas por las largas conversaciones con la
Duquesa sobre los preparativos de la boda.
—Entonces, Donald, ¿no puede venir ningún invitado por tu parte? —
insistió la Duquesa con el ceño fruncido y un montón de papeletas
dispuestas encima de la mesa central. Su futura suegra estaba de pie, dando
vueltas con ansiedad mientras terminaba de ultimar las invitaciones con la
ayuda de un par de amigas suyas y el secretario de la familia.
—No, en tan poco tiempo, miladi —volvió a contestar, recostado en el
diván y haciendo su mayor esfuerzo por no bostezar.
—Lo más factible es que llenemos los dos bandos de la iglesia con
nuestros invitados—comentó una mujer de pelo castaño y ojos verdes, de
nombre Diana. Al parecer era la esposa del Duque de Rutland y familia. El
hermano de Diana estaba casado con la hermana menor de la Duquesa. Por
lo que ambas Duquesas, además de ser grandes amigas, eran concuñadas.
—Puedo invitar a personas de nuestra familia poco conocidas para que
los más curiosos los confundan con familiares del novio —añadió Sophia
Howard, otra gran amiga de la Duquesa. Según había entendido Donald,
esas mujeres llevaban siendo amigas desde hacía muchos años. Y, según
había oído, en su juventud se habían hecho llamar las «Beldades
Problemáticas». Ya podía imaginarse de donde había adquirido su futura
esposa su clara inclinación hacia los problemas.
—Supongo que no tenemos otro remedio —concluyó la Duquesa de
Doncaster, achinando sus ojos verdes mientras recolocaba las invitaciones a
su derecha por orden de importancia. El secretario, de mientras, iba pasando
una a una a los lacayos para que empezaran a distribuirlas. Todo estaba
siendo bastante formal y no era de extrañar. No en vano, Katty era la hija de
un Duque. Y las cosas debían de hacerse según el real protocolo inglés. Es
más, incluso habían buscado el favor de la reina para el enlace. Por un
momento, Donald pensó que la reina Victoria se opondría por ser él un
americano. Pero al parecer el favor de la reina no era más que una
formalidad y apenas hubo discusión alguna sobre el asunto.
Durante esos días, no obstante, y gracias a Dios, no había vuelto a
hablar con Katty. La joven se había mantenido alejado de él y solo se
habían visto en momentos puntuales y obligatorios. Como por ejemplo del
de la entrega del anillo en una cena con pocos invitados o el de un paseo a
media mañana por Hyde Park para oficializar su noviazgo ante la estricta
sociedad londinense. Durante esos breves encuentros, Katty se mostró
callada y cabizbaja. Algo inusual en ella. Pero Donald lo agradeció puesto
que lo último que quería era volver a enzarzarse en una discusión.
Los días se hicieron largos, las tardes más largas todavía y las noches
interminables. Lo habían cazado como a un animal y lo tenían entre rejas,
enjaulado. Apenas podía pisar los clubs y, cuando lo hacía, era con la
compañía de su futuro suegro de alguno de sus futuros cuñados. Estaba
harto. Harto era poco. Necesitaba aire. No recordaba haber estado tan
limitado desde la muerte de su madre. Su madre también había sido una
mujer controladora que lo había atosigado, descargando sus problemas y su
falta de control en su matrimonio, en él.
Y solo había una culpable de su pésimo estado: Katty Raynolds. La
odiaba y la detestaba a partes iguales. Claro que se encargaba de no
demostrarlo en público ni en presencia de los Duques. Muy al contrario, se
mostraba cortés con ella. Solo esperaba que, una vez casados, ella se alejara
de él para siempre. Que comprendiera que no la quería en su vida. Y si no
lo comprendía, se lo haría comprender. Porque él no era el juguete ni el
capricho de nadie.
Capítulo 10

El enlace se celebró en poco tiempo, pero con todos los lujos necesarios
y excentricidades propias de la familia Raynolds. La iglesia más importante
de Londres se decoró con toda clase de flores, ramilletes y alfombras. El
cura, muy bien pagado, dio un emotivo sermón a sus numerosos oyentes y
Katty Raynolds estaba esplendorosa.
La joven y hermosa novia brillaba con luz propia más allá de su costoso
vestido blanco brocado en oro y sus joyas de altísimo valor con amatistas
incrustadas y oro de primera calidad. Ella era una beldad, y se casaba en su
segunda temporada con el caballero que le había robado el corazón y algo
más... la poca cordura que tenía.
Había decidido dejar atrás su malestar, su tristeza y su despecho para
disfrutar del día de su boda e intentar, tal y como había quedado con sus
mejores amigas, volver a conquistarlo. Miró y esbozó una sonrisa tímida
hacia el hombre que tenía al lado mientras el cura hablaba, pero él no le
devolvió el gesto. Solo alcanzó a ver su perfil y su pelo rojo como el fuego
bien peinado hacia atrás. ¿Qué estaría pensando Donald en esos instantes?
Podía imaginar que nada bueno, ya que casarse nunca había entrado en sus
planes y apenas habían cruzado palabra alguna desde su lamentable
discusión. Solo habían hablado lo necesario para los preparativos y
formalidades previas al enlace, y siempre en público. En esas escasas
ocasiones de comunicación, el americano se había mostrado educado y
cordial, pero impenetrable.
Estaba un poco nerviosa, sería una necedad negarlo. Cualquier novia
solía estarlo en el día de su boda, pero ella un poco más por el contexto en
el que las circunstancias se estaban dando. Aun así, en el fondo de su joven
y vibrante corazón sentía un extraño y muy seguro presentimiento de que
aquello que estaba ocurriendo era la correcto. Que Donald, pese a sus
enojos y sus reticencias, era para ella. Y que Dios los había unido para
algún propósito.
Dejó de mirarlo y volvió a enfocar sus ojos amatista hacia el cura. Soltó
el aire lentamente por la nariz. El velo, por misericordia divina, le cubría los
signos de la preocupación inscritos en sus pupilas. Intentó concentrar de
nuevo su atención en el sermón del clérigo y consiguió dejar de preocuparse
hasta que llegó el momento decisivo.
—Señor Sutter y Lady Katty Raynolds, ¿vienen a contraer matrimonio
sin ser coaccionados, libre y voluntariamente?
—Sí, venimos libremente —contestaron los dos al unísono. El tono de
Donald sonó claro y fuerte, pero con una ligera nota de sarcasmo que no
pasó desapercibida para una mente despierta como la de la novia. La hija
del Duque no osó mirarlo.
—¿Están decididos a amarse y respetarse mutuamente, siguiendo el
modo de vida propio del matrimonio, durante toda la vida?
—Sí, estamos decididos —replicaron ambos con las mismas
insinuaciones y particularidades anteriores. Katty estuvo tentada a frotarse
las manos, pero se mantuvo firme y habló con seguridad.
—¿Estáis dispuestos a recibir de Dios amorosamente a los hijos, y a
educarlos según la ley divina?
—Sí, estamos dispuestos.
¡Hijos! Katty ni siquiera sabía qué opinaba Donald sobre los niños. Y lo
que sabía de él no le permitía emitir un juicio sensato sobre su opinión. Lo
único que sabía que, como él no era un noble, no necesitaba un heredero.
—Así, pues, ya que queréis contraer santo matrimonio, unid vuestras
manos, y manifestad vuestro consentimiento ante Dios.
La novia se giró poco a poco hacia su inminente esposo y lo miró a
través de su velo directamente a los ojos. El encaje, sin embargo, y la poca
claridad en los ojos azules del pelirrojo apenas le permitieron adivinar sus
sentimientos. Unieron sus respectivas manos derechas enguantadas. Era la
primera vez que se tocaban desde hacía semanas. Katty volvió a notar esa
fuerte corriente que la había convencido de que él también sentía algo por
ella. El cuerpo le vibró. Y Donald dio un paso instintivo y muy disimulado
hacia atrás. ¿Cómo podía decir Donald Sutter que no sentía nada por ella?
¡No era tan boba como para creérselo! ¿Y si Esmeralda tenía razón y todo
lo malo que le había dicho fue resultado de su enojo? Deseó que fuera así y
le suplicó a Dios, ya que estaba en un rito religioso, que algún día Donald la
amara.
—Yo, Donald Sutter, te quiero a ti, Katty Raynolds, como esposa y me
entrego a ti, y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la
salud y en la enfermedad, y así amarte y respetarte todos los días de mi
vida —prometió Donald con voz audible para toda la iglesia como si leyera
un libro.
Luego, le tocó el turno a ella, repitió las mismas palabras mientras su
alma se agitaba junto al roce de la mano del americano. Su voz sonó aguda,
femenina, segura de sí misma y, para algunos, coqueta. Pero no era
coquetería lo que hacía que su voz temblara un poco, sino los nervios muy
bien disimulados.
—El Señor confirme con su bondad este consentimiento vuestro que
habéis manifestado y os otorgue su copiosa bendición. Lo que Dios ha
unido, que no lo separe el hombre —declaró el cura y un escalofrío intenso
recorrió la espalda de Katty Sutter. Porque sí, ya era Katty Sutter y no Katty
Raynolds.
Las alabanzas a Dios por parte de todos los presentes no se hicieron
esperar y luego el religioso volvió a hablar. —El Señor bendiga estos
anillos que vais a entregaros el uno al otro en señal de amor y de fidelidad.
La recién señora Sutter extendió su mano casi temblorosa hacia su
recién esposo y este le deslizó un anillo de oro con diamantes incrustados
en el dedo anular. Luego, ella hizo lo mismo con él. Cada roce fue una
tortura para ella, tragó saliva en varias ocasiones y hasta sintió que
desfallecía. Ya no era tan solo que Donald fuera terriblemente atractivo,
sino que una fuerza única y especial la abrumaba con intensidad.
—Puede retirarle el velo a su esposa, señor Sutter y que los asistentes
saluden a este nuevo matrimonio.
Donald obedeció y le subió el velo de encaje blanco poco a poco. Katty
buscó su mirada azul y penetrante, y esta vez sí dio con ella. Al principio le
pareció ver un destello de admiración y complacencia, pero rápidamente esa
sensación positiva se sustituyó por una mirada de inapetencia y desagrado.
Ella intentó sonreír, pero se quedó estática. Lo único que alcanzó a hacer
fue cogerse al brazo que Donald le ofreció y desfilar entre medio de los
asistentes, recibiendo las felicitaciones por parte de familiares, amigos y
conocidos.
No fue hasta llegar al carruaje nupcial, en el que ambos se sentaron
solos para saludar al pueblo de Londres mientras recorrían las calles, que
Katty reaccionó. Se dio cuenta de que ya no era solo la hija del Duque y
hombre más rico de Inglaterra, sino que era la esposa de un hombre del que
apenas sabía algo. —Hay mucha gente —intentó hablar de algo trivial
mientras los caballos se ponían en marcha y ella movía la mano para
saludar a los londinenses curiosos. La única hija de Marcus Raynolds no se
casaba cada día. Y todos querían ver qué vestido llevaba y quién era su
esposo. ¡Un americano de pelo rojo como el fuego y de mirada pícara!
—Sí.
¡Recórcholis! ¡Qué seco! Solo «sí». Debería insistir un poco más.
—Ha sido una bendición que haga tan buen tiempo y que podamos ir sin
capota, me gusta poder saludar bien a las personas que nos han venido a
ver. ¿No le parece, señor Sutter?
—Suena ridículo —contestó él con brusquedad.
—¿Qué suena ridículo? —preguntó ella, envuelta por su velo echado
hacia atrás y su mirada amatista brillante bajo el sol del mediodía.
—Que me llames «señor Sutter». ¿Es esa otra formalidad inglesa?
¿Hablarle de usted al esposo?
Katty parpadeó un par de veces con fuerza. Donald pretendía ser
hiriente, pero en realidad sus palabras le sonaron como un bálsamo curativo
en su magullado corazón. ¡La consideraba su esposa! Y no por qué un cura
lo hubiera dicho, sino porque lo había interiorizado hasta el punto de
expresarlo sin darse cuenta.
—Tienes razón —dijo ella con entusiasmo, queriendo complacerlo—. Si
lo prefieres, te tutearé, y será un gusto para mí que me llames Katty. Al final
de cuentas, ahora soy americana. Las esposas adquieren la nacionalidad de
sus maridos —manifestó con una sonrisa, pero él solo cerró los párpados
como si le doliera la cabeza y luego giró la cabeza hacia el otro lado del
vehículo y no volvió a mirarla hasta llegar a casa de sus padres. Allí iban a
celebrar un gran banquete con todas las delicadezas y finuras.
El jardín estaba decorado con mesas largas, cubiertas por manteles
blancos que, a su vez, estaban cubiertos por grandes fuentes y platos. Los
lacayos iban con su levita negra de un lado a otro, trabajando para que todo
estuviera en orden. Las flores estaban esparcidas con buen gusto por las
mesas de los comensales y varias carpas cubrían las zonas de más
importancia. Era un espacio idílico, sin duda. Y se notaba, una vez más, el
poder de la familia Raynolds.

Donald Sutter tiró su cigarrillo al suelo y subió al vehículo que había


alquilado para la ocasión, estaba agotado. Iba a llevar su recién e indeseada
esposa a una casa que también había rentado en Londres. No quedaba
bonito quedarse en casa del suegro después de desposar a su hija. Y como
en ese país todo eran apariencias había tenido que gastar el dinero en una
casa decente para convivir con la gatita sin uñas hasta partir hacia América.
Lo que esperaba que ocurriera muy pronto, a lo sumo después de una
semana. Había ido allí para hacer negocios con lord Raynolds, y había
terminado convirtiéndose en su yerno. Económicamente había ganado, pero
no iba a permitir que «lady Caprichosa» creyera que había adquirido un
juguete nuevo. No iba a ser su muñeco ni iba a darle el capricho. Iba a dejar
las cosas claras desde el principio. Esa mujercita merecía una lección de
humildad.
—Cuida de mi hija, Donald —le dijo el Duque mientras Katty se
despedía de su madre y de sus hermanos.
—Te queremos mucho, Katty —oyó decir a las amigas de su esposa
entre abrazos y lágrimas—. Cuídate mucho, por favor.
—Sí, lo haré, no os preocupéis. Nos veremos pronto —parloteó Katty
como siempre con esa voz aguda que se le metía en la cabeza. La observó
subirse al carruaje, se había cambiado el vestido de novia por uno de más
llevadero. Debía reconocer que, por un estúpido momento, se había
impresionado al ver a esa mujercita vestida de blanco y cubierta con el velo.
¡Su esposa! ¡Qué extraño se le hacía!—. Donald, ¿estás agotado? —la oyó
preguntar cuando el carruaje ya estaba en marcha y solo se veían farolillos y
ventanas iluminadas por la ventanilla del vehículo—. Ha sido un día
ajetreado, ¿cierto?
La contestó con un sonido gutural de su garganta, no tenía deseos de
entablar conversación. La miró de reojo, y reparó en que estaba muy
hermosa con ese vestido de color lavanda. Le sentaba muy bien, y le
apretaba donde tenía que apretarla, resaltando sus atributos femeninos. Era
muy bella, y pensó que estaban en la noche de bodas. Que podría... ¡Dios!
No podía dejar que sus pasiones más bajas lo asolaran, primero debía dejar
claro que no iba a complacerla ni a convertirse en el títere de Lady
Caprichosa.
Aplacó su ardor y su inminente tensión entre sus piernas y se obligó a
no mirarla hasta llegar a la casa. Era un adosado del centro de Londres
costoso, y sus vecinos eran miembros importantes del país. Bajó antes que
Katty y no la ayudó a hacer lo mismo. Quería estar lejos de ella, apartarse.
Incluso huir, si pudiera. Esperó a que se quejara por no ayudarla, pero al
parecer estaba siendo extremadamente amable con él y no emitió queja
alguna. Se notaba que quería estar bien. Pero él no quería estarlo.
Entraron en la casa, bien decorada, pero exenta de cualquier decoración
familiar o personal. Apenas había el poco equipaje de él en su habitación y
algo de ella que habían mandado unos días antes. Un hombre con corbata,
el mayordomo del lugar los recibió. Y poco después apareció una mujercita
sin gracia, Fina. La doncella personal de su esposa y, gracias a Dios, Katty
se retiró. Su perfume a lavanda permaneció en el vestíbulo, y esa odiosa
tensión que le provocaba también.
—¡Maldita mujer! —masculló para sí mismo.
—¿Hay algo en lo que pueda ayudarle, mi señor? —le preguntó el
estirado mayordomo, que parecía un maldito conde en lugar de un sirviente.
En Inglaterra todos eran igual de estirados y pretenciosos. Y la familia
Raynolds eran el máximo exponente de la prepotencia y del uso del dinero
y del poder para doblegar a los demás. Lo habían doblado a su gusto entre
los caprichos de la niña malcriada y el padre poderoso.
—Puede retirarse —contestó mientras se encendía un cigarrillo y salía
de la casa. No iba a quedarse allí, había cosas que ni todo el dinero de
Inglaterra podía comprar. Tiró el humo a la calle y empezó a enfilar el
camino hacia el club de hombres que solía frecuentar. No estaba lejos de
allí. Y si lo estaba, no le importaba. Necesitaba andar, olvidarse de que
había una joven deseosa de atención y de compromiso en su casa,
esperándolo.
Capítulo 11

La nueva señora Sutter, Katty Sutter, esperaba con bendita paciencia a


que Fina terminara de acicalarla. Era su noche de bodas y se había
encargado de estar preciosa para la ocasión. Llevaba un primoroso camisón
blanco con encaje y una bata de seda fina por encima de los hombros.
Además, se había perfumado con esencia pura de lavanda y peinado con
esmero hasta que sus bucles castaños cayeron sobre sus hombros como
terciopelo.
Era su primera noche como esposa del americano y la primera vez que
se alejaba de su hogar y de su familia. La casa era muy impersonal. Claro
que no podía reclamarle nada a Donald. Esa vivienda era de alquiler.
¿Cómo sería la verdadera casa de su esposo? Había podido saber, a través
de su madre, que Donald no tenía padres. ¿Influiría eso en el hogar de su
esposo? ¿Sería tan impersonal como esa casa de alquiler? En ese caso, ella
se encargaría de decorar y de darle a la casa un toque familiar y cálido.
Estaba ilusionada y su mente divagaba en miles de sueños y esperanzas.
—Fina, ¿has traído lo que te pedí?
—¿Los puros americanos? Sí, miladi. Aquí están —La doncella se
acercó a un pequeño baúl de madera que había traído desde la casa de sus
padres y sacó la cajita de puros americanos.
—Acuérdate de llamarme «señora Sutter». Ya no soy una «lady». Y, por
favor, deja los puros encima de la cama —Se miró en el espejo, estaba
perfecta—. Ya puedes retirarte. Quizás, si Donald sabe que estás aquí, no
quiera entrar... aunque dudo que sea tan gentil es mejor ponerle las cosas
fáciles.
—Sí, mi... señora Sutter, ahora mismo.
La doncella obedeció y la dejó sola. Era la primera ocasión a solas
consigo misma antes de la gran noche. Estaba nerviosa. Sabía lo que ocurría
entre un hombre y una mujer en la intimidad, pero eso solo la alborotaba
más. Esperaba que Donald no la hiciera daño. Retocó la cajita de puros
encima de la cama. Era un regalo para su esposo, para intentar ganarse su
corazón poco a poco y suavizar su enfado. Incluso le había escrito una
carta.
Ella no era hábil con las letras ni propensa a transmitir sus sentimientos,
pero quería dar lo mejor de ella misma en esa nueva etapa de su vida. Buscó
la nota entre sus enseres personales y la colocó también encima del lecho, al
lado de los puros. Era cuestión de esperar.
Y esperó, esperó durante algunos minutos sin moverse. Luego, se acercó
a la bandeja de zumos y frutas que había hecho traer a su alcoba y tomó un
sorbo de zumo de arándanos. ¿Por qué estaba tardando tanto Donald?
Según las tradiciones inglesas, él debía ser el que la fuera a buscar. Pero él
no era inglés y quizás ignoraba esa norma. ¿Y si era ella la que iba a
buscarlo? No debía ser vergonzosa. Él ya era su esposo, y ella debía hacer
todo lo posible para conquistarlo. Miró la hora en el reloj, eran las doce de
la noche. Iba a esperarlo un poco más y si no venía, iría a su encuentro.
Entre confundida, decepcionada y nerviosa, tomó entre sus manos los
regalos para Donald y salió de su alcoba sin zapatillas. Con los pies
descalzos sobre la moqueta y la bata de seda blanca por encima de su
cuerpo, cruzó el pasillo hasta llegar a las dependencias de su esposo. Tocó
dos veces la madera que la separaba del pelirrojo, pero no obtuvo respuesta.
Con la mano que tenía libre, se atrevió a abrir la puerta.
—¿Donald? —preguntó con un nudo en la garganta. La habitación
estaba a oscuras. Katty achinó los ojos hacia la cama, quizás el americano
se había quedado dormido. Se acercó lentamente y con el corazón
palpitándole a mil por hora a la cama, pero rápidamente comprobó que
estaba vacía. La decepción se apoderó de ella—. Quizás esté en la planta
baja, tomando una copa —dijo para sí misma, convencida de que Donald
seguía enfadado y esa era su particular forma de vengarse. Bien, si él quería
hacerse el duro, ella estaba dispuesta a ceder hasta obtener su perdón. Así
había quedado con sus amigas y así pensaba hacerlo, pasando por encima
de su orgullo y de su personalidad voluble. En otras ocasiones, se hubiera
enfadado, y mucho. No obstante, quería pasar por encima de esos
sentimientos negativos.
Salió de la recámara de su recién esposo, todavía cargada con la caja de
puros y la carta, y descendió la gran escalinata principal en dirección al
salón. Todo estaba oscuro. Apenas dos velas iluminaban la antesala del
salón principal.
—¿Mi señora? —oyó la voz grave y profunda del mayordomo de la
casa. El hombre, pese a ser un sirviente, iba vestido con suma elegancia y
su porte era distinguido. Parecía un noble.
—Disculpe, estoy buscando al señor —confesó a media voz, algo
avergonzada. Dudaba mucho de que todos en esa casa desconocieran el
hecho de que los señores acababan de casarse y que esa era su noche de
bodas. Era por poco insultante que la novia estuviera buscando al novio por
los rincones de la propiedad. Respiró hondo y controló su temperamento.
—Mi señora —reverenció el mayordomo con expresión compasiva en
su rostro. ¡Compasión! Katty no estaba acostumbrada a despertar ese
sentimiento en los demás, sino más bien todo lo contrario. Estaba
acostumbrada a que la admiraran e, incluso, la envidiaran. Pero ¿pena? ¡La
única hija del hombre más rico de Inglaterra dándole pena a un
mayordomo! ¡Inconcebible! Volvió a coger aire y se mordió el labio—. El
señor ha salido hace una hora y veintitrés minutos, para ser exactos —
expresó el hombre con la mirada clavada en su reloj de bolsillo, evitando
mirarla a ella directamente a los ojos. Detalle que agradeció mucho, porque
sus ojos se llenaron de lágrimas, decepción y frustración a la par de una ola
de odio casi incontrolable.
Dio media vuelta sobre sus tobillos y corrió hacia su alcoba, humillada.
¡Donald se había ido y la había dejado sola en la noche de bodas! Le
entraron unas ganas horribles de llorar, pero solo permitió que algunas
lágrimas de impotencia resbalaran por sus mejillas enrojecidas. Su
respiración se entrecortó y tuvo que respirar por la boca. Tiró los regalos
que había preparado para Donald sobre la cama y se acercó a la ventana.
Quería verlo regresar. Porque en cuanto lo viera, bajaría y le daría una
merecida bofetada. O mejor no. ¿Qué debía hacer en una situación como
aquella? Lo más fácil sería vestirse y pedirle al mayordomo que trajera un
coche de alquiler que la llevara de vuelta a casa.
Después de todo lo que había hecho para casarse con Donald, sin
embargo, regresar a casa de sus padres le parecía una completa y absoluta
deshonra para todos. Seguro que sus padres la apoyarían. Pero ¿y si su
padre optaba por la vía de la violencia para reparar su honor? No quería ni
pensar en qué consecuencias fatales podía terminar esa noche si iba a casa
de sus padres y contaba a su familia lo sucedido. Con gusto se complacería
de que una bala le atravesara la sien a ese impresentable. Pero no quería que
su padre se ensuciara las manos por culpa de ella.
Apretó los puños y serenó su respiración. Ella se lo había buscado por
haber perseguido a un hombre que no quería ser atado. Era su culpa, sí.
Pero él tampoco se había comportado bien. Y se estaba comportando
mucho peor. Primero, el beso robado y la traición con la viuda de Pompsay.
Y ahora, la humillación de dejarla sola en una ocasión tan importante.
¡Maldito demonio pelirrojo! A esas alturas, ya no le pedía amor. Solo un
mínimo de respeto.
Se le durmieron las piernas esperándolo. No lo vio aparecer a través de
la ventana de su alcoba. Fue el ruido escandaloso del pasillo lo que la
obligó a apartarse de las vistas a la calle principal. ¿Acaso el insensato
había entrado por la puerta de las cocinas? ¿Por qué esconderse? ¿Estaba
borracho? Corrió hacia el pasillo, y lo vio en un estado lamentable.
Embriagado, y riéndose mientras se caía por las esquinas. ¡Pero eso no era
lo peor! ¡Por supuesto que no! ¿Por qué iba ese canalla a conformarse con
hacer el ridículo más espantoso entre alcohol y tabaco?
El muy descarado había traído a una mujer. ¡Y no a cualquier mujer!
¡Sino a la viuda de Pompsay! La misma con la que se había revolcado en
casa de sus padres en lugar de bailar con ella. Katty no podía creer lo que
sus ojos estaban viendo. Y el servicio presente tampoco sabía cómo
reaccionar. De seguro que era la primera vez en la que se veían envueltos en
un escándalo como ese. Ella, con el camisón de seda y sus bucles
perfectamente peinados, se quedó estupefacta en la puerta de su alcoba. La
sangre se le acumuló en la cabeza y en el cuello, subiéndole la presión hasta
el punto de querer desmayarse. Lástima que no fuera una de esas mujeres
que se desmayaban, pero le hubiera gustado serlo y perder la consciencia
para no ver ni sentir.
—¡Donald! —consiguió gritar al fin—. ¡Donald! ¿Cómo te atreves? —
reclamó—. Echa a esta mujer de mi casa ahora mismo.
—¡Oh, oh! ¡Mi esposa! —rio Donald sin poder sostenerse de pie por
completo, totalmente borracho—. Señora de Pompsay, ¿ya conoce a mi
recién esposa?
Katty abrió los ojos como platos. —¡No oses mirarme,
desvergonzada! —la reprendió antes de que la viuda con escote prominente
osara responder algo—. ¡Vete de aquí ahora mismo!
—Esta es mi casa «lady Caprichosa» —balbuceó Donald—. Y la viuda
de Pompsay es mi invitada, no puedes echarla. Si quieres, vete tú. No todo
es ni será a tu gusto. Se te acabaron los caprichos. Compraste a un marido,
no a un corazón.
—Miladi —oyó Katty a sus espaldas la voz de Fina—. No se rebaje a su
nivel, vuelva a su recámara, por favor. O si lo desea, iré a pedir un carruaje
para usted, miladi.
—¡Eso! ¡Corre de vuelta con tu papi! ¡O a las faldas de tu mami! Niña
malcriada. Eres lo peor que me ha pasado en esta vida, Katty.
Katty lo abofeteó con todas sus fuerzas, delante del mayordomo y de los
demás sirvientes. Y luego, obedeció a Fina y se encerró en su alcoba para
llorar. Otra vez. Esa era la segunda vez que lloraba sin consuelo por causa
de Donald. Lloró en los brazos de su fiel doncella. —Miladi, usted no
merece esta ofensa. Permítame que traiga un vehículo. En su casa estará
bien, su padre la aconsejará.
—¿Y provocar un baño de sangre u otro escándalo? —preguntó ella
entre sollozos.
—Su padre es más inteligente que eso, miladi. Y permítame llamarla
miladi, no me gusta llamarla señora Sutter.
—A mí tampoco me gusta como suena señora Sutter, Fina. No quiero
que nadie me llame así nunca —volvió a llorar y se tumbó en la cama
mientras oía las risas de los amantes a escasas habitaciones de ella—. Me
está siendo infiel en la primera noche juntos, en nuestra casa —sollozó
contra la almohada—. Jamás se lo perdonaré. Me las pagará, Fina. Te lo
prometo que me las pagará.
—Anule el matrimonio, miladi. Hoy mismo.
—Eso sería darle lo que él quiere. Y no pienso ponérselo fácil ni
ensuciar más el nombre de mi familia. Tomé una decisión y debo
enfrentarla. Algún día, Donald Sutter, se arrepentirá de esto.
—Ay, miladi... Dios quiera que algún día ambos encuentren la
felicidad —suplicó Fina mientras le acariciaba la cabeza—. Voy a traerle
una infusión relajante.
—No, Fina, no te vayas —pidió Katty y se cogió a su doncella—. No
quiero quedarme sola.
—Está bien, miladi. Como desee.
Fina se quedó para consolarla, pero no durmió nada. Al contrario, pasó
la noche en vela, tragándose la bilis y la humillación. Jamás pensó que la
vida pudiera doler tanto. El corazón le dolía como si se lo estuvieran
estrujando y aplastando.

De vuelta al presente, 1872. Nueva York.


Las únicas ganancias verdaderas de Donald Sutter eran a través del oro.
Y Katty lo sabía. No solo lo sabía, sino que había crecido siendo la
consentida de la gran mayoría de las minas de oro de América. No en vano,
su padre era el dueño de la mayoría de ellas. Y de las que no tenía
protestad, tenía poder. Golpeó con su sombrilla plegada de encaje blanco el
suelo, y miró a través de sus ojos amatista la mina de Donald Sutter. De
ella, Donald se hacía cada vez más rico junto a su socio y amigo, Adam
Colligan, el esposo de su amiga Esmeralda. Había tenido que viajar algunas
millas para llegar hasta allí, pero sabía que valía la pena. Si el impresentable
de su esposo quería jugar a los negocios, ella no iba a quedarse atrás.
—Avise a su capataz de que lady Katty Raynolds está aquí —ordenó al
hombre que estaba en la puerta de la mina, custodiando el lugar.
—Sí, miladi —obedeció el obrero y corrió presto a cumplir sus órdenes.
Más tarde, un hombre de la edad de su padre con bigote blanco apareció
bajo el sol.
—¡Katty! ¡Dichosos los ojos que te ven! —se emocionó el capataz, que
la conocía desde pequeña—. ¿Qué se te ha perdido por estas montañas? ¿Te
manda tu padre? ¿Cómo está el magnate?
—Está bien, señor Rutha. He venido por un asunto que puede
beneficiarnos a ambos —Pasó dentro del terreno que era propiedad de su
esposo y siguió al viejo señor Rutha hasta su despacho.
—¿Y de qué se trata, miladi?
—Un cheque en blanco —Extendió un cheque firmado por ella—. A
cambio de que, a partir de hoy, todas las ganancias de esta mina sean
entregadas a Adam Colligan.
—¿El señor Adam? Miladi, él es el socio de su esposo. Entre ellos se
reparten las ganancias.
—Lo sé, y por eso le estoy dando un cheque en blanco. Para que ponga
cifra a lo que yo le pido. Solo debe trabajar para el señor Colligan hasta que
lo avise de lo contrario. Es un pequeño favor que le pido, señor Rutha.
El administrador de bigote blanco y mirada azul, le devolvió el cheque y
sonrió. —Guardaré las ganancias de su esposo en un fondo aparte hasta que
usted me autorice su entrega. ¿Le parece bien así? El oro se venderá a
nombre del señor Colligan de mientras.
—Perfecto, señor Rutha. No esperaba menos de usted y de su
amabilidad.
—Sé como tratar a los viejos amigos, miladi. Y quiero que la familia
Raynolds siempre esté satisfecha conmigo.
—Se lo agradezco —Sonrió ella mientras imaginaba la cara de su
esposo al enterarse de que tenía sus ganancias retenidas. ¿Acaso él no le
había retenido su mercancía en el puerto? Ahora estaban en igualdad de
condiciones.
Capítulo 12

Presente. 1872. Nueva York.


El último encuentro con Katty lo había dejado emocionalmente
exhausto. A pesar de sus esfuerzos para volver a verla, la reunión había sido
un completo desastre. Volvieron los reproches, los gritos y las discusiones
interminables. ¿Algún día lo perdonaría? Habían pasado cuatro años desde
su infidelidad. Claro que durante esos cuatro años su matrimonio no había
estado exento de errores garrafales. Se pasó la mano por su pelo rojo,
sentado en el sillón de su despacho, mientras revisaba la correspondencia.
Había pasado más de una semana desde que la vio, pero todavía sentía el
aroma a lavanda en su despacho. Es más, todavía podía sentir sus labios
finos y femeninos entre los suyos. ¡Dios! Esa mujer le había robado el
corazón.
¿Quién iba a creer que un pícaro libertino como él terminaría bebiendo
los vientos por «lady Caprichosa»? ¡Él, Donald Sutter! Que había renegado
de Katty hasta el punto de odiarla, hundido por sus desprecios.
—Secretario —nombró hacia la puerta. Ese día se había apartado de la
multitud de ayudantes que había llegado desde el puerto. No estaba de
humor para socializar—. ¿Dónde está la correspondencia certificada? —
preguntó extrañado al notar la ausencia de los cheques que le mandaba el
administrador de su mina de oro en el norte de América.
—No ha llegado, señor Sutter —Apareció el hombrecillo de pelo canoso
y estatura pequeña en la puerta—. Pero hay una carta del administrador, se
la he dejado junto a las demás.
El americano buscó entre el monto que había dejado para leer más tarde
y encontró la carta del señor Rutha. ¡Qué extraño! Nunca había tenido
ningún problema con él. A pesar de que el señor Rutha trabajaba para
Donald, lo cierto era que al joven emprendedor le convenía mantener una
relación cordial con el administrador porque era un viejo tratante de oro y
conocía a todos los peces gordos en ese mundillo. Enemistarse con el señor
Rutha sería como perder gran parte de su capital. Abrió el sobre y leyó:
«Apreciado Señor Sutter, esta semana sus ingresos han sido retenidos.
Por favor, pregunte a su esposa, Lady Katty Raynolds. Espero que
comprenda en qué situación comprometida me encuentro. En espera de
buenas noticias, señor Rutha».
El demonio pelirrojo dejó la carta sobre el escritorio y cerró los ojos con
fuerza como si le doliera la cabeza. No sabía qué le daba más rabia, si el
hecho de que su propio administrador obedeciera antes a Katty que, a él, o
que el señor Rutha se dirigiera a su esposa por su apellido de soltera. —
¿Necesita ayuda? —oyó la voz de su secretario de fondo.
¿Ayuda? ¡Sí, pero del mismísimo Dios! Ningún mortal en la tierra podía
ayudarlo. Hasta los demonios dependían de Dios y sería una necedad
negarlo. Katty había hecho uso de su poder y de su influencia para
devolverle la jugarreta que le había hecho con su mercancía. Y eso que
hacía días que se la había liberado y le había anivelado los aranceles. Estaba
molesto, sí. Pero rápidamente le subió el ánimo al considerar que esa era la
excusa perfecta para visitar a su vengativa y atractiva esposa. Aunque fuera
solo para discutir, sintió que la vida volvía a correrle por el cuerpo con
furor. —Haga que preparen mi caballo —ordenó, poniéndose de pie. Se
miró en el espejo para peinar su melena roja y estirar el cuello de su camisa
blanca. Cogió su chaqueta de primavera de color negro, se la colocó y salió
ansioso.
Cabalgó casi sin darse cuenta hasta la tienda de Katty. Un pequeño
negocio de moda y artículos femeninos. Otro capricho de su esposa para
mantenerse entretenida. A la gatita no le hacía falta trabajar, pero al parecer
le gustaba valerse por sí misma. Y eso le agradaba de ella. Eso, y que el
negocio que ella llevaba era a medias con las esposa de su socio, lady
Esmeralda Colligan. En el fondo, Katty albergaba un gran corazón y lo
demostraba al ser generosa con lo que tenía y abriendo las puertas de su
vida a cualquier persona, sin importar su raza o su estatus.
Descendió de su montura algo nervioso. Katty era impredecible. Era
perfectamente posible que saliera de allí con una cachetada o un golpe de
sombrilla. Pero ¿para qué negarlo? Se había vuelto adicto a su carácter
único. Al menos, nunca se aburría. Entró en la tienda después de muchos
meses sin hacerlo. Los olores de la tienda, femeninos, lo azotaron nada más
poner un pie dentro. Buscó con la mirada a su pequeña esposa, ella era
bajita y solía llamar la atención por su cabellera castaña y ondulada.
La encontró en una esquina hacienda cuentas, concentrada. Apenas se
había dado cuenta de su presencia. Fue lady Selena, la trabajadora de Katty,
la que carraspeó para alertar a Katty de su presencia. Su esposa levantó la
mirada de su bloc de notas y sus ojos fueron una combinación muy graciosa
de sentimientos. Primero asomó la sorpresa por sus iris amatista, luego la
confusión y, finalmente, el enfado.
—¿Qué haces aquí? —le reclamó con muy poco tacto, con su acento
inglés y aristocrático bien marcado. Lady Selena se retiró a las trastienda
por respeto, dejándolos solos.
Donald se regocijó de placer y dio algunos pasos hacia el mostrador en
el que estaba trabajando su esposa. —¿Estás jugando sucio, gatita? Quita
tus zarpas de mi oro. Ya tienes suficiente, tu padre anda sobre un bastón
recubierto en él y tu madre como virutas de oro para desayunar.
—Oh, Donald —rio con sarcasmo la gatita, empezando a afilar sus uñas
—. Siempre haciendo alusión a la fortuna de mis padres para no
responsabilizarte de mí como te corresponde. Y, por si esto te tranquiliza, te
diré que no me he quedado ni un solo dólar de tu mina. Todo tu dinero está
retenido, y lo estará hasta que terminen tus dos meses de control sobre el
puerto. No me gustaría volver a quedarme sin mercancía —Señaló las telas,
los perfumes y los demás enseres que la rodeaban—. Agradece que no haya
obligado al señor Rutha a dar tu dinero a Adam Colligan como pretendía
hacer al principio.
—Katty, Katty... siempre haciendo uso del poder de tus padres para
salirte con la tuya —Los ojos amatista de su esposa se cubrieron de ira,
sabía que acababa de darle en su punto débil. Katty odiaba que le recordara
cómo se habían casado, por su capricho y por la influencia de su padre—.
Pero debo reconocer que tus caprichos dan resultados magníficos.
Auguraste que te amaría con locura algún día, y así ha sido —intentó
arreglarlo, y un ligero rubor cubrió las mejillas pecosas de su esposa. Sabía
que acababa de sonar demasiado sincero, pero ya había hecho uso de su
ironía durante mucho tiempo. Y si quería conquistar a esa mujer quizás era
el momento de empezar a abrir un poco su corazón.
—Tus adulaciones vacías no te servirán esta vez —replicó ella, mordaz,
cerrándose en sí misma como siempre, protegiéndose de él. ¡Caray, qué
daño le había hecho! A veces sentía que ni en mil años podría recuperarla
—. Te dije que te hundiría si te cruzabas por mi camino, y esto solo es un
pequeño aviso. Espero que te sirva de escarmiento para no volver a jugar
conmigo ni con mi negocio.
—Katty —resopló él, entre excitado y molesto—. No he venido para
discutir. ¿Por qué no puedes creer que te amo? Caray, hasta sueno ridículo.
Estoy completamente doblegado a ti.
Katty desvió la mirada, sin ruborizarse. Era una maestra escondiendo
sus sentimientos. Pero Donald percibía su nerviosismo por sus dedos
tambaleantes sobre el mostrador.
—Ahora que ya sabes que no has perdido tu dinero, puedes marcharte
—cambió de tema Katty, sin mirarlo a los ojos y volviendo su mirada al
bloc de notas.
—¿Deseas que me vaya tan rápido? —inquirió Donald, y colocó una
mano sobre su bloc, tapando los números, para obligarla a mirarlo a los ojos
—. ¿Por qué no me regalas una de tus sonrisas? Hace años que no te veo
sonreír.
—Ignoro el motivo por el cual me estás tuteando, sabes que debes
dirigirte a mí como «miladi». Pero te pido, amablemente, que salgas de mi
tienda y dejes de importunarme. Aparta tu mano de mi bloc —le pidió la
gatita mientras le daba un manotazo para apartarlo. Él aprovechó la
cercanía para cogerla por la mano y retenerla.
—Miladi, una vez creyó que estábamos hechos el uno para el otro —le
susurró a escasos centímetros de su boca—. No es imposible que algún día
vuelva a creerlo.
—Pero tú te encargaste de hacerme ver que estaba equivocada.
¿Recuerdas? Me dijiste que solo yo sentía algo por ti. Que todo eran
imaginaciones mías, que era una loca...
—Me equivoqué —continuó él insistiendo, rozando los dedos de su
esposa entre los suyos y sintiendo las chispas saltar entre ambos—. Me
equivoqué en todo, hasta que me di cuenta de que no quiero a otra en mi
vida que no seas tú.
—Donald, lo que te hace creer que me amas es saber que nunca me vas
a tener. Quieres conquistarme porque tu personalidad así lo demanda. Si
algún día cometo el grave error de caer en tus provocaciones, te aburrirás de
mí y te irás.
—¿Es eso lo que te asusta? ¿Que me aburra de ti? ¿Acaso me crees tan
caprichoso como tú?
—Sí —afirmó ella sin vacilar—. Y, sobre todo, en lo que concierne a las
mujeres. Ahora, por favor, te ruego que me sueltes y salgas de mi tienda —
pidió ella sin demasiada seguridad en sus palabras, con la respiración
acelerada—. Suéltame la mano, me haces daño...
—¿Necesita ayuda, lady Raynolds?
Donald oyó la voz demasiado conocida de Liam Anderson detrás de él.
Una sensación muy desagradable le recorrió el espinazo. Una vibración que
lo sacudió por completo y que le provocó una oleada de rabia y de
impotencia difícil de controlar. No soportaba a ese canalla rencoroso, y
mucho menos soportaba verlo cerca de su esposa. Claro que el hecho de
que se dirigiera ella como «lady Raynolds», delante de él, era como poco,
insultante.
—Liam, viejo amigo —ironizó Donald, soltando la mano de Katty para
girarse y enfrentar a su amigo de la universidad. El abogado se recolocó las
lentes por encima de sus ojos color miel y lo miró con prepotencia y
desaire.
—Donald.
—¿Se conocen, señores? —preguntó Katty, confundida.
—Lo justo para saber que puede estar necesitando ayuda, miladi —
manifestó el cretino. El muy idiota de Liam Anderson le hacía la
competencia en todos los sentidos, era un hombre de planta envidiable y
educación exquisita. No solo eso, sino que parecía inteligente. Cualidad que
volvía locas a las mujeres. Donald miró a su esposa y vio que ésta miraba a
Liam fijamente. ¿Y si se encaprichaba de ese mequetrefe? Liam Anderson
podía parecer listo, pero solo era un necio.
—Es mi esposa —dijo él, cuadrándose—. Le aseguro que, estando a mi
lado, no necesita ayuda de un desconocido.
—No soy un desconocido, señor Sutter —Avanzó el rubio hacia el
centro, imponiendo su presencia hasta colocarse frente a Katty—. Soy el
abogado de lady Katty Raynolds y es mi obligación defenderla.
Donald sintió que la sangre se le arremolinaba contra las orejas y que los
ojos se le cubrían de una rabia incontrolable tan roja como su pelo. Liam
Anderson solo se estaba vengando por haber conquistado a su prometida
Cindy. Estaba completamente seguro de ello. El corazón de ese rufián
siempre fue vacilante, inseguro y retorcido.
—Por favor, caballeros, no es necesario iniciar una disputa. No olviden
que nos encontramos en mi tienda y que, en cualquier momento, entrará una
clienta. Señor Sutter, le ruego que se retire —pidió Katty, con educación.
Sin embargo, ni que Katty hubiera añadido palabras más bonitas a su
petición, no podría haber aliviado sus celos. ¿Por qué diantres debía
retirarse él y no Liam? ¡Él era su esposo! ¡Él tenía todos los derechos sobre
ella y ningún otro hombre podía sentirse superior en ese sentido! La
situación no le gustó nada. Se sintió humillado y desvalorado—. Necesito
hablar con mi abogado a solas, señor Sutter —insistió su esposa con el
gesto impasible y su semblante frío.
—Por supuesto, gatita —esbozó una sonrisa de las suyas, tragó la bilis,
le dedicó una mirada muy poco amistosa a Liam y salió de la tienda. Lo
último que quería era montar una escena de celos ridícula para satisfacer los
egos de ese canalla y de su esposa. Su mediocridad no había alcanzado
límites tan exorables.
—Le advertí de que no pasara tiempo a solas con nuestro acusado,
miladi —se quejó el señor Anderson dentro de la tienda, una vez a solas.
Katty dejó ir un suspiro, todavía nerviosa por la visita de su esposo.
Hacía mucho tiempo que Donald no se acercaba a ella, y eso la había
tomado por sorpresa. Eso, y que le dijera, una vez más, que la amaba. ¿Por
qué cada vez repetía lo mismo? No podía creerlo, y aunque lo creyera, no
podía cometer el error de caer en sus brazos. Donald estaba en ese estado de
penitencia porque sabía que era inalcanzable. Él era caprichoso, lo conocía
bien. Y se encaprichaba de las mujeres hasta que estas caían en su red.
Después, se aburría y pasaba a otra conquista.
—Ha venido a verme por unos asuntos de negocios, señor Anderson —
se excusó ante el profesional—. ¿A qué debo su visita?
El atractivo abogado de ojos color miel sonrió, le tomó la mano y se la
besó en el dorso. —Solo quería informarla de que los documentos están
preparados.
—Pensé que tardarían dos meses —expresó ella, con una extraña mezcla
de alegría y de tristeza en su interior—. Apenas han pasado algunas
semanas desde nuestra última reunión.
—He podido agilizar los trámites, miladi. Sé cómo cuidar de mis
clientes más apreciados —Volvió a sonreír el abogado—. Solo debemos
esperar a un médico aceptado por el juzgado de Londres. En cuanto llegue,
él será el que abale su virginidad. Entonces, quedará libre para siempre del
señor Donald Sutter.
Katty esbozó una media sonrisa y bajó la mirada hacia el mostrador.
¡Qué extraña era la vida! Una vez creyó que casarse con Donald era lo
correcto y, ahora, estaba a punto de anular su matrimonio para siempre. La
mirada azul cobalto del demonio pelirrojo la sobrevino y apenas pudo
sostener su floja sonrisa.
—Nadie diría que se alegra de las buenas noticias —insistió Liam.
—¿Ha estado alguna vez enamorado, señor Anderson? —preguntó
Katty con las defensas y los formalismos por el suelo, repentinamente
hundida.
—Una vez lo estuve, sí —replicó el rubio con una mueca de dolor—.
Pero alguien se encargó de destrozar mis sueños...
—Entonces, le ocurrió algo parecido a mí —comprendió Katty en voz
alta.
—Así es, miladi, tenemos mucho más en común de lo que se imagina.
La señora Sutter enarcó su ceja castaña y clavó sus ojos amatista en su
abogado. —¿De qué conoce a mi esposo? Me ha dado la sensación de que
se conocían muy bien.
—Fuimos compañeros de la universidad, miladi. Eso es todo —expresó
él, sin darle demasiada importancia al asunto—. ¿Le gustaría dar un paseo
por el parque central de Nueva York? Estoy seguro de que apenas pasea.
—Mis disculpas, señor Anderson. Pero una dama inglesa que valore su
prestigio jamás paseará del brazo de un hombre que no sea su esposo o un
familiar. Sé que las costumbres americanas son otras, pero hay ciertas cosas
que no deseo perder de mi país de origen.
—La comprendo, miladi. Entonces, ¿cómo puedo conocerla mejor?
Katty abrió los ojos como platos y asimiló la pregunta de su abogado
¿Liam Anderson se estaba declarando? —Señor, todavía soy una mujer
casada —dijo en voz alta, indignada y perpleja—. Me siento halagada, pero
después de este matrimonio solo anhelo paz en mi vida.
—Miladi, ha estado casada con un demonio. No castigue a todos los
hombres por los pecados de uno. Me gustaría que considerara, seriamente,
mis palabras. Es usted una mujer joven, con toda la vida por delante. Y yo
soy un hombre soltero con ganas de establecer un hogar seguro y
armonioso. Sé que estoy sonando muy poco profesional, miladi. Pero
tenemos mucho en común y sería un necio si negara lo mucho que me
agrada.
La única hija del Duque de Doncaster notó sus mejillas sonrojadas y no
pudo hacer nada por disimular su bochorno. Jamás había pensado en otro
hombre que no fuera Donald, y verse cortejada por un caballero tan
atractivo e inteligente como Liam Anderson la azoró por completo. —Debo
pedirle que se vaya, señor Anderson —contestó a pesar de su azoramiento,
intentando sonar lo más neutral y educada posible—. Esperaré al médico de
Londres con anhelo.
—Lo que le he dicho... —quiso insistir Liam, dando un paso hacia ella.
Gracias a Dios, el mostrador quedó entre ambos.
—Lo que me ha dicho solo han sido las palabras de un hombre
comprensivo y caballeroso. Ha querido hacerme sentir bien a pesar de mi
desgraciada situación, eso es todo —lo cortó ella—. Lady Selena —llamó
en dirección a la trastienda y su trabajadora apareció en cuestión de
segundos, obligando a Liam a abandonar el lugar con una pequeña
reverencia. Cuando no quedó ni rastro de esos dos hombres que la habían
asaltado durante la mañana, se desmayó.
Cayó al suelo para el espanto de lady Selena y para el suyo propio, que
jamás se había desmayado por nada.
Capítulo 13

Donald Sutter se aburría, y mucho. Aquella era la tercera fiesta a la que


acudía desde que el señor Barzas, el administrador del puerto, lo había
convencido de que sería bueno para sus negocios portuarios dejarse ver por
las altas esferas de la sociedad. Y no era que él no formara parte de la clase
alta neoyorquina, sino que siempre había evitado dejarse ver en los salones
más decentes. Le aburrían esos eventos cargados de matrimonios cubiertos
por una fachada de impecabilidad e hijas deseosas de encontrar un partido
beneficioso. Una sociedad construida sobre engaños e infelicidad.
Quizás fuera cierto y el hecho de haber vivido esa clase de mentiras en
su propio hogar, lo afectaban en su vida cotidiana más de lo que jamás
admitiría en voz alta. Dejó ir un suspiro desde una de las esquinas del salón,
cerca del señor Barzas. Desde que Katty había retenido su oro, el juego se
había vuelto muy aburrido. Apenas podía amenazarla con los aranceles de
su mercancía o retener sus productos en los almacenes. Así que, en
definitivas cuentas, estaba trabajando el doble y aburriéndose hasta la
muerte por nada. Solo por dinero y por cumplir con lo pactado con el señor
Barzas. Pese a ser un libertino, le gustaba ser responsable con sus negocios
y no podía dejarlo todo por su frustrada intención de llegar a Katty a través
de la manipulación. ¿Cómo había pensado que sería capaz de manipular a
alguien como su esposa?
—Su inversión en la reparación del muelle uno del puerto neoyorquino
está siendo un éxito, ¿cierto? —comentó el administrador del puerto a su
lado.
—Un éxito absoluto —contestó sin demasiada emoción, una nota de
cinismo y de ironía asomó en sus palabras.
—Señor Sutter, hay algo que quería comentarle... hace unos días vino su
esposa a verme. Se quejó de que sus aranceles habían sido doblados.
Donald enarcó una de sus cejas pelirrojas y clavó sus ojos cobalto en el
hombrecillo bajito y regordete. —Ya está solucionado, señor Barzas.
—Eso imaginé. Le dije a la señora Sutter que fuera a verle, estaba
seguro de que era un malentendido. Si me lo permite, señor Sutter...
—No, no se lo permito, señor Barzas. Ya sabe que no me gusta que se
inmiscuya en mis asuntos personales.
—Pero soy su tío, señor Sutter —reclamó el hombre, removiendo su
papada.
—Ambos sabemos que dicha relación nunca fue considerada de ese
modo. Usted apenas formó parte de nuestras vidas cuando mi madre pasaba
días y semanas sola en casa. ¿Cómo pudo permitir que la pena se apoderada
de su ser y de nuestro hogar?
—Tenía negocios de los que ocuparme, Donald. Ahora quiero enmendar
mi error. No me gustaría que perdieras a Katty. Ella es lo mejor que te ha
ocurrido en la vida.
—¿Por eso me ofreciste la oportunidad de administrar el puerto? ¿Por
qué imaginabas que usaría mi poder para influenciar sobre ella?
—Te conozco lo suficiente como para saber que amas a esa mujer. Lo
veo en tus ojos, cuando ella está delante. Mereces ser feliz. No puedes
permitir que los errores de tus padres definan quién eres.
—Un demonio pelirrojo. Eso es lo que mi madre determinó que sería
desde mi nacimiento y no le faltó razón.
—Puede que tu aspecto sea el de tu padre, pero tu corazón es del mi
hermana pequeña.
—Una hermana pequeña a la que usted dejó morir y un sobrino del que
jamás se preocupó hasta hace poco. Ni siquiera me ayudó a enterrarla.
Mejor sigamos aparentando que somos simples conocidos y buenos socios,
señor Barzas.
—Sí, señor Sutter —cedió su tío, el único hermano de su difunta madre.
No obstante, cualquier relación que hubiera podido existir entre ambos, se
quebró por la ausencia del señor Barzas en los momentos más importantes
de la vida de Donald.
Donald abandonó su rincón y se abrió paso entre las parejas trajeadas de
gala para salir a la terraza y encenderse un cigarrillo. Dejó ir el humo por su
boca y miró hacia la puerta de la mansión, atraído por un innegable
magnetismo. Inmediatamente vio una caballera ondulada y castaña que le
era demasiado familiar. Katty estaba llegando a la fiesta que una de las
familias más ricas de Nueva York había organizado esa noche. Y estaba a
punto de entrar en la mansión, sola. No iba acompañada por nadie. Sus
padres y sus hermanos estaban en Inglaterra en esa época del año. Por lo
que Katty vivía prácticamente sola en casa de su padre. Los celos se lo
comieron de nuevo, como el otro día en su tienda, frente a Liam Anderson.
Esa gatita era demasiado independiente para ser mujer.
La observó entrar. Ella llevaba un esplendoroso vestido morado, pesado
y costoso. Era de mangas largas y falda voluminosa, pero su escote era
prominente y estaba decorado por un enorme collar de oro y diamantes.
Solo con verla, la tensión en su pantalón se hizo evidente. Estaba loco por
poseerla. La miró en silencio y la siguió estudiando cuando llegó al salón.
La vio hablar con la anfitriona y luego con un par de mujeres que parecían
amigas suyas. Aunque sabía de sobras que su esposa no tenía amigas. Solo
había dos damas que soportaran a Katty y estas estaban en Inglaterra.
Aparentemente, Katty no estaba haciendo nada malo. Solo estaba
socializando tal y como le correspondía a una mujer de su posición.
Pero se sintió celoso de igual modo. Lo molestó su sonrisa, su belleza.
Le dolió verla tan feliz mientras él agonizaba por su atención. Jamás pensó
que llegaría a amar a una mujer de ese modo tan humillante. Y mucho
menos pensó que terminaría dándole la razón a esa chiquilla caprichosa que
un día lo persiguió hasta atarlo a su vida. Cerró los ojos con fuerza,
deseando poder dar marcha atrás y aprovechar esa noche de bodas.
La melancolía, sin embargo, se evaporó cuando, al abrir los ojos de
nuevo, vio a Liam Anderson acercándose a Katty. El corazón se le apretujó
dolorosamente y la ira le cubrió los tímpanos. Su viejo enemigo avanzó
hasta su esposa y se inclinó para darle un beso en el dorso de su mano
enguantada. Donald apartó el cigarrillo de sus labios y lo apretó entre sus
dedos hasta quemarse. Tiró el tabaco al suelo y entró al salón de nuevo, con
los ojos clavados en Katty y Liam.
—Señor Sutter —oyó la voz de su tío a su lado, como si lo hubiera
estado esperando.
—¿Sabía que ella iba a estar aquí? ¿Por eso me convenció de venir? —
reclamó al viejo regordete y este negó con la cabeza.
—Ignoraba por completo la lista de invitados de nuestros anfitriones,
señor Sutter —replicó su tío—. Y le ruego que nos vayamos antes de que
deba arrepentirme de haberlo traído.
—Ni lo creo, ni pienso huir con el rabo entre las piernas, sigo siendo su
esposo y me quedaré aquí —replicó con enfado y dio dos pasos hacia Katty,
llamando la atención de esta, que lo miró sorprendida.

Katty Raynolds solía frecuentar los salones de más prestigio


neoyorquinos. Era una manera de socializar y mantenerse informada de los
últimos sucesos de la ciudad. Además, su familia estaba en Inglaterra y por
las noches solía sentirse muy sola en la enorme casa de su padre. Esa noche,
en particular, había decidido aceptar la invitación de uno de los
matrimonios más prominentes de la ciudad. Lo que no esperó fue
encontrarse a Liam Anderson allí. Eso la sorprendió; claro que la
sorprendió mucho más ver a Donald. Su esposo odiaba esa clase de sitios
decentes.
El demonio pelirrojo solo frecuentaba clubs. Alcohol y mujeres. Por eso
fue que, verlo de pie frente a ella, vestido con un elegante traje oscuro y
sobrio, la impactó. —Katty —lo oyó decir. Notó un deje de malhumor en su
tono de voz. Y saliendo del estupor inicial, incluso pudo ver en sus ojos la
ira contenida.
—Señor Sutter —replicó ella, recuperándose por completo de la
impresión mientras aclaraba su garganta y estiraba su mentón.
—Señor Donald Sutter —manifestó Liam, sobresaltándola. El sobresalto
fue la prueba de que se había olvidado de su presencia al ver a su esposo—.
Qué extraño verle en un salón como este.
Katty frunció el ceño. Por alguna extraña razón, el comentario de su
abogado la molestó. —Permítame que le diga lo mismo, señor Liam
Anderson —contestó su esposo sin perder el equilibrio de sus palabras ni de
su tono.
—Oh, se equivoca. Soy un asiduo de esta clase de eventos, señor Sutter.
—Es la primera vez que lo veo en un salón familiar, señor Anderson —
dijo ella, casi sin pensarlo. ¿Estaba defendiendo a su esposo? ¿O solo estaba
hablando con la verdad?
—Porque durante los últimos años he estado ocupado, miladi. Pero
antes de que mi deber profesional me apartara de la vida social, le aseguro
que pasar una agradable velada entre neoyorquinos decentes era mi mejor
pasatiempo. Jamás me gustaron los clubs. Detesto el olor a humo y a
alcohol —Liam miró con desdén a Donald, que olía a tabaco y esbozó una
sonrisa hacia Katty—. ¿Me permite bailar con usted, miladi? Pronto
empezará a tocar la orquesta.
—No suelo bailar, señor Anderson, mis disculpas —negó ella, mirando
por el rabillo del ojo como Donald apretaba los puños—. En otra ocasión.
—En ese caso, me veo obligado a ir a saludar a otros buenos conocidos.
Espero no ofenderla con mi ausencia.
—En absoluto.
El abogado hizo una reverencia perfecta, la sonrió y se marchó sin
despedirse de Donald. —¿Desde cuándo frecuentas las fiestas nocturnas?
No estaba al corriente de esto.
—No le debo ninguna explicación, mi señor. Y le rogaría que se
apartara de mí. No me gusta que nos vean juntos en público y estamos
empezando a convertirnos en el centro de atención —contestó ella algo
nerviosa, mirando a su alrededor con disimulo. Los anfitriones los estaban
mirando desde una esquina mientras que el resto de los invitados pasaban
por su lado con miradas indiscretas. El matrimonio apenas se había
presentado en público, y muchos de los allí presentes ni siquiera sabían que
estaban casados.
—Reitero mi disconformidad con tu proceder.
—Y yo reitero que no le debo ninguna explicación. Además, se hubiera
molestado en acompañarme alguna noche, en el pasado, o en asistir a
lugares decentes en lugar de pasarse los días en sus clubs del pecado, habría
sabido que soy una amante de las veladas en buena compañía. Soy una
dama de la alta sociedad, esta clase de cosas son las que alimentan mi
espíritu.
—¡Qué absurdez! —masculló el demonio—. ¿Y se puede saber qué
confianza tiene Liam Anderson como para pedirte un baile? Te advertí de
que ese hombre no es quién crees que es.
—Ese hombre es mi abogado, y ya sé que fueron amigos en la
universidad. Me lo contó él. Eso no me asusta, porque él no se parece a
usted en nada. Además, no existe ninguna clase de confianza extraña —
mintió parcialmente y recordó la confesión que le había hecho Liam días
atrás—. Solo es un buen amigo.
—Lady Caprichosa teniendo buenos amigos. No sé si creérmelo.
Katty achinó sus ojos con evidente malestar, pero sonrió para
disimular. —Le ruego que se vaya o, de lo contrario, deberé de hacerlo yo y
usted quedará en mal lugar. Y le recuerdo que debe dirigirse a mí
por miladi.
—Ya me abofeteó una vez en público, miladi ¿lo recuerda? No creo que
nada pueda ser peor que eso. Lo que va a hacer ahora mismo es bailar
conmigo —La cogió por la mano y la arrastró hasta la pista sin demasiados
preámbulos ni contemplaciones. Katty oyó a la multitud cuchichear a su
paso y eso la envaró. No había bailado con su esposo en público desde el
día de su boda. Y había jurado no volver a hacerlo la misma noche de ese
día. No le gustaba que la vieran con él y él tampoco se había esforzado para
cambiar eso. Katty quería evitar ser el hazmerreír de los demás, o mejor
dicho... no quería despertar la compasión en los ojos de sus conocidos. No
había cosa que odiara más la única hija del Duque de Doncaster: despertar
compasión. Y ser la esposa de un libertino solía provocar eso en la gente:
pena.
—Suélteme, haga el favor. Está haciendo un ridículo espantoso —se
quejó ella en un grito socavado por la música.
—Sería mucho más ridículo que la soltara en este punto, miladi. Así que
lo mejor que puede hacer es seguir mis pasos.
—Oh, señor Sutter, lo odio con todo mi ser —confesó ella con las vena
de la yugular hinchada por el enfado y sus pecas empapadas de rojo.
—No ponga esa cara, miladi. Sigue siendo mi esposa.
—Ahora que ya no puede amenazarme con retener mi mercancía en su
puerto... ¿pretende perseguirme por los salones y arruinar mi prestigio?
—La he encontrado por casualidad, miladi —arrastró el miladi a escasos
centímetros de su boca mientras empezaban a danzar al ritmo de la música
—, se lo aseguro. Aunque debo decirle que creo que el señor Barzas ha
tenido mucho que ver.
—¿Su tío?
—Él asegura que, si la pierdo, lo habré perdido todo en esta vida. Quiere
vernos juntos.
Katty notó la mano de su esposo en su cintura. Hacía mucho tiempo que
no notaba su cuerpo tan cerca del suyo, a excepción del beso robado del
otro día. Una ola de calor se apoderó de su cuerpo sin pedirle permiso y
apenas pudo mirar a su compañero de baile a los ojos. Ojalá siempre
hubiera sido de esa manera. Juntos en fiestas decentes, bailando junto a
otros matrimonios y presumiendo de su belleza y de su juventud. En
cambio... todo había sido un completo desastre. Un error detrás del otro. Un
enfado detrás del otro.
—¿Él quiere vernos juntos?
—Y yo también, gatita —le susurró en la oreja—. Quiero que me
perdones, y quiero que me des la oportunidad de ser el esposo que nunca
fui.
La respiración de Donald chocó contra su cuello y notó un cosquilleo en
su bajo vientre horrible. No solo eso, su esposo olía a ese perfume
característico suyo tan fuerte y varonil. Ese aroma la emborrachaba. Le
hubiera gustado besarlo en el cuello, morderlo. Incluso hacerle daño con sus
dientes. En lugar de eso, tan solo dejó ir el aire retenido en sus pulmones.
—Creo que ya ha acaparado a lady Raynolds lo suficiente, señor
Sutter —oyeron una voz rompedora a su lado. Katty salió de su ensoñación
y vio a Liam, de pie junto a ellos. La pieza había terminado. Sin darse
cuenta, marido y mujer se habían quedado cogidos el uno al otro delante de
todo el mundo, en silencio.
Katty reaccionó y cogió las manos de su abogado casi en un acto
instintivo para empezar a bailar la segunda pieza. Apenas volvió a mirar a
su esposo, solo se cogió a Liam y empezó a danzar. ¿Qué acababa de pasar?
¿En qué momento Donald y ella se habían sincronizado tanto?
—No puede hacer esta clase de cosas en público, lady Raynolds —la
amonestó Liam—. Donald podría usar a cualquier testigo de esta sala en
nuestra contra. Debe mantenerse apartada de él si quiere anular el
matrimonio. No debe de existir nada entre ustedes que un juez pueda usar
para atarla a un hombre que no ama.
¿Que no lo amaba? Esa última afirmación de Liam la molestó tanto
como su primera insinuación negativa hacia Donald al principio de la
velada. Sin embargo, no dijo nada. Al fin y al cabo, Liam tenía razón. Si
quería separarse para siempre del demonio pelirrojo debía mantenerse
alejada de él. Bailó, intentando esbozar su mejor sonrisa mientras lo hacía.
Ignorando el rostro carcomido por los celos de Donald que estaba en una
esquina del salón. ¿Por qué sentía como si nada de eso tuviera sentido? ¿Por
qué quería volver a casa y llorar como una niña? ¿Acaso su caprichoso
corazón estaba cambiando otra vez de rumbo? ¿O simplemente estaba
regresando al mismo punto de siempre? ¿Y si no odiaba tanto a Donald
como creía? ¿Y si Donald le decía la verdad y la amaba? ¡No! ¡Se negaba a
creerlo! ¡Una vez lo dio todo por él y terminó con el corazón hecho trizas!
No iba a cometer el mismo error de nuevo.
Notó que la cabeza empezaba a darle vueltas, como esa vez en la tienda.
Y sus piernas flaquearon. El mundo se oscureció y cayó entre los brazos de
Liam. Apenas pudo hacer algo para evitarlo. Se desmayó para su vergüenza
y para el fuego de los chismorreos neoyorquinos.
Capítulo 14

Katty se sentía mareada; consciente y dolorosamente mareada.


Estaba tumbada en uno de los divanes de la mansión con los pies en
alto. Los anfitriones se habían encargado de que fuera trasladada a una sala
menos concurrida para ser atendida. No obstante, podía oír los cuchicheos
de los asistentes al otro lado de la puerta. Desmayarse frente a la alta
sociedad neoyorquina y, encima hacerlo en los brazos de Liam Anderson,
era como poco, vergonzoso. Miró a su derecha y vio a su abogado, de pie
cerca de ella. A la izquierda estaba Donald, serio. Ambos caballeros estaban
en absoluto silencio mientras un médico (que había estado presente en la
sala durante su desmayo) la examinaba y la anfitriona la acompañaba. Claro
que no estaban ellos solos, dos o tres mujeres más también pululaban por la
sala con actitud de fingida preocupación, ávidas por saber qué afligía a la
única hija del magnate del oro.
—Mucho me temo que la señorita padece de clorosis.
—¿Clorosis? —preguntó Katty, extrañada. Era la primera vez que oía
esa palabra.
—¿De qué se trata, doctor? —preguntó la anfitriona de la fiesta, en su
papel de ayudante.
—Es una enfermedad que suele afectar a las mujeres, señora. Sus
síntomas son los que presenta la joven. Pero, si no le importa, me gustaría
poder hablar con la señorita a solas.
La anfitriona asintió y salió de la sala junto a las otras mujeres,
dispuestas a comunicar al resto de los invitados el diagnóstico del médico.
Katty se quedó con el médico junto a su esposo y su abogado.
—¿Es algo grave, doctor? —preguntó Liam.
—¿Por qué no sales de aquí? —protestó Donald—. No eres nada para
Katty. Yo, como esposo, me quedaré junto a ella.
—Como ya le dije con anterioridad, señor Sutter, Katty Raynolds es mi
defendida y es mi deber protegerla de cualquier amenaza.
—¡¿Amenaza?! No hay otra amenaza aquí aparte de ti, retorcido
malnacido.
—¡Donald! —amonestó Katty al ver que la conversación entre ambos
caballeros iba empeorando por momentos.
—Por favor, caballeros, esto no es lo más adecuado para la dama en
estos instantes —suplicó el doctor, sentándose al lado de ella para volver a
auscultarla—. Las preguntas que voy a hacerle son de cariz personal,
señorita.
—Sí, doctor, lo comprendo.
—¿Usted ha tenido ausencia del sangrado durante los últimos meses?
Katty se sintió un poco incómoda por la pregunta, sobre todo porque
Liam y Donald estaban presentes. Pero no tenía fuerzas para echarlos de la
estancia. —Sí, doctor. He tenido ausencia de mi período durante los últimos
meses.
—¡Katty! —se ofuscó Donald, poniéndose rojo de la rabia al instante—.
¿Cómo puede ser?
—Tranquilícese, señor Sutter. Su esposa no está en estado de buena
esperanza. Muy al contrario, me temo que su esposa sigue siendo virgen.
¿No es así?
Liam asintió satisfecho y Donald se puso más rojo todavía, casi
morado. —Así es, doctor. Pero ¿qué tengo? ¿Es grave?
—¿Se alimenta usted, señorita?
—Como muy poco, doctor. Apenas tengo apetito.
—Lo que me temía —Asintió el médico con la cabeza, seguro de sus
palabras—. Confirmo mi diagnóstico, se trata de clorosis. Es una
enfermedad que suele afectar a las mujeres vírgenes. Es una afección que
fue descubierta por Jean Varandal en el año mil seiscientos quince. Afecta a
la sangre y a la moral. ¿Suele estar nerviosa?
—Llevo cuatro años en una montaña rusa de emociones, doctor.
—¿Ahora vas a culparme a mí? —se sentó Donald en un sillón cercano
a su diván, sin rabia. Su esposo había pasado de la ira a la frustración y
ahora se mostraba hundido.
—Señor Sutter, lo que su esposa necesita es tranquilidad. No le
recomiendo este tipo de conversaciones.
—Exacto. Lo último que necesita lady Raynolds es estar en una
discusión constante —abogó Liam—. Y ha pasado todo su matrimonio
discutiendo y enfrentándose a un demonio —se plantó el rubio frente al
diván, imponiéndose.
Donald enarcó una ceja roja hacia Liam y Katty se llevó una mano a la
cabeza, mareándose de nuevo. —¿Tiene familia en la ciudad, señorita?
—No, doctor, mis padres y mis hermanos suelen pasar las primaveras en
Inglaterra. Me quedé para velar por mi tienda mientras mi socia, lady
Esmeralda, pasa la temporada en Bristol.
—Así que todos sus allegados están en Inglaterra...
—¿Cree que debería viajar allí?
—En absoluto, podría empeorar. Lo que necesita es descanso, evitar las
multitudes y la agitación. Le recomiendo pasar una larga temporada en el
campo. ¿Es posible?
Katty se quedó callada. Y entonces recordó a la hermana de su cuñada,
Rodisha. Ella vivía en el sur, en una casa de campo. —Quizás podría ir a
visitar a mi concuñada Rodisha —comentó en voz alta.
—Tenemos una casa en el sur, cerca de la de Rodisha —dijo Donald a
su izquierda, acercando la mano a la suya, sin llegar a tocarla, solo la rozó
con las puntas de los dedos—. Si es tu deseo, podemos ir y pasar el tiempo
que quieras. Rodisha tiene varios hijos y pueden agitarte.
—Lady Raynolds, recuerde nuestras conversaciones —intervino el
abogado, poniéndose las manos en los bolsillos—. Nada le conviene menos
que pasar una larga temporada a solas con su esposo.
Katty frunció el ceño y miró hacia el doctor en busca de ayuda. El señor
tenía la misma edad que su padre y, aunque no lo conocía bien, le daba la
sensación de que era una persona honesta. —Imagino que debe tener una
doncella.
—Sí, doctor.
—¿Y alguna mujer más con la que pueda confiar y que no esté ocupada?
—Lady Selena, la hija de un barón inglés que trabaja para mí en la
tienda.
—Entonces vaya con su doncella y lady Selena a casa de su esposo e
intente descansar lo máximo posible. Aparte de estas instrucciones, voy a
recetarle sales ferrosas que deberá tomar una vez por la mañana en ayunas.
Por supuesto, debe empezar a alimentarse bien y permitir que el sol bañe su
piel.
—Pedirle a una inglesa que el sol bañe su piel es casi como pedirle que
se tire al río Támesis —bromeó Katty con una media sonrisa, sacando
fuerzas de donde no le quedaban—. Está bien, doctor, seguiré sus
instrucciones. Me trasladaré a la propiedad de mi esposo en el sur, que está
rodeada por campos y ríos, e intentaré descansar junto a la compañía de
lady Selena y mi doncella Fina.
—¡No puede hacerlo, lady Raynolds! Como abogado se lo prohíbo
rotundamente —se ofuscó Liam esta vez.
—¿Y quién eres tú para prohibirle algo a mi esposa? —preguntó Donald
desde su asiento, agraviado.
—Señor Anderson —intervino el doctor—. No soy el padre de esta
joven, pero si lo fuera, me gustaría que mi hija se mantuviera bajo el
amparo de su esposo y no de su abogado. Hasta que llegue su familia, esta
joven enferma debe permanecer cerca de su marido. Eso es lo correcto en
cualquier país.
—Pero doctor, precisamente es su esposo es el causante de todos los
daños y enfermedades que ella padece. No puede permitir que esté a solas
con él, eso no hará otra cosa que agravar su estado.
—Señor Anderson, podrá visitarnos cuando quiera —intentó calmarlo
Katty—. Pero lo cierto es que ahora mismo solo deseo alejarme de la
ciudad y de su bullicio. Pasar un tiempo en la propiedad alejada de mi
esposo me ayudará.
Liam Anderson cubrió sus ojos de color miel de un marrón oscuro. —Sí,
lady Raynolds. Entonces estaré presente en el sur para defenderla de todo
cuanto sea necesario. Al final de cuentas, el diagnóstico del doctor no es
más que otra prueba a nuestro favor que podremos usar en el juicio —Hizo
una pequeña reverencia y salió del salón sin mirar a nadie, molesto.
—Esta es la receta de la sales ferrosas que pueden encontrar en
cualquier boticario —Terminó de escribir el médico y Donald cogió el
papel antes de que Katty pudiera hacerlo—. Ahora, si me lo permiten, me
gustaría comentarles una última recomendación que no quería mencionar
frente al señor Anderson. Otro buen remedio para la joven, por supuesto,
podría ser el de contraer relaciones maritales. Es bien sabido que la
ausencia de estas relaciones en mujeres de cierta edad puede provocar
enfermedades como la que ahora está presentando la señorita —ultimó el
doctor para la vergüenza de Katty—. Ahora, si me disculpan, me retiro y le
deseo una pronta recuperación.
—Gracias, doctor —agradeció ella—. Le rogaría que...
—No se preocupe, señorita. Sería inmoral que yo divulgara los
diagnósticos de mis pacientes. Las personas que están ahí fuera no tienen
que saber nada más de lo que ya dije al principio. La clorosis también puede
darse en mujeres que no sean vírgenes, así que no podrán deducir mucha
cosa.
—Gracias de nuevo, doctor.
El señor hizo una pequeña reverencia, parecida a la que había hecho
Liam minutos antes, y la dejó a solas con Donald. —Yo cuidaré de ti,
gatita —oyó a su izquierda y notó esa mano que la había rozado instantes
antes sobre la suya.
—No te equivoques, Donald —Se apartó de inmediato—. Esto no se
trata de nosotros, sino de mí. Debo recuperarme y debo hacerlo con un
mínimo de decencia, por eso he accedido a ir a tu propiedad en el sur. Pero
no creas, ni por un bendito instante, que esta es tu oportunidad de conquista.
Sigo firme en mi decisión de anular nuestro matrimonio y nada en el mundo
me hará cambiar de parecer. Estoy enferma por tu culpa. Tú has jugado con
mis nervios y mis sentimientos desde el primer día en el que te vi. ¿No te
acuerdas? Me robaste un beso y luego desapareciste. Te casaste conmigo y
luego me fuiste infiel en nuestra propia casa. Así ha sido nuestra relación
siempre, un cúmulo de engaños, de idas y venidas, de alegrías y enfados.
Estoy agotada.
—No quiero discutir —se calló Donald para sorpresa de su esposa, que
no estaba acostumbrada a que Donald cediera—. Iré a avisar a un cochero
para que te lleve a casa de tus padres. Mañana por la mañana partiremos
hacia el sur. Mis padres me legaron una propiedad muy bonita allí que no he
ocupado jamás. Siempre he vivido en la ciudad. Y también necesito un
poco de aire.
—Está bien —accedió ella, mirándolo con sorpresa—. Avisaré a lady
Selena para que cuelgue un cartel en la tienda y me acompañe. Fina y ella
serán una grata compañía para mí mientras tú tomas el aire en el otro
extremo de la propiedad.
—Ven, permíteme acompañarte hasta el carruaje —Le ofreció Donald el
brazo, ignorando sus palabras mordaces.
—Puedo andar yo sola, gracias.
Katty se puso de pie y notó la debilidad en sus piernas. Lo cierto era que
apenas se había cuidado durante los últimos años. No había pensado en su
comida ni en su estado de salud. Había pasado los días pendiente de Donald
y de los problemas derivados de su matrimonio. La ansiedad y las noches
de lloros infinitos le estaban pasando factura. Claro que aquellas últimas
semanas, en guerra con su esposo por la mercancía y el dinero, no la habían
ayudado mucho.
Dejó ir un fuerte suspiro y anduvo detrás del demonio pelirrojo, lejos del
salón atestado de gente, hasta el exterior. Allí se subió al carruaje de
Donald, sola, y fue conducida hasta la casa de sus padres. La idea de
recluirse en el sur con su esposo la asustaba. Tenía miedo de perder esa
guerra, y perder lo poco que le quedaba de corazón por el camino.

—Miladi —se presentó Donald a la mañana siguiente en su casa—. Le


he traído la sales ferrosas, ¿ha comido ya?
—Sí, he comido porque Fina insistió en ello. Desde que le conté lo
ocurrido ha estado apabullándome con cuantiosos platos de comida —
explicó en el vestíbulo, ya preparada para salir. Lady Selena estaba a su
lado y Fina unos pasos por detrás de ella. Había escogido un vestido
morado de mañana para el viaje, pero Donald la estaba mirando como si
llevara un camisón puesto o un precioso traje de noche. ¡Dios! ¿Sería
posible convivir con un hombre así?—. Empezaré con las sales mañana.
—Está bien —accedió Donald y extendió las sales a uno de sus lacayos
para que las guardara en su lugar correspondiente—. El vehículo nos
espera, miladi —continuó agasajándola su esposo y le ofreció el brazo para
acompañarla hasta el carruaje. Ella, como siempre, declinó su ofrecimiento
y anduvo sola hasta fuera.
—¿Solo has traído un carruaje? Lady Selena y Fina viajarán conmigo y
no hay espacio para ti —se quejó al ver un solo vehículo en la calle—. Iré a
avisar a nuestro cochero para que prepare el de mis padres.
—No será necesario, miladi. Imaginé que no querría viajar conmigo, así
que he traído a mi semental —Señaló a un enorme e imponente caballo de
pelo rojizo como el fuego que aguardaba detrás del carruaje—. ¿Me
permite? —Le ofreció la mano para ayudarla a subir al coche, pero ella
volvió a declinar su ayuda y subió sola junto a su doncella y Lady Selena.
Una vez sentada, el cochero cerró la puerta y todo se puso en marcha.
Donald subió a su montura y empezó a trotar al lado de su ventana. Ella lo
miró de reojo. ¡Caray! Se veía demasiado atractivo cabalgando sobre ese
semental, con la espalda recta y los muslos apretados contra el animal. Un
calor insoportable le subió por el bajo vientre y luego ascendió hasta su
estómago hasta provocarle uno de esos odiosos mareos que la habían
obligado a cerrar su tienda y a viajar lejos de la ciudad.
—¿Todo bien, miladi? —le preguntó con una media sonrisa Donald
desde su montura. Su expresión terminó de provocarle un escalofrío
doloroso en el cuerpo. ¿Por qué tenía que ser tan guapo?
—Sí —contestó ella con violencia y cerró la ventanilla para luego pasar
la cortina con un par de golpes secos y severos—. Me molesta la luz del
sol —se excusó hacia las otras dos mujeres.
—¿Quiere que pase las cortinas de nuestra ventana también, miladi? —
preguntó Fina, siempre servil.
—No es necesario, cerraré los ojos y descansaré.
—Puede apoyar los pies en este sofá, miladi —le comentó Lady Selena,
señalando a su izquierda el hueco que había quedado libre.
—Buena idea —convino y se acomodó con la intención de dormir gran
parte del viaje.
Lady Selena era la hija de un barón inglés arruinado que había viajado
América sin el permiso de su padre con la intención de buscarse la vida por
sí misma, lejos de las estrictas normas de Inglaterra y de la humillación de
ser pobre en un ambiente en el que el dinero lo era todo. Ella había tenido
un malentendido con el socio de su esposo, Adam, y su buena amiga,
Esmeralda. Al parecer, Adam había tonteado con ella estando casado. Sin
embargo, después de eso, Lady Selena se arrepintió y Esmeralda le dio una
oportunidad para que trabajara en la tienda. Desde entonces la mujer había
demostrado su lealtad y su valía. Confiaba en ella y era muy agradable.
Cerró los ojos e imaginó como serían esos días en casa de su esposo.
Eran pocas las veces que había viajado al sur. Allí las cosas eran distintas.
Los terratenientes solían ser personas muy parecidas a los nobles de
Inglaterra, pero con el defecto de que muchos carecían de moral. No en
vano, habían esclavizado durante siglos a toda la comunidad negra. De
hecho, su concuñada Rodisha era negra y ella misma, al igual que la esposa
de su hermano, habían vivido el calvario de la esclavitud en su propia piel.
Bisila, gracias a Dios, se había casado con su hermano Samuel y ahora era
feliz. Lady Ébano la apodaban en su familia, por su belleza y su gracia
única. Ella jamás había sido desagradable con las personas por su color de
piel. Su madre se había encargado de enseñarle a valorar a cada persona por
sus actos y no por su aspecto ni por su dinero.
En fin, fuera como fuera, atrás quedaba su tienda, su lucha por la
mercancía, y sus dolores de cabeza por el manejo de Donald en el puerto. El
doctor le había recomendado descansar y eso pensaba hacer. No quería
morir de mal de amores, debía y necesitaba recuperarse de una vez por
todas.
Capítulo 15

Un camino soleado hendía los campos que bordeaban la casa de Donald


Sutter. Al lado del camino, un pequeño riachuelo borboteaba deslizándose
por su lecho rocoso antes de unirse a un río más caudaloso que dibujaba la
linde de la propiedad y fluía hacia la lejanía hasta la ciudad de Georgia.
Katty clavó la punta de su sombrilla en la tierra rojiza del camino y
permitió que el sol acariciara su rostro. Respiró hondo y luego retomó su
paseo. No recordaba la última vez que había hecho algo similar: estar a
solas con sus propios pensamientos y admirar la naturaleza. Es más, quizás
no lo había hecho nunca.
El camino resultaba recoleto y ameno. Pero en aquella mañana de
principios de junio era de una belleza sobrecogedora. Una primavera
especialmente templada había logrado que las flores abrieran sus pétalos
mucho antes de lo acostumbrado y salpicaran el paisaje de colores. Unos
brillantes rayos de sol atravesaban el oscuro follaje de los matorrales que,
en su día, fueron plantas de algodón. Esos mismos rayos arrancaban
destellos al agua espumeante del riachuelo creando un espacio idílico.
Katty había crecido rodeada de lujos y jamás había experimentado ni la
necesidad ni la pobreza. A pesar de que su madre había intentado inculcarle
un espíritu luchador, sus constantes caprichos la habían convertido en una
mujer antojadiza a ella también. Claro que no podía culpar a la Duquesa por
sus defectos, ya que había algo natural en su alma que tendía a ser voluble.
Anduvo con pasos cortos y seguros. Los mareos seguían asediándola, pero
habían menguado notablemente.
—¿Cómo se encuentra ahora, después de cinco días en Georgia,
miladi? —oyó la voz considerada de Lady Selena a su lado.
—Confieso que no concebía la idea de que vivir en un entorno rural
fuera tan satisfactorio. A pesar de que la casa solariega de mi padre está
rodeada por hectáreas de campo, desde pequeña he pasado la mayor parte
del tiempo en la ciudad. He crecido rodeada de ruido, gente y tiendas —
explicó con sinceridad—. Ahora, viendo estos maravillosos paisajes y
disfrutando del silencio y de la soledad por voluntad propia, me doy cuenta
de que había una parte de mí que desconocía. Fíjate, lady Selena, que ni
siquiera llevo joya alguna hoy. Parece que lo material ha pasado a un
segundo plano para mí y me sorprende. Con este sencillo vestido de
algodón blanco —Señaló su prenda liviana—, me siento bien.
—Son buenas noticias, miladi —Sonrió la joven acompañante de pelo
rubio y ojos azules.
Katty asintió satisfecha y siguió andando un poquito más hasta llegar a
un hueco entre los matorrales que permitía sentarse cerca del río, encima de
las flores y de la hierba. Su doncella, que también iba con ellas, estiró un
mantel sobre el suelo y luego las tres se sentaron en silencio, observando
como el agua se deslizaba entre las piedras. ¡Qué tranquilidad! Katty estaba
sorprendida. Después de haber crecido en un ambiente artificial, pensó que
la naturaleza no sería un buen sitio para ella. En cambio, el aire puro y los
horizontes anchos aliviaban su corazón herido de un modo inusual. Cerró
los ojos con fuerza e inspiró llenando sus pulmones. Oyó el canto de los
pájaros, el ruido del agua al picar contra las piedras y el tambaleo de las
hojas en las copas de los árboles.
Cualquiera que la viera en esa tesitura no creería que fuera la misma
Katty de antes: sin prisas, sin caprichos, sin tiendas en las que gastar su
abundante dinero, sin joyas, sin vestidos opulentos, sin peinados
recargados... Oyó a Fina empezar a disponer sobre el mantel el tentempié
que había cargado en una cesta de mimbre hasta allí. Desde que había
llegado a esa casa, estaba cuidando sus alimentos. Cosa que tampoco había
hecho jamás. Siempre había comido por gusto o por costumbre, y no por ser
consciente de su salud. Abrió los ojos lentamente y observó las fresas, las
bayas, los zumos de frutas variadas y el pan con queso. Eran alimentos
sencillos, lejos de los exquisitos platos de los cocineros profesionales de sus
padres. ¡Pero qué bien sentaban! Comerse una sola fresa o baya sin nada
más, le parecía sublime. ¿Cómo era posible? Incluso las sopas que
preparaba la cocinera rural de esa propiedad estaban mucho más buenas que
todas las que había comido hasta entonces.
Tomó una baya morada entre sus dedos y se la llevó a la boca,
saboreando los matices dulces y agrios del fruto carnoso. Cuando tragó,
unos pasos la sacaron de su ensoñación. Sabía a quién pertenecían esas
pisadas desenfadadas y largas. Con un cosquilleo en el estómago, se giró y
vio las largas piernas de su esposo detrás de ella. Donald la había respetado
desde el primer día en el que llegaron allí. Apenas la había buscado y ni
siquiera habían discutido. Él pasaba la mayor parte del tiempo hablando con
el capataz sobre esa propiedad que estaba prácticamente abandonada. Katty
suponía que él tenía mucho trabajo para poner en orden la finca, y ella
agradecía que así fuera. A veces, lo había visto sentado en el porche
descansando o paseando por los campos, pero siempre desde la lejanía.
—Buenos días, señoras —saludó Donald con su voz profunda y
masculina. La impresión que le dio escuchar su voz le recordó que hacía
días que no hablaban. Cada uno cenaba en estancias distintas y no
compartían ningún horario ni estancia.
—Buenos días, mi señor —Se apresuró en ponerse de pie Fina y lady
Selena la imitó.
—Buenos días, señor Sutter —dijo Lady Selena, de pie junto a la
doncella.
—¿Puedo sentarme con ustedes?
—Por supuesto, señor. Nosotras nos retiramos —dijo Lady Selena y dio
media vuelta para irse seguida de Fina. Katty abrió los ojos como platos y
estuvo a punto de reclamarle a su doncella el motivo de su retirada si ella no
se lo había pedido, pero lo dejó pasar. Decidió no enfadarse ni alterarse,
cogió aire y dejó que las cosas se desarrollaran por sí solas. Extraño.
Miró de reojo como el pelirrojo se sentaba a su derecha con las piernas
estiradas hacia delante, hacia el riachuelo. El muy descarado incluso se
atrevió a coger una fresa y a llevársela a la boca, sin permiso. Decidió
ignorar eso también. Volvió a coger aire y clavó su mirada al frente.
—¿Cómo se encuentra, miladi? —le preguntó después de algunos
minutos de incómodo silencio, repleto de tensión.
—Me encuentro bien, señor Sutter, gracias por preguntar —contestó,
intentando no sonar demasiado brusca. No quería discutir. Su estado de
salud había mejorado un poco y no deseaba volver sobre sus pasos.
—Tiene mejor aspecto, es cierto —convino él y pudo ver el reflejo de su
sonrisa pícara por el rabillo del ojo.
—Gracias, señor.
Otra vez el silencio incómodo cayó sobre ellos. Quería pedirle que se
fuera, que la dejara en paz. Pero no deseaba ninguna clase de negatividad en
esa nueva etapa de su vida. Así que, insólitamente, aguantó un poco más
callada. —Hacía años que no visitaba esta propiedad. Esta casa era todo lo
que tenían mis padres al principio de casarse. Trabajaban el algodón, como
muchos otros sureños. Tenían algunos esclavos negros, pero la mayoría eran
trabajadores blancos. Al morir ellos, yo heredé esta casa, los esclavos y la
mansión en Nueva York. Por supuesto, liberé los esclavos y me desentendí
del algodón. Mi padre me había dejado otros negocios más interesantes en
herencia.
—Como el oro —comentó Katty.
—Exacto. Pero antes del oro, los tres vivíamos aquí. Recuerdo a mi
madre sentada en el porche mientras mi padre jugaba conmigo en el patio
que queda justo enfrente. Mi madre nos miraba con ojos inocentes y
amorosos mientras mi padre y yo hacíamos toda clase de juegos. Es
extraño, había olvidado esos días. Al regresar aquí, los recuerdos me han
asolado.
—Es un lugar muy bonito —reconoció ella. No recordaba la última vez
que Donald le había contado algo de sí mismo, ni siquiera sabía si eso había
ocurrido alguna vez en cuatro años de matrimonio. La mayoría del tiempo
lo habían malgastado discutiendo, peleando y haciéndose daño el uno al
otro.
—Sí, aunque lo fue mucho más en el pasado. Ahora está bastante
abandonado. No le he dado mucha importancia durante estos años.
Katty se había dado cuenta de ello, pero prefirió no decirlo. —Poco a
poco —dijo en su lugar y volvió a respirar profundo, dándose cuenta de que
todavía no se había mareado a pesar de estar hablando con su enemigo
número uno. Debería estar con los nervios a flor de piel y la sangre
acumulada en la garganta, pero tan solo sentía ese familiar hormigueo que
ya le era habitual cuando estaba al lado del demonio pelirrojo.
—Sí, poco a poco. Es curioso como cambia la vida. Mis padres fueron
muy felices aquí. Cuando se mudaron a Nueva York todo cambió. Para ellos
y para mí. Mi padre dejó ir una parte de él que mi madre desconocía. Se
convirtió en un adúltero y un libertino que apenas pasaba tiempo en casa.
Nos abandonó. Claro que la culpa no la tenía Nueva York, sino su pelo rojo.
Era un demonio pelirrojo, como yo —bromeó Donald y volvió a cubrir sus
ojos azules de picaresca.
Katty asintió en silencio y volvió a mirar hacia el río. Algo había oído
sobre la familia de su esposo con anterioridad. Escucharlo de la boca de
Donald fue distinto. Pudo comprenderlo un poco. Aunque no justificarlo.
—En todas las familias hay malos momentos, creo que debemos intentar
recordar los buenos —se esforzó por ser empática, incluso llegó a esbozar
una media sonrisa.
—Mi madre se suicidó poco después de que mi padre muriera —escupió
Donald de repente con la mirada clavada en el agua que discurría hacia
abajo del lecho. Katty borró su sonrisa y miró a los ojos a su esposo. Solo
consiguió verlos de perfil, sumidos en un profundo dolor. ¿Por qué le estaba
contando todo eso de repente? No quería pensar que se trataba de un
estratagema para manipularla. Es más, estaba convencida de que no se
trataba de ella en esa ocasión, sino de él. Donald estaba desahogándose,
necesitaba escupir aquello.
Apoyó su mano pequeña y blanca sobre la de él en un acto de
consolación y él la miró asombrado. Sus manos estaban desnudas, sin
guantes y la corriente corrió entre ellos hasta sacudirlos. —Tu madre amaba
mucho a tu padre.
—Él no la merecía.
—Suele ocurrir —comentó ella, sin intención de sonar mordaz, pero a
sabiendas de que Donald podía entenderlo mal.
—Katty —murmuró él—. Siento tanto todo lo que te hice.
—En parte también fue por mi culpa —sinceró ella, dejando salir una
gran bola pesada de su garganta hacia afuera—. No debí obligarte a casarte
conmigo, no debí perseguirte.
—Pero yo te di falsas esperanzas... si de veras no quería nada de ti, no
debería haberte besado esa noche para luego encamarme con otra al día
siguiente.
—Los dos hemos cometido errores —manifestó Katty, todavía con su
mano sobre la de su esposo.
—¿Significa eso que...?
—No —negó en rotundo—. No estoy preparada para perdonarte ni para
amarte, Donald. Lo siento —apartó la mano de él y se recogió sobre sus
rodillas, pasando sus brazos alrededor de ellas—. Tampoco te pido que me
perdones por mis errores. Ahora mismo solo deseo recuperarme.
—Lo comprendo —susurró él a su lado—. ¿Te gustaría bañarte?
Refrescarte puede resultarte muy gratificante.
—Me parece peligroso, el riachuelo baja con fuerza.
—Nadie como el propietario de la finca para enseñarte los mejores
rincones del riachuelo peligroso —Donald se puso de pie y le ofreció una
mano con una gran sonrisa. Su pelo rojo brilló bajo el sol y su incipiente
barba recogió los reflejos. Katty se dio cuenta de que su esposo no solo era
hermoso y atractivo, sino que era mucho más guapo que ella. Ella tenía los
ojos de color amatista, pero su belleza general era común. En cambio,
Donald, era único. Parecía hecho de fuego.
Una parte de ella no quería aceptar el ofrecimiento. Otra, en cambio,
anhelaba vivir. ¡Vivir! Algo de lo que se había olvidado. Aceptó su mano y
se puso de pie. Luego, entre los dos, recogieron las viandas y el mantel
dentro de la cesta de mimbre y empezaron a andar por el sendero. Era
curioso, pensó Katty. La estampa de ambos, en mitad de la nada, vestidos
como campesinos, andando entre matojos y matorrales salvajes, en busca de
un poco de agua para bañarse. Casi estuvo a punto de reír, pero se contuvo.
Anduvo detrás de él a paso ligero, sentía que su cuerpo no pesaba nada sin
el oro que solía llevar siempre como adorno. Además, su vestido de
algodón blanco era fresco y finito. Se sentía muy cómoda. ¡Cómoda! ¡Al
lado del demonio pelirrojo! ¿Era posible?
Capítulo 16

Donald estaba nervioso. Y no era normal en él. Ni siquiera en su primer


encuentro amoroso o sexual lo había estado. Y de eso ya hacía muchos
años, quizás quince. Desde entonces siempre había presumido de tenerlo
todo controlado en cuanto a las mujeres. ¡Pero por Dios! Katty no era
cualquier mujer. Era la suya.
La observó de reojo, andando detrás de él. No recordaba la última vez
que Katty había accedido a una petición suya. Tampoco recordaba la última
vez que ella había tenido la iniciativa de tocarlo. No era tonto, sabía que ese
roce en la mano había sido para consolarlo. Aun así, era mucho más de lo
que había obtenido de parte de su esposa durante cuatro años. ¡Caray!
¿Emocionarse por un roce de manos? ¿Acaso era un imberbe? Se
avergonzaría de sí mismo por sus sentimientos poco varoniles si no fuera
porque, a esas alturas, tenía muy claro que Katty era capaz de provocar esos
sentimientos (y muchos más) en él.
Siguió mirándola de reojo sin que ella se diera cuenta. Estaba preciosa.
Sencilla y llanamente preciosa. Sin joyas, sin oro, sin peinados recargados,
sin nada más que su piel pálida y su rostro ovalado. El vestido blanco le
sentaba de maravilla, cogido en las partes en las que debía estarlo,
marcando su figura y dibujando un contraste muy femenino con su largo
pelo rizado y castaño. No lo llevaba atado. Su pelo volaba junto a la escasa
y fresca brisa. ¡Y sus ojos! Sus ojos eran el mayor atributo de Katty.
Amatistas, lilas, únicos. Sombreados por unas largas y curvadas pestañas
marrones, grandes. ¿Cómo había podido estar tan ciego como para no ver
que ella era la adecuada? La perfecta.
Bajita, y algo corta en sus pasos. Pero femenina, segura de sí misma y
atractiva. Una gatita, felina y fiera. Taimada, maliciosa, pero con un gran
corazón oculto; capaz de amar al demonio más perverso. Capaz de amarlo a
él.
Anduvieron en el silencio más absoluto por los caminos de la propiedad
hasta dar con un hermoso claro en mitad de los matorrales. El agua del río
se arremolinaba en una orilla bien definida en forma de semi círculo.
Donald pudo ver la cara de fascinación en Katty y se sintió orgulloso de sí
mismo por poder hacerla feliz. —Aquí solía remojarme de pequeño.
—Es muy agradable —convino ella. Le parecía extraño oír a Katty
siendo tan amable, pero le gustó saber que su esposa también podía serlo
cuando quería.
—Si quieres puedes entrar en el agua, no te miraré —la tuteó de nuevo.
Al menos había dejado de pedirle que la llamara «miladi». Y no quería
desaprovechar esa oportunidad de acercamiento. Katty achinó sus ojos lilas
de esa forma tan graciosa en la que solía hacerlo y le dedicó una de sus
miradas maliciosas—. Sé que tu confianza en mí es mínima, pero te
prometo que no voy a mirar —El pelirrojo buscó una roca, se sentó y le dio
la espalda a ella y al agua.
Un silencio muy espeso se hizo a sus espaldas durante unos largos
segundos. Sabía que esa era una prueba de confianza que podía catapultarlo
a un acercamiento mayor a ella y pensaba cumplir su palabra. No iba a
mirarla, aunque se muriera de ganas de verla desnuda, de saber cómo eran
los pechos de su esposa o su vientre.
Poco después, oyó el fris-fris del algodón y pudo imaginar como se
deslizaba esa prenda liviana por la piel tersa de la joven. Y, de nuevo como
un imberbe, sintió que la emoción lo embargaba y se tensaba
dolorosamente. Llevaba mucho tiempo persiguiéndola, deseándola. Y la
deseaba como un loco, hasta el punto de perder la consciencia. Le hubiera
encantado girarse y tomarla, hacerla suya de una vez por todas. Consumar
el matrimonio. No obstante, no era su cuerpo el que quería conquistar. Sino
su corazón. Aguantó estoicamente de cara a los matorrales y respiró
profundamente. Necesitaba demostrarle que podía confiar en él, sanar sus
heridas.
El sonido del agua no tardó en hacerse oír. La oyó chapotear. Esa
pequeña orilla del río no era muy profunda y estaba lejos de las corrientes,
por lo que la dejó hacer libremente. Fantaseó con la idea de Katty
sumergida en el agua, mojada, con el pelo húmedo y la cara pecosa
sonrojada. ¡Qué dolor en su virilidad! Se notó tan tenso que pensó que iba a
explotar, hasta que dejó de oír el agua. Al principio no dijo nada y agudizó
sus sentidos. —Katty, ¿has salido del agua? —preguntó tras un angustioso
silencio—. ¿Katty?
Temía que fuera una trampa de su esposa para probar si era firme en sus
promesas. Pero también temía que Katty se hubiera desmayado dentro del
río. Ella se había mostrado fresca y ligera todo el tiempo que habían estado
juntos. —Katty —insistió, preocupado—. Si no me respondes, me giraré.
Temo que te haya ocurrido algo. ¿Lo entiendes, gatita?
Otro silencio lo impulsó a girarse a toda prisa y a confirmar que había
hecho lo correcto. El cuerpo de su esposa estaba flotando en el agua, corrió
hacia ella y la sacó en volandas con un movimiento ágil y con la ropa
puesta. Tal y como había temido, se había desmayado. Intentó reanimarla
con unos golpecitos en la espalda. Gracias a Dios, funcionó. Porque de otro
modo, no habría sabido qué hacer. Katty empezó a toser y a escupir. Los
ojos amatista se removieron bajo las pestañas mojadas un par de veces,
intentando focalizar. Donald la estiró sobre el lecho de hierba para ayudarla
a relajarse. Finalmente, sus pupilas femeninas cayeron sobre las suyas. —
Has perdido el conocimiento dentro del agua —la informó él con la
esperanza de calmarla. Nada más lejos de la realidad, Katty pasó de la
confusión a la irritación.
—¡Donald! ¡Me dijiste que no mirarías! —se puso roja como una fresa
y corrió a cubrirse los pechos con los brazos. ¡Caray! ¡Pero si ni siquiera
había tenido tiempo de fijarse en su desnudez! Preocupado por su vida, solo
había tenido la capacidad y la concentración de intentar salvarla.
—¡No te he mirado! —negó, indignado después del esfuerzo que había
hecho por cumplir su promesa—. Te he rescatado.
—¿Y cómo sabías que había perdido el conocimiento? ¡Tuviste que
estar mirando! —siguió insistiendo ella, avergonzada, regresando a ser la
mujer combativa y peleona de siempre con un toque aniñado.
—¡Caray, mujer! Dejé de oír el chapoteo del agua y entonces me
preocupé —explicó él, serio—. Me agradabas más hace unos minutos.
—Enferma. ¡Te gusto más cuando estoy enferma! En realidad, no te
gusto como soy.
—No me gusta que te comportes como una caprichosa, en eso te doy la
razón. ¡La famosa lady Caprichosa! ¿No es así?
—¡Oh, claro! ¡Muchas gracias por recordarme que jamás te gusté! ¿No
fuiste tú el que me dijiste que todo fueron imaginaciones mías cuando nos
conocimos? Que solo yo sentí algo por ti.
Donald abrió sus ojos azules como el cobalto y recordó el día en el que
le dijo a Katty que todo se lo había imaginado ella. Eso fue a la mañana
siguiente de haber sido cazado para el matrimonio y por su boca solo salió
rencor y orgullo masculino malherido. En realidad, sí que le gustó su esposa
desde el principio. Incluso el día en el que jugaron en la fuente como dos
niños fue un día especial. Sin embargo, jamás lo había admitido en voz alta.
Un hombre no podía decir aquellas cosas sin caer en el ridículo más
espantoso.
—Te mentí —reveló, pasando por encima de su orgullo—. Solo fueron
las palabras de un muchacho inmaduro e inconsciente. Pensé que mi
masculinidad estaba en entredicho al verme derrotado por una mujer. No
solo eso, lo que sentía estando cerca de ti me asustaba. Tenía miedo —
suspiró—. Estoy sonando completamente estúpido al decir estas cosas...
Katty suavizó su expresión y Donald vio una grieta en sus ojos lilas. No
lo pensó dos veces, era su oportunidad. Atacó su boca con violencia y un
gruñido de gloria quebró su garganta al hacerlo. Los labios de su esposa
eran tan suaves como estimulantes. Ella era fantástica, sabrosa.
Sentir su boca contra la suya fue como volver a la vida después de haber
estado muerto. Y lo mejor de todo fue que ella no se movió. Lo único que
cambió en Katty fue su postura. Pasó de estar rígida y a la defensiva a
mostrarse sorprendentemente receptiva. No solo receptiva, sino que abrió la
boca para él. Donald entró con todo lo que tenía, sediento y hambriento.
Queriendo vivir a través de ella. Oyó un pequeño gemido y eso lo alentó a
tomarla entre sus brazos. La estrechó contra su torso sin previo aviso y ella
liberó sus pechos, apretándolos contra él, mientras con sus manos le
rodeaba el cuello. Sintió sus manos pequeñas en su nuca y supo que ya no
podría parar a menos que ella se lo suplicara.
La colocó a horcajadas encima de él y la estrujó entre su cuerpo de
forma lujuriosa, casi obscena. Durante cuatro años la había deseado como
un loco. Y se sentía enfermo, a punto de morir si no la hacía suya de una
vez por todas. Quería controlarse, quería ser considerado y dulce. Pero era
incapaz. Pasó sus manos por la cintura femenina, la sintió resbaladiza y
estrecha. Le encantó. Aunque mucho más le encantó cuando la cintura
terminó en unas caderas anchas muy apetecibles. Oprimió la carne que allí
había entre sus dedos y luego tomó su trasero por encima de las enaguas
blancas y mojadas por el agua del río.
No dejó de besarla ni un instante. Muy al contrario, el beso había
cruzado los límites de lo decente y se había convertido en un baile grotesco
y carnal entre su lengua y la de ella. La escuchó gemir unas cuantas veces,
tantas que perdió la cuenta. Tantas que quiso abrirle las piernas y penetrarla
de una vez por todas para oírla gemir con más claridad y fuerza. Sin
embargo, todavía le quedaba un poco de cordura en mitad de esa locura.
Volvió a subir sus manos y la estiró del pelo sin llegar a hacerle daño y ella
lo imitó, enterrando los pequeños dedos en su cabellera rojiza.
—Te deseo como un loco —gruñó él, rojo de la excitación y rígido hasta
rayar el dolor. La miró a los ojos y se encontró con dos pozos oscuros
ávidos de placer.
—No lo hagas —le suplicó ella, a pesar de que sus palabras no tenían
nada que ver con su mirada ni con su cuerpo.
—Confía en mí, te lo ruego. Tenía miedo de casarme, de terminar como
mis padres. De vivir una vida falsa e hipócrita como la que viven la mayoría
de los mortales. Pero ahora me doy cuenta de que esto puede funcionar... De
que lo nuestro puede funcionar, gatita —argumentó él con voz ronca—. Si
tú me amas y yo te amo, ¿qué puede salir mal?
—Te aburrirás de mí —dijo ella con miedo—. Me romperás el
corazón —agregó con un par de lágrimas en los ojos—. Te amo, Donald. Y
precisamente porque te amo necesito huir de ti.
—Bésame, Katty. Soy tuyo, soy tu marido. ¿No es así? Haz conmigo lo
que quieras, úsame si lo deseas. Pero no huyas de mí. No te haré nada, te lo
prometo. Aunque muera de ganas de hacerte mía, por ti soy capaz de arder
en el fuego más intenso.
Katty dudó por unos segundos que le parecieron eternos y angustiosos.
Nada le parecía más horrible que la idea de que ella se separa de él en ese
momento.
«Por favor, Dios, perdona mis pecados y haz que esta mujer se quede a
mi lado», suplicó para sus adentros.
Capítulo 17

Pasado. A la mañana siguiente del enlace entre Katty y Donald. 1868.


El sonido de las cortinas deslizándose por las barras con violencia lo
despertó. El dolor de cabeza fue insoportable, apenas pudo abrir los ojos.
Se llevó una mano a la frente y achinó los ojos para enfocar al culpable de
su prematura migraña.
—Señor Sutter, son las dos de la tarde —oyó la voz del mayordomo a su
derecha y pronto descubrió que estaba rodeado por un pequeño ejército de
sirvientes que se movían de un lado a otro como hormigas—. Le
rogaríamos que se levantara y se preparara para partir. No se preocupe, le
serviremos el almuerzo del mediodía antes de que se vaya.
Donald frunció el ceño e intentó abrir sus ojos un poco más para ver la
cara del mayordomo con ínfulas de conde, necesitaba saber si ese vejestorio
estaba hablando en serio o estaba bromeando. Al ver su rostro impertérrito,
sin embargo, debió imaginar que ese inglés de pura sangre no podía, de
ningún modo, estar bromeando sobre nada. Y mucho menos sobre algo tan
importante como el hecho de echar a un señor de su propia casa.
El demonio pelirrojo dejó ir un fuerte bufido, intentando recomponerse
lo más rápido posible. Apenas recordó nada de lo sucedido. Solo sintió una
fuerte punzada de dolor en su corazón, como si algo no estuviera bien.
—¿Trastorné tanto las cosas como para que un simple sirviente me eche
de mi propia casa? —preguntó él con una mezcla de ironía, cinismo y cierta
indignación.
—Señor Sutter, le recuerdo que esta no es su casa. Esta casa pertenece al
Duque de Trevillion, que vive en Francia. Y nuestro señor fue muy
explícito en cuanto a las condiciones que debían reunir los arrendatarios de
su propiedad.
—¿Y yo no reúno las maravillosas condiciones impuestas por el Duque
de Trevillion? —Se incorporó con dificultad, estaba desnudo de cintura
para arriba. Gracias a Dios, y para el bien de las mentes puritanas inglesas,
en la recámara solo había hombres.
—Debí imaginarlo al ser usted extranjero. No es su culpa, señor Sutter.
Fue mía, pensé que al contraer nupcias con la hija del Duque de Doncaster
sería usted diferente a los de su nacionalidad. Mi señor me dejó a cargo de
su propiedad y no puedo permitir que su nombre se vea teñido por la
desvergüenza.
«¡Caray!», maldijo para sí mismo. ¡Estaba casado! Por poco se olvida de
ese pequeño detalle. Cerró los ojos con fuerza y le vinieron imágenes
borrosas de lo acontecido en la noche anterior. —¿Dónde está ella? —
preguntó con la garganta seca, abriendo los ojos de nuevo y mirando a su
alrededor.
—Si se refiere a la viuda de Pompsay, señor Sutter, se marchó hace unas
horas.
—No —negó con vehemencia—, a ella —dio énfasis al pronombre
como si con eso fuera suficiente para darse a entender.
—La hija del Duque de Doncaster está en el salón principal, mi señor.
A Donald no le pasó por alto que el mayordomo intentaba, por todos los
medios, no relacionar el nombre de Katty con el suyo. Y no lo culpó por
ello. Él mismo debía reconocer que se había excedido. Su rencor y su
orgullo masculino lo habían llevado a cometer una de las peores fechorías
de su vida. Había querido vengarse de "Lady Caprichosa", pero la situación
se le fue de las manos. Con encamarse con la viuda de Pompsay en otro
lugar, hubiera sido suficiente. ¿Pero hacerlo en su propia casa? ¿Y delante
de su esposa? Definitivamente eso había sido demasiado, incluso para
un demonio como él. Ni siquiera su padre se había atrevido a tanto. Y los
recuerdos de Katty pidiéndole que se marchara, no lo ayudaron a sentirse
mucho mejor. Es más, sus ojos lilas y dolidos estaban grabados a fuego en
su memoria. El alcohol no los había podido borrar.
—Mi señor, esto es para usted —comentó un lacayo—. La señora lo
dejó en manos de su doncella ayer por la noche y hemos creído que debía
tenerlo —El joven le entregó una caja de puros y una carta.
—Bien, mi señor, lo dejamos a solas para que pueda prepararse.
¿Precisa del ayuda de cámara?
—No, los de mi nacionalidad somos capaces de vestirnos solos.
—Muy bien. Le comento que no es necesario que la hija del Duque se
marche, ella puede quedarse el tiempo que precise.
—Oh, claro, debí imaginarlo —ironizó él y centró sus ojos cobaltos en
la carta que tenía entre las manos, ignorando la mirada de desprecio del
mayordomo. Ni siquiera se despidió de él cuando salió de la recámara junto
al pequeño ejército de ayudantes.
Se aclaró la garganta y abrió la carta, recostado sobre el cabezal de la
cama.
Querido Donald,
comprendo que este enlace no era aquello que más deseabas. Y sé que
merezco muchos de los desprecios que me otorgas. Sin embargo, espero y
anhelo que algún día puedas perdonarme. Sigo creyendo, con firmeza, que
estamos hechos el uno para el otro. Solo espero que algún día tú también te
des cuenta. Por mi lado, todos los asuntos escabrosos con la viuda de
Pompsay han quedado olvidados y pretendo conquistarte hasta que me
ames. ¿Es un sueño imposible? Quizás lo sea, pero no voy a darme por
vencida. Tú eres el caballero que se ha adueñado de mi corazón y, aunque
no lo creas, soy la novia más feliz de Inglaterra y de América juntas.
Toda tuya,
La recién señora Sutter.
El americano se llevó una mano a la cabeza y luego la dejó caer sobre su
cara hasta dejarla suspendida de su boca. Suponía que esas letras habían
sido escritas el día anterior, antes de que se comportara como un animal. No
amaba a Katty, pero le fue imposible no sentirse culpable. Por mucho que
ella lo hubiera obligado a contraer nupcias, no dejaba de ser una joven
inocente con ideas demasiado esperanzadoras sobre el amor. Y le había roto
el corazón. Le debía una disculpa. Por muy ruin que fuera, las disculpas
eran necesarias en esa ocasión.
Se levantó con serios impedimentos: su cabeza le daba vueltas y su
cuerpo estaba quejumbroso. No recordaba la última vez que había bebido
tanto como para perder todo el juicio que tenía. Claro que tampoco no era
un hombre muy juicioso. Sobre todo, en cuanto a mujeres se refería,
cualidad heredada de su bendito padre. ¡Por eso no quiso casarse! Él no era
una buena persona y era incapaz de hacer feliz a una mujer. Sobre todo, a
una mujer como Katty, acostumbrada a tenerlo todo.
Lo cierto era que le daba un poco de pereza encontrarse con Katty. De
seguro estaba desconsolada, llorando a lágrima viva. Y no era nada bueno
consolando corazones femeninos.
—Esto te lo has buscado tú solo —se dijo a sí mismo mientras se miraba
en el espejo y se vestía. Tomó aire, anudó su pañoleta, estiró sus pantalones
negros y recolocó los puños de su camisa burdeos. No había motivos para
descuidar su imagen. Incluso peinó su barba y se tiró unas gotitas de
perfume.
Salió hecho un dandi de su recámara, preparado para disculparse ante
"Lady Caprichosa", aunque no estaba seguro de poder soportar sus lágrimas
o sus reclamos. Llegó casi hastiado al salón de Katty, con cara de
aburrimiento. No obstante, lo que vio distó mucho de lo que había
imaginado. Su esposa estaba riendo libremente con un hombre. En su rostro
no había rastro de pena ni de amargura; muy al contrario, estaba
especialmente hermosa.
—¿Interrumpo? —preguntó, molesto sin saber por qué.
—Oh, señor Sutter —oyó parlotear a su esposa en actitud demasiado
formal, pero alegre—. Le presento a Arthur Silver, el hijo de los Condes de
Cornwall.
Donald observó al joven atlético de ojos plateados. No evitó sentir una
extraña punzada de celos. ¿Por qué? ¿Qué diantres le importaba a él lo que
hiciera Katty? O, quizás, simplemente fuera un cuestión de orgullo. Sí,
seguro era eso. No quería que se rieran de él en su propia casa. Claro que,
de ser de ese modo, debería comprender que su esposa solo le estaba
pagando con la misma moneda. ¡Y con un lord! ¡Un perfecto inglés!
—Un placer, señor Sutter —Se levantó Arthur del sillón y le extendió la
mano, cordial.
—Igualmente, señor Silver —comentó él.
—Lord Silver o lord Cornwall—lo corrigió Katty a su derecha con una
enorme sonrisa. Pero su sonrisa no pudo aplacar la humillación a la que
acababa de ser sometido—. A los herederos directos a un título se les debe
llamar "lord".
—Oh, comprendo —disimuló Donald—. Disculpe mi falta de modales,
lord Silver —se corrigió a sí mismo entre dientes, confundido. ¿Qué estaba
pasando ahí? Había ido en busca de una mujer atormentada y había
terminado recibiendo clases de protocolo inglés.
—No se preocupe —le quitó importancia el joven que, a pesar de todo,
parecía agradable—. Tan solo he venido a despedirme de una vieja amiga,
señor Sutter. Mañana parto con la marina, para formarme como Almirante.
Pretendo servir y proteger a la reina, así como dar honor a mi país —se
cuadró el caballero con una seriedad envidiable.
—El rango de Almirante es el más alto dentro de la marina inglesa —
volvió a oír la insoportable y resabida vocecilla de su esposa a su izquierda.
—Magnífico —disimuló Donald su malestar—. Le felicito, lord Silver
—El silencio cayó sobre los tres hasta incomodarlo. ¡Sentirse incómodo en
su propia casa! ¡Frente a su propia esposa! Sospechó que se sentiría de ese
modo cuando fue a buscarla, pero por motivos muy diferentes a los que se
había encontrado.
—Les invito a la fiesta que ofrecen mis padres esta noche en motivo de
mi partida —Arthur buscó en su bolsillo una tarjeta de invitación y la
extendió hacia Katty.
—Oh, por supuesto, Arthur —lo tuteó Katty sin miramientos—. No me
lo perdería por nada en el mundo.
—Siempre tan fantástica y alegre, Katty —agasajó el futuro Almirante a
Katty, dándole un beso sobre el dorso enguantado de su mano femenina—.
Señor Sutter, un placer conocerle. Nos vemos esta noche —Arthur sonrió y
se despidió de ellos, dejándolos solos.
El demonio pelirrojo observó como Katty se alejaba de él y sentaba en
un enorme sillón de terciopelo azul marino con un libro entre las manos,
ignorándolo por completo. —Pensé que una mujer inglesa no podía a estar a
solas con un hombre —espetó sin pensarlo demasiado, movido por una
extraña oleada de celos sin sentido.
—¿De veras, señor Sutter? —Enarcó una ceja marrón su esposa y lo
miró con autosuficiencia—. ¿De veras quiere que hagamos una competición
de reclamos?
—Vine para pedirte disculpas —se recompuso él, recordando el motivo
por el que había ido hasta allí.
—Unas disculpas no arreglarán nada, señor Sutter.
—¿Por qué te diriges a mí en términos formales? Ayer te pedí que me
llamaras por mi nombre. Soy tu esposo, es una absurdez. Odio esta clase de
normas británicas.
—Me dirijo a usted como merece que lo haga y le agradecería que
hiciera lo mismo conmigo. A partir de ahora no puede tutearme. Para usted,
soy lady Raynolds.
—¿Lady Raynolds? En todo caso, señora Sutter.
—¿Cómo puede usted reclamar que lleve su apellido cuando no soy su
esposa en pleno derecho?
—Pero lo serás —replicó él, agresivo—. Lo serás. Cuando me plazca.
Katty rio con fuerza, burlándose de él sin escrúpulos. —Escúcheme
bien, señor Sutter —Katty clavó su mirada lila en la suya, atravesándolo
como si sus ojos fueran dos puñales—. Jamás seré suya. ¿Me oye? Jamás.
—¿Lo que escribió en esa carta era todo mentira? ¿Ya no pretende
conquistarme?
—Pero, mi señor, ¿usted se está oyendo? ¿Acaso ha olvido lo que
ocurrió ayer por la noche? Agradezca que no lo he echado a los perros. En
Inglaterra, muy señor mío, lo que usted hizo ayer es motivo de un duelo a
muerte. Pero tranquilo, no quiero que mi padre arriesgue su vida por
alguien que no merece mi atención. Prefiero que abandone este salón, y si
puede, la casa. Me parece que el propietario tiene normas estrictas en
cuanto a las normas de conducta que deben llevarse en su propiedad.
—¿Pretendes quedarte aquí sola?
—Pretendo y voy a hacerlo, señor Sutter. Hasta que debamos partir
hacia América. De mientras, intentaré divorciarme de usted.
—Eso es imposible.
—Ya lo veremos. Buen día, mi señor —zanjó su esposa la conversación
antes de volver a fijar su mirada en el libro. En su mirada apenas había visto
dolor, solo rencor y una fuerte determinación a salirse con la suya, como
siempre.
—De todos modos, nunca deseé este matrimonio. Así que me hará un
favor si consigue divorciarse, miladi —ultimó él antes de salir, pero Katty
no se molestó en mirarlo ni en contestarlo.
¡Pero bueno! ¿Acaso no debería de estar alegrándose? No tenía que
consolar a ninguna mujer con el corazón roto y, además, era muy probable
que Katty se divorciara de él. ¿Qué más podía pedirle a Dios? ¡Si estaba
siendo recompensado!
Sin embargo... algo extraño pesó sobre él esa mañana, y le siguió
pesando cuando se mudó a un hotel cercano a la casa en la que había dejado
a Katty. Pensó en pasar el día tumbado en la cama y levantarse a la noche,
para ir al club. Pero no, apenas pudo quedarse quieto en su habitación. Pasó
el día cabalgando por la ciudad y a la noche, sin saber muy bien qué estaba
haciendo, decidió arreglarse para presentarse a la fiesta de Arthur Silver, el
futuro Almirante.
Katty estaba resultando ser magnética. Y estaba atraído hacia su
dirección, como una brújula que debe apuntar hacia el norte, como un imán.
Así que se presentó en el salón de los condes de Cornwall y la buscó como
un loco hasta dar con ella. Llevaba un estupendo vestido escotado de color
lila llamativo. Era el vestido más atrevido que le había visto puesto hasta el
momento. Tragó saliva y se acercó a ella, sin importarle que estuviera
rodeada por sus amigas. —Katty —nombró como si le faltara el aire y su
nombre fuera oxígeno—. ¿Me permites una pieza?
—Oh, lo siento, querido —parloteó ella—. Pero están todas reservadas.
Deberá buscarse otra compañera de baile esta noche —argumentó con total
descaro. Sus amigas se alejaron de ellos disimuladamente, dándoles
intimidad.
—¿Qué estás haciendo? —le susurró él con cierto enfado—. ¿Por qué
llevas este vestido?
—Son los vestidos de una mujer casada, señor Sutter. Oh, claro. Usted
no lo sabe... Cuando una mujer se casa las normas de conducta se relajan
para ella, así que tengo la libertad de vestirme como desee y de bailar con
quien guste...
—¡Me ha dicho que va a divorciarse de mí! ¿A qué juega? —gritó
Donald en un susurro, desconcertado—. ¿Es esta tu forma de vengarte,
Katty?
—Miladi para usted, mi señor. Y sí, voy a pedir el divorcio. Seré la
primera mujer de Inglaterra en lograrlo, se lo aseguro. De mientras, dejaré
que mi condición de casada le perturbe.
—Baile conmigo, miladi.
—Ya le he dicho que están todas las piezas concedidas. Y, es más, jamás
bailaré con usted.
—¿Tampoco?
—¿Acaso no me dejó plantada el día en el que le pedí un mísero baile?
He decidido que esa será otra de las cosas que jamás podrá hacer conmigo.
—Katty...
—Disculpe —Se apartó ella y le sonrió a un apuesto caballero inglés
con el aspecto de ser un duque por lo menos—. Aquí viene mi compañero
de baile, que disfrute de la velada.
Donald Sutter observó a su esposa durante toda la noche, radiante y
alegre, bailando con un hombre y con otro con total libertad. Y algo en su
interior se encendió, una verdad absoluta de la que no se había dado cuenta
antes: su vida ya no volvería a ser la misma si no lograba conquistar a
Katty, su propia esposa.
Capítulo 18

De vuelta al presente, cerca del río en la propiedad de Donald Sutter.


1872.
Katty estaba llena de esa clase de calidez que solo se sentía una vez en
la vida. Intentó capturar el temblor que la sacudía sin piedad, pero apenas
tuvo fuerzas para ello. El encuentro estaba siendo tan descarnado y ardiente
que temía perder la cordura o, peor aún, la vida. Porque sí, porque estar en
los brazos del demonio pelirrojo era una extraña mezcla de vida y muerte
arrolladora. Su cuerpo sudaba, sus mejillas estaban rojas y cada poro de su
piel vibraba con intensidad. Había algo en el abrazo fuerte de su esposo, en
su forma de besar, en la opresión masculina contra su cuerpo... que la tenía
desvariando.
—Bésame, Katty. Soy tuyo, soy tu marido —le había dicho Donald con
tono suplicante—. ¿No es así? Haz conmigo lo que quieras, úsame si lo
deseas. Pero no huyas de mí. No te haré nada, te lo prometo. Aunque muera
de ganas de hacerte mía, por ti soy capaz de arder en el fuego más intenso.
Deseaba y necesitaba continuar. Le hubiera gustado seguir besándolo,
acurrucarse en su regazo, morir de placer entre sus caricias. Era la primera
vez en mucho tiempo, por no decir la única vez, que ambos estaban en ese
punto. La certeza de que dejaría que hiciera lo que quisiera con ella la
asustó. No solo la asustó, sino que la hizo detenerse en seco. Negó para sí
misma. Negó una y otra vez.
—No puedo, Donald —dijo entre lamentos, casi sin creerse sus propias
palabras. Separarse de Donald en ese momento era un atentado contra todas
las historias de amor contadas hasta ese siglo—. Estoy convencida de que el
único motivo por el que no te he perdido durante estos cuatro años ha sido
porque no te he dado lo que has querido. Cuando te lo dé, me destrozarás...
Me romperás en mil pedazos como los hiciste en nuestra noche de bodas.
Prefiero esperar más.
—Katty... No —suplicó él de nuevo con los ojos vidriosos. ¿Estaba a
punto de llorar? Era difícil de imaginarse al demonio llorando. Pero no
imposible, porque Dios era mucho más poderoso que él y podía tumbarlo en
cualquier momento. Como ese.
Se puso de pie, sacando fuerzas de donde no las tenía, cogió su ropa, se
vistió y se alejó de él con los tobillos flojos. No se detuvo hasta que estuvo
a salvo en su habitación. Sola con sus propios pensamientos. Lejos de
Donald.
Pero no lejos de lo que se había despertado en su interior. De eso ya no
podría huir, por mucho que lo hubiera estado refrenando durante años. Es
más, en su tonto interior, se veía capaz de darle una segunda oportunidad a
Donald. No en ese preciso instante ni en esa tesitura, pero sí en el futuro. Si
avanzaban de ese modo, poco a poco, con respeto y comunicación... ¡Dios!
¿Era posible? ¿De veras se estaba planteando la idea de perdonarlo? Pero
¿sería capaz de olvidar el dolor que le causó?

Donald se quedó quieto, estático, en el mismo punto donde su esposa lo


había dejado. Le entraron unas ganas de llorar irrefrenables y se sentía un
perdedor por ello. Los hombres no lloraban, ¿verdad? Debería ponerse de
pie y olvidarse de esa mujer para siempre. Pero le era imposible. Ella se
había convertido en su obsesión. Durante cuatro años no había tenido otro
propósito en la vida que el de conquistarla. Y durante cuatro años solo
había logrado un par de besos y apretones de su parte. ¡Pero qué besos! ¡Y
qué sentimientos al tocarla! Apenas necesitaba hacerla suya para saber que
ella era la indicada, la mujer que lo hacía volver loco.
¿Hasta cuándo pagaría por sus fechorías? Sabía que no lo había hecho
bien en la noche de bodas, y que le había hecho un enorme daño a Katty.
Pero ¡caray! Le había pedido perdón de mil maneras y no hallaba el camino
hasta su corazón. Y ahora sabía que no era por su orgullo, sino por su
miedo. Katty tenía miedo de él, de lo que podía llegar a ocurrir si se
entregaba al amor que sentían el uno por el otro. El demonio pelirrojo cerró
los ojos con fuerza y retuvo un par de lágrimas con sus manos.
De nada servía comportarse como una mujer. Si alguno de sus pares lo
viera, caería en la humillación más absoluta. Se puso de pie, y empezó a
deshacer el camino de regreso a casa. No obstante, en cuanto dejó atrás los
matorrales y las plantaciones de algodón abandonadas, Donald se dio
cuenta que un carruaje se acercaba por la avenida. Un carruaje que no
pertenecía a ninguno de los vecinos más cercanos.
Le dieron ganas de correr y esconderse en la casa puesto que iba
empapado de arriba a abajo y su aspecto era lamentable. Pero no se le
ocurrió moverse de su sitio en cuanto avistó una cabellera rubia a través de
las ventanillas del vehículo. No podía creerlo. Y no solo no podía creerlo,
sino que nada era menos conveniente en esos momentos que esa visita.
—¿¡Qué puñetas...!? —exclamó Donald.
Ella vivía en el sur. Como él mismo, a pesar de haber pasado largas
temporadas en Nueva York, Cindy era de Georgia. Al igual que Liam
Anderson. De hecho, los tres habían crecido prácticamente juntos en esos
lares sureños. No, todavía más: Cindy era una prima lejana de Liam. Por lo
que estaba convencido de que, a pesar de estar separados, ambos seguían
viéndose en algunas ocasiones. ¿Qué la traía hasta allí?
Era su fin. Si Katty se enteraba de toda la historia, jamás podría volver a
acercarse a ella. Ni siquiera podría volver a oler su perfume a lavanda. Y
eso lo condenaría a estar muerto en vida.
El cochero se detuvo y abrió la portezuela, tras lo cual un hombre bajó.
No lo conocía. Era un caballero de mediana edad, bien plantado. Después,
lo vio extender un brazo para ayudar a Cindy a bajarse.
—¡Donald! —lo saludó la bella mujer de ojos miel y pelo rubio como
Liam—. ¡Cuántos años sin verte! ¡Oí que estabas en el sur y no pude evitar
venir a hacerte una visita!
—Cindy —saludó él con un toque de cabeza formal, sin saber cómo
reaccionar.
—Él es mi esposo —siguió parloteando la mujer de forma alegre—.
Andy Taylor, el propietario de la finca en el oeste, ¿recuerdas?
¡Caray! Claro que lo recordaba, pero lo recordaba mucho más pequeño.
¡El pequeño Andy! ¡Ahora era el esposo de Cindy! Le relajaba pensar que
la antigua prometida de Liam no había venido sola. —Por supuesto que lo
recuerdo, mis felicitaciones para ambos. No sabía que habíais contraído
nupcias.
—Hace tres años que nos casamos, y deberías felicitarnos de nuevo —
Señaló su barriga y lo miró con los ojos cargados de significados.
¡Embarazada! ¡Cindy Anderson embarazada!
—Reitero mis felicitaciones en ese caso —Sonrió hacia el matrimonio y
al moverse, se percató de que seguía empapado de arriba a abajo—.
Disculpen mi apariencia, por favor, pasen. Pediré que nos sirvan un
tentempié.
—Oh, Donald, no son necesarias tantas formalidades —rio Cindy—.
Andy y yo somos tus amigos desde siempre.
El pelirrojo sonrió forzado. ¡Menuda desvergüenza la de esa mujer!
¿Amigos desde siempre? ¡Conocidos desde siempre más bien! Y lo que
pasó entre ellos dos durante su juventud debería de haber dado por
concluida cualquier amistad. ¿A qué venía ese repentino interés de Cindy
por pasar tiempo con él? No comprendía nada, pero imaginó que sería
mucho peor echarla sin contemplaciones así que optó por actuar a través de
la vía diplomática, suplicándole a Dios clemencia. El corazón le latía a mil
por hora, temeroso de que Katty se enterara de todo. No imaginaba un
escenario peor que el de su esposa descubriendo otra de sus fechorías
pasadas. No quería dañarla más, ni provocarle más dolor.
No tenía por qué salir mal, ¿verdad? En definitivas cuentas Cindy estaba
casada y en estado de buena esperanza. Lo más seguro fuera que para ella
esa visita fuera un modo de hacer las paces con el pasado. Sí, debía y
necesitaba creer eso. Si no, se volvería loco.
—¿Quiénes son? —le preguntó Katty en cuanto subió al segundo piso
para cambiarse, después de dejar al matrimonio en el salón de invitados con
la promesa de regresar pronto a hacerles compañía. La encontró con otra
ropa, seca, y el pelo seco también, en mitad del pasillo. Preparada para
atender a las visitas.
¿Qué debía decirle? ¿Debía contarle toda la verdad? La miró a los ojos,
y la vio tan indefensa, a pesar de su capa de orgullo, que se sintió muy ruin.
Incapaz de contarle algo como aquello y estropearlo todo más. —Son los
Taylor, gatita —comentó, casi ahogado, sintiendo el frío de su ropa
empapada sobre su piel—. Un matrimonio afincado en la propiedad del
oeste de Georgia. Los conozco desde que era un niño, por ser vecinos.
—Oh, en ese caso, debería recibirles... ¿Lo ves necesario? —preguntó
ella, un poco vergonzosa, rompiendo con su dura capa de orgullo. Hasta
entonces ellos no habían actuado como un matrimonio en público y que
Katty diera ese paso era un logro. ¿Y si la estaba conquistando? ¿Y si a
pesar de haberlo dejado plantado en el río ella estaba empezando a
acercarse a él? Poco a poco. n
—Nada me complacería más que presentarles a mi esposa, gatita —
convino él, entre esperanzado y aterrorizado. Ilusionado por ver avances en
su maltrecha relación y ansioso por lo que Cindy pudiera hacer o decir.
—En ese caso, te esperaré aquí —sonrió Katty, señalando sus ropajes
empapados para que se fuera a cambiar y se sentó en una banqueta del
pasillo con las manos cruzadas por encima de la falda. ¡Katty esperando por
él! ¡Apenas podía creerlo! ¡Eso lo hacía feliz! Quizás no había logrado
hacerla suya horas antes, pero ese acto significaba para él mucho más que
un momento de sexo apasionado. Con otra mujer no ocurriría de ese modo,
pero con ella sí. Porque ella era su esposa. Y era distinta, singular. Katty lo
doblegaba a su gusto y lo convertía en un hombre casi afeminado en una
época en la que los caballeros debían mostrarse rudos y sin sentimientos.
Asintió como un niño pequeño y se cambió a toda prisa con su ayuda de
cámara. Como si fuera una cita. Y corrió de regreso al lado de Katty,
emocionado. —Miladi —dijo él con alegría y buen humor—, bajemos a
atender nuestra primera visita.
Katty rio por lo bajini y se cogió de su brazo. ¡Qué éxito! ¡Katty
cogiéndose de su brazo! Se sentía un triunfador. La satisfacción que le
recorrió el espinazo al ver a su esposa cogida de su brazo era mayor que la
que había sentido en los clubs, yendo de mujer en mujer y proclamándose
un seductor nato ante sus pares. Henchido como un pavo real, descendió la
escalinata al lado de esa belleza que olía a lavanda y se movía como una
gata. Era semejante su utopía que se olvidó de Cindy y de los problemas
que le podía traer.
—Señores Taylor, les presento a mi esposa, la nueva señora Sutter —
dijo con satisfacción, volviendo a la realidad de su salón de visitas.
—¡Oh! ¡Qué hermosa, Donald! ¡Mis felicitaciones! —aplaudió Cindy y
corrió a abrazar a Katty, que siendo la única hija del Duque de Inglaterra no
estaba acostumbrada a que la abrazaran, pero aceptó el saludo con
humildad. Porque Katty, en el fondo, era humilde y esa era una de las
cualidades que lo enamoraban más de ella cada día. Aun así, le fue
imposible evitar cierto sentimiento de culpa. Katty no merecía estar en el
mismo salón que una de sus amantes. Pero ¿qué podía hacer? Estaba entre
la espada y la pared.
—Un placer, señora Sutter —añadió el bueno de Andy.
—En el sur las buenas noticias corren rápido. Oímos que la esposa de
Donald estaba aquí y decidimos venir a haceros una visita.
—Qué honor —sonrió Katty. Estaba preciosa con un vestido de
muselina blanca y mangas cortas. Incluso su pelo castaño brillaba más que
nunca, como si, toda ella, fuera un regalo divino—. Por favor, siéntense.
—Pero por favor, tutéanos —pidió Cindy mientras se sentaba en el
diván—. Nosotros somos amigos vuestros, no me gustaría que hubiera ese
tipo de formalidades entre nosotros. Aunque debo confesar que estoy un
poco molesta con Donald porque no comunicó que había contraído
nupcias.
—Apenas hemos visitado la ciudad —añadió Andy con sus ojitos azules
de cordero manso—. Es normal que no estemos al corriente de las buenas
nuevas. Además, durante los últimos tres años nos hemos dedico a la finca.
—Comprendo —volvió a sonreír Katty, visiblemente sorprendida por el
desparpajo de Cindy. Donald tragó saliva.
—Comed, por favor —suplicó él, con la intención de acelerar el
encuentro.
—Quizás podríamos organizar un pequeño baile —comentó Katty de
repente, provocando que se atragantara con la mitad de un trozo de queso.
—Querida, ¿será conveniente para tu estado de salud? —preguntó
Donald, después de toser y liberar sus vías aéreas.
—¡Oh! ¡No me lo digáis, por favor! ¡También estáis esperando! —se
emocionó la rubia de ojos color miel desde su asiento.
—¡No! —aclaró Katty al instante—. No, aunque es grato saber que
vosotros sí estáis esperando la llegada de vuestro... ¿primer hijo?
—El primero, en efecto —dijo Andy.
—Mi esposa ha venido al campo para descansar, se siente un poco débil
por la poca naturaleza que encontramos en la ciudad. No creo que un baile
sea lo más conveniente para ella—argumentó Donald, implorando a Dios
que ningún baile diera a lugar.
—Será algo pequeño, improvisado. Mañana por la noche, para que nos
dé tiempo a invitar a los terratenientes más cercanos y a sus hijas. Estoy
convencida de que hace tiempo de que no ocurre algo parecido por aquí.
—¡Estás completamente en lo cierto, querida! —aplaudió Cindy de
nuevo—. Estoy hastiada, aburrida diría yo. Un baile sería algo magnífico, si
tu salud lo permite...
—Creo que organizarlo será un proyecto satisfactorio para mí, en efecto
—complació Katty, que parecía una gatita recogidita en el sillón azul de la
estancia.
—Pero, su acento... ¿es usted inglesa? —preguntó Andy.
—Es inglesa, por supuesto —contestó Donald—. Y es la hija del Duque
de Doncaster.
—¡Oh! ¡El magnate del oro! ¡Con razón me sonaba su aspecto! —
exclamó Cindy—. Entonces no debería tutearla, miladi —se avergonzó la
sureña, roja como un tomate—. Disculpe mi atrevimiento.
—¡En absoluto! Ahora ya hemos empezado a tutearnos, ¿no es así? —
convino Katty con mucha educación y honesta simpatía—. Y será un placer
para mí que nos acompañéis hasta el baile de mañana por la noche. Pediré
al servicio que preparen una habitación para vosotros.
—¡Estoy tan emocionada que creo que el corazón va a estallarme! —
Cindy se puso de pie y abrazó a Katty—. Eres la esposa perfecta para
Donald, sin duda. Estoy muy feliz de poderte conocer.
Donald frunció el ceño y miró de nuevo a Cindy. Apenas recordaba su
encuentro íntimo. Solo fue una más de sus conquistas en una época en la
que la locura fue la dueña de su vida. Lo único que recordaba bien era que
Liam se había enfadado mucho tras aquello. Sin embargo, Cindy parecía
albergar sentimientos e intenciones sinceras. No sabía qué pensar ni qué
esperar. Solo podía sentirse un miserable por poner a su esposa en una
situación como aquella.
«Dios mío, ayúdame y protege el corazón de mi esposa, no quiero
hacerla sufrir más. Solo quiero hacerla feliz».
Capítulo 19

La compañía de Cindy le resultaba agradable. La joven sureña era


alegre y entusiasta, además de sencilla. No había previsto tener invitados ni
organizar un baile, pero se sentía bien para ello. Las confesiones de Donald
la habían animado hasta el punto de mejorar su estado de salud. Saber que
Donald sintió algo por ella desde el principio era una alivio. ¡No fueron
imaginaciones suyas, después de todo! ¡No lo obligó a casarse en contra de
su voluntad por completo! El sentimiento de culpa que la había arrastrado
hasta la más completa amargura, menguó, dándole un suspiro a su
maltrecho corazón.
Eran casi las siete de la mañana cuando se levantó. Katty se vistió,
desayunó y empezó a dar directrices a los criados que ya estaban trajinando
en los salones de invitados, colocando las mesas y los objetos de
decoración. Su fiel doncella, Fina, fue su mano derecha durante la
organización del baile de esa noche. Lady Selena ocupó su lugar como
acompañante ofreciéndole consejos acertados en las decisiones más
importantes en cuanto a comida y disposición de las mesas. Apenas conocía
a sus invitados, pero sabía que en su mayoría eran de clase media. No le
importaba que lo fueran, pero debía pensar en ello a la hora de escoger los
detalles, para que nadie se sintiera fuera de lugar.
—Buenos días —oyó a sus espaldas después de terminar de colocar las
mesas en el orden correcto—. Te has levantado pronto, Katty, y más
teniendo en cuenta que ayer por la noche la velada se alargó hasta tarde.
—Oh, buenos días Cindy —recibió a la rubia de ojos color miel en el
salón de invitados—. Fue una velada estupenda que me dio ánimos para
levantarme hoy pronto. Quiero tenerlo todo preparado para cuando
empiecen a llegar los invitados.
—Espero que el sur no te decepcione —se preocupó la vieja amiga de
Donald. Sus ojos amarillos le eran muy familiares, pero no lograba
encontrarle la relación —. Nuestra educación no es equiparable a la de la
aristocracia inglesa.
—¡En absoluto! Preciso de sencillez para curarme —Katty negó con
honestidad—. He pasado la vida rodeada de lujos y de gente sofisticada, por
lo que puedo asegurarte de que no es tan maravilloso como suena. De
hecho, el exceso de caprichos y banalidades es lo que me ha enfermado.
—¿Eres feliz? —le preguntó Cindy de repente. Lady Selena y Fina
dieron un pequeño respingo a su lado, igual de sorprendidas que ella por la
pregunta.
—Supongo que sí —mintió un poco, notando la incomodidad de su
acompañante y de su doncella—. ¿Por qué lo preguntas, Cindy?
—Es una pregunta singular, lo entiendo. Solo quería saber si la esposa
de Donald Sutter es feliz, porque deseo que lo sea. Nunca había visto a
Donald tan encantado y tranquilo como lo está ahora.
—Parece que lo tienes en alta estima —comentó Katty, entre confundida
y halagada.
—Así es, lo aprecio. Aunque él apenas se acuerda de mí, yo guardo un
buen recuerdo de su persona. Si no hubiera sido por él, ahora estaría
condenada a una vida desgraciada.
—¿Interrumpo? —se oyó desde la puerta la voz profunda y algo
nerviosa del dueño de la casa, llenándolo todo con su presencia.
—En absoluto —remedió Katty al ver a Donald, resplandeciente. Estaba
guapísimo y como un pincel vestido de azul y blanco. Lo vio enarcar una
ceja roja.
—¿Puedes acompañarme, Katty? Necesito hablar contigo un instante.
Ella sonrió mientras Donald le ofrecía el brazo y salieron juntos del
salón de invitados, cogidos. La condujo hasta una terraza alta, desde la que
se observaban unas maravillosas vistas de la finca. Desde las plantaciones
de algodón abandonadas hasta el riachuelo y sus lindares verdes.
—Sé que estás preocupado por el baile de esta noche, Donald —lo
tuteó, sintiéndose cómoda con esa cercanía—. Pero me siento mucho mejor
y deseo ser la anfitriona de tu casa. Es otro de mis caprichos, lo sé... —
sonrió, sin soltarlo del brazo.
—Nuestra casa —lo corrigió él, mirándola con intensidad a través de
sus maravillosos y profundos ojos azules como el cobalto. Se quedó como
una boba observando su incipiente barba roja y tuvo la tentación de pasar
los dedos por ella, pero se abstuvo. Todavía no debía mostrarse tan
enamorada como en realidad lo estaba y siempre lo estuvo. Así que contuvo
su hormigueo en el vientre y respiró profundamente por la nariz, desviando
su mirada liliácea hacia el horizonte.
—Gracias por confesarme que tú también sentiste algo ese día en el
jardín de mis padres —agradeció ella—. Saber que no todo fueron
imaginaciones mías me ha ayudado a sentirme mucho mejor —Notó la
mirada complacida de su esposo sobre ella. No habían saboreado las mieles
del matrimonio y esos momentos de aparente paz eran como un derrame de
bálsamo curativo sobre ellos—. ¿Para qué me has traído aquí? ¿Sobre qué
querías hablar?
—Katty... Yo quería contarte algo... —inició él y ella se giró de nuevo
hacia sus ojos, perdiéndose en su mirada libre de jocosidad, sincera. Bebió
de la humedad en sus iris azules y Donald se quedó mudo, absorto,
alimentándose de su increíble mirada lila. El aire se tornó muy espeso,
líquido y tuvo que acelerar el movimiento de su pecho para conseguir el
oxígeno necesario para vivir.
—¿Qué? —preguntó ella ahogada, sin voz, casi gimiendo. El calor la
sacudió con violencia hasta ponerle las mejillas pecosas enrojecidas y
endurecer sus pezones por debajo de su vestido de muselina blanca. Ni
siquiera llevaba corsé y la vergüenza de saber que, de seguro, su excitación
era obvia, la obligó a cerrar los ojos y a entreabrir su boca. Estaba enferma,
era cierto. Pero enferma de deseo por ese hombre. Necesitaba; no. Ansiaba
ser devorada por el demonio pelirrojo. Y aunque los miedos y las
reticencias eran abundantes, sabía que su corazón se había suavizado mucho
desde el encuentro del día anterior. ¿Era una locura? ¿Era demencial desear
a su propio esposo?
No lo pensó. Ni quiso detenerse en reflexiones que la habían
atormentado durante años. Solo se dejó violentar con un beso que no tenía
descripción, solo ruido y ardor. Y absorbió la ferviente necesidad masculina
en su boca, tragando su apetencia hasta llenar su vientre y humedecer su
intimidad. —Estás ardiendo —gimió ella al sentir la piel de Donald contra
la suya. Pero no hubo respuesta verbal.
El pelirrojo demoníaco la cogió con fuerza por la cintura con su brazo y
la estrechó contra él. Sintió su virilidad contra ella, a través de la ropa que
los separaba. Estaba convencida de que aquello debía de dolerle mucho y
sintió que su maldad femenina e innata se regocijaba por ello. Quiso tocarlo
allí, en esa parte prohibida de los hombres. En su lugar, le pasó los brazos
alrededor del cuello y se hundió en su abrazo grande y vigoroso. Reparó en
que él ya no olía a ese perfume fuerte que solía usar. ¿Se lo habría dejado en
Nueva York? Olía a otra fragancia más seductora, varonil. Natural.
Volvió a besarla sin contemplaciones, irritando sus finos labios y sus
lenguas chocaron y se acariciaron como si se conocieran desde siempre: con
una armonía perfecta. El movimiento de Donald en su boca terminó por
aflojarle los tobillos y caer rendida en sus brazos. Ni siquiera supo como
voló desde la terraza hasta una habitación penumbrosa. —En esta alcoba
solía refugiarme de niño —le comentó él con una voz sacada del mismismo
abismo. Katty vio por el rabillo del ojo que la habitación era algo parecido a
un altillo, decorada con gusto. Pero le fue imposible fijarse en algo más
cuando fue tumbada en una pequeña cama y su falda corrió hacia arriba. Su
intimidad percibió el ligero aire fresco de la desnudez. Porque no: tampoco
llevaba enaguas. Porque sí: había decidido vestir con libertad esa mañana,
natural. Sin saber que alguien más aparte de su doncella y su acompañante
la verían (sin contar al servicio).
—¡Por Dios! ¿No llevas enaguas? —preguntó Donald rojo y con las
venas de su cuello bien marcadas por la presión de la sangre.
—Este vestido apenas deja ver nada —se excusó, recorriendo al
puritanismo inglés en el que se había criado—. Y pensé que podría vestir
por una vez con menos complicaciones y...
—Shh —rugió Donald, apoyándose sobre un brazo para cernirse sobre
ella en la misma cama diminuta—. No tienes qué excusarte —le dijo él y la
besó. Pero fue un beso corto, con prisas, ansioso, loco por trasladarse a su
cuello y a sus orejas. Un beso largo, en desplazamiento y ligeramente
opacado por las caricias en su intimidad. Primero sintió un cosquilleo en sus
muslos, avergonzándola hasta decir basta. Y luego murió de la vergüenza y
del histerismo cuando un dedo indagó por sus pliegues íntimos,
hundiéndose en su humedad; resbalando de arriba a abajo. Se mordió el
labio para no gritar hasta notar que se hacía una herida.
—Por favor —suplicó ella, agónica. Perdida en las sensaciones que ese
hombre al que había perseguido y luego evitado durante cuatro años le
provocaba.
Él no tuvo clemencia. Siguió torturándola con besos en su cuello y
caricias en su intimidad hasta morderle los pezones endurecidos por encima
del vestido. Aquello la enloqueció. Ni un ápice de cordura le quedó intacta
y se dejó ir. No se conoció cuando gimió sin vergüenza y tampoco lo hizo
cuando le quitó la camisa al pelirrojo con ansiedad. Dejó de ser ella misma
al morderle los hombros mientras sollozaba de placer y de dolor por la
angustiosa sensación en su bajo vientre que no la dejaba respirar.
Y otra persona, porque era imposible que ella hubiera hecho eso, le bajó
el pantalón a Donald Sutter y buscó en sus calzones aquello que pedía a
gritos un poco de atención. El americano bufó y Katty notó las venas del
miembro masculino entre sus manos. En un acto instintivo empezó a
acariciar a aquello totalmente nuevo para ella. —¿Te duele? —inquirió ella
y lo miró, pero no se encontró con sus ojos azules. Sino con dos pozos
negros. Le dio miedo.
—Mucho, hasta rabiar. Pero eso solo te complace, ¿cierto?
—Sí —confesó ella y él rio sin reír verdaderamente y la apretó más en
sus carnes hasta hundir sus dedos en ese pequeño hueco que sabía que
existía, pero del que jamás notó su existencia hasta entonces. La tumbó y se
vengó martirizándola con toda clase de movimientos que solo le
provocaban más suplicio y desasosiego—. Basta. No puedo más —
lloriqueó ella. Y él no la escuchó, le bajó el vestido por arriba, dejando sus
pechos al descubierto con maldad. La misma maldad que ella le había
demostrado segundos antes.
Lo que vino después fue casi parte de un mundo onírico e irreal. Jamás
pensó que algo así podía ocurrir entre un hombre y una mujer. Donald
enterró su miembro entre sus pechos y empezó a moverse a un ritmo
frenético sin dejar de tocarla a ella en su empapada intimidad con una
mano. Katty observó de reojo los muslos férreos del americano a cada lado
de su cuerpo, embistiendo con determinación sin parar de darle placer a ella
al mismo tiempo.
La visión de ese pelirrojo dándose placer a sí mismo con sus pechos no
le duró mucho. Pronto una luz cegadora la sobrevino y notó que algo corría
desde su interior hasta la mano de Donald. Después, con la misma mano
mojada, la tomó por el otro pecho y siguió frotándose hacia delante y hacia
atrás hasta que un líquido blanco cayó sobre su cuello y parte de su rostro.
—No sé si podré continuar mirándote a los ojos después de esto —
musitó ella un largo tiempo después, cuando Donald ya estaba tumbado a su
lado y ella ya se había limpiado.
—Lo harás, gatita. Claro que lo harás... porque este solo ha sido el
comienzo. Te buscaré cada día y te haré esto mismo, y cosas peores, hasta
que te entregues a mí por decisión propia.
—Oh, Donald, no te apresures... —dijo ella sin demasiada propiedad en
su voz, notando un vacío inmenso en su bajo vientre que todavía estaba por
llenar—. Vayamos poco a poco. No quiero estropearlo, y, sobre todo, no
quiero... —Se llevó la mano encima del pecho y lo miró con más sinceridad
de lo que jamás lo había mirado, aterrada.
—Te amo —dijo él—. Y lo sé antes de hacerte de mía. No me hace falta
entrar aquí —Le puso la mano encima de su sexo femenino—, para saber
que eres la indicada. Jamás he estado tan loco por una mujer, ¿lo oyes?
Jamás. He estado cuatro años persiguiéndote, seduciéndote, implorándote
perdón... ¿Por qué? Porque me di cuenta de que eres tú la única que puede
llenar el enorme vacío que hay en mi vida. Tú, con tus caprichos y tus
niñerías, tus maldades, tus ideas astutas... Pero a la vez tan humilde,
generosa, y bondadosa... Me enamoré de ti nada más verte. Me di cuenta al
día siguiente de perderte, al día siguiente de nuestra boda. Y te fui amando
poco a poco, cuando ayudaste a Esmeralda a ocultar su embarazo. Cuando
decidiste abrir tu propio negocio sin prejuicios... Incluso cuando luchaste
por tu cuñada a pesar de ser una esclava. Así te amé... Lo demás, puede
esperar y te voy a esperar. No solo te voy a esperar, te voy a respetar. Pero
ahora, necesito ser sincero contigo... —Donald cerró los ojos con fuerza—.
No quiero hacerte daño, Katty. Pero mucho me temo que, si te lo sigo
ocultando, te haré más daño. Si después de escuchar lo que tengo que
decirte, decides que ya no puedo estar a tu lado, me iré. Me marcharé y te
esperaré en otro lugar, pero no me quedaré para seguir dañándote —La besó
en la frente y luego en las mejillas, dulce como nunca lo había imaginado
Katty que sería su esposo. A pesar de su dulzor, el estómago se le contrajo
por el miedo. ¿Que tenía que decirle? ¿Podría soportarlo?
—Adelante, te escucho —aceptó Katty y dejó de mirarlo a los ojos para
mirar hacia el techo, sería incapaz de aguantarle la mirada si debía
quebrarse en dos por segunda vez en su penosa historia del matrimonio.
—Se trata de Cindy —murmuró él, poco convencido—. Ella es la prima
de Liam —continuó y Katty comprendió por qué aquellos ojos de color
miel le habían resultado tan familiares—. Ellos dos estuvieron
comprometidos. Y, no sé si has percibido el poco aprecio que siente Liam
por mí a pesar de que, como ya sabes, crecimos prácticamente juntos...
—¡No puede ser cierto, Donald Sutter! —se indignó ella, atando cabos
sin necesidad de más explicaciones—. ¡No puede serlo!
¡Maldito demonio pelirrojo! —se enfureció, pasando de la más absoluta
calma al más absoluto enojo en cuestión de segundos. Se incorporó,
quedándose sentada y lo miró a los ojos con muy poca simpatía—. ¡Liam
me dijo que alguien se encargó de destrozar sus sueños! ¿Como fui tan
necia como para no entender que fuiste tú? ¡Ay, Donald! ¡Eres incorregible!
¿Cómo pudiste encamarte con la prometida de tu amigo? ¡Y ahora me la
traes a casa! ¡Pero qué desvergüenza! ¡Eres...! ¡Es que no tengo ni
palabras!
—Gatita —nombró él y también se sentó para ponerse a su mismo nivel
—. Déjame hablar, por favor. En mi defensa diré que todo este asunto,
imperdonable sí, estoy de acuerdo contigo, ocurrió muchos años antes de
incluso conocerte. Y yo no la he traído. No se me ocurriría hacer tal cosa,
ella se presentó aquí sin avisar. ¡Con su esposo y en estado de buena
esperanza! No puedes ni siquiera pensar que sigue habiendo algo entre
nosotros, hacía años que...
—¡Oh, Donald, calla de una vez! —gritó Katty y se llevó una mano a la
sien—. Sé que hacía años que no os veíais, ella misma me lo ha comentado
esta mañana que tú apenas te acuerdas de ella. ¡Pero no es excusa! ¡Lo que
hiciste fue inmoral!
—Pero lo hice antes de conocerte —repitió él y la miró suplicante. Ella
miró al techo, cruzó los brazos y dejó ir un fuerte bufido nada educado.
—No puedo enfadarme por algo que hiciste hace tantos años... en eso te
doy la razón. Pero no comprendo qué hace ella aquí. ¡No es nada agradable
que tus amantes, nuevas o viejas, estén en mi propia casa!
—Tenía miedo de pedirle que se fuera y que todo se destapara antes de
hablar contigo. Pero ahora mismo iré y le pediré que se vaya —resolvió
Donald, poniéndose la ropa—. Esta es tu casa y me hace feliz que así la
consideres, no pienso permitir que nada lo estropee.
—¿Y su marido? ¡Aparenta ser tan buena persona! —lo detuvo Katty
por el brazo.
—¡El bueno de Andy! Siempre fue el mejor de nuestra generación aquí
en el sur. Pero no me importa, Katty. Sus sentimientos no son de mi
incumbencia —aclaró el pelirrojo, deshaciéndose del agarre de su esposa.
—¿Crees que él lo sabe?
—Ignoro cómo Cindy pudo ocultar su falta de pureza.
Katty deseaba que Cindy se marchara, le hubiera encantado ver como
Donald la echaba sin contemplaciones. Sin embargo, sus principios le
impedían actuar solo por celos. Quizás lo hubiera hecho en el pasado, pero
no a esas alturas de su vida. —Donald, detente —Se puso de pie,
recompuso su vestido y cogió por los brazos al americano, obligándolo a
mirar a los ojos—. Aprecio tu sinceridad, y valoro mucho que quieras
protegerme y darme mi lugar. Pero no debemos actuar como dos niños
cuando ya no lo somos. Debemos madurar, ¿comprendes? Es necesario para
nuestro matrimonio, si queremos salvarlo, que sepamos afrontar los
problemas con buen juicio.
—No la quiero aquí, quiero que estemos solos. Disfrutar de este
acercamiento que tanto he anhelado.
—Pero ella esta mañana me ha dicho que solo desea tu felicidad, que si
no fuera por ti ella sería una desgraciada... Ignoro por qué me lo ha dicho,
pero intuyo que no tiene malas intenciones. Al contrario, me parece que
quiere ayudarte de algún modo. Propongo que sigamos como si nada y la
dejemos hacer. Ya no puede hacernos daño porque ahora yo sé la verdad y
tú sabes que yo no estoy enfadada por esto.
Donald se relajó y Katty vio el brillo en sus ojos. —¿Ves? ¿Crees de
veras que necesito que me des tu virginidad para amarte? Te amo por quién
eres, Katty Sutter.
Capítulo 20

Los invitados empezaron a llegar de repente por la avenida de la


propiedad, caminando, en calesas o a caballo. La gente era, tal y como
había previsto Katty, de clase media y muy afable. Era la señora de esa
casa, y la anfitriona responsable de hacer que los sureños pasaran una noche
inolvidable. Su vida empezaba a mejorar, su marido estaba cerca y entre
ellos estaba cambiando algo muy importante. La sinceridad había empezado
a regir sus conversaciones, sustituyendo las discusiones por confesiones
necesarias. Cada vez, veía más factible la reconciliación, pero todavía debía
ir con pies de plomo. No había ido hasta allí para arreglar su matrimonio,
sino para recuperar su salud. Y eso no debía olvidarlo.
Durante la cena conoció a numerosos terratenientes. Con muchos de
ellos no coincidió en pensamiento puesto que los sureños solían ser
segregacionistas, defensores de la esclavitud. Y, ella, por supuesto no podía
ni debía congraciar con tales ideas. No obstante, logró sobrellevar la velada
y derivar la conversación a temas menos polémicos. Se sorprendió al
encontrar buena compañía entre las mujeres y, sobre todo, en Cindy. La
joven se mostró solícita y atenta en todo momento, incluso la ayudó con los
nombres de los invitados. Katty la observó con detenimiento, estudiando
sus movimientos y sus palabras, pero por mucho que quiso encontrarle
fallos, solo vio amabilidad y afecto en ella.
Y por fin llegó el momento cumbre de la noche, que no era otro que el
de la apertura del baile del brazo de su esposo. Era la primera vez que iban
a bailar juntos. Ella se había negado a hacerlo en repetidas ocasiones a
modo de castigo por el comportamiento imperdonable de Donald con la
viuda de Pembroke aquella noche en la que la dejó plantada. Sí, había sido
rencorosa. Pero tan solo ella sabía el dolor que había acarreado en su
corazón durante todo ese tiempo. Al igual que tan solo ella sabía lo mucho
que significaba ese baile, su primer baile. Notó las manos de su esposo
alrededor de su cuerpo y la orquesta empezó a tocar.
Cerró los ojos y se dejó llevar; transportándose a esa noche en la que
todo se estropeó. Imaginó que no había pasado el tiempo, que ambos
estaban bailando esa pieza prometida y que no existían las mentiras ni los
trucos. Giró, movió sus pies y luego abrió los ojos para encontrarse con la
mirada que la había arrastrado hasta ese punto. Los ojos azules de Donald
brillaban con tanta intensidad como las velas del salón; se perdió en ellos.
Ni siquiera se dio cuenta de cuando las demás parejas empezaron a danzar a
su alrededor. —¿Eres feliz? —oyó la voz lejana del pelirrojo.
—Ahora mismo sí, Donald —contestó ella en voz baja—. Si no pienso
en nada y tan solo me dejo llevar por esta maravillosa sensación de paz, soy
feliz.
Una amplia sonrisa invadió el rostro masculino y no lo abandonó hasta
que la orquesta dejó de tocar para empezar la segunda pieza de esa noche.
El matrimonio se alejó de la pista sonriente, por eso Katty se asustó cuando
vio que su esposo dejaba de sonreír para esbozar una mueca de desagrado
en dirección a la puerta del salón. Buscó el motivo de ese cambio de
expresión brusco y lo encontró: Liam Anderson acababa de llegar a la
fiesta. Alto y rubio como el sol, acaparando las miradas de los asistentes y,
sobre todo, de las mujeres.
Ella no lo había invitado, pero tampoco quería ser descortés con él.
No había motivos para ser desagradable con un caballero que lo único
que había pretendido desde el principio fue ayudarla. Además, debía
considerar que Liam había sufrido por culpa de su esposo y no al revés.
Observó al abogado andar con seguridad y determinación hacia ella,
ignorando por completo la cara de desagrado de Donald.
—Miladi —reverenció Liam y tomó su mano para depositar un beso en
el dorso de la misma.
—Señor Anderson —respondió ella, apresurándose por apartar la mano
de su roce—. Nos complace recibirle —Miró a su esposo. Donald no mudó
ni un ápice su expresión de evidente irritación. ¡Caray! ¡Qué situación más
extraña! Ella no había imaginado llegar a un entendimiento con su esposo,
pero su abogado estaba presente y él no sabía nada de los avances positivos
en su relación. Necesitaba mantener una conversación seria con Liam y
decirle que, por el momento, sus planes para el divorcio quedaban
aplazados. Su decisión no era definitiva. Únicamente quería darle una
oportunidad a lo que fuera que estuviera ocurriendo entre su esposo y ella
en el sur de América.
—Es un placer volver a verla —sonrió Liam y dejó de mirarla para
dedicar una ojeada rápida al salón. A Katty no le pasó desapercibida la
mueca del abogado al ver a Cindy, un mal presentimiento la azotó—. Y es
una satisfacción que su estado de salud haya mejorado indiscutiblemente.
—Gracias, señor Anderson. El sur es muy me está siendo muy
beneficioso.
—Espero que las gracias de estos lares no la beneficien hasta el punto de
entorpecer sus objetivos.
—¡Esto pasa de castaño a oscuro! —exclamó Donald—. ¡¿Como te
atreves a presentarte a mi casa sin ser invitado?!
—Compórtate, Donald —le susurró Katty—. Por Dios, la gente no tiene
por qué enterarse de nuestros asuntos —Señaló con la mirada a los
invitados que empezaban a observarlos con curiosidad—. Señor Anderson,
lo más sensato será que hablemos con más tranquilidad en otra ocasión —
comentó, con la esperanza de que el rubio se marchara sin necesidad de más
palabras.
—Pero le traigo información que es de vital importancia, miladi.
—¡Oh, maldita seas Liam! ¡Sal de mi casa si no quieres que te deje sin
dientes! —bramó Donald, incapaz de controlar su sangre impetuosa—. Eres
un ser despreciable y tengo varias cuentas pendientes contigo, no quieras
que me las cobre ahora.
—Liam, ¿a qué has venido? —Cindy se unió a la disputa y Katty se dio
cuenta de que el escándalo ya estaba servido en ese baile. Los asistentes
habían dejado de bailar y su atención estaba centrada en ellos por completo.
Incluso la orquesta había dejado de tocar, dejando un silencio roto por los
murmullos en el aire.
—Será mejor que hablemos en otro lugar —remedió la anfitriona, entre
frustrada y molesta—. Acompañadme.
El grupo la siguió fuera del salón de baile mientras el bueno de Andy, el
esposo de Cindy se quedaba en el salón para pedir a la orquesta que
volviera a tocar y a los invitados que volvieran a bailar. Katty apenas fue
capaz de razonar cuando llegó a una sala solitaria. Se limitó a sentarse en un
sillón para no marearse y a escuchar.
—Miladi, debe escucharme. Necesito hablar a solas con usted —dijo
Liam—. Está siendo engañada, humillada.
—¡Liam! ¡Basta! —gritó Cindy—. Tú solo te estás humillando a ti
mismo.
Liam enarcó una ceja y miró con desprecio a Cindy, sin contestar nada.
—He tenido suficiente paciencia —comentó Donald—. Vete de mi casa,
Liam. No me obligues a usar la fuerza. En aras de la buena educación y por
respeto a las damas presentes me estoy conteniendo, pero no sigas
tentándome.
—¿Crees que te tengo miedo? —se burló Liam, vacilante, haciendo
brillar sus ojos de color miel con maldad. Katty jamás había visto esa
expresión en su abogado y no le gustó.
—Señor Anderson, le ruego que venga mañana a tomar el té al estilo
inglés —se puso de pie con un poco de dificultad—. Y mantendremos una
conversación privada y necesaria. Yo también tengo muchas cosas que
decirle. Ahora, si me disculpa, me retiro a descansar. La poca salud que
había logrado recuperar, la he perdido con toda esta situación.
Liam se quedó callado, serio. Pero terminó cediendo, hizo una pequeña
reverencia y salió del salón con la promesa de regresar al día siguiente.
—Katty... —quiso hablar Cindy, pero ella ya no tenía fuerzas para seguir
escuchando.
—Ahora no me siento con fuerzas de continuar con esto, Cindy —la
cortó—. Necesito tenderme en la cama.
—Permíteme ayudarte, Katty —Donald dio un paso hacia delante y la
cogió por el brazo para acompañarla. Se dejó ayudar, agradecida por el
gesto—. Katty, no me gusta ese hombre —comentó su esposo cuando
llegaron al segundo piso y la música de la orquesta, así como Cindy
quedaron atrás—. No me siento cómodo con la idea de que mañana toméis
el té juntos.
—No pretendo incomodarte —se excusó—. Ni ser egoísta. Pero debes
comprender que Liam necesita una explicación. Hasta hoy, él creía que
debía defenderme en un tribunal para lograr divorciarme de ti. Encuentro
justo explicarle que la situación está cambiando y que no tengo intención de
celebrar el juicio por el momento.
—¿Es eso cierto? —Donald volvió a sonreír como lo había hecho en el
salón de baile.
—No sería lógico ni prudente seguir intentando algo que quizás ya no
desee... ¿Otro más de mis caprichos, quizás? —se permitió bromear a pesar
de la flaqueza en sus piernas.
—Estaré encantado de satisfacer este capricho tuyo —murmuró Donald
y le pasó la mano por la cintura—. ¿Te sientes indispuesta? —le preguntó a
escasos milímetros de su oreja—. ¿O tienes algún otro capricho por
satisfacer? Si quieres puedo relajarte... Pediré que nos traigan algunas
frutas.
Ella rio por lo bajini. Olvidándose del asunto de Liam. —¿Y nuestros
invitados? He fracasado como anfitriona.
—¡En absoluto! La aburrida sociedad georgiana tendrá algo de lo que
hablar durante los siguientes dos meses. ¡Has triunfado en tu debut como
sureña! Un baile no sería tal cosa sin su escándalo incluido.
—Demonio —lo insultó con afecto antes de que un beso abrasador le
cayera en los labios.
La cogió en volandas y la entró en la alcoba. Su doncella Fina, siempre
a la espera, dio un respingo al verlos y se puso roja. —Tráiganos frutas
variadas —pidió Donald y la doncella salió disparada, agradecida de tener
una orden que cumplir que la sacara de su estupor inicial.
En cuanto las manzanas cortadas en gajos, las uvas, las ciruelas y las
demás delicadezas frutales llegaron, la puerta de su alcoba fue cerrada con
llave y ninguno de los dos salió de ella hasta la mañana siguiente. Se
besaron, se tocaron, se vieron desnudos y se amaron como nunca lo habían
hecho. Incluso durmieron juntos, y a Katty le pareció que el pecho de su
esposo era el lugar más cómodo del mundo para descansar.
Capítulo 21

Su virginidad seguía intacta. Pero su corazón, no. Donald la había


colmado de atenciones durante toda la noche anterior. Habían jugado a
amarse y a satisfacerse el uno al otro. No solo eso, se habían conocido
mejor; habían logrado pasar horas enteras juntos y sin discutir. Hablando de
todo y de nada a la vez.
Todavía no creía lo que estaba ocurriendo. Katty Raynolds jamás pensó
que perdonaría la infidelidad de su esposo. Y, aunque todavía no lo había
perdonado del todo, debía reconocer que eso estaba a punto de ocurrir. Poco
a poco empezaba a confiar en él y a sentirse segura a su lado. Ambos
habían cometido muchos errores desde el inicio de su relación y era justo
llegar a un entendimiento si ambos estaban dispuestos a arreglar sus
diferencias. Ella se equivocó y él también. Pero se amaban y se deseaban
con locura después de todo... ¿por qué no darse una segunda oportunidad?
Miró la hora en el reloj de pared que colgaba de una esquina del salón:
las cinco en punto. Era la hora del té inglés. Una costumbre de su país que
no quería perder en América. No estaba nerviosa por la inminente llegada
de su invitado, pero debía reconocer que sus sentidos estaban en alerta. Lo
que vio de Liam durante la noche anterior no le gustó. Comprendía que él
estaba dolido por la traición de Cindy y Donald, pero vio en sus ojos
maldad y no dolor. ¿Rencor, quizás? ¿Era posible, después de tantos años,
que Liam siguiera furioso?
No era fácil perdonar una traición. Y ella lo sabía mejor que nadie. Por
eso, cuando el abogado entró en el salón hizo su mayor esfuerzo para
recibirlo con amabilidad. —Bienvenido, señor Anderson —se puso de pie y
él, siempre impoluto, depositó un beso en el dorso de su mano enguantada.
—Miladi, espero que se haya recuperado del malestar.
—En efecto, me encuentro mucho mejor —confirmó, sintiéndose un
poco avergonzada por los motivos románticos de su mejoría. Disimuló su
azoramiento invitando a Liam a sentarse. Ella también tomó asiento delante
de él, dejando la mesa camilla entre ambos. Una tetera caliente y humeante
emitía vapor sobre la mesa. Katty había pedido al servicio que se retirara.
No quería que los trabajadores de la finca sureña conocieran sus antiguas
intenciones de divorciarse de Donald.
—Me veo obligado a pedirle disculpas por mi comportamiento —
comentó el abogado mientras ella tomaba la tetera por la asa y le llenaba la
taza—. Reconozco que fui desconsiderado.
—No se preocupe —sonrió ella a medias, removiendo sus largas
pestañas oscuras por encima de sus ojos violeta para estudiar a Liam. Su
expresión no era la misma que la de ayer, y sus ojos de color miel no
desprendían ningún tipo de maldad, solo preocupación. ¿Se equivocó en su
percepción? Era probable que hubiera confundido las cosas debido a su
estado de salud. Al fin y al cabo, el señor Anderson siempre quiso ayudarla.
¿Por qué debía pensar mal de él?
—Pero es de vital importancia que me escuche antes de que cometa un
error imperdonable.
—Señor Anderson —intentó imponerse.
—Escúcheme, miladi —la cortó—. Está siendo humillada en su propia
casa.
—Señor Anderson —repitió. Dejó la tetera sobre la mesa, se sentó y lo
miró directamente a los ojos—. Una vez me comentó que sus sueños fueron
truncados y hace poco supe por qué. Conozco el asunto desagradable que
atañe a mi esposo y a Cindy. Siento mucho que...
—Oh no, miladi —río el abogado de modo sarcástico—. No vengo a
hablarle de Cindy. Sino de Lady Selena, la trabajadora de su tienda, y su
esposo.
Katty dejó caer las manos sobre su falda y un frío ensordecedor penetró
sus huesos. Sería capaz de morir si supiera que había sido engañada de
nuevo por el hombre al que amaba y con el que había empezado a confiar
de nuevo.
—¿Qué? —preguntó sin aliento, sin querer creer nada de lo que tuviera
que decirle Liam. Un nudo desagradable se le hizo en la boca del estómago
y una horrible mezcla de frustración y de miedo se apoderó de su ser.
La primera vez que fue traicionada, se levantó al día siguiente e hizo ver
que no había ocurrido nada. Esa vez no iba a ser tan fácil.
«Lady Caprichosa» no era más que una mujer con el corazón roto y la
mente aturdida, en realidad.
—Cuando usted partió de Nueva York hacia aquí, decidí investigar por
mi propia cuenta a su esposo. Descubrí que lo habían visto entrar en un
burdel de Nueva York en repetidas ocasiones, haciendo uso de los servicios
de las chicas que viven allí. No solo eso, tengo testigos fiables que afirman
haber visto a Lady Selena entrando en la propiedad del señor Sutter a altas
horas de la noche.
Katty recordó el día en el que el marido de su mejor amiga, Adam
Colligan, coqueteó con lady Selena y no le fue difícil creer las palabras de
su abogado. Ella y se mejor amiga, lady Esmeralda, habían decidido
perdonar a la hija del barón y darle una oportunidad de trabajo... al parecer,
se equivocaron. Claro que tampoco era su culpa, ¿cierto? Solo había un
culpable en esa historia.
Dejó caer su cuerpo sobre el respaldo de la silla y se quedó sin
palabras. —Miladi, lo último que deseo es empeorar su salud —continuó
Liam—. Pero tampoco me gustaría que perdiera la única oportunidad que
tiene de separarse de su esposo.
Los ojos de Katty eran un poema en esos instantes. Un poema trágico y
humillante, incluso aburrido. El dolor la golpeó con todas sus fuerzas y notó
como la sangre se le congelaba en las venas. Era una estúpida, debería
haberlo sabido. Los hombres como Donald no cambiaban.
Quiso llorar, patalear, incluso se le pasó por la mente la dramática idea
de lanzar la tetera de agua hirviendo por los aires. Lo único que hizo, en
cambio, fue levantarse de la silla y acercarse a la ventana en busca de
aire. —Está cerrada —musitó para sí misma con irritación y empezó a
batallar con el pomo de la puerta que daba al balcón. Necesitaba aire, sentía
que se ahogaba por momentos. ¡¿Donald con Lady Selena?! ¿Con la mujer
a la que ella había dado empleo en su propia tienda? ¿Con su acompañante
y casi amiga? La sangre empezó a correrle de nuevo desde el punto en el
que se había congelado y una oleada de calor se apoderó de su cuerpo,
golpeando con sus manos el ventanal para abrirlo. Gracias a Dios, ningún
vidrio se partió y no se cortó.
—Permítame, miladi —oyó a su derecha y el cuerpo de Liam, alto y
fornido, se acercó a ella para ayudarla con el pomo. Una bocanada de aire
entró con violencia y Katty respiró hondo—. Miladi, he venido con un
carruaje. Puedo llevarla donde quiera, donde desee. Incluso puedo
acompañarla hasta Inglaterra si me lo pide.
Katty oyó la voz de Liam en la lejanía, pero consiguió mirarlo a los
ojos. —¿Se está usted vengando de mi esposo? —preguntó sin más rodeos
—. ¿Es esto una clase de venganza por lo que le hicieron Donald y Cindy?
Los ojos de color miel se oscurecieron. —Miladi, puede que al principio
me moviera la venganza. Estoy de acuerdo y no lo negaré. Cuando la
esposa de Donald Sutter, el hombre que se encamó con mi prometida tocó a
mi puerta pidiéndome que la separara de él, mi orgullo masculino se
restableció y anheló venganza. Después de conocerla, sin embargo, mis
intereses han cambiado. Como ya le dije, estoy interesado en usted más allá
de la relación laboral que nos une... incluso más allá de la venganza.
La inglesa se llevó una mano a la cabeza sin darse cuenta de su gesto.
No sabía qué creer. Su primer instinto había sido el de creerse todo lo que
Liam le había contado. Los antecedentes de Donald no la ayudaban a
confiar en él. Si fuera la mujer de antes, hubiera subido al carruaje de Liam
Anderson y se hubiera ido lejos de allí y de Donald: orgullosa, caprichosa e
impetuosa. Pero estaba intentando moderar su personalidad exacerbada.
Respiró un par de veces más e hizo sonar la campanita del servicio. —
Haga venir a mi esposo y a lady Selena, por favor —ordenó al lacayo en
cuanto este apareció en el salón de invitados—. Ah, y avise a mi doncella
Fina también.
—Sí, señora Sutter...
—¡Oh! Y, ¿Cindy sigue en la propiedad?
—Sí, señora Sutter.
—Pídale que venga también, por favor.
—Ahora mismo, señora.
—Miladi, escúcheme —insistió Liam en cuanto el lacayo se marchó
para cumplir sus órdenes—. ¿Qué espera que le digan? ¿Cree de veras que
le serán sinceros?
—Solo sé que no voy a irme en carruaje con usted sin hablar antes con
mi esposo —replicó ella—. No lo defiendo —ironizó, tragando saliva con
dolor—. ¡Por supuesto que no lo defiendo! Donald me demostró que es
capaz de traicionarme del modo más vil... Puede que tenga razón en todo lo
que me ha contado. En ese caso, pediré a mi doncella que prepare mi
equipaje y le rogaré que me acompañe hasta el puerto de Nueva York. Allí
embarcaré sola y no regresaré jamás a América —divagó en voz alta, pálida
y con las piernas a punto de fallarle—. Pero me veo obligada a decirle,
señor Anderson, que mi relación con Donald ha cambiado mucho desde que
nos mudamos aquí, en el sur. Es más, iba a pedirle que detuviera el
procedimiento de divorcio. Pretendo darle una segunda oportunidad... ¡O
pretendía!
—¿Pretendías? —oyó a sus espaldas la voz grave y profunda de su
esposo. Su voz le pareció tan calmante y excitante a su vez, que se odió a sí
misma por amarlo. Apenas pudo mirarlo a los ojos cuando se giró para
pedirle que pasara al salón. Detrás de él, lady Selena, Fina y Cindy también
entraron. No pidió que se sentaran, hubiera sido demasiado incómodo para
todos. Dejó que cada uno tomara la posición que quisiera.
Su doncella se colocó a unos pasos por detrás de ella, siempre fiel. Lady
Selena se quedó cerca de la puerta y Cindy se colocó entre Donald y Liam.
—Os he hecho llamar porque, aunque sea vergonzoso, es necesario que
aclaremos qué está ocurriendo aquí en realidad —El lacayo se retiró y cerró
la puerta después de salir, dejando al grupo de implicados a solas.
—Puedo imaginar que este malnacido te ha llenado la cabeza de ideas
ridículas —espetó el pelirrojo, agresivo.
—Soy capaz de pensar por mí misma, Donald —lo enfrentó—. Y espero
que podamos hablar como personas civilizadas.
El demonio enarcó una ceja. Katty podía imaginar qué estaba pensando:
la inglesa dando lecciones de educación a los salvajes. ¡Pero qué caray! Lo
cierto era que los americanos eran toscos y empezaba a estar cansada de
todos ellos.
—¿Por qué nos has traído aquí? ¿Qué pretendes? —inquirió su esposo,
irritado.
—Pretendo descubrir si debo quedarme aquí o irme para siempre.
Los ojos azules de los que se había enamorado la miraron con un
interrogante inscrito en sus pupilas. —No se conformó con serle el infiel a
su esposa en la misma noche de bodas, sino que también lo ha sido durante
todos estos años.
—Liam, sabes que nada me daría más satisfacción que golpearte. Y creo
que ha llegado el momento de concederme el placer —Donald se abalanzó
sobre el abogado, pero Cindy se interpuso entre ambos.
—¡Basta ya! —gritó la americana, rubia como el sol. Su incipiente
barriga obligó a ambos caballeros a quedarse quietos. Por muy animales
que fueran, al parecer, ninguno de los dos estaba dispuesto a golpear a una
dama en cinta—. Liam, sé que lo pretendes hacer —manifestó Cindy, muy
segura de sus palabras—. Vengarte de Donald, haciendo daño a una mujer
inocente, no hará que yo regrese contigo.
—Usted le ha sido infiel a su esposa con Lady Selena, señor Sutter —
declaró el abogado sin más preámbulos, ignorando a Cindy por completo—.
Y no intente negarlo porque tengo testimonios que así lo aseguran.
Katty buscó en la expresión de Donald algo que lo delatara. Lo vio
cerrar las ojos y negar con la cabeza. Su corazón palpitó de miedo. ¡Era
culpable! ¡Lo había hecho! ¡Donald le había sido infiel con Lady Selena!
Miró hacia su trabajadora, y la encontró pálida. ¡Qué humillación! Las
lágrimas le corrieron sin voluntad propia por las mejillas. Sus ojos se
ahogaron en el dolor más profundo mientras negaba con la cabeza y Donald
la miró compungido.
—No fue así —negó Donald, con la voz trémula—. ¡Por Dios, Katty! —
gritó de repente—. ¡No fue así!
—Miladi —Lady Selena dio un paso hacia delante—. Es cierto que fui a
casa del señor Sutter algunas noches, pero no para verlo a él. Sino a su
mayordomo —confesó la joven hija del barón—. Me daba vergüenza
confesar mi amor por un plebeyo o que me tildara de fácil. Por eso no le
dije nada, pero jamás... Miladi, tiene que creerme. Puede hablar con Albert
para que le confirme mis palabras.
—¿Y por qué no me lo dijiste? —reclamó Katty a su esposo.
—¡Apenas teníamos contacto para ese entonces! ¡Y luego me olvidé!
¡Maldita sea, Katty! No puedes creer que te haya sido infiel con tu propia
amiga.
—Si pudiste serme infiel en mi propia casa... —se burló ella, aceptando
el pañuelo que Fina le daba para limpiarse las lágrimas.
—Miladi, le prometo que jamás me acerqué a su esposo. Sería incapaz.
Señor Anderson, los testimonios que usted tiene pueden haberle dicho que
yo entré en casa del señor Sutter, pero no que yo entré en su alcoba.
—En eso le doy la razón, lady Selena. No tengo pruebas de que usted
llegara a la recámara del señor Sutter, solo sé que llegó a su vestíbulo a altas
horas de la noche. Pero ¿y el asunto de las prostitutas también va a negarlo,
señor Sutter? —siguió atacando Liam—. ¿O ahora va a decir usted que iba
a jugar al póker con las chicas? —Liam se colocó las manos a los bolsillos
y miró a Donald con autosuficiencia.
El demonio pelirrojo se pasó las manos por el pelo, nervioso. —¡Soy un
hombre! —se excusó—. ¡Cuatro años, mujer! ¿Conoces algún hombre que
soporte cuatro años sin...? ¡Usaba mis manos! Si quieres que lo digamos
todo, lo diré sin formalismos: he tenido que usar mis manos durante este
tiempo para darme placer. Porque te empeñabas en estar lejos de mí, en
castigarme. ¡Pero no visité a ninguna prostituta ni ningún burdel! Este
hombre te está mintiendo. O ha pagado a alguien para que testifique en mi
contra... ¡No lo sé! ¡Pero solo sé que no he yacido con ninguna maldita
mujer!
—Katty —irrumpió Cindy de modo apresurado—. No tengo excusas
para lo que Donald haya podido hacer durante estos años, pero debo
advertirte de que Liam es capaz de cualquier cosa solo para perjudicarle.
Conozco a mi primo desde que tengo uso de la razón —continuó la mujer
de ojos color miel y pestañas rubias—. Cuando se propone algo, es
imparable. Intentó forzarme a casarme con él, incluso... Incluso abusó de
mí. Me robó mi virginidad a la fuerza y me golpeó. Hasta chantajeó a mis
padres para que accedieran a darme en matrimonio. Una noche Donald se
embriagó, lo encontré en una fiesta y fingí que habíamos pasado la noche
juntos. Este es un secreto que he arrastrado conmigo durante todos estos
años. Donald, a la mañana siguiente, no sabía qué había ocurrido entre
nosotros. Aun así, me defendió de Liam y de su ira hasta liberarme de él.
Mi esposo, Andy, lo sabe todo. Katty, te aseguro que Donald es un buen
hombre. Cuando supe que estaba aquí, con su esposa, me vi con la
obligación de venir para protegeros de la maldad de mi primo.
Ya no sabía quién era. No sabía si era Katty Raynolds o Katty Sutter. Ni
siquiera se reconocía en esa tesitura de confesiones ridícula. Quizás Donald
no le había sido infiel con Lady Selena... Quizás lo del burdel era mentira...
Solo había una verdad innegable: le costaba confiar en Donald y eso le
dolía más que cualquier traición.
El silencio cayó en el salón de invitados como una pesada losa. —Lo
siento —dijo ella entre lágrimas hacia su esposo.
—¡No! ¡Katty, te lo ruego! ¡Te lo imploro! ¡No puedes hacerme esto! —
gritó Donald, desesperado—. Habíamos empezado de nuevo, ¿no es así?
Lady Selena ama a mi mayordomo, te lo aseguro. Ella venía a verlo a él. Y
lo del burdel... Katty, te está mintiendo para perjudicarme... ¿No te das
cuenta? ¡Lo único que pretende es vengarse de mí! ¡Por algo que yo no
siquiera hice!
—¿La acompaño al carruaje mientras su doncella le prepara el
equipaje? —preguntó Liam a su izquierda.
—Lo que empieza mal, siempre termina mal... Donald.
—Katty —rogó el pelirrojo, acercándose a ella en un intento
desesperado por retenerla a su lado—. Te amo, te amo solo a ti. ¿Por qué no
me crees?
Capítulo 22

La confusión era estremecedora y absoluta. El dolor que le causó su


esposo en el pasado le pedía a gritos que no confiara en él. Los ojos azules
de Donald, sin embargo, le decían que sí debía hacerlo. Los últimos días,
juntos, habían sido maravillosos. No solo habían compartido buenos
momentos, sino que habían construido un código de sinceridad entre ellos.
—No te vayas, Katty. Te prometo que no frecuenté ningún burdel —
repetía el pelirrojo, abrazado a ella—. Y mucho menos tuve un amorío con
lady Selena. Debes creerme.
Ella negó por inercia entre sus brazos. Ambos se habían confesado los
detalles más íntimos y vergonzosos durante esos días. Y la razón le decía
que Donald le hubiera contado lo ocurrido con las prostitutas y lady Selena
si de veras hubieran ocurrido tales sucesos. Su corazón, en cambio, se
resistía a ceder. La situación era humillante y surrealista por sí sola, apenas
podía creer que toda esa gente estuviera siendo testigo de sus problemas
conyugales. Claro que había sido necesario reunir a todos los implicados
para esclarecer las afirmaciones de Liam. Pero ¿se había aclarado?
Más bien, la decisión era muy sencilla. Difícil, pero sencilla: o
empezaba de nuevo con Donald o se iba para siempre.
Lo de lady Selena no se lo creía. A pesar de los antecedentes de su
trabajadora, la veía incapaz de cometer semejante vileza. Su acompañante
era una mujer que siempre se había mostrado agradecida y humilde por la
oportunidad que su amiga y ella le habían dado. Era mucho más creíble que
ella estuviera enamorada de un plebeyo y que se sintiera avergonzada por
ello. De ahí, su silencio.
Lo de las prostitutas le parecía más creíble. Pero, al fin y al cabo,
aunque Donald hubiera ido a un burdel... Ella había castigado a su esposo
durante cuatro años con la abstinencia sexual absoluta. No era una
justificación, pero resumía el problema que los atañía en esos instantes: los
errores del pasado.
Perdonar desde el corazón o no hacerlo. Así de simple. Así de difícil.
—Miladi, no lo escuche —dijo Liam—. No son más que mentiras para
manipularla y arruinar su vida. En cuanto el señor Sutter se aburra de
usted... —Una fuerte cachetada por parte de Cindy cayó sobre el rostro del
abogado—. ¿Cómo te atreves maldita zorra? —exclamó el señor Anderson
y Katty pudo ver la maldad de su abogado sin barreras. Sus ojos de color
miel se oscurecieron con violencia—. Voy a enseñarte los modales que has
perdido durante este tiempo, Cindy —amenazó el rubio y alzó una mano
para abofetearla.
—No te atrevas a poner una mano encima de mi esposa o te las verás
conmigo —se oyó la voz del bueno de Andy desde la puerta del salón—. Ya
le hiciste suficiente daño cuando no había nadie para protegerla.
Liam se rio con una carcajada fuerte y vacilante. Andy era poca cosa:
bajito y delgado, aparte de poco agraciado. Nada que ver con el primo de
Cindy, que era un hombre alto y robusto de facciones bellas. Ambos eran la
prueba viviente de que las apariencias engañan.
A partir de ahí, todo fue muy rápido.
Donald la soltó y se abalanzó sobre Liam, dándole un fuerte puñetazo en
la mejilla y otro en la nariz. —A ver si te ríes tanto conmigo, maldito
malnacido —masculló el demonio pelirrojo y una pelea sangrienta dio
comienzo entre su esposo y su abogado. Como salvajes. Katty pensó que, si
fueran ingleses, al menos, se habrían retado a un duelo. Pero los americanos
eran más directos y menos considerados.
—¡Basta ya! —pidió ella—. ¡Basta, os digo! —gritó de nuevo para
hacerse oír entre los golpes—. ¡Animales americanos! —los insultó,
olvidándose por completo de la educación. La educación era un eufemismo
en esa tesitura—. ¡Ya está bien, por Dios!
Con aquellas palabras y con la ayuda de algunos lacayos, Liam y
Donald se separaron. No fue fácil, puesto que ambos eran igual de
corpulentos y de bestias. —Lady Raynolds, disculpe mi falta de
consideración. Sé que una dama inglesa no está acostumbrada a estas
penosas escenas...
—¡Oh, cállese, señor Anderson! —imperó Katty, haciendo vibrar sus
pestañas largas sobre sus ojos amatista—. ¿De veras piensa que su
consideración hacia mí es lo más importante en estos momentos? ¡Señor!
Acaba de ser usted acusado de violación. Y ni siquiera se ha defendido, por
lo que asumo que las palabras de Cindy son ciertas. Abusó de su propia
prima, valiéndose de su fuerza física y de su poder. ¿Y todavía cree que me
iré con usted en su carruaje? ¡Debe de ser usted un lunático o debe de
pensar que soy una necia!
—No venga conmigo —Liam se limpió la sangre de su nariz con el
dorso de la mano—. Pero váyase lejos de este demonio pelirrojo.
—Y sigue... —murmuró Donald, retenido por tres lacayos que hacían
sus mayores esfuerzos para no soltarlo.
—¡Señor Anderson! Ha perdido usted toda la credibilidad que tenía. No
creo ni una sola de las palabras que me ha dicho.
—No me mienta, he visto sus dudas... todos las hemos visto. Hace
apenas unos minutos estaba dispuesta a acabar con todo, lady Raynolds.
Katty tragó saliva. Liam era un buen discutidor, desde luego. Nadie
podía quitarle el mérito de ser un buen abogado, a pesar de ser una horrible
persona. —¡Por supuesto que he tenido dudas! —su burló ella,
recomponiéndose—. Pero no tengo ninguna duda de que ya no quiero tener
nada que ver con usted, señor Anderson. Puede que mi marido no haya sido
un santo, pero no ha violado a nadie, mi señor. Es más, mucho me temo que
usted siempre ha albergado una envidia malsana hacia Donald y ha
pretendido hundirlo a través de mí, porque sabe que me ama. Es usted
malvado, pero inteligente. Más inteligente que muchos de nosotros, por eso
se ha obsesionado conmigo. Porque sabe que a través de mí puede lograr lo
que ha estado persiguiendo durante años: venganza. Es un manipulador y
un estratega. Y no me extrañaría nada que se haya inventado todo su
discursito para llevarme a su terreno. Oh, mi señor —rio ella—. Pero olvida
que yo soy la hija del hombre más rico de Inglaterra, y le puedo asegurar
que mi padre no se hizo rico porque sí. En mi familia no somos bobos, más
bien somos conocidos por ser tan caprichosos como maliciosos. Y la
malicia es una consecuencia de la inteligencia mal encaminada.
—Lady Raynolds, sería menos inteligente seguir con un hombre del que
duda.
—En eso le doy la razón —admitió Katty y se acercó a su esposo—.
Pero permanecer al lado de mi esposo no es una cuestión de inteligencia,
sino de amor. Algo que usted desconoce.
—Entonces...
—Entonces, le rogaría que anulara el procedimiento de divorcio y que, a
partir de ahora, se dirija a mí como «señora Sutter» —Cogió la mano de su
esposo, que la miró sorprendido—. He decidido empezar de nuevo con el
hombre al que amo. Le ruego que me disculpe por haberle hecho perder el
tiempo.
—Creo que no hace falta decir nada más, señor Sutter —abogó Andy, al
lado de Cindy—. Debería marcharse.
Liam asintió con una sonrisa sarcástica. —Miladi —dijo con sorna e
hizo una reverencia hacia ella—. Ha sido un placer hacer tratos con usted.
Espero que no se arrepienta de su decisión —Irguió su espalda, zafándose
del agarre de los lacayos y el abogado salió de la propiedad sin mirar atrás.
—Me parece extraño que Liam se haya dado por vencido tan
fácilmente —comentó Cindy—. Pero me alegro de que se haya ido y de que
no haya podido haceros daño.
Katty miró a Donald con el corazón en un puño. ¿Acababa de
perdonarlo públicamente?
—Será mejor que los dejemos a solas —dijo Andy. Cindy asintió, y
todos salieron del salón de invitados. Los sirvientes también.
—¿Cuándo dejarán de perseguirte los problemas, Donald? —ironizó ella
hacia Donald—. ¡Por Dios Misericordioso! Cuando no aparece una mujer
reclamando que está embarazada de ti, aparece un hombre asegurando que
te han visto entrar en los burdeles de Nueva York. ¿Todo es mentira? ¡Já!
¡Maldito seas, Donald —dijo entre risas y lágrimas, soltándole la mano
como si le quemara—! Te odio, demonio pelirrojo.
—Katty... —La persiguió él por la estancia hasta la ventana que seguía
abierta, allí se pararon los dos, cerca del aire fresco—. Sé que no es fácil
vivir con un hombre que tiene un pasado tan poco halagador.
—¿Poco halagador? ¡Já, Donald! ¿Hay alguna mujer del continente
americano que no haya pasado por tu cama?
—¡Caray, gatita! Acabas de perdonarme en público —le recordó él,
acercándose a sus labios.
—¡Y no sé por qué lo he hecho! —Lo empujó hacia atrás—. Eres un ser
realmente odioso, Donald. ¡Recórcholis! Te comportas como un salvaje —
siguió insultándolo al ver que tenía un poco de sangre en la mejilla—.
Déjame limpiarte esto —Katty se sacó un pañuelo de seda del bolsillo de su
vestido y lo pasó por el rostro de Donald—. Jamás debí casarme con un
americano con fama de libertino.
—Y yo jamás debí casarme con una inglesa con fama de consentida —
replicó él con el ceño fruncido y una sonrisa malévola.
—¡Casarte conmigo es lo único bueno que has hecho en tu vida!
—¿Y pasarme cuatro años dándome placer con las manos? ¡Vamos,
gatita! Estar contigo es algo parecido a estar casado con una monja. Las
inglesas sois muy frías y rencorosas.
—¡¿Fría y rencorosa?! ¿Por qué no se va a usted con una americana,
señor Sutter?
—¿Vamos a empezar a hablarnos de usted de nuevo?
Katty apretó con rabia el pañuelo contra la piel magullada de Donald. —
¿Te duele? —preguntó con resabida malicia.
—No más que tu indiferencia —objetó el pelirrojo, mirándola con una
intensidad arrolladora. Silencio—. Gracias —susurró Donald y ella lo miró
con un interrogante—. Gracias por creerme y por darme una segunda
oportunidad.
—Odio amarte.
—Eso puede cambiar —La besó en los labios con un roce sublime,
cómplice—. Voy a hacer que ames amarme. Este es el principio de algo que
jamás olvidaremos, es nuestro principio —La cogió de las manos y se las
acercó a su pecho, cerca del corazón—. Prometo amarte y respetarte el resto
de mi vida, Katty Raynolds.
—¿Nos estamos casando?
—Podemos casarnos tantas veces como desees —La abrazó y el mundo
se detuvo. Los pájaros dejaron de trinar, el viento dejó de soplar y el
espacio-tiempo se convirtió en una simple burla a la realidad. ¿Era eso el
matrimonio? ¿Casarse con la misma persona varias veces? ¿Perdonar?
¿Conocerse el uno al otro hasta el punto de no necesitar palabras?
—Hazme tuya —pidió Katty—. Quiero tener la noche de bodas que
nunca tuvimos —confesó desde el fondo de su alma—. ¿Es un capricho?
—No, eso es una necesidad —contestó él muy serio.
Katty cerró los ojos, apoyando la cabeza en el hombro de Donald. Paz.
Por fin, paz. —Te dije que algún día me amarías como lo estás haciendo
ahora —dijo ella, sintiéndose victoriosa.
—¿Era todo un plan, miladi?
—No voy a desvelar mis artimañas —bromeó, tragando con fuerza. En
realidad, había sufrido mucho para llegar hasta ese punto de amor y de
entendimiento mutuos, y nada había salido según sus planes. Ni sus antojos.
Más bien había sido una peculiar carrera para no morir amando mientras
fingía una fortaleza que no tenía.
—Sea como sea, te has salido con la tuya. ¿No es así? Tienes al hombre
que quisiste desde el principio.
Ella no dijo nada. Abrió los ojos, sin moverse un ápice y lo miró desde
su hombro con una sonrisa débil. Observó su rostro masculino, su barba
roja y su pelo que parecía hecho de fuego. —Te amo, Katty.
—Yo también te amo, Donald.
—No ha sido fácil.
—No.
—Pero merecerá la pena —dijo él.
—Eso espero —ultimó ella.
Capítulo 23

Confesar que había pasado los últimos cuatro años complaciéndose con
sus propias manos había sido lo más vergonzoso y humillante que había
hecho nunca. Su hombría se había desmoronado en público. Ningún
hombre que preciara su virilidad pasaría tanto tiempo sin disfrutar de las
carnes de una mujer. No quería imaginar las burlas de sus pares si llegaran a
enterarse.
No había sido nada fácil la penitencia. Pero lo cierto y, aunque le
resultara extraño, era que se sentía más masculino que nunca. Haber
logrado el perdón de Katty era lo más vigorizante y viril que había hecho en
su vida. Por eso, cuando entró a la recámara de su esposa su orgullo alcanzó
límites inescrutables. Aquella habitación le había sido vedada hasta
entonces, y el privilegio lo llenó por completo.
Después del incidente con Liam Anderson, ambos habían paseado por el
jardín como dos tórtolos enamorados. Incluso habían cenado y conversado
antes de retirarse a sus respectivas habitaciones con la promesa silenciosa
de reencontrarse poco después y celebrar su noche de bodas.
La encontró sentada al borde de la cama con un camisón blanco de raso
y su pelo suelto bien peinado a un lado. Su piel pálida, moteada por algunas
pecas, brillaba a la luz de las velas. Era un sueño hecho mujer, su mujer. Su
esposa. Dio dos pasos hacia ella, algo nervioso, como si él fuera virgen... y
no ella. Sin embargo, la mirada inocente de Katty rápidamente los colocó a
ambos en las posiciones que les correspondía.
La cogió por las manos, excitándose con el roce de su piel, y la
levantó. —¿Tengo que estar de pie? —preguntó ella, incómoda.
—Quiero verte desnuda.
—Ya me has visto desnuda otras veces —susurró ella, nerviosa.
—Esta vez quiero hacerlo con la intención de hacerte mía —rugió y
supo que no había sonado tan romántico como había pretendido. Deseaba
que esa vez, la primera vez de Katty, fuera romántica. Pero era difícil
lograrlo después de tanto tiempo esperando ese momento.
Soltó sus manos y le quitó el camisón con lentitud premeditada, rozando
cada pedacito de su piel, sintiendo el estremecimiento femenino. Ella
temblaba, pero él no tenía intenciones de detenerse. Ya no. La contempló
sin el camisón, incluso dio una vuelta alrededor de ella, como un cazador
acechando su presa.
Katty notó la mirada oscura y penetrante de su esposo sobre ella, y se
estremeció. Jamás lo había visto de ese modo. Sabía que él estaba
intentando suavizar sus gestos, pero apenas lograba controlarse. Todo él
rezumaba peligro y aunque el miedo era una opción, lo único que sentía era
excitación. Su piel empezó a arder y se puso roja desde el nacimiento del
pelo hasta la punta de los pies. Los pezones se le endurecieron,
avergonzándola. Quiso tapar sus pechos con sus manos, pero Donald no se
lo permitió. El pelirrojo la abrazó por la espalda y le apretó los senos. Pudo
notar su fuerte respiración en la nuca, salvaje.
—Donald... —murmuró ella sin aliento. Y él la respondió con un fuerte
mordisco en el cuello y un fuerte apretón en sus pezones. Una sensación
extraña la invadió, una mezcla de dolor y de placer adictiva. Se giró hacia
su esposo, enloquecida por esa nueva sensación, y abordó sus labios con
agresividad. Lo besó entre mordiscos y risas nerviosas mientras él la
apretaba por las nalgas con fuerza. Le quitó la camisa y no tardó en sacarle
los pantalones para meter la mano en su virilidad y juguetear con ella—. No
quiero hacerte esperar más —gimió—. Hazlo ya.
—No quiero hacerte daño... —balbuceó el americano sin ninguna
propiedad en sus palabras.
—Quiero que me hagas daño —suplicó ella.
Donald no necesitó más para levantarla por las caderas y tumbarla en la
cama con un movimiento propio de los domadores de caballos. Ni siquiera
se tumbó sobre ella. Solo alzó sus muslos hasta la altura de su hombría y la
penetró sin más dilación. Lo hizo poco a poco, intentando recordar que ella
virgen. Pero ella no quiso ningún tipo de lentitud, Katty empujó su pelvis
hacia él y consumaron el matrimonio. Ambos notaron como la barrera que
los separó durante cuatro años se rompía y luego todo fluyó entre ellos. Se
acoplaron a la perfección, con embestidas precisas y sincronizadas. El dolor
y el placer se anudaron hasta dar con el clímax. En ese punto, Katty y
Donald cayeron en un abismo blanco y ensordecedor.
Lo que siguió no fue nada relajante, sin embargo. Katty se sentó sobre el
colchón y regó de besos el cuerpo de Donald. Él la correspondió con más
besos y caricias. Y ambos asumieron que no habría descanso posible ni en
esa noche ni en las sucesivas.
—Eres perfecta para mí —bufó Donald mientras se dejaba caer sobre
ella en la cama. Katty separó las piernas sin reparo alguno. Estaba húmeda
y regada por el placer anterior de su esposo dentro de ella. Él la complació
con sus propias manos hasta endurecerse de nuevo. Entonces, la volvió a
penetrar entre sudor y jadeos. Mirándose el uno al otro a los ojos fijamente,
perdiéndose en un mundo paralelo. En un mundo solamente suyo. El pelo
de Katty estaba escampado entre las sábanas y su rostro estaba rojo. El
gusto era indescriptible, así que jugaron a no llegar al clímax. Alargando el
momento tanto como sus cuerpos le permitieron alargarlo.

Las piernas de Katty temblaban al día siguiente. Al igual que las manos
mientras bregaba con el desayuno que el servicio les había traído en la
habitación. Se llevó un panecillo de mantequilla a su boca irritada mientras
contemplaba a su esposo semi desnudo tumbado en la cama. Donald se
había quedado dormido boca abajo y solo una pequeña porción de la sábana
cubría su enorme cuerpo musculoso y bien formado. ¡Válgame Dios! Ese
magnífico hombre había estado toda la noche entre sus...
En fin...
—Señor Sutter —dijo el mayordomo después de tocar la puerta,
despertando a Donald. El pelirrojo se dio la vuelta, dejando su desnudez a la
vista, y frunció su perfecto ceño blanquecino con hastío.
—Que nadie nos moleste hoy —imperó él con los modos americanos
habituales. Claro que esa rudeza, después de lo vivido, ahora le parecía
encantadora. ¿Era posible? Los defectos de Donald de pronto eran virtudes.
—Mi señor, se trata de algo de suma importancia.
Donald se puso de pie y a Katty se le cayó el panecillo de la boca, entre
impresionada por la visión y preocupada por lo que tuviera que decir el
sirviente. Gracias a Dios, Donald se puso rápidamente la bata y abrió al
mayordomo. —¿Qué ocurre? —preguntó el pelirrojo.
—La señora Taylor ha desaparecido, mi señor.
—Cindy y Andy iban a irse hoy —comentó Katty.
—Sí, señora. Pero el señor Taylor sigue en la propiedad y está buscando
a su esposa desde esta mañana.
Katty miró al reloj y se dio cuenta de que ya era mediodía.
—No hay tiempo que perder —resolvió Donald—. Ordene a los lacayos
que organicen una partida de búsqueda. Dentro de cinco minutos me reuniré
con ellos.
Katty hizo lo mismo que su esposo. Se vistió con sus propias manos y se
peinó con decencia.
—¿Qué puede haberle ocurrido a Cindy? —inquirió ella, acongojada.
—Lo ignoro. Pero sospecho que tiene relación con Liam.
—¡¿Con Liam?! ¿Lo crees capaz de atentar contra una mujer
embarazada? —se asustó sin razonar su pregunta.
—Si fue capaz de violentarla y abusar de ella... lo creo capaz de
cualquier cosa, gatita —ultimó Donald antes de salir.
—Tienes razón —Lo siguió hasta el piso de abajo, donde los lacayos ya
se habían organizado—. Andy, ¿qué ha ocurrido? —preguntó al ver al
bueno del señor Taylor entre los hombres. Katty conocía a Cindy desde
hacía poco, pero había tenido tiempo de desarrollar un afecto especial hacia
ella. No en vano, Cindy había demostrado ser una mujer honesta y leal,
además de muy agradable y con ganas de ayudar.
—Señora Sutter —dijo Andy, nervioso—. Cindy ha desaparecido. No sé
cómo ha podido ocurrir, he estado con ella toda la noche. Pero esta mañana,
al despertar, no estaba a mi lado.
—¿Cuántas horas hace de eso? —inquirió Donald, colocándose sus
botas de montar.
—Hace unas cuatro horas.
—¡Por Dios Misericordioso! ¿Por qué no lo ha dicho antes buen
hombre?
—No quería molestar...
—No sirve de nada culparnos en estos momentos —abogó Katty—.
Mejor será que salgáis cuanto antes en su búsqueda —instó a los hombres y
estos asintieron.
—Tendré cuidado, gatita —dijo Donald, cogiéndola por la cintura y
besándola en los labios frente a todos sin ningún reparo. El rojo del tomate
más maduro cayó sobre las mejillas de la inglesa.
—Tened cuidado —consiguió decir «Lady Caprichosa», después del
beso, azorada—. Andy, ¿por qué no se queda conmigo? Los nervios no
serán de ninguna ayuda al grupo —invitó. El marido de Cindy estaba
demasiado angustiado como para servir de ayuda.
—Andy, quédate y acompaña a mi esposa. También se quedarán algunos
hombres con vosotros para protegeros. Yo haré todo lo posible para
encontrar a Cindy, te doy mi palabra —El buen hombre dudó por unos
instantes, pero terminó aceptando.
Katty y Andy despidieron al grupo de búsqueda desde la puerta. —Un té
calmará nuestro desasosiego —dijo la señora Sutter en cuanto no quedó
ninguna imagen en el horizonte por mirar, cumpliendo perfectamente con su
recién consolidado papel de esposa del señor de la casa.
—No sé si será capaz de tomar nada, señora.
—O, buen señor, el té solo es una excusa para sentarnos y orar. Y orar,
buen señor, para no desesperarnos.
—Entonces, sí. Acepto la taza de té, señora Sutter.

Cindy Taylor, antes Cindy Anderson, no había tenido tanta suerte en la


vida como Katty. Sus padres fueron los pobres de una familia rica, por lo
que vivió siempre condicionada por las directrices de sus tíos. En el sur, sus
tíos fueron terratenientes y le pagaron la universidad a su único hijo: Liam
Anderson. Su primo hermano, cuatro años mayor que ella.
Sus padres, buenos y cariñosos, vivieron siempre al son de los padres de
Liam. Hasta que estos murieron y Liam ocupó su lugar de forma tiránica.
Su primo se obsesionó con ella y la forzó a mantener relaciones íntimas, así
como a comprometerse con él. Gracias a Dios, su amigo de la infancia,
Donald Sutter, se cruzó en su camino y la salvó.
Donald Sutter siempre fue el demonio pelirrojo del sur. Conocido por su
mala fama con las mujeres. Pero Cindy sabía que, a pesar de ser un
libertino, Donald era un buen hombre. Una noche lo buscó en una fiesta.
Allí lo encontró embriagado y fingió pasar la noche con él. Donald la creyó
sin demasiadas explicaciones. No solo eso, la defendió de la ira de Liam y
rompió su compromiso, liberándola de las garras de ese monstruo.
Con los años, Donald se había olvidado de ella y del asunto. Pero ella
jamás se olvidó de esa vieja deuda con el demonio pelirrojo. Por eso,
cuando supo que él se había casado y que estaba de vuelta en el sur, no
dudó en ir y ayudar en lo que fuera menester. Donald se había olvidado de
todo, pero Liam no. Y ella conocía hasta donde podía llegar su primo. Liam
Anderson era incapaz de perdonar, y mucho menos de olvidar.
Estaba lleno de odio y de rencor. En él no había amor.
—Cindy, Cindy... —dijo Liam a escasos centímetros de su boca—. No
voy a permitir que Donald se salga con la suya esta vez —le susurró en la
oreja—. Tú no eres mi objetivo, solo eres un cebo. Yo también tengo
hombres en Georgia y también puedo jugar al gato y al ratón.
—¡Déjalos en paz de una vez! —gritó ella, maniatada y arrepentida de
haber salido esa mañana a tomar el aire en el jardín. Su estado de buena
esperanza le provocaba muchas náuseas, y esa mañana había sido peor que
las anteriores. Por eso había salido a dar un paseo, para que el aire fresco
calmara su malestar. No imaginó que un par de hombres enmascarados la
sorprenderían y la llevarían lejos de la propiedad de Donald. Ahora, por su
insensatez, Donald y Katty estaban en peligro—. Donald no tiene culpa de
nada. ¿Acaso no lo oíste? Solo lo utilicé para apartarme de ti.
Liam rio. —Querida, esto ya no se trata de ti. Al final de cuentas ya te
probé una vez —La miró con desprecio—. Se trata de Katty. Y de destruir
al único hombre que se ha atrevido a retarme, a ganarme... Una vez
consiguió que tú te apartaras de mí. Ahora no va a conseguir que Katty lo
haga.
—¡Es su esposa! ¡Estás loco! Tus padres criaron un monstruo.
—Solo soy un hombre competitivo, querida. Y no me faltan cualidades
para tener que conformarme con ser un perdedor. Soy listo, atractivo,
osado... ¿Qué tiene Donald que no tenga yo?
—Corazón —replicó Cindy y el insulto le costó un golpe en la mejilla.
Su primo la golpeó con fuerza y la sentó en una silla.
—Atadla, golpeadla, pero no en la barriga —ordenó a los dos mismos
hombres que la habían secuestrado—. No es necesario dañar a ese pobre
desgraciado, hijo de unos padres bobos. ¿Lo ves, querida prima? No soy tan
horrible. Sé a quién tengo que dar una lección y a quién no.
Liam sonrió y ella lo escupió.
—Que Dios te maldiga, Liam Anderson.
Capítulo 24

Katty estaba preocupada por Donald y Cindy. No soportaría una


desgracia después de haber alcanzado la felicidad. Lo único que deseaba era
empezar una nueva vida. Sus mareos habían menguado y su malestar había
desaparecido casi por completo. Anhelaba disfrutar de su matrimonio, lejos
de las discusiones: con el corazón limpio por el perdón. Incluso estaba
dispuesta a pasar una larga temporada en el sur, apartada de la ciudad y de
las cosas materiales. «Lady Caprichosa» necesitaba un respiro.
Miró a su compañero de té. Andy Taylor estaba pálido, era un buen
hombre. Quizás falto de carácter y poco agraciado, pero un buen hombre.
Katty estaba segura de que Cindy era feliz con él. —No consigo templar
mis nervios —comentó ella con la taza sobre la mesa, intacta—. Por favor,
señor Taylor, tome un poco de su té.
—Sería incapaz de tragar un solo sorbo, señora Sutter —negó el esposo
afligido, de pie junto a la ventana—. Si le ocurre algo a mi esposa... ¡O a mi
hijo! No me lo perdonaría nunca.
—Tengo fe en Dios de que no lamentaremos otra cosa que el miedo que
hemos pasado. Donald no permitirá que les ocurra nada irremediable ni a su
esposa ni a su hijo.
—Eso espero, señora Sutter. Tendría que haber ido con su esposo y el
resto de los hombres. ¡Siempre he sido un pusilánime! —se lamentó el
hombrecillo de pelo oscuro.
—Es usted un buen hombre, señor Taylor. No se castigue. Le aseguro
que ha hecho lo correcto. Su angustia no le habría permitido actuar con
certeza y podría haber entorpecido la labor del grupo. Pongámonos en
oración —instó ella y abrió las sagradas escrituras que tenía sobre su
regazo. Jamás había sido una mujer piadosa. Pero les gustaban esos
momentos en contacto con el Misericordioso. Empezó a leer con voz
melodiosa, con el fin de apaciguar el corazón de Andy y el suyo propio.
Leyó y leyó hasta que el señor Taylor tomó asiento, hundido. ¡Pobre
hombre! No podía ni imaginar su dolor. ¿Y si le ocurría algo a su esposo?
¿Y si Donald resultaba herido? O peor aún... ¿muerto? Las entrañas se le
contrajeron. Había odiado al pelirrojo durante mucho tiempo, pero ese odio
solo fue el resultado de lo mucho que lo había amado desde el principio. Sin
él, su vida estaría vacía. Ni su tienda ni todo su oro podrían aliviar la
ausencia de su esposo. Decidió no pensar en lo peor y seguir leyendo
durante algunas horas.
Hasta que unos golpes la obligaron a parar. Pausó la lectura y agudizó
sus sentidos. Andy se puso de pie y se acercó a la puerta. Donald había
dejado algunos hombres en la propiedad, pero Katty se sintió desprotegida
de inmediato. Un miedo irracional se apoderó de ella. Y una certeza la
golpeó sin necesidad de ver ni oír nada más. ¿Cómo no lo había pensado
antes? Liam Anderson era un estratega, un vencedor. El objetivo de Liam
ya no era Cindy, sino ella. ¡Los había engañado! ¡Qué tonta había sido! Si
su madre supiera que acababa de ser burlada por un americano poseído por
el diablo, le daría una buena bofetada. Y bien merecida. La Duquesa
siempre había presumido de su malicia y de su pericia, y así había educado
a sus hijos. O, al menos, lo había intentado. No podía permitir que su
abogado se riera de ella y de lo que había aprendido desde niña.
Katty se puso de pie a toda velocidad, dejando el libro de oraciones
sobre la mesa—. Andy, no vaya... —La puerta se abrió de golpe y un par de
hombres tumbaron a su compañero de té en cuestión de segundos. Ella ni
siquiera se detuvo a mirar, dio media vuelta y emprendió una carrera hacia
la otra puerta. En el salón contiguo había un armario con rifles. Llegó hasta
él y tomó uno entre sus pequeñas manos. Le dio la sensación de que el rifle
era más largo que ella, pero no dudó ni un instante en apuntar hacia la
puerta.
—Querida, es inútil que te resistas —oyó la voz grave y profunda de
Liam—. La propiedad está ahora en nuestras manos —añadió y se dejó ver,
acompañado por los mismos matones que habían tumbado a Andy.
—Toda su belleza es proporcional a la maldad que alberga, señor
Anderson —espetó Katty, sin dejar de apuntarlo.
—¿Por qué se resiste a lo inevitable? Espero que siga guardando su
castidad, miladi. Voy a seguir con la demanda de divorcio. Cuando esté
separada de ese demonio pelirrojo entenderá que todo lo que he hecho ha
sido para usted. Por su bien. ¿No se da cuenta? Tarde o temprano volverá a
ser infeliz: una nueva infidelidad, un nuevo desdén o, simple y llanamente,
el aburrimiento... Yo jamás me aburriré de usted. Se lo garantizo. Venga
conmigo y todo saldrá bien.
Katty sacó el seguro del rifle y apuntó con más determinación hacia el
abogado. —Está usted ahogado en el rencor y la envidia, señor Anderson.
Podría haberlo tenido todo, pero su obsesión por su prima y su incapacidad
para perdonar, lo han convertido en un monstruo. Lo único que pretende es
dañar a un hombre al que no ha podido ganar. Jamás se preocupó por mí,
sino más bien fui un instrumento de su venganza. Yo también fui
caprichosa, también me obsesioné con Donald... pero he sabido cambiar y,
sobre todo, he sabido perdonar.
—En el fondo, miladi, usted y yo tenemos mucho en común. Y a lo que
usted le llama ser rencoroso, yo le llamo tener orgullo.
—Esto no tiene nada que ver con el orgullo, mi señor. Sino más bien
con la locura. Recapacite, todavía está a tiempo.
Liam carcajeó. —¿Pretende convencer a un abogado?
—Pretendo ayudarle, señor Anderson. Yo hubiera podido estar en su
lugar ahora mismo. Y me hubiera gustado que alguien me alertara de mi
grave error—comentó Katty, intentando hacer tiempo. Estaba segura de
que, tarde o temprano, Donald se daría cuenta de la jugarreta de Liam.
—Vamos, miladi, los dos sabemos que esta conversación no nos lleva a
ninguna parte —dijo Liam—. Sé lo que pretende y no va a salirse con la
suya. Donald tendrá que escoger entre Cindy y usted. Quizás ahora conozca
a su esposo de verdad. Donald Sutter tendrá que demostrar si es capaz de
dejar morir una mujer embarazada para salvar a su esposa.
—No necesito que mi esposo deje morir a nadie para estar segura de su
amor. Es más, espero que Donald salve a Cindy.
—¿No hay celos? ¿No hay orgullo? ¿Ni tan solo dudas? —inquirió él,
haciendo brillar sus ojos de color miel con maldad.
—Encuentra placer en el dolor ajeno, señor Anderson. Es usted peor que
un monstruo —zanjó la inglesa antes de disparar hacia el abogado. No era
la primera vez que empuñaba un arma. Su padre, el Duque de Doncaster, se
había encargado de enseñarle lo básico. Claro que no había practicado lo
suficiente como para tumbar a Liam de un solo disparo. La bala terminó en
el hombro del lunático. Poco para despistarlo, y suficiente para enfadarlo.
Katty corrió hacia la ventana, pensó en tirarse por ella. Al fin y al cabo,
estaban en el primer piso y poco daño podía hacerse. Sin embargo, la
dichosa cerradura se interpuso en su huida. Forcejeó con el pomo con todas
sus fuerzas. Pero terminó en los brazos de Liam. Notó su cuerpo alrededor
de ella. —Suélteme, maldito.
—¿Sigue siendo virgen, miladi? —le preguntó él en la oreja—. ¿O ya se
ha entregado al demonio? Vamos a comprobarlo... En resumidas cuentas,
con el diagnóstico que le ofreció el médico neoyorquino puedo conseguir la
anulación de su matrimonio. No será necesario que el médico elegido por el
jurado de Inglaterra la evalúe.
Notó las grandes manos de Liam en sus caderas y luego se giró hacia él.
Los demás hombres se habían ido. Pretendía abusar de ella como lo había
hecho con Cindy. ¡Si sus padres supieran en qué situación se encontraba su
única hija en esos instantes! Seguramente harían que el cuerpo de Liam
desapareciera entre las llanuras americanas.
¿Y su esposo? ¿Qué haría su esposo si supiera lo que estaba a punto de
ocurrir? ¡Pobre Donald! Solo esperaba que él no sufriera ningún daño. Así
como deseaba que actuara con el corazón. No soportaría saber que Cindy
había muerto para poder salvar su vida. No quería ese tipo de
demostraciones de amor y no las necesitaba. Ya no. Ella ya no tenía nada
que ver con la clase de persona que era Liam Anderson.

Donald Sutter cabalgó a toda velocidad hacia donde las pistas lo


guiaron. Iba seguido de sus hombres. Pero rápidamente se dio cuenta de que
estaba siendo burlado. Las huellas de los caballos iban y venían en ambos
sentidos y por diferentes caminos. Se negó a creer lo que estaba
sospechando hasta llegar a la cabaña rodeada por cuatro secuaces. Muy
pocos hombres para proteger un punto tan estratégico. —¡Maldición! —
renegó al aire—. ¡No puede ser! —Se dispuso a dar media vuelta para
regresar a la propiedad a toda velocidad, pero los gritos de Cindy lo
detuvieron.
Apenas recordaba a esa mujer, más allá de los juegos compartidos en la
infancia y de las discusiones con Liam Anderson. No sentía absolutamente
nada por ella salvo afecto y agradecimiento por haberlo ayudado a
reconciliarse con su esposa. Aun así, sin profesar ningún tipo de
sentimiento amoroso hacia ella, se vio incapaz de abandonarla a su suerte.
Su corazón se dividió en dos: entre el deber y el amor. Katty lo necesitaba,
pero esa mujer en estado de buena esperanza también. ¡Por Dios! ¿Desde
cuándo dudaba? ¿Desde cuándo era generoso? ¿Acaso la felicidad lo había
cambiado? ¿Acaso su esposa había hecho mella en su comportamiento
arbitrario?
—¿Qué hacemos, mi señor? —preguntó uno de sus lacayos.
—¡Tenemos a la señora Taylor! —gritó uno de los secuaces de Liam, a
unos metros de ellos—. No se muevan de donde están y ella no sufrirá
ningún daño.
—Pretenden chantajearnos —escupió Donald—. La vida de Cindy por
la de mi esposa.
—Mi señor, vayamos en busca de la señora.
—¡¿Y dejar a una mujer en cinta atrás?! No sé de dónde me nace este
repentino honor, pero creo que mi relación con mi muy inglesa esposa ha
influido en ello. Debemos encontrar otra solución.
El pelirrojo pasó a lomos de su caballo de un lado a otro de la cabaña
rodeada por los cuatro hombres. Imaginó que dentro debía de haber uno
más, al lado de Cindy. No tenía más opciones que las de atacar. O moría en
el intento, o dejaba que Liam hiciera lo que quisiera con su esposa. Cindy
podía morir. Esa era una realidad innegable. Pero solo le quedaba rezar a
Dios para que esa posibilidad no se convirtiera en una realidad. Lo que no
iba a hacer, de ninguna de las maneras, era quedarse de brazos cruzados. Él
y sus hombres formaban un grupo de diez hombres armados, tenían
posibilidades de ganar.
Hizo una seña velada a sus hombres y empezó el tiroteo al más puro
estilo del viejo oeste. Las balas corrieron de un lado hacia a otro, pero
Donald solo tenía un objetivo: entrar en la cabaña. Gracias a Dios, no tardó
mucho en poder acceder a ella. Los cuatro partidarios de Liam cayeron
fácilmente. El problema fue cuando, al entrar, se encontró a Cindy en los
brazos de un pistolero. Este la estaba apuntando en la sien de forma
amenazante. La sureña presentaba moratones en la cara y en el cuerpo.
¡Animales!
—No serás capaz de matar a una mujer en estado —dijo él hacia el
pistolero.
—Solo cumplo órdenes —masculló el barbudo.
—Las órdenes de un demente —intentó convencerlo. Pero ni él tenía la
capacidad de diatriba de Liam ni estaba dispuesto a perder el tiempo con un
ser humano falto de raciocinio. Apretó el gatillo de su revólver tan rápido
como sus dedos se lo permitieron.
Capítulo 25

Estaba todo perdido. Las manos de Liam avanzaban por debajo de su


falda y no había rastro de Donald. Katty cerró los ojos con fuerza. Su
agresor era bello físicamente, pero eso no menguaba su repugnancia. Sentía
ganas de vomitar cada vez que su abogado la besaba en los labios en contra
de su voluntad. Recordó los besos de su esposo, tan sentidos y pasionales,
nada que ver con aquellos violentos y vomitivos. Ni siquiera podían
compararse.
—Miladi, no se resista, será mejor para los dos que acabemos de una
vez —dijo él con su tono de voz normal, como si no estuviera ocurriendo
nada grave. Ese hombre había perdido cualquier contacto con la realidad
que lo rodeaba. Ella, en cambio, forcejeaba y pataleaba con todas sus
fuerzas, dispuesta a no rendirse. Consciente del alcance de la situación.
Intentó escabullirse de los brazos del rubio, pero no lo consiguió.
Entonces, apoyada contra la ventana, se le ocurrió batallar con el pomo que
tenía clavado a su espalda. Pasó sus manos por detrás, mientras dejaba que
Liam le levantara las faldas, y forzó la cerradura un par de veces sin éxito.
Tomó aire con paciencia, controlando sus nervios, y finalmente la ventana
desistió. Un clic esperanzador se abrió detrás de ella y las puertas cedieron.
Ella cayó al vacío, pero Liam también. Los dos volaron por algunos
segundos hasta dar con el suelo. La caída fue leve y una oportunidad para
ella de escapar mientras Liam salía de su estupor.
¡Bien! ¡Una victoria! ¡Una pequeña victoria!
Se puso de pie en contra del fuerte dolor de su tobillo y empezó a correr
con la mirada puesta en Liam, hasta toparse con algo duro que la obligó a
mirar hacia el frente. —¡Donald! —gritó ella, al darse cuenta de que eso
duro con lo que había topado era el torso de su esposo. El olor de Donald la
tranquilizó de inmediato—. ¿Estás bien? ¿Te han disparado? —preguntó,
estudiándolo de arriba abajo, tocándolo en busca de alguna herida.
No hubo tiempo para ninguna respuesta, pero el pelirrojo parecía estar
sano y salvo y eso era todo lo que le importaba. ¿Y Cindy? ¿Qué habría
pasado con ella y su hijo? Donald la colocó detrás de él con un gesto
protector y disparó contra Liam, que se había puesto de pie, sin piedad. Lo
disparó una vez por necesidad y una segunda vez por puro placer. El
abogado no tuvo tiempo de reaccionar ni de decir nada. Recibió los
impactos sin posibilidad de defenderse porque su revólver se había perdido
en su afán por violarla.
El cuerpo de Liam Anderson cayó desplomado sobre la arena rojiza. Y
pronto empezó a desangrarse.
—No mires, Katty —dijo Donald después de un tiempo de asimilación,
dándole la espalda al cadáver de Liam—. No mires, gatita —La abrazó y la
hundió en su regazo protector. Unas ganas terribles de llorar la invadieron y
dejó que las lágrimas corrieran por sus mejillas sin pudor, apretando su
rostro contra el cuerpo de su esposo, aliviando su malestar con el aroma de
Donald.
Todo había terminado. Por fin esa pesadilla había llegado a su fin,
ambos estaban a salvo. Marido y mujer juntos de nuevo y para siempre.
Katty se dio cuenta de que no existía ningún lugar más confortable y
agradable que el abrazo de Donald. Sin querer, empezó a soñar con la vida
que les esperaba: paseos al atardecer, noches apasionadas e hijos
desobedientes le vinieron a la mente de un modo terriblemente egoísta; sin
pensar en Cindy ni en nadie más que Donald y ella. Su camino juntos
apenas acababa de empezar. La paz empezó a correr por su espinazo, pero
no terminó su recorrido. Otro disparo la azotó. Primero le pareció un sonido
lejano, casi irreal. Después, vio de reojo como algunos de los hombres de su
esposo corrían hacia ellos.
—¿Donald? —preguntó ella, confundida, buscando la seguridad en los
ojos de su esposo. Se encontró con su mirada fuerte y penetrante de
siempre. Sus ojos azules como el cobalto, aquellos de los que se había
enamorado, la sonrieron con amor. Y ella les devolvió la sonrisa con el
mismo amor. Todo estaba bien. ¿Verdad?
Tenía que estar todo bien. No podía ni quería creer que no fuera de ese
modo. Los sueños y las esperanzas todavía estaban en pie, al igual que su
esposo. No había amado a nadie como lo amaba a él. Y ahora sabía que
nadie la había amado a ella como lo hacía él. Con él había llorado, reído,
vivido. Con él había estado viva y muerta. Donald Sutter lo era todo en su
vida. —Te amo, gatita —dijo él con la voz entrecortada, con un trasfondo
de debilidad que a Katty la horrorizó por completo—. No llores, gatita.
Y fue entonces cuando se dio cuenta de que las lágrimas no habían
dejado de salirle de los ojos, siendo incapaz de retenerlas. Donald acarició
sus mejillas empapadas y luego empezó a perder la fuerza poco a poco.
Katty quiso mantenerlo de pie, rodeándolo con las manos por la espalda,
pero lo único que consiguió fue manchar sus manos de sangre. El peso de
Donald la arrastró hacia abajo, hasta el suelo. —¡Donald! —gritó ella, sin
dejar de abrazarlo—. ¡Donald! —repitió, empezando a comprender lo que
acababa de ocurrir. Miró a Liam, que seguía tendido sobre la arena, y vio el
pequeño revólver en sus manos.
¡El muy cobarde había disparado a Donald por la espalda! Katty vio el
pantalón de Liam ligeramente subido por la parte de su tobillo. —Yo nunca
pierdo, miladi —balbuceó el monstruo ensangrentado, tendido.
¡Moribundo! ¡A punto de exhalar su último suspiro! ¡Había aparentado
estar muerto para sacar el revólver del tobillo y disparar a Donald! Los
hombres se cernieron sobre el abogado, lo desarmaron y lo sujetaron con
fuerza.
Katty volvió su mirada hacia Donald. Y ya no se encontró con esa
mirada azul y penetrante de la que se había enamorado cuatro años atrás. En
su lugar, una leve luz parpadeó hacia ella, aferrándose a la vida. —No, ¿me
oyes? Te lo prohíbo rotundamente —imperó la inglesa con su marcado
acento aristocrático—. Te prohíbo que me dejes ahora. Solo yo puedo
dejarte cuando me apetezca.
Donald hizo una mueca cercana a la risa y negó con la cabeza. —Lady
Caprichosa —murmuró el pelirrojo con un hilo de voz—. Ojalá la vida y la
muerte fueran un capricho...
—Te amo, Donald —suplicó ella, aferrando las mejillas del americano
entre sus manos ensangrentadas—. Por favor, no me dejes... —imploró,
desesperada—. Perdóname, perdóname por habernos separado durante tanto
tiempo... Perdóname por todo el daño que te hice.
—No hay nada que perdonar, ni ningún momento que reprochar. Te amé
desde el día en que te conocí. Gracias por haberme demostrado que el
verdadero amor existe —tartamudeó el pelirrojo y cayó. Los ojos azules se
cerraron y solo quedaron sus pestañas rojas como dos abanicos sobre su piel
pálida.
Katty lo zarandeó, atormentada. Pero no hubo respuesta. —¡No! —negó
para sí misma y para todos los presentes—. ¡No puede ser! ¡No! ¡No,
Donald! ¡Te lo suplico! ¡Te lo imploro! ¡No puedes dejarme ahora! Te amo,
te amo —repitió, ansiosa, como si con eso Donald pudiera volver—.
Maldito seas, demonio pelirrojo, no tienes ningún derecho a irte así —
maldijo, negando realidad—. Maldito seas... —Dejó de zarandearlo y lo
dejó al suelo para apoyar su cabeza sobre su torso sin vida—. No...
Donald... no puede ser...

Thomas Peyton, conde de Norfolk y doctor por profesión, además de


cirujano de renombrado prestigio, viajaba en carruaje al lado del Duque de
Doncaster y hombre más rico de Inglaterra. Ambos tenían objetivos
diferentes, pero un solo destino: la propiedad de los señores Sutter. Habían
buscado al joven matrimonio en Nueva York, pero les habían informado de
que Donald y Katty estaban en una casa señorial del sur, cerca de Georgia.
—Parece que es esa casa —comentó el doctor, señalando un edificio
rodeado por plantas de algodón abandonadas.
—Te lo repito, Thomas, en aras de mantener a salvo nuestra amistad, no
toques a mi hija. De este asunto me encargo yo —dijo el Duque de
Doncaster, el padre de Katty, mientras el vehículo se adentraba en un
camino arenoso en dirección a la casa que el doctor había señalado
previamente.
—El tribunal de Inglaterra me ha pedido que evalúe a tu hija para
determinar si es virgen o no. Ella quiere anular el matrimonio, Marcus.
—¿Tú sabes mejor que yo lo que quiere mi hija? —inquirió el magnate
del oro, haciendo brillar sus ojos lilas, el sello distintivo de los Raynolds—.
Tú ya tienes cuatro hijas de las que ocuparte, deja que yo me ocupe de la
única que tengo.
Thomas enarcó una ceja negra, salteada por las canas y miró al
frente. —Mi hija, Esmeralda, es muy amiga de tu hija. No solo son amigas,
son socias y comparten todo además de las ganancias de la tienda. Sé que
Katty desea con todas sus fuerzas escapar de ese demonio pelirrojo. ¿Por
qué te empeñas en atarla a un hombre así? ¿Un hombre que le fue infiel?
—A ti te apodaban el diablo, pero sigues casado con la mujer que amas
y eres el padre de cuatro mujeres como joyas. ¿No es así? Todos merecemos
el perdón. Y Donald Sutter es el indicado para Katty. No me gustaría que su
matrimonio se disolviera por uno de los caprichos de mi hija... Ya sabes
como son mi esposa y ella, las he consentido demasiado... ¡Y ese tal Liam
Anderson! ¿Quién es Liam Anderson, si se puede saber? ¿Y por qué tiene
que interponerse en los asuntos de nuestra familia?
—Es el abogado de tu hija, Marcus. Y fue él el que solicitó la anulación
del matrimonio al tribunal inglés.
—¡Ya lo sé, caray! Eso ya lo sé, solo digo que si lo encuentro voy a
dejarle muy claro quien manda en mi casa. ¿Cómo se atreve a solicitar algo
tan importante sin consultarlo conmigo primero?
—Fue idea de Katty.
—¡Pero yo soy su padre! ¡El padre de Katty! ¡Caray, Thomas! ¡Qué
cargante me estás resultando en este viaje!
—Voy a perdonarte tu falta de cortesía porque sé lo que es perder el
control sobre una hija —comprendió el doctor antes de que el carruaje
parara delante de una casa con columnas de mármol blancas y ventanales
enormes—. Intenta guardar las formas, te lo ruego.
—¿Dónde diablos están todos? —inquirió el Duque nada más bajar del
vehículo, rodeado por una decena de lacayos armados que lo seguían a
todos lados.
Thomas negó con la cabeza, bajando en silencio y mirando a un lado y a
otro para verificar que, efectivamente, el lugar parecía desolado. Y que su
viejo amigo tenía razón de quejarse. Después de un silencio ensordecedor,
sin embargo, los gritos ahogados de Katty llegaron hasta ellos. Marcus se
puso en alerta de inmediato, al igual que él, y entonces vieron aparecer a un
grupo de hombres que cargaban a Donald en brazos. Katty lideraba el grupo
entre lágrimas y súplicas.
—¡Hija! —nombró el viejo Duque—. ¿Qué ha pasado?
Katty paró y miró a su padre entre sorprendida y agradecida. —
¡Papá! —gritó la joven de ojos tan lilas como los de su padre, aunque el lila
se había perdido en el rojo de la irritación por las lágrimas—. ¡Oh, papá! —
corrió la amiga de su hija hacia el Duque y lo abrazó con todas sus fuerzas a
pesar de su pequeña estatura. Katty era un joven bajita en comparación a su
padre o a los demás presentes. Pero muy llamativa—. ¡Liam, papá! ¡Liam
ha matado a mi marido, papá!
—¿¡Quién caray es Liam!? —preguntó el Duque, enfurecido.
Thomas dejó a Marcus con su hija y se acercó al joven pelirrojo que
habían llevado hasta dentro de la propiedad para tumbarlo sobre un sofá. A
simple vista parecía muerto, había recibido un impacto de bala por la
espalda y, de seguro, alguno de sus órganos había sufrido las consecuencias.
Lo examinó. La experiencia le había enseñado que no podía fiarse de las
simples apariencias. Donald apenas tenía constantes, eso era cierto, pero no
estaba muerto. Requería de cirugía y lo más probable fuera que no
sobreviviera a ella porque ya había perdido mucha sangre. Sin embargo,
con cirugía o sin ella, estaba de igual modo muerto. Así que valía la pena
intentarlo.
—Traedme el maletín que he dejado en el vehículo —ordenó a los
lacayos.
—¿Está vivo? —oyó la voz esperanzada de Katty a sus espaldas.
—Está muerto —la contradijo él, sin querer darle ninguna esperanza—.
Pero intentaremos que vuelva a la vida.
—Rezaré para que Dios haga el milagro —dijo la joven esposa.
—Y yo voy a ocuparme de ese tal Liam —ultimó el Duque.
Capítulo final

Katty Sutter jamás había deseado algo tanto como aquello. Si su esposo
no sobrevivía, estaba segura de que ella lo seguiría poco después. Moriría
de pena. Su enfermedad, la clorosis, la golpearía de nuevo y moriría sin
más. Todo habría acabado para los dos.
«Oh, Dios mío, no te lleves a Donald todavía», deseó con todas sus
fuerzas. Rezando en su habitación.
«Oh, Dios mío, permítenos ser felices», repitió varias veces con voz
susurrante.
—Tengo fe en que Donald saldrá de esta —le dijo Cindy, de rodillas a
su lado, acompañándola en los rezos y haciendo una pausa para consolarla.
La rubia sureña había salido indemne del secuestro. Tenía la cara
amoratada y el cuerpo magullado, pero ella insistía en que se encontraba los
suficientemente bien como para acompañarla durante aquellos momentos
de angustia. Andy, en cambio, seguía postrado en la cama de invitados a
consecuencia de la fuerte paliza que le habían dado los hombres de Liam.
¡Liam, maldito fuera ese ser indeseable!
Ese monstruo, con cara de bendito, seguía vivo. El muy infeliz cumplía
perfectamente con el dicho de: «Mala hierba nunca muere». Pero, esa vez,
su padre se estaba ocupando de él. Y estaba segura de que el magnate del
oro sabría como hacerle pagar por todo el daño que había infringido a su
familia. Se sentía culpable, en parte, por haber atraído a Liam en su vida.
¡Si no se hubiera empeñado en anular su matrimonio a cualquier precio!
¡Nada de eso habría ocurrido! ¡Pero quién iba a imaginar que acabaría
perdonando a Donald! Y no solo perdonándolo, sino amándolo con todo su
ser.
—Debería estar con él —se angustió, queriéndose poner de pie para
correr al lado del pelirrojo, pero Cindy la retuvo de rodillas en el suelo.
—Apenas han pasado dos horas desde que el doctor empezó la cirugía.
Solo entorpecerías su labor, Katty. Oremos, y verás como todo sale bien. A
veces, debemos dejar de actuar, de querer torcer las cosas a nuestro modo y,
simplemente, dejar que los milagros ocurran.
La inglesa asintió, poco convencida, pero dispuesta a no querer torcer
nada a su modo. Esa vez no. Pasara lo que pasara, actuaría en consecuencia
no en causa. Y así pasaron las horas, entre súplicas, lamentos y consuelos.
Durante ese tiempo, un lacayo las informó de que Liam había sido
ingresado en el hospital de Georgia y de que el Duque de Doncaster estaba
haciendo las gestiones pertinentes para «enterrarlo vivo». Al parecer, el
Duque no había querido rematar al desalmado abogado. Y Katty imaginó
que lo que pretendía su padre era torturarlo. Al final de cuentas, una muerte
rápida hubiera sido un regalo para alguien como Liam Anderson.
Cada vez que alguien abría la puerta de su alcoba, su corazón daba un
salto y sentía que el aire se le cortaba. Tanto así, que tuvo que prohibir que
alguien entrara de nuevo hasta que hubiera noticias de su esposo.
—Katty —oyó la voz de su padre a sus espaldas finalmente. El corazón
se le paró, la voz del Duque sonó grave. Se giró poco a poco hacia la puerta
mientras Cindy la cogía por las manos. La luz apenas entraba por las
ventanas, se había hecho de noche. ¿Era posible que una cirugía durara
tantas horas? Tan solo la luz de las velas iluminó el rostro de Katty cuando
miró a los portadores de noticias. Al lado del Duque, estaba el padre de su
mejor amiga, el doctor.
—¿Qué? —preguntó por instinto, con un hilo de voz y las piernas
agarrotadas.
—Está inconsciente —dijo el doctor—. La cirugía ha durado cinco
horas, el máximo tiempo que he podido mantenerlo abierto. La bala afectó
varios de sus órganos internos y ahora está en estado de catalepsia. He
limpiado y cosido lo que he podido, Katty...
Katty intentó ponerse de pie, pero sus piernas le fallaron. Todo lo que
había dicho el doctor le parecía matemático, complicado de entender. —No
comprendo... No...
—No sobrevivirá —dijo su padre—. Tienes que despedirte de él, hija
mía.
La piel se le erizó con violencia, dañando su cuerpo. —Lo cierto es que
es un milagro que siga vivo —añadió el doctor—. Carece de signos vitales
aparentes; pero sé que los tiene. Ha perdido la sensibilidad del cuerpo y la
movilidad, pero creo que puede oírnos. Sería conveniente que todo lo que
tengas que decirle...Se lo digas.
Katty se puso de pie con la ayuda de Cindy y de su padre, y caminó por
inercia. Todo a su alrededor le pareció borroso, difuminado, como si fuera
una pesadilla demasiado real. La guiaron hasta una habitación diferente a
aquella en la que había dejado a su esposo junto al doctor. Lo habían
preparado todo para la despedida y por eso habían tardado más en darle las
malas noticias. No había rastro de sangre ni de herramientas quirúrgicas. El
lugar olía a lavanda y el cuerpo de Donald estaba tendido sobre la cama,
cubierto por una sábana hasta el cuello. Su rostro estaba limpio e incluso su
pelo rojo parecía bien peinado.
Verlo tan pálido le hizo creer que ya estaba muerto. —Está vivo —le
repitió el doctor a sus espaldas, como si pudiera leerle el pensamiento—. En
el pasado, y todavía ahora, se entierran a muchas personas en este estado.
Pero están vivas, Katty. Confía en mí. La catalepsia puede alargarse hasta
tres días.
La joven de ojos amatista asintió y dio unos pasos hacia su esposo.
Observó su rostro hermoso, que lucía vigoroso a pesar del roce de la muerte
en él. Acarició su pelo rojo lentamente y con amor, como si con eso pudiera
despertarlo. Pasó sus dedos por su barba de fuego. ¿Por qué? ¿Por qué tenía
que ocurrirles eso a ellos? Habían cometido muchos errores en el pasado,
pero se habían arrepentido. Se habían redimido de sus pecados. ¿Por qué
Dios se empeñaba en ponerlos a prueba?
—Descansa, Cindy —murmuró ella hacia su compañera inseparable. La
rubia comprendió sin necesidad de más palabras y se retiró.
—Si necesitas cualquier cosa, hija, estaré al otro lado de la puerta —
comentó el Duque antes de salir junto al doctor y dejarla a solas con
Donald.
—Puede que sea otro más de mis caprichos, Donald —se atrevió a
hablarle a ese cuerpo inmóvil, con la firme creencia de que podía oírla—.
Pero para mí esto no es una despedida. Me niego a creer que no besaré tus
labios de nuevo, o que no volveré a sentir el tacto de tu abrazo protector. No
es un adiós, ¿comprendes? El amor que siento por ti... ¡Oh, Donald! Este
amor no puede tener un fin. No me lo creo. ¿Lo ves? Ni siquiera estoy
llorando. Nos quedan muchas piezas por bailar y muchos caminos por
recorrer juntos.
Lo besó en los labios fríos y lo miró por largos segundos. Echó de
menos sus ojos azules y fuertes, sus sonrisas cínicas, y sus gestos
descarados. Si él moría, ella también lo haría. Al más puro estilo de Romeo
y Julieta. Pero sin familias enfrentadas ni venenos engañosos.
—Perdimos mucho tiempo en el odio y los reproches —siguió hablando
ella—. Me negué a ver lo bueno que había en ti, encerrada en el despecho.
Sé que me has dicho que no hay ni un solo momento que reprochar, pero yo
misma me los reprocho. Estoy congelada, Donald. Congelada en este
punto —Lo abrazó—. Por favor, no me abandones, quédate conmigo. Si
puedes oírme, quédate. Prometo que nuestra vida estará llena de luz de
ahora en adelante, sin discusiones necias. Pasearemos entre las plantas de
algodón y nos bañaremos en el río hasta el atardecer. Comeremos frutas y
pasaremos las noches en vela amándonos de todos los modos posibles.
¿Qué te parece?
No hubo respuesta. Por supuesto que no la hubo. Quiso tragar y aceptar.
Quiso despedirse como cualquier mujer normal lo haría. Pero su carácter
fuerte se apoderó de su ser, haciendo salir a «Lady Caprichosa» en su
máximo esplendor. —¡Reacciona, maldita sea! —gritó de repente—.
¡Reacciona de una vez! —Lo cogió por los hombros y lo zarandeó, sacando
fuerzas de donde no las tenía—. ¡No voy a permitir que te vayas sin más!
Obedece y despierta.
La sábana cedió y entonces vio las costuras que el doctor había hecho en
el cuerpo de su esposo. La imagen la detuvo al mismo tiempo que su padre
entró para frenarla. —Hija, basta. Sé que es duro, pero...
—¡No lo sabes! —replicó ella, horrorizada por la imagen de Donald al
desnudo—. ¡No sabes cuán duro es! No me mientas, no sigas
mintiéndome... ¡Tú tuviste tu final feliz con mamá! ¡Yo no! ¡Yo no he
tenido un final feliz, papá! —Empezó a llorar desconsoladamente entre los
brazos del Duque y fue el Doctor el que la calmó con una bebida de sabor
amargo.
No sabía si dormía o estaba despierto. Ni siquiera sabía si estaba
soñando o estaba en otra dimensión. Solo veía luces blancas y negras a su
alrededor. En ocasiones oía pasos, y en otras conversaciones lejanas. Quería
moverse, reaccionar, pero era incapaz. Ninguna parte de su cuerpo rígido
obedecía a sus indicaciones.
Había oído al doctor declarándolo muerto. O casi muerto. También
había oído a su suegro compadeciéndose de su trágico destino y el de su
hija. ¡Su hija! ¡Katty! ¿Dónde estaba Katty? Tardó mucho en saber de ella.
Primero oyó muchos pasos. Silencio. Y una eternidad después, la voz de su
esposa lo envolvió.
—Puede que sea otro más de mis caprichos, Donald... —la oyó decir en
la lejanía.
Tus caprichos son lo mejor de ti.
—Pero para mí esto no es una despedida. Me niego a creer que no
besaré tus labios de nuevo, o que no volveré a sentir el tacto de tu abrazo
protector. No es un adiós, ¿comprendes?
¡Claro que lo comprendo! Nada ha terminado, gatita.
—El amor que siento por ti... ¡Oh, Donald! Este amor no puede tener un
fin. No me lo creo. ¿Lo ves? Ni siquiera estoy llorando. Nos quedan
muchas piezas por bailar y muchos caminos por recorrer juntos.
¿De que estás hablando, querida? Solo estoy dormido, cuando despierte
te besaré y te haré el amor de nuevo. Todo quedará en un susto, ya lo
verás.
—Por favor, no me abandones, quédate conmigo. Si puedes oírme,
quédate. Prometo que nuestra vida estará llena de luz de ahora en
adelante...Pasearemos entre las plantas de algodón y nos bañaremos en el
río hasta el atardecer... Pasaremos las noches en vela amándonos de todos
los modos posibles. ¿Qué te parece?
Me parece maravilloso. Yo no lo habría planeado mejor.
—¡Reacciona, maldita sea! ¡Reacciona de una vez!
Quiero, pero no puedo.
—¡No voy a permitir que te vayas sin más! Obedece y despierta.
Tus deseos son órdenes para mí, gatita.
Una luz blanca y ensordecedora se apoderó de él en ese momento y lo
mantuvo en un mundo lejano durante lo que le parecieron siglos. Las voces
se apagaron y todo a su alrededor desapareció hasta que un dolor horrible lo
golpeó y lo arrastró entre nubes oscuras y parpadeantes.
—¡Reacciona! —oyó la voz del doctor clara y concisa—. ¡Milagro!
¡Está reaccionando!
Esas palabras fueron el inicio de un camino muy doloroso, pero muy
vivo. Pasaron muchas horas, incluso días, antes de que pudiera ni siquiera
abrir los ojos. Notó la presencia de su esposa a su lado durante todo ese
tiempo. La oía hablar, moverse de un lado a otro, e incluso olía su perfume
a lavanda. A veces oía la voz de su suegro. Y casi siempre la del doctor.
Y un día, sin quererlo ni pretenderlo, los dedos de sus manos
reaccionaron al roce de las caricias de Katty sobre ellas. Y otro día, con
mucho anhelo y desesperación, consiguió abrir los ojos. Al principio, no vio
nada y temió haberse quedado ciego. Gracias a Dios, el doctor lo asistió y
lo guio con palabras certeras hasta enfocar un rostro perfecto. Katty fue lo
primero que vio o, mejor dicho, lo primero que vio fueron sus ojos únicos y
brillantes.
—Te amo —dijo ella y lo abrazó, provocándole un dolor horrible a la
vez de un alivio inmenso.
Él quiso responder, pero no pudo. Supuso que para eso todavía quedaba
mucho tiempo.
—Te amo —repitió ella—. ¡Dios mío, gracias, gracias! ¡Y gracias a ti,
Donald, por no abandonarme!
Yo también te amo, gatita. Este es nuestro principio.
Epílogo

Primavera de 1874. Una plantación de algodón cerca de Georgia.


Las plantas de algodón bien cuidadas ofrecían un horizonte acogedor y
hermoso a sus propietarios. El cielo, azul y despejado, se reflejaba en el
riachuelo lleno de vida y de luz. Los pájaros trinaban y solo la risa de una
pequeña criatura rompía con la armonía del lugar.
—Aurora —nombró la señora de la propiedad, vestida de blanco
impoluto y con una larga trenza de color castaño que le caía hasta las
caderas. La mujer no llevaba ninguna joya puesta, ni siquiera pendientes—.
Camina, hija. Camina hacia tu padre.
La pequeña de un año trastabilló desde las manos de su madre hasta las
manos del pelirrojo. —¡Muy bien! —la agasajó el padre orgulloso,
tomándola entre sus brazos—. ¡Lo has hecho muy bien, Aurora! —Donald
la hizo rodar en el aire con un poco de dificultad, pero eso no hizo que la
risa de la pequeña menguara—. Eres tan inteligente como tu padre.
Katty se aclaró la garganta y miró con suspicacia a Donald. —Puede que
se parezca a ti, pero la inteligencia la heredado de mí y eso no pienso
discutirlo.
Aurora Sutter era pelirroja como su padre. Y tan bella como él. No había
heredado el rasgo distintivo de los Raynolds: los ojos amatista. Por lo que la
niña lucía unos enormes ojos azules de color cobalto. A primera vista, era
igual que su padre, pero su personalidad apuntaba a ser la misma que la de
su madre.
—¿Está segura, miladi? Las discusiones son el alimento de nuestra
relación.
—¡Donald! —recriminó ella con una amplia sonrisa, fingiendo un
enfado que para nada sentía—. Delante de la niña, no.
—Tienes razón, tenemos que ser unos padres modélicos. ¡Padres!
¿¡Quién lo diría!? ¡Nosotros dos siendo responsables de unas pobres
criaturas inocentes!
—Oh, Donald, no sé por qué sigues sorprendiéndote. Aurora ya tiene un
año y otro pequeño Sutter viene en camino. Somos perfectamente capaces
de cumplir con nuestro nuevo papel de padres entregados y dedicados —
dijo Katty, tocándose su pequeña barriga de dos meses—. Espero que esta
vez sea un varón y tenga los ojos amatista.
—¡Un varón! —sonrió Donald, perdido en la ensoñación de tener a otro
bebé en casa muy pronto—. Lo cierto es que prefiero tener niñas.
—Las niñas son encantadoras, pero los niños son el verdadero amor de
una madre.
—«Lady Caprichosa» vuelve.
—Oh, Donald, no es un capricho.
—Sí, lo es...
—¿Y qué si lo es? —replicó ella—. Me dijiste que mis caprichos son lo
mejor de mí.
—Estaba a punto de morir, Katty. No quería irme de este mundo con
cuentas pendientes. Dije lo necesario para asegurarme de que no montarías
un numerito en mi funeral.
—¡Oh! ¡Eres insoportable! Reconoce que sin mí... ¡Aurora! ¿A dónde
vas?
La pequeña empezó a andar por el camino, lejos de sus padres. Ávida
por descubrir el mundo. Aunque, por el momento, debería de conformarse
con ir cerca del río a remojarse. Katty acompañó los pasos de su hija de
cerca, vigilando que no se cayera. Y Donald las siguió con la ayuda de su
bastón. No había podido recuperarse del todo tras haber estado a las puertas
de la muerte. En muchas ocasiones el cuerpo le dolía con agresividad, sobre
todo donde el doctor lo había cosido. Sin embargo, y pese a todo, era feliz.
El demonio pelirrojo había encontrado la paz. Su esposa y su hija
aliviaban cualquier dolor que pudiera sentir y lo mantenían en un estado de
sosiego continuo. No necesitaba nada más en la vida. Observó a las dos
mujeres de su vida andar por delante de él, mientras reían. Eran hermosas,
las dos. Aunque sí era cierto que un hijo varón terminaría de completar su
felicidad. Seguro que su esposa tenía razón y, cumpliendo con su capricho,
esa vez llegaría un pequeño demonio pelirrojo a la familia que estaban
formando.
Clavó su bastón recubierto de oro en el suelo y anduvo con dificultad,
pero con seguridad hasta la vera del río. Allí la familia se sentó,
remojándose los pies. En ese lado, el agua apenas cubría y solo entraba en
la tierra para el placer de los mortales. Los bucles rojos de Aurora brillaban
bajo el sol y los ojos amatista de Katty le hacían la competencia. ¡Qué
bonito juego de colores!
—Me alegro de que hayas donado la casa y las propiedades de Liam a la
beneficencia —dijo Donald, sintiendo el frescor del agua entre los dedos de
sus pies.
—No podría haber tenido nada de ese hombre en mi propiedad y
sentirme cómoda con ello. El recuerdo de su propio nombre me provoca
una sensación vomitiva.
Liam Anderson había muerto unos meses atrás en el hospital de
Georgia. El padre de Katty hizo que los médicos lo mantuvieran con vida el
tiempo suficiente como para ver que lo perdía todo. El magnate del oro
logró expropiar todo cuanto poseía el abogado y lo puso a nombre de su
hija. No contento con eso, el Duque visitó a diario al monstruo para hacerle
partícipe de la felicidad de Donald y Katty. Es más, Liam murió sabiendo
que el matrimonio iba a tener un bebé y que había perdido. No solo había
perdido su batalla contra Donald, sino que había perdido todas sus
posesiones y su vida.
—Tu padre es una enemigo temible, lo torturó hasta el final de sus días.
—Pero un amigo formidable. Te regaló su bastón recubierto de oro.
¿Sabes lo que significa eso? Solo ha regalado dos en su vida: uno a mi tía
Abigail, por su ceguera. Y otro a ti.
—Sí, sin duda me siento bendecido —sonrió Donald, acariciando el
bastón de su suegro—. ¿Debería regalarle yo uno a él?
—No sería mala idea, aunque dudo mucho de que no haya mandado a
hacer otro. Mi padre no sabe andar sin un bastón que brille tanto como su
fortuna.
El americano observó a su esposa, sentada en el suelo como si no fuera
la hija de uno de los hombres más ricos del mundo. Katty había cambiado
mucho, apenas hablaba de cosas materiales y había vendido su parte de la
tienda en Nueva York a su mejor amiga, Esmeralda. —Algún día
deberíamos volver a la ciudad, ¿no crees? —preguntó él, temeroso de que
Katty echara de menos el ambiente de las clases altas y las fiestas.
—Algún día, pero no hoy.
—Te amo, Katty —dijo él después de un silencio roto por el chapoteo
de Aurora.
—Y yo a ti, Donald Sutter —Lo besó en los labios.
Katty atesoró el beso de Donald como si fuera el primero. Ella era feliz
allí, en esa propiedad sureña. No echaba de menos su vida pasada. Y
aunque algún día debería de regresar a Nueva York o a Inglaterra, esperaba
que ese día fuera muy lejano. Su salud se había restablecido por completo,
incluso había engordado; no solo por el embarazo, sino porque se
alimentaba bien y estaba tranquila. ¡Tranquila!
—Miladi... Perdón, señora Sutter —oyó la voz de su fiel doncella, Fina,
a sus espaldas—. Sus padres y su hermano han llegado.
—¡Mi madre! —se emocionó Katty—. ¡Hace dos años que no la veo!
Ocúpese de la niña, Fina. Tráigala para que conozca a su abuela —Se puso
de pie a toda prisa, impaciente, y empezó a correr hacia la casa. Entró en
ella con el pelo alborotado, las mejillas sonrojadas y el vestido sucio por el
agua y el barro. El salón de invitados estaba lleno. ¿Cuándo habían llegado
tantas personas? Sin embargo, la primera persona a la que vio fue a su
madre: que llenaba todo el salón con su magnificencia.
La Duquesa la miró de arriba a abajo como si no la conociera. Pero
luego la sonrió y abrió los brazos para recibirla en su regazo. —¡Katty
Raynolds, desvergonzada! —gritó la esposa del magnate.
—¡Oh, mamá! —Se tiró a sus brazos y la abrazó con todas sus fuerzas,
empapándose el aroma maternal que tanto había echado de menos.
—¿Cómo es posible que no hayas venido a visitar a tu madre en dos
años? —reclamó Catherine—. Ingrata.
Katty se separó y observó a aquella mujer que la había criado cubierta
de joyas valiosísimas y telas caras. ¡Cuán lejos veía esa vida ahora! —He
estado un poco ocupada —rio ella entre lágrimas y señaló a su esposo que
acababa de entrar con la ayuda del bastón y a su hija pequeña en los brazos
de Fina.
—¡Ay, Dios mío! ¡Mi nieta! ¡Pero qué niña tan bonita! —La Duquesa se
acercó a Aurora y la cargó en brazos—. No te ofendas, Donald, pero la niña
se parece a nosotros.
—¡Oh, Catherine! Pero si es clavada al pelirrojo —manifestó el Duque
—. Espero que el próximo nieto herede los ojos amatista de los Raynolds
—Señaló su vientre.
—¡Oh, cállate, Marcus! —replicó la Duquesa—. Estoy encantada con
que Aurora tenga los ojos azules, por fin algo diferente en esta familia.
—Hermana.
—¡Samuel! Benditos los ojos que te ven y benditos los ojos que ven a tu
esposa después de tanto tiempo —Katty abrazó a su hermano y a su cuñada,
«Lady Ébano».
—Katty —oyó una voz más floja a su izquierda.
—¡Cindy! ¡Andy! ¡Qué alegría que nos visitéis hoy!
—Pero creo que he llegado en mal momento —dijo la rubia de ojos de
color miel, apabullada por la imponente familia de Katty.
—En absoluto, es un placer presentarte a mis padres y a mi hermano.
Papá, mamá, ellos son los señores Taylor y su precioso hijo.
Los americanos saludaron a los Duques ingleses lo mejor que supieron y
poco después, otra nueva visita llegó para sorprenderla: Lady Selena.
—Miladi —dijo su antigua trabajadora al entrar en el salón—. Es un
honor para mí presentarle a mi esposo.
Lady Selena señaló a un chico joven y apuesto. Entonces Katty lo
reconoció, era el mayordomo de Donald en Nueva York. —Bienvenidos a
nuestra casa —los invitó a pasar—. Esta noche habrá una gran cena —
manifestó, entusiasmada por las visitas.
—¿Eres feliz? —le preguntó Donald en cuanto los invitados empezaron
a hablar entre ellos y tuvieron un momento de intimidad para ambos.
—Soy feliz, Donald, muy feliz.
Sobre la autora
MaribelSOlle es una escritora que tiene entre sus éxitos “La Saga
Devonshire” y “Las Joyas de Norfolk”. Próximamente publicará la «Saga
Escándalos de la Nobleza». Si quieres encontrar sus obras, solo tienes que
buscarlas en Amazon.
También puedes seguirla en Instagram o Facebook para no perderte
ninguna novedad.

Visita www.maribelsolle.com
Nota final de la autora
Os invito a dejarme una valoración súper positiva en Amazon o
Goodreads. Es un acto sencillo, pero que me hará muy feliz. ¡Gracias!
Piel de Luna
Una mujer en la época victoriana que lucha por su destino, intrigas,
muertes y amor. Audrey Cavendish, la primogénita del Duque de
Devonshire, es un alma serena y fuerte, algunos dirían que de naturaleza
fría y calculadora; sin embargo, lo que muchos desconocen es que desde
una temprana edad ha sido educada con firmeza y rectitud con el objetivo
de venderla al mejor postor una vez llegada la edad casadera y, de hecho, se
había convertido en todo lo que se espera de una joven de su posición: una
señorita con clase, educada y de reputación intachable. Pero en su
perfección, la bella e impasible Audrey tiene un defecto: una
personalidad demasiado fuerte y tenaz para el gusto de la sociedad
inglesa que prefiere a las mujeres dóciles. ¿Será capaz de casarse y
adoptar un lugar de sumisión? ¿Será capaz de acatar todo lo que un hombre
extraño le ordenará? Eran preguntas que ya no tenía tiempo de responder
puesto que se encontraba en su segunda temporada y tenía que casarse de
inmediato. Audrey era una joven que a pesar de su intento por obtener el
ducado de su padre y sus inconmensurables esfuerzos por mostrarse
siempre madura, tiene una personalidad aniñada que Edwin aprovechará
para adentrarse en su corazón. Edwin es el Duque de Somerset, el Teniente
de la Armada inglesa y un hombre bastante cínico con modales pésimos.
¿Combinarán?
★ ★ ★ ★ ★ ¡Más de 55.000 lectores ya la han leído! La escritora nos
propone valores familiares y comprensión entre diferentes almas con
esta gran historia que te hará reflexionar: ¿Y si una mujer pudiera
heredar un título?
Prólogo
1840. Dos años después de que iniciara la era victoriana. Chatsworth
House, Inglaterra.
Los Duques de Devonshire eran una de las familias más prestigiosas de
la aristocracia inglesa. Eran inmensamente poderosos y ricos, además de
poder presumir de una reputación intachable. Como no se esperaba menos
de una familia de su estatus social, disponían de numerosas propiedades
tanto en la ciudad como en el campo aunque la más majestuosa de todas
ellas era la mansión de Chatsworth House —una imponente construcción
rodeada por hectáreas de prados y de bosques— considerada la residencia
habitual de la familia.
Sus salones albergaban una extensa y magnífica colección de obras de
arte que habían alentado a la querida Audrey a desarrollar una extraña
afición por la pintura, no era un pasatiempo común entre las señoritas de la
aristocracia inglesa, pero nadie se lo recriminó nunca aparte de su madre,
por supuesto. Se podía decir que ese era el único "defecto” de Audrey,
puesto que en su temprana edad se había convertido en una perfecta dama
inglesa: educada en etiqueta, música, costura, danza, idiomas y
administración del hogar. Además de poseer unos modales en sociedad
impolutos, nunca se había podido hablar mal de ella y no era porque la
sociedad inglesa fuese precisamente indulgente o que ella pasara
inadvertida; al contrario, desde que había sido presentada en sociedad —el
año anterior— todas las miradas habían recaído en ella siendo así el foco de
atención. Y no era para menos, puesto que era la primera hija de la
acaudalada familia Cavendish no sólo ostentaba una dote inmensa y un
apellido prestigioso, sino que estaba bendecida por una belleza única e
incomparable.
Su pelo cual azabache negro en contraste a su piel perlada, la habían
convertido en la beldad de la temporada, aunque no cumpliera el prototipo
de la época, el cual requería ser rubia. Nadie comprendía por qué una joven
como ella no se había casado todavía. No había sido por falta de propuestas,
desde luego que no. Ese pequeño detalle era el único que habría podido
encender la mecha de los rumores; sin embargo, Audrey transmitía tanta
serenidad y templanza que nadie se había atrevido a mencionar ese suceso
en público.
En cambio, en el núcleo familiar, las aguas no estaban tan apaciguadas
puesto que la Duquesa de Devonshire —Elizabeth Cavendish— se
mostraba inquieta y cuestionaba a su hija el por qué de su declinación al sin
fin de apuestos caballeros que habían pedido su mano. El padre, cariñoso y
permisivo, no había querido dar la mano de su querida hija sin el
consentimiento de la misma; pero si hubiera sido por Elizabeth, la joven ya
ostentaría el apellido del Duque de Walton o del de Cornualles sin importar
lo más mínimo su opinión al respecto.
El Duque de Devonshire —Anthon Cavendish— era un hombre que, a
pesar de su edad, aún conservaba su buen porte y su elegancia: era alto,
fornido, con el pelo negro y dos pequeños océanos que suavizaban sus
endurecidas facciones; su primogénita, era su fiel copia, no sólo en porte
sino en personalidad. A pesar de no tener un heredero, Anthon nunca se
había lamentado por ello, siempre decía que sus cinco hijas eran lo mejor
que le había sucedido en la vida y siempre las colmaba de afecto como de
atenciones.
En cambio, su esposa siempre se había lamentado por haber engendrado
sólo a “damas inútiles”, tal y como como solía decir. La rígida Elizabeth
Cavendish, fue una beldad en su juventud y la debutante estrella de su
temporada; de hecho, aún conservaba su impresionante melena dorada y su
voluptuoso cuerpo; sin embargo, su personalidad avinagrada y su carácter
excéntrico opacaban su belleza externa. La única preocupación de la
Duquesa era la de educar y formar a sus hijas como mujeres comedidas y
sumisas que pudieran ser vendidas al mejor postor y, el mejor postor,
significaba un caballero poseedor de título y dinero para que, al menos,
pudiera asegurarse su propio futuro si su marido algún día la dejaba. Ya que
la falta de un heredero le haría depender de la compasión de sus yernos;
debido a eso, Elizabeth, impartía una disciplina y educación estrictas
exentas de cualquier muestra de afecto.
Capítulo 1
Audrey se encontraba en los jardines, concretamente en su parte del
jardín, ella expresamente había ordenado a los sirvientes plantar gardenias
en ese lugar de forma ordenada y precisa; cerca, se encontraba el gran lago,
donde sus cuatro hermanas disfrutaban de la barquita que la pobre Señorita
Worth intentaba dirigir. Desde su banqueta, observaba la situación y
reflexionaba como sería su vida lejos de ahí una vez contrajera nupcias.
Sabía perfectamente que su madre no descansaría hasta que se casara en
esa misma temporada, la cual sólo faltaba una semana para que empezara.
La pasada temporada, hubo decenas de solicitudes para ella, pero ninguna le
había convencido. Todos los jóvenes que había tenido el placer —si es que
podía llamarse así— de conocer le habían parecido faltos de carácter e
insulsos.
Sabía que soñar con un matrimonio con amor era cosa de esas novelas
que su hermana Gigi solía leer, no era ese el motivo por el cual no había
aceptado a ningún honorable caballero. A ella no le importaban esas cosas
—sólo anhelaba un hombre que la respetara— no quería quedar en un
segundo plano cuando se casase, y ninguno de esos caballeros la hubiera
tomado en cuenta más que para engendrar a un heredero. Quería hacer algo
con su título, no sólo ostentarlo, quería usarlo.
—¡Audrey! —nombró la hermana que la seguía, Elizabeth, o como
todos la llamaban, Bethy—. ¡Audrey! ¡Acércate y sube al bote con
nosotras!
—¡No creo que pueda subirme Bethy! ¡No llevo el vestido adecuado,
este es muy pesado! –respondió ella con una voz modulada, ataviada con un
vestido de volantes color crema y con una cofia para que el sol no manchara
su impoluta piel.
—¡No importa! ¡Nosotras te ayudaremos, no seas aburrida hermanita!
—instó la pequeña Liza.
Audrey no quiso desanimar a la más pequeña de sus hermanas, Liza, la
cual había padecido una larga enfermedad de sarampión y era la primera
vez en varios meses que salía; por ese motivo y sólo por ese, fue que
decidió levantarse y acercarse al lago mientras la Señorita Worth —la
institutriz de las damas— hacía esfuerzos para acercarse a la orilla y
ayudarla a subir. La mayor no terminaba de concebir la idea de embarcarse
en ese velero, pero ver la sonrisa de su pequeña Liza fue lo que le animó a
empezar a poner un pie dentro de ese bote tambaleante con la ayuda de
Georgiana y de Karen.
Cuando ya creía que lo tenía hecho, el bajo del vestido se quedó
enganchado con un clavo mal puesto y perdió el equilibrio; segundos
después, se vio zambullida en la fría agua del lago y sólo escuchaba los
gritos de la Señorita Worth, las risas de Georgiana y de Karen, el llanto de
Liza y los gritos de auxilio de Elizabeth. Sin embargo, de golpe, notó unas
manos fuertes que la salvaron de una posible asfixia entre los pliegues de su
falda acompañados por bocanadas de agua.
Cuando pudo haber expulsado toda el agua que había tragado y respirar,
levantó la mirada para vislumbrar a su salvador: un hombre con el rostro
más bello que jamás había visto.
—¿Se encuentra bien? —interrogó el dueño de ese rostro con voz grave,
al mismo tiempo que sus hermanas y la institutriz bajaban del bote lo más
rápido posible y se acercaban a ella corriendo.
Cuando su hermana Liza se tiró a sus brazos fue cuando reaccionó y
pudo contestar al misterioso caballero que la había rescatado.
—Sí, gracias —consiguió responder de la forma más firme posible a
pesar de la confusión y del frío.
Capítulo 2
Entraron en la gran mansión con Audrey empapada de arriba a abajo y
ayudada por el fuerte brazo de ese caballero que seguía siendo un
desconocido para ella, aunque intuía que debía ser un noble debido a sus
ademanes refinados, aunque no pomposos.
—¡Dios mío Audrey! ¿Qué te he ha pasado? ¡Rápido! Preparen una tina
de agua caliente y súbanla a su habitación —ordenó la madre con notable
nerviosismo y preocupación—. ¿Cómo has podido ponerte así? Desde
luego esperaba esto de Karen o de Georgiana, pero nunca de ti.
—Madre —intervino Elizabeth—, Audrey sólo quería contentar a
nuestra hermana pequeña subiendo al bote con nosotras, pero su vestido se
enganchó y cayó al agua. Tuvimos suerte de que este respetable señor nos
ayudara.
Todas las miradas recayeron encima del alto y apuesto joven que
esperaba con actitud despreocupada en un rincón del vestíbulo. Su pelo
castaño claro brillaba con los rayos de sol que entraban por los ventanales y
sus ojos celestes podían intimidar a cualquier hombre o mujer que se
interpusiera en su camino. Por sus espaldas anchas, se deducía que debía ser
un hombre acostumbrado a realizar esfuerzos físicos, seguramente debido a
su posición, debía ser un integrante del ejército. La Duquesa de Devonshire
no pudo reconocer al joven, por lo que muy discretamente empezó:
—Muchas gracias Lord...
—Lord Seymour, futuro Duque de Somerset y Teniente de la armada —
respondió el Duque de Devonshire, quien entraba sonriente en ese preciso
instante—. El joven Seymour, ha venido a visitarme hoy para informarme
de algunos asuntos de Estado pero mientras dábamos un agradable paseo,
hemos divisado la inminente catástrofe de mi querida Audrey—, relató
mientras se acercaba a su hija y le acariciaba el pelo cariñosamente—. Por
eso, Edwin fue a su rescate mientras yo llevaba los caballos al establo.
—Oh, muchas gracias, Lord Seymour. Le estamos muy agradecidos por
su ayuda. Le presento a mi hija mayor Audrey Cavendish —dijo la Duquesa
sin ningún reparo.
Audrey, que aún no había dirigido la palabra a su salvador porque no
habían sido debidamente presentados, lo miró todo lo firme que pudo y
consiguió decir:
—Encantada y déjeme agradecerle su oportuna intervención en el lago
—ofreció su mano para ser besada como correspondía.
El caballero dotado de unas formas tan impolutas como ella, hizo una
sutil reverencia al mismo tiempo que besaba el suave dorso de su mano
enguantado y... ¡empapado!:
—Ha sido un placer poder ayudar a una dama en apuros, pero déjeme
decirle Lady Cavendish, que estoy sufriendo de una terrible preocupación
por vos. ¿No va a padecer de fiebres si sigue sin ir a cambiarse de
vestuario? —dijo mirándola fijamente a los ojos con una mirada difícil de
entender.
De pronto, sus mejillas se sonrojaron al advertir que todo el vestido aún
estaba empapado y que estaba pegado a su cuerpo mucho más de lo debido.
¡Dios mío! La obsesión de su madre por encontrarle un buen candidato ya
estaba pasando de castaño a oscuro. No podía ser que su madre la hubiera
presentado en ese estado.
Con toda la calma que consiguió reunir, se despidió sólo como una reina
lo haría y subió todo lo rápido —y que las normas del decoro le permitieron
— esas escaleras que se le hicieron infinitas. Cuando llegó a la habitación
no esperó a que su doncella le ayudara a quitarse el vestido. Con una rabia
que le supuraba a través de los poros se despojó del corsé y de las enaguas
mientras odiaba profundamente a su "salvador”. Él sólo la había
considerado una dama en apuros a la que reprender en público.
Una vez en la tranquilidad de la tina repleta de agua caliente, rememoró
lo sucedido una y otra vez hasta comprender que, en realidad, se había
sentido cómoda en los brazos de ese tal “Edwin”.

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