Está en la página 1de 4

LA PERALES

(Un relato de Marcela Alluz)

La Perales robaba lápices de colores. Y hojas de las carpetas en los recreos. Y los crayones que
la seño dejaba en un vasito en el medio de la mesa. Nunca nada grande. Jamás una campera o
una merienda. Sacaba tonteritas, cosas que no hacían daño. Todas sabíamos que la Perales
robaba, y en esa complicidad muda que surge en la niñez, hacíamos como que no veíamos
cuando ponía la mano sobre algún objeto y lo arrastraba despacito hasta su lado. Pero siempre
hay una delatora, una estúpida niña con alma de justiciera, esa que de grande grita que ella
paga sus impuestos. Merendábamos en ronda sobre una mesita de fórmica en la hora de
Plástica y la Ibarra comía un alfajor enorme, triple, azucarado. Lo comía y los ojos de la Perales
lo comían también. La Ibarra lo saboreaba despacio, y sabía, yo sé que sabía que la otra moría
por un bocado de ese manjar. Todas lo sabíamos. Y la Perales, que siempre se había cuidado
de que nadie percibiera su hambre, vencida, desquiciada, sin vergüenza, se abalanzó sobre el
papel en el que caían las migas, lo dobló como una canaleta sobre su boca pequeña y se tragó
las sobras de eso que le estaba vedado.

Ladrona, le gritó la Ibarra. Todas sabemos que las cosas que se pierden las robas vos.

La Perales se quedó mirándola. Se miró las manos, se fue de la mesa.

Nunca más fue la Perales cuando la nombrábamos. Siempre fue la ladrona. La sin amigas, la
que en los recreos vagaba haciéndose la distraída porque nadie se juntaba con ella.

Cómo quisiera cruzarla alguna tarde y regalarle un alfajor enorme todo de azúcar y acariciarle
a destiempo las manos que en la infancia robaban lápices de colores.

José tenía diez años y una daga de abandono cruzándole la infancia. Un padre que jugaba al
músico marcando con su ausencia las tardes de plaza y una madre pájaro con más audacias
que certezas. Para José las palabras eran caminos de hormigas subversivas que jamás hacían
las filas sobre los renglones, y los números, gotas de lluvia desparejas que caían a chaparrones
sobre las hojas.

Corría en los recreos con el viento en la cara y mordía los puños del guardapolvo hasta dejarlos
raídos. José es feliz, decían quienes lo miraban, es un tunante, no le importa nada. Rompían el
aire sus carcajadas y le volaba en trinos la música de su risa. Seguramente iba a aprender al
ritmo de sus propios tambores, pero la gente grande y con delantal blanco, que de
diagnósticos sabe mucho, le colgó en la pechera letras enormes, en mayúsculas TDAH. La
madre y sus pocas certezas, que confiaba como se confía, con los ojos cerrados en la voz del
galeno, le alcanzó con el vaso de jugo, una pastilla en la mañana, antes del timbre y la bandera.
El padre aceptó sin pensar demasiado, bastante tenía con calcular las monedas mensuales.

A José se le enmudecieron los trinos de la risa y la sangre le circula embriagada de fármacos.


Ahora en las clases ya no le vuela el corazón barrilete remontando cielos de tormenta. Las
manos se le duermen quietas y el pájaro de su garganta ha olvidado el canto multicolor. Pero
las maestras están encantadas con este nuevo orden de las cosas, y no sale su carrera loca de
euforia al toque del timbre. Apenas sonríe y se le duerme en el pecho una paloma de silencio.
La madre siente que le han cambiado el hijo como en esos sueños negros que la asaltaban
algunas noches. José ha dejado de cantar su propia melodía y su voz es una más en el coro que
recita las tablas. Le han borrado la marca digital de su tonada, le han anestesiado la pirueta sin
red y ahora es uno mas en una fila de zombis que pareciera aprender, cuando en realidad se
ha perdido. La noria de la escuela gira sobre sí misma igual, idéntica, dejando una huella
circular que arrasa las diferencias. La daga que lo atravesaba ha dejado de sangrar, síntoma
inclemente que lo mantenía vivo, sin embargo seguirá cuerpo adentro sin evidencias que lo
nombren, doliendo como sólo duelen las heridas sin cerrar.

Heridas sin cerrar

Marcela Alluz

Viene a conversar conmigo. Se sienta y me mira desde el fondo de sus ojos. Mi desolado
niño sin madre, sonriendo siempre, a los banquinazos por esa vida adoquinada de
adolescencia.
No le importa que le esté yendo mal en la escuela.
Levanta los hombros y por un instante somos dos que
podríamos mandar a la mierda tanto protocolo y carpeta y contenidos actitudinales y señor
profesor.
Pero mi función me entrampa en una oficina donde a veces las alas no caben y me limito a
abrazarlo, a decirle que lo quiero y a jugar un ratito a que soy su madre y le acomodo el
cabello. Sí, me salgo del marco, me desbordo, me paro en la frontera de esta profesión que
me enfrenta a veces a las tinieblas del abismo y me prohíbe desde lo legal caerme en ellas.
Ilegal como me han criado, me caigo siempre abrazando y abrasándome por las letras
deshilvanadas y los balbuceos de estos niños mal amados por los cuales pierdo mi eje y mi
camino. Porque me es difícil no mezclar el sentimiento.
Porque es más fuerte que yo. Y porque creo firmemente, con las manos juntas y los pies
desandados, que el amor cura, sana, envuelve y materna.
Psicopedagoga, a veces
Marcela Alluz
Brasas.

Pusieron la foto de Tomi en un estado de whatsap del curso. Una en la que estaba distraído,
los ojos semicerrados, el pelo un desastre, la boca abierta.
Porfa, bajenla, pide, y recibe de respuestas risas y stikers. Llega llorando a la casa. No
quiere hablar. No cuenta. No quiere preocupar a la madre que demasiado tiene ya con el
trabajo de enfermera por las noches. La carpeta duerme el sueño eterno en la mochila y él
no quiere volver a la escuela para ser otra vez el blanco de las burlas. No encaja en los
grupos, nadie lo busca en los recreos, nadie se daría cuenta si un día no vengo más, se dice.
Pero hay una profesora que lo mira. Que advierte la chispa en los ojos cuando hablan de
poesía, que nota su tristeza y que pregunta.
Y tal vez sólo esa pregunta le devuelva a Tomi las ganas de quedarse, de encontrar en los
libros que ella le pasa, poemas de otra gente que también estaba sola y encontró el universo
de las palabras.
Pasa la tormenta, la foto que suben al estado de whatsap ahora es de otro. Y es ahí cuando él
se anima a avisar al preceptor, a hacer público el dolor a que son sometidos unos cuantos. A
veces es más fácil luchar por los demás que por uno mismo. Hay una madre que viene a la
escuela y hace un escándalo, otro profesor que plantea una clase sobre el acoso y más
adultos que se entrometen y logran hacer conciencia del daño.
Tomi vuelve esa tarde a la casa y la madre le alcanza un té con tortilla calentita.
Qué suerte que a veces, la taba cae boca arriba y se acomodan los
dados y el dolor pasa como un pájaro negro que vuela lejos. Qué suerte que aún hay poesías
y profes que miran y madres, aunque sean las de otro, que se animan a gritar en las escuelas.
Estado de whatsapp
Marcela Alluz

Amistades que salvan...


Mariquita, le dicen. Él se sienta solo. Pareciera que no le duelen las palabras de los otros,
siempre está sonriendo. Luciano tiene la voz suave y la mirada mansa. A veces, sólo a
veces, se le sale la risa aguda y echa la cabeza atrás con una delicadeza de ave. No se queja
cuando en gimnasia lo dejan a un costado porque el fútbol no le interesa, se acerca a las
chicas que a veces le permiten entrar en los partidos de vóley. El profesor lo saca
impiadosamente y pareciera no entender lo que le pasa. Confinado al costado de la cancha,
prefiere rendir oral los reglamentos, en diciembre.
Un día se le acerca una niña, no le dice nada, le da una manzana y se sientan los dos en un
banco a la sombra. Los desposeídos saben encontrar en otros la huella de la pena. Y algunos
tienen la lucidez de hacerle frente.
Los dos atraviesan la neblina oscura que es a veces la escuela, se cuentan sus cosas, sienten
que no están más solos.
Muchos años después se encontrarán en un museo, Luciano tiene barba y la misma
delicadeza de ave, Ella, dos niños de la mano. Se abrazan, las lágrimas se quedan pecho
adentro y se prometen llamarse. No importará nada si no vuelven a verse.
Saben, los dos, que hubo un tiempo en el que no hubiesen sobrevivido sin el otro.
La huella de la pena
Marcela Alluz
Libro Brasas
Ed. Sudestada

LA GORRA DEL EMI


Emiliano no se quiere sacar la gorra. El profesor lo aparta de la fila y lo retiene en el pasillo,
antes de entrar en el aula.
No me la voy a sacar, insiste, terco, ante la orden de hacerlo.
Se acerca la preceptora a ver qué sucede. Emiliano tiene los ojos con lágrimas. Él, que no
llora por nada ni por nadie. Ella lo lleva aparte y le pregunta qué pasa. No me la voy a sacar,
afirma y aprieta los puños. No me gusta mi pelo, estoy despeinado, no tuve tiempo ni de
mojarme la cabeza, dice, bajito, casi al borde del llanto. No te preocupes, lo calma la mujer
que no sólo toma asistencia como se dice a veces, con ironía.
Se acerca a la puerta, llama al profesor, le susurra unas frases, casi al oído, y le hace señas a
Emiliano para que pase a su asiento. El docente muerde su indignación como a un fruto
amargo, y en el recreo se acerca y esgrime que fue pasado por alto, que va a perder el
respeto de los estudiantes, que a partir de ahora todos se sublevarán y querrán entrar de
gorra y en cualquier momento hasta con un antifaz. Sigue enumerando los cataclismos que
seguirán a esta insubordinación, olvidando tal vez de lo que fue tener quince años y la
propia estima armándose como un castillo de arena. De que el respeto se gana de otras
formas y no exponiendo a un adolescente al propio sufrimiento. Que muchas veces hay que
perder para ganar. Que lo que importa realmente es que Emiliano esté en el aula, que se ría,
que aprenda, que no tenga el alma detenida en su pelo revuelto. Que a los quince años la
gorra, a veces es el único borde al que amarrarse cuando el viento de la inseguridad sopla
tan fuerte.
"La gorra del Emi" Marcela Alluz, de su libro Brasas.
A Manu lo trae la preceptora. Estaba llorando en el curso, dice, no nos quiere contar que le
pasa. Manu no levanta la cabeza. Las gotas de lágrimas le mojan el jean. Quedamos en
silencio. Ella no me quiere más, susurra. Me siento sobre las manos para no abrazarlo. Para
no estrechar esa pena de quince años contra mi pecho, para no intentar consolar ese dolor
que le late en la sangre. Me cuenta, entre sollozos, como puede, la forma en que su novia lo
dejó. Me devolvió todas las cosas, relata. Y nombra un oso, tres cartas, la mitad de una
medalla.
Me bajo una escalera entera para ponerme a su altura. O la subo, no lo sé. Retroceder el
alma a los quince años para volver a morir de amor, para no caer en las frases estúpidas y
decir que de amor nadie se muere. Apelar al recuerdo de aquella que fui con el corazón
tiernito y la piel sin cicatrices. Y desde ahí, desde esa adolescente que fui, macerada con
esta otra que voy siendo, buscar las palabras que aunque sea, apaciguen semejante pena.
Que le hagan lugar a su dolor, que le ayuden a buscar un modo de que no lastime tanto, que
le aseguren que ya va a pasar, que le confirmen que el corazón se le va a romper cien veces
más pero que se vuelve a parchar, aunque en el momento parezca imposible.
Le doy un chocolate, me acepta. Se lo pone en la boca. Me voy al recreo, dice y se pasa el
dorso de la mano por los ojos.
Lo miro cuando se va, con un poco de pena y mordiéndome la lengua para no decirle, Sabes
Manu ¿Sabes qué envidia morir de amor?
Morir de amor
Marcela Alluz

También podría gustarte