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El vuelo del ranoraky

Sergio Cossa
EL VUELO DEL RANORAKY

© 2014, Sergio Cossa


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informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por
registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor.
Agradecimientos

A Valentino y Stéfano, inagotables fuentes de energía y orgullo para mi corazón.

A Blanca, compañera incondicional y llama que encendió mi manuscrito abandonado por meses.

A Rubén Padula, maestro de escritores y excelso corrector de un borrador que tomó otro camino
luego de sus consideraciones.

A mis amig@s que desde los primeros capítulos me estimularon a continuar escribiendo.
Prólogo

Nunca existieron fronteras entre ciudades y bosques; de lo contrario se habrían fijado pautas
para la coexistencia de seres elementales y humanos. Aun así, esta obra seguiría siendo necesaria
como disparador para la conciencia colectiva. El vuelo del ranoraky es una fantasía urbana
contemporánea que nos introduce a un mundo real, lo maravilloso se desprende de una manera
testimonial en cada uno de sus personajes.
Dos jóvenes adolescentes de distintas especies deciden cruzar umbrales para asumir sus
respectivas esencias. La narración se desliza ágil hacia un mundo que conocemos, pero no podemos
ver. Algunos de sus personajes se nutren del espíritu de personas que existieron y que nos dejaron un
testamento de su compromiso con la vida, esto nos presenta un pequeño desafío a la intuición o la
sensibilidad.
Es de ponderar las voluntades que se suman a lo largo de esta historia, las mentes que se abren
para poder vislumbrar lo que antes estaba vedado. La diversidad del lenguaje nos sitúa aún más en la
realidad contemporánea, identificando al lector en sus diferentes expresiones.
El vuelo del ranoraky se manifiesta en todos los bosques, en todas las selvas, en cada lugar
donde la naturaleza expresa su sabiduría; allí estuvo desde la creación, pero fue necesario que
desplegara sus alas y emprendiera un alto vuelo hacia la “civilización”; el motivo está plasmado en
la exquisita narración de esta obra.

Blanca Acosta
Capítulo I

Celina mira a través de la ventana. El sol de la tarde de otoño se desploma tras los cerros.
Siluetas de sombras compiten contra una explosión de naranjas, ocres, verdes y azules. Más allá de
la ciudad y trepando por las laderas, el bosque comienza su ilusión de nieblas y misterios. Una paz
melancólica se derrama y destella en el cristal de la ventana de la habitación.
El contraste a tanta armonía se encuentra adentro. El televisor batalla para vender cruceros
caribeños en el corte comercial de una serie para adolescentes. Sentada en la cama con la netbook
sobre sus piernas, Celina se desprende del ensueño del atardecer e intenta concentrarse en los
ejercicios de álgebra. Difícil tarea porque, además de aborrecerlos, las ventanas del chat no paran de
titilar y la música de rock de su equipo de audio estremece cada rincón. Para completar la distracción,
un mensaje de su inseparable amiga Yvonne llega a su celular.
–Q acs noche
El texto se ajusta al lenguaje criptográfico que los jóvenes crearon para interactuar con la
tecnología, sin preocuparse de gramáticas o errores ortográficos.
¿Qué contestar? ¿Que su único deseo es pasar la noche en la disco, abocada a una persecución
alucinada de Mauro? ¡No le interesa nada más! Correr en búsqueda de una ubicación, una escalera,
un sitio estratégico; un lugar que le permita encontrarse en el momento exacto, dentro del radio de
acción de esos ojos verdes de los que está enamorada hace tiempo. No es solo que Mauro la vea;
además, deberá mostrarse divertida y rodeada de amigas, a fin de manifestar sociabilidad. Tendrá
que vestirse con algo que disimule su cuerpo de «gordita». Todo por un instante, un segundo eterno
que se diluirá al pasar Mauro a su lado sin reparar en su presencia. Y otra vez a perseguir; a reubicarse,
a exponerse.
Escribe el mensaje de respuesta con una mezcla de enojo y tristeza:
–Ma no deja salir xq tengo estudiar.
Allí se quedará, un domingo a la noche previo a la prueba de álgebra.
A Celina no le va bien con las exactas. Matemáticas, Química, Física pertenecen a esa
variedad de materias en las que el profesor es el culpable de todo. Sin que importe el género, siempre
hay un ignorante, una bruja, un soberbio o una arpía en su dictado. La peor es la profe de Física: no
sabe explicar, no repasa ninguna unidad, y en los exámenes pregunta sobre temas que nunca vieron.
Esas horas resbalan demasiado lentas para Celina.
Ella ama Literatura. No como sus compañeras, que esperan ansiosas ese módulo para recrear
sus ojos con el carismático profesor Diego. Le apasiona analizar las obras propuestas a estudio; las
desmenuza; se inmiscuye en la vida de los personajes; llora y ríe con ellos; revive en su piel los
sentimientos de cada autor. Es el corolario de infinidad de novelas y cuentos leídos desde su niñez.
Un amor estimulado por sus padres cada noche, cuando aún no comprendía el significado de los
pequeños símbolos negros que discurrían entre dibujos de duendes, hadas y príncipes. Cientos de
libros colman los estantes de la biblioteca que abarca la pared a su derecha. Conserva los primeros,
los más apreciados. Los que llegaron a su conciencia en la panza de su madre, dieciséis años atrás.
Creció envuelta en letras, en páginas de amor, misterio y viajes; se nutrió de mundos fantásticos. Los
libros son su inviolable refugio cada vez que la vida la enfrenta a tristezas y desencantos; a
desgarradoras circunstancias, como el divorcio de sus padres. Omnipresentes, generan una coraza
detrás de la cual encuentra sosiego y equilibrio.
Sus pensamientos vuelan desde Mauro a Yvonne. Desde los Stones a las ventanas del chat.
Imposible que se detengan en los ejercicios matemáticos.
Escucha un par de golpes ahogados y ve a Patricia, su madre, que entra y le señala el equipo
para que baje el volumen. La habitación vibra con «Paint it, Black»; con un gesto de malhumor toma
el control remoto y lo apaga.
–¡Cómo podés concentrarte con tanto ruido y además el televisor encendido!
Su madre está de pie, con las manos en la cintura, imitando la pose de los profesores que
amenazan con amonestaciones.
«La idea es no concentrarme», piensa, mientras cierra el chat.
–El año pasado tomaste clases particulares para no llevarte Matemáticas. Este año comenzaste
con un cuatro en la primera prueba. No voy a permitir que se repita esa historia. El colegio es la única
obligación que tenés y no es posible que lo desatiendas. La vida no es solo amigas, internet y salidas.
Cuando los demás disfruten de las vacaciones, vos te la vas a pasar resolviendo ejercicios y rind…
–¡Mamá! ¡Terminá con ese discurso que ya me sé de memoria! Estoy estudiando, el televisor
está sin volumen y la música no me distrae –si no finaliza la discusión pronto, se transformará en una
letanía de consejos y amenazas–. Si no querés que ponga música, no la pongo y apago el televisor,
pero dejame estudiar tranquila.
–Llamó tu padre y me dijo que le avisés si necesitás ayuda con álgebra.
Daniel es contador de una empresa importadora de productos químicos para el agro. Se
divorciaron con Patricia cuando Celina aún no cumplía siete años. Pasado un período de
confrontaciones, sostiene una relación afectuosa con ambas.
–No, mamá. Lo que necesito es que me dejés sola y no me distraigás más. Tengo hambre,
¿vas a preparar algo para cenar hoy, o será comida rápida como siempre?
Patricia se retira de la habitación, dejando la puerta entreabierta.
–¡Cuando sirva la cena te llamo para que bajés a comer! –vocifera escaleras abajo.
Celina no la escucha; comprende que Patricia cumplió con su representación de madre
responsable. Se calza los auriculares y los Stones vuelven a vibrar en sus oídos, invitándola a marcar
el compás con movimientos de cabeza. Retorna a su netbook, abre el chat y lee el nick que lleva días
escrito: «Tus ojos verdes son duendes que desaparecen cuando los miro». En un impulso de
desprecio, lo borra y escribe lastimando cada tecla: «ALGEBRA TE ODIO».
Un cóctel de sensaciones la colma. Enojo, fastidio, tristeza. Busca a través de la ventana el
ensueño del bosque cercano. Le fascina encontrar formas caprichosas en los jirones de niebla del
atardecer. Pero ya anocheció. El cristal solo refleja la luz interior, los muebles, sus peluches, los
afiches de bandas de rock adheridos a la pared. Apaga la lámpara y queda en penumbras para apreciar
cómo la noche juega entre cerros, árboles y casas. El cristal desiste de su labor de espejo y su
transparencia le concede una visión tenebrosa de la oscuridad profunda.

Sentado en una de las ramas altas de un pino añejo, Sibelis observa el bosque que se precipita
ondulante por los cerros. Más abajo, penetrando entre los últimos árboles como una garra, la ciudad
enciende sus luces tempranas. A mediados de otoño, el sol escapa tibio y los días se acortan. La brisa
del atardecer se siente más fresca, pero aún es agradable demorarse en el mordisqueo de una manzana,
mientras los pensamientos traen evocaciones y vuela la imaginación.
Sibelis no tiene recuerdos antiguos, porque si bien casi cumple cien años, es un duende
adolescente. Muy lejos de los cuatrocientos y tantos años de su padre, y más alejado aún de la
incontable edad de Saleno, el anciano consejero.
A pesar de su juventud, conoce la historia ancestral de su pueblo; se la narraron desde que
balbuceó sus primeras palabras. Leyendas, anécdotas, fábulas, sucesos tristes y alegres. Legendarias
batallas entre el bien y el mal. Absorbió cada gota de las memorias de su especie, porque un príncipe
heredero debe conocer su pasado, para decidir sus acciones con justicia, honradez y en beneficio de
todos.
La ciudad ya existía cuando él nació; más pequeña y alejada del bosque, temerosa de sus
misterios y peligros. Pero no siempre estuvo allí. Hubo épocas remotas en que solo la espesura y las
altas sierras dominaban el lugar. Arroyos transparentes hendían la región, con el acarreo de la savia
vital para los seres que habitaban entonces. Hadas, duendes, elfos y ninfas pululaban entre las flores,
el follaje y las fuentes de agua de los manantiales.
Los bosques lo proveían todo. Néctares libados con deleite; variados frutos dulces y amargos,
semillas, raíces, tallos tiernos. La naturaleza exhibía su riqueza, para sostener el equilibro mágico de
una comunidad que la protegía y la adoraba. Ella les ofrecía alimentos, abrigo, moradas. Paisajes
majestuosos en los que la vida brotaba sin cesar. Los almacenes de víveres permanecían repletos,
para desafiar la escasez del invierno. Magos y hechiceras hallaban sus ingredientes para pócimas,
conjuros y potajes en cualquier escondrijo donde supieran husmear.
Formaban pequeños reinos y se llamaban «seres elementales», dado que cada especie
prevalecía en un elemento de la naturaleza: elfos y duendes en la tierra, hadas en el aire y ninfas en
el agua. Extintos hacía milenios, los dragones habían dominado el fuego.
Sus territorios se superponían, pero no surgían conflictos. Disponían y consumían recursos
específicos y los que debían compartirse eran racionados y distribuidos por la Unión de Consejeros
de Reyes y Reinas.
Se regocijaron por una vida holgada, solo incomodada por incursiones aisladas de bandas de
orcos y goblins, otros «elementales» agresivos. Surgían de las entrañas de las sierras y eran repelidos
con magia y flechas.
Sibelis divaga con sus recuerdos, mientras dibuja en su mente la imagen de un bosque varias
veces más extenso que el actual, e inspira el aire contaminado que llega hasta allí. En sus escasos
años vividos, puede observar cómo la ciudad se agiganta y engulle árboles y arroyos.
Un zarandeo de hojas y ramas llega desde abajo y lo distrae de sus cavilaciones. Agitado y
con la boca abierta, el rey Tencos alcanza la rama en la que descansa su hijo.
–Hay veces que intento convencerme de que estos pinos crecen más y más, pero la realidad
es cruel y simple: los años comienzan a negarme las alturas.
–¡Hola, padre! ¿Qué hace el Rey de Duendes empeñado en escalar el más alto de nuestros
pinos? ¿Tendré que correr en búsqueda del mago Loreto, para que use su pócima de reanimación?
–No me ridiculice, hijo. Si me hubiera visto hace doscientos años saltando de árbol en árbol
estaría orgulloso de mí.
–¡Es una broma, querido padre! Pero reitero mi pregunta: ¿qué hace por estas alturas?
–Quiero hablar con usted. El consejero Sumón me ha consultado si el Príncipe Sibelis se
encuentra bien, ya que no asistió la última semana a las clases sobre Economía del Reino.
El Ministerio de Consejeros es el encargado de instruir al príncipe sobre las funciones que le
incumbirán como futuro rey. Saleno, el más longevo y sabio, dicta Historia, Mitos y Leyendas. Sibelis
adora las tardes que transitan entre narraciones y libros antiquísimos. Asimila cada palabra que versa
sobre los ancestros. Toma relatos y párrafos y los graba a fuego en su memoria. Considera que el
conocimiento del pasado es la llave universal que mantendrá abiertas las puertas del reino a un
porvenir de paz y esplendor. De igual forma, aprecia las horas en las que el mago Loreto le explica
las recetas de pócimas, encantamientos y hechizos. El príncipe no dominará los poderes secretos de
los duendes, pero cuando le ataña reinar, deberá estar al corriente de cuáles serán los recursos a
proteger, para mantener viva la magia de los seres elementales.
–Padre, sabe que no me causa placer asistir a las clases de economía. Sumón es el más
aburrido y estricto de los consejeros. ¡Números, números y más números!
–Los números harán de usted un rey íntegro, que sabrá distribuir las riquezas entre sus
súbditos. La economía tiene la misma importancia que la historia y la magia. Un rey virtuoso es un
rey mago con los números.
–Pero, ¿cuál es la función de los consejeros entonces? ¿El rey no tiene exigencias más
trascendentes que un mero recuento de haberes y recursos? ¿No debería el rey delegar esas
actividades mecánicas y aplicarse, por ejemplo, a recorrer los hogares de su reino, para conocer las
necesidades y los sentimientos del pueblo?
–La función de los consejeros es informar sobre sus ámbitos de conocimiento. Para tomar las
resoluciones convenientes está el rey, y para ello debe dominar y comprender todo lo relativo a la
historia, la magia, las relaciones con sus vecinos y los números. Prométame que mañana visitará al
consejero Sumón y le dedicará todas las horas perdidas.
Sin esperar respuesta, el rey Tencos inicia un descenso precavido.
Sibelis se sumerge en nuevos pensamientos. No son los recuerdos que lo embargaban antes
de la llegada de su padre; ahora reflexiona sobre algo que desde hace tiempo ronda en su mente: en
pocos días celebrará sus cien años de vida y la consejera Alonis juzgará si se encuentra apto para
iniciar los paseos por la ciudad de los humanos.
Capítulo II

Los festejos por el cumpleaños del príncipe duran varios días. Se repiten banquetes, juegos y
competencias de magia y baile que enfrentan a efebos desafiantes. Las familias del bosque desfilan
frente a la corte real donde manifiestan su beneplácito y prodigan regalos al heredero del trono. No
es un aniversario más.
Hace tiempo que Sibelis concurre a las clases de la consejera Alonis, la anciana que mora en
uno de los árboles próximos a los edificios de los humanos. Ella instruye a los jóvenes en el arriesgado
arte de conducirse y pasar desapercibidos por calles, casas o parques. Los adiestra con métodos para
filtrarse en las cocinas y recolectar galletas, sabrosos dulces y frutas, o los manjares que representan
el café y el chocolate.
Un duende puede, además, prestar ayuda a los humanos cuando estos se encuentran ante
situaciones desesperadas; de ese modo, suelen evitar un accidente o colaborar en alguna producción
atrasada. Aunque lo que más adoran es encender luces mágicas en los dormitorios oscuros de los
niños, hasta que al fin se duermen sin miedo.
Muchos años atrás, dos duendes artesanos recibieron una medalla de honor por parte del rey
Tencos. Ellos pasaron noches completas en la ciudad, fabricando zapatos para un matrimonio de
ancianos zapateros quienes no tenían para comer. Todos los días el zapatero llegaba a su taller y
encontraba regios calzados que luego vendía a muy buen precio. Una mañana los duendes se
quedaron dormidos y el anciano alcanzó a verlos antes de que desaparecieran. Ya no regresaron al
taller, pero se corrió la voz de su existencia, y la imaginación de los humanos alimentó fábulas y
cuentos sobre criaturas de fantasía.
–Usted ya conoce toda la teoría para desplazarse entre los humanos –dice Alonis–. ¿Abriga
realmente deseos de estar cerca de ellos, mi querido Príncipe?
–¡Es lo que más he deseado en estos años! Quiero permanecer entre las personas y
escucharlas. Necesito adquirir experiencia para entenderlos. Conocer lo que piensan y sienten para
comprender por qué destruyen y contaminan el bosque, el aire y el agua de los arroyos. Por qué
atacan tan salvajemente a nuestra naturaleza.
–¡Comprender a los humanos! Llevamos más de un milenio en ese intento, desde que llegaron
y alzaron las primeras casas. Me temo que sus deseos son por demás ilusorios… Pero con la esperanza
de que lo logre, le entrego mi autorización para que salga del Reino de los Duendes y recorra la
ciudad de los humanos cada vez que lo desee.
La anciana ata al cuello de Sibelis una cinta de la cual cuelga una pequeña piedra roja. Es el
salvoconducto para pasar a través de los guardianes del bosque.
–¡Comenzaré hoy al atardecer! Para mi primera visita quiero sentir la protección de la
oscuridad. Consejera Alonis, ¡acaba de darme el mejor regalo de cumpleaños!
Sibelis emprende una carrera veloz rumbo a su pino. Desea prepararse antes de la partida,
aunque solo llevará la extraña bolsa que le regaló el mago Loreto, quien afirma que en ese pequeño
trozo de piel podrá introducir cuanto quiera, porque jamás se llenará. No cargará nada más. En esta
incursión apenas si rondará cerca de alguna casa y evitará cualquier encuentro con las personas.
El sol, burlándose de su ansiedad, no termina de esconderse tras los cerros. Cuando al fin sus
rayos solo dejan un crepúsculo tenue, Sibelis desciende del árbol y se encamina hacia la ciudad.
Cerca de los límites del bosque, bajo la luz de la luna, se encuentra con los guardianes.
El rey Tencos no posee ejército. Si en alguna oportunidad los atacan, todos los súbditos se
preparan para la defensa. Con el correr del tiempo perfeccionaron su sistema defensivo, luego de que
hadas, ninfas y elfos se marcharon y quedaron solos en un bosque cada día más pequeño. Consiste
de una variedad de trampas distribuidas por todo el territorio. Además, lanzan hechizos y
encantamientos, organizados por el Consejero de Defensa Marodon y el mago Loreto. De ese modo
rechazaron las últimas invasiones de goblins.
Lo que sí tiene el reino es una guardia permanente ubicada en cada acceso al bosque. En esos
puestos se instalan duendes voluntarios que controlan todo lo que entra y sale. Solo pueden salir los
que estén capacitados para interactuar con los humanos, puesto que es muy peligroso que un duende
distraído sea atrapado. Ocurrió una vez, siglos atrás, y el pobre se transformó en un espectáculo de
circo, hasta que pudieron rescatarlo.
–¿Quién es usted y qué desea? –pregunta el guardián.
–Soy el Príncipe Sibelis y voy camino a la ciudad.
–¿Tiene usted el salvoconducto?
El joven exhibe la piedra roja que cuelga en su pecho mientras piensa: «con o sin piedra, hoy
iré a la ciudad».
Al constatar la autenticidad del permiso, el guardián cede el paso.
–Disfrute usted de un buen paseo, Príncipe. Le aconsejo que preste atención a los transportes
humanos, son muy veloces y si se descuida los tiene encima.
Sibelis agradece la advertencia y marcha decidido al encuentro de los humanos.

García… Perinoli… Acosta… Mendoza…


Cuando escucha su apellido, Celina camina desde la última mesa, que comparte con Yvonne,
hasta el escritorio del profesor a retirar su evaluación de Matemáticas. Hubiera preferido cavar un
pozo profundo y lanzarse de cabeza; o reducirse mientras avanza, hasta desaparecer con el siguiente
paso. Pero allí está, acercándose, mientras observa la mirada sarcástica del «pelado imbécil». Sabe
que su nota es lamentable; que no acertó uno solo de esos jeroglíficos. Practicó y estudió, dedicó
horas robadas a sus salidas, pero no hubo modo; al sentarse frente a la hoja, su mente se cerró en un
blanco intenso y los ejercicios se le presentaron como escritos en chino.
–González fue castigado con un cero porque descubrí que copió. El uno que le puse a usted,
Mendoza, debe tomarlo como un estímulo. En realidad, también debió recibir un cero, ya que no
resolvió ni uno de los puntos propuestos –dice el profesor y provoca un coro de risas–. Imagino que
de no mediar algún espíritu benigno que la asista, nos encontraremos repetidas veces en las mesas de
examen.
«Morite, idiota», piensa Celina, mientras toma el papel y regresa a su asiento. A través de sus
lágrimas ve cómo se regocijan algunas de las arpías del curso. No llora por la nota, sino por lo que
representa: gritos histéricos de su madre, recomendaciones de su padre, castigada sin salidas a bailar,
clases particulares que luego de nada servirán y muchas posibilidades de pasar el verano estudiando.
Yvonne la espera con pañuelos de papel y con miradas de rencor hacia quienes ríen; muchos
de ellos tampoco aprobaron, pero explotan la docilidad de Celina para gastarle todo tipo de bromas.
Se deja caer en la silla y seca sus mejillas sin levantar la vista. ¿Qué obligación tiene el profesor de
ridiculizarla delante de sus compañeros? ¿Con ese comentario cínico logrará que ella apruebe la
materia?
Rodrigo, a su izquierda, sujeta su hombro.
–Tranqui, Celi, a la salida nos vamos a comer algo. Le avisás a tu mamá que no vas a almorzar
y así hasta la noche no tenés que sufrirla.
–Ese imbécil no tiene derecho a tratarla así –dice Yvonne–; tendríamos que unirnos todos y
quejarnos con el rector.
Rodrigo es el más sensato y lógico del curso; no habla demasiado, pero cuando lo hace es
invariable que se escuche un comentario compartido por la mayoría.
–Será perder el tiempo. Primero dicen que van todos y después arrugan, te dejan solo y te
comés las amonestaciones y el mal trato de los docentes. Lo mejor es dejarlos a estos tipos. Ya tienen
la vida jodida; hasta que se jubilen van a ver cómo nosotros pasamos y crecemos y nos olvidamos de
su existencia.
»Mirá, Celi, con Matemáticas yo no tengo problemas, me saqué un diez hoy; Yvonne también.
La semana que viene nos juntamos los tres a estudiar y te explicamos hasta que no te quede duda.
Celina comprende el doble significado de la propuesta de Rodrigo: por un lado, la ayudarán
en Matemáticas, por otro, él compartirá junto a Yvonne más horas de lo habitual en el colegio. Sabe
que su amigo gusta de Yvonne desde hace tiempo.
Yvonne es una adolescente preciosa. Alta, con un cuerpo armónico y envidiable, su cabello
negro enmarca un rostro atractivo en el que chispean sus ojos azules. Es en todo diferente a su amiga.
La sonrisa de Celina, sus bucles pelirrojos y unos ojos adorables la rescatan a medias, a la vista de
los kilos de más que tiene para su baja estatura; aunque esto no la agobia. También se diferencian en
el carácter. Celina se muestra serena, juiciosa; ama la paz de su cuarto, la música y la lectura; tiene
pocos amigos, pero los cuida como un tesoro invaluable. Yvonne, toda pólvora y efervescencia,
irradia seducción sin proponérselo. Rodeada de aduladores, salió con muchos pretendientes. Celina
nunca probó un beso.
Cuando suena el timbre que anuncia el fin de las clases de la mañana, los tres se dirigen a un
restaurante cercano. El otoño acomete con una llovizna pegajosa; las nubes bajas oprimen el corazón
de Celina. Sus amigos la animan con propuestas de salidas a la disco, pero no logran levantarle el
ánimo. Al cruzar la calle observa hacia el bosque lejano; a esas horas suele resplandecer de colores
que llenan su espíritu, pero solo vislumbra una tristeza de grises y brumas.
El restaurante desborda de alumnos que almuerzan comida chatarra, mientras se gastan
bromas y cruzan infinidad de mensajes de texto. Compran hamburguesas y gaseosas y buscan una de
las escasas mesas libres.
–No tendría que haber pedido nada, no tengo hambre –dice Celina, obligándose a pasar un
bocado con un trago de gaseosa.
–Ya está, Celi –dice Yvonne–. Olvidate de esa nota. ¡Es viernes! Esta noche a bailar y a
divertirse. No le digas nada a tu vieja; le decís que las pruebas se entregan el lunes y así no te jode el
fin de semana.
–No es la mejor idea, porque si se entera va a ser peor; pero creo que podés arriesgarte. No
va a cambiar nada que lo sepa hoy o el lunes –dice Rodrigo.
–Está bien, pero vos Yvonne venís conmigo, porque si estoy sola no me va a salir la mentira;
se va a dar cuenta al toque y me quedo sin salir y sin internet todo el finde.
–Vos dejá que yo me encargo de Patricia. Le doy un beso, le digo: «mi mamá preferida» y se
olvida del tema. El lunes, cuando se lo cuentes, estaremos los tres estudiando en tu cuarto, en especial
«ese chico serio y responsable que es Rodrigo», como dice ella.
–Y yo le aseguro que te explicaré hasta que entiendas todo y que no va a necesitar pagar profe
particular y zafás –dice Rodrigo.
Celina se relaja y se atreve a pasear la mirada por el salón. Cuando llegaron, sintió que todo
el mundo la observaba. Ahora nota que la situación vuelve a la normalidad: nadie repara en ella.
Descubre a Mauro en otra mesa, rodeado de compañeros. El corazón le salta un par de latidos y luego
emprende una carrera. Experimenta como si estuviera dentro de la escena de una película con efectos
especiales, donde la imagen queda difusa excepto un punto en el centro; el centro es Mauro. Proyecta
su presencia sobre los demás; los eclipsa con su belleza y energía. Alto, atlético, es el jugador base
del equipo de básquet que ganó el campeonato intercolegial. No se distingue por sus calificaciones,
pero los directivos igual lo atesoran como modelo de alumno. Ya termina el secundario y ella, que lo
ama en silencio desde siempre, comprende que es el último año, la última oportunidad de verlo a
diario y soñar con que un día notará su existencia.
De pronto, los ojos verdes que ama miran hacia su mesa y se detienen. Celina siente el calor
subir a su rostro y se imagina roja y tonta. Absorta, con el vaso en la mano, no atina más que a
susurrarle a Yvonne:
–Me está mirando.
–¿Quién?
–Mauro. Está en aquella mesa y mira para acá –lo dice con la vista fija en el plato que tiene
delante.
–Celi, ya te lo dije mil veces: es un estúpido, un arrogante y tiene diez mujeres atrás. ¿Qué
podés esperar de alguien así? Sos demasiado sensible e inteligente para estar todo el tiempo soñando
con él. Además, te lleva como medio metro.
–Pero me gusta, lo amo y no puedo dejar de pensar que el año que viene no lo veré más.
–¡Y eso será lo mejor que te pueda pasar! Ni loca saldría con alguien que lo único que hace
es hablar de sus conquistas deportivas y femeninas.
–En cambio yo…
Celina enmudece, Mauro se levanta y camina hacia ella. Se siente transpirar, agitarse. ¿Qué
contesta si la saluda? ¿Cómo podrá siquiera articular una palabra? Mauro, sonriente y con paso ágil,
llega hasta la mesa. Pasa por detrás de Rodrigo, apoya las manos en los respaldos de las sillas de las
chicas, se inclina entre medio de ellas y con voz segura dice al oído de Yvonne:
–Quiero bailar con vos esta noche.

Lloviznó el día entero y si bien ahora está despejado, un manto húmedo cubre a la ciudad.
Sibelis deambula por los barrios de la periferia, saltando entre charcos de barro y veredas chorreantes
de basura nauseabunda. Las luces de las calles crean halos de claridad en la opacidad de la noche.
Casi no se observan humanos y el sector aparenta ser dominio de perros y gatos. Algunos vehículos
circulan rápido y por momentos salpican agua sucia y grasienta.
No necesita ocultarse: los seres elementales habitan en un plano dimensional distinto al de
los humanos. No son invisibles: los animales sí pueden distinguirlos, aunque los respetan como seres
superiores. Solo pueden ser observados por las personas si deciden pasar al plano humano, o cuando
toman alguna pertenencia humana para guardarla entre sus ropas; en ese momento, transcurre una
temeraria fracción de segundo en la cual se tornan visibles contra su voluntad. Tampoco son
inmateriales. No atraviesan paredes o puertas. En ocasiones, duendes imprudentes quedaron
encerrados por horas en armarios, baúles o heladeras.
Sibelis inicia su primer paseo con cautela y sin intención de ingresar a las viviendas, pero
puede más su curiosidad y decide conocer el interior de alguna. Unos pasos más adelante alguien
abre una puerta y corre a deslizarse dentro. No siente miedo, sino una emoción briosa y la certeza de
que su vida ya no será igual; de que el mundo de los humanos lo despojará de su adolescencia en
forma prematura.
La habitación se muestra abarrotada de muebles. Sillones, mesitas, lámparas, televisor,
computadora. Conoce los nombres de los objetos humanos. La consejera Alonis se tomó años
exhibiéndole miles de dibujos que los duendes diseñan en sus recorridas y luego incorporan a las
bibliotecas del reino.
Sigue al humano mientras este enciende las luces y camina hasta la cocina. Su refinado olfato
le acerca un fresco aroma. Observa sobre la mesa una fuente con manzanas y peras apetecibles. El
dueño de casa se dirige al baño y Sibelis ve la oportunidad de llevarse algunas frutas. Trepa a una
silla para alcanzarlas y escucha un bufido para nada amistoso: un perro enorme que casi lo dobla en
estatura, lo mira hosco desde la puerta. Sibelis supone que el animal seguirá los códigos ancestrales
de respetar a los seres elementales y continúa trepando. Esta vez oye un gruñido más violento y el
perro avanza unos pasos hacia él. Lamenta no haber traído nada para defenderse. Posee un buen
bagaje de polvos mágicos para repeler ataques, pero quedaron en su árbol. Ya sobre la mesa, toma
una manzana y la introduce en la bolsa. Se dispone a guardar una pera en el momento en que el perro
se yergue como una columna, apoya sus patas delanteras en el borde de la mesa y lo sorprende con
un ladrido atronador; gruñe, muestra sus colmillos y se alista para el ataque. El príncipe comprende
que, aunque el animal no debe agredirlo, él invade sus dominios y roba la comida del amo. Tiene que
buscar una salida y rápido.
–¡¿Qué pasa, Froxo?!
El humano sale del baño, sorprendido al ver a su mascota ladrándole a la fuente con frutas.
Al sentir la estimulante presencia del amo, el perro salta sobre la mesa y su aliento caliente empaña
los ojos del duende, dilatados por el pánico.
–¡Qué hacés en la mesa! ¡A qué le ladrás, perro loco! –se dirige a la puerta del patio– ¡Afuera!
Froxo no lo escucha y abre sus fauces sobre la cara de Sibelis. Este, de improviso salta al
suelo, rueda y emprende una carrera frenética hacia la salida del patio. Mientras escapa, llegan los
ladridos y el retumbar de las patas del perro, lanzado detrás de él.
«¡Dónde hay un árbol!», piensa con vértigo, buscando en la oscuridad. Un gato negro, quizás
asumiendo que el enojo del perro es con él, pasa maullando veloz y trepa a un álamo alto. Sibelis
sube por detrás y al alcanzar las primeras ramas evita un formidable mordisco. Siente que le explota
la cabeza y tiembla de miedo. En otra rama, habituado a esas huidas, el gato lame su pelaje
desordenado y observa tranquilo al perro, que ladra desde abajo.
Después de unos minutos Froxo se aburre y regresa bufando a la casa. El príncipe concluye
que se disipó el peligro y desciende del árbol con precaución. Su corazón rebosa de latidos exaltados
y sus piernas tiritan cuando escala el muro del patio, gana la calle y se encamina de regreso al bosque.
Por ser su visita de iniciación, soportó demasiadas emociones.

A la mañana siguiente, mientras saborea la sufrida manzana que trajo de la ciudad, medita
sobre lo ocurrido. No tuvo casi oportunidad de emplear las enseñanzas que recibió sobre los humanos.
Sí, notó la suciedad y la contaminación en que viven, puesto que perdura en su nariz el mal olor de
los residuos. Además, la única persona a la que se acercó, no le pareció tan alta como las percibe en
los dibujos. Lo más revelador que rescata es el tremendo susto que le brindó el perro. Ahora
comprende por qué tanto recelo para permitir que los duendes vayan a la ciudad: es mucho más
peligrosa que el bosque. Pero él es un príncipe heredero y ningún escollo lo detendrá. Dispone
regresar ese mismo día.
Esta vez viajará prevenido. Junto a la bolsa mágica, anuda a su cinturón un morral de piel
cargado de pócimas y brebajes elaborados con las instrucciones del mago Loreto. Lleva consigo
polvillos que causan efectos variados. Algunos se utilizan para la defensa: provocan parálisis, miedo,
sueño, pequeñas explosiones. Otros generan audacia, velocidad, energía y hasta curan heridas poco
profundas. También incluye entre sus pertrechos una fina vara de madera, que puede hacer centellar
para iluminar una habitación.
El sol brilla a mitad del cielo cuando se presenta ante los guardianes del bosque y parte ansioso
hacia la ciudad. Marcha decidido a no interferir ni ocasionar conflictos; anhela prestar atención y
abrir sus oídos a los diálogos de los humanos.
A medida que recorre las primeras barriadas, advierte la actividad y la agitación del día.
Cientos de vehículos laceran sus oídos. Los hay de todo tipo y tamaño; algunos transportan una sola
persona y otros parecen a punto de estallar, con tantos pasajeros en su interior. Despiden un pestilente
humo que irrita los ojos y provoca accesos de tos. ¿Cómo pueden vivir así?
La noche anterior, los edificios asemejaban montañas grises salpicadas con unas pocas luces
de ventanas. Ahora comprueba la variedad de colores, matices y estructuras. Las fábricas
descomunales lo subyugan con sus chimeneas que exhalan humaredas pardas, similares al hocico de
los dragones que surcaron los cielos hace milenios. Las solía observar a lo lejos, desde lo alto de los
cerros. Al pasar cerca, esos gigantes de piedra y acero lo intimidan. Camina con sumo cuidado y se
recuerda que no es incorpóreo; aunque no lo vean, pueden propinarle un pisotón o acabar debajo de
las ruedas de un vehículo.
Llega a una esquina y se halla ante una ancha avenida. Los humanos esperan impacientes
para cruzarla, mientras los automóviles circulan a gran velocidad. Conoce acerca de esos aparatos
luminosos llamados semáforos, los vio en los libros de Alonis y entiende su funcionamiento. Por lo
tanto, permanece junto a las personas hasta que se encienda la señal para marchar.
Hay un cambio de luces, los vehículos se detienen y el príncipe camina junto a los que
atraviesan la avenida. Experimenta como si se desplazara por un desierto de piedra, tatuado con líneas
blancas manchadas de aceite. En el bosque no existen semejantes espacios abiertos y le resulta
fascinante. Distraído, no presta atención al nuevo cambio de luz del semáforo y a los transeúntes que
ya alcanzan la otra vereda. Los automóviles aceleran y Sibelis, que aún transita por la mitad de la
avenida, se precipita despavorido hacia adelante. Advierte que jamás llegará al otro lado. Sin detener
la carrera, abre el morral que cuelga de su cintura y extrae un puñado de polvo azul. Faltan varios
pasos para llegar, un automóvil amenaza con aplastarlo y en su mente surge la imagen de los colmillos
de Froxo a punto de morderlo. Lanza desesperado el polvo mágico hacia el vehículo y este se detiene
como si lo hubieran adherido al cemento. Al instante, un chirrido corto es continuado por un
estruendo de metales y vidrios destruidos.
En la seguridad de la vereda, blanco de pavor y rodeado de curiosos que observan el accidente,
puede ver a otro automóvil incrustado detrás del que paralizó. Ambos conductores descienden con
gritos e insultos. Sibelis se percata de que ninguno resultó herido y considera que ya no es necesario
permanecer en el lugar.

Una tarde de sábado distinta y triste. Lo usual sería que se conecte con sus amigas para
organizar la salida de la noche. En cambio, deambula sin destino por los linderos del bosque, mientras
escucha música con su celular. Celina adora las caminatas en soledad; se complace de la frescura que
emana de los árboles, y del sosiego contrastante con el alboroto de la urbe. No se aventura sola dentro
del bosque, lo bordea entre campos sembrados y pastizales. Así, deja volar sus pensamientos. Esta
tarde es diferente: no camina para su deleite, sino para escapar al encierro de su habitación.
Perdura el sabor amargo del día anterior, cuando Mauro se acercó a su mesa. Nunca se sintió
tan ignorada. Percibió el apretón reconfortante en su mano, por parte de Rodrigo. También agradeció
escuchar cómo su amiga rechazó la invitación. Sin embargo, el brillo triunfal en los ojos de Yvonne
manifestó que siempre será la preferida de los chicos. Eso vulneró su autoestima aún más. Después,
permanecieron toda la tarde juntos, pasearon, recorrieron algunas plazas. A pesar del desánimo que
la llovizna le provocaba, sus amigos lograron que sonriera y dejara de lado el mal momento. Pero
comprendía que cuando quedara a solas no pararía de llorar; y así ocurrió. Luego de la cena, su madre
comentó que iría con amigas al cine y regresaría tarde; Celina dijo que no iba a salir, que volviera
cuando quisiera. En su cuarto, rechazó los llamados con súplicas de Yvonne y Rodrigo para que fuera
con ellos a la disco. Necesitaba estar alejada de todos. Lloró mucho durante la noche. No solo a causa
de Mauro, o del colegio; tenía lágrimas acumuladas desde hacía tiempo. Dolor por un padre casi
ausente y una madre que era genial, pero que no entendía sus limitaciones de adolescente y no la
sentía su amiga. Desconsuelo de saber que abrigaba en su corazón amor y ternura para ofrecer, pero
nadie acudía a la cita. Lloró porque sí, por la presión que sentía en sus ojos, para desahogarse y en
esencia, porque reconocía su principal aflicción: se sentía rodeada de soledad.
Las sombras se vuelven largas y el bosque esgrime sus enigmas nocturnos, escoltado por la
neblina que germina entre los árboles. Celina exhala un suspiro hondo y decide que es hora de
retornar a su casa y procurar cobijo en la paz de los libros.

Luego del susto inicial en la avenida, la tarde luce mejor para Sibelis y no se repiten episodios
indeseados. Visita edificios en los que ve muchas personas, pero no se detiene a escuchar las
conversaciones. Ingresa a uno, embelesado por el exquisito aroma a café que despide. El local rebosa
de mujeres y hombres sentados en torno a mesas. Varios forman grupos; comen o beben, entre
discusiones animadas; otros, asilados, leen o miran distraídos a través de las ventanas. «Este es un
lugar que volveré a visitar. ¡Hay tanto para escuchar y aprender!», piensa, mientras agrega a su bolsa
unos cuantos granos de café y sobrecitos con azúcar.
Durante su regreso hacia el bosque se siente feliz. Toma conciencia de la empresa que se
propuso y recuerda la frase de Alonis: «¡Comprender a los humanos!». Emprende un gran desafío,
¡pero lo seducen la ciudad y sus habitantes!
De frente se aproxima una joven humana con pasos tranquilos y las manos hundidas en los
bolsillos del pantalón. Su rostro refleja paz y congoja. Contempla sus ojos enrojecidos y las líneas de
lágrimas en las mejillas.
El llanto no es posible en los seres elementales. Pueden sentirse melancólicos o apenados,
pero jamás aflora una lágrima a sus ojos. Saben que los humanos lloran tanto por tristeza como por
alegría. ¿Qué emociones los rigen para que ocurra ese fenómeno? ¿Será doloroso? ¡Es uno de los
misterios que está dispuesto a resolver!
Posterga su retorno y sigue a la joven. Ella continúa su marcha durante largo rato con paso
cansino, hasta que se detiene frente a una puerta e ingresa, con Sibelis enredado entre sus piernas.
–Mamá, ya estoy en casa –dice Celina en voz alta sin obtener respuesta, excepto las risas de
Patricia y amigas en la cocina. «Sonamos, cena con visitas hoy», imagina mientras sube a su cuarto.
Como de costumbre, enciende el equipo de música, rebusca entre sus discos compactos y se
decide por uno de AC/DC, lo introduce y lleva el volumen al máximo. Sibelis abre los ojos
desorbitados y cree que sus oídos finos estallarán; sus entrañas vibran descontroladas, cada vez que
suena el bajo de Cliff Williams y le sobreviene el impulso de escapar de esa locura. Pero solo son los
primeros momentos, porque ese descontrol termina por gustarle. Cada vez que él tiembla con el
«BUM BUM» del bajo, la joven dice sí, con la cabeza. Esa música suena muy diferente a la que ellos
componen en el bosque. La música de los seres elementales es para los oídos; lo que escucha ahora
llega desde el estómago.
Celina recorre con el dedo los libros de la biblioteca, hasta que se detiene en el tercero de «El
Señor de los Anillos».
–La batalla final –dice en voz alta, recordando que la batalla final entre el bien y el mal, es el
pasaje más emocionante de su libro preferido–. Ideal para un sábado a la noche.
Se recuesta en la cama a leer y olvidarse de todo y de todos.
Sibelis imita el gesto de Celina y pasa el dedo por los libros de los estantes. Algunos se ven
viejos, con rayas y trazos de colores; otros, parecen infantiles por sus dibujos. Los hay, también,
llenos de números y fórmulas. Finalmente, encuentra libros sobre duendes. Toma uno de esos y con
prisa lo lleva a su bolsa. Si Celina hubiera mirado en ese momento, habría vislumbrado, como en un
destello, la pequeña figura con un libro en la mano.
–Nos volveremos a encontrar, ojos llorosos –dice a la joven, sin importarle que ella no lo
escuche. Se encamina hacia la puerta y pone en práctica las enseñanzas de Alonis para manipular
picaportes.
«Entró un duende», se figura Celina, mientras evoca el popular dicho que se expresa cuando
las puertas o ventanas se abren solas.
Al salir, Sibelis toma nota de la dirección: «Albert Einstein 676». No duda de que regresará
a esa casa.

Mientras recorre los senderos nocturnos del bosque, Sibelis medita acerca de los libros sobre
duendes. «Si nosotros escribimos libros que tratan de la vida de los humanos… ¿por qué ellos no
escribirían los suyos, si imaginan nuestra existencia?»
Se siente agotado y hambriento cuando llega a su pino, pero satisfecho por el día que disfrutó.
A la mañana comenzará la lectura del libro, ahora lo único que desea es descansar. A medida que el
sueño lo acaricia, un pensamiento arriba a su mente y lo sienta en su lecho de hojas y plumas; ¡su
tarea será el doble de complicada! Si quiere evitar la agresión al bosque y asegurar el futuro de su
reino, no solo deberá conocer a los humanos. Además, los humanos tendrán que saber de su existencia
y aprender sobre cómo viven los duendes.
Capítulo III

«…se distinguen por su pequeño tamaño y sus orejas puntiagudas. Algunas especies son de
nariz grande y otras, reducida; su cabello es largo y a veces suelen ser peludos y llevan largas garras.
Generalmente tienen la estatura de un niño pequeño, aunque también son descritos subtipos más
diminutos…».
«…el color de su piel es variado: hay duendes verdes, azules, rojos… pero son más frecuentes
los que se asemejan al hombre…».
A la consejera Alonis se le dibuja una sonrisa molesta, mientras lee algunos pasajes del libro
que llevó Sibelis al bosque.
–La imaginación de los humanos no deja de sorprenderme; si alguna vez, por un descuido
fugaz, vieron a un duende y les llamó la atención su estatura y sus orejas, eso es aceptable… ¡pero
de allí a figurarnos como peludos y con largas garras!
–¿Y de colores? Solo puedo pensar en el mago Loreto, cuando fallan sus experimentos y
termina teñido con sus polvos mágicos –agrega risueño Sibelis.
–Cuidado, joven Príncipe, si esas palabras llegan a los oídos de mi viejo amigo, el que quedará
multicolor por un tiempo será usted.
Alonis continúa leyendo:
«…cada 100 años roban hermosas niñas humanas, para luego desfigurarlas hasta que se
parezcan a ellos, y así hacerlas sus esposas, porque entre los duendes no hay género femenino…».
–¿Supone usted que su madre o yo somos en realidad mujeres humanas? ¿Se figura al Rey
Tencos, mientras ingresa furtivamente a una casa en la ciudad y rapta a una pequeña humana, para
luego desfigurarla (vaya una a saber con qué métodos), y volverla Reina de Duendes?
–Será necesario conseguir más libros de otros autores para comparar sus ideas; tal vez no
todos piensen igual de nosotros.
–Los humanos, cuando se refieren a los seres elementales, se encuentran ante un
inconveniente sin resolución: solo pueden especular; debido a esto es que leemos semejantes
tonterías. Por el contrario, los libros que escribimos sobre ellos, se basan en información empírica
recopilada durante generaciones.
–Ellos ven al bosque como un lugar turístico o para obtener recursos. Si supieran de nuestra
existencia, entenderían que es nuestro hábitat y no lo destrozarían como lo hacen.
–¡Los humanos no tienen consideración con su propio hábitat! ¿Qué preocupación les
causaría destruir los árboles de unos pobres duendes? Viven rodeados de residuos; sus fábricas
despiden vapores que queman el aire; sus transportes hacen lo mismo, a lo que debemos sumar el
ruido con que destruyen sus torpes oídos. Y conoce usted la pésima calidad del agua que beben…
No respetan a la naturaleza y con la excusa de mejorar sus condiciones de vida, obtienen lo opuesto.
He visto dibujos en los que imaginan a sus ciudades del futuro aisladas bajo una cúpula de cristal, y
fuera de ellas solo desierto y aire contaminado.
–Señora Consejera, usted supone que los humanos no modificarán su conducta. Yo presiento
la amenaza que se cierne sobre el reino si esa conducta no se corrige. En estos mil años se exiliaron
elfos, hadas y ninfas. Los duendes supimos adaptarnos. ¿Pero cuánto tiempo más resistiremos?
–¿Al ritmo de destrucción humana? No más de cien años… Observe mi casa, que siempre
construyo en los linderos del reino; este último siglo tuve que mudarla tres veces. La primera vez,
una fábrica humana derramó desechos inmundos al arroyuelo que bañaba mi puerta. En otra, mataron
a los árboles y los reemplazaron por campos de cereal; en la tercera volvieron a destruir árboles para
abrir la carretera que partió por el medio a nuestro bosque…
Conversa sin apartar los ojos del libro; pasa las hojas con apatía, deteniéndose en las
ilustraciones absurdas que imaginan los humanos. Sibelis se siente exaltado. Advierte la resignación
en la consejera y su vitalidad adolescente se rebela.
–¿Acaso llegará el día en que debamos desterrarnos también nosotros? ¡Voy a luchar para
que eso no ocurra! Este es nuestro reino; aquí están nuestros antepasados; nuestra historia y razón de
vida; aquí está mi futuro y el de los demás duendes; y por sobre todo, aquí está Uriama. Pediré a mi
padre que reúna al Ministerio de Consejeros. Tengo un proyecto para presentar a consideración.
Alonis cierra el libro, sobresaltada. Transcurrieron más de setenta años desde la última vez
que se reunió el Ministerio de Consejeros; para que eso ocurra, debe existir algún hecho trascendente.
Los consejeros son ancianos y no les agrada trasladarse desde sus moradas hasta el Árbol del Consejo,
situado en el centro del bosque. En aquella oportunidad lo hicieron alarmados por el avistamiento de
bandas de orcos y la sospecha de una invasión que no se produjo.
–Querido Príncipe, no conozco su proyecto, pero le adelanto que necesitará batallar por meses
para conseguir esa reunión, si es que lo logra. Recién entonces se iniciarán las sesiones y asambleas.
Discutir, votar, volver a discutir… Mi consejo es que saboree su juventud, aproveche su energía,
aprenda a ser un gran rey y delegue los cuestionamientos que se le presentan a nosotros, los ancianos.
Sibelis especuló con reservar el contenido de su proyecto hasta dicha reunión, pero cree
necesaria la aceleración de los acontecimientos.
–Consejera, en dos días pienso presentarme ante los humanos y proclamar la existencia de
los seres elementales.

Al día siguiente a su conversación con Alonis, el príncipe heredero acude a exponer su


proyecto al Ministerio de Consejeros, congregado en pleno y de urgencia en el Árbol del Consejo.
Este es un pino inmenso y añejo del cual, como se contempla la muy avanzada edad de los usuarios,
apenas si se utilizan las ramas bajas, más robustas y seguras.
Allí se encuentran los ocho: el longevo Saleno, como presidente; el mago Loreto; Sumón, el
consejero de economía; Alonis; Marodon, encargado de la defensa; Surino, quien se responsabiliza
de las comunicaciones en el reino; la consejera de educación, Danalisa y Alephis, estudioso del clima
y la naturaleza, el más joven, con sus cuatrocientos ochenta años.
Se percibe un clima de contrariedad y descontento. Tuvieron que delegar cuestiones
perentorias a sus ayudantes y algunos, como Sumón, viajaron durante la noche para arribar a tiempo.
El rey Tencos se muestra perturbado. No integra el Ministerio de Consejeros ni participa en los
debates, pero ante una eventual igualdad en los votos, se encarga de inclinar la balanza para uno u
otro sector.
–Honorables Consejeros, una sesión extraordinaria fue requerida y es mi deseo expresarles
mis disculpas por distraerlos de sus actividades. Mi hijo pretende ampliar la información sobre su
proyecto, del cual ustedes dispusieron de un adelanto.
Los ancianos se sientan en dos ramas que se extienden a una misma altura; la que ocupa el
rey se localiza algo más elevada y la empleada por los invitados y oradores, debajo de todas. Allí se
descubre Sibelis, bajo la mirada impaciente de los personajes fundamentales del reino. Cuando inicia
su discurso sus palabras fluyen seguras.
–Honorables Consejeros, extiendo mis disculpas a las de mi padre. Comprendo los
inconvenientes que causo, pero les garantizo que mi propuesta los justificará. Somos conscientes de
cómo la ciudad absorbe nuestro bosque cada día; en mis escasos años pude ver esfumarse árboles,
arroyos y fuentes a una velocidad vertiginosa. El bosque actual es la mitad de lo que era entonces.
Los humanos no poseen límites y perfeccionan sus medios de agresión.
El príncipe circula por su rama y salta su mirada por los presentes, incluyendo a su padre.
Nota cómo las caras de fastidio de algunos se transforman en semblantes apremiados por la
preocupación. Prosigue:
–Mil años llevamos estudiándolos y aún no logramos comprender por qué obran de ese modo;
por qué se agreden a ellos mismos y a su entorno. El problema es que ya no disponemos de tiempo;
o detenemos su avance o en menos de un siglo estaremos exiliados.
Sumón, el economista, interrumpe a Sibelis con su voz áspera:
–Somos completamente conscientes de este problema; no es necesario que nos lo recuerde.
Vaya directo a su propuesta, que según entiendo tiene un alto porcentaje de rechazo.
Sibelis continúa:
–Lo que está demostrado es que no es suficiente con aprender de ellos. ¡Nos arrollan y nada
podemos hacer! Mi propuesta es invertir los roles. Que los humanos se percaten de la existencia de
los seres elementales y que así aprendan de nosotros; que comprendan cómo nos podemos beneficiar
mutuamente y de ese modo respeten nuestro hábitat.
Se suceden murmullos y comentarios entre los consejeros. Unos, como Sumón y Marodon,
manifiestan un desacuerdo explícito; otros, entre los que se cuentan Loreto y Alephis, convienen que
el proyecto no suena descabellado y debe analizarse.
Saleno alza la voz y el silencio invade el Árbol del Consejo:
–Crecí, como todos en el reino, a la expectativa de los avatares de los humanos. Mi padre y
mi abuelo narraron historias de visitas de humanos al bosque, muchos años antes del asentamiento
de las primeras viviendas. Describieron cómo los seres elementales intentaron mostrarse y entablar
contacto, pero siempre los vieron como fenómenos extraños. Las personas procuraron atraparlos y
llevarlos como curiosidades de circo –el consejero ahora dirige su discurso a Sibelis–. A partir de
esas épocas, se concluyó que lo preferible para nuestras especies era permanecer en el plano
elemental. Cientos de años después, con el sostenimiento de esa conducta de exclusión, apenas
subsistimos y desaparecemos poco a poco. Voy a expresar mi opinión: soy partidario de examinar la
propuesta del Príncipe, a fin de procurar una solución para revertir nuestra decadencia.
De nuevo los murmullos saltan de rama en rama, mientras Sibelis no aparta sus ojos
expectantes del anciano. El Consejero de Defensa habla en el inicio del debate, pronunciándose en
contra de la propuesta. Afirma que conoce los sistemas de armas de la especie humana. No abriga
ninguna duda de que, si deciden atacar al bosque, en pocos días los seres elementales serán
extinguidos. Nada podrán hacer algunas trampas y encantamientos frente a semejante poder
destructivo.
El mago Loreto reconoce que jamás derrotaría a los humanos con su magia. Al mismo tiempo,
plantea por qué estos deberían reaccionar de modo tan agresivo. La experiencia histórica es negativa
en los encuentros que existieron, pero sería necesario poner a prueba la evolución de la mente
humana. Tal vez lograron suficiente grado de madurez y de criterio reflexivo y se hallan en
condiciones de acceder a una convivencia pacífica.
La consejera Alonis lee en voz alta un pasaje del libro de Sibelis:
–«La especie humana, con su tecnología y supuestos adelantos, solo logra destruirse.
Contamina, desforesta, extingue. Los duendes, por el contrario, son los protectores y guardianes de
la naturaleza. Por ello es que decidieron alejarse de los humanos».
Luego prosigue:
–Hay personas que escriben esto, aunque son ignorantes sobre nuestra forma de vida. Hay
otras que lo leen. Pienso igual que Loreto: tal vez la mente humana evolucionó en estos siglos.
Saleno levanta un brazo para solicitar silencio y se dirige al príncipe:
–Lo invito, joven, a que se retire del Árbol del Consejo. Iniciaremos nuestras deliberaciones
y cuando tomemos una decisión, solicitaremos su presencia.
Sibelis efectúa una reverencia leve y antes de descender mira a su padre. En sus ojos percibe
esperanza y orgullo y comprende que ambos sentimientos brillan gracias a él. El orgullo de un rey
que observa a su hijo comportarse como un duende adulto, y la esperanza de que ese proyecto tan
fuera de lo común logre salvar el futuro del reino.

Las horas pasan y Sibelis no halla ubicación en su pino. Trepa hasta la rama más alta y pierde
la vista hacia la ciudad; al rato desciende, camina por los alrededores y vuelve a trepar. Si el
Ministerio de Consejeros rechaza su proyecto, nada cambiará en su vida; continuará los caminos
recorridos desde siempre por los duendes del reino. La diferencia es que esos caminos, a medida que
transcurran los años, los acercarán cada día más al exilio o a la extinción.
¿Y si lo aceptan? Pasa del abatimiento a la euforia en instantes. ¿Cómo lo resolverá? ¿Se
presentará ante las autoridades humanas como algo natural y cotidiano? ¿Asistirá en solitario o lo
acompañarán otros duendes? ¿Conducirá su proyecto al ocaso acelerado del mundo elemental? Estos
pensamientos le surcan la mente cuando se aproxima un ayudante del rey: los consejeros solicitan su
presencia.
La noche opaca los reflejos vespertinos del bosque y Loreto esparce polvillos fosforescentes
que otorgan un aura de luminosidad al Árbol del Consejo. Sibelis ocupa su rama con el corazón que
retumba de ansiedad y vuelve a mirar a su padre. Cualquiera haya sido la decisión del Ministerio, no
modificó el semblante del rey.
–A lo largo del día deliberamos para arribar a una resolución que beneficie a los habitantes
del reino –Saleno habla en representación de los demás consejeros–. Tuvimos posiciones
coincidentes y antagónicas; cada uno expuso sus argumentos válidos para apoyar o rechazar la
propuesta. En definitiva, como ancianos y sabios que somos, arribamos a una determinación sin la
necesidad de que el Rey Tencos use su voto mediador. Su propuesta, joven Príncipe, fue aceptada
bajo una serie de condiciones que el consejero Sumón detallará.
Un cúmulo de sensaciones recorre el cuerpo del príncipe hasta hacerlo temblar de ansiedad y
alegría.
–«Solo el Príncipe podrá exponerse a los humanos. Nadie lo acompañará, hasta que
evaluemos sus reacciones.
»En caso de ser apresado, el Príncipe no revelará información acerca del reino.
»Asimismo, ningún duende correrá el riesgo de rescatarlo, a fin de evitar caer en una trampa.
»El Ministerio de Consejeros estará facultado para suspender su proyecto en cualquier
momento, si la situación acarrea peligro para el reino».
Sumón finaliza la lectura y Saleno prosigue:
–Príncipe Sibelis, reconocemos la importancia de su proyecto, pero debemos velar por la
seguridad del reino. Los seres elementales valoramos la vida por sobre todas las cosas. Si usted es
capturado o empleado como diversión humana, la pena y el desarraigo lo llevarán a la muerte.
Comprenderá que un fracaso puede significar la pérdida de su vida y aún peor, la ruina de nuestra
especie. Le pregunto delante del Rey Tencos y del Ministerio de Consejeros: ¿Desea afrontar el
peligro de mostrarse a voluntad ante los humanos?
–Con toda la fuerza y esperanza de mi corazón.

A mediados de semana, la vida de Celina discurre normal y recupera su ánimo. Además,


ahora tiene a quién consolar. En el parque cercano al colegio escucha el relato de Rodrigo, sentados
en un banco de madera tallado con nombres y corazones:
–El domingo nos fuimos a la disco con Yvonne. Charlamos y bailamos toda la noche; al final
le confesé que estaba enamorado de ella. Me miró como despectiva y me dijo: «Te quiero mucho
como amigo, pero jamás podría enamorarme de vos». Ese «jamás» me destruyó; así que le pedí
disculpas y me fui.
Celina conoce del desencuentro porque Yvonne se lo contó. Su amiga opina que Rodrigo es
un desubicado, ya que ella en absoluto le dio motivos para suponerse algo más que un amigo. Rodrigo
se ve abatido, desilusionado y con el corazón en la mano; sus ojos claros son de vidrio y su voz se
quiebra. Lo más triste es que sus amigos ahora se muestran distanciados.
La brisa otoñal dispersa las hojas por los senderos, mientras unas nubes escasas se empeñan
en ocultar los rayos de sol. El paisaje invita a románticos y soñadores a recrearse entre aromas y
colores placenteros. Para los melancólicos, es un atardecer taciturno. Celina ve reflejado su propio
dolor en el rostro de su amigo. Unidos en la angustia, se siente menos sola y hasta es capaz de dar un
consejo:
–Olvidate de Yvonne, no es para vos. Y no porque no la merezcas, sino al revés. Es mi mejor
amiga, pero no es un modelo a seguir. Su valor más importante es la apariencia. Y tiene razón:
«jamás» se podría enamorar de vos, porque sos demasiado adulto para ella.
–¡Ya sé que es así! Vive para exponerse y para que la admiren. Lo comprendo. Pero mis
sentimientos no le dan bola al cerebro y pasan derecho a mi corazón. Yvonne está en mi corazón
como Mauro está en el tuyo. Los dos sabemos que no tenemos oportunidad, pero igual estamos
colgando de un hilo, con el miedo de que si se corta nos vamos hasta el fondo.
Cuando Sibelis le dijo a Alonis que en dos días se mostraría ante los humanos, lo hizo como
excusa para acelerar los tiempos de los consejeros. La realidad es que decidió buscar a una persona
especial para presentarse; alguien que no reaccione con gritos desaforados y que no se precipite a
buscar una cámara para filmarlo. Concibió que, si un humano lee cuentos sobre duendes, con
seguridad estará lleno de sueños y preparado para enfrentarse a uno real. Se equipa con su habitual
bagaje, introduce el libro en la bolsa mágica y parte hacia donde vive la joven de ojos llorosos. La
observará durante un tiempo y cuando se presente la ocasión propicia, hablará con ella.
Llega a media mañana y no halla cómo ingresar a la casa, así que merodea a la espera de que
entre o salga alguien. Pasado el mediodía observa que una mujer abre la puerta y se apresura a entrar
junto con ella. Sube hasta el cuarto de la joven y lo encuentra vacío. Deja el libro en la biblioteca y
comienza a explorar el lugar. La habitación muestra las paredes atestadas de fotos y posters. El más
llamativo cubre la cabecera de la cama; es el de un humano de ojos celestes, largo cabello castaño y
barba; sostiene una espada en actitud desafiante; se lee en grandes letras doradas «THE LORD OF
THE RINGS».
Sobre la cama y también en un rincón hay muñecos de peluche: osos, elefantes, perros, niñas
humanas. Dos de ellos le interesan, porque según las imágenes y descripciones del libro que llevó al
bosque, son un duende y un hada. «El hada está aceptable excepto por esas absurdas alas, ¿pero por
qué nos imaginarán tan feos y viejos a los duendes?», piensa.
Se acerca a la ventana y observa cómo se extiende el bosque a lo lejos. El sol entibia el día,
el verde y el ocre otoñal resplandecen contra los tejados y paredes grises. Intenta descubrir su pino o
algún árbol conocido, más desde esa distancia no logra distinguirlos. Prosigue su excursión y se
enfrenta a dos puertas con rejillas de madera. Salta y tira del picaporte; se abren de súbito y dejan
caer zapatos, ropa arrugada y algunas revistas sobre su cabeza. Retrocede espantado y con la mano
dentro del morral con polvos mágicos, intuyendo que es una trampa humana, similar a las que ellos
colocan en el bosque. Al fin comprende que se trata del guardarropa de la dueña del cuarto. En
completo desorden, eso es evidente. Introduce los objetos como puede, pero siempre alguno resbala
y cae. Cuando logra que queden adentro ya no puede cerrar las puertas. Agitado por la batalla contra
el placard, se dice:
–Que se lo atribuya a los duendes. Voy a leer un libro mientras la espero.
Pasa horas en la lectura de pasajes de libros de distintos géneros y termina interesándose por
uno de historia humana. Desde cinco mil años atrás, el texto solo informa de guerras. Guerras por
conquista; guerras por independencia; guerras por religión; guerras por dinero o por mayor poder.
Solo guerras. Cientos de ilustraciones y fotografías acompañan los datos, fechas y nombres. Observa
líderes montados a caballo, mientras esgrimen espadas e incitan a miles de soldados a avanzar; otros,
más modernos, posan al pie de sus relucientes aviones.
Sibelis medita sobre el contraste entre los seres elementales y los humanos. Piensa que los
separa no solo el plano dimensional en el que existen; la diferencia sustancial es la violencia propia
de la especie humana; una violencia que parece ser parte de su naturaleza. Ni siquiera los orcos o los
goblins la ejercen de ese modo. Ellos, las veces que emergen de sus cavernas para atacar, lo hacen
para sortear períodos de hambre o de escasez de recursos. Los humanos, conjetura, atacan por placer.
Siente hambre y baja para procurarse algo más apetitoso que las frutas que trae. La mujer,
que él supone es la madre de la joven, toma té en el comedor mientras ve televisión. Sibelis rebusca
por el lugar y lo único comestible que divisa son dos galletitas en una bandeja sobre la mesa.
Imposible tomarlas sin ser visto, por presuroso que sea. Trepa a una silla y busca un medio de
distracción; roza con su mano el control remoto del televisor y este cae al suelo.
–¡Ay! ¡En qué momento lo tiré!– exclama la mujer y se inclina a recogerlo.
De inmediato prueba si el control funciona, pero algo se ha roto. Fastidiada, lo deja a un
costado y cuando quiere tomar otra galleta, no queda ninguna en la bandeja.
Sibelis retorna a los libros y extrae las galletas de su bolsa para degustar el manjar. Sin
embargo, solo le dejan un sabor áspero a cereal seco, así que también come unas frutas. Continúa
leyendo y como el sol se esconde tras los cerros, extrae su vara de madera y la frota para que ilumine
apenas el espacio donde se encuentra.

Celina repasa las palabras de Rodrigo mientras regresa a su casa en la despedida del atardecer.
Él dice ser racional y ella una soñadora; pero ambos experimentan un mismo dolor: el del amor en
un solo sentido. Al llegar, la cruza a Patricia, quien parte rumbo a su clase de gym. Parece su hermana
mayor. Aún no cumple cuarenta años y conserva una figura esbelta, producto de sesiones diarias de
aerobic y de rigurosa dieta. Su indumentaria joven e insinuante completa el cuadro de mujer atractiva.
Luego de diez años de divorciada, su vida gira en torno de amigas en situaciones similares:
divorciadas, separadas, solteras; comparten reuniones, cenas y salidas a bailar. Gracias a los ingresos
de una boutique que posee y la mensualidad que aporta el padre de Celina, gozan de una vida sin
sobresaltos económicos.
–¡Hija! ¡Hace dos días que casi no te veo!
–Si te quedaras una noche en casa con seguridad me verías. Podríamos hablar y contarnos
cosas de nuestras vidas y no solo explicarte cómo voy en el colegio.
–Esta noche voy al cine con unos amigos… Te prometo que mañana cenamos juntas y nos
ponemos al día. ¿Tal vez hay algún noviecito dando vueltas? ¡Llego tarde! Te dejé ensaladas en la
heladera o si querés llamá y pedite algo. Ah, el control remoto del televisor de abajo no funciona.
Las últimas palabras se pierden cuando Patricia cierra la puerta del auto.
«Mañana… el fin de semana… la semana que viene... pero nunca estás», piensa, mientras
toma un yogur con cereales y se dirige a su cuarto.
Un problema que le acarrea el alejamiento de Yvonne y Rodrigo es que no se concretarán las
reuniones para repasar matemáticas. No quiso recordárselo a su amigo; por ahora intentará resolver
sola los odiosos ejercicios.

El estómago lleno de Sibelis y muchas horas de lectura le provocaron una somnolencia que
lo obligó a cerrar los ojos. Adormilado, se sobresalta cuando la joven entra al cuarto y con premura
guarda la vara en el morral, para que deje de alumbrar.

Antes de encender la lámpara, Celina percibe una luminiscencia que se esfuma en un segundo.
Es como una campana de luz difusa color ámbar, que atribuye a un reflejo del exterior. También ve
algunos libros dispersos por el piso.
«Siempre igual, voy a empezar a cerrar la puerta con llave», piensa. Algunas amigas de su
madre tienen hijos pequeños y Patricia les presta libros que luego quedan en cualquier lugar de la
casa.
Deja sus carpetas en el escritorio de estudio y enciende la netbook. Revisa sus correos y pasea
por las fotos y videos que sus amigos suben a internet; escribe comentarios en algunos blogs y
finalmente ingresa al foro donde se opina sobre libros, su lugar favorito para enterarse de las
novedades de las editoriales. Los usuarios del foro son como ella: lectores incansables que llenan sus
intervalos de soledad con las letras de escritores y poetas.
El príncipe, sentado en el escritorio al lado de la netbook, observa las manos de Celina que
vuelan entre el teclado y el ratón. En el reino existe escasa información sobre las computadoras y le
fascina ver cómo la máquina responde veloz ante cada click o presión de tecla.
La joven se levanta de la silla, enciende el televisor sin volumen y el equipo de música; Sibelis
espera el rock pesado y vibrante que gana sus oídos. Lo embriagan esos sonidos que invitan a marcar
el ritmo con los pies de forma involuntaria. Poco sabe de ejecutar instrumentos musicales. Apenas si
obtiene melodías simples al soplar una caña ahuecada. Estudiará la forma de explicarles a los músicos
duendes cómo lograr esas notas tan excitantes y conmovedoras que escucha.
Celina no regresa a su escritorio, sino que se dirige a la puerta que conduce al baño. Curioso,
el duende la sigue y encuentra un ambiente de tonalidad rosada y cortinas con dibujos de flores
también color rosado. Es la primera vez que entra a un baño humano y llama su atención el bidet; lo
observó en ilustraciones de los libros de Alonis, pero no recuerda para qué se utiliza. También hay
una bañera con ducha. La joven hace correr el agua caliente y comienza a desvestirse. Sibelis escapa
hacia el dormitorio con el rostro encendido por la vergüenza.
Relajada por la ducha caliente y vestida con una salida de baño, Celina regresa a su escritorio,
dispuesta a resolver los ejercicios de matemáticas financieras que debe presentar al día siguiente.
Toma la carpeta y sin entusiasmo lee las consignas y examina los problemas. Se le presenta la
resolución de diversos casos de interés simple y compuesto y no sabe ni por dónde comenzar. Repasa
lo visto en clases, busca información en internet, pero los números y las fórmulas son un galimatías
imposible de comprender. Escribe, tacha, agrega un paréntesis aquí, una raíz cuadrada allá… mas
nada tiene sentido. Le pedirá a Rodrigo que le copie los ejercicios antes de clase. Pero si el profesor
la obliga a resolverlos, se dará cuenta de que la ayudaron y en realidad no sabe del tema.
–Celina, preparate para otro uno mañana, porque no lo vas a entender nunca –se dice mientras
baja a la cocina en busca de las ensaladas.
Sibelis escucha por primera vez el nombre de la joven y le suena a canto de ninfas. Las últimas
que habitaron el bosque se fueron durante su infancia y aún tintinean en sus oídos esas voces que se
mezclaban con el agua de las fuentes donde vivían. Observa cómo ella padece con sus tareas y
reflexiona: «Yo también aborrezco los números y a estos ni siquiera puedo descifrarlos. Pero sé de
alguien que va a alegrarse ante un pedido de cooperación».
Celina regresa al cuarto con una bandeja con la cena. Apaga el equipo de música y se sienta
en la cama a comer y ver televisión. Escucha que se abre y cierra la puerta de calle.
–¿Mamá, sos vos? –pregunta en voz alta.
Regresa a su cena y observa que los libros desordenados en el suelo, ahora ocupan sus lugares
en la biblioteca. Está convencida de no haberlos levantado. ¿Habrá alguien en la casa? Baja las
escaleras y recorre las habitaciones mientras controla puertas y ventanas; se cerciora de que todo esté
en orden y vuelve a su cuarto. Come intranquila y llama a su madre para saber si regresará pronto.
Tal vez su inquietud sería mayor si advertiera que faltan las dos hojas de ejercicios de matemáticas.

Cuando siente que sus pulmones estallan, Sibelis deja de correr y sostiene un paso ligero.
Llegará tarde, porque el pino de Sumón se yergue al otro lado del bosque y aún le resta un buen
trecho. El consejero dormirá y al despertarlo justificará su mal humor habitual. Sin embargo, confía
en que la pasión que abriga por los números lo incitará a perder unas horas de sueño y aceptará el
desafío de los ejercicios de Celina.
Solo oye algunos búhos noctámbulos cuando arriba al hogar de Sumón. Inspira profundo para
recuperar oxígeno y darse valor y llama a la puerta.
–¡Consejero Sumón, soy Sibelis, el Príncipe!
Pasados unos momentos, el anciano abre la puerta, alumbrándose con una vara de madera.
–¡¿Quién otro podría ser?! ¡Hace semanas que no asiste a mis clases de economía y viene a
despertarme a estas horas! ¿Qué desea? Espero que sea algo trascendente, para que no eleve una
protesta a su padre.
Sibelis se esfuerza por contener la risa: vestido con ropa de dormir, el honorable consejero
Sumón no brinda una imagen muy respetable.
–Necesito su colaboración para mi proyecto y es urgente.
–No soy el duende más indicado para buscar ayuda. ¡Fui de los que más se opusieron a su
propuesta!
Sibelis extiende las hojas.
–Estimado Consejero, disculpe la circunstancia. El humano con quien estoy por establecer
contacto debe resolver estos ejercicios con celeridad. ¡Quizá el futuro del reino dependa de ellos!
–¡¿El futuro del reino amparado en unos ejercicios de matemáticas?! Siempre sostengo que
los números son la base de todo, pero ¿unos ejercicios de… a ver… interés simple y compuesto son
tan importantes?
–Los ejercicios son la llave que permitirá mostrarme ante la humana, Consejero. ¡Ahora
comprendo la conveniencia de acudir a sus clases excelentes e instructivas! ¡No volveré a perderme
ni una!
–Si desea que lo ayude, le insto a que cese con las lisonjas. Pase y tome asiento; advierto que
deambuló bastante esta noche.
El príncipe se deja caer en un esponjoso sillón de tallos y plumas y Sumón examina las hojas.
Su voz pierde la aspereza usual.
–Los humanos utilizan lo que llaman interés para calcular los préstamos o créditos. Sus
matemáticas no difieren demasiado de las nuestras. Incluso la historia elemental narra cómo, hace
miles de años, duendes matemáticos que recorrían el mundo decidieron iluminar a algunos humanos
para que incorporaran el uso del cero. Y de ese modo desarrollaron…
El consejero sigue con sus reseñas mientras resuelve los ejercicios, pero las palabras no llegan
a Sibelis, porque se ha dormido. Sueña que está junto a Celina en la cumbre de un filoso cerro, con
sus miradas vueltas hacia la ciudad. El paisaje no es el acostumbrado; el bosque avanza sobre las
avenidas como un tejido de verde y madera; las chimeneas negras de las fábricas dejan su lugar a
pinos colosales. No solo abundan humanos y duendes; además, regresaron hadas, ninfas y elfos. La
naturaleza recupera su magnitud, integrándose a la ciudad; humanos y seres elementales comparten
el mismo plano en una convivencia de paz y armonía.
–¡Sibelis, despierte! –el joven duende abre los ojos sobresaltado, ante el zarandeo que le
propina Sumón– ¡Me tuvo monologando! Aquí están resueltos sus tan vitales ejercicios. Espero que
las probabilidades de salvar al reino se incrementen gracias a mi acción –dice con ironía–. Ahora
prosiga con su valioso proyecto y permita que regrese a descansar.
El chispeo de los ojos de Sumón contradice a su tono sarcástico y a su semblante hosco. El
príncipe está convencido de que los momentos pasados en la resolución de los ejercicios fueron los
más intensos vividos en mucho tiempo por el economista.
–Consejero Sumón, jamás mi agradecimiento será suficiente.
Efectúa una leve reverencia y parte a la carrera hacia la ciudad.

La alarma del celular repica por segunda vez a las siete de la mañana. Celina se dirige al baño
con movimientos mecánicos y con los ojos casi cerrados. Luego, termina de vestirse para el colegio
y prepara los libros y carpetas que llevará. La de matemáticas quedó abierta desde la noche y al
cerrarla descubre una flor silvestre sobre sus hojas. La lleva a su nariz para oler su fragancia y los
ojos le ofrecen algo que le eriza la piel: las dos hojas de ejercicios se ven escritas con una tinta roja
brillante que despide perfume a cerezas. Las soluciones se completan con letras, símbolos y números
que forman garabatos soberbios y se asemejan a un libro para niños.
Retrocede con la carpeta en las manos hasta sentarse en la cama. Los libros acomodados por
sí solos en la biblioteca la noche anterior; la flor y las hojas escritas con cerezas. ¿Quién puede haberlo
hecho? ¿Quién se mueve por la casa sin ser visto?
La voz de Patricia la saca de su abstracción:
–¡Celina bajá a desayunar que estamos atrasadas!
Cierra la carpeta para guardarla y adherido a la cubierta halla un papel blanco, también escrito
con letras de fantasía y que despide el mismo aroma a cerezas. Se lee una sola frase que trae a su
mente imágenes de libros, bosques y magia.
Es una pregunta sencilla:
«¿Cree usted en los duendes?»
Capítulo IV

Rodrigo intenta usar la lógica para comprender lo que ve en la carpeta de Celina.


–Esto es una broma; es muy extraño y rebuscado. Quién se pudo molestar en hacerte algo así.
Tatiana, una compañera de curso, comenta:
–¿No serás sonámbula vos? Una vez vi una película donde el protagonista se levantaba
dormido encendía el televisor y se sentaba a mirar todo sin despertarse.
–No digas pavadas. Hay casos de sonambulismo curiosos, pero resolver sin errores diez
problemas de interés compuesto es imposible de aceptar –dice Rodrigo, quien no le perdona ningún
comentario fuera de lugar a Tatiana. Son opuestos en todo. Él, lógico, moderado, centrado; ella,
dispersa y arrebatada. Jamás piensa las próximas palabras que saldrán de su boca. Habla sin cesar y
siempre motiva risas o enojos: reacciones que dependen de la forma en que se haya desubicado. Se
atraen como polos opuestos, aunque la única que se da cuenta de eso es la bonita y revoltosa Tatiana.
La joven lo ignora y prosigue:
–Lo mismo con los libros ¡a lo mejor los viste tirados en el piso y después los acomodaste
mientras dormías!
–¡No soy sonámbula! ¡Y de dónde voy a sacar esa tinta roja con olor a cereza! No sé qué
pensar.
Caminan despacio, a la salida del colegio, rumbo a una pizzería próxima. El mediodía se
presenta soleado y fresco. Ninguno es consciente de que un duende, adolescente igual que ellos, los
sigue muy atento a la conversación.
–¿Por qué no le dijiste a Patricia? Quizá cambie las cerraduras, o hasta presente una denuncia
policial. Sería lo más sensato –dice Rodrigo.
–Cuando bajé a desayunar, mi madre hablaba por celular; continuó su charla por celular en el
auto, durante las quince cuadras hasta el colegio y aún hablaba por el celular cuando me saludó con
la mano que le quedaba libre.
–Mi mamá es igual todo el día hablando por el celular y cuando se queda sin crédito usa el
mío ahora que aprendió a chatear se pega más a la compu que mi hermano y yo la semana pasad…
–A lo mejor Patricia le pagó a alguien para que te ayude con Matemáticas y no te avisó. ¿Ya
le habías dicho que te sacaste un uno?– interrumpe Rodrigo.
–No, al final no le dije todavía. Se lo iba a contar Yvonne cuando fueran a casa a estudiar,
pero después de lo que pasó entre ustedes… –calla de repente porque comprende que habló de más.
Tatiana se para de frente a Rodrigo y sigue caminando de espaldas.
–¿Y qué fue lo que pasó entre Yvonne y vos?
–Eso no te importa. Y si no caminás de frente vas a tropezar.
–¿Qué fue lo que pasó entre Yvonne y él, Celi? –pregunta Tatiana, aún retrocediendo.
Celina se sonroja y resiste sus ganas de evaporarse. Mira de reojo a Rodrigo y siente que lo
traicionó.
–Discutimos y ya. No te interesa –Rodrigo regresa rápido a la conversación–. Lo que me hace
pensar en una burla es ese mensaje sobre los duendes que…
Tatiana efectúa un movimiento como si trastabillara; suelta sus libros y carpetas, que caen
sobre Sibelis y se cuelga del cuello de Rodrigo, quien en un acto reflejo la abraza. Sus rostros quedan
separados por centímetros; sonriente y confiada, la joven le planta un beso en los labios. Sin esperar
reacción, se agacha a recoger sus útiles y continúa la marcha con paso ligero.
–Los espero en la pizzería. Ustedes sigan con sus secretos.
Rodrigo queda inmóvil, desconcertado, fuera de sus estructuras. Celina, divertida, le da un
golpe en el brazo.
–Alguien dijo una vez que cuando buscamos al príncipe azul, dejamos pasar condes, duques
y hasta reinas disfrazadas de plebeyas.
–¡Si Tatiana fuese una reina, no me extrañaría que le cortasen la cabeza! Nunca pensé que yo
le gustaba…
–Ya lo sabés. Ahora te toca dar el siguiente paso.
–¡No pienso dar ningún paso! Es insoportable cuando habla. Y habla siempre. Volvamos a
los duendes.
–¡Qué te puedo decir! De chica me leyeron mil cuentos de duendes y hadas. Muchas veces
soñé con ellos y creí que existían.
Sibelis escucha atento, a pesar del dolor que le sobrevino luego de que el libro de biología de
Tatiana golpeara su cabeza.
–No le vayas a decir a nadie eso de los duendes porque te van a volver loca.
–Lo comenté con Yvonne esta mañana. Me dijo lo mismo que vos, que es una broma; y que
ya estoy grande para esa estupidez de creer en los duendes. Pero entonces, ¿de dónde salieron las
hojas escritas?
La pizzería se ve repleta de estudiantes. Tatiana agita los brazos junto a una ventana, sentada
a una mesa que aún conserva restos de comida. Rodrigo busca con su mirada otra posibilidad donde
acomodarse, pero la única opción es un grupo de compañeros en el que se encuentra Yvonne. Celina
tira de la manga de su camisa y lo conduce hasta la mesa de Tatiana.
–Ni se te ocurra dejarnos solos –amenaza Rodrigo por lo bajo.
–Ya pedí una de jamón y anchoas y tres jugos de naranja.
–¡Gracias por consultarnos! –dice Rodrigo.
–Dejá de quejarte –dice Celina, divertida–. Todos sabemos que «siempre» comés pizza de
jamón y anchoas.
–Y además tomás jugo de naranja. Sos absolutamente predecible –dice Tatiana y le muestra
la lengua en una burla infantil.
–Prefiero ser predecible y no una arrebatada a la que nadie soporta.
–Tatiana está siempre a punto de que la manden al diablo –dice Celina–. Pero todos la
queremos. Incluso vos, a pesar de que te ponés esa careta de adulto serio que no sos. Y terminen de
pelear o me voy y los dejo solos para que se digan lo que quieran.
Rodrigo la fulmina con la mirada, mientras el mozo limpia la mesa y sirve el almuerzo.
Sibelis, que también experimenta los reclamos de comida de su estómago, regresa de la cocina con
varias aceitunas en su bolsa y se sienta sobre la mesa para saborearlas al lado de Celina.
Desde el grupo donde está Yvonne, se acerca uno de sus compañeros. Joaquín es el fastidioso
del curso; repitió de año y su pésima conducta lo tiene siempre al borde de la expulsión. Apoya sus
manos en la mesa y mira a Celina.
–Decime, Campanita, ¿cuántos kilos de polvo mágico usás para despegar y volar con tu
duende Peter Pan?
Habla en voz alta, para que lo escuchen desde las mesas vecinas. Celina busca la mirada de
Yvonne, en medio de risas apagadas y otras no tanto, pero su amiga desvía los ojos hacia el otro lado
del local.
–¡Peter Pan no es un duende, ignorante!
Rodrigo se lo recrimina con rabia, a pesar de que el otro le lleva veinte centímetros de altura
y treinta kilos musculosos de ventaja física. Joaquín no responde y gira para un regreso triunfal.
Cuando da el segundo paso, algunas aceitunas jugosas se deslizan bajo su zapato. Todo el peso de su
cuerpo confía en afirmarse en ese pie derecho que resbala hacia adelante como si tuviera calzado un
patín. Los presentes observan a Joaquín suspenderse un instante en el aire con las piernas hacia
adelante y zarandear sus brazos como tentáculos, mientras procura asirse a algo que evite su caída.
Solo logra aferrar una bandeja con porciones de pizzas. Se desploma de espaldas, golpeando sillas y
mesas. La bandeja da una voltereta, dispara trozos de comida hacia todos lados y cae de plano sobre
la cara del atleta.
Las carcajadas explotan en las gargantas de los espectadores. Sibelis comprende que la
venganza solo brinda un placer efímero, pero regresa junto a Celina con una sensación de justicia en
su semblante. Celina no ríe; observa directo hacia Yvonne cuando esta se levanta y se retira del local.
Regresa a su casa luego del almuerzo. Rodrigo y Tatiana la acompañan y verifican que no
hay nadie escondido en las habitaciones. Cuando queda a solas, con paso cansino sube a su cuarto y
se sienta en la cama; entre sus manos sostiene el mensaje escrito en tinta roja.
–Por supuesto que creo en los duendes.
Intenta ahogar la tristeza que la embarga por la deslealtad de Yvonne. ¿Cómo pudo contarles
a todos sobre lo que le había pasado?
Sibelis la mira expectante, sentado sobre el escritorio. La joven se levanta y se dirige hacia la
biblioteca en busca de un libro sobre duendes y otros seres fantásticos. En algún lugar leyó cómo se
hace para invocarlos.
–«… Lo primero y necesario es creer en ellos con el corazón…».
Lee en voz alta, paseándose por la habitación.
–«… No sirve intentarlo por curiosidad o como un experimento. Debemos sentarnos
tranquilos, en algún sitio natural, como el bosque o el campo. En lo posible, pondremos música suave,
o una grabación de sonidos de la naturaleza. Además, encenderemos sahumerios de varias fragancias
para atraerlos…».
«Si quiere atraerme, lo que me tiene que ofrecer es una barra de chocolate», piensa Sibelis.
–«… Hay que cuidarse de no llevar consigo objetos de hierro, porque eso los espanta…».
Deja el libro sobre la cama y observa por la ventana. El bosque recibe a pleno el sol del otoño.
Imagina que si existen deben vivir allí, escondidos entre los pinos o en alguna cueva inaccesible de
los cerros. ¿Cómo encontrarlos? ¿A quién tentará para internarse en la espesura y buscar un lugar
apacible? Si es un duende quien la ayudó, ¿por qué lo hizo? ¿Qué desea de ella? Abatida y sumida
en sus pensamientos vuelve a susurrar: –¿Cómo encontrarlos, extraños duendes?
Regresa al libro para retornarlo a la biblioteca; no la convence lo que allí se relata sobre la
música, el hierro y demás figuraciones del autor. Al tomarlo siente el aroma a cerezas. La página que
leyó muestra una de sus frases resaltada en tinta roja aún fresca: «… Lo primero y necesario es creer
en ellos con el corazón…».
Sus lágrimas florecen y se deja caer de rodillas al suelo, con el libro en sus manos. No existe
la lógica; tampoco puede ser una broma. Y lo más extraño es que no siente miedo.
–¡Creo en ustedes con todo mi corazón! –gime temblorosa– ¿Por qué me hacen esto? ¿Qué
quieren de mí?
Luego de un manso silencio, escucha:
–Mi nombre es Sibelis y quiero ser su amigo.
La voz llega como una melodía, casi como un trino. Levanta la cabeza y entre sus lágrimas
descubre una criatura maravillosa sentada al borde del escritorio. La apariencia es la de un joven,
pero no alcanza el metro de altura. El aura dorada que lo envuelve hace que se perciba como una
visión celestial. Sus facciones son de una belleza única. Las orejas alargadas y en forma de punta
llaman la atención de Celina; mas lo que la atrae como un imán, es la profundidad de un par de ojos
negros como el azabache. Se ve reflejada en ellos y al mismo tiempo experimenta la sensación de
flotar en la placidez de un lago. El cabello, negro y brillante como los ojos, le cae lacio a cada lado
del rostro hasta los hombros. Lo mira fascinada, con su boca abierta y el corazón hendido por latidos
desbocados. No se atreve a decir una palabra por temor a que, con el mínimo sonido que emita, la
magia y el embeleso se esfumen junto al duende y quede de nuevo a solas en su habitación. A Sibelis
también lo embriaga la conmoción de estar visible y hablar con un humano. Observa las lágrimas de
Celina.
–¿Le causan dolor cuando aparecen? –pregunta, llevándose un dedo a su ojo.
La joven inspira profundo para vencer el encierro de las emociones en su garganta.
–No, las lágrimas no duelen; es la tristeza que sentimos lo que hace que salgan –dice con voz
turbada y secándose las mejillas con sus manos–. Yo soy Celina y supongo que sos un duende. ¿Qué
nombre me dijiste?
–Sibelis. Así es, soy un duende y conozco su nombre; suena como el canto de las ninfas.
Los ojos esmeralda de la joven brillan con entusiasmo. Se figura que penetra en un universo
fantástico.
–¡¿Las ninfas también existen?!
–¡Por supuesto! Igual que los elfos y las hadas. Pero ya no se los ve por el bosque. Hace años
que emigraron y solo los duendes habitamos allí. ¿Y la tristeza siempre hace que usted llore?
–No siempre lloramos por tristeza. Tenemos muchos sentimientos que nos hacen llorar.
–¿Y cuál fue el que provocó que broten ahora?
Celina se levanta del suelo con cautela; no pretende efectuar ningún movimiento que espante
al duende. Lo imagina como un ave, o como un cervatillo, dispuesto a desaparecer ante cualquier
amenaza. Se sienta en el borde de la cama, frente al príncipe.
–Es difícil explicarlo, porque no fue un solo sentimiento. Estaba triste y confundida y quería
entender lo que me estaba pasando. Cuando olí a cerezas y vi la tinta en el libro, me di cuenta de que
había un ser de fantasía o algo así y me dio como un desahogo. Entonces no pude resistir las ganas
de llorar. ¿Pero de dónde apareciste? ¿Sos invisible? ¿Por qué preguntás tanto sobre las lágrimas?
–La voy a corregir: soy un ser elemental, no un ser de fantasía. Los seres fantásticos son
creados por la imaginación de los humanos; nosotros somos reales. Y no somos invisibles, vivimos
en un plano dimensional diferente al de ustedes. En cuanto a las lágrimas, los duendes nos ponemos
tristes o melancólicos, pero nunca lloramos.
Algo es evidente para Sibelis: acertó con la elección de la humana. No percibe miedo en la
joven y relaja sus músculos tensionados por el encuentro.
–La primera vez que la vi, usted regresaba desde el bosque y la seguí hasta aquí. Noté cómo
lloraba y deduje que era por sufrimiento; no puedo negar que es una rareza de los humanos que me
atrae y quiero comprenderla.
Celina revive lo mal que se sintió el anterior fin de semana.
–¿Cómo podés entender algo que nace con la tristeza y también con la alegría? Las lágrimas
simplemente… nacen. Las personas más insensibles también lloran –reflexiona un instante– ¿Te
apareciste para aprender sobre las lágrimas? ¿Por qué me elegiste a mí?
–La elegí porque es una adolescente como yo y me inspira confianza. No tuvimos buenas
experiencias las veces que nos presentamos ante ustedes. Quiero aprender todo sobre los humanos,
permaneciendo cerca, porque no me sirven los libros que tenemos. Deseo oír sus conversaciones,
entender sus sentimientos, lo que ambicionan en la vida.
–¡¿Tienen libros sobre los humanos?!
El gesto de sorpresa de la joven provoca una sonrisa en Sibelis.
–¿Acaso ustedes no tienen libros sobre los duendes? Pésimos libros, en mi opinión. Por eso,
porque conocen muy poco de nosotros, necesitamos enseñarles sobre nuestra existencia.
Celina siente como si flotara sobre una nube esponjosa. No percibe su cuerpo, ni la solidez
del piso bajo sus pies; no acaba de asimilar la situación. Sentada en su cuarto, entabla una
conversación con esa magnífica criatura de orejas en punta y cuyo atuendo supone estar
confeccionado con tallos finos y trocitos de hojas. Y con esos ojos que la cautivan…
–¿También te mostrarías ante todo el mundo como lo hiciste conmigo?
–Es mi intención, en el momento que crea conveniente. Y espero que me ayude.
–¡¿Y en qué puedo ayudarte?! Soy una adolescente y eso significa que tengo la edad en la
que nadie nos escucha ni consulta.
–Usted lo considera una desventaja. Yo presiento que es la edad ideal. En mi reino, los
ancianos consejeros no se animaban a encontrarse con humanos; fue un adolescente quien les generó
la necesidad de hacerlo.
–Me imagino que fuiste vos ese adolescente. ¿Cuántos años tenés?
–Hace algunos días cumplí cien años. Así es, yo soy quien urgió a los adultos a mostrarse
ante los humanos.
–¡¿Y con cien años todavía sos adolescente?! ¿Entonces es cierto que los duendes viven como
quinientos años?
–No sé de dónde obtuvo esa información su especie, pero es acertada. El consejero Saleno es
el duende más longevo del reino con casi seiscientos años.
–Y por qué quieren mostrarse. ¿Es necesario que tengamos que conocerlos? ¿No es más
cómodo y seguro para ustedes seguir ocultos?
–Celina –el duende pronuncia su nombre y aflora en ella el recuerdo de las noches de cuentos
junto a sus padres. Sus ojos vuelven a rodearse de lágrimas–, los seres elementales existimos desde
el inicio de los tiempos, incluso antes de que los humanos evolucionaran a partir de los primates.
Vivimos desde siempre en armonía con la naturaleza, la cual nos brindó lo necesario para subsistir y
ser felices.
»La especie humana evolucionó por caminos diferentes a los naturales. ¿O tal vez
involucionó? Lo cierto es que ustedes destruyen el mundo natural, lo degradan y lo tornan
inhabitable. Si los duendes no logramos detener esta agresión sucumbiremos en pocos años… Vuelve
usted a llorar. ¿Dije algo que la lastimó?
–No. No dijiste nada malo. Solo recordé mi niñez y me entró un poco de tristeza.
–¡Los recuerdos de cuando se es niño deben ser alegres! No encuentro ningún momento de
tristeza en mis años de infancia.
–¿Ustedes forman familias? ¿Tenés papá, mamá y hermanos duendes?
–¡Por supuesto que tengo padres! ¿De dónde habría nacido si no fuera así?
Sibelis recuerda el pasaje del libro sobre duendes y los raptos de mujeres humanas para
reproducirse y piensa: «Los humanos escriben cada locura…».
El sonido de pasos que suben hacia la habitación sorprende a la joven. Su madre regresó y no
la escuchó. Salta hacia la puerta para trabarla con llave y de inmediato suenan un par de golpes.
–Celi, hoy me quedo en casa, ¿querés que preparemos la cena y charlemos?
Celina gira hacia el duende para pedirle que se oculte, mas sobre el escritorio solo hay una
nota con aroma a cerezas: «Gracias por ser mi amiga. Regresaré».

La conversación madre-hija no es profunda, debido a las constantes interrupciones de los


celulares de ambas. A Celina la llama Rodrigo para asegurarse de que esté bien y para decirle que,
cuando se encuentren en el colegio, le contará lo ocurrido luego de que la dejaron en su casa. Luego,
Tatiana le narra con los máximos detalles y sin pausas su caminata de regreso con Rodrigo. En
general, los sucesos más destacados fueron que ella insistió en saber qué pasaba con él e Yvonne y
él dijo que creía estar enamorado y ella le dijo que Yvonne no se lo merecía y ella sí que gustaba de
él y sabía que él gustaba también de ella y se sentaron en un banco del parque y hablaron mucho y él
se animó a darle un beso porque si pasaba otro minuto lo besaba ella y luego se fueron tomados de
la mano.
En medio del monólogo, Celina solo atina a intercalar algún «qué bien», «me alegro», «sí, sí,
te escucho» y poco más. Lo cierto es que tampoco presta atención, ya que su mente no deja de revivir
la presencia de Sibelis. Finalizado el llamado, suena el celular de Patricia. Una amiga afronta un
difícil divorcio; se encuentra muy deprimida y le ruega que vaya a acompañarla.
–Haceme el favor y levantá los platos de la mesa cuando termines de cenar; mañana seguimos
hablando, ¿sí?
Toma su abrigo y sale. Lo usual hubiese sido que Celina se enojase con su madre, por tenerla
tan poco en cuenta. Sin embargo, esta vez desea quedarse a solas para repasar las vivencias del día.
Le exigirá explicaciones a Yvonne, para que justifique por qué diseminó por todo el curso su relato
sobre los duendes. ¡Como esperarlo de ella! Son amigas desde la primaria y respetan su amistad por
sobre cualquier diferencia. Reflexiona mientras lava la vajilla. Sus pensamientos se detienen en
Tatiana y Rodrigo: le provoca alegría saber que hay algo entre ellos. Son muy distintos, pero con
seguridad se compensarán, entre lo temerario de ella y lo sensato y a veces hasta aburrido de él.
–¿Sibelis, estás por aquí?
Esperó encontrarlo al subir al dormitorio, pero no hay respuesta. Camina hasta la ventana y
pierde su vista en el bosque de pinos que descansa en un sueño de brumas. La noche de otoño se
imagina fría y un techo salpicado de estrellas parece precipitarse tras las sierras. Desvía la mirada a
la izquierda y ve las chimeneas de una fábrica; despiden una densa humareda que en la oscuridad
toma un tono pardusco; el viento se esfuerza para impulsarla rumbo a la floresta.
«Pobres duendes…», piensa, «Debe ser desesperante vivir siglos observando cómo los
invaden. Saber que no tienen futuro si no consiguen modificar las costumbres humanas. ¡¿Y cómo lo
van a hacer?!».
Aún no entiende el plan de Sibelis. Enseñarle a la especie humana a no contaminar, a no
devastar le suena utópico. Por otra parte… ¡Qué divina criatura! En su pequeñez, se adivina un cuerpo
esbelto y bien adaptado a la vida natural; se lo nota ágil, liviano, veloz. Y su rostro… ¿Cómo puede
alguien ser tan hermoso? Vio cientos de imágenes sobre duendes en los libros y en internet. A la
mayoría los dibujan como enanos viejos y barbudos. Ningún diseño refleja la belleza que emana de
Sibelis, de su piel rosa pálido, de sus ojos negros insondables.
Mientras se prepara para dormir, cae en la cuenta de que hace horas que su mente no la
atormenta con el recuerdo de Mauro. Al acostarse se abraza a la almohada y mira hacia el escritorio,
como para grabar en sus retinas la visión del maravilloso ser envuelto en su aura dorada. A medida
que la arrulla el sueño, comprende que no importa lo que ocurra en el futuro. Su vida no volverá a
ser igual.

El regreso de Sibelis hacia el bosque se transforma en un apacible paseo vespertino.


Deambula feliz, empapándose de los últimos rayos de sol. Siente que no le molestan los ruidos ni el
humo de los automóviles; el ajetreo de las personas transcurre en otro plano. No solo lejos del plano
elemental, sino fuera de su consideración. Es como si avanzase por un túnel de cristal, que lo
resguarda de los desperdicios humanos y solo permite el paso del sol y los variados matices de la
ciudad. Su presentación ante la joven resultó perfecta, tal como él deseaba. La reacción de Celina
frente a los acontecimientos fue previsible y eso lo colma de dicha, puesto que comienza a interpretar
los sentimientos y pensamientos de los humanos.
Llega hasta los guardianes que vigilan el acceso y se vuelve a contemplar la ciudad antes de
internarse en la espesura. Algunas luces tempranas iluminan calles y edificios. Disparadas hacia el
cielo, esas luces se mezclan con la atmósfera contaminada y forman un manto amarillento que todo
lo cubre. Es como si cientos de magos esparcieran polvos mágicos sobre los humanos, hasta crear
una cúpula de luz que los aísla de la naturaleza.
Decide encaminarse hacia el árbol donde viven sus padres y contarles lo ocurrido; una
emoción creciente lo domina. Después de todo, en los últimos siglos es el primer duende que entabla
una conversación con un humano. En el futuro, ¿los historiadores recordarán este hecho como el
inicio de una relación permanente entre las especies?
Cuando llega, el rey Tencos y su esposa preparan la cena. El palacio donde reside el Rey de
Duendes no difiere del resto de los pinos del bosque. Cualquiera puede llamar a su puerta y será
recibido. No existe una guardia real. Según afirma Tencos: “un buen gobernante no necesita guardias
que lo protejan”. La corte, si se puede nombrar así, no es más que el conjunto de las familias antiguas
del reino, quienes no gozan de ningún trato especial, excepto un lugar privilegiado y cercano al rey
en los banquetes y fiestas.
La reina Beriona cocina verduras, mientras Tencos lava frutos frescos y los coloca en el centro
de la mesa, dentro de una fuente de hojas entrelazadas. Festejan con abrazos y besos la visita de su
hijo y le ruegan que permanezca esa noche con ellos; su cuarto de niño se mantiene ordenado y
dispuesto para ser ocupado. Se sirve la cena y Sibelis narra los hechos de los últimos días en la ciudad.
Su relato abarca detalles de su acercamiento a los humanos y los preparativos para la presentación
ante Celina.
Tencos sonríe.
–Ahora comprendo la conducta inusual del consejero Sumón. Pasó el día entero de visita por
este sector. A cada instante habló sobre su participación en el proyecto, mediante la resolución de
complicados ejercicios matemáticos de los humanos. Además, me presentó una queja porque usted
lo despertó a la madrugada.
–Siento haberle causado esa molestia, padre.
–No es una molestia. El consejero protestó como siempre es habitual en él, mas era notable
el orgullo que experimentaba porque solicitaron su ayuda.
Sibelis prosigue con el relato de su manifestación en el plano humano ante Celina y cómo el
diálogo fluyó con cordialidad.
–Es una adolescente como yo. Algo más baja que otras jóvenes y con ojos de un verde
hermoso. No podría compararlos con un verde de los que tenemos en el bosque. ¡Y su voz me
despertó el recuerdo del canto de las ninfas!
–¿Desde cuándo a un duende le agradan ojos que no sean negros? –dice Beriona, sonriente.
–Madre, no es solo el color. Es el afecto que emiten. A partir del momento en que me crucé
con ella, supe que era la persona adecuada para contactar.
–¿Y presume usted que una jovencita humana lo ayudará a modificar los hábitos de su especie
y así socorrer a la nuestra? –pregunta Tencos.
–Tengo confianza en la juventud, sin importar la especie. Respeto a los adultos porque nos
orientan en la vida. Pero también son necesarios los jóvenes, para sacudir las costumbres establecidas
y que tal vez ya no son beneficiosas.
–Y esta jovencita…
Sibelis, entusiasmado, comienza a circular por el comedor.
–¡Para mí es un gran paso hacia la comprensión de sus conductas! Celina es inteligente,
sensible y presumía de nuestra existencia, tanto que para ella encontrarme fue un hecho casi natural.
Además, posee buenos amigos. Ya los que invitaré para que colaboren en el proyecto.
Beriona interrumpe el derrotero del príncipe alrededor de la mesa y lo abraza.
–Querido hijo, sabe que lo amparamos en lo que realiza por el bien del reino. Solo le
imploramos que sea precavido y no corra grandes riesgos. Usted es la llama que sostiene el latido de
nuestros corazones.
Sibelis escucha a su madre acongojada y piensa que si fuera humana las lágrimas surcarían
sus mejillas. Tranquiliza a sus padres aseverándoles que no deben preocuparse. La ciudad no le
resulta peligrosa tal como lo citan los libros y hasta ahora no padeció sobresaltos. No es justo
mentirles; no obstante, peor sería contarles de Froxo y los otros aprendizajes forzosos de la vida entre
las personas. Se disculpa y se retira a dormir. A la madrugada emprenderá una nueva jornada de visita
al mundo de los humanos. Anhela encontrarse con una joven que cree en los duendes con todo el
corazón.

Celina sueña. Vislumbra al bosque y a la ciudad desde otra perspectiva; los árboles y edificios
son pequeños puntos y rayas cortados aquí y allá por los hilos de plata de los arroyos y las cicatrices
grises de las avenidas. Vuela tomada de la mano de Sibelis, respirando el aire frío sobre las cimas de
los cerros; el viento agita los cabellos negros del duende y escucha su risa de trinos. De pronto
emprenden un descenso vertiginoso; el aire aúlla en sus oídos y puede ver las agujas amenazantes de
los pinos acercándose. Sin embargo, no siente temor; la delicada mano que la guía le brinda una
confianza plena. Una fracción de segundo antes de estrellarse, Sibelis estabiliza el vuelo y prosiguen
rasantes rumbo a la ciudad. Los pinos se inclinan y honran su paso; abrazan sus puntas unos a otros
y forman una galería bajo la cual ellos avanzan. Vuelve la mirada hacia atrás y aprecia la estela
brillante que dejan en su recorrido. Se deslizan en medio de una multitud; no los ve, pero sabe que
están sus amigos. Descubre su presencia: Rodrigo, Tatiana, Yvonne, sus otros compañeros de curso;
también Mauro; todos festejan el arribo de la pareja bañada en polvo de estrellas. De pie, sobre el
césped de una plaza, siente la caricia de la mano de Sibelis, pero al voltear a verlo se encuentra con
un joven humano. El más bello humano que jamás haya deseado. Despierta abrazada a la almohada
y con la somnolencia envolviéndola mira hacia el escritorio.
–¿Estás por acá, Sibelis?
No hay respuesta y se dirige al baño. Mientras se higieniza y cepilla sus dientes repasa lo
soñado. Fue tan intenso que lo revive con fidelidad. La magnífica sensación de volar, la risa de
Sibelis, el sendero de estrellas brillantes y la aceptación de la multitud ante la presencia del duende,
quien se transformó en humano. ¡Qué caprichosas jugadas plantea el cerebro cuando está indefensa
por el sueño!
Al salir del baño lo ve, sonriente, sentado en el mismo lugar del escritorio.
–¡Buenos días, Celina!
No se sorprende. ¡Moría de ganas de escuchar su fina voz! Una oleada de alegría le
sobreviene.
–¡Hola Sibelis! –mira hacia la puerta cerrada– ¿Podés atravesar paredes?
–¡No! –el príncipe ríe–, ya le explicaré cómo actúa nuestro plano elemental. No somos
invisibles ni tampoco atravesamos nada, ¡pero sí sabemos abrir puertas! Y la suya no tiene traba.
–¿Y la puerta de la calle?
–Al igual que ayer, su madre abrió el garaje para sacar el automóvil…
El sueño de Celina continúa vívido en su mente.
–¿Los duendes pueden volar?
Sibelis suspira afligido.
–El vuelo natural está reservado para las aves… y las hadas, claro. El mago del reino creó un
hechizo que permite desplazarnos algunos pasos por el aire. Pero es apenas un truco. Solemos usarlo
para flotar sobre el agua y atravesar arroyos.
–¡¿A caminar sobre el agua le decís «apenas un truco»?!
–¡Porque no es natural! Es solo un hechizo que dura unos instantes. He soñado noches
completas que me elevaba sin límites por cielos azules, imitando las acrobacias de las hadas, más
debo contentarme con el regocijo que representa caminar por los senderos del bosque.
Celina se siente maravillada, ¡si hasta comparten los sueños!
–¿Y vos podés practicar ese hechizo?
–Con los materiales adecuados puedo lanzar muchos hechizos, incluso el de elevarse en el
aire. Pero son costosos de elaborar, por lo que solo deben usarse si es necesario.
La joven se da cuenta de que el duende no brilla como en la tarde anterior.
–¿Y tu aura dorada?
–Eh… lo siento… fue otro pequeño truco para impresionarla y volver mi presentación más
atrayente.
–¿Y creés que era necesario? ¿Te parece poco extraordinario para mí la aparición de un ser
fantástico?
–Elemental.
–Disculpá: elemental. ¿Puedo ver cómo lo hacés?
Sin dudarlo, el duende introduce la mano en el morral y en un rápido movimiento esparce
polvillo dorado sobre Celina, quien se observa en el espejo frente al pie de la cama. Se ve en pijama
aún y envuelta en un esplendoroso manto dorado. No puede contener la alegría y su cara de sorpresa.
–¡Es genial! –al momento comprende que no puede bajar a desayunar en ese estado– ¿Dura
mucho tiempo el efecto?
–Solo tiré una pequeña cantidad, en unos minutos desaparecerá.
–¿Y a este «costoso» hechizo no lo usaste solo para divertirte?
–Lo que sea necesario para mantener viva nuestra relación y enseñarle sobre los seres
elementales, lo emplearé con sumo placer –lo dice con seriedad, consciente de la misión en la que
está inmiscuido.
–Bien, amiguito duende, me tengo que vestir y no me gustaría que me espíen desde el otro
plano…
Sibelis salta del escritorio y se dirige hacia la puerta de la habitación.
–Esperaré en la escalera. ¿Puedo pasar el día cerca de usted?
–¡Nada me gustará más que tu compañía!
–Gracias de nuevo por ser mi amiga. Estaré a su lado, no me verá ni escuchará, pero yo sí y
si quiero comunicarle algo, apretaré su mano.
–Gracias a vos por ser mi amigo. ¡Es como si te conociera de toda la vida!
Sibelis sonríe al salir del cuarto.
Celina abre la puerta trasera del auto de su madre para dejar la mochila sobre el asiento.
–Subí Sibelis, si estás por acá –dice por lo bajo– y agarrate de donde puedas hasta que
aprendas a calzarte el cinturón de seguridad.
El duende se encarama al vehículo y se sienta, lleno de expectativa, sobre el mullido asiento;
al fin conoce el interior de un transporte humano. Celina y Patricia suben adelante. Cuando el
vehículo acelera, el duende siente cómo se hunde con suavidad en el respaldo. De inmediato, en un
giro hacia la izquierda, la inercia lo apoya contra la puerta y la mochila se le va encima, golpeándolo
en el costado. La joven mira hacia atrás, imaginando a su amigo complicado con el viaje y pasa la
mochila adelante.
El príncipe se entretiene con el paseo. De rodillas en el asiento, observa la carrera que Patricia
disputa con los otros conductores. Siente la seguridad de encontrarse protegido por ese armazón de
hierro y vidrio, aislado del peligro de la avenida. La situación desde el interior es diferente a lo que
por lo habitual sufre de los transportes humanos. No existen la estridencia ensordecedora ni el gas
venenoso que despiden. Otra forma absurda en la que viven en la ciudad: para sacar provecho de esa
comodidad y beneficio, agreden al resto de sus semejantes y en definitiva a sí mismos, porque es el
mismo aire contaminado que todos respiran.
Suena el celular de Patricia y esta contesta.
–Mamá, te dije mil veces que no hables cuando manejás– dice Celina.
La madre la ignora y prosigue con la comunicación. No reacciona a tiempo cuando el
semáforo cambia al rojo y el vehículo que va delante de ellos se detiene. Pisa el freno de apuro; los
oídos de Celina se aturden por el chirriar de los neumáticos y siente el tirón del cinturón de seguridad.
También advierte un violento golpe en el respaldo de su asiento. Con dificultad gira para mirar hacia
atrás, preocupada por el duende. Si no hubiera estado en otro plano, habría visto a Sibelis derrumbado
en el piso del automóvil, con la cara entre las manos y la nariz enrojecida por el golpe; distraído en
sus cavilaciones y en el paisaje que corría veloz, no logró aferrarse a algo ante la frenada.
Cuando llegan a la entrada del colegio, Celina dice:
–Acá nos bajamos.
Demora con la puerta abierta, hasta que siente en su mano la presión del duende. Patricia
todavía tiene el celular en el oído y se despide con un rápido ademán.
Trata de caminar con normalidad, sin tener en cuenta a Sibelis, pero no lo logra y a cada
instante intenta descubrir dónde está. La experiencia de tener un amigo elemental la sostiene
despegada del suelo. Aún no es la hora de ingreso y encuentra a Rodrigo en la puerta del aula. El
rostro de su amigo denota un entusiasmo poco habitual.
–Hola, Celi. ¿La viste a Tatiana?
–No. Se comunicó anoche, un minuto después de que vos llamaras. Estuvo media hora
contándome sobre lo que hicieron. ¡Me alegro por ustedes!
La mirada de Rodrigo se contrae.
–¿Será posible? ¡Esa bocona! Le pedí que no se lo contara a nadie, pero no puede con su
genio. Su lengua va más rápido que su cerebro.
–¿Y por qué lo van a ocultar? Son dos amorosos y merecen estar bien. ¿Qué mejor que todos
lo sepan? –hace una pausa y murmulla– Yo también tengo algo genial para contarles.
A Rodrigo se le ilumina el semblante.
–No me vas a decir que Mauro…
–¡No! ¡Nada que ver! Es algo infinitamente más hermoso y… –nota el apretón de Sibelis en
su mano derecha–. Pero después te lo digo, entremos que allá viene la profe.
Se dirigen a sus bancos. Celina aguarda a Yvonne, para conversar sobre lo ocurrido el día
anterior. Solo ella pudo contarles a sus compañeros sobre los textos con tinta roja y la frase del
duende. Sabe que será la última en aparecer. Siempre llega unos minutos retrasada para transformarse
en el centro de atracción. Sin embargo, luego de que la preceptora toma lista de los presentes,
comprueba que no vendrá. La que sí llega tarde e ingresa radiante es Tatiana. Le suplica entre abrazos
y llanto fingido a la preceptora para que le anule el ausente que le puso. Antes de sentarse en un
banco al otro lado del aula, pone una mano sobre su boca y sopla un beso hacia Rodrigo, quien
enrojece de vergüenza.
A Celina, las dos primeras horas de Física le resultan diferentes; no es que esta vez le agraden,
pero el entusiasmo que la embarga logra que al menos no se duerma. Además, ya es viernes y podrá
regocijarse de un fin de semana con la compañía del duende. De pronto, la envuelve la fragancia a
cerezas que ya le resulta familiar. Baja la vista a su carpeta y observa cómo se garabateaban unas
ornamentadas letras rojas. Imagina a Sibelis escribiendo eso y desliza su mano izquierda, hasta notar
el contacto con algo invisible, pero suave y tibio, sobre el banco.
«Todavía no le cuente a su amigo; no está preparado», puede leer en la hoja.
–Tenés razón, es demasiado estructurado para entenderlo.
Rodrigo escucha el comentario y se vuelve con el interrogante en la cara de si Celina habla
con él, pero ella se sumerge en la delicada tarea de ordenar los útiles sobre el banco. No se acostumbra
a tener un amigo invisible y la derivarán a un sicólogo si continúa hablando así.

Mientras se dicta clase, Sibelis aprovecha la silla sin ocupar de Yvonne y presta atención a
cómo es el sistema de educación de los humanos. No contrasta demasiado de los árboles-escuela del
reino. Allá existen pinos especiales, a los cuales asisten duendes pequeños y jóvenes a educarse. Se
enseña desde lectura y escritura, hasta avanzados y complejos conocimientos en matemáticas,
química y física. Las ciencias también abarcan rudimentos de magia y, en los aspectos sociales, a
partir de los ochenta años se comienza a estudiar la idiosincrasia de los humanos. La materia
fundamental que se imparte está presente en los grados infantiles y en las especializaciones de los
mayores; se la denomina «Naturaleza y Vida».
Los recreos entre horas son difíciles para Sibelis, quien no se adapta a los ritmos de los
adolescentes. Por momentos caminan tranquilos y de repente uno de ellos sale disparado a la carrera
para alcanzar a algún compañero o llegar a tiempo a una clase. Forman grupos por todos los pasillos
y el patio y no encuentra un espacio tranquilo para observar sus conductas. Al fin, trepa al pedestal
del mástil donde cuelga una bandera desteñida. Es una visión distinta. Él, que vive enredado entre
las piernas de los humanos con el riesgo de sufrir accidentes, ahora los observa desde arriba.
Descubre un pequeño grupo de chicos y chicas entre los que están Celina, Tatiana y Rodrigo.
No puede afirmar que conversan, puesto que la única que mueve la boca y agita los brazos es Tatiana.
Considera arriesgado mostrarle la vida de los duendes a esa humana. Dejará escapar el secreto antes
de estar preparado para difundirlo al resto de las personas. Con Rodrigo alberga otras esperanzas.
Medita sobre cómo abordarlo. La mente lógica y estructurada del joven es muy disímil a la de Celina,
no puede esperar que admita la existencia de los duendes mediante unos simples trazos de tinta roja.
Deberá ser más convincente.
Sigue a Rodrigo cuando se dirige a uno de los bebederos de agua de los pasillos. El joven se
inclina a beber y Sibelis tapa el pico del bebedero con su dedo. Rodrigo presiona aún más el botón
que impulsa la salida del agua, entonces el duende mueve apenas su dedo y permite que salga un
potente chorro que empapa al adolescente, quien se retira insultando por lo bajo. De nuevo en clase,
Sibelis se divierte a costa de él ante cada distracción, escondiéndole la goma de borrar, tirándole
útiles al suelo o desanudando los cordones de sus zapatos. El joven pasa el tiempo lanzando miradas
acusadoras a sus compañeros, pero ellos permanecen metidos en sus asuntos.
A la hora de la salida Rodrigo y Tatiana se acercan a Celina. Rodrigo se muestra taciturno.
–¿Venís a comer con nosotros? –pregunta Tatiana.
Lo único que desea Celina es permanecer a solas con el duende.
–Gracias chicos, pero hoy almuerzo en casa. Si esta noche van a bailar mándenme un mensaje
porque tal vez vaya.
Se despiden y sus amigos cruzan la calle rumbo al restaurante.
Supongo que estarás por aquí –dice Celina con voz queda.
Una presión en su mano derecha lo confirma.
–Tomaremos un taxi hasta mi casa, así podremos conversar tranquilos.
Sibelis vuelve a presionar la mano de su amiga para asentir. Mientras ella para un transporte,
el duende observa a Tatiana y a Rodrigo que se alejan. Ve que el joven extrae un papel de su bolsillo,
lo lee y queda petrificado, con la mirada clavada en lo que allí está escrito. Sibelis sonríe. Rodrigo
estará unas horas perturbado, asociando los hechos extraños de la mañana con el texto del papel que
le introdujo en el bolsillo del pantalón.
Capítulo V

Sibelis toma prevenciones para el viaje en taxi. Se aferra al posabrazos de la puerta y apoya
un pie en el respaldo del asiento delantero; no viaja distendido como a la mañana, pero al menos
confía en que no se golpeará.
Prosigue con su reconocimiento de la ciudad. En una detención por unos minutos en un
semáforo, llama su atención un enorme agujero, como si fuera la entrada a una cueva en el piso de la
vereda. Lo rodean rejas y letreros publicitarios. Emergen de allí gran cantidad de humanos e ingresan
otros. No recuerda haber leído sobre eso en los libros de Alonis. ¿Existirá un mundo subterráneo?
Imagina otra ciudad debajo de la ciudad. ¿Será la misma especie humana que la de la superficie, o se
diferenciarán entre sí como ellos de los orcos y de los goblins? No percibe que los de arriba
reaccionen agresivos con los de abajo y viceversa. Tal vez lograron vivir en confraternidad. Lo
consultará con Celina ni bien lleguen.
–Mi mamá no regresará hasta la noche, si es que regresa, así que podés hacerte visible sin
problemas –dice Celina en la cocina, mientras prepara sándwiches–. ¿Tenés hambre?
Sibelis aparece sentado en el borde de la mesa.
–Tengo hambre y me agradará probar la comida que usted prepara. Debo aclararle que no soy
invisible; los animales pueden verme; los humanos no, si estoy en el plano elemental.
–Igual para mí sos como el hombre invisible hasta que me acostumbre.
A Celina le brotan mil preguntas. Aún la invade la sensación de adentrarse en un universo de
fantasía.
–¿Cuántos son? ¿Cuántos duendes hay en el bosque?
–La respuesta exacta la tiene el consejero Sumón, pero puedo adelantarle que el reino posee
unos cinco mil integrantes.
–¿Y todos vienen a la ciudad como vos? Cinco mil duendes… ¡¿Cómo es posible que no los
veamos nunca?!
–No nos ven porque nosotros no lo permitimos. Y no todos venimos a la ciudad. Lo podemos
hacer después de cumplir los cien años, pero debemos tener una justificación.
»Existen profesiones que permiten viajar a diario a la ciudad. Los Recolectores, por ejemplo,
se mueven entre las personas y llevan al bosque algunos alimentos que no producimos, como ciertas
frutas o granos de cereal.
»También hay Exploradores, que estudian las costumbres humanas y retratan imágenes de
edificios, objetos y personas para recopilarlos en los libros.
La joven lo mira con picardía, mientras corta unas rodajas finas de tomate.
–¿Recolectar frutas? Yo llamaría a eso «robar frutas» –dice sonriente.
–Nosotros lo llamamos «devolución». Devolución por parte de los humanos de una
millonésima parte de lo que nos han quitado. Antes de que ustedes llegaran, el bosque era mucho
más extenso que ahora. Sus muebles, sus edificios, el papel que utilizan, todo es extraído a costa de
nuestros árboles y…
–¡Ay, me corté! –exclama Celina mientras suelta el cuchillo y se toma el dedo índice de la
mano izquierda.
Sibelis salta y se trepa a la mesada. Puede ver un pequeño corte sangrante en el dedo de la
joven.
–No se preocupe, ponga el dedo bajo el agua un momento –dice mientras busca algo en su
morral.
Celina abre la canilla y allí pone su mano. Observa cómo el agua se tiñe de rosa al caer y le
nacen algunas lágrimas de dolor.
–Ahora acerque su mano y deje el dedo extendido.
–¿Qué me vas a hacer? Tengo un botiquín en el baño. Puedo desinfectar la herida y vendarme.
–Por favor, alcánceme su mano.
La voz del duende no pierde su música, mas esta vez suena a una orden. Celina obedece. Una
llovizna de polvo verde oscuro se esparce sobre su dedo y forma una pasta espesa. Siente una picazón
irresistible en el lugar de la herida e intenta volver su mano al agua.
–¡Me pica!
–¡Aguarde! ¡Es solo un momento!
Y así ocurre. La picazón remite al igual que el dolor que le provoca el corte.
–Nuevamente sus lágrimas…
–¡Es que me dolía! Pero ahora no… ¡¿Qué me hiciste?!
–Es un preparado que utilizamos para curaciones y para calmar dolores causados por golpes
o caídas. Puede lavar su mano.
Pone de nuevo su mano bajo el chorro de agua y la pasta verde se escurre hasta quedar a la
vista la piel enrojecida del dedo. No aparecen rastros del corte. Se aprieta suavemente el dedo, pero
no siente dolor, como si no se hubiera lastimado.
–¿Es solo otro de tus «pequeños trucos» de magia? –pregunta asombrada.
–Este bálsamo tiene algo que ver con la magia, pero es parte de la medicina que utilizamos
desde hace siglos. Se elabora con productos del bosque como todo lo que producimos.
–La medicina humana tiene miles de años de desarrollo. ¿Cómo es posible que nunca lograron
producir una pasta como esa?
–Las plantas fundamentales para elaborar nuestras pociones y polvos mágicos también
pertenecen al plano elemental. Además, no son muchos los duendes a los que se les transmiten los
conocimientos necesarios. Tenemos una escuela especializada en ello y hay que demostrar aptitud
para concurrir.
–¿Vos fuiste a esa escuela?
–Mi caso es diferente. Como príncipe heredero…
–¡¿Cómo es eso?! ¡¿Sos un príncipe?!
El asombro se refleja en sus ojos verdes, mientras lleva hasta la mesa una fuente con varios
sándwiches de pan negro, tomates, huevos duros y jamón.
–Mi padre es el Rey Tencos y gobierna el Reino de los Duendes desde hace ciento cincuenta
años.
Celina efectúa una reverencia antes de sentarse a la mesa.
–Príncipe Sibelis, espero que estos humildes sándwiches estén a la altura de tu nobleza –dice
riéndose.
El príncipe acepta la broma y también se inclina.
–Princesa Celina, será un placer compartir estos manjares con usted –ríen a gusto–. Solo
permítame dejar de lado las rodajas de jamón. Los duendes no nos alimentamos de animales; no está
en nuestra naturaleza matar para vivir.
Comen enfrascados en preguntas y respuestas.
Sibelis consulta si existe otra ciudad debajo, al hacer referencia a la cueva en la vereda.
Entonces Celina le explica sobre el tren subterráneo. El duende se imagina debajo de la tierra, sin
oxígeno, ni árboles, ni sol, ni vida y siente una opresión en el pecho. Ahora comprende por qué no
leyó nada sobre eso en los libros de Alonis: jamás los duendes Exploradores se animaron a descender.
Para ellos las cuevas son sinónimo de orcos y goblins, es decir, sinónimo de muerte.

Al atardecer suben al cuarto de Celina, a fin de evitar apuros si regresa Patricia de improviso.
–¿Puede hacer que suene esa música que a usted le gusta?
–¿Y cuál es la música que a mí me gusta? ¿Cuántas veces estuviste en mi habitación? –lo dice
con una sonrisa, puesto que el duende aparece avergonzado.
–Solo un par de veces. El día que la encontré y luego cuando la esperé y usted llegó con los
ejercicios de matemáticas. Sepa disculparme, le aseguro que solo quería saber si era la persona
indicada para mostrarme.
Para los duendes es habitual introducirse en los hogares, pero ahora comprende que a él no le
agradaría que le revisen su pino.
–No hay nada que disculpar, amiguito. Comprendo lo que hiciste. ¿Y fuiste vos quien resolvió
esos ejercicios?
–¡No! Yo también prefiero permanecer alejado de los números. Esa noche llevé sus hojas
hasta el consejero Sumón, quien accedió a resolverlos.
–Aún no me los corrigieron, pero Rodrigo dice que están bien –se dirige hasta el equipo de
música–. No sé qué música habré puesto.
–Una que sentía nacer desde mi estómago. Me hacía vibrar y usted movía la cabeza siguiendo
el ritmo.
Celina ríe.
–Te diré que casi toda mi colección es así. Probemos con este –introduce un disco y suena el
estruendo frenético de Led Zeppelin–. Mis amigos me dicen que soy antigua, porque me apasiona el
rock pesado de hace años. Pero es tan vivo y poderoso… Y como vos decís, nace en el estómago.
–Me gustaría que los músicos del reino lo escucharan. Nuestras melodías son suaves, alegres,
como si cantaran los pájaros. ¿Se animarán a imitar estos sonidos?
–Esto es música electrónica; imposible que en el bosque toquen algo parecido. Puedo prestarte
un reproductor de casetes que tengo. Es viejo y funciona a pilas, pero al menos lo van a escuchar. Si
querés te enseño a usarlo.
El duende decide dar un paso adelante en su misión.
–Me agradará aprender a hacer funcionar esa máquina. Pero más me interesará, y lo tomaré
como una prueba de confianza, que me acompañe a mi reino y les haga escuchar la música en persona.
–¡¿Ir con vos al bosque?! ¡¿Y conocer a los demás duendes?! ¡Genial!
Siente que a su corazón no le queda espacio para latir. ¡Conocer un reino de duendes! Será
como deslizarse dentro de un libro de cuentos, con bosques encantados y personajes de fantasía
soñados desde su infancia.
–Confío en que el Ministerio de Consejeros no se opondrá a que usted y su amigo nos visiten.
–¿Amigo? ¿De quién hablás? ¿Alguien más te conoce?
–Hablo de Rodrigo; no sabe de mi existencia, pero deseo que lo haga para que colabore en
mi misión. Estoy seguro de que ya se comunicará con usted.
–¿Comunicarse conmigo? No te entiendo, Sibelis.
–Esta mañana me dediqué a inquietarlo un poco. Creo que ha quedado bastante confundido.
Hablará con usted cuando relacione lo que le pasó… con los duendes.
Una sonrisa se dibuja en el rostro del príncipe, la cual resalta su dentadura blanca y delicada.
Celina demora un buen momento su mirada en esa sonrisa que está en armonía con los ojos azabache
del duende. Jamás ve contradicción en ese rostro ensoñador. Un punzante ataque de celos la hace
reaccionar. ¿Para qué lo necesita a Rodrigo? ¡Sibelis es «su» duende! La eligió a ella para relacionarse
con los humanos. Y ahora está dispuesto a presentarle al resto de los duendes. ¿Y justamente a
Rodrigo? Es un gran amigo, ¡pero carece de imaginación! ¿Cómo reaccionará ante los seres
elementales?
–Ha quedado ensimismada. ¿Dije algo incorrecto?
El duende habla cuando suena «Escalera al cielo» y a los oídos de Celina llega:

And a new day will dawn


for those who stand long.
And the forests will echo with laughter.

Comprende que sus pensamientos son mezquinos. ¿Acaso Sibelis es un juguete o una
mascota? Él se aleja de su hogar, sale de su elemento en la búsqueda de un futuro mejor. Salta a lo
desconocido arriesgando todo, porque necesita crear la oportunidad para ese futuro. Cuantos más
humanos sume a la causa, más probabilidades tendrá de conseguirlo. Es cierto. Es la elegida, el
puente, el eslabón para comenzar la unión de las dos especies. El príncipe tendrá que sentirse
totalmente seguro de que ese eslabón es fuerte como el acero y jamás se soltará.
–Solo pienso a quién más podremos buscar y que tenga influencia sobre los que toman
decisiones.
–Todo a su tiempo, Princesa. Es necesario avanzar en el proyecto, pero debemos hacerlo en
la dirección correcta.
Celina regresa a ese adolescente de cien años, a esa voz cadenciosa, a esos ojos vestidos de
noche que la llevan a ensueños de paz y ternura.
–¿Tenés novia, Sibelis?
–No. Hace años, mis padres y los padres de una duende se entusiasmaron con un posible
noviazgo entre sus hijos. Pero a Konya (así se llama), le interesaba otro duende. Por mi parte, ya me
rondaban los pensamientos que terminaron en este proyecto, así que no tuvimos interés mutuo. No
obstante, nos hicimos muy buenos amigos.
Celina inventa una mueca de asombro.
–¡¿Un príncipe heredero libre y solitario?! Sin duda te acecharán varias duendecitas.
–Si hay alguna, no se ha mostrado lo suficiente como para distraerme.
Vuelven a reír y a conversar entusiasmados. Es una ida y vuelta constante de frases
interrogantes y respuestas sinceras y asombrosas por ambos lados. Hasta que al celular de la joven
entra un mensaje de Rodrigo. Le pide que no falte a la disco; necesita hablar con ella acerca de los
duendes.
Esa noche Sibelis no regresa al bosque. Celina le prometió que en la disco se iba a saturar los
oídos de música electrónica. Allí se encuentra, aguardando el ingreso junto a una multitud de jóvenes.
Desde el interior se escucha el estruendo que producen varios DJs. Entre tanto bullicio, Celina no se
preocupa si alguien la observa y se agacha para hablar con el duende.
–¿Sibelis, estás?
Lo confirma el acostumbrado apretón en su mano.
–Ahí adentro será una locura de gente. Nos vamos a separar, seguro. En el momento que me
necesites o quieras irte me buscás y nos comunicamos. ¿Está bien?
Sibelis vuelve a apretar la mano de Celina. En las oportunidades que roza su mano, siente una
piel cálida y delicada. Siempre ese roce le transmite chispas de bondad y confianza; además, llega
una pasión escondida que la joven no muestra. Y que ya averiguará.
Cuando abren las puertas, no aguarda a que llegue el turno de ingreso de su amiga y se desliza
junto a los primeros concurrentes. Entre los cientos de jóvenes que se agolpan en la entrada se
destacan varios humanos de un tamaño inmenso y vestidos de negro. Sus torsos anchos impiden que
los brazos se cierren naturalmente sobre los costados. Además, parecen no tener cuello. Sus cabezas
descansan directo sobre los hombros. Cada uno lleva un aparato de comunicación y sus miradas
pregonan miedo e intimidación. Supone que son los guardianes del lugar.
La presión para ingresar se hace sentir y estos humanos que casi doblan en tamaño a los
jóvenes, los sostienen con muy malos tratos. En forma constante, entre empellones y golpes bajos,
salen de sus bocas palabras que él relaciona con insultos. No puede interpretar la situación. Por lo
que aparenta, todos van a pasar una noche de diversión. A relacionarse, chicas y chicos, en un lugar
con música y sin adultos. Y allí están estos humanos deformes agrediéndolos.
Uno de los adolescentes de la primera fila de ingreso increpa a los hombres de negro, en
protesta por la forma con que hostigan a los asistentes. Dos de los guardias lo toman y lo levantan
como si se tratara de una pequeña rama seca. Lo llevan a un costado, al margen de la vista del resto
de jóvenes y un tercero le descarga un tremendo golpe en el estómago. El muchacho se dobla en dos
y abre la boca con desesperación por la falta de oxígeno. El mismo guardia va a repetir el golpe, pero
Sibelis ya no puede ignorarlo y una lluvia de polvo azul baña a los monstruos, transformándolos en
estatuas grotescas. Se hace visible en el plano humano y se acerca al joven caído. Esparce pasta verde
sobre el estómago golpeado hasta que nota que la respiración vuelve a tomar el ritmo normal y el
rostro de dolor se relaja. El adolescente lo mira con pasividad y deja que el duende haga lo suyo. Los
ojos de Sibelis jamás pierden el tono de paz que irradian.
En el momento en que el joven se incorpora, el paralizante afloja su efecto sobre los tres
humanos y comienzan a moverse. Otra mezcla de polvos mágicos vuela sobre ellos y de súbito sus
caras reflejan pánico. El pavor que puede sentir un insecto indefenso atrapado en la telaraña y que ve
a la muerte acercarse. Abren sus bocas para gritar, pero sus gargantas no responden; entonces corren.
Atraviesan la puerta a empujones frente a los ojos estupefactos de los otros monstruos y ganan la
calle. Siguen con la estampida y desde lejos se oyen sus alaridos desesperados.
El joven mira al duende, asombrado y agradecido; luego se inclina y tiende su mano para
estrechar la de Sibelis. Este conoce esa costumbre humana que representa confianza y amistad. Su
pequeña mano derecha se pierde en la del muchacho. Con la otra extrae de un bolsillo un pequeño
papel, se lo entrega y desaparece del plano humano. Observa el rostro adolescente iluminarse al leer
el papel escrito en letras rojas:

Albert Einstein 676


Pregunte por Celina

Príncipe Sibelis
Duende

Superado el incidente, ingresa al local por la empinada rampa de acceso. Al traspasar las
puertas se halla ante un gran salón casi vacío aún, con una miríada de luces en el techo, las paredes
y el piso. Aprecia varios desniveles y escaleras que llevan a palcos y pisos superiores; otras
descienden a salas también multicolores. La música rebota en cada pared y en cada columna y termina
en los oídos y en el estómago de Sibelis, tal lo prometió Celina. Detrás, comienzan a irrumpir los
jóvenes en tropel. Unos se dirigen a las escaleras o forman grupos animados; otros buscan bebidas
en las barras atendidas por adultos.
Divisa arriba, frente a él, a un humano encerrado en una cabina y decide visitarlo para
acomodarse allí y tener una buena vista del lugar. Descubre una escalerilla que conduce hasta la
cabina y sube. El pequeño espacio se atiborra de equipos eléctricos y discos semejantes a los que
posee Celina en su cuarto. Sin duda que allí se genera la atronadora música que envuelve a todo el
ámbito. Se instala sobre una caja que emite haces de luz rojos, verdes y azules, los que dibujan figuras
y símbolos frenéticos al alcanzar las paredes. El humano que comanda la cabina es joven. Trae puesta
una holgada remera negra. En su espalda lleva la imagen de la cara de un hombre de bigotes, barba,
cabello muy largo y con un cigarrillo en la boca. En letras blancas se lee el nombre de «BOB».
Mientras coloca y extrae discos, se calza unas orejeras que el duende recuerda como audífonos o algo
parecido.
Sibelis pasea su mirada por el salón. Se pobló con cientos de jóvenes que llenan cada espacio.
Abajo, a su izquierda, ve un gran rectángulo repleto de luces que nadie ocupa. Es extraño, ya que no
hay vallas ni nada que cerque ese lugar. Muchos se aprietan alrededor dialogando, pero no entran al
recuadro. Por allí distingue a Celina, Rodrigo y Tatiana, junto a un grupo de amigos. Como es de
esperar, la única que parece desentonar es Tatiana, porque baila sola y alienta a los demás a que la
sigan.
Imagina qué ocurrirá si él aparece en el plano humano allí, en el centro del rectángulo vacío.
Si deja de retumbar la música y llama la atención de los presentes explicándoles la situación del
bosque, de la existencia de los seres elementales. Hasta podrá utilizar algo de magia para lograr mayor
trascendencia. ¿Lo escucharán? ¿Entenderán de lo que les habla? ¿O tal vez esos deformes de la
entrada lo atraparán antes de que pueda defenderse? Descarta la idea; ya llegará el tiempo de hablar
a las multitudes.
Un colaborador de «BOB» aparece y le alcanza un pequeño sobre plateado y un vaso que
parece contener agua. Al quedar a solas, «BOB» abre el sobre y derrama una fina línea de polvo
blanco sobre uno de los equipos de música. Luego toma un pequeño tubo, lo inserta en su nariz e
inspira de ese modo el polvillo. Bebe unos tragos, conecta un micrófono y le grita a la muchedumbre,
eufórico, instándolos a bailar y a saltar con su música. Algunas adolescentes se desprenden de los
grupos, ingresan al rectángulo y comienzan a bailar. Luego se suman otros jóvenes y el sector se
llena de baile y risas.
Sibelis siente sed y ve el vaso atrás de «BOB». Se desliza con sigilo y cuando lo toma nota la
frescura entre sus manos. Sabe que en ese momento es visible a los humanos, así que apura un largo
trago. Un fuego abrasador quema su boca y su garganta y a medida que desciende al estómago raspa
y desgarra todo lo que encuentra a su paso. Sale disparado escaleras abajo, derribando el vaso y varios
discos ante la mirada atónita del DJ. Y no para de correr, jadeante, hasta que encuentra un baño y allí
bebe agua para apagar el incendio interior.

Como cada noche, la entrada a la disco es un tumulto de chicos. Celina prefiere dar un paso
atrás en esas situaciones en las que la confusión y la violencia se generalizan. Deja varias veces su
lugar a quienes demuestran apuro por ingresar. Se encuentra con compañeras del colegio y mira de a
ratos por si aparecen Yvonne, Tatiana y Rodrigo. Su expectativa no se centra en la llegada de Mauro.
Reconoce que con la reciente amistad del duende, queda un poco de lado la imagen omnipresente del
joven. La angustia que le hace sentir un persistente deseo de llorar se relaja. Hoy vive situaciones
fabulosas y es la elegida para comenzar la relación entre dos especies. Mauro descendió varios
escalones dentro de sus intereses; sin embargo, aún lo ama. ¿Poseerá Sibelis algún conjuro para lograr
que Mauro se fije en ella? Al menos eso le procurará alguna chance de demostrarle lo que siente…
Pero se da cuenta de que solo será un truco y pasada la alucinación, el hechizado se alejará. Ella se
transformará en una Cenicienta sin zapatos de cristal; y el cuento no tendrá un final feliz. En eso
piensa, cuando una ola de empujones e insultos llega desde la entrada y ve cómo los jóvenes se hacen
a un lado para dejar pasar a tres guardias de seguridad. Estos corren frenéticos y no es posible
distinguir si persiguen o son perseguidos. Un minuto después llegan gritos desesperados de terror,
cada vez más lejanos.
Celina se inclina y pregunta con voz queda:
–¿Sibelis, estás por acá?
No obtiene respuesta y considera la posibilidad de que el duende tiene algo que ver con ese
suceso. Una vez dentro del local, se ubica apoyada a una barra junto a sus amigas. Pasado un
momento, un par de manos que surgen por detrás tapan sus ojos.
–¿Quién soy? –chilla la inconfundible voz de Tatiana.
–Hola Tatiana. Sabés que es más fácil reconocerte por tu voz que visualmente.
Llega junto a Rodrigo. Celina lo saluda y este le dice:
–Después tenemos que hablar. Cuando logre sacarme de encima a este remolino que me
acompaña.
–Ya hablaremos. En cuanto a ese remolino se lo ve feliz mientras da vueltas a tu alrededor;
feliz como se te ve a vos. Ya te dije: sacate esa máscara de serio. ¿La vieron a Yvonne?
El joven se encoge de hombros.
–Ni idea. Le mandamos mensajes para saber si venía y no contestó.
Dos chicos conocidos se acercan al grupo, con vasos en las manos. Uno de ellos le ofrece un
trago a Celina. Lo acepta con la presunción de que solo se trata de gaseosa, pero percibe en su boca
una mezcla con alto contenido de alcohol.
–¿De dónde sacan alcohol? Acá no nos pueden vender –dice mientras devuelve el vaso.
–Escondimos algunas botellas entre la ropa y los bolsos de las chicas. ¡No nos vamos a pasar
la noche con gaseosa o jugo!
Solo en una oportunidad, el año anterior, tomó unos cuantos vasos con cerveza en una fiesta.
El mareo y la sensación de pérdida de control no le gustaron. No puede comprender por qué chicos
y chicas se emborrachan para divertirse. ¿Cuál es la finalidad? ¿Sobresalir ante sus iguales como si
fueran adultos? En todo caso, la peor imagen de los adultos. ¿Lo hacen para desinhibirse? ¿O para
escapar a la realidad familiar y social en la que viven?
–Y cuando se nos terminen, en la barra del otro lado de la pista, tengo un amigo que te vende
lo que quieras. Y no solo alcohol –dice el chico con un guiño cómplice.
Celina ya no presta atención. Extraña a Sibelis, su conversación tranquila y alegre; extraña
sus ojos mágicos que logran expresarse más allá de las palabras. Entonces los ve entrar tomados de
la mano y sonrientes. A la vista de todos, componen una pareja perfecta. Pasan frente a ella y el
corazón se le destroza contra el suelo. Como es de esperarse, Mauro la ignora; Yvonne, en cambio,
le lanza una mirada breve, mezcla de desafío y culpa.
–¡No te puedo creer! –exclama Tatiana.
Es la única que atina a pronunciar algo, puesto que Celina y Rodrigo observan pasmados.
Yvonne suele comportarse así, le gusta pavonearse con los varones y siempre elige a los atractivos,
mas Celina no esperó semejante traición. Se siente desfallecer y en lo único que piensa es en salir
corriendo del lugar. Su mejor amiga, quién más conoce sus sentimientos, acaba de defraudarla. Un
temblor recorre su cuerpo y no puede contener las lágrimas.
–No llores Celi, no les des el gusto de que te vean sufrir –dice Rodrigo.
Tatiana se cuelga del cuello de su amiga y le da un beso en la mejilla.
–¡El lunes en el colegio le arranco hasta el último pelo a esa idiota!
–Sibelis, te necesito –murmura Celina y al instante siente la presión suave en su mano–. Ro,
me voy porque no me siento bien y como vos decís, no quiero que me vean llorar toda la noche.
Mañana a la tarde no dejes de ir a mi casa. Es muy importante lo que tenemos que hablar.
Sibelis no entiende muy bien lo que ocurre. Ve que Celina se despide de sus amigos y la
sigue. Al alejarse escucha la voz de Tatiana:
–¿De qué tienen que hablar vos y Celi?

Durante el viaje de regreso, el príncipe ve cómo Celina llora en silencio. No comprende la


súbita tristeza. Cuando llegan y suben al cuarto de ella, no espera para preguntarle:
–¿Qué las ha causado esta vez?
–Las causó la traición de una amiga –mantiene las manos tapando su rostro.
–Si la traicionó entonces no es su amiga.
–Siempre fue mi mejor amiga. Hoy descubrí que sale con un chico que me gusta.
El príncipe se sienta a su lado, en la cama.
–¿Era su novio?
–No, nunca se fijó en mí. Es uno de los más lindos del colegio y todas están detrás de él. Y
como verás, con mi estatura y mis kilos de más, tengo todo para perder. Pero yo igual tenía
esperanzas… Yvonne me repetía que él era un chico que no valía la pena conocer –aún llora y se
estremece– ¿Esa pasta verde que tenés también sirve para el dolor del corazón?
–No está elaborada para ese fin. Igual puedo hacer algo –extrae un pequeño frasco de arcilla
de su morral–. Beba solo un poco; se sentirá más aliviada.
Celina bebe un trago de un líquido espeso, aceitoso y con un fuerte sabor a hierbas. No puede
afirmar que es amargo o dulce. Siente cómo la presión del pecho disminuye; su garganta se relaja y
el cuerpo detiene sus convulsiones.
–¿Qué fue lo que tomé? Me siento mejor. Como si ya no me importara lo de Yvonne –se
sobresalta–. ¡¿Es una droga?!
–¿Acaso el chocolate caliente que bebe en invierno y le deja una sensación reconfortante es
una droga? ¿Es una droga el agua del manantial que sacia la sed del que llega desfalleciente? Lo que
contiene este frasco es un secreto que no debo revelar, pero no es ninguna droga.
»Y si me permite un comentario: si una persona se acerca a nosotros solo por nuestra belleza
exterior… ¿entonces para qué la queremos? La belleza física no siempre hará que nos enamoremos.
Solo un corazón bello merece ser amado y no tiene nada que ver con lo que está recubierto.
»Los duendes somos bondadosos por naturaleza; no existe la maldad en nuestros corazones.
Solo habita la generosidad, la compasión, el amor a la vida. No es vanidad: es lo que somos. Y usted
Princesa posee un corazón de duende.

El amanecer los sorprende con un cielo teñido de naranja pálido y limpio de nubes. La brisa
presagia un apacible sábado otoñal. Sibelis bosteza mientras observa su reino a través del cristal.
–La primera noche que paso fuera del bosque. A esta hora de la mañana, en que la ciudad no
aturde ni asfixia, no lo siento tan lejano.
–Entonces si no lo extrañás seguro de que vas a poder dormirte. ¡Me muero de sueño! ¿Te
parece bien acomodarte entre los almohadones del rincón? Son blanditos.
El duende observa los almohadones y peluches e imagina que no descansará tan confortable
como en su árbol, pero sus párpados declinan agobiados y en escasos minutos un adormilado silencio
gana la habitación.

Se escucha en la puerta el golpe suave de Patricia.


–¿Celi, estás durmiendo?
La joven ve que su madre entra a la habitación. Se sienta en la cama, mientras intenta despejar
sus pensamientos. La fuerza con que penetra el sol le indica que es pasado el mediodía. Algo la
inquieta sin lograr distinguirlo; su madre en el cuarto, ella medio dormida aún… ¡Sibelis! De repente
se despabila y observa en derredor. El duende también intenta abrir los ojos. ¡¿Qué hace visible?!
Aparece como un peluche más, en el piso, al lado de su cama. Un muñeco de rasgos muy bellos.
–Celi, te busca Rodrigo. ¿Le aviso que ya bajás?
–Esperá que me levanto y le digo que suba.
–¡Qué hermoso ese peluche! ¿Te lo regaló tu padre? –se dirige con intención de levantar al
duende.
–¡Mamá! ¡No dejés esperando a Rodrigo! –exclama. Tiene que sacarla de la habitación como
sea– Al peluche me lo regaló una amiga. Y la próxima vez no entrés sin mi permiso. Soy grande y
podría estar con alguien.
La madre abre muy grandes sus ojos claros.
–Ya hablaremos sobre eso –dice, mientras se retira del dormitorio.
–¡¿Qué hacés visible?! ¡El susto que me llevé!
Sibelis se muestra compungido.
–Me sentía tan cansado y a la vez tan a gusto en su habitación, que me dormí al instante sin
volver al plano elemental. Disculpe la distracción.
Celina ríe con ganas.
–¡Está todo bien! ¿Descansó, Príncipe de Duendes?
–Tal vez por el cansancio o por los cómodos almohadones, quizás por el placer de su
compañía, la verdad es que me siento muy bien.
–¡Me alegro! ¿Nos preparamos para recibir y sorprender a mi amigo?
La joven pasa al baño y al salir, Sibelis hace lo mismo.
–Cuando salgas quedate invisible porque seguro que ya estará Rodrigo en el cuarto.
–No es invisible, es en el…
–¡Sí, sí, está bien, en el plano elemental! Vamos a tener que ponernos de acuerdo con los
términos.
El príncipe hace correr el agua del lavabo. Extrae un palillo fino, rematado con cerdas de
jabalí y cepilla sus dientes. Lava su cara, pero no es necesario peinarse: su cabello jamás se desordena.
Pasea por el baño con curiosidad y se detiene en el bidet. No recuerda para qué se usa. Posee tres
pequeñas palancas plateadas y algunos orificios que deduce son para la salida del agua. Decide probar
la palanca del centro; la mueve arriba y abajo varias veces pero no aprecia cambio alguno. Entonces
toma una de las laterales y la levanta. Una súbita lluvia helada brota del centro del aparato,
empapándolo y mojando todo lo que está al alcance. Se siente humillado y recuerda la broma gastada
a Rodrigo con el bebedero del colegio. Demora un rato en secarse con una toalla y secar como puede
las paredes, el piso y el espejo. Al salir encuentra a Celina y a Rodrigo sentados en la cama, separados
por una bandeja con galletitas y vasos con jugo.
–Ayer a la mañana me pasaron cosas raras en el colegio –dice Rodrigo–. Desaparecían mis
útiles; se me desataban los cordones; el bebedero funcionó mal y me bañó. Pensé que me habían
agarrado para la joda, ¡pero algunas cosas eran imposibles! Al mediodía, cuando nos volvíamos con
Tatiana, encontré esto en mi bolsillo –le alcanza el papel que le introdujo Sibelis a escondidas–.
Decime que es una broma tuya y me voy a quedar más tranquilo.
Celina toma el papel en el que, como ya le adelantó el duende, se lee con letras rojas:
«Rodrigo, ¿cree usted en los duendes?»
–Nunca vi este papel y tampoco te haría una broma así, ya me conocés. Tenés que buscar una
explicación en otra parte.
–¡Es que no termino de encontrarle sentido! Y más si a lo mío le sumo lo que te pasó a vos.
–Yo ya le encontré un sentido…
Se divierte y al mismo tiempo duda. ¿Cómo reaccionará la mente lógica y ordenada de su
amigo cuando se entere de la existencia de los seres elementales?
Rodrigo se toma un momento antes de seguir con determinación.
–Te voy a decir algo y espero que lo tomes bien en serio –deja el vaso a un costado–. «Sé»
que es un duende el que hace esto.
La sorpresa hace que Sibelis se ahogue con una miga de galletita robada de la bandeja.
Comienza a toser y corre al baño a beber agua. Celina no termina de entender lo que escucha. La
sensación divertida se transforma en algo parecido a la frustración.
–¡¿Desde cuándo creés en duendes?!
–¿Y por qué no pueden existir? Nadie pudo demostrar que vio un ovni y sin embargo son
pocos los que dudan de que existan. ¿Cómo explicás lo que te sucedió con los ejercicios de
matemáticas? ¿Acaso no pudo haber sido un duende como en el cuento de los duendes zapateros?
Celina no sabe cómo continuar. La estrategia trazada durante horas junto a Sibelis para
introducir al joven al mundo de los seres elementales se derrumba en segundos.
–¿Y qué harías si vieras un duende?
–Supongo que intentaría comunicarme y demostrarle que quiero ser su amigo. ¿Te imaginás
lo emocionante que sería? Siempre soñé que alguna vez conocería seres de fantasía.
–¿Cómo es posible que vos, que sos tan racional, creas en los duendes?
–¡Por eso mismo! Mi mente busca siempre la razón de cada cosa y necesita descansos, un
escape que me libere de tanta presión. A veces me dejo volar y creo mundos fantásticos. Tejo historias
irreales con personajes imaginarios.
»Nunca me animé a mostrarlos, pero tengo muchos cuentos escritos. Hace tantos años que las
hadas, los duendes y los ogros viven en mi mente, que también los siento en mi corazón. Sí, Celi,
creo en los duendes y todos los seres de fantasía que se te ocurran.
–Los ogros no existen –dice Sibelis–; son seres creados por la imaginación de los humanos.
El resto somos reales, no fantásticos, y nos gusta llamarnos seres elementales.
Habla sentado en el borde del escritorio, al igual que la vez que se presentó ante Celina. Había
preparado el truco del aura dorada para impresionar al joven, pero comprende que no es necesario.
–¡Hola! –dice Rodrigo con una sonrisa–. Tal como me los imaginaba.
Capítulo VI

Apenas despunta el amanecer de un domingo que promete ser soleado. Celina camina hacia
la salida de la ciudad, rumbo al bosque. Parece que marcha sola, como tantas otras veces que
deambula ensimismada por la periferia. Sin embargo, goza de la mejor compañía, aunque nadie puede
ver a Sibelis a su lado, en el plano elemental. Sí, lo ven los perros y los gatos vagabundos; unos
madrugadores, otros que regresan de sus rondas nocturnas de juerga, de caza o de bolsas de residuos
destripadas.
La tarde anterior dialogaron con Rodrigo durante horas, explicándole sobre el arriesgado
proyecto del príncipe. Luego, cuando cayó la noche, Sibelis marchó al bosque a fin de solicitar
permiso para ingresar con humanos de confianza y mostrarles partes del reino. Comprendía que esa
idea confrontaba con las limitaciones que el Ministerio de Consejeros le impuso, mas era un aspecto
fundamental de su proyecto y pugnaría por convencerlos.
La mayoría de los ancianos dormía cuando comenzó a golpear puertas. No supo si se debió a
su poder de convicción; o porque muchos creían en su propuesta; o tan solo porque los consejeros
deseaban volver a sus camas; lo valioso fue que regresó a la ciudad antes del alba con la autorización
para un único acompañante. No dudó en decidirse por Celina. Despertaron a Rodrigo con una llamada
de teléfono, escucharon sus protestas y le prometieron que el próximo viaje sería para él. La joven
dejó una nota a su madre informándole que pasaría el domingo con amigos y partieron.
Atraviesan los barrios periféricos, donde se intercalan veredas rotas, calles de tierra y baldíos
cubiertos de matorrales. En algunas esquinas, parvas de basura acumulada por días les acercan olores
nauseabundos. A su izquierda se halla la zona industrial, plagada de edificios grises con chimeneas
que rasgan el cielo. Algunas fábricas jamás detienen su producción, no obstante, este es un día de
descanso silencioso y se aprecia una muralla de camiones a la espera de reanudar la actividad infernal
de los lunes.
Celina carga con su mochila en la cual, además de algunas provisiones y de agua, lleva el
viejo reproductor a pilas y varios casetes. Confía en que la música de rock ejercerá en el resto de los
duendes la misma atracción que logra sobre su amigo. Es el único elemento «tecnológico» que Sibelis
permite que lleve al bosque. En el viaje inicial no será oportuno tomar fotografías o filmar, o que un
llamado al celular interrumpa alguna conversación trascendental. Por momentos, pequeños tirones
en su mano derecha le indican que debe cambiar de rumbo. Convinieron en que Sibelis permanecerá
en el plano elemental hasta llegar al bosque.
A medida que dejan atrás a la ciudad, sus ansias se acrecientan.
Sibelis supone que la mayoría de los duendes serán reacios a mostrarse. La joven es una
desconocida y por más que se interne en el bosque junto a él, no está seguro de la recepción que
recibirá. Tal cual lo esperaba, sus padres, y en especial la reina Beriona, influyeron en el permiso
para la llegada de Celina. Le llama la atención el comprometido apoyo de su madre. Viene a su
memoria la situación de años atrás, cuando lo instaron a formalizar el noviazgo con Konya. Fue
Beriona la que intentó promover esa relación y quien más se entristeció al enterarse de que los jóvenes
no tenían interés mutuo. Cuando Sibelis habla de Celina los ojos de Beriona brillan como aquella
vez. ¿Cuál será su intención? ¡Celina es humana! Una hermosa humana que se asemeja a los duendes
en bondad y nobleza.
De pronto se descubre pensando en la joven como si fuera un ser elemental. ¿Cómo se vería
transformada en duende? Sus rasgos humanos resultan sumamente agradables; su voz, diáfana como
la de las ninfas; su corazón, tierno como los de su especie… No duda: ella sí sería una duendecita de
la que podría enamorarse.
Al mismo tiempo, la impaciencia carcome a Celina; no siente preocupación y mucho menos
temor. Desespera por enfrentarse a otros duendes, por conocer sobre su existencia, sus costumbres,
su sociedad. Se aproxima con demasiada lentitud al mundo de sus sueños infantiles y actuales. Sueños
que se materializan en Sibelis, sin perder el encanto y la fantasía. Por el contrario, se mezclan con la
realidad diaria; la transforman, la vuelven mágica. Borran la línea divisoria de lo real, de lo palpable
y permiten el ingreso de lo imaginario, de lo ilógico, de lo «verdaderamente» natural. Porque… ¿qué
más natural que ese duende que camina a su lado? El príncipe simboliza la extensión del bosque: es
un árbol, un arbusto, un salto de agua, un pájaro. La naturaleza late y se representa en ese pequeño
ser.
Entonces lo imagina humano. El más bello humano; todo perfección, energía, armonía. El
más dulce y tierno, también. Un adolescente que podría prescindir del truco del aura dorada, ya que
brillaría por sí mismo. Y sabe, sin duda, que a ese chico podría entregarle su corazón para siempre.

Las últimas casas quedan relegadas. Cruzan con bastante riesgo una transitada carretera y
comienzan a descontar la distancia que los separa del linde del bosque. Atraviesan monótonos
campos sembrados que comienzan un suave desnivel ascendente e interponen alguna loma aquí y
allá. En las cercanías, varios campesinos manipulan maquinaria agrícola. Más allá, un pequeño avión
desciende con un ronroneo hasta acariciar el suelo y suelta una nube vaporosa, rociando a su paso las
plantas de cereal.
–La empresa donde trabaja mi papá vende esas porquerías agroquímicas.
Llegan hasta un terreno de pastos altos y secos; a su reparo Sibelis se hace visible.
–Los días en que el viento sopla desde la ciudad, ese veneno vuela hacia acá y vuelve el aire
irrespirable. Esos días los guardianes deben retirarse.
–¿Quiénes son los guardianes? –pregunta Celina, feliz de volver a ver al príncipe.
–Son duendes que vigilan los accesos al reino. Por estos sectores solo se controla que quienes
salgan porten sus permisos. Como le comenté, recién después de cumplidos los cien años y luego del
aprendizaje se puede visitar la ciudad.
–¿Y cuál es tu permiso?
Sibelis extrae de entre sus ropas la piedra roja que cuelga de su cuello y prosigue:
–Los accesos ubicados sobre los cerros son mucho más peligrosos, por eso se encuentran
doblemente vigilados.
–¿Por qué? No hay ciudades cercanas hacia aquel lado.
–No es por los humanos. En las cuevas de los cerros habitan orcos y goblins –se estremece al
nombrarlos–. Algunas veces trataron de invadirnos, pero los rechazamos. Son criaturas terribles: el
lado oscuro de los seres elementales.
–Hay muchos libros y películas sobre eso. Siempre están asociados con la maldad y la
violencia. Significa que los humanos los han visto, que no forman parte de nuestra imaginación.
–Tal vez hayan atacado y hasta provocado «accidentes» en las oportunidades en que ustedes
practican la minería. Los humanos no solo agreden nuestro hábitat; al perforar los cerros también
destruyen y contaminan la vida de otros seres elementales.

El sol otoñal trepa por la mañana cuando traspasan los primeros árboles. El calor no pesa
tanto, pero luego de caminar largo rato le dan la bienvenida a las sombras intermitentes que los
reciben.
–¿Está cansada? ¿Nos sentamos? Andaremos un buen trecho aún hasta llegar al corazón del
reino y no recorreremos los senderos que usan los humanos, por lo que el avance será más complicado
para usted.
–Tengo tantas ganas de ver a otros duendes, que podría caminar todo el día. ¿Querés una
manzana? ¿Agua?
Sibelis acepta y prosiguen la marcha. A los pocos minutos, la floresta se cierra,
compactándose, como si negara el ingreso a formas de vida extrañas. Los claros por donde se filtra
el sol asemejan ventanales de luz; un sinnúmero de haces penetra difuso y resalta los colores de las
superficies que roza. El juego entre luces y sombras señala el ingreso a un mundo de misterio. Frente
a ellos se alza una escarpada colina de apariencia inaccesible, con una maraña de arbustos entre los
árboles apretujados. El príncipe se desvía unos pasos a la izquierda, justo detrás de una mata espinosa;
allí encuentran un resquicio disimulado que permite el paso. Celina debe avanzar en cuclillas y con
sumo cuidado para evitar los arañazos de las espinas inquietantes.
–¡Humanos a la ciudad y duendes a los bosques! –dice nerviosa– Cada especie tiene su
hábitat, ¿no?
–Así es. La diferencia es que ustedes llegaron, fundaron y desarrollaron la ciudad (su hábitat)
según sus costumbres y necesidades. En cambio, el bosque ha estado aquí desde siempre; nosotros
nos unimos e integramos a él.
Cuando la joven se yergue, puede apreciar una senda fina y casi imperceptible que se interna
en la espesura, zigzagueando entre los pinos y algunos abetos y álamos aislados. Sigue detrás de
Sibelis hasta que se detienen frente a dos árboles que intimidan por su altura y follaje espeso.
–¡Amigos Guardianes!, con certeza se encuentran informados de que tengo permitido
conducir a esta humana hasta nuestro reino –habla con voz enérgica, mientras mira hacia las altas
ramas. Celina se esfuerza por descubrir a algún duende escondido, pero solo halla verde y cielo–.
Además, cualquiera de nosotros está autorizado a presentarse ante ella si lo desea.
La joven no resiste el deseo de hablarles.
–¡Hola! Me llamo Celina y me gustaría conocerlos. ¿Quieren bajar a saludarme?
Las hojas ahogan sus palabras. Nada más. La desazón mella su entusiasmo y refleja tristeza
en su rostro.
–Nuestros guardianes son voluntarios que se ofrecen para esta tarea. Se eligen a los más
recelosos y desconfiados, debido a la misión que cumplen. No es extraño que decidan mantenerse
ocultos ante usted. No se sienta mal, ya tendrá la oportunidad de mezclarse con los de mi especie.
Continúan su avance y a los pocos pasos Celina vuelve su mirada hacia el acceso. Parado
sobre las ramas más bajas de uno de los pinos, un duende sonríe y la saluda con su pequeña mano.
–¡Me está saludando, Sibelis!
Su rostro reluce mientras devuelve el saludo abanicando los brazos.
–Me reconforta verlo; su ingreso al reino es una prueba para mi proyecto. Debo encontrar el
modo de explicarles a los humanos de nuestra existencia. Pero también es necesario convencer a los
seres elementales de que no todos los humanos son agresivos, sino que existen muchos dispuestos a
ayudarnos. Aunque aún no nos conozcan; aunque piensen que somos producto de su imaginación.
–Príncipe Sibelis, ¡estás demasiado serio!
–Es solo preocupación por estas novedades; comprenda que quiebro normas y leyes
ancestrales. Lo que para usted supone un viaje de descubrimiento, para nosotros puede transformarse
en la aceleración de nuestro exilio.
Sibelis no necesita mirar a la joven para vislumbrar que esas palabras azotan su semblante.
–¡Pero tiene usted razón, Princesa Celina! Vamos a divertirnos en su visita al bosque y
avanzaremos un paso hacia la fraternidad entre nuestras especies. ¿Me regala otra deliciosa manzana?
Dejan atrás la colina de acceso y suben por otra más empinada. A Celina le zumban los oídos.
Supuso que se lo produce la altura que ganan a cada paso, pero ahora comprende que no es eso. Es
el silencio que los abraza. No es el que ella percibe por las noches en su cuarto, puesto que siempre
llega algún motor lejano que lo desgarra. Se asemeja más a los momentos en que suele nadar a solas
y se sumerge en la piscina del colegio. Quiere preguntarle al príncipe por qué no se escucha ni siquiera
el canto de las aves, pero no se anima a interrumpir esa sensación de integridad con la naturaleza.
Mira hacia atrás y alcanza a ver, más abajo, gran parte de la ciudad asomándose entre los árboles. Le
parece extraña, fuera de contexto. Un inmenso lienzo pintado y desplegado sobre la tierra.
–Muchas veces, sentado en lo alto del pino donde vivo, he observado el paisaje que usted ve
ahora. Desde pequeño sentí que la ciudad me atrapaba, que me absorbía, como un gran embudo que
de a poco se tragaba al bosque.
–Esa es la sensación que tengo. Lo artificial chupándose a lo natural. Un parásito que vive
gracias a la energía del bosque y que no le interesa si lo enferma y lo mata para lograrlo.
Tuercen hacia la derecha y desembocan en un pequeño claro de pastos y helechos bajos,
dominado por un gran abeto. Allí sí, trinan pájaros coloridos que disfrutan del sol de la mañana.
Desde la base del tronco del árbol parten varias sendas por las que caminan duendes que Celina no
puede ver. Niños y jóvenes miran a los dos amigos con curiosidad, pero sin sorpresa. La noticia de
la llegada de Sibelis y la humana alcanzó los extremos del reino.
–Estamos frente a la casa de la consejera Alonis. Ella nos prepara para desenvolvernos entre
los humanos. Es una anciana sabia y forma parte del grupo de consejeros que apoyaron mi proyecto.
Lo único que la joven ve es el abeto dominante y nada que se parezca a una vivienda.
–¿Dónde vive? ¿Dentro del tronco? ¿Y por dónde entra?
–Si viviera en el interior del árbol, lo mataría. Nuestras viviendas y edificios se integran a la
copa y al follaje de los árboles y crecen junto con ellos. Lo lamento por usted: también nuestras
construcciones permanecen en el plano elemental –se detienen a pasos del árbol añoso–. Esa rama
que desciende de un modo inusual hasta el suelo es el acceso a la casa. Lo único que hacemos para
que se tornen habitables, es modificar o reorientar el ramaje y agregar algunos tejidos de plantas para
cerrar paredes y techos.
–¿Y esta consejera se encontrará en casa?
–Por supuesto que se encuentra en su casa y por lo que veo terminó las clases de hoy; está
descendiendo hacia nosotros.
Celina transpira a causa de la caminata y la ansiedad. ¿Se animará la anciana a pasar al plano
humano?
–Buenos días Consejera Alonis.
Mientras Sibelis saluda, una imagen se materializa frente a ellos como un efecto especial
realizado con computadoras. Desde la transparencia total, en un instante Celina puede observar a
Alonis de pie frente a ella. Tiene ante sí a un ser de estatura más baja que la del príncipe. El cabello,
color cobre, le cae lánguido más allá de los hombros. Su atuendo es un vestido confeccionado con
un finísimo entretejido de hojas y tallos teñidos de varios tonos de azul. No se observan arrugas en
su piel y si algo demuestra que se encuentra ante una anciana, es porque sus deslustrados ojos negros
no brillan como los del príncipe.
«¿Todos los duendes tendrán ojos negros?», piensa Celina.
–Buenos días, Príncipe Sibelis y supongo que además debo decir buenos días, joven Celina.
La voz no suena tan fina y exquisita como la de su amigo, no obstante, se nota la carga de la
experiencia en el trato diario con los jóvenes.
–Buenos días Consejera Alino… Anoli…
Celina enrojece y la consejera sonríe comprensiva.
–Alonis. No se preocupe jovencita. Se acostumbrará a nuestra presencia y a nuestros nombres.
Y si usted se siente perturbada, no menos lo estamos nosotros. Sin embargo, nos aventuramos a que
estos sucesos tan fuera de lo común depararán una vida en equilibrio y paz junto a los humanos.
–Es lo mismo que espero yo desde que conocí a Sibelis y me contó de su proyecto. Nunca me
cansaré de agradecerle por elegirme. Mi vida no es la misma al conocer la existencia de los seres
elementales.
Sibelis presencia el diálogo y relaja sus músculos. Intuye que no todos serán tan
complacientes con la joven, mas por el momento se regocija observando la luz en el rostro de ambas.
–Querido Príncipe, en su ausencia, los consejeros volvimos a reunirnos junto a su padre.
Decidimos quebrar una de las condiciones que expresamos en su momento, con la intención de
apoyar la búsqueda de un futuro más optimista para el reino. Iremos más allá de solo permitirle el
ingreso a la joven. Los acompañaré hasta la morada del Consejero Loreto, quien los aguarda con una
agradable sorpresa. Síganme, por favor.
Alonis gira sobre sí y los amigos se encaminan detrás. Celina busca en el rostro de Sibelis
alguna señal que le indique lo que ocurre, pero no obtiene respuesta. El príncipe se muestra tan
expectante como ella. Toman una de las sendas que se alejan de la casa de la anciana y se internan
nuevamente en la espesura.
–Sibelis, no recuerdo quién es Loreto –susurra Celina.
El príncipe contesta con el tono y volumen habitual en él, casi riéndose:
–Por más bajo que usted hable, cualquier duende de los alrededores puede oírla. Loreto es
nuestro maestro de magos. Pertenece al Ministerio de Consejeros y luego de Saleno, es el habitante
más longevo del reino.
–Y luego sigo yo –agrega la consejera, sin volverse–. Quinientos sesenta y tres años recién
cumplidos –hace un ademán con su mano derecha–. ¡Buenos días, querida Alamina! ¡La felicito por
el talento de su hijo; avanza muy bien en sus clases!
Celina busca con la mirada, pero solo son ellos y la floresta.
Alonis prosigue:
–Estoy de acuerdo, lo tendré en consideración para mañana. ¡Adiós amiga!
Para la joven es una respuesta a algún comentario silencioso de un ser invisible. Se siente
muy incómoda; comprende que hay alguien más allí que la espía y que ella no puede ver ni escuchar.
–Sibelis, ¿hay más duendes por acá?
–La casa de Alonis es la más próxima a la ciudad. A medida que avanzamos nos acercamos
al corazón del reino; allí viven mis padres y la mayor parte de la sociedad. Le puedo decir que por
este lugar hay algunas viviendas y unos cuantos habitantes que la observan y se divierten de lo
incómoda que viaja por el bosque.
Es cierta la dificultad de la joven para seguir a sus guías. Los senderos están marcados a causa
de ser pisados durante siglos por seres de menos de un metro de altura. En muchos lugares debe
agacharse y avanzar de rodillas, obligada por las ramas bajas. Su mochila se engancha a menudo y
se arrepiente de haber cargado el reproductor de casetes que ahora le hace sentir como si pesara cien
kilos. Los duendes parecen no tocar el piso al caminar; incluso la anciana se desplaza con la gracia
de un ciervo. Y comprende que viajan más lento de lo habitual a fin de permitirle mantener el ritmo
de marcha.
En varias oportunidades, Celina visitó lugares turísticos en la floresta. Pequeñas cascadas de
agua helada que surgen de las piedras; cuevas naturales con pinturas rupestres y el más concurrido:
un gran lago artificial creado por un dique que se halla al otro lado de los altos cerros. Se llega en
vehículos a través de la carretera que parte al bosque en dos, o haciendo trekking por trayectos bien
establecidos. En sus paseos de niña junto a sus padres, en campamentos juveniles, o en sus caminatas
por los linderos, sintió siempre que ese lugar la atraía como un imán.
–En todos estos siglos habrán recibido muchas visitas de humanos. ¿Cómo hacen para evitar
que alguien se trepe a un árbol donde hay una vivienda?
La que habla es la consejera.
–En los inicios de la colonización humana, el bosque ejercía un temor misterioso sobre el
ánimo de los que llegaban, quienes evitaban introducirse más allá de los primeros árboles. Con el
paso del tiempo ese temor natural se perdió y comenzaron a internarse más y más.
»En esas épocas coexistíamos junto a elfos, hadas y ninfas. Entre todos nos ingeniábamos
para frenar o desviar a los invasores. Arroyos que crecían de pronto, volviéndose imposibles de
atravesar; arbustos espinosos infranqueables, que prosperaban en lugares extraños; pérdidas o
extravíos de los equipos que usaban los aventureros…
»Y cuando todo eso fallaba, se hacían presentes los magos con sus encantamientos para
desalentarlos y retornarles el temor que los humanos creían haber perdido.
»Usted camina por senderos que se tornarían imposibles si los guardianes nos pusieran sobre
aviso. Y como siempre, el último recurso: cada vivienda y lugar prohibido a los de su especie posee
trampas que se activan y rocían a los que se acercan, con polvos mágicos que causan pánico o
desorientación.

La naturaleza se inmiscuye en cada poro y en cada sentido de Celina. Se intercalan lomas y


hondonadas heridas por arroyuelos que rebotan entre piedras donde brota un musgo verde azulado.
Pinos antiguos y jóvenes abrigan nidos de aves de variados tamaños y colores. En aquellos árboles
más añosos aprende a reconocer las ramas que descienden de forma inusual hasta el suelo y supone
que allí existe la casa de un duende. El silencio se esfuma. Es como si pájaros, conejos, ratones,
insectos aguardaran la llegada de la extraña para estremecer el bosque con cantos, chillidos y juegos.
De súbito, se enfrentan a un arroyo más caudaloso y violento. La orilla opuesta está apenas a unos
metros, mas la joven no se imagina cómo lo podrán cruzar. Presume que lo flanquearán hasta dar con
algún paso adecuado.
–Amiga mía, para atravesar este riachuelo deberíamos desviarnos por un largo trayecto hasta
llegar a un puente elemental que se construyó hace siglos –dice Sibelis–; es un hermoso sitio, donde
las piedras forman un remanso y los animales se acercan a beber. Pero es casi mediodía y no
disponemos de tiempo –mientras habla, combina algunos polvillos extraídos de su morral–. Más allá
de esos pinos de la otra orilla encontraremos al mago Loreto.
Celina imagina el método para cruzar.
–¡Ay… no! ¡No quiero ni pensarlo!
–¿Alguna vez sintió como si flotara?
Los ojos del príncipe brillan más de lo habitual y una sonrisa pícara se dibuja en su rostro.
Esparce parte del preparado a los pies de la joven y esta se eleva unos treinta centímetros del suelo.
Celina grita y se aferra desesperada al tallo de un árbol pequeño. Se apodera de ella la impresión de
que si lo suelta se perderá en las alturas como un globo inflado con helio. Si bien no pisa el suelo,
una vez pasada la zozobra inicial, nota firmeza bajo sus pies. De cualquier modo no se separa del
arbolito. Sibelis arroja el mismo polvillo a sus pies y a los de Alonis. Ambos flotan risueños.
–Los humanos hablan de levitación desde hace miles de años –dice la consejera–. Sabemos
que disponen de trenes que funcionan con el principio de levitación magnética. Sí, jovencita, nosotros
también poseemos una ciencia muy avanzada. En lo que respecta a levitar personas, suponemos que
ustedes nunca lo lograron. Sus hechos más famosos fueron producidos por fraude e ilusionismo.
»Flotamos gracias a una pócima que contrarresta la atracción de la fuerza de gravedad del
planeta. No me pregunte más, porque no es mi campo de estudio. Simplemente no tema y camine
junto a nosotros; al final lo encontrará muy divertido.
Sibelis tiende su mano para que Celina gane confianza; esta la acepta y avanza con ellos.
Percibe que pisa cemento firme y parejo, aunque solo hay aire bajo sus pies. Al arribar al borde del
arroyo su cuerpo se tensa, mas la seguridad de los duendes la insta a seguir. El agua helada la salpica
y moja sus zapatillas y ve, maravillada, cómo algunos peces juegan entre las piedras y algas del
fondo. Eleva su mirada y un espacio de cielo celeste coronado de sol se recorta entre el marco de las
copas de los pinos. Quiere detenerse a contemplar la plenitud que la envuelve.
–Princesa, el efecto del preparado solo dura unos momentos. Se transformaría todo en un
desastre si finaliza antes de que usted haya ganado la orilla.
La anciana consejera sonríe hacia Sibelis al escuchar el término «Princesa».
–No tenía conocimiento de que esta ciudad de los humanos estuviera gobernada por una
monarquía, Príncipe Sibelis.
–Es apenas un juego, Consejera –responde el joven, sonrojado.

Descienden con suavidad y traspasan un nuevo grupo de árboles hasta aproximarse a otro
pino imponente. De pie junto al rugoso tronco, observan a un duende recubierto por un aura dorada.
Celina esboza una sonrisa y abre la boca para hacer un comentario sobre ese truco que conoce, pero
un apretón de Sibelis en su mano la disuade. Alonis los presenta y el mago Loreto toma la palabra:
–Celina, usted es el primer ser humano que en forma consciente se relaciona con nuestra
especie y en nuestro hábitat. Pasaron miles de años para que ocurra –al igual que Alonis, solo el mate
de sus ojos y la voz gastada indican la avanzada edad de Loreto–. Los ancianos consejeros decidimos
aceptar este proyecto y vamos a apoyarlo en lo que sea necesario para la salvación de nuestro reino.
»Anoche nos reunimos, luego de que el Príncipe solicitó el permiso para que usted nos visite
–se dirige directo a Sibelis–. Existe información desde tiempos arcaicos, desde el inicio de las
especies, que solo conocemos la Consejera Alonis, el Consejero Saleno y yo.
»Esos secretos son transcendentales y se transmiten en forma oral o a través de libros en élfico
antiguo. Ni siquiera el Rey Tencos los conoce; ni debe conocerlos. El día que falte alguno de los tres
más ancianos del reino se le pasará la información a quien le siga en edad.
»Mi introducción es para comentarle que vamos a revelar uno de esos secretos,
aventurándonos a que sea provechoso para su proyecto.
El rostro grave y la tensión del cuerpo de Sibelis remarcan la expectativa que generan esas
palabras. Loreto vuelve a dirigirse a la joven:
–Celina, voy a conjurar un hechizo que hace siglos no se utiliza; yo mismo no tuve nunca
oportunidad de probarlo.
–Espero no quedar convertida en sapo –sonríe nerviosa.
–Esas son simples fantasías humanas, jovencita. No obstante, hay un cierto peligro. Usted
está invitada a pasar al plano elemental por el día de hoy, para que pueda apreciar los detalles que
conforman el Reino de los Duendes.
Los dos jóvenes abren sus bocas debido al asombro.
–¡¿Es eso posible, Consejero?! –pregunta Sibelis.
–Es posible y real. El peligro está en que, si el conjuro fracasa, el humano puede quedar
atrapado eternamente en un plano intermedio. Inalcanzable e invisible, tanto para su especie como
para la nuestra. Pero tengo extrema confianza en la magia ancestral y sé que no fallaré. Espero su
resolución, jovencita. ¿Desea conocer de veras nuestro mundo?
Celina observa el rostro de Sibelis; en él encuentra certidumbre y esperanza; y hay algo más
que aún no puede definir. Algo cálido que se enhebra en su corazón.
–Consejero Loreto, deseo conocer su mundo con todas mis ganas.
El aura dorada que rodea al consejero cobra intensidad, torna al rojo y luego al violeta; el
mago entorna los ojos y sus labios apenas se mueven en silencio. La joven percibe una leve
conmoción y un mareo que le hace cerrar los ojos a su vez y busca la mano del príncipe para
sostenerse. Al abrirlos queda perpleja. Intenta emitir alguna palabra, algún comentario asombrado,
pero su garganta se encoge y lágrimas felices patinan por su cara.
–Bienvenida al Reino de los Duendes, Princesa.
Capítulo VII

El bosque no es el mismo. Si Celina tuviera que describir el entorno en el cual se encuentra,


no sabría por dónde comenzar. Son tantas las impresiones que conmocionan sus sentidos... Bueno,
sí, sin duda que comenzaría por Sibelis.
El príncipe aún sostiene su mano con delicadeza. Él y los seres que la rodean brillan de un
modo extraño. Parece como si cada hoja, cada planta o animal, cada uno de los duendes presentes
hubieran sido pincelados con un barniz luminoso. No es como el renovado tono que adquieren las
cosas luego de la lluvia, o el realce de las piedras bajo el agua transparente de un arroyo; todo emite
una luz propia, un fulgor que nace en cada ser y forma una fosforescencia que lo resguarda.
Sibelis resplandece. El rosa de su piel crea variadas tonalidades de luz a su alrededor. Sus
ojos, que la atraen como un abismo, ahora asemejan astros eclipsados: con el negro profundo del
espacio en el centro y coronados con haces luminosos. Su brazo derecho aparece surcado por tatuajes
multicolores. Prolonga su mirada desde la mano de su amigo a la suya y se ve ella misma relumbrante.
Su piel, su ropa; toma un mechón de su cabello rojizo y cree sostener hebras de cristal. Por instinto
busca sus orejas para percatarse de que no están alargadas ni en punta. No, no se convirtió en una
elemental.
No son solo los colores relucientes los que la impactan. Ante su mirada se dibujan árboles
que instantes atrás no existían y que soportan viviendas entretejidas entre sus ramas; además,
embriagan su nariz fragancias de flores desconocidas. Ve otros duendes. Varios. Unos parados,
observándola curiosos; otros, que deambulan en sus actividades diarias y se detienen para dedicarle
una reverencia sutil y proseguir la marcha.
Un trino poderoso atenúa los sonidos; proviene de una de las ramas altas del pino donde vive
el mago Loreto. Celina observa un ave a la que solo puede describirse en historias fantásticas. Su
tamaño es mayor que el de un águila; desde la cabeza, hasta casi llegar a la cola, la cubren plumas
que varían entre el blanco y un rosa intenso. Las alas y la extensa cola muestran matices verdes,
violetas y azules, según la alcanzan los rayos de sol. Sobre la cabeza le crece un penacho de finas
plumas rojas, que rematan en borlas esponjosas como los estambres de una flor. De pronto, en un
estallido de luz y color, despliega sus alas y desciende en vuelo vertiginoso. Roza la cabeza de Celina,
quien alcanza a observar sus soberbios ojos frontales color naranja, y se eleva aleteando para escapar
al cielo entre las copas de los árboles.
–Un ranoraky –dice Loreto–. El ave sagrada de los elfos. Su canto se escucha desde lejos y
endulza nuestras mañanas. Nos ayuda en las comunicaciones con los reinos que emigraron. Cada
cierto tiempo colgamos un mensaje en su cuello y vuela a informar al reino élfico las novedades de
su antiguo bosque.
El cabello del mago es de un rojo similar al de Celina. Se distingue respecto a los de su especie
en que lo domina un absoluto desorden. Tres largas matas rebeldes sobresalen a los costados y arriba
de su cabeza. El atuendo que lo cubre también es diferente; no se compone por tejidos finos de
vegetales, sino que exhibe una túnica de tela verdusca que llega a sus pies y una capa corta anudada
a su cuello, también de delicada tela color ocre. Tanto él como Alonis observan fascinados las
lágrimas de Celina.
El instante se vuelve eterno para la joven. Apenas balbucea:
–Es maravilloso… no termino de percibir tanto color, tanta luz. ¿Por qué todo brilla de esa
forma?
Alonis responde:
–Es la energía que irradiamos los seres vivos, Celina. En nuestros estudios sobre los humanos
observamos sus pinturas, dibujos y fotografías y notamos que jamás se aprecia el halo energético.
Por lo tanto, asumimos que no lo ven; pero allí está, incluso en ustedes, para indicarnos dónde hay
vida.
Loreto agrega:
–Y por supuesto tampoco podrán ver a los seres u objetos que pertenecen al plano elemental,
como nuestras viviendas, plantas, animales. Los humanos perciben nada más que una pequeña parte
de la naturaleza. Quizás sea debido a eso que la maltratan y destruyen constantemente.
Celina no logra concentrase en las palabras de los consejeros; su atención se dispersa en el
entorno mágico que la conmueve. En un principio creyó ver miles de luciérnagas que revoloteaban
por todas partes, sin embargo, sus luces no eran intermitentes. Ahora comprende que son los insectos
que pululan por el bosque; chispean como lentejuelas en contraste con las sombras y parecen
esfumarse cuando atraviesan un rayo de sol. Hasta la más insignificante hormiga se distingue sin
esfuerzo, mientras sube por un tronco escabroso o se desliza entre las hierbas y hojas caídas.
Loreto prosigue:
–Si la joven considera que puede continuar la marcha, nos encaminaremos hasta el centro del
reino. El Rey Tencos aguarda para recibirla con un banquete, puesto que anticipó que llegaría usted
a la hora del almuerzo.
–Me siento aturdida. Tengo la impresión de estar rodeada por un mundo de cristal y que
cuando me mueva voy a romper algo irremplazable.
Sibelis aún sostiene la mano de su amiga.
–No debe tener miedo; no suelte mi mano y síganos, Princesa. Puede usted recrearse con las
novedades que le ofrece el bosque y no dude en preguntarnos sobre cualquier objeto que llame su
atención.
El príncipe intenta guardar la compostura y disimular su entusiasmo. El recibimiento otorgado
por los consejeros va mucho más allá de lo que esperaba; incluso los transeúntes y vecinos brindan
una buena acogida a la humana. No percibe gestos de desaprobación. ¡Y bien que tienen motivos
para mostrarse irritados o indiferentes! Muchos de ellos debieron mudar y rehacer sus hogares de
siglos, cuando los humanos derribaron los árboles para construir la carretera que cruza el bosque. No
cabe duda de que la preocupación por el futuro del reino no queda solo en consideración del
Ministerio de Consejeros, sino que abarca a todos sus habitantes. Una humana que recorre la
profundidad del bosque en el mismo plano que los seres elementales es un suceso que nunca ha
ocurrido.
Allí está Celina, con las dificultades de su especie para desplazarse por los senderos. No dudó
un instante cuando el mago Loreto le habló del peligro del conjuro. Lo miró segura, a él, al amigo
que le descubrió un universo nuevo y aceptó correr el riesgo de desaparecer en la nada, entre los
distintos planos dimensionales. En estos momentos lo sigue tomada de su mano. Sibelis nota el calor
y la energía que fluye entre ambos. Observa cómo los halos luminosos se unen, para transformarse
en un único resplandor.

A Celina también la desborda el calor de la comunión que nace en sus manos entrelazadas;
una corriente sube por su brazo y electriza su corazón. Vienen a su mente las noches en que
desfallecía en las cercanías de Mauro. ¡Qué lejos queda aquel sufrimiento! Qué huecos le resultan
esos recuerdos por los que lloró muchas noches.
¿Tanto tiempo pasó? ¡Apenas hace tres días que conoce a Sibelis! Son emociones, alegrías y
sorpresas constantes… De idealizar y someterse a un amor imposible, a caminar tomada de la mano
de un príncipe de duendes; de leer desde su infancia mil cuentos fantásticos, a transitar la realidad de
un reino elemental y tomar conciencia de que los seres humanos no son la única especie inteligente,
pero sí la más destructiva. No hay vuelta atrás: su vida no volverá a ser igual. Si mañana los duendes
deciden desaparecer; si ella deja de ser el eslabón en la unión de las especies; si no se le otorga nunca
más la felicidad de moverse en el plano elemental y se eclipsa para siempre el halo de energía de los
seres vivos, ella igual sabrá que están allí: seres pequeños de corazón inmenso, fundidos con la
naturaleza; viviendo su existencia ancestral, incontables milenios más antigua que la humana.
Padecerá el dolor de notar el avasallamiento de su bosque, de su reino y cargará con una nueva
nostalgia: la de no volver a caminar junto al Príncipe Sibelis.
–¡Los tatuajes en tu brazo son preciosos! ¿Por qué no los pude ver antes? ¿Tienen algún
significado especial?
Caminan detrás de los consejeros rumbo al encuentro del rey Tencos. El sendero, si bien
sinuoso, es más ancho y cómodo para desplazarse, comparado con las sendas estrechas e inhóspitas
de los accesos. El suelo se cubre de flores exóticas color violeta; deben poseer algún órgano sensitivo
especial, puesto que, en el momento de asentar un pie, se apartan y evitan ser aplastadas, para luego
regresar a su posición original. Los flancos se ven ornamentados por plantas con capullos rojos y
amarillos; cuando Celina las roza despiden un seductor aroma a jazmín.
–En las épocas en que las cuatro especies compartían el bosque, lo hacían en concordia y
armonía –dice Sibelis–. Pero la relación entre duendes y elfos era mucho más profunda que con el
resto de los reinos. Nos asemejamos en muchos aspectos, tanto físicos como sociales. Solo que ellos
son mucho más altos que nosotros, incluso más altos que el promedio de los humanos.
»Estos no son tatuajes, son dibujos elaborados con tinta élfica y que jamás se borrarán. Es
una costumbre de los elfos pintarse partes del cuerpo con signos y dibujos.
»Cuando ellos decidieron emigrar, los jóvenes duendes acordaron realizar algo que
mantuviera vivo el recuerdo de sus amigos: al cumplir los ochenta años nos pintamos dibujos o
símbolos élficos. En mi brazo está la silueta del ave que acaba usted de conocer: el ranoraky. Los
restantes símbolos expresan el amor de los seres elementales a la vida y a la naturaleza.
–¿Y por qué no puedo ver tus dibujos cuando pasás al plano humano?
–Los secretos que vienen desde los orígenes de todas las especies, como el conjuro que utilizó
el mago Loreto, están escritos en élfico. Si esos símbolos fueran descifrados por los humanos, nuestro
mundo estaría perdido. Nada que se haya escrito con símbolos élficos puede atravesar el plano
elemental.

Mientras escucha a Sibelis, Celina no pierde detalle del entorno. A medida que penetran en
el reino, se incrementa el número de casas sobre los árboles. Difieren entre sí en especial por el
tamaño. Algunas nacen casi a ras del suelo, como la envoltura del tronco de un pino o un abeto; otras
se ubican en las ramas medias y desde allí pueden tener uno o varios pisos superiores. Todas se
integran por completo al árbol que las sostiene. Sus constructores instalan algunas ramas grandes
como guías; luego la naturaleza, con el correr de los años, teje pisos, paredes y techos con hiedras,
tallos finos, hojas. Y están vivas: Celina aprecia el anillo de energía que las rodea. Cuando se
encuentran viviendas en árboles vecinos, es común observarlas unidas por gráciles puentes colgantes.
Así, en muchos sectores más poblados, una intrincada red de comunicación de puentes muestra a
decenas de duendes que transitan de árbol en árbol. Está convencida de que se le escapan infinidad
de pormenores de ese universo mágico, mas ya tendrá oportunidad para preguntar.
En un recodo del sendero espera una duende joven. Celina supone que es joven por su
vestimenta y compostura; es bellísima. Su cabello color chocolate cae desparejo y revuelto por su
espalda, mientras que unos mechones juegan sobre sus ojos. Alta como Sibelis, tiene un rostro agudo
y de sus orejas, más largas y estilizadas que las del príncipe, penden aros confeccionados con hojas
y piedras de colores. Un ligero chaleco vegetal teñido con tonos celestes se sostiene de sus hombros;
a su cintura se ajusta una falda también celeste que apenas alcanza sus muslos esbeltos. Sus pies, en
contraste con los de los otros duendes que usan zuecos de madera y tallos, se protegen con delicadas
sandalias atadas con trenzas cruzadas hasta las rodillas. En sus hombros y brazos exhibe delicados
diseños élficos. Estilizada y exquisita, consuma su apariencia de aspecto silvestre, un vistoso pájaro
con tonos azules y verdes posado en su antebrazo.
El príncipe mira contento a Celina y suelta con dulzura su mano. Se acerca a la duende y
ambos se saludan con una breve reverencia, mientras apoyan la palma de la mano derecha sobre el
corazón.
–¡Hola Sibelis!, me siento feliz de volver a verlo. En especial luego de que desapareciera
durante días y no me contara acerca de su proyecto, del cual me he enterado por terceros.
La duende sonríe, mientras el pájaro aletea para sostener el equilibrio.
–La felicidad también es mía, Konya. Me disculpo por guardar el secreto; no quise ni tenía
permitido involucrar a nadie. Pero ahora veo que el Ministerio de Consejeros difundió la idea a todo
el reino, así que ya nos sentaremos a dialogar.
–¡No tenga duda que dialogaremos! Y prepárese a aceptar mi colaboración sin excusas –
Konya se dirige a Celina–. Supongo que esta hermosa humana que venía tomada de su mano forma
parte del proyecto, amigo Príncipe. ¿Tendrá usted la bondad de presentarnos?
El príncipe comienza a hablar, pero Konya se anticipa:
–¡Hola! Soy Konya y hasta hace unos días la mejor amiga y confidente de Sibelis.
Repite la reverencia con su mano apoyada sobre el corazón, movimiento que Celina imita.
–Es un placer conocerte, Konya. Sibelis me contó de vos y te aseguro que seguís siendo su
mejor amiga –a Celina le divierte el contraste entre los amigos duendes. Sibelis es serio y protocolar;
Konya, una adolescente vivaz e informal–. Una pregunta… Vi que a los adultos los saludan con una
leve inclinación. Pero entre ustedes y también conmigo, apoyaron su mano en el corazón. ¿Cuál es
el significado?
Intenta hablar Sibelis, pero Konya lo interrumpe:
–La reverencia es nuestro saludo habitual y es sinónimo de respeto. Cuando además existe
una profunda amistad, las manos sobre los corazones lo demuestran. Al saludarla acabo de brindarle
mi amistad, Celina –en ese momento extiende el brazo donde se encuentra el pájaro deslumbrante–.
Este es mi regalo de bienvenida: su nombre es Kirim y es símbolo de fidelidad. No podrá llevárselo
a su hogar, porque vive en el plano elemental, pero siempre quedará trinando en espera de su regreso.
Emocionada, Celina se pone en cuclillas para estar a la altura de los amigos y acerca su brazo
izquierdo al de Konya; el ave agita las alas, brinca hasta el suyo y de inmediato comienza a gorjear.
Es un ejemplar magnífico, con cuatro largas plumas azules en la cola y el lomo, igual que las alas,
de un verde fosforescente. En la cabeza le florece una elegante cresta negra.
–Kirim. ¡No puedo creer que sea tan hermoso! ¡Gracias Konya! Pero me siento mal porque
no traje nada para retribuirles.
–¡Nosotros no esperábamos regalo alguno! Cuando quiera, déjelo volar. Él siempre estará
cerca suyo –toma la mano de Celina–. ¡Vamos! Los consejeros siguieron su camino y ya deben llegar
donde nos espera el rey.

El sitio de los banquetes se halla cercano al árbol que es residencia del rey Tencos. Siglos
atrás, un rayo derribó un gran pino y los duendes lo limpiaron, pulieron y transformaron en un
formidable mesón para festejos. Todos los habitantes fueron invitados, aunque solo unos cien se
acomodan entre las ramas y el tronco del viejo árbol. Otros cientos se instalan en las cercanías,
sentados sobre la hierba o en las primeras ramas de los árboles que no se utilizan como vivienda. Los
hay de todas las edades y forman grupos familiares o de conocidos que hablan tranquilos entre risas.
Los más pequeños corretean detrás de unos conejos grises… o los conejos los corren a ellos, no está
claro el juego para Celina. También en las cercanías, una banda de músicos deleita la reunión con
melodías pegadizas; flautas, instrumentos de cuerda y de percusión componen la orquesta. En alguna
rama cercana, Kirim entona su gorjeo. A medida que Sibelis, Konya y Celina se acercan al lugar, los
asistentes suspenden por un momento sus conversaciones, saludan corteses y prosiguen.
–Sibelis, ¿cómo debo comportarme ante tu padre? ¡No conozco nada de sus formalidades!
–Lo saludará como a cualquier otro duende, Princesa. Lo único que lo distingue de los demás
es la obligación de tomar decisiones que afectan a la vida del reino; aparte de eso, no posee ningún
trato especial más que el respeto que se le brinda a cada habitante.
–¡Tencos es genial! –dice Konya– Y su esposa Beriona, una gran madre. Se entristecieron
igual que mis padres cuando intentaron iniciar un noviazgo entre Sibelis y yo y nos negamos. Después
comprendieron que éramos muy buenos amigos y se confortaron. Ahora Beriona está convencida de
que esta vez sí, su hijo se ha enamorado, «¡Princesa!».
Apretuja la mano de Celina mientras la mira con ojos divertidos. Sibelis camina un paso
adelante, rojo de vergüenza. Celina también se ruboriza e intenta balbucear una respuesta en el
momento en que llegan al centro de la reunión.
Parados cerca de la base del pino caído están Alonis y Loreto; a su lado, el resto de los
consejeros aguarda para saludar a la joven humana. Al ver a los ancianos, Celina comprende cuál es
el principal indicador de la edad en los duendes. Antes de pasar al plano elemental notó que los ojos
de Alonis y del mago parecían más gastados, más serenos que los de Sibelis. Ahora que ve el brillo
de la vida en los seres, puede comparar a jóvenes y adultos. Los ojos del príncipe y de Konya
relumbran como estrellas, los de los ancianos son mucho más tenues y difusos.
Sibelis se encarga de las presentaciones, atento a la reacción de los consejeros Sumón y
Marodón, los mayores opositores a su iniciativa de contactarse con los humanos. De todos modos,
prima la amabilidad y el buen trato en cada uno de ellos.
–Tal vez en nuestra historia milenaria, cien años representen solo un latido –dice el anciano
Saleno–. Sin embargo, los tiempos se aceleran y se desvirtúa con rapidez la calidad del bosque donde
habitamos. Es necesaria energía y osadía joven para sacudir el letargo y la resignación de los adultos
y ancianos. Usted Celina, junto a Sibelis, representan las bases fundamentales de nuestro futuro,
porque ya no podremos seguir considerando por separados a humanos y elementales.
»Si no logramos una existencia de entendimiento, más temprano que tarde deberemos
emigrar. Dependerá de ustedes como propulsores y del resto de nosotros como sostén, evitar el
desarraigo del reino. Esta recepción es para ustedes, jovencitos, por lo que se sentarán en el sitio de
honor de nuestro árbol de fiestas.
Al ubicarse junto a los consejeros, el príncipe advierte que no están presentes sus padres ni
varios miembros de la corte, como los padres de Konya. De pronto, los músicos forman una fila y
avanzan hacia los jóvenes; primero los vientos, luego las cuerdas y por último los tamboriles. Suena
una música alegre. Los duendes siguen el ritmo con sus palmas y cantan. Sibelis comprende que se
acerca el rey Tencos. Es una canción tradicional y la preferida de éste y su madre.

Los dragones volaron al sol


y regresan con fuegos nuevos.
Con polvo de estrellas fugaces
las hadas reviven viejos senderos.
Ninfas, elfos y duendes, pintan de luz
arroyos, árboles y cerros.
Un ranoraky canta en el bosque,
la naturaleza late en el reino.
Celina es la única que no canta y no podría hacerlo por más que supiera la letra; su garganta
es un completo nudo y se esfuerza para no llorar por la emoción. Asiste a un suceso sorprendente tras
otro; un júbilo interminable que no la deja recobrar el aliento. Apenas una hora pasó desde que la
invitaron al mundo elemental, mas los duendes le permiten experimentar la sensación de que siempre
perteneció a ese lugar.
Cuando llega la banda de músicos al sitio de honor, se observa detrás una numerosa hilera de
duendes. Cargan fuentes y bandejas con frutas, verduras y ensaladas; además de jarras de cerámica
con jugo y agua. Encabezan la procesión el rey Tencos y su esposa; los siguen los integrantes de la
corte real pertenecientes a las antiguas familias del reino. Unos depositan sus bandejas en el mesón;
otros las reparten entre quienes se encuentran por las cercanías, más nadie come aún. El rey y la reina
llegan hasta Celina y Sibelis y con una reverencia dejan sus recipientes con comidas sobre el mesón
delante de los jóvenes.
Lo único que distingue a Tencos de los demás duendes y lo identifica como monarca, es el
cetro de madera clara que sostiene en la mano. Tallado con símbolos élficos, en su extremo posee
una esfera de cristal trasparente, del tamaño de una manzana y que deja translucir una bruma de
diversas tonalidades de rojo. A Celina le llama la atención el halo de energía del cetro, similar al de
los seres vivos.
–Le doy la bienvenida a nuestro hogar, hijo mío; aguardábamos su regreso con ansiedad. En
cuanto a usted, joven Celina, también le doy la bienvenida a su hogar. Porque desde hoy el bosque
es su hogar y será recibida como un habitante del reino.
»Pero luego seguiremos nuestro diálogo. ¡Hay cientos de duendes con deseos de comer!
Espero que el banquete que hemos preparado sea de su agrado– se vuelve hacia los músicos–. Amigos
músicos, ustedes también. ¡Todos a almorzar!

La diversidad y abundancia de comida sorprende. Sabrosas verduras, cereales y varias frutas


exóticas para Celina.
–Pruebe estos gutrines, son muy dulces y seguro la cautivarán –dice el rey Tenkos.
Va y viene con el agasajo de los comensales más cercanos y en especial de Celina. Beriona
se dedica por igual a la atención de Sibelis.
–Rey Tencos, me avergüenza que usted me sirva el almuerzo.
–Jovencita, cuando un duende invita a una fiesta, se transforma en anfitrión y debe atender a
sus invitados sin importar su investidura. Mi esposa y yo, junto a toda la Corte, propusimos esta
reunión; el reino entero está invitado, aunque muchos no asistieron por sus actividades. Para nosotros
es un honor atenderla a usted y a cada uno de los presentes.
Celina muerde un gutrín y su sabor dulce la cautiva. Es un fruto morado muy jugoso y del
tamaño de una ciruela. Su boca queda azucarada como si hubiera tomado una cuchara con miel.
–¡Es exquisito! No conocía esta fruta.
Sibelis también saborea uno.
–Son frutos del plano elemental, Princesa. Los cultivaban las ninfas en las orillas de los
manantiales. Solo ellas logran que germinen sus semillas. Luego de que se marcharon, quedaron unas
pocas plantas que protegemos con esmero.
–También veo que hay cereales y frutas, como esas bananas. ¿Existen en el bosque
plantaciones de plátanos?
Tencos responde:
–En una época, en los linderos del bosque cultivábamos cereales y teníamos plantaciones de
frutales. Pero la ciudad fue devorándose árboles y sembrados. Desde hace tiempo no quedan claros
extensos como para grandes sembradíos. Los reemplazamos por huertas intensivas que nos brindan
productos de excelente calidad.
»Por supuesto que no cultivamos plátanos. Ni muchos de los comestibles que usted prueba
hoy. Tal vez mi hijo le ha explicado que rumbo a la ciudad van grupos especializados de duendes
exploradores y recolectores.
–Sí. Me dijo que ustedes recolectan productos de los humanos y lo toman como una
devolución, a cuenta de lo que nosotros nos llevamos del bosque.
Beriona interviene mientras llena con jugo de naranja el tazón de cerámica de la joven:
–Exacto, Celina. Un mínimo retorno, pero que nos sirve para satisfacer necesidades. Es una
adaptación, una evolución para no emigrar del bosque. Los otros reinos no pudieron ajustarse a la
presencia agresiva de los humanos y se diseminaron por lugares lejanos. Sitios casi inexplorados,
porque la naturaleza misma los hace inaccesibles.
–¿Y hay más reinos de duendes en otros bosques del planeta?
–No –dice Saleno–. En este bosque nacieron los seres elementales hace cientos de miles de
años; las tradiciones hablan de eso. A través de la historia se exploró el mundo y se habitó en muchos
sitios, mas siempre los viajeros regresaron al bosque.
»Cuando se exiliaron las otras especies, se dividieron en grupos y se instalaron en diferentes
lugares. Experimentaron sobre cada sitio con la intención de luego unirse en el que otorgara mejor
calidad de vida; esto finalmente no ocurrió. Los elfos crearon dos reinos separados, aunque mantienen
una estrecha comunicación. Las hadas también se dividieron en dos reinos que comparten el espacio
con los elfos.
»Solo las ninfas volvieron a reunirse en un profundo valle tropical. Si bien estamos
distanciados, solemos visitarnos o intercambiamos información de cómo va la vida del universo
elemental a través de los ranoraky.
–¿Y qué pasará si falla el intento de detener la contaminación de los humanos? ¿Se irán con
los elfos y las hadas? ¿Crearán su nuevo reino en otro sitio mágico como este?
–No existirá jamás un sitio tan mágico como este –Saleno habla con reyes, jóvenes y
consejeros como audiencia. Más allá, los invitados prosiguen el festín. Los músicos, ya saciados,
reinician sus melodías y canciones–. En este bosque habitaron miles de generaciones de elementales
que lo impregnaron con su magia. Cuando uno de nosotros deja de existir, es depositado en un espacio
sagrado y retorna a la naturaleza, para realimentarla. Los primeros habitantes llamaron a ese lugar
Uriama y desde entonces recibe los cuerpos de cada una de las especies. Se encuentra más profundo
aún en la floresta.
»Es un ámbito pleno de magia y energía; el aire tiene un tono rojizo y no es posible escuchar
un mínimo sonido. El cetro de nuestro Rey Tencos está construido con madera de árboles de Uriama
y lo que usted puede ver en la esfera es energía de ese lugar. Todos los reyes poseen un cetro similar.
Saleno hace una pausa para beber y el que sigue es el mago Loreto:
–Pasarán miles de años antes de que los reinos exiliados puedan generar un nuevo Uriama.
Por eso los duendes quedamos como únicos custodios del bosque y de la energía que es savia de vida,
magia y conocimiento. Si un día tenemos que partir, los elementales viviremos milenios de oscuridad.
»Sin embargo hoy es un día luminoso y de celebración. El Ministerio de Consejeros confía
en que el futuro será brillante como el sol que entibia nuestra reunión y el cielo que nos cubre. Y
puesto que soñamos con vivir eternos días de fiesta, llamaremos a este pino que nos congrega con el
nombre de «Celina», que en un antiguo idioma humano significa «la que vino del cielo».
El mago toma un pequeño trozo de corteza del árbol caído; cierra los ojos y pronuncia
palabras inaudibles hasta que el pedacito de madera comienza a brillar.
–Joven Celina, esta madera pertenece al mundo elemental. Usted podrá llevarla a su mundo,
pero nadie conseguirá verla. Cada vez que decida regresar a nuestro bosque, al traspasar el árbol de
los guardianes entrará al plano elemental, porque como lo expresó nuestro Rey en la bienvenida, este
es su hogar.

Sibelis insiste en que deben marcharse pronto, a fin de regresar a la ciudad al anochecer.
Solicita a los músicos un intervalo para hacerles escuchar algo que Celina trae en su mochila. Se
alejan unos pasos del sitio del agasajo y se sientan en la hierba formando un círculo. La joven se
ubica en el centro del círculo y extrae el reproductor de casetes. Introduce un casete de AC/DC y
sube todo el volumen. La potencia no alcanza a la del equipo de su cuarto, pero en la tranquilidad del
bosque resuena la música de la banda. Algunos de los presentes fruncen el ceño, sin embargo, otros,
en especial los percusionistas, siguen el ritmo con los pies. Ya para el segundo tema se acercan otros
duendes jóvenes atraídos por la música extraña.
–Excepto la batería, los otros instrumentos necesitan conectarse a la corriente eléctrica y a un
altavoz para escucharlos. Pero hay veces que a estas canciones las tocan con instrumentos similares
a los de ustedes: les decimos acústicos –Celina baja algo el volumen para explicar lo que oyen–. Está
en el gusto del que escucha preferir uno u otro estilo.
–En eso estamos de acuerdo, Celina –dice el director de la orquesta–. Uno de los integrantes
de la banda es explorador. En los viajes hacia la ciudad presta atención en cuanto llega algo de música
a sus oídos.
»Suele concurrir a una oficina donde un humano escucha siempre las mismas canciones. A
nuestro colega le agradan tanto, que regresa en cada viaje y graba en sus sentidos cada nota musical.
Luego los reproduce con nuestros instrumentos. Amigo Ensinho, ¿desea interpretar alguno de esos
temas?
Uno de los duendes del círculo se prepara con un instrumento parecido a una pequeña arpa.
Celina apaga el reproductor y Ensinho comienza a tocar. La joven en principio no reconoce de qué
tema se trata; pero luego comprende que a sus oídos llega una melodiosa interpretación de «Nada
más importa», de Metallica. Junto a Sibelis, quedan sorprendidos y maravillados. Ellos pensaron
presentar una innovación a los músicos del reino, pero estos hace tiempo que traspasan la barrera de
las especies gracias a la música. Cuando termina la actuación de Ensinho, el director vuelve a hablar:
–Tal vez a algunos le suene solo a ruido, pero estoy seguro de que habrá otros que gustarán
de reproducir esos nuevos ritmos. Si la joven humana está de acuerdo y nos explica su
funcionamiento, será un gusto quedarnos por un tiempo con este artificio. ¿Podrá el Príncipe
solicitarle a su padre el permiso correspondiente?
–Andá Sibelis y hablá con tu padre. Yo les explico cómo funciona esto y por cuánto tiempo
les van a durar las pilas –Celina saca varios casetes de la mochila y se los entrega–. Ojalá en mi
próxima visita pueda escuchar a su orquesta interpretando alguna de estas canciones –dice sonriente.
–Considérelo un hecho, jovencita.

La despedida es lo más rápida que Sibelis logra hacerla; se preocupa por no regresar tan tarde
a la ciudad, para evitar que Celina tenga problemas con la madre. En cambio, Celina demora lo más
posible los saludos; no desea partir de ese mundo de sueños. Beriona la lleva a un lado y le pide que
le ceda el trozo de corteza encantado. Perfora la maderita y pasa a través una cinta vegetal fina y
brillante. Luego la invita a arrodillarse, desliza el colgante en el cuello de Celina y la abraza.
–Esta cinta se hizo con la hoja de una planta que crece en Uriama; así siempre estará el
universo elemental cerca de su corazón.
»Por favor, cuide bien de Sibelis. Mi hijo se calzó una coraza de audacia, pero en realidad es
un joven sensible. Sé que a usted la considera mucho más que a una amiga; todavía no comprendo
qué sentimientos alberga su espíritu, pero estoy segura de que son los mejores.
Como son los míos, Beriona –Celina devuelve el abrazo–. En estos días recibí tantas sorpresas
y alegrías que me es difícil entender lo que siento. Le aseguro que todo lo que conocí cambiará para
siempre mi vida. Yo también a su hijo lo considero mucho más que un amigo.
Konya se acerca y vuelve a tomar su mano.
–¡Vamos «Princesa»! Nada va a impedir que los acompañe hasta los guardianes.

Desandan el camino de regreso, en su mayor parte en descenso. Celina no siente temor


mientras flota para cruzar el arroyo; por lo contrario, extiende sus brazos y camina con la vista
elevada hacia el cielo de la tarde.
–¡Soy feliz! –exclama–. Aún tengo mil preguntas para hacer…
–Entonces puede comenzar con alguna, así quedan menos pendientes –dice Sibelis, quien
encabeza la marcha por los senderos estrechos.
Se escucha el trino de Kirim que salta de árbol en árbol.
–Los seres elementales aman y protegen la vida y la naturaleza. No está en su conciencia ni
en su moral agredirla. ¿Cómo se sienten cuando, sin querer, matan un insecto o pisan y quiebran una
planta?
Konya no le da tiempo a responder al príncipe.
–Su pregunta también podría ser sobre por qué comemos vegetales que en su momento fueron
seres vivos. Es que nosotros también somos naturaleza y en ella se nace, se vive y se muere. Ningún
ser ataca a otro por placer; el zorro no mata al conejo para divertirse: es su medio de subsistir. Y el
conejo también se alimenta de seres vivos.
»Las hormigas que pisamos sin quererlo suelen avanzar sobres nuestras huertas y devastarlas;
pero no lo hacen para molestarnos o para que suframos hambre. ¿Y por qué nos alimentamos solo
con vegetales? Porque es suficiente para nosotros; ellos nos brindan la energía necesaria. Matar
animales para comer o para usar sus pieles sería una agresión inútil. Ningún ser en la naturaleza
atacará a otro sin más motivo que la subsistencia.
–Excepto los humanos –dice Celina.
–Los seres humanos son incomprensibles –dice Sibelis–. Toda su historia es sinónimo de
guerras y destrucción. No respetan el mundo natural, sino que lo arruinan para conseguir placeres o
comodidades intrascendentes.
»En mi aprendizaje con Alonis, muchas veces me pregunté cómo pudo una especie
evolucionar de ese modo tan predominante y salvaje y aún sostenerse, mientras se aleja más y más
del balance natural.
Cada tanto se cruzan con duendes que saludan corteses. La mayoría regresa de sus visitas
diarias de recolección y exploración a la ciudad. Celina prosigue con sus preguntas:
–¿Y qué ocurre con la tecnología elemental? Alonis hoy comentó que poseen una ciencia muy
desarrollada. La solución de Sumón a mis ejercicios demuestra que sus matemáticas son avanzadas.
Pero eso no se refleja en su tecnología; usan la cerámica, casi no he visto objetos de metal y ni hablar
de plástico, electricidad, combustión, comunicaciones…
Comienza a responder Sibelis:
–Sencillamente…
–No lo necesitamos –interrumpe Konya–. Los científicos elementales profundizaron teorías
y estudios que aventajan en muchos aspectos a los de los humanos. Sin embargo, antes de desarrollar
la tecnología investigada, analizan si se puede reemplazar con la naturaleza o con magia. Nuestra
magia es anterior a cualquier ciencia y nos resuelve muchas dificultades. La aplicamos en la
medicina, en la producción de alimentos, en la construcción…
Esta vez, el que interrumpe es Sibelis:
–Mi padre habló más temprano de huertas intensivas; son espacios de unos pocos pasos
diseminados por el bosque. Las hortalizas que sembramos allí están listas para cosecharse en una
tercera parte de tiempo que las de los humanos. Además, sus propiedades en fibras, proteínas y
vitaminas son mayores.
»Ustedes avanzaron en tecnologías transgénicas y químicas para lograr mayores
producciones, lo que continúa alejándolos de lo natural. Nosotros abonamos la tierra con preparados
mágicos cuyos componentes son de la misma naturaleza. Y la tierra lo retribuye en cantidad y calidad.
Se acercan a los dos grandes pinos de los guardianes. Celina ahora sí observa a seis duendes
sentados en las ramas bajas. En cada uno de los árboles hay una casilla pequeña, similar a las
viviendas del interior del reino; otro par de duendes los aguarda sobre la senda de acceso.
–De acá no puedo pasar –dice Konya–. ¡Pero en pocos días cumplo cien años! Alonis me
adelantó que mis estudios fueron excelentes así que obtendré el permiso y podré acompañarlos.
–Será un gran gusto invitarte a mi casa –dice Celina. Se inclina y se abrazan.
–¡Antes vendrá a mi fiesta de cumpleaños! Estaré esperándola junto a Kirim. En cuanto a
usted, «Principito» si quiere mantener mi amistad será mejor que se aparezca por mi pino.
–Acompañaré a Celina hasta su casa y retornaré. Le debo a usted muchas horas de novedades,
Konya. Además, volveré a reunirme con el Ministerio de Consejeros.
Celina eleva su antebrazo y llama:
–¡Kirim! –el pájaro planea desde un árbol cercano y se posa con suavidad en el brazo de la
joven–. ¡Te quiero, avecita! Esperame que siempre regresaré.
Kirim emite su trino y vuela hasta uno de los pinos de acceso, donde continúa cantando
mientras despide a su amiga. Luego de dejar atrás a Konya se presentan ante los guardianes y salen
del reino.

Un cielo nublado y gris. Una monotonía de desierto. Una vieja pintura desteñida y
descascarada. En cuanto Celina atraviesa los árboles de los guardias, deja el plano elemental; se
ausentan los brillos, los aromas, los sonidos. Gira sobre sí y ya no hay duendes; no está Konya; no
canta Kirim. Tan solo la presencia reconfortante de Sibelis, que se mantiene visible, evita que rompa
a llorar.
El príncipe percibe la tristeza en su amiga y le toma la mano.
–Princesa, ya lo sabe: ese es también su hogar; podrá regresar cuando lo desee. Y juntos
lucharemos para que no desaparezca.
Continúan la marcha hasta salir de los árboles. Al atravesar los campos, Sibelis pasa al plano
elemental y toman un taxi al llegar a la periferia de la ciudad. Como todos los domingos por la noche,
Celina sabe que su madre no está en la casa. Enciende su celular y escucha varios mensajes de
Rodrigo, exigiéndole que se encuentren lo antes posible, para que lo ponga al día con los
acontecimientos.
–¡No me va a creer todo lo que tengo para contarle!
Sibelis mordisquea unas galletas dulces.
–Estoy convencido de que va a aceptarle cada cosa que usted le describa, Princesa. Ya nos
dio muestras de tener una mente mucho más imaginativa de lo que suponíamos.
»No nos veremos por unos días. Debo reunir a los consejeros, quienes se tomarán su tiempo,
para que me cuenten sobre la trascendencia de su visita al bosque. Además, quiero preparar a Konya
para que colabore con el proyecto.
»Pero le dejo una tarea. En estos días vendrá a su casa un joven con una tarjeta mía y
preguntará por usted.
Celina lo mira sorprendida.
Sibelis prosigue:
–Es un joven que socorrí la otra noche en la disco. Permití que me viera y le di una tarjeta
con mi nombre, el suyo y su domicilio. Juzgué que podría integrarlo de modo incondicional a nuestra
empresa.
–De a poco sumaremos ayuda.
–Así lo espero, Princesa. ¡Debo partir! Ha sido un día largo y único. Gracias por su compañía.
Celina lo acompaña hasta la puerta y se arrodilla a su lado. Siente el peso del colgante de
madera en su cuello, aunque no puede verlo. Comprende que ahora pertenece a dos universos; uno
vive lleno de magia y sueños, pero es tan real como ese maravilloso duende que tiene frente a ella.
–Príncipe Sibelis, me abrazaré a la almohada y soñaré con vos cada noche hasta que volvamos
a encontrarnos.
Y deposita un beso tenue en los labios del príncipe, antes de que este desaparezca en la
oscuridad.
Capítulo VIII

El duende flota rumbo al bosque. No usa ningún hechizo, conjuro o polvo mágico; no
obstante, flota. No siente que sus pies toquen el suelo. Avanza sobre una nube de emociones nuevas.
Se imagina escalando una torre infinita, insuperable. Desde allí observa al mundo: al de los humanos,
que comienza a brillar con luces de artificio y al de los elementales, que desaparece en la profundidad
de la noche. ¿Será ese el futuro irreversible? ¿La oscuridad sobre la naturaleza mientras que el neón
y el mercurio competirán por el dominio que cederá el sol? Pero no. Esta vez la torre que lo eleva no
es para cuestionarse sobre el devenir del reino. Sibelis sube una imaginaria torre de felicidad que
supera sus sueños de esperanza y su proyecto de renacimiento.
En sus cien años vividos, cumplió con todas las etapas que le corresponden a un buen
heredero. Jugó con amigos, compartió la escuela, los paseos, los descubrimientos. Se integró
íntimamente a la sociedad para asimilar la realidad cotidiana y así llegar a ser un rey comprensivo.
Tuvo una educación común a los duendes de su edad y una específica para su condición de príncipe;
en especial lo ceñido a la magia, a la cual acceden solo unos pocos aprendices elegidos por el mago
Loreto.
Varios años atrás, en un paseo por el bosque, se cruzó con un grupo de humanos
excursionistas; fue la primera vez que observó de cerca a esos seres extraños y ruidosos. Los siguió
por un trecho, regodeándose por la ineptitud para desenvolverse entre los matorrales y exasperado,
al ver cómo en su camino destruían plantas y dejaban un rastro de residuos. Ese encuentro disparó su
curiosidad y apetito de conocimiento. Desde entonces soñó con visitar la ciudad de los humanos y se
convirtió en el más asiduo y meticuloso alumno de la consejera Alonis.
Tanto procuró conocer la cultura humana, que dejó de lado algo que los duendes adolescentes
disfrutan a esa edad: enamorarse. Se salteó esa fase de seducción, de juegos sugestivos, de coqueteos.
La etapa en que los corazones jóvenes se hechizan y cautivan. En la que se entrelazan en promesas
de amor eterno, las que suelen romper como un soplo, para volver a elevarse y engarzarse en nuevos
amores. En varias oportunidades, su amiga Konya lo llevó casi por la fuerza a fiestas organizadas por
duendes jóvenes. Allí se contaban muchas duendecitas que hubieran gustado de un romance con el
príncipe. Mas este solo guardaba deseos para el día en que pudiera relacionarse de algún modo con
los humanos.
Ahora, en viaje rumbo a su hogar, nada en el éxtasis de los labios de Celina. Fue su primer
beso. Un beso arrebatado por la joven. Un beso rápido, fugaz. Un roce de labios volátil, que lo movió
a cerrar sus ojos y lo transportó a la torre por la que imagina ascender.
Celina, en su cuarto, intenta dilucidar qué la llevó a besar al príncipe. ¿Fue la conmoción por
la embriaguez en la que se sumerge desde hace unos días? ¿El encantamiento con el cual regresó de
su visita al bosque? ¿O está enamorada de ese duende deslumbrante? Lo cierto es que entregó su
primer beso al ser más dulce que conoce. Cuando apoyó su boca en la de Sibelis, percibió la calidez
de la unión y la tersura de sus labios. Las mariposas de su estómago, que despertaban cerca de Mauro,
revolotearon en una danza frenética y alcanzaron los horizontes de su cuerpo. Advirtió cómo el trozo
de madera que le cuelga del cuello emitió una energía cálida a través del plano elemental.
Reclinada en la ventana, con la mirada extraviada en las tinieblas de los cerros, nota el temblor
de sus piernas. Comprende que a esas sensaciones las vivió en los últimos años buscando el amor
imposible de Mauro. Ahora se multiplican y se elevan hasta que su piel se eriza con el recuerdo del
beso furtivo. Si fue amor lo que creyó sentir por ese joven altanero con quien Yvonne la traicionó,
entonces esto que la llena hoy de felicidad es también verdadero amor. Y como lo prometió, se va a
dormir abrazándose a la almohada, con la imagen de los ojos negros de Sibelis y con las yemas de
los dedos recorriendo su boca para retener el calor dulce de los labios del príncipe.

En el viaje camino al colegio, Patricia le comenta que el domingo por la tarde pasó un chico
que preguntó por Celina. Tenía una tarjeta de presentación en la mano y cuando ella consultó para
qué la buscaba, contestó con un par de evasivas y se despidió expresando que volvería en otra
oportunidad.
–Dijo que se llama Francisco. ¿Lo conocés?
–Lo conocí en la disco hace un tiempo. Si va de nuevo y no estoy, dale mi número de celular
para que se comunique.
En los pasillos del colegio encuentra a Rodrigo y Tatiana, quienes la abrazan como si hubieran
transcurrido meses desde la última vez que supieron de ella.
–¡Celi te re extrañamos con Ro y me moría de ganas de verte y que me contaras sobre tu viaje
al bosque con el príncipe y el reino de los duendes! Ro no me quería decir lo que pasaba pero no lo
dejé en paz hasta que me contó todo. ¡Qué alegría! Yo también quiero participar en el proyecto y
prometo cuidarme de no hablar de más con nadie.
–¡Pero ya faltás a tu promesa! –Rodrigo intenta callar a Tatiana y observa la reacción de
Celina con rostro culpable–. Estamos rodeados de gente, que no se te escape ni una palabra.
Un dejo de preocupación gana a Celina. Tendrán que controlar muy de cerca a Tatiana para
que no eche todo a perder. Comprende lo que habrá soportado Rodrigo para al fin ceder y explicarle
acerca de los seres elementales.
–Chicos, viví la experiencia más deslumbrante de mi vida. Fue algo tan fantástico, que si me
hubieran pedido que me quede ahí para siempre, lo habría pensado bien en serio. Están tan alejados
de la maldad, de la envidia, del odio y al mismo tiempo tan amenazados y en peligro de desaparecer...
No sé cómo podremos ayudarlos, pero les aseguro que será el principal objetivo de mi vida.
–¿Sibelis está con vos? ¿Anda por acá? –pregunta Rodrigo.
–No. Anoche me acompañó y volvió al bosque. Necesita hablar con los ancianos del reino.
Tengo que esperar hasta que se comunique de nuevo –siente el sabor de la nostalgia en sus palabras–
. No se imaginan lo atento que es. Siempre me dice «Princesa» y así me trata, como una princesa.
–¡Celi, tenés que verte la cara! Si no estuvieras hablando de un duende, pensaría que te
enamoraste –dice Tatiana.
El sonido del timbre de ingreso evita que Celina responda. Ni siquiera está segura qué puede
decir. Enamorada de un duende… ¿Acaso hay modo de evitar que la risa llene las bocas de quienes
oigan semejante confesión?
–No hablemos más sobre esto en el cole, ¿sí? A la salida vamos a comer y les cuento.
Ensimismada con el recuerdo de Sibelis, al acercarse a su asiento retorna a la realidad que
debe enfrentar. Aún no llega Yvonne, pero en unos momentos la tendrá sentada a su lado. Intenta
pensar qué le dirá, mas no logra tomar una decisión. O tal vez sí; preferirá olvidarse del tema,
olvidarse de Mauro y dejar de considerarla una amiga. En su vida dispone de proyectos y amigos
muy valiosos y queridos como para preocuparse por lo sucedido.
El bullicio de los alumnos se calma a medias cuando ingresa la profesora de inglés. Detrás de
ella aparece Yvonne y se encamina hacia el asiento que comparte con Celina. Esta procura no mirarla
y desvía su atención hacia Tatiana, quien parece un felino a punto de saltar y clavar sus uñas sobre
Yvonne.
–Hola –dice Yvonne.
–Hola –responde, absorta en su carpeta de inglés y el silencio domina la situación. Pasado un
instante, Yvonne habla en voz baja:
–Seguro que estás enojada conmigo porque te sentís traicionada, pero yo quiero…
–En estos días me dijeron que, si una amiga me traiciona, entonces no es mi amiga. Y así lo
siento ahora; no estoy enojada, no te molestes en disculparte. Si estás tranquila con lo que hiciste, me
alegro; yo estoy bien, no tengo interés en hablar sobre eso y tampoco tengo interés en volver a
hablarte.
El tono fuerte y la seguridad de su voz dejan a Yvonne con la boca abierta.
El otoño se muestra fresco y luminoso, con el sol del mediodía resaltando los colores de la
ciudad. Invita a caminar, a disfrutar del aire libre y a exprimir el tiempo en el que la brisa aún acaricia
la piel. En los próximos días el frío comenzará a instalarse. Celina, Tatiana y Rodrigo compran
hamburguesas y gaseosas en una casa de comidas rápidas y pasean hasta una plaza cercana. No son
los únicos amantes del mediodía soleado: algunos padres que juegan con sus hijos, estudiantes,
trabajadores que aprovechan sus turnos del almuerzo se diseminan por bancos y césped. Allí,
sentados en un banco de madera, bajo una acacia dorada que aún mantiene sus hojas, Celina narra su
aventura.
Durante el paseo hasta la plaza, los puso al tanto de la corta conversación con Yvonne.
Rodrigo estuvo de acuerdo con lo que decidió su amiga; Tatiana, en cambio, sostuvo que el
comportamiento de Yvonne merece sino un castigo físico, al menos unos cuantos gritos. Y que no
faltará la oportunidad en que le hará conocer su opinión. Aparte de esto, los dos convinieron en que
el modo firme con que Celina se expresó demuestra un cambio en su ánimo. Y se alegraron por ello.
Para Celina, relatar sobre la visita al bosque es como internarse paso a paso en el mundo
elemental. Revive cada momento junto a Sibelis y lo nota en el modo en que se le eriza la piel. Les
cuenta de los guardianes; de los ancianos; de Konya y Kirim; de cómo se elevó en el aire gracias al
príncipe; del vuelo del ranoraky y del halo de energía: ese brillo fosforescente que le otorga una
importancia única en la naturaleza a cada ser vivo; desde una simple hoja o insecto hasta a los
humanos.
Las reacciones de Tatiana varían. Por momentos es una pregunta tras otra para que Celina
amplíe sus comentarios. En otras ocasiones, contradice su conducta y queda absorta, con la atención
puesta en los pormenores del viaje. Cuando se entera de la existencia de Konya, de su
comportamiento informal y espontáneo, su identificación con ella es elocuente.
Rodrigo asiente con paciencia, condescendiente. Como si encarnara a un filósofo que conoce
todas las verdades de la vida y alguien intentara volver a explicárselas. Da la impresión de que todo
lo que Celina narra, él ya lo sabe o al menos vislumbra. Lo que más llama su atención es que se trata
del único hábitat de los duendes; le parece lejos de toda lógica que no existan más reinos como ese
en otros lugares del mundo.
Llevan dos horas bebiendo del relato cuando entra un mensaje al celular de Celina: «hola soy
francisco tu vieja me dio tu número tengo una tarjeta de sibelis cuando te puedo ver».
La respuesta es inmediata: «Estoy en plaza Libertad con amigos bajo árbol amarillo veni y
hablamos».
–Sibelis me dijo que hace unos días habló con un chico y le dio una tarjeta para que me fuera
a ver. Piensa que podrá colaborar con el proyecto. Le contesté que venga hasta acá y lo conocemos.
–Entonces me voy a comprar más gaseosas.
Tatiana parte rumbo a un kiosco cercano. Celina aprovecha el momento de tranquilidad.
–Ro… quiero decirte algo.
–Si estás enojada porque le conté a Tatiana sobre los duendes, te pido disculpas. Me
enloqueció; no dejó de hablar y preguntarme qué pasaba entre vos y yo. Que yo tenía una mirada
diferente después de que estuve en tu casa el sábado a la tarde… Que no desconfiaba de vos ni de
mí, pero que algo pasaba y que no iba a parar hasta averiguarlo y…
–Ro, no es de eso de lo que te quiero hablar. Estoy segura de que si le contaste a Tatiana es
porque sabés que ella comprende lo que significa y lo que nos jugamos. Lo que te quiero decir y me
da mucho miedo, es que estoy enamorada…
–¿A pesar de haberlo visto con Yvonne seguís soñando con Mauro?
–¡No es de Mauro! Es de alguien que con su dulzura hace que me olvide de lo que sufrí por
Mauro. Estoy enamorada de alguien que me valora por lo que soy como persona; que interpreta mis
sentimientos; que no le importa mi aspecto físico.
La mente lógica y analítica de Rodrigo teje una red de probabilidades y consecuencias.
–Sibelis… –dice casi en un susurro.
–Sí. Y además estoy muerta de miedo.
–¡Nunca una fácil vos! Primero el más inalcanzable del colegio y ahora un duende. ¿Te
pusiste a pensar lo que significa? ¡Hablás de enamorarte de un duende! Una criatura deslumbrante.
¡Pero no es humano, Celi!
–¡Gracias por recordármelo! Es lo que siento y no lo puedo evitar. ¿Y sabés qué? No quiero
pensar en las consecuencias. Siento que estoy sobre una nube; que dejé de sufrir y de estar sola.
»Sibelis irradia algo intenso, me hace sentir audaz y me anima a soñar que todo es posible.
¡Incluso hasta el amor entre un duende y una humana! –Celina baja la voz–. Anoche, antes de que se
fuera, le di un beso en los labios.
–¿Y él qué hizo?
–Nada. Cerró los ojos por un segundo y se fue. Pero me pareció ver su sonrisa antes de que
desapareciera.
Rodrigo señala a Tatiana, quien se acerca con los refrescos. Con su desordenado cabello
castaño saltando sobre sus hombros, en lugar de utilizar los senderos de grava, atraviesa los canteros
de un césped que comienza a volverse amarillento.
–¿Se lo vas a contar a Tatiana?
–No, por favor. Quiero mantenerla lejos del tema hasta que yo lo termine de entender y hable
con Sibelis. Puede armar un lío de novela si se le escapa algo delante de humanos o duendes.
Tatiana reparte las botellas heladas a sus amigos.
–¿De qué hablan?
–Nada en especial –responde Celina–. Pensábamos cómo podría salir adelante la idea de
Sibelis para presentarse en público.
–Yo iría a algún programa de la tele. ¿Se imaginan que anuncien la presentación de un duende
en vivo? ¡Millones de personas pegadas a la pantalla! Nada más efectivo que eso.
–Tati, eso se convertiría en un show. Los de la TV venderían cualquier cosa para ganar
fortunas –Rodrigo imita a un animador de televisión–. ¡Ahora iniciamos el concurso para saber
cuántos centímetros mide el duende! ¡Envíe un SMS al 3030 y gane un cero kilómetro!
–Sería terrible –dice Celina–. Al día siguiente habría miles de curiosos recorriendo el bosque
para ver a los duendes; con guías turísticos y todo. Pisarían y destruirían plantas, contaminarían…
No, Tati. Tendrán que ser muy meditados cada uno de los pasos...
–¡Entonces por internet! Grabamos un video con tu príncipe y lo subimos. Y creamos un
grupo de fans en el «face».
–Seguro, un grupo que se llame: «Para que juntemos un millón de personas que creen en los
duendes» –Rodrigo se exaspera–. ¡No es joda esto! Hay que hacerlo a través de alguna institución o
del estado. Buscar contactos políticos o empresarios serios. Que sepan entender la problemática en
el bosque; que no lo vean como un negocio o como un lanzamiento de campaña proselitista.
–¿Políticos serios? –dice Tatiana–. Hablarán muy bien pero seguro que vamos a estar más
jodidos que con los de la tele –con la punta de su zapatilla dibuja una gran «R» en la grava–. ¿Y
entonces Celi qué otra cosa se te ocurre?
–Me parece que lo mejor sería contactarse con alguna organización no gubernamental. No
sé… como Greenpeace. Alguna que tenga como prioridad la ecología y el medio ambiente. Voy a
hablar con mi papá; la empresa donde trabaja es una multinacional que vende agroquímicos. Están
siempre controlados por ONG´s y por el gobierno. Debe tener buenos contactos para pasarme.

Konya y Sibelis retozan junto al remanso que forma el arroyo, demorado por una natural
represa de piedras. Los envuelve el paisaje del atardecer; más allá de ese pequeño dique, una cascada
rasga el silencio del bosque. Sus saltos reflejan en la luz del sol que aún penetra entre los árboles.
Junto a ellos, arqueándose de orilla a orilla, un puente de madera invita a recostarse en sus barandas,
para contemplar los peces que juegan en el lecho del arroyo. Es un puente elemental, construido por
los primeros pobladores de los reinos. Lo ornamentan pinturas que, al atenuarse la luz del día,
chispean en colores rojos, verdes y amarillos; cuentan de amores y sueños, impregnadas a través de
los tiempos por parejas de enamorados. No importa a qué especie pertenezcan; allí hay nombres,
dibujos, promesas. Etarionel es el puente del amor y de la fidelidad.
Llega la hora en que los animales bajan a saciar su sed vespertina para retirase a dormir entre
los árboles. Algunos cervatillos audaces, nacidos pocos meses atrás, al inicio del verano, se acercan
a la pareja de duendes y se animan a comer hierbas de sus manos.
–Querido Príncipe, somos amigos desde hace años. En vano intenté interesarlo por algunas
de mis compañeras. Más pasaban los días, y usted más se cerraba en su único interés: conocer a los
humanos. Ahora que penetró en muchas de sus costumbres y sentimientos, puedo ver que su
semblante cambió.
–Espero que haya cambiado para bien, Konya.
–¡Ya lo creo que es para bien! ¡Satisfizo uno de sus mayores anhelos! Pero sé que hay algo
más. Algo que usted no va a confesarme, por lo que tendré que hablar yo –esboza una sonrisa y lo
observa a los ojos–. ¡Usted está enamorado de Celina!
La mirada del príncipe escapa rauda, para concentrarse en un grupo de pájaros que corretean
a los saltos por la orilla.
–¡¿Cómo puede usted pensar eso?! ¿Enamorarme de una humana? ¡No podría permitírmelo!
–Pues yo digo que se lo está permitiendo. ¡Y es incapaz de disimularlo!
–¿Cómo pudo usted llegar a esa presunción? Con Celina trabamos amistad. Si en ocasiones
la llamo «Princesa» es solo por un juego con el que nos divertimos y…
–¡Príncipe Sibelis! ¡No hay duende que no se haya dado cuenta de lo que siente por esa
humana! Cuando ella lo mira, las puntas de sus orejas se vuelven rojas como esa piedra de
salvoconducto que lleva colgada en el pecho. ¡Y ni qué decir del halo energético cada vez que se
toman de las manos!
»¿Por qué lo oculta? Es mágico estar enamorado... ¡Y Celina es una humana adorable! ¿Qué
tiene de malo? ¿Teme usted que ella no lo acepte? ¿Teme a la reacción de Tencos y Beriona? Le
informo que su madre lo percibió antes que yo –Konya le toma una mano–. ¡Vamos!, cuénteme sus
sentimientos.
–¿De veras que mi madre lo notó? Ella es muy comprensiva y sé que puede entender la
situación: soy lo que más ama en la vida. Sin embargo, no estoy seguro de que mi padre piense lo
mismo; él vive y sueña con el día en que yo reciba el trono del reino… Tiene razón, Konya. Estoy
enamorado por primera vez en mi vida. ¿Se imagina cómo puede llegar a sentirse mi padre si se
entera?
–¿Y qué problema hay con eso? Ya hubo parejas entre nuestra especie y la de los elfos. ¿Por
qué no una humana? ¿Y Celina lo sabe?
–Siento que a ella le sucede algo parecido. La noche que regresamos a la ciudad, al despedirse
apoyó sus labios en los míos. Fue solo un suspiro, pero sentí su energía mezclarse con la mía y escapé
lleno de vergüenza.
»Es cierto que vimos parejas entre duendes y elfos. Pero todo ocurría entre seres elementales.
Habitaban el mismo plano, con similares modos de vida, de sentir… ¡Ahora decimos que el príncipe
heredero está enamorado de una humana! Alguien que pertenece a la especie que nos agrede y lastima
desde hace siglos. ¡¿Cómo se imagina que interpretarán esa conducta el rey, los consejeros y el resto
de nuestra sociedad?!
Konya suena apremiante:
–¡Usted se ha enfrentado al Rey y al Ministerio de Consejeros! Los desafió con su proyecto
y los conmovió hasta alentarlos a tomar decisiones que pueden comprometer nuestro futuro. Lo que
le pido es que defienda lo que siente su corazón con la misma fuerza y convicción con que defendió
sus ideales.
La brisa fresca desciende y se estrecha en el curso del arroyo; arrastra las fragancias que
recolecta desde lo alto de los cerros. Al llegar a Etarionel se detiene y abraza a los seres que se recrean
junto al puente de los enamorados. Sibelis no responde al último comentario de Konya; intuye que
su amiga tiene razón. No solo se trata del reino: su vida también cuenta. Es él quien corre los riesgos
de enfrentarse a los humanos. Si está dispuesto a exponer su vida por el futuro del bosque, también
tiene derecho a decidir sobre sus sentimientos. Más adelante hablará con su padre. Primero necesita
saber qué siente Celina. Debe confirmar si es real lo que él vislumbra acerca de la joven. Si ese beso,
tan cargado de energía, fue solo un impulso o el preludio de la unión de dos corazones que buscan
con ansiedad su complemento.

El joven debe tener un par de años más que los adolescentes, aunque su fisonomía esquelética
y alta, con una incipiente barba oscura, lo hace parecer aún mayor. Su cabello negro llega por debajo
de los hombros y lo adornan trenzas rastas. En su espalda cuelga una guitarra que lo obliga a
encorvarse hacia adelante. No lleva útiles de colegio. Cruzada por la correa de la guitarra, la imagen
del rostro del Che Guevara resalta en el frente de su remera negra.
–Soy Francisco. ¿Alguna de ustedes es Celina?
Su voz grave, con un notorio acento provinciano, vibra y sobresalta a los jóvenes que no lo
vieron llegar. Celina se levanta para saludarlo.
–Yo soy Celina. Ellos son Tatiana y Rodrigo. Sentate. ¿Querés gaseosa?
El joven continúa de pie.
–No quiero parecer mala onda, pero me gustaría hablar con vos a solas.
–Los tres sabemos de lo que querés hablar. El tema es bien serio, por lo que ni pensés que nos
vamos a reír. Sentate y charlemos sobre duendes –dice mientras le ofrece un vaso de plástico con
gaseosa. Francisco se sienta en la grava, al lado de Rodrigo.
–¿Así que conociste a Sibelis? –pregunta éste.
–Sí… No… Bueno, no sé. En realidad, no estoy seguro de lo que pasó. Me estaban matando
a palos tres patovicas en la entrada de la disco. Yo estaba tirado en el suelo y de repente los vi duros
como estatuas. Entonces apareció un personaje así de alto –su mano se eleva poco más de medio
metro–, con orejas puntiagudas y… bueno, como son los duendes.
»Me puso como una pasta en el estómago y enseguida se me fue el dolor. Los tipos
comenzaron a moverse de nuevo, entonces el duende metió la mano en un bolso que traía colgado y
les tiró como arena de colores o algo así. Los patovicas empezaron a temblar, se les partió la cara de
miedo y salieron corriendo a los gritos.
»Me levanté y lo miré al tipito ese. Y lo único que se me ocurrió fue darle la mano. Me aceptó
el saludo y me dio una tarjeta y me dijo que fuera a verte a vos. Y desapareció, se esfumó. La verdad
es que no sé si esto pasó realmente o es una joda.
Celina sonríe.
–Todo es cierto, Fran. Supongo que te dicen Fran, ¿verdad?
–No, me dicen Pin.
–¿Y por qué Pin? –pregunta Tatiana.
–En la escuela me decían «Pinnueve», porque tenía la nariz más larga que Pinocho. Pero
después de varias peleas quedó solo Pin.
Festejan el comentario, si bien el gesto serio de Francisco no cambia. Celina prosigue:
–Entonces también serás Pin para nosotros. Lo que te pasó en la disco fue real. El que te
ayudó es un duende y se llama Sibelis y no es el único. Hay un reino de duendes en el bosque.
–¿Así que no es una joda entonces? Qué se yo… me suena a cargada. A que alguien me filma
con una cámara oculta y los veo a todos como si fueran actores truchos.
–¿Nunca se te ocurrió pensar que existen? –pregunta Celina– ¿Qué la imaginación de la gente
no los creó porque sí? ¿Qué algo hubo para que nacieran leyendas sobre seres fantásticos? En realidad
no son fantásticos, ellos se llaman a sí mismos, elementales.
–¿Y a ustedes cómo se les apareció?
–A mí no me incluyas en las apariciones –dice Tatiana–. Tuve que arrancarle la confesión a
Ro para saber qué pasaba porque andaban los dos muy raros y con secretos y yo enseguida me doy
cuenta de esas cosas así que cuando Ro me lo dijo al principio pensé que se burlaba pero él no es así
es re serio entonces le creí además yo siempre pensé que había…
–La primera que lo vio y con la que más habla es Celina –interrumpe Rodrigo–. Después se
presentó frente a mí y…
–Y ayer me llevó al bosque a conocer su reino. No tengas miedo Pin, no es una joda. Hay un
mundo de seres maravillosos en ese bosque y viven bajo presión por culpa de los humanos. ¿Te
quedás con nosotros y te contamos todo?
Francisco bebe un trago de refresco. Se saca de encima la guitarra y la deja en el suelo. Extrae
de un bolsillo un paquete de cigarrillos, saca uno y lo enciende.
–Los escucho.

Sibelis lleva varios días recorriendo las moradas de los consejeros, a fin de interiorizarse sobre
sus ideas y opiniones acerca del proyecto. Konya lo acompaña y discute cada objeción. Abrazó la
causa de su amigo y la defiende con energía. Los consejeros, luego de participar de la visita de Celina,
continúan con el apoyo de la iniciativa. De todos modos, tanto Sumón, el economista, como Marodon,
el Consejero de Defensa, aún plantean sus dudas.
Encuentran a Marodon de viaje por los confines del bosque. Les informa que se organiza para
una posible invasión humana. Recluta a decenas de voluntarios, quienes recorren el bosque y
verifican el estado de los accesos; además, controlan que cada senda posea los suficientes escollos
como para desanimar a los visitantes menos avezados. Para los invasores que se adentren más en la
espesura se renuevan o instalan trampas de polvos mágicos. A las que provocan ataques de pánico,
les agregan otras con capacidad para generar desórdenes estomacales y parálisis temporales. También
pondrán a prueba una investigación que llevó a cabo el mago Loreto. Combinando conjuros y
pócimas, proclama haber creado un hechizo que hace que los humanos sientan una profunda tristeza
cada vez que destruyan una planta o lastimen a un animal. Marodon considera que es el momento
propicio para examinar la efectividad de dicha arma.
Comprenden que no habrá defensa posible ante un ataque por parte de ejércitos humanos.
Solo buscan detener la andanada de curiosos que intentará penetrar en el bosque cuando se conozca
la existencia del reino. Si todo se descontrola y resultan invadidos, lo único que les quedará será
emigrar manteniéndose en el plano elemental. Marodon también efectúa visitas y reuniones con los
habitantes y organiza un posible éxodo. La población y la mayoría de los consejeros consideran que
las cosas no se precipitarán de modo negativo. Confían en que los líderes humanos, los que podrían
decidir un ataque, se mantendrán amistosos y aceptarán a los elementales.
El príncipe y su amiga regresan hacia el centro del reino; pasan frente al pino del consejero
Sumón, quien se les une en la marcha.
–El Rey Tencos me citó; habrá una reunión con algunos de los consejeros. No se me adelantó
de qué tratará, pero sin duda tendrá que ver con ese fundamental proyecto suyo –dice con sarcasmo–
. Entre tantas reuniones y agasajos a humanos me atrasé con mis clases y con las tareas del control
de la economía.
–Lamento que eso suceda, Consejero. Tenemos la certeza de que sucederán transformaciones
en muy poco tiempo y confiamos en que esos cambios produzcan una evolución en la relación con
los humanos.
–Caso contrario de poco servirán mis libros contables.
Konya intenta mantenerse respetuosa hacia el anciano, pero la irrita tanto pesimismo.
–Consejero, la idea del Príncipe, la cual la mayoría apoyamos y entre los que incluyo a varios
humanos, es un intento por cambiar el rumbo hacia el que nos arroja la humanidad y…
–Un rumbo que se puede acelerar y debamos exiliarnos al igual que las otras especies.
Reconozco que tarde o temprano, a medida que somos agredidos nos quedaremos sin hábitat –la voz
de Sumón suena agitada debido a la caminata–. ¿Podemos avanzar un poco más lento?
»Mi desacuerdo con este proyecto es porque considero que si dejáramos el normal devenir de
los acontecimientos pasarían años en los que podríamos abocarnos al traslado del reino. Sin
apresuramientos, con la tranq…
Konya no lo soporta.
–¡Pero así solo tendríamos la opción del exilio y el abandono de Uriama! ¡Perderíamos
nuestra historia y nuestra magia! Si triunfamos en el objetivo de relacionarnos con los humanos
escaparemos a miles de años de oscuridad y decadencia.
Acelera el paso y deja atrás a sus compañeros de viaje.
–Considerando el fervor con que defiende este proyecto, se podría afirmar que la creadora del
mismo es su joven amiga.
–Konya es un torbellino cada vez que se propone llevar adelante una empresa. Reprochó mi
aislamiento por estudiar de los humanos, pero ahora hace lo mismo. En lugar de preparar los festejos
para su cumpleaños número cien, camina el bosque a mi lado o se encierra días completos con la
consejera Alonis.

–Príncipe Sibelis, la reunión que mantuvimos hoy los consejeros y el Rey Tencos tuvo el
propósito de decidir cómo informábamos a los demás reinos sobre su proyecto.
El que habla es Saleno, el longevo. Sibelis fue de visita hasta su árbol. Hace tiempo que no
participa de las clases magistrales de Historia, Mitos y Leyendas y añora su voz serena y sus consejos.
El anciano prosigue:
–Algunos propusieron crear una delegación que partiera lo antes posible hasta los dominios
de elfos y hadas. De ese modo explicarían con exactitud acerca del propósito de contactarnos con los
humanos. El inconveniente es el tiempo. Los duendes no somos veloces como los elfos. Llevaría
semanas alcanzar las zonas donde se instalaron y para cuando llegaran, tal vez aquí la situación habría
sufrido cambios relevantes.
»Finalmente, se votó que enviáramos a los ranoraky con información detallada a cada uno de
los reinos; de ese modo en pocos días estarán al tanto de lo que ocurre.
–¿Consideran que puede existir oposición al proyecto por parte de las otras especies?
–Es difícil saberlo. Ellos fueron renuentes a mezclarse con la ciudad y abandonaron el bosque.
Nosotros supimos adaptarnos y extraer provecho de los humanos, aunque sea mínimo.
–¿Qué ocurrirá si ellos se oponen? ¿Hablaron sobre eso, Consejero?
–Hemos hablado y no tomamos ninguna decisión. Lo único confirmado es que seguimos
adelante con el proyecto. Querido Príncipe, comprendo que usted vino hasta mi morada para
conversar y lo mío ya se asemeja a un monólogo, pero deseo comentarle algo.
–Consejero Saleno, pasaría tardes enteras escuchándolo, por favor prosiga.
–Lo que quiero expresarle tiene como base una palabra: renacimiento. Desde que difundimos
la noticia de su intención de establecer lazos con los humanos, percibimos un florecimiento en la vida
del reino.
»Tal vez ustedes no lo notan, debido al ímpetu de su juventud, pero los duendes no nos
encontramos bien. Al tiempo que partieron los elfos y demás amigos comenzó un decaimiento en
nuestras artes, en nuestra ciencia, incluso en la economía.
»En nada tienen que ver los humanos. Los duendes nos fuimos eclipsando. Nos gana una
desazón general que opaca nuestro esplendor. Es verdad que nos adaptamos a la presencia humana,
pero la falta de contacto con otras especies nos arrastra a un conformismo apático y paralizante.
»En estos días percibimos un renacer. Los habitantes del reino no solo aceptan la idea de
anunciarles a los humanos nuestra existencia. Van más allá en sus sueños: tienen la esperanza de
relacionarse por completo como especies; de ensamblar la vida elemental con la humana y crear una
simbiosis similar a la que mantuvimos durante milenios con nuestros viejos amigos.
»Así como están los que previenen una invasión, Marodon hace su trabajo, hay cientos que
se congregan para analizar las posibilidades que albergará una interrelación. Son conscientes del
riesgo de lo inestable que es la conducta humana, más aún así lo asumirán.
»Príncipe Sibelis, usted generó luz y esperanza en nuestro reino como hace años no vivimos.
No puedo conocer cuál será nuestro destino, pero con solo observar el nuevo brillo del mundo
elemental, siento la necesidad de expresarle mi más profundo agradecimiento.
Sibelis reposa en las ramas altas de su pino. El sol se esconde a sus espaldas y derrama los
últimos dorados sobre el bosque y la ciudad. Hace una semana que recorre el reino junto a Konya y
esta será la última noche antes de regresar a la vida diaria de los humanos. Resuenan en su mente las
palabras de Saleno y su agradecimiento final. ¿Tan carente de estímulos e ideas se encuentra su
especie, para que un simple adolescente avive la llama que distingue a los elementales del resto de
los seres vivos? ¿Tendrá su padre como rey y guía, alguna responsabilidad por este declive? Se vieron
poco en las cortas visitas que hizo a él y a su madre. Evitó entrar en conversaciones profundas porque
teme que surja el tema de Celina y sus sentimientos hacia ella.
Piensa quedarse unos días en la ciudad; el próximo domingo festejarán el cumpleaños de
Konya y espera regresar al bosque con invitados humanos. Será una semana en la que deberá definir
muchas cosas. Para su especie, intentará dar los pasos necesarios a fin de hacer pública su existencia.
Solicitará el consejo de sus amigos humanos, quienes señalarán el camino a recorrer. Para sí mismo,
para su corazón, mirará decidido a Celina y se afanará por transmitirle todo el amor que siente por
ella. Y aguardará, zozobrante, que esa humana adorable refleje en sus ojos el mismo sentimiento.
Desde más abajo, en el centro del bosque, surgen reflejos de plumas multicolores entre la
bruma y las copas de los árboles. El poderoso canto llega hasta el príncipe, retumba y se multiplica
detrás en los cerros. Los ranoraky vuelan hacia reinos lejanos.
Capítulo IX

Comparten el almuerzo en un restaurante de cocina japonesa. El lugar presenta un único


espacio, cubierto con muebles de estilo moderno. Se sientan en sillones de cuero, ante una mesa de
madera negra, baja y robusta. A su lado se abren ventanales a un patio interior, dominado por un
estanque. Los comensales se recrean con la diversidad del verde de las plantas acuáticas y los peces
color naranja que nadan mansos por la superficie. El único toque oriental auténtico lo dan los centros
de mesa con forma de prisma rectangular; una luz interior se esparce a través de sus laterales de
vidrio y refleja sobre la madera negra los signos japoneses allí estampados. A Celina le recuerdan los
símbolos élficos de los dibujos en los cuerpos de Sibelis y Konya.
Llevan un buen rato allí. Su padre ordenó sushi, mas la joven solo prueba unos granos de
arroz y algunos trozos de algas. La conversación no trasciende más allá de preguntas formales sobre
el colegio y la relación madre-hija.
–Papá veo que te resulta más fácil y estimulante reunirte con directivos de tu empresa que
con tu hija. ¡Una semana para verte!
–Celina, sabés que no es así. Tuve una semana complicada. Dos viajes a sucursales y
reuniones permanentes porque estamos bajo inspección impositiva y nos pasamos conciliando los
números…
–¡Vos siempre tenés semanas complicadas! Pero con el tiempo aprendí. Los primeros años
después de que se divorciaron con mamá, me cansé de buscarte para que nos juntáramos o me llevaras
a pasear. Jamás estabas disponible; tu celular siempre ocupado o con el contestador; tu secretaria que
me filtraba. Y yo que me moría de ganas de verte o escucharte.
–Pero algunas veces nos veíamos y además nunca dejé que te faltara nada, ni a tu madre ya
que…
–Papá, te entiendo y te dije que aprendí. Aprendí a tomarte como a un banco al cual recurro
cuando necesito dinero. Al afecto dejé de buscarlo. Lo cual no quiere decir que no lo necesite ni que
no te extrañe como desde el primer día que te fuiste de casa.
Daniel no responde. Las conversaciones apagadas que llegan desde las mesas vecinas los
envuelven sin tocarlos. Es un momento extraño. Rodeados de personas almorzando; mozos que
desfilan con platos y bebidas; música suave de fondo… Ellos permanecen aislados, excluidos. Pero
además está la separación en su propia mesa. Un vínculo lastimado años atrás y que parece lejos de
volver a ser ligado.
–Sabés hija, soy un bicho raro. Cuando nos separamos con tu madre, la única culpa que asumí
fue la de haber contribuido a la destrucción de la familia. Al menos asumí mi cincuenta por ciento de
culpa. Y me propuse una y mil veces estar siempre cerca tuyo para compensar mi ausencia.
Celina escucha en silencio, mientras aplasta con la punta de un palillo pequeños granos de
croquetas de arroz sobre el mantel individual. Una y otra vez, hasta dejar partículas diseminadas
alrededor de su mano derecha.
–Los adultos vivimos equivocándonos –continúa su padre–; día a día, error tras error. Y
también vivimos en contradicción: rara vez logramos pensar, sentir y actuar de manera coherente. En
esa contradicción pasé años echándote de menos y al mismo tiempo escondiéndome en mi trabajo;
dándole valor a cosas que no lo tienen; huyendo de enfrentarme a vos y ver en tus ojos el reproche
por esa culpa que siempre va a estar.
Suena poco usual la voz ahogada de Daniel. Celina ve las manos de su padre, entrecruzadas
y apretadas hasta mostrar los nudillos blancos. Lo tiene sentado frente a ella, contrito y fuera de las
poses de rígido ejecutivo que acostumbra mostrar y con el deseo de esbozar una disculpa sincera.
Hace meses que casi no se ven. Ahora que ella insistió en encontrarse para consultarlo sobre las
ONG´s, observa a un padre distinto y con afán de acercarse. Otra vez situaciones inesperadas y
agradables que llegan gracias a la aparición de Sibelis en su vida.
–Hace mucho tiempo que dejé de lado esos reproches. Un día entendí que por algo los
matrimonios se separan. Que es mejor eso a que sigan juntos poniéndonos a los hijos como excusas.
Sufrí mucho. Vos lejos; mamá cerca pero también ausente… Por momentos mi vida parecía como
esos juegos donde se sacan maderitas hasta que la torre se derrumba. Pero para cada madera que se
iba, yo encontraba un libro que llenaba el hueco. Nunca me cansaré de agradecerles el amor que me
despertaron por la lectura.
–Eso también fue fifty-fifty –dice Daniel con una leve sonrisa.
–En fin… papá… ya lo superé. Pero sería lindo que no desaparecieras por tanto tiempo y
pudiéramos compartir ratos como este.
–Lo voy a intentar Celi, lo prometo. Insistí como lo hiciste esta semana, al menos hasta que
aprenda a responder como padre.
–No te vas a salvar, te pienso ganar por cansancio. Y la próxima comida será en la pizzería
donde almuerzo siempre. Así te acercás también a mi mundo. Pagás vos, por supuesto. Y ya que
estamos…
–¿Pedido de efectivo, tal vez?
–No, no… de eso se encarga mamá –ríen juntos–. Lo que necesito tiene que ver con tu trabajo.
Quiero participar en alguna ONG o algún organismo que trabaje por el medio ambiente y sé que a tu
empresa siempre les hacen auditorías por la porquería esa que venden.
–Veo que el concepto que tenés sobre AgroChemical no es el mejor. Admito que los
agroquímicos que vendemos son productos peligrosos, pero a la vez son necesarios.
–Serán necesarios para los agricultores que así tienen mayores ganancias.
–Celi, el mundo necesita cada vez más alimentos y gracias a los agroquímicos y las semillas
transgénicas, las producciones alcanzan niveles imposibles hace unas décadas.
–El pequeño inconveniente que surge son los efectos colaterales ¿no? Contaminación,
enfermedades, destrucción del ambiente. ¿A eso llaman solucionar los problemas de la humanidad?
–Bueno, qué puedo hacer yo. Apenas soy uno de los contadores. ¿Querés que hable con la
junta directiva para que no vendan más?
–Sería al menos un aporte ideológico –Celina sonríe–. Sé que no podés hacer nada, papá. Solo
que me indigna ver tanto desmedro por la naturaleza –respira profundo y se dice que no es momento
para discutir–. De vuelta al tema, ¿conocés a alguno de esos auditores?
–Los auditores oficiales pertenecen al gobierno. Es un organismo descentralizado que lo
único que hace es controlar cómo almacenamos los productos. Sus técnicos pocas veces visitan
nuestros depósitos. Los reciben en los despachos de los gerentes y no me preguntes a los arreglos
que llegan allí –la vista de Daniel se pierde en los peces del estanque–. ¿Realmente tenés ganas de
unirte a esos grupos verdes? La verdad es que los considero una pérdida de tiempo.
–¡Papá, no podés decir eso! Si no fuera por la lucha de las organizaciones ecologistas, los
gobiernos y las multinacionales harían lo que quisieran con el planeta. Es una lucha desigual, pero
no podés negar los logros que obtienen.
–Está bien, lo acepto. Rescatan una ballena, salvan a un árbol y se sacan una foto. Mientras
tanto, las corporaciones compran funcionarios y gobiernos enteros para que hagan la vista gorda a
los desmanes ecológicos.
A la mente de Celina llega la imagen de un reino abandonado a la suerte de la desidia humana.
–Si puedo salvar aunque sea un solo árbol de nuestro bosque estaré feliz con mi lucha, por
insignificante que te parezca, papá.
–Te comprendo y te voy a apoyar. Como dije, los adultos vivimos equivocándonos. Serán los
jóvenes los que acaso nos salven de la debacle. Hay una ONG –la hija ve el gesto característico de
su padre cuando intenta recordar algo: se rasca con paciencia su barba rojiza–. ACRA… No…
¡AIMA!, así se llama. No me acuerdo qué significan las siglas. Viven para molestar y nos presionan
para que no distribuyamos productos contaminantes. También presionan a los agricultores. Incluso
nos han llevado a juicio varias veces y venimos zafando a costa de mucho dinero.
–Los vi en la tele. Son muy combativos.
–Sí. Es una organización internacional y cuentan con recursos y buenos asesores.
–¿Y conocés a alguien de ahí?
Daniel busca en su agenda y le pasa los datos de la persona que, en varias oportunidades, lo
llamó para gestionar las citas con ejecutivos de la empresa.
–Es un licenciado en no sé qué, de la Facultad de Geografía. Nuestro trato nunca fue cordial,
pero es una persona accesible. Y muy insistente, te lo aseguro. ¿Y qué te decidió a salir en defensa
de los árboles?
–Papá, no es solo por salvar al hermoso bosque que tenemos; también lo hago por los miles
de duendes que viven ahí.
Daniel sonríe divertido. En su semblante Celina observa una actitud complaciente, como si la
perdonara por leer demasiados cuentos de fantasía.

Sibelis sabe que Celina regresará del colegio recién durante la tarde, por lo que decide
investigar algo de la ciudad que lo intriga: intentará encontrar la entrada al desconocido mundo
subterráneo. Días atrás consultó a Alonis si ella poseía referencias acerca de ese submundo, ya que
él no vio nada en los libros sobre los humanos. Rebuscando en cada volumen, encontraron algunas
citas de exploradores. Ellos se dedicaron a observar el ingreso y egreso de personas por la entrada
intimidante. Cada humano que descendió jamás volvió a la superficie; a la vez, ascendieron cientos
que no habían entrado. No existía más información. Es tan fuerte la asociación de lo subterráneo con
las cuevas de orcos y goblins, que los exploradores nunca se arriesgan a permanecer mucho tiempo
por las inmediaciones. El príncipe corre con la ventaja de lo que su amiga le contó acerca del tren
subterráneo. ¿Sería quizá el primer duende en penetrar el subsuelo de los humanos? Se imagina
inscripto en las enciclopedias que leerán miles de duendes en el futuro, como el pionero que develó
ese misterio.
Intenta orientarse con el recuerdo del viaje en taxi de regreso del colegio con Celina, y lo
recorre en forma inversa. Llega a la casa de la joven y camina hasta la extensa avenida que cruza
unas calles más adelante. Allí gira a la izquierda y prosigue la marcha. La mañana despertó fría y
nublada. Bancos de niebla densa acompañaron al duende en su descenso desde el bosque. Luego el
sol desarmó el manto de nubes y ahora se refleja en cristales de edificios y vehículos. Ve cómo
muchos humanos cruzan frente a él o caminan a su lado. Ensimismados, silenciosos, aislados. Un
mundo repleto de personas que se aglomera en las esquinas, en bares o negocios; cada una de ellas
encerrada en su espacio individual. Aislados. ¿Será esa falta de comunicación lo hace que sus
discusiones se resuelvan a través de la violencia?
Pasa unos minutos deambulando cuando divisa la entrada que busca, al otro lado de la
avenida. Esta vez no será un cruce arriesgado. Cuando el semáforo permite el avance, mantiene el
paso de las personas y no se distrae hasta alcanzar la acera opuesta. Imaginó que descendería a la
oscuridad, pero abajo todo se ve iluminado. Se apoya en las rejas de hierro que protegen la entrada.
Mujeres, hombres y niños, recorren los escalones de cemento como una exhalación; parecen
apresurados, tanto para entrar como para salir. La ancha escalera desciende unos pasos y luego gira
hacia la derecha. Imposible estar al tanto de lo que sucede más allá. Decide bajar. No siente miedo;
apenas la incertidumbre de moverse en lo desconocido. Casi el mismo arrebato que lo llenó en su
primera visita a la ciudad. Al girar se enfrenta a un pasillo espacioso. Un poco más allá se trunca y
Sibelis supone que seguirán las escaleras.
Se mueve pegado a la pared, atento para evitar el mínimo choque con los acelerados humanos.
Al final del pasillo se abre ante él un espectáculo que lo conmociona: observa allí abajo a cientos o
quizás miles de personas. En su mayoría paradas frente a una profunda hendidura en el piso, la que
cruza de lado a lado el inmenso espacio donde se encuentran. El lugar es desmesurado. ¡Pueden entrar
allí todos los duendes del reino!
Para llegar a esa plataforma se despliega una nueva escalera de cemento. Es ancha y posee
escaleras mecánicas adosadas a las paredes. Ya las observó asociadas a enormes edificios, en los
dibujos y descripciones de los duendes exploradores. La que se halla a su derecha acarrea decenas de
humanos rumbo a la plataforma. Son escasos los que utilizan la escalera central; los que lo hacen
suben o bajan con más prisa aún que el resto. Piensa que sus urgencias son vitales como para perder
tiempo en la suave velocidad de las mecánicas. Se enfrenta a la disyuntiva de bajar por la escalera de
cemento o disfrutar de la experiencia de pisar esos escalones que nacen de la nada. El aprendizaje no
será completo si no se arriesga. Estudia a los humanos. Se acercan caminando apresurados, pero al
llegar demoran un segundo y esperan el escalón correcto para dar un paso seguro. Sostienen su
equilibrio con las manos sobre los pasamanos, que se mueven a la velocidad de los escalones.
Comprende que no podrá contar con esa ayuda debido a su baja estatura.
Hay un pequeño claro en la marea de personas que descienden y se aventura. Avanza unos
pasos y se halla frente a una serpiente con escamas de acero que en silencio lo invita a viajar sobre
su lomo. Apoya el pie derecho en un escalón y de inmediato percibe que la mitad de su cuerpo quiere
avanzar y la otra decide aferrarse a la seguridad del piso de cemento. Es tarde para retroceder, cuando
traslada el pie izquierdo al escalón, su vertical está comprometida. La serpiente lleva sus pies hacia
delante y la inercia hace que el tronco quede rezagado. Intenta aferrarse a algo, pero las paredes
metálicas no brindan el mínimo relieve. Ni siquiera su agilidad de duende puede ayudarlo. Acaba
sentado en el duro escalón. Permanecer en el plano elemental le permite que la humillación sea solo
interna.
Luego se yergue. La sensación de movimiento es similar al hechizo para desplazarse por el
aire. Sin embargo, el paisaje no es agradable, puesto que se encuentra comprimido entre las paredes
de acero y con personas delante y detrás. La experiencia resulta incómoda y claustrofóbica. Y aún
debe volver al piso firme. Al bajar hasta la altura de la plataforma, los humanos comienzan a caminar
con tranquilidad, alejándose de las escaleras; pero los escalones desaparecen bajo el piso más rápido
de lo que el príncipe desea. Cuando llega el momento se adelanta con un paso normal y logra salir
con algún tropiezo.
Se aleja rápido del camino de las personas y busca de nuevo el resguardo de una pared. Desde
allí, el inmenso espacio se ve aún más apabullante. El techo tiñe todo de blanco intenso, con enormes
discos luminosos que asemejan soles de mediodía. Inspira el aire espeso y enrarecido: una atmósfera
sofocante. La multitud aguarda en silencio a ambos lados de la garganta que atraviesa la plataforma
y de la que él no puede ver los extremos. Resalta en sus oídos la música y las voces publicitarias que
llegan desde potentes altavoces. Más adelante, donde acaba la pared, unas cafeterías pequeñas y
atiborradas sirven bebidas y comidas rápidas.
«Unas galletas me vendrán bien», piensa, mientras se acerca a las personas sentadas sobre
altos taburetes fijados al suelo. Se desliza detrás del mostrador y halla una bolsa repleta de galletitas
saladas. No es fácil tomar algunas entre tanta gente y pasar desapercibido en el breve instante en que
sale del plano elemental. Concentrado para introducir su mano en la bolsa, percibe una vibración que
asciende por sus piernas, mientras su fino oído capta un trueno lejano que sube de volumen junto al
temblor de su cuerpo. El pánico lo invade a medida que todo comienza a estremecerse. Se siente
atrapado en esa cueva atestada y que parece con destino a derrumbarse. Reacciona del estupor inicial
e intenta una huida hacia las escaleras. El estruendo se escucha cada vez más cerca. Entonces se
percata de que nadie parece preocupado. Nada cambió; desde las escaleras aún descienden humanos
a la carrera. ¿No deberían escapar?
Y de repente, atravesando la gran garganta, un gigantesco gusano de acero y vidrio penetra
veloz y disminuye su avance hasta detenerse frente a los cientos de personas que lo esperan. En ese
momento desaparecen el temblor y el trueno. A través de las ventanas de ese tren-gusano observa
que está repleto de humanos. Se abren puertas a lo largo del extenso cuerpo metálico; cientos
descienden y todos los que esperaban suben, apretándose, para dejar lugar a los que llegan rezagados.
Intenta imaginar cómo puede acomodarse tanta gente allí adentro. ¡¿Cómo hacen para respirar?! Así
como se abrieron de forma automática, las puertas se cierran y el gusano acelera con su vientre
abarrotado. Vuelven por un momento la vibración y el estruendo, mientras es devorado por una boca
sombría que recién ahora puede ver, puesto que la plataforma queda casi desierta.
Sibelis medita un momento. Al fin, se encamina hacia la salida, pero esta vez utiliza la
escalera de cemento. No tiene duda: ni con todos los conjuros del mago Loreto lo forzarán a viajar
en ese transporte. Humanos locos.
Merodea cerca de la casa de Celina y deja pasar el tiempo, hasta que a media tarde la ve llegar
junto a Rodrigo y Tatiana. Entra con ellos y los sigue hasta la cocina. Los jóvenes se disponen a
tomar una merienda y en ese momento Sibelis se hace visible, sentado al borde de la mesa. La primera
en verlo es Tatiana, quién emite un chillido de júbilo.
–¡Pero qué hombrecito más hermoso Ro te describió tal cual sos hola! Yo soy Tati la novia
de Ro y me moría de ganas de conocerte. ¡Hace varios días que te esperamos! Tendrías que usar
celular para comunicarte así sabríamos…
–¡Hola Sibelis! –interrumpe Rodrigo– Y no es un hombrecito, es un duende.
–Buenas tardes, Tatiana. Es un placer conocerla en el plano humano. Tengo una amiga duende
que se identificará mucho con usted cuando las presente y…
–¡Konya sí Celi nos habló de ella. ¿Cuándo vendrá a la ciudad?
–En pocos días, cuando cumpla sus cien años. O tal vez todos la visiten en el bosque para su
fiesta –se vuelve a Rodrigo–. ¿Cómo está, Rodrigo? –luego mira con dulzura a Celina, quien lo
observa estática, con una tetera en la mano. Sus esmeraldas lo acarician, felices–. Hola Princesa, es
una alegría volver a verla.
Celina reacciona de su sorpresa e intenta no balbucear:
–¿Cómo estás, Príncipe Sibelis? Se te extrañó mucho esta semana.
–Así como yo la extrañé a usted… eh… ¡a ustedes!
Sí, no cabe duda alguna. Esos latidos que explotan su pecho; el calor que llega desde el trozo
de madera elemental que cuelga de su cuello; esa alegría que la pondría a bailar y cantar sin importarle
nada: Celina se siente enamorada hasta la médula.
Un amanecer tibio de primavera; un despertar endulzado con el canto de un ranoraky; la paz
y toda la exuberancia de la naturaleza. Esos sentimientos completan el corazón de Sibelis. Percibe el
amor por primera vez en sus cien años. ¿Estarían rojas sus orejas, como rojos ardían los pómulos de
su amiga?
–Vamos a tomar el té, ¿nos acompañás? –pregunta Celina.
–Con gusto los acompañaré y nos contaremos las novedades de la ciudad y del bosque.
Se sientan a la mesa y Sibelis habla sobre el envío de los ranoraky a los restantes reinos de
elfos, hadas y ninfas. Además, cuenta sobre las posiciones opuestas de los duendes: unos que se
alistan para enfrentar una posible invasión y otros que desean una integración pacífica con la vida
humana.
–Este proyecto fue más allá de mi idea inicial. Al principio solo quise anunciar la existencia
de los seres elementales, para que no continuaran con la destrucción del bosque; ahora se generó el
sueño de enlazar las especies. Sabemos que el riesgo es inmenso, pero las empresas más utópicas se
inician gracias a la esperanza… Quizás encontremos nuestro destino en los caminos que siempre
evitamos recorrer.
–Es la misma esperanza que tenemos nosotros. Ojalá que unamos nuestros destinos, Sibelis.
Celina narra los hechos sucedidos en ausencia del príncipe. Inicia con la tarde en la que
conocieron a Francisco. Tatiana la interrumpe para aclarar por qué lo apodan «Pin» y eso fuerza una
explicación sobre la historia de Pinocho.
Francisco tiene diecinueve años y está casi solo en el mundo. Sus padres murieron y sus
familiares más cercanos son unos tíos que lo criaron y que viven en otra ciudad. Hace dos años que
vino con su guitarra colgando del hombro. Trabaja de ayudante de cocina en un restaurante, estudia
sociología en la universidad estatal y se reúne a tocar música con unos amigos los fines de semana.
En medio de sus ocupaciones se las ingenia para colaborar con entidades sociales que asisten a
sectores humildes de la periferia. A pesar de tantas actividades tiene el aspecto de ser un chico
solitario. Cuando le contaron sobre los duendes del bosque y quién es Sibelis, decidió apoyarlos.
Incluso confía en que podrá movilizar gente que se solidarizará con el proyecto. A ellos les pareció
–observa Rodrigo– que lo que más desea Francisco es conocer a la banda de músicos duendes.
Luego, comentan que llegaron a la conclusión de que lo ideal para hacer pública la existencia
de los seres elementales, es conectarse con alguna organización que trabaje en defensa del medio
ambiente. Sibelis concuerda.
–Asumo que, si esos humanos luchan por defender la naturaleza, el proyecto contará con
buenos seguidores. Es una decisión sabia. ¿Y ya se contactaron con alguna de esas organizaciones?
Celina entonces le cuenta sobre AIMA, cuyas siglas significan: «Asociación Internacional
por el Medio Ambiente». Le habla de la relación que tiene la empresa en la que trabaja su padre con
esa ONG y anticipa que ya se comunicó.
–Llamé varias veces por teléfono para hablar con el encargado de la rama local de AIMA.
Me presenté como interesada por el bosque y me dijeron que me afiliara vía internet. Entonces
invoqué el nombre de AgroChemical... El Licenciado en Geoelogía Ernesto Donofres me espera
mañana a las cinco de la tarde en la universidad donde trabaja «a fin de evacuar mis inquietudes».
–Tal vez yo visite a esa persona un rato antes. Si le ocurren sucesos inexplicables se
encontrará más receptivo a la hora de aceptar la existencia de los duendes –dice Sibelis.

El anochecer se acerca más temprano y más frío. A la llegada de Patricia, Rodrigo y Tatiana
se marchan. Sibelis sube sin demora al cuarto de Celina, mientras esta se retrasa para comentarle a
su madre del almuerzo junto a Daniel, el día anterior. El príncipe se debate entre pasar la noche
durmiendo sobre cálidos almohadones y peluches, o dejar una nota y huir hacia el bosque, para no
quedarse a solas con la joven. Siente que la energía que los une fluye como el torrente de un arroyo
en el deshielo de primavera, pero no se le ocurre la mínima palabra que le permita iniciar una
conversación sin morirse de vergüenza. Permanece en el plano elemental, en penumbras, mientras
observa las estrellas escasas, opacadas por el alumbrado público. Celina entra al dormitorio y cierra
la puerta con llave, pero no enciende la luz.
–¿Estás por aquí? ¿Podés quedarte en el plano elemental mientras hablo y solo escucharme
por un momento?
Sibelis piensa que tal vez la situación de ese modo se tornará más llevadera. Se acerca a la
joven, quien está de pie junto al escritorio. Presiona y suelta su mano.
–Sibelis, cuando nos despedimos la otra noche, hice algo que no creí que sería capaz. No sé
por qué me lancé de ese modo y te besé. Supongo que estaba mareada por tanta belleza y con el
corazón repleto de felicidad al conocer tu reino.
»Bueno, me pasaba todo eso. ¡Viví el día más feliz de mi vida! Pero no fue excusa para hacer
lo que hice. Sentí que no te iba a ver por varios días y que te extrañaría horrores... Me superaron las
ganas de quedarme con algo más que tu recuerdo. Y me quedé con el sabor de tus labios. Soñé con
vos esa noche y cada noche que pasó.
»No sé qué va a pasar. Me muero de miedo al contarte esto. Miedo a destruir todo lo hermoso
que conseguimos en este tiempo. Pero no puedo seguir adelante sin decirlo: estoy enamorada de vos.
»Solo te pido que si no sentís lo mismo, si te parece la estupidez más grande del mundo, me
lo digas y luego te olvides de lo que te confesé. Así podremos seguir adelante con tu proyecto, que
es lo más importante entre nosotros.
El duende espera unos segundos y al ver que Celina no prosigue, se hace visible. Toma su
mano y la conduce hasta la cama. La joven se sienta y Sibelis, en un rápido movimiento, se sienta
sobre el escritorio frente a ella.
–Allí estaba usted y aquí estaba yo, cuando me presenté por primera vez. En sus mejillas
brillaban lágrimas similares a las que percibo ahora. La había seguido porque sentí que era la persona
indicada para colaborar en mi proyecto. Porque usted, además de leer todos esos libros sobre duendes,
inspira confianza y bondad.
»En mi adolescencia hubo muchas duendecitas interesadas en mí, pero siempre estuve
pendiente del futuro del reino, más que de fiestas y cortejos. A medida que la conocí, que escuché su
voz y entré en su mundo, se despertaron sensaciones nuevas.
»La noche en que usted me besó fue el final de un día inolvidable. Y le confieso que fue mi
primer beso. Le digo algo más: el primer beso no se da con los labios, sino con la mirada. Y yo la
había besado todo ese día a escondidas. Yo también estoy enamorado, Celina. Y también con el
miedo terrible de que a usted le parezca una estupidez. Y parece que muchos duendes ya se dieron
cuenta…
–¡¿Tuviste algún problema?! ¡¿Se enojaron tus padres o los consejeros?!
–¡No, no! Aunque solo hablé con Konya y con el consejero Saleno. Ambos me dijeron que
no reprima mis sentimientos. Saleno escuchó sobre mi temor porque somos de distintas especies y
me respondió: «Elementales y humanos no son tan diferentes. Escuche el lenguaje de su corazón,
que es universal y trasciende a las especies. Debe poseer sensibilidad para hablarlo y comprenderlo.»
–¡Eso es hermoso, Sibelis! Yo siento que hay un vínculo mágico entre nosotros, sin necesidad
de hechizos o conjuros. Siento que te amo y el miedo era solamente porque vos me rechazaras. Nada
del resto del mundo me importa.
–Al principio pensé en mi padre; en sus anhelos de continuar su reinado en mí. Imagino las
dudas que le surgirán… Pero al final decidí que mi corazón no puede latir solo por la vida del bosque.
Porque si eso ocurre estará saltándose los latidos que me provoca usted.
»Princesa, preferiría no divulgarlo por el momento. Sería terrible que el Ministerio de
Consejeros me enfrentara a la elección entre mi proyecto o su amor.
–¡No tenés que dudar sobre esa decisión! El futuro de tu especie va de la mano del proyecto.
Jamás permitiré que lo abandones. El único que sabe lo que me pasa es Rodrigo. Y me prometió
guardar silencio, especialmente por Tat…
–¡Shhh! –el agudo oído del duende percibe pasos fuera de la habitación–. Su madre se acerca
por la escalera –murmura antes de pasar al plano elemental.
Patricia golpea la puerta e intenta entrar.
–Celi, ¿por qué tenés con llave?
Celina en un salto enciende la luz y abre.
–Me pareció escuchar que hablaban.
–Estudio, mamá. Mañana toman Psicología y estoy repasando.
–Bueno hija no te duermas muy tarde. Que descanses.
La joven cierra y Sibelis reaparece, de pie sobre el escritorio.
–Creo que su madre tiene razón. Será mejor dormir. Mañana provocaremos emociones
encontradas en algunas personas. ¿Me permite usar sus almohadones?
El semblante de Celina irradia felicidad.
–Que tengas bellos sueños, Príncipe Sibelis.
–Ojalá que los suyos sean más bellos aún, Princesa Celina.
Y en un inusual arrebato apoya sus finos labios en los de Celina, antes de zambullirse entre
almohadones y peluches.
Para llegar al campus de la universidad estatal deben cruzar la ciudad hacia el este. Lo pueblan
más de treinta mil personas. Hace pocos años que sus modernos edificios congregan a todas las
facultades, antes dispersas por la metrópolis. Ingresar a esa ciudad universitaria representa caminar
un submundo de intelecto, de búsqueda de conocimientos y de perfección. También un universo de
ideales y de pasiones, que van desde amoríos a cuestiones políticas, económicas o académicas.
Celina, Tatiana, Rodrigo y Sibelis van a buscar al contacto de la ONG. Viajan en taxi. Rodrigo
propuso ir en el subterráneo, pero Sibelis dijo que jamás subiría a ese gusano. Cuando llegan,
acompañan al príncipe hasta la oficina del Licenciado y se encaminan al restaurante de la universidad
a esperar la hora de la cita.
La mayor parte de los sesenta años de Ernesto Donofres se distribuyó entre dos grandes
aficiones: su profesión de geólogo, que le acarreó títulos de profesor, investigador y científico; y su
fervor por la defensa de la ecología. En la última década, su lucha contra las grandes corporaciones
que agreden el medio ambiente domina sus actividades. Alguna vez su cabello lacio fue oscuro, mas
desde hace tiempo parece nieve que le cae por los costados de la cabeza hasta los hombros. Un bigote
tupido, grandes gafas y un atuendo informal, lo muestran como un personaje de historieta que
enmascara al catedrático.
No es tarea fácil para el duende desplazarse por el gabinete de investigación. Cientos de
libros, apuntes y carpetas no respetan los lugares acordes a su categoría de substanciales medios de
información. Millares de páginas forman apilamientos tambaleantes sobre el piso, sillas y escritorio.
Sin excepción, cada una de esas montañas de papel remata en algún pedazo de roca o frascos llenos
con tierra, que acentúan su equilibrio precario. Las repisas y alacenas rebosan de frascos y piedras
similares; en muchos casos no puede establecerse si la tierra que las cubre pertenece a una muestra
bajo examen o es solo acumulación de polvo.
El investigador, encorvado en su sillón frente a la computadora, libra una batalla virtual en
un foro sobre ecología. Sibelis decide efectuar una distracción y empuja una pila de libros que se
desploma con sonoridad en el silencio de la habitación, a espaldas de Donofres. Este gira
sobresaltado, lo que permite que el duende esparza algunas partículas de polvo azul sobre el ratón y
el teclado. El humano dedica unos segundos al espectáculo triste de manuales y papeles dispersos
por el suelo y retorna a su disputa en internet. Su mano derecha intenta desplazar el ratón, pero
aparenta estar adherido a la madera del escritorio. Procura levantarlo, empujarlo. Introduce un
cortapapeles por debajo, mas no hay forma de moverlo. El ratón es como una piedra de estudio más,
enclavada en el escritorio. Recorre la habitación con la mirada. Su cara refleja perplejidad. Quiere
apartar el teclado, pero también permanece rígido y soldado a la madera. Incluso las teclas están
tiesas. Por más que presiona sobre ellas, parecen solo una imagen tridimensional que se resiste al
mínimo movimiento. Se rasca los cabellos blancos, como si procurara entender algo que no actúa
dentro de los parámetros lógicos de su mente. Si se volteara, vería a un duende que aparece y se
esfuma a medida acomoda en su lugar anterior los libros caídos. Donofres se incorpora y, tomando
el teclado con las dos manos, emplea todas sus fuerzas para levantarlo. En ese momento, el escaso
polvo azul que fue diseminado deja de actuar como paralizante y el teclado se suelta. El científico
retrocede con violencia, trastabilla y cae sentado un par de metros más atrás, teclado en mano. El
tirón arranca el cable del mismo dejándolo inservible. Ofuscado y bañado en transpiración, observa
a su lado la pila de libros recién desparramada por el piso; ahora se muestra erguida y tiene en la cima
un ejemplar de un estudio realizado por él mismo, sobre la contaminación del bosque con
agroquímicos.

Celina y sus amigos llegan hasta la oficina del Licenciado Donofres a la hora convenida para
la cita. Sibelis los espera en la puerta entreabierta y, antes de ingresar, toma la mano de la joven y la
aparta hasta un recoveco del edificio, donde se hace visible.
–Princesa, el humano sufrió algunos percances fuera de su comprensión. En estos momentos
intenta que su computadora funcione de nuevo. No está de buen humor, pero creo que aceptará una
explicación de lo que le sucedió.
–Entonces, querido Príncipe, intentaremos que este amante de la naturaleza comience una
lucha más difícil aún.
Celina no suelta la mano del duende y siente que el calor de esa unión sube hasta la madera
elemental que cuelga de su cuello. Esa cálida unión también retiene a Sibelis, cuyos ojos nocturnos
no logran apartarse de los de ella. Dejan atrás varios segundos de enajenación hasta que, con un
suspiro, el príncipe sugiere que es el momento de iniciar la entrevista.
El despacho no da lugar para pensar ni siquiera en sentarse. Lo único accesible es el sillón de
Donofres y él lo ocupa. Escucha las presentaciones y se disculpa por la falta de espacio y por
permanecer sentado.
–Entiendo que su padre es con quien suelo contactarme en AgroChemical. Como sabrá,
AIMA se encuentra en batalla permanente contra esa corporación. ¿Qué interés tiene usted para esta
entrevista?
Se nota el malestar en el rostro del investigador. Su cabellera blanca aparece despeinada y la
camisa multicolor se escapa desde dentro del pantalón. Junto a sus pies, el teclado con el cable cortado
acusa la fogosidad con que fue jalado. Celina decide jugar fuerte desde el principio.
–Estimado profesor, antes de explicarle sobre nuestra visita me gustaría preguntarle algo y le
ruego que no lo interprete como una falta de respeto: ¿Usted cree en duendes?
Donofres se toma un instante para sopesar la pregunta. Su semblante demuestra que no
comprende a dónde apunta la joven y qué tiene que ver eso con el medio ambiente. Luego parece que
relaja su posición.
–Mire, mi formación académica y científica solo permite que yo admita y crea en lo que es
empíricamente comprobable. Por lo tanto, tengo que decirle que no. No creo en los duendes. Pero
que los hay… los hay.
Capítulo X

–Profe ¿entonces cree o no cree en los duendes? –pregunta Tatiana.


Rodrigo le lanza una mirada fulminante.
–Lo que quiere hacernos entender es que un científico no puede basar su conocimiento en
mitos o leyendas. Para que todo sea real debe ser demostrado, caso contrario solo cae en
especulaciones, o cuando mucho en una teoría.
–Hace unos instantes sucedieron hechos extraños en este cubículo –Donofres toma el teclado
del piso y lo balancea, sosteniéndolo por el cable cortado–. Me encontraba solo, no había modo que
alguien influyera con su presencia y sin embargo las cosas funcionaron fuera de toda lógica y ley
física. El ratón y el teclado se adhirieron al escritorio como si fueran parte de él; algunos libros
cayeron y al momento estaban nuevamente apilados. ¿Cuál fue la causa de esos fenómenos?
¿Fantasmas? ¿Duendes? ¿Estoy más desquiciado de lo que parece? ¿Busco la comprensión por la
frontera de lo paranormal o busco un siquiatra?
»Bien, no tengo interés en que comiencen a tildarme de «profesor loco», aunque en realidad
algunos ya lo hacen. Tampoco puedo explicarlo con un método científico; por lo tanto, atribuyo esas
circunstancias anormales a la mano de algún ente, que no tenía otra cosa mejor que hacer que venir
a molestarme. Debido a eso fue mi respuesta. Ahora, ¿dejamos de hablar de duendes y me explican
a qué se debe esta visita?
–Queremos colaborar con la protección del bosque –dice Celina–. Conocemos el trabajo que
hace la ONG que usted representa. Mi padre me contó que ganaron varias batallas contra los
agroquímicos, pero igual se los utiliza con escasos controles. AIMA presentó informes sobre la forma
en que estas prácticas afectan a la vida silvestre. Lo que nosotros venimos a ofrecerle es una
información que cambiará completamente la forma en que nos relacionaremos con el bosque.
–Trato de vislumbrar qué información relevante me ofrecen sin que caiga dentro de los miles
de archivos que poseemos. Si lo que consiguió es sustraer datos reservados de AgroChemical, gracias
a la presencia de su padre, le advierto que eso es ilegal y peligroso y que jamás lo usaría en mi lucha.
–Profesor, no es información de ese tipo la que tenemos –dice Celina–. No es ilegal. No me
expresé bien. En realidad, no cambiará nuestra relación con el bosque, sino que cambiará la vida de
los seres humanos y llevará a una nueva forma de pensar y decidir qué lugar ocupamos en la
naturaleza.
»Tenemos una situación complicada. Si se sigue con la agresión al bosque, se afectará de
forma definitiva a toda la vida que ahí subsiste. Por otro lado, si revelamos esta información y la
misma no se trata con seriedad, aceleraremos el final de esa vida, de los seres especiales que allí
habitan.
–Lo que ustedes dicen no es extraño y lo saben. Tenemos una inmensa cantidad de
antecedentes en la materia. Por años, estudiantes y militantes ecológicos recorrieron el bosque para
recopilar datos. No solo batallamos contra los agroquímicos, también luchamos contra las industrias
contaminantes que desangran los arroyos. Nos enfrentamos cuando construyeron la carretera que lo
parte al medio y que permite que miles de caños de escape lo atraviesen con su gas tóxico. Y hemos
interpuesto cantidad de obstáculos para frenar la minería a cielo abierto que se practica en los cerros.
Lo hemos visto todo.
»Para no seguir demorándonos con esto, ¿me pueden indicar de qué trata esa tan valiosa
información y de ese modo poder discernir cómo va a cambiar el futuro, no solo de nuestra floresta
sino de la especie humana?
El comentario, que raya el sarcasmo, molesta a los jóvenes, incluso a Sibelis. Desea
envolverse en su aura dorada y plantarse de una vez frente al científico. Más la situación la lleva
adelante su amiga y considera esperar a que ella decida el momento oportuno.
–No han visto todo, profesor. Solo vieron lo que les fue permitido y llegaron solo a los lugares
que les cedieron el paso. ¿Acaso dentro de esos miles de informes, no guardan algunos sobre
anomalías en la conducta de los exploradores? ¿Amnesias, desorientación, miedo, descomposturas?
¿Tienen esos datos, profesor?
Celina domina la discusión. Cuenta con la ventaja de estar al tanto de cosas que Donofres
supone reservadas y de otras que el científico ni siquiera sueña. Incómodo por una simple estudiante
que lo enfrenta, el investigador intenta mantener su posición:
–Todavía no me habla sobre su tan fundamental información.
–Si no lo digo a la ligera y si lo buscamos a usted para contarlo y mostrarlo, es por el peligro
que representa si se inicia de manera equivocada: el riesgo de que se use dicha información con fines
económicos o políticos y la probabilidad de que se acelere la extinción de una especie tanto o más
avanzada que la humana.
Los amigos observan cómo Donofres intenta razonar; parece que su mente ágil, acostumbrada
a relacionar cabos sueltos, comienza a ligarlos, a enlazar las palabras de Celina desde el momento
que inició la entrevista. Y por su expresión, notan que no le gusta la conclusión a la que arriba.
–¡¿Me está diciendo que en ese bosque viven duendes?! ¡¿Y que además se comunicaron con
ustedes?! Es suficiente. Si quieren colaborar con la causa del medio ambiente, ingresen a nuestro
sitio web y regístrense como miembros adherentes. En alguna oportunidad los llamaremos para reunir
firmas o alguna tarea parecida. Tengo demasiadas actividades urgentes por delante. Les solicito que
se retiren.
Donofres se levanta del sillón y abre la puerta del despacho, mientras aguarda que salgan los
jóvenes. Pero estos no se mueven de sus lugares.
–¿Y si lo demostramos? ¿Si comprobamos la existencia de seres que habitan en lo profundo
del bosque? Si le damos la oportunidad de ser uno de los primeros humanos en interactuar con otra
especie inteligente, ¿dedicará algunos de sus tan «urgentes» minutos para escucharnos?
Una pila de libros se derriba a la derecha del profesor, sobresaltándolo.
–¿Esos libros caerán por algún mecanismo que nosotros preparamos para convencerlo, o tal
vez habrá alguien empujándolos? –pregunta Rodrigo parándose al lado de Celina– Hace un momento,
usted reconoció con humor que algún ente lo estuvo molestando. Nos interesa conocer cuál será su
reacción en el momento que se haga presente dicho ente.
Donofres no contesta. Tampoco hace movimiento alguno para insistir en que desalojen el
recinto. Observa los libros tirados en el piso con los brazos colgando, fatigados. Celina prosigue:
–¿Puede cerrar la puerta, profesor? Necesitamos revelarle algo que modificará su forma de
entender el mundo.
El investigador contempla a los adolescentes. Solo Tatiana sonríe, como si estuviera a punto
de presenciar la sorpresa de un regalo de cumpleaños. En los semblantes serios de Celina y Rodrigo
se refleja la ansiedad de una situación límite. Cierra la puerta y vuelve a ocupar su lugar en el sillón.
–¿Alguno de ustedes cursa en la universidad?
–Nos falta un año aún para empezar –responde Rodrigo.
–Bien. Si esto es una burla de pésimo gusto, me encargaré de que la universidad sea la etapa
más triste de sus vidas. Los escucho.

–Antes de que nos escuche, vamos a presentarle a un amigo. Él le transmitirá mejor que
nosotros la problemática a la que se enfrenta. Sibelis, cuando quieras.
El duende se halla sentado sobre el escritorio del profesor. Mediante un salto ligero queda
parado frente a este, flanqueado por sus amigos. Momentos antes, cruzó por su mente la duda de
cómo reaccionaría el científico ante su presencia. Sería una nueva prueba a su proyecto: el primer
humano adulto a quien se enfrentaría e intentaría convencer, para que participe de un sueño que
necesita hacer realidad. ¿Rondarían aún en su mente los cuentos escuchados en su infancia? ¿Existiría
en su corazón la suficiente cuota de fantasía para jugarse la reputación de toda una vida, contándole
al mundo acerca de la existencia de un reino de duendes? ¿Habría sido acertada la decisión de sus
amigos al elegir a este humano? No lo piensa más. Concluye que será conveniente un poco de
magnificencia a su aparición, así que se rocía con polvo dorado y se muestra en el plano humano.
–Buenas tardes, profesor Donofres. Mi nombre es Sibelis y soy un duende. Lamento haberle
ocasionado algunos trastornos durante la tarde.
La presencia luminosa del príncipe se resalta desde la transparencia mientras habla. El oro de
luz compite con el blanco frío de los tubos fluorescentes y crea reflejos de calidez inesperados dentro
de la habitación. Donofres no está preparado para esto. Sus manos se aferran a los posabrazos del
sillón, mientras, en una reacción involuntaria, encoge las piernas por debajo, como alejándolas de la
visión sobrenatural. Quizás es la voz melodiosa de Sibelis la que impide que abandone el lugar a la
carrera.
–Comprenderá ahora, profesor, que no es ninguna broma y que debemos tratar esto con
extremo cuidado –Celina no pierde su compostura seria, a pesar de escuchar el chillido de alegría de
Tatiana a sus espaldas–. Sibelis apareció ante nosotros buscando ayuda para frenar la agresión
humana hacia el bosque. Allá viven más de cinco mil duendes. Antes también había elfos, hadas y
ninfas, pero esas especies ya emigraron hace siglos.
»Él es un adolescente que representa a una especie tanto o más avanzada que la nuestra. Se
enfrentan a la opción de abandonar su reino o extinguirse por culpa de la presencia nociva de los
humanos. Por esto le pedimos que lo escuche con atención y luego nos ayude a buscar el modo de
resolver este problema.
El científico no aparta la mirada de los ojos negros del duende. Se inclina hacia delante y
estira el brazo con cautela, hasta rozar el cabello del príncipe. No es un holograma; tampoco un truco.
Tiene ante sí a un ser inteligente y real. Y no es humano. Carraspea, acaso para evitar que su voz se
escuche en un tono diferente al habitual:
–La verdad es que me encuentro impresionado. Estoy viendo una imagen perfecta de lo que
suelen ser los dibujos de fantasía.
–Profesor –dice Sibelis–, la fantasía humana con los seres elementales se estimuló durante
siglos, mediante las pocas oportunidades en que nos observaron en el plano humano. No somos fruto
de su imaginación: existimos desde mucho tiempo antes que ustedes.
–Siluetis, ¿comprende que su presencia modificará radicalmente las leyes físicas universales?
¿Que la vida ya no será igual? La humanidad deberá enfrentar el desafío a teorías seculares; se
modificarán normas y conductas sociales; caerán dogmas; muchas religiones perderán su sentido y
sustento. El ser humano resignará el pedestal que ocupa como única especie inteligente… y ni
siquiera fuimos invadidos desde otros planetas.
–Es lo que mis amigos trataron de transmitirle. Los duendes nos enfrentamos a un futuro
incierto. Para escapar a eso nació la idea de revelar nuestra existencia a los humanos. Lo cual lleva a
otro riesgo: que todo se acelere y que nuestra extinción, o el éxodo a un lugar seguro, sean casi
inmediatos. Profesor, ¿va a sumarse a este proyecto, o nos retiramos y me encargo de que todo le
haya parecido un sueño?
Donofres guarda silencio por unos segundos, tal vez sopesando la envergadura de la
revolución científica, social y cultural que se le presenta. Luego se levanta del sillón y se dirige hacia
la puerta para cerrarla con llave. Camina unos pasos, evita pisar los libros diseminados y llega hasta
una alacena pequeña, donde guarda una cafetera eléctrica.
–¿Les parece bien acompañar nuestras horas de conversación con café?

Sibelis habla durante largo rato. Explica sobre los seres elementales; acerca de las otras
especies, las pacíficas como ellos, y las agresivas ocultas en los cerros; también narra sobre la vida y
costumbres del reino del bosque. Le cuenta a Donofres sobre la existencia de Uriama, el sitio sagrado
y fuente de energía elemental, que los llevará a una era de oscuridad si lo abandonan. El aura dorada
ya se esfumó, pero la voz del duende impregna los sentidos de todos. Tatiana se encarga de servir el
café, de modo de soportar tanto tiempo si emitir una palabra. Rodrigo y Celina se hicieron un lugar
entre los papeles del piso para sentarse. Esta se relaja y fantasea con la próxima visita al bosque.
Donofres interrumpe cada tanto el relato para que Sibelis se explaye en uno u otro tema. A medida
que se interioriza de la vida en el universo elemental, su rostro se vuelve más adusto y por momentos
niega con la cabeza.
–Siluetis, es sorprendente lo que narra. Mientras lo escucho, pienso cómo colaborar en su
proyecto. Pero considero como una posibilidad muy remota que esa convivencia prospere. No puedo
sino figurarme una avalancha de personas internándose entre los árboles, con el fin de ver o
fotografiar a los duendes –atesora entre sus manos el pocillo con café–. ¡Llegará el momento en que
vivirán encerrados en su bosque, rodeados de fuerzas de seguridad para protegerlos!
–Subestima nuestra capacidad para evitar esas incursiones, profesor. Comprendemos que no
resistiríamos un ataque de sus ejércitos, ya que los humanos lograron desarrollar una maquinaria de
guerra suficiente para destruir su mundo. Ése es el mayor riesgo de mi propuesta: el de que los
gobiernos nos consideren una amenaza para la humanidad.
»Para el resto, para los curiosos, poseemos suficientes mecanismos de distracción. Desde hace
milenios recorremos su mundo y en muy pocas ocasiones detectaron nuestra presencia; apenas
segundos que solo sirvieron para alimentar su imaginación.
Sibelis apila los libros derribados y se sienta sobre ellos, logrando un gracioso equilibro.
Celina retorna de su ensueño de paseos por un bosque encantado. Al fin de cuentas ella misma piensa
como si fuera una turista que programa sus vacaciones con el itinerario de visitas a los duendes.
¿Ocurrirá al final eso? ¿Tendrá razón Donofres y se verán desbordados por miles de personas arriadas
por las empresas de turismo rumbo al bosque mágico? ¿Cómo esperar a que la gente escape de esa
tentación y que los comerciantes no generen una nueva mina de oro a costa de la vida de los seres
elementales? ¿Pasará a ser el bosque una jaula cercada con vallas con el fin de aislar a esos seres
luminosos de la avaricia humana? En ese caso… ¿quiénes serán los que en realidad estarán
encerrados? ¿De qué lado preferirá estar ella?
–Profesor, el príncipe se llama Sibelis, no Siluetis, ya se acostumbrará a sus nombres. Yo
caminé junto a él hasta lo profundo del bosque y no pude observar indicios de su existencia hasta que
ellos lo permitieron. Y podrían seguir así eternamente si no fuera que destruimos su hábitat.
Donofres continúa:
–Ustedes observan el escenario desde su punto de vista adolescente, esperanzado y optimista.
Yo lo veo desde la experiencia de tratar con políticos y empresarios sin escrúpulos. Personas capaces
de vender el alma a cambio de un incremento en su capital o una cuota de poder. Son ellos los que
controlan el sistema en el que vivimos.
»Al principio utilizarán su demagogia y hablarán de protección e igualdad. Pero detrás, en las
sombras, buscarán la forma de conseguir un rédito utilizando a los duendes, sin importarles si causan
algún mal. De todos modos, algo habrá que hacer –cambia el tono escéptico de sus palabras–.
Debemos ser selectivos. No todas las personas son como lo acabo de describir. Conozco casos
puntuales dentro del gobierno y en las empresas a los que podremos incluir en el proyecto.
–Por más selectivos que seamos, profesor, un día se sabrá de la existencia de los duendes –
dice Rodrigo–. Habrá que informar y decir la verdad al mundo y nos enfrentaremos a los mismos
problemas que usted nos plantea ahora.
–¡Pero estaremos y estarán preparados! Nosotros, como organización, estaremos prevenidos.
Soy un referente dentro de AIMA. Cuando me comunique con mis colegas centraremos esfuerzos
internacionales para el resguardo del bosque. Tendremos proyectos y soluciones para ofrecerles a las
autoridades, en materia de protección e intercambio con los seres elementales.
»Al dar la información de a poco, al principio solo como sospechas o intuiciones, la
comunidad científica y la sociedad misma se dispondrán a actuar y desenvolverse con la aceptación
de la presencia de estos seres inteligentes. Bueno… es lo que se me ocurre. En realidad, todavía no
termino de asimilar esta revolución en mi mente.
Donofres comenta que la semana siguiente llegarán representantes internacionales de AIMA
para participar en un congreso. Será la ocasión para introducirlos y generar una iniciativa de alcance
mundial. Mientras tanto, cabe analizar otros pasos a seguir y compartir este proyecto solo con
personas de absoluta confianza. Ya se despiden cuando el licenciado consulta:
–Sibelis, usted me habló de otras especies agresivas que viven en cuevas y cavernas dentro
de los cerros.
–Sí. Orcos y goblins. También están amenazados con las excavaciones mineras. Si los
humanos continúan sus perforaciones y la contaminación de sus dominios, pronto los dejarán sin
recursos de supervivencia.
–¿Y mantienen algún contacto? ¿Saben estas especies del proyecto de los duendes?
–Hace siglos que no dialogamos con ellos. Las pocas veces que salen a la luz es porque están
presionados por escasez de alimentos o algo así. Suelen atacarnos, pero siempre los repelimos.
–Amigo Sibelis, ¿imagina a un contingente de turistas humanos que se interna en las cavernas
para avistarlos y fotografiarlos?
El príncipe se estremece.

Los adolescentes descienden del atiborrado autobús que los transportó a la periferia de la
ciudad. Sibelis agradece el final del viaje, puesto que apenas logró ubicarse en un hueco debajo de la
máquina de boletos, para librarse de los pisotones de los pasajeros. Visitan a Francisco, en un
atardecer frío. El techo plomizo amenaza con empapar al mundo con una llovizna pegajosa. Las casas
y edificios humildes de la zona emergen tristes, en medio de calles de tierra mal iluminadas. El
duende intenta comparar la opulencia, la riqueza que encuentra en otros sectores, con la pobreza que
los rodea. No logra comprender qué hace que los humanos subsistan en condiciones tan desiguales.
Qué valores guían a sus sociedades para permitir semejantes extremos. ¿Es que aquellos son más
inteligentes y esenciales para el sistema? ¿Las personas que habitan este suburbio no merecen más
que barro y oscuridad? ¿Qué impide a los gobernantes quitar algunas de las infinitas luces de allá y
traerlas para ahuyentar las sombras que cubren este lugar? Respuestas que aún no conoce. Pero está
seguro de algo: los habitantes de las afueras obtienen el premio de tejer sueños bajo un cielo
tachonado de estrellas.
Se dirigen hasta un pequeño salón que cumple las funciones de guardería de niños. Los padres
de familia que trabajan fuera de su casa dejan a sus hijos en ese lugar, al cuidado de jóvenes
voluntarios como Francisco. Lo encuentran sentado en medio de un círculo de chiquillos; toca su
guitarra y todos cantan. Una lámpara, desde el centro del recinto, no logra alcanzar los rincones con
su luz amarillenta. Hay doce pequeños, entre tres y cinco años de edad, que baten palmas y ríen,
mientras sus voces ligeras balbucean letras que hablan de sapos, estanques y princesas. La sensación
es que sus vestimentas no condicen con el frío de la tarde; demasiado finas, demasiado gastadas, con
colores pálidos de mil lavadas; zapatillas ruinosas, herencias de hermanos o primos mayores.
Francisco deja a los niños por un momento, enciende un cigarrillo y se reúne con sus amigos.
–Muchos de sus padres trabajan en las fábricas y se matan con horas extras para alcanzar un
salario digno. Otros están desocupados y caminan la ciudad juntando lo que sea para vender. Acá
contenemos a los hijos que no van a la escuela y no tienen dónde dejarlos. Les servimos una merienda;
jugamos con ellos; a los mayorcitos les enseñamos los primeros pasos en lectoescritura… Recibimos
a más de cien chicos por día. Estos son los últimos que esperan que los vengan a buscar. Seguro que
muchos se van a dormir sin cenar, solo con la comida que les dimos hace un rato.
–¿Y quién los ayuda con eso? ¿Algún partido político? –pregunta Rodrigo, mientras acaricia
el cabello de un niño que ganó confianza y se abraza a una de sus piernas.
–Algunos son militantes; otros no participamos en política. Somos unos quince que nos
juntamos para cooperar en trabajos sociales. Buscamos colaboraciones en las empresas y en el
gobierno para sostener la guardería. Por lo general no nos alcanza y terminamos poniendo de nuestros
bolsillos para la comida.
»Hay días que nos sentimos cansados, vemos tanto abandono por parte de los que pueden
colaborar y no les interesa… Pero cuando escuchamos a los pibes reírse a pesar de sus necesidades,
sentimos que no podemos aflojar y seguimos tirando para adelante.
Sibelis se hace visible, envuelto en un halo dorado. Su imagen florece una sonrisa en el rostro
del joven.
–Lo saludo, Francisco. Es una alegría volver a verlo.
–¡Hola Sibelis! ¡No pensé que estabas acá! Vos me salvaste de una gran paliza… ¡También
me da alegría verte! –lo dice mientras estrecha la mano del duende.
–¿Los padres de esos niños tardarán en buscarlos?
–Todavía falta una hora más o menos.
El príncipe observa cómo se desorbitan los ojos del pequeño que sostiene Rodrigo. Se acerca
al pequeño, que no lo supera en altura, lo toma de la mano y camina hacia el grupo de niños. Se
vuelve y nota la tensión en los adolescentes.
–Amigos, ¿qué les parece si jugamos un rato?
–Sibelis, ¿te das cuenta de que estos chicos le contarán a sus padres lo que vieron? –pregunta
Celina.
–¿Usted supone, Princesa, que algún adulto va a tomar con seriedad las palabras de una
criatura cuando cuente que estuvo jugando con un duende? Deleitémonos con la frescura infantil,
que es incomparable. Esta noche no les importará dormirse con sus estómagos vacíos.
Gritos, sonrisas y palmadas de manos tiernas reciben al duende, cuando los chiquillos lo
descubren. Los que corretean por el salón se acercan precipitados, atraídos por la algarabía y sin
entender muy bien qué pasa. El príncipe pide a los jóvenes que formen una ronda, intercalándose
entre los niños y que todos se tomen de las manos. Él queda en el centro de ese círculo, junto a
Francisco.
–¿Puede tocar esa canción tan alegre que escuché, así cantamos y bailamos?
Francisco toca la guitarra y la ronda inicia su giro. Celina observa cómo Sibelis mezcla
algunos polvillos extraídos de su morral. El color morado que toma el preparado le resulta familiar.
Comprende que esos niños vivirán una experiencia que marcará sus mentes, como si se escribiera
sobre cemento fresco. El duende efectúa un rápido movimiento circular con su brazo y rocía a los
presentes con el hechizo. Mientras se elevan, los pequeños siguen con su canto, apagado en parte por
los gritos de Tatiana. La rueda, el príncipe y Francisco flotan a treinta centímetros del suelo.
«… y la princesa besó a ese feo sapo verdeee…»
No dejan de cantar y girar hasta que acaba la canción y el efecto del preparado los deposita
con suavidad en el piso. Luego se inventan juegos, carreras, adivinanzas, más canciones y más bailes.
Cada participante recibe pizcas de polvo dorado que lo transforman en un brillante duendecito por
unos minutos. Cuando se acerca la hora del regreso de los padres, Sibelis extrae una deliciosa
manzana de su bolso. Y otra. Y otra. Y otra más. Las manzanas surgen desde un bolso que no podría
contener tantas.
–¡¿Las creás con magia?! –pregunta Celina.
–La magia está en la bolsa, que nunca se llena. A las manzanas las recolecté en mis viajes.
Todos los niños reciben su fruta deliciosa. Luego, desaparece. Ninguno de los chiquillos llora,
embelesados por semejante diversión. Pero a los adolescentes les brotan lágrimas de felicidad. Sibelis
es como su bolso: una mágica e interminable fuente de ternura.

Luego de que se retiran los pequeños, los amigos intercambian novedades y opiniones. Celina
pone al tanto a Francisco sobre la visita al licenciado Donofres. Cuenta de la reacción de éste al
conocer al príncipe y de su compromiso para trabajar con seriedad en la defensa del bosque junto a
la ONG que representa. Francisco, por su parte, comenta que sondeó a sus compañeros de trabajo
social acerca de si participarían en una campaña que se promovía para proteger al bosque de la
contaminación.
–Inventé la historia de que se descubrió en lo profundo del bosque un mamífero en vía de
extinción. Perdón Sibelis por compararte con animales, pero no se me ocurrió otra cosa. La mayoría
apoyará la campaña. Cuando les parezca podremos organizar una reunión para que conozcan a
Sibelis.
El duende sonríe.
–Francisco, seremos elementales, pero aun así somos mamíferos y estamos en vía de
extinción, si no trabajamos en conjunto para evitarlo. La próxima semana nos reuniremos con
Donofres y otros representantes de AIMA. Desde allí veremos los pasos a seguir. Por supuesto que
toda ayuda será bienvenida.
»Pero ahora, queridos amigos, hablemos de excursiones. El sábado regresaré al bosque.
Solicitaré autorización para que les permitan ingresar al reino. Celina no la necesita: puede entrar y
salir cuando lo desee. Estoy seguro de que serán aceptados, así que estaremos presentes en el
cumpleaños de Konya el día domingo.
Los semblantes se encienden. Tatiana se arrodilla y estampa un beso sonoro en la mejilla del
príncipe, quien enrojece como las manzanas que acaba de extraer de su morral.
–Festejaremos el cumpleaños número cien de Konya. Es muy significativo, puesto que ella
obtendrá su permiso para visitar la ciudad y así colaborará en el proyecto. Seremos dos los duendes
que se presenten ante los humanos.

Esa noche y la anterior Rodrigo le pidió a Sibelis que duerma en su casa, a lo cual éste accedió
con un dejo de sinsabor. Es agradable la compañía del joven y sus conversaciones lógicas e
inteligentes, mas el príncipe desea compartir momentos a solas con Celina. Rodrigo vive cerca del
colegio, en el cuarto piso de un pintoresco edificio de departamentos. Su habitación posee un balcón
en el que se hallan los amigos respirando el frío aire nocturno. Desde allí observan una plaza colmada
por las figuras esqueléticas de los árboles. Sus hojas cayeron en cantidad, sin darles tiempo a los
barrenderos a recogerlas, por lo que pintan canteros y sendas de color castaño. Algunas farolas con
sus lámparas quemadas generan manchones de oscuridad, evitados por los transeúntes que regresan
a sus hogares.
–Sibelis, no hablás mucho de los seres que viven bajo los cerros. Solo mencionás que son sus
enemigos, que tuvieron guerras, que son asesinos...
–Goblins y orcos son el lado oscuro de los seres elementales. Habitan desde el inicio de los
tiempos en esas cavernas. No evolucionaron como el resto de nuestras especies en las ciencias, la
cultura, la sociedad. No recorrieron el mundo como nosotros (o al menos eso suponemos) y solo
conocen la violencia como medio de comunicación.
–¿Alguna vez los viste?
–No. Aprendí de ellos a través de las descripciones y dibujos hechos por quienes los
enfrentaron. Sus últimos ataques fueron hace unos quinientos años, aunque hay veces que los
guardianes los ven merodear por los lindes del bosque.
–¿Cómo es que son tan agresivos si no los atacaron en quinientos años?
–Usted debe comprender que ese período de tiempo es mínimo en la historia elemental. A lo
largo de los milenios se sucedieron muchas incursiones para atacarnos y hubo batallas muy cruentas.
El duende no se siente cómodo al hablar del mundo subterráneo, pero percibe que es necesario
acostumbrarse a hacerlo. La humanidad debe conocer el peligro que conlleva la práctica cada vez
más intensa de la minería en esos cerros.
–¿Son como los representamos nosotros en libros y películas?
–No cabe duda de que los humanos tropezaron en diferentes oportunidades con ellos, puesto
que los detallan con bastante acierto. Los orcos son altos, tanto como un elfo o un humano. Tienen
una piel escamosa color verde oscuro, colmillos grandes y ojos amarillos que me produjeron
pesadillas cuando era pequeño y debía estudiarlos. Los goblins son más bajos, pero no menos
horribles y feroces. Todos usan armas y sobreviven cazando y alimentándose de los animales
comunes o elementales que encuentran bajo tierra.
–¿Y por qué los atacan a ustedes? Viven en mundos diferentes, no comparten los recursos ni
el espacio.
–Hay épocas en las que sus alimentos escasean y no les queda otra posibilidad que salir a la
luz y tomar lo que encuentran. Y le aseguro que comen cualquier ser vivo que nade, camine o vuele.
Duendes incluidos.

El viernes a la noche Sibelis no regresa a la casa de su amigo. Decide permanecer en la


habitación de Celina hasta el amanecer, cuando partirá hacia el bosque. Se encuentra sentado sobre
el escritorio frente a la netbook y le muestra a la joven las nociones sobre su manejo, que aprendió
gracias a las enseñanzas de Rodrigo. El cuarto se halla a oscuras y solo relucen sus rostros frente a la
luz metálica de la pantalla.
–Soy el primer duende que utiliza una computadora. Me entusiasman las cosas que se hacen,
o la forma en que se viaja por lo que llaman internet. El espíritu de los seres elementales no está
cercano a la tecnología humana, pero reconozco que hay ciertos avances interesantes; los que podrían
formar parte de la integración entre las especies, siempre que no confronten con la naturaleza.
–¿Me habrás extrañado tanto como yo a vos? –pregunta Celina. Es una adolescente
enamorada que disfruta de la presencia del ser amado. Se esfuerza en prestar atención a la
demostración del príncipe, más su mente y su corazón vuelan en un ensueño de caricias, de besos y
de palabras dulces.
Sibelis deja a un costado la máquina y la mira a los ojos.
–Princesa, cuando no estoy cerca de usted, la extraño y siento que me falta un complemento.
La amo y la necesito a mi lado. Somos jóvenes y no conocemos mucho sobre estados de ánimo. Usted
sabe de tristezas que a mí no me tocaron; yo viví la euforia de visitar la ciudad… Pero no puedo
describir este estado de enamoramiento que ojalá dure para siempre.
La mirada de la joven se humedece y su voz suena quebrada:
–«Siempre» y «nunca» son palabras muy amplias. Las escuché muchas veces: «amigos para
siempre»; «amores para siempre»; «nunca te voy a dejar»; y «siempre» pude ver cómo se rompieron
esas promesas.
–¿Acaso podemos conocer el futuro? Los duendes no poseemos conjuros para eso. No
sabemos qué ocurrirá o qué nos ofrecerá el futuro. Lo que sí puedo decirle, es que cuando yo digo
«siempre», es porque vivo el presente con la idea de amarla para «siempre».
Celina camina hasta la ventana y extravía la mirada en la oscuridad del bosque lejano.
–En estos días me di cuenta de algo muy simple y que me negaba a ver. No lo quería pensar
porque no le encuentro solución. Nuestros ritmos de vida son distintos; nuestros tiempos son
distintos. Cada año que pase, yo me volveré adulta y vos seguirás siendo un adolescente.
¿Comprendés que nuestros «siempre» son distintos?
–Soy consciente de eso, Princesa. Hay argumentos que la mente impone y a los cuales el
corazón se rebela. Mi mente presentó dudas y críticas a este sentimiento que nació y crece sin cesar.
Sin embargo, mi corazón la ignoró sin titubeos. Y yo aprendí a seguir a mi corazón.
–¿Seguirás a tu corazón cuando pasen los años y observes el paso del tiempo en mí?
El duende salta con agilidad hasta la cama y extrae su fina vara del bolso. Con un toque
enciende la punta y genera una cálida luz dorada. Luego, con ligeros y sostenidos movimientos del
brazo y la muñeca forma en la penumbra la silueta de un corazón, mientras habla:
–La lógica y la razón nos lleva a una vida ordenada, en la que prevemos y proyectamos
nuestro rumbo. Pero nada tiene sentido si ese razonamiento no se envuelve con un corazón
apasionado. Cada día que pase a su lado, que sienta su amor y que pueda entregarle el mío, será como
un motor que impulse mi vida. Y «nunca» dejaré que se detenga.
Sibelis resalta la palabra «nunca» y la joven ríe, mientras se sienta a su lado.
–¿Te das cuenta de que hablamos como adultos?
El movimiento de la varita cesa y su luz se atenúa hasta apagarse. La penumbra gana la
habitación. El príncipe toma las manos de Celina.
–¿Hay una edad para el amor? ¿Tener apenas cien años o más de cuatrocientos como mis
padres, hace que nos enamoremos más o menos? No lo creo. Serán amores distintos, pero igual arde
el pecho cuando la energía fluye entre dos manos enlazadas.
Esa vez el tibio beso no es furtivo. Se toman el tiempo suficiente hasta sentir arder sus
corazones.
Capítulo XI

La escarcha del frío amanecer cristaliza los pastos bajos que preceden a los arbustos y
matorrales de las cercanías del bosque. Aunque los duendes soportan muy bien los primeros fríos,
Sibelis se recuerda incluir la capa invernal en el bolso que lleva. Es habitual que la actividad del reino
disminuya durante el corto pero crudo invierno. Los recolectores, que viajaron sin cesar para
mantener los depósitos comunitarios repletos con víveres, aguardan los días soleados para ir a la
ciudad. Las huertas también descansan y solo los cultivos de productos elementales no afectados por
el clima se mantienen en plena labor. La mayoría de las tareas se desarrollan en la calidez del interior
de los hogares y las reuniones festivas o de interés social quedan postergadas para días más cercanos
a la primavera. Las ocasionales caídas de nieve, sin embargo, son motivo de jolgorio y alboroto para
niños, jóvenes y adultos. El mago Loreto, quien presiente de forma inequívoca una próxima nevada,
rocía las alas de los ranoraky con polvos de colores para que vuelen sobre el techo de los árboles y
los esparzan sobre las hojas. Cuando caen los copos de nieve, se tiñen de matices brillantes y al llegar
al suelo forman una policromía que viste al bosque de fiesta.
«Éste será un invierno distinto», piensa Sibelis, mientras se interna en la floresta. Los
preparativos de Marodon, a fin de disponer a los habitantes para enfrentar una invasión o un éxodo,
mantienen a todo el mundo dinámico y laborioso. También están los que confían en la integración.
Sostienen reuniones constantes para evaluar qué es lo urgente para ser compartido, qué información
se intercambiará y qué sustancial parte de la vida elemental debe ser resguardada. Él, además, viajará
en forma asidua a la ciudad en la prosecución de su proyecto. Con certeza que ya no lo hará solo;
estará acompañado por Konya o un circunstancial humano, cuando se les permita ingresar al reino.
Espera que los Consejeros acepten su pedido y mañana regresará junto a sus amigos para festejar el
cumpleaños de Konya.
Atraviesa un claro entre los árboles cuando aprecia a la distancia una espesa columna de polvo
y humo emergiendo de la ladera de un cerro. Pasados unos segundos, un estrépito lejano penetra la
espesura. Instantes después, una nueva columna y un nuevo trueno. Continúa escuchando las
explosiones a pesar de que ya se interna entre los árboles. Lee con claridad las miradas de los
animales: reflejan pánico.

–Consejera Alonis, esta vez las explosiones de los humanos sobrepasan en cantidad y
estruendo a las del año pasado– Sibelis visita el pino de la anciana, camino al centro del reino–. Se
ve cómo cambió la fisonomía del cerro donde se encuentra la mina. Es realmente desolador.
–Días como este me recuerdan cuando las máquinas humanas penetraron el bosque para
construir la carretera. Estuvimos prevenidos y abandonamos las viviendas que hallaron en su
trayecto. Viviendas que demoraron años en integrarse a los árboles que las soportaban. Pero los
animales no pudieron hacer eso. Las aves observaron impotentes cómo cayeron sus nidos. Árboles
milenarios se desplomaron y sepultaron a todo ser vivo que no alcanzó a refugiarse.
»A veces me pregunto cómo se sentirían en la ciudad si una máquina gigantesca la atravesara
por el medio, derrumbando uno a uno sus edificios, plazas, monumentos, sin que ningún humano
pudiera hacer nada para evitarlo.
–Hace más de cincuenta años de esa catástrofe. Era un niño y no permitieron que me acercara
a la construcción, pero imagino el dolor y la desesperación por rescatar lo que pudiera trasladarse.
Alonis ordena sus libros. En unos momentos llegarán los primeros alumnos a las clases donde
enseña sobre el comportamiento y la vida de los humanos.
–No, querido Príncipe, no puede imaginarlo. Al principio nos resistimos un poco.
Bloqueamos sus vehículos; produjimos malestares físicos en los trabajadores… pero siguieron
llegando, más y más. Finalmente comprendimos que si continuábamos con esa batalla terminaríamos
por revelar el universo elemental y las consecuencias se volverían peores aún.
»Hay momentos en que me asalta el temor. Así como sufre nuestro bosque, pienso que igual
debe temblar y derrumbarse el submundo de orcos y goblins. A pesar de su naturaleza violenta
comprenden que no deben enfrentar a los humanos. ¿Por cuánto tiempo lo soportarán? ¿Llegará el
día en que se encuentren trabajadores humanos abatidos por lanzas o dardos elementales?

Sibelis avanza taciturno hacia el árbol de sus padres. Inició el viaje colmado por el entusiasmo
de reencontrarse con los de su especie, luego de una semana de estadía en la ciudad, pero ahora su
ánimo decae. Los estampidos sobre los cerros socavaron sus ansias. El rey Tencos se despide de su
esposa cuando el príncipe se acerca a ellos.
–¡Hijo querido! ¡Qué poco disfrutamos de su presencia en los últimos tiempos! ¿Se encuentra
bien?
Su padre le ofrece un abrazo y luego recibe otro de Beriona, acompañado de besos y reproches
por la ausencia. Sibelis relata un resumen de sus días en la ciudad y comparten comentarios sobre las
actividades mineras de los humanos. Puesto que Tencos se dirige a una reunión del Ministerio de
Consejeros, Sibelis le pide que solicite el permiso de acceso al bosque para Celina y tres amigos más,
con el fin de asistir a los festejos del cumpleaños de Konya. Al quedar a solas, su madre lo invita a
acompañarla en el almuerzo.
–Ayer estuvo Konya de paseo y hablamos varias horas: sobre los cien años que va a cumplir,
el reino, su proyecto… y sus sentimientos hacia Celina. ¿Le parece, hijo, que puede comentarme algo
acerca de esa relación?
–Konya va a tener serios problemas cuando la encuentre. ¡Tenía prohibido hablar de ese tema
en especial!
–Usted sabe que es imposible que las duendes guardemos un secreto entre nosotras. No se
enoje con Konya. Ella lo quiere y está feliz al verlo enamorado. Como lo estoy yo. A pesar de que
no es la relación que una madre espera… lo que deseamos es ver felices a nuestros hijos. Bueno, ¿me
cuenta, o deberé preguntar a su amiga para enterarme de lo que pasa por el corazón de mi hijo?
Sibelis suspira y acepta el plato repleto de verduras frescas y la copa con jugo de naranjas que
le ofrece su madre.
–Antes de comentarle sobre Celina, necesito saber qué opina mi padre de esto, si es que lo
sabe ya. Doy por supuesto que usted lo aceptó…
–Lo acepté y es algo que imaginaba. Ninguno de los dos logró ocultar lo que sentía cuando
Celina visitó el bosque. ¡Sus halos de energía los delataron! Su padre no está enterado oficialmente,
pero lo debe intuir –Beriona se sienta junto al Príncipe–. ¿Cómo lo tomó? Aún no lo sé. No es una
decisión fácil la de aceptar a una humana como la novia del príncipe heredero.
»No son días sencillos para un rey. En esta época del año nos relajamos y nos encerrarnos en
nuestros cálidos hogares; en cambio ahora tenemos mucha agitación, como resultado del proyecto de
integración con los humanos. Los consejeros mudaron sus viviendas a pinos cercanos al Árbol del
Consejo, ya que las reuniones son casi a diario y su padre debe estar presente.
–Y yo ahora le acarreo un nuevo problema al cual enfrentarse.
Sibelis se siente acongojado y no logra pasar un bocado hacia su estómago.
–Usted, querido hijo, comienza a vivir su vida y lo debe hacer no solo adoptando las
enseñanzas recibidas por los mayores; también debe perseguir sus anhelos y emociones. En muchas
oportunidades confrontará con las costumbres. Su proyecto quebró reglas elementales, mas esto no
representa algo malo, por el contrario, nos trajo nuevas ansias para disfrutar de nuestra existencia.
Sibelis cuenta de los momentos con Celina, de la historia de amor que viven. Le expresa a su
madre cómo es correspondido por la joven y también la decisión de mantenerlo en secreto para no
afectar el desarrollo del proyecto.
–¿Por qué debe afectar al proyecto? ¿Qué mejor contribución a la integración de las especies,
que la de que se enamoren dos representantes de las mismas?
–Madre, aún no tenemos en claro cómo saldrá adelante esta propuesta de darnos a conocer a
los humanos. No podemos prevenir sus reacciones. Si son positivas, el amor entre Celina y un
príncipe de duendes se transformará en un símbolo de convivencia. Pero si falla y la humanidad
decide que los seres elementales son un riesgo para sus sistemas básicos de vida, nuestra relación se
volverá peligrosa e imposible.
–Si ese día llega, hijo mío, la vida entera del mundo elemental se volverá peligrosa e
insostenible. Mi consejo es que no repriman sus emociones y sean los primeros en demostrar que la
unión de elementales y humanos es factible –Beriona pasa su mano por el cabello de Sibelis–.
Querido Príncipe, usted revolucionó el reino de los duendes y se halla a pocos pasos de convulsionar
el mundo entero; se ganó el derecho de regocijarse en las mieles del amor juvenil.

–A mí me parece que es una tontería esto de que no podamos llevar celulares creo que es una
estupidez porque si nos pasa algo o nos perdemos en el bosque cómo vamos a hacer para
comunicarnos y que nos encuentren los podemos tener apagados y los encendemos solamente por
necesidad y vos Sibelis también tendrías que usar uno así no te la pasás yendo y viniendo para
traernos noticias y…
–Terminá de quejarte, Tati –reacciona Rodrigo–. Si nos dicen: «nada de cámaras, nada de
teléfonos», es porque tienen sus razones.
–Querida Tatiana –dice Sibelis–, usted debe confiar en que un duende jamás se perderá en
este bosque. Conocemos cada uno de los cientos de senderos que lo recorren. Si algo malo nos sucede,
hay a mi alcance una variedad de opciones para comunicarme con los de mi especie. En cuanto a mis
viajes a la ciudad, es un verdadero gozo realizarlos, ya que voy al encuentro de seres queridos –
apenas se voltea para disparar una mirada cómplice hacia Celina–. Además, si es necesario, los
elementales podemos desplazarnos muy rápido y cubrir largas distancias en pocos minutos.
El príncipe encabeza la marcha por la huella de acceso al bosque, seguido por Celina, Tatiana,
Rodrigo y al final Francisco, quien insistió en cargar su guitarra, a pesar de las advertencias de Celina
sobre lo dificultoso que es avanzar en muchos sitios. El Ministerio de Consejeros consintió el ingreso
de humanos al reino, pero excepto Celina, no podrán cruzar al plano elemental. Los amigos deberán
contentarse con la buena voluntad de los duendes que quieran mostrarse a ellos, aunque Sibelis confía
en que serán muchos los interesados en relacionarse con los invitados.
Durante el trayecto, Celina refiere sobre una llamada que recibió del licenciado Donofres. El
científico le dio malas noticias. Se falló en contra de los recursos judiciales interpuestos durante años
para evitar la nueva explotación minera de uranio en los cerros altos. Ese mismo día comenzarán las
excavaciones y sabe que serán desmedidas. La multinacional que controla la mina invirtió millones,
no solo en maquinaria y capital: «le aseguro que compraron políticos, jueces y sindicalistas; de otro
modo no se explica cómo se puede autorizar la puesta en marcha de esa aberrante mina». También
le dijo que adelantó para este fin de semana la reunión con su colega, quien viajará de urgencia antes
del congreso de AIMA. Necesita interiorizarlo sobre los duendes y desarrollar una plataforma de
trabajo.

Frente a ellos, Celina reconoce los dos inmensos pinos de los guardianes.
–¡Chicos, esta es la entrada al reino!
Al igual que en su primera visita, escucha cómo Sibelis informa a los guardias del acceso que
dispone de autorización para ingresar. Asoman cuatro duendes sobre una de las ramas más bajas.
–Lo saludamos, Príncipe, y les damos la bienvenida a nuestros amigos humanos.
Tatiana salta y se abraza a Rodrigo.
–¡Ay qué hermosos hombrecitos hola!
–No son hombrecitos, son duendes. Si los seguís insultando van a desaparecer –dice éste.
Avanzan unos metros y los que se esfuman de la vista de los jóvenes son Sibelis y Celina. La
joven percibe cómo se enciende el trozo de madera y la cinta de Uriama que cuelgan de su cuello y
al instante todo a su alrededor brilla con halos de energía. Toma la mano del príncipe y un resplandor
cálido los abraza, embriagándolos con la mutua impresión de ser complementarios. Desde lo alto de
la arboleda endulza los oídos el trino melodioso de Kirim, el ave obsequio de Konya. Observan
divertidos a sus amigos, que muestran rostros atónitos y desorientados.
–Princesa, será conveniente que volvamos al plano humano o nuestros compañeros de viaje
comenzarán a desesperarse.
–¿Y cómo hago para volver al plano humano? –no le gusta la idea. Desea permanecer en el
éxtasis que le produce sentirse un ser elemental– ¿Y después puedo cambiarme de nuevo al otro
plano?
–Solo tiene que pensarlo, Princesa, y estará en el plano que desee.
Lo piensa y al instante los tres jóvenes se reencuentran con su amiga desaparecida y el
príncipe. Se eclipsa para Celina la magia que la acariciaba.
–¿Y por qué, si vos estás en el plano humano, ves a los otros duendes y a todo lo del mundo
elemental y yo no puedo?
–Porque el conjuro no la transforma en una duende; solo le abre la puerta a nuestro mundo.
Pero sigue siendo humana, Princesa. Cuando se encuentra en su plano es imposible que perciba el
nuestro –Sibelis sonríe–. No se preocupe, más tarde, visitaremos un lugar elemental que la colmará
de gozo y podrá disfrutarlo en nuestro plano por completo.
Quien más parece sufrir la caminata es Francisco. Su elevada estatura conspira para la
adaptación a los senderos angostos e intrincados. Sin embargo, cuando Celina busca su mirada con
la idea de recordarle lo incómodo de transportar la guitarra, se encuentra con un rostro feliz y
extasiado.
–¿Lo estás disfrutando, Pin?
–¡Más vale! Desde que vivo en la ciudad me la paso respirando humo; estoy harto del ruido
y la locura de la gente. ¡Extrañaba esta paz! Ni siquiera me dan ganas de fumar.
–¿«Extrañaba»? ¿Conocías el bosque?
–No este bosque, pero nací y me crié en el monte de una isla del delta del sur.
–¿Y por qué te viniste a la ciudad?
–Es una historia larga.
Celina ve cómo se cierra el semblante del joven y no vuelve a preguntar. Sibelis propone un
descanso.
–La hierba está suave, pero no se descuiden con las hormigas: no respetan a los duendes y
supongo que tampoco lo harán con los humanos.
Tatiana alcanza a todos una botella con agua mineral.
–Dale Pin contanos de tu vida –le dice.
Surge un breve silencio, remarcado por el canto de unos pájaros cercanos. Francisco se acostó
de espaldas, con la cabeza apoyada en la guitarra.
–Mis viejos eran de acá; eran comerciantes. Un día se pudrieron de la locura de la ciudad y
vendieron todo y se fueron a vivir al delta. Compraron una casa en una isla, una lancha grande y se
dedicaron a transportar y vender mercaderías entre los isleños. Mi viejo tenía un hermano que hacía
años que vivía por ahí.
»Allá nací yo. No me acuerdo nada de eso, pero mis tíos siempre dijeron que lo pasaban
genial.
»Después una empresa constructora empezó a desmontar en la isla para hacer casas de lujo.
Hacían desastres. Arrasaban con todo, por más que muchas organizaciones ecologistas y los mismos
isleños los denunciaron. Vieron cómo es eso: todo el mundo comprado.
»Mis viejos organizaron a los isleños. Los juntaron para que pelearan con más fuerza.
Cruzaron las lanchas y las canoas para bloquear el puerto de la compañía; distribuyeron panfletos
entre los turistas. La prefectura y la gendarmería los reprimieron, pero ellos volvieron.
»Un día, después de una tormenta, encontraron su lancha medio hundida y a ellos dos
ahogados río abajo –Francisco hace una pausa y ni siquiera a los pájaros se escucha. Apenas la brisa
fría que baja de los cerros esquivando los árboles–. Nunca se supo qué pasó. Dijeron que fue un
accidente… la tormenta… Yo tenía dos años.
»Me adoptaron mis tíos y así me crié en la isla. Al final se abandonó esa construcción. Era
demasiado trucha y saltaron mil broncas más. Cuando terminé el secundario me vine a la ciudad.
–¿Hay colegio secundario en el delta? –solo Tatiana puede preguntar algo así, luego de
semejante historia.
–Claro que hay. Pero en lugar de ir en auto vas en lancha.
Sibelis se acerca a Francisco y se sienta a su lado.
–¿Y ahora usted luchará por este bosque?
–Más vale. Al principio me copó la onda de conocerte y el favor que me hiciste. Ahora ya es
una causa de vida para mí.

Pasan frente al gran pino de la consejera Alonis, mas no parece estar en casa. Celina explica
sobre lo aprendido en su visita anterior: el significado de las ramas que descienden de forma extraña
en algunos árboles, señalando que allí hay una vivienda. A medida que se internan en el reino, algunos
duendes aislados, o hasta familias completas, se manifiestan cerca de ellos. Saludan con una
inclinación de sus cabezas y vuelven a desaparecer. Sibelis aprecia los rostros maravillados de los
humanos, quienes responden a los saludos agitando los brazos. Celina no resiste la tentación y de a
ratos se desliza hacia el plano elemental, juega unos minutos con Kirim e intenta descubrir animales,
plantas o entidades del reino que se le hayan escapado en su viaje inicial.
Mientras franquean la cima de una colina donde ralean los árboles, tienen una vista
panorámica del paisaje. A lo lejos, atrás, los campos sembrados y la ciudad cubren el horizonte.
Frente a ellos, continúa el bosque cada vez más cerrado, trepando las laderas escarpadas de los cerros.
Celina, desde el plano elemental, observa una suave luminosidad que contrasta con el verde, muy en
lo profundo.
–Sibelis, ¿qué es ese resplandor rosado?
–Eso es Uriama, Princesa.
–¿Podemos ir ahí?
–Solo a los consejeros de cada una de las especies se les permite visitarlo. Alguna vez llegan
consejeros elfos o hadas desde sus reinos y pasan por Uriama. Lo hacen para cargarse de energía y
sabiduría. El Mago Loreto acude a renovar su magia y cuando se extingue la vida de un duende, ellos
son los encargados de transportar su cuerpo allí.
–¿Y por qué el resto de los duendes no puede ir? ¿Nunca sentiste curiosidad por ir a ver qué
hay?
–Todo lo que debemos conocer sobre Uriama nos lo enseñan durante la infancia, en el colegio
y en nuestras familias. La energía que se genera en ese lugar es muy costosa; se origina en la esencia
de nuestras especies atesorada por milenios. Es un sitio sagrado y jamás quebraríamos la prohibición
de penetrar en él.
–¡Qué distintos! A los humanos cuanto más nos prohíben algo, más ganas nos dan de tenerlo.
–Princesa, nosotros lo tenemos, lo sentimos. Su presencia templa el corazón de cada ser
elemental sin importar si vive en este bosque o al otro lado del mundo, como las ninfas. ¿Qué importa
lo que se ve allí adentro? Una vez, la consejera Alonis me leyó una frase de un libro escrito por un
humano: «lo esencial es invisible a los ojos».
–¡¿Leyeron «El Principito»?! Ese libro es un clásico... Lo escribió un francés que seguro tenía
más de duende que de humano –Celina medita durante unos pasos–. ¿Entonces Uriama vendría a ser
como una religión para ustedes?
–Aún no aprendí muy bien el concepto que tiene la humanidad sobre religión. Es una buena
pregunta para que se la haga a alguno de los ancianos.
–¿Pero creen en algún dios?
–Creemos en las enseñanzas que nos dejaron nuestros antepasados a través de miles de
generaciones. Amamos la magia, la paz y el juicio que nos brinda Uriama. Respetamos ante todo la
vida y la naturaleza. Nunca me hablaron de un dios al que tenga que agradecer por todo eso. Presumo
que es otra cuestión interesante que podemos plantearle a nuestros mayores. ¿Reconoce este lugar?
Se hallan frente al arroyo torrentoso que cruzaron flotando días atrás. Celina reaparece ante
sus amigos.
–¡Chicos, vamos a volar como en la ronda de Pin!

Al aterrizar en la otra orilla los espera Konya, visible a los ojos humanos y ataviada con una
fina túnica de tejido rojo. Las mangas acampanadas le cubren los brazos y apenas se alcanzan a ver
las trenzas de sus sandalias. Su cabello chocolate exhibe el habitual desaliño silvestre y una sonrisa
amplia la ilumina.
–¡Bienvenidos! Veo rostros conocidos y otros nuevos. ¿Los trae algún acontecimiento
especial a nuestro reino?
Sibelis se adelanta y la saluda con una inclinación y su mano en el pecho:
–Le deseo un feliz cumpleaños, Konya y…
–Sibelis, ¡cómo podés ser tan formal! –Celina se arrodilla y rodea a la joven duende con un
abrazo cálido–. ¡Muy feliz cumple, Konya! ¡Qué alegría volver a verte!
–¡Gracias Celina y gracias Sibelis! Muy grande también es mi alegría de verlos. Me tenían
prisionera con los preparativos y no lo soporté, y como imaginé que ustedes llegarían me escapé a
recibirlos. ¿Me presentan a sus amigos?
Celina presenta a Tatiana, Rodrigo y Francisco, quienes a su turno estrechan entre sus brazos
a Konya.
–Usted, Príncipe, ¿me va a obsequiar un abrazo? Parece que nuestros amigos humanos son
más efusivos que los duendes.
Sibelis enrojece de vergüenza y también abraza a la joven.
–Hablando de obsequios, le pregunté a Sibelis qué se le regala a una duende adolescente para
su cumpleaños y no supo responderme. Así que no te trajimos nada, Konya, solo nuestra presencia.
–Celina, si en mi aniversario número cien hay cuatro amigos humanos y mi casi hermano
duende, tengo suficiente regalo como para transformarlo en un día inolvidable.
–Yo sí traje algo… –dice Francisco.
Rebusca dentro de la funda de su guitarra y extrae una bolsita de papel cerrada con un moño.
Se la extiende a Konya, quien la recibe con sus negros ojos muy brillantes.
–Feliz cumpleaños, de nuevo.
La joven abre con delicadeza la bolsa y muestra su contenido: un magnífico collar trenzado
con hilos de colores. De él penden nacaradas conchas de almejas y diminutos caracoles marinos que
tintinean al agitarlo.
–¡Gracias Francisco! ¡Qué bien trenzado y qué dulces sonidos! ¡Es fascinante! ¿Lo hizo
usted? ¿Tatiana, me ayuda a atarlo detrás de mi cuello?
–¡Qué lo voy a hacer yo! Es herencia de mi madre. Según mis tíos, lo trenzó ella y lo usaba
siempre, porque decía que las conchas marinas representan lo que deben ser las personas: por fuera
humildes y sencillas y por dentro llenas de riqueza. Dicen que era buena gente…
Konya le dedica una mirada lenta y apacible.
–Francisco, su obsequio me emociona y me colma de honor. Celina lleva en su cuello una
muestra de la amistad elemental; yo vestiré este collar como símbolo de la bondad humana –toma la
mano del joven y se encamina hacia el lugar de la fiesta–. Por favor, le ruego que se siente a mi lado
a la hora de comer. ¡Vamos amigos! Deben estar desesperados buscándome para peinarme.
Sibelis y Celina intercambian sonrisas cómplices.
–Así comenzamos nosotros –dice el príncipe en un susurro.

El sitio de reunión es el pino caído y transformado en mesón para banquetes, al que el mago
Loreto bautizó como «Celina». Allí se acomodan los primeros asistentes. El resto se esparce aquí y
allá en el césped o sobre algunas ramas. Todo el reino fue invitado, aunque debido a las distintas
labores se congregaron unos pocos cientos de duendes. La banda de músicos afina instrumentos en
las cercanías, a la espera de la señal para la procesión en la cual el rey Tencos, su esposa y demás
integrantes de la corte iniciarán la distribución de comidas y bebidas. Sentados a la cabecera del pino
y rodeados por algunos de los consejeros, Celina, Rodrigo y Francisco ven la mayoría de los
preparativos. Tatiana deambula y habla sin parar, a la vez que congenia con los adolescentes
elementales, utilizando a Sibelis como presentador oficial. El Ministerio de Consejeros autorizó a
que cualquier duende se muestre en el plano humano si lo desea y la comunidad aceptó en forma
unánime dicha propuesta.
Desde la izquierda, ondulante a través del follaje de los pinos, se escucha un canto suave. A
medida que la voz se vuelve más nítida y cercana, una luminiscencia plateada inicia una disputa con
los distintos verdes del bosque. Luego surge detrás de los últimos árboles y asoma al claro donde se
encuentran los comensales; baña a todos con su luz y colma los sentidos con un penetrante olor a
flores silvestres. Celina presiente al príncipe a su lado.
–¿Qué es eso, Sibelis? ¡Es fascinante!
–Es un hada, Princesa. En un momento le explico. No se pierda detalle de lo que sucede y
considere que ella pasó al plano humano para que ustedes la vean; tómelo como una cortesía de
bienvenida.
El ser luminoso parece algo más alto que los duendes, aunque es difícil calcular su estatura.
Se desplaza suspendido en el aire a escasa distancia del suelo, cubierto por un finísimo vestido
formado por velos. Lleva sus brazos extendidos en cruz, mientras derrama partículas chispeantes a
su paso. Posee una figura similar a la humana, al menos es lo que se aprecia, puesto que varía su
consistencia, transparentándose como el cristal por momentos. El fulgor plateado se torna violeta,
azulado y regresa a tonos que simulan una magnífica escultura de hielo. Sus largos cabellos vuelan
al viento, a pesar de que no se percibe brisa alguna. Por más que cambie de color y transparencia,
igual resaltan sus ojos azules. El tono y volumen de su canto aumenta y suena como si un coro de
cien voces lo interpretase. Cuando llega a pocos pasos de Celina, esta nota cómo sus cabellos vuelan
igual que los del hada y el aroma irrumpe en los confines de su cerebro. Busca a sus amigos con la
mirada y descubre que todos los presentes, elementales y humanos, se encuentran en la misma
situación. De repente se desespera al advertir que su cuerpo entra en caída libre y al instante trepa en
forma impetuosa, como si estuviera amarrada al carro desenfrenado de una montaña rusa. Vértigo,
ansiedad, exaltación, zozobra, un sinfín de conmociones sobre sus sentidos que la obligan a tomarse
con manos férreas al mesón de banquetes.
Ese extraordinario estado general se prolonga hasta que disminuye la entonación, el canto
retorna a una suave melodía y en las palmas abiertas del hada se forman dos esferas doradas de
energía. Cuando el brillo dorado enceguece, une sus manos con los brazos extendidos hacia delante;
las dos esferas se fusionan y disparan un rayo hacia los árboles desde donde llegó. Un relámpago de
partículas de oro domina la escena y al disiparse observan la figura encantadora de Konya que avanza
a paso lento. En su pecho penden los caracoles y conchas marinas que le regaló Francisco. Los
aplausos y aclamaciones perduran hasta que la joven ocupa su sitio en la cabecera del pino caído. A
un lado, Francisco; al otro, Sibelis. Celina observa los rostros de todos. Los ojos humanos bañados
en lágrimas, como los de ella. Los ojos y semblantes de los duendes relucen. Está convencida de que
si pudiesen llorar, lo harían sin tapujos. El hada practica una reverencia y se aleja con un vuelo grácil
hacia donde se encuentra la corte del reino.

Mientras ingresan a escena los músicos y se reparten manjares, Sibelis comprende que las
miradas ansiosas de sus amigos merecen una explicación:
–Consejero Saleno, ¿podrá usted comentarles a nuestros visitantes lo que presenciamos?
Saleno habla:
–Ustedes conocieron a otro ser elemental: un hada en estado femenino. Como saben, ellos
emigraron hace ya tiempo junto a elfos y ninfas. Este hada es amiga desde hace siglos de los padres
y abuelos de Konya y viajó a fin de homenajearla para su cumpleaños. No imaginó la presencia de
humanos en el reino, ni todas las novedades de estos días, mas estuvo de acuerdo con el proyecto del
Príncipe Sibelis.
–Se llama MeW– dice Konya–; casi no la conocí porque se fue cuando yo era una niña, pero
murmura aún en mi memoria la dulzura de su canto.
La joven cumpleañera luce su cabello peinado hacia arriba, en forma de tirabuzón y sostenido
por refinados tallos de colores. Saleno prosigue:
MeW no es un hada común. Ella nació con un talento musical inigualable y se dedicó a crear
canciones y poemas infantiles para los reinos. Cuando interpreta sus himnos eleva las emociones de
los oyentes a extremos inusitados; no busquen otra explicación a lo que sintieron hace un momento:
es solo la magia y la sensibilidad de su voz.
–¿Cómo es eso de «en estado femenino»? –pregunta Rodrigo.
–Los duendes, ninfas, elfos, los seres de las cavernas e incluso los humanos, poseemos dos
sexos diferenciados: mujeres y hombres lo llamarían ustedes. En las hadas (o los hadas), en cambio,
no se puede hablar en forma específica de «sexo», sino de «estados». Poseen un estado femenino y
uno masculino y cada estado puede durar desde un momento, hasta años o siglos.
–¿Pero si es un hada no debería tener alas? Porque todas las que yo vi en los cuentos y en el
cine tienen alas como de mariposa y una varita mágica y son chiquitas como una flor aunque esta
también me gustó mucho cómo cantó y eso de que te hace como volar.
–Tatiana, las alas de las hadas son producto de la fantasía humana. Presumo que en alguna
oportunidad los humanos pudieron cruzarse con alguna de ellas y no lograron imaginar a un ser
volando sin alas– dice Saleno.
Rodrigo recuerda el cruce del arroyo, suspendidos en el aire.
–¿Pero es realmente vuelo o utilizan un hechizo como ustedes?
–No poseen la gracia y la versatilidad de los pájaros; ni la autonomía y la velocidad de los
ranoraky, pero vuelan sin trucos. Ellos absorben energía cósmica y la metabolizan en cinética para
volar. El «polvo de estrellas» que se ve a su paso es el exceso de dicha energía liberada. Si alguien
se monta sobre él, surcará los cielos junto al hada que lo expulsa.
–¿Te das cuenta de que serían un arma insuperable si las dominara un ejército humano?
Francisco lo comenta por lo bajo con Celina, pero no evita que el diestro oído de los duendes
cercanos lo escuchen. Los ojos de Saleno se posan mansos en él.
–Si los humanos invaden los reinos elementales y obtienen nuestros profundos secretos, le
aseguro, joven Francisco, que lograrán en muy poco tiempo lo que hace siglos intentan:
autodestruirse.

El almuerzo prosigue por un par de horas durante las cuales los músicos interpretan diversas
canciones y melodías de su autoría, matizadas con algunas de procedencia humana, como son los
clásicos «Imagine» y «Un maravilloso mundo». Luego de los postres, el mago Loreto se acerca a la
cabecera donde se encuentran los jóvenes.
–Debo hacerles un pedido a nuestros amigos de la ciudad y abrigo la esperanza de contar con
su colaboración. Trabajo en el desarrollo de un preparado mágico que tiene el fin de utilizarse como
medio de defensa ante una infiltración humana. La cuestión es que aún no he podido experimentar
su eficacia, puesto que no abundan los humanos en esta región.
La humorada despierta una sonrisa en Francisco.
–¿Y qué que provoca ese preparado?
–Me es imposible anticiparle su resultado, puesto que la idea es que la víct… eh… el
ayudante, no prevenga su reacción. De igual modo, le aseguro que no es doloroso ni acarrea secuelas
físicas o síquicas al que lo recibe.
–O al menos eso cree, Mago.
–O al menos eso creo, usted lo ha dicho, Francisco.
–Me parece jodido probar un arma que se hizo con la idea de atacar a los de mi especie, pero
estoy seguro de que si tienen que usarla es porque se lo merecen– busca la mirada de Konya–. ¿Vos
qué opinás, Konya? ¿Es de confianza el mago del reino?
La joven duende toma la mano de Francisco con las suyas.
–Francisco, deseo tener mucho tiempo por delante para compartir juntos. Si usted corriera
algún riesgo, no permitiría que se ofrezca como parte del experimento.
–¿Y si el arma no hace nada para qué sirve?
–Algo hará, Tati– dice Francisco–. ¡Ya me voy a enterar! Mago Loreto, cuando usted quiera.
¿Voy solo o me pueden proteger mis amigos?
El pequeño grupo se aparta de la reunión hacia un sector aledaño. Loreto indica al joven que
atraviese un estrecho espacio entre dos árboles, en el cual se ven algunas ramas pequeñas que impiden
el paso.
–Para pasar por ahí tengo que romper esas ramas.
–Así es, jovencito. Es parte del experimento y confiamos en que nuestro amigo árbol
comprenderá que es por una causa justa.
Francisco se acerca al pasaje y empuja las primeras ramas. Una llovizna imperceptible de
polvo similar a polen cae sobre sus hombros. En el siguiente paso, quiebra una frágil rama con sus
manos, se detiene, y luego de unos segundos gira hacia sus amigos con el rostro entristecido. Sus
ojos se llenan de lágrimas y rompe en llanto. Es un gemido estentóreo que lo hace caer de rodillas,
con la rama quebrada entre sus manos. Konya y Celina corren a su lado para reconfortarlo, mas nada
logra calmarlo.
–Pobre ramita… mirá… la pobre ramita rota –son las pocas palabras entrecortadas que
balbucea.
Loreto se inclina, apoya su mano añosa sobre la frente del joven y el desasosiego mengua
hasta que desaparece el último lloriqueo.
–Lamento causarle tanta desazón, amigo Francisco, pero gracias a usted comprobé la eficacia
del conjuro. Cuando un humano active una trampa como esta y produzca algún daño a plantas o
animales, no podrá evitar deshacerse en llanto por largo rato.
–¡Qué sensación fiera! No podía parar de llorar y lo único que me importaba en el mundo era
esa rama rota.
Konya humedece su dedo índice en la mejilla aún empapada de Francisco y se lo lleva a la
boca.
–Sabor a sal… Sibelis me contó que ustedes lloran tanto por tristeza como por alegría. Si las
lágrimas tristes son saladas, ¿las de felicidad son dulces?
–Siempre son saladas, linda. Usamos metáforas para hablar de lágrimas amargas o dulces. Lo
lamentable es que el porcentaje de las amargas le gana lejos a las dulces –Francisco se incorpora e
inspire el aire frío del bosque–. Desde que era chico que no lloraba… Tengo ganas de tocar unos
temas con los músicos –extiende su mano hacia Konya–, ¿alguien me acompaña?
–Princesa, deseo mostrarle un sitio muy hermoso de nuestro reino, pero se encuentra bastante
lejos; debemos dejar a nuestros amigos con los músicos y marchar ya si queremos regresar a tiempo.
Celina mira al duende con picardía.
–Y de paso estamos un rato solos, ¿verdad?
Sibelis se ruboriza hasta la punta de sus orejas.
–Sí… de paso… sí.
–¡Qué bien! Así voy a poder pasar al plano elemental sin sentir remordimiento porque los
chicos me pierden de vista. ¿Vamos?
Mientras se retiran, Celina voltea y observa varios sucesos: Francisco toca su guitarra junto a
la banda de música del reino; Konya, que desarmó su peinado y tiene otra vez el cabello revuelto, lo
admira, cautivada; Tatiana y Rodrigo con sus manos entrelazadas, algunas decenas de duendes y el
hada MeW, escuchan a la orquesta inusual; los padres de Sibelis los miran a ellos alejarse: Tencos,
serio e impenetrable, Beriona, con una completa sonrisa.
Caminan tomados de la mano por un sendero, siguiendo el curso del arroyo impetuoso que
suelen atravesar por el aire. En algunos puntos llegan a la orilla y Celina conserva una insegura
estabilidad pisando las rocas musgosas. El agua helada que las golpea con estrépito salpica a los
jóvenes y moja sus vestimentas.
–¡Sibelis! Más vale que ese lugar sea hermoso como decís. ¡Este caminito no está hecho para
humanos!
Con el alejamiento, las viviendas escasean y proliferan los animales silvestres. Kirim, que
sigue el rumbo de los jóvenes, es uno más entre cientos de pájaros. Unos trinan fuerte, conquistando
a sus hembras; otros, con sus alas marrones y el pecho amarillo, se zambullen audaces en las aguas
frías, emergen con peces pequeños en sus picos y tras un corto vuelo los llevan hasta el nido. Luego
de franquear un grupo de árboles, el arroyo frena su arrebato, transformándose en un remanso y surge
en todo su esplendor el puente Etarionel. Los rayos del sol se abaten plenos sobre la vetusta estructura
de madera y crean espejismos en las aguas dormidas. El halo de energía que envuelve a todo ser
viviente, abarca también al puente, formando un arco luminoso entre las dos orillas. Celina supone
que la antiquísima madera está viva, hasta que comprende que al brillo energético lo irradian las
hiedras que, abrazadas a las barandas, se dejan caer hasta besar el agua.
–¡Ay, Sibelis! ¡Qué lindo!
Una familia de ciervos se refresca unos pasos más allá. Los dos cervatillos se acercan sin
temor y permiten las caricias de los jóvenes, bajo la mirada atenta de los padres.
–¡Qué mansitos! Es raro que no nos tengan miedo.
–¿Por qué deberían tenerlo, Princesa? A los duendes ya nos conocen y como jamás un humano
ha llegado a la región, a usted no la asocian con el peligro.
–Y ojalá no lo hagan nunca. Espero que las agencias de turismo no lo descubran nunca…
–En absoluto lo permitiríamos. El puente es elemental y los únicos accesos son los senderos
de cada orilla que están protegidos con trampas mágicas.
Se dejan caer sobre el pasto mullido. Un penetrante olor a cerezas reina en el aire y empalaga
los sentidos.
–Es el mismo aroma que despide la tinta que vos usás para escribir. ¿Qué lugar es este,
Sibelis?
–Lo llamamos Etarionel; en elfo antiguo significa «puente de los enamorados». El aroma es
porque toda la zona está colmada de cerezos. No solo usamos sus frutos para la escritura, también
preparamos infusiones y bebidas refrescantes. El mago Lore…
–A ver, a ver. Dejemos de lado las cerezas. ¿Cómo es eso de «puente de los enamorados»?
¿Etaria no sé qué?
–Etarionel. La leyenda cuenta que cuando la magia elemental aún no se había desarrollado
(no se podía caminar por el aire, por ejemplo), el arroyo separaba a los primeros duendes del reino
de elfos. Hadas y ninfas eran las encargadas de ayudar con el intercambio entre los reinos terrestres.
»Pasado un tiempo, entre las cuatro especies decidieron construir un puente, justo aquí, donde
el arroyo tranquiliza su marcha. Entre los trabajadores había una pareja de jóvenes duendes
carpinteros. Hacía poco que estaban casados y como vivían por el lugar eran los que más participaban
en la construcción.
»Una tarde de verano, los dos ajustaban maderas sobre parte del armazón sin saber que arriba,
en los cerros altos, una tormenta había generado un torrente de agua y piedras. El aviso de las ninfas
no llegó a tiempo y el precario puente fue arrasado junto a los dos carpinteros.
»Con el tiempo el puente se volvió a construir y en honor a los dos duendes desaparecidos,
todas las parejas de enamorados, sin importar a qué especie pertenecen, sellan su amor eterno
escribiendo sus nombres en él.
–¡Pero qué triste y bella historia! –Celina toma las manos del príncipe– Sibelis, ¿nosotros
también podemos escribir nuestros nombres en ese puente?
–Ese fue el motivo de mi invitación, Princesa. ¿Me acompaña?
Suben tomados de la mano y los envuelve la brisa fría que baja por el curso del arroyo. El
puente los recibe con crujidos cansados. Innumerables inscripciones con símbolos élficos lo revisten:
pálidas y desteñidas algunas, otras cubiertas por la hiedra.
–¿Esos son todos nombres?
–En su mayoría. Esta, por ejemplo, se podría traducir como: «YeL y SiM amor eterno». Son
nombres de hadas. Y esta es una de las más antiguas, debe llevar escrita más de veinte mil años y
aún es legible.
–Veinte mil años… Los humanos todavía estábamos en la Edad de Piedra.
–Sí. ¿Le parece bien este espacio para pintar nuestros nombres?
–¿Y qué ponemos? ¿Sibelis y Celina?
–Sí. Y también: «Por el amor y por el futuro». ¿Está de acuerdo?
–Me parece genial, dale.
Sibelis extrae de su bolso un pincel pequeño y garabatea símbolos rojos sobre la madera
pulida por el tiempo.
–Hoy debemos regresar a la ciudad, pero ya tendremos la oportunidad de esperar el anochecer
en el puente. Cuando crece la oscuridad todas las pinturas refulgen y los colores se mezclan con la
bruma que nace del bosque. Las noches son mágicas en Etarionel.
–Todo lo que te rodea es mágico. ¡Te amo, Príncipe Sibelis!
–Como la amo yo a usted, Princesa Celina.

Retornan hacia el centro del reino, con el sol que escapa detrás de los árboles.
–Sibelis, ya es tarde… hasta que lleguemos y nos despidamos se va a hacer de noche y todavía
estaremos caminando por el bosque. Me da un poco de miedo; ¿es posible que nos perdamos?
–Princesa, no se preocupe, ¡puedo recorrer este bosque con los ojos cerrados! Además,
siempre tendremos luz para ver nuestro sendero.
Extrae su vara del bolso y la enciende. En ese instante llega el trueno.
–¿Qué es eso? ¿Tormenta?
–Me temo que no. Son explosiones en los cerros y más poderosas que otras que escuché.
Una nueva detonación, y varias más casi encadenadas. Solo eso se escucha, puesto que el
silencio es lo que reina ahora en el bosque. Y es el silencio el que los acompaña hasta que llegan a la
reunión. Los ánimos no son los mejores entre los presentes. Se aprecian diversos grupos, donde
destaca el de los consejeros junto a Tencos, quienes dialogan con rostros graves. Sus amigos salen a
su encuentro.
–¿Escucharon? ¡Qué susto! Primero pensamos que eran truenos pero no los duendes nos
dijeron que estaban poniendo bombas en los cerros para la mina y ya no nos quedaron muchas ganas
de festejar esos malnacidos ojalá les explote una en el…
–Las escuchamos Tati, fue horrible, no terminaban más. Los pájaros dejaron de cantar y se
quedaron en sus nidos, no se oían ni los sapos –dice Celina.
Alonis se acerca.
–Príncipe Sibelis y amigos humanos, necesitamos que se unan por un momento a nuestra
discusión, les informaremos las novedades.
EL rey Tencos habla junto a los ocho consejeros:
–Luego de las explosiones, recibimos un aviso de los guardianes de dos accesos al reino.
Afirman que vieron hordas de goblins desplazándose entre los cerros. Si salieron a la luz del día es
porque su hábitat fue alcanzado de algún modo.
»Vamos a enviar el alerta máxima a los puestos de ingreso y a reclutar a los voluntarios que
organizó el Consejero Marodon, a fin de reforzar las defensas y mantener las trampas activas.
»En lo que respecta al Reino, no podrán invadirnos. Pero los alertamos a ustedes, que vuelven
a la ciudad.
Marodon toma la palabra:
–Estén atentos a los acontecimientos por si ocurren hechos extraños en la mina. Como
Consejero de Defensa, consideré desde el inicio el peligro de la difusión de nuestra existencia a los
humanos. Dadas las circunstancias, mi opinión es que se suspendan todos los contactos orientados a
la prosecución de dicho proyecto.
–Honorable Consejero, no estoy de acuerdo –dice Sibelis–. «Dadas las circunstancias», es
aún más urgente que los humanos comprendan la amenaza que acecha en las minas.
–Permítanme informarles algo –Celina se entromete en los asuntos de los duendes, mas es
necesario que cuenten con toda la información–. Un contacto humano nos dijo que esas explosiones
continuarán y que la contaminación del aire y del agua será enorme, porque extraerán uranio. Los
procesos para obtenerlo liberan gran cantidad de gases a la atmósfera y contaminantes al agua
subterránea. El medio ambiente se afectará en poco tiempo; mucho menos tiempo del que ustedes
consideran para un éxodo.
»Legalmente parece que ya nada se puede hacer para detener esa mina. Luego del desastre,
seguro que alguien con criterio frenará la explotación, pero ya será tarde. Los residuos venenosos
permanecerán por años.
–Uranio… sí… conocemos las cosas terribles que hicieron los humanos gracias a la
utilización de ese mineral –el anciano Saleno acalla las discusiones que surgen luego de las palabras
de Celina–. Mañana nos reuniremos en el Árbol del Consejo y tomaremos decisiones. Por el
momento, le solicito joven Príncipe, que no avance con su proyecto y solo nos informe de las
novedades que surjan en la ciudad.

Mientras se despiden, Sibelis se acerca a Tencos.


–Padre, no tuvimos un buen momento para hablar…
–Estoy al tanto de lo que desea hablar conmigo, hijo. Su madre me puso sobre aviso de la
relación entre usted y Celina. Fue innecesario, puesto que es evidente lo que siente por esa humana
y por lo que se aprecia, le es correspondido.
»No es sencillo para un Rey aceptar que el Príncipe heredero se compromete con una humana,
pero prima en mí, como en su madre, la importancia de la felicidad de nuestro hijo. Confiamos en
que usted honrará la educación que le brindamos y actuará siempre en defensa del amor y de la vida.
Los duendes se abrazan y el joven se reúne con sus amigos. Resta poco rato de claridad, por
lo que las despedidas son cortas y parten. Konya luce orgullosa en su pecho, junto al collar que le
regaló Francisco, el colgante con la piedra roja que la autoriza a salir del bosque.
–¿Qué lo llevó a dejarle la guitarra a nuestros músicos, Francisco?
–El sentido de pertenencia, Konya.
–¿Cómo es eso?
–Desde que pisé el bosque, sentí que volví a ser el chico que jugaba en el monte donde me
crié. Mis viejos murieron por defender ese monte, en una lucha que parecía imposible, como la que
tienen ustedes ahora. Dejarles la viola fue como decirme: «tengo una buena excusa para volver».
–¿Y su guitarra será el único buen motivo para regresar al reino?
–Depende.
–¿Depende?
–Si vos me esperaras, habría una excusa mejor que la viola. Y hasta le pediría a tu gente que
me dejen vivir ahí para colaborar con la lucha.
Sibelis camina unos pasos más adelante; su fino oído capta la conversación y se vuelve un
instante. El rostro de Konya se ve rojo y comenta por lo bajo, para que los humanos no lo oigan, pero
suficiente para que la joven duende escuche:
–Roja como esa piedra de salvoconducto que lleva en el pecho; roja hasta la punta de sus
orejas.
Y sonríe feliz.
Capítulo XII

Las hojas color cobre acolchonan las pisadas de los visitantes al parque de la casa del
licenciado Donofres. Excepto por algunos abetos y cedros que matizan entre el verde y el azul, el
resto de los árboles saluda con sus esqueletos otoñales. La hojarasca cubre una fuente que en un
tiempo habrá seducido con sus serpentinas acuosas y también el porche, despintado y con algunas
telarañas y pequeños panales de avispas en los rincones. El lugar sufre un verdadero abandono.
–Cuando me mudé a este sitio hace unos años, dejé que la naturaleza se encargue de
controlarse por sí misma. Considero una injusticia cercenar el crecimiento de esos árboles y arbustos,
o impedir el ciclo de vida y muerte de las hojas, y mientras no me compliquen el acceso a mi casa,
así quedará.
–Parece que adentro también deja trabajar a la naturaleza –dice Francisco por lo bajo, cuando
ingresa y ve la cantidad de polvo y telas de araña similares a las exteriores. Celina no puede evitar el
susurro hacia Sibelis, quien se encuentra en el plano elemental:
–Ahora entiendo la cantidad de tierra acumulada en el laboratorio del profesor.
Esa mañana compartían un recreo en el colegio junto a Konya y Sibelis, cuando recibieron el
mensaje de Donofres para que se llegaran a su casa, a fin de conocer a un colega y avanzar con la
empresa de mostrar a los duendes al mundo. Si bien el consejero Saleno le indicó al príncipe que por
el momento no continuara con su proyecto, este consideró a esa reunión como necesaria para
actualizar la información que disponía y presentar a Konya.
Donofres adoctrinó al ingeniero informático Maximilian Roberts, miembro referente de
AIMA, para enfrentarse a los duendes y detalló las impresionantes novedades con las que deberán
trabajar. Debido a eso, Roberts pudo aparentarse altivo e inmutable ante la súbita visión de Konya y
Sibelis, sentados en sendas banquetas junto a la mesa de la sala.
–Por supuesto que abogaremos para que nuestra institución incluya a la defensa del bosque
como urgente prioridad –dice–. Después de medio siglo de vida tengo que replantearme cada una de
las respuestas a mis preguntas existenciales.
–El mundo entero deberá replantearse muchas cosas –Donofres sirve café y té a sus invitados–
. Este fin de semana me contacté con el senador Rearte, un peso pesado dentro del gobierno y que
escapa a la corrupción de guante blanco, o al menos eso creo. Él presentó varios proyectos de leyes
ambientalistas y fue uno de los pocos que votó en contra de la instalación de MMC.
–¿MMC? –pregunta Celina.
–Mega Mines Corporation, la multinacional que explota la mina de uranio. Sin precisarle los
detalles, le hablé a Rearte de factores decisivos que echarán por tierra los argumentos a favor de esa
mina y de cualquier otro medio de contaminación del bosque. Aceptó recibirnos en su despacho
mañana por la mañana como representantes de AIMA.
Sibelis lo interrumpe:
–Estimado Profesor, los consejeros del reino me pidieron que suspenda las actividades del
proyecto hasta que decidan su futuro en una asamblea que tendrán hoy. Ayer por la tarde, luego de
las explosiones en los cerros, se avistaron grupos de goblins trasladándose a la luz del día.
»Suponemos que sus cavernas quedaron afectadas. Ya le expliqué sobre el comportamiento
agresivo y salvaje de esas especies. La situación se volverá muy grave si deciden atacar o sabotear a
los trabajadores de la mina. Los consejeros analizarán el riesgo de que los humanos asocien a los
duendes con algún ataque de parte de orcos o goblins.
Deciden que los dos ecologistas asistan a la reunión, pero sin ahondar en la existencia del
universo elemental, y que se mantendrán informados de las decisiones del Ministerio de Consejeros
y de las novedades surgidas con el político humano.

–Ahora que estamos solas, decime… te gusta Pin, ¿verdad? –pregunta Celina.
Konya la mira y sus ojos azabaches mezclan dudas y esperanzas mientras juega con los
caracoles en su cuello.
–Creo que no pude esconder mi interés por él, o no quise –aclara risueña–. El regalo del collar
de su madre; ofrecerse de experimento para el mago Loreto; sus canciones con los músicos… todo
en él me inspira compromiso sincero, humildad. Y cuando dijo que le gustaría vivir en el bosque,
casi me desmayo.
–¿Y qué pasa con los duendes de tu edad? Vos sos hermosa. ¡No me digas que no tenés un
montón de interesados!
–¡Pero ninguno me gusta! La vida en el reino es tan apacible, que los jóvenes solo se dedican
al estudio, a las fiestas, a los deportes. No me opongo a eso, pero no encuentro en ellos un espíritu
de aventura, de búsqueda.
–Sibelis no encaja en esa descripción.
–¡No! Sibelis siempre quedó fuera de esos círculos. A medida que creció se alejó de sus
compañeros de juegos. Pensamos que fue por su condición de príncipe, pero con el tiempo comprendí
el deseo insatisfecho que lo aislaba. La necesidad de trascender al reino, a su especie y hasta al mundo
elemental.
–Hasta el punto de enamorarse de una humana. ¿Y eso es lo que te inspira Pin?
–Cuando veníamos para la ciudad, Francisco me contó sobre su vida. Él es como Sibelis:
nunca se sienta a esperar qué le depara el destino, sino que se arriesga en búsqueda de un futuro
mejor. Sí, Francisco me inspira amor y usted me va a tener que orientar con esto del amor entre las
especies. ¿Pudo notar algún sentimiento parecido de Francisco hacia mí?
–¡Él también gusta de vos! En uno de los ratos que pasé al plano elemental y ustedes estaban
de la mano, vi los colores del halo energético que se mezclaban parecidos a los que tenemos con
Sibelis.
»¡Así que tené esperanzas! Igual voy a pedirle a Sibelis y a Rodrigo que hurguen sobre lo que
siente Pin. ¿Y no te da un poco de miedo esto de enamorarte de un humano?
–¿Miedo? ¡No! Si fui la que más alentó a Sibelis para que aceptara el amor que siente por
usted. Lo que busco es opuesto al miedo. Yo amo los desafíos, romper reglas. Enamorarme de
Francisco y que él sienta lo mismo por mí y que luchemos juntos por la unión de las especies es lo
mejor que me podría haber sucedido.
El contraste entre el frío de la noche y la calidez dentro del cuarto de Celina se manifiesta en
el cristal empañado de la ventana. La joven humana se acerca y dibuja un corazón con la punta de su
dedo.
–Los duendes llevan siglos estudiándonos y nosotros apenas si fantaseamos con ustedes.
Solemos decir que es desde el corazón donde nacen los sentimientos, y si la persona es mala o
insensible decimos que no tiene corazón. ¿Qué pasa con ustedes? ¿Tienen corazón? ¿Existen los
duendes malos?
–¡Cómo no vamos a tener corazón! –Konya ríe con ganas– Y nuestra sangre es roja también.
En cuanto a los duendes «malos»… El concepto humano de «maldad» no existe en el mundo
elemental.
–¡¿Y los goblins y los orcos?!
–Ellos son agresivos y violentos, pero es su idiosincrasia, su naturaleza. Como el ejemplo del
zorro y el conejo que le expuse días atrás cuando nos visitó. ¿Es «malo» el zorro porque mata al
conejo para alimentar a su familia?
–Entiendo… Es lo que quiso hacernos entender Donofres cuando le presentamos a Sibelis.
La humanidad va a sufrir una revolución terrible cuando sepa de la existencia de ustedes. Pero ¿y al
revés? ¿Cómo se van a adaptar los duendes a la traición, a la maldad, al odio?
–La consejera Alonis deberá dedicarle muchas horas extras a la enseñanza de la conducta
humana…

Almuerzan en un bar, en las cercanías del colegio. Buscaron una mesa apartada, para que
Konya y Sibelis permanezcan visibles en un rincón, atentos a pasar al plano elemental ante la llegada
de cualquier intruso. Tatiana se ubica de espaldas a una gran columna, la cual sostiene un televisor
que emite las noticias.
–Así que me enteré que esa arpía de Yvonne se re peleó con Mauro el sábado a la noche en
la disco por eso ayer y hoy andaba con cara de odio y yo me divertía mirándola con cara de las vas a
pagar traidora.
–Esta mañana intentó hablarme de nuevo, pero yo no quiero hablar con ella. Todavía estoy
muy lastimada por lo que me hizo –dice Celina.
Sibelis, abstraído, observa la pantalla del televisor hasta que unas imágenes llaman su
atención.
–¡Esas imágenes son del bosque!
El informativo muestra un sobrevuelo de una parte del bosque y luego enfoca el cerro donde
se enclava la mina de uranio. Al pie de la pantalla, se lee: «EXTRAÑAS MUERTES EN LA MINA
DE MMC», y en subtítulo: «Encuentran muertos a dos operarios con supuestas mordeduras
venenosas».
Francisco salta hacia el televisor y sube el volumen. Mientras la cámara muestra cómo extraen
un cadáver desde un túnel, el periodista notifica que son dos mineros del turno noche, los cuales no
subieron con el resto de sus compañeros. Aún no existe versión oficial del motivo de los decesos.
Los intentos por dialogar con otros mineros fueron infructuosos puesto que les prohibieron responder
preguntas. Los trascendidos indican que los trabajadores fueron picados o mordidos por algún animal
venenoso. Ni bien reciban una notificación de los responsables, ampliarán sobre el tema. Y cambian
a otra información. Por unos instantes el silencio se abate sobre los jóvenes, hasta que lo rompe
Tatiana:
–Esos lugares están llenos de escorpiones y arañas tendrían que darles guantes y ropa especial
a la gente para meterse ahí.
–¡Usan guantes! –dice Rodrigo–. Y tienen medidas de seguridad, Tati. Además, es una mina
nueva y con las explosiones no creo que haya muchos bichos cerca.
Francisco vuelve a levantarse.
–A ver el canal cinco que es más sensacionalista, por ahí pasan algo más.
El canal cinco presenta una pauta publicitaria.
–¿¡Será solo una coincidencia!? Quisiera creer que sí –dice Celina.
–Princesa, me temo que no es una coincidencia. Podrían ser dardos de goblins. Ellos usan un
veneno que mata instantáneamente a cualquier animal. No creo que los humanos puedan resistirlo.
Regresa el silencio y las miradas se cuelgan de las imágenes en la pantalla. Terminado el
espacio de publicidad, un letrero en rojo y letras blancas anuncia con estridente música de fondo:
«REITERAMOS PRIMICIA DE CANAL CINCO: DOS MUERTOS EN LA MINA DE URANIO».
Luego de unos segundos, presentan imágenes de un periodista a la carrera, en el intento de alcanzar
a los paramédicos que transportan los cadáveres hacia una ambulancia. Entre jadeos informa los
mismos hechos de la nota anterior. Cuando la cámara llega y antes de que una gran mano obstruya la
lente, transmite una imagen dramática: el cuerpo de un joven con el torso desnudo y de un pavoroso
tono morado. Su cara es un retrato del pánico. Su brazo izquierdo, justo por encima del codo, presenta
una hinchazón terrible, en forma de cono de color negro; en la punta de ese cono tiene clavada una
especie de espina amarilla de unos diez centímetros de longitud.

–Tenemos que informar de esto a mi padre y a los consejeros para que aumenten el alerta en
todo el reino y definan si continuamos con el proyecto –dice Sibelis–. Si no suspenden la explotación
de la mina y siguen excavando, habrá más muertes.
A través de los ventanales del bar, la llovizna otoñal humedece la tarde. El gris plomizo
somete a la policromía urbana y solo escapan a esa monotonía, algunos paraguas coloridos que
esgrimen los peatones. Celina, con la cabeza apoyada en sus manos, es un calco de la conmoción de
sus amigos.
–¡Cómo se complicó! Hace unos días pensábamos en ir despacio, integrando gente hasta hacer
público todo. Y el único peligro que veíamos era que invadieran el bosque los curiosos. Ahora hay
gente muerta por los goblins…
La interrumpe un llamado de Donofres a su celular. El científico y su colega se reunieron
durante la mañana con el senador Rearte. No había sido fácil hablar de riesgos urgentes y
contaminación en los cerros y el bosque sin especificar el porqué. El político era consciente de la
agresión al ecosistema, pero todo debía ir de la mano de proyectos, de leyes y de la justicia. Al no
poder informarle del mundo elemental, solo comentaron con evasivas sobre un hallazgo de restos
arqueológicos invalorables. Se retiraron con escasas expectativas de algún avance en la materia. Pero
a primera hora de la tarde, luego conocerse el asunto de los muertos en MMC, lo llamó el senador
para que retornara a visitarlo en el día de mañana. Tal vez este intuía que los científicos sabían algo
que no le dijeron.
Celina le confirma que fue un ataque de goblins y que viajarán de inmediato al bosque para
llevar las novedades.
–Sibelis, usted debe quedarse –dice Konya–, tiene más experiencia que yo en el trato con los
humanos. Partiré ahora, para reunir a los consejeros lo antes posible y volveré para comunicarles lo
que decidan.
–Konya, amigos, estamos jodidos con el tema del tiempo y las urgencias –dice Francisco–;
qué les parece si voy con Konya al bosque y nos comunicamos por celular; ya sé que los consejeros
no quieren que los usemos, pero ahora es necesario.
Los ojos de Konya brillan.
–Querido Francisco, si usted viene conmigo me retrasará y llegaremos de noche al reino.
¡Pero me encantará que me acompañe!
–Estoy de acuerdo, pero deberá convencer a los guardianes de que permitan su paso o tendrá
que regresar solo a la ciudad –dice Sibelis–. Será interesante que utilicemos algo de la tecnología
humana, aunque el uso de su teléfono quedará a decisión de los consejeros.
–¿Y cómo van a cruzar el arroyo? –pregunta Rodrigo.
Konya señala el bolso de tejido vegetal que lleva colgado.
–No solo Sibelis utiliza hechizos y polvos mágicos. Los duendes que salimos del reino
acostumbramos a cargar una buena variedad de ellos. Cruzaremos caminando por el aire, como
siempre lo hacemos.
Konya y Francisco parten y el resto de los amigos deciden ir hasta la casa de Celina. Buscarán
en internet más información sobre lo ocurrido en la mina.

A la mañana siguiente, Celina recibe un mensaje de texto en su celular, cuando suben con
Sibelis al auto de Patricia para ir al colegio.
–Mamá, me olvidé el libro de física, esperame –luego dice muy bajo:– Sibelis, vení conmigo.
Dentro de la casa la joven explica:
–Es un mensaje de Pin. Los consejeros piden que vayas lo antes posible: volvieron los
ranoraky que mandaron al reino de los elfos.
–Me temo que debo dejarla, Princesa. Nos volveremos a comunicar pronto.
–Te voy a extrañar con el alma, Sibelis.
–Como yo la voy a extrañar a usted, Princesa.
El duende imprime velocidad a su marcha. La llovizna que comenzó la tarde anterior no
mengua y sus cabellos se ven empapados. El manto de hojas y los pastos secos en la entrada del
bosque también se impregnan de humedad, acallando sus crujidos. Llega a sus oídos un golpeteo y
voces apagadas tras unos arbustos. Sigiloso, se desvía de su senda y se aproxima a escudriñar. El olor
nauseabundo y desconocido que le acerca la brisa a sus narices lo alerta y cuando alcanza a ver entre
las matas se paraliza; un escalofrío lo recorre y eriza su piel mientras contiene el aliento. Pasos más
allá, cinco goblins destrozan conejos y se los comen. Sus cuerpos rechonchos de piel terrosa se cubren
con ropajes toscos de cuero, reforzados con madera y metal. Sus colmillos se ven inyectados con la
sangre de los animales. Cada uno porta una cerbatana larga, transformada en arma doble, ya que en
su punta lleva atada una pieza de metal o de piedra, como una lanza. De sus cinturas cuelgan dardos
amarillos.
Es la primera vez que se enfrenta a los seres subterráneos y si en sus estudios le quitaron el
sueño, ahora le infunden una sensación de peligro mortal. Comprende que nada de lo que lleva en el
bolso sirve de defensa. En una oportunidad el mago Loreto le describió la preparación de algunas
pócimas para luchar contra orcos y goblins, las cuales logran adormecerlos o intoxicarlos, pero jamás
pensó que podría llegar a utilizarlas. Ahora que ve a la muerte frente a él, siente que no tendrá fuerzas
ni siquiera para lanzar un hechizo.
Al fin, afloja sus músculos y retrocede con cautela hasta el sendero para lanzarse a la carrera
cuando logra cierta distancia. Numerosas veces voltea sobresaltado, como si alguien estuviese a
punto de golpearlo por la espalda. ¡¿Qué hacen los goblins tan cerca de la ciudad?! ¡Están casi al
límite del bosque y al otro lado de los cerros!
Detiene su carrera cuando llega a los árboles de los guardianes del acceso. Les informa del
encuentro y ellos le confirman que en esos días se divisaron grupos de goblins rondando la periferia
y que el estado es de alerta máxima. Al seguir su camino nota que, además de los cuatro guardias
habituales, hay un refuerzo de una veintena de duendes desplegados en dos líneas perpendiculares al
acceso. A medida que se adentra en el reino se cruza con patrullas de voluntarios que ejercen una
vigilancia de rastrillaje. Llevan sus morrales henchidos de polvos mágicos.
Se encamina hacia el Árbol del Consejo, suponiendo que a esa hora de la mañana ya estará el
Ministerio de Consejeros en plena actividad. Lo reciben con una infusión caliente y puede secarse
bajo el follaje espeso del pino. No falta nadie a la reunión. El rey Tencos; los ocho consejeros; Konya
y Francisco junto a ella; un humano en una reunión del Consejo… ¡qué tiempos!
Saleno toma la palabra:
–Hay información para intercambiar y decisiones que deben tomarse con premura, pero con
suma prudencia. Cuando Konya y Francisco arribaron anoche, se encontraron con algunos de
nosotros y nos adelantaron los sucesos de la ciudad. Le pedimos, Príncipe, que nos amplíe lo ocurrido.
Sibelis narra acerca de lo sucedido en la mina de los cerros: las dos muertes y la confirmación,
oculta al público, de que fueron dardos de goblins. También hace referencia a que esperaron hasta la
madrugada por más noticias, pero lo único de que se hablaba era de las muertes extrañas y versiones
extraoficiales sobre un animal ponzoñoso. Las actividades en la mina se reanudaron luego de las
pericias policiales. Comenta, además, sobre la infructuosa reunión entre Donofres, Roberts y el
senador Rearte.
Saleno prosigue:
–Sabíamos con certeza que algo así ocurriría. Los seres subterráneos jamás abandonarán esas
cavernas; jamás se exiliarán como lo hicieron los otros reinos; antes se enfrentarán a los humanos si
éstos siguen penetrando en la tierra. Debemos discutir y analizar qué rol jugaremos los duendes en
este conflicto.
»Con el proyecto del Príncipe Sibelis generamos una revolución en el reino, con algunos
miedos, pero con la gran expectativa de relacionarnos con la humanidad. Sin embargo, todo estaba
planificado para hacerlo en forma gradual.
»Ahora deberemos resolver si cancelamos este proyecto y dejamos que orcos y goblins se
arreglen con los humanos, o aceleramos la difusión del universo elemental y tal vez logremos detener
la explotación de esa mina, la contaminación de nuestro bosque y una evidente guerra.
Luego de un silencio breve, el consejero de Defensa Marodon se dirige a Francisco:
–Quizá el joven humano pueda orientarnos en el posible proceder de los de su especie si
continúan los ataques.
–Es jodido el tema… Poner en marcha una mina cuesta millones. El científico dijo que
compraron a mucha gente. El costo político para el gobierno es muy alto, porque todo el mundo sabe
que la mina va a contaminar, pero no importó y le dieron para adelante igual.
»Por ahora no tienen ni idea de lo que pasó; pero ustedes nos estudian y saben cómo suelen
solucionarse estas cosas: arrasando con todo. Si son capaces de exterminar a millones de personas
por la causa que sea, no creo que los frenen unos pocos «bichos raros» con perdón de la expresión.
–Lo que usted nos quiere decir, es que los humanos no se detendrán –dice Marodon.
–Ni idea, de veras. Pienso que hasta que no pase algo muy importante, lo van a tapar con
noticias que desvíen la atención. Después, con la mayoría de la prensa comprada, pueden acomodar
la información para justificar la matanza.
Un silencio contrito cubre el árbol; la consejera Alonis lo quiebra:
–Lo que Francisco nos dice es terrible, pero es también una constante en la historia humana.
–Sostengo mi opinión, como la del Consejero Sumón y la de otros, que debemos mantenernos
al margen de todo contacto explícito con los humanos –dice Marodon, parándose en la rama a fin de
enfatizar su comentario.
Surgen los primeros rumores, mas el rey Tenkos lleva tranquilidad:
–Esta reunión no se formalizó para que definamos posiciones; solo compartiremos la
información que dispone cada uno. Les comunico a los jóvenes que ayer por la tarde regresaron los
ranoraky que enviamos a los reinos lejanos.
»Varios elfos y hadas se encaminan hacia nuestro bosque y estimamos que en pocos días
llegarán. También vienen ninfas, pero van a demorar más. Se sorprendieron cuando conocieron el
proyecto de Sibelis, aunque no lo rechazaron. Por el contrario, decidieron un viaje para colaborar en
la toma de decisiones.
»Hasta que ello suceda, propongo que mantengamos una actitud cauta, con la esperanza de
que los acontecimientos no se precipiten. Les solicito a los jóvenes que se retiren de modo que los
consejeros puedan deliberar.

–Contame un poco cómo va el colegio, Celina. Ayer hablé por teléfono con tu madre y me
dijo que no se comunican mucho últimamente.
–Papá, ¡ya sabés cómo es ella! Entre la boutique y sus amigas no está nunca en casa. Yo
también estoy saliendo bastante con amigos y empecé a trabajar en AIMA, ¿te acordás?, la
organización de Donofres, el licenciado ese que me pasaste el teléfono.
–Me acuerdo. Así que ahora estás en la vereda de enfrente.
–Papá, «siempre» estuve en la vereda de enfrente con tu empresa. Solo que ahora tengo otras
motivaciones y participo activamente.
Comen una pizza en el bar cercano al colegio. Celina insistió en que se reúnan en el ámbito
que ella frecuenta. El día continúa gris y frío como el anterior.
–A esta pizza le falta cocción, ¿comés acá todos los días? Y decime, ¿ya lograste salvar algún
árbol?
–No hace falta que seas irónico, papá. Un día de estos te podés llevar la sorpresa más grande
de tu vida. En estos días nos enfocamos con lo de la mina de uranio, y más después de lo que pasó
ayer.
–Vi algo en los noticieros. Parece que se toparon con un animal venenoso. Pobres tipos.
–Nosotros pensamos que hay algo más ahí y lo están escondiendo.
–¡Vamos, hija! A eso me refería la otra vez que hablamos de estas organizaciones verdes.
Siempre piensan que todo es oscuro y va en contra de la ecología y le buscan la quinta pata al gato.
¿No pueden aceptar simplemente que los mineros tocaron alguna araña o algún otro animal que vive
ahí abajo?
–Cuando pasan estas cosas que tienen en el medio a multinacionales como MMC, es mejor
dudar de lo que te dicen. Nosotros tenemos información de que no es el ataque de un animal. Por eso
hoy Donofres y otro científico se reúnen con el senador Rearte, para pedir que se investigue a fondo
esto.
–¿El «cabezón» Rearte? Cuidado con ese tipo.
–¿Por qué? ¿Lo conocés?
–No en persona. Pero es uno de los que más cobra coimas de las empresas contaminantes
como AgroChemical. No él, por supuesto; tiene varios subordinados que hacen el trabajo sucio. Yo
soy el que arregla los números en la compañía para justificar esos pagos en negro.
–¿¡Estamos hablando de la misma persona!? Rearte presentó muchos proyectos sobre medio
ambiente y se opuso a la mina de uranio.
–Es el único senador Rearte que existe. Es un corrupto. Armó una pantalla con eso de la
ecología y por detrás arregla con las empresas y cobra comisiones millonarias. Me resulta extraño
que la gente de AIMA no sepa sobre cómo se mueve este tipo. Celi, tené mucho cuidado donde te
metés: esos no andan con chiquitas.
Luego del almuerzo, la joven llama a Donofres a fin de informarle lo que comentó su padre
sobre el político con el que iba a reunirse. Este le dice que no asistió a la cita, puesto que tuvo que
trabajar en la organización del congreso sobre medio ambiente. El que sí estuvo presente fue el
ingeniero Roberts, quien le comunicó de un saldo muy positivo en esa reunión. El senador Rearte
promete investigar en profundidad lo sucedido en la mina. Roberts cambió la versión inicial que
inventaron sobre hallazgos arqueológicos, por una nueva que hablaba de algún tipo de vida
desconocida bajo los cerros y en el bosque.
–¿Y no le pidió pruebas sobre eso?
–¡Seguro que le pidió pruebas! Roberts prometió entregarle más datos en estos días. La
verdad, Celina, que es grave lo que me dice del senador Rearte. No pongo las manos en el fuego por
un político, pero a este le tengo confianza.
–Sin embargo, mi papá fue muy concreto, dijo que es un corrupto.
–Entonces estaremos atentos a ver cómo responde. Seguiremos en contacto, Celina. No deje
de tenerme al tanto de la decisión de los duendes de mostrarse en público. Recuerde que el congreso
sería un ámbito excepcional para hacerlo.

Sibelis y Francisco contemplan cómo la llovizna sumerge al bosque en un atardecer


macilento. Al igual que en la ciudad, donde se apagan los colores de los edificios y los brillos de los
vehículos y cristales, el verde se vuelve monótono y oscuro. Los pájaros acortan sus vuelos y
prefieren acurrucarse en sus nidos. Solo los ranoraky se muestran activos con sus cantos potentes
desde lo alto de los pinos. Tal vez ansiosos, pregonando la llegada de elfos y hadas.
Los duendes le permitieron a Francisco pasar la noche anterior en una de las tantas viviendas
que dejaron abandonadas los elfos al marcharse. Konya lo invitó a la morada de sus padres, pero el
tamaño de los ambientes no era el adecuado para la estatura del humano. La casa donde se encuentran
es similar a todas las del bosque; integrada al árbol que la sostiene, con paredes y techo de enredaderas
y tejidos que se fortalecieron por siglos. Las pequeñas ventanas se cubren con un delicado hilado
vegetal, casi tan fino como una telaraña, que no deja pasar el frío exterior.
Sibelis comprende que Francisco no puede ver nada de esto. Al permanecer en el plano
humano, todo lo elemental le resulta invisible. Konya le explicó que lo ayudó a subir a la vivienda
por la rama de acceso hasta que se pudo recostar sobre el piso, también transparente a sus ojos.
«Parece una casa de vidrio», le comentó el joven. Ahora esperan noticias de los consejeros y a Konya,
que salió en búsqueda de más té caliente. La reina Beriona, junto a otras duendes, le llevaron algunas
sillas, una mesa y hasta un cómodo jergón de fibras vegetales, como una forma de demostrarle a
Francisco su buena disposición para con los humanos.
–Es raro de veras. Sentarme en sillas que no veo y sentir que floto cuando camino por la casa.
¿Y por qué puedo ver ese pocillo como si estuviera suspendido en el aire?
Sibelis sonríe ruborizado.
–El pocillo, igual que muchos otros objetos pequeños, fue «recolectado» en la ciudad. Si usted
tuviera acceso al mundo elemental todo se vería distinto…
–Tengo muchas ganas de quedarme a vivir en el bosque. ¿Vos creés que tu especie me
aceptará?
–Mi especie ya lo aceptó, Francisco. Como también aceptó a Celina, Tatiana y Rodrigo. Y
seguramente, como aceptará a cada humano que desee integrarse y compartir nuestras existencias.
Usted debe comprender que se rompieron reglas fundamentales para que puedan relacionarse con
nosotros; los ancianos son reticentes y van paso por paso; supongo que, si usted permanece un tiempo
en el reino, le permitirán acceder al mundo elemental como a Celina.
–Es lo que quiero, realmente. Es una forma de devolverles a mis viejos todo lo que hicieron
por el monte donde crecí. Ellos amaban ese lugar como ustedes aman este bosque.
–Lo que usted expresa, Francisco, habla muy bien de su condición humana. ¿Hay tal vez
alguna otra cosa que lo atrae al reino? ¿Debo suponer que sus sentimientos hacia Konya son un poco
más que de amistad?
–Más vale, pero primero jurame que no está invisible por acá cerca.
Sibelis ríe con ganas.
–Le confieso que Celina me pidió que averigüe sobre sus intenciones hacia nuestra querida
amiga Konya. Yo creo que no es necesario preguntar, porque hay cosas que saltan a la vista, tanto
humana como elemental. A pesar de eso y asegurándole que la interesada no está en las cercanías,
¿me podría confiar qué siente por ella?
–No sé muy bien… es un poco loco esto de que me guste una duende. ¡Pero sí que me gusta!
Cuando la vi el otro día y me dio la mano para que la acompañe, me corrió un calor raro por todo el
cuerpo.
–El halo energético…
–Ni idea. La cuestión es que yo salí con otras chicas y nunca me pasó eso. Y bueno, qué se
yo… me dan ganas de estar con ella.
–Y ella demuestra lo mismo. Me causa alegría por ustedes y también por la relación que
intentamos con Celina.
–Sí. Lo de ustedes también salta a la vista –Francisco baja la voz a un susurro–. Sibelis, una
pregunta. Ustedes nos estudiaron bien… ¿los duendes son iguales a los humanos… en todo?
–Si lo que me pregunta hace referencia a nuestra anatomía y la humana, le diré que aún no
profundicé mis estudios al respecto, pero estoy seguro de que somos iguales en «todo».
–Eso me deja mucho más tranquilo.

Celina intercambia mensajes de texto con Francisco, a fin de mantenerse al tanto de las
novedades en la ciudad como en el bosque. Los duendes permiten el uso del celular solo para casos
de emergencia y en consideración de las urgencias que se viven. Ella poco puede informarle. No se
avanza en la investigación del ataque de los goblins y los medios de comunicación relegaron esas
noticias a segundo plano. Francisco le comenta que le permiten vivir en el bosque y que esperan para
ese viernes el arribo de los elfos y hadas. Que ni bien lleguen y se reúnan con el Ministerio de
Consejeros, Sibelis volverá a la ciudad con lo que surja de esa asamblea.
Junto a Tatiana y Rodrigo, asisten por la tarde a la inauguración del Congreso Regional por
el Medio Ambiente que organiza AIMA en el anfiteatro de la universidad estatal. Saludan a Donofres
y luego a Roberts. Este les presenta al senador Rearte, quien se interesa de manera especial por el
congreso. Celina estrecha su mano con recelo. ¿Qué interés tendrá Roberts para presentarlos si nada
se adelantó sobre los duendes?
–Ojo con lo que hablan con este tipo; es el que les conté; mi papá dice que es un corrupto –
dice a sus amigos.
En la apertura de las disertaciones, la exposición de Donofres gira con información centrada
en la agresión contaminante, que en forma paulatina degrada el bosque lindero a la ciudad. No es
más que un ejemplo local y concreto de lo que ocurre en el mundo respecto al ultraje a la naturaleza
por parte de la humanidad. El ingeniero Roberts se halla sentado detrás de Celina; se inclina hacia
adelante para hablarle al oído:
–Quiero preguntarte… ¿Se encuentran los duendes con ustedes? ¿Están invisibles por acá
cerca?
–No son invisibles; viven en un plano distinto al nuestro. No están con nosotros hoy. Se fueron
al bosque para ver qué hacen con el tema de la mina y el proyecto de mostrarse en público.
–De algún modo deberías convencerlos para que se presenten. Comprendé que son
fundamentales para colaborar en la protección de su hábitat.
–Ingeniero, yo no tengo que convencerlos de nada. Ellos tomarán las decisiones que crean
correctas.
Al finalizar las conferencias de apertura del Congreso, ya de noche, regresan hasta la casa de
Celina.
–Celi, esta noche nos vamos a bailar con Ro ¿querés venir con nosotros?
–Prefiero quedarme en casa, chicos, gracias. Pin me dijo que puede venir Sibelis con
novedades y no quiero que me tenga que esperar.
Se despide de sus amigos y entra a su casa. Encuentra a Patricia dispuesta a salir.
–Tu padre me llamó esta mañana. Me dijo que estaba intranquilo porque estás metida en una
organización de no sé qué. ¿Me querés decir en qué andás?
–Si «vos» te dignaras a dedicarme un poco de tiempo no necesitarías enterarte por papá de lo
que hago. No te preocupes mamá, no estoy metida en nada raro, en el colegio estoy bien y no me
busca la policía.
Sigue por las escaleras rumbo a su cuarto.
–Ahora estoy saliendo, pero te prometo que este fin de semana vamos a hablar.
La joven no le presta atención y cierra la puerta del dormitorio.

«Te extraño, Príncipe Sibelis», piensa, sentada en su cama con la netbook sobre las piernas.
Continúa en la búsqueda por internet de algún indicio que revele que el ataque a los mineros no lo
hizo un animal. No tiene duda de que MMC oculta esa información. ¿Hasta dónde llega el poder de
la compañía? En el rescate participaron médicos, policías, agentes de la justicia. Todos debieron ver
los dardos amarillos. Sin embargo, nadie habla.
Un golpe apagado en la ventana la sobresalta. El cristal empañado no deja ver hacia la
oscuridad del patio de la casa. En ese segundo comprende que se halla sola y acuden a su mente los
reclamos de su madre, porque jamás cierra las persianas de metal de su habitación: «¡Por más que
estés en la planta alta, cualquiera puede trepar esa pared!». Siente el impulso de correr escaleras
abajo, mas de ese modo aún quedará la ventana desprotegida. Debe cerrar la persiana. Apaga la
lámpara y baja la tapa de la netbook para sumir al cuarto en penumbras. Con lentitud y aguzando su
oído se acerca a la ventana, dispuesta a salir disparada ante el menor movimiento extraño. Apoya la
palma de su mano sobre el vidrio y efectúa pequeños círculos para dejar entrever el exterior. Allí
puede distinguir a Sibelis, sonriente y envuelto en su capa verde, sentado junto a las macetas que
adornan con flores al balcón minúsculo.
–¡No podés asustarme así! ¡¿Por qué no tocás el timbre como una persona normal?! Bueno,
es una forma de decir.
El duende se muestra acongojado.
–Le ruego me disculpe, Princesa, quise darle una sorpresa. Pero no conté con el vidrio
empañado.
–¡Amor mío! ¡Vos siempre sos una feliz sorpresa! –la joven se inclina y posa sus labios en
los del príncipe–. ¡Estás helado! Vamos a la cocina a tomar algo caliente.
Hablan hasta la madrugada, contándose las novedades por turnos. Sibelis narra sobre la
llegada de los grupos de hadas y elfos y la algarabía que desató su visita al bosque. Resalta la
trascendencia que le dan al viaje, puesto que vinieron los ancianos más notables de cada especie. Se
reunieron con el Ministerio de Consejeros hasta casi el anochecer y luego él partió hacia la ciudad.
–¿Y resolvieron algo sobre tu proyecto?
–Se pusieron al tanto de lo que representa, de los beneficios y riesgos que acarrea y están de
acuerdo en seguir adelante, Princesa.
–¡Qué alegría, Sibelis! No solo los de tu especie. ¡Todo el universo elemental te apoya!
–Así es. Igual sigue suspendido hasta que se resuelva lo que pasa con la mina de los cerros.
Celina hace referencia al encuentro con su padre y lo que este recalcó sobre el senador Rearte.
Además, la forma en que se disfrazó la verdad respecto al ataque de los goblins.
–Hay algo más, Princesa. Un cabecilla de los grupos de goblins que rondan el bosque solicitó
una reunión con nuestros líderes.
–¡Los goblins!
–Sí. Tal vez mañana lo acepten. Por eso decidí venir esta noche. Como usted mañana no va
al colegio, deseo que me acompañe al reino para estar presentes.
–¡Por supuesto que te voy a acompañar! ¡Hadas, elfos, duendes, goblins! ¡¿Te parece que me
voy a perder eso?!

Duermen poco y apenas amanece se encaminan hacia el bosque. La noche anterior al fin dejó
de lloviznar y ahora se presenta un paisaje barroso y sucio en la periferia. Celina tuvo la intención de
invitar a Tatiana y Rodrigo, pero Sibelis lo desaconsejó: serían demasiados humanos, dadas las
circunstancias. En una zona de pastos altos, cuando cruzan los terrenos de cultivos, Sibelis presiona
la mano de la joven para que se detenga y pasa al plano humano.
–Princesa, hay dos personas que nos siguen –señala hacia la ciudad y Celina cree ver un par
de hombres a lo lejos.
–¡¿De veras?!
–Sí. Al llegar a los cultivos se detuvieron. Yo me acerqué hasta ellos para escuchar lo que
decían, pero no hablaban entre sí.
–¿Y ahora qué hacemos?
–Volveré al plano elemental y seguiremos caminando tranquilos. Si noto que nos siguen o se
acercan, me encargaré de hacerlos regresar.
–¿Quiénes podrán ser?
–No lo sé. Tiene que comprender que para ellos usted va caminando sola rumbo al bosque.
Podrían ser ladrones.
–O enviados por alguien que sabe a qué voy al bosque. No me gustó la insistencia del
ingeniero Roberts para que los lleve a ustedes al congreso.
Se aproximan a los árboles de los guardianes y no vuelven a ver a sus perseguidores. En ese
momento, suena el celular de Celina; es una llamada de Donofres: encontraron otro minero
envenenado.
Capítulo XIII

Celina camina junto a Sibelis, acercándose al centro del reino con la felicidad de permanecer
en el plano elemental. Pasan al lado de un grupo de tres elfos que hablan con la reina Beriona.
–¡Qué altos son! Pero aparte de la altura, son muy parecidos a ustedes. Tu madre tiene mucha
confianza con ellos.
–Mis padres tienen muchos amigos entre las especies que emigraron; en especial con los elfos.
Somos muy similares como usted notó.
Se ven como seres sorprendentes. La joven cree que miden cerca de dos metros de alto: la
versión gigante de los duendes. Sus cuerpos estilizados, fibrosos, enérgicos, se cubren con vestidos
de seda azul ceñidos por fajas doradas; de ellas cuelgan dagas enfundadas en vainas de metal
plateado, grabadas con símbolos élficos. El cabello de color castaño les cae hasta la mitad de la
espalda y portan arcos de madera labrada, casi tan largos como ellos. Cubriéndolos desde los hombros
hasta los pies, mantos de tejidos vegetales los protegen de la intemperie. Sostienen sus brazos a media
altura, sobre los que se posan espléndidos ranoraky que inundan de color la escena.
–¿No llevan flechas? No les veo eso que se cuelgan en la espalda para guardarlas.
–A «eso» ustedes le dan el nombre de carcaj. No lo necesitan, Princesa, porque usan magia.
Cuando un elfo tensa su arco, una flecha se origina en él, lista para ser disparada. Y le aseguro que
jamás fallan.
Beriona se aparta del grupo y abraza con ternura a su hijo y a Celina.
–Hijos míos, quiero presentarles a unos amigos añorados que nos visitan.
La joven flota en un ensueño cuando le presentan a los elfos. Uno a uno efectúan una breve
inclinación para saludarla y sonrientes le dicen sus nombres, olvidados de inmediato por Celina, ya
que le resultan incomprensibles. Sus voces suenan más graves que las de los duendes, pero aún así
se oyen cristalinas. Un aroma a flores silvestres la seduce y recuerda el mismo aroma que percibió
cuando vio por primera vez al hada.
–Hijos, creo que los esperan en el Árbol del Consejo.
Se despiden y siguen su marcha; Celina toma la mano del príncipe.
–Sibelis, ¡qué lindo que tu madre me trate como a una hija!
–Mis padres siempre respetan y quieren lo que es bueno para mí. Usted es un ser luminoso
para mi camino; para que camine a mi lado. Es parte de mi vida y así es parte de la de ellos.
Antes de llegar junto a los consejeros, se cruzan con Konya y Francisco. Celina, atónita, nota
los cambios en su amigo. Francisco reemplazó su indumentaria urbana: lo cubren ropajes de tejidos
vegetales y ajusta a su cintura un bolso de tela similar al que utilizan los duendes. En sus pies resaltan
botas extrañas, mezcla de fibra vegetal con hilos metálicos; Celina las reconoce iguales a las que
traen los elfos. Sin embargo, lo que más llama su atención son los relucientes dibujos élficos pintados
en su frente y en sus antebrazos.
–Pin, ¡cómo te integraste al bosque!
–Hola Celi… y hay más. Puedo pasar al plano elemental igual que vos y Loreto me está
enseñando magia.
Francisco y Konya les explican que el Ministerio de Consejeros lo acepta como un habitante
permanente del reino. Por una parte, es el deseo del joven de vivir en el bosque y por la otra, los
duendes se beneficiarán con una consulta constante sobre la forma de proceder de los humanos. El
mago Loreto lo adoptó como aprendiz y Alonis también lo utiliza en sus clases acerca del
conocimiento de la conducta humana. Posee una vivienda abandonada por los elfos, le tejieron un
atuendo idóneo para desplazarse en la floresta… A la vista, poco queda del Francisco original.
–¿Y los dibujos élficos? –pregunta Celina.
–Me los pintó Konya. Es como un símbolo, ¿no? Como cuando nos hacemos tatuajes de cosas
que queremos.
–¿Y qué significan?
–Hablan de lucha por la vida, por la naturaleza y por el amor –dice Konya.
–Pin… ¿De veras te vas a quedar en el bosque? ¿Y tu trabajo, tu carrera?
–Celi, como se dice a veces: «este es mi lugar en el mundo». Acá siento lo que mamé en mi
infancia; algo que soñaron mis viejos: vivo en comunión con la naturaleza. ¿Qué dejo en la ciudad?
¿Un trabajo? Ayudo a Alonis con sus clases. ¿Una carrera? ¡Soy estudiante de magia! ¿La lucha por
ideales? Acá también la tengo.
–Y tiene algo más –la mirada enamorada de Konya lo dice todo.
El delicado olfato de Sibelis percibe el olor repulsivo: por una senda aledaña camina un goblin
espantoso, escoltado por seis duendes, rumbo al Árbol del Consejo. Cuando nota la presencia de los
jóvenes, el goblin detiene su marcha, observa fijo a los humanos y emite sonidos guturales mientras
exhibe sus colmillos. Luego prosigue su camino.
Celina quiere preguntar qué dijo, pero le es imposible articular una palabra.
–Por los dientes, el tufo y la mugre, parece un jabalí de dos patas –dice Francisco.
Lo siguen a cierta distancia hacia la reunión. En el trayecto Celina comenta sobre el nuevo
ataque de goblins en la mina de uranio y que le envió un mensaje de texto a Rodrigo para que la
mantenga informada de las novedades.
El Árbol del Consejo se ve repleto: el Ministerio a pleno; tres hadas, una elfa y dos elfos y el
rey Tencos; hay además una aglomeración de duendes curiosos atiborrando las inmediaciones. El
silencio es mayúsculo cuando se aproxima el goblin; se forma un corredor amplio para abrirle paso;
no está claro si por respeto, miedo, o simplemente por la pestilencia que despide.
Solo a Sibelis le permiten integrar la asamblea.
Desde donde se encuentran, los oídos humanos no logran escuchar los temas discutidos, por
lo tanto, Konya se dedica a repetir y a explicar las conversaciones. Les informa que las tres hadas y
los tres elfos son los más ancianos de sus respectivos reinos, similar a lo que Saleno, Alonis y Loreto
representan para los duendes. Al mismo tiempo que viajan por este cónclave decisivo, también visitan
Uriama para cargarse de magia y sabiduría.
Saleno le pide al goblin que diga cuál es el motivo de su presencia. Konya comenta que el
goblin habla en elfo antiguo, así que algunas cosas no las comprende bien; pero es evidente que
solicita ayuda para que los demás reinos se unan en su lucha contra los humanos. Luego de las
primeras explosiones en la mina, los líderes subterráneos pactaron resistir el avance humano. Los
elfos le cuestionan que un ataque de fuerzas humanas no podrá repelerse por mucho tiempo, por lo
que la proposición de enfrentarlos es un camino al exterminio.
Luego toma la palabra Saleno y anuncia al goblin sobre el proyecto de integración con los
humanos. Una idea en desarrollo y en proceso de aceptación por el resto de los reinos. Un proyecto
pacífico y factible; la presencia de humanos en estos momentos en el mismo plano indica contactos
favorables. Por el contrario, si se prosigue con los ataques, la humanidad relacionará a los seres
elementales con el peligro y no habrá manera de evitar represalias.
Entre los reunidos intercambian opiniones, de las que Konya solo escucha algunas, cuando
las voces se elevan por posiciones contrapuestas. Los comentarios de los duendes espectadores van
desde que apoyarán a los goblins, hasta que abandonarán el bosque, previniendo una guerra, lo que
lleva a cambios de humor constantes. Las deliberaciones se prolongan por más de dos horas, luego
el goblin desciende de la rama del pino y se aleja del lugar escoltado por los duendes. Sibelis se
acerca a sus amigos.
–El Ministerio de Consejeros continuará reunido y debo participar. Princesa, tal vez sea de
noche cuando terminemos, ¿podrá Konya acompañarla hasta la ciudad?
–¡¿Y no me puedo quedar?! Le mando un mensaje a mi madre que no voy a dormir…
–Podés quedarte a dormir en mi casa élfica –dice Francisco, sonriente.
–Y si no terminan muy tarde, iríamos los cuatro a visitar el puente de los enamorados, que
me dijiste que de noche es maravilloso, Sibelis.
El semblante de Konya resplandece.
–¡Me parece una idea brillante!
–Estoy de acuerdo. Prometo contarles por el camino lo que se discutió hoy –y regresa al Árbol
del Consejo.

–El que nos visitó es un general goblin –dice Sibelis–; las explosiones de los otros días
sorprendieron a un grupo de goblins y murieron algunos. Están furiosos. Junto a los orcos quieren
lanzar una guerra de guerrillas. Ataques cortos y sorpresivos, similares a los que mataron a los
mineros, para atemorizar a los humanos. Nosotros intentamos convencerlo de que eso será
contraproducente; cono nos explicó Francisco, los humanos tienen demasiados intereses económicos
allí y lo más probable es que arrasen las cavernas con sus armas.
Encabeza la marcha hacia el puente Etarionel de la mano de Celina; detrás los siguen Konya
y Francisco. La noche se desplomó sobre el bosque con un reguero de estrellas y una media luna
plateada intenta desenganchar una de sus puntas de las copas de los árboles. Alrededor de los
caminantes la oscuridad pierde fuerzas, puesto que a las varas luminosas de los duendes se le suma
la de Francisco: primer regalo del mago Loreto para su alumno novel. Celina viajó al bosque sin
abrigo para el frío nocturno, así que camina envuelta en una capa de elfos.
–¿Y qué tipo de ayuda piden? –pregunta.
–Quieren que dejemos el bosque como zona liberada, para que ellos puedan desplazarse en
sus asaltos y repliegues; además, sugieren que nosotros ataquemos a los vehículos que transitan por
la carretera que cruza rumbo a la mina. Eso fue rechazado de plano por los consejeros de los tres
reinos.
–Enemigos ancestrales deambulando libres por nuestros senderos… ¿Y entonces se propuso
algo en contrario? –pregunta Konya.
–Los consejeros sugirieron que se retiren de las zonas cercanas a la mina, para evitar un mayor
desastre y así darnos tiempo a progresar con nuestro proyecto y detener la agresión humana en forma
pacífica. El general goblin se fue diciendo que pasará esa propuesta a los líderes subterráneos, pero
que no cree que la acepten.
»Luego, los consejeros elfos y hadas apoyaron la idea de la integración. Se quedarán en el
reino para colaborar en la toma de las decisiones. Una de ellas es la suspensión del proyecto hasta
ver cómo se desencadena lo de la mina. Mañana volveremos a la ciudad, Princesa, para decirle a la
gente de AIMA que dejen de lado cualquier mención al universo elemental.
Durante el recorrido, los acompañan los ojos curiosos y el ulular de los búhos. El remanso
del arroyo los recibe junto a la serenidad nocturna de Etarionel. Al aproximarse al puente, apagan las
luces de las varas y todo se sume en penumbras; la escena se despliega como el decorado de una obra
teatral, puesto que el puente aparenta estar pintado sobre un fondo sombrío. Los símbolos élficos,
dibujados con tintas fosforescentes, simulan venas y arterias que recorren las maderas arcaicas; los
más antiguos casi apagados, pero los recientes brillan con tanta fuerza que traslucen detrás de las
hojas de las hiedras, duplicándose como un espejo en el agua dócil del arroyo.
–¿Tiene luces el puente? ¿Y no se ve desde el aire?
–Pin, es un puente elemental, solo nosotros lo vemos –aclara Celina.
–Y no son luces, Francisco, son signos escritos en elfo. ¿Subimos y le explico?
Konya lo lleva de la mano mientras extrae un pincel con pintura brillante color limón.
Celina y Sibelis se sientan sobre una roca.
–Al vernos unidos, sueño que será posible vivir en comunidad con los humanos a pesar de
estos días de incertidumbre –dice Sibelis.
–¿Y qué pasaría si no fuera así? ¿Si visitar la ciudad significara un riesgo para vos? Siento
que a veces quisiera transformarme en una duende…
–Princesa, por estar a su lado yo sería capaz de convertirme en un ser humano.

Esa tarde, mientras regresan del bosque con Sibelis, Celina recibe un SMS de Rodrigo: hubo
otro ataque en la mina, con otro trabajador muerto y las actividades se suspendieron. Ya en la casa
buscan novedades; recorren los sitios de noticias en internet y los informativos en la TV. En general,
las versiones sobre el segundo y el tercer ataque goblin son similares a las anteriores: se insiste en un
supuesto animal ponzoñoso. Sin embargo, en algunos blogs alternativos observan la imagen
congelada de aquel minero con el dardo amarillo clavado en su brazo. Quienes mantienen esos sitios
se preguntan qué tipo de animal subterráneo es capaz de semejante fiereza y por qué se oculta la
información tapando la cámara. Asimismo, es evidente que la presión de la duda general sobre los
sucesos ejerce su efecto, puesto que la mina se cerró por el momento.
Durante el almuerzo del lunes junto a Rodrigo y Tatiana, una llamada de Donofres a Celina
informa sobre la pretensión de MMC de rociar con insecticida los corredores subterráneos de la mina;
solicitan autorización oficial para fumigar y sanear las galerías, para así resguardar la vida de los
mineros. Por el contrario, algunos políticos ambientalistas como Rearte y organizaciones como
AIMA se oponen a eso, puesto que es necesario investigar qué clase de animal habita en las
profundidades. El científico les pide que vayan con Sibelis a su casa por la tarde, para una reunión
urgente con su colega Roberts.
–Todavía no le confirmé si vamos. Sibelis, tengo un mal presentimiento con ese Roberts. Me
molesta su interés en que vos estés siempre presente –dice Celina.
–Es cierto eso y además el otro día el Rearte ese no nos sacó la vista de encima cuando
estuvimos en el congreso hablaba con otros tipos y nos miraba a nosotros como si supiera algo y vos
Celi acabás de contarnos que dos tipos los siguieron hasta el bosque…
–Celina, ¿no le parece que todo el mundo se mostraría interesado si tuviera la oportunidad de
hablar con un duende? –Sibelis está sentado detrás de la mesa– Pero acepto su preocupación y
propongo que nos mantengamos alerta. Rociar los túneles con insecticida… qué tristeza me causan
esas palabras.

El sol de la mitad de la tarde apenas si entibia, asomándose entre nubes cada vez más
abarrotadas; irrumpe con esfuerzo a través de un ventanal cuyos vidrios alguna vez fueron
transparentes. Los cuatro jóvenes aguardan la llegada del ingeniero Roberts en el living de la casa de
Donofres; discuten sobre la orientación que toman los sucesos.
–Roberts va a insistir en que los duendes manifiesten su existencia –dice el profesor–.
Considera que es el medio más adecuado y urgente para anular los trabajos de la mina. Por ahora el
senador Rearte y nosotros presionamos para evitar la fumigación, pero MMC es muy poderosa y es
probable que logre el permiso para hacerlo y continuar operando.
Rodrigo dice indignado:
–Pero ¡cómo es posible que deformen la realidad! Ya es inaceptable que lo hagan ante la
opinión pública, para esconder el peligro real que hay allí; ¡lo terrible es que ni siquiera protejan a su
propia gente! Ellos saben muy bien que no es cuestión de poner veneno; que esos dardos vienen de
algo más que un simple animal.
–Profesor Donofres, como ya le adelanté, los consejeros del reino no van a permitir por el
momento que prosiga mi proyecto. Consideran, y estoy de acuerdo que…
La campanilla de la puerta de entrada repiquetea y el científico se dirige para abrir.
–¡Senador Rearte! ¡¿Cómo no me anunció que venía?! –se vuelve hacia Sibelis para indicarle
que se esconda, pero este ya desapareció en el plano elemental– Adelante por favor.
El senador ingresa a la casa en compañía de Roberts.
–Donofres, disculpe mi falta de protocolo; como ve, vine sin comitiva; lo inusualmente
precipitado de la situación exige actuar prontamente y contar con mi presencia en esta reunión –
saludan a los jóvenes y aceptan el café que el dueño de casa les ofrece–. Muchachos, normalmente
voy a al grano y lo haré también con esta cuestión; cuando Roberts sorpresivamente me fue a ver a
mi despacho, me contó una historia de fábulas y casi logró que lo sacara por la fuerza, aunque
finalmente aportó las pruebas que me persuadieron para que indiscutiblemente me inmiscuyera en su
cruzada.
Rearte impone su imagen, tanto por el tamaño de su cuerpo, como por la gravedad y potencia
de su voz. Su cabello blanco, cortado y peinado con pulcritud, corona una inmensa cabeza cuadrada
donde destellan ojos de hielo. El impecable traje gris de confección a medida no consigue esconder
su corpulencia y el nudo de su corbata desaparece bajo una papada fuera de lo común.
–Comprendo que le pidieron que no divulgara información de la existencia de seres
fantásticos en el bosque y en los cerros –dice Rearte–, pero él considera positivamente que esta es
una oportunidad única para avanzar definitivamente en la defensa del medio ambiente que nos rodea.
La boca abierta y los ojos desorbitados de Donofres señalan con claridad que no tiene una
remota idea sobre lo que habló Roberts en la reunión a la que él no pudo asistir. Las caras de los
adolescentes varían desde la incredulidad hasta el enojo. El senador prosigue con su perorata:
–Solo nosotros conocemos verdaderamente el origen de las muertes en la mina de MMC, por
lo que aprovecharemos la situación y demostraremos definitivamente que la naturaleza encierra
misterios muy lejanos a la comprensión humana; y que por eso mismo debemos respetarla –deja su
pocillo sobre la mesa y gesticula mientras deambula por la habitación–. Contando firmemente con
mi posición sólida dentro del gobierno y con la organización y la trayectoria de AIMA, lograremos
una aceptación incuestionable de los humanos para con «nuestros» duendes.
»Sabemos que el duende está presente momentáneamente en esta casa, así que será muy
oportuno de su parte mostrarse y continuar con nuestra conversación.
El silencio incómodo se interrumpe con un tono indiferente de Rodrigo:
–¿De qué nos habla, Senador? ¿Duendes?
Celina no aparta su mirada acusadora de la figura de Roberts. Tuvo la intuición de que algo
tramaba el ingeniero y ahora lo corrobora. Pensamientos como relámpagos le traen a la mente las
palabras de su padre: «esos no andan con chiquitas» y comprende que están en peligro. Se levanta de
la silla.
–Tal vez el Senador se aprovecha de nosotros porque somos novatos en la organización. Pero
creo que no es necesario inventar historias fantásticas para defender al bosque. Chicos, ya oscurece,
¿nos vamos?
Recogen presurosos sus abrigos, cuando la voz de Rearte colma el espacio:
–Me parece que no nos estamos entendiendo completamente. Les acabo de decir que Roberts
me presentó pruebas y que yo estoy interesado sobradamente en esto. Así que no me vengan con que
no hay duendes.
Extrae de un bolsillo de su saco un par de fotos y las arroja sobre la mesa. No es necesario
observarlas de cerca para reconocer a Sibelis y a Konya sentados junto a ellos en esa misma
habitación días atrás.
A Celina le cuesta evitar que sus manos tiemblen cuando toma las fotos de la mesa. Hace una
rápida composición del lugar y de aquella tarde y concluye que las sacó el propio Roberts con su
celular mientras hablaban. ¿Cómo los puede traicionar de esa manera? ¿Y Donofres también es
partícipe de la maniobra? Se las alcanza a Rodrigo.
–Mirá Ro, somos nosotros el otro día que visitamos al profesor, ¡pero estos muñecos no
estaban!
–Senador Rearte, respetamos su investidura, pero no nos agrada que se rían de nosotros –dice
Rodrigo–. No comprendemos el motivo de esta reunión, pero no es lo que esperábamos.
Se encaminan hacia la puerta de salida.
–Celina, la verdad es que no entiendo qué ocurre acá. ¡Maximilian, cómo pudiste sacar esas
fotos! –exclama Donofres.
–¿Entonces nos confirma completamente la veracidad de las imágenes, profesor? –pregunta
Rearte.
Su cuerpo voluminoso no le impide desplazarse con agilidad y se interpone ante la salida. La
situación se descontrola y Celina necesita escapar lo antes posible de esa casa.
–¡El profesor Donofres no puede confirmar algo que no existe! ¡¿Está loco usted?! ¿No se da
cuenta de que son fotos trucadas? ¡Me deja pasar, por favor!
Roberts interviene tratando de calmar los ánimos:
–Chicos, tranquilos, es todo por el bien de los duendes. No pueden negar la realidad. Esa tarde
también filmé por unos segundos.
–¡Usted es una miseria humana que no merece la confianza que le dimos caradura y usted
salga de adelante de esa puerta y nos deja salir porque mi viejo es un abogado conocido y le va a
meter un juicio que no se va a olvidar en la vida gordo fofo! –grita Tatiana.
Rearte dibuja una sonrisa y suaviza el tono de su voz:
–Evidentemente que conozco a tu padre, y te aseguro que no está ni cerca de poder llevarme
a juicio. Pero por favor, chicos, Donofres, cálmense y sepan disculparme, porque indudablemente
expliqué este asunto de mal modo.
»Los de MMC, además de hablar de ataques de animales, manejan la hipótesis de sabotajes a
sus trabajadores. Ellos tienen el poder de solicitar ayuda del ejército, para bloquear terminantemente
cualquier acceso a la mina y ocultar definitivamente lo que allí ocurre. Si eso sucede, jamás podremos
detener sus operaciones hasta que sea demasiado tarde para el bosque y los cerros.
»Por esto es que les repito que es una oportunidad única para que los duendes anuncien su
presencia. Tenemos todo listo para difundir la noticia y causar un impacto sensacional. Pero debe ser
resuelto inmediatamente, así que díganle al duende que aparezca de una vez.
Los jóvenes siguen de pie frente al político. Celina gira hacia Donofres.
–Profesor, ¿puede llamar a la policía por favor?
El investigador intenta un movimiento hacia el teléfono, pero el grito de Rearte lo paraliza:
–¡Acá la única policía soy yo! ¡Yo decido quién entra y quién sale! ¡¿Pero es que no
entienden?! ¡¿Piensan ocultarlos eternamente?! –el estado de ánimo de Rearte se exacerba, a medida
que enrojece y los ojos de hielo parecen saltar de la cara– ¡¿Se creen que no los seguimos?! ¡¿Que
no sabemos dónde se esconden?! A una orden mía, les meto dos helicópteros llenos de comandos en
el medio del bosque. ¡¿Realmente se van a arriesgar a que los traigamos a la fuerza?!
Rodrigo intenta flanquearlo para llegar a la puerta, pero una gran mano presiona su hombro
y lo hace retroceder. Hasta ese momento Sibelis se mantuvo alerta, presto a escapar junto a sus amigos
cuando abrieran la puerta, pero el arrebato del senador es demasiado y es evidente que no permitirá
que se marchen. Toma un puñado de polvo marrón de su bolso y una ráfaga de partículas mágicas
cae sobre Rearte. Las mejillas del hombre, enrojecidas por la irritación, tornan al verde y profusas
gotas de sudor bañan su cara; el temblor de su cuerpo enorme lo obliga a apoyarse en la pared; se
lleva una mano al estómago y con voz suplicante pregunta dónde está el baño. En una carrera golpea
la mesa, derrama café sobre el traje de Roberts y se introduce en el baño cerrando la puerta de un
golpe, en medio de gemidos. Los estruendos llegan de inmediato.
–Me temo que el señor Rearte no llegó a tiempo al inodoro, profesor Donofres; le ruego sepa
disculparme –Sibelis aparece visible en el centro de la habitación–. Señor Roberts, su actitud me
convenció de que las dudas de los consejeros del reino tienen suficiente fundamento; luego de este
lamentable suceso no creo que siga adelante con mi proyecto. Le pido, si aún le queda algo de
altruismo, que olvide esas fotos y video y a los seres elementales, y por supuesto no vuelva a molestar
a mis amigos. Princesa, ¿le parece que podemos irnos?

–Al amanecer regresaré al bosque, Princesa; no deseo recorrer esos senderos durante la noche,
con la seguridad de que hay bandas de orcos o globlins al acecho.
–Pensé que te ibas a quedar un poco más a ver qué pasa con Rearte.
–Debo enfrentarme al Ministerio de Consejeros e informarles de lo ocurrido hoy; supongo
que ese señor no cejará con facilidad en su intención de obtener notoriedad divulgando nuestra
existencia.
–Si consigue salir del baño de Donofres…
–Creo que me excedí en la cantidad de polvo, pero el humano necesitaba calmarse.
–Tengo miedo, Sibelis. Ese tipo busca algo más que fama. ¿Por qué tanto apuro? La mina no
es más que una parte del proyecto y él habría sido igual una persona destacada cuando todo saliera a
la luz.
–¿Usted imagina el poder que alcanzaría este hombre si quedara como «descubridor» del
mundo elemental? Tal vez la idea lo corrompió. Por eso Donofres dijo que es necesario brindar una
información cuidadosa; que la humanidad asimile de a poco nuestra existencia.
–¿Cómo te sentís con que tu sueño de convivir en paz con los humanos se termina?
–¡Nada está acabado, Princesa! Esto fue una etapa, una experiencia; usted y yo sabemos que
no hay otras oportunidades para nuestro bosque si no detenemos la contaminación. Cuando todo se
calme será momento de reiniciar mi proyecto.
Celina acaricia con ternura el rostro bello del duende.
–Mi Príncipe… cómo quisiera acompañarte. Se me van a hacer eternos los días hasta que te
vuelva a ver… –medita unos segundos y abre muy grandes sus ojos esmeralda– ¡Supongo que te
volveré a ver!
–Princesa, es casi seguro que mi proyecto quedará suspendido. ¡Pero los duendes seguiremos
visitando la ciudad! –Sibelis besa la palma de la mano de la joven–. Y además usted siempre me
visitará cuando no exista peligro; recuerde que el reino también es su casa.
–Después de cosas como las que viviste por culpa de humanos, me queda la duda de si aún
me vas a seguir amando.
–¡¿Cómo puede pensar eso?! Mi amor está más allá de circunstancias como esta; más allá de
Reartes y de goblins; y cada momento que vivo a su lado no hace más que profundizarlo. No se
librará tan fácil de mí, Princesa.

Dos días después, Donofres llama a Celina por la mañana, rogándole que se reúnan con
urgencia en el lugar que ella decida; solo él irá. Tiene información vital para compartir. Celina decide
esperarlo en el restaurante cercano al colegio, junto a Rodrigo y Tatiana. El profesor expresa sentidas
disculpas por lo ocurrido y que, si no está presente, se las transmitan al duende. Luego inicia su relato.
La noche del conflicto, llamó a una ambulancia para que un médico asistiera al senador Rearte, puesto
que se deshidrataba en el baño; se lo llevaron inconsciente y descompensado. Al quedar a solas,
increpó a Roberts por su cuestionable conducta, su deslealtad, y la traición a una amistad de años.
«Si te traicionó, no era tu amigo, diría Sibelis», piensa Celina.
Ante la amenaza de denunciarlo por retención o secuestro de menores, Donofres obligó al
ingeniero a que confesara el trato que arregló con Rearte. Los intereses del político distan mucho de
la protección del medio ambiente. A través de testaferros hace ya tiempo que adquirió considerables
extensiones de tierra.
–¿Quieren adivinar dónde? Sí. En los cerros; muchas de las cuales lindan con la mina de
MMC.
Los planes del político son construir grandes urbanizaciones y complejos turísticos y
deportivos en la zona; con la mina de uranio funcionando allí, quién invertirá en un lugar que se
volverá inhabitable por años.
–Por eso es el mayor opositor a la instalación de la mina –continúa Donofres–. Cuando
nosotros lo pusimos sobre aviso de que algo raro hay en esos cerros y luego de que Roberts le mostró
las fotos y el video de los duendes, se encontró frente a una excelente coyuntura que le permite
solucionar su problema.
–¿Y qué gana Roberts con todo esto? –pregunta Celina.
–Según él, elevar a una enésima potencia la fuerza y el poder de presión internacional de
AIMA. Pero no dudo de que obtuviera un sustancial beneficio económico, además. Pero esperen que
hay más, por eso les hablo de urgencia.
»Rearte juega su carrera en esto. Mete presión y mueve contactos: me llegó un rumor de
buena fuente de que movilizará soldados o algún otro medio militar para entrar a la mina y al bosque.
Llamó a una conferencia de prensa para esta noche en la que hará un «anuncio sorprendente». Se me
ocurre que hablará de los duendes y los seres subterráneos y se apoyará en las imágenes que tomó
Roberts.
–Nadie le va a creer y quedará desacreditado ante todo el mundo –dice Rodrigo.
–Lo que me preocupa es que dijo que sabía dónde estaban los duendes. Dos tipos nos
siguieron cuando fuimos con Sibelis, pero apenas si llegaron hasta el borde del bosque.
–Celina, eso es lo más importante que necesito decirles –Donofres observa hacia los costados
y habla en voz baja–. ¡Lo sabe! Me lo confesó Roberts. Rastrearon tu celular en ese viaje. Y ya tenían
las coordenadas del celular de Francisco hasta que dejó de transmitir. ¡Sabe dónde viven los duendes!
Rearte conoce el punto exacto donde estuviste.
Capítulo XIV

Todos están presentes: los multimedios, las cadenas de radio y televisión, los periodistas
gráficos. Políticos oficialistas y opositores también ocupan la coqueta sala que reservó el senador
Rearte para su conferencia de prensa. Aún no inicia la reunión, por lo que las cámaras presentan
tomas generales del lugar. En algunas paredes aparecen carteles con el logotipo y las siglas de AIMA.
Al observarse la asistencia nutrida, no queda duda de que Rearte utilizó sus influencias para alcanzar
la máxima difusión de sus declaraciones.
En su cuarto, Celina junto a Tatiana y Rodrigo esperan ansiosos frente al televisor.
–Hubiera querido ir a avisarles. Sé llegar hasta los guardianes. Pero Sibelis me pidió que no
entre al bosque porque es peligroso en estos días.
–Celi, los duendes están en alerta máxima por los goblins y orcos que andan cerca; si llegan
a aparecer soldados o lo que sea, sabrán reaccionar a tiempo –dice Rodrigo.
–Y los van a llenar de ese polvo mágico que usó Sibelis con Rearte y no van a tener ni medio
baño cerca para ir cuando salgan corriendo desesperados ¿se imaginan? Antes que se saquen el
uniforme con todas esas correas y armas que llevan encima.
El comentario de Tatiana los hace reír y distenderse un poco.
A las nueve de la noche exactas, el senador Rearte se sienta frente a las cámaras y micrófonos
para iniciar la conferencia de prensa. Con su estilo impecable, se ubica tras un escritorio. A sus
espaldas, una imponente pantalla de TV presenta una foto aérea del bosque y los cerros, donde se
aprecia la mina de uranio. Comienza con una referencia general a la naturaleza y a la contaminación
en todas sus formas originada por la especie humana. Luego toma unos papeles y enumera la cantidad
de proyectos de ley en los que participa y que desarrollan acciones en defensa del medio ambiente.
Mientras habla, en la pantalla se emiten imágenes relacionadas con su discurso: en algunas se lo ve
entremezclado en manifestaciones ecologistas enarbolando banderas y pancartas; en otras, firma
convenios con industrias contaminantes, a fin de trabajar en conjunto con el gobierno para limitar los
daños colaterales que éstas producen.
–¡Qué falso! Y después esas empresas, como la de mi viejo, le pagan sobornos para que no
las controlen.
El político bebe un sorbo de agua y prosigue con un detalle de los sucesos ocurridos en la
mina de MMC; hechos trágicos e inexplicables que costaron la muerte de cuatro trabajadores. Alude
a los informes de la empresa y de las autoridades en los que se habla de ataques de animales
venenosos desconocidos. En ese momento las imágenes presentan al minero que retiraron en camilla,
a quien la cámara de Canal 5 alcanzó a filmar el dardo amarillo clavado en su brazo. Y allí se congela
en una visión macabra.
–Señores, esa espina amarilla clavada salvajemente en el brazo del pobre trabajador, no es el
aguijón de algún animal. Es mucho peor: ¡eso es un dardo envenenado!
Toma tiempo para una pausa efectista y continúa:
–¡Esto es un dardo envenenado!
Lo dice mientras expone una bolsita de nylon transparente a la vista de todos; en la bolsa se
aprecia un dardo goblin con la punta teñida de sangre ennegrecida. La sostiene en alto un buen rato
en el que los flashes relampaguean casi con desesperación.
–Les informo que su veneno aún no fue identificado fehacientemente en los laboratorios
forenses. ¿Quién disparó estos dardos? Ningún animal lo ha hecho. ¡Esto evidentemente fue un
sabotaje que derivó en cuatro asesinatos!
Los jóvenes ven cómo el discurso toma una dirección alarmante, aunque Rodrigo insiste con
su escepticismo.
–Este tipo se va a enterrar vivo.
Rearte se muestra eufórico. Habla sobre el engañoso ocultamiento y desvío de la verdad de
parte de las autoridades y representantes de la minera, puesto que no comprenden el origen de los
ataques. Pero él sí lo conoce, gracias a una investigación conjunta que llevó a cabo junto a la ONG
AIMA; y lo revelará ahora.
–El origen de esos ataques indudablemente no es de un animal… ¡pero tampoco es humano!
–una nueva pausa efectista– ¡Les presentaré pruebas irrefutables de que estos ataques son efectuados
por seres fantásticos!
–Elementales –corrigen los tres al unísono y no pueden ocultar una sonrisa.
–Son seres sobrenaturales que habitualmente viven bajo los cerros y en el bosque vecino
desde hace miles de años. Especies extrañas que se vuelven invisibles y frecuentemente caminan
entre nosotros sin que tengamos conciencia de ello.
Entonces nombra a los goblins, habitantes de las profundidades de la tierra, describiéndolos
como figuras pavorosas e infames que no saben de compasión.
–Y es por ello que efectivamente el veneno de los dardos no pudo ser reconocido: ¡porque no
es una sustancia perteneciente a nuestra naturaleza! Imagino que muchos inevitablemente pensarán
como yo en su momento: que les estoy tomando el pelo. Pues no es así y ahora lo verán.
En la pantalla aparece una de las fotos tomadas por Roberts.
–Los rostros de los adolescentes que ven fueron precavidamente borroneados para mantener
su privacidad. Las dos pequeñas criaturas sentadas en los taburetes no son muñecos: ¡son duendes
del bosque!
Pasa la segunda foto, en la cual Sibelis gesticula al hablar y Konya bebe té. Junto a ellos se
ven a Celina y a Francisco con sus rostros borrados. Explica que ese es un príncipe duende y su
compañera. Que se acercaron a los humanos con el proyecto de mostrarse al mundo y demostrarles
que con la contaminación los están destruyendo. Que hay todo un reino con más de cinco mil duendes
en el bosque. Por último, se emite el video tomado con el celular de Roberts; con una duración de
casi un minuto, además de ver a los duendes en movimiento se escucha la voz de Sibelis dialogando
con Donofres, quien no aparece en escena.
–Cuando me presentaron las pruebas pude convencerme de esta impactante realidad; solicité
inmediatamente un encuentro con esos seres, los cuales se me dijo que eran inofensivos, por lo que
decidí concurrir sin custodia para no amedrentarlos. Tristemente, craso error el mío.
Sigue su exposición refiriendo que al acercarse a la casa de la reunión vio por la ventana al
duende que dice llamarse Sibelis; pero una vez adentro, este se volvió invisible y nunca aceptó
mostrarse; los jóvenes que lo acompañaban, además, negaron su existencia. Cuando les solicitó con
amabilidad que revieran su actitud, puesto que era por el bien del bosque y el reino de duendes, el
ser extraño, desde la ventaja de su invisibilidad, lo atacó arteramente con algún hechizo. Sintió que
ese día moriría y tuvo que ser compensado por los médicos.
–¡Qué tipo mentiroso! –exclama Celina.
Rearte continúa con la explicación de por qué se deben tomar medidas inmediatas y drásticas
a fin de resolver esta problemática. Según el duende, los seres subterráneos continuarán atacando a
los trabajadores si la mina reinicia su operación y no habrá modo de protegerlos. Por su parte, y
puesto que la justica jamás podrá llamar a detener a un ser fantástico, él tomó la decisión de enviar
tropas de élite al bosque; contactarán a los duendes y les informarán que un príncipe de su especie es
buscado por intento de asesinato.
–¡Ay, no! –un gemido de dolor recorre la garganta de Celina.
–¡Lo anuncio! ¡En estos momentos, tropas especiales ingresan al bosque! Provistas con
equipamiento ultramoderno, lentes para ver de noche y cámaras que detectan el calor del cuerpo. ¡Y
todos lo veremos! ¡Un reino escondido por miles de años! Ahora nos encargaremos de traerlos a la
luz –efectúa una seña y un militar de alto rango ingresa a escena y se sitúa junto a la pantalla–. El
coronel Portillo tiene el mando de los pelotones de asalto. Él nos descifrará cada una de las acciones.
La coordinación es perfecta, puesto que detrás del senador se inicia una transmisión en
directo. Cámaras infrarrojas y termales adosadas a los cascos muestran cómo avanza por el bosque
un grupo de militares armados; también portan sofisticados dispositivos de visión nocturna. La
pantalla se divide en varios cuadros para emitir lo que capta cada una de las cámaras. Al senador
Rearte se lo ve como si se encontrara de pie en la cima del mundo.
–Allí, infamemente oculto, hay un príncipe de duendes. ¡Pero nosotros somos la «especie
rey»!

El informe de Sibelis sobre el intento de Rearte para obligarlo a pasar al plano humano tiró
por el suelo las expectativas de muchos habitantes del reino. Los consejeros y el rey Tencos corrieron
la voz de que pasados estos días de incertidumbre el Príncipe volverá a reorganizar su proyecto, mas
igual la desazón ganó los corazones. Al día siguiente, la noticia sobre la aceptación de los goblins de
retirarse de las cavernas aledañas a la mina se recibió como un bálsamo. Sin el riesgo de que orcos y
goblins destruyan cualquier intento de relación con los humanos, podrían volver a esperanzarse.
Konya y Sibelis cenan en casa de Francisco, invitados por este para saborear una sopa de
verduras rica en calorías. Festeja el nuevo hechizo aprendido con las enseñanzas del mago Loreto:
cómo hervir agua sin necesidad de encender fuego.
–Francisco, me da gran alegría enterarme de que los padres de Konya hayan aceptado el amor
que sienten entre ustedes. Y lo hermoso que es que puedan estar todos los días juntos.
–Extrañás mucho a Celina, ¿verdad Sibelis?
–Siento que falta mi complemento. A veces me pregunto cómo podemos enamorarnos tan
profundo y en tan poco tiempo –el príncipe sorbe la sopa de un tazón de cerámica–. Pero… ¿es que
hay un tiempo para enamorarse? ¿Tiene que ocurrir algo especial para decirnos: a partir de ese
instante me enamoré? La verdad, estoy seguro de que amé a Celina desde el momento en que nos
cruzamos el día que ella regresaba del bosque con lágrimas en los ojos.
Se escucha un silbido agudo y prolongado, seguido por otros dos más cortos y los duendes
saltan hacia el exterior de la casa. Francisco los sigue con la duda reflejada en el rostro.
–¿Qué pasa, Konya?
–Es una señal de alarma. Vienen humanos desde la ciudad.
–¿Y cómo sabés que son humanos?
–Tenemos un sistema de comunicación por silbidos para emergencias. Los guardianes pueden
llegar desde los accesos hasta acá en un soplo, pero con su aviso nos adelantan de qué se trata el
peligro.
Cuando arriban a las cercanías del Árbol del Consejo, ya está el rey Tencos junto a algunos
consejeros, hadas y elfos. Los dichos agitados del guardia informan de un grupo de doce humanos
que avanza con paso firme por el acceso. Llevan armas y se mueven por la oscuridad como si lo
hicieran a la luz del día; suponen que se debe a los lentes especiales que portan. Lo que más llama la
atención a los guardianes es que se dirigen hacia el centro del reino sin titubeo. Ellos activaron las
primeras trampas que cortaron e interrumpieron los senderos con arbustos, pero los humanos las
superaron; sus trajes los protegen de las espinas.
El Consejero de Defensa Marodon da una serie de órdenes a sus ayudantes:
–No vamos a dejar que crucen el arroyo. Allí están las nuevas trampas de Loreto; no creo que
las superen, pero si lo logran deberemos actuar.
Tras sus palabras llega otro silbido agudo que proviene del lado de los cerros; un nuevo
guardián anuncia que doce humanos bajan desde el sector de la mina; su descripción es similar a la
anterior.
Marodon establece dos grupos que incluyen a duendes y a los elfos y hadas que escoltan a
sus consejeros en el viaje. Sibelis y Konya no pertenecen a la defensa, pero se les permite participar
en el grupo que protege el acceso desde la ciudad. Francisco debe quedarse; se vuelve muy ágil día
a día en el bosque, más aún así no sostiene la velocidad de los duendes.
–Sibelis, si no pueden ver lo que está en el plano elemental, ¿por qué no los dejan que pasen
y se vuelvan con las manos vacías?
El príncipe verifica los polvos mágicos de su morral.
–Los humanos no pueden vernos; permanecemos invisibles a sus ojos y tecnología, pero no
somos inmateriales. Estos son soldados armados, Francisco, y sus proyectiles pueden matarnos; no
permitiremos que lleguen al centro del reino.
–¡Quiero acompañarlos! A mí tampoco me ven.
–Amor mío –dice Konya–, nuestra lucha es también la suya, pero la de hoy no es su batalla.
Lo necesito junto al mago Loreto, cerca de los reyes y de mis padres; así sentiré la tranquilidad de
saber que ellos están protegidos.
Tira de la mano de Francisco para que se arrodille y le deja un largo beso en los labios. Luego
parten.

Las órdenes cortas y precisas del líder del pelotón se escuchan claras en la sala de prensa y se
retransmiten al aire, en horario de máxima audiencia televisiva. Celina y sus amigos, al igual que
millones de personas, observan el avance de los comandos a través de la floresta. Junto a la pantalla
el coronel da explicaciones constantes de lo que sucede. Ahonda en las características de los equipos
de última tecnología empleados que incluyen, además de las cámaras, sistemas GPS, detectores de
movimiento y por supuesto fusiles de asalto dotados con miras laser.
–¡Ningún ser que respire en ese bosque podrá ocultarse de nuestros efectivos! –exclama.
Algunas imágenes son nítidas, en un verde monocromático; otras, las obtenidas por las
cámaras de visión termal, presentan oscuros tonos azulados interrumpidos por brillantes manchones
rojizos y amarillentos, cuando captan el cuerpo de un soldado o el de algún pájaro o animal pequeño
del bosque. Los militares avanzan un trecho, examinan su posición en los equipos de comunicación
y continúan. Un movimiento extraño entre los árboles o la imagen resaltada del calor de un cuerpo
aceleran el corazón de Celina.
–Hace rato que caminan. Deben estar bien adentro del reino. ¡Por favor, que no encuentren
nada!
El coronel prosigue con el relato de las maniobras al mismo tiempo que Rearte asiente con su
cabeza.
–De acuerdo a nuestra información, cien metros más adelante cruza un arroyo que nuestros
soldados no tendrán inconvenientes en vadear. Superado éste, se encontrarán ya en territorio de
duendes.
–¡¿Llegaron al arroyo?! ¡Quiere decir que pasaron al lado del pino de Alonis y ni se enteraron!

Extremando las precauciones, los habitantes de la periferia del reino se evacuaron hacia el
interior del mismo. Solo quedan algunos duendes apostados sobre los árboles para no perder de vista
el avance de los humanos. El resto de los defensores tuvo tiempo de inspeccionar el buen estado de
las trampas y ahora aguarda en las cercanías del arroyo.
–Me preocupa cómo es que conocen el camino directo al reino, Konya –Sibelis habla en un
susurro, aunque comprende que no puede ser escuchado–. Le aseguro que es imposible que nos hayan
seguido.
–También es imposible que Celina o el resto de nuestros amigos lo señalaran; son incapaces
de orientarse solos en la espesura.
Luego de un rato de percibir su desplazamiento, observan al grupo acercarse; los soldados
marchan sigilosos, pero ya el bosque se percató de su presencia.

–Lo que ven allí adelante es el arroyo. Nuestros muchachos utilizarán técnicas profesionales
para franquearlo; por más que en su apariencia se vea torrentoso lo cruzarán sin dificultad –dice el
coronel.
«Nunca será tan fácil y divertido como cruzarlo caminando por el aire», piensa Celina.
Llevan casi dos horas frente a la gran pantalla sin novedades, por lo que muchos de los
periodistas presentes se impacientan; los tiempos de la televisión se desbordan. El coronel intenta
llenar los huecos con su cháchara:
–Ya deberíamos haber detectado algunos de estos seres. Tal vez nos oyeron llegar e intentan
esconderse en lo profundo, pero no lo lograrán, porque el grupo que avanza desde los cerros les
cortará el paso.

Las trampas del mago Loreto son diversas; algunas se accionan al mínimo roce y disparan
sus polvos; otras, más especializadas, deben ser presionadas varias veces para que actúen.
–Ya casi entró el grupo completo, ¡preparados! –dice Marodon.
Junto a unos cuantos duendes y a un hada controlan un flanco de la trampa; del otro lado del
sendero, Sibelis y Konya se mantienen alertas con sus manos apoyadas en los bolsos con polvos
mágicos. A su lado, dos elfos tensan sus arcos.
Quedan por ingresar tres soldados al entorno de la trampa cuando se activa.

–¡Algo pasa! ¡Miren la cámara ocho!


Rodrigo se dirige hasta el televisor e indica con su dedo la imagen que toma una de las
cámaras. Se observa a cuatro soldados de rodillas; arrojaron sus fusiles, no tienen calzados los
dispositivos de visión nocturna y se llevan las manos a la cara. Casi de inmediato otras imágenes
reflejan situaciones similares, al tiempo que el audio llena la sala de prensa con gemidos y llantos
desgarradores; quejidos lastimeros que se entremezclan en los altavoces; lamentos que suenan
incomprensibles al provenir de soldados profesionales. Algunos se quitaron el casco, por lo que sus
cámaras registran retratos fijos del suelo del bosque o la negrura del cielo nocturno.

–Quedan tres humanos ilesos, ¿los atacará Marodon?


La respuesta a la pregunta de Sibelis llega a través de silbidos cortos que indican mantener
sus posiciones sin actuar. Daerkeny, un elfo que se encuentra junto al príncipe, responde:
–Si los anula, los que escaparon de la trampa no podrán ayudar a los demás a que regresen a
la ciudad.
El coronel vocifera órdenes con consternación a través de su radio. En el caos que gobierna
la gran pantalla, resaltan las imágenes oscuras de unos soldados en el intento de levantar a los caídos,
quienes se niegan a ponerse de pie y continúan sollozando. Revuelta en medio de palabras inconexas
y con una voz cortada por el esfuerzo, llega una explicación: «¡No entendemos qué pasa, señor!
¡Tenemos nueve hombres tendidos y llorando! No hay heridos, ¡pero no conseguimos que
reaccionen, señor! ¡Algunos dicen que lloran porque pisaron un grillo, señor!
Una de las cámaras termales de los cascos señala un gran bulto rojo perdiéndose entre los
árboles y el coronel exclama:
–¡Soldado, a su derecha! ¡Abra fuego!
La ráfaga del fusil detona seca y la llama de los disparos enceguece por un segundo la cámara.
–¡Impacto, señor!
Se observa a otro de los soldados que corre hasta el lugar y desde allí filma a un desgarbado
ciervo macho tendido en el suelo y herido de muerte. Sus ojos de vidrio abiertos desmesurados y su
cornamenta salpicada con sangre. La escena es patética.
–¡Sáquenlos de ahí! ¡Salgan de ahí de inmediato y regresen!
El rostro del coronel es una máscara roja de estupefacción.

Sibelis no cabe en sí mismo mientras observan la retirada de los humanos.


–El llanto del otro día de Francisco tuvo su compensación. Fue perfecta la efectividad del
arma del mago Loreto: ¡una buena cantidad de soldados inutilizados con una sola trampa!
–Esperemos que el grupo de los cerros haya sido rechazado del mismo modo –dice Konya.
Cruzan satisfechos por el sendero para reunirse con Marodon y los demás.
–Está callado Daerkeny, ¿no se alegra por la victoria? –pregunta Sibelis.
–Sí me alegro, pero presiento que no todo ha salido lo bien que deseamos.

Mientras escuchan los sollozos de los soldados en su retirada, se apagan las cámaras del
pelotón de la ciudad y pasan a primer plano las del que baja por los cerros, hacia el corazón del
bosque. Todo parece tranquilo, aunque el grupo avanza en forma lenta. El coronel carraspea y aclara
su voz en un intento de remendar la violenta imagen que mostró al aire:
–Pelotón Cerro, supongo que ya están sobre el objetivo. ¿Tuvieron algún encuentro con esos
seres?
–Llevamos tres horas avanzando y no hemos visto más que animales, Coronel. ¡Y estamos
totalmente perdidos! Chequeamos nuestros equipos de posicionamiento, pero no logramos
orientarnos. ¡No hacemos más que caminar en círculos, señor! Y tenemos a cuatro elementos con
vómitos y descompensados. ¡Aguardamos órdenes, Coronel!
El coronel Portillo observa el rostro espantado de Rearte.
–Regresen a la base, Teniente. ¡Encuentren un maldito camino y aborten la misión!

Cuando Sibelis, Konya y los elfos atraviesan el sendero, las expresiones trágicas en los
semblantes de los duendes señalan que no todo fue bueno durante la expulsión de los soldados
humanos. Se encuentran reclinados, formando un círculo a un lado del ciervo muerto. Entre ellos,
recostado en el pasto, ven el cuerpo del hada que lentamente pierde la luminosidad de su halo de
energía. Dos letales flores rojas se abren en su pecho.
–Su vida se extingue –dice Marodon–. Quisimos llevarla urgente al reino, pero nos pidió que
la dejásemos descansar.
–Sibelis… –musita el hada.
El príncipe se arrodilla a su lado y el hada toma su mano.
–Elementales y humanos… solo el amor podrá unirlos. Nunca lo olvide, Príncipe Sibelis.
Luego cierra los ojos y un ranoraky inicia su canto en la cima de un pino cercano.
Capítulo XV

En consonancia con la parafernalia publicitaria que utilizó el senador Rearte para demostrar
la existencia del mundo elemental, las repercusiones de su fallo catastrófico son formidables. Celina
lee en los periódicos online variedad de artículos sobre el tema. El hecho más destacado es la
denuncia e investigación iniciada por un fiscal respecto a las muertes dentro de la minera MMC y el
ocultamiento de pruebas. El juez de la causa determinó que se deben suspender por tiempo
indeterminado las actividades en la mina, e instruyó un proceso contra sus directivos y los
funcionarios gubernamentales que actuaron en el encubrimiento.
Por otra parte, el Congreso de la Nación emprenderá un juicio político de destitución contra
el senador Rearte, por la utilización no debida y sin autorización de unidades militares. En el mismo
tono se recomienda al jefe del ejército un castigo ejemplar para el coronel Portillo, quien actuó sin
consultar a sus mandos superiores.
Las primeras planas de los medios de comunicación se solazan con la imagen grotesca de
Rearte mientras habla de los duendes con las fotos detrás, que sin duda son falsas. Tanto la oposición
como así también algunos colegas de su partido de gobierno ridiculizan su figura en una caricatura
sin límites; muchos incluso dejan entrever que se trató de una trampa para quitar del medio a un rival
político.
AIMA se despega de la debacle emitiendo un comunicado oficial en el que rechaza de plano
cualquier vinculación o apoyo al affaire del senador; sostiene, además, que la mina de uranio debe
ser clausurada en forma permanente y que la contaminación del bosque es seria y requiere tratarse en
profundidad.
Por internet circulan versiones hilarantes del video de Sibelis y Konya extraído de la TV, en
el cual se suprime el audio original por otros absurdos diálogos que satirizan a Rearte y al coronel
Portillo.
Esa mañana Celina recibe dos llamados. Uno de su padre, quien pregunta preocupado si ella
tiene algo que ver con el asunto de Rearte y AIMA, lo cual niega con énfasis. El otro llamado es de
Donofres, para comentarle que Maximilian Roberts renunció a su cargo directivo de la ONG. Por su
parte le reitera su pedido de disculpas y queda a su entera disposición si los duendes desean continuar
con el proyecto.
–¡Les dije que se iba a enterrar vivo! –exclama Rodrigo.
Junto a Tatiana acompañan a Celina en el almuerzo. Desde algunas de las mesas que los
circundan llegan comentarios sarcásticos sobre lo ocurrido durante la noche.
–Creo que ese tipo no va a molestar más –dice Celina–. Pero el daño está hecho, me parece.
¿Me quieren decir quién se arriesgará ahora a hablar en público sobre los duendes?
–Si las cosas se hacen bien, siempre habrá gente interesada en llevar eso adelante. Creo que
el problema acá es que los duendes no van a permitir más el proyecto de Sibelis –dice Rodrigo.
–¡Me muero por verlo! Además, quiero contarle todo lo que pasó. Les digo algo: si no viene
esta noche, mañana falto a clases y me voy al bosque.
–¿Estás loca Celi y si está lleno de goblins antes que llegues hasta los guardianes o que haya
quedado algún soldado por ahí vigilando? Sibelis te dijo que no fueras hasta que él te avise mirá si
te llega a pasar algo por el camino y tampoco podés usar el celular porque te lo rastrean…
–No me importa nada. Si no viene, me voy igual mañana.

Ese viernes por la mañana, con sus uniformes colegiales que no aplacan del todo el frío, los
tres jóvenes se encaminan hacia el bosque. Celina acepta que la acompañen solo hasta los primeros
árboles. Desde allí seguirá sola rumbo a los pinos de los guardianes. Cerrada la mina y arruinados
los planes de Rearte, confía en que no se encontrará con mayores peligros. A medida que se alejan
de la periferia y atraviesan los sembradíos, vuelven sus miradas para verificar que no los sigan.
–Celi, ¿te das cuenta de que si te pasa algo nadie se va a enterar? Tendrías que haber traído
el celular –dice Rodrigo.
–No me arriesgaré a comprometer de nuevo la seguridad del reino. ¡Vuelvan tranquilos!
Los abraza sonriente al separarse.
Le son conocidos los senderos que conducen al acceso al reino. Algunas plantas perdieron
sus hojas; otras las mudaron a tonos cobrizos; otras, en cambio, se mantienen con un verde intenso.
Los rayos de sol vulneran con mayor comodidad las copas de los árboles más deshilachados y se
siente un poco más a gusto, a pesar de su atuendo poco apropiado. Imagina que al llegar la arroparán
con una abrigada capa elfa.
Cada tanto comprueba si alguien la sigue, más por precaución que por miedo. Marcha serena
y feliz al encuentro de su príncipe amado. Su tranquilidad es mayor al divisar los dos árboles
inmensos que guardan una de las entradas del reino. Luego de atravesarlos, pasa al plano elemental
y observa a seis duendes parados sobre las ramas bajas.
–¡Hola! ¿Me recuerdan? Soy Celina, amiga del Príncipe Sibelis.
El guardián que lleva el mando desciende del pino.
–Por supuesto que la recordamos, Celina. ¿Qué hace sola por el bosque?
–Necesito ver al Príncipe y a los consejeros para contarles lo que pasó en estos días en la
ciudad. Pero alguno de ustedes tendrá que acompañarme. ¡No me aprendí el camino todavía!
–Tampoco podría cruzar el arroyo.
El guardia sube y dialoga en voz baja con los demás. Luego, uno de ellos se descuelga con
un salto grácil y le pide a Celina que lo siga. La joven percibe la seriedad en los rostros de los duendes
y supone que no están conformes con escoltarla hasta el reino, ¡pero son urgentes las noticias que
lleva! Un trino jubiloso hace que eleve su mirada hacia lo alto.
–¡Kirim!
Extiende el brazo y el pájaro azulado se posa en él.
–Siempre atento, amiguito.
Se mantiene unos pasos detrás de su guía, quien avanza en silencio. Cada visita al bosque le
provoca regocijo; el plano elemental desborda sus sentidos sin cesar: luces, aromas, sonidos la
invaden con un sinfín de formas. En el mundo que recorre a diario jamás la atrapa ese
estremecimiento de plenitud; no hay músico o artista humano que pueda lograrlo. Y además está
Sibelis. Comprende que sus emociones irrumpen arrebatadoras mientras permanece en el bosque.
¿Tal vez eso hace que Pin resuelva quedarse a vivir entre los duendes? ¿Se animaría ella a tomar una
decisión similar? Sería extraordinario, pero imposible. Sus padres están ausentes de una u otra forma,
pero sabe que la aman; no soportaría causarles semejante dolor. No por ahora, al menos.
La ensoñación que le provoca caminar por la placidez del bosque hace que casi arrolle al
duende, quien se clava en el sendero, rígido y alerta. Un segundo después la pestilencia acomete a su
nariz.

Kirim bate sus alas asustado y lanza un chillido aferrándose al brazo de la joven. Frente a
ellos, como si estuvieran parados allí desde siempre, dos goblins tenebrosos, casi de la altura de
Celina, obstruyen el camino. Su aspecto repele; la miran con sus ojos amarillos y sus colmillos de
jabalí brillan en una cabeza cubierta de ásperos pelos negros. Ambos cargan con cerbatanas y cuelgan
de sus cinturas conejos y pájaros muertos. Uno de ellos arrastra un ciervo tieso por el veneno. El
duende gira para regresar por el sendero; Celina también lo intenta, pero se enfrentan a tres monstruos
más que les cierran la retirada. Están perdidos.
–Creo la pasaremos mal. Puedo anular a uno o dos, pero no tendré tiempo para evitar el ataque
de los otros –dice el duende.
Uno de los goblins emite una mezcla de gritos y palabras irreconocibles. El contraste entre
las voces delicadas de los duendes y ésas, roncas y ácidas, es desolador. El guardián responde en un
lenguaje extraño para Celina.
–No entiendo nada. Decime por favor qué está pasando –murmura apenas, con su garganta
cerrada por el miedo.
–Quieren que les entregue a la humana. Me negué y les dije que usted es parte de nuestro
reino. Que salgan del camino y nos dejen seguir.
Los goblins hablan y gritan entre ellos y al duende mientras agitan sus armas. Este responde
elevando la voz y, agazapándose, extrae del morral un puñado de polvo mágico.
–Insisten en llevársela, Celina. Si no la entrego nos matarán. Les respondí que antes que
carguen sus cerbatanas los eliminaré con mi hechizo.
Los gritos se encienden y dos goblins desprenden sus dardos, prestos a utilizarlos. El resto
dirige las puntas de lanza de sus armas hacia Celina y el duende. La joven siente que sus piernas se
aflojan y cae de rodillas con los llenos de lágrimas. Mueve el brazo para que Kirim vuele a salvo,
pero el ave solo salta hasta su hombro; su canto se transforma en un graznido agudo dirigido a los
agresores. «No nos pueden matar ahora», piensa acongojada. Eleva la mirada hacia el cielo, mas la
espesura se cierra sobre ellos. El hedor le revuelve el estómago; el olor de la muerte.
Al momento en que los goblins cargan sus cerbatanas y el duende extiende su brazo hacia
atrás para lanzar el polvo, un rugido atruena en el aire; proviene desde la maleza a un costado del
sendero. Los goblins paralizan sus movimientos y quedan en silencio; se desplazan los arbustos y
surge la figura del general goblin que Celina cruzara días atrás, en la reunión del Árbol del Consejo.
Brama órdenes y los tres goblins de la retaguardia pasan junto Celina para unirse a los otros y
desaparecer a la carrera. Luego dirige algunas palabras y gruñidos al duende y sigue el camino de los
demás. Kirim acaba con su graznido y el silencio gana el lugar. Solo la hediondez en el aire recuerda
el terrible hecho que vivieron. Celina continúa de rodillas y el duende toma sus manos para ayudarla
a ponerse de pie.
–Aunque haya sonado brusco, el goblin nos pidió disculpas; es un grupo rezagado que se
dirige a las cavernas de los cerros. No volverán a atacarnos.
–¿Cuál es tu nombre, amigo duende?
–Eloniso. ¿La lastimaron? ¿Le duelen?
Observa las lágrimas que brillan en los ojos de la joven.
–No, Eloniso. Fue solo el miedo –vuelve a agacharse–. ¿Ibas a pelear por mí, por una humana,
aunque te mataran?
–Usted pertenece al reino; cualquier duende lo habría hecho –señala a Kirim–; incluso su
pájaro moriría por defenderla. ¿Continuamos? Me agradará llegar lo antes posible.
Luego de un tiempo de andar suenan unos silbidos de Eloniso y antes de que lleguen al centro
del reino, Sibelis, junto a Konya y Francisco salen a su encuentro. El guardián saluda a todos con una
breve reverencia y retorna hacia los pinos del acceso. Celina comienza a contar sobre el choque con
los goblins, pero la tensión acumulada y la felicidad de volver a ver al príncipe y sus amigos pueden
más y prorrumpe en un llanto desconsolado.
Aún el sol no anuncia el mediodía. El rey Tencos, algunos de los consejeros, sumados a elfos
y hadas escuchan con semblantes graves la narración de Celina sobre los sucesos en la ciudad.
También están invitados el príncipe Sibelis, Konya y Francisco. Relata de la caída del senador Rearte;
sobre las imágenes obtenidas en forma encubierta por Roberts, las que finalmente fueron tomadas
como un chasco y que derivaron en la renuncia de este a AIMA; expone cómo se vio en la televisión
el ataque del arma del mago Loreto a los soldados y anuncia que la mina quedaría cerrada por el
momento. Cuando termina, se entera de los hechos acaecidos en el reino y de la muerte del hada.
Entonces comprende la seriedad de los guardianes y el abatimiento general que rodea a los seres del
bosque.
–Hace siglos que un elemental no muere por causas violentas, desde la última guerra contra
orcos y goblins –dice el anciano Saleno–. El humano que disparó ni siquiera sabía contra quién
luchaba. Es una peligrosa combinación: armas poderosas y seres que las utilizan sin escrúpulos ni
miramientos.
»Estos son días de desconsuelo y pesimismo para nosotros; los ranoraky volaron a los
restantes reinos para anunciarles de lo ocurrido. Mas no debemos caer en una pesadumbre que nos
paralice; desafiamos nuestro destino al apoyar el proyecto del Príncipe Sibelis y eso desencadenó un
renacer en nuestra sociedad; una esperanza de trocar un declive anodino por una vida de
enriquecimiento mutuo con los humanos.
»Como siempre, hay un tiempo para la guerra y un tiempo para la paz; tomaremos nuestro
tiempo para meditar y asimilar las enseñanzas que nos deja este primer desencuentro. Más adelante,
cuando resurja en el mundo elemental el sueño de integración con la humanidad, regresaremos al
Árbol del Consejo.

–¿Qué día es hoy, Celi? ¿Domingo?


–¡Pin! ¡Estás perdido en el tiempo! Es viernes y falté al colegio; mi viaje al bosque es más
importante que unas horas de clase.
–No estoy perdido. No necesito más la andanada de información con que nos bombardea la
ciudad. La única tecnología nuestra que me quedaba era el celular y hace bastante que lo tiré.
Los cuatro comparten un almuerzo en la casa de Francisco. Sibelis y Celina casi no comen;
sus manos entrelazadas se niegan a soltarse.
–Sibelis, ¿qué pasó con el hada que murió? ¿La llevan de regreso a su reino? –pregunta
Celina.
–No, Princesa, es demasiado lejos. La depositarán hoy en Uriama, como se hace desde el
inicio de los tiempos, para que su cuerpo se transforme en energía.
–Ya sé que no se puede entrar a ese lugar. ¿Pero podemos acompañarlos hasta por ahí cerca
cuando lleven al hada?
–Lo usual es que nadie los acompañe. Pero supongo que los consejeros no nos negarán ese
pedido.
Konya toma el brazo de Francisco.
–¡Si a ustedes los dejan, nosotros también vamos!
La reducida procesión parte pasado el almuerzo. Los ancianos consejeros duendes, elfos y
hadas transportan sobre un armazón de ramas el cuerpo del hada muerta; debe estar desnuda y la
recubrieron en gran parte con hojas y pétalos azules. No se esfuerzan para cargarla: flota gracias al
hechizo y solo la desplazan por el aire.
Los jóvenes respetan una distancia detrás del cortejo; marchan en silencio por un sendero que
asciende sinuoso entre pinos cada vez más antiguos. El frío se hace sentir y es mitigado en los
humanos por las capas élficas; una bruma densa se desprende del suelo, por lo que no se ve donde se
pisa. Celina habla apenas en un susurro:
–Sibelis, ¿si está muerta, por qué le brilla el halo de energía?
–La energía de los seres elementales perdura un tiempo en su cuerpo, aunque ya no tenga
vida, Princesa. Eso es lo que nos permite entregarlos a Uriama y recuperar esa energía para la
naturaleza.
Kirim salta entre las ramas cantando, no es el único: otros pájaros e incluso varios ranoraky
majestuosos allá en lo alto los acompañan con sus trinos. Saleno demora sus pasos para hablar con
los adolescentes:
–Las hadas son seres del aire; las aves del bosque despiden a alguien que se conectaba con
ellas, más allá de lo que los humanos podrían comprender.
»Intercambiamos opiniones con los consejeros y nos pusimos de acuerdo; este es un día
especial y las circunstancias también lo son: ustedes cuatro representan la unión de dos universos;
hoy les será permitido ingresar a Uriama; para su experiencia, para que comprendan lo que implica
ese lugar elemental; confiamos en que sabrán mantener en secreto lo que allí puedan ver o sentir.
Centellan los ojos juveniles; siguen rompiendo reglas antiguas como el universo.
«¿En qué momento hablaron?», piensa Celina.
Saleno la sorprende:
–Joven Celina, cuando estamos juntos y plenos por la cercanía de Uriama, los ancianos
podemos prescindir de nuestras lenguas.
El mago Loreto se adelanta al séquito y desactiva las trampas mágicas que rodean al sitio
sagrado. El sendero se ensancha y las copas de los pinos que lo costean se curvan para abrazar las
agujas de sus puntas, hasta formar una galería que indica la entrada a Uriama. Celina se sobresalta:
«¡Yo estuve en este lugar!», piensa, y al instante recuerda el sueño de días atrás, en el que volaba con
Sibelis bajo una galería de pinos.
Lo primero que notan al entrar es el aire de color rojizo; no es bruma o neblina, puesto que
nada flota o entorpece la visión; solo es el tono del aire. Sibelis habla muy bajo:
–Es la energía de Uriama. ¿Se acuerda, Princesa, la esfera del cetro de mi padre?
También les llama la atención el silencio; las aves no ingresan al sitio; no corre la brisa entre
las ramas; hay luz, aunque no brilla el sol; no se ven animales. Pero no se percibe como un desierto
o como un cementerio; se advierte la vida en el aire, en el cosmos que comprende Uriama. Al fin, se
miran entre sí y notan un sutil cambio: los halos de energía destellan casi enceguecedores.
El césped está bajo, como recién cortado; los árboles añosos crecen espaciados, pero no al
azar: alguien los plantó milenios atrás. Por doquier, matas con flores multicolores esparcen
fragancias. El espacio abierto es amplio. Celina comprende la naturaleza elemental del lugar, pero
¿por qué no podrá observarse desde el aire semejante claro en el bosque?
Al poco trecho se extiende ante ellos un estanque de aguas oscuras; no aparenta ser profundo,
pero amenaza con solo mirarlo. El cortejo se detiene y Saleno ruega a los jóvenes que aguarden. Los
ancianos dejan flotar el cuerpo del hada y se inclinan en la orilla de esa laguna que parece de petróleo.
Uno a uno apoyan las palmas de sus manos en el agua y esta se torna azul, pasa al verde esmeralda y
culmina su policromía en un celeste vivo. En el centro del estanque surgen ondas que quiebran la paz
del agua y nace un círculo de fuego que crece lento, hasta alcanzar la altura de un elfo, o tal vez más
alto aún; su calor enciende los rostros de los presentes y su luz tiñe de oro las hojas de los árboles.
Los consejeros regresan al cuerpo del hada y lo acercan al agua. Penetran en el estanque sin la estera
de ramas donde reposa. Solo Saleno queda en la orilla junto a los adolescentes.
–Su cuerpo será energía, abonará a Uriama con la magia y sabiduría que alcanzó en vida y
reanudará su ciclo en la naturaleza.
»Jóvenes, Uriama guarda secretos arcaicos y poderosos; que van más allá de los universos
humano o elemental; los ancianos conocemos muchos de ellos; otros, se perdieron con el paso de las
generaciones e intentamos recuperarlos, permaneciendo en comunión con este lugar. Esos secretos
deben ser protegidos y en ustedes germina la semilla que obrará en ese sentido.
El cortejo avanza; los duendes con el agua en la cintura; los elfos y hadas apenas mojando
sus rodillas. En cuanto se acercan al centro del estanque, el fuego crece y brilla más y más. Se
detienen y con suavidad empujan el cuerpo del hada que, plácido, se dirige hacia las llamas. En el
momento que lo envuelven se levanta y flota de pie en el aire, con esa transparencia que vieron en el
hada MeW durante el cumpleaños de Konya; tiende sus brazos hacia los demás y poco a poco se
transforma en una figura de humo rojo. Luego ese humo se disuelve y se derrama en cascadas,
creando una bruma baja y rojiza que cubre toda la laguna; el aire, impregnado de aroma a maderas
viejas... Todo ocurre en un silencio insondable. Celina y Francisco tienen los ojos arrasados por las
lágrimas.
–Es como si su alma hubiera salido del cuerpo.
–Sí, Francisco –dice Saleno–. Los humanos suelen llamarlo «alma».

Cuando regresan a tierra firme, Saleno emprende el camino de regreso hacia el centro del
reino. En ese instante, la neblina roja de la laguna se agita sin viento, gira en remolinos vertiginosos
y toma altura para enredarse en las copas de los árboles. Los ancianos se inmovilizan. La bruma
desciende y danza sutil entre los arbustos con flores; se desliza veloz sobre la superficie del estanque
y se detiene frente a Celina y Sibelis. Tomados de las manos ven cómo la bruma roja forma la silueta
del hada, despliega sus brazos de humo y los cubre a ambos. De inmediato, regresa el torbellino a su
alrededor y se esparce, lánguida, sobre el agua de la laguna.
En el silencio de la tarde, en el silencio de las almas, a los amantes adolescentes los abriga la
sensación de que estarán eternamente juntos.

–Esto sí que es inusual –comenta Saleno antes de reiniciar la marcha.

FIN

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