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En un mundo de fantasía dominado por la superstición y la poderosa mano del

emperador Laebius, el pequeño Erol crece junto a su familia ajeno a lo que el


destino está a punto de depararle. La sombra de una nueva guerra que vuelva
a asolarlo todo sigue oscureciendo las vidas de los habitantes del imperio,
pues la feroz resistencia de los puncos, temibles guerreros indómitos que se
niegan a someterse a la voluntad de Laebius, sigue suponiendo un peligro
para todo aquel que desee llevar una vida pacífica. Sin embargo, es el
tenebroso bosque de Trenulk, hogar de las más salvajes y fieras criaturas, lo
que preocupa a Erol y todos los que como él viven todavía cerca de sus
centenarios árboles. En el interior del bosque, en el cual nadie se ha atrevido
jamás a adentrarse, moran las belicosas tribus velkra, formadas por seres
parecidos a hombres dotados de una fuerza sobrehumana que cada verano
salen de su hábitat para arrasar cuantos asentamientos queden aún a su
alcance…

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Pedro J. Alcántara

La sangre de las Velkra


Erol - 1

ePub r1.0
Café mañanero 26-04-2024

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Título original: La sangre de las Velkra
Pedro J. Alcántara, 2017

Editor digital: Café mañanero


Primera edición EPL, 04/2024
ePub base r2.1

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A mis abuelos, dos de las mejores personas que he tenido la
suerte de llegar a conocer.

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1. UN VALLE ÚNICO

Sí, aquello era el paraíso… Con la llegada de la primavera el valle se llenaba


de vida, de pajarillos cantando dulces melodías que invitaban al sueño sobre
la verde y fresca hierba, de flores de distintos colores, tamaños y formas que
con la luz del sol comenzaban a brotar por todas partes inundando de belleza
todo cuanto podía verse, de conejos y ciervos que se acercaban al arroyo que
atravesaba toda la planicie para beber la fresca y clara agua procedente del
deshielo de las altas montañas Ékhalas, de árboles de nuevo verdes, llenos de
hojas después del duro invierno y su helado aliento.
El arroyo circundaba la elevación de terreno donde Erol estaba tumbado.
Le encantaba ese sitio porque desde ahí se veía el valle entero,
aproximadamente una mitad desde donde estaba y la otra justo desde detrás,
subiendo una pequeña pendiente y escalando unas rocas llenas de musgo
verde que había en la cima. Las nubes, que se movían lentas y pesadas, como
recién despertadas de un largo y profundo letargo, dibujaban distintas figuras
que con un poco de imaginación podían asemejarse a las formas de animales
y todo tipo de objetos, irreconocibles muchos de ellos, con una textura
aparentemente suave y tierna, no muy distinta a la lana de las ovejas.
A lo lejos, fundiéndose con el cielo, se veían las cumbres heladas de las
montañas que rodeaban el valle junto con las pequeñas aldeas que en él se
asentaban. En la vecina ciudad de Lorkshire, rodeada por su alta empalizada
de madera, el blanco humo de la chimenea del herrero ascendía lentamente a
unirse con las caprichosas formas que dibujaban las nubes. A pesar de la
distancia, las cimas blancas colmadas de nieve se apreciaban perfectamente,
se veían hermosísimas, imponentes con su gran tamaño y su holgado
desinterés por el paso del tiempo. Desde los pies de sus anchas laderas se
extendían amplios y frondosos bosques donde la caza era abundante: venados,
ciervos, cabras montesas y aves de muy diversas especies los poblaban.
Erol y su hermano Sthunk los frecuentaban desde que la temperatura lo
permitía en busca de algún desafortunado animalillo que pudiesen abatir,
aunque rara vez conseguían su objetivo con presas de tamaño considerable.

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Sin duda, aquella elevación en el centro del valle era el sitio favorito del joven
y allí pasaba la mayor parte de su tiempo libre durante los meses más
favorables. Se tumbaba en la hierba y se dejaba adormecer por los cálidos
rayos de sol, por la suave brisa que le acariciaba la cara. Sthunk era varios
años mayor que su hermano y ya comenzaba a hacerse un hombre.
En ese momento estaría en la granja. Tenía una vida bastante ocupada ya
que, debido a su edad, necesitaba aprender a manejar la espada con soltura si,
como decía su padre, quería ser un hombre de provecho. Este siempre le había
dicho que un hombre que no sabía defenderse con una espada en la mano, era
poco más útil que una rueda cuadrada. Por ello, tras pasar las mañanas
trabajando en las tierras de la familia, que estaban tras su granja, durante las
tardes entrenaba con su padre hasta que se ponía el sol.
Ya había transcurrido más de un año desde que comenzaron las
interminables sesiones de entrenamiento del joven. Su padre era muy
exigente, y lo obligaba a entrenar todos los días si algo extremadamente
importante no lo impedía. Como resultado, el joven granjero se estaba
convirtiendo en un soldado robusto y ágil. Su cuerpo se había desarrollado
mucho en el último año, ensanchándose considerablemente desde el comienzo
de las sesiones de entrenamiento. Sus brazos se hacían más grandes y fuertes,
y sus manos, acostumbradas ya al trabajo en el campo, eran ásperas y
resistentes. Aun así, no era ni de lejos el gran soldado que había sido su padre.
Erol se disponía a volver a casa. Estaba empezando a oscurecer y no era
seguro permanecer allí cuando no hubiese luz, pues en los bosques cercanos
habitaban lobos que no dudarían en dar buena cuenta de él. Inhaló una gran
bocanada del fresco aire que inundaba el valle, miró por última vez al
horizonte y comenzó el camino de vuelta.
El chico llegó hasta el sendero que comunicaba su granja y varias más con
el pueblo, a unos kilómetros de allí. El camino estaba lleno de baches. Aquel
sendero siempre se encontraba en muy mal estado y cuando debían ir al
pueblo, la carreta se tambaleaba hacia uno y otro lado, crujía como si se
quejara de la carga que llevaba y solía dar la impresión de que iba a romperse
en cualquier momento. Su padre nunca tenía tiempo para arreglarla, estaba
muy ocupado enseñando al joven Sthunk a manejar la espada, trabajando sus
tierras y cortando leña por las mañanas para su forja. No era herrero, pero
sabía manejar el metal como si lo fuese. Desde pequeño, Erol lo había visto
reparar sus viejas y melladas armaduras, sacar las abolladuras de su gran
escudo y crear espadas, hachas y diversos utensilios para el campo.

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Erol caminaba con parsimonia, mirando aún a las nubes y disfrutando del
poco rato libre que le quedaba, pues al día siguiente tendría que empezar
temprano a cuidar los animales que tenían para vivir sin la necesidad de
comprar a ningún vecino clase alguna de bienes, ya que eran totalmente
autosuficientes.
Poco después estaba llegando a su casa, que se encontraba aislada de las
aldeas cercanas por un par de horas de viaje como mucho. Mientras se
acercaba, iba escuchando el sonido de los golpes de armas, los gritos de rabia
y los tremendos impactos en los escudos que estaban provocando, como de
costumbre, su hermano y su padre, en la parte trasera de la vivienda. Erol se
encaminó hacia allí para ver en primera persona qué tal le iba a su hermano,
ya que sospechaba que como de costumbre, estaría recibiendo las reprimendas
y el castigo físico que le provocaba su padre. Este no reparaba en moderar los
golpes que lanzaba contra su hijo, que casi siempre terminaba el
entrenamiento con cardenales y magullado.
Sthunk, a pesar de todo, aguantaba lo mejor que podía esas interminables
tardes de entrenamiento, pues sabía que no era posible burlarlas al igual que
tampoco era posible que su padre no le golpease tanto o que lo hiciera con
menor intensidad. La respuesta a sus escasas quejas era siempre la misma: «el
enemigo no va a darte un respiro, va a hacerte todo el daño posible». Era una
respuesta que en absoluto le convencía, pues aquel era su padre y no un
enemigo, pero sabía que no podía replicar.
Erol se quedó mirando el duelo. Estaba fascinado por el genio de su
hermano, que plantaba cara a un hombre que se alzaba más de dos cabezas
por encima de él y que fácilmente podría pesar cerca del doble. No es que
Sthunk fuese bajito o estuviese delgado; su padre era un hombre enorme.
El joven se percató de la presencia de Erol y se despistó un momento. El
resultado fue un ataque no esquivado que provocaría un nuevo moratón
sumado a la amplia colección que ya presentaba por todo el cuerpo. El golpe
asestado en la pierna izquierda lo derribó, y al caer se dio con el escudo en la
cara.
—Maldita sea… —masculló entre dientes el aprendiz al tiempo que se
levantaba y lanzaba un escupitajo de sangre.
—¿Ves lo que pasa cuando no prestas atención? —le recriminó inmediata
y severamente su padre—. No estás atento y ese es el resultado. Si estuvieses
en un combate real habrías perdido la pierna y, seguramente, la vida. Deja de
mirar a tu hermano y céntrate en lo que estás haciendo —ordenó Torek a su

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hijo mientras volvía a alzar el escudo sin apartar ni un momento la mirada de
él.
—No volverá a suceder, padre —aseguró el joven lleno de ira antes de
volver a cargar contra su progenitor.
Erol se sintió culpable. Su hermano se había ganado otro moratón por
culpa suya además de un labio partido, así que, para no molestar más, se fue
hacia el interior de la casa en busca de su madre, que ya debía estar
preparando la cena.
—Madre, ya estoy de vuelta —anunció el pequeño Erol.
—Vaya, pero si es mi hombrecito que está de nuevo en casa —respondió
su madre con una sonrisa en la cara, como de costumbre—. Ayúdame a
recoger lo que está por en medio, lávate un poco y pon la mesa, vamos a
comer pronto.
Erol obedeció inmediatamente. Poco después entraron al salón su padre y
su hermano, dando por finalizada ya su jornada de lucha. Sthunk estaba
cabreado, venía desarmado al igual que su padre, pero a diferencia de este, él
tenía el cuerpo destrozado. Además, estaba molesto con su hermano por
haberlo distraído en un momento tan decisivo, por haberle costado el nuevo
dolor en la pierna y, sobre todo, la nueva bronca, que era lo que más le
molestaba. Sthunk había sido desde siempre un chico muy orgulloso. Erol
sabía que ese momento le iba a costar algún que otro disgusto, pues no se
llevaban muy bien y cualquier excusa era buena para una nueva pelea que,
prácticamente siempre, empezaba el mayor.
Sorprendentemente, la cena se produjo sin ningún contratiempo y todos
disfrutaron —especialmente Sthunk— de la merecida comida que les serviría
para reponer las fuerzas perdidas durante la jornada. Torek hablaba con su
hijo mayor dándole consejos para defenderse mejor, ya que al parecer
golpeaba muy bien y ese era su punto fuerte, pero a la hora de defenderse
siempre cometía errores, algo que no podía permitirse en combate.
—Voy a lavarme y a acostarme, si me lo permitís. Estoy agotado —
anunció tan servicial como siempre Sthunk en cuanto vació su plato.
—Ve, hijo, mañana debes terminar de quitar las malas hierbas temprano.
Cuando termines podrás hacer lo que te plazca —respondió su padre.
—He terminado de quitarlas esta mañana —respondió rápido el muchacho
temiendo nuevas tareas para el día siguiente.
—Pues en ese caso, tomate libre la mañana. Has hecho un buen trabajo,
hijo —aseguró Torek orgulloso.

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—Gracias, padre —concluyó feliz Sthunk al tiempo que se levantaba y
abandonaba la mesa.
Instantes después, Erol se levantó sin decir nada y fue tras su hermano
bajo la molesta mirada de su padre que, a pesar de la falta de respeto por no
pedir permiso para irse, no lo reprendió. Al salir a la puerta se encontró al
joven guerrero sentado junto al pozo. Tenía la cabeza mojada y estaba
descansando, con total seguridad, por primera vez en todo el día.
—Sthunk, lo siento. No pretendía distraerte.
—Pues no lo hagas —respondió este con frialdad—. Te pasas el día sin
hacer nada mientras yo estoy trabajando y recibiendo estas palizas por las
tardes. Bastante es ya como para que encima me provoques más dolores de
los que tengo —dijo visiblemente enfadado—. ¿Cuándo vas a crecer? No eres
un niño ya, pronto tendrás diez años pero sigues siendo un mimado. Te pasas
el día perdiendo el tiempo por el valle con tu amiguito ese, el pelirrojo
retrasado. Eres un inútil —concluyó al tiempo que se ponía en pie para iniciar
el camino hacia su habitación.
Erol se quedó en silencio viendo cómo Sthunk se alejaba. No se
acostumbraba a soportar los desprecios de su hermano. Él no molestaba
queriendo, no le gustaba hacer siempre las cosas mal, pero a pesar de sus
quejas, su hermano nunca le ayudaba a mejorar. Siempre que fallaba en algo,
Sthunk era el primero en recordárselo. Quizá solo estuviese cansado y
dolorido, por eso siempre terminaba pagándola con él. De cualquier modo, no
era consuelo y el niño se echó a llorar.
Su padre salió poco después a buscarlo al ver que no había vuelto. Se lo
encontró en el mismo sitio, llorando.
—Deja de llorar —ordenó cuando llegó hasta donde él se encontraba—.
Eso no arregla nada, solo demuestra que eres débil. Siempre estás llorando y
ya no voy a preguntarte más por qué lo haces, lo he hecho muchas veces. Si
quieres que te ayude, pon de tu parte y haz algo para mejorar. Si algo te
aflige, lucha por cambiarlo: llorando no vas a conseguir nada y quejándote
tampoco en la mayoría de ocasiones. Y ahora ve a dormir —sentenció antes
de levantar a su hijo del suelo.
El pequeño se secó las lágrimas y se fue sin decir palabra. Bajo la atenta
mirada de su madre, que se encontraba aún en la cocina, subió las escaleras
que dirigían hasta la parte superior de su casa, donde se encontraban las
habitaciones de todos sus habitantes. El chico no se entretuvo en su camino e
instantes después estaba acostado. Curiosamente, las palabras de su padre
resonaban en su cabeza. Se sentía más calmado y pensaba en la forma de

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actuar que más agradaría a su progenitor. A pesar del bullir de sus
pensamientos, el muchacho se quedó dormido enseguida.
A la mañana siguiente despertó con el ruido de un combate. Su hermano
había renunciado a la mañana de descanso y estaba entrenando de nuevo. El
pequeño se levantó como un resorte para observarlos, pero esta vez, desde la
ventana de su habitación para no molestar. El panorama había cambiado
radicalmente: su hermano, con energías renovadas, era mucho más fiero y
lanzaba continuos y rápidos golpes contra su padre, que esbozaba una media
sonrisa oculta tras el escudo. Estaba orgulloso del hombre en que se estaba
convirtiendo su hijo mayor. Entrenaban con unas espadas de madera muy
pesadas, tanto o más que una de metal y pese a que no cortaban, podían
fracturar huesos si el golpe era lo bastante fuerte. Para defenderse, ambos
llevaban unos largos escudos ovalados que tapaban desde el hombro hasta
justo por debajo de la rodilla.
Erol se percató de que a pesar del renovado brío de su hermano, este
seguía enfrentándose a un enemigo terrible que no paraba de propinarle duros
golpes que, lejos de amedrentar a Sthunk, lo llenaban de una rabia que
alimentaba sus fuerzas. Su padre siempre le había dicho que dejase sus
sentimientos fluir, que la ira y el enfado le darían más energía en el combate,
pero que a la hora de actuar, debía hacerlo fría y calculadamente. Sthunk no
era de actuar con calma y al igual que en el combate, a la hora de decidir
dejaba fluir también todos sus sentimientos.
En ese momento llegó su madre y lo vio pegado a la ventana.
—Tú empezarás en unos años, pequeño —anunció con su dulce voz.
—¿También permitirás que me dé semejantes palizas? No entiendo por
qué le hacéis eso —respondió sin volverse.
—Por supuesto que permitiré que te dé esas palizas, y aún más —dijo
muy seria su madre—. Mientras más recibáis aquí, menos recibiréis cuando
vayáis al combate, que es cuando de verdad importa que no os hieran. Aquí
siempre podré cuidaros, vendaros y daros comida caliente. Cuando vayas al
ejército, no estaré contigo. Aunque no te lo parezca, Erol, tu padre está
haciendo un gran favor a tu hermano adiestrándole desde tan joven y algún
día agradecerá las lecciones que está aprendiendo aquí —explicó relajando de
nuevo el tono de su voz.
—No quiero ir al ejército —dijo indignado el joven Erol.
Su madre esbozó una leve sonrisa de pena y comprensión antes de
contestarle.

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—Es posible que no quieras ir, pero todos tenemos obligaciones y
deberes. No creas que a mí me hace feliz que tengas que pasar por eso, pero
quizás llegado el momento deba ser así —dijo su madre al tiempo que le
cogía por los hombros y miraba también por la ventana—. Pequeño, en la
vida no podemos hacer siempre lo que queremos, no tenemos esa suerte.
Piensa que aún eres muy niño para eso y que faltan años hasta que tengas
edad para alistarte —concluyó con una sonrisa.
Erol miró a su madre con gesto de no estar más contento con su respuesta
y se dirigió hacia el pasillo.
—Voy a ver a Esoj, volveré a la hora de comer —anunció llegando a la
puerta de su habitación.
Laiyira seguía inmóvil junto a la ventana de la habitación mientras su hijo
bajaba en busca de su ropa para marcharse.
—Vale. Pásalo bien y no llegues más tarde de la cuenta, tu padre quiere
que vayas con él al pueblo esta tarde —anunció su madre.
El niño asintió, se vistió enseguida y salió de casa. Echó un último vistazo
a su hermano y su padre, que seguirían entrenándose un buen rato. Esta vez
Sthunk ni siquiera lo miró, aunque se había percatado de su presencia. El
muchacho no se demoró más y se dirigió en busca de su amigo.
Comenzó a caminar distrayéndose al observar nubes, insectos que
revoloteaban por doquier, las lejanas montañas nevadas… De este modo,
antes de darse cuenta estaba en la acogedora morada de su buen y único
amigo. La casa tenía una fachada muy estrecha, pero se extendía bastante en
profundidad. En la parte de atrás había un enorme árbol en el que ambos
solían jugar. Los chicos habían puesto un pequeño techado entre las ramas
principales que les protegía del calor y la lluvia, pues solían sentarse en la rara
cruz que se formaba justo en la parte final del tronco, con lo que podían pasar
las horas allí debajo hablando y jugando. Junto al árbol estaba el granero,
lugar también muy frecuentado por ambos, que se divertían saltando por la
paja, cosa que molestaba bastante al padre de Esoj aunque a ellos les
importase poco, ya que nunca les gritaba ni regañaba: simplemente se ponía
lo más serio que podía e intentaba intimidarlos con un enfado que ni él mismo
acaba de creerse.
El arroyo que atravesaba el valle por la parte central pasaba muy cerca del
granero de Esoj, lo cual era idóneo para coger agua o bañarse cuando
empezaba a hacer calor. No era un arroyo profundo y solo cubría a los niños
hasta la cintura. Además, sus aguas corrían tranquilas, por lo que no había
peligro si decidían meterse.

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Erol llamó a la puerta y abrió su buen amigo, que le recibió con una gran
sonrisa en la que mostraba la mella del diente que acababa de perder. Su pelo,
de un intenso rojo, estaba muy revuelto pero a excepción de cuando salían a
jugar juntos, momento en el cual los dos se llenaban de barro o polvo y
volvían tremendamente sucios, su característica cabellera solía estar bastante
limpia. Se dedicaban a pelear jugando, revolcándose por el suelo, arañándose
y golpeándose simulando batallas y luchas de los grandes héroes de los que
siempre habían escuchado hablar.
Normalmente volvían a casa llenos de cardenales nuevos que hacían que
sus piernas y brazos pareciesen mosaicos de distintas tonalidades de morado y
verde. Esoj era más alto y también más corpulento que Erol puesto que este
era un niño bajito para su edad y estaba bastante delgado. Sin embargo y pese
a ser más pequeño, Erol solía ganar siempre en sus ficticias peleas haciendo
uso de una inusual fuerza y genio que no parecían poder provenir de un
cuerpo tan pequeño. Ambos lo pasaban muy bien juntos y prácticamente se
tenían el uno al otro nada más, ya que vivían lejos de todas las demás casas y
tampoco había una buena relación con los niños del pueblo.
—¡Erol! Qué bien que hayas venido. Iba a ir a buscarte más tarde para dar
un paseo por el campo —dijo el pelirrojo—. Me he levantado hace muy poco
y acabo de comer algo, mi padre no está. Voy a terminar de vestirme ahora
mismo, no tardo —aseguró.
—Bien. Te espero aquí mismo, no me apetece sentarme dentro con el día
que hace —respondió Erol al tiempo que se sentaba en los escalones de la
entrada.
Su amigo esbozó otra sonrisa y entró a su casa para vestirse lo más rápido
posible. Llevaban días sin verse y a ambos les apetecía jugar juntos. El día
estaba soleado y no había prácticamente ninguna nube. La hierba estaba muy
verde debido no solo al buen tiempo, sino también a las recientes lluvias que
algunas semanas antes lo habían regado todo, y corría una suave brisa cálida
que hacía un placer el mero hecho de estar sentado disfrutándola, sin hacer
nada más. Antes de que Erol pudiese acomodarse demasiado, su amigo volvió
listo para salir.
—Bueno, ¿qué, nos vamos ya? —preguntó Esoj.
—Claro, pero no podemos ir muy lejos, tengo que estar pronto en casa
para ir al pueblo con mi padre. ¿Por qué no vamos por el camino a mi casa y
después decidimos hacia dónde seguir? —sugirió el pequeño Erol.
Su amigo asintió y comenzaron a caminar por el sendero en dirección a la
encrucijada de los «cuatro caminos», que como indicaba su nombre, tenía

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cuatro caminos que llevaban al pueblo, a los campos de cultivo de la familia
de Esoj, a su propia casa y alguno de sus vecinos y, por último, el que guiaba
hacia la granja de Erol. En ese sitio se encontraba una fuente muy importante
para todos, ya que era la única que tendría agua durante todo el año, incluso
en los meses de verano.
Ya no llovería más pasado otro mes u otros dos como mucho y, llegado
ese momento, los arroyos ya solo se mantendrían en los meses siguientes con
el agua del deshielo, helada y escasa. Cuando ese hielo acabara de derretirse,
el calor veraniego secaría casi por completo los caudales de agua que
proveían las diferentes granjas de la zona. Como consecuencia, los habitantes
de algunas granjas cercanas tenían que recurrir a la Fuente del Muerto, que se
encontraba en la encrucijada, cuyas aguas fluían todo el año alimentadas por
un manantial.
Esa fuente llevaba allí muchos años. El propio Torek había contado a sus
hijos que cuando él era pequeño ya se servían de ella en cuanto los arroyos se
secaban. Estaba a unos diez minutos de la granja de Erol, entre esta y la de su
amigo, que se encontraba a unos diez minutos más de camino. La fuente
formaba una pequeña poza poco profunda a la que iban a beber muchos
animales pequeños, como pajarillos o conejos, que solían dejar sus huellas en
el fino barro de sus orillas. También habitaban ahí algunas ranas que tanto
Erol como su inseparable amigo pelirrojo se entretenían en coger para
después volver a soltarlas o llevárselas a otras pozas.
Tras unos minutos de camino, decidieron coger la ruta que les dirigía
hacia las tierras de la familia de Esoj, que poseía grandes extensiones de
cultivo provenientes de la enorme herencia por parte de su abuelo materno.
La madre de Esoj había muerto hacía unos años y desde entonces el
pequeño vivía solo con su padre, pues no tenía más hermanos. Su abuelo
había sido un rico comerciante dentro de las fronteras del gran imperio y
consiguió amasar una importante fortuna gracias a la venta de lana y distintas
telas. Además consiguió el puesto de encargado de la confección de los trajes
que el ejército del emperador lucía, lo cual significó un aumento de sus
ganancias y una mejora en su reputación, que lo llevó a tener influyentes y
numerosos contactos en la aristocracia del imperio. Eso le facilitó tener
clientes poderosos con los que aumentar sus transacciones, por lo que su
patrimonio no dejó de crecer. Consiguió de esta manera obtener los medios
para comprar las tierras que más tarde heredaría su hija y que ahora, debido a
su muerte, pertenecían a su legítimo marido. Algún día esos cultivos
pertenecerían por derecho a Esoj.

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Sus campos abarcaban casi hasta donde alcanzaba la vista una vez cogido
el camino que dirigía a ellos. Era un espectáculo precioso cuando llegaba esa
época: las plantaciones aún estaban creciendo y se formaba un inmenso mar
verde regado por varias acequias que recorrían de punta a punta todo el
terreno de labor. La linde final la marcaba el bosque de Trenulk, una vasta
extensión de frondosos y enormes árboles en la que se decía que nadie del
imperio se había atrevido a penetrar jamás. La razón era que tras esa
aglomeración de árboles habitaban las temibles tribus velkra. Estas tribus,
según se decía, estaban compuestas por una especie de hombres
extraordinariamente fuertes que, por lo que los chicos habían oído, se
asemejaban más a bestias que a humanos. Su tamaño era de al menos dos
palmos más altos que cualquier hombre del imperio y portaban armas que un
soldado normal vería prácticamente imposible blandir, pues su peso las hacía
tan ligeras como una viga de hierro.
Los niños sabían que esos seres salían de vez en cuando de las tenebrosas
profundidades de su verde escondrijo en cuanto el clima se volvía más cálido.
Los chicos se dirigieron caminando con parsimonia hacia una de las acequias
donde solían refrescarse y jugar con el agua cuando aún la había. Una vez
llegaron se sentaron a la sombra de un pequeño árbol donde se había formado
un gran charco del agua procedente de un escape del conducto de riego.
—Oye, Esoj, ¿no te parece lo suficientemente amplio para hacer en él
nuestra propia granja de ranas? —dijo intrigado el más pequeño.
—Sí… Tal vez sea una buena idea esa. Mañana iremos a la fuente y
cogeremos algunas para traerlas hasta aquí —respondió este con cara de
satisfacción.
Tras el breve descanso, retomaron el camino a través del campo cultivado.
Avanzaban aplastando la hierba por donde pisaban, que ya estaba bien crecida
y llegaba a Erol por la cintura. No se alejaron mucho de la zona y poco
después se tumbaron juntos allí, en medio de la nada, a contemplar las escasas
nubes mientras disfrutaban de la paz que se respiraba. No había ruido alguno
salvo el de la suave brisa acariciando los verdes prados y el de algún pajarillo
que se exhibía con su dulce canto en busca de alguna compañera dispuesta a
prestarle atención.
En ese momento un verderón se posó al lado del charco destinado a ser la
granja de ranas de los pequeños, que no estaba muy lejos de ellos, y se puso a
beber bajo la atenta mirada de Erol, que comenzó a deslizarse oculto entre la
hierba, muy despacio, intentando acercarse lo suficiente como para cogerlo.
Esoj lo miró sin perder detalle, extrañado ante esa actitud que no entendía.

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Cuando poco después adivinó sus intenciones, el pelirrojo esbozó una sonrisa
intuyendo cuál sería el resultado de tan improbable caza y volvió a tumbarse.
Erol, por su parte, no prestaba atención más que a su presa y seguía
arrastrándose lentamente para no ser descubierto. Cuando llegó al límite del
cultivo, el pajarillo estaba a poco más de cinco pies de distancia. Había
llegado su momento y ahora su amigo le observaba de nuevo. Erol se preparó
y cuando estuvo listo, dio un tremendo salto sobre el pájaro que, no obstante,
tuvo tiempo de sobra para irse volando mientras el joven se precipitaba sobre
el charco cayendo dentro casi por completo.
Nada más caer al agua, Erol pudo oír con nitidez las tremendas carcajadas
que su compañero profería a solo unos pasos de distancia. El joven se retorcía
de risa tirado en la hierba mientras su compañero se levantaba lleno de barro
y mojado para dirigirse hacia él corriendo.
—¿Y tú de qué te ríes? —preguntó con un falso enfado el fallido cazador.
—¡Pues de ti, tarugo! —le respondió su compañero instantes antes de
volver a troncharse de risa en su cara.
—¿Sí? Pues te vas a enterar, listo —dijo Erol al instante que se
abalanzaba sobre su amigo para mojarlo a él también con sus ropas.
Los dos rodaron por el suelo en otra de sus muchas peleas ficticias con el
resultado habitual: el pequeño acabó dominando al mayor.
—Y ahora que estas a mi entera disposición —amenazó el vencedor—, ¡te
arrepentirás de tus actos! —y se tumbó sobre él para mancharlo de barro
mientras lo tenía sujeto por las manos.
Rieron durante un rato hasta darse cuenta de que se les hacía tarde y
debían volver, especialmente Erol, que sabía que su padre lo esperaba para
marchar hacia el pueblo. Anduvieron lo más rápido posible deseando llegar
pronto al cruce de caminos y partir cada uno por el suyo. Se despidieron
acordando verse de nuevo temprano al día siguiente.
Un rato más tarde el joven había llegado a su casa, a la hora justa de
comer. Su padre estaba sentándose en la mesa en ese preciso momento; su
hermano estaba ya listo y su madre terminaba de traer las cosas que aún
faltaban. Torek miró con gesto disgustado a su hijo menor, que había llegado
a la hora justa, lleno de barro y mojado. Erol se percató de los pensamientos
de su padre y se dispuso a recibir una merecida reprimenda, pero esta no
llegó.
—Sube a ponerte unas ropas secas y baja inmediatamente a comer, ya
estamos esperándote —fue lo único que le dijo Torek.

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—Sí, padre. Volveré ahora mismo —respondió el niño ante la atenta
mirada de desprecio de su hermano, que seguramente habría disfrutado con
una bronca hacia el pequeño.
Erol bajó enseguida como había asegurado, ya limpio y seco. Se sentó a la
mesa y todos comieron con ganas el guiso que había preparado la única mujer
de la casa. Acabaron pronto su correspondiente plato y justo después, Torek
fue a coger lo necesario para partir hacia el pueblo.
Volvió del desván con un par de bolsas pequeñas, de monedas, supuso
Erol al verlas. Con un gesto de la cabeza, Torek indicó a su hijo que se
levantase y se dispusiera a partir. El niño se levantó sin demora para ponerse
al lado de su padre, ya listo para marchar.
—Laiyira, nos vamos ya —comunicó Torek a su esposa—. Volveremos
entrada la noche, aunque no pretendo que nos entretengamos demasiado. Con
un poco de suerte, estaremos de vuelta poco después de que se ponga el sol.
—Está bien. No le hagas caminar demasiado deprisa, ¿vale? —pidió a su
esposo, preocupada por Erol.
Sthunk, aún sentado a la mesa, negó con la cabeza en un gesto que
reflejaba lo patético que le parecía el trato que su hermano menor parecía
recibir siempre.
—Madre, ya soy mayor para ir al pueblo andando a su paso —se defendió
el jovencito, herido en su orgullo.
Su padre esbozó una sonrisa y revolvió el pelo de su hijo con la mano en
un gesto cariñoso.
—Ya le has oído —sentenció Torek sonriendo mientras se daba la vuelta
para dirigirse hacia la puerta.
Al salir, Sthunk los acompañó para dirigirse hacia la sombra del gran pino
que había en la parte lateral de la granja. Les lanzó una mirada y los despidió
con un gesto de la mano antes de seguirlos hacia allí para ver cómo se
alejaban por el camino.
—Hasta luego, hijo. Cuida de la casa —se despidió Torek.
Sería un viaje rápido, ya que Torek solo necesitaba comprar un par de
cosas y era tarde. No debían volver muy entrada la noche, pues el valle no era
un lugar seguro. A Erol, sin embargo, no le importaba volver a la hora que
fuese mientras su padre estuviese con él. Era un hombre que le daba mucha
tranquilidad, pues no cualquiera se atrevería a meterse con alguien de
semejante tamaño. Torek era más alto que la mayoría y siempre había sido
muy respetado en el pueblo. Procuraba llevarse bien con todo el que podía.
Siempre decía que no le gustaban las peleas con sus vecinos, que solo

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complicaban los negocios y los tratos que deberían llevar a cabo para
conseguir lo necesario para sobrevivir. Mientras caminaban, el pequeño
observaba a su padre. Siempre lo había admirado por su fuerza, su valentía,
por su tranquilidad hasta en los momentos más duros, de los que salía airoso
con una sonrisa.
En sus tiempos de soldado, antes de conocer a la que sería su mujer, fue
un hombre muy importante que había combatido en numerosas batallas.
Prueba de ello era la tremenda cicatriz que tenía en el brazo izquierdo, que le
llegaba desde el hombro hasta el codo. No era la única que tenía, aunque sí la
más llamativa. Erol sentía curiosidad por el origen de semejante marca, pero
su padre nunca le había explicado cómo se la había hecho exactamente, solo
que fue en combate. No le gustaba hablar de su época de soldado y siempre
que lo hacía, se mostraba incómodo. Seguramente no tenía muy buenos
recuerdos de algunas de las vivencias que ocurrieron durante esa etapa de su
vida.
Mientras le observaba, el niño pensaba lo temible que debía ser
enfrentarse a un adversario tan enorme. Torek tenía unos brazos fuertes, torso
ancho y musculado por el duro trabajo que había realizado toda su vida ya
fuese en el ejército, cortando leña, en la forja o en los campos de cultivo. Su
pelo era oscuro, ligeramente ondulado y le caía con suavidad por los
hombros. Sus ojos oscuros, de un marrón muy intenso que a veces parecía
negro, con su marcada mandíbula y su amplia frente por cuyos lados caía la
melena, daban un aspecto terrible al bueno de Torek cuando se ponía serio.
El pequeño pensaba que nunca sería tan fuerte como él o su hermano,
pues aún no tenía ni siquiera el tamaño que correspondía a un muchacho de su
edad. Todos parecían pensar que no crecería mucho y que, si bien no iba a ser
un hombre de poca estatura, tampoco llegaría a ser muy alto. Sthunk, por el
contrario, era ya tan corpulento como cualquier hombre del pueblo a pesar de
su juventud, debido sin duda al trabajo al que había sido sometido durante
toda su vida, además, claro está, de los buenos genes que tenía por parte de
padre.
Torek se dio cuenta de que su hijo le observaba en silencio desde hacía
unos minutos.
—Hijo, ¿qué piensas? —preguntó intrigado Torek.
—Nada, padre. Solo que… —dudó un segundo— ¿crees que algún día
seré tan fuerte como tú? —preguntó sintiendo que se le encendían las
mejillas.

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—¿Quieres serlo? —respondió—. Si es lo que deseas, solo debes
esforzarte por conseguirlo.
—No llegaré a ser tan grande como tú por más que lo desee, padre. No
podré convertirme nunca en un gran guerrero —dijo el niño con la voz
cargada de pena a la vez que buscaba la excusa que le permitiese librarse de la
situación de su hermano—. Madre dice que pronto empezarás a entrenarme
igual que ahora le toca a mi hermano. Él puede aguantar los entrenamientos,
pero no sé cómo voy a enfrentarme a alguien como tú siendo un enano.
Torek frunció el ceño al escuchar aquellas palabras.
—No eres un enano, hijo. Aún eres muy niño, no debes preocuparte por
esas cosas todavía. Tienes tiempo por delante para crecer más —le consoló
Torek dándose cuenta de que ese tema preocupaba de verdad a su hijo—.
Además, en el combate no todo es el tamaño.
Aquella afirmación atrajo de inmediato la atención del pequeño, que
observaba atento a su padre.
—La historia está llena de grandes guerreros que a mí no me llegarían por
encima del hombro y, sin embargo, podrían con cualquier gigantón como yo
—dijo sonriendo de nuevo—. En la batalla el tamaño solo puede darte fuerza,
pero la agilidad y la velocidad también son cualidades imprescindibles para
combatir bien. De nada sirve ser fuerte si no eres también ágil, pues cualquier
enclenque que sea rápido puede esquivar uno de tus golpes y te aseguro, Erol,
que no hace falta mucha fuerza para hundir una espada en el vientre de un
hombre —explicó a su hijo—. ¿Puedo contarte un secreto?
Erol seguía con la mirada clavada en los ojos de su padre, intrigado,
esperando que le contase aquel secreto sin tener siquiera que responder a una
pregunta tan obvia. Su padre observó por el gesto impaciente de su hijo que
este ni siquiera iba a responder y se dispuso a hablar.
—Sé que me habéis preguntado muchas veces tanto tú como tu hermano
por cómo me hice la cicatriz del brazo y te acabo de ver mirándola de nuevo
hace un momento. Bien, me la hizo un muchacho más delgado y más pequeño
que yo —dijo Torek con un deje nostálgico en la voz—. Por aquel entonces
yo era joven y me creía invencible, estaba muy seguro de mí mismo y de mi
fuerza —confesó—. Ese muchacho debía ser más o menos de mi edad y esto
ocurrió en mis primeras batallas, cuando pensaba que ya lo sabía todo del
combate… La ingenuidad de los jóvenes es lo que tiene —habló para sí
mismo—. Ese chico me hizo dar de bruces contra la realidad cuando casi me
mata por culpa de mi soberbia. Cuando lo vi en el campo de batalla justo
frente a mí, pensé que acabaría con él de un solo golpe, pues no parecía ni

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poder sostener con firmeza la espada. En ese momento intenté hacerlo así,
fácil y rápido. Para mi desgracia, combatía mucho mejor de lo que pensaba —
suspiró—. Consiguió esquivar mi ataque con un movimiento rápido, y más
rápido aún lanzó una estocada que por suerte solo me alcanzó el brazo. Podría
haberme matado fácilmente si no fuese porque uno de mis compañeros vio
que estaba en apuros y consiguió defenderme hasta salir de allí. Estuve
semanas sintiendo un terrible dolor en el brazo. Esta cicatriz me recuerda a
diario que si subestimas a alguien, por indefenso o débil que parezca, acabas
por pagarlo.
Erol se mantenía atento a cada palabra, esforzándose para recrear en su
mente el momento que su padre acababa de describirle.
—¿Y tu amigo consiguió derrotarlo? —preguntó intrigado.
—Mi compañero murió instantes después bajo su espada —confesó Torek
—. Es algo de lo que nunca he hablado con nadie aparte de ti y pretendo que
siga siendo así —advirtió mirando a su hijo con un extraño brillo en los ojos
—. Nunca más vi a ese soldado, pero recuerdo su cara al detalle pese a los
años que han pasado desde ese momento. Aquel día aprendí que la soberbia
puede costarte la vida propia y la de tus seres queridos, como ocurrió en ese
entonces.
—O sea que conocías bien a quien te salvó la vida… —aseguró Erol
interpretando las palabras de su padre.
Torek asintió torciendo el gesto.
—Vaya… No tenía ni idea de que te hubiese ocurrido algo así. ¿Por qué
me lo has contado solo a mí, padre?
—Te lo he contado a ti porque al fin te has abierto a decirme lo que te
pasa, porque al fin has decidido hablar conmigo y, sobre todo, porque intuyo
un cambio en ti, uno que me gusta. Has tardado en hablar —enarcó las cejas
—, pero ahora sé que te preocupa tu tamaño y sé que te preocupa aún más la
actitud que tu hermano tiene contigo. Siempre te has dedicado a quejarte y
llorar —dijo Torek provocando que su hijo bajase la cabeza avergonzado—.
Sé que piensas que tu hermano te odia, pero no es así: él te quiere muchísimo,
solo que ha tenido que sufrir más que tú. En gran medida, debo decir, porque
así lo ha decidido. No entiende que tú no pienses como él, que no actúes
como él, pero cada persona tiene su forma de ser: nadie es perfecto y tenemos
que equivocarnos, que experimentar para encontrar nuestro camino. Él tiene
el suyo, que es muy parecido al mío, y cree que no hay otro posible —contó
Torek a su hijo.

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»Él no ha disfrutado el privilegio de tener tanto tiempo libre como tú,
pues yo necesitaba de su ayuda en cuanto pudo prestármela y nunca se negó
ni flaqueó en su esfuerzo. Con tu edad ya llevaba tiempo trabajando en los
cultivos y tú aún no has ido más que un par de días. Acabarás entendiéndole,
aunque creas que su forma de actuar no es la mejor o la más justa porque,
ciertamente, no es justo que se burle de ti. ¿Sabes qué? —preguntó a su hijo
con cara de quien va a revelar una verdad que cambiará el mundo—,
cambiando tu actitud, cambiará la suya —aseguró—. Demuéstrale que no eres
un vago y un perdedor, pues yo sé que no lo eres, y te ganarás su respeto.
Erol asintió analizando la información que su padre acababa de darle. Tal
vez sí que tuviera razón y solo necesitase querer ser mejor para lograr serlo.
Padre e hijo siguieron su camino en silencio durante un rato mientras el
pequeño seguía dándole vueltas a la cabeza, pensando qué debía hacer
exactamente para convertirse en lo que su padre y su hermano esperaban que
fuese. Ya estaban llegando al pueblo cuando volvieron a hablar de nuevo, esta
vez de temas sin importancia. El niño contaba a su padre sus relatos sobre la
infructuosa caza de la mañana y su inesperado frío baño en el charco. Torek
estalló de risa cuando escuchó el resultado del intento de captura fallido y al
fin consiguió enterarse de por qué su hijo había llegado mojado y lleno de
barro a casa.
Antes de que se dieran cuenta, estaban entrando en el pueblo, con sus
calles de tierra repletas de gente, sus casas de madera que se extendían con
poco orden alrededor de la Iglesia, la fuente y la famosa taberna de Stling,
que ocupaban el centro del asentamiento. Seguramente pasarían por allí a
descansar y beber algo después de visitar al herrero del pueblo, con el que
Torek tenía que hacer algún negocio, y más tarde el herbolario, pues Laiyira
había pedido a su esposo que le comprase ciertas plantas que sembraría
después en la propia granja.
El día transcurrió con normalidad y cuando sus tareas en el pueblo
concluyeron, padre e hijo se dirigieron a la taberna a descansar un poco antes
de comenzar el camino de vuelta. Entraron a la oscura estancia en la que se
servía un vino que, según decía Torek, era el mejor que había en los
alrededores. En cuanto llegaron a la barra, Stling, el tabernero y dueño de
aquel edificio, saludó a su viejo amigo Torek con un cálido abrazo. Eran
amigos desde su juventud y siempre se habían llevado bastante bien.
—Viejo amigo, ¿cómo estás? —preguntó el tabernero.
—Muy bien, gracias. ¿Aún sigues sirviendo el mejor vino que puede
encontrarse en el valle? —preguntó el grandullón.

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—¡Para ti siempre tengo buen vino! —respondió Stling mientras buscaba
un vaso para servírselo—. Erol, cada día estás más grande.
El niño sonrió complacido por el halago del buen Stling, que siempre
había sido amable con él.
Los adultos se pusieron a hablar, a contarse batallitas y a recordar viejos
tiempos. El tabernero no tenía gran cosa que hacer, pues el local estaba siendo
atendido por un chico joven que trabajaba para él desde hacía ya unos meses.
Stling era un hombre muy poco agraciado físicamente y, si bien no tenía mala
salud, su delgadez, su gran verruga peluda en la mejilla, su puntiaguda nariz y
su prominente calva pese a que aún no era viejo, le hacían parecer mucho
mayor. Era bastante feo a decir verdad y pese a que también era un tipo
amable, eso nunca había sido suficiente para conseguir que se casara y
pudiese tener hijos. Lo único que tenía Stling era su vieja taberna y su hogar,
que ocupaba toda la planta superior del edificio.
Su joven camarero trabajaba a destajo para poder servir a todas las
personas que había allí adentro, pero lo hacía con tal habilidad que parecía
que estaba disfrutando, que lo tenía todo controlado y no necesitaba ayuda.
Stling sabía que el chico era capaz, por eso podía permitirse el lujo de no
hacer nada cuando le apetecía. Además, para algo estaba pagándole a aquel
jovenzuelo.
Erol se aburría escuchándolos hablar de sus cosas, de las cuales no
entendía la mitad o no conocía los lugares que mencionaban. Su padre seguía
bebiendo, ya llevaba un par de vasos de vino cuando el pequeño no aguantó
más y se levantó del taburete para dar un paseo por el local. Comunicó a su
padre sus intenciones y este accedió sin prestar mucha atención, más centrado
en el vino y en su amigo que en cualquier otra cosa.
—No salgas de la taberna —fue el único impedimento que puso su
progenitor.
—No te preocupes, solo voy a dar una vuelta por aquí —aseguró el chico.
Torek asintió confirmando que, siendo así, no había problema en que se
levantase de allí.
Erol pasaba mirándolo todo con curiosidad. Había estado muchas veces en
la taberna de Stling, pero siempre que iba por allí encontraba a gente que
nunca antes había visto y que llamaban su atención: comerciantes, cazadores,
trabajadores de las tierras cercanas que venían por temporadas, viajeros, e
incluso a veces, algún soldado del emperador que pasaba sus ratos libres
degustando ese vino, supuestamente exquisito, que a Erol le parecía repulsivo
con solo olerlo.

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En una mesa cerca de donde el chico pasaba había cuatro hombres
sentados con pinta de cazadores, que seguramente olían peor que las bestias
que mataban. Uno de ellos se quedó observando al niño al ver que este los
miraba con curiosidad a ellos y su equipo. Erol se distrajo y, sin darse cuenta,
tropezó y tiró la cerveza a uno de los clientes de la taberna que ya estaba
bastante borracho. El chico se disculpó por su torpeza, pero el borracho no
parecía estar satisfecho con solo unas palabras, por lo que comenzó a
recriminarle con severidad.
—¿Acaso estás ciego, imbécil? Deberías mirar por dónde vas. Mira lo que
has hecho —regañó el barbudo agarrando a Erol por un brazo—. Un chico
como tú no debería andar solo por sitios como este.
—Lo siento. Me he despistado un momento, ha sido sin querer, se lo
prometo —se defendió asustado el niño.
Sin embargo, el borracho seguía sin parecer satisfecho y lejos de
calmarse, se fue calentando aún más, apretando su mano alrededor del brazo
del niño hasta que este no pudo reprimir los gestos de dolor en su cara. En ese
momento, el cazador que se había quedado mirando al pequeño instantes
antes y que era testigo de todo lo ocurrido, se acercó y cogió al borracho por
la muñeca que sujetaba el brazo de Erol.
—Suelta al chico, ya se ha disculpado y solo es un crío. Si te ha tirado una
jarra, yo mismo te la pagaré —dijo mirándolo a los ojos.
—¡A mí nadie me dice lo que debo o no debo hacer, bastardo! —gritó—.
Soltaré al chico cuando me venga en gana, así que siéntate si no quieres
acabar perjudicado tú también —amenazó el borracho, que ahora estaba
erguido y se alzaba por encima del cazador.
Dos hombres que parecían ser los que estaban con aquel alborotador se
encararon con el desconocido que molestaba a su compañero. El cazador los
observó sin parecer asustado ni nervioso. El brazo de Erol al fin fue liberado y
el niño fue rápidamente en busca de su padre, que debía encontrarse justo en
el otro extremo de la amplia taberna, dejando a su suerte a aquel hombre que
había intervenido para salvarle. Una vez Erol llegó junto a su progenitor, le
contó lo ocurrido sin demora y Torek pidió a su hijo que le indicase quién era
el hombre que le había hecho daño. Ambos se dirigieron a donde todo había
ocurrido y vieron como aquellos tres hombres se encaraban con el defensor
del niño, a punto ya de comenzar la pelea mientras los compañeros del
cazador permanecían sentados observando la escena y riendo.
Torek se acercó a paso rápido y, sin decir una palabra, pasó entre los
amigos del borracho bajo la atenta mirada de todos los clientes de la taberna

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para, sin vacilar, coger con ambas al borracho por las ropas del pecho y
estamparlo contra la pared sin soltarlo.
—Si vuelves a tocar a mi hijo, te destrozo —amenazó mientras aún lo
sostenía contra la pared, levantándolo casi un palmo del suelo y poniendo a su
altura a aquel hombre que, de repente, parecía menos valiente—. Si no te
parto la cabeza aquí mismo es porque eres un borracho y ni siquiera merece la
pena pelearse con escoria como tú.
El borracho trató de responder, pero de su boca no salió más que un
balbuceo confuso.
Torek lo soltó y se volvió hacia los amigos del borracho, que acababan de
perder el interés en continuar con la disputa. Torek les dirigió una mirada
cargada de ira y ambos se apartaron haciendo ademanes de no querer
problemas. Como de costumbre, su tamaño era suficiente para terminar peleas
antes incluso de iniciarlas. El cazador observó la escena y se quedó
estupefacto ante el poderío físico de aquel hombre. Torek se dirigió a él
entonces y le agradeció que hubiese defendido al pequeño. Los demás
cazadores sí que miraban atentos ahora, sin rastro de sorna en sus rostros, a su
compañero junto al gigantón que había acabado en instantes con el altercado.
El borracho y sus amigos fueron expulsados de la taberna por su dueño y se
les advirtió a gritos que nunca más serían bien recibidos por allí.
—Vámonos, Erol. No quiero que lleguemos más tarde de lo que ya vamos
—dijo Torek agachándose para mirar el brazo a su hijo.
—Espera un momento —pidió el cazador—. No me has dicho tu nombre.
—No necesitas saberlo. Te agradezco lo que has hecho por mi hijo. Stling
te ofrecerá una ronda de lo que quieras, ya se la pagaré yo —respondió Torek
dando por finalizada la conversación—. Y ahora, nos vamos —dijo ante la
atenta mirada de todos los presentes en la taberna, que no perdían detalle de lo
que estaba sucediendo.
Padre e hijo salieron del local de Stling a paso veloz y así partieron de
vuelta a casa cuando el sol ya comenzaba su descenso hacia las montañas
Ékhalas, dando el relevo a una enorme luna llena que durante los minutos
posteriores, cuando entraba la noche, inundaba el valle con una claridad que
les permitió andar el camino de vuelta sin necesidad de ninguna luz más.
Caminaron sin detenerse, a un paso bastante más rápido que en el camino
de ida y Erol se dio cuenta de que su padre parecía preocupado. Habían estado
hablando todo el camino de vuelta sobre la pelea de la taberna hasta que
comenzaron a oírse sonidos de tambores a lo lejos. Se detuvieron en busca del
origen de aquel lejano sonido que parecía proceder del extremo oeste del

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valle, donde este lindaba con el oscuro bosque de Trenulk. Erol se asustó
recordando las numerosas historias que se contaban de aquel bosque y sus
temibles moradores. Pensaba en la posibilidad de que aquellos hombres, si es
que eran eso, pudiesen atacar su granja o alguno de los pueblos cercanos.
El niño nunca había visto uno de esos seres, pero según contaban los que
sí lo habían hecho, eran en apariencia muy similares a hombres, pero más
fuertes y grandes que estos. Los integrantes de las velkra eran sucios, brutos y
sobre todo, muy belicosos. Se decía que no le temían a nada y que
periódicamente salían de sus moradas en busca de carne humana que
devorarían más tarde en la seguridad que les proporcionaba su bosque.
Parados en mitad del camino, miraban en dirección al estruendo que se
escuchaba. Erol se agarró a la pierna de su padre, que inmediatamente se
percató del miedo que atenazaba a su hijo y le habló para tranquilizarle.
—Tranquilo, hijo, están muy lejos de aquí y nunca se adentrarían lo
suficiente en este valle como para llegar a donde nosotros estamos. Como
mucho saquearán alguna desafortunada granja, pero tampoco lo creo, ya nadie
vive tan cerca de la parte del bosque por donde salen —dijo Torek al pequeño
mientras este le miraba sin parecer más tranquilo.
—Ya sé que nunca vienen hasta tan lejos pero ¿y si lo hacen? No
podríamos defendernos ante ellos. He oído que son como hombres pero
mucho más fuertes, que tienen afilados dientes y que se comen a los soldados
que matan en combate —dijo con voz temblorosa.
Torek soltó una sonora carcajada ante la mirada de desconcierto de su
hijo, que no entendía por qué la idea de ser devorado por una bestia le parecía
tan sumamente divertida. Su padre acabó de reírse y comenzó a caminar de
nuevo antes de responder.
—Hijo, ¿acaso crees que tu padre no es capaz de defender a su familia? Si
se atreven a acercarse hasta aquí, seré yo quien se los coma a ellos —
respondió antes de volver a descargarse con una nueva carcajada.
Al pequeño Erol seguía sin hacerle ninguna gracia aquel asunto, por lo
que se centró en andar lo más rápido posible para llegar pronto a casa, donde
se sentiría mucho más seguro. El joven miraba periódicamente hacia atrás, en
dirección a donde aquel estruendo se creaba, mientras rezaba para sí pidiendo
que ninguno de esos salvajes apareciese de entre las sombras para atacarlos.
No tardaron mucho en percatarse de las antorchas encendidas en la fachada de
su hogar, que hacían visible el destino de los viajeros ya cansados tras la larga
caminata. Cuando llegaron a cierta distancia, divisaron a un hombre en la
puerta que parecía mirarles desafiante con una espada en la mano. Erol iba un

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poco por detrás de su padre cuando vio al extraño, que estaba a la distancia
justa para que la luz de las antorchas delatase su silueta pero no su rostro.
—Padre, hay alguien ahí, justo en la parte delantera de la granja —dijo
Erol señalando antes de detenerse.
—Tranquilo, hijo, es tu hermano sin ninguna duda. Reconozco esa forma
de sostener la espada —aseguró su padre.
Efectivamente, aquel extraño no era otro que Sthunk dispuesto a atravesar
a cualquier desconocido que se acercase a su hogar y su madre con
intenciones hostiles. Cuando reconoció la silueta de su padre, se relajó y bajó
el arma. Se saludaron y entraron en casa dispuestos a devorar la deliciosa
cena que Laiyira seguro tendría ya preparada desde hacía rato. La mesa ya
tenía la comida encima cuando Torek entró acompañado por sus hijos. Los
platos aún humeaban.
Erol fue directamente a lavarse y ponerse unas ropas limpias con las que
quitarse el olor a polvo y sudor que delataba que habían hecho el camino más
rápido de lo normal. Instantes después, el chico llegaba a su sitio dispuesto a
devorar la cena. El miedo le había cerrado el estómago, pero ahora que volvía
a estar en casa, sintiéndose seguro, creía que iba a desfallecer por el hambre.
Durante la cena, Torek parecía más serio que en el viaje y no era muy difícil
adivinar que algo extraño pasaba por su cabeza. ¿Estaría asustado él también
de aquellos seres? ¿Acaso pensaba que podrían sufrir algún ataque? El
pequeño se devanaba los sesos pensando sin querer preguntar a su padre el
motivo de aquella expresión por miedo a que la respuesta pudiese asustarlo
aún más.
—Laiyira, partiremos antes de que salga el sol hacia las tierras del sur
para acabar lo antes posible con los negocios. Este año conviene que no me
retrase —dijo de repente Torek cuando nadie estaba hablando.
—¿Partiremos, dices? ¿Acaso no vas a ir solo? —preguntó sorprendida su
esposa.
—No. Este año Sthunk vendrá conmigo, ya tiene edad —respondió Torek.
Sthunk le miró algo extrañado, puesto que no esperaba que su padre
necesitase de su ayuda. De todos modos, no puso ninguna pega y, tras unos
instantes pensativo, siguió comiendo como si todo aquello no tuviese nada
que ver con él.
—Está bien. Si crees que es lo mejor, id los dos —concluyó con tono
serio Laiyira.
Erol no podía creerse lo que estaba pasando. Aquellos seres merodeaban
por las tierras del valle y precisamente ahora su padre y no solo él, también su

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hermano, se iban de viaje y los dejaban solos. Torek siempre partía de viaje
por esa época hacia las provincias del sur y del centro del imperio, donde se
dedicaba a la compra de variados utensilios de todo tipo: objetos de
decoración, finas telas, alimentos exóticos… Viajaba durante unas dos
semanas hacia la gran ciudad de Úhleur Thum, donde se reunían por esa
época mercaderes de todas las partes del imperio para ofrecer sus productos.
Allí encontraba todo lo que quería comprar, invertía sus ahorros en mercancía
y después, a medida que hacía el viaje de vuelta, se iba deteniendo en todos
los pueblos y aldeas que se encontraba para vender esos productos. De este
modo podía pasar fuera unas cinco o seis semanas intentando ganar un dinero
extra.
Hasta ahora siempre había ido solo, pero este año, por primera vez, le
acompañaría su hijo mayor. Era un viaje ya que los ladrones yacían apostados
en muchos de los cruces de caminos esperando poder sacar tajada de los
desafortunados mercaderes con los que se cruzasen. Por ello, Torek siempre
se llevaba sus armas, que tenía guardadas en un baúl en el hueco de la
escalera y que nunca se abría. Erol no sabía con certeza lo que contenía, salvo
una daga preciosa que una vez consiguió ver de soslayo mientras su padre
inspeccionaba el interior para asegurarse de que todo estaba en orden. Torek
le había dicho que ahí tenía sus armas de cuando era soldado y que tenía más
cosas que él no debía ver aún debido a su edad. El arcón era más largo que el
niño. Podría medir algo más que medio cuerpo de su padre y pesaba tanto que
Erol no era capaz de moverlo ni un ápice por más que lo había intentado. La
única llave que lo abría estaba colgada de un cordón que Torek llevaba en el
cuello, lo cual hacía muy complicado hacerse con ella.
—Sthunk, acaba de cenar y vete a dormir un rato, te despertaré en unas
horas y saldremos inmediatamente —ordenó Torek.
—Sí, padre —respondió Sthunk emocionado.
Instantes después terminó su cena. El joven se dirigió a lavarse y
prepararse para dormir mientras sus padres discutían en el salón sobre algo
que ni él ni su hermano, que ya había terminado su cena y estaba con él,
alcanzaban a entender. El hermano mayor escuchaba justo al final de la
escalera intentando que desde allí, algunas palabras subiesen con la suficiente
fuerza como para saber de la conversación que sus padres mantenían.
—¿Sthunk, oyes algo de lo que dicen? —preguntó Erol.
—¿Cómo voy a oírlo si no te callas?
Erol miró dolido a su hermano, se levantó y se fue a su cuarto a mirar las
estrellas que se veían en gran cantidad a pesar de la enorme luna llena. Se

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veía todo tan claro, tan hermoso bañado por la luz que la blanca esfera
proyectaba en el valle… Podían apreciarse las ligeras ondulaciones del
terreno, escucharse el agua del arroyo fluir mientras recorría su nocturno
camino, el ulular de las lechuzas que tanto relajaba a Erol y un sonido menos
agradable que traía desde lejos la suave y fresca brisa de la noche: el
estruendo que estaba produciéndose en los límites del valle, que llegaba hasta
allí ya amortiguado por la distancia. Seguramente algún pequeño
destacamento del ejército imperial apostado en esa zona había salido en
defensa de las aldeas que estaban siendo saqueadas por los moradores del
bosque.
Pronto volverían a su escondrijo, no por miedo a los ejércitos sino porque
al parecer no les gustaba adentrarse en las tierras del imperio. Los ejércitos
del emperador sucumbían en cuestión de pocas horas ante aquellos seres,
hombres o bestias, pues su ferocidad hacía que aplastar a un soldado no fuese
para ellos más que un entretenimiento del que disfrutaban. Según se contaba,
luchaban como hombres, con armas y escudos parecidos a los de cualquier
ejército solo que más grandes y pesados. Llevaban yelmos que les cubrían el
rostro y hacían su aspecto aún más temible, portando muchos de ellos largos
cuernos a veces retorcidos y con estrías que los aldeanos del valle aseguraban,
salían de sus cráneos, por lo que no eran un simple adorno de sus
protecciones.
Todos habían oído hablar de las historias que se contaban sobre ellos,
historias que ponían los pelos de punta a cualquiera que las oía. Los propios
soldados del emperador sabían de aquellas leyendas mejor que nadie y huían
en gran número cuando divisaban a tan temible enemigo en mitad de la
noche. Nunca salían con la luz del sol, sino que sus incursiones se producían
siempre bajo el abrigo de la oscuridad de la noche o justo antes de que esta
cayese. Erol seguía absorto en sus pensamientos cuando su hermano entró en
la habitación.
—Erol —llamó Sthunk hablando en voz baja para no ser oído por su
padre—. Me voy en unas horas para estar fuera varias semanas… Nunca
hemos estado separados tanto tiempo y… —dudó un instante— creo que voy
a echarte de menos. No me gustaría irme sabiendo que estás enfadado
conmigo.
Erol se giró entonces para mirarle. Estaba confuso, pues su hermano
nunca le había hablado así hasta ese momento. ¿Ahora no quería pelearse?
Aquello era una novedad que no entendía a pesar de que estuviera a punto de

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marcharse. Podía irse sin más, al fin y al cabo, ¿qué más daba si cuando
volviese volverían a pelearse día sí y día también?
—Supongo que yo también te echaré de menos aunque sea porque no voy
a tener con quien pelearme —respondió Erol intentando parecer indiferente
ante las palabras de su hermano.
Sthunk se dirigió hacia Erol y lo abrazó. Cuando lo soltó, Erol lo miraba
incrédulo. El mayor se dio la vuelta sin añadir más, camino de su habitación
para dormir. El pequeño se dirigió de nuevo a su ventana, apoyó los codos en
el borde, se acomodó de rodillas sobre su cama, que estaba justo debajo, y se
quedó allí observando y escuchando durante un buen rato. Cuando el sueño
comenzaba a apoderarse de él, salió a hacer sus necesidades, pero cuando se
disponía a bajar las escaleras escuchó que sus padres hablaban aún en el salón
sobre el viaje que llevarían a cabo su padre y su hermano dentro de solo unas
horas. Laiyira no parecía estar contenta con lo que su esposo le contaba y
aunque el niño no podía enterarse de lo que hablaban, sí que conseguía
identificar fragmentos de la conversación, así que se sentó justo al lado de
donde comenzaba la escalera para escuchar mejor y ahí pasó un rato en el que
no descifró nada interesante.
—Stling dice que… no… esperar… ya sabes… es mayor… —exponía la
potente voz de Torek a su esposa.
Aquello no era importante, Torek simplemente le contaba a su madre
cómo había transcurrido el día en el pueblo e intentaba también convencerla
de que a Sthunk no le pasaría nada por acompañarle durante unas semanas.
Erol siguió su camino, bajó al salón provocando que la mirada de sus padres
se clavase en él y cuando vio sus necesidades aliviadas, volvió para dar un
gran abrazo a su padre a modo de despedida.
—Te echaré de menos, pequeñín. No olvides lo que hemos hablado hoy,
¿eh? Ya sabes lo que debes hacer y espero que cuando vuelva hayas
empezado ya con tu nueva actitud. Cuida mucho de tu madre y cuídate mucho
tú también —dijo Torek antes de soltar a su hijo y mandarlo a la cama.
—Yo también te echaré de menos, padre. Espero que os vaya bien el viaje
y vendáis muchas cosas para que luego me compres otras a mí —dijo Erol
sonriendo—. Buenas noches.
Así, el chico llegó a la escalera y comenzó a subir a paso rápido, dispuesto
a dormir de una vez.
Torek sonreía mientras veía a su hijo alejarse hacia su cuarto. Él y Laiyira
seguirían un rato más allí hablando y aprovechando su última noche juntos
antes del viaje. El pequeño se acostó y se durmió escuchando los lejanos

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sonidos que provenían de la refriega que enfrentaba a las velkra y las
guarniciones del imperio y que, poco a poco, iría apagándose. Lo único que
pensaba Erol era que aquella noche su padre estaba en casa y esa sería la
última vez que podría dormir tranquilo en semanas.
Erol despertó a la mañana siguiente y su padre ya no estaba, como
tampoco estaba su hermano ni el caballo, ni tampoco la carreta ni el baúl de
las armas. Laiyira estaba ya levantada, seguramente desde hacía horas, como
de costumbre. Su hijo se quedó mirando cómo preparaba el desayuno, que
estaría pensando llevarle a la cama, pues se suponía que aún estaba dormido.
El niño se acercó por detrás a su madre sin decirle nada y la abrazó. Ella no lo
esperaba, y prueba de ello fue el salto unido al grito de sorpresa que dio. Erol
echó a reír ante la mirada de simulado enfado que puso su madre, que a modo
de venganza le cogió y comenzó a hacerle cosquillas hasta que ambos
cayeron al suelo entre risas y juegos. Laiyira dio un beso a su hijo a modo de
saludo de buenos días.
—Tienes el desayuno listo —dijo la encantadora mujer.
—Gracias, madre. Imagino que Esoj vendrá pronto a casa y saldremos
juntos a dar un paseo por el campo y a jugar, quizá por sus tierras —informó
Erol a su madre mientras se sentaba a la mesa, listo para devorar su comida.
El pequeño estaba desayunando, su madre recogía y limpiaba los
cacharros sucios que había tras la preparación de la cena de la noche anterior.
Tal vez hubiera estado hasta tarde con Torek, por eso no le había dado tiempo
a recoger antes. Mientras el pequeño degustaba su desayuno compuesto por
un vaso de leche y pan con queso, que siempre le había encantado, sonó la
puerta. Alguien llamaba. Laiyira abrió y del otro lado apareció el amigo de su
hijo esperando para llevárselo a dar un paseo, a llenarse de barro y a coger
ranas como hacían de costumbre. El niño entró en casa y se sentó junto a Erol
esperando que terminase su comida.
—Erol, he pensado que podíamos ir al bosque de Trenulk ahora, en
cuanto acabes de comer —sugirió murmurando para evitar ser oído por la
señora de la casa—. ¿Escuchaste los tambores anoche? Es la época de que
esos seres salgan del bosque y tengo curiosidad por saber si podremos ver a
alguno desde lejos aunque sea.
Erol casi se atragantó al escuchar la propuesta de su amigo, iba a toser y
cuando finalmente consiguió tragarse lo que tenía en la boca, miró a los ojos
al pelirrojo para manifestarle sus pensamientos.
—Estás loco, no pienso ni acercarme allí —respondió sin vacilar el más
pequeño de los niños, volviendo a clavar la vista en su desayuno—. ¿Acaso

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no sabes que precisamente ahora que salen es cuando podrían atraparnos con
más facilidad? A mí no se me ha perdido nada por allí —concluyó Erol.
—Vamos, no seas miedica, ni siquiera entraremos en el bosque. Lo único
que quiero es que nos acerquemos un poco a ver si vemos algo, eso es todo —
dijo Esoj.
Erol le miró serio, aquella idea no le hacía gracia y prefería que fuesen a
coger ranas para su supuesta futura granja antes que acercarse al oscuro
bosque donde podrían sufrir un destino que sería, cuanto poco, desagradable.
—Está bien, pero no pienso entrar, ni siquiera pienso acercarme mucho.
Lo veremos desde tus tierras, pero no pienso salir de ellas para acercarme
más, es mi última y única oferta —respondió Erol sin acabar de estar muy
convencido.
Esoj esbozó una alegre sonrisa ante la propuesta, que era más que
suficiente para satisfacer su siempre presente curiosidad. Esoj era un niño
muy seguro de sí mismo, no tenía miedo de otros chicos, pues era más fuerte
que la mayoría de ellos. Por eso pensaba que nada malo podía pasarle.
Siempre estaba metiéndose en líos con la gente de las granjas vecinas, con los
niños del pueblo y ahora, tal vez los dos acabarían metidos en otro lío por
culpa de su curiosidad.
Erol terminó su desayuno, se despidieron de Laiyira y abandonaron la
casa. Se dirigieron al camino que les conduciría hacia la encrucijada desde la
que cambiarían de dirección hacia la parte del bosque más cercana a sus
hogares: la que lindaba con las tierras de Esoj. Una vez llegaron a sus tierras,
Esoj se dirigió muy seguro hacia la acequia que las recorría por todo su
contorno, siguiéndola hasta llegar al bosque. Erol avanzaba un poco por
detrás de él pensando si realmente quería hacer lo que estaban haciendo, si era
seguro acercarse tanto al bosque en un momento así, cuando las velkra
estaban tan activas. La noche anterior esos seres habían frecuentado el valle,
¿quién decía que no estarían ahora acechando escondidos entre la maleza?
¿Podrían huir de ellos si los perseguían? El pequeño no lo creía. Estaba
asustado, a diferencia de su buen amigo, que caminaba hacia las lindes de
Trenulk cada vez más emocionado.
—Oye, Esoj, ¿crees que podrían atacar nuestras granjas? Esas bestias
entraron en el valle y destrozaron alguno de los destacamentos del ejército del
emperador. Estuve hasta bien entrada la noche observando por la ventana de
mi habitación y escuchando los sonidos que llegaban hasta aquí desde la parte
oeste del valle —comentó Erol tratando de disuadir a su amigo de sus
intenciones.

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—Claro que los escuché, yo también estuve despierto hasta tarde. ¿Sabes,
Erol? Tengo curiosidad desde hace años por saber cómo son esos seres, cómo
se mueven, se comunican, cómo comen y, sobre todo, qué comen —respondió
el pelirrojo aún más motivado, lo cual acrecentaba los nervios de Erol.
Mientras caminaban, charlaban sobre el bosque y sus moradores, sobre
sus dudas respecto a estos seres. Tras un largo rato avanzando y a medida que
se acercaban a su destino, comenzaron a oír sonidos que nunca antes habían
captado en ninguna parte. Continuaron con paso firme mientras escuchaban
los cantos de pájaros que vivían en aquella concentración de vegetación tan
inmensa y verde. Esos sonidos eran increíblemente hermosos, imposibles de
escuchar en cualquier otra parte del valle ya que al parecer, esas aves solo
vivían en Trenulk y no abandonaban nunca el bosque.
Los muchachos se sentaron justo en la linde de las tierras de Esoj mientras
miraban en dirección al bosque. Nunca antes habían estado en esa zona y ni el
propio Esoj conocía esa parte de sus tierras. Si su padre se enteraba de que se
habían acercado tanto hasta allí, le caería una buena bronca y esta vez, de
verdad. Sin embargo, los sonidos que invadían el aire invitaban a adormecerse
sobre la hierba, por lo que el mayor de los niños se tumbó para relajarse aún
más. Erol ya no estaba nervioso, estaba fascinado ante tan dulces melodías y
miraba curioso los raros árboles que formaban aquella densa concentración de
vegetación. Sus troncos eran retorcidos y rugosos, muy altos y anchos,
cubiertos de amplias hojas de un intenso verde. El suelo estaba repleto de
plantas concentradas de una forma muy tupida, bastante altas. Quizás tanto
como un hombre de mediana estatura. Algunas de ellas escalaban apoyándose
sobre los altos troncos de los árboles, rodeándolos a modo de un vegetal
abrazo para llegar hasta casi la cima de estos.
Erol ya se había relajado por completo pensando que los temibles
guerreros con toda probabilidad vivirían en lo más profundo del bosque, en
cuevas excavadas en la tierra o en las paredes de rocas, puede que incluso en
casas de madera, pero desde luego no cerca de las lindes del bosque y,
sabiendo que solo salían por las noches, empezó a entender que no tenían
nada que temer. Por ese motivo, se tumbó dispuesto a escuchar lo más
cómodo posible los sonidos que el bosque exhalaba. La tranquilidad que se
respiraba era inmejorable, y los dos amigos sentían que podrían pasar horas
sin hacer nada más que estar tumbados en la hierba. Allí solo se respiraba paz.
Sin embargo, cuando solo llevaban unos minutos disfrutando de esa
tranquilidad inesperada, un rugido surgió desde las profundidades del
Trenulk. Los niños se levantaron de un salto mirando hacia las lindes del

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frondoso mar de árboles esperando que ningún ser surgiese de entre las
plantas en busca de algo que comer: algo como ellos. De repente, el bosque
quedó en silencio. Sus ojos recorrían la línea de árboles con la esperanza de
no ver algo extraño. Por alguna razón, no querían irse sin descubrir qué ser
producía tan terrible sonido. Los pájaros habían callado y se apoderó del lugar
un frío silencio que ponía los pelos de punta. Solo el sonido de la suave brisa
acariciando la hierba resonaba ahora en los oídos de los niños.
—Esoj, creo que deberíamos irnos ya —sugirió Erol observando la pálida
cara de su amigo, que ni siquiera parecía haberle escuchado.
Justo después de decir esto, el rugido volvió a oírse. Esta vez sonó más
fuerte y fue seguido por otros parecidos que ahora brotaban desde toda la
línea de árboles que ellos observaban. Salieron corriendo sin siquiera mirar
hacia atrás. El pánico se apoderó de ellos y por más que corrían no paraban de
pensar que iban muy lentos, que algún animal hambriento les perseguía y
pronto daría con ellos.
Corrieron llevados por la fuerza que da el miedo y lo hicieron hasta
quedar sin oxígeno y tener que parar. Se dejaron caer en el suelo para intentar
recuperar el aliento, sin dejar de sentir aún como su corazón seguía
bombeando a través de sus venas esa sensación de miedo mezclada con
sangre caliente que les quemaba por dentro, haciendo que les ardiesen el
cuello y los pulmones.
Cuando miraron hacia atrás vieron que se habían alejado mucho del
bosque, pero aún no podían sentirse a salvo. Les dolía el pecho y las piernas,
y tenían el aliento entrecortado debido al gran esfuerzo al que se habían
sometido. Querían seguir corriendo, pero ya no podían más. Cruzaron miradas
y sin decirse nada, empezaron el camino de regreso a casa sin dejar de mirar
hacia atrás, de cuando en cuando, pensando en lo que instantes antes habían
escuchado. Erol estaba asustado, pero en alguna parte de su interior sentía una
sensación nueva para él, sentía que aquel miedo, en cierto modo, le había
gustado. Empezó a sonreír.
Esoj no estaba tan contento: parecía que se echaría a llorar en cualquier
momento o que se desmayaría por el cansancio. La valentía se le había
escapado por los poros en cuanto escuchó aquel desgarrador rugido que
provenía del interior del bosque. Avanzaba mirando continuamente hacia
atrás, alargando la zancada mucho más de lo normal, hasta tal punto que Erol
empezaba a quedarse rezagado. Ahora volvían a mirarse, esta vez con caras
muy diferentes a cuando se acercaron al bosque un rato antes. El pelirrojo no
entendía de qué se estaba riendo su compañero, pero a decir verdad, este

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tampoco entendía por qué él mismo se estaba riendo y qué era aquella
sensación placentera que recorría su cuerpo al completo. Se sentía vivo, feliz,
entusiasmado.
—Deberíamos volver mañana —dijo muy convencido Erol.

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2. LA SITUACIÓN DEL IMPERIO

Camino a casa, los chicos no paraban de imaginar cómo sería la criatura


capaz de producir tales rugidos. Debía ser enorme, con grandes garras y una
gigantesca boca en la que con facilidad cabría un niño de su edad al completo.
Quizás en las copas de los árboles la vida fuese más calmada, como aquellos
pájaros habían parecido demostrar instantes antes de que el rugido se oyese
pero, sin duda, la vida a ras de suelo en aquel bosque era implacable. ¿Cómo
sobrevivirían allí las tribus velkra? Esos seres debían ser más animales que
otra cosa si podían convivir con aquellos monstruos que se movían entre las
sombras de los árboles. Quizás sus cuernos les valían para defenderse de
ellos, quizás conociesen sus movimientos y costumbres y procuraban no
encontrarse nunca con ellos. Fuera como fuese, estaba claro que aquel bosque
era un sitio peligroso y ambos comenzaban a comprender de veras por qué
nadie del imperio parecía capaz de penetrar en él.
Erol no dejaba de pensar que le gustaría ver los animales que poblaban ese
mundo oculto a la vista de los habitantes del imperio y sus fronteras. La
granja del pequeño se encontraba en la parte limítrofe de las tierras del
emperador Laebius, el cual había conseguido, tras décadas de guerras,
afianzar sus dominios hasta donde el muchacho vivía, gobernando así la
práctica totalidad de la tierra conocida. Solo quedaban fuera del imperio las
tierras de los puncos y el mismo bosque de Trenulk mientras que, en el mar,
la isla de Sésima también mantenía un dominio independiente.
Los puncos, al igual que Erol, también habitaban en las lindes del gran
bosque, entre este y el Río Maldito, que al parecer nacía en el interior del
Trenulk y atravesaba el imperio bajando desde el norte para torcer después
hasta desembocar por su parte más occidental. Nadie sabía dónde nacía
exactamente, pues adentrarse en el bosque, ya fuese navegando o andando,
era sinónimo de muerte. Sí, el río más caudaloso de todo el imperio estaba
maldito. Todos sabían eso.
Se decía que más abajo del valle de Mélmelgor, el mismo donde se
asentaba la granja de Erol, el río se ensanchaba formando un gran lago donde

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era posible ver los espíritus que nadaban en sus oscuras profundidades. La
gente hablaba de casos de personas que habían cometido la insensatez de
bañarse allí y habían sido arrastrados por sus espíritus hacia el fondo, donde
esos pobres infelices desaparecían para siempre. Los espíritus resplandecían
desde el fondo de las aguas y cuando algún incauto quedaba a su alcance, con
la velocidad del rayo subían a la superficie, le cogían y le hacían preso de su
mundo de penumbra y soledad, arrastrándolo para siempre al fondo, de donde
era imposible volver. Hacía mucho que esas desgracias no se repetían, pues
las historias de las almas ligadas a ese lugar eran conocidas en todo el imperio
y nadie era ya tan imprudente como para bañarse en el lago. La gente ni
siquiera se acercaba allí a coger agua para beber ni se permitía a los rebaños
abrevarse en el lago por miedo a que cualquier ser vivo que se acercase a las
orillas de este, pudiese despertar la aletargada voracidad o la eterna necesidad
de dar muerte que parecían tener los moradores de sus aguas.
Aquel era un río muy largo y profundo, y sus orillas habían visto morir a
miles de personas en innumerables batallas desde que el hombre era hombre.
Se trataba de una zona rica y fértil, con un constante caudal de agua que no
dejaba de correr en todo el año y eso hacía que muchas tribus, antes de la
creación del imperio, hubieran querido hacerse dueñas de las orillas del Khor
y las tierras que este regaba.
Según la leyenda, las almas que poblaban aquel río eran las de los
antiguos soldados que habían muerto en sus orillas: jóvenes arrastrados a la
muerte, separados de madres, padres, hermanos, amigos, de sus mujeres…
jóvenes que se vengaban de los vivos por los que murieron condenando a
cualquiera que quedase a su alcance. Eso era, al menos, lo que decía la
leyenda.
Erol nunca había visto el Khor con sus propios ojos, nunca se había
alejado tanto de su granja porque por el momento jamás había salido del valle
de Mélmelgor.
Mucho más allá del valle se encontraba la capital del imperio, la
fortificada Úhleur Thum. Aquella era la primera ciudad de piedra y
amurallada que se había erigido nunca en el mundo conocido. Era una
fortaleza inexpugnable, por eso y por su gran tamaño era la capital que había
elegido el emperador Laebius. Úhleur Thum era también la ciudad donde el
emperador había nacido y la que proporcionó a este la mayor parte de los
efectivos que usó para unificar todo el territorio que ahora gobernaba.
Eso había ocurrido hacía ya muchos años, cuando Torek era soldado. Él
luchó por el imperio durante años y como recompensa, con su paga de

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soldado, los botines y una ley que repartía tierras entre los veteranos, el padre
de Erol pudo construir su granja en las lindes del imperio, donde se le habían
otorgado estas tierras, y crear así su hogar y su familia al casarse con Laiyira.
La mujer había vivido siempre en la capital hasta que ella y su futuro esposo
decidieron hacer juntos su vida. Torek se había criado en las tierras de los
puncos, cerca de los rebeldes del imperio, pero él no compartía ideas con los
independentistas, por eso se unió joven al ejército del emperador.
Los puncos eran fieros guerreros que el emperador, después de décadas,
aún no había sido capaz de someter aunque sí les había logrado arrebatar gran
parte de sus dominios tras largas y sangrientas batallas, entre ellos, la zona
donde se crio Torek. Esto no había amedrentado a la antigua tribu, sino más
bien al contrario. Los puncos se morían de ganas por hundir una espada hasta
la empuñadura en el pecho de aquel autoproclamado emperador que les había
cambiado su modo de vida, que les había quitado buena parte de las tierras
que sus antepasados les legaron, que los obligaba a vivir retenidos al otro lado
del Khor en constante alerta ante posibles ataques. Nadie sabía cómo, pero al
parecer los puncos habían conseguido que las tribus velkra no los atacasen, lo
cual era una ventaja teniendo en cuenta que la mitad de su territorio lindaba
con el bosque de Trenulk.
Gracias a ese inexplicable pacto con las velkra, el único enemigo que
tenían los rebeldes estaba por delante y no era otro que el emperador. Laebius
era un buen general, pero temía al Río Maldito casi tanto como al bosque de
Trenulk. Era capaz de luchar contra cien hombres él solo, pero temía
profundamente las fuerzas sobrenaturales y esa era, de momento, la salvación
de lo que quedaba de los antaño gloriosos puncos.
Como medida de prevención, el emperador había construido la fortaleza
de Álea en el único punto por el que los puncos podían cruzar el río: el vado
de Laek. Solo había dos lugares en todo el río por el que este podía cruzarse,
ya que nadie había construido nunca un puente sobre sus aguas. Los dos sitios
por los que cruzar eran el vado de Laek, en las tierras de los puncos, y el vado
de Esla, más abajo del lago maldito. Los puncos no podían cruzar por Esla
porque hacerlo supondría semanas de viaje e implicaría dejar desprotegidas
sus tierras y su última gran ciudad, invitando así a la invasión si es que
Laebius se atrevía a cruzar el vado. Si permanecían en sus granjas, en su
capital, los puncos tenían la posibilidad de defenderse cerrando desde su orilla
el vado y defendiéndolo con su imponente ejército, por lo que mientras este
estuviese situado ahí, el emperador no tenía nada que hacer.

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El ejército punco no era tan numeroso como antaño, pero sus soldados
eran entrenados desde muy niños y en un combate en igualdad numérica, esos
fieros rebeldes podían barrer a cualquier enemigo. Laebius lo sabía y el vado
de Laek permitía a los puncos defenderse desde un lugar en el que el
emperador no podría desplegar su ejército por completo, con lo que la
igualdad numérica se producía y el ejército rebelde podía formar una barrera
impenetrable. Por otra parte, los puncos no podían invadir el imperio, pues no
tenían los efectivos suficientes para sitiar y conquistar la fortaleza de Álea y
destruir además los destacamentos de refuerzo que llegarían del imperio. De
este modo, la guerra llevaba años estancada gracias al río y la fortaleza de
Álea, y pese a que alcanzar la paz parecía imposible, a efectos prácticos era
como si ya se hubiese firmado, pues ambos bandos llevaban años sin
enfrentarse.
Hacia el centro del imperio, la gran llanura de Térea suponía la mayor
parte del territorio conquistado, salvo por el extremo sur más oriental, donde
comenzaba la cordillera de Lében, que a su vez daba al mar, y salvo por la
interminable estepa de Tórema, semidesértica y árida dominadora del
nordeste del imperio. Aquella parte del imperio era la única que permanecía
deshabitada ya que nadie había sido capaz de sobrevivir allí, de sembrar algo
que le permitiese comer: no hablemos ya de poder cruzarla.
Tórema era una tierra en la que no llovía, en la que no había animales
salvo pumas de la estepa y su alimento: las recias cabras albas. Los pumas
infestaban como pulgas aquella región y, debido a su importante número y
escasez de alimento, atacaban a cualquier ser vivo que entrase en sus
dominios. Estos terribles depredadores eran rápidos, pero sobre todo ágiles.
Los felinos podían escalar pendientes de montaña totalmente lisas e
inclinadas, así como rocas de gran tamaño, tan abundantes en su hábitat. Si se
avanzaba aún más en dirección este, la estepa se convertía en un abrasador
desierto en el que ni siquiera los pumas podían sobrevivir.
El imperio de Laebius se había formado alrededor de su actual capital:
Úhleur Thum. En el momento en que la conquista comenzó, esta era la única
ciudad amurallada que funcionaba como tal. A su alrededor, las innumerables
tribus que poblaban la tierra conocida luchaban entre sí para alzarse sobre sus
vecinos. Por lo general, la mayoría de estas tribus tenían unas costumbres
muy parecidas, fruto posiblemente de alguna cultura mucho más antigua que
en tiempos englobó todas esas pequeñas facciones en una sola, y que por
motivos desconocidos para Erol, terminó por fragmentarse, dando como
resultado la variedad de clanes existentes.

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Los ciudadanos de la capital siempre se habían sentido superiores a los
demás habitantes del mundo conocido y, en cierto modo, lo eran. Después de
todo, no había más ciudades con las construcciones que Úhleur Thum poseía,
ni ninguna tribu era capaz de crear, inventar o siquiera pensar en las obras de
arte, en la literatura, en la cultura que los ciudadanos de la capital estaban
desarrollando. Solo los puncos tenían un atisbo de la grandeza que los
ciudadanos de la capital poseían y aunque su nivel de desarrollo cultural era
inferior, su poder en el combate era muy superior al de todos los pueblos
dentro del imperio, salvando aún las distancias con las velkra. Como
resultado, los habitantes de la gran ciudad habían instaurado en su sociedad
una férrea mentalidad crítica hacia todos los que vivían fuera de sus murallas.
Los ciudadanos de Úhleur Thum eran racistas y pensaban que había que
aplastar y conquistar a las cucarachas que se esparcían por aquel mundo,
viviendo en sus patéticas cabañas de madera y paja ocultas tras sus frágiles
empalizadas de madera.
El tamaño de Úhleur Thum permitió que un joven general como Laebius
controlase un imponente ejército armado y adiestrado íntegramente dentro de
las murallas de la ciudad. A medida que las conquistas se fueron sucediendo,
muchas de las tribus temerosas del poder que amenazaba con aplastarlas, o
viendo la posibilidad de encontrar aliados para derrotar a tribus enemigas, se
unieron a Laebius y así, poco a poco, el poder de aquel general temido y
respetado en todo el mundo, fue ganando influencias hasta que se convirtió en
la persona más poderosa de todo el mundo conocido. En cuanto la guerra
terminó, los hombres más ilustres de los clanes que habían apoyado la
conquista fueron recompensados al otorgárseles la ciudadanía del imperio.
Este título daba plenos derechos para ocupar cargos políticos o militares
de cierta relevancia. Además, los ciudadanos podían entrar y salir libremente
de la capital mientras que los que no lo eran, tenían limitada la entrada a la
misma a menos que tuviesen motivos especiales para hacerlo, como podía ser
el caso de un mensajero. Otra diferencia importante era que los no ciudadanos
podían ser reclutados forzosamente en las nuevas levas que el ejército
decidiese crear y que, frente a la ley, un ciudadano no podía ser torturado
salvo casos muy especiales. Si un ciudadano era culpable de alguna fechoría
grave, por ley la pena de muerte debía ser de una forma indolora y rápida. Si
el honor del inculpado no soportaba esa vergüenza, tenía la opción de quitarse
él mismo la vida con un arma blanca, lo cual no ocurría casi nunca.
A diferencia de ellos, a los no ciudadanos les esperaba la horca o, si su
delito era muy grave, incluso la cruz. Además, la pena de cárcel también era

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distinta, disponiendo los ciudadanos de mejores condiciones en las celdas de
nivel dos, que las asquerosas e insalubres celdas de nivel uno reservadas a la
chusma no ciudadana. Estas cárceles, las de nivel uno, no eran más que
agujeros subterráneos que se extendía por el subsuelo de Úhleur Thum. En
estos recintos cavados, unidos por galerías, se filtraba el agua del exterior
hasta las propias celdas, se creaba un ambiente húmedo, lleno de ratas y todo
tipo de enfermedades que acababan matando a los presos en no más de cinco
o siete años. Durante ese tiempo, el reo no salía al exterior en ningún
momento, apenas recibía comida y jamás, jamás veía la luz del sol. Su celda
se convertía en el único lugar que veían hasta el día de su muerte. Alguno,
muy de vez en cuando, conseguía ser liberado aunque la mayoría de presos
que conseguían salir de aquellos pútridos agujeros acababan muriendo poco
después por el deterioro ya sufrido durante su reclusión.
Para conseguir la ciudadanía, un externo debía servir al menos veinte años
en el ejército imperial o bien comprar el título de ciudadano, cuyo precio era
totalmente inalcanzable para un trabajador normal. Así consiguió el imperio
que, en caso de necesidad, sus ejércitos se nutriesen pronto de voluntarios o
que pudiesen reclutarse forzosamente los soldados necesarios. De esta forma,
Laebius demostró ser no solo un líder capaz en la batalla, sino un político
inteligente que, con el título de ciudadanía, conseguía tener a sus verdaderos
congéneres, los habitantes de la capital, en una posición superior a la de
aquella chusma del exterior. Estos últimos ocupaban el lugar que les
correspondía: el de la servidumbre hacia seres superiores. Solo cuando
hubiesen dado al imperio lo que merecía, podían no ser llamados sus iguales,
pero al menos sí ciudadanos.
Cuando las tribus fueron integradas, estas se convirtieron en clanes que
componían el nuevo imperio. Estos clanes aún tenían una mentalidad muy
competitiva entre sí, al menos las ramas principales de los mismos que
criaban a sus hijos dentro de las costumbres antiguas y que se esforzaban para
que las enseñanzas de sus mayores no cayeran para siempre en el olvido. No
obstante, numerosos clanes se habían ido «imperializando» hasta empapar a
muchas de sus gentes con la repelente mentalidad de los habitantes de la
capital, llegando incluso a actuar en contra de los clanes en los que se habían
criado en favor del bien del imperio. Esto había provocado algunas rebeliones
nacidas por trifulcas internas de los clanes, por asesinatos dentro de los
mismos y conflictos de intereses o costumbres entre sus propios integrantes.
Laebius había sido muy estricto al castigar a estas rebeliones, y se había
encargado siempre de que una vez aplastadas, se diera ejemplo a todos los

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habitantes de su imperio.

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3. DESAFORTUNADAS NOTICIAS

—Madre, he vuelto —anunció Erol sintiéndose aún excitado.


La casa estaba impoluta. Laiyira se habría pasado toda la mañana
limpiando y ordenando cuanto no estuviera en su sitio.
Erol volvió a llamar a su madre, pero esta parecía no estar en casa. Entró a
la cocina, pero allí tampoco estaba y encontró una nota sobre la mesa que
decía: «He tenido que salir al pueblo sin más remedio, te dejo fruta para
comer. Volveré al final de la tarde. Te quiero». El pequeño sabía leer desde
hacía años, su padre se encargó de enseñarle bien a muy temprana edad, lo
cual no era común en el valle. Si su aprendizaje había sido posible era gracias
al pasado de Torek dentro del ejército y de las fronteras del imperio, dónde
había aprendido a leer.
—Pues vaya… de haberlo sabido me habría quedado en casa de Esoj —
dijo para sí el pequeño con aire de desilusión.
Erol cogió un par de manzanas y un buen canto de pan, salió a la puerta de
su casa y empezó a comer, primero el pan solo para después comenzar con las
piezas de fruta. Estaba sentado en el escalón que daba acceso a la puerta de su
casa, mirando el camino que conducía hasta allí, bordeado por un pequeño
muro de piedra de la misma estatura que él, más o menos, y muy ancho.
Miraba al camino, pero no lo veía. Estaba absorto en sus pensamientos y lo
único que veía era como habían tenido que salir corriendo de las tierras del
niño pelirrojo, como sintió aquel calor en su cuerpo cuando el miedo le
atenazaba, como disfrutó cuando al fin se sintió a salvo. Sonrió de nuevo.
Tenía que volver allí aunque solo fuese para observar de lejos, para escuchar
los preciosos cantos de las aves que vivían entre los árboles, disfrutar de la
paz de la tarde tumbado en la hierba, volver a escuchar aquel rugido… y,
sobre todo, para intentar ver qué ser lo producía.
Sin embargo, tenía la sensación de que esta vez sería él quien tendría que
convencer a su compañero para ir a Trenulk, pues esa sensación de vida que
experimentó al acabar su huida no era lo mismo que su amigo había sentido.
Esoj se había asustado de verdad, más de lo que Erol recordaba haberle visto

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nunca. Lo más probable es que al llegar a su casa se abrazase a su padre y se
quedase todo el día allí recluido, mirando al horizonte en busca de aquel ser
que seguro les habría perseguido fuera de las lindes del bosque. Erol se
replanteó un momento lo que pensaba sobre su amigo para, un segundo
después, decirse a sí mismo: «Sí, debe seguir muy asustado».
Erol terminó su segunda manzana y recordó entonces la conversación que
tuvo el día anterior con su padre. Tenía que hacer algo para dejar de ser el
perdedor que su hermano pensaba que era. ¿Y si traía pelo de aquel ser del
bosque? ¿O un ave de las que habitaban sus grandes árboles? ¿Una extraña
fruta de Trenulk, quizás? No, aquello era demasiado: una cosa era escuchar
los sonidos del bosque desde la distancia y otra muy distinta adentrarse allí,
donde con facilidad podría ser devorado o hecho prisionero por las velkra,
asesinado o, en el mejor de los casos, podía perderse para siempre. No, no era
una buena idea. Tal vez podría empezar a adiestrarse ya con la espada, pero
tampoco tenía quien le enseñase ahora que su padre estaba fuera con su
hermano. El chico se desesperaba tratando de encontrar algo útil que hacer.
Erol entró en su casa por la puerta trasera, que daba a un pequeño almacén
donde se guardaba la comida y también las viejas espadas de madera que su
padre usaba para adiestrar a Sthunk. Cogió una y se dio cuenta de lo que su
hermano soportaba durante las jornadas de entrenamiento. La espada pesaba
una barbaridad, tanto que el niño apenas podía sostenerla con ambas manos.
¿Cómo puede nadie luchar con algo tan pesado? Su hermano debía ser muy
fuerte para manejar semejante arma con una sola mano y a la vez ser capaz de
blandirla para intentar golpear a su padre, para esquivarlo y para sostener el
escudo con el otro brazo. Erol necesitaba armas hechas para él, adaptadas a su
tamaño y fuerza, armas que allí no encontraría.
Sin embargo, había algo que sí podía usar sin mucha dificultad: una
honda. Sabía que esa no era un arma definitiva para el combate, pero sí le
serviría para cazar y defenderse si alguien intentaba acercarse a su casa
mientras su padre y su hermano aún andaban de viaje. Estaba decidido:
practicaría con la honda todos los días por la tarde y cuando su padre volviese
de su viaje, le demostraría una habilidad para usarla que sorprendería a todos.
Pensaba que podría salir a cazar aves y conejos con ella en solo una semana.
El niño salió del almacén y se dirigió al pequeño huerto familiar que se
encontraba tras la casa, cogió un tomate verde como la hierba que crecía por
doquier y lo puso sobre un trozo de madera a modo de improvisada diana al
lado del arroyo que pasaba cerca de su casa. Erol conocía el método para
lanzar aunque nunca había practicado con su nueva arma, por lo que su

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puntería y estilo de lanzamiento dejaban mucho que desear. Estaba decidido,
lanzaría piedras a aquel tomate hasta pulverizarlo o hasta que se le cayese el
brazo al suelo de intentarlo.
El primer proyectil que lanzó se perdió muy a la izquierda de su objetivo.
Aquel tomate podía estar tranquilo de momento. Erol tardaría bastante en
tener la habilidad que se había propuesto alcanzar, pero eso no lo desanimaba.
Pensar en la cara que pondría su padre cuando lo viese usar la honda y sobre
todo en cómo se quedaría su hermano cuando viese que él, el pequeño inútil,
era mejor que él en algo. Estaba muy motivado y prueba de ello fue el largo
rato que pasó entrenando su nueva habilidad, pues cuando su madre llegó a
casa se lo encontró aún allí, en el huerto, lanzando sin descanso proyectiles a
un pequeño bulto verde que Laiyira no lograba reconocer. Cuando se acercó a
su hijo, ver la improvisada diana que usaba no le hizo ninguna gracia. Aquello
era comida y la comida no podía desperdiciarse así aunque, por otra parte, el
tomate parecía no haber sufrido ningún daño. Erol vio a su madre llegar y fue
a saludarla con visibles gestos de cansancio.
—Hola madre, ¿qué has hecho todo el día en el pueblo? —preguntó sin
dejar de tocarse el entumecido hombro derecho.
—¿Qué haces tirando piedras a un tomate? —respondió esta al instante.
—Oh, eso… He decidido aprender a usar la honda lo mejor que pueda,
quizás logre cazar algo mientras estamos solos en casa —dijo Erol
pretendiendo que sus buenas intenciones le libraran de la reprimenda por
malgastar un tomate.
—Pues deberías haber usado otra diana para entrenar, ¿no te parece? —el
niño puso cara de comprender que no lo había hecho del todo bien—. Anda,
no digas nada y entra en casa, tenemos que preparar la cena.
Erol obedeció a su madre y entró en casa, dejando intacta su diana, lista
para seguir al día siguiente.
Una vez dentro, Erol se dispuso a hacer un fuego para preparar la cena. Su
madre había traído carne para esa noche, un conejo que prepararía a la brasa
junto con alguna salsa proveniente de sus magníficos sofritos. Laiyira
preparaba unas comidas increíbles. Era una mujer talentosa para todo lo que
se proponía hacer y la cocina era algo que manejaba con soltura desde su
niñez. La abuela materna de Erol, a la que nunca llegó a conocer, se había
encargado de que, llegado el momento, Laiyira estuviese lista para ser una
buena esposa y ama de casa. Y lo consiguió con creces.
Laiyira trajo el conejo listo para asar y lo puso sobre las brasas hasta que
este, poco a poco, fue tomando el color dorado de la carne que se tuesta.

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Cuando le dio la vuelta, un buen chorro de aceite con especias aderezó la
carne. Repitió el proceso un par de veces hasta que estuvo listo para servir.
Durante la comida, Erol no dejaba de mirar a su madre, que parecía más
seria de lo normal. No era extraño: su hijo había partido por primera vez a
completar un largo y peligroso viaje hasta tierras muy lejanas y eso la tendría
preocupada, pensaba el pequeño. De todas formas, Sthunk era un joven fuerte
y no iba con otro que con su padre: la persona con quien mejor protegido
podría estar de todo el imperio. Laiyira miró de soslayo a su hijo y entendió
que este se había percatado de su preocupación, así que hizo lo posible por
evadir pensamientos negativos de la mente de su hijo y de la suya propia.
—Erol, mañana tendrás que ayudarme en el huerto desde bien temprano
ahora que tu hermano y tu padre no están.
Laiyira sabía que aquella proposición no sería del agrado de su hijo, pero
era necesario que cumpliese ciertas obligaciones también. Erol la miró y justo
cuando iba a protestar, volvió a recordar la conversación con su padre y, sin
decir nada, para sorpresa de su madre, asintió. Se moría de ganas por ir a la
mañana siguiente a casa de Esoj para convencerle de volver a las lindes del
bosque y escudriñar la muralla de gigantescos árboles en busca de los seres
que los habitaban, pero sabía que eso no iba a ser posible al menos ese día.
Una vez terminada la cena, Erol se despidió de su madre y salió de la casa
para sentarse en el escalón de la puerta y observar que la oscuridad ya se
había apoderado de todo cuanto le rodeaba. Entre penumbras, se dibujaban los
contornos de la tierra, de su huerto y de algunos árboles dispersos que había
cerca de su casa. El chico centraba sus pensamientos en las prácticas con su
honda. No sabía cuánto llevaba allí sentado cuando empezaron a escucharse
tambores en la distancia. Las velkra volvían a salir de su verde escondrijo en
busca de nuevas víctimas.
En los últimos años, la mayoría de las familias habían abandonado sus
granjas cerca del bosque por miedo a esos seres, por lo que estos guerreros se
alejaban cada vez un poco más de su refugio diurno y avanzaban hacia el
interior del valle tratando de encontrar nuevas poblaciones que atacar. Eso
preocupó al pequeño que, sin dudarlo, entró en casa dejando atrancada la
puerta y decidió que ya escucharía los tambores y demás sonidos que
transportaba el viento desde la ventana de su habitación. Al entrar en casa vio
a su madre tejiendo a la luz de la chimenea y de algunas velas repartidas por
el salón. Laiyira, a diferencia de su hijo, no parecía preocupada por aquellos
tambores sino solo por la marcha de su hijo y trabajaba como si nada

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ocurriese ni allí, ni a varios kilómetros de distancia. Erol no entendía cómo
ninguno de sus progenitores temía a tan peligroso enemigo.
—Vete a la cama, anda, mañana te despertaré temprano para que me
ayudes. Cuando acabemos con el huerto tenemos que arreglar la estructura
donde se soporta. Y no te preocupes por nada, aquí estamos seguros —dijo
Laiyira sonriendo a su hijo.
—No estoy preocupado, madre —mintió Erol—, es curiosidad lo que
siento. Buenas noches —se despidió subiendo las escaleras.
Tras un breve vistazo desde su ventana, el chico se calmó un poco y se
recostó por fin en su cama. Si sus padres decían que allí estaban seguros, ¿por
qué no iba a ser verdad? El hombro le dolía, le hacía estar incómodo en la
cama, pero estaba tan cansado que se durmió enseguida.
A la mañana siguiente, Laiyira despertó temprano a su hijo para que le
ayudase con las tareas oportunas, como el día anterior le había advertido. Erol
sentía un dolor agudo en el hombro derecho tras la larga jornada de tiro con
honda que había tenido lugar el día anterior, pero haciendo caso omiso a las
señales de su cuerpo y esforzándose por ignorar el dolor que sentía, el
pequeño se levantó sin rechistar y ayudó toda la mañana a su madre en
absolutamente todo lo que esta le pidió.
A media mañana había llegado Esoj en busca de su inseparable amigo,
pero este le explicó que era imposible escabullirse mientras hubiese cosas que
hacer por allí. Esa tarde, debido al cansancio y al dolor de su hombro, Erol no
pudo practicar con la honda como le habría gustado, pero a partir del día
siguiente esa sensación punzante que no le había dejado en paz en todo el día
anterior pareció remitir y durante toda esa semana, la misma rutina se fue
repitiendo día tras día: el chico dedicaba las mañanas a ayudar a su madre y
por las tardes practicaba con la honda.
Empezaba a cogerle el punto a su nueva arma y, cuando antes no era
capaz de acertar a un tomate a unos pasos de distancia, ahora casi siempre, si
no conseguía dar a su objetivo, el proyectil pasaba rozándolo. Estaba seguro
de que aquella sería una buena manera de cazar y de poder sorprender a su
hermano cuando volviese. Era curioso, pero pensaba en su hermano a diario.
Erol siempre había querido estar lejos de él, y ahora que por fin lo había
conseguido, no dejaba de pensar cómo y dónde estaría, si les faltaría mucho
para llegar a la capital del imperio y si habrían tenido algún problema por el
camino.
Debía llevar una semana y media como mínimo entrenando por las tardes
y ayudando a su madre en el huerto, rechazando las ofertas de juego de Esoj

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cuando, por fin, su madre pareció apiadarse de él una noche antes de irse a
dormir.
—Has trabajado bien estos días, pequeño, lo cual me alegra de verdad.
Por eso mañana puedes tomarte el día libre e ir a jugar con Esoj o hacer lo que
te dé la gana —dijo una muy satisfecha Laiyira.
Erol, sin darle importancia a lo que su madre acababa de decir, asintió
simulando una indiferencia que solo estaba presente por fuera, pues en su
interior crecía de nuevo la idea de volver a las lindes de Trenulk. Esa noche,
la impaciencia por la llegada del nuevo día le hizo difícil poder dormirse.
Escuchaba los tambores todas las noches, unas veces más cerca y otras algo
más lejos, pero como había anunciado su madre, allí parecían no llegar los
peligros de la noche, por lo que ya no le preocupaban tanto esas cosas.
Esas batallas nocturnas eran algo que todos los años, desde que Erol tenía
memoria, se habían ido sucediendo, pero no siempre supo cuál era el motivo
de aquellos sonidos y cuando era más pequeño, le hicieron creer que no era
más que una fiesta que se sucedía en los meses más cálidos en pueblos del
valle. Hacía solo un par de años que sabía de la existencia de las velkra y el
sonido de la supuesta fiesta había pasado a transmitirle unas sensaciones muy
diferentes desde que descubrió la verdad. Con los ataques de las velkra
sucediéndose cada año, lo lógico era que los habitantes del valle hubiesen
abandonado sus hogares, pero muchos eran veteranos de guerra que como
Torek se habían ganado aquellas tierras con sangre y sudor, y no estaban
dispuestos a dejar que ni hombres ni bestias los echasen de esa recompensa
por años de sufrimiento. Muchos de esos veteranos habían muerto ya a manos
de los habitantes de Trenulk, pues los soldados de las velkra eran duchos en
combate.
Los tambores anunciaban su llegada, pero nadie sabía por dónde ni
cuándo aparecerían los asaltantes que, tan rápido como aparecían en un lugar,
desaparecían del mismo. Se decía que nunca iban solos sino en pequeños
grupos, y cuando alguno era abatido, los demás se llevaban su cuerpo. Erol se
durmió pensando en esas batallas, en el bosque, en el día siguiente…
Cuando se despertó, dio un salto de la cama y bajó corriendo en busca de
su madre. Ya estaba bien entrada la mañana, pues el niño durmió bastante
debido al cansancio acumulado de los duros días anteriores. Al llegar a la
cocina, saludó a su madre, bebió rápido un vaso de leche de cabra que esta
habría ordeñado temprano esa misma mañana y, con notable prisa, acabó de
vestirse.
—¿A dónde vas con tanta prisa? —preguntó Laiyira sorprendida.

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—Voy a casa de Esoj y después saldremos a jugar a… —se contuvo justo
a tiempo— al campo, a coger ranas y esas cosas, ya sabes —respondió el niño
sin ocultar un ápice su ilusión por volver a tener tiempo libre—. Me llevaré
algo para comer, quizás nos quedemos todo el día por ahí —sentenció.
—¿Todo el día? ¿No te parece un poco exagerado que no vuelvas a casa
en todo el día? —volvió a preguntar, molesta.
—No, madre, no me parece nada exagerado —respondió sonriendo el
pequeño sin pretender ser borde—. Volveré antes de la noche —anunció ante
la mirada atónita de su madre que, no obstante, acabó sonriendo también.
—Está bien. Sal de aquí, anda…
El chico obedeció rápido, cogió su honda y se dirigió a la casa de Esoj a
paso muy rápido, casi corriendo, deseando partir de inmediato a los campos
de su amigo y volver así a la linde del bosque.
Cuando se acercaba a la granja de su amigo, Erol empezó a llamarlo a
gritos. A esas horas ya estaría levantado ayudando a su padre con las tareas
diarias del mantenimiento que su hogar, sus animales y sus plantas requerían.
La verdad es que Esoj debía tener mucho dinero, pues sus tierras eran muy
extensas y hasta hacía poco siempre habían tenido muchos trabajadores
encargados de cuidarlas y de recoger los frutos que esta daba. Sin embargo, la
granja del pelirrojo era bastante modesta y Erol nunca se había planteado por
qué.
Continuó llamando a Esoj, pero este no respondía. Ni siquiera cuando
llegó a la puerta de la vivienda y tocó con fuertes golpes. Al no recibir
respuesta, Erol intentó abrir la puerta pero esta estaba cerrada, lo cual era
extraño. Allí parecía no haber nadie. Quizá habían salido al pueblo a comprar
cualquier cosa y no volverían hasta bien entrada la tarde. El chico maldecía su
suerte por las circunstancias: por fin se encontraba un día libre y su amigo no
estaba allí para ir con él a jugar. Empezó a caminar cabizbajo de vuelta a su
casa, desanimado por no tener a nadie con quien compartir el precioso día que
hacía, bastante caluroso y sin una nube en el cielo. Llegó hasta la Fuente del
Muerto, a la encrucijada de los cuatro caminos y una vez allí, se detuvo y
miró al que llevaba a su casa e inmediatamente después, el que dirigía a la
linde del bosque.
—Pues iré solo —dijo hablando consigo mismo.
Y así lo hizo. Anduvo con ilusión renovada hasta llegar al mismo sitio en
el que días antes había descubierto que el miedo también podía convertirse en
una sensación, si no del todo agradable, al menos sí interesante hasta cierto
punto. Una vez llegó, se sentó en una roca cercana cubierta de musgo y

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permaneció allí observando el imponente bosque, escuchando los cantos de
sus pájaros. En el fondo de su corazón deseaba escuchar el mismo rugido,
pero el tiempo pasaba sin que ocurriese nada. Nada salvo la monotonía de
cantos variados que se sucedían desde la línea de árboles. Erol decidió
practicar con su honda para amenizar la espera.
Practicó durante horas hasta que el hambre comenzó a retorcerle las
tripas. Decidió que había llegado el momento de sacar su trozo de pan y su
buena cuña de queso, que tanto le gustaba desde siempre. Comió hasta no
poder más y entonces, se dejó caer en la hierba para reposar. No se podía estar
mejor que allí en ninguna parte del mundo, estaba seguro. Ya estaba bien
entrada la tarde para ese entonces y con la fresca brisa que recorría el valle,
unida a la comodidad que daba su improvisada cama de verde hierba, Erol se
dejó adormecer sin preocuparse por nada más que sentir el bienestar que en
ese momento recorría su cuerpo.
El sueño se apoderó de él por completo y durmió profundamente durante
largas horas hasta que una sensación de frío comenzó a recorrerle la espalda y
calarle hasta los huesos. El tiempo estaba volviéndose más tibio, pero aún no
hacía tanto calor como para dormir al raso sin ningún tipo de abrigo. El niño
empezó a moverse sobre la hierba, esforzándose en su subconsciente por no
salir de su tan placentero sueño. Fue el cantar nocturno de una lechuza
cercana lo que le hizo despertar con calma, hasta que fue consciente de dónde
estaba y de que la noche ya le envolvía. Estaba solo en mitad del campo,
desprotegido, sin posibilidad de guarecerse en alguna casa y, lo que era peor,
a poca distancia de la linde del bosque.
Erol se incorporó de un salto, preso del pánico provocado por la sensación
de vulnerabilidad que sentía. ¿Qué hora sería? El chico no paraba de
incomodarse más y más al verse totalmente expuesto. Puede que los seres de
las velkra estuviesen merodeando por las cercanías o lo que era peor, las
bestias del rugido. La noche era clara debido a la luz de una amplia luna que,
sin nubes en el cielo que impidiesen su tarea, iluminaba el valle hasta hacer
visibles sus rasgos más destacables. Erol tenía frío, pero esa sensación no era
nada comparada con el miedo que sentía. Tiritaba sin tener claro qué
provocaba aquellos movimientos involuntarios: si el frío o el miedo.
El chico oteaba el horizonte en busca de posibles amenazas mientras
decidía si debía salir corriendo de inmediato o ser prudente e ir con cuidado
para librarse de posibles ojos que desde la seguridad de la noche pudiesen
observarle sin ser vistos. Cayó entonces en la cuenta de que en ese momento
no había tambores de las velkra retumbando en la lejanía. ¿Cuánto había

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dormido? ¿Faltaría mucho para el amanecer? Parecía que la mayor parte de la
noche ya había transcurrido y ni siquiera las velkra estaban ya recorriendo su
nocturna ruta de saqueo y muerte. Decidió que lo mejor era levantarse y
correr lo más rápido posible hacia la protección que le brindaban su madre y
su hogar. Su madre… Pensar en ella le hizo ponerse aún más nervioso.
Laiyira debía estar desesperada buscando a su hijo por todas partes. Le iba a
caer una buena bronca y con toda la razón del mundo. ¿Cómo podía ser tan
inútil? Quedarse allí dormido hasta tan tarde… Habían pasado unos minutos y
el chico comenzaba a calmarse, decidido ahora a correr lo más rápido posible
hacia su casa, disminuyendo así el tiempo en que podría ser sorprendido por
cualquier peligro nocturno.
Erol seguía incorporado sobre la hierba. El miedo aún no se había
disipado pero al menos ya tenía las ideas claras. Fue a levantarse cuando le
pareció oír algo a su espalda: la hierba que se aplastaba ante el paso de algo
que merodeaba cerca. El pánico volvió a apoderarse de él, que no sabía si de
verdad quería mirar hacia atrás o salir corriendo e intentar escapar antes de
que algo lo atacase por detrás. Empujado por su instinto, volvió a tumbarse en
la hierba, dándose la vuelta para quedar bocabajo y escudriñar la noche en
busca del ser que se acercaba.
Observaba a escasos metros una figura animal de cuatro patas que se
movía despacio por la hierba, amparado por la oscuridad. Erol no sabía de qué
ser se trataba aún pero la desesperanza, la desprotección que le invadía
tumbado en mitad de aquel campo, le estaban quemando la sangre. Ese miedo
no le estaba resultando nada placentero, a diferencia del pasado día del
bosque. El animal no parecía ser otra cosa que un lobo, lo cual no era en
absoluto tranquilizador. Si lo veía, no tendría posibilidad de escapar ni
defenderse ante tan formidable cazador.
El pequeño observaba inmóvil entre las hierbas esperando que el aire no
soplase a favor del animal, pues de ese modo no tardaría en encontrarlo. De
momento parecía no haberlo visto, pero estaba a escasos veinte metros y la
situación podía cambiar en cualquier momento. Erol notaba el pelo de la nuca
erizado, sentía escalofríos y una fuerte punzada en el pecho que le
entrecortaba el aliento. El animal olisqueaba el aire en busca de aromas que
pudiesen ofrecerle alguna comida interesante o ponerle en alerta frente a otros
animales de su misma especie, que eran el único peligro para ellos aparte de
los hombres. Los lobos del valle eran únicos en todo el imperio. Lo cierto era
que aquellos animales solo vivían en el valle hasta que se hacían adultos, pues
los que ya lo eran habitaban el bosque y su tamaño no tenía nada que ver con

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el de un lobo normal. Esta especie en concreto crecía hasta que el lomo del
animal quedaba a la altura del pecho de una persona de estatura media.
Sin importar que aquel lobo en concreto fuese aún un cachorro, ya era
más grande que cualquier perro doméstico y aunque no era frecuente que
estos animales atacasen a las personas, la situación en la que el niño estaba
envuelto tampoco lo era. Lo más probable era que si el lobo lo descubría,
acabaría con su vida rápida y eficazmente. Erol seguía observando cuando de
repente, el animal se quedó inmóvil con el cuello recto y la cabeza hacia
arriba, oliendo el aire. Pasó así unos interminables segundos y entonces
comenzó a moverse con un trote ligero en dirección contraria a la posición del
niño.
Erol suspiró aliviado pero aún no se sentía tranquilo, pues el cazador
podía volver en cualquier momento. Decidió esperar un rato hasta estar
seguro de que el peligro se había alejado definitivamente. Tiritaba de frío
tratando de no darle mucha importancia, mentalizándose para que la
sensación no fuese tan desagradable. El sol comenzaba a despuntar a lo lejos
y la luz de la luna empezó a cambiarse paulatinamente por la del
incandescente astro. Erol debía haber permanecido al menos otra hora más
allí tras la aparición del lobo y decidió que ya era tiempo suficiente para
volver a casa con su madre, que quizá estuviese también en mitad del campo,
buscándole.
El niño se incorporó oteando los alrededores en busca del animal que
poco antes había podido acabar con su vida. No vio nada. Se levantó y volvió
a mirar con detenimiento el terreno hasta donde le alcanzaba la vista. Se
convenció de que no había ningún peligro y sin dudar más echó a correr en
dirección a su granja, con la luz del sol haciéndose cada vez más presente. El
camino de vuelta se le hizo especialmente largo. Nada le apetecía más que
abrazar a su madre en la seguridad de su hogar, calentarse en el fuego de la
chimenea y, si Laiyira tenía que castigarle por lo ocurrido, esa era la menor de
sus preocupaciones. Llegó al cruce de los cuatro caminos y enfiló con prisa el
que dirigía a su destino. Pensaba que su madre habría ido a casa de Esoj en
busca suya y recordó que esa mañana no había nadie allí. Habrían vuelto por
la tarde y tanto el padre de Esoj como Laiyira habrían estado buscándolo
durante horas.
Erol vio por fin su casa y se apretó el paso. No había parado de correr en
todo el camino y estaba exhausto, pero empleó sus últimas fuerzas en llegar lo
antes posible. Cuando estaba a unos cien metros de su destino, comprobó que
dos soldados del imperio salían del interior. Erol dejó de correr y comenzó a

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andar a un paso muy lento hasta que se detuvo. Eso no era normal. ¿Qué
hacían esos soldados en su granja? Las preocupaciones del niño se disiparon
rápido: Laiyira habría pedido ayuda a alguna patrulla cercana para encontrar a
su hijo lo antes posible.
Erol volvió a moverse, a buen paso de nuevo, deseando entrar en casa al
fin. Cuando se iba acercando, los soldados se percataron de su presencia y
ambos se quedaron mirándole. Entonces, uno de ellos se llevó una mano a la
boca y con la ayuda de sus dedos produjo un sonoro silbido al que
rápidamente respondieron otros cinco soldados, espadas en mano, que
salieron de detrás de la casa, de la parte del huerto. Cuando el pequeño se
acercaba, uno de los soldados le interpeló.
—¿A dónde vas, chico? —preguntó el primero de los soldados.
—Esa es mi casa, yo vivo ahí con mis padres y mi hermano —respondió
Erol con voz temblorosa.
Los dos soldados se miraron unos instantes.
—Pues no puedes pasar. El capitán Amer está ocupado dentro —avisó el
mismo soldado.
¿Qué no podía entrar en su propio hogar? ¿Qué estaba pasando? Erol
comenzó a asustarse y solo una duda bullía en su cabeza.
—¿Dónde está mi madre? —preguntó el niño, preocupado.
Los soldados que habían salido de la parte trasera de su casa estaban ya
junto a los dos primeros, mucho más relajados viendo que lo que había
motivado el aviso de sus compañeros era la presencia de un niño, por lo que
guardaron sus armas. Tres de ellos volvieron al huerto a paso tranquilo,
mirando de soslayo al chico que acababa de aparecer. El soldado que había
hablado antes con Erol parecía vestir diferente a los demás. Llevaba una
armadura similar a las otras, pero su color era plateado con dos franjas rojas
que le atravesaban el pecho de lado a lado. Las armaduras no tenían ninguna
decoración extra aparte del propio color metálico del material del que estaban
compuestas, a diferencia de ese soldado en concreto. El niño supuso que
aquel hombre debía ser alguien con rango superior al de los otros soldados allí
presentes. Este hizo un gesto con la cabeza a uno de sus compañeros y el
interpelado entró en la casa sin demora.
—Dejadme entrar en mi casa —dijo Erol ahora sin vacilar, decidido a
descubrir qué estaba ocurriendo allí.
—Dejadle entrar —ordenó otro de aquellos soldados saliendo del interior
de la granja.

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Erol miró al que había dado la orden. Sin duda, ese debía ser el capitán del
que acababan de hablarle instantes antes si podía mandar así sobre los demás.
Este nuevo soldado tenía el mismo patrón de rayas que el otro, pero eran de
color azul y su casco, que llevaba sostenido entre su cuerpo y el antebrazo
derecho, tenía las mismas marcas.
Erol no se lo pensó y entró a la carrera en su hogar, empujando a la
entrada al supuesto capitán para logar su objetivo, ante la sonrisa de asombro
de este provocada por el ímpetu del chico. Nada más entrar en la estancia vio
que por el suelo de la cocina había restos de una vasija rota.
—¡Madre! —gritaba una y otra vez mientras recorría las diferentes salas
de la granja en busca de Laiyira.
Los soldados esperaban en la puerta sin decir nada. Erol volvió a allí en su
busca al no encontrar a su madre en el interior de la casa. ¿Estaría buscándolo
por ahí? ¿Habría vuelto a la casa de Esoj con esperanzas de encontrarlo allí?
Estaba jadeando por la nueva carrera cuando preguntó al capitán:
—¿Dónde está mi madre? —las lágrimas luchaban por salir.
—Chico, te diré dónde está tu madre, pero no sé si deberías ir a verla —
avisó el capitán sin inmutarse.
El soldado de las rayas rojas fue a decir algo, pero el capitán lo miró y
este bajo la cabeza reteniendo sus palabras. Erol no le dio importancia a aquel
gesto que vio de forma casi inconsciente, pues no dejaba de mirar al
imponente soldado del casco con marcas azules. ¿Cómo no iba a querer ir a
verla? Eso era lo que más deseaba en el mundo.
—Tu madre está en la cuadra esa que tenéis allí detrás —señaló al fin.
Erol echó a correr en su busca. El capitán miró al que parecía ser su
subordinado más inmediato, quizás su cabo, que seguía con la vista clavada
en la tierra.
—Ve con él —dijo en cuanto el niño empezó a correr.
El interpelado supo inmediatamente, sin tener que levantar la cabeza, que
se estaban refiriendo a él y obedeció. Erol corría con todas sus fuerzas de
nuevo, aguantando su cansancio, resoplando para obtener el oxígeno que su
cuerpo necesitaba para llegar hasta el nuevo destino a esa velocidad. La
puerta de la cuadra estaba a medio abrir y el niño seguía llamando a su madre,
pero no obtenía ninguna respuesta. Llegó entonces a la puerta y entró sin
vacilar.
La luz del sol fuera, donde la mañana ya había despuntado, hacía que al
entrar en la cuadra no pudiera ver nada. El olor a estiércol se colaba ahora a

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partes iguales por su nariz y boca, que se afanaba en introducir aire en aquel
pequeño cuerpo que resollaba sin remedio.
Erol solo tardó un par de segundos en ver a su madre tendida sobre aquel
suelo de tierra y paja, bocabajo. Su precioso pelo largo que llegaba hasta la
parte baja de la cintura, siempre bien peinado y limpio, estaba ahora
enmarañado y lleno de briznas de paja. Su vestido azul celeste estaba
completamente manchado de aquella tierra sucia, rasgado hasta la altura de la
cintura. Erol sintió que le faltaba el aire pero que no podía respirar, que su
cuerpo no era capaz de reaccionar ante lo que estaba viendo. Pasó los dos
segundos más largos de su vida así, intentando sin éxito moverse y, cuando
por fin lo consiguió, se abalanzó sobre el cuerpo inmóvil de su madre.
—¡Madre! ¡Levántate! ¿Por qué estás aquí tumbada? ¡Levántate! —
imploraba Erol temiendo saber por qué no respondía.
En cuanto llegó junto a ella, la cogió por los hombros y empleó sus
fuerzas restantes en darle la vuelta. En el momento en que lo consiguió, le
apartó el enmarañado pelo que le caía sobre la cara y el niño se quedó
inmóvil, con cara de pánico y los ojos abiertos de par en par. La cara de su
madre estaba totalmente inexpresiva, con los ojos entreabiertos y un color de
piel que rozaba la palidez absoluta solo salpicada por tonalidades moradas. Su
cuello estaba lleno de marcas rojas y moradas sin duda provocadas por la
fuerza de unas manos que lo habían aprisionado en un mortal abrazo que
había terminado por robarle la vida. El vestido estaba muy sucio y del mismo
modo que la parte trasera, la delantera también estaba rasgada, dejando que
uno de sus pechos se saliese del todo por encima. Estaba muerta. No había
ninguna duda de eso y Erol lo sabía.
Seguía petrificado mirando aquella cara, aquellos ojos sin vida que ya
nunca más le mirarían, esos suaves labios que ya nunca más lo besarían,
aquellas manos llenas de tierra que ya nunca más le tocarían. No podía
moverse. Erol seguía mirando el cuerpo sin vida de su madre con los ojos
abiertos de par en par, intentando aguantar la sensación de que iba a
desmayarse. Ni siquiera podía llorar: estaba totalmente paralizado. No podía
creerse que esa mujer fuese de verdad su madre, que eso estuviese ocurriendo
y que hubiese ocurrido en ese momento, cuando él no había estado allí para
protegerla. Solo era un niño, pero podría haberla ayudado, podría haberle
partido la cabeza a cualquiera con su honda y, sin embargo, se había quedado
dormido plácidamente en el campo. No quería ni imaginar lo que su madre
habría pensado, lo que habría sentido… Laiyira debía haber sufrido en los

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últimos instantes de su vida la desesperación por no saber si su hijo había
corrido la misma suerte que ella.
Erol estaba absorto en sus pensamientos cuando oyó un ruido en la puerta,
un ruido de alguien que acababa de llegar a la cuadra. El chico seguía
indiferente a todo lo que no fuese el cuerpo de su madre. El soldado que
acababa de ser mandado a acompañarle se quedó mirando la escena con las
lágrimas a punto de brotar.
—Chico, acompáñame. Salgamos de aquí, te hará bien —propuso el
soldado.
Erol no decía nada, no quería saber nada de nadie. Miraba los ojos de su
madre, aquellos ojos vacíos que en ese momento sabía que jamás olvidaría. El
soldado permaneció en la puerta sin decir nada, observando la escena,
dejando que el chico hiciese las cosas a su manera. Pasaron unos minutos
cuando decidió que era mejor dejar al niño solo en compañía de su madre.
Parecía una estatua, totalmente inmóvil y aún sin llorar. Estaba dándose la
vuelta para marcharse y dejarlo con su soledad, con el cuerpo de la mujer,
cuando el chico al fin reaccionó.
—¿Quién ha hecho esto? —preguntó con una rabia que casi asustó al
interpelado.
El soldado agachó la cabeza, pensó un momento sus palabras y con voz
calmada, apenada y suave, respondió:
—Verás, chico… nosotros llegamos aquí hace un par de horas y todo
estaba ya como ahora. Veníamos buscando provisiones para seguir nuestra
ruta. Esta es la segunda granja que visitamos y creíamos que también estaba
desierta como la anterior. Por desgracia al entrar aquí nos encontramos a tu
madre —explicó del tirón—. Han mandado a nuestro destacamento de
patrulla por aquí porque oímos rumores de que las velkra habían llegado hasta
esta parte del valle, pero no llegamos a verlos a pesar de que llevamos un par
de días por la zona. No tenemos el campamento lejos. Han debido de ser ellos
los que han hecho esto —terminó de responder.
—¿Y para qué demonios estáis aquí si no es para protegernos? —
recriminó Erol a viva voz—. Se supone que el imperio debe protegernos a
todos, ¿no?, en vez de eso os dedicáis a llegar tarde, a meteros en casas que
no son vuestras y a permitir que esto pase —gritó de nuevo con dos lágrimas
que recorrían ya toda su cara.
El soldado no respondió. Miraba al chico intentando encontrar palabras de
consuelo o disculpa, pero era incapaz de hacerlo. Erol estaba enfadado con
todos: con los soldados del imperio y también con su padre y su hermano por

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haberlo dejado solo para cuidar de su madre en un momento así, cuando los
salvajes de las velkra estaban destrozando medio valle, y todo por conseguir
algo de dinero. Todo lo que se había perdido por culpa del dichoso dinero que
querían ganar, por la avaricia… No era otra cosa la que había causado la
muerte de su madre. Ellos no necesitaban el dinero del comercio de verano
para sobrevivir, solo para vivir con más comodidad y por culpa de esa
avaricia, por querer más y por su propia falta de responsabilidad, por no haber
cuidado a su madre cuando solo le tenía a él, por todo eso ahora estaba
muerta.
Sus pensamientos, su furia y su frustración luchaban por buscar un
culpable, por intentar de esa manera disminuir su dolor pero ¿a quién quería
engañar? La culpa había sido suya por no haber estado con ella la pasada
noche. Era posible que de no haberse dormido en el campo, sino en su
habitación como todas las noches, en esos momentos él también estuviese
muerto en la cuadra o acuchillado en su cama, pero lo habría preferido una y
mil veces. Hubiese preferido sin dudarlo la muerte antes que ver a su madre
en ese estado, antes que sentir la impotencia y el dolor que sentía, antes que
vivir el resto de su vida sabiendo que no estuvo para proteger a la mujer que
le había dado la vida justo en el momento en que más le necesitaba, antes que
tener que decirle a su padre y hermano que Laiyira estaba muerta porque él no
estuvo ahí para defenderla.
Había fallado una vez más a su familia y en esta ocasión, la gravedad del
error no tenía equivalente. ¿Qué iba a hacer cuando volviese a ver a su padre
y su hermano? Erol no sabía cómo iba a reaccionar en ese momento, pero
tampoco era lo que más le importaba. Ese pensamiento pasó por su cabeza y
se extinguió enseguida, como una chispa cuando dos piedras chocan con
violencia. Pensó entonces en las palabras que había dicho antes el soldado que
le acompañó a la cuadra, algo así como «… esta era la segunda granja que
visitamos…». ¿Significaba eso que la otra granja en la que estuvieron y que
encontraron desierta era la de su buen amigo Esoj? Tenía que ser esa. ¿Dónde
demonios estaban su amigo y el padre de este? A decir verdad, eso tampoco le
importaba demasiado ahora.
Erol se dejó sumir al fin en el más profundo llanto mientras terminaba de
cerrar los ojos de su madre, llenando de oscuridad para siempre aquella
mirada perdida en el infinito que se había clavado tan profundamente en el
corazón del chico. Se dejó caer sobre su pecho y gritó de impotencia y rabia,
de dolor y desesperanza, dejando que el sufrimiento hiciese de su corazón el
más confortable de los hogares. Intentaba llorar todo ese dolor que por fin le

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había derrumbado y ya no sabía qué quería hacer aparte de estar allí con su
pena. No sabía qué iba a ser de él ahora, pues su padre y su hermano estarían
a casi dos semanas de viaje de allí y ni su amigo Esoj ni el padre de este se
encontraban en su casa para cuidar de él hasta la vuelta de Torek.
Llegó en ese momento el capitán acompañado del resto de sus hombres,
todos ya sobre sus monturas, que habían estado atadas en la parte de atrás de
la granja.
—Regresamos al campamento —anunció el capitán al soldado que había
permanecido en la puerta de la cuadra junto a Erol todo ese tiempo.
—Capitán, me gustaría pedirle algo, si me lo permite —respondió este.
—Coge tu caballo ahora mismo, cabo. Quiero verte en la formación en
dos minutos. Sé lo que vas a decirme: es evidente que ese chico conoce la
zona y tiene vecinos que seguramente le cuidarán bien en cuanto se presente a
verlos y les cuente lo ocurrido —sentenció Amer.
—Con el debido respeto, señor, creo que esa no es la forma correcta de
actuar. Quizá deberíamos llevar al chico al campamento y…
—¡Y nada! —respondió el capitán mientras bajaba de su caballo hecho
una furia y se dirigía con los ojos llenos de ira hacia el hombre que
cuestionaba sus órdenes—. El chico se quedará aquí, ¿me oyes? —preguntó a
escasa distancia del rostro de su subordinado—. No quiero que vuelvas a
replicar ni una orden más. Ya estoy cansado de tus malditas estupideces,
cabo. Si no fuese porque el general te ha asignado a mi guardia te atravesaría
ahora mismo con mi espada —terminó de hablar el tal Amer.
En el transcurso de su pequeño discurso se había ido acercando tanto al
cabo que sus caras habían quedado a escasos centímetros una de otra. Erol
miraba la escena con lágrimas en los ojos, en parte sorprendido de que aquel
desconocido se estuviese preocupando mínimamente por él y, aunque aquello
no le importase mucho en ese momento, observaba la escena con detalle. El
soldado no había retrocedido un centímetro ante el ímpetu de su capitán, un
hombre fuerte sin duda aunque no muy corpulento. Era bajito dentro de la
media, pero podían verse unos brazos muy desarrollados que serían capaces
de partir fácilmente el cuello de cualquiera de los hombres allí presentes.
El cabo lo miraba con indiferencia por encima de sus hombros, ya que era
más alto que su superior y al acercarse tanto el uno al otro, la diferencia de
estatura se hizo más evidente. El cabo permanecía allí postrado frente al
iracundo capitán y ante la atenta mirada de sus compañeros, dos de los cuales
tenían la mano en sus empuñaduras, listos para intervenir en cualquier

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momento si aquello pasaba a mayores. El cabo cambió entonces su mirada de
indiferencia por una que retaba a aquel hombre antes de responder.
—Capitán, entiendo su enfado a la perfección, pero su experiencia ya
debería haberle enseñado que yo no soy hombre de protestar o cuestionar
órdenes de mis superiores. Es por eso mismo que estoy proponiéndole una
solución alternativa a la que plantea, ya que mi misión aquí, mi verdadera
misión encargada por el general que, debo recordarle, también es su superior
—dijo añadiendo un énfasis que sabía que heriría a su oponente— y es quien
me ha ordenado que le acompañe, es que supervise aquí sus acciones. No
puedo impedirle que ordene que nos vayamos y abandonemos a este chico a
su suerte, pero usted tampoco puede impedirme que yo informe al general de
lo ocurrido esta mañana y, conociendo al general como ambos lo conocemos,
sabemos que no le gustará que se haya actuado de esta forma.
El capitán parecía querer comerse a aquel hombre, ensartarlo con su
espada allí mismo y terminar de una vez con esa insolencia, con aquella
disputa que parecía llevar ya tiempo prolongándose.
—… por lo que debo insistirle en que llevemos a este chico al
campamento y que el general decida qué debe hacerse con él —concluyó el
cabo ante la furibunda mirada de su superior.
—Debería ensartarte aquí mismo, bastardo insolente —fue lo único que
alcanzó a decir el capitán mientras apoyaba la mano derecha en la
empuñadura de su espada.
Comenzaron entonces a desenfundar sus armas los dos soldados que ya
las estaban acariciando instantes antes. El cabo los miró y estos se detuvieron,
devolvió la mirada a su superior y con un tono provocativo, se acercó aún más
para responder:
—Como si pudieses hacerlo, Amer.
El capitán no movió un músculo. Siguió matando con la mirada al hombre
que lo había desafiado delante de los demás soldados. Amer fue a decir algo y
entonces, con rabia mal contenida, se dio la vuelta y se dirigió a su caballo, al
que montó deprisa y con un ágil movimiento que delataba su experiencia.
—Haz con ese chico lo que te plazca —sentenció Amer—, y nunca
olvides este momento, porque yo no lo haré, Kraen, te lo juro por los dioses.
¡Nos vamos! —vociferó al resto de soldados justo después de pronunciar su
advertencia.
Inmediatamente después de dar la orden, el capitán espoleó con saña su
montura, la cual se quejó con un sonoro relincho antes de lanzarse a la carrera
hacia el camino de vuelta al campamento. Los demás soldados miraron a ese

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cabo que parecía responder al nombre de Kraen. Este les hizo un gesto con la
cabeza y sin hablar, les indicó que siguiesen a su capitán. Los soldados se
pusieron en marcha. Uno de los que había empezado a desenfundar instantes
antes, le miró sonriendo. Kraen se percató del gesto justo antes de que el
soldado se lanzase al galope tras el furibundo capitán, que ya se había alejado
una buena distancia de ellos.
Quedaron solos Erol y el cabo que se había resistido a abandonarlo en
medio de aquel desastre, en medio de la total desprotección en la que el niño
había quedado.
—Chico, te esperaré fuera. Buscaré una pala y cavaré una tumba en la que
enterraremos a tu madre. Merece descansar de una forma digna —anunció
antes de salir de la vista de Erol.
El niño le miró y agradeció sus palabras sin demostrarlo con gesto alguno.
Había dejado de llorar durante la discusión que acababa de presenciar,
sorprendido y a la vez preocupado por el incierto futuro en el que acababa de
desembocar su vida tras lo ocurrido esa noche. Volvió a mirar a su madre.
Tenía los ojos cerrados y pese a la palidez de su rostro, su cara mostraba
ahora una expresión totalmente distinta.
Pasó allí varias horas mirando inmóvil a Laiyira, tocando su pelo,
memorizando cada detalle de su hermoso rostro, de sus manos llenas de
tierra… Observaba ese cuerpo pensando que sería la última vez que podría
hacerlo, despidiéndose de aquellas facciones únicas que habían ocupado los
momentos más dulces de su infancia desde que tenía memoria. Recordaba
ahora tantas cosas… tantos momentos, peleas por nimiedades que no tenían
sentido y que le habían hecho estar algunas horas, en algunos días, sin
disfrutar de su madre. Ahora daría cualquier cosa aunque fuese por poder
pelearse de nuevo con ella, por ver sus preciosos ojos verdes llenos de vida
otra vez.
Volvió a sumirse en la pena y lloró hasta quedarse sin lágrimas.
Llegó entonces el ruido de pasos procedentes del exterior. Erol ya no
podía llorar más. ¿Cuánto tiempo había pasado? Miró hacia la puerta y vio al
mismo soldado allí, cansado, con el rostro perlado de gruesas gotas de sudor
que también le bajaban por los brazos, manchados en parte de tierra. Ambos
se sostuvieron la mirada hasta que el chico se levantó y se dirigió hacia él.
Llegó hasta donde este se encontraba, se situó a un par de pasos de distancia,
alzó la vista para mirarlo a los ojos y lo abrazó. Él se quedó inmóvil, poco
acostumbrado a esas situaciones. Ante el abrazo del pequeño, el hombre
acabó por enternecerse y correspondió aquel cariñoso gesto con otro similar.

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Erol se sentía tan vulnerable, solo, perdido… Todos esos sentimientos,
todas sus preocupaciones salieron a relucir con ese abrazo que tanto
necesitaba.
—Tranquilo, chico, yo cuidaré de ti… como sea —aseguró.
Erol le miró sin decir nada, pero en su rostro se reflejaba el profundo
agradecimiento que sentía no solo por sus palabras, sino por los gestos que
ese desconocido, que no le debía nada, estaba teniendo en un momento tan
duro para él. Kraen sonrió entonces al pequeño, se irguió de nuevo y habló al
chico:
—Vamos a coger una sábana, cubriremos a tu madre y la enterraremos en
la tumba que le he cavado, así tendrá un merecido descanso cerca de su casa,
como le corresponde —dijo el cabo con cierto tono de nostalgia.
Erol asintió y entró a su casa en busca de algo apropiado para un
momento tan difícil. Kraen esperó fuera y en el tiempo que el niño tardó en
bajar, el soldado sacó a la mujer de la hedionda cuadra y la tumbó bajo el sol,
encima de la fresca hierba que cubría todo cuanto podía verse desde allí.
Cuando Erol volvió, se encontró al soldado limpiando a su madre con un paño
mojado que no sabía de dónde había sacado. El niño llegó donde yacía
Laiyira y presentó a Kraen la sábana que traía de la habitación de su madre.
Era una preciosa tela fina de color azul oscuro que extendió en el suelo de
modo que quedase con el menor número de arrugas posible. El cabo cogió el
cuerpo de su madre y, con delicadeza, lo dejó caer sobre la hermosa tela que
la envolvería para siempre en su morada subterránea.
En cuanto la mujer, ya limpia y con un aspecto muy diferente a como su
hijo la encontró, estuvo envuelta en la sábana, el soldado volvió a cogerla y la
llevó a la parte delantera de la casa para enterrarla a unos quince metros de
esta, cerca de un hermoso árbol joven y no muy robusto que crecía silvestre,
libre en ese mar de verde hierba.
La tumba era profunda, más de lo que Erol suponía que debían cavarse.
Con cuidado, el cuerpo fue bajado hacia su interior ante la atenta mirada del
pequeño, consciente ahora de estar en el último momento de su vida en que
vería a Laiyira. Una vez colocado el cuerpo, Kraen salió del agujero y cogió
la vieja pero resistente pala con la que había realizado el trabajo, que Erol
reconoció como la herramienta que su padre tenía en casa.
—Chico, ¿tienes algo más que decirle a tu madre o que quieras darle para
que ella se lleve? —preguntó.
Erol miraba al agujero, con sus ojos clavados en aquella sábana azul que
envolvía a Laiyira y sin alzar la vista de allí, respondió:

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—Mi madre ya no puede llevarse nada a ninguna parte: está muerta.
El soldado se sorprendió ante la sequedad de la respuesta aunque no dijo
nada. Miró a Erol, este le correspondió y con un gesto le indicó que por fin
diese sepultura a la que había sido, era y seguramente sería la persona que
más había querido y querría en su vida.
—Como quieras.

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4. UN CAMBIO DE RUMBO

El cuerpo había sido enterrado y ahora ambos estaban sentados bajo la


sombra de aquel árbol que desde ese momento guardaría para siempre el
descanso de Laiyira. Kraen había puesto un pequeño montón de piedras sobre
la tumba, en la parte en que la mujer debía tener la cabeza un trecho más
abajo y justo al lado, otro más pequeño. Tenían una forma concreta y un
tamaño claramente distinto.
—¿Por qué has puesto esas piedras ahí? —preguntó el niño sin mucho
ánimo.
Kraen le miró un instante antes de contestar, observando el gesto del
pequeño: su cara, su seriedad, su aparente serenidad en ese momento.
—Es una costumbre del lugar de donde yo vengo, no le des más
importancia —pidió—. Lo que sí es importante es tu futuro ahora. ¿Tienes
familia por aquí cerca, alguien con quien puedas quedarte? ¿Dónde está tu
padre? Antes dijiste que vivías con tus padres y tu hermano, ¿verdad? —
interrogó el soldado.
—No tengo familia aquí ni en ninguna parte —afirmó con desgana—. Mi
padre y mi hermano están comerciando desde hace casi dos semanas y
tardaran al menos otras dos en volver. Me quedaré en casa hasta entonces —
respondió el pequeño.
Kraen frunció el ceño, sorprendido por la firmeza del muchacho.
—Ni hablar, chico. Si no tienes familia con quien quedarte, vendrás
conmigo y dentro de dos o tres semanas volveremos aquí y te dejaré de nuevo
con tu padre. No puedes quedarte aquí solo, ya ves que esta no es una zona
segura —dijo Kraen señalando con la cabeza en dirección a la tumba de
Laiyira.
Erol comprendió que lo que aquel hombre decía tenía sentido: no podía
quedarse allí solo con las velkra aun dando vueltas por el valle. Tras un breve
instante en el que se mantuvo pensativo, concluyó que si se quedaba, era muy
probable que terminase como su madre.

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—Oye —continuó el soldado interrumpiendo los pensamientos de Erol—,
¿dónde está comerciando tu padre? Quizá sea mejor que lo busquemos y te
quedes con él directamente allí donde esté. Podrías quedarte también en
alguna granja vecina, pero no me fio viendo cómo están las cosas por aquí —
concluyó Kraen.
—Ha ido a Úhleur Thum a comerciar como todos los años —contestó—.
Se han llevado el caballo de la cuadra, por eso está vacía.
—¿A la capital? —preguntó el soldado con cara de sorpresa—. Eso no es
posible, chico.
Erol le miró intrigado, queriendo saber por qué decía eso.
—El paso por el vado de Esla está cortado por nuestro campamento desde
hace más de dos semanas. Esas eran las órdenes del emperador. Por allí no ha
cruzado nadie estos días, por lo que tu padre no puede haber llegado a la
capital a no ser que haya cruzado por el vado de Laek o navegando por el río,
ambas cosas poco probables por no decir imposibles, me temo —expuso el
soldado ante la mirada de asombro del pequeño.
¿Cómo iba a mentirle su padre? Lo que acababa de oír no tenía sentido.
Torek iba todos los años a la capital por aquella ruta, cruzando el vado de
Esla, y si este año el paso había sido cortado, su padre habría vuelto a casa de
inmediato. ¿Dónde iba a estar si no era de camino al corazón del imperio?
¿Les habría ocurrido algo a ellos también? Erol no paraba de devanarse los
sesos pensando por qué su padre no había vuelto con él todavía.
—¿Y qué hacíais tan lejos de vuestro campamento entonces? Lo que dices
no tiene sentido. Si mi padre se hubiese encontrado el paso cerrado, habría
vuelto a casa —dijo un desconcertado Erol.
—Chico, no sé por qué tu padre y tu hermano no han vuelto, eso es algo
que no puedo decirte. No te preocupes, quizá hayan ido a hacer sus negocios a
otra parte cuando vieron que no podían cruzar. Es muy probable que se hayan
dirigido hacia la costa siguiendo el curso del Río Maldito, el… —el soldado
miró hacia el cielo intentando recordar algo— sí, el Khor, como lo llamáis por
aquí. Volverán pronto a casa —aseguró Kraen sin acabar de convencerse de
sus propias palabras—. Vendrás al campamento conmigo y esperaremos a tu
padre allí. Haré que uno de mis hombres haga noche en esta granja hasta que
tu padre aparezca y le diga entonces lo que ha ocurrido y dónde se encuentra
su hijo. Cuando eso pase, te traeremos de vuelta con él aunque esta zona ya
no es segura —advirtió—, tal vez deberíais iros a vivir más adentro del
imperio, en una zona que controlemos mejor y que no esté tan expuesta a las
velkra como está este maldito valle.

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—No voy a abandonar mi casa —volvió a reiterar el chico—. Esperaré
aquí a mi padre hasta que venga o me quedaré en casa de Esoj, que estará allí
con su padre —dijo.
—¿Esoj? ¿Es alguien que vive en una de estas granjas? —preguntó
intrigado Kraen.
—Es mi mejor amigo. Vive muy cerca de aquí, pero ayer no estaba en
casa. Puede que fueran al pueblo su padre y él, pero ya deben haber vuelto —
respondió Erol.
El soldado escuchó asintiendo, haciendo gestos de aprobación ante la idea
que el muchacho proponía.
—Bueno, pues vamos ahora mismo a comprobar si siguen allí o no, y si
no están, vendrás conmigo. No te preocupes, cuando el campamento se monta
en el interior del imperio y no hay expectativas de combate, no solo está lleno
de soldados sino de todo tipo de mercaderes, de herreros y ganaderos, de
gente de toda clase que se gana la vida comerciando con los soldados y
proveyéndoles de todo tipo de bienes que necesitan. Incluso hay niños en los
alrededores —expuso el cabo intentando convencer al pequeño de que su
propuesta no era tan mala.
—¿Y por qué un desconocido como tú se preocuparía por mí?
El soldado sonrió con gesto cariñoso.
—Bueno, chico, tengo mis propias razones y motivos. No todos somos
como Amer —respondió Kraen mientras se dirigía a por su montura—. Y
ahora sube a mi caballo e indícame hacía donde debemos ir para llegar a casa
de tu amigo.
Erol señaló con el índice de su mano derecha y sin añadir nada más, el
soldado obedeció. Sus pensamientos se centraban en Amer, ese capitán que le
habría abandonado allí mismo a su suerte, que no había mostrado ni un atisbo
de lástima, de compasión o de humanidad ante la situación que acababa de
vivir.
El pequeño ya no podía llorar más. La pena no dejaba de aprisionarle el
corazón, pero sus ojos se habían secado por completo impidiéndole llorar y
era algo que, en cierto modo, agradecía.
Se encaminaron en dirección a la granja del niño pelirrojo, pero al llegar
se dieron cuenta de que allí seguía sin haber nadie. La puerta principal estaba
abierta pero no había respuesta a los gritos que Erol lanzaba tratando de
contactar con su amigo. El niño bajó rápido del caballo ante la atenta mirada
de Kraen. En cuanto tocó el suelo, el pequeño se encaminó hacia la puerta,
temeroso de encontrarse el cuerpo de su buen amigo y el padre de este del

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mismo modo que ya se había encontrado el de su madre unas horas antes.
Kraen se dio cuenta de lo que el niño pensaba.
—Chico, espera ahí. Yo entraré en la casa en busca de tu amigo —Erol
mostró el alivio en su rostro.
Kraen bajó con calma de su montura, desenfundó su espada y se dirigió
hacia la puerta de aquella granja aparentemente abandonada. El soldado llegó
a la entrada y sin vacilar, con la seguridad de quien sabía que allí no había
nadie, al menos vivo, cruzó el umbral y empezó a registrar todas las
habitaciones. Erol esperaba impaciente en la puerta, debatiéndose en su fuero
interno entre la curiosidad, la necesidad de saber si su amigo estaba bien, y
entre el miedo y la angustia a lo que allí dentro podía encontrar.
Pasaron unos minutos que al pequeño se le hicieron interminables hasta
que Kraen volvió a la puerta, le miró y expuso el resultado de su inspección.
—Aquí no hay nadie —concluyó.
Erol se dirigió hacia la parte trasera de la casa en busca del granero y de la
pequeña casa del árbol que tenían construida en su tronco. Kraen le seguía a
cierta distancia observando en silencio los movimientos del muchacho ahora
decidido a encontrar a su compañero. El niño caminó hacia el granero con el
corazón encogido, temiendo lo que allí encontraría. Se acercó a la puerta, que
estaba cerrada únicamente con el cerrojo, sin ningún candado. Agarró el
pesado cerrojo de hierro con sus dos manos y tiró con fuerza para desbloquear
la puerta. El oxidado mecanismo chirrió lastimosamente antes de desplazarse
y dejar que las dos láminas de madera de la puerta fuesen otra vez
independientes la una de la otra. Erol agarró con fuerza la puerta y, haciendo
un gran esfuerzo, la abrió.
Su corazón seguía encogido y acababa de darse cuenta de que llevaba
unos segundos sin respirar. De nuevo, la oscuridad del interior impidió que
sus ojos, acostumbrados a la luminosidad del sol allí afuera, se adaptaran lo
suficientemente rápido como para permitirle ver la totalidad del granero en
ese mismo instante. Kraen seguía observando la escena con su espada ya
enfundada y a unos metros del niño. Cuando por fin los ojos de Erol se
acostumbraron a la oscuridad, su mirada recorrió cada rincón del almacén con
la certeza de que iba a encontrar allí los cuerpos de su amigo y el padre de
este tumbados sobre la paja, sin vida. Pasó unos segundos así solo para
descubrir que allí tampoco había nadie. Erol sintió un gran alivio al saber que
no todos los habitantes de la zona habían corrido la misma suerte.
No sabía dónde estaba Esoj, pero al menos no estaba muerto en su casa.
Debían seguir en el pueblo, por raro que le pareciese. ¿Se habrían ido de allí

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de forma permanente? La puerta de entrada a la granja había estado cerrada el
día anterior a pesar de que ahora permanecía abierta. Es posible que los
salvajes hubiesen asaltado también esa granja, que hubiesen forzado la puerta
para entrar y buscar algo de valor en su interior o alguien vulnerable que
pudiesen capturar. Fuera como fuese, sus vecinos habían hecho bien en no
aparecer por allí.
Cuando se dio la vuelta, Kraen estaba ya cogiendo su caballo y trayéndolo
hasta él.
—Nada, ¿verdad? —preguntó el soldado para confirmar lo que ya sabía.
—No están aquí. Tal vez sigan en el pueblo —respondió el pequeño.
—Eso es una buena noticia —dijo sonriendo.
—Sí, al menos no todos han corrido la misma suerte…
Erol volvió a entristecerse tras la breve alegría de comprobar que su
amigo no estaba muerto también.
—Bueno, muchacho, vayamos pues al campamento. Viendo esto, creo
que quedarse en el valle no es lo más seguro. Vendrás con nosotros y como te
he dicho antes, nos encargaremos de que tu padre sepa dónde estás en cuanto
vuelva a casa. Ahora cogeremos algo que comer de casa de tu amigo, pues
según veo, tiene buenos frutales en el huerto y yo no contaba con tener que
alimentar a nadie más que a mí mismo, por lo que no tengo comida para los
dos. No creo que le importe si sois tan buenos amigos él y tú, ¿eh? —dijo
Kraen.
Erol no respondió. Era comprensible lo que el soldado decía y viendo el
estado de la casa, era posible que Esoj y su padre no volviesen en mucho
tiempo. Las velkra habían llegado más lejos que nunca al adentrarse hasta allí
y si se habían aventurado a avanzar tanto, quién sabía hasta dónde serían
capaces de llegar ese verano.
—Listo, chico. Sube al caballo, nos espera un largo camino de vuelta —
concluyó Kraen cuando terminó de coger lo que creía necesario.
Ambos subieron a la montura y sin más dilación, se encaminaron en
dirección al campamento, junto al vado de Esla.
El camino duraría al menos tres días, dependiendo de las paradas que
hicieran en su itinerario. Erol nunca se había alejado tanto de casa como iba a
hacerlo en esta ocasión. El chico nunca había salido siquiera del valle salvo
en las ocasiones en que Sthunk y él se habían adentrado en la parte más baja
de las laderas de las montañas que circundaban toda la región de Mélmelgor.
Esas cacerías eran de las pocas cosas que los dos hermanos podían hacer
juntos sin que se llegasen a producir peleas continuas, aunque era posible que

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surgiesen pequeñas disputas provocadas por la torpeza de movimientos de
Erol, no siempre lo suficientemente sigilosos, que acababan provocando que
la presa los descubriera y huyese. Pocas cosas molestaban más a Sthunk que
perder una presa que tenía a tiro. Y si encima el motivo de la fuga era la
torpeza de su hermano, la riña era segura.
Erol echaba de menos esos momentos. No tenía ni idea de dónde estaba la
poca familia que le quedaba. Si su padre estaba de verdad comerciando cerca
de la costa, en el camino de vuelta al valle pasaría cerca del campamento y
era posible que pudiesen encontrarse entonces. Lo mejor sería dejar a un
hombre vigilando la vía que conducía desde el vado de Esla hasta Mélmelgor
y, con una descripción de Torek y Sthunk, el soldado se dirigiese a quien
encajase con los detalles que tendría en mente y preguntase así a aquellas
personas. Si esta táctica daba resultado, Erol podría partir desde el
campamento hasta casa haciendo el camino con su padre y su hermano. Esta
solución sería más cómoda para todos y haría que estuviese lo antes posible
con ellos.
Llegar al vado era una tarea bastante sencilla. Erol sabía el camino a
seguir incluso sin haberlo recorrido nunca. Lo único que había que hacer era
coger la vía Alecsa, que serpenteaba al lado del Khor, y seguirla hasta el
vado. No era un camino ni difícil ni peligroso, al menos durante la mayor
parte del año, salvando la época más cálida cuando las velkra podían hacer
alguna de sus incursiones nocturnas. Hasta entonces eso nunca había sido un
problema, pero viendo lo lejos que habían llegado ese año, ya no se podía
estar seguro en ninguna zona cercana a Trenulk.
Kraen y Erol recorrieron buena parte del camino sin hablar hasta que el
hambre comenzó a retorcer las tripas del soldado y decidió que ya era hora de
hacer un descanso. Bajaron del caballo y Kraen sacó de una de las alforjas
una bolsa de cuero en la que guardaba su ración de comida preparada desde
antes de llegar a la granja de Erol.
—¿Cómo te llamas, chico? —preguntó el soldado cogiendo la comida.
—Erol —contestó este sin ganas.
—Erol… un nombre interesante el tuyo —aseguró sin despertar la
curiosidad del muchacho—. Yo soy Kraen.
El niño asintió. Ya conocía su nombre desde que se enfrentó a Amer.
—¿Quieres comer algo, Erol?
—No tengo hambre —respondió el niño mirando hacia el suelo, con la
cabeza entre las rodillas.

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—¿Seguro? —insistió Kraen mirando el interior de la bolsa—. Tengo
carne de venado seca, queso, un trozo de pan bastante duro —expuso tratando
de hincarle los dedos—, la fruta que hemos cogido antes y… un pellejo con
algo de vino, pero no, no creo que tú bebas vino —concluyó intentando
parecer divertido.
Las palabras del soldado atrajeron la atención de Erol. Aquel hombre le
ofrecía queso y carne de venado seca. Siempre le había gustado muchísimo el
venado, pero tenía el estómago cerrado.
—No me apetece nada, de verdad —respondió intentando no parecer
desagradecido.
—Muchacho, el camino que nos queda es aún muy largo y no puedes
permanecer todo el día sin comer o acabarás por desmayarte y caer del
caballo antes de que llegue la noche. Llevarás sin comer nada desde ayer,
como poco. Come algo aunque no te apetezca, hazme caso, te sentará bien —
aconsejó Kraen.
Erol, tras observarlo un momento y convencerse de que no le dejaría en
paz hasta que comiese, asintió y sin decir nada se dispuso a coger una de las
tiras de venado que le ofrecía. El chico se convenció para comer más porque
Kraen lo dejara tranquilo que por otra cosa. No le apetecía nada, no dejaba de
pensar en su madre. Sus ojos… aquella mirada perdida en el infinito no se le
iba de la cabeza por más que intentase pensar en otra cosa.
—Mucho mejor —dijo Kraen al ver que el muchacho seguía su consejo.
Más contento por la acción del chico, el soldado se recostó en la hierba y
comió con ganas un poco de todo lo que tenía. Estaba mirando el paisaje
mientras saboreaba el exquisito venado. La vía Alecsa no era más que un
camino bien marcado en la tierra, no tenía ningún tipo de pavimento, pero
todos los habitantes de aquella zona sabían qué camino era ese.
Durante toda su longitud, serpenteaba entre las salvajes tierras limítrofes
en el oeste del imperio y desde la zona en la que ahora estaban, una pequeña
planicie sobre una colina no muy elevada, podía verse bien el valle del que
venían. El soldado miraba hacia todas partes observando el hermoso
panorama verde, disfrutando al máximo cada bocado, como si aquella fuese
su última comida y él ya lo supiera. Debía estar realmente hambriento,
pensaba el pequeño.
Cuando acabaron, retomaron la marcha aún en silencio. Erol pensaba que
dejaba atrás Mélmelgor por primera vez. Siempre creyó que esa ocasión
estaría reservada para su padre, cuando tuviese edad de acompañarlo como
había hecho Sthunk.

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El camino transcurrió así hasta la noche y cuando por fin Kraen decidió
parar, Erol estaba, esta vez sí, famélico. El largo día que su pequeño cuerpo
había soportado le estaba pasando factura y no solo el hambre, sino el
cansancio y el sueño se apoderaron de él. Comió esta vez sin esperar a que el
soldado tuviera que insistirle lo más mínimo, lo cual alegró a su compañero.
Una vez lleno el estómago, Kraen sacó una gran manta de otra de las alforjas
y se la ofreció a Erol. Habían hecho un pequeño fuego que, más que para
calentarse, les ofrecería buena luz ante cualquier necesidad. No era muy tarde
y no hacía frío. Erol rechazó la manta y se tumbó sobre la hierba cerca del
fuego. Con eso le bastaría. El soldado también permaneció cerca de la lumbre,
sentado con su coraza laminada que le cubría el pecho y los hombros y que no
se quitó en ningún momento, ni siquiera para dormir.
Kraen miraba a lo lejos y parecía que calculaba la distancia que aún
debían recorrer antes de llegar al fuerte. El niño se durmió enseguida mirando
a aquel hombre que se había convertido ese mismo día en su única ayuda, en
su única esperanza de poder encontrarse aún con la familia que le quedaba y
de sobrevivir hasta entonces. El chico no estaba preocupado: ahora sí se
habían alejado de Trenulk lo suficiente como para que las velkra no llegasen
hasta allí.
Kraen se dio cuenta de cómo el niño no resistió más al cansancio y por fin
pudo reposar después de un día tan largo y complicado para él. Él no dormiría
aún, no hasta hacer una guardia que posiblemente fuese innecesaria, pues
aquel no era considerado territorio peligroso aunque sus costumbres de
soldado, sus años de experiencia y su sentido común le obligaban a ser
precavido.
Cuando Erol se despertó a la mañana siguiente, del fuego ya no quedaban
más que restos humeantes que poco a poco terminaban de consumirse bajo la
luz del sol. Había dormido bastante y estaba tapado con la manta que el
soldado le había ofrecido antes de acostarse. El niño buscó con la mirada a
Kraen, pero este no estaba en el sitio que ocupaba la noche anterior aunque sí
estaba su caballo. Se levantó, se estiró y miró hacia todas partes buscando a
su compañero, al que vio no muy lejos de allí sentado sobre una gran roca,
observando el camino que aún les quedaba por recorrer. Erol se dirigió hacia
él, el soldado se giró y lo vio.
—Buenos días, Erol. Creo que has dormido bastante bien esta noche, ¿no
es así? —preguntó para iniciar una conversación.
—Hola, Kraen. Sí, he dormido mejor de lo que esperaba. Estaba exhausto
—respondió esta vez de forma muy natural.

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—Bueno, es normal que estuvieses cansado, pero espero que ya no lo
estés. Nos queda un largo día hoy también, aunque en pasando esta noche y si
no nos entretenemos mucho, mañana llegaremos al campamento por fin.
—Vale —se limitó a contestar el chico.
—Vale —repitió Kraen—. Pues vámonos ya o no llegaremos mañana.
Tras hacer el pequeño sus necesidades, los dos volvieron a subir a la
montura y retomaron la marcha.
Pasaron los dos días siguientes hablando cada vez más. Erol empezaba a
sentirse a gusto con ese desconocido que parecía ser buen tipo, que le había
ayudado tanto y que, aparentemente, se preocupaba de verdad por su
bienestar. El segundo día habían llegado a ver por fin el gran río de las almas,
el Río Maldito, que nacía más allá del bosque de Trenulk: el Khor. Era
impresionante. Sus aguas eran muy oscuras, de un color azul intenso al menos
desde donde ellos lo veían, pues no se acercaron mucho a la orilla, lo cual el
niño agradeció. Temía ese caudaloso río más de lo que había imaginado
cuando le contaron aquellas fantásticas historias sobre los moradores de sus
aguas. Ahora que lo veía tan cerca, sentía el miedo latente en su corazón y no
dejaba de observarlo, temiendo que alguna de las almas de su interior saliese
de allí para cogerlos en cuanto se descuidasen.
Por suerte para el chico, Kraen parecía ser un hombre cauto y se encargó
de mantener en todo momento las distancias con aquel peligro. Él ni siquiera
miraba sus aguas, centrando la vista en el camino que tenían por delante. Erol
tenía miedo, pero escudriñaba la superficie plana que formaba el agua en
busca de algo extraño: de los reflejos de luz que emitían las almas en pena, de
algún incauto animal que se acercase hasta allí para beber y fuese engullido
por la venganza inmortal de los moradores de las profundidades, pero allí no
ocurría nada. Estaban demasiado lejos, pero era mejor no tentar a la suerte.
Así trascurrió el segundo día entero y cuando oscureció, los viajeros
acamparon de nuevo con un pequeño fuego entre las improvisadas camas de
ambos. Erol se sentía inquieto y creía oír sonidos extraños a cada instante que,
no obstante, solo estaban provocados por su infantil imaginación puesta al
servicio de su miedo. El sonido del discurrir del agua se oía nítido desde
donde estaba su campamento y más aún entonces, en la tranquilidad de la
noche.
En cierto modo, el viaje le estaba viniendo bien al pequeño, que gracias a
los nuevos paisajes, a los descubrimientos que estaba llevando a cabo,
despejaba su mente y no pensaba tanto en su madre y en cómo de mal lo
había pasado o, mejor dicho, lo estaba pasando.

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—Oye, Erol, ¿cómo de bien sabes usar esa honda? —preguntó Kraen
señalando con la cabeza el arma que su joven acompañante portaba colgada
en la cintura.
—Me defiendo —respondió con fingida modestia.
El soldado asintió antes de volver a preguntar.
—¿Y con la espada?
—Nunca he practicado con ella. Iba a pedirle a mi padre que me enseñase
cuando volviese de este viaje —respondió nostálgico el pequeño.
—Bueno, eso puede remediarse. Si quieres te pondré con alguien que te
enseñe cuando lleguemos al campamento. Sería una buena forma de
aprovechar el tiempo y podrías sorprender a tu padre cuando vuelvas a verlo
—ofreció el soldado.
—¿No me enseñarías tú? —dijo sin poder ocultar su excitación.
—No creo que pueda —respondió enarcando las cejas—. Ya he cubierto
el cupo de tiempo libre con este viaje. Cuando volvamos tendré que explicarle
al general varias cosas y excusarme por mi comportamiento. Amer hará todo
lo que esté en su mano para que se me castigue con severidad. No creo que
pueda solicitar además que me dejen pasar más tiempo haciendo lo que quiera
—respondió Kraen sin parecer preocupado.
La verdad es que por lo poco que Erol sabía de los ejércitos y su jerarquía,
lo que ese cabo había hecho con su capitán, desobedecer de esa forma, estaba
penado con la muerte o la esclavitud. Torek siempre le había dicho que en los
ejércitos la disciplina era lo más importante. Disciplina y fe en los generales
que comandaban a las tropas. Ambas cosas estaban muy relacionadas, en
cierto modo, ya que la fe en un general hacía a los hombres disciplinados,
pues confiaban plenamente en las órdenes que recibían y, como consecuencia,
obedecían sin protestar.
Por eso mismo no entendía cómo Kraen había contradicho de semejante
manera a su superior, delante de más soldados además, y cómo aquel capitán
no había mandado matar a ese cabo rebelde allí mismo.
—Está bien. Preferiría que me enseñases tú, pero agradeceré cualquier
ayuda que puedas darme y aceptaré de buena gana aprender de quien sea que
creas que puede enseñarme bien —confirmó Erol ante la atenta mirada de ese
hombre que ya consideraba su amigo.
—No te preocupes, pequeñín, tengo alguien en mente que puede ser
perfecto para enseñarte a usar la espada como pocos. Te caerá bien —aseguró
Kraen—. Y ahora procura dormir un poco, mañana queda otra larga jornada
de viaje.

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Erol asintió, se giró dando la espalda a su compañero y se acomodó sobre
la manta. Kraen lo observó bostezando y se recostó también en el suelo.

A la mañana siguiente, Erol se despertó cuando Kraen seguía echado en el


suelo, aparentemente dormido. Tenía hambre y ya solo les quedaba fruta para
comer en todo el día hasta que alcanzaran el campamento, cosa que no
terminaba de complacer al pequeño, que sentía la necesidad de alimentarse de
algo con más fundamento. Se levantó en silencio, cogió su honda y se dirigió
a un pequeño arroyo cercano que no sobreviviría hasta el final del verano.
Allí, junto a unos árboles de poco tamaño, se congregaban pájaros de varias
especies, conejos y otros animalillos también. Kraen le observaba sin
moverse, aparentando que dormía. No perdía ningún detalle de sus
movimientos y había adivinado a la perfección las intenciones del chico: iba a
enseñarle cómo de bien usaba la honda.
Cuando Erol se hubo alejado un poco, el soldado se levantó y fue a buscar
algunas ramas de arbustos cercanos que pudiesen quemarse bien pues, si el
muchacho tenía éxito, habría que tener fuego con el que asar sus presas.
Erol tardó una hora en volver al campamento y traía dos tórtolas abatidas.
Kraen no pudo ocultar su sorpresa al ver la captura de su compañero, que no
había mentido sobre su habilidad con el manejo de la honda. Lo que el
soldado no sabía era que el primer sorprendido por el éxito de la caza era el
propio niño, que no pensaba que su primer intento de obtener presas con la
honda pudiera ser tan fructífero. Había fallado en al menos dos ocasiones en
el lanzamiento, pero la pequeña laguna que el arroyo formaba junto a aquellos
árboles atraía una constante cantidad de animales a beber y Erol tuvo muchas
ocasiones de probar suerte con sus lanzamientos. Cuando se estaba acercando,
observó que Kraen le miraba sonriendo, sentado al lado de un fuego bien
alimentado.
—Bien hecho, Erol. No mentías cuando dijiste que te defendías con eso
—dijo el veterano cuando su compañero se hubo acercado lo suficiente.
El niño le miró e intentó con todas sus fuerzas parecer indiferente al
halago de su compañero, que lo había llenado de confianza. Se limitó a hacer
un gesto de agradecimiento con la cabeza y soltó su captura al lado de su
compañero con toda la normalidad que le fue posible, como si cazar con esa
eficacia fuese algo propio de su rutina diaria. Estaba claro que el chico jamás
le diría que también había fallado en varios lanzamientos.

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—¿Qué te parecen como desayuno? —preguntó el niño cuando su
compañero ya empezaba a desplumar las aves.
—Me parece que dos por cabeza sería mejor, pero adoro la carne de las
tórtolas. Está claro que sabes usar eso —respondió el soldado señalando con
la cabeza la honda—. ¿Cuánto tiempo llevas practicando con ella?
—Un par de semanas, más o menos.
Kraen no se molestó en ocultar su sorpresa antes de volver la vista a su
tarea. El chico no era torpe. No sabía qué edad tenía, pero era aún muy niño y
si empezaba a usar ya la espada, podía llegar a manejarse con soltura en poco
tiempo. Ahora era él quien tenía ganas de verlo con un arma de verdad en las
manos y observar si era capaz de defenderse con ella.
Erol se sentó junto al fuego observando cómo su compañero preparaba las
aves para asarlas en él. Las pelaba y limpiaba con la agilidad de quien ha
hecho lo mismo durante años y terminó el trabajo en solo unos minutos. El sol
ya calentaba, aunque aún no era molesto no disponer de una sombra. La
mañana había amanecido algo más fría que las anteriores pero la temperatura
seguía sin ser desagradable. Pasaron otro buen rato hasta que el desayuno
estuvo listo y se lo terminaron.
Les supo a poco a los dos, pero al menos, ahora podían echar en sus
estómagos algo de fruta sobre una comida más sólida y eso fue lo que
hicieron. Una vez saciados, retomaron su camino.
Ese día hablaron más que de costumbre. Erol estuvo bastante distraído
pese a la pena que sentía por la pérdida de su madre. El viaje le estaba
haciendo mucho bien y Kraen conseguía que se sintiese protegido, seguro.
Parecía que se habían conocido desde siempre aunque echaba de menos a su
padre y su hermano constantemente.
Cuando al fin se empezaba a hacer de noche en el tercer día de viaje,
Kraen decidió acampar una vez más. El campamento ya no quedaba lejos,
pero parecía no tener prisa y no quería cabalgar por la noche. El desayuno de
ese día había hecho que se retrasaran más de lo esperado, por lo que el oficial
creyó conveniente llegar al día siguiente hacia el mediodía. Su caballo,
después de todo, estaba cansado también por el trecho recorrido con los dos
jinetes sobre su lomo. A Erol, no acostumbrado a montar, la espalda le dolía
bastante y no puso pegas a esa última acampada nocturna al aire libre. Esa
podía ser la última noche que pasara con su reciente compañero.
Al día siguiente llegarían al campamento y por fin conocería a su maestro
de armas, al hombre que le enseñaría a luchar con la espada hasta que su
padre volviese de comerciar. Entonces se uniría a los entrenamientos junto a

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su hermano. Era extraño, pero aquello no le preocupaba. No tenía miedo de
los golpes que su padre o su hermano pudiesen propinarle, pues estaba
convencido de que llegaría a ser mejor soldado que ambos, costara lo que
costase. El hecho de aprender a usar la honda le había dado mucha confianza
en sí mismo y, además, le había hecho ver que tampoco era tan torpe a la hora
de aprender cosas nuevas. Su fe en sus posibilidades creció rápidamente y al
menos ahora no se sentía un inútil. Después de todo, ya era capaz de cazar
presas de pequeño tamaño sin la ayuda de nadie. Pero sobre todo, ahora tenía
una motivación que jamás antes había sentido: acabaría con los salvajes de las
velkra, con todos, y con ello vengaría a su madre.
Esa noche, la visión de Laiyira volvió a apoderarse de sus pensamientos,
pero no lloró, del mismo modo que no había llorado desde que la enterraran
hacía ya tres días, aunque seguía sintiendo una punzada en el corazón cada
vez que se acordaba de ella. Quizás era la emoción por saber que pronto
estaría aprendiendo a luchar y que podría dar una sorpresa a su hermano lo
que le hacía estar más motivado, pero lo cierto era que tenía ganas de que
llegase el nuevo día para ponerse, con todas sus fuerzas, a las órdenes de su
maestro.
La oscuridad se extendía ya profunda por esa tierra solo iluminada en
parte por el fuego del improvisado campamento nocturno. Erol no podía
dormir. Habían sido muchos cambios en su vida en muy poco tiempo y ni
siquiera sabía qué sentía exactamente. Sabía que pensar en su madre no iba a
ayudarle en nada, pues el hecho de que estaba muerta no iba a cambiar, así
que centró sus esfuerzos en mejorar, en aprender y convertirse en lo que su
padre siempre había querido que fuese, en lo que siempre había confiado que
se convertiría. Cuando el pequeño concilió el sueño, su compañero ya llevaba
un buen rato dormido, o eso pensaba él.
Salió el sol y Kraen despertó al niño cuando ya estaba todo listo para
partir, salvo la manta con la que este se tapaba, que lógicamente aún no estaba
recogida.
—Vamos, Erol, llegaremos antes de mediodía al campamento —anunció
Kraen para despertar al chico.
Erol se revolvió en su lecho unos instantes para, al fin, levantarse y
recoger dicha manta, que entregó a su compañero de viaje para que la
guardase junto al resto de cosas que iban en las alforjas del caballo.
—¿Ya has desayunado? —preguntó el niño, que estaba hambriento.
—Hoy no hay desayuno. Podrás comer hasta hartarte cuando lleguemos al
campamento. No tardaremos mucho.

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—Está bien —asintió de mala gana.
Pasaron otras tres horas de viaje cuando al fin, en el horizonte no muy
lejano, en una elevación de terreno que sobresalía por poco por encima de las
demás, Erol vio el campamento. Era una formidable construcción de madera
con foso lleno de estacas que impedirían el acercamiento de torres de asedio y
arietes por zonas que no fuesen las pequeñas rampas de acceso a las puertas
del campamento. En las cuatro esquinas del mismo, se erigían torres de
vigilancia que sobresalían por encima del resto de la empalizada, que debía
medir unos tres metros y medio de altura hasta la base. Erol no se imaginaba
un campamento tan grande ni tan bien cuidado como ese. Varios soldados
vigilaban desde la seguridad de sus robustos muros de madera armados con
lanzas arrojadizas y arcos capaces de lanzar mortales dardos a cualquier
intruso que se acercase demasiado hasta allí.
—Bueno, chico, al fin hemos llegado a nuestro destino —anunció Kraen
mirando a su compañero de viaje.
—No me lo imaginaba tan grande —confesó el pequeño—. No pensaba
que hubieseis levantado ese muro de madera alrededor de las tiendas, creía
que era un campamento normal, sin ninguna fortificación como esa —expuso
el pequeño.
—Sí… al general le gusta poder dormir con seguridad y aunque no
estamos en alerta por la presencia de enemigos cercanos, prefiere que se
monte un campamento como este. Incluso si solo es para un par de días —
explicó—. Además, así los soldados no pierden la costumbre para que,
llegado el día en que haya una amenaza real, no se tarde más de lo previsto en
hacerlo.
Erol asintió sorprendido ante la magnitud de lo que tenía ante sus ojos.
Nunca había visto una construcción de madera tan grande aunque, a decir
verdad, tampoco había visto ejércitos hasta ese momento. Para el chico, como
en los últimos días, todo era novedoso.
Los fatigados viajeros se dirigieron a pie los últimos metros que les
separaban de una de las puertas. Kraen se había puesto el distintivo casco con
las rayas rojas por primera vez desde que los dos se habían encontrado y no
dejaron de avanzar hasta que, a unos cincuenta metros de la entrada, uno de
los centinelas se acercó para comprobar la identidad de los extraños que se
acercaban. El guardián de la puerta se detuvo tras andar unos metros y
reconocer en Kraen el rostro de uno de sus superiores.
—Capitán, bienvenido de nuevo —dijo el guardia haciendo el saludo
militar de los soldados del imperio—. ¡Abrid las puertas inmediatamente! —

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gritó—. Tú, informa al general de que el capitán Kraen ya ha regresado —
ordenó al otro guardia que permanecía custodiando la puerta con él.
El soldado al que el guardia al mando de la puerta había hablado se
apresuró a seguir las órdenes que le acababan de dar y, como una centella,
desapareció a la carrera en el interior del campamento. Erol miraba a Kraen
confundido. ¿Capitán? ¿Por qué ese tal Amer se había dirigido a él como
cabo? Aquello era una ofensa para alguien de su rango. El muchacho no
comprendía lo que estaba ocurriendo, del mismo modo que no comprendía
por qué las rayas de colores del uniforme de Kraen eran diferentes a las de
Amer si ambos tenían el mismo cargo. Kraen solo debía tener por encima
jerárquicamente a ese general del que ya había oído hablar.
Mientras esos pensamientos ocupaban la mente del muchacho, Kraen lo
observaba sorprendido de que permaneciese en silencio. Aquel chico no solo
no era torpe, sino que además estaba atento y tenía buena memoria incluso
ante situaciones emocionales tan intensas como las que acababa de vivir hacía
unos días. Erol se daba cuenta de cuanto pasaba a su alrededor y era capaz de
retenerlo en su cabeza. Sin duda, ese niño podía ser alguien interesante.
—Vamos, chico. Te presentaré al general —dijo Kraen.
Erol asintió y comenzó a seguir a su protector. Observaba todas las
tiendas, el ir y venir de soldados perfectamente armados, con sus armaduras
impolutas y un aspecto formidable, listos para entrar en combate en cualquier
momento. Aquellos guerreros llevaban el mismo tipo de armadura de color
metálico que Kraen, e iban armados con una espada larga, un escudo
rectangular mediano y dos lanzas cortas que debían ser arrojadizas. Parecían
curtidos en mil batallas.
El chico miraba fascinado a una y otra parte del campamento sin ocultar
su curiosidad por descubrir algo tan nuevo para él. Una formación de al
menos cien hombres equipados y formados para marchar pasó por delante de
ellos. Sus caras reflejaban la seguridad de quien se cree invencible: estaban
tranquilos detrás de la empalizada y, formados en dos hileras, avanzaban a
paso rápido por la que parecía ser la vía central del campamento. Y mientras
él no perdía detalle de todo lo que veía, su compañero no perdía detalle de
todo cuanto el pequeño observaba.
—¿Te gustaría ser uno de ellos? —preguntó el capitán.
Erol le miró sorprendido, sin saber bien qué contestar. Claro que le
gustaría ser uno de ellos, ¿a quién no le gustaría ser uno de esos soldados?
Quizá pudiese llevarse una de esas espadas cuando su padre regresara de su

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viaje para recogerlo. Seguro que él podría enseñarle a usarla bien y Sthunk se
moriría de envidia al verla.
—Continuemos, la tienda del general no queda lejos —instó Kraen.
Caminaron durante varios minutos entre tiendas y soldados, unos
uniformados y otros no, hasta que llegaron a una tienda diferente de las
demás, más grande y con cinco soldados en la puerta que parecían custodiar
su interior. Esa debía ser la tienda del general, bien protegida y situada en el
centro del campamento. Kraen no se detuvo en la puerta, sino que siguió su
camino hacia el interior sin que ninguno de los guardias se interpusiera e
intentase impedirle el paso.
—Bienvenido, capitán. Ya pensábamos que nos habías abandonado a
nuestra suerte —dijo con tono jocoso el que parecía líder de la guardia—. El
general está dentro esperándote desde hace días —anunció.
Kraen saludó con un gesto de la cabeza antes de apartar la cortina que
daba acceso al interior de la tienda. Erol se quedó parado en el umbral de la
entrada sin saber bien si debía pasar enseguida o esperar alguna señal de su
compañero. Kraen le puso la mano en el hombro y le indicó que lo siguiese.
Cuando por fin hubo entrado, antes de dejar de mirar al pequeño, una voz
desde el interior llamó su atención.
—Y al tercer día… —dijo un hombre vestido con una coraza igual a la de
todos los soldados cuyas franjas, esta vez, eran negras, al igual que su casco,
que descansaba sobre una mesa llena de pergaminos.
—Mi general, en realidad han sido cuatro días, si no me equivoco —
respondió el capitán sin pretender justificarse.
—Cierto, maldita sea. Ese mal nacido de Amer llegó hace dos días y, ¡por
todos los dioses, venía hecho una furia! —expuso burlándose el general—.
No sé qué le habrás hecho, pero seguro que se lo tenía bien merecido —
terminó de decir sonriendo antes de lanzar una profunda carcajada.
Ambos se abrazaron con sincero afecto tras la breve charla. Erol, que no
entendía la situación, observaba en silencio. ¿Dos de los capitanes de aquel
general estaban a punto de matarse el uno al otro y él recibía con bromas esas
noticias?
Ese general de avanzada edad debía estar sin duda comenzando a
quedarse senil. El veterano oficial era un hombre bastante mayor ya para
llevar una coraza, mucho más para tener que dirigir un ejército o combatir
junto a sus hombres. El anciano que mandaba en ese campamento era un tipo
de pelo blanco, piel arrugada y brazos demacrados de alguien que lleva

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mucho sin ser un luchador y que, sin embargo, guardaban un ápice de la
fuerza que tuvieron hacía algunas décadas.
—¿A quién traes contigo, Kraen? —prosiguió el general mirando al niño.
—Este muchacho, mi general, es un chico que ha pasado por mucho en
los últimos días. Las velkra atacaron su granja y, por desgracia, mataron a su
madre, que estaba allí sola —explicó el capitán.
Erol bajó la mirada hasta clavarla en el suelo, más por el dolor que volvía
a sentir que por vergüenza o inseguridad.
—¿Las velkra, dices? —preguntó el general frunciendo el ceño, esperando
que el capitán confirmara esa información—. ¿Y dónde, si puede saberse,
tenía su hogar este chico?
—Al sur de Lorkshire, me temo —respondió Kraen haciendo un gesto que
Erol, ahora volviendo a mirarlos, no supo entender.
—Tan al sur, ¿eh? —preguntó de nuevo el general de forma retórica—. Es
muy al sur para que las velkra hayan llegado hasta ahí.
Kraen carraspeó y el general cambió el tono de su voz dubitativa para
convertirla en una cargada de amabilidad.
—Lo siento por ti, chico, siempre es duro perder seres queridos y más aún
siendo tan joven. Debes estar cansado y hambriento si habéis venido desde
tan lejos en solo cuatro días —intuyó el general mirando alternativamente a
los dos viajeros—. Elabo se encargará de encontrarte alguien que te dé algo
que comer y un sitio donde descansar, muchacho. El capitán y yo tenemos
mucho de qué hablar —concluyó el general mirando a los ojos de su
compañero.
Después de eso, el amable anciano guardó silencio esperando una
respuesta del muchacho.
—Sí, general. Se lo agradezco —respondió un nervioso Erol antes de
lanzar una mirada a Kraen.
El capitán silbó entonces y apenas dos segundos después apareció el
soldado de la puerta que Erol había identificado como el líder de la guardia
del general y que instantes antes había saludado a Kraen.
—Elabo, llévate a este muchacho para que le den de comer lo que pida,
que le busquen sitio donde descansar y que espere allí hasta que mandemos
llamarlo —ordenó el general.
El soldado saludó como lo hacían los militares del imperio y con un gesto
invitó al niño a seguirle. Erol se encaminó hacia la puerta dubitativo, pero sin
protestar. Al fin y al cabo, Kraen había cuidado de él hasta entonces: no iba a
dejar que le ocurriese algo malo ahora.

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—Tranquilo, Erol. Mandaré alguien a buscarte en cuanto el general y yo
terminemos nuestros asuntos —dijo el capitán para tranquilizar al muchacho
—. Además, Elabo te cuidará bien —concluyó lanzando una rápida mirada al
guardia.
—Claro, chico. Más me vale que no te ocurra nada —respondió el
soldado antes de sacarlo de allí.
El pequeño fue conducido a una tienda no muy lejana a la del general.
Estaba muy vacía y no era grande, pero disponía de un lecho donde tumbarse
y parecía bastante cómodo. Tendría suficiente con eso. La decoración era
prácticamente inexistente. Estaba hecha de una tela blanca similar por ambas
caras de la propia tienda y, aparte de la cama, solo había una pequeña mesita
más para depositar algo de poco tamaño, como una vela, que para ser usada
con otro propósito.
—Échate en la cama si quieres, muchacho, pronto vendrá alguien a traerte
algo de comer. Yo tengo que volver a la tienda del general. No salgas de aquí
hasta que se te reclame —ordenó el guardia.
Acto seguido y sin esperar respuesta, se giró y abandonó la tienda dejando
a Erol solo en su interior. Estaba hambriento, no cansado, por lo que empezó
a dar vueltas por la tienda, observando cada detalle de esa construcción
portátil ligera y a la vez resistente. No pasó mucho tiempo hasta que una
mujer de cierta edad entró y le trajo el desayuno: dos rebanadas de pan con
algo de mantequilla y un buen vaso de leche. Eso sí era un desayuno de
verdad a pesar de que el general había dicho que le pusieran lo que pidiese y
nadie le había preguntado qué quería. De cualquier modo, tampoco era
cuestión de quejarse teniendo en cuenta lo amable que estaba siendo todo el
mundo con él.
La mujer, que no tenía aspecto de ser muy limpia, dejó el desayuno sobre
la cama y sin decir nada, con cara de pocos amigos, miró a Erol y salió. El
chico no entendía a qué se debía esa mirada, pero tampoco le importaba: tenía
su desayuno listo y en ese preciso instante, eso era lo único relevante. Comió
con ganas y se dejó caer en la cama. Sus pensamientos se centraban en su
padre y hermano ahora, los echaba de menos a los dos, pero era consciente de
que el momento de verlos aún podía prolongarse una semana más, dos, quizá
hasta tres… No tenía ni idea de cómo sería la nueva ruta de comercio que
harían si se habían encontrado cerrado el vado de Esla, junto al que se
encontraban ahora. Desde luego, debería ser más corta que la que llevaba a la
capital, pero el chico no podía adivinar cuánto más corta sería. Su padre

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llegaría cuando tuviese que llegar y si podía aprovechar esos días o semanas
entrenando como le había propuesto Kraen, pues mejor para él.
Desde el campamento, Erol había visto el famoso vado de Esla, amplio y
poco profundo en comparación con el resto del Khor. Desde la distancia, el
muchacho había echado un vistazo a aquel vado cerrado al paso de los
habitantes del valle y, en definitiva, a todo el territorio occidental del imperio,
por motivos que Kraen no le había expuesto. Junto a toda la zona por dónde
parecía poder cruzarse había patrullas a ambas orillas, que impedirían
acercarse allí a quienquiera que tuviese intención de atravesar el Río Maldito.
Pasaron un par de horas hasta que un soldado de la guardia del general
abrió la cortina de la tienda donde estaba alojado Erol.
—¿Erol? —preguntó para confirmar que no se equivocaba.
—Sí, soy yo —respondió rápido el chico, aburrido tras la larga espera.
—El capitán me manda a buscarte. Quiere que sepas que puedes empezar
a entrenar ya mismo si te apetece.
Los ojos del niño se abrieron como platos por la sorpresa.
—Sí, claro que quiero —respondió entusiasmado. El ejercicio alejaría de
su mente los negros pensamientos que no dejaban de acosarlo.
—Bien —sonrió el soldado—, acompáñame pues, te llevaré hasta el lugar
donde podrás empezar.
Erol se apresuró a seguirlo. Los soldados de la guardia podían reconocerse
rápidamente, pues aunque tuviesen las mismas armaduras que los demás,
portaban lanzas de una altura un poco superior a la del propio soldado, una
espada corta y un escudo de forma circular bastante grande, además de una
distintiva y única capa blanca que solo ellos lucían. Eran imponentes y pese a
la simpatía que aquel hombre parecía derrochar, Erol no quería imaginarse
cómo de poderoso sería en combate ese cuerpo de infantería especial que
protegía al general.
Caminaron durante varios minutos hacia el exterior del campamento, a la
parte que había quedado por detrás de la puerta por la que Erol había entrado
unas horas antes. Una vez llegaron, el niño comprobó que allí había una
pequeña zona de hierba aplastada tras haber sido pisada en repetidas
ocasiones hasta formar una especie de círculo en el suelo, dentro del cual
había un muchacho que sería más o menos de la edad de Sthunk, entrenando
con un hombre más bien bajito pero ancho de espalda, armado con una espada
larga como la de los soldados del campamento.
El chico se enfrentaba a él con el equipo propio de la guardia del general,
portando lanza y escudo. Ambos parecían ya desgastados, en especial el

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muchacho, como si llevasen horas luchando.
—Espera aquí, Erol. Este va a ser tu maestro en técnicas de combate
durante el tiempo que permanezcas con nosotros. Procura ser respetuoso con
él —aconsejó el guardia antes de echar a andar en busca de los dos
luchadores.
El soldado se reunió con la pareja de combatientes, saludó y comenzó a
hablar con el mayor. Erol observaba la escena desde una distancia de varios
metros esperando a que se le llamase. El chico que hasta entonces había
estado peleando lo miró un instante mientras aún esperaba que el guardia
terminase de exponerles sus órdenes. Solo pasaron un par de minutos hasta
que el hombre que había acompañado a Erol se giró para reclamarlo. El niño
avanzó hacia ellos y, para su sorpresa, vio como el hombre que había estado
luchando hasta entonces cogió una lanza y escudo que había en el suelo,
saludó al muchacho con el que había estado practicando hasta instantes antes
y se encaminó hacia el campamento, cruzándose con Erol, que caminaba en la
dirección contraria a él. Cuando llegó hasta donde estaba el otro muchacho, el
guardia intervino.
—Erol, este es Lerac. Te enseñará tácticas de combate a partir de ahora
mismo —anunció.
¿Ese chico era quien iba a enseñarlo a combatir? Erol pensaba que sería el
tutor del muchacho, que acababa de irse, el que daría las lecciones a ambos.
Lerac parecía un joven fuerte, ágil, y si bien no era tan corpulento como
Sthunk, su porte y su mirada indicaban que era un luchador que confiaba en
sus habilidades, curtido ya tras años de entrenamiento. Era alto, bien formado
físicamente, con el pelo castaño muy corto, brazos fuertes con músculos
definidos aunque no especialmente voluminosos. Sus ojos eran de un verde
oscuro, su cara de facciones suaves con una nariz demasiado grande que no le
afeaba el rostro. Tenía un corte en la parte superior del brazo derecho del que
brotaba sangre medio seca ya, que le llegaba hasta un poco por debajo del
codo. No parecía importarle.
El guardia que había llevado a Erol hasta allí, una vez cumplió su
cometido, partió andando a paso veloz de vuelta a la tienda del general para
informarle de que su misión había terminado.
—Erol, ¿quién eres tú? Quiero decir, ¿por qué vas a entrenar conmigo? —
preguntó extrañado el mayor de los muchachos.
—Vengo del valle de Mélmelgor. Las velkra atacaron mi granja y…
bueno, me he quedado solo. Mi padre y mi hermano están de viaje y el
capitán Kraen me ha traído con él hasta aquí para esperar su regreso. Me

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ofreció la posibilidad de entrenarme durante estos días y lo cierto es que
quiero hacerlo, me servirá para distraerme hasta entonces —respondió este.
—El capitán Kraen, ¿eh? —preguntó de forma retórica—. Muy bien.
Coge una espada de ese muestrario, la más corta —ordenó—. ¿Alguna vez
has practicado tácticas de combate?
—Nunca. Mi padre iba a empezar a enseñarme dentro de un par de años
—respondió Erol de camino al muestrario de armas, que contenía más
espadas juntas de las que nunca había visto en su corta vida.
Perfecto —pensó Lerac—. Un niño enano, delgaducho y que nunca había
cogido una espada. Kraen ponía a prueba su paciencia y le robaba tiempo de
entrenamiento propio para enseñar a ese enclenque.
Erol empuñó la espada que se le había indicado y la levantó sin mucho
esfuerzo. Esa espada, a diferencia de las pesadas armas de madera que tenía
su padre, sí era una hoja que podía blandirse aunque pesara. En cuanto tomó
la espada, se dirigió hacia donde estaba su nuevo tutor, con postura relajada
sosteniendo ahora un arma de la misma clase que la de Erol.
—Bien. Esto es muy simple —explicó Lerac—, solo tienes que intentar
golpearme con ella.
Erol dudó un momento. El pequeño miró la espada, después a su
contrincante y, sin decir nada, se abalanzó con furia contra él.

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5. LOS FRUTOS DE LA MADUREZ

Las espadas chocaron con fuerza. Lerac sonreía visiblemente cansado, con el
aliento entrecortado y gotas de sudor que recorrían su frente. Su oponente
parecía no cansarse nunca. Su fuerza había aumentado por diez desde que se
enfrentaran por primera vez en el campamento al oeste del Río Maldito, hacía
ya casi cuatro años.
Erol seguía siendo un chico, ahora de trece años, bastante delgado y
bajito, pero por todos los dioses, sacaba una fuerza brutal de no sabía dónde.
No hubo tiempo para seguir pensando, pues el combate estaba en su punto
más virulento y el joven, cuatro años menor que su tutor, le estaba poniendo
las cosas muy difíciles. Sus mandobles golpeaban desde arriba como una
lluvia de piedras sobre el aboyado escudo de Lerac, que se esforzaba por no
perder el equilibrio ante tan persistente ataque. Tenía el brazo cansado y le
dolía el hombro que estaba soportando y frenando aquellos salvajes golpes:
no podía hacer otra cosa que defenderse.
De pronto, hubo un segundo de respiro y pudo escapar de allí rodando
hacia un lado para, al fin, bajar el escudo y ver a su oponente. Erol sonreía
mirándolo fijamente a los ojos, con el aliento entrecortado pero sin que eso
pareciese mermar sus fuerzas. En su mirada estaba el deseo del cazador que
ya saborea la sangre de su presa, esa mirada que a su compañero ponía tan
nervioso. Lerac sabía que debía atacar para equilibrar la balanza del combate
que sin remedio estaba perdiendo. El mayor de los chicos lanzó una rápida
estocada que su rival esquivó con un movimiento aún más veloz y antes de
que pudiera darse cuenta, una patada en su escudo hizo que cayera de lado.
No tuvo tiempo de más y para cuando quiso levantarse, la punta de una
espada rozaba ya su pecho, obligándolo a rendirse.
—Maldito seas, Erol… —dijo entre dientes Lerac haciendo verdaderos
esfuerzos para recobrar el aliento.
Erol soltó una breve carcajada seguida de un grito de victoria antes de
retirar la espada y sentarse al lado de su maestro. El muchacho estaba
pletórico, realmente feliz de haber logrado aquella esperada gesta.

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—Al fin… maldita sea, me ha costado más de tres años llegar a este
momento y pienso recordártelo hasta la saciedad, Lerac —dijo el mirando a
su compañero—. Al fin he sido capaz de vencerte.
—No te hagas ilusiones, enano. Que me hayas ganado una vez no te hace
mejor que yo —se defendió el derrotado.
Erol soltó otra carcajada, esta vez más larga y profunda antes de
responder.
—Puede que no sea mejor que tú, pero al menos ahora tampoco soy peor
—respondió.
En ese momento, Kraen entró en la sala de entrenamiento, una habitación
cubierta y muy amplia con suelo de arena fina. Había sido testigo del combate
desde la distancia y ninguno de los dos contrincantes se había fijado antes en
su presencia. Erol estaba creciendo a un ritmo increíble no físicamente, donde
los cambios aunque evidentes, no eran exagerados. Mentalmente, sin
embargo… Su capacidad de aprendizaje siempre fascinaba al viejo capitán
que ya debía rondar los cuarenta y pocos años.
—Estáis listos —dijo a modo de saludo.
—Padre —respondió Lerac—, pensábamos que estabas en casa del
general Elxio.
—Y estaba —se defendió el capitán—, pero llevo un rato en las sombras,
viendo vuestro combate. Erol, has mejorado muchísimo en este tiempo, pero
sobre todo en el último año.
—Gracias, Kraen. He tenido un buen maestro —respondió este mirando a
su compañero.
—Coincido —afirmó el aludido provocando las risas de los dos
combatientes.
—Sí, has tenido un gran maestro y sin duda este no debe sentirse mal por
haber perdido en esta ocasión, pues el rival al que se ha enfrentado no es un
luchador cualquiera. Lo que me lleva a añadir que, si has desarrollado hasta
ese punto tus habilidades para el combate, ha sido gracias a las enseñanzas
que has recibido de ese profesor —concluyó el capitán mirando a su hijo, que
le agradeció el cumplido asintiendo con la cabeza.
Los tres se quedaron unos segundos mirándose hasta que Kraen les ordenó
lavarse y prepararse para comer lo antes posible. Estaba ya alejándose,
dispuesto a marcharse al salón donde los esperaría para comer, cuando una
pregunta hizo que se detuviera con una sonrisa de satisfacción que ocultó
antes de volverse.
—¿Listos para qué? —preguntó Erol.

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Al muchacho seguía sin escapársele una. Los dos miraban intrigados al
capitán, pues Lerac también recordaba que su padre acababa de decir algo al
respecto.
—Listos para aprender a combatir de verdad.
Los combatientes se miraron sorprendidos por las palabras del señor de la
casa. ¿Para aprender a combatir? Ya sabían combatir igual o mejor que la
mayoría de soldados del imperio.
—… no os quedéis ahí tirados con esa cara de pasmarotes e id a lavaos, os
explicaré todo durante la cena —expuso Kraen.
Obedecieron sin insistir a Kraen, interrogándose el uno al otro con la
mirada mientras se dirigían a tomar un baño rápido para limpiar el sudor, la
arena, la sangre de alguna herida nueva y de las viejas que se reabrían.
Erol llevaba viviendo con el general y su hijo desde que llegase al
campamento tras la muerte de su madre. Nunca volvió a tener noticias de su
padre a pesar de que Kraen tuvo siempre alguno de sus hombres visitando su
granja, a pesar de que se dejaron cartas y de que lo buscaron por la comarca
con las descripciones físicas que Erol había dado de él. Torek simplemente
había desaparecido junto con su hijo mayor.
Desde entonces, al pequeño se le había tratado siempre como uno más de
la familia. Lerac lo quería como a un hermano y el sentimiento era mutuo.
Kraen no tenía esposa desde hacía al menos ocho años. Esta había muerto de
unas extrañas fiebres que duraron semanas y fueron consumiendo su cuerpo
hasta que no pudo aguantar más. Por este motivo, Lerac se había criado con
su padre, siguiendo sus movimientos de campamento en campamento,
aprendiendo así desde muy joven el arte del combate y de las tácticas
militares.
El hecho de que ambos supiesen lo que era perder a su madre les había
acercado aún más, haciéndolos más fuertes frente a la vida y dotándolos de un
sentimiento de superación que pocos conocían como ellos. Kraen no tenía
favoritismos sobre ninguno de los dos y cada día estaba más orgulloso de
haber adoptado al chico que, sin duda, estaba destinado a convertirse en
alguien grande.
Erol ya no echaba de menos su casa como antes, aunque hubiese
momentos en que añorase aquellos días, que quisiera ver a su hermano y su
padre, volver a abrazar a su madre, tumbarse en la fresca hierba, jugar con su
buen amigo el pelirrojo retrasado, como lo llamaba Sthunk… Tampoco había
vuelto a saber de él desde que desapareciese de su casa la mañana en que todo
empezó a cambiar.

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Pensaba que quizá las velkra los hubiesen capturado para llevarlos a las
profundidades de Trenulk, donde habrían sufrido un destino terrible. El chico
no había querido pensar en esa opción ni para su amigo, ni para Sthunk y
Torek.
Erol ahora vivía en la capital, donde el clima era más caluroso, casi nunca
llovía y el bullicio, el olor a excrementos, orina, a carne y especias, a pescado
y a sudor, se mezclaba en un pútrido aire que parecía manar del peor de los
cenagales. Lo bueno era que no pasaban mucho tiempo allí gracias a la
profesión de Kraen, que mantenía a los tres viajando juntos siempre de un
lado a otro.
En esos cuatro años, Erol había visto la mayor parte del imperio. Kraen
siempre los llevaba con él porque sus misiones ya hacía mucho que no eran
peligrosas, sino más bien maniobras rutinarias de los cuerpos del ejército que
pretendían así mantenerse en forma, listos para combatir a un enemigo ya
inexistente. Todo el territorio conocido estaba dentro de las fronteras del
imperio salvo Trenulk, que desde un punto de vista estratégico era totalmente
irrelevante, y el territorio de los puncos, que seguían encerrados en su último
reducto de tierra libre, apartados del imperio por el Río Maldito y controlados
por la gran fortaleza de Álea, que Erol había visitado hacía ahora un año.
También había visto al emperador Laebius y alguna que otra vez se había
cruzado con Amer, ese bastardo al que siempre había odiado desde lo
ocurrido con su madre.
Erol se había informado bien de quién era ese capitán que había querido
abandonarlo a su suerte junto al cuerpo inerte de su madre. Amer era el tío del
emperador. Sus lazos de sangre lo habían convertido en alguien importante
dentro de la jerarquía militar de las fuerzas del imperio, pero entre el pueblo
era bastante impopular salvo en la capital. Incluso entre las tropas que servían
a sus órdenes, compuestas por reclutas de las antiguas tribus que ahora
estaban integradas en el imperio y que habían terminado por convertirse en
soldados que obedecían de mala gana.
Nadie lo respetaba hasta que Laebius, entendiendo la situación, creó un
nuevo cuerpo de infantería donde jóvenes soldados recién alistados
provenientes de la aristocracia de la capital, inexpertos en el combate real,
obedecían con fervor todo lo que ordenaba su superior. Esos jóvenes
aristócratas enviados por sus padres a servir en el recién creado cuerpo ya
venían entrenados desde niños cuando entraban a formar parte de las fuerzas
personales de Amer. Eran muchachos que se habían criado entrenando y
montando a caballo desde una edad temprana, como exigía su posición social.

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Tenían, en definitiva, un oficial que pertenecía a su mismo estamento dentro
de la sociedad y que favorecía a los intereses de sus familias, por lo que, en
esencia, lo respetaban y apoyaban en todo momento.
Muchos de esos muchachos estarían dispuestos a entregar sus vidas por su
capitán si este se lo ordenaba. Era un hecho que esos jóvenes eran fieles y
dispuestos para el combate, pero no importaba, pues al fin y al cabo no había
enemigos con los que combatir.
Amer formaba parte de la aristocracia más antigua de Úhleur Thum. Su
familia había sido siempre, desde la fundación de la ciudad, una de las más
influyentes y adineradas de toda la región. No se sabía cómo, pero en algún
momento del pasado lejano consiguieron hacerse con numerosas tierras que
explotaron hasta la saciedad, sacando el máximo partido a las cosechas y
vendiéndolas hábilmente a quienes más las necesitaban, obligándoles a pagar
precios excesivos que, si no aceptaban, les convertiría en cadáveres famélicos.
La guerra fue un gran negocio para la familia de Amer, los Tálier. Fueron
ellos, según se contaba, los que iniciaron las primeras refriegas entre clanes
que desembocaron en la gran guerra que había convertido a Laebius en
emperador. En medio de la descomunal contienda, los Tálier vendieron grano
a precio de oro a los clanes supervivientes que habían quedado entre las
cenizas de sus tierras, arrasadas por el ejército imperial. Los supervivientes no
tenían más remedio que comprar a los Tálier para sobrevivir.
A Laebius nunca le tembló el pulso a la hora de dejar morir de inanición a
cualquiera que no perteneciera a la capital.
Fue poco después de acabar la guerra, en acontecimientos que Erol
desconocía, donde comenzó la rivalidad entre Amer y Kraen. Y si los Tálier,
siendo la familia más poderosa del imperio, no habían acabado por la fuerza
con Kraen, era porque este se había hecho, al contrario que su rival,
tremendamente popular no solo entre algunos sectores de las gentes de la
capital, sino fuera de los muros de esta, entre las tierras de los clanes vecinos.
Kraen había nacido cerca del delta del Río Maldito, al este del propio río,
junto al mar. Había pertenecido a la tribu Neseka, donde la leyenda decía que
se curtían los mejores marineros de todo el mundo conocido. Estas gentes se
unieron a Laebius con la promesa de que una vez terminase la guerra, el
futuro emperador les ayudaría en la lucha que desde hacía años mantenían
con el temido corsario Kurén, un antiguo general de la marina Neseka que
había desertado llevándose con él a la mayoría de los barcos militares de la
región junto con sus destacamentos. Formó así un pequeño ejército que en los

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mares se hacía intratable y que aplastaba enemigos hasta que se convirtieron
en los reyes de todas las aguas.
Kurén seguía vagando a sus anchas por los tres mares que gobernaba
desde la inmensa isla de Sésima, antiguo baluarte de tribus piratas ahora
unidas bajo su bandera. La situación había empeorado con la llegada de
Kurén, que logró unir bajo su mando a todos los saqueadores y asesinos que
navegaban las aguas conocidas, y aunque fuera de los barcos no
representaban un peligro real, en el mar no existía fuerza conocida capaz de
hacerles frente.
Laebius olvidó su promesa de acabar con el corsario rebelde por el coste
que supondría la creación de una flota del tamaño necesario para derrotarlo,
traicionando así la promesa a los habitantes nesekos, que después de la guerra
ya no tenían poder para oponerse al ahora sí, emperador de todo lo conocido.
Desde entonces, Kraen había tenido sus más y sus menos con Amer, que
pensaba que alguien procedente de esas tierras no debería comandar tropas
que, impulsadas por el posible deseo de venganza de su oficial al mando,
pudiesen sublevarse contra el poder imperial.
Laebius sabía que su tío tenía parte de razón, pero para cuando quiso
tomar medidas, se dio cuenta de que relevar de su puesto a Kraen acabaría
provocando la temida rebelión en vez de evitarla. El emperador no pudo más
que degradarlo sensiblemente, esperando así que al no comandar ejércitos
enteros, su popularidad fuese disminuyendo poco a poco.
La medida no dio resultado, pues nadie se olvidaba de quien era Kraen y
de lo que representaba para los pueblos antaño libres que se asentaban
alrededor de la capital. El pueblo llano y muchos de los soldados estaban con
Kraen desde siempre, pues había demostrado que se preocupaba por los
habitantes de cualquier tierra, no solo de sus hombres y de las gentes de su
antigua tribu. Era el tipo de general que gustaba a la gente: un hombre
competente salido de un clan más, no de esa chusma que habitaba en la
capital.
Esta popularidad lo mantenía al cargo y a salvo y, si bien la gente le
amaba, de la misma manera temían a Amer y Laebius, los cuales disponían de
la total fidelidad de los habitantes en Úhleur Thum, de las clases altas de la
sociedad, de los grandes militares y de los terratenientes a los que sus
políticas favorecían. Además, los Tálier disponían de recursos económicos
suficientes como para hacer que cualquier hombre, por muy claras que tuviese
sus convicciones morales y sus lealtades, fuese capaz de cambiar de bando.

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Esto no solo equilibraba la balanza de poder militar, sino que la acababa
inclinando del lado del emperador.
Kraen servía a sus órdenes sin protestar, pues sabía que el emperador solo
necesitaba una falta, un fallo, un gesto de insubordinación para tener la
excusa perfecta con la que relevar del mando a aquel hombre que aún podía
hacerle sombra: el único con este poder que aún respiraba en el mundo.
Cuando el emperador vio que sus tácticas eran inútiles, que Kraen no
entraría en provocaciones fácilmente, decidió encomendarle la tarea de vagar
por todo el territorio imperial con las tropas del general Elxio, que había sido
destinado por el emperador para relevar a Kraen en el mando. Elxio, sin
embargo, tenía una muy buena relación con Kraen, a quien había convertido
en su capitán inmediatamente. Desde entonces, su misión había sido patrullar
sin descanso por todo el imperio, vigilando que ningún clan se sublevase, que
no hubiese problemas con el cobro de los tributos que las tribus debían a la
capital. Lo que Laebius no sabía, es que a Kraen no le interesaba iniciar una
guerra en ese momento pues, en cierto modo y aunque con innumerables
injusticias, el imperio había conseguido que las tribus dejaran de matarse
entre sí como antaño y con ello, todo el mundo vivía más tranquilo, unido
bajo una misma bandera.
Erol no sabía por qué Kraen era tan popular aparte de lo obvio: que se
preocupaba por todas las gentes en las que pudiese influir con sus actos.
Erol y Lerac llegaron a la vez al salón, donde Kraen ya les esperaba
sentado junto a una mesa repleta de carne de ave y cerdo, con fruta y, en
definitiva, un festín de toda clase de alimentos. Los chicos se miraron ante la
suculenta comida que se les ofrecía sin entender bien qué estaban celebrando,
pues por regla general las comidas eran mucho más modestas. No es que
Kraen fuese avaro, sino más bien que los años le habían ido acostumbrando a
la frugalidad de la comida en el campamento y su deseo era que sus dos
muchachos se habituaran a lo mismo lo antes posible.
Los tres comieron hasta hartarse hablando entretanto de nimiedades,
mientras los muchachos esperaban en vano a que Kraen les contase por qué
estaban allí y a qué se debía el banquete. Una vez terminaron, el mayor de los
tres pidió un poco más de vino y la impaciencia de los muchachos al fin llegó
a su clímax.
—¿Celebramos algo, padre? —preguntó Lerac mientras observaba cómo
la sirvienta de la casa entraba con el cántaro de vino.
La jarra se llenó rápido. Entonces Kraen, al fin, comenzó a hablar de la
situación que les había colocado allí.

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—Lo cierto es que sí, hijo. Hace mucho que llevo observando vuestro
entrenamiento, como ya sabéis. Lo que voy a contaros es algo secreto que, de
momento, no debe salir de aquí. Necesito que los dos confirméis que
entendéis lo que os digo —expuso Kraen mirando alternativamente a sus
muchachos.
—Lo entendemos —respondió por los dos Erol.
—Bien. Es algo que todo el mundo sabrá en su momento, pero que por
ahora hemos decidido mantener en secreto.
Kraen se detuvo unos segundos, pasando la mirada de uno a otro. Ellos lo
miraban como un par de perros que saben que están a punto de salir a pasear.
—Va a crearse un cuerpo militar de élite. Será un grupo de infantería
especial con armas únicas y formación centrada en un combate muy
específico: la lucha contra las velkra —soltó Kraen de golpe.
Erol abrió los ojos de par en par. Sus dos acompañantes le miraban
sabiendo que esas palabras habrían llegado muy hondo al corazón del
muchacho que, desde que se vio obligado a abandonar su hogar, ardía en
deseos de vengarse contra los salvajes que le arrebataron a su madre. Es cierto
que aún era prácticamente un niño, pero eso no le importaba: estaba seguro de
que ya tenía habilidad suficiente para combatir.
—Erol, sé que esto te interesa a ti personalmente, y aunque no cumples
todos los requisitos para entrar en esta nueva unidad, he hecho lo posible por
facilitarte el camino —dijo el capitán.
—¿Qué requisitos son esos, padre? —preguntó Lerac preocupado por el
futuro de su hermano adoptivo.
—Lo primero con lo que no cumple, claramente, es con la edad. Los
reclutas deben tener al menos dieciséis años. Estos chicos, incluidos vosotros,
tendrán que dejar a sus familias para ir a una zona concreta del imperio donde
pasarán tres o cuatro años, aún no se sabe con certeza, hasta que partan a
combatir contra las velkra —expuso su padre—. Además —prosiguió—, en
esos años de entrenamiento no podrán volver a casa.
Lerac se sorprendió. ¿Por qué no podrían estar con sus familias mientras
entrenaban? ¿Acaso no tendrían ningún permiso en cuatro años? Nunca había
estado tanto tiempo separado de su padre y la idea de irse tres o cuatro años
fuera no acababa de agradarle. Por otra parte, llevaba mucho entrenando,
preparándose para entrar en el ejército imperial y no había mejor oportunidad
para hacerlo que la que se le estaba brindando, aunque el enemigo fuese el
más temible de cuantos se conocían. Lo bueno era que aquel nuevo ejército
contaría con buen armamento y adiestramiento, que tendrían misiones activas

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a diferencia de las tropas de su padre y que, al fin y al cabo, podría ascender
jerárquicamente por propios méritos y no solo por quien era su progenitor.
—El emperador quiere acabar de una vez y para siempre con las
incursiones de las velkra. Este nuevo cuerpo del ejército tendrá la misión de
proteger Mélmelgor de sus ataques que, como bien sabéis, no han parado de
incrementarse en los últimos años. La auténtica finalidad es causar tantas
bajas a las velkra durante sus incursiones, que terminen perdiendo las ganas
de adentrarse en el territorio imperial —expuso Kraen—. Defender ese valle
nos ha costado innumerables bajas ya, pero abandonarlo es algo impensable.
Como sabéis, allí están las tierras más fértiles del imperio y es esa agricultura
la que da de comer a la mayoría de nosotros —explicó—. Si abandonáramos
el valle, el imperio moriría de hambre. Las incursiones ya están dificultando
un abastecimiento conveniente.
—¿Y quiénes serán los reclutados? Porque imagino que si es un cuerpo
tan importante el que va a crearse, serán los hijos de los aristócratas, de los
seguidores de los Tálier, los elegidos —dijo Lerac.
—Sí, hijo, sin duda eso sería lo más lógico, pero los hijos de la mayoría
de familias importantes en esta ciudad, que son leales a los Tálier, están ya en
la última remesa reclutada para el ejército personal de ese bastardo de Amer
—respondió el capitán con un gesto de desprecio en la cara.
—¿Entonces? —volvió a preguntar un sorprendido Lerac.
—Entonces, serán las antiguas tribus ahora integradas en el imperio las
que proporcionarán las levas que se requieren.
La respuesta del capitán sorprendió a su hijo, que frunció el ceño.
—¿Hijos de granjeros y comerciantes sin ningún tipo de formación
militar? No me parece lo más inteligente para formar un grupo de élite —
replicó de nuevo su hijo.
—No te equivoques, Lerac —comenzó a exponer Erol con la mirada
perdida en el infinito, recordando—, muchas de esas tribus tienen aún las
costumbres antiguas y entrenan desde muy jóvenes a sus niños. Yo he visto
eso con mis propios ojos —concluyó pensando en su hermano.
—Exacto. Esa es la verdadera ventaja de este cuerpo: nada de niños ricos
y engreídos que se creen superiores al resto. Ten en cuenta que muchos de
estos chicos con familias poderosas no quieren enfrentarse a las velkra. Estos
muchachos, los que hemos decidido reclutar, cumplirán mejor su objetivo
sabiendo que tras el servicio les espera la ciudadanía. Vamos a crear un grupo
de soldados mejor adiestrados que ningún otro cuerpo, y los haremos la punta

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de lanza de nuestras fuerzas —respondió Kraen con una extraña luz en sus
ojos.
—Kraen, ¿cuántos seríamos los entrenados para ese fin? —preguntó Erol.
—En principio, se ha pensado en un grupo reducido de unos mil
quinientos o dos mil soldados, un cuerpo pequeño y efectivo que reciba lo
mejor del imperio, pero todo depende de los voluntarios que nos lleguen —
explicó.
—¿Voluntarios? —preguntó de nuevo Lerac.
—Sí. Hemos hablado con los principales líderes de las antiguas tribus, que
ahora no son más que clanes formados por aldeas dispersas, para que
proporcionen los chicos que puedan o crean necesarios. Esta no va a ser una
misión cualquiera ni será un adiestramiento normal. No queremos que haya
reclutas de mala gana que, por otra parte, podrían enderezarse con la
disciplina militar. La cuestión, Lerac, es que la obediencia voluntaria siempre
es mejor que la forzada —aseguró el capitán—. Erol, como te dije antes, tú no
cumples los requisitos para entrar en este cuerpo… —advirtió de nuevo
mirando a los ojos al chico.
—Kraen, yo… —fue a replicar cuando Kraen alzó su mano para que
callase.
—… Pero como te estaba diciendo, he hecho todo lo posible para que eso
cambie. Sé que a pesar de tu juventud sabes luchar, y sé también que tu
mentalidad y tu ingenio no corresponden a un muchacho de tu edad, por lo
que estoy seguro estarás listo para servir en este cuerpo. He conseguido, no
sin gran esfuerzo, que se te someta a una evaluación —explicó Kraen—, y
según la hagas, pasarás a formar parte o no de este nuevo ejército.
—¿Qué tipo de evaluación sería esa? —preguntó interesado Lerac antes
de que su compañero pudiese formular la misma pregunta.
—Eso no me lo han dicho. Imagino que será una prueba de combate, nada
más. Erol es ágil y bastante fuerte para su edad, pero eso lo sabemos nosotros,
nadie más —hizo aquí una pausa y centró su vista en el más joven de los
presentes—. No me defraudes, muchacho, sé que llevabas mucho esperando
esto y sé que puedes hacerlo bien —concluyó con una sonrisa el capitán.
El chico miró a la mesa intentando contener su emoción antes de
responder.
—Gracias, Kraen. Nunca podré agradecerte cuanto has hecho por mí en
estos años. No sé qué habría pasado conmigo si no me hubieses encontrado
aquel día en la granja —confesó agradecido mientras devolvía la mirada a
Kraen.

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—Sí que puedes agradecérmelo: cuida de mi hijo cuando estéis fuera y
cuídate tú también. Allí estaréis solos y nadie, escuchadme bien —insistió
poniendo especial énfasis en sus palabras—, nadie será superior a los demás,
no importa quienes sean sus padres o quienes sean vuestros futuros
compañeros. Sé que no será vuestro caso, pero nadie tiene por qué saber
que… bueno, que sois mis hijos —concluyó Kraen antes de levantarse
dispuesto a salir de la habitación.
Erol le miró, torció la boca en un intento de contener la emoción por lo
que acababa de oír y se levantó también para dirigirse hacia Kraen y
abrazarlo.
—Por fin podré vengarme de lo que le hicieron a mi madre —dijo en ese
momento con una lágrima corriendo libre por cada una de sus mejillas.
Kraen no parecía del todo cómodo con esa situación. Le dio un par de
palmadas en el hombro y, sin decir nada, se dirigió en dirección a la puerta
que daba acceso al salón. En cuanto llegó al umbral, se giró y lanzó una
última frase antes de desaparecer por ella.
—Os vais mañana en cuanto salga el sol.
Erol y Lerac se miraron sorprendidos. ¿Por qué habían tardado tanto en
darles una noticia así? Ya no importaba. Los dos querían partir, conocer
nuevas técnicas de combate, luchar para acabar de una vez por todas con esos
salvajes que, si no se detenían por la fuerza, no pararían hasta arrasar todo el
valle. Tal vez incluso más que eso. Era cierto que en los últimos años se
estaban haciendo más osados y cada vez atacaban en mayor número, aunque
nunca buscaban combates directos, sino que más bien, robaban comida y
bienes de todo tipo antes de volver en desbandada hacia sus escondrijos
diurnos.
Era comprensible que aquellas bestias robasen, quién sabía si ni siquiera
tenían agricultura o animales domésticos. Seguramente esos seres, más
animales que hombres, sobrevivían dentro del bosque cazando y recogiendo
los frutos que este daba. No debían tener grandes ciudades ni construcciones
fijas, sino que sobrevivirían rapiñando y moviéndose de un lado a otro.
Ahora, la situación estaba a punto de cambiar de una vez por todas y
aunque tardasen varios años en terminar su entrenamiento, cuando llegase el
momento aplastarían a esas bestias, acabando para siempre con las carnicerías
del valle. Las nuevas levas de soldados destinadas a enfrentarse a las velkra
ya hacía tiempo que no eran efectivas y, si bien el emperador había intentado
que nadie huyese imponiendo castigos ejemplares como la pena de muerte en

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la cruz, el miedo a los gigantes cornudos eran aún más fuerte que el que los
jóvenes del imperio sentían por la madera y los clavos.
Aquellos muchachos no eran cobardes, podrían luchar contra cualquier
ejército de hombres, pero esos seres… eso no eran hombres. Tenían miedo de
que los capturasen vivos, de ser arrastrados hacia el interior del bosque donde
los devorarían sin remedio, quizá mientras seguían respirando. No, el valle de
Mélmelgor era un destino que ningún soldado del imperio quería, y muchos
estaban dispuestos a enfrentarse a la cruz antes que a las velkra.
Como resultado, los salvajes habían conseguido que sus batallas fuesen
cada vez más fáciles debido a la deserción masiva que su aparición provocaba
entre las filas del imperio. Las formaciones se disolvían tras solo unos
minutos de combate. Así, antes de que pasara media hora de batalla, los
ejércitos de Laebius, prácticamente al completo, se batían en retirada. El
miedo era su mejor arma y los monstruos sabían usarla a la perfección para
acabar las refriegas casi sin tener que llegar a empezarlas.
Laebius había intentado diferentes estrategias, pero esos salvajes siempre
se imponían, una y otra vez. Hacía dos años que había pensado en construir
un gran muro en toda la linde del bosque, pero nadie era capaz de acercarse
allí pues, por las noches, rugidos, sonidos de bestias aún más terribles que las
velkra, se hacían oír merodeando por las lindes del frondoso Trenulk. Nadie
era capaz de permanecer lo suficientemente cerca de esa zona ni siquiera con
la luz del sol brillando y las ciudades del valle, invadidas ya en varias
ocasiones, estaban prácticamente deshabitadas, arrasadas en su mayoría.
Solo Lorkshire aguantaba aún con gran parte de su población intacta,
negándose por completo a abandonar sus tierras pese a los peligros que
estaban ligados a ellas.
El emperador no podía perder el valle, ya que la práctica totalidad de las
minas de oro y plata que tenía el imperio estaban en las montañas que
rodeaban esa planicie, por no hablar de que sus tierras eran, como bien había
dicho Kraen, el granero de todo el imperio.
Laebius necesitaba Mélmelgor y por eso necesitaba crear unos soldados
capaces de luchar más allá del miedo, de las posibilidades de victoria, del
cansancio… Necesitaba soldados capaces de parar esas moles armadas, de
detener el avance de unos seres tan temibles, de darle la vuelta a la situación
hasta tal punto que nunca jamás fuese necesario volver a combatir allí.
Por este motivo, el hecho de que los soldados fuesen voluntarios era tan
importante. Las levas forzosas de externos, de no-ciudadanos del imperio, ya
había demostrado su ineficacia y, lo que era peor, algunos de los clanes

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estaban cansados de que se mandasen a sus hijos a morir a un valle que ellos
jamás pisarían, mientras los ciudadanos de la capital vivían con tranquilidad
tras sus murallas.
Si la situación no cambiaba, las velkra acabarían provocando de forma
indirecta una rebelión y, si bien muchos de los clanes no representaban por sí
solos una amenaza seria para Laebius, otros eran desde siempre fábricas de
muchachos fieros donde la batalla era un pilar básico de su cultura. La
posibilidad de que estos clanes se unieran bajo una misma bandera, podría
hacer temblar los cimientos del aparentemente sólido imperio.
Laebius consiguió ganar la gran guerra contra los clanes porque fue capaz
de hacer que se peleasen entre ellos, que no hicieran alianzas y que se fuesen
desgastando los unos a los otros para que, una vez exhaustos, sus ejércitos
terminasen de aplastar los restos que aún quedaban en pie. De esta manera
Úhleur Thum se impuso a todos sus vecinos, pero el emperador no era un
necio y sabía perfectamente que si esos clanes molestos se unían a los puncos,
ni todos los soldados de la capital, ni siquiera todos los ciudadanos de la
misma armados y pertrechados para su defensa, podrían parar semejante
avalancha de enemigos.
Sí, los puncos aún eran un problema sin resolver que en cualquier
momento podía volverse contra el líder de aquel vasto imperio. Y lo que era
peor: bastaba que hubiese una rebelión interna para que no solo los clanes
rebeldes y los puncos se aliasen, sino que el mismo Kurén, autoproclamado
rey de las aguas con merecida razón, atacase las costas del imperio y saqueara
todo cuanto tuviese una roca salada en sus proximidades. Si el corsario tenía
la certeza de que las tropas imperiales estarían luchando contra los rebeldes
dentro de su propio territorio, desataría el caos en el mar.
Laebius sabía que no era una guerra que pudiera ganar. Por ello, el
emperador debía evitar a toda costa que los clanes peligrosos, como el de la
antigua tribu Neseka, estuvieran descontentos y, sobre todo, que fuesen
capaces de unirse. El imperio era mucho más frágil de lo que parecía y si se
mantenía unido era porque las rivalidades entre muchos de sus clanes eran
tanto o más fuertes que contra la capital. Si esa situación cambiaba, nadie
podría detener la rebelión.
Para aumentar la estabilidad, Laebius había dejado de reclutar soldados de
algunos clanes, centrándose en otros menos belicosos dedicados al comercio o
la agricultura, a la minería y la pesca. Como resultado, las levas que mandaba
a combatir a las velkra eran cada vez más inefectivas. Estos clanes más
pacíficos, que desde un principio apoyaron la creación del imperio para

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conseguir protección, también tenían un límite en su paciencia y Laebius
sabía que, aunque no representaran un peligro tan directo, su enfrentamiento
con estos clanes provocaría una quiebra irrefrenable en la economía del
imperio, y en su suministro de alimentos y productos básicos, que pasarían a
formar parte del enemigo.
El emperador necesitaba evitar esa serie de problemas que solo requerían
una chispa para desencadenar el incendio que lo expulsara del trono. Esa
chispa, ese motivo para la rebelión, eran las malditas velkra y el valle de
Mélmelgor.
Era por eso que el nuevo ejército tendría un entrenamiento especial, unas
armas y tácticas de combate únicas que debían ser decisivas para terminar con
su problema de una vez por todas.
Si las nuevas levas, si el ejército que Laebius estaba intentando formar no
daba resultado, quizás debería tomar medidas drásticas para evitar que lo
echasen del trono, pero eso era algo que esperaba no tener que hacer nunca.
—Erol, ¿estás nervioso? —preguntó Lerac desde su lecho la noche antes
de partir.
Este suspiró.
—No. Más bien estoy ansioso por empezar. Llevo mucho esperando una
oportunidad como esta, ya lo sabes. Esos salvajes me quitaron a mi madre y
seguramente, también a mi padre y mi hermano. Si no, no comprendo por qué
no volvieron a casa después de su viaje —confesó Erol.
—Bueno, tal vez no estén muertos, Erol. Quién sabe si algo pudo haberlos
retenido en alguna parte —dijo Lerac intentando transmitir algo de
positivismo a su compañero.
—No. Tú sabes tan bien como yo que lo que digo tiene mucho sentido.
—Sí, puede que tengas razón —respondió Lerac indiferente—, pero
bueno, al menos no estás solo —dijo sonriendo tras unos instantes en silencio.
Erol lo miró un segundo antes de hablar.
—Sí, menos mal que os tengo a vosotros.
La amistad que habían construido era férrea. El hecho de que ambos
hubiesen perdido a sus madres y que no tuviesen hermanos les había unido
mucho, pero además, habían pasado interminables horas entrenando juntos,
viajando y viviendo uno al lado del otro.
Sus combates de práctica no habían sido más que el comienzo de una serie
de actividades que acabarían por compartir, dándose cuenta de que ambos
tenían mucho en común y que podían llevarse mejor de lo que hubieran
esperado cuando se conocieron. Erol nunca antes había sentido un vínculo así

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con nadie, ni siquiera con su hermano Sthunk, cuya relación no tenía nada que
ver con la de Lerac.
El hijo de Kraen se había preocupado siempre por él más de lo que Sthunk
hubiera hecho, y le había dado una fuerte amistad y un cariño que no creía
posible. Hasta que ambos se conocieron, Erol siempre pensó que su mayor
deseo sería tener un hermano con el que pudiese hacer cosas, aprender, jugar,
con el que compartiese aventuras y con quien tener una complicidad como
con ningún otro. Ese tipo de relación hubiera sido imposible con Sthunk,
cuyas preocupaciones no tenían nada que ver con su hermano menor.
Aun así, el recuerdo de su hermano seguía presente en la cabeza del chico,
pues con sus cualidades y defectos, había compartido más de nueve años de
su vida. Lerac y él habían sentido una conexión que solo se tiene con una o
dos personas en toda la vida y, aunque no lo confesara, el mayor de los
muchachos admiraba al que ahora consideraba su hermano menor.
La noche antes del viaje durmieron en la misma habitación. Estuvieron
hablando durante un buen rato, ya que el sueño se resistía a hacer su aparición
por culpa de los nervios que sentían por la inminente marcha. Estaban
deseosos de partir y encontrar en su nueva vida la posibilidad de cumplir sus
objetivos personales: Erol quería venganza por encima de cualquier cosa a
excepción, quizá, de su nueva familia; Lerac buscaba hacerse el digno hijo de
su padre, a quien todos conocían como uno de los oficiales más importantes
de todo el imperio.
Si combatía bien, el mayor de los muchachos sería por mérito propio y no
ya por nombre o sangre, alguien respetado por sus amigos y temido por sus
enemigos, como ya lo era su padre. Como aliciente, además, estaba el hecho
de que en su nuevo destino nadie sería hijo de nadie. Él solo sería un recluta
más, otro desconocido. Lo prefería así. Lerac era orgulloso y capaz, y no
quería depender del nombre de su padre para llegar a ser una figura
importante. Sin embargo, incluso a pesar de la emoción que sentía por la serie
de acontecimientos que se le venían encima, le preocupaba abandonar a su
padre. Separarse de él le hacía sentir mal, ya que aparte de Erol, era su mejor
amigo.
—Mañana nos vamos —comenzó diciendo el mayor tras una larga pausa.
—Sí… por fin tanto entrenamiento va a servirnos de algo. Tengo ganas de
ver cómo luchan los demás y de saber si somos capaces de pelear con
cualquiera como ocurre aquí —respondió un emocionado Erol.
—Bueno, hay pocos que luchen como tú con la espada y escudo, eso está
claro, pero no es eso lo que me preocupa —contestó Lerac.

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—¿Lo que te preocupa?
—Tú solo ves que vamos a entrenarnos con más gente, que vamos a pasar
tres años mejorando y demás, pero por buenos que lleguemos a ser y por
mucho que quieras combatir a los salvajes, piensa que nuestros enemigos
serán los guerreros de las velkra, ni más ni menos —comenzó a exponer— y
ese no es el único problema…
Erol le miraba intrigado esperando saber cuál era el inconveniente que
tanto preocupaba a su hermano.
—… El verdadero problema es que quizás no solo no vuelva a ver a mi
padre en tres años, sino que es posible que nunca más pueda regresar aquí —
sentenció—. No me he despegado nunca de él, en toda mi vida, y mañana nos
vamos para no volver en al menos tres años, sin saber qué cosas pasarán en
ese tiempo ni si sobreviviremos al entrenamiento y las batallas que vengan
hasta que nos den un permiso —concluyó.
Erol observaba el gesto serio de Lerac. El chico se tomó unos segundos
para pensar la respuesta.
—Te preocupas demasiado —dijo dejando de mirarlo para recostarse
bocarriba—. Es cierto que no sabemos lo que va a pasar una vez salgamos de
aquí, pero tampoco puedes ponerte ya en lo peor. Quién sabe si tendremos
que volver antes por lo que sea. Además, no vamos a morir tan pronto, ¿no?
Es verdad que los salvajes tienen fama de ser grandes luchadores, pero a
nosotros van a adiestrarnos para ser los mejores, los mejores —repitió con la
voz cargada de emoción—, y van a hacerlo desde muy jóvenes. No tenemos
por qué tener miedo: estaremos preparados cuando llegue el momento de
combatir —expuso Erol intentando tranquilizarlo.
Lerac lo escuchó con atención y cuando terminó de hablar, este no
respondió. Dejó de mirarlo también, se giró en el catre para quedarse de
espaldas a su compañero de habitación e intentó dormirse pensando en
aquellas palabras que acababa de oír y que, sin saber por qué, sabía que
recordaría cuando todo lo que Erol había planteado empezase a fallar.
Lerac no era un ingenuo y aunque no desconfiase de su habilidad a la hora
de combatir, sabía que las cosas no serían nada fáciles. Los salvajes no solo
eran enormes y muy fuertes, sino que además conocían desde hacía mucho el
valle, la forma de luchar del imperio, sus debilidades y cómo aniquilar a sus
soldados. Además, estaban curtidos no ya en el entrenamiento al que fuese
que se sometían, sino al combate real, pues era algo que practicaban año tras
año.

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El muchacho no quiso romper el positivismo que Erol tenía en mente, por
eso no prosiguió con la conversación, pero en su interior sabía que llegado el
momento todo sería mucho más difícil que la visión que su hermano había
propuesto.
Así, los dos se quedaron dormidos y pocas horas después, sin que el
descanso hubiese sido suficiente, la fiel Manea, sirvienta de la casa desde
hacía varios años, los despertó para que recogiesen sus cosas y partiesen hacia
ese destino que los muchachos aún no conocían. Erol se levantó enérgico,
deseoso de partir, mientras que su compañero, con ojeras anchas como
galletas, no parecía tan motivado.
—Buenos días —dijo el menor de los chicos con alegría.
—Buenos días… —respondió sin ganas Lerac.
—¿A qué se debe esa cara? —preguntó Erol sonriendo.
—Esta es la cara de quien no duerme en toda una noche.
Erol esbozó una sonrisa aún más amplia antes de responder:
—Tranquilo, recuerda lo que hablamos anoche. Además, tres años no son
nada. Estaremos aquí antes de darnos cuenta.
—No te preocupes, estoy seguro de que no se me olvidará lo que dijiste y
lo más probable es que tampoco se te olvide a ti —dijo con un tono que
parecía un aviso.
Kraen entró en la habitación poco después, cuando los dos ya estaban
vestidos. Saludó a sus muchachos y juntos bajaron hacia el salón, donde un
buen desayuno preparado por la incansable Manea los esperaba ya sobre la
mesa. Erol comió con ganas ante la atenta mirada de sus dos acompañantes,
sorprendidos por la energía con la que había amanecido ese día. Su
compañero no quería comer, los nervios por el viaje le habían cerrado el
estómago, pero sabía que si no probaba bocado, lo acabaría lamentando
pasadas unas horas.
A Lerac no le preocupaba lo duro que fuese el entrenamiento, pues el
cansancio físico era un viejo amigo al que frecuentaba desde niño. Era el
hecho de alejarse tanto de todo cuanto conocía lo que le preocupaba, pues
aquella aventura era algo totalmente nuevo para él. Pretendía parecer
impasible, relajado, pero no servía ante los ojos de un padre que llevaba
demasiado tiempo con él como para no conocer a la perfección cada gesto de
su cara, cada rasgo de su mirada, muy diferente a la que el joven Erol lucía en
ese momento, devorando con ansia todo lo que quedaba a su alcance.
—Padre, ¿hacia dónde iremos? —preguntó Lerac interrumpiendo sus
pensamientos sobre Erol.

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—Partiréis hacia el oeste, en dirección al Río Maldito, y os quedaréis a
poca distancia de él. Allí se ha… —pensó un instante— habilitado un
campamento, en una zona apartada de todas las rutas de comercio y grandes
poblaciones, donde entrenaréis hasta que estéis listos —respondió.
—Bien. Me muero de ganas por llegar —confesó un ilusionado Erol con
la boca llena.
Kraen lo miró con gesto serio antes de hablar.
—Erol, puede que tú vuelvas en solo unos días.
—Lo dices por mi prueba, ¿verdad? —preguntó sin dejar de comer.
—Exacto —confirmó Kraen—. Si no la superas, tendrás que volver
enseguida y guardar silencio sobre todo lo que hayas visto allí. Ingresarás en
el ejército regular y ahí pasarás el resto de tus días como soldado, quizá
oficial con el paso del tiempo, hasta que tus huesos sean demasiado viejos
para sostenerte —amenazó de forma muy exagerada el capitán.
—Voy a pasar la prueba —respondió despreocupado, como si lo que
acababa de oír no fuese con él—. No me importa qué tipo de lucha sea, sé que
puedo superarla.
—Más te vale, muchacho. No quiero que desperdicies tu vida en un
ejército en el que no serás nadie, rodeado de soldados que no saben pelear. No
eres ciudadano del imperio y ni siquiera yo puedo cambiar eso si entras en
una leva normal. Por el contrario, si vas a este nuevo cuerpo militar, podrás
ser alguien importante aun siendo un soldado raso. Una vez acabéis con las
velkra, pasaréis a ser la nueva guardia imperial. Además, no quiero que Lerac
se quede solo allí del mismo modo que no quiero que lo hagas tú. Vuestro
destino es estar juntos y mientras sea así, debéis cuidaros el uno al otro. Allí
será lo único que ambos tendréis —concluyó.
—No te preocupes —respondió el muchacho que durante la charla que
acababa de oír no había dejado de comer—. Vosotros sois todo lo que me
queda —dijo ahora mirándolos alternativamente—, no voy a decepcionarte,
Kraen, y no voy a permitir que a Lerac le pase nada mientras yo pueda
evitarlo.
Erol permaneció un momento observando sus rostros hasta que, volviendo
la vista a la mesa, cogió un canto de pan y se lo llevó a la boca junto con el
trozo de su tan preciado queso, que ya le esperaba en el interior de esta.
—Dioses, ¿cómo puedes comer así? —preguntó perplejo Lerac.
Erol miró su plato. Había comido muchísimo: tres tostadas con aceite,
leche, queso y pan.

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—Míralo, ni siquiera sabe lo que ha engullido ya —volvió a hablar el
mayor de los chicos.
Los tres se echaron a reír y en ese momento, un hombre fuerte, de una
edad similar a la de Kraen, entró en el salón. Su porte confiado indicaba que
era un soldado veterano. Tenía la barba desaliñada, ropas de cuero mezcladas
con partes de armadura que le cubrían un hombro, el pecho y parte del brazo
donde el hombro estaba desprotegido. Iba vestido por entero de un color
negro intenso y su propio pelo oscuro, con su barba, hacía parecer a aquel
soldado alguien venido directamente desde el infierno a por ellos. Ese tipo
daba miedo, pero Kraen parecía despreocupado.
Los muchachos observaban sin perder detalle, a la espera de que les
dijesen quién era aquel soldado y por qué estaba allí, aunque ya sospechaban
que ese sería el hombre que los conduciría hasta su destino y que ya los
esperaba para partir.
—Zelca, bienvenido seas a mi casa —saludó Kraen.
—Gracias, capitán. Me alegra saber que tu chico se une a nosotros. Le
haremos un verdadero hombre allí —respondió con voz tosca y gesto serio el
recién llegado.
—No cabe duda de que harás hombres de provecho a mis chicos —
respondió recalcando que eran dos los muchachos que lo acompañarían.
—¿Chicos, dices? ¿Acaso este niño también viene? —preguntó el tal
Zelca, sorprendido.
—Este es Erol. Quizá no hayas oído hablar de él, pero es como mi hijo
también y sí, va a partir con vosotros —contestó Kraen.
Los reclutas seguían atentos a la conversación sin decir nada, mirando
alternativamente a Kraen y a ese tipo que les imponía cierto respeto, casi
miedo a los dos.
—Salid los dos afuera, dejadnos un momento a este buen hombre y a mí
para que tratemos ciertos asuntos. Coged vuestras cosas y esperad en la
puerta, tengo un regalo que daros antes de que partáis —ordenó Kraen.
Los muchachos obedecieron al instante y, sin decir nada, cogieron sus
petates, que ya estaban listos en el salón, y partieron hacia la puerta como se
les había ordenado. Pasaron por el lado de Zelca justo antes de salir, ya que se
interponía entre ellos y la puerta. Al levantarse, el físico poco imponente de
Erol quedó en evidencia aún más que cuando estaba en la mesa.
Una vez salieron, el soldado habló antes de que Kraen se lo pidiese.
—Siento lo de antes, mi capitán, pensé que el muchacho era pequeño para
recibir el entrenamiento que le espera —dijo Zelca en una disculpa que

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también sonaba a advertencia.
Kraen esbozó una sonrisa irónica, consciente de lo que significaba el tono
del veterano.
—Bueno, el chico será el más joven de cuantos vayan a ingresar en el
nuevo ejército, según parece, pero te aseguro que sea cual sea el
entrenamiento, este muchacho te sorprenderá. Tiene buenas cualidades para la
lucha aunque no lo aparente —advirtió el capitán a un soldado que parecía no
estar convencido de lo que oía a pesar de guardar silencio.
—Si usted lo dice, señor, sin duda es porque es así —respondió.
—Ya lo verás en su debido momento, cuando entrene y desarrolle todo su
potencial. Estoy seguro de que no te imaginas quién es, pero te puedo
garantizar que tiene buenos genes. Es por eso que voy a pedirte que le hagas
entregar el máximo y lo conviertas en el mejor de tus soldados. Si lo haces
bien, no habrás visto nada igual desde hace muchos años —dijo emocionado
un Kraen que parecía tener demasiado altas sus expectativas sobre Erol.
—¿Y de dónde ha salido un muchacho tan prometedor, si puede saberse?
—preguntó intrigado Zelca.
Kraen sonrió satisfecho, deseoso desde hacía unos minutos de que su
compañero hiciese esa pregunta en concreto. Guardó unos segundos de
silencio antes de contestar, disfrutando de los instantes anteriores a una
respuesta que sabía cambiaría la cara prácticamente impasible del fiel Zelca.
—Es el hijo de Torek —respondió al fin.
El veterano abrió los ojos de par en par en un gesto de sorpresa que no
pudo evitar aunque lo hubiese intentado. Sin duda el soldado hubiese
esperado cualquier respuesta salvo esa.
—¿Torek? ¿Estás seguro de eso? —preguntó incrédulo.
—Estoy totalmente seguro, pero como bien sabrás, esta es una
información que bajo ningún concepto puede salir de aquí. Llevamos muchos
años siendo los mejores amigos, es por eso que te encargo a mi propio hijo.
Sabes que esta información podría hacer temblar los cimientos del imperio y
poner en peligro a mi propia familia —advirtió el capitán.
Zelca seguía sin dar crédito a lo que oía. Miraba hacia el suelo intentando
asimilar la información que acababa de recibir cuando Manea pidió permiso y
entró en la sala donde los dos hombres estaban hablando. La conversación se
cortó en seco mientras el veterano recomponía su porte y su faz seria.
—¿Qué ocurre, Manea? —preguntó el señor de la casa.
—Señor, el hombre que está afuera con los chicos pregunta por usted —
respondió la servicial mujer.

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—Muy bien. Saldremos inmediatamente.
Manea hizo una reverencia y salió pronto de la habitación. Zelca y Kraen
volvieron a quedarse solos, se miraron y sin hablar entendieron lo que Kraen
quería transmitir: aquella conversación nunca había tenido lugar.
Poco después salieron hacia el exterior donde el sol ya comenzaba a
repuntar por encima de las casas de la capital. La mañana estaba comenzando
al fin y la hora de partir no podía demorarse más. El hombre que acompañaba
a Zelca era su esclavo. El veterano no quería tenerlo, pero no podía negarse a
que aquel hombre, a quien había salvado la vida en una batalla hacía ya al
menos doce años, lo siguiese a todas partes hasta que su deuda fuese saldada.
Kraen reconoció enseguida a Omer, el esclavo voluntario de Zelca, que les
instaba a partir sin demora. Para la tribu de Omer, llegar tarde a algún sitio era
una falta gravísima que su religión condenaba, por lo que para él, estar allí
perdiendo el tiempo era algo que podía costarle un disgusto para con sus
dioses.
Kraen lo saludó a la vez que Zelca le dirigía una miraba con cara de pocos
amigos por interrumpir una conversación tan interesante.
—Esperad un momento —pidió Kraen—, tengo que darle algo a estos
muchachos antes de que partan.
El capitán entró de nuevo en su hogar e instantes después, volvió a salir
con dos colgantes en su mano derecha. Los trozos de cordel sostenían sendas
figuras de una gárgola rugiendo. Los chicos le miraron sorprendidos por el
regalo y se apresuraron a ponérselo en cuanto lo tuvieron en su posesión.
Mientras se lo colgaban, Kraen les habló.
—Las gárgolas son el símbolo de la fuerza y la capacidad de renacer —
comenzó explicando el capitán—. Vosotros comenzáis hoy una nueva vida,
una vida de verdaderos adultos pese a que alguno aún sea un niño —dijo
mirando a Erol para provocarlo—, pero sea, este es vuestro nuevo destino.
Solo espero que esto os recuerde de dónde venís y que los dos sois lo mismo,
que debéis cuidaros el uno al otro —concluyó Kraen.
Acto seguido, Lerac, sin decir nada, dio un abrazo a su padre a modo de
despedida, haciendo un esfuerzo en vano por no parecer apenado. Después
fue Erol el que lo abrazó, emocionado por el viaje aunque un poco triste por
separarse del hombre que desde hacía años se había portado como un padre
con él.
Zelca observaba a ese niño del que acababa de hablar con su antiguo
capitán, memorizando cada rasgo de su físico e intentando compararlo con el
del hombre que supuestamente era su padre. Sin duda, Kraen estaba

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convencido de lo que decía, pero si no fuese por la confianza que Zelca tenía
en su amigo, nunca habría creído que ese chico, pequeño y delgado, podía ser
el hijo de Torek.
El veterano no se detuvo al pasar junto a la pequeña familia que se
despedía, sino que se dirigió directo hacia su montura, a la que subió con
agilidad para quedar así junto a su esclavo voluntario, el siempre puntual
Omer, que ya le instaba a partir con una mirada que a Zelca se le hacía
insoportable.
—Pero mira que eres pesado… —comentó en voz alta sus pensamientos
—. Muchachos, es la hora de partir. Soltad a ese viejo de una vez o lo vais a
hacer llorar —dijo mirando a Lerac, que había vuelto a su lado.
Kraen sonrió ante la intervención de su antiguo compañero de batalla
antes de hablar.
—Sí, maldita sea, marchaos de una vez. Parece que creéis que no vais a
volver a verme o algo así. Estaréis de vuelta antes de daros cuenta, solo
recordad lo que os he dicho: cuidaos el uno al otro y, por los dioses, honrad
vuestro nombre y el mío —sentenció el capitán.
—Así lo haremos, padre. Haré que te sientas orgulloso de mí —confirmó
Lerac.
—De los dos —añadió Erol.
Justo después se dirigieron hacia Zelca y allí subieron cada uno a su
caballo. Las monturas eran de Kraen y serían devueltas cuando terminase el
viaje, pues los reclutas no tenían permitido quedarse sus propios caballos en
la zona de entrenamiento.
—Bien, ya estamos todos listos. ¡Nos vamos! —dijo con energía el
cabecilla del grupo.
A su orden, los viajeros espolearon sus caballos y comenzaron el largo
camino que les llevaría hasta el que sería su nuevo hogar durante los
próximos tres años. Los chicos lanzaron una última mirada hacia su casa y
hacia Kraen, que permanecía observando cómo se alejaba, montado a caballo,
lo que más apreciaba en el mundo. Esos años serían un tiempo duro sin ver a
Erol y sobre todo a Lerac, pero le motivaba, le llenaba de fuerza pensar que
cuando esos chicos volviesen, ya no serían nunca más sus niños sino dos
jóvenes fuertes, recios soldados de élite que le harían sentir orgulloso. Ellos le
darían al imperio la fuerza para terminar con los peligros que acechaban
esperando desatarse para destruir todo cuanto con tanto esfuerzo, con tantas
vidas y tiempo, se había conseguido construir.

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Erol tardó poco en dejar de pensar en su pasado reciente para ocuparse de
plantear cómo sería el futuro que le aguardaba con sus nuevos compañeros.
En ese momento, se fijó en el recio veterano vestido de negro que instantes
antes había pasado por su casa para recogerlos. Su porte era imponente.
Montaba muy erguido, sin perder detalle de todo cuanto le rodeaba, de las
gentes que ya salían a la calle para preparar el día, como los panaderos en
cuyos establecimientos, que empezaban a abrir, ya podía olerse la masa
cociéndose en los hornos. Erol pensó preguntar hacia dónde se dirigían
exactamente cuando Zelca habló.
—No quiero que abráis la boca hasta que salgamos de la ciudad —
comenzó con tono amenazante—. A dónde vamos y por qué es algo que a
nadie más le interesa y así debe seguir siendo. Una vez salgamos de Úhleur
Thum os daré todos los detalles que necesitáis saber —terminó de hablar
girándose a lomos de su caballo para mirar directamente a los muchachos, que
avanzaban justo tras él.
Los chicos le devolvieron la mirada sin decir nada y asintieron
incómodos. Siempre habían pensado que estaban listos para combatir contra
quien fuese, pero ver a aquel hombre, cuya sola mirada les imponía, hizo que
se planteasen en silencio si de verdad eran tan capaces como habían querido
creer. Zelca parecía poder partirlos a los dos por la mitad sirviéndose
únicamente de sus manos. Su apariencia era ahora aún más fiera que cuando
estuvo en casa, pues su faz antes seria pero tranquila, parecía ahora mucho
más terrible, cargada de ira contenida que convenía no desatar.
—¿Lo habéis entendido? —preguntó.
—Sí —respondieron ellos al mismo tiempo.
—Pues decidlo antes, alto y claro la próxima vez —concluyó volviéndose
hacia adelante.
Su acompañante parecía un hombre más tranquilo. Ni siquiera se había
girado durante la pequeña conversación que había tenido lugar entre el resto
de los integrantes del reducido grupo, como si allí no hubiese ocurrido nada.
Por el contrario, sí permanecía atento a cualquier peligro que pudiese surgir
de manera imprevista.
Los chicos avanzaban a escasos metros de los veteranos, y el mayor de
ellos comprobaba más por los nervios que por otra cosa, el estado de sus
pertenencias. Erol nunca había visto así a Lerac. La faceta nerviosa de su
hermano era algo totalmente nuevo para él, que siempre había sido una
persona segura de sí misma y muy capaz en todo lo que se proponía. Debía

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sentirse desprotegido ahora que, por primera vez desde que muriese su madre,
iba a separarse de su padre por una temporada.
El trayecto por la capital duró algo más de una hora hasta que al fin
alcanzaron una de sus enormes puertas, la que daba directamente a la calzada
del oeste. La enorme muralla que rodeaba la ciudad era algo que siempre
había impresionado a Erol. Era una construcción de gruesa piedra maciza,
cubierta de torres de tanto en tanto desde las que al menos veinte arqueros
podían disparar a la vez por cada una de sus caras. Asediar y conquistar
Úhleur Thum era algo prácticamente imposible. Siempre les habían contado
eso, pero cada vez que el chico se acercaba a sus murallas se le hacía más
claro que calificar de inconquistable la capital del imperio no era ni mucho
menos una fanfarronería.
Pasó una hora más de viaje en la que solo los veteranos hablaron, mientras
que Erol y Lerac mantenían sus bocas cerradas temiendo despertar la ira de su
acompañante. Fue entonces cuando este, sin volverse, empezó a hablarles al
fin, esta vez en un tono más relajado.
—Bueno, muchachos, ahora es el momento de que preguntéis cuanto
queráis y de que yo responda a lo que me plazca.
Los chicos se miraron un instante ante la proposición, como decidiendo
quien correría el riesgo de formular las preguntas.
—¿Hacia dónde vamos exactamente? —preguntó Erol.
—Esa es una buena pregunta, niño —comenzó a responder—, nos
dirigimos hacia el oeste, como ya sabéis. Hacia la llanura Émelba
concretamente, en la tierra de los Telurios. Allí está el campamento en el que
durante estos tres años y con la fuerza de los dioses, si es que nos la
conceden, conseguiremos que sepáis sostener una espada medio decentemente
—terminó de responder aún sin girarse.
—Ya sabemos coger una espada decentemente. Podrías haberle
preguntado a mi padre y sin duda él lo habría confirmado —respondió sin
malicia Lerac, intentado que el veterano no los siguiera tratando como a
inútiles.
—A tu padre, ¿dices? —preguntó de forma retórica—. Tú no tienes padre,
muchacho, no desde que esta mañana has salido de tu casa. Desde ese
momento vuestro único padre es el imperio y si él os lo pide, como buenos
hijos moriréis por él.
Zelca hizo una pausa que usó para lanzar un escupitajo después de
carraspear.

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—Ahora mismo no sois soldados por mucho que digáis haber cogido una
espada antes. Sois dos montones de mierda, y uno de ellos ni siquiera es muy
grande —prosiguió aún con la mirada en el horizonte, haciendo un gesto con
la cabeza hacia el lado en el que Erol se encontraba—. Pero con suerte y algo
de tiempo, como os acabo de decir, conseguiremos haceros hombres de
verdad. Solo entonces seréis útiles para algo.
La paciencia de Lerac tenía un límite y no estaba dispuesto a que nadie le
hablase de esa forma. Siempre había estado con Kraen en todas partes, todo el
mundo lo sabía y nadie había osado tratarle así en su vida. Esa situación era
nueva para él y una furia que nunca antes había sentido comenzaba a
despertar en su interior, haciéndose mucho más fuerte que su nerviosismo y
su miedo al veterano. Erol se dio cuenta de los gestos de rabia de su hermano,
que apretaba los labios con fuerza intentando contenerse mientras él, también
ofendido, procuraba no perder la calma en la que sin duda, si empezaban así,
sería una larga travesía hasta el campamento.
Zelca se giró entonces y miró a la cara a los dos muchachos. El pequeño
parecía más calmado, pero al menos con uno de ellos estaba consiguiendo lo
que quería. El hijo de Kraen estaba enfadado por lo que acababa de oír y el
veterano le respondió con una sonrisa burlona.
—¿Tienes algo que decir, muchacho? —preguntó enarcando las cejas.
—Puedo demostrarte cuando quieras que sé usar la espada, pero no quiero
tener que matar a nuestro guía antes de llegar al campamento —respondió
desafiante el interpelado.
Zelca le respondió chistando antes de empezar a reír. Poco después,
cuando la risa no se había detenido, miró a su fiel acompañante que parecía
no divertirse mucho con la situación, pues permanecía impasible mirando al
camino que tenían por delante. Los nervios de Lerac se habían transformado
en puro enfado y ya agarraba con fuerza la empuñadura de su espada, listo
para saltar en cualquier momento contra aquel estúpido que no paraba de
insultarle y de reírse en su cara.
No le importaba la apariencia del veterano ni cuánto le había impuesto su
recia figura desde que llegó hacía un rato a recogerlos: lo único que le
importaba era terminar de una vez con las ofensas que no paraban de lanzarle.
Erol miraba a uno y a otro, también con la mano puesta en la empuñadura
esperando no tener que desenvainar, pues no era así como se había imaginado
aquel viaje: si Zelca quería insultarlos, que lo hiciese. Después de todo, desde
ese momento y como les había dicho Kraen antes de salir, allí no eran nadie y
pese a que ese hombre desagradable e irritante se mereciese una reprimenda,

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era su superior y el encargado de llevarlos hasta el campamento. No les
quedaba otra que aguantarse hasta llegar y entonces, con suerte, esperar
perderlo de vista para siempre.
El veterano dejó de reírse mientras miraba a Omer.
—Desde luego que eres insoportable, Omer… no puede haber nadie en
este mundo que se divierta menos que tú —espetó sin apartar los ojos de él.
Omer no movió un músculo de la cara, como si nadie se hubiese dirigido a
él y entonces, volviendo su mirada al joven que acababa de retarle, Zelca
volvió a hablar.
—Sea, muchacho, mátame aquí y ahora, demuestra que me equivoco o
sigue siendo la porquería que llevas siendo toda tu vida —dijo escupiendo las
últimas palabras.
Erol quiso tranquilizar a su hermano, pero ya era demasiado tarde. El
muchacho desenfundó, espoleó a su caballo y en solo unos segundos las
espadas de ambos chocaron en un sonoro golpe. Zelca solo tuvo que bloquear
una de las estocadas, pues antes de que su joven rival tuviese tiempo para
lanzar la segunda, el veterano lo asió con su mano izquierda por el brazo de la
espada y, con una fuerza descomunal, tiró de él en un movimiento tan rápido
que Erol casi no tuvo tiempo de observar.
Lerac cayó al suelo y antes de que pudiera reaccionar, Zelca ya estaba
sobre él, cogiéndolo con fuerza del cuello con una mano y sosteniendo el
brazo de la espada del chico con la otra. Erol saltó rápido de su propia
montura ya con la espada en mano, dispuesto a defender a su hermano, y se
lanzó rápido sobre el hombre que lo estrangulaba. El chico esquivó por poco
una estocada de Omer que rápidamente se había interpuesto entre los dos
luchadores y Erol. El esclavo seguía montado a caballo y aunque Erol pudo
detener la estocada con su arma, había quedado muy cerca del animal sobre el
que Omer montaba. Este, justo después de que su espada fuese bloqueada,
lanzó un puntapié que dio con fuerza en la boca del chico. Erol cayó de
espaldas, aturdido, sin saber bien qué acababa de pasar mientras su hermano,
aún en el suelo, se esforzaba en vano por librarse del veterano que lo estaba
ahogando sin remedio.
El muchacho no podía hacer nada; Zelca era demasiado fuerte. Necesitaba
respirar, pero era imposible que su garganta, asida con fuerza por la áspera
mano del veterano, pudiese abrirse lo suficiente para introducir oxígeno en
sus pulmones. Y lo necesitaba sin demora. Cuando Lerac creía que todo iba a
acabarse, mientras se retorcía en vano en el suelo con los ojos abiertos como
platos, esforzándose por respirar, la mano de Zelca cedió y este se quitó de

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encima, permitiéndole al fin recuperar el aliento. Lerac inhaló con todas sus
fuerzas y comenzó a toser con ganas al tiempo que el aire al fin le llenaba los
pulmones. Estaba a punto de echarse a llorar, más por la impotencia y la rabia
que por otra cosa, pues había quedado como un inútil y lo que era peor, Erol
había recibido un duro golpe por intentar defenderlo.
El pequeño permaneció unos instantes en el suelo. Acababa de sentarse en
la tierra donde había caído de espaldas y escupía sangre una vez, dos… Tenía
el labio inferior reventado, pero a diferencia de su hermano, sus ojos estaban
llenos de una fuerza que este nunca había visto. Erol no dijo nada ni hizo
absolutamente nada por retomar la contienda, pero la mirada que dirigía hacia
Omer heló la sangre al hijo de Kraen. El esclavo le aguantaba el gesto sin
ningún temor, aún desafiante como si le pidiera que volviese a luchar, si es
que era capaz. Al fin, el más joven de los chicos se incorporó y aún sin decir
nada, recogió su espada y volvió a montar a caballo una vez vio que su
hermano ya podía respirar y que se encontraba mejor. Poco a poco estaba
recuperando el color en su pálida cara.
—Monta de una vez tú también, valiente —ordenó Zelca a Lerac.
El joven, aún con el aliento entrecortado, obedeció sin decir nada,
palpándose la garganta, que le ardía en un dolor agudo y constante. Zelca, por
otra parte, estaba ya sobre su caballo como si nada hubiese pasado, dejado
caer hacia delante sobre su silla de montar y sonriendo ahora ante la cara de
pocos amigos del que instantes antes iba a ser su supuesto asesino.
—Dos montones de mierda, justo como había dicho —confirmó
sonriendo el líder del grupo, mirando de nuevo a su compañero que, como de
costumbre, seguía como si nada fuese con él—. De verdad que eres insufrible,
Omer…
El camino prosiguió sin más incidentes. Los muchachos permanecieron
un rato en silencio hasta que el mayor por fin habló.
—Lo siento, Erol. No debería haber perdido el control así. Por mi culpa
tienes la cara hinchada.
—No te preocupes, se me pasará pronto. Cosas peores nos hemos hecho
entrenando y también divirtiéndonos, como cuando fuimos a casa de esa
amiga tuya y su padre casi nos pilla —respondió el pequeño provocando la
risa de su compañero y la suya propia.
Zelca miraba de reojo intentando empaparse de la conversación que se
estaba iniciando a sus espaldas.
—Tienes razón. Me caí desde tres metros de altura bajando por el árbol
que daba a su ventana, pero lo peor fue cuando la maldita rama esa me rasgó

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el muslo —los dos volvieron a reír—, me tuvieron que coser una buena
brecha.
Los muchachos hablaban como si el incidente con Zelca no hubiese tenido
lugar, como si se les hubiese olvidado todo. Esa era precisamente la intención
de Erol.
—Cierto —hablaba a tirones por la risa—, pero lo que de verdad te dolió
fue saber que vio desde la ventana cómo casi te matas por huir de su padre —
dijo volviendo a provocar la risa de los dos y, esta vez, también la de Zelca.
—Sí, por los dioses que eso fue lo peor. Me levanté como si no me
hubiese pasado nada, y la sangre me llegaba ya al tobillo. No volví a verla
porque no soportaba que pudiese recordarme ese momento —respondió el
mayor.
Erol volvió a reír con ganas, pero esta vez se le escapó una mueca de
dolor por la herida de su labio, que con tanto movimiento acababa de
reabrirse. Lerac lo vio y su gesto se tornó serio otra vez: esa herida era culpa
suya.
—En fin, Kraen dijo que nos cuidásemos el uno al otro y es lo que
debemos hacer —sentenció Erol dándose cuenta del gesto de su hermano.
Lerac asintió mirándolo y en ese momento, la voz del líder de la
expedición sonó delante de ellos.
—¿Qué habéis aprendido hoy?
Los chicos se sorprendieron ante la pregunta, más por el momento en que
había sido formulada que por lo que pretendía averiguar Zelca con ella. Se
quedaron pensativos un instante hasta que Lerac respondió.
—A no subestimar nunca al enemigo… aunque este sea un viejo
desaliñado —respondió con saña el muchacho.
Erol lo miró con los ojos abiertos como platos temiendo la reprimenda del
veterano hacia su hermano que, claramente, se había extralimitado con su
respuesta. No tuvo tiempo de intervenir suavizando la situación cuando Zelca
paró en seco su caballo y con tranquilidad, tiró de las riendas para que este
girase hasta que quedó encarado al muchacho que acababa de responderle de
ese modo.
Lerac había detenido el avance de su montura quedando ahora justo frente
al hombre que instantes antes le había perdonado la vida. Zelca lo miraba con
cara de pocos amigos, molesto por la respuesta que acababa de oír. Fue a
hablar y entonces, en vez de palabras, sus labios se alargaron formando una
de sus amplias sonrisas que fue seguida de una breve carcajada. Lerac hubiese

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esperado cualquier cosa menos eso y, sin relajarse, observaba la extraña
sonrisa del veterano, que se había situado a solo unos pasos de distancia de él.
—Vaya… ¿has oído eso, Omer? Parece que el muchacho no sabe luchar
pero sí hacer bromas —y acto seguido, su breve carcajada se repitió una vez
más.
Lerac miró entonces a Erol sintiéndose más tranquilo. Zelca volvió a
hablar.
—Vuelve a dirigirte a mí de esa forma, intento de hombre, y te juro que te
separo la cabeza del cuerpo con mis propias manos.
Lerac miró al hombre que le hablaba y esta vez, su cara sí que daba
miedo. El chico no dudaba de la capacidad del veterano para cumplir su
amenaza, pues él mismo había sido testigo en primera persona de su fuerza.
Su sonrisa se había esfumado por completo y la cara seria, dura, marcada por
los años y las arrugas que ese mismo gesto que tenía había dibujado, ahora era
el puro reflejo de una muerte segura.
Lerac sintió que le temblaban las piernas y la garganta comenzó a dolerle
de nuevo, como un aviso que le daba su propio cuerpo para que tuviese en
cuenta que ese hombre era de sobra capaz de acabar con él. El chico bajó la
mirada antes de responder.
—Lo siento, no debería haber dicho eso, pero…
—Exacto, no deberías haberlo dicho, pero lo has hecho —respondió Zelca
amenazante, interrumpiendo la disculpa del joven.
—Lo sé, lo sé… Quería decir que hemos aprendido a no subestimar nunca
a un enemigo, nada más —respondió plenamente consciente de que no podía
jugarse con ese hombre.
—Bien, eso está mejor. Por las buenas o por las malas acabarás por perder
esa soberbia, muchacho —avisó—. Y tú, pequeño montoncito, ¿qué has
aprendido? —preguntó mirando ahora a Erol.
Este pensó su respuesta durante un momento antes de contestar.
—He aprendido que te gusta humillar a la gente que no puede defenderse
contra ti, seguramente porque tienes superiores que hacen lo mismo contigo y
pese a que eres buen soldado, no tienes la inteligencia suficiente como para
aspirar a cargos más altos que el que ostentas…
Zelca dirigió su caballo hacia él hasta que se situó en su costado. Tenía la
mirada clavada en los ojos de Erol mientras masticaba las palabras que
acababa de oír y, sin decir nada, se detuvo justo cuando los dos caballos
estaban en paralelo, a centímetros uno de otro, quedando a la derecha del
muchacho.

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—… por lo que no eres más que el perro o la recadera de alguien que de
verdad es importante —continuó Erol hasta que, sin aguantar más, Zelca
empuñó su espada y con la velocidad del rayo, desenfundó lanzando un
mandoble con una fuerza terrible hacia el cuello del muchacho que, aún más
rápido, se agachó permitiendo que la espada pasara rozándole el pelo. A la
vez que se agachaba, sacó una daga que puso en el cuello del veterano sin
darle opción a realizar ningún movimiento más.
Zelca tenía los ojos abiertos de par en par por la sorpresa, pues esperaba
que la cabeza del muchacho estuviese ya en el suelo y no su vida peligrando
ante ese enano que acababa de insultarle. Omer empuñaba también una daga
que parecía estar listo para lanzar al pecho del chico en cuanto Zelca diese la
orden; Lerac, sorprendido y confuso, no sabía cómo actuar. Se debatía entre
lanzarse a por Omer o simplemente esperar que Erol dijese algo.
—He aprendido —continuó hablando más calmado de lo que realmente
estaba— que aunque eres rápido y fuerte, pierdes el control con facilidad si se
te provoca. Ese es tu punto débil —terminó de hablar mientras retiraba la
daga de su cuello.
Ambos habían seguido mirándose el uno al otro durante todo el incidente
y ahora Zelca, sin decir nada, enfundó su espada y se giró hacia donde Omer
estaba esperándole aún con la daga en la mano. El líder del grupo hizo una
señal con la mano para indicar a su compañero que la enfundase. Prosiguió su
camino en silencio mientras todos lo seguían intentando volver a la
normalidad cuando el veterano al fin habló.
—Bien jugado, Erol —fue lo único que dijo—. Parece que al menos uno
de vosotros dos sí que puede convertirse en alguien medianamente útil.
El muchacho asintió para sí mismo, felicitándose porque su plan hubiese
surtido efecto. Sabía perfectamente que ganar a Zelca en un combate normal
era algo fuera de su alcance de momento, del mismo modo que sabía que la
única forma de derrotarlo era por sorpresa, sin darle opciones a reaccionar o
desenvolverse en su terreno, que era la lucha cuerpo a cuerpo. Cuando planeó
derrotarlo así, sabía que debía estar muy atento, que debía esquivar el primer
golpe del veterano y no dejarle tiempo para lanzar otro más o estaría perdido.
Aun así, se había arriesgado mucho en esa breve refriega, y ahora estaba más
que seguro de que el soldado no dudaría en matarlos si le provocaban más de
la cuenta, sin importar las órdenes que tuviese.
No había contado con que desenfundara la espada, más bien había
pensado que se acercaría a él e intentaría atacar con sus propias manos, como

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había hecho con Lerac. Solo le salvó de morir decapitado el hecho de que
esperaba un ataque y había estado en alerta desde que comenzó a insultarlo.
El camino prosiguió y mientras los caballos marchaban, el grupo volvió a
dividirse en dos mitades en las que los chicos hablaban entre sí y los dos
veteranos, algo adelantados, hacían lo mismo. Estaba claro que aquel viaje
había comenzado de una forma muy intensa y que, seguramente, esas
pequeñas refriegas solo habrían sido el comienzo de muchas otras aún más
peligrosas y salvajes, si cabía. Una vez llegasen a su destino, los muchachos
sabían que los encargados de su entrenamiento no serían más suaves con ellos
de lo que Zelca estaba siendo. Después de todo, iban a formar parte de una
unidad militar única en el mundo que debía ser superior a todas las demás, por
lo que su entrenamiento no solo sería más técnico, sino que les enseñarían a
soportar terribles sufrimientos físicos y también a obedecer cualquier orden.
Lerac tendría que acostumbrarse rápido a ser tratado como cualquier
plebeyo, como un externo al imperio y no como el ciudadano que por
derecho, por sangre y por el esfuerzo de su padre, le correspondía ser. Erol,
por el contrario, estaba más que entregado a su nueva tarea, a su destino que
al fin venía a reclamarle y no veía el momento de llegar al campamento y
comenzar su adiestramiento.
Ese día, los dos estuvieron hablando de sus cosas, sin intervenir en las
conversaciones que sus acompañantes mantenían aunque, por otra parte,
tampoco oían mucho de lo que hablaban. El sol comenzó a ponerse por el
horizonte en un primer día de viaje en el que solo habían parado para hacer
descansos cortos en los que abrevar a sus monturas. A Erol le dolía la espalda
por el cansancio y la obligada postura que debía llevar mientras montaba. Ya
había cabalgado muchas veces y sabía cómo controlar a su caballo, pero a
pesar de su experiencia, nunca había montado durante tanto tiempo seguido y
eso estaba pasándole factura. A decir verdad, era muy probable que los demás
se sintieran igual, pero Lerac no iba a decirlo al menos hasta que no estuviese
seguro de que solo su hermano le oiría; los veteranos, por su parte, jamás lo
admitirían ante los dos jovenzuelos que los acompañaban. En ese momento,
mientras Erol estaba inmerso en sus pensamientos, cuando ya empezaba a
desaparecer el sol por el horizonte, la voz de Zelca le hizo volver de
inmediato toda su atención, zafándose así de cuantas ideas recorrían su
cabeza.
—Hoy acamparemos temprano, comeremos algo y partiremos antes de
que salga el sol —anunció el veterano—. Mañana nos espera un largo día
también, puede que peor incluso que el de hoy.

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—Bien —dijo Erol mientras asentía a la par que Lerac.
Zelca bajó de su montura y fue a echarse a un lado apartado del camino
que habían estado siguiendo hasta entonces. Lerac desmontó mostrando en su
cara un gesto de dolor que solo Erol percibió. El chico sonrió a su hermano,
que se esforzaba en vano por demostrar que estaba en perfectas condiciones
físicas. Aquel solo había sido el primer día de un viaje que aún debía durar
una semana, no podía permitirse el lujo de comenzar a sufrir dolores desde el
primer día y lo que era peor, debía evitar a toda costa demostrar ante Zelca
que sentía molestias o sus burlas serían aún peor.
Los muchachos fueron a echarse cerca de sus acompañantes, pero a una
distancia prudente que les permitiese hablar sin ser oídos, aunque estando
suficientemente cerca como para reaccionar todos juntos si había problemas o
tenían que mantener la comunicación con ellos.
—No vamos a comeros, niñitas —dijo un burlón Zelca.
Erol y Lerac se interrogaron con la mirada tratando de decidir qué debían
hacer, si acercarse más a sus compañeros de viaje o no, pero antes de que
dijesen nada, el líder de la expedición se recostó sobre su improvisado lecho
de hierba cubierta con una gruesa manta y se dispuso a dormir. Omer haría la
primera guardia, ya que aunque no estuviesen en territorio hostil, los ladrones
abundaban en muchas partes del imperio y no era conveniente ser confiado.
Las bandas de ladrones eran en muchos casos agrupaciones de antiguos
soldados demasiado habituados al combate como para dedicarse a una
profesión que nada tuviese que ver con empuñar armas. A veces estaban
compuestas por desertores que en ningún caso podrían volver a sus antiguos
hogares. Había una gran cantidad de estos soldados dispersos por todo el
territorio imperial que, tras la última gran guerra, la que puso en el trono a
Laebius, habían decidido vagar por los caminos apropiándose de todo aquello
que tuviese cierto valor. Otros, más honrados o con mejor fortuna, habían
conseguido que se les pagase como mercenarios, como matones o
guardaespaldas de comerciantes con cierto poder que tenían dinero suficiente
como para permitirse una guardia bien adiestrada.
La mayoría de estos veteranos, sin embargo, habían vuelto al ejército
imperial para acabar pereciendo en el valle de Mélmelgor en los últimos años
bajo las imponentes espadas de las velkra. Era por ese preciso motivo que ya
nadie o casi nadie quería alistarse en las filas del ejército imperial y aquellos
bribones, sin nada que perder tras haber desertado y ser condenados a muerte,
se agrupaban y sobrevivían como buenamente podían, robando a quienes no
viajasen bien protegidos. Esos mismos ladrones eran de los que Torek y

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Sthunk debían protegerse durante su viaje hacia la capital. Por eso el padre de
Erol siempre llevaba consigo el enorme baúl en el que guardaba sus armas.
Lerac y Erol se tumbaron en la hierba también, agotados tras la larga
jornada de viaje. Hablaron poco, pues apenas cayó la noche, Lerac sucumbió
al sueño. No era de extrañar que se durmiese tan pronto ya que su cansancio
no se debía solo al camino recorrido, sino a la noche en vela que había
precedido al viaje. Los nervios por fin parecían haberle dado un respiro, o
quizá su cuerpo estaba demasiado cansado como para no permitirle descansar
tanto como necesitaba.
Erol, por el contrario, estaba cansado pero no quería dormir aún. Pensaba
en su padre y su hermano mientras, allí tumbado mirando las estrellas,
imaginaba donde estarían en ese momento, si seguirían vivos los dos y si
habrían vuelto en algún momento a su antiguo hogar, esa granja donde su
madre descansaría para siempre. Sus ojos… el recuerdo de aquella mañana se
le había repetido una y otra vez desde que ocurriese el incidente que cambió
su vida para siempre. Los ojos del muchacho comenzaron a humedecerse,
pero estuvo rápido y tornó hacia otra dirección sus pensamientos, evitando así
que la tristeza le consumiera.
El próximo día sería aún peor, pues seguirían acumulando el cansancio
del viaje. Erol consiguió dormirse poco después mientras seguía mirando las
estrellas. Omer se mantenía en guardia al lado de una pequeña hoguera que
proporcionaba la suficiente luz como para manejarse en la noche. No pasó
mucho tiempo hasta que Zelca los despertó. Casi parecía que no habían
transcurrido más que un par de horas desde que se durmiesen, y es que el sol
ni siquiera había empezado a salir aún.
—Nos vamos ya. Recoged vuestras cosas y montad, nos espera un largo
día —ordenó.
Obedecieron de mala gana y en escasos minutos estaban listos para
montar. Los veteranos habían dormido poco debido a las guardias mientras
los chicos seguían descansando. No tardaron en volver a ponerse en marcha y
recorrieron un buen tramo hasta que el sol comenzó a despuntar por el
horizonte, llevándose de sus cuerpos el frío de la madrugada.
Ese día y los demás, el viaje prosiguió con la misma rutina, teniendo
como única diferencia que los turnos de guardia se iban intercambiando de
forma que una noche se alternaban Erol y Zelca, y a la noche siguiente lo
hacían Omer y Lerac. De esta forma, el descanso se iba repartiendo
equitativamente, haciendo posible que todos pudiesen continuar el viaje en
unas condiciones favorables.

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Zelca les había advertido de lo importante que era mantenerse despierto
durante las guardias, así como de las consecuencias, nada agradables, que
tendría dormirse y que él se enterase. Los había amenazado con un día entero
andando el camino que los demás recorrerían a caballo, estando además en
ayunas toda la jornada como castigo por no cumplir con su vigilancia
nocturna. Por suerte, a ninguno de los dos chicos les ocurrió esto y pasaron
cinco días con su rutina hasta llegar a la penúltima noche que pasarían antes
de llegar al campamento.
Durante esos días habían pasado por algunos pueblos pequeños, evitando
entrar en ciudades de tamaño considerable pero aun así, no habían parado a
dormir en ninguna posada, sino que los escasos pasos por pueblos únicamente
habían servido para reponer provisiones con las que proseguir su viaje. Zelca
se negaba a que durmiesen en ninguna posada, lo cual los chicos no
entendían. Tampoco fueron capaces de quejarse.
Llegaron así a esa quinta noche en la que el líder del grupo se veía
relevado por el menor de los muchachos mientras él disfrutaba de su
merecido descanso. Zelca lo despertó con suavidad, intentando no interrumpir
el descanso de los otros dos miembros del reducido grupo. Erol se levantó
calmado, sin hacer ruido y, con su manta dejada caer sobre los hombros, se
dirigió a donde el fuego lamía con calma los restos de unos maderos. La llama
no era muy vistosa, más bien una tenue fuente de calor que mantenía
encendidas unas ascuas, sin leña nueva para alimentarlas. Erol se sentó cerca
de la lumbre, a una distancia a la que el calor le llegaba a la cara. Pasó unos
minutos ahí cuando decidió que si no quería quedarse sin fuego: debía
procurar alimentarlo, lo cual hizo sirviéndose de una pequeña reserva de
madera recogida antes de que la noche se hubiese hecho dueña de aquella
zona, evitando así tener que abandonar el campamento a esas horas. El
muchacho colocó sobre las lentas llamas varios trozos de madera seca que no
tardaron en prender, aumentando así la fuente de calor y haciendo que Erol
tuviese que alejarse un poco. Los ronquidos de Omer, siempre escandalosos,
se extendían por el pequeño campamento sin nada que los amortiguase
cuando el muchacho se alejó a la distancia correcta desde la que vigilar el
descanso de sus compañeros.
Aún con la manta sobre los hombros, Erol caminó hacia unas rocas que
estaban a pocos metros del campamento y tomó asiento en la hierba, dejando
caer su espalda sobre una de ellas. La luz del fuego hacía visible el
campamento de los viajeros pero Erol, desde su nueva posición, quedaba
oculto a la luz de las llamas. Hacía un poco de frío ahí, pero al menos podría

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vigilar el campamento sin que él mismo quedase expuesto a la luz que la
hoguera proyectaba. Pasaron un par de horas y el muchacho ya había
conseguido calentarse de nuevo, pese a la bajada de las temperaturas, al
acurrucarse con la manta y tener la espalda cubierta de la brisa que recorría la
explanada en la que se encontraban.
Las estrellas se veían con claridad en una noche en que la luna no
proyectaba mucha luz. Todo salvo los alrededores de la hoguera, ahora casi
apagada, estaba inmerso en una profunda oscuridad que no permitía ver a más
distancia de tres o cuatro metros alrededor de la lumbre. Erol estaba muy
cómodo en su puesto de vigilancia y el sueño, aunque intentaba evitarlo,
estaba apoderándose de su joven cuerpo que llevaba sin descansar
adecuadamente demasiado tiempo. El chico sentía cómo los ojos se le
comenzaban a cerrar y sucumbía lentamente al sueño, cada vez más
persistente. Dio entonces una cabezada que le hizo despertar de golpe con un
sobresalto.
—Me estoy quedando dormido… Es más, me he quedado dormido —dijo
para sí mismo preocupado.
Miró entonces hacia el campamento, pero todo parecía estar en orden. No
podía haberse dormido más de diez o quince minutos, pues el fuego estaba
casi como lo recordaba. Decidió levantarse para avivarlo y despejarse un poco
él mismo, pero justo cuando iba a hacerlo, una sombra pareció dibujarse en el
contorno del campamento. Los caballos se movieron inquietos, aunque no
sobreexcitados. Allí había alguien o algo, pensaba el muchacho cuando el
contorno de la sombra se hizo visible.
Un hombre agachado, caminando lenta y sigilosamente se acercaba, daga
en mano, a la zona donde los viajeros descansaban. Erol sacó su honda, con la
que no había dejado de practicar en todos esos años, consciente de que nadie
había advertido su presencia y, con un movimiento rápido, la cargó esperando
dar a aquel hombre un final instantáneo antes de que lo descubriese y pudiera
escapar. El desconocido seguía acercándose cuando Erol comenzó a hacer
girar su honda y justo cuando fue a lanzarla, se dio cuenta de que un asaltante
más se acercaba al campamento desde la dirección opuesta a la que lo hacía
su compañero. El muchacho no tenía tiempo, debía dar la alarma de
inmediato o aquello podía terminar en una tragedia. Acabó de girar su honda
y con la precisión de un experto, la piedra impulsada con una tremenda fuerza
impactó en la sien izquierda del primero de los dos asaltantes, que cayó al
suelo entre el sonido seco de un crujido de hueso resquebrajándose,

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acompañado de un breve aullido de dolor, seguramente involuntario, que sería
su epitafio.
—¡Levantad! ¡Nos están atacando! —vociferó Erol a la vez que su
víctima se desplomaba.
Los acompañantes del muchacho que instantes antes dormían, se
levantaron de un salto como si estuviesen poseídos por algún espíritu. Zelca
siempre dormía con una daga a mano y cuando se levantó, ya la tenía cogida
y lista para cortar el cuello a cualquiera que intentase acercarse a él con
intenciones hostiles. El otro asaltante, sorprendido por el cambio que acababa
de dar la situación, permaneció un instante inmóvil, que fue el tiempo justo
que Zelca tardó en ponerse en pie y encararse con él. Aquel hombre estaba
perdido. Su única oportunidad había sido matar a los viajeros cuando aún
dormían pero ahora, con su compañero muerto, estaba solo contra cuatro
enemigos. Parecía que iba a huir cuando, en el momento en que Zelca iba a
abalanzarse contra él, dio un par de pasos hacia atrás y gritó.
—¡Ahora! ¡A por ellos, ahora!
Erol, que ya tenía listo el segundo proyectil, vaciló un momento ante el
inesperado cambio de la situación. ¿Acaso había más de dos asaltantes? La
situación podía complicarse mucho, ya que no sabían a cuantos enemigos se
estarían enfrentando y ellos estaban a la breve pero clara luz de la hoguera,
totalmente expuestos a ataques con proyectiles. Si los asaltantes tenían arcos
y flechas, la pequeña expedición llegaría a su fin en breves instantes.
Tras la orden del asaltante, gritos de al menos otros cuatro o cinco
hombres se escucharon a escasos metros del campamento, dirigiéndose hacia
el mismo. Zelca miró a su alrededor buscando enemigos además del
emplazamiento del propio Erol, al que no podía ver. El chico había tenido una
buena idea al alejarse de ellos y permanecer al abrigo de la oscuridad.
—¡Matad al bastardo que ha dado la alarma, buscadlo, maldita sea! —
volvió a gritar aquel hombre señalando hacia la dirección de la que había
llegado la piedra que impactó en la cabeza de su compañero.
Zelca se abalanzó hacia el irritante bandido, pero no tuvo tiempo de llegar
hasta él cuando otra piedra voló atravesando la oscuridad de la noche y
golpeó el cuello del asaltante, que cayó herido. Zelca no dudó un instante y
atravesó con su daga el pecho de ese bandido que nunca más volvería a dar
órdenes.
—¡Erol, vuelve aquí ahora mismo! —gritó el veterano mientras
desenfundaba su espada, que estaba justo al lado de su provisional lecho—.

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Omer, chico, cubridme las espaldas, debemos formar un círculo —dijo Zelca
empuñando ya su arma.
No tuvieron tiempo de más, ya que mientras el veterano terminaba de dar
las órdenes, los demás asaltantes entraron en la zona iluminada todos armados
con espadas menos uno de ellos, que portaba un hacha mediana. Allí había
cuatro asaltantes. Era fácil advertir, a pesar de la distancia y la oscuridad, que
Lerac estaba nervioso. Aun así, el chico mantenía su arma cogida con firmeza
esperando el momento de comenzar el combate, que solo se retrasó unos
segundos más.
—Debo apoyarlos con la honda, quizá pueda herir a otro más desde aquí y
después acudir a terminar con los demás —dijo en voz baja hablando para sí.
Buscó otro proyectil en la oscuridad, palpando el suelo, cuando escuchó
pasos que se dirigían hacia su posición. La sangre se le heló: habían
descubierto dónde se escondía. Desenfundó su espada dejando caer la honda
en el suelo y, sin vacilar, se giró en busca del asaltante que se dirigía hacia él.
Tardó solo unos segundos en ver la figura de aquel hombre que se recortaba
en la oscuridad gracias a la luz de la hoguera a su espalda. En el campamento
el combate había comenzado, ya que oía con nitidez el entrechocar de espadas
y maldiciones que lanzaban los combatientes.
El muchacho podía ver cómo Lerac se batía contra uno de los asaltantes,
al igual que Omer, mientras que Zelca mantenía a raya a los otros dos. No
había tiempo para estar allí de observador, pues el enemigo se acercaba, ahora
viendo con claridad la posición del muchacho que lo esperaba con la espada
en ristre. El hombre parecía no ser especialmente corpulento, pero se movía
hacia él derrochando confianza y experiencia en combate. Erol temblaba y,
aunque siempre había pensado que llegado el momento no le ocurriría, tenía
miedo.
El asaltante inició el combate lanzando estocadas rápidas que hacían que
el muchacho no tuviese tiempo más que para defenderse. Apenas podía ver el
arma de su enemigo en la oscuridad y le estaba costando mucho seguir sus
movimientos y defenderse de sus ataques, que se repetían sin cesar buscando
algún hueco que le permitiese destripar a aquel muchacho que ya había
provocado la muerte de dos de sus compañeros. Erol estaba preocupado no
solo por él mismo sino por Lerac, al cual no podía ver debido a que su
enemigo no le daba ni un respiro, impidiéndole que se despistara un solo
momento.
—Vais a morir todos aquí, tú el primero. No eres más que un niño —
repetía el bandido. Erol no sabía si estaba hablando consigo mismo o

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dirigiéndose a él.
La lucha se hizo aún más violenta y uno de los mandobles rozó el pecho
del chico, que comenzó a sangrar de inmediato. Erol notó cómo la espada le
rasgaba la piel aunque no sentía dolor, sino algo parecido a un pinchazo,
como una picadura en el mismo momento en que la espada le abrió la piel.
Después de eso, nada. El chico sabía que no podía permanecer a la defensiva
o la falta de visibilidad provocaría que al final una de las estocadas lo
alcanzara de lleno.
El asaltante llevaría horas caminando en la noche y tenía la vista
acostumbrada, quizá ponían en práctica siempre la misma estrategia y estaban
perfectamente adiestrados para combatir en la noche, lo cual Erol nunca había
hecho. La oscuridad le daba una desventaja que iba a acabar por costarle la
vida si no cambiaba pronto la situación.
Debía dirigirse hacia el campamento y conseguir que la iluminación de las
escasas llamas equilibrase la balanza con el asaltante, o bien tenía que
desarmar a aquel hombre y arriesgarse a buscar un combate cuerpo a cuerpo
de verdad en el que las manos y puños tuviesen la última palabra. De repente,
un grito desgarrador recorrió la noche haciéndose más sonoro que el resto de
sonidos del combate. La luz de la hoguera se hizo aún más tenue, como si
estuviese siendo tapada.
El rival de Erol se despistó un momento y el chico se lanzó sobre él
asiendo con fuerza la mano del asaltante que sostenía la espada para golpearla
contra el suelo hasta que la soltase. La primera parte de la estrategia tuvo
buen resultado y el ladrón quedó desarmado, pero a la vez, el chico estaba en
la misma situación y aquel hombre no era tan endeble como su silueta parecía
indicar. Forcejearon durante unos instantes en los que el cansancio estaba
haciendo mella en el cuerpo del más joven que, tras días de viaje y pocas
horas de sueño estaba exhausto. La adrenalina hacía que pudiese defenderse
bien pero sin saber por qué, se daba cuenta de que su cuerpo estaba
debilitándose a un ritmo alarmante.
La batalla iba muy mal, iba a terminar muriendo a manos de aquel hombre
si no conseguía eliminarlo pronto. Erol se sentó sobre la barriga del asaltante
y con las dos manos lo agarró del cuello. Tenía que asfixiarlo y tenía que
hacerlo ya o las tornas cambiarían a favor de su rival. Erol luchaba por
mantener la fuerza en sus manos, pero no podía más. El hombre giró con un
movimiento brusco y el chico quedó tumbado bocarriba en la misma posición
que instantes antes ocupaba su enemigo. Cogía las manos del asaltante que
con todas sus fuerzas intentaba matarlo, pero ya no podía luchar más y poco a

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poco, el que iba a ser su verdugo seguía empujando más fuerte hasta que sus
manos comenzaron a rozar el cuello del chico, que asistía impotente al
espectáculo con el que su vida llegaría a su fin.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que el otro combate había
terminado, pues no se oían más espadas entrechocando ni gritos ni
maldiciones. ¿Estaría mejor Lerac? Esperaba que sí. Ojalá su hermano
pudiese escapar de aquella maldita noche en la que él iba a morir sin poder
vengar a su madre, sin poder honrar a Kraen, sin poder ver de nuevo a Torek
y Sthunk… De repente, un grito de odio, de rabia y de impotencia surgió del
interior de Erol como un último coletazo de su cuerpo, como el último intento
de sacar hasta la última gota de energía que pudiese enmendar esa terrible
situación. El asaltante sonrió como el veterano que sabe por qué se grita así en
ese momento, como quien saborea su victoria después de un gran esfuerzo al
que está acostumbrado y que disfruta.
—Te dije que ibas a morir, chico —dijo la voz que salía de aquella silueta
nocturna mientras sus manos, ahora sí, empezaban a rodear el cuello de su
víctima.
Erol no podía más.
Sentía que le dolía todo el cuerpo, la presión que comenzaba a hacerse
fuerte alrededor de su cuello, sentía que empezaba a no poder respirar. Un
gruñido de esfuerzo se escapó de la boca del asaltante, exprimiendo sus
fuerzas para terminar el trabajo. De repente, la presión del cuello de Erol se
desvaneció y vio a su enemigo despegarse de su cuerpo como de un salto
hacia atrás. Fue entonces cuando entendió lo que estaba pasando. El otro
combate había acabado y Zelca cogía a ese hombre ahora por detrás,
sosteniendo con una fuerza sobrehumana al asaltante que instantes antes
estaba asfixiando al chico. No hubo tiempo de más. El asesino frustrado
pataleaba y gritaba su rabia en vano, pues el abrazo férreo del imponente
Zelca no lo dejaba escaparse y fue entonces cuando Lerac, sin vacilar un
instante, lo apuñaló en el costado una sola vez pero con una fuerza que hizo
que la hoja se hundiese hasta el mango y saliese por el otro lado de su cuerpo.
Zelca aflojó la presión y el asaltante sin vida calló a plomo sobre la
hierba. Erol había asistido aliviado a la escena, pero estaba agotado, con el
aliento entrecortado, y jadeaba en el suelo sin poder moverse.
—Erol, ¿estás bien? —preguntó preocupado Lerac.
—Creo que sí… —respondió con voz quejumbrosa—. Estoy muy
cansado, casi no puedo moverme.

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En ese momento sintió que una mano comenzaba a palparle el cuerpo en
busca de heridas. Aquella mano era la del líder del grupo que, como soldado
veterano, sabía lo importante que era detectar lo antes posible heridas graves
que en muchas ocasiones, debido a la adrenalina, el propio herido desconocía.
—Esto es malo —dijo con tono seco palpando el pecho del muchacho.
—¿Qué pasa? —preguntó enseguida Lerac incapaz de ver algo tan lejos
de la hoguera.
Omer observaba la situación sin decir nada cuando Erol comenzó a sentir
que un líquido caliente le corría por las costillas hacia la espalda. Ya lo había
notado poco después de empezar su combate, pero no había tenido tiempo de
darle importancia. El pinchazo de antes, pensó. En ese momento, un dolor que
le hacía arder la zona donde estaba la mano de Zelca comenzó a recorrer su
cuerpo, pero estaba demasiado débil para gritar. Un gruñido salió de su
garganta mientras escuchaba la voz de su hermano cada vez más lejos.
—¡Erol! ¡Erol! ¡Aguanta! —gritaba.
Entonces, mientras miraba a Lerac, escuchó a Zelca llamando a su
esclavo. El muchacho no pudo entender lo que hablaban y, sin saber bien qué
estaba pasando, la vista comenzó a nublársele y acabó por perder el
conocimiento.

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6. LA FORTALEZA NEGRA

Un olor a carne asándose flotaba por el aire. Erol lo percibió antes de abrir
uno de sus ojos. Estaba tumbado en el suelo, tapado con una manta fina y bajo
un improvisado techado de tela que impedía que el sol, inclemente en lo más
alto del cielo, le cayese directamente encima. Se movió un poco buscando a
sus compañeros, intentando situarse para saber dónde y cómo se encontraba.
Se dio cuenta entonces de que su torso estaba desnudo y que una venda le
recorría el pecho, cubriendo su pectoral izquierdo y el hombro de ese mismo
lado. Intentó levantarse, pero su cuerpo no respondía: estaba totalmente
exhausto.
—No te muevas, Erol —sonó desde detrás la voz de Zelca—. Has perdido
mucha sangre y sigues vivo de milagro, de hecho me sorprende que te hayas
despertado ya.
El veterano se situó a su lado y le trajo agua en un pellejo de cabra que el
chico apuró, no sin cierto esfuerzo, como si no hubiese bebido en días. Volvió
a relajarse una vez hubo saciado su sed y casi sin poder moverse, observaba
los alrededores de su improvisado campamento en busca de Lerac.
—¿Dónde está mi hermano? —preguntó con voz tenue.
—No te preocupes, estamos todos bien. Lerac ha ido con Omer a un
pueblo cercano a buscar unas hierbas medicinales que vas a necesitar. Estarán
a punto de volver, por eso ya estoy preparando la comida —explicó.
—¿Llevo mucho tiempo dormido?
—No mucho teniendo en cuenta el lamentable estado en el que te
encuentras —comenzó a responder el veterano con una media sonrisa en el
rostro— pero habrás dormido unas doce o trece horas al menos.
Erol tosió haciendo gestos de dolor antes de responder.
—Bueno, supongo que me he ganado tener que hacer al menos dos
guardias seguidas —dijo el muchacho haciendo asentir a su compañero.
—Sí, sin duda la pereza no es algo que disfrute en mis compañeros de
armas y vas a pagar esta flojera tuya, tenlo por seguro, pero eso será cuando te
recuperes. Has estado a punto de morir, ¿sabes? Si hubiésemos tardado solo

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unos segundos más en ir a buscarte, no lo habrías contado incluso aunque
hubieses podido matar al sarnoso ese con el que luchabas —expuso el
veterano.
El muchacho asintió más consciente que nadie de que lo que estaba
oyendo era una verdad innegable. Nadie mejor que él sabía lo poco que le
había faltado para que las manos del asaltante acabaran robándole para
siempre el aliento.
—¿Qué tengo en el pecho? —preguntó Erol, que aún sentía un intenso
dolor aunque nada comparado con el de la noche anterior.
—¿Qué tienes? —respondió Zelca haciéndose el sorprendido—. Tienes
un tajo de unos doce centímetros que por poco no consigue hacer que te
desangres. Tu suerte es que no fue más profundo y que Omer, aparte de ser
insoportable —dijo con cara de asco mirando hacia el horizonte—, tiene la
cualidad de coser bien. Él te ha curado esa herida además de habértela cosido,
y es él quien va a cuidarte hasta que recuperes las fuerzas. Necesitarás al
menos tres días de reposo hasta que estés en condiciones de volver a viajar —
explicó Zelca.
¿Tres días? Eso era demasiado. No iban a llegar a tiempo. Se suponía que
debían tardar solo un día más en llegar y esa era la fecha en que todos los
voluntarios tenían para presentarse en el campamento. El veterano adivinó en
la cara del muchacho lo que este estaba pensando.
—No te preocupes por cuándo llegaremos al campamento, chico, tenemos
justificación más que suficiente para retrasarnos. De todos modos, tu hermano
partirá mañana conmigo y tú irás con Omer al pueblo hasta que te recuperes.
Os quedaréis unos días en la posada y cuando te sientas con fuerzas, él te
acompañará hasta que lleguéis a la zona de entrenamiento —expuso Zelca.
—Sí, pero no es eso lo que me preocupa.
—¿Qué te preocupa entonces? —preguntó sorprendido el veterano.
—Mi prueba. No sé si lo sabes, pero Kraen dijo que debido a mi edad,
tendría que pasar una prueba de combate en la que me dirían si estoy listo o
no para formar parte del nuevo ejército —habló despacio el herido sin parar
de hacer muecas de dolor.
Zelca, tras fruncir el ceño, volvió la mirada hacia su espalda.
—¿Una prueba, dices? ¿Y qué es lo que hiciste anoche, muchacho? —
preguntó señalando con la cabeza el lugar donde se había producido el
combate.
Erol dirigió su vista hacia donde su compañero señalaba y vio a unos
treinta metros de distancia los restos de la antigua hoguera que él mismo

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había estado alimentando hasta el incidente. La hierba a su alrededor estaba
aplastada y había restos de sangre que delataban lo que allí había ocurrido
solo unas horas antes. Si se pensaba bien, era cierto que ya había combatido
aunque tuvieran que rescatarlo, pero eso era algo que podía pasarle a
cualquiera.
—Anoche mataste a dos hombres —expuso Zelca fríamente, observando
atento la reacción que sus palabras pudieran causar.
Erol no se había parado a pensar en ello hasta ese momento. Nunca hasta
entonces había matado a nadie y una extraña sensación le recorría el cuerpo,
un breve escalofrío que no sabía cómo explicar.
—Por lo que a mí respecta, estás preparado para entrar en cualquier
cuerpo del ejército. Esos ladrones a los que nos enfrentamos anoche eran
veteranos huidos, desertores de las tropas acantonadas en Mélmelgor,
seguramente. Lo más probable es que se hayan enfrentado a las velkra, y tú
has matado a dos de ellos y resistido un combate en la oscuridad contra un
tercero, aun estando cansado y habiendo sido pillado por sorpresa —explicó
Zelca—. A mí me vale, y ten por seguro que así lo haré saber cuando estemos
en el campamento.
—Maté a dos a distancia, dos que ni siquiera sabían dónde estaba yo —
respondió el chico quitándose mérito, sabiendo que el combate real lo acabó
perdiendo.
—Bien, no los mataste en combate cuerpo a cuerpo, pero eso no importa.
Lo que de verdad importa es que si no hubieses equilibrado la balanza con tu
honda, tal vez ahora estaríamos todos muertos. Tú quitaste a tres enemigos
del combate matando a dos y manteniendo a otro ocupado, lo que hizo posible
que los demás pudiésemos defendernos y apoyarte después. No lo has hecho
mal, chico, nada mal… y para mi sorpresa, tampoco tu hermano —dijo el
veterano.
—Sí… supongo que a pesar de ser un par de montones de mierda, las
cosas han ido bastante bien —respondió—. No sabía que también tenías la
capacidad de hacer cumplidos.
Zelca le observaba sentado y tardó unos segundos en responder.
—Puede que sea duro, pero también soy justo: si alguien demuestra que
vale, si se merece mi respeto, lo tendrá. Hace unos días vosotros no erais más
que un par de niños mimados. Anoche visteis un combate real y ahora sabéis
que esto no es como vuestros entrenamientos en los que de vez en cuando os
podéis herir. Os habéis defendido bien y además habéis aprendido a respetar

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las guardias y a vuestros superiores. Con eso es suficiente para que pueda
trataros como a personas —respondió el veterano.
Erol asintió dándose por satisfecho con la respuesta y sin fuerzas para
responder, terminó de acomodarse en el lecho.
—Descansa, muchacho, tienes que reponerte lo antes posible.
El veterano se levantó y fue hacia la nueva hoguera, donde varios conejos
se asaban simultáneamente ensartados en una vara de madera que Zelca
habría preparado unas horas antes.
Omer y Lerac no tardaron en llegar con las hierbas medicinales que el
esclavo necesitaba para curar al herido. Lerac se dirigió a ver a su hermano en
cuanto supo que este estaba consciente de nuevo. Le había tenido preocupado
toda la noche y en algún momento pensó que iba a morir allí mismo,
desangrado por la aparatosa brecha que tenía en el pecho. Estaba seguro de
que si no había ocurrido así era gracias a los conocimientos médicos de Omer,
que había pasado toda la noche cuidando de Erol. No se separó de él hasta
que no tuvo más remedio que partir en busca de las hierbas que le permitiesen
seguir haciendo los ungüentos e infusiones que necesitaba su paciente.
—¿Cómo estás? —preguntó Lerac cuando llegó al lecho de su hermano.
—He estado mejor —respondió sin ganas.
—Sí, de eso no cabe duda. Te ha faltado poco para morir, según ha dicho
Omer.
—Lo sé sin que tenga que decirlo Omer, aún me siento al límite de mis
fuerzas.
—Has perdido mucha sangre y el esfuerzo realizado mientras estabas
herido ha acabado por agotarte aún más —explicó el médico, que acababa de
llegar—. De todas formas, ya estás fuera de peligro y solo necesitas descansar
unos días hasta que puedas volver a moverte con cierta normalidad. Hasta
entonces, todo lo que te espera es comer, dormir y hacer el mínimo esfuerzo
posible. Para eso estaré contigo.
—De acuerdo. De todas formas no me apetece hacer muchos esfuerzos
todavía —respondió Erol sin perder su sentido del humor.
Omer asintió mostrando su conformidad con las palabras del chico. Era
raro que se hubiese despertado ya. Cualquier otro en su situación habría
dormido un día entero al menos y sin embargo, ese muchacho que aún no era
más que un niño grande, había sido capaz de plantarle cara a un veterano aun
estando herido de gravedad, había sido capaz de contener a un buen enemigo
hasta que llegaron a ayudarlo y ahora, solo unas horas después de haber
rozado la muerte con la yema de los dedos, se despertaba y tenía fuerzas

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suficientes, aunque escasas, para hablar con los allí presentes y hacerlo de
buena gana.
El médico se levantó y se dirigió hacia la hoguera, donde Zelca ejercía de
cocinero en su recién levantado asador. Tenía que preparar las infusiones que
relajarían el cuerpo del joven muchacho y le permitirían descansar mejor, le
aliviarían los dolores y así podría dormir lo que necesitaba hasta reponer la
sangre que había perdido. Además, los vendajes que tapaban la herida debían
ser cambiados cada pocas horas para evitar que se produjese una infección, lo
cual complicaría mucho el estado en el que se encontraba el herido.
Lerac, por el contrario, permaneció con su hermano mientras Omer
preparaba lo necesario para mantenerlo con vida.
—Oye, ¿recuerdas todo lo que pasó anoche? —preguntó Lerac.
—Algo… Recuerdo muchas cosas y otras son difusas. Recuerdo que
apuñalaste al tipo que iba a matarme y que Zelca lo sostenía cuando lo hiciste,
después de eso… lo siguiente que recuerdo es haber abierto los ojos estando
ya aquí tumbado.
Lerac escuchó con atención la explicación de su hermano y parecía que
quería hablar, que tenía una pregunta en mente pero que no sabía cómo
formularla. Erol lo conocía lo suficientemente bien como para saber que le
ocurría algo, que tenía que decir alguna cosa y no sabía cómo.
—¿Qué te pasa, Lerac? Soy yo el que ha estado a punto de morir y
apostaría lo que sea a que tú tienes peor cara que yo —dijo Erol intentando
que soltase lo que ocupaba su mente.
Lerac abrió la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla pensando cómo
exponer sus pensamientos de la forma más conveniente posible.
—Bueno, lo único que me pasa es que anoche maté a dos hombres y me
siento… no sé, extraño. Sé que lo hice porque debía, porque si no me habrían
matado ellos y fue un combate justo, pero en una parte de mí, me siento mal y
es algo que nunca pensé que me pasaría. Quiero decir…
—Te entiendo —respondió Erol interrumpiendo.
Lerac había estado hablando mientras miraba al suelo para buscar con más
facilidad las palabras que expresasen lo que sentía.
—¿En serio? —preguntó aliviado el hermano mayor—. Tú te sientes
igual, ¿no?
—No. Yo no me siento mal. A decir verdad, incluso podría decirse que
disfruté.
Lerac frunció el ceño al escuchar sus palabras.

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—Quiero decir —prosiguió el herido—, me sentí como cuando matas un
ciervo. Me sentí aliviado de haber sido capaz de cumplir con lo que se
esperaba de mí, aunque esa obligación consistiera en tener que matar a un
hombre. Me sentí fuerte, capaz, convencido —hiló en rápida sucesión—.
Sentí una emoción especial a la vez que miedo.
—Hablas de matar personas como de matar ciervos, Erol. No creo que sea
lo mismo —dijo Lerac sin ocultar su disconformidad.
—No es eso exactamente, Lerac. No sé cómo explicarlo porque no estoy
del todo seguro sobre cómo me siento, pero sea lo que sea, no es malo. Estoy
seguro de que no me siento mal, eso sí lo sé. Después de todo, esas personas
venían a matarnos y lo habrían hecho si hubiesen podido. No creo que me
sintiese igual, es más —recapacitó—, no me veo capaz de matar a alguien
desarmado y a sangre fría, pero lo de anoche fue diferente y me siento
orgulloso de haber dado la talla —concluyó en una explicación que le
aclaraba tanto su estado a él mismo como a su hermano.
Erol estaba agotado otra vez tras la larga charla y la herida comenzaba a
dolerle más debido al esfuerzo y al movimiento que su cuerpo realizaba para
mantener la conversación estando tan al límite de sus fuerzas. Lerac estaba
mascullando las palabras que acababa de oír sin estar convencido de si era eso
lo que él sentía o no. En cierto modo, lo que Erol había dicho tenía lógica y
era cierto que aquellos asaltantes no eran más que ladrones que intentaban
matarlos, además de desertores condenados a muerte. Quizá no habían hecho
algo tan malo quitando del mundo a semejantes individuos.
Lerac seguía inmerso en sus pensamientos cuando se percató de que Omer
se acercaba con un pequeño cuenco que contenía el alimento de Erol, hecho a
base de hierbas y otras cosas que solo los médicos conocían.
El esclavo llegó junto a los muchachos. El cuenco que llevaba humeaba
un intenso vapor blanco y en contra de lo que Lerac había pensado, olía
bastante bien. Omer se agachó junto a su paciente y, sosteniéndole la cabeza,
lo ayudó a incorporarse para que bebiese el contenido del cuenco.
—Eso está hirviendo, Omer, ¿no vas a parar hasta que se enfríe un poco?
—el calor que desprendía el cuenco le quemaría incluso la cara—. ¿Pretendes
rematarme o qué? —preguntó Erol provocando la risa de su hermano.
—Debes beberlo así o no te hará el mismo efecto. Da sorbos cortos y no
quemará tanto —avisó el médico tan serio como de costumbre.
—La verdad es que no huele nada mal —dijo el chico antes de probar el
brebaje.

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Erol se incorporó haciendo visibles gestos de dolor mientras acercaba los
labios al cuenco. Aún le dolía el labio que días atrás le había reventado el
mismo hombre que ahora lo cuidaba. El vapor le llegaba a los ojos y le
quemaba la cara. ¿Cómo iba a beberse algo tan caliente? Aquel médico de
poca monta iba a conseguir hervirle la boca, pero ya no había marcha atrás,
tenía que beberlo y el olor que desprendía le hacía pensar que al menos, el
mejunje que le servían podía tener buen sabor. El muchacho probó un sorbo e
inmediatamente retiró la boca haciendo mohines.
Lerac se echó a reír ante la seria mirada de Omer, al que no le hacía
ninguna gracia la reacción del herido.
—¿Pero qué demonios es eso? —preguntó Erol—. No quema, pero está
asqueroso. No puedo bebérmelo, Omer —dijo intentando recostarse de nuevo.
—Puedes y lo harás o no te recuperaras ni en una semana —sentenció el
interpelado sujetándolo por la nuca.
—¿Qué hay de la carne que se está asando? La he olido antes. Estoy
seguro de que eso me sentará mejor.
—Esto es lo que te sentará mejor. Bébelo todo y después te traeré algo de
carne —ordenó el médico llegando al límite de su paciencia.
Erol obedeció a regañadientes y terminó con el contenido del cuenco. Se
dejó caer de nuevo en el lecho con una sensación placentera que le recorría el
cuerpo. Sentía un intenso calor interno y una relajación instantánea.
—Muy bien. Ahora te traeré la carne. Vámonos a comer nosotros
también, Lerac —ordenó Omer.
Lerac asintió y se puso en pie.
—Ahora volveré a comer contigo, Erol —anunció el mayor de los
muchachos.
Erol asintió y sin decir nada, cerró los ojos dejándose sumir en la
placentera sensación que la bebida de Omer le producía. Sus dos
acompañantes se dirigieron hacia la hoguera, donde Zelca esperaba con el
primer conejo ya en las manos. Lerac cogió uno de los animales asados y se
encaminó de nuevo hacia donde estaba tumbado su hermano, como le había
asegurado, cuando la voz de Omer lo interrumpió.
—¿A dónde vas? —preguntó.
—Voy a llevarle algo de comer a Erol y a quedarme con él un rato más —
respondió el chico.
—Tu hermano ya está dormido y no se despertará hasta mañana, ni
siquiera se enterará cuando le cambie los vendajes dentro de un rato. Come
tranquilo y deja que el chico descanse —ordenó Omer.

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Lerac permaneció un momento en pie mirando hacia el lecho antes de
reaccionar, sentarse y comer como le habían ordenado que hiciera.
Mientras los tres compañeros compartían la comida, Zelca informó al
chico de que al día siguiente partirían temprano para proseguir su viaje. Erol y
Omer pasarían unas noches en la posada del pueblo, como él ya suponía,
hasta que el herido estuviese listo para partir y entonces, volverían a reunirse
todos en el que sería su hogar durante los próximos años.
Erol, tal y como había predicho Omer, se había dormido inmediatamente
después de beber el contenido del cuenco y no despertó de nuevo hasta que la
luz del sol, tenue pero ya visible, comenzó a calentar la tierra. Abrió los ojos
y se encontró acostado en el mismo sitio que la última vez que recobró el
conocimiento, con un vendaje limpio y sintiéndose mucho mejor.
La herida del pecho aún le molestaba, pero esta vez tenía fuerzas para
moverse y el dolor no le impedía hacerlo. Echó una rápida mirada a su
alrededor en busca de sus compañeros de viaje, pero allí solo había un lecho.
Erol comprendió que su hermano ya había partido con Zelca en dirección al
campamento y que Omer era quien lo ocupaba.
El chico se incorporó y comprobó con agrado que podía moverse con
cierta libertad: al fin habían regresado sus fuerzas. Sintió entonces un
pinchazo en el estómago, prueba de que el brebaje que había tomado antes de
quedarse dormido ya había sido digerido hacía tiempo y necesitaba comer
algo más. Erol se levantó quitándose de encima las pieles que lo abrigaban y
fue a aliviar sus necesidades mientras con la mirada rastreaba el campamento
en busca de algo que comer. Omer seguía dormido. Había cuidado de él
durante largas horas y se encontraría profundamente cansado.
Cuando acabó de orinar, comenzó a moverse a paso lento hacia las
alforjas, donde con toda seguridad habría algo que llevarse a la boca. Fue
mientras rebuscaba cuando su compañero despertó.
—Vaya, al fin te despiertas —dijo Omer a modo de saludo—. ¿Cómo te
encuentras?
—Hola Omer. Estoy bastante mejor. No sé qué me diste, pero fuera lo que
fuese me ha hecho mucho bien. Siento que he podido descansar de verdad y
que mis fuerzas al fin empiezan a recuperarse. Habré dormido al menos otras
doce horas o más, ¿verdad? —respondió el muchacho.
—¿Doce? Hace casi dos días que tomaste ese brebaje. Has estado
dormido desde entonces —expuso el médico.
¿Dos días? ¿De verdad había dormido tanto? Eso significaba que su
hermano se había marchado el día anterior.

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—Vaya —fue lo único que alcanzó a responder.
—Iremos al pueblo más cercano y pasaremos un par de días más hasta que
puedas cabalgar sin molestias. Llegado ese momento partiremos hacia el
campamento, dónde podrás reunirte con tu hermano y los demás. Pensé
trasladarte antes, pero esta zona se quedó bastante tranquila desde que
acabamos con esos ladronzuelos —habló menospreciando a los asaltantes que
por poco no acabaron con todos ellos— y lo mejor era no moverte demasiado
mientras estuvieses tan débil.
Eso significaba llegar demasiado tarde. Acabarían pasando el plazo de
ingreso al menos cuatro días si no partían ya, lo cual no era nada bueno. Tenía
que llegar lo antes posible y comenzar su entrenamiento. Además, Lerac
estaría completamente solo rodeado por desconocidos procedentes de los
clanes más peligrosos y aunque se suponía que todos iban a ser hermanos una
vez entrasen a formar parte del ejército, era posible que esos jóvenes,
acostumbrados a la vida en sus clanes, no respetasen como era debido a los
demás. Erol intentó tranquilizarse. De todos modos, Lerac era buen luchador
además de inteligente: sabría arreglárselas bien sin la ayuda de nadie.
—No podemos llegar tan tarde. Necesito estar en el campamento lo antes
posible o terminaré por quedarme atrás en los entrenamientos. Debo estar a la
par de los demás y debo estar con Lerac —expuso nervioso Erol.
—¿Cómo vas a estar a la par que los demás con semejante brecha en el
pecho? ¿Crees que vas a poder entrenar como todos mientras eso no se te
cure? Si no reposas, la herida volverá a abrirse incluso antes de que llegues al
campamento. No te confundas: el hecho de que ya no te duela tanto no
significa que estés recuperado, no olvides eso —avisó Omer.
Erol sabía que el médico tenía razón, pero no podía perder el tiempo
encamado y descansando mientras todos sus futuros compañeros se
preparaban para ser los mejores soldados del mundo.
—Nos iremos ya, Omer. Me encuentro bien, en serio. Si tengo que
descansar, prefiero que sea en el campamento y ver al menos así en qué
consisten los entrenamientos, cómo se encuentra Lerac y esas cosas. Iremos
despacio, parando de vez en cuando para descansar, eso lo dejo a tu criterio,
pero no puedo quedarme dormido en una posada hasta que pasen unos días —
propuso el chico.
—¿Y si la herida se te vuelve a abrir por el camino? Ten en cuenta que
eso podría retrasar aún más tu recuperación —advirtió.
Omer, de nuevo, tenía razón. Sin embargo, la posibilidad de que la brecha
se reabriese era un riesgo que el impaciente muchacho estaba dispuesto a

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afrontar.
—Si la herida se reabre, para eso estás conmigo, ¿no? —preguntó Erol.
—Muy bien, hagámoslo como sugieres, pero recuerda que no debes
forzarte mucho. Si te empieza a doler, debes informarme de inmediato y
pararemos a descansar.
Erol sonrió satisfecho. Con un poco de suerte y si la herida se lo permitía,
tardarían otro día en llegar al campamento. Recogieron juntos sus
pertenencias, prepararon los caballos y montaron dispuestos a proseguir su
viaje. No habían cabalgado más que un par de minutos cuando Erol divisó a
su izquierda, a unos cien metros, los cadáveres. Los seis o siete cuerpos
formaban un pequeño montón escasamente cubierto por la vegetación
existente a su alrededor. Esos debían ser los hombres que los asaltaron unos
días antes, amontonados allí de forma que no quedasen demasiado cerca del
lugar donde el grupo de viajeros había estado acampado. Al muchacho no le
pareció la mejor solución dejarlos allí, al descubierto, ya que podrían atraer
cualquier alimaña: lobos, buitres y demás animales que si no tenían que
resultar peligrosos, sí que podrían darles algún susto.
—Están ahí para servir de advertencia. Si hay más grupos de desertores
por aquí sabrán lo que les pasa a los que asaltan caravanas y grupos de
personas como nosotros. Esos perros no merecen ni ser enterrados —dijo
Omer interrumpiendo los pensamientos de su acompañante.
El muchacho lo miró mientras escuchaba la explicación, sorprendido de la
nueva faceta habladora del esclavo que hasta hacía unos días, había sido una
característica totalmente desconocida en él.
Ese día, la imagen de los cuerpos ocupó su cabeza durante varias horas,
recordándole su granja, a su madre, turbando su ánimo y haciéndole pensar en
las palabras que había intercambiado con Lerac antes de que este partiese. Es
cierto que llevaba años entrenando, pero hasta ese día nunca había matado a
nadie y ahora, los sentimientos que su hermano le había transmitido cuando
hablaron del combate y de la sensación de matar, comenzaron a cobrar otro
sentido en su cabeza. La pasión, el orgullo, la satisfacción que el chico había
sentido en la batalla y poco después, se había convertido ahora en pena, en
dolor…
Aquellos hombres podían ser desertores, pero ¿quién podía culparlos por
huir de tan terrible enemigo como las velkra cuando estuviesen viendo a sus
amigos ser masacrados? Quizá no eran más que hombres asustados que no
habían tenido más remedio que escapar de una muerte sin sentido, pues
muchos de ellos no se beneficiarían de la derrota de las velkra siendo

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habitantes de tierras lejanas. Esos soldados nunca habrían recibido bienes
directos como resultado de las batallas que se libraban en Mélmelgor.
Después de todo, no eran más que externos al imperio obligados a combatir
para mantener los ingresos de los ricos, que eran dueños de las minas, las
grandes tierras de labor y que controlaban el comercio de la zona. Los
externos del imperio solo servían para mantener a los ciudadanos en su
privilegiada posición de mando. Esos desertores no eran verdaderos soldados
aunque supiesen manejarse con la espada, ya que carecían de la mentalidad,
del sacrificio y de la capacidad de sobreponerse a los miedos y egoísmos
propios. Los asaltantes que habían matado unos días atrás quizá tenían
familias a las que alimentar, madres, hermanos, amigos… Ahora ya no tenían
nada.
El viaje no transcurrió con la comodidad que Erol había esperado. El
dolor de su pecho no tardó en hacerse más intenso pese a que se esforzara por
disimularlo. El continuo caminar del caballo, con los vaivenes que provocaba
en su jinete, hacía que la piel cosida se moviese una y otra vez, amenazando
con separarse de nuevo si no se detenían. Tardaron casi tres horas en parar, un
tiempo que al chico se le hizo insufrible aunque seguía sin querer
demostrarlo.
En ese tramo, las tornas volvieron a su anterior estado donde Omer era
alguien reservado que se negaba a usar la capacidad de hablar con el mero fin
de entretenerse. El esclavo era un tipo callado por naturaleza. Según le habían
oído comentar, su vida consistía en sobrevivir. Nada más. La comida no era
para él nada más que algo destinado a llenar el estómago, tener largas
conversaciones solo le hacía tener sed, y así con todo lo demás. El chico no
entendía por qué había aprendido a hacer medicinas y brebajes curativos
alguien con esa mentalidad, pero tampoco iba a preguntarle. Tener un
compañero tan silencioso no acababa de gustarle pues, al faltarle
distracciones, su mente no dejaba de centrarse en el dolor de su pecho y en
sus pensamientos negativos, que le perseguían desde que viera al grupo de
cadáveres cerca de su antiguo campamento.
El viaje había seguido alejado de todos los caminos conocidos,
recorriendo ahora largas distancias por medio de los campos y arroyos que
recorrían el paisaje. Alguna que otra vez se encontraban indicios como
huellas de caballos en las orillas de arroyos por donde alguien más había
pasado poco antes, probablemente Lerac y Zelca. Al parecer, los dos
veteranos tenían clara la ruta a seguir a pesar de que no hubiese camino que
los guiase. Tal vez hubieran recorrido la misma ruta varias veces.

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El dolor hizo imposible que Erol avanzase tan rápido como pretendía. Ese
día y el siguiente, hasta que llegaron al campamento, descansaron en los
mismos lugares que lo habían hecho sus compañeros. Los restos de hogueras
y comida podían encontrarse sin dificultad. La herida de Erol no se abrió en
ningún momento y estaba sanando bien gracias a los cuidados del médico,
que se ocupaba siempre de que estuviese bien limpia y seca. Cuando le
cambiaba las vendas, un mejunje hecho de plantas con una textura pastosa era
lo que le aliviaba el dolor a Erol tras la larga jornada de viaje.
La habilidad de Omer como sanador había dejado perplejo al chico, que
estaba viendo cómo la herida más grave que había tenido nunca estaba
sanando más rápido que ninguna otra. Aún tenía importantes molestias, pero
nada comparado con lo que aquello habría supuesto sin un médico como
Omer a su lado. Debido a las horas invertidas en las curas, las jornadas de
viaje debían hacerse más largas para recuperar el tiempo perdido siguiendo
los pasos y antiguos campamentos de Lerac y Zelca. Lo bueno era que se
encontraban ya muy cerca de su destino, donde se suponía que no habría
desertores ni asaltantes de ningún tipo, permitiendo así un descanso más
cómodo para Erol y Omer. El fuego, además, mantenía alejados a los lobos
que poblaban las cercanías.
Cuando por fin llegaron a la última etapa de su viaje, Erol comprobó
impresionado aquel campamento, que no era en absoluto como lo había
imaginado. El chico pensaba que dicha construcción sería como las que había
visto una y otra vez cuando viajaba con Kraen, con empalizadas de madera no
muy altas y torres de cuando en cuando. En su lugar, ese supuesto
emplazamiento dedicado a la instrucción de soldados, estaba edificado en
unas antiguas ruinas de alguna fortaleza que el chico desconocía por
completo. Las torres semiderruidas intercalaban sus altos muros con
secciones más nuevas construidas recientemente. Los muros serpenteaban en
la parte más alta de una elevación de terreno que sobresalía con mucho por
encima del territorio circundante. El color de la piedra era oscuro como la
noche y la propia montaña, allí donde prácticamente no crecía la vegetación,
exhibía una roca del mismo color, haciendo parecer a aquella fortaleza una
mera extensión de la propia tierra, levantada por la fuerza de algún dios
dispuesto a sobrecoger a los hombres.
El portón que daba acceso a tan imponente construcción estaba situado
entre dos torres, que eran las más altas de cuantas podían verse al menos
desde allí, unidas a la entrada por una sección de muro que quedaba alrededor
de la misma formando una especie de «U» donde la entrada quedaba en la

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depresión de la misma. Los asaltantes que pretendiesen penetrar en aquella
fortaleza quedarían expuestos por ambos flancos al atacar el portón principal,
viéndose así incapacitados para protegerse desde ambos lados y, seguramente,
fracasando en su empresa.
Erol estaba fascinado mirando cada centímetro, cada piedra de la fortaleza
que se alzaba aún a cierta distancia de donde los dos se encontraban. La
reconstrucción de las secciones de muralla derrumbadas estaba siendo llevaba
a cabo en ese mismo momento, según parecía, con una maestría impecable. Si
bien era cierto que destacaba a la perfección las partes recién reformadas,
también era verdad que solo era por el color diferente de la argamasa, que
parecía no haber terminado de secarse aún.
—Vamos. Ya casi hemos llegado —dijo con voz indiferente el esclavo.
Erol asintió sin decir nada mientras seguía sin perder detalle de la
fortaleza.
Reanudaron la marcha bajando la última elevación de terreno que había en
las cercanías de esa fortaleza que bien podría ser el castillo de un rey. La tarde
ya había comenzado a dar paso a la noche y el sol, asomado en el horizonte,
avisaba de su pronta retirada cuando los viajeros comenzaron a subir la
inclinada pendiente que, serpenteando por el costado de la estrecha pero alta
montaña, conducía hacia la entrada principal. El chico seguía sin poder
apartar la vista de esos muros, observando cada detalle y memorizando a
fuego en su mente cada una de las piedras que formaban la construcción.
Tardaron casi veinte minutos en llegar hasta el portón principal, donde
cinco soldados rasos, ataviados como tales, montaban guardia. En la parte
superior del portón, otros tantos guardias vigilaban que nadie pudiese entrar
allí sin su permiso expreso.
—¡Alto! —gritó una voz desde las alturas.
Dos de los guardias que estaban a ras de suelo se acercaron a los recién
llegados mientras el otro hablaba desde la parte superior de la muralla.
—Decid vuestro nombre y motivo por el cual estáis aquí —volvió a gritar.
Dentro de la fortaleza no se escuchaba ni un ruido, como si aquellos
hombres fuesen los únicos que se encontraban allí.
—Mi nombre es Omer —comenzó exponiendo el médico—, y este chico
es Erol. Venimos desde Úhleur Thum con la finalidad de que este muchacho
se una a la nueva leva que aquí se está formando.
El silencio lo cubrió todo en cuanto el esclavo acabó de hablar. Pasaron
unos interminables segundos hasta que con un fuerte crujido, una puerta

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pequeña hecha de hierro a modo de verja, comenzó a abrirse justo al lado del
portón principal.
—Podéis pasar —vociferó por última vez el guardia.
Se encaminaron hacia la pequeña entrada que, aun sin ser muy alta, les
permitía pasar montados a caballo en fila de uno. Los cuartos traseros de los
caballos pasaban tan cerca de las paredes, que no dejaban espacio para que
otro hombre permaneciese allí a su vez. Aquella era una entrada perfecta para
los pequeños grupos de guardias que salieran a patrullar y a pesar de que su
robustez no era la misma que la del portón principal, el reducido tamaño de la
entrada hacía posible que en caso de ataque, si esta puerta era perforada, fuese
muy fácil de defender.
Erol y Omer entraron en la increíble fortaleza. La mirada de Erol era la de
un niño entusiasmado que ve por primera vez el mar. Uno de los guardias
bajó de la muralla por una amplia escalera, vestido con armadura y la espada
enfundada.
—Os esperábamos desde hace tres o cuatro días —dijo a modo de saludo.
Omer asintió sin decir nada antes de que siguiera hablando.
—Guriel, acompaña a este chico hasta los barracones.
El soldado Guriel obedeció como un resorte, dirigiéndose hacia la
posición del muchacho.
—No sé si os han informado, pero mi acompañante está herido —
intervino Omer.
—Estoy plenamente informado de todo —respondió el interpelado—. El
chico se dirigirá a los barracones, donde le estarán esperando para una
revisión médica y, si procede, su inmediata incorporación al cuerpo.
—No te preocupes, Omer, me encuentro bien —dijo Erol.
—Ya me lo dirás esta noche, muchacho… —respondió este.
—Sígueme, chico —ordenó Guriel.
Erol bajó de su montura, cogió sus riendas y junto con el soldado se
encaminó hacia donde este le conducía. El chico estaba aún más
impresionado ahora que podía ver la construcción desde dentro.
La puerta principal estaba compuesta por una formidable placa de madera
rematada por láminas de metal y dos traviesas del mismo material que la
trancaban desde dentro a dos alturas diferentes. En el centro de la fortaleza, la
elevación de la montaña seguía dirigiéndose hacia el cielo, haciendo que una
enorme protuberancia de roca estuviese en el mismo eje del castillo,
elevándose por encima de todas las demás construcciones. Allí mismo, en la
parte más alta, Erol contempló cómo la roca agujereada de forma artificial

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formaba una especie de torre hecha en la misma piedra original. Una pequeña
y estrecha escalera tallada en la propia piedra conducía hasta la cima de
aquella construcción que estaban rodeando mientras se dirigían hacia los
barracones.
Una rápida mirada hacia atrás le hizo ver que Omer también había
descendido de su montura y entablaba conversación ahora con el guardia que
los había recibido. Erol sentía una increíble emoción que le hacía temblar. El
dolor de su pecho se había esfumado por completo: su cuerpo no tenía tiempo
para asimilar lo que veía y hacerle sufrir a la vez.
Caminaron un poco más y Erol comprendió que la fortaleza era aún más
grande de lo que parecía desde fuera. Por el otro lado de la montaña, la
muralla seguía serpenteando hasta casi la mitad de la misma pero esta vez, en
un estado mucho peor que la que se encontraba cerca de la entrada principal.
Pudo ver allí un nutridísimo grupo de trabajadores que se afanaban en
levantar de nuevo la muralla y pese a que la luz natural ya comenzaba a
desvanecerse, grandes hogueras y antorchas hacían posible que Erol fuese
capaz de hacerse a la idea del tamaño que tenía la fortaleza. Giraron a la
derecha tras pasar la elevación de roca central y el muchacho pudo ver con
nitidez las enormes construcciones de madera, paralelas unas a otras, que
parecían ser su destino. En la puerta de esos edificios no había nadie haciendo
guardia.
—Es aquí —avisó Guriel—. Entra por la puerta situada más a la derecha y
di tu nombre. Un médico revisará tu herida y la curará si lo necesitas. Si estás
bien, mañana te incorporarás al resto de tus compañeros.
El soldado se giró y comenzó el camino de vuelta hacia el portón principal
sin dar más indicaciones, cogiendo las riendas del caballo que había traído a
Erol hasta allí.
—¿Dónde están mis compañeros? —preguntó Erol.
Guriel señaló hacia la muralla que estaba siendo reparada sin decir nada y
Erol entendió inmediatamente la señal. Lerac debía estar allí también. No era
el entrenamiento que esperaba recibir en un lugar así, sobre todo, después de
haberle contado cuánto se esperaba de ellos.
Erol se dirigió hacia la puerta que instantes antes le había indicado el tal
Guriel, agarró el pomo y lo giró entrando en la enorme sala. El interior del
barracón estaba lleno de camas triples puestas en forma de litera. Todo estaba
construido de una forma muy simple pero efectiva, de forma que las camas de
madera se colocaban ocupando el espacio lo mejor posible, sin dejar un hueco

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desaprovechado. Allí debía haber cientos de camas, en un edificio que se
extendía decenas de metros a lo largo.
Erol estaba observando el panorama cuando alguien le habló.
—¿Por qué demonios no estás en la muralla, joven? —preguntó un
hombre delgado, muy alto y de avanzada edad que vestía una túnica gris
gastada.
—Acabo de llegar, señor, y me han dicho que me dirija aquí antes de nada
—respondió nervioso el chico.
—¿De dónde demonios acabas de llegar, si puede saberse?
—Acabo de llegar a esta fortaleza, señor.
El anciano lo miró un segundo con una mueca en la cara que delataba la
serie de pensamientos que estaban discurriendo por su cabeza. Su cara era de
enfado y sorpresa. Erol comprendía que su reciente llegada, ya fuera del plazo
para incorporarse al ejército, iba a causar la misma impresión en la mayoría
de los que estuviesen encargados del funcionamiento de aquel lugar, además
de sus propios compañeros.
—Bueno, no me incumbe a mí saber por qué has llegado tarde ni si te
aceptarán aquí, pero si te han mandado a entrar por esa puerta, será porque
estás herido. Después de todo, esta es la enfermería —expuso el anciano.
—Eso es, señor. Tengo un corte bastante desagradable en el pecho.
—Pues enséñamelo. Yo soy el encargado de estas instalaciones y en los
años que tú y los demás vais a pasar aquí, si es que te aceptan, os voy a curar
a casi todos más de una vez —comenzó explicando mientras Erol se desvestía
el torso—. Y no me llames «señor», yo no soy uno de tus oficiales.
Erol sonrió. Aquel tipo se había suavizado mucho después de averiguar
por qué estaba allí. El médico retiró los vendajes y observó la herida con
detenimiento antes de hablar.
—No es tan desagradable como me habías hecho pensar. Está casi curada
ya. ¿Desde cuándo la tienes?
—Pues… desde hace unos cinco días —respondió el muchacho tras
calcularlo mirándose los dedos de una mano.
—¿Solo cinco días? Eso no puede ser. Esta herida está demasiado bien
para que solo lleves con ella cinco días.
—Es la verdad, no tengo por qué mentirle —respondió Erol complacido
por saber que su recuperación iba mejor de lo previsto.
El anciano lanzó una mirada inquisitiva a su paciente, intentando
averiguar en su cara si le mentían o no.

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—Sin duda te han curado bien, muchacho —concluyó al fin—. Estos
restos de cataplasma parecen ser la clave de la pronta sanación de la herida.
Sin duda, has tenido un buen médico cuidándote y me gustaría conocerlo. Me
harías un viejo feliz si me dices dónde puedo encontrar a tan habilidoso
compañero —expuso el anciano.
—Claro, ha venido conmigo. Seguramente siga en la entrada principal con
la guardia.
—Perfecto. Iré a verlo. En cuanto a ti, ya estás prácticamente bien.
Necesitarás un par de días o tres más de reposo para que no se vuelva a abrir
esa brecha. Hasta entonces, descansarás y estarás exento de entrenamiento —
dijo.
—Eso es mucho tiempo, necesito empezar lo antes posible para ponerme
a la par de mis compañeros —respondió Erol pretendiendo en vano convencer
al anciano.
—Lo antes posible son dos o tres días, como acabo de decirte. Por
supuesto que puedes ir a entrenarte con los demás mañana mismo, pero lo
más probable es que la herida se abra y vuelvas aquí un par de horas después.
Si eso ocurre, la curación será mucho más lenta de lo que ha sido esta vez. Tú
verás lo que prefieres, yo no voy a obligarte a nada. Ya te he dicho que no soy
uno de tus oficiales —recordó nuevamente haciendo ademanes con ambas
manos.
Dicho esto, el anciano se encaminó hacia la salida sin decir nada más.
—Oye, ¿conoces a un muchacho de aquí llamado Lerac? —preguntó Erol
mientras su acompañante se alejaba.
El anciano siguió su camino y sin girarse respondió.
—No conozco a ningún muchacho de aquí. Eres el primer paciente que
tengo desde que llegué.
Instantes después llegó a la puerta y la atravesó, dejando a Erol allí solo,
acompañado únicamente por la infinidad de camas que poblaban la gran sala.
¿Qué debía hacer ahora? No conocía la fortaleza, no sabía dónde debía dormir
o dónde estaban los comedores y allí no había nadie para darle indicaciones.
Erol salió por la misma puerta por la que había entrado. La noche había
avanzado mucho en su lucha contra el día y la tenue luz del sol prácticamente
se había extinguido ya. Corría una fresca brisa entre aquellas antiguas rocas
que enfriaba el cuerpo del chico. Aún no se sentía con la totalidad de sus
fuerzas, pero estaba mucho mejor de lo que imaginaba volver a estar cuando
se despertó la primera vez después de ser herido. Erol se quedó en la puerta
observando el interior de la fortaleza, buscando con la mirada a alguien que

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pudiese indicarle hacia dónde debía dirigirse o qué debía hacer. Estaba solo y
se sentía incómodo, nervioso.
Echó a andar en dirección a la muralla que había visto siendo reparada.
Los trabajadores seguían atareados en su faena y decidió que si tenía que
encontrar alguien que le dijese lo que debía hacer, lo mejor era preguntar allí.
Se encaminó por la pendiente que dirigía a la sección de muro derruida y
antes de que pudiese hablar, un curtido veterano se dirigió hacia él.
—¡Tú! ¿Por qué no estás trabajando con los demás?
Era un hombre bajito, un poco más que Erol, pero su mirada inspiraba un
profundo respeto. Tenía el pelo rubio y los ojos de un color que, según
parecía, debía ser verde o azul. La escasa luz no permitía verlo con detalle.
Sus brazos eran fuertes, tenía el pecho ancho y un cuello corto que hacía
parecer que la cabeza le salía directamente del tronco. Aquel soldado estaba
muy mal hecho físicamente, y a pesar de ello, imponía un temor absoluto.
Desde luego, a Erol no se le ocurriría decirle lo que le pasaba por la cabeza en
esos momentos.
—Señor, acabo de llegar aquí y no sabía hacia dónde dirigirme. He
pasado por la enfermería y… —comenzó a explicarse.
—¿La enfermería? ¿Me estás diciendo no solo que llegas tarde aquí sino
que encima ya has tenido que pasar por la enfermería? —preguntó el veterano
acercándose mucho a la cara del muchacho, interrumpiendo su explicación.
Erol mantuvo la posición y la mirada a pesar de lo inquieto que le hacía
sentir.
—Nos atacaron en el camino hacia aquí. Conseguimos vencer, pero
resulté herido y es a la enfermería al primer sitio que me han mandado justo
después de llegar —se justificaba el muchacho.
Cerca de allí, en la sección de muralla, jóvenes de una edad similar a la de
Lerac trabajaban sin descanso en la reparación de la muralla. Repartidos cada
varios metros estaban los que parecían ser los superiores, los oficiales de
aquella leva que vestían como el enano cuellicorto que estaba hablando con
Erol.
—¿Qué te han dicho en la enfermería? —preguntó el veterano.
—Que voy a necesitar un par de días de reposo para que la brecha termine
de cerrarse, señor.
—Bien, bien… ¡Pues desaparece de mi vista! Ve a los barracones hasta
que se te reclame.
—Señor, no sé dónde están los barracones ya que, como acabo de
decirle… —prosiguió hablando Erol.

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—¡Me importa una mierda lo que sepas, niño! —gritó haciendo que las
venas de su casi inexistente cuello se hinchasen—. Ni siquiera sé por qué
alguien como tú está entre estas murallas, pero eso es algo que no me
incumbe. Lo que sí me importa es que te pierdas de aquí ahora mismo y dejes
a los demás hacer su trabajo. ¿Te ha quedado claro? —dijo el veterano
interrumpiendo nuevamente la explicación del chico.
—Muy claro, señor —respondió Erol herido en su orgullo, sabiendo que
no debía hacer otra cosa que obedecer.
Erol se dirigió a la pendiente por la que había bajado instantes antes en
busca de indicaciones, decidido esta vez a encontrar los barracones o a dormir
en la sala en la que ya había estado con el médico si alguien más volvía a
hablarle de esa forma. Lo que menos quería era enfrentarse a los veteranos,
que serían los que estaban a cargo de ellos, de los jóvenes, y tendrían que
enseñarlos a combatir.
Llevaba la mitad del camino desandado cuando Guriel, el guardia que le
había acompañado antes a la enfermería, apareció montado a caballo. Lo
buscaba con la mirada y cuando por fin lo encontró, espoleó su montura en
dirección a donde el chico se encontraba.
—Debes acompañarme. Tengo que presentarte ante el que será el oficial
de tu sección. Tu compañero nos ha dicho que veníais al campamento con dos
hombres más, uno de ellos era Zelca y el otro un chico que se uniría a esta
leva. Sabemos dónde está destinado él y tenemos órdenes de que forméis en
la misa sección.
Menos mal, pensaba Erol, al menos iba a estar con su hermano allí.
—Claro —dijo el muchacho—. ¿Hacia dónde debemos ir?
—Sígueme.
Erol siguió al guardia y no tardaron mucho en llegar hasta los barracones.
Allí no había nadie, pero según le había dicho Guriel, pronto llegarían los
reclutas y entonces podría reunirse con su hermano. Esperaron juntos algo
más de media hora hasta que al fin, subiendo la pendiente que llevaba hasta la
sección de muro en reparación, comenzaron a verse centenares de jóvenes
dirigidos por los veteranos, el rubio cuellicorto entre ellos, que estaban a su
cargo. El nutrido grupo de reclutas junto con sus superiores pasó por delante
de ellos mientras observaban en religioso silencio el desfile de muchachos
con rostros cansados.
Muchos de aquellos jóvenes provenían de las más nobles e importantes
familias de los clanes y por sus venas corría la sangre de grandes guerreros,
las costumbres de sus antepasados y el deseo de la gloria que les haría

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regresar algún día a sus aldeas como hombres de verdad. Erol observó
entonces que un hombre vestido como los oficiales se separaba del tumulto,
encaminándose hasta donde él se encontraba. No tardó mucho en llegar. El
oficial era un tipo corpulento, de pelo largo que caía por sus hombros con un
color oscuro que empezaba a llenarse de canas a pesar de no parecer un
soldado muy viejo.
—¿Eres tú el chico de Zelca? —preguntó el oficial.
—Eh… sí, supongo que sí —respondió Erol pillado por sorpresa ante la
pregunta.
—Ven conmigo, te guiaré hasta el barracón dedicado a nuestra sección —
ordenó de forma seca.
Erol echó una rápida mirada a Guriel, que le indicó con un gesto que
siguiese las instrucciones de aquel hombre. El muchacho obedeció sin añadir
nada más y juntos atravesaron el tumulto de gente hasta llegar al otro extremo
de la enorme agrupación, donde estaba la sección que desde ese momento
sería la suya propia.
Los jóvenes que desfilaban junto a él, sucios y cansados, lo miraban con
curiosidad sin saber bien por qué un chico de su tamaño se encontraba entre
ellos. La mayoría de sus compañeros le sacaban casi una cabeza en altura y
eran mucho más fuertes que él. Por primera vez en mucho tiempo, Erol se
sintió intimidado ante alguien no mucho mayor que él. Lerac debía estar por
allí, entre el nutrido grupo de sudorosos muchachos que le acompañaban. Erol
seguía de cerca los pasos del oficial, que desde que le hablase antes de
encaminarse hacia su nuevo destino, no había vuelto la vista ni una sola vez
para comprobar que el chico le seguía sin perderse.
Anduvieron durante unos minutos más hasta que por fin llegaron frente a
una entrada en la roca central de la fortaleza. La cueva que se abría delante de
ellos era ancha y no especialmente alta, y estaba iluminada, igual que el
pasillo que la seguía, por antorchas que colgaban de las paredes permitiendo
que desde fuera se viese un largo túnel excavado en la roca que parecía
conducir al mismo centro de la montaña.
De repente, el grupo entero se detuvo sin que nadie hiciese ninguna señal,
quedando la primera fila formada perfectamente ante una línea imaginaria,
con el oficial unos metros por delante de su sección. El resto del grupo con las
demás secciones y sus oficiales prosiguieron su camino. Erol, que iba
caminando detrás del hombre que lo había reclamado unos minutos antes, se
quedó sin darse cuenta un poco adelantado al resto cuando su oficial se giró al
fin.

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—¿Hay algún motivo por el cual estés fuera de la formación, chico? —
preguntó el veterano mirándole directamente a los ojos.
—No, señor —respondió Erol colocándose junto a los demás.
Sus compañeros centraban su atención en el oficial sin dirigirle siquiera
una mirada al recién llegado que acababa de quedar en evidencia.
—Ni siquiera pareces un hombre, maldita sea —continuó hablando esta
vez consigo mismo—. Bueno, muchachos, como bien sabéis hemos estado los
últimos días haciendo un trabajo de esclavos más que de soldados reparando
esa muralla. Mañana empezará el entrenamiento de verdad ya que al fin
estaremos todos. El general que dirigirá este nuevo cuerpo llegará esta noche
junto con los últimos voluntarios rezagados, que deben ser hijos de alguien
importante si hacen que todos los demás tengamos que esperar —torció el
labio en un gesto de disgusto—. Al alba os reuniréis todos en la plaza central
y por los dioses que estaréis perfectamente vestidos y formados cuando el sol
despunte o yo mismo os tiraré desde lo alto de la muralla. Esta sección está a
mi cargo y voy a haceros buenos soldados, eso lo juro por mi santa madre —
gritó poniendo especial énfasis en las últimas palabras—. Dicho esto, sabed
que será mañana cuando os diga mi nombre, vuestro cometido, el futuro que
os espera, los objetivos y el entrenamiento que este cuerpo seguirá.
Tras unos segundos en silencio en los que el oficial observó con
detenimiento las caras de aquellos muchachos, continuó hablando.
—Por último, el recluta llamado Lerac, que se presente aquí ahora mismo
—vociferó el veterano para que todos le oyesen.
Pasó un minuto hasta que de entre las filas de futuros soldados surgió la
familiar figura de un fatigado Lerac, que con disciplina se cuadró delante de
su oficial y saludó al estilo militar, golpeándose dos veces el hombro
izquierdo con el puño derecho.
—Muy bien, los demás podéis iros a los barracones ya —gritó una vez
más—. Vosotros dos, venid aquí.
Erol y Lerac se acercaron a paso veloz, cumpliendo las órdenes que
acababan de darles.
—Tenéis suerte de conocer a Zelca —comenzó diciendo el oficial— y de
que vuestro padre, sea quien sea, tenga una buena amistad con él. Lerac,
llevas aquí desde el primer día, ¿verdad?
—Sí, señor —respondió Lerac aún sin mirar a su hermano.
—Perfecto. Llévate a este enano contigo y enséñale cómo funciona este
sitio —ordenó.
—Claro, señor —volvió a responder.

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El oficial se giró sin añadir nada más mientras toda su sección se
encaminaba al interior de la inmensa cueva que horadaba la montaña. Los dos
hermanos se miraron entonces y se abrazaron con ganas.
—Al fin has venido, Erol. No esperaba que llegases tan pronto, Zelca me
dijo que tardaríais al menos dos días más.
—Me estoy recuperando más rápido de lo que se esperaba. Parece que
Omer tiene grandes cualidades como sanador.
Lerac estaba emocionado y su hermano menor al fin parecía estar
relajándose después de los problemas que había tenido durante la tarde, sobre
todo después del encuentro con el oficial sin cuello de la muralla.
—Me alegro de que ya estés aquí. Ven, voy a enseñarte los barracones y a
presentarte a alguno de los amigos que he hecho desde que vine —dijo Lerac.
Charlaron sobre la recuperación de Erol mientras caminaban en dirección
a la cueva. ¿De verdad los barracones estaban allí dentro? La excavación
debía ser muy profunda si tantas personas tenían sitio para dormir en el
interior de la montaña. Un fuerte olor a sudor manaba del interior del túnel,
lleno de jóvenes que caminaban pesadamente tras un largo día de trabajo.
Lerac fue enseñando a su hermano dónde se encontraban las literas, dónde
estaban algunos de los túneles importantes que conducían a salidas u otras
salas dormitorio donde los jóvenes podían descansar. El interior de la cueva
era muy espacioso, con techos altos en los que podían apreciarse algunos
agujeros amplios que debían dar al exterior a modo de respiraderos. Erol no
entendía por qué dormían allí debajo: hubiera esperado cualquier cosa menos
eso. Las camas, de igual forma que en la enfermería, se repartían en literas
triples distribuidas por doquier en un orden perfecto. Los jóvenes que habían
bajado con ellos iban encaminándose hacia sus propios catres ante la mirada
de los suboficiales, que controlaban a los chicos de cada sección actuando
como ayudantes del encargado de la misma.
—Por aquí, Erol —indicaba Lerac constantemente ante el barullo de
gente.
—¿Quién ha excavado estas cuevas?
—No tengo ni idea. Supongo que lo hicieron los mismos que levantaron la
fortaleza. De todos modos, casi todo es natural, como puedes ver. Quien sea
que excavara aquí solo tuvo que agrandar los túneles de entrada, los de
comunicación, y abrir los respiraderos —explicaba el mayor de los hermanos
señalando el techo—. Es increíble, ¿verdad?
—Es impresionante. ¿Cuántas personas caben aquí?

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—No tengo ni idea, pero nuestra sección entera duerme en esta sala.
Somos unos quinientos en total y aun así sobra mucho espacio.
Erol miraba en todas direcciones, maravillado por la magnitud de aquella
cueva capaz de albergar a miles de personas al mismo tiempo. Desde luego, si
aquella fortaleza había sido tomada por la fuerza, debía haber sido tras un
interminable asedio que terminase matando de hambre o sed a los defensores,
ya que no solo las murallas y la pendiente hasta llegar a ellas eran de una
altura formidable, sino que además el hecho de tener aquellas cuevas protegía
de los proyectiles y del fuego a los defensores.
Metidos allí, los soldados que custodiasen la fortaleza podían escapar del
alcance de las catapultas o flechas que pudiesen superar la muralla. Fuera, al
descubierto, solo quedaban los barracones de madera que parecían haberse
construido hacía muy poco por lo que, lo más probable era que no
perteneciesen al lugar.
De pronto, una voz que sobresalía por encima de todos los demás sonidos
comenzó a gritar en tono poco amistoso.
—¡A dormir todos de una vez, bastardos! ¡Tenéis dos minutos para estar
en vuestros catres u hoy dormiréis fuera, en el suelo!
—Vamos, no tenemos tiempo que perder —espetó Lerac, nervioso.
—¿Quién es ese? —preguntó Erol.
—Ese es uno de los ayudantes de nuestro oficial. De momento no
sabemos su nombre; no nos lo han dicho, pero todo eso cambiará mañana.
Hoy ya no tenemos tiempo para que te presente a nadie pero mañana, sin
falta, lo haré —dijo Lerac.
Erol caminaba deprisa detrás de su hermano. El nutrido grupo de jóvenes
se disolvió en un suspiro. Los muchachos ocuparon rápido sus camas ante el
paso de aquel veterano que revisaba cómo se cumplían sus órdenes.
—Rápido, métete en esa litera —ordenó Lerac.
El chico obedeció sin preguntar y se metió en la cama. Esta ocupaba la
parte más alta de una de las literas triples mientras que su hermano dormía en
la intermedia.
—Hablaremos mañana, Erol. Me alegra que por fin estés aquí —dijo
Lerac.
—Oye, ¿de qué va todo esto? —preguntó Erol, confuso.
—¡Cállate! —habló nervioso su hermano.
Justo después de que Lerac dejase de hablar, un silencio sepulcral se hizo
en la sala. La mayoría de las antorchas que había en las paredes comenzaron a
apagarse, preparándose para su descanso igual que los jóvenes a los que

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alumbraban. Erol por fin estaba en su cama: estrecha, dura e incómoda,
intentando dormir. El silencio le sorprendió, pues una vez la gran sala quedó
entre la solemne penumbra, el chico sintió que no había nadie allí dentro junto
a él. Nada salvo un leve sonido provocado por alguien que se giraba en la
cama o alguna tímida tos inundaba el ambiente.
El aire, para sorpresa de Erol, corría fresco dentro de la cueva, que
demostró contar con un eficiente sistema de ventilación. Lo agradecía
sabiendo que de no ser así, el olor a sudor sería insoportable allí adentro.
El sueño parecía no querer acudir al cuerpo de Erol, que inmerso en sus
pensamientos mantenía su cerebro ocupado tratando de averiguar cómo habría
tenido éxito la empresa de asaltar esa fortaleza si es que alguna vez se había
dado semejante situación. Le molestaba pensar que quizá esa era una batalla
que nunca había tenido lugar y solo el tiempo había acabado por derribar sus
altas murallas. Sumido en sus pensamientos, sin saber cuánto tiempo pasó, al
fin logró dormirse.
No pasaron suficientes horas cuando la misma voz que por la noche les
había mandado al catre, rugió dentro de la sala obligándolos a levantarse. El
eco que reflejaban las lisas paredes de roca hizo que las órdenes que daba
aquel ayudante retumbaran convertidas en un ruido terrible del que era
imposible no enterarse, fuera cual fuese la cama que se ocupara en la cueva.
—¡Levantad de una vez, gandules! —gritaba.
Erol dio un salto de la cama, en la que quedó sentado un momento. Casi
no tuvo tiempo de abrir los ojos cuando su hermano ya estaba de pie a su
lado.
—¡Levanta, Erol! Baja de la cama ya si no quieres pasar un primer día
realmente largo —advirtió Lerac.
El chico obedeció bajando de un salto de la cama, cayendo justo al lado de
donde el otro ocupante de la litera estaba ya levantándose.
—¿A qué viene tanta prisa?
—Se ve que no les hace gracia que hagamos el remolón en la cama. El
primer día, tres compañeros de esta sección se quedaron dormidos cuando el
revisor pasó frente a sus literas.
—¿Y qué les ha pasado? —preguntó intrigado Erol.
—Los encadenaron junto a la entrada de la puerta para que todos
pudiésemos verlos. Estuvieron allí desnudos todo el día, sin comida ni agua,
hasta que volvió a caer la noche. Les dejaron beber entonces y volvieron a
dejarlos allí encadenados hasta por la mañana. Al día siguiente vinieron a las

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murallas con nosotros, trabajaron todo el día y al fin, cuando todos
terminamos de trabajar, les permitieron comer y beber hasta saciarse.
Lerac observaba la cara de incredulidad de su recién llegado compañero.
—Están siendo muy estrictos con todo. Coge la ropa que tienes en la cesta
a los pies de la cama y acompáñame —prosiguió.
Mientras hablaban, el ocupante de debajo de su misma litera ya estaba
caminando hacia la parte interna de la cueva. Lerac hizo un gesto y ellos dos
también se dirigieron en la misma dirección. Avanzaron durante varios
minutos entre el tumulto de jóvenes hasta que llegaron a una sala mucho más
pequeña por la que un pequeño arroyo se filtraba entre las rocas, discurriendo
unos metros hasta perderse debajo de otra pared rocosa.
Esa zona debía estar muy cerca del pie de la montaña. Allí, los muchachos
entraban a lavarse sin tardar más de un minuto cada uno, saliendo enseguida a
vestirse con la ropa que previamente habían cogido. Estas vestimentas estaban
limpias y parecían ser parte de un atuendo especial. Erol recordó entonces las
palabras de su oficial cuando les dijo que al amanecer siguiente todos debían
estar perfectamente limpios, vestidos y formados para la charla del general.
La fila de reclutas seguía dirigiéndose hacia el arroyo subterráneo que
discurría con cierto caudal y fuerza. Los dos entraron a la vez. El agua estaba
helada y el escalofrío producido al entrar en ella acabaría por despertar a
cualquiera que aún estuviese pensando en la cama.
Erol miraba la herida de su pecho, que procuró no mojar más de la cuenta
ya que aunque su estado era aceptable, no había terminado de curarse por
completo. Salieron rápido, vistiéndose enseguida sin siquiera secarse, como
todos, para dirigirse sin perder tiempo hacia el exterior usando el mismo túnel
por el que la noche anterior habían entrado. No tardaron en dejar atrás la
cueva, encontrándose a su oficial ya vestido con sus protecciones de combate,
dispuesto a recibir a sus futuros soldados con el aspecto que ellos deberían
tener pronto.
Discurrieron unos minutos hasta que todos los reclutas salieron ya
vestidos, limpios y dispuestos a cumplir las órdenes que se les diese. No
tardaron en mandarlos a por una pesadísima armadura con la que cualquier
movimiento se convertía en una lenta y costosa empresa.
Los reclutas se la pusieron sin rechistar.
El sol aún no había salido y hacía frío. Allí arriba, las corrientes de aire se
deslizaban entre las rocas con más fuerza de lo que lo hacían al raso del valle.
Los muchachos se dispusieron en una explanada que quedaba frente a la gran
torre de roca central de la fortaleza. A los pies de la misma, una estructura de

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madera se había levantado a modo de pódium temporal desde el que
seguramente les darían el discurso con las órdenes y objetivos del cuerpo,
como ya les habían advertido el día anterior.
La espera se hizo larga con la armadura encima pero finalmente, un
hombre ataviado con una coraza similar a la de los reclutas aunque bañada de
un imponente color negro, subió al pódium acompañado de cinco hombres
más entre los que estaba el oficial encargado de la sección de Erol, el rubio
cuellicorto con el que se cruzó este al llegar a la muralla y, para sorpresa de
los chicos, también estaba Zelca.
El de la armadura negra debía ser quien iba a dirigir la unidad, por lo que
su discurso no tardaría en comenzar. A pesar de la distancia, el general
parecía ser un hombre de una estatura normal. Su aspecto físico no tenía nada
destacable: era un hombre cualquiera con una armadura especial.
—Muchachos —comenzó diciendo entre un silencio sepulcral— hoy es el
primer día de vuestra nueva vida. Desde este momento, vuestra familia son
los compañeros que están ahí formados junto a vosotros, son además vuestros
amigos y la única compañía que tendréis durante un largo periodo. Vuestros
padres y madres ya no existen desde hoy: el imperio es vuestro único padre y
por él daréis vuestra vida si es necesario —dijo el general recordando a los
hermanos las palabras que Zelca les había dicho el primer día de viaje—.
Como la mayoría sabrá —prosiguió con una potente voz que caía sobre la
explanada con claridad—, estáis aquí para acabar de una vez por todas con la
amenaza de las malditas bestias de las velkra: un terrible enemigo que ha
destrozado a miles de soldados solo en los últimos años, por lo que la
situación ha de cambiar. Por eso vosotros estáis aquí. Durante los tres años
que pasaréis entrenando, me daréis todo lo que os pida sin vacilar, haréis
vuestro mejor esfuerzo y sufriréis sin piedad vuestras faltas de sinceridad, de
compromiso, vuestra pereza —se detuvo un momento para que sus palabras
tuviesen efecto—. A cambio, yo os transformaré en las máquinas de matar
más perfectas que el mundo haya visto jamás y cuando eso ocurra, no solo las
velkra, sino los puncos, los malditos corsarios y los mismos dioses caerán
bajo nuestra espada si el imperio lo necesita —gritó con fuerza y una visible
emoción.
Sin duda, su general estaba convencido de lo que decía y transmitía una
seguridad, una sensación de que con él todo era posible, que Erol se sintió
plenamente motivado y capaz de hacer todo cuanto le pidiesen, de superar
cualquier prueba.

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—La mayoría de vosotros proviene de grandes familias, de fuertes clanes
que han hecho temblar a sus enemigos desde que se formaron y ahora es
vuestro turno de hacer lo mismo, de honrar a esas familias —continuó.
Un leve murmullo se levantó entre las filas de reclutas que se miraban
compartiendo aquel sentimiento que su general trataba de infundirles.
—Bien, muchachos, una vez dicho esto y teniendo en cuenta que no soy
un gran orador, pasaremos a la siguiente fase de este discurso —siguió
hablando más calmado—. El entrenamiento al que estaréis sometidos se basa
principalmente en dos partes: condición física y habilidad en el combate,
aunque aprenderéis a hacer muchas más cosas que ya os irán diciendo
vuestros oficiales aquí presentes —e hizo un gesto con la cabeza para
señalarlos detrás de él—. Dicho esto, sabed que no se tolerarán las faltas de
disciplina, me importa bien poco lo importantes que seáis para vuestros papás
o para vuestros malditos clanes de procedencia. La deserción se castiga con la
muerte en la cruz, las faltas leves como quedarse dormido cuando el revisor
pase por las literas, se castigará como seguramente todos ya habéis visto —
sonrió amenazante— y, bueno, vuestros oficiales os explicarán con
detenimiento las demás normas dentro de un momento.
»Por último —continuó—, esta es desde hoy vuestra única y verdadera
casa, vuestro hogar. Estáis en una fortaleza abandonada, maldita desde hace
siglos, y como una maldición caeremos sobre los enemigos que se levanten
contra nuestro poder —exclamó levantando un griterío de apoyo entre las
filas de reclutas.
El discurso había sido un éxito, había conseguido motivar a los débiles de
espíritu y lo que era más importante: que el compromiso de esa empresa
llegase un poco más a los que de verdad valían la pena, a los miembros de
clanes fuertes que verían la oportunidad de conseguir hacerse un nombre entre
los suyos.
El general se dio la vuelta y bajó de la tarima de madera marchándose por
el lado opuesto al que se encontraban los jóvenes. El sol comenzaba a
despuntar en el horizonte y fueron ahora los oficiales los que tomaron el
protagonismo. Desde su privilegiada posición ordenaron a sus secciones
formar frente al barracón propio de cada una. Erol y Lerac no se separaron ni
un momento mientras marchaban a su destino, con la pesada coraza encima.
Una vez estaban en su sitio, el oficial comenzó su discurso personal.
—Mi nombre es Rhael —dijo con potencia—. Soy el encargado de esta
sección que como todos sabéis —hablaba irónicamente—, es una de las cinco
que forman el cuerpo entero. No necesitáis saber el nombre de mis

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suboficiales, os basta con saber que son mis manos y mis ojos, lo que les
convierte en aptos para ejecutar cualquier castigo u orden sobre vosotros.
Desde hoy, en mi sección no existen las faltas leves: si cometéis alguna, esta
será considerada motivo suficiente para clavaros en la cruz. No hay
dormilones ni cobardes ni insubordinados en mis filas, eso tenedlo por seguro
—gritó con rabia y los ojos abiertos como platos—. En su conjunto, las cinco
secciones suman un total de casi tres mil efectivos, que son unos quinientos
voluntarios más de los que esperábamos. Cada sección se divide en quinientos
soldados con un oficial, o sea yo, y dos supervisores —explicaba—. Como
habréis comprobado, solo hay cinco oficiales, por lo que un grupo, de
momento, está sin mandos. Se pensó buscar a alguien apropiado para ellos,
pero hemos decidido que solo este año moriréis los suficientes como para
colocar a esa chusma entre las demás secciones —decía convencido el oficial
—. Ese es un tema que por ahora no os incumbe. Debéis saber que mientras
estéis conmigo aprenderéis a luchar y obedecer como nadie, aprenderéis a
levantar un campamento con empalizada de madera en dos horas, a marchar
durante diez o doce horas al día, a escalar muros e incluso a abordar barcos.
Por este motivo… —continuaba.
A Erol se le empezó a erizar el pelo de la nuca. ¿Dónde demonios se
habían metido? ¿Sabía Kraen lo severos que serían con ellos en ese lugar?
Estaba claro que quería luchar contra las velkra y matar a tantos salvajes
como pudiese, pero por primera vez empezaba a pensar que moriría antes de
que llegase ese momento. Lerac parecía estar pensando algo parecido a juzgar
por la palidez de su rostro, que reflejaba un profundo temor no solo a la
muerte en la cruz, sino a la vida en el ejército. Debía haberles tocado el oficial
más severo de todo el cuerpo y parecía que su mala suerte no había hecho más
que empezar.
—Si creéis que soy duro, sabed que Lariel, el oficial de la tercera sección,
piensa empalar a los que deserten y os aseguro que si alguno sufre eso, la cruz
le parecerá el mismísimo paraíso. No debéis tener miedo de los castigos, solo
ser responsables de cumplir con vuestras obligaciones. El soldado que cumpla
no solo no tiene que temer, sino que será tratado con el mayor respeto. Soy un
tipo justo —advirtió con tono sereno—, eso tenedlo claro, pero nunca olvidéis
que odio la falta de disciplina.
—Dicho esto —continuó explicando—, sabed que desde hoy, nos
llamaremos «Los Escudos Negros», aunque nadie temerá ese nombre hasta
que vosotros demostréis al mundo lo que podéis hacer, que me temo es poco
en este momento. El nombre se debe al equipamiento que portaréis: coraza

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diferente a la que lleváis hoy, escudo amplio y redondo, lanza larga, yelmo,
grebas y una espada corta con empuñadura que se os hará a medida.
Combatiréis en falange y aprenderéis a destripar hombres y bestias que os
saquen dos cabezas de altura —explicaba con total normalidad—. Mélmelgor
es un valle muy jodido —dijo en voz más baja, como hablando para sí mismo
—. Sabed además que combatimos única y exclusivamente por el bien del
imperio, sea Laebius o cualquier otro su emperador.
Aquellas palabras sorprendieron a los muchachos, que creían estar allí por
el único y exclusivo bien de Laebius y la estirpe que lo sucedería.
—Nuestra función es mantener este territorio unido y a sus habitantes a
salvo de guerras internas o males externos —continuó explicando—. Las
corazas que lleváis hoy son las de entrenamiento, y no recibiréis vuestro
equipo de verdad hasta que este termine. Hasta entonces, vestiréis esa
armadura y usaréis armas que pesarán como dos veces más que las que
tendréis para combatir. De este modo, espero que hagáis buena forma y que
tengáis resistencia para aguantar días enteros combatiendo. Por mi parte, eso
es todo. Si alguno tiene que plantear dudas, ahora es el momento de hacerlo
—sentenció.
En la explanada frente a la entrada al barracón, solo el viento pronunciaba
sonido alguno mientras el grupo de reclutas guardaba un silencio sepulcral,
temiendo que cualquier pregunta causase el primero de los muchos castigos
que seguramente verían en los próximos meses. Rhael observaba con
detenimiento hasta que, tras unos segundos, comenzó a darse la vuelta. Fue
entonces cuando una mano se alzó entre la formación. El oficial se percató del
gesto antes de girarse por completo, con lo que volvió a su posición inicial.
—Habla, muchacho —ordenó con voz indiferente—. Los demás, separaos
para que pueda verle la cara.
Los jóvenes obedecieron mirando de soslayo al insensato que había
levantado la mano, temiendo que alguna imprudencia le costase acabar sus
días en la cruz.
El joven, que no sería mayor que Erol, habló con una tranquilidad que
nadie más compartía.
—Señor, tengo varias preguntas —comenzó diciendo—. Lo primero que
me gustaría saber es por qué ese nombre para este cuerpo. Lo segundo, es por
qué hemos venido a esta fortaleza maldita, por qué Dúrenhar en vez de
cualquier otro lugar; y mi tercera pregunta, señor, es por qué si estas son las
armaduras de entrenamiento pesan tan poco —dijo el muchacho con una voz
calmada.

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¿Poco? ¿Qué estaba diciendo ese niño? ¿Pensaba quedar como el mejor
del grupo? Las armaduras pesaban un quintal y aún tenían que darles las
armas con las que entrenarían.
—Muy bien, recluta. Yo también tengo algunas preguntas para ti, por lo
que te responderé cuando tú lo hagas —ofreció el oficial.
El muchacho asintió mostrando su conformidad con lo que le ofrecían.
—Sea, pues. Dime cómo conoces el nombre de este sitio y quién es tu
padre.
El muchacho tomó aire con gesto sosegado antes de volver a hablar.
—Este lugar aparece en los escritos de mi pueblo desde hace siglos, ya
que fueron mis antepasados quienes lo arrasaron por completo, los que
sobrepasaron esas murallas y quemaron vivos a todos los que todavía
respiraban entre ellas —comenzó a responder el muchacho con voz pausada
—. En cuanto a la otra cuestión… Mi padre es el imperio, señor —concluyó
mirando desde la distancia a los ojos del oficial.
—¿Tu pueblo, dices? —volvió a preguntar Rhael, sonriendo incrédulo
ante la respuesta.
—Eso he dicho, señor.
El oficial permaneció un momento pensando su respuesta. Mientras tanto,
el resto de reclutas guardaba un silencio sepulcral, atentos a la conversación
que estaba teniendo lugar. Erol se había quedado pensando en otra cosa.
Mientras sus compañeros estaban pendientes de si sería castigado o no aquel
muchacho, él pensaba en una parte muy concreta de la respuesta del chico:
fueron sus antepasados los que arrasaron aquel lugar. ¿De dónde venía ese
muchacho? ¿Cómo habían conseguido subir hasta lo alto de unas murallas
más altas y gruesas que las de la propia capital, que además estaban en la
cima de una montaña rodeada de inclinadas pendientes?
Desde que llegó, Erol había pensado una y otra vez que esa fortaleza era
totalmente inexpugnable. Ahora, un chico de su edad hablaba de cómo sus
antepasados la arrasaron con una tranquilidad que incitaba a pensar que tal
empresa era algo sencillo.
—Las armaduras pesan lo que tienen que pesar para que los reclutas
puedan adaptarse al entrenamiento. Hay jóvenes aquí de muy buenos clanes,
con buenos genes, pero de momento no todos están listos para algo más
exigente. Nos llamaremos Escudos Negros porque, como bien sabes, las
jerarquías militares se dividen en tres colores que se representan a modo de
franjas en los uniformes y cascos. Estos colores, de mayor a menor
importancia, son: negro, azul y rojo. Vestimos de negro porque

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jerárquicamente seremos superiores a cualquier otro cuerpo del ejército
imperial, y eso os convierte instantáneamente en un cargo de color azul fuera
de estas filas. Podréis mandar sobre cuerpos de otros ejércitos con el rango de
capitán, pero eso es algo que rara vez ocurrirá, ya que vuestro destino es este
y no otro cuerpo del ejército. Por último, si estamos en esta fortaleza y no en
otro lugar, muchacho, es porque nuestra sola presencia atemorizará a nuestros
enemigos aún más cuando sepan que desde esta cima baja el brazo ejecutor de
los enemigos del imperio —concluyó Rhael sin poder ocultar su emoción.
Erol no sabía de dónde habían salido sus superiores, pero tenía la
impresión de que habían sido escogidos cuidadosamente y que todos sentían
que su labor allí era imprescindible para el futuro del imperio.
—Claro, señor. Le agradezco su atención —respondió el chico con
parsimonia antes de hacer el saludo militar y volver a ponerse firme con la
mirada ya en el infinito.
El oficial se giró y sin dar tiempo a nuevas dudas, se encaminó hacia el
extremo de la formación mientras los reclutas se abrían para dejarle pasar
como las aguas del mar ante la quilla de un barco. Tras su paso, los futuros
soldados volvían a cerrar filas para quedar en una perfecta formación que
debían haberles enseñado en los días en que Erol estuvo fuera. Rhael tardó
bien poco en llegar a su destino y dar la primera orden como encargado de
aquella sección:
—¡Formación, en marcha! —retumbó su potente voz.
Enseguida, quinientos pares de pies comenzaron a moverse a la vez
siguiendo los pasos de Rhael. Sus dos supervisores caminaban junto a las
esquinas izquierda y derecha de la parte frontal de la formación rectangular
que ya se movía. En el centro, un poco más adelantado, como sus ayudantes,
Rhael marcaba el paso rápido y firme que todos debían seguir.
Unos minutos después se encontraban en la puerta principal, que con un
fuerte crujido comenzó a moverse. Eran necesarios cuatro mulos para mover
las pesadas láminas de madera y metal reforzado que componían la puerta. La
sección salió al completo, seguida de cerca por otra más. Tras de sí, la
imponente muralla negra guardaba la maldición que algún día ellos mismos
portarían hasta todos los rincones del imperio, ayudándoles así a doblegar a
quienquiera que tratase de quebrar su poder.
Erol, que aún disponía de la excusa para descansar un par de días más,
decidió que lo mejor era no poner pegas y acoplarse a esa situación en la que
sin querer se había visto envuelto. Creía que solo iban a presenciar un
discurso, pero una vez repartieron las corazas y se vio con la suya puesta, no

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tuvo valor ni tiempo para pedir que lo dejasen volver al barracón. De todos
modos, la herida ya estaba bastante bien.

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7. LA DURA RUTINA

Habían pasado casi cuatro horas desde que dejaran atrás las murallas de
Dúrenhar, pero todavía no se habían detenido a descansar. Tres muchachos se
habían desmayado por el camino, tal vez alguno de los que un par de días
antes sufrieron el castigo por su pereza. El oficial de la sección, sin embargo,
seguía caminando como si acabasen de salir de la fortaleza, dando la
apariencia de que el descanso era algo totalmente innecesario.
Erol estaba agotado, pero se esforzaba por no demostrarlo. La coraza de
entrenamiento pesaba muchísimo y además, cargaban con la prometida
espada y el enorme escudo del que ya les habían hablado, los cuales
recogieron al bajar el promontorio sobre el que se izaba la fortaleza.
Marchaban sin yelmo, lo que les facilitaba poder refrescarse con el aire que se
movía por el valle en el que se encontraban. Lerac también comenzaba a
sufrir los efectos de la larga marcha: las fuerzas se le escapaban por los poros
de la piel en forma de abundantes gotas de sudor aunque esto no detuviese su
avance.
Según parecía, Zelca había cumplido su palabra cuando aseguró a Erol
que no sería necesario que hiciese ninguna prueba de combate o, al menos, de
momento no habían mandado buscarlo para hacerla. Los hermanos pasaron
buena parte del camino hablando de sus cosas y por fin, el mayor le presentó
a Erol a algunos de sus compañeros recién hechos, entre ellos, el ocupante de
la parte baja de su litera triple, llamado Olier. Era un muchacho serio y
bastante disciplinado, pero parecía estar en peor condición física de lo que
aparentaba. Hacía horas que ninguno de los tres hablaba con los demás, en un
intento de mantener las fuerzas y la humedad de sus bocas. Por suerte, un
pequeño grupo de guardias de la fortaleza acompañaban a cada sección con
un carro en el que odres de agua fresca se iban repartiendo para todos.
De pronto, la columna entera se detuvo ante el grito de los dos
supervisores de Rhael.
—Al fin vamos a descansar —dijo casi sin voz Lerac.

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—Menos mal… creía que iba a desmayarme —confesó Erol—. Olier dio
un par de pasos más cuando de súbito, se desplomó al suelo sin mediar
palabra. La pesada coraza de entrenamiento estaba destrozando a los
muchachos.
—Levanta Olier —le decía Lerac—, vamos, reacciona.
—Solo está cansado, dadle agua y se levantará solo en un momento —se
escuchó una voz detrás de ellos.
Los hermanos se giraron para ver la cara del que se interesaba por la salud
de su amigo, un joven desconocido para ambos.
—Tú eres Erol, ¿verdad? —preguntó mirando al menor de los hermanos.
Erol se quedó un momento en silencio, sorprendido por la pregunta.
—Sí. ¿Cómo lo sabes?
—Me alegra conocerte. Lo sé porque lo sé, eso es todo —confesó el
muchacho—. Mi nombre es Áramer.
—Encantado, Áramer, este es mi hermano Lerac —dijo Erol.
Lerac sonrió a modo de saludo.
—También lo sé —respondió alargando la mano.
El chico hablaba deprisa, con la impaciencia de quien tiene energías para
no parar de conversar en todo el día. Parecía no estar muy cansado, no tanto
como los demás. Tenía el pelo de un color mezcla entre rojizo y castaño, ojos
grandes, cara de rasgos suaves con una redondeada nariz. Su piel estaba
dorada por el sol y sus brazos curtidos por el trabajo.
Erol le observaba pensando cómo de normal era la actitud de Áramer
cuando otro muchacho que parecía ser mucho mayor que ellos, alto y muy
corpulento, apareció cerca de donde se encontraban acompañando al joven
que había hablado antes de la conquista de la Fortaleza Negra. Ellos tampoco
parecían cansados. Hablaban de forma despreocupada observando al resto de
sus compañeros que, exhaustos en su mayoría, yacían por doquier sobre la
hierba.
Cuando llegó, Áramer había traído consigo un odre de agua al que dio un
par de sorbos antes de ofrecérselo a los hermanos.
—Nos veremos más tarde, Erol —dijo el chico antes de darse la vuelta y
desaparecer entre el resto de sus compañeros.
Lerac y él se miraron sorprendidos por la actitud de Áramer, pues no
entendían cómo conocía sus nombres, pero comenzaron a beber sin darle más
vueltas al asunto. Estaban demasiado cansados para hablar y lo único que
hicieron fue tratar de reposar después de pasarle el odre al exhausto Olier.

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Casi toda la sección se había sentado o tumbado en el suelo,
aprovechando al máximo el tan necesario descanso que al fin tenían. El día se
había ido tornando nublado, lo cual era un alivio para toda la compañía, que
hubiese sufrido incontables desmayos provocados por el cansancio y las
elevadas temperaturas si el día hubiese sido más caluroso. Cerca de donde
habían parado, un arroyo de agua clara fluía con parsimonia hasta formar un
ensanche en el que el agua se estancaba, creando una poza de cierta
profundidad que Erol había visto, aunque se sentía incapaz de visitar de
momento.
El agua era cristalina a pesar de que muchos de los chicos ya estaban
metiéndose en el arroyo para refrescarse y calmar su sed, volviéndola turbia y
agitada. Los guardias rellenaban de agua los pellejos que con toda seguridad
se acabaría agotando en el trayecto de vuelta. Pasaron unos diez minutos
cuando la segunda sección llegó a donde descansaba la de Erol.
Olier, después de beber, recuperó el color de las mejillas y parte de sus
fuerzas, con lo que consiguió incorporarse de nuevo.
—Por los dioses… pensaba que no volvería a levantarme —confesó.
—Pues más vale que te recuperes pronto, Olier, porque no tardaremos
mucho en volver a ponernos en marcha —avisó Lerac.
—Moriré aquí mismo si eso ocurre. Solo espero que levantemos un
campamento y durmamos aquí para volver a la fortaleza mañana —dijo Olier.
—Yo no contaría con ello —añadió Erol.
En ese momento, uno de los supervisores se puso en pie para que todos
pudieran verlo bien. El solo hecho de que se levantase, aun sin haber dicho
nada, hizo que la sección entera enfocase la vista en él.
—Partiremos dentro de treinta minutos. Aprovechad para comer y beber
lo que queráis, después de eso no habrá más descansos hasta que lleguemos a
la fortaleza —avisó antes de volver a sentarse junto a su compañero y su
superior.
Sus palabras cayeron como un jarro de agua fría sobre los chicos. Algunos
de ellos aceptaron las órdenes sin rechistar, pero otros, una pequeña minoría,
empezaron a quejarse hablando con los amigos que tenían más cerca hasta
que el murmullo comenzó a levantarse formando una algarabía que nadie
pareció disolver. Olier era uno de los que se quejaban, más hablando para sí
mismo que con los demás.
La otra sección entró en la zona en que descansaban los primeros. Estaba
dirigida por el rubio cuellicorto, que reconoció a Erol al pasar por su lado,
dedicándole una mirada de desprecio a la que el muchacho respondió bajando

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la vista hacia el suelo. Ese hombre le daba miedo de verdad. Su mirada era la
de alguien que puede perder el control en cualquier momento sin importar las
consecuencias que tengan sus actos. En cuanto hubo pasado, Erol se miró a
Lerac.
—Fijo que ese es quien quiere empalar a los que no cumplan en su
sección.
—¿El rubio? ¿Acaso lo conoces? —preguntó Lerac tumbado bocarriba en
el suelo.
—Sí, el rubio. Lo conocí nada más llegar a la fortaleza. Un tipo simpático,
desde luego —respondió.
—Bueno, supongo que tenemos suerte entonces de no estar en su sección
—observó Lerac.
El tiempo de descanso terminó mucho antes de lo que todos hubieran
deseado. Entonces, como un resorte, el oficial se puso en pie para indicar a
sus muchachos que era la hora de proseguir la marcha.
—Nos vamos. Tenemos que regresar antes de que se haga de noche —dijo
con voz calmada el capitán.
Erol y Lerac se levantaron deprisa, pero algunos de los muchachos, aún
sin fuerzas para responder, aguantaron un poco más tumbados, provocando la
ira del oficial.
—¡Levantaos de una vez, malditos hijos de perra, u os juro que ahora
mismo os saco las tripas y os dejo aquí para que os desangréis! —gritó con
furia mientras desenfundaba la espada.
Su voz había cambiado totalmente. Rhael, que parecía ser un oficial
calmado, incluso bueno dentro de lo posible, había lanzado su advertencia de
tal forma que antes de terminar de proferirla, no quedaba ni un recluta en el
suelo. La faz de su cara había cambiado por completo, convirtiéndose en la de
un loco dispuesto no solo a cumplir con lo que decía, sino a disfrutar
haciéndolo.
A unos metros de distancia, el oficial rubio observaba la escena buscando
a Erol con la mirada. El chico y su hermano habían sido de los primeros en
levantarse y aunque el menor estaba soportando relativamente bien la marcha,
su herida comenzaba a darle problemas. La pesada coraza era incómoda, le
raspaba y rozaba de vez en cuando la brecha, que amenazaba con abrirse.
Además, el sudor hacía que se ensuciase más, lo que acabaría provocando una
infección que, de complicarse, podría acabar con su vida. Quizá Omer y el
viejo médico de la fortaleza tuvieran razón cuando le aconsejaron que
descansara un par de días más, pero ya no importaba: la marcha debía

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proseguir. Rhael volvió a ponerse al frente de la formación seguido de sus
muchachos, apoyado por sus ayudantes, y juntos reanudaron la marcha.
El camino de vuelta se hizo más corto a pesar de que el cansancio era
mucho mayor. El dolor en las piernas, las ampollas que comenzaban a crecer
en los pies y las rozaduras que provocaba la armadura estaban empezando a
minar la moral de los muchachos. A pesar de todo, se sumieron en una
especie de trance provocado por el deseo de llegar hasta que al fin, a lo lejos y
con un cariz borroso como el de un espejismo, vislumbraron las imponentes
murallas de la fortaleza.
Los chicos suspiraron aliviados. Algunos de ellos habían sido incapaces
de llegar, teniendo que verse obligados a detenerse por culpa del dolor de sus
pies y el cansancio. Rhael no los castigó, simplemente dejó que se quedasen
allí, al lado del camino, mientras el resto de la sección seguía sus pasos.
Cuando por fin cruzaron el portón que daba acceso al interior de la muralla, el
incandescente astro todavía iluminaba la tierra aproximándose ya al
horizonte, tras el que se escondería hasta la llegada del nuevo día.
—Descansad, muchachos —dijo el oficial—. Lo habéis hecho bien para
ser el primer día. Desde ahora, esta será nuestra rutina. Saldremos al
amanecer y haremos esta misma ruta hasta que tardemos dos horas menos de
lo que hemos tardado hoy.
«¿Dos horas menos?», se oía preguntar entre los muchachos, sorprendidos
ante la exigencia de los objetivos que les imponía su oficial. La marcha de ese
día ya era la equivalente a la que cualquier cuerpo del ejército estaba
acostumbrado a hacer sin llevar esas pesadas armaduras, por lo que
exprimirlos más parecía algo surrealista.
—Señor, ¿no es eso demasiado? —preguntó uno de los jóvenes que se
encontraba en la primera fila de la formación.
—¿Demasiado, dices? Creía que este cuerpo iba a estar formado por los
mejores jóvenes de los mejores clanes del imperio, y no sois más que nenas
lloronas. Si te parece demasiado, corre a casa con tu madre y llévate contigo
la deshonra a tu familia —respondió Rhael escupiendo las palabras.
El recluta bajó la mirada.
—¿Es eso lo que quieres? —preguntó acercándose al joven que luchaba
por no desplomarse debido al cansancio.
—No, señor. Siento haber preguntado algo tan estúpido. Cuando vuelva a
mi hogar, lo haré siendo un orgullo para mi clan —respondió recuperando
algo la decencia que había perdido al preguntar.

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—Así me gusta. Esa es la mentalidad que debéis tener todos, ¿me oís? —
preguntó el oficial.
—Sí, señor —respondió la sección tímidamente.
—Patético —susurró Rhael—. Lavaos y descansad, mañana habrá más de
lo mismo.
El oficial se dio la vuelta dejando su sección frente a la entrada de la sala
en la que hacían noche. Los chicos comenzaron a sentarse allí mismo cuando
los dos supervisores del oficial permanecían aún junto a ellos.
—Levantaos ahora mismo —ordenó uno de ellos—. Obedeced a vuestro
oficial: dirigíos ahora a lavaros, limpiad bien las corazas, afilad las espadas y
cuando mañana se os despierte, más os vale tenerlo todo listo o incurriréis en
la primera y última de las faltas —avisó con malicia—. ¡Ah!, quizá deberíais
pensar en reventar esas ampollas o mañana la mitad os quedaréis por el
camino.
Los reclutas obedecieron, poniéndose en pie inmediatamente para
dirigirse hacia el interior de la cueva.
—Señor —dijo Erol al supervisor que acababa de hablar.
El interpelado lo miró dispuesto a escuchar lo que tenían que decirle.
—¿Qué ocurrirá con los que se han quedado atrás? —preguntó atrayendo
la atención de todos cuantos estaban a su alrededor.
—Les ocurrirá lo que se merezcan —comenzó a responder—, con un
poco de suerte sobrevivirán hasta mañana y cuando vuelvan se unirán de
nuevo a la sección. Los que no lo hagan, serán comida para los lobos u otras
alimañas peores, poco me importan.
Dicho eso, los supervisores se marcharon juntos dejando solos a los
chicos. La sección al completo, salvo los que se habían quedado rezagados,
entraron en la cueva sin perder el tiempo, con algunos de los muchachos que
ya llevaban las pesadas corazas sostenidas entre sus manos. Erol y su
hermano habían perdido a Olier por el camino. El joven no pudo soportar el
camino de vuelta, desmayándose como consecuencia cerca de la fortaleza ya.
Quisieron ayudarlo, pero uno de los supervisores les advirtió que si se
quedaban allí, probablemente no llegarían vivos al día siguiente. Así, a
regañadientes, Lerac convenció a su hermano de que Olier se las arreglaría
solo para volver.
Esa noche, después de haberse limpiado bien, después de haber dejado su
equipo listo para el día siguiente y después de haberse curado las ampollas en
los pies, los muchachos dispusieron de tiempo libre para tratar de sus temas,
hablar de su tierra con sus nuevos compañeros y, en definitiva, despejar la

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mente después del primero de muchos días que prometían ser realmente
duros.
Erol informó a Lerac de que quería hablar con el chico que se les había
presentado durante el descanso de la marcha. No sabía cómo conocía su
nombre y el de su hermano cuando ellos nunca lo habían visto antes. Además,
ese pelirrojo parecía estar muy por encima de él físicamente y no solo de él,
sino de la mayor parte de la sección a excepción, quizás, del que había
hablado antes sobre la conquista de la Fortaleza Negra, y de su propio
compañero: el gigantón del que parecía no separarse.
Sin embargo, lo que más le interesaba a Erol del joven que habló antes de
comenzar la marcha, era conocer la historia de su clan destruyendo una
construcción tan imponente, escalando sus murallas y aplastando a cuantos
defensores moraban en su interior. La curiosidad se lo estaba comiendo por
dentro y fuera como fuese, tenía que conocer los motivos que llevaron a la
victoria su clan. Lerac se quedó descansando en su cama mientras su hermano
menor salía en busca del misterioso chico. El hijo de Kraen no sabía por qué,
pero esos dos no le daban buena espina.
Parecían ser de los poquísimos de entre todos los reclutas que estaban
tranquilos allí, confiados en el éxito que su entrenamiento tendría. De todos
modos, eso poco le importaba a él: ya había pasado momentos duros con
anterioridad y siempre había acabado por acostumbrarse y superar cuantos
obstáculos se le pusieran por delante. Después de todo, Lerac llevaba años
preparándose para ese momento y aunque fuese más duro de lo que
imaginaba, tenía la certeza de que podría aguantar las largas marchas y
cuantas pruebas más quisieran hacerle. La vida en la fortaleza iba a ser muy
diferente a como se la imaginaba pues, aunque estaba habituado a los
campamentos, a las marchas y a los soldados, en esta ocasión todo eso estaba
a un nivel muy diferente.
Habían pasado casi dos horas, pero no había señal de Olier. Lo más
probable era que, como habían dicho antes, las alimañas se lo hubiesen
comido ya. Erol no había conseguido su objetivo, pero sí había logrado
encontrar al compañero del chico que buscaba, cuyo nombre desconocía por
completo. «Le diré que lo buscas», había prometido el grandullón con cara de
pocos amigos. Erol se había marchado de vuelta a su litera con más
tranquilidad, pensando que antes o después su invitado aparecería allí
buscándolo y entonces podría preguntarle sobre el asalto a la fortaleza.
El tal Áramer, el joven pelirrojo que se les acercó durante la marcha,
también despertaba la curiosidad de Erol. Se suponía que nadie, ni siquiera

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Kraen, sabría a qué muchachos enviaría cada clan, pero allí había un recluta
que sabía de la existencia de Erol, incluso puede que conociese su edad y
quien sabría qué más.
Los hermanos se reunieron de nuevo en la litera, donde Lerac se afanaba
en limpiar una de sus ampollas sentado en el catre. Olier apareció poco
después con la coraza encima, cubierto de polvo y sudor, arrastrando con
esfuerzo los pies mientras se dirigía hacia su cama. Tenía un aspecto
lamentable.
—Pensábamos que ya no volverías —confesó Lerac levantándose para
ayudarlo.
—Lo he conseguido por poco. Vosotros no sabéis lo que he tenido que
pasar para estar aquí ahora —dijo con las lágrimas a punto de derramarse por
sus mejillas.
—Vamos, solo es cansancio. Acabarás por acostumbrarte —intentó
tranquilizarlo Erol.
—No, no es eso. Por el camino he visto a otro chico que se había quedado
rezagado igual que yo. Había tres lobos junto a su cadáver destripado justo
donde acaba la coraza. Pensaba que me iban a matar a mí también, pero
supongo que no me han atacado porque ya tenían comida suficiente. No he
pasado más miedo en mi vida —dijo Olier desplomándose sobre su catre,
visiblemente afectado.
Erol no entendía por qué habían mandado a esos muchachos allí. La
mayoría de ellos no estaban preparados para superar el entrenamiento con
facilidad, pero al menos tenían la capacidad de mejorar lo suficiente para
lograrlo. Olier, no.
Se suponía que aquellos voluntarios eran además miembros de los clanes
más duros del imperio y aunque la mayoría estaban dando la talla por los
pelos, como él mismo, había otros que claramente no superarían ni la primera
semana de entrenamiento.
El chico al que Erol había ido a buscar un rato antes no tardó en aparecer
acompañado como siempre del gigantón que parecía ser su único amigo.
—¿Querías verme? —preguntó una voz desde detrás de Erol.
El aludido se giró emocionado creyendo conocer de quien era aquella voz.
Confirmó entonces que el gigantón había cumplido su promesa de transmitir a
su compañero el mensaje. Los dos extraños estaban ya limpios y en perfectas
condiciones para dormir cuando así lo dispusieran los supervisores.
—Sí. Tomad asiento, por favor —pidió Erol señalando la cama de Lerac,
donde solo estaba sentado este.

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El invitado aceptó la oferta, pero no su compañero, que permaneció de pie
justo donde estaba. Erol pensaba cómo iniciar su interrogatorio cuando su
invitado comenzó a hablar.
—Este chico no sobrevivirá otro día. No me sorprende que vosotros dos
hayáis conseguido volver a tiempo. Lo haréis siempre hasta que el
entrenamiento termine —dijo mirando a Lerac y Erol alternativamente—,
pero tú no durarás mucho —sentenció con los ojos puestos en Olier—. No sé
por qué te han enviado aquí, pero desde luego no debes ser muy apreciado en
tu tierra si te destinan a la muerte a sabiendas.
El aludido escuchó aquellas palabras con indiferencia, sabiendo bien que
lo que decían de él nadie mejor que él mismo lo sabía. El resto de los
presentes no dijo nada, quizás porque compartían las palabras del recién
llegado.
—¿Y por qué estás tú aquí? —preguntó Olier rompiendo el incómodo
silencio.
—Mi presencia aquí no te incumbe, chico muerto. Lo único que debe
importarte es que del grupo que hay aquí, solo tú morirás antes de que acabe
la semana —sentenció.
—Ya basta —dijo en tono serio Lerac.
El joven le dirigió una mirada de desafío que Lerac mantuvo. La cosa
terminaría poniéndose fea si el ambiente no se relajaba, ya que al parecer, el
hijo de Kraen no estaba dispuesto a que continuasen desanimando a su
compañero de litera.
—Calmaos, muchachos, todos somos compañeros y no te he pedido que
vengas para que comience una pelea —dijo el hijo de Torek.
—Claro, yo tampoco he venido a matar a nadie, Erol —respondió el chico
ante la iracunda mirada de Lerac.
Erol, sorprendido porque él también conociese su nombre, se dio cuenta
además de la tensión que seguía creciendo, por lo que decidió invitar al recién
llegado a dar una vuelta hacia otra parte donde pudiesen hablar sin que las
cosas llegaran a más. No entendía por qué se comportaba así con Lerac, pero
de momento, eso era lo que menos le importaba: quería saber cómo podía
conquistarse una fortaleza así y ese chico le proporcionaría la información
que necesitaba.
Caminaron hasta llegar cerca de la entrada de la cueva que llevaba hacia
abajo, a la sala donde el agua corría a través de la montaña, y allí encontraron
una litera completamente vacía en la que casi con toda seguridad ya no
volverían a dormir sus anteriores propietarios.

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—Vale —comenzó diciendo Erol—, hay ciertas cosas que me gustaría
saber desde que hablaste con Rhael esta mañana.
El interpelado le observaba con su rostro impasible, como de costumbre,
esperando que su compañero comenzase a preguntarle.
—Aunque creo que antes quiero saber por qué conoces mi nombre.
—Eso no importa, Erol. Lo único que debes saber es que tú y yo somos
los más jóvenes de este cuerpo y que admiro que seas capaz de estar a la
altura, aunque eso tampoco me sorprende —respondió—. Y ya que estamos
hablando, creo que no me he presentado. Mi nombre es Zúral.
Erol siguió observándole, esperando que siguiera hablando hasta que
comprendió que eso no iba a suceder. Zúral siguió mirando a su compañero
sin decir nada, esperando que fuese él quien continuara.
—Está bien. Pues si vamos a presentarnos oficialmente, me gustaría
pedirte que hagas lo mismo con mi hermano y que no busques enfrentarte más
con él ni desafiarlo —siguió diciendo el hijo de Torek.
—Ese a quien llamas tu hermano, no lo es de verdad. Es alguien de la
capital y es su gente la que domina los clanes, la que les ha quitado su
libertad. Laebius vive en su misma ciudad y todos allí lo apoyan. Tú no
provienes de la capital, no eres uno de ellos y no eres su hermano —recalcó
—. Lerac va a pasarlo mal aquí. La inmensa mayoría de los reclutas que
duermen entre estas murallas son hijos de importantes familias de clanes
fuertes, los más fuertes de este imperio, debo añadir —seguía hablando con su
voz pausada—. Vuestro amigo con el que compartís litera también es de la
capital y sé que no durará mucho. Lerac es relativamente fuerte, él lo
conseguirá, pero será de los poquísimos que lo consigan siendo de allí —
explicó.
—¿Cómo sabes que Olier es de Úhleur Thum?
—Vamos, Erol, ¿en serio no lo ves? Esa gente se distingue a leguas de
distancia. Puedo oler su sangre enferma, podrida de estar encerrada tras las
murallas de su hogar. Esos peleles no deberían estar aquí, no con la misión
para la que se ha creado este ejército, con lo que este cuerpo está obligado a
hacer.
Erol observaba intrigado. ¿La misión para la que se ha creado? ¿Quién
más que ellos tenía motivos para estar allí sabiendo que el imperio que
querían salvar era el que su propia ciudad natal controlaba?
—Llegado el momento, estarán contra la espada y la pared —aseguró ante
la mirada perpleja de su compañero—. La mayoría de ellos escogerán la pared
y morirán de una forma patética. Ellos no saben a lo que tendrán que

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enfrentarse, no saben lo que los Escudos Negros tendrán que hacer; pero tú sí,
tú sabes que este es tu destino, tu lugar. Sabes que aquí es donde debes estar y
aunque hayas pasado un día duro con el entrenamiento de hoy, eres
perfectamente consciente de que vas a superar lo que sea necesario para
seguir aquí, para devolver a esta tierra el orden que debe tener —espetó Zúral,
por primera vez, con algo de sentimiento dibujado en el rostro.
Erol escuchaba las palabras de Zúral con atención y aunque no sabía con
seguridad lo que le hacían sentir, en el fondo de su corazón tenía la sensación
de que sí compartía lo que escuchaba. Sabía que su destino era combatir a las
velkra, lo supo desde que mataron a su madre.
—Para derrotar de una vez a las velkra y así poder vengarme —dijo Erol
con la mirada perdida, inmerso en sus pensamientos.
—Para devolver el orden correcto a esta tierra —apostilló Zúral—, y
después podrás vengarte —concluyó.
Erol enfocó en él su vista de nuevo, dirigiéndola a los ojos de su
compañero, intentando comprender si le estaba dando la razón o si, por el
contrario, lo que pretendía era decir algo diferente. Fue entonces cuando, sin
tiempo de proseguir la conversación, uno de los supervisores gritó, haciendo
que su voz llegase a toda la cueva viajando a través de sus paredes. La voz
indicaba que era la hora de prepararse para dormir, por lo que los dos jóvenes
se dirigieron a paso rápido hacia sus literas.
—Aún nos ha quedado algo pendiente de hablar, Zúral. Espero que
mañana podamos seguir con nuestra conversación —dijo Erol mientras
caminaba.
—Nuestra conversación ha terminado, Erol. Con esto deberá bastar hasta
dentro de un tiempo —respondió secamente.
Poco después llegaron a la litera de Erol, cuando la mayoría estaba ya
metiéndose en sus catres. El gigantón que acompañaba a Zúral estaba
esperándolo allí, de pie en el mismo sitio que ocupaba cuando llegó. Lerac
estaba acostado sin prestarle atención, como si estuviese solo allí. El silencio
comenzaba a hacerse un hueco en la cueva, haciendo que el ruido antes
presente por las múltiples charlas de los reclutas se fuese disipando mientras
el gigantón y su acompañante llegaban hasta sus camas. Los supervisores no
tardarían mucho en dar la señal definitiva para que durmiesen.
Erol se metió en la cama nada más llegar, dio las buenas noches a su
hermano, que le respondió de mala gana y se dispuso a dormir. Los
pensamientos sobre su reciente conversación fluían en su cabeza sin descanso
y se planteaba ahora cuál era el orden correcto de aquella tierra, como

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acababa de sugerirle Zúral instantes antes. ¿Qué había querido decir? El
hecho de que hablase tan mal de la gente del imperio, que incluso parecían
producirle asco, hacía que Erol se plantease si no estaba sugiriendo algún tipo
de rebelión.
No tenía ni idea del clan al que pertenecía su nuevo amigo, pero sin duda
alguna, si la gente capaz de conquistar la Fortaleza Negra se revelaba, el
imperio necesitaría hacer grandes esfuerzos para repelerlos. La cuestión ahora
no era si se producía o no la rebelión, lo cual no parecía factible teniendo en
cuenta que precisamente el mejor cuerpo del ejército sería un compuesto de
jóvenes pertenecientes a muchos clanes diferentes. Laebius conseguía de ese
modo que si algún clan pensaba levantarse en armas contra él, lo mejor del
resto de clanes caería sobre los rebelados, aplastándolos así de forma rápida y
efectiva. No era una mala solución esa, pero Erol no había pensado en ello
hasta entonces. De todas formas, acababa de darse cuenta de que a pesar de
sus viajes por gran parte del territorio imperial cuando iba de campamento en
campamento con Kraen, este no le había contado nada sobre los clanes que se
asentaban en esos territorios. Solo le había hablado de puncos, de las velkra,
del propio clan de Kraen y poco más. Erol era un completo ignorante en ese
campo que ahora le interesaba tanto.
Necesitaba hablar con Áramer o Zúral para intentar sacarles información.
Era posible que el chico pelirrojo supiese algo de aquellas gentes también,
pues parecía poseer información de ellos y quizás también la tuviese del tal
Zúral. Tenía que saber si ellos solos, si los antepasados de ese joven sin ayuda
de los demás clanes fueron capaces de conquistar la Fortaleza Negra y,
además, tenía que saber algo que le intrigaba tanto o más que eso: qué pueblo
había construido la fortaleza.
Las galerías excavadas en roca pura habrían costado años de titánicos
esfuerzos. ¿Por qué un sitio como ese, una batalla tan espectacular como tuvo
que ser la acontecida allí, no había llegado a sus oídos hasta entonces? ¿Cuál
era la maldición de la que habían hablado antes que según decían, moraba
entre aquellas piedras? Tenía que dormirse pronto, tenía que llegar rápido al
día siguiente para que pudiese preguntar al pelirrojo todos los detalles que
estaba maquinando su cabeza en ese momento. Por suerte para él, el
cansancio del duro día de marcha pesó más en su ánimo que las dudas que lo
corroían y no tardó mucho en caer presa del sueño.
La hora de levantarse llegó antes de lo que Erol deseaba. No tenía sueño
en exceso, pero su cuerpo sufría un desgaste que en absoluto esperaba. Al
bajar de la cama, la sensación de cansancio acumulado en sus piernas le hizo

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temblar mientras caminaba a por su ropa, que le esperaba a los pies de la
cama justo en el sitio en que la había puesto la noche anterior.
Los chicos dormían prácticamente desnudos, ya que la cueva se mantenía
cálida pese a que por las noches en el exterior el viento soplase con ganas casi
siempre. Por lo que habían averiguado, no todas las secciones dormían bajo
tierra, sino que los barracones de madera eran el lugar de descanso de tres de
estas secciones, la que estaba incompleta, junto a ellas. El barracón de la
enfermería era uno de estos dormitorios, donde el equipo médico compartía
habitación con los jóvenes reclutas. La sección incompleta dormía en otro
barracón contiguo al de la enfermería y según les habían dicho, estaba bajo
las órdenes directas de uno de los supervisores, pero no sabían a qué oficial
pertenecía aún. Después de todo, no habían tenido tiempo libre como para ir
de ruta a ver a sus compañeros.
Esa mañana volverían a hacer el mismo recorrido, pero esta vez
arrastrarían consigo más cansancio acumulado y unas ampollas que parecían
ser una plaga que afectase a todos los muchachos. Fuera como fuese, Erol
sabía que acabarían acostumbrándose a esa rutina y en unos pocos días o
alguna semana, la velocidad de la marcha aumentaría haciendo que al fin
cumpliesen los requisitos de los que Rhael había hablado.
La sección siguió las pautas del día anterior, lavándose con la fría agua
que fluía en el interior de la sala más baja, como si de la sangre de la montaña
se tratase, para después formar en perfecto orden en la explanada que había
frente a la entrada a su dormitorio subterráneo. Rhael, como el día anterior, ya
estaba esperándoles allí, perfectamente vestido y descansado, a diferencia de
sus muchachos.
En cuanto todos estuvieron listos, la formación se puso en movimiento
hasta salir por el portón y poco después, los supervisores comenzaron a
marchar arriba y abajo por el lateral de la sección, comprobando que todos
caminasen a buen ritmo y que estuviesen bien equipados, cumpliendo así con
las exigencias de Rhael.
No tardaron mucho en encontrarse los primeros cadáveres de sus
compañeros que no habían superado el primer día de marcha. Ver esos
cuerpos, la mayoría medio devorados por las alimañas nocturnas, hizo que
algunos reclutas se sobrecogiesen, pero como era el objetivo de Rhael, la
mayoría se concienció de que no existía la posibilidad de fallar: si alguno no
volvía a la fortaleza al anochecer, al día siguiente sus compañeros los
encontrarían allí, en ese lamentable estado, en un lateral de la senda que
seguían.

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La motivación era imprescindible y el oficial lo sabía, como también sabía
que la forma de conseguirla era lo de menos: lo importante era que en las
mentes de sus muchachos estuviese la intención de cumplir los objetivos
marcados, ya fuera porque significara lo mejor para el ejército o porque fuese
la única forma de sobrevivir. Los supervisores ni siquiera miraban los
cadáveres, pues ellos sabían de antemano el estado en que se encontrarían ese
día el camino y para nada les sorprendía el macabro espectáculo. Algunos
chicos se mostraban indiferentes, muchos de ellos acostumbrados por sus
clanes a ver cadáveres putrefactos y ejecuciones desde pequeños. A Erol le
afectaba esa visión al igual que a su hermano que, aunque estaban
acostumbrados al entrenamiento y familiarizados al menos de oídas con la
guerra, esa clase de paisaje era totalmente nuevo para ellos.
Olier estaba especialmente afectado y casi parecía que iba a echarse a
llorar de impotencia en cualquier momento. Sabía que su condición física no
era la mejor y temía por su vida cuando, además del cansancio, las ampollas
de sus pies le estaban provocando un dolor insoportable que le impedía
caminar con normalidad. Lerac le recriminaba no haberle hecho caso la noche
anterior, cuando le recomendó que las reventase y curase convenientemente.
Olier había rechazado el consejo poniendo como excusa que el dolor que le
provocaría reventárselas sería peor que el resultado tras curar sus pies.
Lerac sentía molestias, al igual que todos, pero a diferencia de su
compañero de litera, sus pies estaban limpios, curados y con un suave vendaje
que le protegía en la medida de lo posible el pie mientras caminaba. Olier
acabaría por tener alguna ampolla reventada dentro de poco y sin modo de
curarla ni tiempo para detenerse, aquella herida tan superficial podría
significar su muerte. En cualquier caso, de momento estaba aguantando bien
el paso de la sección que en el trascurso de un par de horas de marcha ya
había dejado rezagados a un par de miembros más.
Erol iba en la parte frontal, cerca de las primeras filas junto con su
hermano y Olier, donde el oficial quedaba a la vista. No habían visto a
Áramer en toda la mañana, pero debía marchar unas filas más atrás. Por
suerte, estaba permitido hablar durante las largas caminatas y eso las hacía
más soportables, permitiendo a los muchachos olvidarse de vez en cuando de
los cadáveres. Allí yacían muchachos de la otra sección que, igual que el día
anterior, marchaba detrás de ellos encabezada por el oficial cuellicorto.
Las otras secciones debían tener rutas diferentes que del mismo modo
provocarían las mismas bajas, creando un paisaje similar al que tenían delante
Erol y sus compañeros. Cuando llegó la hora del descanso, los reclutas se

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dejaron caer sobre el suelo a plomo en su mayoría, a excepción de unos
cuantos jóvenes que estaban en una forma física increíble, como era el caso
de Zúral y su compañero, que al fin quedaron a la vista.
Los tres compañeros de litera se sentaron juntos a descansar cuando se les
unió Áramer, que tomó asiento entre ellos. El recién llegado, tras una breve
conversación, comunicó a Erol que disponía de la información que tanto
ansiaba conocer, por lo que ambos quedaron en que por la noche hablarían
sobre la batalla de la Fortaleza Negra que tanto interesaba al hijo de Torek.
El descanso terminó pronto, pillando a Olier en el arroyo cercano donde
pretendía limpiarse las ampollas, una de ellas recién reventada, que le estaba
dando muchos problemas. La sección se puso en marcha dejando el lugar de
descanso a la otra. Olier se apresuró a ponerse a la par que los demás.
Aquellas corazas de entrenamiento hacían todo muchísimo más complicado
por su peso. La mayoría de los reclutas podrían haber cubierto la distancia
requerida en el tiempo que Rhael pedía si no hubiesen tenido que cargar con
semejante mole.
La herida de Erol, a pesar de su gravedad, estaba cicatrizando
rápidamente. Procuraba tenerla limpia siempre que podía y cubierta con gasas
que cambiaba cada pocas horas. Tenía muy buen aspecto y poco a poco,
sentía que el dolor remitía.
Durante el camino de vuelta, algunos chicos permanecían sentados en los
bordes del camino, incapaces de continuar la marcha ante la mirada de sus
compañeros que, impotentes, los observaban a unos cientos de metros de
algún cadáver al que pronto acompañarían con el suyo propio. Los reclutas
entendían que tenía que ser así, que solo los más fuertes seguirían adelante
para formar parte de los Escudos Negros.
Unos kilómetros más adelante, dos jóvenes permanecían sentados juntos
mientras uno trataba de animar al otro para que se levantase y prosiguiera la
marcha. Erol los miró conmovido, aquellos muchachos se parecían mucho
físicamente y era probable que fueran hermanos. Ante la imposibilidad de
continuar de uno de ellos, el otro se negaba a proseguir el camino,
abandonándose así a una suerte que estaría ligada a la de su compañero. Rhael
les dijo algo que Erol y Lerac, por su proximidad a la cabeza de la sección,
pudieron oír a la perfección.
—Si ese muchacho no puede seguir, déjalo ahí o ambos moriréis —había
advertido.
—No pienso abandonar a mi hermano, señor. Si nuestro destino es morir,
moriremos juntos —respondió convencido el que parecía mayor.

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—Piensa en tu madre, chico. Tu hermano no podrá llegar, pero tú puedes
hacerlo. Déjalo y corre a unirte con tu sección antes de que te dejen atrás y
ambos muráis de una forma tan estúpida aquí. ¿Crees que tu madre se
alegraría de saber que ha perdido a dos de sus hijos en vez de uno? —
preguntó cuando se cruzaba con los muchachos.
—No, señor, pero tampoco se alegraría sabiendo que lo abandoné —
respondió mirando a su hermano.
Ambos hablaron algo que ya no llegaron a escuchar. Tal vez, el menor de
ellos intentaba convencer al otro para que obedeciese al oficial. Erol y Lerac
se miraron, se pusieron en su lugar y sin decirse nada los dos supieron que
ellos actuarían de la misma forma en una situación como esa. Olier,
entretanto, caminaba con dificultad, cojeando. Su cara reflejaba el sufrimiento
que estaba soportando mientras trataba de aferrarse a la vida, caminando sin
descanso.
—Lo estás haciendo bien, Olier, sigue así y antes de que te des cuenta
estaremos en la cama —dijo Erol intentando que no perdiese la esperanza.
Olier suspiró y sin decir nada, pues no tenía fuerzas para hacerlo,
prosiguió la marcha.
La despreocupada e indiferente voz de Zúral se escuchaba muy de vez en
cuando un poco por detrás de donde ellos caminaban, hablando con el
gigantón, suponían.
Muchos de los reclutas caminaban despreocupados, al igual que Zúral,
hablando sobre sus aldeas, amigos o sobre las jovencitas con las que se habían
acostado, sin prestar atención a los compañeros que yacían en las lindes del
camino, muertos o incapaces de continuar.
Al principio estos reclutas pasaron desapercibidos, destacando más los
débiles, que al quejarse hacían más notable su presencia que la de los jóvenes
que cumplían las órdenes sin inmutarse. Ahora, los que no habían dado la
talla estaban en su mayoría «filtrados» de la sección y los débiles que aún
aguantaban, seguramente no durarían dos jornadas más.
Transcurrieron dos horas más de marcha cuando Olier comenzó a
escorarse hacia uno de los flancos, saliendo de la formación que constaba de
cuatro columnas y unas ciento y pico filas. El chico no podía seguir y terminó
sentándose en uno de los laterales del camino, dejando caer su coraza junto
con sus armas para descansar. Erol lo vio y junto a Lerac fueron a hablar con
él, pues sabían que si se quedaba ahí, al día siguiente solo sería un cadáver
más que alimentaría a los lobos.

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—Levántate ahora mismo, Olier —comenzó diciendo Lerac—. Quedarse
aquí significa morir, llevas viéndolo durante todo el camino.
—No puedo más, chicos —respondió el muchacho comenzando a llorar
de impotencia—. Lo he intentado cuanto he podido, pero ya no me quedan
fuerzas y los pies me están matando desde que salimos. El dolor es
insoportable y ahora sé que no voy a poder llegar.
—¡Sí que puedes, maldita sea! —dijo Erol apretando los dientes—. Solo
quedan dos horas de marcha, ¿y vas a abandonar aquí? ¿Qué pensaría tu padre
sabiendo que te rindes así? —preguntó con la misma intensidad, procurando
infundir ánimo en el muchacho que ahora se deshacía en lágrimas.
—Mi padre… mi padre al fin estará contento con esto.
—¿Qué estupideces estás diciendo? —preguntó Lerac sin ocultar su
enfado.
—Mi padre no quería que me hiciese un soldado. Me ha odiado desde
siempre porque de pequeño, jugando con mi hermano menor, se cayó desde
un árbol en el que pasábamos el rato, se partió el cuello y murió. Nadie pudo
haber sufrido más su muerte que yo, pero mi padre me culpó a mí y no sin
cierta razón, ya que yo debería haber cuidado de él. Él era su ojito derecho y
desde entonces solo ha deseado que yo desaparezca —explicaba Olier con el
rostro cubierto de lágrimas. Se sorbió los mocos antes de continuar—. Toda
mi vida he luchado por merecer el título que tiene, por ser un digno heredero,
pero no he hecho otra cosa que no fuese fracasar. Nunca he podido cumplir
con las expectativas que tenía puestas en mí.
—¡Deja de decir tonterías, Olier, tienes que levantarte ahora mismo! —
gritó Erol sin argumentar nada más.
La sección seguía caminando impasible, sin preocuparse en mirar la
escena que estaba teniendo lugar al margen del camino: después de todo, era
solo otro estorbo más que iba a desaparecer. Sin embargo, el grito de Erol
atrajo la atención de uno de los supervisores, del que estaba en ese lado de la
formación, que observaba cómo dos de sus reclutas permanecían con el chico
que ya no podía seguir.
—Erol, aunque pudiese levantarme y llegar hoy, no soportaría la marcha
de mañana —prosiguió—. En serio, seguid sin mí.
El supervisor llegó a paso rápido hasta donde estaban. Olier fue el primero
en verlo.
—En serio, muchachos, no os preocupéis por mí. Seguid caminando, yo
solo necesito un poco de descanso. Me quitaré las sandalias, me airearé un
poco los pies y en un rato saldré hacia la fortaleza. Me incorporaré a la otra

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sección si es preciso y así no iré solo —dijo Olier para que el supervisor le
oyese, quizá por vergüenza.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó el supervisor con cara de pocos
amigos.
—Señor, nuestro compañero está cansado, intentamos que se levante y
prosiga la marcha —explicó Lerac.
—Ya lo habéis oído: descansará y después seguirá su camino junto a la
otra sección, así que poneos en marcha inmediatamente —dijo sabiendo que
ese chico no volvería a levantarse.
—Señor, usted sabe tan bien como yo que si le dejamos aquí no irá a
ninguna parte —comenzó a decir Erol.
—Pues ese será su destino, no el vuestro. Y ahora, incorporaos a la
formación.
—No, señor, voy a llevármelo a rastras si hace falta —volvió a responder
Erol.
—¿Cómo has dicho, muchacho? —preguntó el supervisor frunciendo el
ceño.
Lerac se dio cuenta de lo que acababa de ocurrir: Erol se había negado a
obedecer una orden directa de un superior y eso tenía un claro castigo.
—Señor, no se lo tenga en cuenta, es solo que aún es joven y tiene que
aprender algunas cosas, pero nos incorporaremos ahora mismo, como ha
ordenado —dijo Lerac intentando que la cosa no fuese a más.
—Lerac, no voy a abandonar aquí a…
—¡Cállate de una vez, imbécil! —respondió Lerac con una furia que Erol
desconocía—. Vas a conseguir que te claven en la cruz —dijo ahora en voz
más baja, apretando los dientes en un intento de contenerse.
Erol reaccionó al fin dándose cuenta de que lo que acababa de hacer tenía,
como decía Lerac, ese castigo.
—Lo siento, señor, no sé qué me ha ocurrido, pero no volverá a pasar —
dijo Erol disculpándose.
—Ten por seguro que si vuelve a ocurrir, no habrá una tercera vez —
amenazó el supervisor—. Volved a la formación ya.
El suboficial volvió a la parte trasera de la columna, dando la espalda a los
tres muchachos que quedaban en el margen del camino.
—Debemos irnos, Erol —dijo Lerac.
El menor de los hermanos miraba a Olier sin poder contener la impotencia
que sentía. Se le saltaron las lágrimas mientras Lerac ya se encaminaba hacia
la formación tras una breve despedida a su agotado compañero, al que

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aseguró que se verían esa noche en la litera. El joven le confirmó que así
sería, que pondría de su parte para que esa noche volviesen a verse y los echó
de allí como pudo para no ocasionarles más problemas.
Los dos hermanos se dieron la vuelta, dejando a Olier en la cuneta. Erol se
sentía enfermo recordando cómo pretendían abandonarlo a él cuando su
madre murió y solo Kraen hizo todo lo que estuvo en su mano para cuidarlo.
Recordaba cómo él había sido tan insignificante para Amer como ahora era
Olier para todos los demás. Los chicos se incorporaron a las filas de nuevo y
Erol lanzó el que intuía que sería el último vistazo a un Olier vivo que se
descalzaba ahora allí sentado, dejando ver una planta del pie manchada de
sangre y la otra húmeda, mojada por el líquido que un rato antes estaba en el
interior de sus ampollas. No podían culparlo. Andar en ese estado era una
tarea muy muy molesta a la que además había que añadir que portaban las
pesadas corazas, que marchaban a buen paso y apenas hacían un par de
descansos en todo el camino. Lo que les hacían no era un entrenamiento: eso
era un castigo que ni el peor de los esclavos merecía. Los oficiales, sin
embargo, parecían soportarlo con una tranquilidad que Erol no lograba
entender.
Si seguían forzando esas marchas, todos morirían en una semana.
No podía dejar de pensar en Olier. El bastardo de su padre debería haber
estado allí con ellos, caminando con su equipo. Entonces verían si de verdad
él estaba capacitado para soportar lo que el chico había aguantado. Había
dado todo lo que tenía, había exprimido hasta el máximo sus fuerzas, pero no
era capaz de llegar a donde se le pedía. ¿Cómo podía un padre hacer algo así
con su hijo? ¡Maldito fuera, allí donde estuviese!, seguramente sentado en su
hogar, disfrutando de un descanso tras hacer nada durante todo el día.
Olier debía pertenecer a alguna de las familias burguesas de la capital. Por
algún motivo no lo mandaron a servir con la guardia personal de Amer, quizá
porque allí lo tratarían mejor, porque podría sobrevivir o porque sus padres no
lo alejarían de ellos lo suficiente para su gusto. La cuestión era que lo habían
condenado a muerte sus propios padres, pues como pensaba Erol, su
compañero de litera nunca sería capaz de continuar la marcha en ese estado.
Solo esperaba no tener que encontrarse su cadáver al día siguiente, que no
tuviese que morir en un lugar como ese, de una forma tan insignificante y por
algo tan innecesario como marchar sin descanso día tras día, sin siquiera dar
tiempo a los menos adaptados a que se reincorporasen a las filas.
Zúral había observado de un vistazo la escena desde la formación, pero él
no sentía pena por aquel chico incapaz de mantener el ritmo.

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Solo cuando las puertas de madera de la fortaleza se abrieron para dejarlos
pasar, el exhausto grupo de jóvenes pudo al fin respirar aliviado. Habían
conseguido sobrevivir al menos un día más, pero a Erol no era lo que más le
importaba. Se había visto obligado a abandonar a un muchacho, a un amigo
que acababa de conocer hacía un par de días, sí, pero no por ello sentía menos
pena por él. Estaba seguro de que no volvería a verlo con vida y Lerac,
aunque intentaba animar a su hermano, también pensaba lo mismo.
Cuando cayó la noche, Erol había recuperado parte de su ánimo después
de pasar las últimas horas pensando que como la noche anterior, Olier quizás
volvería de un momento a otro. Sin embargo, antes de que llegase Olier,
quien se presentó allí fue Áramer, que tomó asiento en el suelo justo frente a
las camas.
El hijo de Torek supo que por fin conocería los detalles de la batalla que
tanto le interesaba y de la cual Áramer, según decía, estaba plenamente
informado.
—Me alegra que hayas venido tan pronto —saludó Erol—. Al fin podrás
contarme lo que tanto me interesa. He pasado horas pensando en la forma de
conseguir asediar y entrar aquí por la fuerza, pero no se me ocurre nada: las
laderas son demasiado escarpadas para subirlas llevando además escalas o
algún equipo de asedio que permita trepar eficazmente las murallas. Por otro
lado, entrar por el portón principal parece algo imposible si las torres que lo
custodian cuentan con defensores provistos de proyectiles.
Áramer esperó hasta que Erol terminase de exponer sus pensamientos
antes de contestar. Lerac, que descansaba indiferente a la presencia del chico
pelirrojo, no podía evitar sentir cierta curiosidad hacia la conversación que
estaba escuchando y terminó poniendo toda su atención en ella.
—No es una mala observación. Tienes gran parte de razón en lo que has
pensado. Sin embargo, hay una forma de lograr penetrar estas murallas y casi
me atrevo a decir que debe ser la única —empezó a decir el pelirrojo de forma
animada y segura—. La verdadera dificultad que reside en conquistar esta
cima radica justo en lo que has dicho: que es prácticamente imposible subir
estas laderas con equipo de asedio, aunque este solo esté compuesto por un
puñado de escalas ligeras. El portón es, efectivamente, infranqueable con las
torres que lo custodian infestadas de arqueros, pero aun así, hay algo para lo
que ni esta ni ninguna fortaleza del mundo, por altas que sean sus murallas,
está preparada para repeler —prosiguió el chico disfrutando con la intriga que
despertaba en Erol.

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Lerac pensaba en algún tipo de arma de asedio, una especie de onagro de
gran calibre y alcance capaz de lanzar con precisión pesadas rocas contra las
murallas, aunque estas estuviesen en un lugar tan alto. Después de todo, si los
atacantes superaban en mucho a los defensores, una brecha en la muralla
supondría el fin de la batalla para los asediados. Erol estaba visiblemente
excitado, impaciente por oír lo que tanto había ansiado desde que llegó a la
Fortaleza Negra.
—Sin embargo —continuó hablando Áramer—, antes de conocer cómo
cayó la fortaleza, deberíais saber quién la construyó. Sí, creo que os lo contaré
todo desde el principio…

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8. LA BATALLA DE DÚRENHAR

En la época en que la Fortaleza Negra se erigió, el imperio de Laebius aún


estaba a siglos de crearse —comenzó hablando Áramer—. Los clanes de las
distintas tribus se enfrentaban entre sí desde tiempos inmemoriales,
destacando unos por su fiereza en combate y otros por su capacidad de reunir
dinero con el que contratar a estos. El mundo conocido era un lugar inestable,
lleno de continuos conflictos que arrasaban una y otra vez las tierras de labor,
las aldeas y pueblos con todos sus habitantes incluidos. Gracias a estas
guerras, algunas tribus se especializaron en el combate, se centraron en la
formación de mercenarios con los que ganaban poder, dinero e influencia.
Con el paso del tiempo, como es obvio, a algunas tribus les fue mejor que
a otras hasta que finalmente, de entre los mercenarios contratados, dos clanes
destacaron sobre los demás: los puncos y los Tálier, aunque debo pediros que
mantengáis en vuestras cabezas el nombre de una tribu más: los rinhenduris.
Para empezar, los puncos controlaban el norte hasta el borde del bosque
de Trenulk, desde las montañas que cercaban el valle de Mélmelgor hasta
muy al este, más de lo que nadie fue nunca capaz de averiguar.
En el sur estaban los Tálier, gobernando las aldeas pesqueras de la costa
hasta llegar al que hoy en día es conocido como el Río Maldito y hacia el
centro hasta casi el lugar donde hoy en día se encuentra la ciudad fortificada
de Úhleur Thum.
Tálier y puncos se habían enfrentado en tantas ocasiones que llegaron a
conocerse y respetarse hasta cierto punto. Con el tiempo, solo estas dos
facciones fueron capaces de mantener su fuerza a pesar de las innumerables
batallas hasta que, finalmente, sus combates se sucedían por el dominio de la
tierra más que por los intereses de quienes los contrataban.
Los dos grupos estaban formados por excelentes guerreros, pero cada uno
destacaba en algo en particular. La guerra había causado incontables bajas en
ambos bandos, sobre todo entre los Tálier, que solo podían vencer a los
puncos cuando estos se encontraban en clara inferioridad numérica. La
caballería de los Tálier no tenía rival y dependían tanto de ella que no usaban

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infantería, pero los puncos habían creado cuerpos de lanceros muy eficaces
que diezmaban a los jinetes a un ritmo que hizo que los Tálier tuvieran que
cambiar de estrategia.
Los puncos nunca han sido grandes constructores: toda su fuerza siempre
ha radicado en la fiereza de sus soldados y eso es algo que sus rivales
conocían bien. Como consecuencia y para conseguir defender el territorio que
aún controlaban los gobernantes del sur, tuvieron la genial idea de levantar
una serie de fortificaciones con altas murallas donde poder resguardarse y
proteger a los clanes que les pagaban. La estrategia fue mejor de lo previsto
en una época en que los pueblos que contrataban a los Tálier para su defensa,
estaban cansados de ver impotentes cómo los puncos los masacraban una y
otra vez, por lo que ya pensaban en buscar mercenarios que pudiesen cumplir
su cometido con resultados más favorables. La reputación de los Tálier nunca
fue tan baja. Así nació Úhleur Thum, que en tiempos fue una simple fortaleza,
un castillo en el norte del territorio que dominaban los Tálier y que, haciendo
de base avanzada, sería un gran escalón que los norteños deberían rebasar si
querían seguir destruyendo el sur.
Los puncos viven para la guerra, tienen costumbres que les obligan a
matar al menos a dos hombres para poder tener los derechos de su pueblo,
para ser un miembro reconocido del clan. Los jóvenes necesitan la guerra para
tener familias, para poder casarse e incluso para poder comprar propiedades.
Según se dice, las costumbres no han cambiado mucho en la actualidad, por lo
que siempre ha sido un pueblo problemático para sus vecinos y de ahí que
estos tuviesen que contratar mercenarios capaces de diezmarlos, de frenar su
avance.
Los Tálier encontraron la manera de contener a sus enemigos elevando
sofisticadas murallas cada vez más altas, más resistentes, mejor colocadas
para la defensa, y viendo que su estrategia era efectiva, erigieron un cinturón
defensivo compuesto por siete castillos, siete fortalezas que iban desde el este
de la que actualmente es la capital, hasta el sitio en el que ahora nos
encontramos: la Fortaleza Negra. Úhleur Thum ocupaba el eje del cinturón
defensivo y desde allí se controlaban el resto de territorios y fortificaciones.
Los Tálier levantaron sus fortalezas en un tiempo récord, ya que al
principio eran construcciones resistentes pero simples, lo justo para cumplir
su objetivo, y a medida que lo conseguían, reformaban las fortalezas dándoles
más robustez, mejores torres, muros más altos… —explicaba Áramer tan
entusiasmado como si estuviese dando una clase de Historia a un par de niños
—. Si fueron capaces de conseguir algo así, fue gracias a la gran cantidad de

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dinero que acumulaban tras los años de cobros a sus financiadores: los
pueblos costeros que habían conseguido grandes fortunas gracias al comercio.
Además, el sur era la parte más poblada, mucho más que el norte, y los Tálier
contaron con mano de obra suficiente para comenzar todas sus construcciones
a la vez. Así, sus fortalezas, todavía jóvenes, se convirtieron en las
imponentes dueñas de la seguridad del sur.
Los norteños se vieron incapaces de sortear los obstáculos de piedra que
sus rivales habían levantado y al fin la situación comenzó a estabilizarse por
primera vez. Ambos pueblos llegaron a un pacto de no agresión que sabían,
solo sería una tregua que les serviría para plantear estrategias nuevas con las
que aplastar a sus oponentes.
Durante esa época, el sur prosperó. El comercio se hizo más intenso, los
cultivos poblaban las antiguas zonas de batalla, los pueblos que se habían
levantado más al norte, antaño abandonados por el peligro que suponía
habitarlos, ahora volvían a recuperar sus antiguos habitantes y en Úhleur
Thum, la fortaleza que controlaba todo ese territorio, se asentó la nueva clase
dominante de los Tálier, la familia más importante del clan que pasó a
convertirse en la dinastía de la que desciende ahora Laebius y gran parte de la
chusma que habita la capital —dijo Áramer provocando una fea mirada por
parte de Lerac que, sin embargo, no dijo nada.
El norte, por el contrario, fue arrasado y prácticamente aniquilado por los
puncos que ya no actuaban como mercenarios sino movidos por sus
costumbres y la necesidad de sangre que estas exigían. Los pueblos que aún
quedaban con vida emigraron hacia el sur, dejando atrás una tierra vacía en la
que nadie era capaz de adentrarse. Los puncos se convirtieron así en reyes de
un vasto y deshabitado territorio en el que, sorprendentemente, prosperaron
hasta límites que nadie creía posibles. Mostraron ciertos aires de civilización
al interesarse por temas como la agricultura o la ganadería que se extendía
entre sus pueblos, lo cual aunque necesario para ellos, no era común.
En aquella época, un agricultor era la clase más baja de entre el pueblo
punco, dominado por una jerarquía en la que el guerrero más fuerte tomaba el
mando. Esa tradición aún se mantiene hoy en día.
—¿Y qué pasa con los rinhenduris? —preguntó un impaciente Erol—.
Antes has dicho que eran tres las tribus a tener en cuenta pero solo has
hablado de dos de ellas.
Lerac permanecía atento al relato del que solo conocía una pequeña
porción de la historia de los Tálier que, después de todo, eran los que crearon
su ciudad natal y también la familia con la que su padre estaba enfrentado.

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—No te preocupes, Erol, voy a contarte lo que te he prometido —
respondió Áramer antes de proseguir.
Como os estaba diciendo antes —continuó hablando el pelirrojo—, la
situación consiguió al fin estabilizarse y los distintos pueblos pudieron vivir
en paz durante más de cien años. Fue entonces cuando desde el valle de
Gúradiel, el que vosotros llamáis Mélmelgor, comenzaron a llegar rumores de
que una nueva tribu, más fiera que ninguna otra vista con anterioridad, estaba
arrasando los pueblos que hasta entonces habían vivido pacíficamente allí, sin
formar parte en las guerras del otro lado del Río Maldito. De repente, miles de
personas cruzaban el vado de Esla en busca de protección entre las murallas
de los Tálier, pero allí no encontraron más que la misma muerte de la que
pretendían huir en vano. Los rinhenduris habían salido de las profundidades
del bosque de Trenulk con un enorme ejército que arrasaría el valle de
Mélmelgor primero, y el resto del oeste después. Sus soldados portaban armas
increíblemente pesadas y recias de un tipo que nunca se había visto antes.
—¿Qué armas? ¿Te refieres a que no eran espadas o lanzas? —preguntaba
entusiasmado Erol ante la atenta mirada de su hermano.
—Sí, sí que eran espadas, pero era su tamaño lo que impresionaba. Esas
espadas pesaban una monstruosidad, al menos doce kilos según contaban.
Algunas, incluso más —paró un instante para recordar—, y aun así los
soldados rinhenduris las manejaban como si fuesen espadas convencionales.
Eran un pueblo muy fuerte, acostumbrado a la batalla y bien equipado para
todo tipo de combate, ya fuese contra infantería o caballería. No importaba
que les atacasen unidades montadas porque las proporciones de sus armas,
más altas que cualquier hombre y con una robustez exagerada, les permitían
desmontar a los jinetes con facilidad.
Áramer se detuvo un instante para observar cómo sus dos oyentes se
maravillaban con la historia que estaba contando. Eso le insuflaba ganas de
proseguir, pero cuando se dispuso a hacerlo, la voz de Erol lo interrumpió de
nuevo.
—No importa que tus armas sean pesadas —comenzó diciendo—, no
puedes detener una carga de caballería sin contar con piqueros. Tal vez
pudiesen enfrentarse a los jinetes, pero no detener su carga.
Áramer se impacientaba cuando Erol le interrumpía y así lo demostró el
gesto de desesperación de su cara, que no se molestó en ocultar.
—Deja que termine de explicarte cómo sucedían las cosas antes de sacar
conclusiones, por favor —pidió el chico después de soltar un sonoro
resoplido.

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—Lo siento. Continua, por favor.
—Bien. Como iba diciendo, sus armas les permitían combatir en cualquier
tipo de situación, o eso se creía. Los Tálier no sabían nada de este nuevo clan
y tras casi cien años dominando la parte civilizada de la tierra conocida, se
creían, y de hecho eran —confirmó— los amos de ese territorio, por lo que
debían protegerlo. Así, el que por entonces dirigía a la casa Tálier, el Rey
Táscolo, descendiente directo del general que mandó construir Úhleur Thum,
cuyo nombre se tragó el tiempo, decidió que era el momento de pararle los
pies a ese nuevo pueblo que estaba exterminando todo rastro de vida que
encontraba a su paso. Por ese motivo, reunió el mayor ejército hasta entonces
visto: treinta mil hombres y casi siete mil jinetes: la élite que los Tálier habían
estado preparando durante décadas para enfrentarse a los puncos cuando fuese
que la tregua se rompiese de nuevo.
—¿Y qué pasó? —preguntó esta vez un impaciente Lerac que llevaba la
mayor parte del relato incapaz de seguir mostrándose indiferente.
—Pues pasó lo que tenía que pasar —espetó sin más Áramer, observando
las caras de sus oyentes.
La tensión se palpaba en el ambiente y se podía ver sin dificultad que los
muchachos no tenían ni idea de todo lo que estaban oyendo, que no conocían
esa historia hasta que habían comenzado a contársela en ese preciso
momento. Áramer los miró a uno y a otro alternativamente y entonces,
cuando creyó que ya era hora de proseguir, habló de nuevo.
—El ejército Tálier al completo fue masacrado. No hubo ningún
superviviente que pudiese contar lo que había ocurrido y Táscolo, que no
estuvo presente en el combate, se enteró del resultado días después cuando
tras no recibir noticias de sus generales, mandó mensajeros a comprobar la
situación de su ejército. El panorama que se encontraron los mensajeros era
desolador. Había decenas de miles de cadáveres y ninguno era de los soldados
rinhenduris.
—Eso es imposible —sentenció Lerac recostándose de nuevo en su cama,
volviendo a la indiferencia mostrada al principio del relato—. Nadie
derrotaría un ejército así de grande sin sufrir cuantiosas pérdidas durante la
batalla. Lo que dices es que esa tribu estaba compuesta por soldados no solo
hábiles en el combate, sino también inmortales.
Áramer fue a defenderse, pero Lerac volvió a hablar antes de que lo
hiciese su compañero.
—He de confesar que has atraído mi atención durante un momento, pero
te has pasado inventando cosas y has llegado a un terreno que dudo que tú

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mismo creas —sentenció mirando de reojo a Erol.
Áramer enarcó las cejas de forma casi imperceptible antes de proseguir su
relato.
—No he dicho que fuesen inmortales —dijo atrayendo de nuevo la
atención de los dos hermanos—, al parecer, se llevaban a sus muertos… a
todos sus muertos.
Erol ya había escuchado antes historias parecidas a esa. Las velkra
también blandían armas monstruosas y se llevaban a sus muertos después de
cada batalla.
El hijo de Torek fue a preguntar de nuevo cuando la mano alzada de
Áramer, que intuía la nueva interrupción del chico, le detuvo sin necesidad de
que dijese nada.
—No tengo ni idea de por qué se los llevaban y dudo que alguien lo sepa,
pero la cuestión es que nadie vio nunca un cadáver abandonado de un soldado
rinhenduris. Eso les dio la fama de inmortales aunque estaba claro, según se
afirmaba desde los pueblos que se habían enfrentado a ellos, que sí podían
morir heridos por armas convencionales.
—¿Dónde se supone que se produjo esa batalla? —preguntó Lerac.
—¡Dejad de interrumpirme de una vez! —pidió Áramer incapaz de
contener su enfadado—. Cuando acabe mi historia podréis preguntarme lo
que queráis, pero es imposible terminar si no paráis de hablar. Tendremos que
irnos a dormir antes de que acabe si seguís así —aseguró.
Los hermanos se miraron. Áramer era un tipo raro, pero era innegable que
sabía mucho de la historia antigua y aunque lo que oían sonara más o menos
convincente, les extrañaba no haber escuchado antes acontecimientos tan
importantes como los que ahora les estaba narrando.
—Después de aquella derrota, Táscolo decidió pasar a la defensiva y
encerrarse tras las murallas que habían construido los miembros de su pueblo
hacía ya tanto tiempo con el fin de protegerse de los puncos. Según
avanzaban los invasores, la velocidad a la que se movían indicaba que no
portaban armas de asedio y el viejo rey esperaba que eso jugase a su favor.
Quizá aquel pueblo salido de Trenulk tenía el mismo defecto que los puncos y
los asedios no eran su punto fuerte. Si era así, tal vez pudiese repelerlos y
causarles las bajas suficientes para que se replanteasen su presencia allí —
continuaba hablando con calma—. Sin embargo, las cosas no fueron
exactamente como Táscolo pensó: los rinhenduris no eran como los puncos.
La tribu del oeste llegó como una marea alta sobre un castillo de arena,
invadiendo las murallas de las fortalezas Tálier una tras otra. Todos los

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bastiones fortificados que con esmero habían construido los antepasados del
rey fueron cayendo uno tras otro, tomados en batallas que duraban solo unas
horas.
Lerac y Erol se morían de ganas por preguntar cómo ese pueblo
conquistaba fortalezas en solo un día sin llevar armas de asedio consigo, pero
sabían que el cupo de preguntas ya estaba hecho y que si querían que su
compañero siguiese contando la historia, debían esperar a que llevara su
relato hasta ese punto en concreto.
—Finalmente —continuó hablando el pelirrojo—, el rey se vio
sobrepasado por los salvajes, que no respondían a sus intentos de negociación
y si lo hacían, era mandando de vuelta al jinete sin cabeza que había sido
enviado para transmitir la oferta. Táscolo se encerró aquí, en Dúrenhar, por
ser la fortaleza mejor protegida de todo su territorio, superando incluso a la
capital, que se suponía era la mejor capacitada para aguantar un asedio. Creía
que aquí estaría a salvo de los rinhenduris y sus mortíferas espadas que
partían hombres en dos con la facilidad con que se parte una pera bien
madura. Se encerró en la Fortaleza Negra con sus mejores soldados, los más
fieles, los únicos que le quedaban…
Áramer disfrutaba viendo las caras rebosantes de curiosidad de los dos
hermanos, incluso Lerac, que había intentado resistirse un par de veces al
encanto de su relato. Se detuvo un momento para alargar la tensión, los
observó a los dos y por fin se decidió a contar el desenlace de la que había
sido la batalla que propició toda la clase de historia que Áramer, a modo de
improvisado profesor, estaba dando a sus oyentes.
—… Pero no fue suficiente. Los rinhenduris penetraron en la fortaleza
con la misma facilidad con la que habían entrado en todas las demás,
destrozando hombres, mujeres y niños a su paso. El rey Táscolo se lanzó
desde lo alto de la torre de piedra que hay en el centro de esta fortaleza, desde
donde pudo ver a sus hombres huir en cuanto observaron que el invencible
ejército rinhenduris se aproximaba. Hubieran luchado contra cualquiera, pero
sabían que no podían guarecerse de la muerte que sus enemigos portaban con
ellos… los temibles záiselars o, en el nombre que pusieron con el idioma de
los Tálier, que después de todo es el vuestro —explicó de forma innecesaria
—, los dragones de Trenulk.
—Espera, espera… —pidió Lerac incrédulo—, ¿hablas de los dragones de
las mitologías? ¿Los que vuelan y escupen fuego?
Erol asintió ante la mirada de Áramer, como confirmando que él tenía la
misma duda.

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—No, Lerac, no son ese tipo de dragones. Los záiselars son solo lagartos
enormes sobre los que montaban algunos rinhenduris.
—Lagartos enormes —confirmó Lerac para sí mismo pensando en la
tontería que acababa de oír—. ¿Sabes? Te has vuelto a pasar de imaginación,
Áramer. Te crees todo lo que oyes, según parece —dijo antes de volver a
recostarse en su cama, de la que se había vuelto a incorporar
inconscientemente en algún momento del relato.
—No me estoy inventando nada, Lerac —respondió Áramer ofendido—.
Los záiselars subieron por las murallas de esta fortaleza con la facilidad con la
que un gato sube por el tronco de un árbol, y con sus jinetes a lomos,
limpiaron las torres defensivas que guardan el portón, permitiendo que el
resto del ejército penetrase las defensas.
Erol estaba totalmente inmerso en el relato que oía, estupefacto
asimilando la información que acababa de entrar en su cabeza y que tenía la
certeza de que ya nunca saldría.
—No tiene sentido, Áramer, perdona que dude, pero es que no tiene
ningún sentido. Aunque fuese verdad que tus lagartos existiesen y que los
malditos rinhenduris esos los cabalgasen, ¿has visto la altura que tienen esas
torres? ¿Has visto la explanada que hay delante de ellas? Los arqueros de las
torres dejarían llenos de agujeros a tus lagartos antes de que pudiesen escalar
ninguna muralla.
—Sí, eso sería posible si no fuera porque llevaban armaduras, como las
que llevan los caballos de la guardia imperial, con gruesas cotas de malla.
Además, al parecer esos lagartos contaban con una piel callosa muy difícil de
penetrar. Piénsalo bien, Lerac. La caballería de la guardia imperial es muy
lenta, pero prácticamente imbatible porque no dejan ningún hueco sin
proteger. ¿Te has parado a pensar en la fuerza que debe tener un lagarto tan
grande como para que un hombre lo monte? Sus jinetes iban blindados por
completo y ninguna flecha podía acabar con ellos. La prueba la tienes en que
destrozaban las fortalezas que encontraron a su paso en un solo día. No hay
otra forma de conseguir eso. Ya has visto dónde se levantan estas murallas,
esto es inconquistable de otra forma.
—Áramer, no quiero ofenderte, pero ya he oído bastantes fantasías como
para dormir hoy teniendo sueños extraños. No creo ni que tu historia sobre
este clan sea real, mucho menos voy a creer que existan animales como los
que dices sueltos por Trenulk —concluyó Lerac dando la espalda al narrador
de la historia, disponiéndose a dormir.

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—Tú no has estado cerca de Trenulk, Lerac —dijo Erol con voz firme—,
no tienes ni idea de lo que puede habitar allí adentro junto con las velkra, pero
yo sí que he estado cerca de sus lindes y he escuchado sonidos procedentes
del interior del bosque que te helarían la sangre. No creas que Trenulk es
como el resto de cosas que has visto, porque nadie ha entrado allí a
comprobar qué seres viven de verdad en su interior y cuales son ficticios.
—¿En serio vas a creerte esa historia? —preguntó Lerac mirando tras
volver a darse la vuelta en la cama.
—Sí. Creo que puede ser real y seguiré creyéndolo hasta que entre en
Trenulk y compruebe que tales dragones no existen.
Lerac abrió los ojos de par en par antes de volver a girarse en la cama para
dar la espalda a sus acompañantes. Había tenido suficiente.
—Estáis enfermos los dos —aseguró.
Sus compañeros no le hicieron caso. Se alejaron un poco de allí para no
interrumpir su descanso y siguieron hablando en el suelo, al lado de una litera
que permanecía vacía.
—¿Hay algo más que quieras contar, Áramer? —preguntó Erol queriendo
más.
—Solo decirte que es gracias a esos soldados y algunos otros que se
escaparon de otras fortalezas que esta historia se conoce, a pesar de los
esfuerzos que los Tálier supervivientes han hecho siempre por ocultarla y,
según veo en vuestro caso, no lo han hecho tan mal. No soy ningún cuentista,
Erol —aseguró el pelirrojo—. El relato de hoy es cierto, mi pueblo siempre ha
mantenido esta historia presente a pesar de que en muchas partes se
desconoce o se tiene como un simple mito. Esta fortaleza ni siquiera es
conocida por la mayoría de habitantes del imperio. Los Tálier no quieren que
se sepa que este, el que una vez fue el símbolo del poder de su familia, fue
arrasado por completo en solo un día de batalla.
—Sí, tiene cierta lógica lo que dices, pero es difícil conseguir que algo así
se oculte durante tanto tiempo y con tanta eficacia.
—No es tan difícil si se queman los escritos y se prohíbe bajo pena de
muerte hablar de dicho incidente durante varias décadas. Al final a la gente se
le acaba olvidando lo que no le interesa recordar —aseguró Áramer.
—Puede ser… Bueno, imagino que aún no has terminado de contarme
todo. ¿Qué pasó con los rinhenduris después de conquistar esta fortaleza? ¿Y
con los puncos? ¿También ellos se vieron inmersos en la refriega?
—Los puncos nunca se enfrentaron a los rinhenduris. Según parece,
evitaron el combate por todos los medios subiendo hacia el norte y

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abandonando los pueblos que se quedaban atrás. Al final se encerraron entre
Trenulk y el vado de Esla, que es donde hoy siguen asentados, y no salieron
de allí hasta que los rinhenduris se marcharon de nuevo, que fue poco
después.
—¿Se marcharon? ¿A dónde? —preguntó de nuevo Erol.
—Eso nadie lo sabe con certeza. Solo se sabe que después de conquistar
la Fortaleza Negra permanecieron aquí poco tiempo antes de volver a las
profundidades de Trenulk, de donde no han vuelto a salir. No siguieron
avanzando ni hacia Úhleur Thum ni hacia el norte en busca de los puncos —
explicó Áramer encogiéndose de hombros.
—Estoy pensando en lo que has dicho antes de los cuerpos rinhenduris, lo
de que se los llevaban de los campos de batalla —comenzó a exponer Erol—
y, ¿sabes qué? —preguntó de forma retórica.
—Que las velkra hacen lo mismo —respondió Áramer sin dar tiempo a su
compañero a que prosiguiese.
Erol se quedó mirándolo sorprendido por cómo había adivinado lo que iba
a contarle, aunque en cierto modo, si conocía su nombre e historias como la
de esa noche, suponía que debía saber muchas más cosas que todavía se
reservaba. No tenía ni idea de dónde había salido ese chico, pero desde luego
era alguien muy interesante.
—Sí, eso es exactamente lo que iba a decirte —confesó Erol unos
segundos después de que hablase su compañero—. ¿Tienes algo más que
contarme sobre eso?
—Sabía lo que ibas a decirme —confirmó—. Puedo contarte que, según
tengo entendido, las velkra son una parte de la misma tribu que atacó este
lugar. Puede que se disgregaran por todo el bosque y la parte que conforma
las velkra se quedara cerca del valle para seguir con sus saqueos o controlar lo
que pasaba fuera de Trenulk. Desde luego, fuera para lo que fuese, llevan
mucho tiempo atemorizando a la gente del valle y si algo mantiene
Mélmelgor aun hoy en día habitado, no es más que la codicia, que es más
fuerte que el propio miedo a la muerte en muchas ocasiones, y renunciar a las
minas y excelentes tierras de labor del valle es algo que no cualquiera está
dispuesto a hacer —aseguró Áramer—. A parte de eso, poco más puedo
contarte ya de los rinhenduris, puesto que se desvanecieron, como ya te he
dicho, entre la espesura del bosque de una forma tan fugaz como cuando
aparecieron para arrasarlo todo. Solo sé que nadie intentó detenerlos cuando
bajaron de esta colina para hacer el camino de vuelta hacia Trenulk.

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El pelirrojo hizo una pausa en la que observaba las reacciones de Erol,
esperando una nueva pregunta suya.
—Si hay algo más que quieras saber, no dudes en preguntar —ofreció
ante su silencio.
Erol se detuvo a pensar un momento. Tenía la oportunidad de informarse
bien no solo de la historia antigua de aquel lugar sino, probablemente, de
muchas más cosas que el pelirrojo aún guardaba para sí. Por lo demás, creía
haber comprendido y asimilado todo cuanto había oído sobre la Fortaleza
Negra, los rinhenduris y demás tribus y territorios. Erol se levantó dispuesto a
despedirse del pelirrojo y recostarse en su litera cuando una duda asaltó su
mente, haciendo que tuviese que formular la última pregunta que le quedaba
para satisfacer su inmensa curiosidad.
—¿Qué sabes del chico que habló ayer delante de toda la sección, ese que
no es mayor que yo y que decía que fue su tribu la que arrasó este lugar?
Áramer no se sorprendió ante la pregunta, ya que incluso él tenía
curiosidad por el joven del que hablaba Erol. El pelirrojo se llevó una mano a
la barbilla en un gesto que delataba la búsqueda de información que se estaba
produciendo en su cabeza. Pasaron unos instantes antes de que contestase.
—No sé nada sobre él, la verdad. No le había visto antes y no conozco ni
su nombre, pero puedo decirte que no le creo. Los rinhenduris no mandarían a
nadie a formar parte de este ejército, ni siquiera sabemos si aún existen y
tampoco creo que ellos supiesen de la existencia de este cuerpo —comenzó
explicando—. Lo más probable es que conozca la historia de Dúrenhar, al
igual que yo, y solo haya querido poner tenso a Rhael o hacerse respetar
diciendo tales barbaridades, pero sinceramente, no creo que de veras
provenga de Trenulk ni mucho menos —respondió con aparente sinceridad el
joven.
—Gracias, Áramer. Esta conversación me ha servido de mucho, de
verdad.
—De nada, Erol. Nos veremos mañana en la marcha —se despidió
Áramer desperezándose.
Erol comenzó el camino de vuelta hacia su litera, pero apenas dio un par
de pasos cuando se giró y llamó de nuevo al pelirrojo, que ya se alejaba en la
dirección contraria.
—Áramer —llamó Erol a su compañero, que se giró para escucharlo—,
ese muchacho del que hemos hablado… su nombre es Zúral.
Inmediatamente después, el hijo de Torek prosiguió su camino, dejando
atrás a un confuso Áramer que no contaba con que Erol tuviera esa

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información. Erol se encaminó hacia su litera sin volver más la vista hacia
atrás. Caminaba entre el tumulto de jóvenes que ya se iba dirigiendo hacia sus
correspondientes catres hasta que al fin llegó al suyo propio, donde la cama
de Olier permanecía vacía. Un sentimiento de profunda tristeza le recorrió el
cuerpo, pero en el fondo sabía desde hacía horas que encontrarse aquella
cama vacía cuando fuese a acostarse, era lo más probable. Solo esperaba que
si su compañero había muerto no hubiese sido de la terrible forma que le
describió Olier la noche anterior cuando habló del joven destripado por los
lobos.
Al día siguiente, durante la marcha, comprobarían para bien o para mal
cual había sido el destino del su compañero de litera. Lerac parecía dormir
plácidamente, aunque todavía no era muy tarde y los supervisores no habían
dado tal orden. Tampoco hacía falta: la mayoría de reclutas estaban
exhaustos.
Erol limpió bien la herida de su pecho, cuya sutura parecía ya sólida sin
necesidad de hilo alguno. Tenía buen color y de momento no le dolía en
absoluto. Quizá era el momento de visitar el barracón médico y que le
quitasen aquellos puntos de una vez. Lo haría el próximo día cuando llegase
de la marcha. Lo importante en ese momento era dormir y estar lo más
descansado posible para afrontar el día siguiente.

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9. SECCIONES COMPLETAS

Con la llegada del amanecer, la rutina de las últimas jornadas se repetía. Era
el tercer día de marchas forzadas y al salir de la fortaleza para comenzar el
camino, el hedor de los cuerpos en descomposición de los reclutas que no
habían superado las dos primeras jornadas comenzaba a hacerse patente en el
ambiente. Olier no había vuelto a la cueva en toda la noche y Erol se temía lo
peor. No tardaron mucho en llegar hasta el sitio donde la tarde anterior el
chico se había detenido a descansar. Erol ni siquiera miraba hacia ese lado del
camino, a diferencia de su hermano, que desde hacía un rato buscaba sin cesar
algún rastro de él. El hijo de Torek mantenía la vista al frente, hacia la espalda
de su oficial procurando no desviarla: no quería ver más cuerpos a medio
devorar de los que hasta hacía unos días habían marchado junto a él. Lerac
bajó la cabeza al fin, delatando así que había logrado su objetivo.
—Erol… —comenzó diciendo.
—Ya lo sé —respondió este sin dejar de mirar hacia delante.
Olier estaba muerto. Estaba claro que no sobreviviría toda la noche allí
teniendo en cuenta lo cansado que estaba. Si los lobos habían ido a por él, no
habría tenido fuerzas ni siquiera para defenderse contra ellos, sobre todo
teniendo en cuenta que las armas que portaban eran también muy pesadas.
Fuera como fuese su muerte, Erol no quería saber nada de ella. Continuó la
marcha concentrándose en mantener el ritmo y sus propios pensamientos
volando lejos de esa cuneta.
Un poco más adelante, el chico que el día anterior permanecía con su
hermano en un lado del camino, estaba degollado de una forma poco
profesional. Estaba solo, lo que probablemente significaría que el joven se
habría sacrificado para evitar que su hermano permaneciese con él y acabase
sufriendo el mismo destino que a él le estaba reservado. Ese día de marcha
fue el más duro de todos. Durante toda la jornada, el olor a muerte no salió ni
un instante de las fosas nasales de todos los miembros de la sección, ya fuese
por la cantidad de cadáveres o porque el desagradable olor se les había
clavado profundamente en sus mentes.

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Si algo tuvo de bueno ese día fue que cuando volvieron a la fortaleza,
ningún recluta más parecía haberse quedado en el camino. Habían cumplido
tres días enteros de marcha, pero al fin parecía que el resto de reclutas eran
capaces de continuar con el ritmo que se les exigía. Al llegar a la fortaleza,
Rhael se detuvo a decir algo a su sección.
—Muchachos —comenzó hablando—, hoy por fin tengo a mi sección. Sé
que muchos de vosotros habéis perdido compañeros por el camino y que otros
tantos estáis al borde de vuestras fuerzas, pero necesitaba filtrar, por duro que
os parezca la expresión, a todos los que no daban la talla.
Se detuvo un momento a observar la reacción que sus palabras estaban
teniendo entre sus filas antes de proseguir.
—Puede que os parezca un hijo de perra desalmado por no haber
permitido a los rezagados ser ayudados por sus compañeros, descansar y
reagruparse con nosotros cuando estuviesen mejor, pero tened en cuenta que
en un futuro, es posible que hagamos estas marchas para escapar de algún
ejército enemigo y si alguno no es capaz de mantener el ritmo, el enemigo lo
capturará y entonces su muerte no será menos cruel que la que han encontrado
esos desgraciados en estos tres días —continuó hablando con seriedad—.
Todos los que estáis aquí, delante de mí hoy, sois dignos de convertiros en
verdaderos soldados. Las corazas que lleváis hubieran destrozado a la
mayoría de la nueva guardia de Amer, pero no a vosotros. Estoy seguro de
que si esos niños mimados hubiesen sido los que estuviesen aquí en vuestro
lugar, ahora no dispondría más que de un puñado de soldados… —hizo una
pausa.
Algunos de los reclutas sonrieron ante las palabras de su oficial. La
mayoría de ellos ya se sabían más fuertes que los vástagos de la aristocracia
de la capital. Después de todo, muchos de los chicos que estaban en la sección
ya habían combatido contra rebeldes de sus tribus o ejecutado a algún ladrón
o asesino. Algunos de estos clanes aún tenían la antiquísima costumbre en la
que dos jóvenes podían batirse en duelo para arreglar sus diferencias de forma
rápida y efectiva, por lo que la violencia era algo que corría por su sangre
desde pequeños.
—Por lo tanto —prosiguió Rhael—, mañana os podréis tomar el día libre
y descansar, reposar los pies y preparaos para lo que vendrá al día siguiente,
que será cuando los fuertes de verdad terminaréis exhaustos.
Un leve murmullo se levantaba entre las filas de la sección donde los
jóvenes comentaban con orgullo el merecido descanso que se habían ganado.

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—Dicho esto —continuó Rhael—, podéis marcharos de una vez de mi
vista. Esta noche tendréis una buena ración de vino en el comedor para todos
aquellos que la soliciten. ¡Disfrutad! —dijo a modo de despedida.
Rhael se dio la vuelta acompañado de sus dos supervisores, con los que
mantenía una animada conversación que nadie más que ellos escuchaban.
Entre los jóvenes había un ambiente de júbilo donde todos celebraban que la
primera fase del entrenamiento estuviese superada. Ahora sí eran una unidad
en potencia donde todos los miembros estarían a la altura unos de otros.
Zúral no andaba lejos, con su cara de impasividad tan característica. La
mayoría de jóvenes no habían perdido amigos durante los días de marcha, por
lo que se veía. Los voluntarios que habían enviado las tribus estaban sin duda
en muy buena forma física, al contrario de lo ocurrido con muchos de los
chicos que la capital había proporcionado.
Erol aprovechó el descanso para dirigirse a la enfermería, donde se
encontró con el mismo médico que le atendió el día que llegó a la fortaleza.
Este le confirmó que su herida estaba bien y le acabó quitando el hilo que
hasta entonces le había estado uniendo la brecha evitando que se volviese a
abrir. El médico cortó el nudo hecho en el filamento y con cuidado tiró de él
hasta que, provocando una mezcla de dolor y cosquillas en la carne del chico,
acabó por extraer completamente el hilo. La brecha estaba unida a la
perfección y pese a que aún quedaba herida y la costra era de buen tamaño, la
unión parecía sólida.
Erol se había curado muy deprisa, y en gran medida, la culpa de aquello la
tenía el galeno que lo curó antes de llegar a la fortaleza. El médico aplicó una
cataplasma a la herida y dijo al chico, que estaba visiblemente desanimado,
que sería la última vez que esa herida requeriría de cuidados médicos.
Terminaría de recuperarse manteniendo la costra limpia y seca hasta que se
cayese sola.
El hijo de Torek salió de allí pensando en Olier. Desde que lo dejaron allí,
al lado del camino, sabía que nunca sería capaz de volver por sí mismo a
Dúrenhar. Haber tenido esa certeza y haberlo dejado allí aun sabiendo las
consecuencias que eso tendría para él, le estaba provocando un cargo de
conciencia que no lo dejaba vivir en paz.
Lerac parecía no llevarlo del todo mal, aunque quizá solo quería aparentar
que estaba bien para que Erol no se sintiese tan culpable. Es posible que si
hubiese seguido con él ahora no fuese más que el primer crucificado de la
segunda sección, que era la que Rhael lideraba, pero pensar en eso no le hacía
sentir mejor: había dejado morir a una persona indefensa y eso lo estaba

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matando también a él. Erol recordaría esa decisión durante el resto de su vida,
para bien o para mal. Ya no importaba que le diese más vueltas, el resultado
no cambiaría en absoluto. Pensando en ello, se dirigió hacia su cama en la que
pensaba descansar hasta que el sueño pesase más que su sentimiento de
culpabilidad. Solo entonces podría evadirse durante unas horas del recuerdo
del día anterior que tanto le atormentaba.
Esa noche hacía frío en el exterior del refugio de piedra, pero los guardias
del portón permanecían impasibles, siempre vigilantes ante la posible llegada
de algún enemigo que allí, en medio del territorio imperial, no existía. La
guardia estaba al servicio de los oficiales de las secciones, formando una
especie de tropas auxiliares que velaban por el cuidado de la fortaleza, de los
muchachos que componían los Escudos Negros y, además, acompañaban a
estos en las marchas para proveerlos de agua o cualquier cosa que necesitaran.
Erol descansaba en la litera inmerso en sus pensamientos; el hijo de Kraen
permanecía desaparecido entre la algarabía de jóvenes que celebraban el día
de descanso. No lo vio durante un buen rato, pero no le preocupaba que
estuviese por ahí. Lo más probable era que anduviera acompañado de Áramer
y estaba seguro de que ambos eran capaces de cuidarse solos. El chico se
durmió pronto pese al escándalo que había montado en el interior de la cueva,
donde los reclutas reían a carcajadas. Era extraño, pero a pesar de la
diversidad de tribus allí representadas, todos parecían llevarse bien.
Aparentemente, las rencillas y enfrentamientos que los clanes tuvieran
antes de la creación del imperio habían quedado ya olvidadas, redirigiendo
todo ese antiguo rencor hacia la capital. Algunos jóvenes, los menos,
permanecían solos en sus catres sin relacionarse con los demás. Lerac debía
tener cuidado de no encontrarse con algún muchacho con ganas de bronca que
además supiese de dónde provenía. La advertencia de Zúral estaba muy
presente en la cabeza de Erol, pues como bien le había dicho, los jóvenes con
sangre de la capital del imperio podían llegar a pasarlo muy mal allí. Por otra
parte, la mayoría de los reclutas parecían disciplinados y el miedo a la cruz
quizá alentaría al más osado a no meterse en problemas con los chicos de la
capital que, después de todo, también eran sus compañeros.

Erol se despertó cuando todos parecían dormir aún y ya sin sueño se levantó
para asearse un poco y salir a ver qué día hacía en el exterior. Se vistió
dejando su equipo militar atrás y subió la ligera pendiente que llevaba desde
el interior de la sala de piedra hasta la boca que conducía al exterior.

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El sol aún no había salido del todo, pero el horizonte clareaba ya por la
llegada del astro que dentro de poco iluminaría las negras piedras de la
fortaleza. Estaba observando el cielo cuando escuchó ruido de armas no lejos
de allí. El viento transportaba el sonido con una nitidez perfecta y decidió
seguirlo en busca de quien fuera que estuviese rompiendo la calma de la
mañana.
El metal se oía entrechocar con violencia cerca del tramo de muralla que
estaba siendo reparada cuando se encontró por primera vez con el oficial
rubio que tanto le imponía. Distinguió dos figuras de tamaños muy diferentes
que se enfrentaban con furia bajo los suaves tonos anaranjados del amanecer.
Durante un momento, Erol pensó que se trataba de alguna pelea entre dos
miembros de clanes distintos que esperaban zanjar así alguna discusión
nocturna, y no estaba dispuesto a intervenir. Si aquellos salvajes querían
matarse, que lo hiciesen. Después de todo, él no tenía nada que ver con ellos
ni le importaba mucho que alguno resultase herido o muerto.
El chico se acercó a los combatientes que con furia buscaban golpear a su
rival, ambos armados con las espadas y protecciones de entrenamiento que
Rhael les había procurado hacía ya unos días. No tardó mucho en distinguir la
figura de Zúral enfrentándose al que parecía ser su inseparable compañero de
enorme estatura. Juzgando las apariencias, el más pequeño de los
contrincantes parecía demasiado débil al lado de un luchador de semejante
envergadura, y aunque pudiese ser más ágil que su rival, no tendría la fuerza
necesaria para derribar a esa mole armada que sorprendentemente, blandía la
espada con una increíble rapidez. Aquel chico daba la apariencia de ser más
bien torpón de movimientos, pero estaba claro que en su caso, era solo
apariencia.
El hijo de Torek seguía avanzando hasta que no quedó más que a unos
diez metros de los luchadores que, a juzgar por el cansancio, debían llevar un
buen rato enfrentándose ya. Ninguno de los dos miró al recién llegado y este
creyó que quizás había pasado desapercibido para ellos. Les observaba
fascinado, sorprendido de que alguien pudiese luchar con semejante
habilidad. Cualquiera de esos dos podía destrozar al mejor de los guardias
imperiales allí presentes, incluso a los veteranos del ejército con los que él
mismo se había enfrentado en alguna ocasión mientras vivía en la capital y
entrenaba con Lerac.
Erol no perdía detalle de cada movimiento. El gigantón intentaba con
todas sus fuerzas golpear a su rival, pero este le esquivaba una y otra vez con
una habilidad sorprendente hasta que, tras bloquear un mandoble que le

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llegaba desde arriba, Zúral desvió la espada de su rival y con un giro sobre sí
mismo que lo colocó a la izquierda del gigantón, logró descargar un golpe
fortísimo sobre la protección en la espalda de su contrincante, que se
desplomó en el suelo lanzando un sonoro quejido de dolor.
—Muy bien, Gurath. Estas mejorando a buen ritmo —dijo Zúral
tendiendo la mano a su compañero para ayudarle a levantarse—. ¿Quieres
probar ahora tú, Erol? —dijo el menos corpulento de los luchadores, que aún
no había mirado a Erol en ningún momento.
El chico se lo pensó antes de responder. No estaba seguro de si el ridículo
que haría enfrentándose a ellos le compensaría lo que aprendería del combate.
—Claro —respondió Erol sin pensárselo—. ¿Voy contra ti?
—Primero vosotros dos. Después lucharéis juntos contra mí, si te parece
bien —ofreció Zúral.
Erol asintió antes de ponerse delante del gigantón empuñando la espada y
vistiendo la coraza que Zúral había usado instantes antes. El adversario que
tenía delante no imponía menos a pesar de estar ya visiblemente desgastado
por las luchas previas contra su compañero. De todos modos, Erol estaba
seguro de que por muy cansado que estuviese el tal Gurath, vencer no iba a
serle nada fácil.
Los dos se observaban esperando que el otro hiciese algún movimiento
que indicase el comienzo de la batalla, pero ante la impasibilidad del más
novato, el grandullón arremetió con furia contra él, que apenas podía esquivar
los potentísimos mandobles de su rival. Gurath manejaba la pesada espada
como si de un palo de madera se tratase, alzándola una y otra vez para golpear
con una fiereza que hasta entonces Erol nunca había visto. Tenía miedo. Si
alguno de sus golpes le alcanzaba una pierna o un brazo, tenía la certeza de
que el miembro sería arrancado de cuajo al instante. Los golpes eran
esquivados una y otra vez, no sin gran esfuerzo, por parte de un Erol que se
sentía claramente inferior a su oponente. No tenía tiempo más que para
defenderse y aunque no le fuese tarea fácil, lo estaba consiguiendo bastante
bien. La pesada espada de Gurath rebotaba contra el suelo de vez en cuando,
cada vez que su contrincante desviaba uno de sus golpes hacia los lados. Sin
embargo, el tiempo de recuperación de Gurath era demasiado rápido como
para conseguir sorprenderle atacando.
El combate no había empezado hacía mucho cuando el sudor de Erol ya
corría con fuerza empapando su cuerpo bajo la pesada coraza de
entrenamiento que Gurath llevaba como si no estuviese hecha más que de una
fina tela. Parecía no importarle el peso de la protección de metal y pese a que

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no era capaz de alcanzar su objetivo, sabía que si la batalla se prolongaba, la
victoria sería suya.
Zúral observaba a los contendientes sin perder ni un solo detalle de cada
movimiento, de cada estocada, manía al moverse o gestos antes de atacar.
Estudiaba a Erol con los ojos de un experto pese a no ser mayor que él.
Erol, por el contrario, solo pensaba en cómo intentar sobrevivir al brutal
combate en el que estaba inmerso.
No tardó mucho en acordarse de las largas tardes de entrenamiento entre
Sthunk y su padre. Su hermano debía sentirse más o menos como estaba
sintiéndose él delante de Gurath, pero a pesar de todo, estaba consiguiendo
resistir con una impresionante agilidad combinada con la fuerza suficiente
para frenar los golpes del gigantón.
De repente, una piedra pasó volando entre los dos contrincantes,
provocando la distracción de Erol. En ese instante recibió un rotundo golpe en
el costado derecho que terminó por derribarle a un metro de distancia. El
impacto llevaba una fuerza terrible que casi le levantó los pies del suelo y que
le hizo estremecerse de dolor.
Erol cayó de bruces contra el suelo ahogando un grito que desde lo más
profundo de su ser pujaba por salir. Aquel salvaje debía haberle roto una
costilla o dos, no estaba seguro. Lo que sí estaba claro es que si no hubiese
tenido la coraza, el golpe lo habría partido por la mitad. Zúral fingió que se
reía sentado cerca de donde él se encontraba y produjo un sonido artificial,
una carcajada extraña que se clavó profundamente en el orgullo de Erol. Sin
embargo, el chico no encontraba fuerzas ni para levantarse del suelo ni para
contestar al irritante sonido que salía de la garganta de aquel espectador.
Cuando al fin fue capaz de dirigir una mirada a Zúral, este estaba
completamente serio, como si no se hubiese reído, como si no hubiese hecho
ningún gesto con su cara durante todo el combate.
—Bien, Erol. Has estado bien aunque hayas acabado perdiendo. Estoy
seguro de que no muchos de nuestros compañeros habrían aguantado tanto
delante de mi buen amigo Gurath —dijo sonriendo ahora Zúral.
Era la primera vez que le veía sonreír y al fijarse en su cara observó que el
gesto en su boca, en la cara de Zúral en general, más que provocar simpatía
transmitía una extraña sensación que le resultaba incómoda. No sabía qué
estaba sintiendo mientras lo miraba a la cara, pero desde luego no era un
chico acostumbrado a sonreír y lo que conseguía haciéndolo era poner
nervioso a quien lo veía. Su sonrisa era un gesto totalmente inexpresivo que
hacía imposible saber si se divertía, si quería matar a quien miraba, o si

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siquiera sentía algo en ese momento. Sus dientes, de un perfecto color blanco
y filo puntiagudo, quedaban completamente a la vista. Quizá él lo sabía y por
ese motivo siempre estaba tan serio.
Gurath, por el contrario, permanecía aún impasible mirando al derrotado
hasta que sin decir nada, le tendió una mano para ayudarle a levantarse.
—¿Estás bien? —preguntó con voz ronca a la vez que le ayudaba a
incorporarse.
—No, maldita sea… estoy destrozado por dentro —respondió con
sinceridad Erol mientras se levantaba haciendo gestos de dolor—. Debes
haberme partido alguna costilla.
—No tienes nada roto. Si algo hacen bien los peleles de este patético
imperio, son las armaduras. Eso sí, ten por seguro que si no la hubieses tenido
puesta ahora sería la mitad de hombre —dijo Zúral haciendo un gesto con su
mano derecha en el que simulaba una espada cortando su cuerpo a la altura
del vientre.
En ese momento, uno de los guardias de la fortaleza se acercó a ellos
alertado por el ruido del combate. El soldado llegó y antes de que pudiese
decir nada, Zúral le habló.
—Soldado, ve al almacén y trae una coraza de entrenamiento, una espada
y tres escudos.
El guardia se pensó un momento si obedecer las órdenes de aquel
mequetrefe que le hablaba con tanta osadía cuando el chico, dándose cuenta
de lo que ocurría, volvió a hablar.
—¿Acaso no me has oído? —preguntó dirigiéndose hacia él.
—Te he oído perfectamente.
—¿Pues a qué esperas para obedecer? —volvió a preguntar Zúral con
tono amenazador mientras se ponía frente al guardia.
Los dos se miraron durante un par de segundos en los que Erol no sabía
qué hacer sino observar. La situación parecía indicar que de un momento a
otro empezaría una disputa, pero al fin el soldado se dio la vuelta dirigiéndose
hacia el almacén, suponían, en busca del material que Zúral le había ordenado
traer.
El hijo de Torek se sorprendió por la forma en que su compañero trataba a
los guardias, aunque en cierto modo era comprensible. Después de todo,
Rhael les había dicho que eran superiores jerárquicamente a aquella guardia
auxiliar que, en definitiva, estaba en la fortaleza para ayudar tanto a los
oficiales como a los reclutas de las secciones que acabarían teniendo un cargo
azul en el resto de cuerpos del ejército. Por otra parte, también entendía que a

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aquellos soldados, algunos de ellos veteranos de otras campañas, el hecho de
que les ordenasen con esa frialdad lo que a sus ojos no eran más que niños,
especialmente en el caso de Zúral o Erol, les pudiera parecer algo denigrante.
Los reclutas no sabían los criterios con los que habían seleccionado a los
guardias de la fortaleza, pero desde luego no debían haber sido grandes
soldados si los tenían allí como las recaderas de cuantos poblaban Dúrenhar.
Erol por fin se relajó mientras el guardia se alejaba. Se quitó la coraza con
cuidado para no lastimarse más y poder comprobar así con detalle qué daños
le había provocado el golpe que acababa de recibir. Mientras lo hacía,
pensaba que instantes antes Zúral no había golpeado con menos fuerza a su
compañero. Las espadas de entrenamiento no estaban afiladas, pero su peso
las hacía armas mortales, lo que recordó a Erol que su padre usaba un tipo de
armamento similar para entrenar a Sthunk.
Estaba claro que durante sus tiempos de combatiente había aprendido
cómo adiestrar a los nuevos reclutas. La finalidad de blandir espadas tan
pesadas no era otra que la de hacer a los soldados más fuertes y que, cuando
al fin tuviesen sus armas de combate, mucho más ligeras y manejables,
pudiesen blandirlas con facilidad.
La estrategia no era mala. Erol estaba seguro de que tras tres años
realizando las marchas de los últimos días y luchando con semejantes
armaduras y espadas, cuando tuviesen sus equipos de campaña serían capaces
de resistir combatiendo días enteros casi sin descansar. Poco a poco, todo iba
cobrando sentido y en cierto modo, aunque con una terrible pena, ahora sentía
que el pobre Olier estaba en lo cierto cuando dijo que no sería capaz de
soportar un entrenamiento como el que iban a afrontar. Aun así, pensar eso no
le hacía sentirse mejor.
Cuando Erol al fin consiguió quitarse la coraza ante la atenta mirada de
sus dos acompañantes, comprobó que en efecto no parecía haber ninguna
costilla rota, aunque el dolor que sentía era justificable gracias al terrible
moratón de su costado. Quizá enfrentarse a Gurath no había sido la mejor idea
que había tenido últimamente, pero al menos le había servido para aprender lo
que algunos de sus compañeros de sección eran capaces de hacer en combate.
Zúral volvió a su seriedad habitual mientras recogía el equipo que Erol
acababa de dejar en el suelo para volver a enfrentarse a Gurath, que sudoroso
y con el aliento entrecortado, no puso ninguna pega a seguir combatiendo.
El sol al fin comenzaba a brillar con cierta intensidad, asomándose por
encima de las lejanas montañas que rodeaban buena parte del este del valle en
el que se alzaba Dúrenhar. Fue por esas montañas por las que Erol llegó hasta

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la fortaleza y mucho más allá de ellas se encontraba la capital del imperio. Al
oeste, por el contrario, el Río Maldito bajaba manso en su larga travesía hacia
el mar.
El imponente río era visible desde las murallas de la Fortaleza Negra. En
concreto, la parte más ancha, la que formaba el lago conocido en toda la tierra
por los oscuros y malévolos habitantes que moraban en sus profundidades. Y
más allá, cruzando el Río Maldito, se encontraban las llanuras que solo había
que recorrer en dirección norte para llegar hasta Mélmelgor, el hogar de Erol,
que llevaba años sin visitar. Allí se encontraban también las velkra, con las
que tendría que lidiar en cuanto terminase su entrenamiento. Erol pensaba en
la llegada de ese día cada vez que le faltaban las fuerzas y eso insuflaba
ánimo a su espíritu para seguir entrenando, para mejorar cada vez más hasta
que llegase el día de destrozar a las bestias que le robaron a su madre.
Zúral ya estaba equipado y dispuesto frente a su compañero; Erol aún se
recuperaba. Estaba animado y solo el reciente golpe enturbiaba el momento.
Allí sentado, viendo amanecer con el único sonido del entrechocar de espadas
de fondo, se respiraba una paz que por primera vez fue capaz de apreciar en
ese lugar. Echaba de menos los verdes prados de Mélmelgor, la caza con su
hermano en las montañas que lo rodeaban, el humo de la herrería de
Lorkshire que se alzaba sin obstáculos hasta unirse a las nubes… Había
visitado muchos lugares viajando con Kraen, pero desde luego, no había lugar
en aquella tierra que fuese más hermoso que Mélmelgor.
El hijo de Torek permanecía observando el enfrentamiento cuando el
guardia llegó cargado con todo lo que se le había pedido un rato antes. Había
cumplido con su misión rápido, pero nadie se lo agradeció.
Erol al fin comenzaba a recuperarse y ahora, con el equipo preciso para
volver a entrar en combate, se dispuso a volver a enfrentarse contra cualquiera
que lo desease. Por lo que había visto de momento, estaba claro que no estaba
al nivel de los dos luchadores que tenía delante, pero sabía que precisamente
por eso, entrenar con ellos le haría aprender mucho más.
—Puedes retirarte —dijo Zúral al guardia.
El soldado asintió y, sin añadir nada, se dio la vuelta para desaparecer de
allí antes de que volvieran a ordenarle algo.
—Erol, esta vez lucharéis los dos contra mí. Tenemos que equilibrar la
balanza, después de todo —dijo Zúral con aire de merecida superioridad.
Erol asintió y comenzó a avanzar hacia él listo para luchar. Gurath ya
estaba preparado y solo faltaba que alguno de los tres comenzase el combate.

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Zúral era muy musculoso pese a su aparente juventud. Desde la distancia,
era posible que engañase un poco debido a su estatura y a que aún no tenía un
cuerpo verdaderamente voluminoso, pero de cerca todo eso cambiaba. Su
pecho llenaba la coraza, sus fuertes brazos blandían la espada de
entrenamiento con la misma solvencia que Gurath a pesar de la clara
diferencia de tamaño. Zúral debía haber estado sometido a una intensa
instrucción desde hacía años pese a su corta edad.
Su pelo era castaño, muy corto; sus ojos oscuros como la noche y su cara
de facciones marcadas hacían que pareciese mayor. Sin embargo, lo que más
llamaba la atención era el tatuaje pequeño pero bien visible que tenía en su
mejilla izquierda. El dibujo parecía representar una especie de criatura alada
muy difuminada.
Fue el chico que luchaba solo quien lanzó la primera estocada hacia el
más alto de sus contrincantes empezando así un combate que se sucedería
durante las próximas horas una y otra vez con idéntico resultado: Zúral era
imbatible.
El sol estaba ya bien alto cuando los primeros reclutas de la sección de
Erol salieron de la gran sala de piedra, completamente descansados tras largas
horas de sueño. Lo que se encontraron fue a sus tres compañeros, todavía
luchando, cubiertos por completo de sudor, sangre y polvo. Rhael estaba allí
como espectador desde hacía un buen rato, a unos cincuenta metros de
distancia, desde donde no perdía detalle de los enfrentamientos.
El oficial observaba encantado cómo algunos de sus muchachos sabían
manejar con soltura las espadas y, sobre todo, cómo estaban dispuestos a
entrenar cuando todos los demás aún dormían en su día de descanso. El chico
que se enfrentaba solo a sus dos compañeros era realmente hábil, más de lo
que el propio Rhael creía ser, pero no era eso lo que más le interesaba de ese
recluta en particular. Lo que realmente importaba al oficial respecto a ese
joven, era que nadie sabía de qué tribu provenía y pese a que él hubiese
afirmado pertenecer a los rinhenduris, eso era algo tan poco probable, tan
propio de las fantasías y leyendas, que Rhael no estaba dispuesto a creerlo.
Tenía que averiguar quiénes lo habían mandado allí, pues aunque era más
joven que la mayoría de sus compañeros, mostraba una soltura en combate
muy superior a la de estos.
Por otro lado estaba el chico que Kraen había adoptado, el menor de los
dos reclutas que Zelca y su esclavo trajeron a la Fortaleza Negra. El joven no
debía ser mayor que el supuesto rinhenduris y pese a que su habilidad en

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combate estaba muy por debajo a la de este, el tal Erol se defendía con
notable destreza.
Los reclutas que habían empezado a salir de la cueva estaban formando un
círculo alrededor de los combatientes y, pese a que todavía no había muchos,
el oficial estaba seguro de que a medida que fuesen saliendo del refugio, el
número de espectadores iría creciendo. Tal vez consiguieran insuflar ánimos
al resto, motivándolos para entrenar en un día libre.
Con el paso de las horas y el aumento de espectadores, los combates
fueron alternándose y ya no solo luchaban los tres voluntarios que
comenzaron la jornada, sino que poco a poco, los demás se ofrecían a luchar
con el que ganase el combate anterior. De este modo, fueron agrupándose más
y más jóvenes no solo de la sección de Erol, sino de alguna otra que también
descansaba ese día.
Había una competencia feroz entre los luchadores, que se esforzaban por
demostrar que su clan era el más fuerte, que ellos eran los mejores guerreros y
que podían ganar a cualquiera. Erol, Zúral y Gurath habían salido del círculo
hacía unos minutos, exhaustos tras combatir primero entre ellos y después con
alguno más de los presentes.
Zúral no había perdido ningún combate y salió solo para recuperar el
aliento. Por su parte, el hijo de Torek ganó el primero y tuvo que salir al
siguiente tras ser derrotado por un recio joven que decía provenir de las tierras
del norte.
A pesar de los enfrentamientos y los duros golpes que se propinaban los
combatientes, había una rivalidad sana entre casi todos ellos, que se cuidaba
al poner ciertas reglas que todos respetaban: los golpes solo podían darse
sobre las protecciones. Si no se tenía claro que el mandoble daría sobre la
coraza, el ataque no debía lanzarse y si alguno se desmayaba o no podía
seguir, el combate paraba de inmediato. Por difícil que pareciese, de momento
nadie había sido herido de gravedad.
Todo siguió fluyendo de la misma manera hasta que un chico muy alto,
incluso más que Gurath, ganó su combate y se opuso a luchar contra el
muchacho al que le tocaba. El joven no soltaba la espada, negándose a luchar
contra alguien que no fuese el objetivo que desde hacía rato tenía en mente.
—Tú, lucha conmigo —ordenó de forma tosca señalando a Zúral—.
Dicen que nadie te ha vencido en toda la mañana, y no me extraña viendo el
nivel de la mayoría de estos peleles —dijo con tono de desprecio—. Estoy
seguro de que tú no eres más que la misma escoria que los demás.

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Zúral, que ya no llevaba la armadura de entrenamiento, se levantó con su
arma en la mano derecha y sin mediar palabra, observando cómo todos le
miraban esperando que entrase en la provocación, se dirigió hacia el centro
del círculo donde se sucedían los enfrentamientos.
—Te veo muy convencido, enano. ¿Estás seguro de que quieres luchar sin
las protecciones, o es que no puedes soportar su peso? —preguntó de nuevo el
gigantón, que ya puesto en frente de Zúral, se alzaba dos cabezas por encima
de este.
—No la necesito —fue todo lo que respondió el supuesto rinhenduris.
Rhael se había acercado más, pues el corro que se formaba alrededor de
los combatientes le impedía ver con detalle lo que sucedía durante los
enfrentamientos. Sabía que no debían combatir sin las protecciones, pero por
otra parte, casi tenía ganas de que ese combate se llevase a cabo para
comprobar de qué estaba hecho verdaderamente el joven que, hasta el
momento, había derrotado a todos sus rivales. Si quería comprobar su nivel
real, aquel gigantón era la mejor opción que tenía.
Rhael conocía al valiente. El joven era hijo del que actualmente ostentaba
el mando en el clan de los sirromes, unos guerreros formidables que habitaban
las tierras al este de la fortaleza de Álea. En el pasado, esa tribu había
formado parte de los puncos, pero cuando estos se encerraron tras el Río
Maldito, los sirromes se negaron a seguirles y fueron anexionados al imperio
tras su derrota en las llanuras centrales de la región de Lúthien. Desde
entonces siempre se habían arrepentido de no haberse refugiado con los que
antaño fueron sus hermanos, pero ya no contaban con la fuerza necesaria para
oponerse a Laebius.
—¡Comenzad! —se oyó la potente voz de Rhael de entre la maraña de
espectadores que se giraron curiosos para mirarlo.
La orden fue obedecida de inmediato por el más alto de los combatientes,
que con una furia inesperada, se lanzó sobre su rival. Su velocidad y fuerza
eran innegables, y todos observaban la pelea sin perder detalle. La primera
estocada pasó muy cerca de la cabeza de Zúral, que esquivó el golpe con un
ágil movimiento hacia abajo. Acto seguido, el «enano» quedó en el costado
izquierdo del otro combatiente y nuevamente girando sobre sí mismo, de la
misma manera que lo hizo cuando Erol lo vio derrotar a Gurath, Zúral asestó
un golpe brutal sobre su enemigo. Un gemido provocado por el esfuerzo del
movimiento se escapó de su boca mezclándose con el ruido del metal
chocando. El sonido del impacto rebotó entre las rocas de la fortaleza como

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ninguno antes. La mirada de estupefacción de todos los presentes no podía
describirse con palabras.
Erol observaba con la boca abierta cómo el gigantón se desplomaba como
un árbol caído, gritando de dolor con una brecha en la coraza de
entrenamiento, a través de la cual se filtraba un abundante torrente de sangre.
El impacto que recibió había sido mucho más fuerte que el que sufrió Gurath
unas horas antes. Zúral había partido la protección de entrenamiento, la dura
coraza de sólido metal tan pesada que todos creían suficiente para frenar el
golpe incluso de una maza.
Era cierto que las espadas de entrenamiento tenían la robustez necesaria
para partirla, pero ¿quién iba a ser capaz de usarla con tanta fuerza como para
hacerlo? Zúral lo hizo, y con la misma cara de indiferencia con la que había
entrado al combate, se dispuso a salir de este.
Los espectadores se quedaron en silencio observando a aquel chico tan
bajito, tan del montón, que había sido capaz de derribar al gigantón de los
sirromes. El «enano» soltó su arma, que tenía el filo ensangrentado y había
quedado encajada entre la armadura y la carne de aquel pobre desgraciado, y
fue a sentarse en el sitio que ocupaba antes de que le hicieran combatir de
nuevo.
El silencio seguía haciéndose dueño de todo segundos después de que el
combate hubiese terminado y solo los gemidos de dolor, que el herido no
paraba de emitir, llenaban el ambiente. Estaba tirado en el suelo intentando
taparse la brecha con las manos, pero apenas podía moverse. Erol comprendió
que él sí tenía al menos las costillas rotas, a diferencia de lo que había
pensado que le ocurría tras su combate con Gurath.
—Levantadlo y llevadlo a la enfermería —ordenó Rhael desde la posición
que ocupaba entre sus reclutas.
Al momento, tres jóvenes que debían ser los que acompañaban al herido
cuando llegó al círculo de combate, se apresuraron a cumplir las órdenes y
llevar a su amigo herido a que lo curasen.
—Los demás, continuad con los combates si es lo que queréis hacer. O
descansad, mañana será un día duro —advirtió.
El chico del tatuaje en la cara echó un vistazo a su compañero y con un
gesto de la cabeza le indicó que lo siguiese. Gurath se levantó como un
resorte.
—Nos veremos más tarde, Erol.
—¿A dónde vas?

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—Vamos a hacer la marcha de estos días, pero esta vez no llevaremos las
armaduras. Pasaremos a por algo de comer y nos iremos de inmediato —
respondió Zúral sin esperar respuesta.
—Se van a hacer la marcha… —dijo Erol para sí mismo.
¿Acaso esos dos no se cansaban nunca? Él había estado combatiendo
menos tiempo que ellos y estaba totalmente agotado. Lo único en lo que ahora
pensaba era en comer algo y descansar el resto del día, pero ellos dos, Zúral y
el gigantón, se iban a hacer la marcha… Cada momento que pasaba, cada vez
que Erol los veía, tenía más y más claro que la historia de Áramer no había
sido un cuento, que esa tribu o raza o lo que fuesen esos guerreros, existían, y
que por supuesto, Zúral era uno de ellos.
El joven de la coraza rota ya estaba siendo llevado a la enfermería y sus
gritos de dolor, que su orgullo intentaba contener, se escuchaban sin esfuerzo
en toda la zona.
Fue en ese momento cuando Lerac y Áramer se percataron de la presencia
de Erol. Los dos se dirigieron hasta donde este se encontraba. Lo más
probable sería que ambos hubiesen visto el breve combate y, sorprendidos por
la presencia de Erol allí, quisieran preguntarle por todo lo ocurrido, pero él se
les adelantó.
—Áramer, ahora sí que creo lo que dijo de que su tribu arrasó este lugar.
Me creo la historia de los dragones de Trenulk, los… —se detuvo pensativo.
—Záiselars —recordó Áramer.
—Eso, los malditos záiselars, y me creo que esa gente fuese capaz de
destrozar el ejército Tálier del que me hablaste anoche —confesó el hijo de
Torek—. ¿Habéis visto este combate?
—Solo hemos escuchado los gemidos y hemos venido a toda prisa a ver
qué pasaba. ¿Ha sido Zúral quien lo ha derribado? —preguntó Áramer con la
curiosidad con la que Erol escuchaba la noche anterior la historia que le
contaban.
Lerac observaba sin decir nada. No estaba tan maravillado, sino
sorprendido por la fiereza que el pequeño recluta parecía ser capaz de desatar.
Sin duda era un chico a tener en cuenta, pues un muchacho con la capacidad
de desenvolverse así con armas de entrenamiento debía ser un auténtico
peligro en un combate real.
—Sí, ha sido él, pero lo que de verdad ha sido asombroso es la facilidad
con la que lo ha hecho —explicó—. Quiero decir, aunque el tipo con el que se
ha enfrentado no fuese del todo hábil, ¿cómo ha podido destrozar así la coraza
de entrenamiento? La ha partido de un solo golpe, como si nada… después de

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llevar tres días marchando sin descanso, después de llevar entrenando hoy
desde antes de que saliese el sol… —decía Erol más para sí mismo que
hablando con sus compañeros.
—¿Lleváis tanto rato aquí? —habló por fin Lerac.
—El sol no había salido cuando me los encontré entrenando, no sé cuánto
tiempo llevarían luchando para entonces —informó. ¿Sabéis? Voy a ir a
comer algo, a quitarme este polvo de encima y a intentar descansar un poco.
Erol se giró sin añadir nada más y se encaminó dejando atrás a su
hermano y su nuevo amigo, que le miraban alejarse mientras pensaban que se
habían perdido una pelea que probablemente lamentarían no haber visto
durante el resto de su vida.
El hijo de Torek, por el contrario, solo pensaba en su pobre habilidad para
el combate. Hacía apenas dos semanas, cuando Kraen les había dicho que por
fin aprenderían a luchar de verdad en su nuevo destino, él había pensado que
ya estaba capacitado para enfrentarse a cualquiera. Ahora se sentía tan
inocente, tan frágil, tan débil comparado con la mayoría de sus compañeros,
que estaba decepcionado consigo mismo. Casi perdió la vida luchando contra
unos míseros bandidos que, fueran o no antiguos soldados, no deberían haber
sido capaces de causarle tantos problemas como lo hicieron.
Siempre había pensado que era un excelente luchador, que estaba listo
para enfrentarse a las tribus velkra en cuanto tuviese la ocasión, pero ahora
estaba claro que se había equivocado enormemente. No era capaz de vencer a
muchos de sus compañeros, mucho menos de enfrentarse a una bestia de
Trenulk y sobrevivir al combate. Tenía que mejorar mucho si quería honrar a
Kraen, si estaba dispuesto a vengar a su madre, si pensaba hacerse un nombre
en el ejército imperial del mismo modo que Torek lo había hecho en su día.
Tenía que aprender a combatir y estaba claro que había alguien allí capaz de
enseñarle mejor que ningún otro pese a ser, como él, casi un niño.
Zúral era la clave. El descendiente de los guerreros que habían destruido
Dúrenhar, la Fortaleza Negra, y que sin duda poseía la fuerza y la habilidad
de sus antepasados. Tenía que conseguir a cualquier precio que ese muchacho
fuese su nuevo maestro, del mismo modo que Lerac lo había sido hasta
entonces.
Erol iba camino de la gran sala de piedra dispuesto a descansar en cuanto
curase por última vez la herida de su pecho. El moratón que le había
producido el golpe de Gurath durante el combate de la mañana iba cogiendo
un color cada vez más oscuro a medida que pasaban las horas. El dolor que
sentía parecía insistir en demostrarle que el golpe no había sido ninguna

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tontería. Si al día siguiente iban a marchar de nuevo, más le convenía estar
listo para entonces y, por la tarde cuando volviesen, intentaría convencer a
Zúral para que le enseñase a combatir del modo que él lo hacía. Había sido
impresionante la forma en que venció al gigantón que le retaba como quien
hablaba con un niño indefenso, que le insultó y acabó pagándolo con sangre.
Erol tenía que conseguir esa habilidad de combate fuera como fuese, a
cualquier precio, y solo entonces podría enfrentarse no solo a las velkra, sino
a cualquier enemigo.
El chico de la cara tatuada no tardó más que unas horas en completar la
marcha que desde que empezó el entrenamiento hacían a diario. El olor a
descomposición que recorrería el camino debía ser ya insoportable, pues la
cantidad de jóvenes que habían perecido solo en las dos secciones que hacían
la ruta, proporcionaba demasiada carne para que las alimañas pudiesen dar
cuenta de ellos con presteza. Por suerte, de momento nadie había sido
castigado y los únicos reclutas que habían sido baja eran los que no
soportaron las largas marchas forzadas.
Según parecía, no todas las secciones habían corrido la misma suerte y en
la cuarta, más de uno había sido crucificado ya. Erol ignoraba el crimen
cometido por esos jóvenes, pero sus cuerpos clavados en la cruz se pudrían al
sol en la colina de Dúrenhar, cerca del portón principal, donde su visión
alentaría a los demás a no tomarse a la ligera sus obligaciones.
Erol ya no estaba preocupado: no habría problema siempre y cuando fuese
cuidadoso respetando todas las órdenes y no enfadase a ningún superior.

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10. EL SEÑOR DEL ESTE

Mientras tanto, muy muy al este…

—Señor, los últimos baracios vivos patalean sobre la arena agarrándose las
tripas. Podría decirse que el combate ha terminado por fin —expuso el
veterano oficial conteniendo su emoción.
Érxan estaba de rodillas sobre la arena del desierto, de espaldas al soldado
que le acompañaba desde que tenía uso de razón, el hombre que desde su
niñez le había enseñado a combatir y que desde hacía siete años era su mano
derecha en sus exitosas campañas. El Señor del Este, como le habían apodado
los baracios antes de su esperado final, había arrasado toda la tierra conocida,
llegando desde donde nadie antes lo había hecho para apropiarse de un
territorio tan extenso que ninguna otra persona había podido conquistar.
La coraza del general estaba cubierta por restos de sangre debido a la
carga de caballería que había comandado hacía solo unos minutos. Érxan
estaba cansado, tenía un pequeño corte sin importancia en el muslo desde el
cual brotaba un hilillo de sangre. No podía sentirlo. No sentía su cuerpo…
solo una sensación de, quizá plenitud, que jamás había sentido.
Todo lo que había sido su vida, toda la preparación que había tenido desde
que era un niño, todos sus sueños, su destino, su meta, acababa de cumplirse
en ese momento, mientras aquellos nómadas de las fronteras del desierto
dejaban de gritar bruscamente bajo las espadas de sus hombres. Había logrado
aplastar a cuantos pueblos osaron levantarse contra su poder: ahora era el
dueño de todas las vidas que poblaban su inmenso y recién adquirido imperio,
y ese Señor del Este solo tenía veinticuatro años.
—Lo hemos conseguido, Lasbos… al fin, lo hemos conseguido… —
respondió sin levantarse—. He cumplido el sueño de mi hermano, el de mi
padre, el mío propio… —dos lágrimas brotaron de sus ojos—. Todo por lo
que he luchado en mi vida termina hoy aquí.
—De eso nada, señor. Su vida acaba de empezar, solo que gobernar los
reinos que ha conquistado no va a ser tan divertido como combatirlos —

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bromeó Lasbos acercándose al joven al que tanto admiraba para ayudarlo a
incorporarse.
Érxan se levantó y abrazó a su oficial más veterano, a su más leal
compañero, que le correspondió con el mismo gesto. Ese muchacho era como
un hijo para él y lo había visto convertirse en el más grande de los hombres de
toda la historia. Había cruzado con él llanuras interminables, desiertos,
bosques infestados de criaturas extrañas, habían sobrevivido a innumerables
batallas que parecían perdidas incluso antes de comenzarse y no solo Lasbos,
sino todos los soldados de su imparable ejército sabían que su éxito se debía a
la innegable pericia, a la habilidad y el ingenio que su comandante tenía para
volver cualquier situación, por desfavorable que fuese, del lado de sus
hombres.
Ya hacía años que nadie dudaba de su capacidad para dirigirlos, que todos
tenían fe ciega en sus órdenes, las cuales nadie se atrevía a contradecir.
Jamás. En el transcurso de sus siete años de campaña, todos los que le
conocieron tuvieron la certeza de que si ponía algún plan en marcha, por
extrañas que pareciesen las estrategias que el general tenía, siempre estaban
planeadas y repasadas al milímetro para que el combate se acabase
desarrollando justo como había previsto. Eso, unido a su capacidad de mando,
era lo que hacía peligroso y realmente temible su ejército: la fe ciega que los
hombres tenían en él.
Desde su patria, a miles de kilómetros de allí, los jóvenes se morían de
ganas por ser enviados a servir bajo su mando, por traer gloria al imperio que
sus compatriotas habían logrado conquistar para ellos y sus descendientes. Y
muchos de ellos habían sido enviados a reponer las filas del maltratado
cuerpo expedicionario de Érxan el Grande, como se le llamaba en Fáxolaar,
su tierra natal.
Desde allí partió cuando no era más que un joven general sin experiencia
que se había hecho con el mando de aquellos veinte mil hombres gracias a su
padre, a su familia, y al nombre que esta le proporcionaba. Siete años más
tarde había logrado lo impensable, había sometido a todas las tribus, a todas
las civilizaciones y antiguos reyes que osaron levantarse contra él.
El camino había sido duro, plagado de peligros y hostilidades en la
práctica totalidad de territorios que atravesaron, donde no eran más que
extranjeros mal recibidos, invasores. Sin duda, el ejército expedicionario
estaba condenado al fracaso más rotundo desde el inicio de la campaña, y
todos estaban seguros de que si seguían con vida, si habían sido capaces de

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llegar contra todo pronóstico hasta el fin del mundo conocido, era gracias a su
general.
Ahora que todo había terminado, que no quedaba nada más que
conquistar, los hombres podrían volver a casa con sus familias, con sus
mujeres, si es que aún los esperaban, y con sus hijos, que tras tanto tiempo
serían ya casi irreconocibles para sus padres. Algunos de sus soldados habían
dejado recién nacidos a su marcha y esos pequeños se habían criado sin sus
padres. Hasta ahora. Érxan les tenía reservadas tierras que con sangre y
esfuerzo se habían ganado y estaba dispuesto a dárselas donde pidiesen.
Muchos de aquellos hombres quedarían desperdigados por las fértiles
llanuras que ahora les pertenecían, negándose a volver a una patria donde no
se les echaba de menos y aprovechando las ingentes cantidades de oro y plata
saqueadas tras años de guerra para vivir como pequeños sátrapas. El general
necesitaría crear tropas auxiliares que le ayudasen a mantener su dominio
sobre aquellas gentes que ahora tenía subyugadas.
Su territorio era tan vasto que ni siquiera sabía por dónde empezar a
gestionarlo, pero aún no le apetecía pensar en ello, no era el momento ni el
lugar.
—Lasbos, dispón lo que quede del ejército. Quiero dar un breve discurso,
la ocasión lo merece —ordenó el general.
—Por supuesto, general —respondió el leal oficial que sin demora partió
a cumplir las órdenes.
Érxan se quedó mirando a su alrededor mientras pensaba en lo que había
logrado. El campo de batalla estaba plagado de cadáveres baracios, de vez en
cuando salpicado por algunos de sus hombres. Había sido un combate muy
desigual. Aquel pueblo no estaba compuesto por verdaderos guerreros, sino
por nómadas que mantenían su cultura y sus costumbres desde hacía siglos.
Eso había terminado. Desde ahora, Érxan haría lo mismo con ellos que con el
resto de pueblos sometidos: inculcar su cultura propia y la de su pueblo,
mucho más avanzada a su modo de entender, que llevaría a aquellas gentes
hacia una vida mejor. Con el tiempo acabarían siendo un único pueblo que ya
no contaba con enemigos en ninguna región conocida. Eso llenaba de alegría
al general que, por otra parte, había perdido lo que para él había sido
prácticamente toda su vida: la guerra.
El hecho de cumplir su objetivo vital le llenó de satisfacción, pero cuando
el día aún no había terminado, ya podía sentir una nueva sensación que
tampoco había experimentado antes: no sabía qué hacer con el resto de sus

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días. Su sueño estaba realizado, todo para lo que había nacido y vivido, y
ahora, ahora ya nada del mundo le interesaba.
El victorioso cuerpo expedicionario se reunió frente al campamento que
un par de días antes de la batalla habían levantado y allí, su líder invicto, el
general de generales, les dedicó el que, sin ellos saberlo, sería su último
discurso de la campaña.
—Soldados —comenzó gritando Érxan sobre su caballo blanco manchado
de salpicaduras de sangre—, hoy habéis conseguido lo que siempre creímos
imposible, lo que todas las personas que viven y han vivido nunca, creían
imposible: habéis sometido, vosotros, un solo ejército de una sola nación, a
todos los pueblos que existen, a todas las personas que viven sobre la tierra.
Hemos llegado hasta el desierto que los propios baracios llaman el fin del
mundo —una explosión de júbilo se alzó entre las filas.
El general se detuvo un momento hasta que sus hombres descargasen su
alegría y una vez volvieron a guardar silencio, continuó hablando.
—Según todos sabéis, más allá de este desierto no existe nada, nada salvo
arena y muerte. Vuestro coraje ha engrandecido más a vuestra patria de lo que
nunca lo hará ningún otro. Pasarán mil años y aún entonces todos sabrán la
historia de vuestras victorias. Os habéis convertidos en inmortales —gritaba
con sentimiento el general que constantemente se veía interrumpido por los
gritos de celebración de sus hombres—, y lo mejor de todo: habéis logrado
que vuestros hijos puedan vivir en un mundo sin peligros, sin extranjeros que
puedan atacarnos, que pongan en aprietos a nuestros descendientes, porque
ahora todos esos posibles enemigos nos pertenecen: sus vidas, sus tierras, sus
mujeres y sus malditos dioses falsos —dijo antes de que volviesen a
interrumpirle sus soldados—. Es por este motivo que este cuerpo ya no es
necesario. Os habéis ganado un merecido descanso y tierras que
personalmente os cederé a cada uno en cualquier rincón del imperio que os
plazca. Os deseo de corazón, mis hermanos, mis compañeros de fatigas y de
victorias, que paséis el resto de vuestras vidas disfrutando lo que entre todos
hemos conseguido, que comáis hasta reventar a diario, que bebáis buen vino
hasta desmayaros y, por el amor de los verdaderos dioses, que copuléis con
cien mujeres diferentes hasta que se os caiga la verga —gritó siendo ahora
interrumpido por una sonora carcajada que compartían más de quince mil
hombres.
Érxan bajó de su caballo para saludar a algunos de sus soldados, muchos
de los cuales llevaban desde el principio con él; otros no eran mayores que él
cuando comenzó a combatir.

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El general partió hacia su tienda escuchando cómo sus hombres
vitoreaban su nombre una y otra vez. Por el camino mandó enviar emisarios
informando de la victoria final y de su pronto regreso a la capital de su recién
forjado imperio, desde la que pasaría los siguientes años de su vida
gobernando a sus súbditos hasta que se volviese un emperador gordo y torpe,
hasta que muriese de aburrimiento en el sillón de cualquiera de sus futuros
palacios, que debería mandar a construir para cuando tuviese que supervisar
ciertos territorios.
La idea de vivir así no le agradaba, pero después de todo, era lo que él
mismo se había buscado con su éxito como estratega militar.
Lasbos se encargó de que esa noche el vino y la comida corriesen a
raudales por todo el campamento que se alzaba en el fin del mundo, y los
hombres lo aprovecharon como si aquel fuese el último día de sus vidas.
El Señor del Este no disfrutaba lo que con tanta ansia había logrado
conseguir. La idea de gobernar le aterraba. Él era un hombre de acción desde
siempre: los papeleos, administraciones y demás asuntos relacionados con el
gobierno no le interesaban para nada. El mayor general de todos los tiempos
se acostó en su catre temprano y sobrio, pensando en lo que haría al día
siguiente, en cómo comenzaría su nueva tarea, y así se durmió arropado por
los gritos de alegría de sus hombres que el viento transportaba a kilómetros de
allí.
El nuevo día reveló una estela de hombres borrachos que dormitaban
semiinconscientes sobre aquella arena fina que parecía estar presente en todas
partes. El sol acababa de salir y un aire caliente y seco ya serpenteaba entre
las tiendas del campamento. Restos de hogueras, cántaros de vino rotos y
alguna tienda con las pieles desgarradas abundaban por todas partes. En
cualquier otra situación, ese desastre costaría la muerte a más de un soldado,
pero aquel era un día especial y después de todo, ya no importaba que un
material de campaña como ese acabara destrozado o parcialmente roto: ya no
lo necesitarían más.
Como de costumbre, el general se dirigió a dar su paseo matutino por el
campamento en el que revisaba el estado de todo y pensaba las cosas que
debería hacer durante el día. Andar siempre le había ayudado a aclararse las
ideas y ahora lo necesitaba más que nunca.
Cada vez que sometía a un nuevo pueblo gustaba de leer algunos de sus
escritos para informarse de las costumbres de aquellas gentes, de sus dioses,
de su forma de vivir, su gastronomía y demás cosas que ciertamente
encontraba interesantes. Siempre había sido una persona curiosa. Le fascinaba

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descubrir nuevos animales y tierras, plantas variadas que sabía que nadie más
de su pueblo había visto antes de que él y su ejército llegasen hasta allí, pero
una cosa era eso de descubrir mientras se conquistaba, y otra muy distinta
dedicarse a esos descubrimientos como hacían los estudiosos que de pequeño
le enseñaron filosofía, matemáticas e historia durante las interminables clases
que su padre pagaba. De niño tuvo un par de tutores además de al buen
Lasbos, que se encargó de convertirlo en un recto soldado. Aquellos habían
sido buenos tiempos.
Érxan caminaba aún por el campamento cuando se encontró a Lasbos
dormido en el suelo al lado de una joven de piel oscura muy hermosa. El
oficial se despertó con el ruido de pisadas cuando su general se acercaba y,
mirando a su alrededor sorprendido de encontrarse en esa situación, se
apresuró a vestirse y separarse de aquel joven cuerpo que durante la noche no
se habría despegado de él. Lasbos se incorporó con presteza, pues sin
importar cuánto bebiese el veterano la noche anterior, a la mañana siguiente
siempre se encontraba en perfecto estado, y eso que ya no era ningún
jovenzuelo. Los compañeros se saludaron e hicieron como si allí no hubiese
ocurrido nada. No era frecuente ver a Lasbos en situaciones como esa, pero a
su joven superior no le importó. Después de todo, él ordenó que todos se lo
pasaran bien.
—Lasbos quiero que esta tarde organices a los hombres para que marchen
de vuelta a sus hogares o a donde sea que quieran quedarse. Toma nota de
quienes deseen asentarse en otra zona del imperio y procúrales lo antes
posible los medios y documentos que sea que necesiten para reiniciar su vida
sin ningún impedimento —ordenó con voz calmada.
—Claro, señor. Me pondré a ello ahora mismo —respondió el siempre
leal oficial luchando aún por abrir los ojos por completo.
—Espera, Lasbos —dijo el joven interrumpiendo la marcha de su
acompañante—. Quiero decirte algo más antes de que vayas a organizarlo
todo.
El oficial le miró inquisitivo, esperando saber qué iba a escuchar a
continuación, pues el tono de su superior le resultaba extraño.
—Yo no voy a volver a Fáxolaar —prosiguió—. Al menos no de
momento.
Lasbos abrió los ojos de par en par. Aquello no tenía sentido, no ahora
que era el señor de todo un imperio.
—¿Puedo saber a qué se debe esa decisión, mi señor?
Érxan suspiró.

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—Necesito quedarme un tiempo aquí e ir poniendo en orden mi cabeza.
Desde ayer no me siento yo y no debería ser así. Tengo un imperio que
dirigir, pero no sé si es lo que quiero hacer. Me tomaré un tiempo de
descanso, estudiaré algunos escritos locales, como siempre, visitaré alguna de
las regiones cercanas y volveré a la patria cuando esté listo para mi nuevo
cometido.
—En ese caso yo tampoco volveré. Me quedaré aquí y cuando estés listo,
volveremos juntos —propuso Lasbos, que sabía que podía hablar con
confianza a su general.
—No, tú debes volver y poner en orden el imperio mientras yo me
ausente.
—¿Poner en orden? ¿A qué te refieres? —preguntó confundido el
veterano.
—Transmitirás directamente mis órdenes, diciendo que sea mi hermano
quien dirija el imperio el tiempo que yo esté fuera.
Lasbos volvió a poner los ojos como platos.
—Sabes que está preparado para llevar las riendas aunque no vaya a ser
un gobernante ejemplar, y yo necesito esto. También me he ganado un
descanso. No te preocupes, amigo, estaré allí un par de meses más tarde que
tú —aseguró Érxan.
—Puede que ames a tu hermano, general, pero no está preparado para
dirigir Fáxolaar, mucho menos al mundo entero. Es impulsivo y ambicioso, y
creo que lo que estás haciendo es cometer un grave error que acabará
arruinando lo que tanto nos ha costado conseguir. Perderemos este imperio —
aseguró Lasbos.
—No te niego que sea ambicioso, pero es mi hermano, Lasbos, y como tal
hará lo que yo le ordene que haga.
Había vuelto a ese tono tan característico suyo que no admitía
discusiones, que no aceptaba otras opciones.
—General, no deberías subestimar lo que un hombre como él puede llegar
a hacer si se le permite, si se le da poder. Lo que piensas hacer es entregarle
un imperio entero a una persona que no dudará en usarlo contra quien sea,
incluido su benefactor, para conservar su posición.
—Ya basta, Lasbos. No te pido que te gusten mis órdenes, solo que las
cumplas. Y ahora, marcha a hacer tu trabajo y déjame en paz unas horas.
El oficial se quedó dubitativo unos segundos antes de obedecer. Estaba
seguro de que otorgar el mando a ese hombre sería un error que todo el
imperio acabaría lamentando. Fasmar era una elección realmente mala para

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desempeñar tan importante cometido y solo esperaba que el tiempo de
descanso de su señor fuese lo más breve posible, que volviese a su patria
pronto y acabase con aquella situación que, de prolongarse, acabaría por
provocar revueltas en todo el territorio.
Las gentes de todo el imperio no se habían sometido al ejército que los
había conquistado, sino al hombre que los dirigía, al que temían y respetaban
a partes iguales por su habilidad para el mando así como por su capacidad
para integrarse en las culturas que había sometido sin llegar nunca a
exterminarlas o prohibirlas.
Érxan era inteligente y sabía que cambiar las costumbres de una región
era algo que debía hacerse paulatinamente, de forma casi imperceptible para
que ningún habitante del nuevo imperio se sintiese acosado, atacado y
traicionado por los conquistadores que en más de una ocasión habían contado
con el apoyo del pueblo para derrocar a reyes enfermos de poder que les
oprimían sin compasión. El cambio de mentalidad tenía que introducirse con
leves matices hasta que los diferentes pueblos de aquellas tierras, gentes
inferiores e incultas, pudiesen ser ciudadanos de la propia Fáxolaar sin ningún
problema. Su método marcado por la paciencia aseguraría los resultados de
forma lenta pero efectiva y, sobre todo, duradera.
Era este tipo de mentalidad permisiva lo que había permitido a los
invasores sobrevivir en la mayoría de territorios, donde se presentaban como
amigos del pueblo, como un ejército de liberación destinado a combatir la
maldad de sus gobernantes. Por supuesto, no en todas partes había sido igual.
La mayoría de territorios habían sido sometidos por la fuerza de las armas y,
aunque no fuese la opción favorita del joven Señor del Este, más de una
ciudad había sido reducida a escombros por completo, sus escritos quemados
y sus habitantes hechos esclavos o masacrados sin piedad.
Todo el que lo conocía sabía que aquel general prefería hacer las cosas de
otra forma, pero el mundo entero estaba enterado de que bajo esa
permisividad, bajo esa apariencia de bondad y justicia, se escondía un
monstruo capaz de hacer cualquier cosa con tal de mantener u obtener lo que
quería.
Tras la quema de la llamada vulgarmente Ciudad Verde, muchos reinos se
rindieron sin presentar batalla, en ocasiones entregando la cabeza de sus
gobernantes antes de que las tropas de Érxan cruzaran las fronteras. Aquella
ciudad era la mayor maravilla arquitectónica de todo el territorio que
integraba ahora el imperio, lo había sido desde hacía más años de lo que nadie

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recordaba y hasta que el ejército expedicionario la tomara tras casi un año de
asedio, ningún ejército extranjero había pisado su interior.
El general que se había convertido en emperador lamentó haber tenido
que destruir por completo la ciudad, esas magníficas construcciones cubiertas
por doquier de plantas exóticas nunca antes vistas por los ojos de alguien
ajeno a la región, con sus canales de agua en los barrios bajos, con el
magnífico palacio central, con sus numerosas fuentes y viviendas de dos y
tres plantas… Todo ardió la noche que el ejército expedicionario logró
atravesar sus murallas. La Ciudad Verde se había negado a someterse y como
consecuencia, Érxan había demostrado que para él, nada era más importante
que la completa sumisión de sus súbditos: ni siquiera una ciudad tan
grandiosa como aquella.
Si se hubiese sometido sin presentar batalla, la habría nombrado capital de
todo el imperio debido a que su grandeza y su posición estratégica eran
cualidades perfectas para tal cometido, pero precisamente eso, unido al hecho
de que sus habitantes se negaron en rotundo a someterse, era lo que
preocupaba al general que, temiendo una sublevación liderada por aquella
antiquísima cultura, decidió dar un castigo ejemplar que desde ese momento
le abrió las puertas de la mayoría de reinos que fue atravesando.
Esas conquistas eran lo que mantenía al conjunto de reinos sometidos,
pero el temor de Lasbos era que al no volver el general con su ejército,
corriese el rumor de que los baracios habían acabado con él, lo que sin duda
pondría en peligro aquello que tanto les había costado conseguir.
También era cierto que Fasmar, el hermano del general, había estado al
cargo de la patria si no por completo, al menos con un gran poder desde que
los méritos del Señor del Este otorgaron a su familia la reputación suficiente
para hacerlo. El regente provisional se había encargado con cierta eficiencia
del envío de refuerzos y provisiones hasta el frente, donde su hermano les
procuraba un imperio. Como resultado, las conquistas de Érxan y su fama
había ido recayendo también sobre su familia, dándole aún más poder a un
Fasmar que, sin hacer ruido, se estaba convirtiendo en un dictador que solo
respondía a las órdenes de su hermano. Ese era el mayor problema de todos y
el oficial de tan dilatada experiencia, que ya había visto casos parecidos en su
vida, temía que el ansia de poder corroyese el frágil espíritu del hermano
mayor de su señor.
No obstante, las órdenes de Lasbos habían sido muy claras: sabía que su
deber ahora era obedecer y, como siempre, confiar en el buen criterio de aquel
joven que dominaba el mundo. Después de todo, Érxan volvería pronto, tal

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vez acabaría alcanzando al ejército en tierras lejanas para incorporarse en la
vuelta a casa con ellos.
El largo viaje de regreso hasta la patria se prolongaría casi dos años, pero
al menos ahora podrían ir con tranquilidad atravesando territorios que ya no
eran hostiles. El general había pasado por situaciones terribles durante toda la
campaña, tampoco era tan raro que necesitase tomarse un breve periodo de
descanso hasta estabilizar sus pensamientos y prepararse para gobernar sus
nuevos dominios.
El ejército expedicionario no tardó en partir más que un par de días.
Llevaron consigo el equipo de campaña, o lo que quedaba de él, necesario
para poder regresar además de, por supuesto, todas sus armas y pertrechos
para la batalla. Un total de trece mil hombres regresaban juntos a sus hogares
mientras los otros más de dos mil restantes se dispersaban por todo el
territorio que ahora también era su hogar. La mayoría de ellos serían vistos
como héroes allí donde decidiesen instalarse, por lo que Érxan estaba seguro
de que tendrían la larga y buena vida que tanto se merecían.
Los que volvían a Fáxolaar tenían mucho camino por delante, pero el
espíritu entre la tropa era animado, tanto que quizá consiguieran llegar meses
antes de lo previsto. Lasbos había procurado carros y caballos suficientes
como para que los soldados apenas tuviesen que cargar peso, de modo que al
ir más ligeros el camino se hiciese también más liviano.
Érxan permanecía en el que durante su retiro sería su nuevo hogar, un
palacete no muy grande del anterior gobernador de una región cercana que
fue liberada hacía solo un par de meses. Desde allí descansaría y prepararía,
llegado el momento, su regreso a casa después de tantos años de campaña.
Llegado ese día, era plenamente consciente de que sería recibido como un
auténtico héroe, casi como un dios, y eso era algo que en parte le daba fuerzas
para enfrentarse a su nuevo cometido de gobernar el joven imperio que
acababa de construir.
El general de generales pasaba las horas leyendo, devorando los libros que
tanta curiosidad despertaban en él, los que le hacían conocer a las gentes
cuyas vidas ahora eran de su propiedad, los escritos propios de cada región
que había conquistado. Los baracios no eran un pueblo muy dado a estas
facultades, ya que su estilo de vida nómada les impedía poseer bibliotecas
importantes y solo conservaban algunos escritos que relataban historias
míticas, usadas para explicar su arcaica civilización. La mayor parte de los
relatos de este pueblo del desierto habían sido transmitidos de boca en boca
desde hacía generaciones, y el hecho de que la práctica totalidad de los

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baracios hubiesen sido masacrados, había acabado también con buena parte
de su pasado.
Sin embargo, algunos de estos nómadas ahora viajaban en calidad de
esclavos hacia una Fáxolaar que los disfrutaría como botín de guerra. Para
ellos, ser esclavizados y mantener sus historias era la forma de asegurar que
su pueblo siguiera existiendo.

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11. EL REGRESO DE UN DIOS

—¿Necesita algo más, general? —preguntó el robusto oficial que se había


encargado de cuidar a Érxan en el año largo en que había transcurrido el viaje
de vuelta.
—Solo volver a mi hogar lo antes posible —respondió este.
El pequeño campamento se levantaba a solo media jornada de Fáxolaar.
El destacamento de soldados destinados a proteger al general que se había
convertido en emperador estaba formado por quinientos soldados de
caballería de élite que sin dudar un instante darían su vida para protegerlo. La
lealtad del ejército hacia su líder era total y ningún soldado del ejército
expedicionario se planteaba siquiera la posibilidad de abandonarle,
traicionarle o dejarle morir en el campo de batalla.
El sol despuntaba ya en el horizonte, iluminando con fuerza las verdes
llanuras de la parte más sureña de la capital del imperio. Érxan no consiguió
alcanzar a sus tropas en el camino de vuelta, pese a que sus hombres, al saber
de su regreso, propusieron la idea de esperarle acampados en las afueras de la
ciudad hasta que él volviese para así, hacer una entrada triunfal. El emperador
se negó en rotundo: aquellos soldados habían dado demasiado en esos años y
no merecían más que volver lo antes posible con sus familias. Como
consecuencia, la última parte del ejército expedicionario había vuelto a casa
casi dos meses después que el grueso del ejército, pese a viajar a caballo y a
buen ritmo.
—¡Partimos inmediatamente! —vociferó con ganas el oficial.
Los soldados acabaron de montar en sus caballos y se dispusieron en
formación para proporcionar la protección conveniente a su general.
Cabalgaban veloces sin detenerse a descansar más de lo imprescindible.
Aquellos caballos que habían conquistado el mundo eran impresionantes.
Su fortaleza física no tenía parangón y su velocidad era inigualable ante
cualquier otro animal de la misma especie criado en cualquier otra parte del
mundo. La caballería del general portaba lanzas de dos metros además de
espadas, utilizadas cuando la carga se detenía y la batalla requería de

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enfrentamientos más cercanos. Aunque viajasen ligeros, la contundencia con
la que golpeaban las formaciones enemigas era devastadora. Esta fue una de
las claves de la conquista que Érxan había logrado: la increíble caballería
faxoliana.
La formación llegó a las puertas de la capital en unas horas, donde los
soldados y en especial, su líder, fueron recibidos como auténticos dioses por
todos los habitantes de la ciudad, que parecían haberse reunido allí a
esperarlos, en la entrada principal cuya vía llevaba directamente hasta el
mismo centro de Fáxolaar.
Por todas partes se oían los vítores, se veían banderas del ejército
expedicionario repartidas en las calles, en las casas y también entre los
ciudadanos. La vía que atravesaban tenía el suelo cubierto de pétalos de
preciosas flores y todos los presentes gritaban llevados por la euforia que ver
a ese semidiós les provocaba. Érxan no cabía en sí de gozo. El camino hasta
el centro de la ciudad se le hizo demasiado corto y al fondo, donde se
encontraba la plaza central, su hermano acompañado de un grandioso Lasbos
vestido con túnica ceremonial —algo que nunca antes había visto—, le
esperaba ansioso.
El general bajó de su montura y abrazó con sentimiento a Lasbos en
primer lugar, mostrándose muy complacido de volver a verlo, y justo después
hizo lo propio con Fasmar, cuya mueca mal disimulada denotaba el escozor
que le provocaba que su hermano menor, aun después de estar años fuera,
prefiriese saludar primero a su compañero de batallas que a él mismo.
—¡Hermano, al fin has vuelto! —exclamó Fasmar intentando no darle
más importancia a lo que acababa de suceder—. Acompáñame al parlamento,
hay muchas cosas que quiero enseñarte —ofreció el regente.
—No puedo, Fasmar. Voy a descansar del viaje y pronto tendré que
hacerme cargo de este imperio, de ponerlo todo en orden. Hay mucho que
hacer —explicó el hermano menor sin vacilar.
Fasmar lo miró contrariado antes de responder.
—Siendo así, déjame mostrarte las reformas que se han hecho en el
palacio que ya es completamente de tu propiedad, del mismo modo que lo ha
sido de la mía mientras estaba cuidando el imperio para ti —concedió.
—Ese palacio, si es que estás hablando del antiguo senado, no es de mi
propiedad ni de la tuya, Fasmar. Como ya te dije, Fáxolaar es de sus
ciudadanos y de nadie más. Creía que ya habíamos aclarado esto antes de que
iniciase mi vuelta —respondió serio el emperador.

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—Claro, hermano. Te pido disculpas por mi torpeza —respondió
excesivamente servicial el regente a la vez que se inclinaba.
Érxan asintió y se encaminó, aún entre vítores, hacia el palacio,
acompañado de su buen amigo Lasbos y una parte de su guardia personal. Por
el camino mantenían una conversación entretenida e irrelevante, contando
experiencias del viaje de regreso y algunas novedades que el oficial
consideraba importante que el emperador conociese. Fue al comienzo de la
escalinata que daba acceso al palacio donde la conversación se tornó más
seria.
—Tu hermano ha empeorado. La gente no solo te aclama por lo que has
logrado, sino porque ya no aguantaba más el yugo al que Fasmar los está
sometiendo. Una revolución ha estado a punto de estallar y si no lo ha hecho
es solo porque tu regreso ya se sabía próximo —soltó de sopetón Lasbos.
Érxan se quedó sorprendido y sin respuesta por un momento, mirando
perplejo a su leal oficial.
—¿De qué estás hablando, Lasbos? ¿Por qué si eso es verdad no se me ha
avisado?
—Te envié dos mensajeros hace meses, pero ya veo que no consiguieron
su objetivo y creo que se por qué —afirmó—. Fasmar ha intentado evitar por
todos los medios que te enterases de nada. Se ha aferrado al poder de un
modo que ni siquiera yo me imaginaba y, sinceramente, me ha sorprendido
que se inclinase ante ti. El pueblo lo detesta, pero durante estos años ha
conseguido el apoyo de la guardia urbana e incluso de algunos generales que
se encargaban de la seguridad de las fronteras. Ha desviado una ingente
cantidad de oro y plata de los botines que conseguimos para pagar su lealtad
—informaba en voz baja el oficial aún junto a las escaleras de subida al
palacio—. Creo que incluso podría estar planeando tu muerte para hacerse
con el trono.
Érxan se echó a reír ante la cara de asombro de su leal compañero, que no
entendía qué le provocaba semejante gracia.
—Lasbos, amigo, confío plenamente en ti y lo sabes, sabes que pondría
mi vida en tus manos si fuese necesario, pero mi hermano, aunque sea un
tanto avaricioso, no es ni tan listo, ni tan valiente como para pretender algo
como lo que me cuentas. ¿Matarme? ¡Nos hemos criado juntos, demonio!
Siempre hemos sido uña y carne y tú sabes que siempre he contado con su
apoyo en todo cuanto he hecho.
—Pero señor… —prosiguió Lasbos.
Érxan levantó la mano sin decir nada y su compañero se detuvo.

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—Está bien, Lasbos, te prometo que investigaré lo que me dices si así vas
a quedarte más tranquilo, pero es posible que solo hayas escuchado una
versión de alguien molesto con su forma de gobierno. Yo creo que si lo que
dices fuese verdad, los refuerzos hubiesen dejado de llegarnos antes de acabar
la campaña, o que ya habrían intentado asesinarme antes de volver aquí,
donde mi presencia le invalida como gobernador —explicó el joven
emperador.
Lasbos intentó hablar nuevamente, pero la mano derecha de Érxan volvió
a levantarse rápido, apagando el impulso del oficial.
—Lo investigaré, ¿de acuerdo? —aseguró Érxan para tranquilizar a su
compañero y, en parte, para tranquilizarse él mismo. No estaba convencido de
la veracidad de lo que oía, pero estaba seguro de que su más leal oficial no
hablaría por las buenas de algo tan grave si no tuviese cierto fundamento.
Lasbos asintió quedando más relajado y se despidieron por petición del
emperador, que quería entrar solo al lugar desde el que de ahora en adelante,
dirigiría sus dominios.
La larga escalinata gris que conducía hacia el interior del palacio se
extendía frente a él como un camino que conducía hasta la morada de algún
dios. La fachada del palacio era de mármol blanco con altas columnas que
sostenían el firme techo de la construcción. Desde lo alto de la escalinata, aun
quedando el imponente edificio tras los pequeños pero majestuosos jardines
sembrados de flores llegadas desde todos los territorios que se habían
conquistado, y que Érxan se había ocupado de enviar, la fachada se veía
realmente hermosa reflejando la luz del sol con la elegancia de ese edificio
que denotaba la majestuosidad de aquella ciudad. Quizá su hermano se había
gastado una buena suma de oro y plata para conseguir esas reformas, pero
estaba claro que el resultado era espectacular.
El Señor del Este atravesó los jardines que precedían al palacio y penetró
en el interior de este, donde nuevamente quedó maravillado por los cambios.
El suelo estaba cubierto de una alfombra roja muy ancha que llegaba desde la
entrada hasta el final de la sala principal, destinada a recibir las visitas y
distintas embajadas, y lugar en el que un trono antes inexistente se alzaba
ahora con un claro dueño. Fasmar se había ocupado desde allí de dirigir los
asuntos del estado y sin duda había logrado crear una ciudad digna de ser la
capital de aquel vasto territorio. Érxan se acercó al trono, echó un leve vistazo
intentando calcular la comodidad que ese asiento especial sería capaz de
proporcionar y sin demorarse mucho, se sentó en él.

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Desde allí se vislumbraba la totalidad del gran salón, con el suelo del resto
de la sala unos centímetros por debajo de donde se encontraba sentado. Las
paredes estaban decoradas con los símbolos del ejército expedicionario, así
como con las calaveras de algunos animales exóticos enviados por sus
hombres.
El salón quedaba dividido en tres partes por una serie de columnas que
quedaban a ambos lados de la alfombra roja, dejando un pasillo principal muy
amplio y otro más estrecho a cada lado del mismo, separado por las columnas
de mármol. Las paredes de la sala se encontraban repletas de los estandartes
de ejércitos derrotados que se habían opuesto al paso del ejército
expedicionario por sus tierras, algunos de estos aún llenos de sangre o
rasgados tras las batallas en que fueron conseguidos. De este modo, las
embajadas que fuesen hasta el palacio verían con temor la cantidad de
enemigos que osaron interponerse en los planes de la capital y que acabaron
sucumbiendo ante su potencial bélico. Esa era su verdadera función, más allá
de la mera decoración.
El emperador pasó allí más rato del que fue consciente recordando las
innumerables batallas que le habían conducido hasta ese lugar, hasta ese
momento; los compañeros muertos en las campañas, que aquellos estandartes
le traían a la memoria como si hubiesen ocurrido ese mismo día. Habían
sufrido tanto para conseguir lo que tenían… y sin embargo, no dejaba de
echar de menos los momentos de tensión, la espera que precedía a la batalla,
la lucha contra la muerte, el poder de doblegar a miles de hombres de una sola
vez, el olor a sangre regando la tierra, el dolor de músculos tras un día entero
combatiendo… Sí, sin duda echaría de menos las campañas.
Érxan seguía inmerso en sus pensamientos cuando Fasmar entró por la
puerta principal junto a dos guardias que parecían ser su escolta personal.
Pareció sorprenderse al encontrar a su hermano allí sentado y solo, sin ningún
soldado que pudiese protegerlo, pues estos se habían quedado fuera, a la
entrada de los jardines.
—Vaya, veo que no te disgusta lo que he hecho por aquí mientras no
estabas —dijo el mayor de los hermanos mientras caminaba hacia el trono
acompañado de sus hombres.
—Habrás derrochado una fortuna para llevar a cabo estas reformas, pero
sin duda el resultado es excelente. Es un palacio digno de una ciudad como
esta, que ahora rige el mundo.
Fasmar asintió complacido antes de volver a hablar.

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—Vengo para informarte personalmente de que un nuevo cargamento de
esos libros extranjeros que tanto gustas acaba de llegar. Están siendo
descargados en este mismo instante en la biblioteca del palacio. No entiendo
cómo no os habéis cruzado con esa caravana al entrar a la ciudad —prosiguió
hablando con una leve sonrisa que no acababa de completarse, mostrando una
mueca que Érxan no recordaba en el rostro de su hermano—. Pensé que te
agradaría saberlo y que quizá te apetezca descansar unos días en su compañía
hasta que te hayas repuesto del viaje.
—No estoy cansado, Fasmar, aunque agradezco tu preocupación. Llevo
semanas sin leer nada y la lectura de esos escritos es fundamental para el
conocimiento de las gentes a las que ahora gobernamos y para que, de ese
modo, sepamos mejor cómo evitar revueltas.
—Sin duda es un pensamiento acertado, Érxan —prosiguió hablando
Fasmar con la misma mueca en su cara—. Creo que lo mejor sería que
consultes tus escritos, que descanses unos días. Llevo haciéndome cargo de
los asuntos de estado muchos años ya, no me importaría seguir haciéndolo
varios días más hasta que te hayas preparado para dirigirlos tú personalmente.
Érxan entrecerró un instante los ojos pensando mientras rumiaba las
palabras de su hermano, que parecía no haberlo pasado muy mal allí sentado
durante su ausencia.
—Claro —respondió el emperador—. Creo que podemos seguir
trabajando juntos como hemos hecho todos estos años —ofreció en tono
amable.
Tras su respuesta, el Señor del Este se levantó del asiento que ocupaba, se
despidió de su hermano con un abrazo y marchó en dirección a la antigua
biblioteca de palacio, que imaginaba también irreconocible tras las reformas
ideadas por el regente.
Allí pasaría más tiempo del que en principio había imaginado, en
compañía casi exclusiva de sus libros además de alguna visita más que
constante de su buen amigo Lasbos. El veterano oficial se encargaría
personalmente, por orden de su superior, de vigilar de cerca a Fasmar, que
empezaba a preocupar al emperador. Si bien sabía que mantenerle en el trono
aunque fuese subyugado a su poder era algo que podía volverse en su contra,
también era el mejor modo de ver cómo se comportaba, cómo aplicaba las
leyes y con qué criterio dirigía a su pueblo. Estaba claro que si aquel hombre
era tan odiado por las gentes que gobernaba, Érxan pronto podría verlo con
sus propios ojos. Lasbos no creía que aquella fuese la mejor estrategia por el
riesgo que conllevaba, pero en cierto modo comprendía que el que recibía

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tales acusaciones no era otro que el hermano del emperador y por mucho que
este tuviese sospechas, no podría tratar a su propio hermano como un
maleante más.
Los meses que sucedieron la vuelta a casa del Señor del Este se tornaron
muy tranquilos. Las provincias se mantenían calmadas gracias a la buena
gestión que se estaba haciendo con ellas unida a la seguridad proporcionada
por los nuevos ejércitos regulares, en gran parte formados por jóvenes de la
capital y en su totalidad dirigidos por generales de la misma. En ese tiempo,
Fasmar no había hecho nada que indicase la supuesta traición que urdía contra
el emperador y Lasbos se sentía terriblemente impotente. Érxan se lo tomaba
con humor cuando este no estaba delante, pensando que a su viejo oficial solo
le preocupaba en exceso su bienestar. El pueblo no se había quejado en
ningún momento de la regencia actual ni había pedido que se sentase en el
trono el auténtico emperador. Todos pensaban que, aunque no ocupase el
trono, desde la sombra era Érxan el que indicaba a su hermano cómo debía
hacer las cosas para que todo funcionase correctamente.
Sin embargo, nada estaba más lejos de la realidad. El regente podía no ser
el mejor guerrero o estratega, pero desde luego, era inigualable en temas de
finanzas, en decretar nuevas leyes que exigían obediencia plena del pueblo sin
que este se sintiese sometido, y demás cuestiones necesarias para el buen
funcionamiento de un territorio.
Desde que el emperador regresó, su hermano había mandado construir
palacios imperiales en zonas estratégicas del imperio que hacían sentir a los
gobernantes de cada región reyes de unas tierras que no eran suyas. De este
modo, esos hombrecillos que en realidad no eran más que unos peleles al
servicio de Fáxolaar, se creían los verdaderos amos de sus destinos. Puede
que pareciese una táctica peligrosa otorgar tanto poder a extranjeros que en
determinadas circunstancias podrían rebelarse contra el emperador, pero tenía
sus ventajas: el ejército estaba a las órdenes de faxolianos leales y
concediendo estos edificios a los mandamases de las regiones no solo se
mantenía en el gobierno a personas de la tierra gobernada, lo cual contentaba
al pueblo, sino que además se aseguraba que la clase alta de las distintas
sociedades creyese seguir ascendiendo en su escala, superando a sus
antepasados con la posibilidad de llegar a la regencia de sus respectivas
regiones.
El pueblo estaba feliz gobernado por los suyos, viendo cómo en sus
ciudades prosperaban nuevas y gloriosas construcciones, y los nobles podían
seguir ocupando sus cargos y optando a la regencia con las nuevas leyes de

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Fasmar. En última instancia, eran las leyes de Fasmar las que cumplían y
hacían cumplir los señores de cada región y si alguno se rebelaba, siempre
quedaba la opción de pararle los pies con el obediente y siempre leal ejército
regular acantonado en cada región.
De este modo, Fasmar había logrado tener un imperio feliz y orgulloso de
formar parte de algo más grande. Érxan estaba de acuerdo con casi todo lo
que había ocurrido hasta entonces con el gobierno y agradecía que su
hermano le estuviese facilitando tanto el trabajo para cuando al fin decidiese
salir de la biblioteca, que se comía sus horas de vida desde que había vuelto.
El momento en que tuviese que ejercer de emperador no se demoraría
mucho, algo que tranquilizaba a Lasbos y, desde su punto de vista,
incomodaba a Fasmar.
—Buen día, emperador —saludó servicial Fasmar.
El regente entraba a la biblioteca, regada de la luz exterior que se filtraba
a raudales por los inmensos ventanales que las reformas del edificio habían
incluido. A través de ellas, los hermosos jardines que quedaban frente a la
fachada del palacio podían verse no muy lejos, transmitiendo así la
tranquilidad y paz que tanto apreciaban los buenos lectores.
Fasmar venía acompañado de sus dos hombres de confianza, dos
veteranos de las campañas de su padre que tras la muerte de este en combate,
quedaron como guardaespaldas del regente. Los soldados rondarían los
cuarenta y pico años, pero ningún jovenzuelo se aventuraría a luchar contra
ellos.
—Te he dicho que no me llames así, Fasmar. Tú eres el único que no debe
hacerlo en todo el mundo —respondió Érxan.
—Tengo un buen sentido de la propiedad, hermano. Además, es para mí
un privilegio poder llamar emperador a alguien de mi sangre, por lo que te
agradecería que no me privases de ese honor.
Érxan negó con la cabeza, sonriendo. La verdad era que le agradaba su
comportamiento. Que lo llamasen emperador era algo a lo que aún no
terminaba de acostumbrarse, y no sabía si quería hacerlo.
—¿Qué te trae por aquí? —preguntó el emperador—. Que yo sepa, tú
nunca has sido muy dado a visitar sitios como este —bromeó.
—Tú tampoco lo eras hasta que has vuelto de tus gloriosas conquistas.
Recuerdo que pasabas tus ratos libres entrenando sin cesar con nuestro padre
y Lasbos a menos que tuviésemos que estudiar con ese tutor malnacido —
afirmó Fasmar.
—¿Cuál de ellos?

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—Buena pregunta —respondió sonriendo.
El emperador asintió con aire melancólico al recordar a su padre, pero su
hermano retomó la conversación antes de que esta se desviase del rumbo que
ya tenía previsto.
—Lo que me trae por aquí no es más que el deseo de entregarte un
presente venido de muy lejos, que creo puede resultarte interesante teniendo
en cuenta tus nuevas aficiones.
El gesto en la cara del emperador cambió al instante, excitado por las
palabras de su hermano. Su emoción por descubrir la naturaleza de aquel
regalo era algo que no podía ocultar con facilidad, pues todavía se
emocionaba como un niño cuando le regalaban algo.
Fasmar hizo un gesto con la mano y un sirviente que se encontraba en la
sala contigua, justo al lado de la puerta por la que él había entrado instantes
antes, se acercó con paso ligero para entregar al regente lo que parecía ser un
libro antiquísimo. El emperador miraba intrigado, deseoso de conocer qué
libro era ese que de momento, no le resultaba familiar en absoluto.
—Sé que esta vida no es la tuya —comenzó diciendo el hermano mayor
—. Sé que siempre has sido más un guerrero que un gobernador, que es lo que
te llena y lo que le da emoción a tu vida. Sé que lo que siempre te ha
motivado a mejorar, a seguir avanzando, ha sido cumplir el sueño de nuestro
padre de ver el mundo a los pies de Fáxolaar, y sé que crees que tu sueño, que
tu vida ha concluido ya a pesar de seguir siendo tan joven como eres… Crees
que el sueño de nuestro padre ya se ha cumplido —terminó de decir Fasmar.
«¿Crees? —pensaba el emperador—. ¿Cómo que crees? Este era el sueño
de mi padre. Ya no queda nada que conquistar, no queda ninguna civilización
que pueda agrandar los dominios de Fáxolaar, que pueda contribuir a su
grandeza… ¿De qué está hablando Fasmar?» —seguía pensando.
—¿Qué quieres decir con «crees»? —preguntó al fin sintiéndose
incómodo.
Fasmar había logrado el efecto deseado en su hermano. Puede que con
una espada en la mano, el emperador fuese la persona más temible de la
tierra, pero nadie dominaba como él el arte de las palabras, algo que desde
pequeño le había acompañado como un talento natural.
—Quiero decir que ya no eres tú, que no quiero que pases el resto de tus
días aquí encerrado, rodeado de estos mugrientos libros escritos por los
salvajes que ahora gobernamos —espetó—. Por eso te he traído este —dijo a
la vez que extendía la mano para entregarle su regalo al emperador—. Lo han
traducido para ti, como todos los demás, pero la cubierta es la original. El

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ejemplar del que se tradujo estaba destrozado, no ha sido una fácil conseguirte
esto. Es de esos nómadas que aplastaste en los confines del mundo, los que
terminaron la guerra y te permitieron volver.
—¿Los nómadas del desierto? —preguntó el emperador ojeando el libro
con una intriga aún mayor si cabía.
—Sí —respondió— los… barebios o baraqueos…
—Los baracios —afirmó el emperador sin levantar la vista del libro—.
Tenía entendido que no habían escrito mucho más que algunas historias de
cómo surgió su pueblo, poco más. ¿Qué tiene este libro de especial? —
preguntó Érxan mirando a su hermano.
Fasmar sonrió antes de responder.
—Léelo, no te va a decepcionar.
Dicho esto, el regente se dio la vuelta y se dirigió hacia la salida seguido
de cerca por sus inseparables guardaespaldas. Érxan lo vio alejarse durante un
instante antes de volver a clavar los ojos en el libro, dispuesto a descubrir por
qué era tan importante.
Al abrir la gruesa tapa de color marrón oscuro, la primera página
desvelaba un título que no dejó indiferente al emperador:

El pueblo del oeste: la historia de los puncos.

Cerca de palacio, unos días más tarde, Fasmar conversaba con un


desconocido al abrigo de la noche.
—Has hecho un gran trabajo, como siempre —dijo con voz pausada
Fasmar—. Está completamente atrapado por ese maldito libro.
—Gracias, mi señor. Siempre hago el mayor de mis esfuerzos por
complaceros aunque debo añadir que con diferencia, este ha sido el trabajo
más complejo de cuantos me habíais encargado hasta la fecha —comenzó
hablando con voz ronca el hombre encapuchado que se encontraba frente al
regente—. He tenido que viajar hasta los mismos confines del mundo para
traerlo, y que cortar algunos dedos y cuellos para localizarlo una vez estaba
allí —aseguró.
—Lo sé —respondió Fasmar abriendo la palma de su mano izquierda y
poniéndola frente a su fiel guardián para que este depositase una bolsa de
monedas en ella.
El regente pasó la bolsa al encapuchado, que la agitó un poco para
calcular la cantidad de monedas de oro que se encontraban en su interior.

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—Por ello el pago es tan sumamente generoso. Después de todo, es el
inconsciente de mi hermano quien financia tus trabajos —aseguró sonriendo
con malicia—. El resto del pago te espera en el lugar acordado. Deseo que lo
disfrutes —concluyó girándose para irse sin esperar respuesta.
—Y yo espero que nuestros próximos negocios sean igual de productivos
para ambos —se despidió inclinándose.
Al abrigo de la noche, la reunión se disolvió sin ser vista por más ojos de
los que se esperaba que estuviesen presentes. Fasmar llegó a su montura,
donde dos guardias más le esperaban ya preparados para salir. Los cinco
hombres en total partieron en dirección contraria a la del encapuchado.
—Señor, ¿quiere que le traigamos el oro esta misma noche? —preguntó el
sargento de su guardia.
—Por supuesto —respondió sin vacilar el regente—. Y no quiero que su
cuerpo se encuentre, ¿me oyes?
El veterano asintió con firmeza.
—Aseguraos de que su cuerpo no se encuentre —insistió Fasmar antes de
poner al trote a su caballo.
No tardarían en llegar a la entrada secreta de palacio, construida por
seguridad durante las reformas que el oro de Érxan había financiado. Allí, en
la parte trasera a la entrada principal, rodeada de maleza, se encontraba la
abertura hecha en roca viva y tapada con cuidado para que nadie pudiese
encontrarla ni siquiera buscándola con ahínco.
Al lado de la entrada, dos soldados más esperaban a Fasmar con una bolsa
de diferente tamaño cada una. El regente se acercó a ellos para mirar el
contenido de las mismas y con cara de satisfacción, asintió antes de perderse
en el interior del pasadizo. Una de las bolsas contenía las monedas de oro que
hacía media hora le había entregado al encapuchado como pago por sus
servicios; la otra contenía la cabeza del mismo hombre.
Fasmar no iba a cometer la imprudencia de dejar vivo a un hombre que
conocía tantos secretos incómodos y que podía venderse por un puñado de
monedas. Aquel encapuchado había sido uno de los hombres de confianza de
Fasmar, y más de una vez había hecho para él trabajos que requerían de la
profesionalidad de un asesino silencioso o de la pericia necesaria para engañar
o sabotear cuanto el regente había pedido.
Sin embargo, una cosa eran los trabajos sucios y otra muy distinta era lo
que en esta ocasión se traía entre manos. El hermano del emperador podía
tener muchos defectos, pero desde luego la falta de prudencia no era uno de
ellos. Los hombres que conocían su entrada secreta, así como sus planes, no

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eran más que el puñado de soldados que le habían acompañado durante su
salida nocturna. Ese hombre que gobernaba un imperio sin ser emperador,
entró directamente a su habitación desde el pasadizo secreto y se acostó sin
ser visto por ninguno de los sirvientes de palacio.
El plan que había urdido se estaba desarrollando a la perfección. Sabía
que aquel libro, del que había oído hablar tiempo atrás, sería más que
suficiente para atraer la atención de su infeliz y confiado hermano, que vería
en él la oportunidad de volver a ser el gran líder militar que tanto añoraba ser:
podría volver a su vida dejando así que él, el hermano mayor y verdadero
heredero al trono de Fáxolaar, pudiese retomar su mandato sin la obligación
de fingir una bondad que ni era parte de su carácter ni, a su entender, era lo
que el imperio necesitaba.
Estaba harto de fingir ser algo que no era, pero con Érxan allí, no podía
actuar más que del modo diligente y servicial que el emperador creía que le
caracterizaba. Por fin conseguiría que el eterno conquistador partiese de
nuevo en campaña y esta vez, se aseguraría de que nunca volviese.
La idea era que una vez marchase hacia el oeste, sus veteranos y antiguos
generales, sus amigos y soldados más leales, lo acompañasen. Así, una vez la
expedición se adentrase en las arenas del desierto infinito, Érxan y todo aquel
capaz de apoyarlo militarmente estarían condenados a muerte. Si todo salía
bien, cuando el nuevo ejército iniciase su campaña, el emperador quedaría tan
alejado del trono como para que Fasmar se sentase de forma definitiva en él
sin tener que guardar las apariencias ni agachar la cabeza ante nadie.
Se había asegurado de que los nuevos ejércitos de las civilizaciones
integradas en el imperio, que estaban destinados a mantener el orden en las
provincias, fuesen leales a él y no a su hermano. Con las leyes que tanto
gustaban a Érxan, su hermano mayor había logrado poner al mando de las
provincias a los hombres que eran partidarios de él. Y su lealtad no solo se
garantizaba con el oro que corría a raudales de su cuenta, sino con leyes y
reformas que garantizaban unos derechos incuestionables en cuanto Fasmar
ocupase el trono de forma indefinida. El imperio ya era suyo aunque Érxan
fuese el legítimo mandatario y, desde las sombras, todo estaba ya preparado y
controlado por él.
Tenía claro que solo podía hacerse con el poder de esa manera, ya que si
intentaba asesinar a su hermano, lo cual ofrecía el método más rápido, y
aunque lo consiguiese, el consejo de Fáxolaar propondría a votación el nuevo
modo de gobierno que, al final, acabaría siendo dirigido por aquellos viejos
que terminarían por hacer que todo lo conseguido hasta entonces se

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derrumbara. No, la clave era que Érxan se marchase a otra de sus campañas
para que, una vez allí y habiendo dejado al mando a Fasmar, este pudiese
continuar su regencia esta vez como sucesor del emperador, de forma legítima
e incontestable en cuanto este muriese.
Y ahí era donde residía el verdadero éxito de todo el plan: en que Érxan
muriese.
Érxan, por su parte, seguía encerrado en la biblioteca y solo dejaba de leer
para irse a dormir cuando su vista se volvía borrosa por el cansancio. En la
capital, el pueblo apenas veía a su emperador, que pasaba los días encerrado
en la biblioteca de palacio.
Corrían rumores de que estaba gravemente enfermo, de que estaba
perdiendo la cabeza y por eso lo mantenían allí encerrado con el fin de que su
imagen, su grandeza, no decayera. Sin embargo, nada estaba más lejos de la
realidad. El emperador se encontraba en plenas facultades y por primera vez
en muchos meses, sentía una ilusión en su interior que le motivaba a querer
seguir viviendo.
El libro que su hermano le había entregado era un pedazo de historia
fascinante. Los escritos que contenía hablaban de un pueblo de guerreros
fieros que lograron atravesar aquel desierto que ni siquiera los nómadas, que
llevaban siglos viviendo allí, pudieron penetrar. Los llamados puncos habían
venido desde el oeste más lejano en busca de tierras de conquista e incluso,
según decían los escritos, habían logrado no solo derrotar los ejércitos de
algunas de aquellas regiones, sino asentarse con fuerza en las lindes del
desierto.
El libro no decía con exactitud por qué acabaron abandonando el lugar,
solo que en unos años sus poblados fueron quedando vacíos y al parecer, las
tribus cercanas atacaron los restos de población que quedaban y derrotaron a
la mayoría de ellos. Los supervivientes se encaminaron de nuevo hacia la
inmensidad del desierto y jamás volvieron a salir de allí.
Érxan estaba convencido de que si ese pueblo había cruzado la
inmensidad del mar de arena, sus hombres también podrían hacerlo. Puede
que todo un continente se escondiese tras las inmisericordes dunas de arena y
estaba decidido por entero a encontrarlo.
Una vez más, un nuevo ejército expedicionario se crearía para ponerse
bajo su mando. Que Fasmar se encargase de guardar las leyes en el imperio,
de mandarle provisiones y refuerzos como hasta entonces había hecho en las
anteriores campañas, que se quedase con el maldito asiento desde donde lo
gobernaba todo. Él volvería a ser el Señor del Este, volvería a comandar a sus

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ejércitos para encontrar a esos puncos y someterlos como ya había sometido
al resto del mundo.
Calculaba que tardaría un año y medio en llegar hasta el desierto y se iba a
asegurar de que las regiones cercanas le proporcionasen los recursos y
pertrechos necesarios para partir. De este modo, cuando llegase hasta el punto
de partida en las tierras de los prácticamente extintos baracios, su ejército
armado y listo ya le estaría esperando. Tendrían que crear rutas de
abastecimiento de alguna forma en el desierto para que el agua nunca faltase a
sus tropas, además de la comida y cualquier tipo de vestimenta u otros útiles.
Sería una travesía larga y complicada, puede que más que ninguna
anterior, pero después de lo que habían logrado estaba seguro de que sus
hombres eran los más fuertes y aguerridos del mundo, y que cruzar el desierto
no sería más que otra anécdota de la que se hablaría en los posteriores escritos
que relatasen sus memorias.
Fasmar no podía saber lo agradecido que el emperador le estaba y le iba a
estar durante los próximos años por haberle conseguido una nueva campaña
como esa. Él no valía para estar encerrado allí, entre libros. Si lo había hecho
hasta entonces era solo porque sentarse en el trono era aún peor que sentarse a
leer en la biblioteca.
No paraba de leer mientras iba calculando cuántos hombres necesitaría,
qué cantidad de comida y agua, cuánta caballería… Cuando llegó a una parte
especialmente interesante que le deshizo de sus pensamientos en el instante:
«… los puncos dominaban la mayor parte de una tierra fértil y hermosa
donde nadie era capaz de doblegar su poder, o de eso presumían ellos durante
los años de ocupación…».
Sí —pensaba Érxan—, aquellos serían rivales dignos para sus hombres y
con un poco de suerte, se verían las caras con ellos dentro de un par de años.

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12. LOS FRUTOS DEL ENTRENAMIENTO

—Señor, traigo un despacho urgente —anunció con el aliento entrecortado el


joven que acababa de entrar en la fortaleza.
El general encargado de dirigir a los Escudos Negros alargó el brazo para
recoger el mensaje y abriéndolo con desgana, leyó su interior. Solo tardó unos
segundos en volver a plegar el escrito y dirigirse a sus oficiales, entre ellos
Rhael.
—El momento ha llegado, caballeros —espetó atrayendo la atención de
sus compañeros—. Los salvajes de las velkra acaban de empezar su campaña
de ataques al valle y el emperador nos manda a pararles los pies de una vez
por todas.
Los oficiales se miraban pensativos. Sabían que los Escudos Negros se
habían formado para ese fin, pero aún no habían pasado los tres años de
entrenamiento que pensaban necesitar para tener alguna oportunidad de
vencer en el valle de Mélmelgor. Los chicos habían evolucionado bastante
mejor de lo esperado desde su llegada a la fortaleza hacía ya más de dos años,
pero su experiencia en combate no era la idónea para enfrentarse a enemigos
de tal calibre.
—General, creo que los muchachos no están listos para enfrentarse a las
velkra. Si vamos antes de tiempo, el proyecto de los Escudos Negros se
convertirá en una masacre y un fracaso —comenzó exponiendo Rhael, oficial
de la sección de Erol.
Los demás oficiales lo miraban sin saber qué opinar, pues en cierto modo
sentían que Rhael hablaba con lógica, pero no querían contradecir a su
superior y mucho menos al mismísimo Laebius.
—No debes preocuparte, Rhael, especialmente cuando tu sección cuenta
con los mejores soldados de toda la unidad —dijo el general mirando de reojo
al celoso Lariel, oficial de la tercera sección—. Los muchachos ya son
capaces de superar las marchas más largas que ninguna unidad haya tenido
que recorrer jamás desde la creación del imperio, pueden montar el
campamento en el tiempo que les dimos como límite y son buenos con las

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armas. Es cierto que enfrentarse a los esclavos rebeldes de la costa ni siquiera
puede considerarse entrar en combate, pero los que no habían visto sangre se
curtieron ese día y los que la habían visto ya, volvieron a recordar lo que es la
emoción de una buena batalla. Los muchachos están preparados, Rhael —
aseguró el general—. No podemos esperar que se conviertan en veteranos si
no combaten nunca; en algún momento tiene que llegar la primera batalla
difícil y la de estos chicos será este verano.
El oficial no dijo más. No tenía mala relación con su superior pero sabía
que eso cambiaría pronto si seguía llevándole la contraria.
—¿Tenéis algo más que opinar? —preguntó el general ante la ausencia de
nuevas cuestiones por parte de Rhael.
Ninguno de los oficiales parecía tener nada que añadir a la conversación
que acababan de escuchar y que ya había quedado perfectamente clara. Irían a
por las velkra y no les quedaba más remedio que derrotarlos.
—Bien —prosiguió el general—, pues reunid a vuestros muchachos e
informadles de las órdenes que tenemos. Partiremos en dos días.
Dicho esto, la reunión se dio por finalizada y los oficiales partieron a sus
respectivos barracones en busca de sus chicos. Hacía una fresca mañana de
principio de verano y muchos de los reclutas estaban entrenando por doquier
en la Fortaleza Negra. Desde que llegaran, aquellos jóvenes habían terminado
de reconstruir las murallas semiderruidas del castillo además de campos de
entrenamiento, nuevos barracones y demás edificios que sus superiores creían
necesitar. Hacía más de un año y medio que ningún soldado había tenido que
ser disciplinado. Los Escudos Negros eran obedientes y diestros en el uso de
las armas y en buena parte se debía al pique que había entre ellos, que era
manifestado a diario en los círculos de combate que desde la mañana en que
Zúral y su amigo el grandullón crearon, se habían hecho muy populares.
Desde entonces, los días libres siempre había muchachos enfrentándose
en esos círculos con las armas de entrenamiento que ya no les pesaban tanto.
Las enormes corazas se habían convertido en una extensión más de sus
cuerpos, al igual que las espadas que habían estado utilizando desde el primer
día.
Al principio, cuando llegaron al campamento, les dijeron que ese
equipamiento sería solo para entrenar, que por eso era tan pesado e incómodo,
pero la verdad es que se habían enfrentado a los rebeldes llevando esas
espadas que no cortaban y esas corazas que dificultaban tanto el movimiento.
El resultado no sorprendió a los oficiales: los rebeldes habían sido aplastados
sin compasión por ese nuevo cuerpo que ya era, sin duda, el mejor que existía

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en todo el imperio. El día de la batalla solo fueron baja un puñado de
soldados, no más de quince o veinte por sección, mientras que casi tres mil
rebeldes fueron masacrados o dispersados por los alrededores y capturados en
las horas posteriores.
Rhael se acercó al círculo de combate de su sección, donde estarían Erol y
Zúral, que solían ser los rivales a batir. Aquellos chicos, los dos más jóvenes,
se habían convertido en lo mejor que tenía su sección y, si bien alguno podía
herirlos, los reyes de esos combates siempre eran ellos.
La evolución de Erol había sido increíble desde que empezó su visible
buena amistad con Zúral. Su hermano, al que también conocía bien, había
mantenido un poco las distancias e incluso se le veía más alejado de Erol
desde hacía meses. Las amistades que ambos habían hecho allí adentro no
eran las mismas y la relación entre los dos, tampoco.
El oficial llegó hasta el tumulto de jóvenes que rodeaban a los
combatientes. En ese momento, Áramer luchaba contra el grandullón al que
tiempo atrás Zúral mandó a la enfermería con varias costillas rotas. Áramer
no era un mal luchador, pero tampoco era rival para ese joven que algún día
lideraría al pueblo de los sirromes. Rhael esperó hasta que el combate
terminase y entonces, con el resultado que todos esperaban, el oficial detuvo
la competición atrayendo la atención de sus muchachos para informarles de
las órdenes que acababan de recibir.
La noticia fue recibida con entusiasmo por la mayoría. Cuando por fin
derrotasen a las velkra, podrían volver a sus hogares o, por el contrario,
ocupar un cargo importante dentro del ejército, donde permanecerían el resto
de sus vidas hasta tener edad suficiente para retirarse y vivir su vejez como
comerciantes ricos. Ellos serían la nueva generación de oficiales, de generales
y capitanes del ejército imperial una vez la amenaza de las velkra terminase.
Por ello, mientras antes luchasen contra las bestias de Trenulk, antes seguirían
ascendiendo en la escala social.
Lerac, que estaba presenciando el combate de su amigo, se sintió aliviado
al oír que por fin saldrían de la fortaleza para hacer algo más interesante.
Después de todo, él también tenía sus motivos para querer encontrarse con las
velkra, pues solo entonces regresaría con su padre. La separación que se había
visto obligado a mantener con su progenitor no le había supuesto un problema
tan grave como pensó en su día, pero lo echaba de menos y quería que viese
el hombre en el que se había convertido.
Lerac había madurado mucho y Erol… Erol ya ni siquiera se acordaría de
Kraen. Ese maldito Zúral estaba a todas horas con él y pese a que el chico no

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era del todo del agrado de Lerac, estaba claro que una cosa estaba haciendo
muy bien: convertir a su hermano en un luchador como pocos. Ganar en los
círculos de combate le había dado cierto estatus dentro de la sección y había
facilitado que su relación con los muchachos de las diferentes tribus no fuese
mala.
Lerac había dejado de ser su mentor porque el jovencísimo Erol, que
ahora no tenía más que dieciséis años, ya lo había superado con creces en el
uso de las armas. Su cuerpo también se había transformado, se había
fortalecido notablemente desde que llegaran a Dúrenhar y estaba creciendo a
un ritmo impresionante.
El mayor de los hermanos estaba inmerso en sus pensamientos cuando los
dos reclutas más jóvenes pasaron por delante suya sin verlo debido a al
tumulto.
—¡Erol!
Los jóvenes se detuvieron examinando el grupo de reclutas en busca de
Lerac cuando este apareció de entre ellos.
—Has oído eso, ¿verdad? —preguntó conociendo ya la respuesta.
—Claro que lo he oído, al fin ha llegado el momento de vengar a mi
madre —respondió con los ojos llenos de emoción.
—Sí, por fin podremos volver a casa.
—No disolverán esta unidad así como así, chico de la capital. Ha costado
mucho reunirnos y entrenarnos para que nos envíen de vuelta a nuestras casas
solo por derrotar a las velkra —aseguró Zúral—. Además, no creáis que
vencer a esa gente será tan fácil como fue lo de los rebeldes del mar. Estos
soldados llevan años combatiendo, son fuertes como casi ninguno de los
nuestros —advirtió Zúral dejando entender que él sí era tan fuerte como ellos
— y conocen bien el valle.
—Los derrotaremos de todos modos —aseguró Erol—. No hemos estado
entrenando tanto tiempo para nada.
—Ya veremos lo que pasa —sentenció Zúral—. Voy a buscar a Gurath
para decírselo. Hoy nos acostaremos temprano —ordenó—, los próximos días
serán largos. Cuando encontremos a las velkra, verás lo que es un combate de
verdad.
Erol asintió y su compañero se encaminó en busca del grandullón sin
siquiera dirigir una mirada de despedida a Lerac, que ya estaba acostumbrado
a los desprecios del pequeño rinhenduris. El menor de los hermanos se
adivinó de los pensamientos de Lerac, pero no dijo nada.

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Permanecieron juntos un buen rato paseando y hablando de las órdenes,
de cómo pensaban que sería la batalla y cómo de grandes los salvajes.
Hablaron de Kraen y un poco por encima de la familia desaparecida de Erol
que este ya daba por muerta. Su padre y su hermano habrían sido asesinados
por los salvajes sin ninguna duda, pues no había otra explicación para su
repentina desaparición.
Esa noche, todos se acostaron pronto esperando descansar para el viaje.
Las marchas a las que se habían acostumbrado eran de casi ocho horas
fraccionadas en dos descansos breves. A ese ritmo podían mantenerse una
semana entera y recorrer, cargados con su equipo, más de cincuenta
kilómetros por jornada teniendo después poco más de dos horas para levantar
el campamento con su correspondiente empalizada.
Aquellos muchachos eran auténticos portentos físicos, y ese era el
verdadero objetivo de su entrenamiento, que pudiesen resistir combatiendo el
tiempo suficiente para desgastar por completo a sus enemigos y aplastarlos
después sin compasión. Muchos jóvenes habían muerto de agotamiento, pero
el entrenamiento había ido endureciéndose progresivamente hasta llegar a los
objetivos previstos y una vez ahí, los que resistieron se convirtieron en las
mejores máquinas de combate vistas en el imperio. Además, esas largas
marchas aseguraban que los Escudos Negros pudiesen dejar atrás o perseguir
y alcanzar a cualquier otro ejército, dándoles así una ventaja crucial a la hora
de plantear una batalla.
Rhael se fue a descansar ya bien entrada la noche. En su cabeza, la idea de
enfrentarse a las velkra tan pronto le causaba una profunda inseguridad. Sus
chicos eran muy buenos, sin duda, pero esos salvajes… De todas formas, la
decisión ya estaba tomada y nada podía hacerse para cambiarla, como ya
había demostrado el general esa misma mañana. Al día siguiente les
entregarían a los muchachos sus verdaderas armas y armaduras de combate,
encargadas y fabricadas especialmente para ellos, con sus espadas únicas de
empuñadura a medida que se habían creado en la misma Fortaleza Negra
mientras pasaba el tiempo de entrenamiento.
Rhael consiguió dormirse tras beber un par de copas de vino, que lo
ayudaban a relajarse cuando alguna preocupación rondaba su cabeza.
A la mañana siguiente su sección formaba, como de costumbre, frente a la
entrada de su barracón en la cueva, listos para pasar revista. Rhael llegó con
nuevas e inesperadas noticias para sus reclutas.
—Muchachos, ha habido un cambio de planes que nadie se esperaba —
comenzó anunciando—. Los puncos han sitiado la fortaleza de Álea y al

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parecer, solo nosotros podemos pararles los pies. Nuestro ejército es el más
cercano a la zona y somos los mejor preparados del imperio. El problema es
que tampoco podemos permitir que las velkra sigan destrozando los cuerpos
del ejército imperial en el valle de Mélmelgor. Por este motivo, y aunque
pienso que no es una buena idea, el general ha decidido dividir fuerzas y
enviar dos secciones a cada uno de estos lugares.
Erol, completamente sorprendido por las nuevas, sintió un escalofrío.
Formaba en las primeras filas, como siempre junto a Zúral, pero su mente
estaba muy lejos de allí. Temía que su sección fuese enviada a combatir a los
puncos en vez de a los salvajes y no era por miedo, sino porque hacía años
que quería enfrentarse a esos animales que tanto le habían quitado.
—Nuestra sección, junto con la primera, se enfrentará a las velkra y
pondrán en orden Mélmelgor; otras dos se dirigirán a levantar el asedio en
Álea y asegurar la fortaleza hasta que nuevas tropas puedan llegar y mantener
la zona controlada frente a más ataques; la última permanecerá aquí hasta
nuevo aviso —dijo Rhael antes de tomarse un breve descanso para observar la
cara de sus muchachos que, por regla general, reflejaban una tranquilidad que
casi le ponía nervioso—. Bien, dicho esto, debéis saber que después de
enfrentarnos a las velkra, a ser posible en campo abierto y en superioridad
numérica por nuestra parte, nos retiraremos a Lorkshire a descansar y
reponernos hasta que vuelvan a salir de Trenulk. Esa será nuestra rutina hasta
que acabemos con ellos, con sus ganas de atacar el valle o… —hizo una
pausa—, o hasta que nos masacren.
El comentario del oficial, lejos de poner nerviosos a sus soldados, les sacó
una sonrisa. Puede que su general tuviese razón y los Escudos Negros sí
estuviesen listos para enfrentarse a los salvajes. De todos modos, tendrían que
ver como él ya había visto lo que era un combate con las velkra… Quizá
cuando viesen a sus compañeros partidos por la mitad de un solo tajo por
aquellos monstruos, entendiesen que los rebeldes de la costa no eran más que
un juguete en sus manos y que los salvajes sí representaban una amenaza muy
a tener en cuenta. De cualquier forma, la decisión estaba tomada y con ella, el
destino de todos sus hombres y el suyo mismo.
—¿Tenéis alguna duda? —preguntó el oficial por rutina.
—¿Cuándo partimos, señor?
—Eso no ha cambiado, Erol. Partiremos mañana al alba, como ya estaba
previsto que hiciésemos desde ayer —respondió el oficial.
El chico asintió sin añadir nada más. Rhael estaba maravillado con la
fortaleza de aquel muchacho. Era increíble cómo había mejorado durante esos

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dos años largos en Dúrenhar. Además, parecía un don innato en su carácter la
facilidad que tenía para ganarse la confianza y el respeto de cuantos lo
conocían. Erol era uno de los soldados más querido, respetado y temido entre
las filas de su sección y, si bien Zúral era el mejor soldado de toda la unidad
de Escudos Negros, carecía del carisma que tenía el hijo adoptivo de Kraen.
—¿Lucharemos con estas armas, señor? —preguntó otro de los
muchachos con tono descontento.
—Oh, cierto… ya se me olvidaba eso —dijo Rhael mostrándose
sorprendido—. Cuando llegasteis aquí os prometimos que tendríais armas
dignas de una unidad como esta y así será. Vuestros equipos están listos y os
serán entregados ahora mismo —anunció el oficial despertando murmullos
entre las filas de soldados—. Como ya sabéis, los yelmos os cubrirán la cara
por completo, de modo que cualquiera que os vea no podrá distinguir vuestros
rostros. Todos seréis y pareceréis el mismo salvo por la marca personal que os
distinga. Esta marca ya ha sido grabada según vuestras peticiones, por lo que
el equipo está completo.
Acto seguido, Rhael hizo una señal a uno de sus suboficiales y este se
marchó corriendo hacia las puertas de la fortaleza, donde recientemente una
caravana había llegado y esperaba paciente a que se reclamase su contenido.
Pasaron unos minutos hasta que los carros llegaron hasta donde los
muchachos formaban y al destapar las lonas que cubrían los trasportes,
cientos de armaduras, atadas a escudos en forma de lotes, aparecieron
relucientes a la espera de ser recogidas. Los muchachos gritaron de júbilo
sabiendo que al fin recibirían un equipo de combate real que además, era
único en el mundo.
Rhael los ordenó en fila y fue entregando a cada uno el paquete que
formaba la armadura compuesta por una coraza para protegerse el pecho,
grebas, hombreras, brazales que cubrían desde el codo hasta la muñeca y, por
supuesto, un escudo redondo de gran tamaño que les permitiría ponerse a
cubierto de cualquier lluvia de flechas. Además, unas largas lanzas de un
precioso color negro mate con una afilada punta en forma de hoja, haría
posible que combatiesen a las velkra sin tener que ponerse a la distancia de
sus temidas armas. El yelmo y la espada no estaban entre el equipo que traían
los carros.
—Señor, ¿combatiremos a las velkra solo con estas lanzas? —preguntó
otro soldado.
—Las espadas y yelmos ya están al llegar. Han estado criando polvo en el
almacén de la forja desde hace meses, pero con un poco de agua y tela,

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quedarán como nuevas.
Mientras los soldados seguían recogiendo su equipo, el ayudante del
herrero se presentó con una larga lista que entregó a Rhael. En ella, los
nombres de todos los integrantes de la segunda sección estaban puestos en el
orden en que los muchachos deberían recoger sus yelmos y espadas con
empuñadura hecha a medida. De este modo, después de recoger la carga de la
caravana, el oficial los fue llamando uno a uno para que los muchachos se
dirigiesen a por el resto de su equipo, que ya esperaba en el almacén.
El trabajo del maestro herrero, que durante meses había contado con
ayuda tanto del interior como del exterior de la fortaleza para acabar su
pedido, había sido sin duda digno de una tarea tan importante como la que le
habían encargado. Los acabados de las espadas eran impecables y casi
parecían poder cortar con solo mirarlas. Los yelmos, por otra parte, eran de un
negro perfecto que relucía a la luz del sol con la marca personal de cada
soldado puesta en la parte trasera del mismo, en un color grisáceo que lo hacía
resaltar sobre el resto.
Los soldados volvían con sus espadas, mucho más ligeras que las que
habían estado usando hasta entonces, y comprobaban con agrado que los
símbolos de sus clanes, sus animales o cualquier otro dibujo que encargaran
para su equipo personal, estaba dibujado y perfilado a la perfección.
En el yelmo de Erol, al igual que en el de Lerac, dos fieras gárgolas lucían
de perfil con la boca abierta lanzando un rugido mudo, interminable, de
fuerza y rabia dirigido contra cualquiera que tuviese el valor de enfrentarse a
ellos. La moral estaba por todo lo alto entre los Escudos Negros y con su
nuevo equipo listo, se creían capaces de destrozar a las velkra, a los puncos e
incluso a ambos enemigos a la vez.
El yelmo de Zúral tenía como dibujo el mismo tatuaje que estaba grabado
en su mejilla y que, aunque Erol no sabía cuál era su significado porque su
compañero nunca se lo dijo, imaginaba que era el símbolo de su clan.
Unas horas después, cuando acabaron de recoger sus equipos, Rhael les
instó a probárselos y asegurarse de que todo estaba en orden antes de iniciar
la marcha. Sus soldados estaban encantados. Aquellas armaduras eran livianas
en comparación con las que siempre habían llevado en la Fortaleza Negra; las
espadas, además de compartir la misma característica, eran cómodas de
empuñar al estar diseñadas según el tamaño de la mano de su propietario. No
llevaban más que unas horas con ellas y ya sentían que habían combatido con
esas espadas desde antes de nacer.

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—Partiremos mañana al alba, muchachos. Espero que estéis descansados
y listos para lo que se nos avecina dentro de unos días —anunció Rhael a
modo de despedida.
Al día siguiente, los Escudos Negros, con sus armaduras impolutas y
perfectamente formados, esperaban a su oficial antes de la salida del sol.
—Por fin llegó el momento —susurraba Erol como para sí mismo ante la
atenta mirada de Lerac, mucho menos ansioso que su hermano.
Rhael llegó rápido hasta su posición y sin decir ninguna palabra, como
siempre que iban a iniciar una larga marcha, se puso a la cabeza de su
sección. La primera sección venía ya de camino desde su barracón a unos
cincuenta metros de ellos y viendo que todo estaba listo, cuando el sol no
asomaba aún por el horizonte, Rhael comenzó la marcha hacia el valle de
Mélmelgor, del que tenía la certeza de que muchos de sus soldados, tal vez
incluso él mismo, jamás volverían.

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13. LA BATALLA DE MÉLMELGOR

La noche estaba cayendo y el sol perdía fuerza lentamente mientras los


Escudos Negros descendían la suave pendiente verde que les encaminaba
hacia el flanco del ejército salvaje. No había muchos, no más de unos
quinientos de esos animales con apariencia humana. Los cuernos que
sobresalían de sus cascos, retorcidos y negros como las profundidades del
mismísimo bosque de Trenulk, eran visibles desde donde se encontraban.
Iban casi desnudos, a excepción de un peto protector que les tapaba todo el
pecho, unas hombreras y una prenda de piel de animal que cubría sus
genitales. Algunos portaban voluminosos yelmos. Sus cuerpos estaban
pintados de un color grisáceo, o tal vez ese fuera el tono original de su piel.
Las armas que portaban eran descomunales: espadas más altas que medio
hombre adulto y muy gruesas, adquiriendo así el aspecto de una especie de
maza capaz de romper cualquier defensa.
La malograda guardia de Lorkshire estaba siendo masacrada a un ritmo
imposible de creer, pues ni sus escudos ni sus armaduras podían detener los
golpes de aquellas bestias sedientas de sangre. Los pocos que tenían la suerte
de protegerse de un golpe terminaban con un brazo partido e instantes
después, destrozados en el suelo por un nuevo mazazo. Los mandobles
levantaban del suelo a los guardias, que caían a casi dos metros de distancia
de donde habían sido alcanzados. Sí, estaba claro que la batalla no iba a ser
tan fácil como la de los rebeldes pero, al fin y al cabo, los habían entrenado
para luchar contra esos seres y eran el mejor cuerpo militar de todo el
imperio, ¿por qué no iban a ser capaces de derrotarlos?
La guardia de la ciudad vio por fin que las dos secciones de Escudos
Negros habían llegado en su auxilio y, de una forma tan desordenada como
lamentable, se batieron en retirada hacia donde estos soldados, mejor
entrenados y frescos, estaban ya formados y listos para entrar en combate.
La pendiente se había terminado y ahora caminaban en llano hacia los
salvajes. La idea de Rhael fue interceptarlos cerca del bosque para evitar que
llegasen hasta los civiles que ocupaban la población de Lorkshire.

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Los soldados de las velkra dejaron huir a la destrozada guardia de la
ciudad y se reagruparon esperando la llegada de esos soldados que, desde allí,
parecían clones unos de otros. Los cascos negros que tapaban la cara, dejando
solo los huecos de los ojos y la boca para ver y respirar, daban un cierto aire
intimidatorio a aquellos hombres que parecían espíritus dispuestos a arrasar
con ellos. Los salvajes, sin embargo, no se dejarían amedrentar fácilmente.
A medida que los Escudos Negros se acercaban a ellos, la diferencia de
tamaño comenzó a hacerse latente. Cualquiera de esos seres era con facilidad
y como mínimo, un palmo más alto que la mayoría de los jóvenes que se
encaminaban en ese instante a enfrentarse a ellos, por no hablar de la anchura
de su espalda y brazos. Todos ellos eran enormes y con sus cuernos
sobresaliendo de los yelmos, parecían demonios llegados al valle en busca de
sangre y almas.
—¡Recordad lo que os he dicho, mis muchachos —gritaba Rhael justo al
lado de Erol—, no importa lo grandes que sean ni el miedo que puedan daros,
clavad la espada en sus tripas, tirad con fuerza hacia arriba y esas bestias se
derrumbaran gritando como lo haría cualquier hombre!
Un grito de apoyo surgió de las gargantas de los jóvenes, motivados por
las palabras de su oficial. Rhael tenía razón, pensaba Erol: después de todo,
aquellos animales también sentirían dolor, no eran inmortales ni eran
espíritus, sino seres vivos. Y como tales, se les podía matar.
Los soldados de las velkra gritaron en ese momento al unísono, inundando
el aire con un sonido que helaba la sangre. Sus voces roncas se clavaban en
los tímpanos de los jóvenes, que sentían cómo su coraje se les iba escapando
por los poros de la piel. Hablaban un idioma tosco, desconocido y áspero que
sin duda era idóneo para su apariencia.
—Calma, Erol —dijo Zúral—. Estás más que preparado para enfrentarte a
ellos. Esto no será tan complicado como parece ni para ti, ni para mí, ni para
alguno más. Juegan con el miedo para hacerse más fuertes pero como bien ha
dicho Rhael, se les puede matar.
Erol asintió sin sentirse más tranquilo. ¿Qué le pasaba? No se había
sentido tan asustado desde que fue con Esoj hasta la linde del bosque y
creyeron que serían devorados. Ni siquiera cuando estuvo a punto de morir a
manos de los bandidos que les atacaron de camino a Dúrenhar; ni siquiera en
la batalla contra los rebeldes.
Lerac estaba a su izquierda, sorprendentemente, mucho más calmado. Se
estaban acercando a las bestias que no dejaban de gritar profiriendo un sonido
que parecía provenir de animales cruzados con hombres. En ese momento, las

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velkra comenzaron a marchar hacia los Escudos Negros, cada vez con paso
más rápido.
Quinientas moles armadas se les venían encima gritando, amenazantes,
con sed de sangre.
Los salvajes se veían superados en número por una diferencia de dos a
uno, pero eso no parecía importarles en absoluto. Estaban acostumbrados a
destrozar regimientos enteros que les superaban por cuatro a uno y para ellos,
esa batalla no sería más que otra escaramuza que terminaría pronto con el
suelo lleno de cadáveres de soldados imperiales entre charcos de su propia
sangre.
—¡Apretad las filas! —gritaba Rhael—. No dejéis que rompan la
formación o nos masacrarán a todos.
Erol sentía el corazón palpitar como nunca antes, incluso le dolía el
pecho. Los jóvenes obedecieron. Se juntaron más y alzaron sus lanzas para
recibir la carga de las velkra. La única forma de vencer a aquellos seres era
mantenerse fuera del alcance de sus mazas, de las que era prácticamente
imposible defenderse por su peso y alcance.
Los salvajes no frenaron su avance, que ahora era a grandes y veloces
pasos hacia la formación de Escudos Negros que temblaba ante tan temible
espectáculo. El suelo retumbaba. Los iban a arrollar, a pasarles por encima
como si fuesen briznas de hierba fresca. Ya estaban a poco más de cincuenta
metros y el choque entre los dos cuerpos era inminente.
—¡Lanzas a tierra! —gritó el oficial que esperaba ensartar a aquellas
bestias antes de que pudiesen iniciar el combate cuerpo a cuerpo.
Las lanzas de las dos primeras filas de la unidad clavaron su parte
posterior en el suelo, dejando la punta a la altura de los abdómenes de sus
enemigos, pues allí nada cubría sus cuerpos. La formación de Escudos Negros
quedó en solo un segundo con el aspecto de un negro muro de piedra
salpicado de espinas listas para ensartar a cualquiera que se acercase lo
suficiente hasta ellos.
Un potente grito se escuchó entre las filas de las velkra y los salvajes,
curtidos en mil batallas, detuvieron en seco su carga para sorpresa de los
jóvenes, que se mantuvieron inmóviles. Tampoco Rhael esperaba que las
bestias se detuviesen ante la formación y eso era algo que complicaba mucho
las cosas. El oficial basaba la mayor parte de su estrategia en mantener
alejados de sus soldados a los salvajes. Contaba con ensartar al menos a una
cuarta parte de ellos antes siquiera de comenzar a combatir y quizá así, las

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fuerzas estuviesen equilibradas. Las velkra podían estar compuestas por
bestias, pero desde luego eran capaces de razonar con cierta habilidad.
Una carcajada general surgió de entre las filas del ejército de Trenulk, que
ya veía con detalle a su enemigo. A pesar de los yelmos idénticos, había
ciertas cosas que se apreciaban sin esfuerzo. Por ejemplo, cómo algunos de
ellos temblaban de miedo. Uno de los salvajes dijo algo en aquel idioma
extraño con una voz ronca muy humana, y las risas aumentaron su intensidad.
¿Qué demonios estaba pasando allí? —pensaba Erol, que desvió la mirada
un momento hacia Zúral intentando que este le explicase qué ocurría.
—No son tan tontos como Rhael creía, ya se lo dije antes de salir de
Dúrenhar. Estaba claro que no se iban a tirar ciegamente hasta nuestras lanzas
para ser masacrados y esto, mi buen Erol, esto es lo peor que podía haber
ocurrido. Intentarán dividirnos para destruirnos por separado —advirtió con
su acostumbrada impasibilidad, como si el problema no fuese con él—. Solo
queda ver cómo lo hacen.
La noche no tardaría mucho en caer y sin luz, la batalla tendría que
terminar pronto. Esa sí había sido una buena estrategia de Rhael, que esperaba
no tener que combatir más que en pequeñas escaramuzas con aquellos seres al
menos hasta que descubriese la mejor forma de enfrentarse a ellos.
Los soldados de las velkra esperaban a poco más de diez metros de las
puntas de las lanzas cuando, para sorpresa de los jóvenes, un estruendo de
gritos y pasos se escuchó desde la línea de árboles de Trenulk, que no se
encontraba a mucha de distancia.
Un nuevo grupo de salvajes surgió de las entrañas del bosque dirigiéndose
en carga hacia el flanco izquierdo de la formación. Estaban rodeados por dos
de los flancos y ahora sí que la situación estaba complicándose de veras.
Rhael no sabía cómo reaccionar a la emboscada, pero no podían huir, no con
los salvajes tan cerca de sus filas. Habían conseguido rodearlos, los habían
engañado y ahora no podían más que resistir hasta que cayese la noche.
—Zúral, Erol, id inmediatamente al flanco izquierdo y ordenadlo hasta
que caiga la noche. Debéis resistir allí o todos moriremos, ¿me oís? Si huimos
nos masacrarán, no queda otra que aguatar hasta que la noche llegue y
podamos guarecernos en Lorkshire —dijo con un miedo latente Rhael.
Gurath observaba a Zúral en busca de órdenes, esperando que su
compañero le dijese qué debía hacer. El más joven de los dos le lanzó una
rápida mirada y asintió en un gesto que delataba que estaría bien sin él.
—Sí, mi general —respondieron al unísono los dos muchachos.

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Inmediatamente después la formación a sus espaldas se abrió para
permitirles salir de la primera fila y encaminarse hasta el flanco que ya estaba
a punto de recibir la carga de los salvajes.
—Ten cuidado, Erol —dijo Lerac agarrando por la nuca a su hermano.
—Tú también, hermano —respondió este volviendo a girarse en dirección
al pasillo que se había abierto para permitirles el paso.
Los dos jóvenes partieron veloces hasta el flanco izquierdo una vez
salieron de la formación por la parte trasera, pero ya era tarde. La carga había
llegado con una fuerza descomunal y todo el flanco estaba ya abierto. Las
filas se estaban separando y la formación había desaparecido por completo.
Del orden con el que pensaban combatir cuando llegaron al valle no quedaba
más que los gritos de los suboficiales de Rhael que intentaban en vano
mantener la formación. El oficial y los suboficiales de la primera sección no
estaban allí, no habían salido de Dúrenhar por orden directa del general al
mando de los Escudos Negros, que a última hora prefirió que solo Rhael
dirigiese aquellas dos secciones.
De repente, los salvajes que habían permanecido esperando la llegada de
sus refuerzos cargaron también contra el centro de la formación, que
retrocedió sin más remedio ante el empuje de las bestias. La batalla se
convirtió en un completo desorden donde todos, salvajes y Escudos Negros,
combatían mezclados unos con otros. Las órdenes de Rhael ya no tenían
ningún sentido, la batalla al completo no tenía ya ningún sentido. Solo les
quedaba luchar hasta que cayese la noche y la oscuridad les ofreciese un
camino seguro por el que retirarse.
—Lerac… —dijo Erol para sí al ver cómo retrocedía la formación.
—Vayamos a buscarlo —sugirió Zúral percatándose de la visible
preocupación de su compañero, sabiendo que si no le acompañaba, iría solo
de todos modos.
Avanzaron entre las filas de compañeros perplejos por la situación. Los
orgullosos miembros de clanes guerreros no iban a irse sin más de allí y
empujaban a sus compañeros para que mantuviesen la compostura. Zúral y
Erol no tardaron mucho en llegar hasta donde se encontraba antes Rhael, pero
los yelmos, todos idénticos salvo por la marca personal, hacían muy difícil
distinguir dónde se encontraba Lerac.
Los salvajes estaban a escasos metros de ellos y uno se encaminó hasta
donde Zúral se encontraba. Este empujó a su compañero para tener más
espacio donde combatir y Erol, desde el suelo, comprobó cómo su mentor
desde que estaba en los Escudos Negros esquivó dos golpes del gigantón que

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le atacaba y clavó su espada en la barriga de la bestia, que con un gemido de
dolor cayó de rodillas agarrándose la brecha por la que la vida se le escapaba.
—¿Lo ves? —dijo Zúral.
Erol asintió.
—Se mueren.
—Busquemos ahora a Lerac antes de que a él también le saquen las tripas
—dijo Zúral sin ninguna emoción.
Erol se puso en pie al momento y complacido por el interés que su
compañero mostraba por encontrar a su hermano, comenzó a buscar con la
mirada la característica gárgola que el yelmo de Lerac tenía grabada en la
parte posterior. El joven no lo encontraba en parte porque la iluminación ya
no era la mejor, pero sí consiguió ver un combate en el que uno de los
salvajes, cuyos cuernos eran diferentes a todos los de los demás, estaba
enfrentándose a dos de sus compañeros que a duras penas podían esquivar sus
golpes. Parecía que era cuestión de tiempo que acabasen muertos. Zúral se dio
cuenta de hacia dónde miraba su compañero, pero allí no se encontraba el hijo
de Kraen.
—Tenemos que ayudar a esos soldados o acabaran matándolos —dijo
Erol preocupado.
—Muchos van a acabar muertos antes de que acabe el día, incluidos
nosotros si seguimos aquí más tiempo del necesario, es algo que no puedes
evitar —advirtió Zúral con su tono neutro que dejaba claro que ninguna de
esas muertes le importaba.
—Busca a mi hermano, Zúral, tú puedes moverte con más seguridad por
aquí que yo. Confío en ti, yo tengo que ayudar a los demás.
—Procura que no te maten. Recuerda lo que te he enseñado y no te
ocurrirá nada —avisó el joven mentor antes de desaparecer en el fragor de la
batalla.
En ese momento, otro de los salvajes entró en escena intentando atacar a
Erol, pero uno de sus compañeros se interpuso entre ellos y parecía ser capaz
de mantener su posición contra aquella bestia sin más ayuda. Erol miró hacia
donde se encontraban los compañeros a los que quería ayudar, pero ya solo
uno de ellos seguía combatiendo.
Las tropas de ambos bandos se habían ido extendiendo mucho hasta el
punto de que la batalla parecía una serie de combates individuales donde ya
no existían formaciones ni órdenes, solo sangre y ansias de sobrevivir. Erol
cogió con fuerza su espada y se dirigió hasta la bestia que iba a acabar con su
compañero, llegó veloz hasta su posición e intentó clavar su arma en la

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barriga del salvaje que, sin embargo, la esquivó con una agilidad sorprendente
para darle después un puñetazo con la mano con la que no sostenía su arma.
El golpe le dio en el yelmo, pero lo tiró al suelo igualmente, dejándolo
aturdido un segundo. Se levantó temiendo que acabaran con él si tardaba más
en reaccionar y en ese momento vio que su compañero yacía ya muerto en el
suelo, con la coraza partida en dos y los restos de metal de la misma clavados
en su pecho. El salvaje tenía un aspecto diferente al de todos los demás, por lo
que podría ser el líder de aquel grupo o al menos alguien de más rango.
Había algo que no encajaba. La sangre de aquellos seres era roja, como la
suya; sus brazos era brazos de humano y solo la fuerza descomunal, los
cuernos y su tamaño, más grande que el de un hombre normal, parecían ser
indicadores de que esas bestias no eran personas.
El soldado de las velkra se encaminó hacia él y comenzó a lanzarle
estocadas que Erol esquivó con esfuerzo. El rival era sin duda el más fiero al
que nunca se había enfrentado, pero además tenía algo que le resultaba
familiar, algo en sus movimientos, en su cuerpo, pero sus pensamientos no
podían ser claros y no debía distraerse si no quería terminar como el chico
que se acababa de enfrentar a ese salvaje.
A medida que el combate se alargaba, a Erol le rondaba una idea por la
cabeza. No paraba de darle vueltas y pensar tanto le había costado estar a
punto de morir un par de veces. No podía seguir comiéndose la cabeza por
suposiciones absurdas, tenía que acabar con él antes de que este le matase y
para ello, no podía seguir esquivando sus ataques: debía parar su arma para
poder así contraatacar.
Los siguientes dos mandobles pasaron rozando la cabeza de Erol, que se
agachó justo a tiempo para evitarlos y al golpe que hacía tres, el chico hizo
fuerza e interpuso su escudo entre su cuerpo y el arma del salvaje esperando
así bloquear el impacto y, con la mano de su espada libre, asestar un golpe
mortal a su enemigo que terminase al fin con ese combate.
La estrategia de Erol no funcionó como pensaba y pese a que el golpe fue
detenido, el escudo golpeo con fuerza su cuerpo levantándolo del suelo y
provocando que cayese de lado sobre el barro que la sangre ya estaba
formando. El brazo, que seguramente estuviese fracturado, estaba paralizado
por el dolor y Erol se encontraba totalmente indefenso en el suelo, a la espera
del mazazo que pondría por fin punto y final a su corta vida, al intento
frustrado de vengar el asesinato de su madre. El gigantón se puso frente a él,
confiado sabiendo que ese soldado imperial ya no podía levantarse del suelo
para seguir combatiendo. Alzó su ensangrentada arma con los dos brazos por

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encima de la cabeza con la intención de dejarla caer con todo su peso y furia
sobre el pecho del chico.
De repente, otro compañero de Erol se interpuso entre ambos para
continuar el combate, evitando así su fatídico final. El salvaje se giró para
encararse hacia el nuevo adversario y con el arma ya levantada, golpeó al otro
muchacho en la cabeza con una fuerza brutal que partió el yelmo del joven,
provocándole así una muerte instantánea. El rival de Erol se había quedado de
perfil hacia él y al bajar el brazo para golpear a su compañero, el chico vio
algo que hizo que su corazón le diese un vuelco.
No podía ser… Era imposible que fuese él, pero esos movimientos,
aquella melena cayendo sobre sus hombros y la enorme cicatriz que recorría
gran parte de su brazo, esa cicatriz que ya había visto en innumerables
ocasiones hacía años; la misma cicatriz inconfundible pese a tener chorreones
de pintura y sangre sobre todo el brazo…
A Erol le latía muy rápido el corazón, a punto de salírsele del pecho,
cuando el salvaje volvió a encararse hacia él, levantando de nuevo su arma
para acabar lo que el anterior soldado había intentado evitar. Erol, mirando
directamente a la cara pintada y parcialmente cubierta por el casco del que
salían los cuernos de aquel salvaje, estando aún en el suelo, soltó su espada
para quitarse el yelmo a la vez que formulaba una pregunta que jamás en toda
su vida hubiera pensado poder volver a hacer.
—¿Padre? —dijo con más emoción que miedo.
El habitante de Trenulk hizo un leve gesto con la cabeza y comenzó a
bajar su arma lentamente antes de hablar.
—¿Erol?
El chico se levantó de un salto sin creer lo que estaba ocurriendo. El dolor
de su mal herido brazo se disipó al instante dando paso a una extraña
sensación de alegría mezclada con sorpresa.
—¡Erol! —gritó Torek confirmándose a sí mismo que aquel era su hijo.
Los dos soltaron sus armas y se abrazaron ante la sorpresa de algún
soldado cercano que observaba perplejo la situación. La noche aún no había
caído pero la luz ya comenzaba a escasear y la batalla no tardaría mucho en
terminar.
—Creía que habíais muerto Sthunk y tú. ¿Qué está pasando?, ¿por qué
estás aquí?, ¿qué significa esto?, ¿dónde está mi hermano? —preguntó Erol
en rápida sucesión mientras miraba de nuevo a su padre a la cara.
—Hijo, no estamos en el lugar más indicado para hablar, ¿no te parece?
—preguntó retóricamente Torek—. Acompáñame a Trenulk, allí hablaremos

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de todo con más calma.
Erol asintió. Ya no tenía miedo.
Pero justo en ese momento recordó que Lerac aún estaba perdido entre el
tumulto de soldados que se batían sin cuartel.
—Tengo que encontrar a Lerac, padre.
—¿Un compañero tuyo?
—Un hermano —respondió con solemnidad.
Durante ese momento, ningún enemigo se acercó a ellos, que permanecían
agachados intercambiando palabras con rapidez.
—Bien, Erol, te pondré las cosas más fáciles. ¿Ves esas rocas junto a la
línea de árboles del bosque?
El chico asintió tras echar un vistazo.
—Te estaré esperando allí al amparo de la noche.
Se abrazaron de nuevo, se pusieron en pie y cuando Erol se giraba para
buscar con la mirada a Lerac, escuchó un potente grito de su padre que
anunció algo en el idioma de aquellas supuestas bestias e hizo que todos los
moradores de Trenulk abandonasen rápidamente el combate para dirigirse
hacia el bosque. No quería separarse de Torek después de tanto tiempo
deseando volver a verlo, pero sabía que tenía que encontrar a Lerac antes de
que algo le ocurriese.
Todos los integrantes de las velkra partieron, en cuanto sus combates se lo
permitieron, hacia la espesura del bosque, dejando a una maltrecha unidad de
los Escudos Negros que a duras penas había resistido el embiste.
Erol vio a su padre alejarse hacia la espesura del bosque. Casi no se lo
creía. Tenía mil preguntas que hacerle cuando más entrada la noche pudiesen
encontrarse con calma. Por doquier, los compañeros de Erol yacían muertos o
gravemente heridos y solo esperaba que ningún amigo suyo estuviese entre
los que se quejaban de sus heridas desde el suelo o, peor aún, de los que ni
siquiera podían hacerlo.
Seguía buscando con la mirada cuando una voz detrás de él atrajo su
atención.
—Erol, échame una mano —pidió Zúral mientras sostenía sobre su
hombro derecho a Lerac.
El chico se giró enseguida al reconocer su voz y corrió veloz hacia ellos
cuando vio el estado en el que se encontraba su hermano.
—Lerac, ¿cómo estás?
—Estoy bien, no te preocupes. Solo tengo la pierna un poco tocada.

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Aquella imagen era insólita: Zúral y Lerac juntos, sin discutir, pero la
situación lo hacía comprensible. El rinhenduris no lo hacía por simpatía hacia
el herido, sino por la amistad que mantenía con Erol y, por si había alguna
duda, la cara de asco mientras soltaba Lerac en el suelo terminó por confirmar
lo que siempre había sentido Zúral por la gente de la capital. Era como si
hubiese cargado un saco de excrementos que acababa de dejar en el suelo
sabiendo que olería mal el resto del día.
Se sentaron allí mismo a la espera de que algún médico llegase hasta
donde ellos se encontraban. Con un poco de suerte, los restos de las tropas
imperiales que un rato antes habían huido de allí, habrían avisado en
Lorkshire de que una terrible batalla estaba teniendo lugar en esa zona y la
ayuda no tardaría en llegar.
La herida de Lerac no parecía grave, lo cual era extraño, pues cuando los
salvajes alcanzaban con sus armas el cuerpo de sus enemigos, arrancaban
miembros de cuajo o aplastaban sin posibilidad de recuperación los músculos
y huesos de sus víctimas. A Lerac solo le habían hecho un corte en el muslo,
resultado tal vez de un intento mal calculado de esquivar una estocada.
El resto de la sección no estaba mejor. Habían sobrevivido muchos, a
decir verdad, pero no se escuchaban las órdenes de Rhael por ninguna parte y
era posible que estuviese muerto junto con sus dos suboficiales.
La batalla había sido un total fracaso, pero la buena preparación y el
orgullo de los jóvenes les había permitido no solo defenderse con cierta
eficiencia sino abatir también a numerosos rivales que, acostumbrados a que
las tropas imperiales rompiesen filas para huir en cuanto aparecían ellos, sin
duda se habían sorprendido no solo del valor de los Escudos Negros, sino
también de su destreza.
El desenlace de la batalla podría haber sido mucho peor si hubiesen sido
tropas regulares, ya que a esas horas todos estarían muertos o desbandados
corriendo por las llanuras en busca de la protección de la oscuridad y las casas
de Lorkshire.
Zúral echó un vistazo a su alrededor y pese a que la noche estaba más
presente que el día, pudo observar con cierto detalle la situación.
—Debe haber muerto casi una quinta parte del total de todos nosotros. Me
sorprende que no hayamos sido más teniendo en cuenta que nos han rodeado.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó Erol.
—Esperar a que Rhael nos dé nuevas órdenes —respondió Zúral sin
vacilar.

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—Me temo que Rhael ya no va a decir mucho —comenzó hablando Lerac
entre gestos de dolor—, está muerto. Yo mismo vi cómo le metían la
armadura entre las costillas nada más empezar el combate.
En ese momento, mientras los tres chicos se miraban asimilando la
información, llegaron tres compañeros suyos.
—Erol, ¿quién era tu amigo? —preguntó uno de ellos.
Este se giró para mirar a la cara a quien le preguntaba, un muchacho del
sur al que no conocía más que de vista.
—¿A qué amigo te refieres? —preguntó Erol tratando de ganar tiempo en
el que pensar una respuesta adecuada.
—Lo sabes bien. Te hemos visto hablando con ese salvaje, el que ha
matado a Éleron y a su hermano. Incluso os habéis abrazado y acto seguido se
ha levantado para irse y llevarse con él a todos los suyos —aseguró otro de
los recién llegados.
Lerac y Zúral miraban sorprendidos a Erol, pues desconocían de qué
estaban hablando.
—¿De qué está hablando, Erol? —preguntó intrigado su hermano.
—De nada. No tengo idea de quién era, solo quiso hablar conmigo y lo
convencí para que se fueran, eso es todo.
Los demás lo miraron con incredulidad sabiendo que sus palabras no
tenían ningún sentido, pero siendo conscientes también de que no quería
hablar del tema.
—Está bien, Erol. No quiero presionarte a hablar de lo que sea que haya
pasado si no es tu intención hacerlo —aseguró el joven con el respeto que
Erol se había ganado entre los muros de la Fortaleza Negra—. Solo quiero
darte las gracias por lo que has hecho. Si la batalla hubiese continuado, todos
habríamos acabado muertos. Si no ha sido así es gracias a ti. Estamos en
deuda contigo, todos nosotros —aseguró inclinándose ante él como si se
tratase de algún dignatario.
Sus acompañantes imitaron el gesto y se alejaron de allí en silencio.
Aquella noticia correría veloz como el rayo entre los Escudos Negros y
pronto todos sabrían lo que había ocurrido. Zúral y Lerac aún esperaban
escuchar la verdad.
—Era tu padre, ¿verdad? —preguntó Lerac una vez se alejaron, dejando a
Erol con los ojos como platos.
El chico dudó un instante y miró a sus acompañantes a los ojos tratando
de adivinar cuál sería su reacción cuando les contase la verdad.
—¿Cómo lo sabes? —respondió intrigado el más joven de los tres.

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Lerac soltó un profundo respiro de alivio ante la atenta mirada de Zúral,
más sorprendido por la pregunta de Lerac que por la respuesta de su hermano.
—Solo ha sido una corazonada. Me has hablado de tu padre muchas
veces, de que era un hombre fuerte y grande, que desapareció aquí y siempre
he pensado que, alguien así que además ha sido un soldado, no puede ser
asesinado tan fácilmente. Solo ha sido mi intuición, eso es todo —aseguró
Lerac con más emoción de la que cabía esperar.
—Me ha pedido que vaya a reunirme con él esta noche.
—Pues hazlo —instó Lerac en el instante en que Erol acabó de hablar.
—¿Y qué pasará cuando lo haga? ¿Y si simplemente me voy de aquí para
volver con mi verdadera familia? Sería considerado un desertor en el imperio
y nunca podría regresar —expuso preocupado—. Además, ni siquiera sé qué
está haciendo mi padre con los salvajes. Son asesinos, asaltantes. No puedo ni
saber si sigue siendo humano —dijo llevándose las manos a la cara.
—Claro que es humano. Las velkra son tribus de humanos, no de bestias
ni de animales como aquí han dicho que son —aseguró Zúral sin atisbo de
duda.
—¿Y tú cómo sabes eso?
—Porque los rinhenduris vivimos más allá de Trenulk. Las velkra son
descendientes directos de nuestra tribu que se asentaron en el bosque tras la
vuelta del ejército de los míos que arrasó con las fortalezas y ejércitos de los
Tálier —dijo de corrido—. Sé que nadie o casi nadie se ha creído quién soy,
pero lo cierto es que he atravesado Trenulk para unirme a los Escudos Negros
y, llegados a este punto, debo añadir que voy a volver a mi tierra esta misma
noche —aseguró atrayendo la atención de Lerac.
El muchacho de la capital le dedicó una mirada poco amistosa. No daba
crédito a la cantidad de información importante que estaba oyendo de golpe.
Sin embargo, no opinó nada y volvió a mirar a su hermano adoptivo que aún
parecía dudar de lo que estaba escuchando.
—Deberías ir con tu padre, Erol —insistió una vez más Lerac—. No te
preocupes por nada más. Yo me aseguraré de poner las cosas en orden por
aquí. Acamparemos en Lorkshire esta noche y desde allí esperaremos
refuerzos. Tenemos demasiados heridos, incluido yo, como para volver a
Dúrenhar o a cualquier otra parte, y aunque pudiésemos hacerlo, nuestras
órdenes son proteger esta región. Sin Rhael no tenemos más remedio que
esperar nuevas órdenes allí —expuso como si tuviese el discurso aprendido de
memoria—. Ve a Lorkshire cuando hayas hablado con tu padre o ve con él si

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eso es lo que te dice tu razón. Nos volveremos a ver antes o después, hagas lo
que hagas.
Los Escudos Negros estaban acabando de recoger a los heridos, pero
nadie parecía estar al mando. Los suboficiales de Rhael estarían desangrados
también en cualquier parte de aquella llanura, por eso nadie había puesto
orden aún.
—Está bien, Lerac. Nos volveremos a ver dentro de un rato en Lorkshire
—aseguró Erol.
Se despidieron con un abrazo ante la atenta mirada de Zúral, que se puso
en pie y recogió su arma dispuesto a salir de allí lo antes posible. El más
joven de los muchachos hizo lo mismo que su compañero y juntos se
dispusieron a partir hacia la espesura de Trenulk.
—Erol —dijo su hermano aún desde el suelo mientras lo veía alejarse—,
me alegro de que esto haya sucedido.
Él asintió antes de proseguir hacia la línea de árboles donde después de
tantos años, podría hablar con tranquilidad con su padre. Marchaba en
dirección al bosque sin saber que pasarían años antes de que volviera a
encontrarse con Lerac. A su lado, Zúral caminaba pensativo, con esa aparente
frialdad calculadora que le caracterizaba.
La luz escaseaba ya, pero aún podía verse el lugar en el que habían
quedado para reencontrarse. La emoción de Erol era incontenible. Caminaba
más y más rápido, deseoso de llegar lo antes posible hasta el bosque que años
antes le había producido un miedo atroz. Las cosas habían cambiado mucho
desde que el valle fuese su hogar: ahora sabía que su padre estaba entre los
árboles de Trenulk y que nada malo podría ocurrirle allí mientras estuviese
con él.
—Erol —dijo Zúral desde detrás—, me vuelvo a mi tierra —aseguró—.
Gurath hará lo mismo, si es que aún sigue vivo.
El joven soldado se había quedado unos pasos por detrás de su
acompañante y este, movido por la emoción, ni siquiera se había dado cuenta
de ello. La frialdad con la que Zúral hablaba de la posible muerte de Gurath
ya no sorprendía a Erol.
—Tienes que cruzar Trenulk, ¿no? ¿Por qué no vas con mi padre? Te
ayudará a llegar hasta el otro lado sin problemas.
—No necesito la ayuda de nadie para volver.
Erol esperaba una respuesta así. Después de todo, parecía que Zúral no
había necesitado ayuda de nadie en toda su vida.

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—Pero sí necesito que me escuches con atención —dijo con tono serio
atrayendo por completo la atención de Erol—. Tu padre sabrá donde están las
tierras de los rinhenduris. Llegado el momento —dijo poniendo un énfasis
especial—, debes saber que allí no serás considerado un enemigo.
¿Era eso una despedida? ¿Estaba el impasible Zúral mostrando que su
amistad con él significaba algo? ¿Qué tenía sentimientos? Erol expuso sus
pensamientos en cuanto fue capaz de digerir sus palabras.
—¿Estás invitándome a que te haga una visita? —preguntó en tono burlón
sin esperar respuesta.
En ese momento, Zúral esbozó una de esas escalofriantes sonrisas que
ponían a Erol la piel de gallina. El chico se giró en dirección al bosque y justo
antes de empezar a caminar, mirando ya hacia la línea de árboles, habló por
última vez esa noche.
—Adiós, Erol. No olvides mis palabras.
Erol permaneció unos instantes viendo como su amigo y mentor se alejaba
a paso rápido hacia la espesura del bosque. Miró hacia donde había dejado a
Lerac, pero la oscuridad no permitía distinguir ya su figura, solo podía
observar contornos de personas que se movían entre la penumbra de la noche.
Entonces retomó su camino hacia donde Torek le esperaba y se sorprendió
al ver que separarse de sus compañeros, de su hermano y los amigos que
había hecho en ese tiempo, no turbaba su ánimo. Se había hecho duro con el
paso del tiempo, tanto física como mentalmente, y él era menos consciente de
ello que quienes le rodeaban.
Los metros que quedaban hasta el bosque fueron recorridos en escasos
minutos y poco antes de que llegase al lugar indicado, una enorme figura
surgió de entre la maleza para encontrarse con él. Era Torek, y pese a que ya
sabía que lo estaría esperando allí, la súbita aparición de aquella mole le hizo
sobresaltarse.
Torek había dejado sus armas y casco en otra parte y ahora su cara sí era
como Erol la recordaba. Casi no habían pasado los años por el rostro de su
progenitor y, sin embargo, ese tiempo les había parecido una vida entera. Los
dos se abrazaron esta vez con tranquilidad y una lágrima de felicidad que
recorría la cara de Torek acabó mojando la mejilla de su hijo, que no quería
volver a despegarse de aquel cuerpo nunca más. Toda la frustración por la
muerte de su madre, los años que había pensado que su familia entera había
desaparecido, todo lo que sufrió sin ellos parecía desvanecerse entre aquellos
enormes brazos que un rato antes habían estado a punto de terminar con su
vida.

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—Creía que estabas muerto —dijo llorando por primera vez en años.
Torek sonrió antes de responder.
—También yo pensé que tú lo estabas.
—¿Por qué no volviste a la granja?
—Sí que volví, hijo —comenzó exponiendo con la dulzura característica
de su madre—. Volví, pero no estabas. Vi la tumba de tu madre y pensé que
ambos estabais allí enterrados, eso indicaban los taenáculos de las tumbas.
—¿Qué demonios es un taenáculo? —preguntó enfadado esta vez.
—Montones de piedras que se ponen sobre las tumbas y que, según el
tamaño y la forma, indican si quien hay enterrado es una persona mayor, un
niño, una mujer… Me enteré de que tu madre había sido asesinada días
después de que todo ocurriera y cuando regresé, todo indicaba que los dos
estabais enterrados allí —aseguró con brillo en los ojos—. No me vi con
fuerzas para desenterraros y asegurarme de que efectivamente habíais muerto.
—¿Y los soldados que aguardaban allí tu regreso?
Padre e hijo hablaban mirándose a la cara, escudriñándose el rostro
mientras intentaban resolver las dudas que ambos habían estado guardando
durante tanto tiempo.
—¿Soldados dices? —preguntó Torek extrañado—. Allí no había nadie
cuando yo llegué.
—Eso no es posible, padre… Kraen no me mentiría. Él mandó a varios
soldados a que custodiasen la granja para informarte de dónde estaba cuando
fuese que pudieses volver.
Torek le miraba con el ceño fruncido, pues no entendía en absoluto de lo
que su hijo estaba hablando.
—¿Kraen? —preguntó—. ¿Quién demonios es ese Kraen?
En ese momento, antes de que Erol pudiese contestar, otro integrante de
las velkra apareció de entre la oscuridad para dirigirse a ellos.
—Los soldados del imperio casi han acabado de retirarse ya —informó
con voz ronca aquel hombre que parecía estar al servicio de Torek.
El recién llegado era tan grande como Torek, con el pelo largo y rostro
duro marcado por las arrugas de la experiencia.
—¿Cuántas bajas? —preguntó Torek.
—Ochenta y cuatro de los nuestros y al menos el doble de los suyos.
—Maldita sea… —dijo Torek apretando el puño—, no se han defendido
mal estos Escudos Negros. Si hubiésemos emboscado así a cualquier otra
unidad del imperio, habrían caído todos en minutos perdiendo la mitad de
hombres.

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El soldado asintió. Erol, por otra parte, pensaba en que las velkra ya
conocían incluso cómo se llamaba esa nueva unidad que el imperio había
formado en secreto para exterminarlos. Debían tener espías dispersos por
todas las provincias del imperio, especialmente en la capital.
—Acabad de retirar los cadáveres de los nuestros y dejad a los
supervivientes del imperio que vuelvan a donde sea que vayan, no creo que
estén dispuestos a llegar muy lejos con la cantidad de heridos y muertos que
tienen —dijo Torek a su compañero, que volvía a asentir ante sus palabras—.
Creo que se acantonarán en Lorkshire a la espera de refuerzos.
—Bien, Torek, así se hará —aseguró el soldado lanzando un vistazo a
Erol, que trataba en silencio de encajar la información.
—Por cierto, este es mi hijo menor, Erol.
—Encantado de conocerte, muchacho —dijo el gigantón haciendo una
leve reverencia antes de partir presto a cumplir con las órdenes.
—Ese es Káler, compañero de batallas desde que no era mayor que tú —
dijo Torek—. Y ahora, vayamos hacia un lugar más seguro que este donde
haya comida y luz que nos permita seguir hablando de nuestros asuntos. Hay
mucho que tienes que contarme aún, hijo, mucho que quiero preguntarte…
Para empezar, quién es ese Kraen…
—¿Qué ha sido de mi hermano?
—Oh, tu hermano —dijo Torek como si hubiese olvidado que tenía dos
hijos—, tu hermano está bien, hijo, le verás en unos días —aseguró
sonriendo.
Erol había echado de menos esa sonrisa.
Y así, padre e hijo penetraron juntos en esa espesura verde, presa ahora de
la más completa oscuridad que solo algunas antorchas en el interior del
bosque lograban combatir. De esa forma, Erol desertó de los Escudos Negros,
dejando a Lerac en manos de los habitantes de Lorkshire, que cuidarían bien
de él y los demás hasta que fuesen capaces de volver a Dúrenhar.
Mientras Erol se adentraba en Trenulk, Lerac y el resto de supervivientes
se dirigían arrastrando los pies hacia Lorkshire, donde sin más remedio
deberían pasar la noche. Las dos secciones de Escudos Negros que lucharon
esa noche habían terminado muy mal paradas, y muchos de los muchachos
que comenzaron la batalla regaban con su sangre aquel maldito valle de
Mélmelgor que tantos habitantes del imperio había visto perecer.
Áramer, el pelirrojo que tan buena amistad había entablado con Lerac, lo
acompañaba ofreciéndole apoyo para que no tuviese que hacer uso de su
maltrecha pierna herida. Los jóvenes caminaban cabizbajos en dirección al

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pueblo, casi sin hablar entre ellos, mirando de vez en cuando hacia atrás en
busca de los salvajes que, amparados por la noche, podían volver a por lo que
quedaba de ellos. Por suerte, eso nunca sucedió.
Los Escudos Negros fueron recibidos en el pueblo con gran interés por
parte de sus habitantes, que veían en aquellos jóvenes la única barrera posible
que podía ponerse entre ellos y los salvajes. Los restos de las dos secciones
atravesaron uno de los portones principales sin molestarse en ocultar el
pésimo estado en el que se encontraban. Había muchas más mujeres que
hombres, podía comprobarse con un simple vistazo. Gran parte de los
maridos, padres e hijos que habían vivido en Lorkshire perecieron
combatiendo a las velkra en los últimos años.
Lerac observaba todo con detalle, pero en su cabeza seguía resonando la
idea de Erol encontrándose, contra todo pronóstico y posibilidad, con su
padre. Ahora que estaba con él sabía que ni esa noche, ni al día siguiente,
volvería con los Escudos Negros. Después de todo, marcharse con Torek era
lo correcto. Había encontrado a su padre y Lerac se sentía feliz, aliviado
incluso. Ahora también Lerac debía volver a casa y reunirse con Kraen,
contarle cómo había ido todo en el tiempo que habían estado separados y, por
supuesto, informarle de la nueva situación de Erol. Áramer le había
preguntado por su hermano poco antes, pero Lerac no le dijo la verdad, no
podía contarle a todos que su hermano era un desertor y que el verdadero
padre de este era parte de los soldados que habían masacrado a la mitad de sus
compañeros de unidad. En vez de eso, simplemente dijo a Áramer que no
había encontrado a su hermano, que había desaparecido y que entre los
muertos de la sección no estaba su cadáver.
Áramer no insistió, pues imaginaba que aquella situación sería muy difícil
de llevar para su compañero. En el fondo, esperaba que Erol apareciese en
cualquier momento de la noche frente a las puertas de Lorkshire para reunirse
de nuevo con el hijo de Kraen y el resto de Escudos Negros. Sin embargo,
Áramer había oído un rumor que cada vez sonaba con más fuerza entre las
filas de las secciones y era que Erol se había marchado con los salvajes, que
había convencido al que parecía ser su líder para que se marcharan y a
cambio, este se lo había llevado a él como pago.
Áramer no veía la forma en que algo tan disparatado pudiera ser posible,
no entendía qué podía tener Erol que convenciese a las velkra para marcharse
de allí con la batalla sin terminar, dejándolos vivos para combatir otro día. Sin
duda, si el combate se hubiese prolongado, a esas horas de la noche ninguno
de ellos seguiría vivo. Todos lo sabían a la perfección. De este modo, Erol

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parecía haberlos salvado y todos los que creían esa historia se sentían en
deuda con el joven que ya antes de esa noche era bastante popular no solo en
su sección, sino en toda la unidad de Escudos Negros.
Los chicos seguían avanzando hacia el interior del pueblo cuando Lerac
comenzó por fin a poner orden.
—Áramer, llama a la guardia de la ciudad apostada aquí y diles que
quiero hablar con quien sea que los mande.
—Claro, amigo, siéntate por aquí —ofreció Áramer ayudando al herido a
sentarse en el suelo cerca de un almacén al que parecían guiarles los vecinos
del pueblo.
Los demás Escudos Negros entraron al almacén, donde les esperaba
abundante comida y cerveza junto a un más que confortable suelo cubierto de
paja donde podrían descansar esa noche. Un insuficiente grupo de cuatro
médicos intentaría atender a todos los heridos esa misma noche. Lerac
observaba las caras de alivio de sus compañeros, que podían relajarse por
primera vez en todo el día.
Mientras estaban juntos, sentándose para comer, el hijo de Kraen se dio
cuenta de que aparte de él, aparentemente no quedaban más que dos o tres
jóvenes provenientes de la capital. La mayoría de supervivientes eran los
vástagos de las tribus más salvajes del imperio y aunque a Lerac le pesase,
tenía que reconocer que eran mucho más fuertes que sus congéneres de
Úhleur Thum.
Áramer no tardó en volver acompañado por tres soldados que custodiaban
al que parecía el capitán de la guardia.
—Este es Lébero, capitán de la guardia de Lorkshire —anunció Áramer
haciendo las veces de diplomático.
Lerac se levantó dispuesto a hablar con el capitán para poner en orden la
ciudad, pero el este se le adelantó.
—¿Eres tú quién lidera a estos Escudos Negros? —preguntó con cierto
desprecio el tal Lébero, un hombre con barba de varios días y una prominente
barriga que reflejaba la lejanía con la época de soldado en la vida de aquel
hombre.
—No, al menos de momento, pero sí…
—¿Y por qué demonios si no eres más que otro soldado me haces salir de
mis aposentos en plena noche? —alzó la voz Lébero, interrumpiendo la
respuesta de Lerac.
El hijo de Kraen lo agarró por las ropas del pecho y lo atrajo hacia él con
una fuerza que el capitán no esperaba, provocando que casi cayese a sus pies.

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La guardia del capitán fue a desenfundar para proteger a su superior, pero el
brazo de Áramer fue mucho más rápido y antes de que los soldados de la
ciudad pudieran armarse, la espada del pelirrojo ya estaba en ristre, dispuesta
a ensartar a cualquiera que hiciese un movimiento en falso.
—Te he hecho salir de tus aposentos, gordo asqueroso, porque como
miembro de los Escudos Negros cualquiera de nosotros es jerárquicamente un
cargo más alto que tú —informó Lerac con rabia.
Lébero miraba de reojo a sus hombres esperando que interviniesen de una
vez y acabaran con aquellos jovenzuelos que lo amenazaban. Sin embargo, la
guardia de la ciudad sabía lo que los Escudos Negros habían hecho contra las
velkra hacía unas horas, y nadie en su sano juicio se enfrentaría contra un
grupo de soldados que le había plantado cara a las velkra de igual a igual.
—¿Quién, sin contar con este pedazo de basura —continuó hablando
Lerac sin soltar al oficial, que no parecía tener valor suficiente para hacer
frente a la situación—, es vuestro siguiente superior?
—Yo, mi señor —respondió uno de los soldados.
—¿Cuál es tu nombre, soldado? —preguntó Áramer, que aún sostenía la
espada alzada en dirección a los guardias.
—Mi nombre es Elorel, señor —respondió con firmeza.
—Pues desde ahora tú eres el oficial al mando de las tropas acantonadas
en Lorkshire —anunció Lerac.
—¿Qué? —preguntó enfadado Lébero, que por fin comenzaba a resistirse
—. Tú no tienes capacidad para decidir eso, insolente, suéltame ahora mismo
si no quieres que esto acabe peor de lo que ya te mereces —amenazó el
frustrado capitán.
Lerac, sin mirarle, le propinó un fuerte rodillazo en la barriga,
golpeándole con su pierna herida y provocando que aquel hombre sin
decencia ni habilidades para el mando desde hacía años, cayese en el suelo
gimiendo de dolor.
—Llevaos a este despojo y encerradlo hasta que alguien decida qué va a
ser de él. Mientras tanto quiero que tú, Elorel, dispongas a tus hombres por
toda la ciudad, que hagan marchas esta noche y que nadie pueda entrar o salir
de esta ciudad sin que lo detecten y sin que yo me entere después,
¿entendido? —ordenó Lerac.
—Claro, señor —aseguró el nuevo capitán de Lorkshire.
—Y envía también a uno de tus hombres a Dúrenhar, que informe de
nuestra situación y traiga las nuevas órdenes hasta aquí.
—Partirá esta misma noche, señor.

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Áramer bajó su espada permitiendo que recogieran del suelo al hombre
que aún no se recuperaba del golpe y se lo llevasen a donde pasaría, como
poco, unos días encerrado. De este modo, los mismos soldados que habían
protegido a su antiguo capitán, se lo llevaban ahora custodiado bajo la
supervisión directa de su nuevo oficial.
Lébero se quejaba mientras era arrastrado hacia la prisión, amenazando a
sus antiguos subordinados hasta que uno de ellos le propinó un nuevo golpe
en la barriga que, esta vez sí, consiguió que guardase silencio. Según parecía,
Lébero no era muy apreciado por sus soldados y si se mantenía en el cargo,
era probablemente porque nadie había puesto orden en aquella guardia
olvidada, maldita y condenada a morir en el valle desde hacía años.
—¿Cómo estarán las otras secciones? —preguntó Áramer.
—Espero que no tan mal como nosotros.
Áramer lo ayudó a ponerse en pie y ambos entraron en el almacén con el
resto de los supervivientes. Esa noche podrían comer tranquilos y tomar un
más que merecido descanso. Sin embargo, Lerac seguía pensando en Erol.
Debía volver a la capital en cuanto le fuese posible e informar a su padre de lo
ocurrido pues, sin duda, la noticia no le dejaría indiferente.

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14. LA VUELTA A CASA

La luz del sol se filtraba entre la espesa maleza de Trenulk ante la llegada del
nuevo día. Erol había dormido como un bebé y ahora, recién despierto,
comprobaba que el denso bosque era muy hermoso no solo visto desde el
valle, sino especialmente desde el interior.
Las diferentes plantas y árboles que lo conformaban eran únicos de ese
lugar, según parecía, y todo a su alrededor era nuevo para él. A su lado, en
otro lecho que no estaba más que a un metro de distancia, Torek había
descansado esa misma noche. Sin embargo, su padre no estaba allí, aunque sí
el resto de integrantes de las velkra que habían participado en la batalla. Erol
estaba acampando con los mismos hombres que la tarde anterior habían
masacrado a muchos de sus compañeros pero, después de todo, también él y
los suyos habían hecho lo posible por acabar con aquellos soldados que
habitaban el bosque.
El chico los observaba con atención. Se sentía inseguro entre los salvajes
que hasta hacía un día creía que ni siquiera eran humanos. Al parecer, los
cuernos que sobresalían de los yelmos eran de algún animal extraño que debía
habitar el bosque y que los salvajes usaban como adorno. La maestría con la
que el metal de los yelmos y los cuernos se unía era digna de admirar y, visto
de cerca, todo tenía mucha lógica.
Las velkra no eran más que tribus de hombres más corpulentos que los
demás, sí, pero no había nada de animal en ellos. Si la gente del valle siempre
los había tenido por bestias era por su fiereza en el combate, por el miedo que
inspiraban a todos cuantos los habían visto en acción y porque las fantasías
corren como el rayo cuando el miedo se apodera del corazón de los hombres.
Empezaba a pensar que las historias de las velkra se debían a habladurías de
soldados temerosos que con sus equivocadas suposiciones habían dado a
aquellos hombres una fama que, lejos de perjudicarles, era con gusto su carta
de presentación.
—Buenos días, hijo.

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El chico se giró encarándose hacia su padre, que venía cargado con alguna
fruta que nunca había visto.
—Te he traído el desayuno.
Erol miraba hambriento las piezas de fruta que su padre portaba. Su paso
por los Escudos Negros había cambiado su concepto de la comida,
convirtiéndolo en uno parecido al de Omer, en el que la comida servía para
llenar el estómago, no para deleitar el paladar. Sabía apreciar un buen plato,
pero no le hacía ascos a prácticamente nada que lo saciase y sin duda, el
hambre había sido en gran parte culpable de que su sueño se hubiese visto
interrumpido.
—Gracias, padre, estoy hambriento.
Torek se agachó junto a su lecho y ofreció a su hijo la carga que llevaba.
—Puedes comértelo con la piel —dijo Torek pasándole una fruta de color
morado de un tamaño parecido al de un melón pequeño.
El chico la mordió tras echarle un rápido vistazo y al instante, un sabor
dulce le impregnó la lengua. La fruta estaba tierna y el jugo que la componía
comenzó a bajarle por las manos. Erol iba a pringarse por entero y sin
remedio, pero aquella fruta morada era la más sabrosa que jamás había
probado y no podía dejar de morderla.
Torek observaba con la cara de mayor felicidad que nadie pudiese tener.
Su hijo estaba vivo y después de tantos años, estaba con él.
—Está buena, ¿eh?
—Es lo mejor que he comido en mi vida —respondió con la boca llena.
—Come con calma, te estás poniendo como un cerdo —advirtió Torek
antes de soltar una carcajada.
Erol paró para mirarle un momento. Había echado tanto de menos esa
risa…
Padre e hijo acabaron de comer juntos mientras hablaban de los planes
que tenían para ese día.
—Hoy partiremos hacia Kálahar, dentro de una hora más o menos,
depende de lo que tardemos en reagruparnos y preparar el viaje.
—¿Qué es eso? —preguntó Erol mientras se limpiaba como podía el
zumo que le empapaba las manos.
—Es donde vivimos. Es una ciudad que nació cuando las tribus velkra
dejaron de ser tribus separadas y pasaron a formar parte de una única
comunidad. Kálahar fue fundada por nuestros antepasados y aunque en su día
no eran más que tiendas portátiles pertenecientes a los diferentes clanes y
agrupadas dentro de una empalizada, ahora es mucho más que eso. No

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tardaremos más de unos días en llegar, ya lo verás con tus propios ojos. Tu
hermano estará allí —explicó Torek—. No voy a avisarle, por lo que cuando
te vea se llevará una grata sorpresa.
—Bien. Tengo ganas de verlo. No hubiese esperado jamás que nada de
esto pudiese ocurrir —confesó—. Pero antes de eso hay muchas cosas que no
comprendo, padre. Para empezar, ¿por qué estás con los salvajes, masacrando
soldados del imperio?
Torek suspiró antes de responder.
—Los salvajes son mi tribu, Erol. Yo nací al otro lado de Trenulk, en
Kálahar —confesó con la voz cargada de culpabilidad por haber mentido a su
hijo toda su vida—. Tu hermano también nació allí y si desde siempre ha
tenido que trabajar más que tú, es porque él está predestinado a relevarme
cuando yo muera. Él es mi primogénito y heredero.
«¿Heredero? ¿Heredero de qué?» —pensaba Erol—. Su padre no tenía
más que su granja ahora abandonada además de algunas tierras que la
circundaban. ¿Qué estaba pasando allí? ¿Quién era en realidad su padre?
—¿Tu heredero?
—Así es, Erol. Tu padre es quien dirige a estos salvajes, como tú los
llamas —confesó Torek como si no estuviese diciendo algo importante.
—¿Cómo que quién los dirige? ¿Eres el rey de Kálahar o algo así? —Erol
no daba crédito a lo que oía.
—Las velkra no tienen rey, Erol. Tenemos un consejo donde se reúnen los
miembros más importantes de las velkra, podríamos decir, y son estos los que
eligen a uno de esos miembros para que se haga cargo de dirigir a todo el
pueblo. Una vez yo muera, tu hermano tendrá que ocupar mi sitio en el
consejo.
—Esto lleva sucediendo años, ¿no? Por eso te fuiste cuando nos atacaron
en la granja, porque te eligieron y tuviste que marchar, ¿es eso? —preguntaba
intentando encontrar respuestas a las dudas que llevaban tanto tiempo
quitándole el sueño—. ¿Por qué atacasteis la granja? ¿Por qué tuvisteis que
matar a madre? —espetó Erol mientras se levantaba alzando la voz.
—Erol, cálmate.
—¿Cómo pretendes que me calme? Vosotros sois los culpables de la
muerte de madre. Me abandonaste para irte al bosque porque la gente que
hasta ayer creía bestias, decidieron que deberías hacerte cargo de ellos y
dirigirlos. ¿Qué demonios ocurre? Ni siquiera te conozco, padre —confesó a
punto de llorar de rabia.
—Erol, déjame explicarte, por favor.

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Tras unos instantes dando vueltas alrededor del catre, Erol decidió dar una
oportunidad de explicarse a su padre y volvió a sentarse junto a él. Hasta
entonces la alegría por encontrarse vivo a Torek no le había permitido
plantearse las cosas que estaba escuchando ahora, por eso el enfado se hizo
monumental con tanta rapidez en cuanto su mente volvió a abrirse y
permitirle pensar.
—Bien, ahora que estás más calmado te contaré lo que ocurrió —
comenzó hablando Torek con calma—. Para empezar, las velkra no atacaron
nuestro hogar. No tiene sentido que ataquen la casa de uno de los suyos, ¿no
crees? —preguntó Torek tratando de conseguir que su hijo recapacitase y
pensase por sí mismo en lo absurdo de su conclusión.
—Es posible —concedió.
—Pues lo siguiente que debes saber es que ya fui líder de las velkra poco
antes de que tú nacieras. Nos trasladamos al valle porque en esa época,
Kálahar acababa de salir de una serie de trifulcas muy graves con unas gentes
que… bueno, con una tribu de más al norte —simplificó moviendo las manos
para indicar que era un tema complejo—. Tu madre no quería que sus hijos se
criasen en un lugar tan hostil y aunque tu hermano nació y dio sus primeros
pasos más allá de Trenulk, Laiyira consiguió convencerme de que debíamos
criar a nuestros hijos en otro ambiente.
Erol le miraba atento esperando que las explicaciones de su padre
justificasen en cierto modo lo que había ocurrido.
—Por eso tú naciste dentro del imperio, por eso tu nombre no deriva de
las velkra como el de tu hermano o el mío, sino de la familia de los Tálier y
de su cultura.
Sí, lo que Torek decía no era algo absurdo. Nunca se había planteado
seriamente la diferencia que había entre su nombre y el de su hermano, pero
la verdad es que no tenían nada que ver. Eso no ocurría comparando su
nombre con el de su madre, mucho menos tosco, más melódico.
—¿Mi hermano recordaba todo eso, que nació en Kálahar?
—Sí. Tu hermano recordaba muy poco porque era aún muy niño, pero
tenía claro quién era y dónde había nacido. Recordaba el día en el que nos
mudamos al valle y siempre quiso seguir formando parte de las velkra. Tu
madre no pudo sacarle esa idea de la cabeza y desde que pudo sostener una
espada, se empeñó en ser mi sucesor, en hacer que me sintiera orgulloso de él.
Quería convertirse en alguien importante entre la gente de Kálahar y desde
luego, cuando nos marchamos de la granja antes de que lo de tu madre
ocurriese, él ya sabía a dónde nos dirigíamos —confesó.

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—Nunca has ido a comerciar —aseguró Erol como para sí inmerso en
unos pensamientos que parecían guiarle en la dirección correcta—. Cuando
llegaba el verano y te marchabas de casa era para ir a Trenulk, a combatir
contra las fuerzas del imperio y a pasar tiempo con la que siempre ha sido tu
gente, con tu tierra —seguía afirmando el muchacho con la mirada perdida en
el suelo, plenamente convencido de lo que decía.
—Así es, hijo mío. Sthunk ya estaba listo para entrar en combate y me lo
llevé conmigo para que al fin hiciese su prueba inicial, para que volviese con
la que siempre había considerado su verdadera gente. Tú nunca supiste nada
de eso porque tu madre no quería, no al menos hasta que tuvieses edad
suficiente para decidir por ti mismo a qué lado del mundo querías pertenecer:
al del imperio de Laebius o al de los salvajes del bosque —confirmó Torek
dando un énfasis especial a la segunda parte de su frase, demostrando que la
idea de ser llamados así no le agradaba en absoluto.
Erol se mantuvo un momento sin decir nada. Ahora parecía más calmado.
En realidad, su padre no había querido que todo eso pasara, ¿cómo iba a
quererlo? Se había visto obligado a ocultarle la realidad a su hijo menor
porque su madre así lo deseaba.
Todo empezaba a encajar: por qué Torek siempre había sido más estricto
con su hijo mayor, por qué aquellas intensas jornadas de entrenamiento a las
que era sometido Sthunk, por qué Torek nunca tuvo miedo de las velkra, ni
siquiera cuando atacaban alguna localidad cercana a su hogar. Los soldados
del bosque habían sido sus subordinados en algún momento del pasado, eran
sus camaradas, sus compañeros de la infancia.
Solo quedaba una pieza por encajar, una duda que Erol no podía situar
dentro de aquel rompecabezas que comenzaba a tomar forma y, sin recrearse
más, planteó esa duda a su padre.
—Si no fueron las velkra quienes atacaron la granja, ¿quién asesinó a
madre? —preguntó al fin dándose cuenta de que la versión que siempre había
tenido como verdadera no tenía ningún sentido tras conocer la versión de su
padre.
Torek asintió, dando a entender a su hijo que esa era la misma duda que le
había estado corroyendo todos esos años.
—Háblame de ese Kraen, Erol.

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15. FELIZ DESPEDIDA

Más tarde, esa misma mañana…


—Lerac, el mensajero acaba de llegar —anunció Áramer.
El hijo de Kraen montaba guardia en una de las empalizadas de Lorkshire
junto con un par de soldados de su unidad. Durante la noche que habían
permanecido allí encerrados, las velkra no habían vuelto a salir de su
escondrijo de maleza para atacarlos a ellos o a cualquier otra población del
valle. Lerac no había vuelto a tener noticias de Erol, pero según parecía, había
conseguido convencer a su padre para que se alejasen de allí al menos de
momento.
Esa noche, los Escudos Negros con la ayuda de los habitantes de
Lorkshire, habían levantado empalizadas y cavado fosos con estacas en las
zonas más débiles o difíciles de defender de Lorkshire. Los heridos habían
sido atendidos convenientemente y gracias a la calma de la que disponían en
el almacén, los médicos habían conseguido salvar a todos menos a un par de
soldados.
—¿Tan pronto?
—Sí, al parecer el correo se encontró de frente con la sección incompleta
de Zelca, que por órdenes directas de Dúrenhar ha sido enviado aquí para
reforzar la posición. Ya sabe que Rhael está muerto y seguramente se haga
cargo de estas secciones además de la suya.
El grupo que Zelca dirigía no era otro que el compuesto por los
muchachos que sobraban en las demás secciones cuando se presentaron más
voluntarios de los que en principio se esperaban. De ese modo, todas las
secciones estaban compuestas por unos quinientos soldados mientras que
aquella que estaba incompleta no llegaba ni a los doscientos. En sus inicios, el
número había sido mayor, pero como su misión principal indicaba, esos
chicos eran retales que acabarían completando el resto de secciones que
fuesen teniendo bajas.
—Bien, al menos no estaremos mucho más tiempo en esta situación. Dile
al correo que suba, quiero que me explique todo lo antes posible —pidió un

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Lerac que durante la noche, no sin despertar recelos entre sus compañeros, se
había hecho en cierto modo el líder de las dos secciones.
El mensajero subió enseguida para informar a Lerac de lo mismo que
Áramer le había contado instantes antes. Al parecer, Zelca no tardaría más de
unas horas en llegar y al fin todo volvería a tener cierta normalidad. Habría
que ver lo que decidía hacer el veterano amigo de su padre que, conociéndolo,
pretendería aguardar nuevas órdenes en Lorkshire hasta que desde Dúrenhar
decidieran que había llegado el momento de cambiar de estrategia.
Lerac despidió al mensajero de la guardia de la ciudad para seguir
aguardando la llegada de Zelca desde la empalizada. Entre sus compañeros, la
historia de cómo Erol les había salvado a todos no había tardado en
propagarse por ambas secciones como lo hace un fuego en un campo de trigo
seco. El hijo adoptivo de Kraen se había convertido en el salvador de los
Escudos Negros y no solo eso, sino que al no volver de Trenulk, todos
pensaban que había ofrecido su vida, su alma, a cambio de la vida de sus
compañeros, por lo que ya era un héroe mártir.
Los habitantes de aquellas tribus, de todo el imperio a decir verdad, eran
gente supersticiosa por naturaleza y nadie salvo Lerac sabía la verdad, una
verdad que no estaba dispuesto a revelar sin más. Si sus compañeros pensaban
que había ocurrido así, que lo hiciesen. Siendo justos, no estaban del todo
alejados de la realidad, pues Erol había dado su vida para unirse a aquellos
salvajes que antes o después tendrían que volver a por lo que quedaba de los
Escudos Negros. Solo esperaba no tener que enfrentarse a Erol cara a cara si
es que su padre o cualesquiera que fuesen sus acompañantes en el bosque le
convencían de que los malos eran los soldados del imperio y no los propios
salvajes a los que se había unido.

Mientras tanto, en el interior del bosque de Trenulk, Erol, su padre y el resto


de integrantes de las velkra habían iniciado ya el camino de regreso hacia la
famosa ciudad de Kálahar, donde Torek y el hijo mayor de este habían
nacido. Acababan de reanudar la marcha a través de la espesura y Erol ya
había visto toda clase de animales desconocidos para él desde que estaba allí,
tanto aves y serpientes como mamíferos de distinto tamaño, casi todos
herbívoros.
Hablaba con su padre mientras miraba intentando no perder detalle de
todo cuando le rodeaba. De repente, un rugido que parecía proceder de la
garganta de algún demonio antiguo surgió de entre la maleza a no más de

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unos treinta o cuarenta metros de donde ellos se encontraban. A Erol se le
heló la sangre. Había escuchado un rugido similar años atrás, sentado cerca de
la linde del bosque, en los campos de cultivo de Esoj. Era el mismo rugido sin
ninguna duda. ¿Sería aquel uno de los dragones de Trenulk de los que habló
Áramer?
Erol no tardó en desenvainar y encararse hacia donde parecía provenir el
peligro. En ese momento, otro sonido similar procedente de otro animal de la
misma especie, se oyó un poco más a la izquierda, más o menos a la misma
distancia. Erol comenzó a sudar por los nervios. Había más de una de esas
bestias allí, probablemente una manada entera que venía a cazarlos. En su
nerviosismo, el chico no se dio cuenta de que era el único en toda la
expedición que adoptaba una pose defensiva. Sus acompañantes le
observaban en silencio hasta que de pronto, una profunda carcajada que no
tardó en extenderse entre todos, resonó a sus espaldas. Erol se giró sin
entender qué era tan divertido. Torek también reía sin remedio provocando
que el chico se molestase con ellos más que preocuparse por los rugidos.
¿Qué demonios pasaba allí? ¿De qué se reían aquellos malditos salvajes?
—Tranquilo, hijo —dijo entre risas Torek intentando contenerse ante la
cara de enfado de su vástago—. No son más que hélieks —volvió a echarse a
reír.
¿Y qué demonios era un hélik o héliek o como fuese que se llamasen esas
criaturas? Torek le hablaba como si él hubiese estado antes en ese bosque
maldito y oscuro, como si tuviese que conocer la clase de animales que
pululaban entre sus árboles.
Erol no formuló sus dudas, pero entendió que pese a lo sobrecogedor del
rugido, aquellos animales no debían ser peligrosos. El muchacho envainó su
espada y muy serio volvió junto a su padre para proseguir la marcha. Sus
compañeros de viaje reanudaron el camino y poco después, cuando el enfado
se había disipado un poco y Torek fue capaz de recobrar el aliento tras las
largas carcajadas, le explicó de dónde procedían esos rugidos. Incluso una de
esas «peligrosas bestias» se atravesó en su camino, dejando a Erol
sorprendido hasta el punto de creer que su padre estaba gastándole una broma.
El terrible depredador no era más que una especie de ciervo pequeño, no
mayor que un perro grande, que producía esos sonidos para llamar la atención
de las hembras en la época de celo.
Trenulk había resultado ser un bosque espeso, grande y extraño, pero ni
mucho menos tan peligroso como la gente del valle pensaba que era. Las
supersticiones y miedo a lo sobrenatural, a los espíritus y demonios de

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Trenulk, quizá incitadas por los mismos salvajes, habían conseguido que a las
personas del imperio se les hiciese impensable la idea de entrar en aquel
bosque. Todo era una farsa. Los salvajes de las velkra eran hombres y no
bestias, los rugidos de animales gigantescos, no eran más que simples ciervos
enanos… Quizá tampoco existían los dragones de Trenulk de los que oyó
hablar en Dúrenhar, esos lagartos enormes que ayudaron a los rinhenduris a
conquistar las fortalezas de los Tálier.
—Bien, cuéntame entonces quién es ese Kraen.
Erol se había calmado también, más que nada porque ahora entendía que
se hubiesen burlado de él de aquella manera. El chico miró a su padre, suspiró
y comenzó a contarle quién era ese hombre que se había encargado de él
como su propio padre mientras este estuvo ausente.
—Kraen es un general del imperio —comenzó explicando—. Fue él quien
me defendió ante Amer el día que encontré a madre en la cuadra. Yo me
había dormido en el campo, completamente solo. Cuando desperté, me di
cuenta de que había pasado horas allí —relataba ante la atenta mirada de su
padre—. Cuando volví a casa los soldados de Amer estaban por todas partes y
entre ellos, Kraen, que en esa ocasión había sido degradado para servir como
un cabo a las órdenes de Amer, lo cual no he llegado nunca a entender.
Torek asintió incitando a su hijo a proseguir con su relato.
—Él cavó la tumba para enterrar a madre y me llevó después hasta el
campamento donde estaba acantonado su regimiento —continuó antes de que
su padre le interrumpiese.
—¿Fue él quien hizo los montones de piedras sobre las tumbas?
—Sí.
Torek frunció el ceño lo justo para que su gesto fuese perceptible.
—¿Qué ocurre, padre?
—¿Y dices que ese general te crio como si fueses un hijo suyo?
—Sí que lo hizo. Siempre me ha tratado como a Lerac y siempre se ha
preocupado por mí. ¿En qué estás pensando?
Su padre vaciló un momento antes de responder, sabiendo que algo no
cuadraba en la historia que oía y que probablemente, la conclusión a la que
estaba llegando acabaría doliendo a su hijo.
—Ese hombre no solo te adoptó como si fueses hijo suyo, sino que se
aseguró de que no volvieses con tu verdadero padre.
—¿Y por qué haría Kraen algo así? ¿En qué te basas para pensar que
querría separarme de ti?

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Erol se sentía mal físicamente. Tenía el estómago revuelto, la cabeza le
daba vueltas. No entendía nada, no podía entender nada.
—Erol, fui a la granja después de que tu madre muriese. En su tumba,
como te dije anoche, esos montones de piedras de los que hablábamos
indicaban que un hijo y su madre habían sido enterrados juntos allí. Ese
Kraen me hizo pensar que los dos habíais muerto aquel día y ningún soldado
rondó nuestras tierras después de eso, lo sé porque estuve visitando la tumba
todos los días después de enterarme de la noticia —aseguró Torek—. Allí no
había nadie más que yo mismo. Nadie me avisó de que estabas con vida.
—Tuvo que haber algún tipo de error —dijo Erol intentando buscar
explicaciones lógicas—. Kraen mandó a sus hombres a buscarte y aunque no
entienda lo de esos montones de piedras, estoy seguro de que tuvo que
equivocarse al hacerlos. ¿Acaso no existen taenáculos que indiquen que el
hijo de quien está allí enterrado sigue vivo?
—No, hijo, eso no existe, y dudo mucho que lo ocurrido no haya sido más
que un mal entendido.
—¿Qué ganaría Kraen separándome de ti? No tiene sentido…
Los dos habían dejado de andar debido a lo importante de la conversación,
que había acabado por recabar toda su atención. Padre e hijo hablaban
encarado uno hacia el otro tratando de desentrañar los motivos que los
separaron años atrás.
—No sé qué ganaría separándonos, es algo que aún no logro entender,
pero hay algo que sí está claro: los guerreros de las velkra no asesinaron a
Laiyira. Por otro lado, los soldados del imperio estaban allí cuando todo
ocurrió…
—¿Insinúas que Kraen mató a madre? —preguntó herido el muchacho.
—Quizá no fuese él en persona, pero está claro que sabe quién lo hizo.
Tuvo que ser alguno de los soldados que estaban en la granja ese día.
—Esto no tiene sentido… —volvió a murmurar para sí el chico—. Quizá
fuesen bandidos como los que hay por los caminos hacia la capital.
—No, Erol… Sabes bien que el valle está libre de bandidos y que el único
peligro es el que representan las velkra que, en nuestro caso, es un peligro que
no nos atañe. Mira a tu alrededor, hijo —pidió Torek abriendo sus brazos,
señalando con la mirada a aquellos soldados que eran sus hombres—.
Conozco a cada uno de estos hombres desde que era más niño de lo que lo
eras tú cuando nos separamos. Son mis compañeros de armas, mis vecinos,
mis hermanos… —insistió—. Todos saben quién soy y desde luego, me

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jugaría una mano por cualquiera de estos hombres si tuviese que asegurar que
ninguno de ellos hizo daño a tu madre —su tono no dejaba lugar a dudas.
Erol agachó de nuevo la cabeza asumiendo la información. Quería a
Kraen. Tal vez no tanto como a Torek, pero había compartido tanto de su vida
con uno como con otro y pensar que todo había sido una farsa le partía el
corazón.
—Kraen me ha tratado bien siempre, me ha ayudado en todo. Me ha
entrenado, alimentado y protegido estos años, y Lerac es como un hermano
para mí —dijo Erol a punto de que se le saltaran las lágrimas por la
impotencia.
—¿Qué tal está Lerac? —preguntó Torek intentando que su hijo se
relajase e interesándose también por ese joven al que Erol apreciaba tanto.
Erol suspiró tratando de calmarse.
—Lerac está bien… Tiene un corte en la pierna, pero no es nada grave.
Podrá apoyarla como si nada en un par de días.
—Me alegro.
Erol se sentía desanimado, confundido y decepcionado porque, aunque no
le cabía en la cabeza cómo Kraen podía haberle engañado y aunque la idea le
pareciese totalmente imposible, también veía que en los argumentos de su
padre había cierta lógica. Ya no sabía qué pensar.
—Continuemos andando —pidió Torek—. Aún nos queda un largo trecho
hasta llegar al otro lado del bosque.
Erol asintió y cabizbajo volvió a ponerse en marcha hacia la capital de las
velkra.
—No te preocupes, Erol, quizá Lerac no tenga ni idea de lo ocurrido
aquella noche con tu madre. Incluso es posible que Kraen esté obligado por
algún motivo a guardar el secreto de lo que pasó allí ese día. Sea cual sea la
razón por la que te dijeron que las velkra habían asesinado a Laiyira, todo se
acabará sabiendo y aclarando, ya lo verás —aseguró el gigantón parando para
estrechar a su vástago entre sus enormes brazos.
La columna de salvajes seguía atravesando el bosque llevando consigo los
cadáveres de sus compañeros muertos que, por el camino, iban abandonando
entre los árboles. Erol tardó varias horas en darse cuenta y miró confundido a
su padre buscando una explicación a aquel comportamiento que le parecía una
total falta de respeto.
Torek observó en la cara de su hijo lo que bullía en su mente sin que este
tuviese que decir una sola palabra.

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—Se les deja en la tierra porque de ahí vienen. De este modo, vuelven a
formar parte de la naturaleza, del bosque y sus animales. Su carne alimenta la
nueva vida y en parte, devolvemos a las plantas y demás seres vivos un poco
de lo que en vida tomamos de ellos —explicó con tono sereno—. Dos buenos
amigos míos se han quedado en el camino esta vez. Sin duda tú y los tuyos os
habéis defendido bien.
Aquel halago confundía a Erol, que en parte se alegraba por el cumplido,
pero a la vez sentía lástima por las pérdidas que habían causado a su padre y
que los mismos Escudos Negros sufrieron.
—Está claro que te has convertido en un buen guerrero, hijo. Me siento
muy orgulloso de ti —sonrió Torek—. Creo que la última conversación que
tuvimos aquel día yendo al pueblo de verdad te hizo cambiar.
Erol agachó la cabeza de nuevo, también sonriendo con las mejillas rojas.
Quizá ahora estaría preparado para enfrentarse a Sthunk, para demostrarle
en lo que se había convertido, cómo había crecido y cómo había cambiado en
los años que habían permanecido separados. Estaba deseando volver a verlo.

Ajeno a todo eso, Lerac aún desde la empalizada vio cómo Zelca y su
pequeño regimiento comenzaban a acercarse a Lorkshire. Su pierna apenas le
estaba dando problemas ya que el corte no era profundo.
El amigo de su padre se presentó en la puerta principal, donde Lerac
esperaba junto a Áramer.
—Parece que os han castigado bien —dijo Zelca a modo de saludo.
—Sí, nos emboscaron cerca del bosque y no pudimos más que
defendernos hasta que se fueron. Rhael cayó de los primeros, lo que hizo que
nos desorganizáramos incluso más. La batalla acabó siendo un completo caos
—explicó Lerac.
—Justo como ellos querían —afirmó Zelca.
El chico asintió cabizbajo.
—¿Dónde está Erol? —preguntó tras observar brevemente a su alrededor
y percatarse de su ausencia—. No habrá muerto, ¿verdad?
—Él no está aquí —respondió Lerac muy rápido—. Acompáñame,
hablaremos tranquilamente de esto en otra parte.
Zelca frunció el ceño, pero asintió. El veterano se giró hacia sus chicos,
que estaban en perfecta formación tras él.
—Escuchadme, bastardos, quiero que vayáis a las empalizadas y relevéis
a las secciones que ya están aquí, estos soldados deben descansar un poco.

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Ayudadles en lo que necesiten —ordenó.
—Áramer, ve con ellos. Diles qué zonas deben vigilar y encárgate de que
los heridos que aún tenemos estén bien atendidos —ordenó a su vez Lerac.
El pelirrojo no respondió. Asintió servicial y se dispuso a guiar a los
recién llegados hacia las zonas de la muralla menos vigiladas o más
vulnerables, donde esos Escudos Negros se incorporarían a los que ya
llevaban en Lorkshire desde que terminase la batalla del valle.
Lerac y Zelca se marcharon juntos a una zona un poco más apartada
donde pudiesen hablar, justo en el camino que llevaba hasta la puerta
principal de la ciudad. Allí, fuera de la empalizada, los dos líderes de las
secciones enviadas al valle hallaron el lugar indicado para tratar el tema de
Erol sin que nadie más tuviese que enterarse de nada.
—Erol está en Trenulk junto a los salvajes. No puedo decirte más, pero ha
conseguido salvarnos a todos. De no ser porque les convenció para marcharse,
hasta el último de los nuestros habría muerto en esa emboscada.
Zelca comenzó a mesarse la barba en un claro gesto pensativo. Pasó unos
instantes así, sin decir nada, hasta que finalmente se decidió a hablar.
—¿Sabe tu padre algo de esto?
—No. Como ya imaginarás, no he podido reunirme con él desde hace un
tiempo… —respondió Lerac con un tono que delataba lo absurdo de la
pregunta del veterano.
—Sí, eso es verdad —reconoció Zelca—. No obstante, ahora puedes
reunirte con él. Me encargaré de los Escudos Negros: de las secciones que
comandaba Rhael y también de la mía. Tú estás herido e irás a reunirte con tu
padre. Le contarás cada detalle de lo que ha ocurrido aquí y todo lo que sepas
de la marcha de Erol. Querrá saber lo que ha pasado.
Lerac observaba sin decir nada, asintiendo para asimilar mejor aquellas
órdenes que en absoluto le desagradaban. Había pasado mucho tiempo sin ver
a Kraen y se moría de ganas por volver a su hogar, por ver de nuevo a su
padre, por contarle las novedades de la situación de Erol además de lo vivido
y aprendido durante su estancia en Dúrenhar, la fortaleza de los Escudos
Negros.
—Te llevarás contigo a los heridos de estas secciones al menos hasta que
la vuelta a la capital te haga coger otro rumbo, así tu marcha se justificará si
tenemos en cuenta que tú mismo estás también herido —concluyó Zelca—.
Lerac se miró la pierna. Estaba seguro de que cualquiera de sus compañeros
habría cambiado sin dudarlo sus heridas por aquel rasguño.
—Está bien, Zelca. Si crees que es lo mejor, eso haremos.

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—Por supuesto que es lo mejor. Partirás hoy mismo, así que vete
preparando.
Dicho esto, el veterano dio por terminada la conversación y se encaminó
hacia el interior de Lorkshire en busca de sus hombres. Lerac permaneció
inmóvil observándole entrar y, cuando al fin se quedó completamente solo,
habló consigo mismo en voz baja.
—Erol… dónde demonios estarás ahora…

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16. LA LARGA MARCHA

—Odio los días así —dijo con desánimo Érxan—. Me ponen melancólico, me
dan malas sensaciones, y eso es lo peor para un momento como este.
En efecto, el día no era lo que correspondía a un mes caluroso como
aquel. Una tormenta de verano había llegado con toda su fuerza y aunque de
momento la lluvia no comenzara a caer, ese cielo gris, oscuro y amenazante,
no tardaría en descargar su furia sobre la ciudad natal del emperador. El aire
apenas soplaba y un bochorno pegajoso impregnaba el ambiente que precede
a las grandes lluvias de verano.
—Me ocurre lo mismo. Esto debe ser señal de algún mal augurio que
antes o después terminaremos por sufrir —afirmó su inseparable Lasbos.
Por primera vez en muchos años, aquel presagio de mala suerte sentido
por Lasbos no iba del todo desencaminado. Habían pasado los últimos días
preparando la marcha que los llevaría de nuevo a los confines del mundo, más
lejos aún que la anterior campaña, ya que Érxan se había propuesto marchar a
través del desierto interminable y, junto a un nuevo ejército expedicionario
compuesto en buena medida por sus antiguos veteranos, pretendía no solo
alcanzar las tierras de los bravos guerreros llamados puncos, sino también
doblegarlos e integrarlos en el que sin duda sería el mayor y más glorioso
imperio de todos los tiempos. Su estirpe gobernaría la tierra conocida durante
siglos, puede que incluso milenios, y ese nuevo orden sería impuesto gracias a
lo que él había conseguido, a lo que todavía le quedaba por conseguir.
El hecho de pensar a tan largo plazo le había convencido de que
necesitaba un heredero, un vástago fuerte que portase su sangre de forma
directa y que le sucediese en el trono una vez la edad y el aburrimiento se
llevasen su vida tras muchos años de lento gobierno.
Sí, necesitaba un heredero, pero antes de que todo aquello ocurriese, antes
de volverse un emperador gordo y aburrido, el destino le brindaba una nueva
ocasión de hacer grande su nombre, de que todos le recordasen. Ya tendría
tiempo de casarse y engendrar tanto hijos legítimos como bastardos a
raudales. Quizá debiera casarse con alguna importante princesa de entre

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aquellos lejanos pueblos que se disponía a conquistar para que así, su
heredero tuviese la influencia necesaria para controlar a gentes tan distantes a
la capital del imperio. De todos modos, ese tiempo ya llegaría. Lo importante
ahora era preparar el viaje hacia las nuevas tierras que dentro de unos años
serían suyas.
En los últimos días, innumerables mensajeros habían partido en todas
direcciones portando el mensaje del emperador que instaba a que todo joven y
valiente guerrero que quisiese unirse a su campaña, sería bien recibido y
recompensado con generosidad una vez terminase la guerra.
Aún no contaba con datos exactos del tamaño de su nuevo ejército, pero
en el mensaje se incluía también que quien se uniese, debía marchar hasta las
lindes del desierto interminable, donde él mismo estaría esperando a sus
hombres exactamente dentro de dos años para que desde allí, juntos, partiesen
en la nueva expedición. Estaba seguro de que sus veteranos acudirían en masa
en su busca, así como otros muchos novatos deseosos de cumplir a las
órdenes de su glorioso y joven emperador.
—Tonterías, emperador. Nada puede ir mal cuando los dioses ya han
concedido tan amplia fortuna a un hombre que sin duda nació para doblegar al
mundo —dijo Fasmar, que se había acercado por detrás sin que ninguno de
los dos amigos le escuchase llegar.
A Lasbos le ponía nervioso esa facilidad que el hermano del emperador
tenía para acercarse, sigiloso como una víbora antes de morder, sin que nadie
pareciese capaz de sentir de su presencia. El veterano lanzó una mirada de
desprecio que ya no se molestaba en ocultar. Ninguno de los dos se soportaba
y ambos lo sabían. Aquella era una relación imposible de arreglar y pese a
que Érxan no se sentía a gusto al respecto, entendía que su hermano y su
mejor amigo eran dos personas totalmente diferentes que jamás podrían
congeniar.
—Ya te he dicho que no tienes que llamarme así —dijo Érxan
disimulando que aquel respeto por parte de su hermano le agradaba
profundamente.
—Te llamo por lo que eres, hermano.
Lasbos sonrió irónico. «Maldita sabandija asquerosa…», —pensaba—. El
veterano parecía ser el único que se daba cuenta de que aquel hombre no
pretendía otra cosa que la desaparición de Érxan, pero este seguía sin hacerle
caso y, ya que no iba a cambiar su forma de pensar, lo menos que podía hacer
era permanecer a su lado y cumplir con lo que en los últimos años había

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logrado no sin un gran esfuerzo: mantener con vida a ese joven que gobernaba
el mundo.
—Iré a revisar el estado de la caballería, señor —anunció el oficial
buscando una excusa para no tener que soportar la presencia del indeseable
que se había hecho grande gracias al nombre de su familia y a la fama de su
hermano.
—¿Tan desagradable te resulta mi compañía que en cuanto me ves
aparecer quieres marcharte? —preguntó Fasmar en tono apacible.
—No es tu compañía lo que me desagrada, Fasmar. Es el hedor que
desprende tu falsedad lo que me pone enfermo.
—Ya es suficiente, Lasbos —dijo el emperador.
El veterano miró a su superior, asintió y se inclinó a modo de disculpa
antes de marcharse de allí sin añadir nada más. Los hermanos le observaban
mientras se alejaba bajando las escaleras del palacio real donde el emperador
se hospedaba y dirigía, al menos desde la sombra, su vasto imperio.
—Nunca entenderé por qué ese hombre me odia tanto —aseguró Fasmar
mintiendo descaradamente—. Quizá tiene celos de que yo sea tu hermano de
sangre y él nunca pueda aspirar a algo así.
Érxan fue a hablar, pero antes de que lo hiciese, Fasmar continuó
exponiendo sus pensamientos.
—De todos modos, no importa que me trate mejor o peor, Érxan. Lasbos
cuidará de ti siempre que sus fuerzas se lo permitan, y es de esas personas de
las que no puedes permitirte el lujo de separarte. Es por esa lealtad que no me
importa aguantar sus desprecios, porque sé que mientras esté contigo, estarás
bien —expuso poniendo una mano sobre el hombro de Érxan.
En ese momento, un trueno resonó con fuerza en el cielo y poco a poco,
gotas gordas como aceitunas comenzaron a desprenderse de las negras nubes
que las transportaban hasta que el breve goteo, en solo unos instantes, fue
sustituido por una columna de agua que comenzó a regar las calles de la
capital. En unos minutos, pequeños torrentes de agua salvaje recorrían las
aceras de Fáxolaar, provocando que las calles quedaran desiertas de nuevo.
Aquellas tormentas eran muy frecuentes en la zona y sus habitantes
estaban de sobra advertidos de que cuando el ambiente se cargaba así y el
cielo se oscurecía tanto, lo mejor que podían hacer era ir buscando sus
hogares, en los que podrían refugiarse hasta que el dios de la lluvia decidiese
que habían tenido bastante.
Fasmar y su hermano menor corrieron hacia el palacio real donde se
pusieron al resguardo del chaparrón. Al día siguiente, el sol volvería a salir

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con fuerza y sería el momento en que el emperador partiría, junto a su guardia
personal, hacia el otro extremo del mundo, donde se encontraría con su
ejército.
—Deberías descansar, Érxan, te espera un largo viaje a partir de mañana.
—Tienes razón, Fasmar. Voy a mis aposentos, pero antes, di a alguien que
me lleve algo de comer, ¿quieres?
—Por supuesto. Le diré a mi cocinero personal que te prepare algo con lo
que disfrutes de tu último día aquí —aseguró Fasmar haciendo una
reverencia.
—Gracias, hermano.
El emperador se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia sus aposentos.
Fasmar mantenía aún la reverencia.
—Y te aseguro que esta será la última noche de tu vida que pases aquí…
—susurró.
El regente se dirigió hacia las cocinas del palacio, que bullían como
siempre de todo tipo de sirvientes y cocineros, de vendedores que llevaban
hasta allí sus mercancías para asegurarse de que la venta se realizaba en las
mejores condiciones posibles. La entrada de Fasmar en la sala atrajo la
atención de todos los presentes y, desde ese momento, sus ojos quedaron
clavados en ese hombre que volvería a ser su dueño y señor mientras durase
la campaña de su hermano.
—Marchaos todos de aquí ahora mismo —ordenó sin levantar la voz.
Una algarabía de personas saliendo con prisa de la cocina se formó de
inmediato y solo permanecieron en la sala tres cocineros que estaban bajo las
órdenes directas del regente.
—Preparadle algo especial a mi hermano, debe estar fuerte para realizar
su largo viaje. Quiero que disfrute con la comida de esta noche, que envidie a
mis cocineros y aprecie aún más a su querido hermano mayor —habló rápido
—. En cuanto a vosotros —señaló con la cabeza a sus dos fieles guardias que
permanecían bajo el marco de la puerta—, acompañadme fuera.
Los tres salieron por la puerta de la cocina que daba al exterior del palacio
y allí, bajo el techado de la salida que quedaba en frente de los amplios
jardines, donde nadie salvo las plantas podía escuchar sus palabras,
comenzaron a hablar.
—¿Qué tal van los preparativos? —comenzó diciendo Fasmar.
—Bien, señor. No ha quedado ni un rincón del imperio que no vaya a ser
informado de la formación del nuevo ejército —respondió uno de ellos.

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—Perfecto. Más os vale estar seguros de que va a ser así. Tenemos que
garantizar que todos los leales al emperador marchen junto a él en esta
campaña. Como ya sabéis, no se le puede derrotar en batalla, pero si
conseguimos que sus seguidores lo acompañen, si somos capaces de hacer
que crucen el desierto, una vez allí permanecerán completamente aislados y
solos, y solo entonces podremos pasar a la segunda parte del plan.
—En cuanto a eso, mi señor —comenzó hablando el otro guardia—,
también marcha según lo previsto. Los mercenarios ya han sido informados y
el pago está en camino, por adelantado además para garantizar que estarán en
el lugar indicado cuando llegue el momento. También se ha creado el otro
cuerpo auxiliar y espera órdenes desde hace meses.
—Bien, bien… —repetía Fasmar—, ya falta menos para que podamos
ponerlo todo en orden de una vez.
El guardia que había hablado primero miró de soslayo al otro y, viendo
que no decía nada, comenzó a hablar de nuevo.
—Señor, hay un problema.
Fasmar salió bruscamente de sus pensamientos, como quien se despierta
de un sueño.
—¿Qué problema?
Aquel hombre frío y calculador odiaba como pocas cosas que surgiesen
imprevistos, incluso odiaba que se los anunciasen sin importar que supiera
que ese era el deber de sus hombres.
El soldado dudó un instante antes de responder.
—Se trata de Lasbos, mi señor. Hemos sabido que ha mandado hombres a
espiarnos no solo a nosotros, sino también a usted mismo. Ese hombre
sospecha algo. Quizá lo mejor sería acabar con él antes de que descubra sus
planes. Puedo hacerlo yo mismo, simular que algún grupo de ladrones de
poca monta lo asaltaron y la cosa acabó mal, por ejemplo.
Fasmar esbozó una sonrisa irónica ante las palabras de su guardaespaldas.
—Ese hombre no tiene más que sospechas, pero no puede probar nada y
yo soy el hermano del emperador. Cuento con su apoyo y su cariño —expuso
orgulloso—. No, no quiero que acabéis con él. Quiero que ese mal nacido se
marche de aquí junto a Érxan y que vea cómo lo traiciono, quiero que sienta
la impotencia, que se confirmen sus sospechas y vea cómo su adorado amo
pierde su posición. Quiero que mi hermano esté con él cuando se entere de
que se han quedado solos en una tierra hostil de la que no podrán volver,
quiero que ambos sufran el destierro y que mi hermano escuche de la boca de

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su mejor amigo un «ya te lo advertí». Quiero que haga sentir a Érxan como un
estúpido por no hacerle caso.
Fasmar tomó aire un momento, suspirando con fuerza en un gesto que
delataba el profundo placer que imaginar esa situación le producía.
—¿Matarlo dices? —preguntó de forma retórica—. Dejarlo con vida será
el mayor castigo para él y para mi hermano.
Fasmar siempre había sido un tipo retorcido. Sus hombres ya estaban
acostumbrados a sus métodos, a su forma de hacer las cosas. Después de todo,
el legítimo heredero era el hermano mayor, era quien por derecho de
nacimiento debía ocupar el trono sin importar que su hermano hubiese hecho
más méritos para construir el imperio. Érxan era un gran guerrero, eso nadie
lo discutía, pero para dirigir un territorio tan vasto como aquel, esa no era una
cualidad imprescindible. La buena gestión de Fasmar unida a su forma de
hacer las cosas, a su manera de derrotar a sus enemigos sin que llegasen a
enterarse de quién los había matado, su astucia y su experiencia en los tratos
con las personas, hacían a Fasmar alguien mucho más apto para dirigir a las
gentes de Fáxolaar de una forma eficaz.
Érxan había conseguido unir al mundo bajo una misma bandera, pero si
no querían que todo lo conseguido se derrumbara, si no querían que la gloria
de Fáxolaar no fuese más que una chispa que se extingue, entonces debían
procurar el trono al legítimo heredero. Y era exactamente eso lo que iban a
hacer.
—Y ahora, acompañadme. Tengo que tratar unos asuntos…
Poco después, al otro lado del palacio, la puerta sonó dos veces.
—Adelante —se escuchó la voz del emperador.
El cocinero principal de Fasmar entró acompañado de uno de sus
ayudantes. Traían una enorme bandeja plateada que parecía portar algún tipo
de asado con salsa naranja: la preferida de Érxan.
—Emperador, os traigo este plato junto con los mejores deseos por parte
de vuestro hermano y, por supuesto, también míos —comentó servicial el
cocinero.
—Os lo agradezco a los dos, —respondió sin apartar la vista del plato—.
Adoro la salsa naranja.
—Lo sé, mi señor. Es por eso que os he preparado este asado en concreto.
El pinche soltó la bandeja en la mesa que había en los aposentos del
emperador, convertidos durante los últimos meses en parte en biblioteca. El
chico de unos quince años posó su mirada sobre un libro que el emperador
sostenía en sus manos, un libro gordo de aspecto antiguo que debía ser aquel

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del que tanto había oído hablar, el que provocó el deseo del emperador de
iniciar una nueva campaña.
—Que le aproveche, señor —habló de nuevo el cocinero antes de hacer un
gesto con la cabeza a su acompañante para que saliese de allí.
Érxan guiñó un ojo a modo de despedida y volvió a centrar toda su
atención en el suculento manjar. Fue así como le encontró Lasbos minutos
después, cuando volvió de su revisión a la guardia personal que los escoltaría
hasta los limes del imperio. Estaba empapado, pero no parecía importarle lo
más mínimo.
—La guardia está lista —anunció—. Además, la caballería faxoliana está
preparada y mañana formará con nosotros. En total nos acompañarán casi
cinco mil jinetes. Creo que nunca un emperador tuvo una guardia tan
imponente —sonrió.
Érxan estaba terminando su comida y escuchaba en silencio.
—Espero que sean suficientes.
—Lo serán, señor. No hay ninguna tropa en el mundo capaz de detener a
la caballería faxoliana —aseguró Lasbos.
—No, desde luego que no… al menos en esta parte del mundo —dijo
Érxan mirando ahora directamente a los ojos de su mejor amigo.
Lasbos mascullaba las palabras de su emperador. La experiencia le decía
que uno nunca debía subestimar a los enemigos potenciales pero, si bien su
prudencia era harto conocida, también esta misma le decía que gracias a esa
caballería el mundo estaba ahora a sus pies y que ninguna tribu, civilización o
estado que se hubieran encontrado por el camino, había sido capaz de
detenerlos.
—De todos modos —continuó hablando el emperador—, no son los
enemigos lo que me preocupa.
—Lo difícil será atravesar ese maldito desierto —se adelantó Lasbos.
—En efecto, mi buen amigo. Si logramos cruzar el desierto sin perder a la
mitad de los hombres, los enemigos que encontremos allí serán el menor de
nuestros problemas.
Érxan había terminado de comer y dirigía ahora toda su atención a Lasbos
y su conversación.
—He estado pensando mucho en cómo orientarnos en el desierto, en
cómo lo haremos para mantener una ruta de suministros que nos permita
llegar hasta el otro lado sin morir de hambre o sed y, teniendo en cuenta la
cantidad de tropas que llevaremos, cuántos víveres consumiremos en cada
jornada. Eso es lo principal: tener un buen cálculo para que no acabemos

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muriendo de hambre o sed antes de llegar a nuestro destino —advirtió el
joven emperador—. Fasmar ya está informado de lo que necesitaremos. No
debe haber problema siempre y cuando mis cálculos sean correctos.
Lasbos torció el gesto antes de responder.
—No son tus cálculos lo que me preocupan, Érxan, sino tu hermano —
confesó por enésima vez—. Una vez caminemos sobre la arena del desierto
dependeremos por completo de que los envíos que realice Fasmar sean los
oportunos. De lo contrario, nos quedaremos en tierra de nadie esperando que
sea el sol y no nuestros enemigos quien nos dé muerte.
—No debes preocuparte por Fasmar, viejo amigo. Ya hemos hablado este
tema muchas veces antes y como bien sabes, te di mi palabra de que
investigaría sus movimientos para tranquilizarte. Tú mismo sabes de los
informes de los espías —recordó el emperador provocando un suspiro de
impotencia de su compañero—. Lleva una vida de lo más normal: hace lo que
le ordeno, se va a la cama temprano y no abandona su habitación hasta por la
mañana para continuar con el trabajo del día anterior. Pasa la mayor parte del
tiempo en palacio junto a sus guardias. Apenas tiene trato con gente externa a
estos muros —aseguró Érxan—. Sé que no te fías de él, pero te aseguro que
mi hermano quiere lo mejor para mí y, aunque no te lo creas, también para ti
—dijo recordando la conversación que habían tenido un rato antes.
—Sé lo que dicen los espías, pero hay algo en Fasmar que puedo sentir: lo
intuyo.
—No te tenía por un hombre de tantas intuiciones, Lasbos.
—Y no lo soy, pero siento que algo malo va a ocurrir y que no hacemos
nada para evitarlo.
—Confía en mí, ¿quieres? —pidió el emperador—. Hasta ahora mi
palabra te ha bastado siempre, amigo. Me gustaría que siguiera siendo así.
Lasbos dio por perdida la discusión, como tantas otras veces antes que
esa. El veterano agachó la cabeza, suspiró y volviendo a mirar a los ojos a su
señor, respondió.
—Claro, Érxan… Sabes de sobra que con eso basta.
El emperador sonrió satisfecho. Era todo lo que necesitaba oír.
—Mañana partiremos temprano hacia una nueva y gloriosa campaña,
amigo. Dentro de tres años, cuando esos puncos sean parte de nuestro
imperio, recordaremos estas conversaciones y reiremos juntos por nuestras
dudas, como ya ha ocurrido tantas otras veces antes. Todo va a salir bien,
compañero, te lo garantizo —aseguró el emperador poniéndose en pie para
abrazar a su amigo.

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Días después, en la otra parte del mundo, Lerac se acercaba por fin al
campamento que Kraen y sus fuerzas habían montado en el camino entre
Mélmelgor y el vado de Esla. Aquellos hombres serían el refuerzo o el relevo
de los Escudos Negros acantonados en Lorkshire. La situación del
campamento hizo que Lerac no tuviese que volver hasta la capital para
encontrarse con su progenitor, lo cual le acortó el viaje considerablemente.
El chico llegó a caballo a las puertas del campamento, engalanado con su
armadura negra y su espada colgada del cinto. Era una visión imponente para
los soldados de su padre que custodiaban la empalizada rezando porque los
salvajes no llegasen hasta allí. El muchacho se acercó a la puerta sin
desmontar y los dos guardias que la custodiaban dudaron un instante hasta
que uno de ellos lo reconoció.
—Es el hijo de Kraen —comentó sorprendido uno de ellos—. Dejadle
pasar.
Lerac estaba serio. No dijo ni una palabra, no se bajó de su montura y así
entró en el campamento en dirección a la tienda donde su padre debía estar,
como siempre, en el centro de aquella agrupación de viviendas portátiles de
los ejércitos de Laebius.
El joven recorrió el campamento atrayendo la mirada de aquellos hombres
que nunca habían visto a un soldado de los Escudos Negros, esos muchachos
que componían la élite de las fuerzas imperiales y de los cuáles desde hacía
un par de días se hablaba en toda la parte colindante al valle de Mélmelgor.
Sin duda, la batalla que había tenido lugar días antes contra los salvajes ya
estaba en oídos de medio imperio. La forma en que los Escudos Negros
resistieron la embestida de las velkra les habían proporcionado fama y sobre
todo, un respeto entre el resto de soldados que Lerac ahora estaba
comprobando en primera persona. Durante los breves minutos que duró su
viaje hasta el centro del campamento, el chico no hizo ningún gesto, no
saludó a nadie. Su rostro serio parecía indicar que el muchacho no lo había
pasado del todo bien en los últimos días y una pregunta comenzó a resonar en
las mentes de los hombres a los que el hijo de Kraen no les era desconocido:
¿dónde estaba el chico que Kraen había adoptado?
Lerac llegó al fin a la tienda de su padre. Elabo, el jefe de su guardia
personal, estaba allí como siempre custodiando la seguridad de su general. Le
acompañaban cinco guardias más que, como de costumbre, rodeaban la tienda
para evitar que nadie pudiese colarse en ella sin ser visto. Estaba claro que si
Elabo y el resto de guardias estaban allí era porque su padre no estaba en otra

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parte que en el interior de esa tienda. El muchacho bajó del caballo, recogió
su yelmo con la gárgola pintada en la parte trasera y se encaró hacia la entrada
de la tienda. El jefe de la guardia se acercó a él para confirmar que era el hijo
de Kraen quien bajaba de la montura.
—Me alegro de verte, Lerac —comentó el soldado—. Te has hecho un
hombre.
Lerac no movió un músculo de la cara ante el saludo del guardia.
—Yo también me alegro de verte, Elabo, pero no tengo tiempo para
hablar ahora. He de ver a mi padre de inmediato —dijo dibujando ahora una
sonrisa triste en su rostro.
El jefe de la guardia echó un rápido vistazo a su alrededor buscando a
alguien. Lerac sabía lo que hacía, sabía a quien buscaba, pero no le dijo nada
de Erol.
—Tengo que ver a mi padre —insistió.
—Claro, claro… entra, Lerac —ofreció apartándose de la entrada.
Lerac asintió y sin demorarse más atravesó la lona de gruesa tela que
cubría la puerta de entrada a la tienda de su padre. Frente a él, un hombre
sentado que miraba unos mapas con atención seguía sin darse cuenta de su
presencia.
—Hola, padre.
Kraen levantó la vista al instante para clavar sus ojos en la figura de su
hijo, imponente y fiero engalanado con su armadura de combate, con su
espada especial al cinto y su yelmo bajo el brazo derecho.
—¡Hijo mío! —exclamó levantándose de un salto—. Por fin has vuelto.
Dime, ¿qué tal estás? —preguntó a la vez que lo cogía por los hombros con
ambas manos antes de abrazarle.
—Estoy bien, padre. Zelca me ha mandado aquí para hablar contigo —
respondió sin mucha emoción.
—¿Qué ocurre? ¿Acaso os han vuelto a atacar los salvajes? ¿Estás bien?
—preguntó preocupado.
—No, padre. No han vuelto a atacarnos. Solo combatimos una vez contra
ellos nada más llegar al valle y después de eso, se retiraron. No hemos vuelto
a verlos desde ese día.
Kraen miró de arriba abajo a su hijo, frunció el ceño como quien recuerda
algo ya olvidado y volvió a hablar con Lerac.
—¿Dónde está Erol? —preguntó.
Lerac suspiró, carraspeó y respondió.
—Creo que no debemos hablar de eso en un lugar como este, padre.

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Kraen volvió a fruncir el ceño, ahora con fuerza en un gesto de duda hasta
que comprendió lo que su hijo le pedía. El general salió a la puerta de su
tienda, buscó con la mirada a Elabo, que como de costumbre estaba justo en
frente, y con un gesto de la cabeza le hizo acercarse.
—No quiero a nadie a menos de diez metros de la tienda: mi hijo y yo
tenemos que tratar asuntos privados —fue lo único que dijo antes de volver a
cerrar la lona de la entrada y dirigirse hacia el interior de la tienda.
Desde allí, la voz de Elabo se escuchó con fuerza ordenando a sus
hombres que guardasen el perímetro que se le había pedido. Kraen se puso
frente a su hijo de nuevo, dispuesto a conocer qué era lo que no podía saberse
fuera de su tienda. En sus ojos, una chispa de emoción contenida brillaba solo
para quienes conocían al general como lo conocía su hijo.
—¿Dónde está Erol? —preguntó de nuevo mirando a los ojos a su hijo.
Lerac tomó aire, guardó silencio un momento y finalmente dio a su padre
la respuesta que tanto ansiaba.
—Erol está con su padre.
Los ojos de Kraen se abrieron de par en par al instante y tras un segundo,
se giró dando la espalda a Lerac para caminar meditabundo por la tienda.
—Se encontraron en medio de la refriega. No había ninguna posibilidad
de que eso ocurriera, la batalla era un caos completo, pero en un momento
determinado, ambos se enfrentaron y Erol acabó por reconocerlo —
continuaba hablando su hijo—. Su padre mismo estuvo a punto de matarlo
antes de que Erol consiguiese darse cuenta de con quién estaba luchando. Los
dos se encontraron la misma noche de la batalla en las lindes de Trenulk y
desde entonces no he vuelto a verlo —dijo Lerac—. Lo cierto es que nos
salvó a todos. Fue él quien convenció a las velkra para que se marchasen. La
verdad es que dudó si debía irse o no, pero le convencí de que reunirse con
Torek era lo correcto —acabó de explicar Lerac ante la atenta mirada de su
padre, que ahora le observaba para no perder detalle de todo cuando su
vástago le contaba.
El silencio se hizo en el interior de la tienda. Kraen daba vueltas a su
cabeza tratando de digerir esas palabras.
—Debo confesarte que en su momento tuve mis dudas, padre. Era casi
imposible que algo así ocurriese, pero al final… —sostuvo sus palabras un
segundo— todo ha salido según lo previste, más sencillo incluso debido a ese
encuentro prácticamente increíble —dijo Lerac torciendo el labio.
Kraen seguía pensando, como si su mente estuviese a miles de kilómetros
de allí y así pasó casi un minuto que su hijo sintió como si durase horas, sin

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decir nada hasta que al fin pareció volver en sí.
—¿Sabe alguien más que Erol está con su padre? —preguntó el general.
—Por desgracia, sí. Varios compañeros de los Escudos Negros lo vieron y
la noticia corrió a una velocidad increíble entre toda la unidad.
—Zelca se encargará de que nadie hable de lo que ha visto —aseguró
rápido el general—. Ya tiene claro lo que debe hacer. Desde ahora, Erol está
muerto: cayó ante las velkra y cualquiera que pregunte debe saber que esa es
la única realidad, ¿entendido?
—Por supuesto, padre. No he olvidado nada de lo acordado —aseguró
Lerac.
Kraen sonrió orgulloso.
—Lo has hecho bien, hijo. Todo marcha según lo planeado y tú has tenido
mucho que ver en ello. Erol confía plenamente en ti, te ve como a un hermano
y eso ha sido fundamental para convencerle de que irse con las velkra era la
opción correcta. Hemos tenido mucha suerte de que se encontrasen en medio
del combate, eso nos ha facilitado mucho las cosas. Es cierto que era del todo
imposible que algo así ocurriese —confesó.
Lerac asintió agradeciendo las palabras de su padre aunque su gesto serio
delataba que él mismo también sentía afecto por el chico con el que había
convivido los últimos años.
—Esto debe ser cosa del destino. Todo está yendo mejor de lo planeado.
Seguro que los dioses nos apoyan —aseguró excitado Kraen.
—Sin embargo, hay un problema.
Kraen volvió a ponerse serio, delatando en un gesto claro que no esperaba
esa coletilla en la conversación.
—Había un chico rinhenduris en los Escudos Negros, uno bastante bueno
debo admitir.
—¿Un rinhenduris, dices? Eso es imposible. No ha habido malnacidos de
esos aquí desde hace siglos. No creo que sea más que un farsante, hijo.
—No, padre —contestó rápido y plenamente convencido Lerac—. Él
mismo aseguró serlo el primer día que formamos en nuestra sección. Además,
hay alguien que sabía mucho de casi todos nosotros y no tengo idea de a qué
tribu pertenece —explicó refiriéndose a Áramer, que a pesar de ser su mejor
amigo en la sección, seguía siendo un misterio para él—. Ese joven incluso
sabía de la existencia de los dragones de Trenulk, conocía la historia de los
Tálier, de las fortalezas y sus asedios, conocía la batalla de Dúrenhar… Pero
el mayor problema es el rinhenduris, el otro solo me provoca curiosidad.

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—Tú mismo conoces todos esos detalles, eso no tiene importancia —
interrumpió Kraen—. En cuanto al rinhenduris, cualquiera podría haber
asegurado ser uno y mentir para que se le tuviese miedo o para despertar la
curiosidad de los demás —respondió indiferente volviendo a su asiento.
Lerac esperó paciente a que su padre terminase antes de darle sus motivos
para creer lo que Zúral había asegurado.
—Le he visto combatir, padre —continuó el muchacho haciendo caso
omiso a las palabras de su progenitor—. En Dúrenhar casi parte por la mitad a
un gigantón de los sirromes, con la armadura y todo, de un solo golpe.
Kraen volvió a quedarse pensativo. Su hijo parecía convencido de lo que
decía y confiaba en él hasta el punto de creer que algo tan inverosímil como
eso podía ser posible.
—¿Dónde está ese chico ahora? ¿Sigue en Lorkshire?
—No. Se fue la misma noche que Erol, con el que debo decir, hizo muy
buena amistad.
Kraen volvió a fruncir el ceño. «¿Amistad con un rinhenduris?» —
pensaba.
—Según dijo, iba a regresar a su hogar, por lo que ya estará fuera de
nuestro alcance. No fui capaz de hacer nada para impedir que se marchase por
las buenas y, sinceramente, no me habría atrevido a intentar capturarlo —
explicó Lerac sin disimular la vergüenza en su voz.
Su padre le miró compasivo.
—No te preocupes, hijo. Con un poco de suerte se perderá más allá de
Trenulk y no volveremos a saber más de esa… cosa… —dijo con asco el
general— nunca más. De momento todo va según lo planeado y eso es lo
único que importa. Ya solo nos falta esperar hasta la siguiente fase.
El silencio volvió a apoderarse de la tienda unos segundos en los que
Kraen pareció evadirse de nuevo.
—Sí… —dijo el general en voz baja como para sí mismo—, la siguiente
fase…

Y mientras Lerac se reunía con su padre, un joven Erol se acercaba tras varios
días de marcha a la ciudad velkra de Kálahar. El camino se había hecho
bastante llevadero, incluso ameno debido a la buena compañía que su padre le
proporcionaba. Además, los otros soldados que los acompañaban parecían ser
buenos tipos y más de una vez se interesaron por la salud y la vida que hasta
entonces había tenido Erol al cobijo del imperio. El muchacho habló con

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varios de ellos durante el camino, pero en especial, con el hombre que era la
mano derecha de su padre: Káler.
Las cosas habían cambiado mucho desde que padre e hijo se separasen
hacía ya siete años, y Erol ya no se sentía un niño indefenso y débil como
antaño: ahora hablaba con su padre y los amigos de este de hombre a hombre,
lo cual le hacía sentir profundamente orgulloso.
Erol aún recordaba a su amigo Esoj de vez en cuando. ¿Qué habría sido de
él? Quizá también estuviese vivo, pululando por los rincones del imperio del
mismo modo que él mismo había estado sobreviviendo durante esos años.
Estuviera donde estuviese, le gustaría volver a verlo algún día.
—Hemos llegado —anunció Torek a su hijo, que parecía absorto en sus
pensamientos.
Erol alzó la vista para ver que entre la maleza del bosque, un valle
amplísimo se abría frente a ellos y a lo lejos, una ciudad de gruesas murallas
de piedra no muy altas, de un color gris blanquecino, se extendía majestuosa
dominando la planicie y el principio aparentemente más occidental del bosque
de Trenulk. A su derecha podía verse un imponente río que se encaminaba
hacia el bosque del que ellos estaban saliendo en ese preciso instante. ¿Sería
el Río Maldito?
El valle ocupaba casi la totalidad del paisaje, solo salpicado por pequeñas
formaciones rocosas que no llegaban a ser montañas, sino más bien
agrupaciones de rocas puntiagudas de buen tamaño que compartían el color
de las murallas de la ciudad. En la distancia, muy lejos de allí, se alzaban las
montañas más altas que Erol hubiese visto jamás.
El joven se detuvo a observar el paisaje, que le recordaba en gran medida
al de su hogar, al valle de Mélmelgor que al igual que aquel, estaba
completamente cubierto de una fina vegetación verde que le llegaba hasta las
rodillas. A diferencia de Mélmelgor, que se secaba durante los meses de
verano, esa hierba parecía perdurar allí de forma continua.
Erol retomó el camino y nada más salir del bosque notó que el ambiente
húmedo y cálido que reinaba en Trenulk, pasó a ser casi de inmediato
inexistente, ya que en aquel valle que se presentaba ante sus ojos por primera
vez, el aire era fresco y corría con cierta gana. Hacía frío, más que en
cualquier otra parte del imperio que hubiese visitado antes. Su armadura
negra como el carbón no estaba preparada para ese tipo de clima, sino más
bien para un ambiente templado.
Sus acompañantes, por el contrario, portaban gruesas pieles que les
cubrían desde los hombros toda la espalda y los brazos, quedando así al

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resguardo de ese viento que calaba sin remedio hasta los huesos. ¿Cómo era
posible un cambio de temperatura tan repentino? Ese valle tenía un clima
propio que debía ser característico y único del lugar. El muchacho observaba
todo intentando memorizar cada detalle de ese nuevo mundo que jamás
hubiese creído que pudiera existir. ¿Desde cuándo el bosque de Trenulk tenía
fin? ¿Desde cuándo aquel montón de árboles escondía otro valle con otra
ciudad tan enorme? Y, sobre todo, ¿qué más podría haber una vez cruzase esa
inmensa explanada?
Erol sentía una tremenda curiosidad por conocer el mundo que se abría
ante sus ojos. Quería más que nunca volver a encontrarse a Sthunk, quería
abrazar a su hermano que después de tanto tiempo volvería a ver y quería que
este le enseñase el lugar donde vivía junto a su padre, que le mostrase los
rincones de aquel valle y, sobre todo, quería saber qué había más allá.
El resto de la expedición continuó su camino mientras el chico seguía
estupefacto mirando al horizonte con los ojos de quien descubre una maravilla
que jamás hubiese podido imaginar. Torek, unos metros por delante y ya
fuera del bosque, se detuvo a observar a su hijo. Tras unos instantes
mirándolo, se decidió a sacarle de su estupor.
—Vamos, hijo. Tu hermano y tu pueblo te esperan ahí delante —ofreció
el grandullón con su característica sonrisa amable.
Erol lo miró contagiado de una emoción que no sentía desde hacía años.
Su cara reflejaba una felicidad que su padre no había visto desde que su hijo
no era más que un niño pequeño y, con esa ilusión renovada y casi olvidada
ya para él, asintió para ponerse en marcha hacia Kálahar, la ciudad de su
padre y, en definitiva, la que por sangre también era suya.

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PEDRO J. ALCÁNTARA (Córdoba, 1991 - España), me crie en un pueblo de
casi mil habitantes. Las grandes ciudades me ahogan y acabo echando de
menos el aire fresco, las noches sin ruido y las mañanas en las que te
despiertan los gallos. Por eso he vuelto a casa después de casi seis años
viviendo en República Checa y Serbia.
Adoro viajar. Conocer sitios nuevos siempre despierta algo en mí que me
llena de energía, me motiva y me inspira; las noches de mal tiempo, también.
Adoro las historias en las que no hay situaciones sin sentido (tipo
«separémonos para buscar al asesino»), en las que los protagonistas no son
intocables y en las que los finales no siempre son felices. Porque la vida, nos
guste o no, a veces amarga; y los libros también deberían.

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