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Sahara

Sol Giovanni Joselin♡


Neva00 AnnyR’
Verolife170

Vane Black
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• Cuando los mares se sequen, cuando las estrellas caigan del cielo
• Acuerdo de pasión y guerra
• Mi prometido castigo
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Luego de masacrar a los cíclopes al servicio de Zeus en venganza por
el asesinato de su hijo, Apolo es castigado por el rey de los dioses a
permanecer al servicio de un mortal por un año, solo pudiendo recuperar
sus dones divinos una vez aprendida la lección. Como ningún otro mortal
más que un rey es digno de ser servido por una divinidad, el joven dios eligió
a la casa de Feres y a su nuevo rey como señor. Sin sus poderes divinos, y
teniendo que experimentar la existencia al igual que los mortales, Apolo
esperaba tener un papel secundario en la vida palaciega. Pero Eros, el dios
alado del amor, ha sido encargado con una misión: pinchar al dios del sol
con sus flechas de oro al momento en que su mirada se encontrase con la
del joven rey. Una vez más, la vida de Apolo se verá interrumpida por el
amor no correspondido hacia un mortal, quien, en su travesía por conseguir
la mano de la hija de un celoso rey, le ruega que lo ayude.
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Apolo nació en las sombras. Como pesadas y frías mantas, cubrían el
cuerpo de su madre y la cueva donde se encontraba, instándola casi al punto
de la asfixia a mantener silencio. Su presencia allí debía ser ocultada, pues
los ojos de Hera recorrían la tierra en busca de la nueva amante de su esposo,
y del hijo que pronto nacería. Cegada por los celos ante el romance entre Zeus
y Leto, prohibió que la mujer dé a luz en tierra firme, isla u océano, y mantuvo
a su hija Ilitia, diosa menor de los partos, a su lado constantemente, evitando
que diera a luz. Luego de nueve días y nueve noches de dolores interminables,
y gracias a la intervención de las otras diosas y de Zeus mismo, la isla Ortigia
decidió darle asilo en tan vulnerable momento. Oculta de los ojos fríos de la
diosa, Leto finalmente dio a luz a una hija, pero los dolores continuaban.
Al borde de la muerte, los sudados párpados de Leto se abrieron al
sentir un suave toque en su muslo, contraído debido a las atroces
contracciones. Una joven de cabello moreno y ojos fríos y claros como la plata
la observaba, su mirada recorriendo el rostro de la mujer con una tranquilidad
y una inocencia que se contradecía con la madurez de su cuerpo. Y así como
lo saben todas las madres, con aquella certeza secreta que todas las mujeres
llevan en su interior, Leto supo que aquella joven frente a ella era su hija, hace
minutos nacida de sus entrañas. La muchacha extendió las manos hacia su
madre y, antes de que Leto pudiera reaccionar, las presionó contra el
estómago hinchado. Soltando un alarido de dolor, Leto atinó solo a sujetarse
de las manos que parecían querer desgarrarle su vientre, y a empujar. Luego
de un tiempo indeterminado, la mujer abrió los ojos, que no se había
percatado de cerrar, para encontrarse con que estaba tendida en el suelo,
cubierta con el magro manto que había logrado tomar antes de huir. Ignorando
el dolor que recorría su cuerpo, comenzó a levantarse para buscar a sus hijos.
Una mano tomó su muñeca, sobresaltándola.
La muchacha de ojos de plata la observaba en silencio, manos que
antes habían causado tanto dolor ahora la guiaban suavemente hacia el
suelo, ayudándola a recostarse. Leto parecía no poder despegar la mirada de
aquella joven, tan bella y tan seria, que le apartaba el cabello húmedo de
sudor de la frente con tanta delicadeza. Su hija. Podía reconocer en ella a sí
misma, en su cabello moreno, en la curva de su mandíbula, la espeses de sus
cejas. El puente de su nariz. Pero también lo veía a él en ella, en sus fríos
ojos, en la amplitud de sus hombros, en la fuerza de sus manos. Un reflejo
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extraño la quitó de sus contemplaciones, haciendo que volviera su mirada


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hacia la entrada de la cueva. Y lo que vio allí le quitó el aliento.


—Liceo1—murmuró. Allí donde los débiles rayos del sol, aquellos que
se atrevían a presenciar el parto de la diosa, se encontraba un muchacho. Era
delgado, alto y esbelto. Su cabello, rubio como el trigo, reflejaba la luz del sol
de tal modo que parecían, imposiblemente, ahogar las sombras de la cueva.
Se encontraba desnudo, igual que la muchacha, pero no parecía notarlo. Su
atención en cambio, estaba fija en el cielo. Ante el susurro de su madre, el
joven se volvió, sus ojos castaños posándose esta vez en la mujer que lo había
dado a luz. Leto contuvo la respiración al ver que el muchacho se acercaba a
ella, sus pasos apenas resonando contra las paredes rocosas. Una vez junto
a ella, se arrodilló junto a su hermana e inclinó la cabeza hacia un lado,
fijando su mirada fría y casi impersonal en el rostro sudado de su madre.
Encontrándose el blanco de ambas miradas, apenas atinó a exhalar
profundamente.
—Mis hijos —dijo, voz quebrándose entre palabras, ronca luego de
gritar por horas y horas. Ellos solo la observaron, inmóviles a su lado, la joven
aún con las manos en su cabeza, el muchacho solo mirándola. Leto cerró los
ojos, aliviada. Aun si todo empeoraba a partir de aquel momento, sus hijos
habían llegado al mundo de una manera u otra.
—¿Akesio2? —parpadeó Apolo, alejando aquellos recuerdos tan
lejanos de su mente. Aun a pesar de no haber estado prestando atención,
las hierbas se encontraban perfectamente molidas, formando una pasta
uniforme en el fondo del mortero. Encontrando cierta dificultad al responder
a un nombre que no era el suyo, no realmente, se volvió hacia la voz que
había hablado. En la entrada de la boticaria se encontraba Askiolo, el hijo
del iatros3 del palacio, y el encargado de llevar las pócimas y ungüentos
creadas por Apolo a la enfermería real.
—¿Sí? —El hombre lo observó por un momento con desconfianza. Aun
sin sus dones divinos, Apolo no era mortal. Tanto su padre como su madre
eran dioses, y su misma esencia era energía pura. Los mortales, aunque
generalmente adormecidos a todo lo que no fuera natural a ellos, reconocían
esa extraña energía que despide todo lo divino.
—Estabas en lo cierto. El hueso del tobillo de kyria4 Stacia no estaba
solo doblando, se encontraba quebrado. El ungüento y las compresas que
has preparado ya han comenzado a hacer efecto, la hinchazón ha
disminuido.
Volviéndose nuevamente hacia su mesa de trabajo, Apolo agregó
algunas semillas al mortero. El dios entendía que ser un nuevo boticario y
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un nuevo ciudadano no era fácil en Feres. Si bien era una de las casas más
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pudientes en Tesalia, la muerte del viejo rey había desequilibrado varios

1 luminoso
2 Uno de los epítetos de Apolo, “sanador”.
3 Médico.
4 Señora, “lady”; título, rango.
acuerdos políticos con las casas vecinas. La gente, quien había vivido allí
por generaciones, no veía bien el cambio. Pero poner en riesgo la salud de
los suyos por el orgullo de un anciano terco que solo veía como válida la
medicina que el padre de su padre había pasado de generación en
generación.
—kyria Stacia se encuentra bien, eso es todo lo que importa —
respondió, observando desapasionadamente como el juego de las semillas
se mezclaba con la pasta verdosa. Si el objetivo de Zeus era que Apolo
conociera la miseria causada por el orgullo mortal, pensó con furia, el
castigo ciertamente estaba dando frutos. Aun después de varias lunas, la
voz de su padre reverberaba en sus oídos…
Como era usual, los juicios y audiencias se llevaban a cabo en la sala
del trono. Allí, en el medio de aquel medio círculo, se encontraba el trono más
imponente y resplandeciente de todos. De blanco marfil, asiento y respaldo
del más fino cuero y bronce bruñido, sostenía a Zeus sobre una tarima,
separándolo de los dioses y diosas sentados a su alrededor. Apolo se
encontraba parado a unos metros frente al rey de los dioses, la sangre cálida
aun manchando sus manos. La ira y la cólera que lo había inundado hace
horas aun persistían bajo su piel, aquella divinidad que lo marcaba como hijo
de Zeus brotando como ondas expansivas de sus poros. Aun podía sentir el
peso del cuerpo frío de su hijo en sus brazos, los gritos de sus nietos, en
brazos de su madre, retumbando en sus oídos. Su padre lo observaba, sin
inmutarse, desde las alturas. Nadie se atrevía a hablar antes que él, por lo
que un pesado silencio se había instalado en la sala.
Su madre, de espalda recta y orgullosa, se encontraba parada unos
pasos detrás de él, sin tocarlo, pero aun así ofreciendo su apoyo. Finalmente,
Zeus se enderezó. Todos parecieron hacer lo mismo, esperando con ansias la
condena para poder retirarse de su presencia.
—Lejanos y ya antiguos son los tiempos donde tu juventud y tu
deliberada ignorancia de las reglas te permitieron escapar de las
consecuencias de tus actos. —Aun no alzando su voz, Zeus podía ser oído
desde cualquier esquina de la amplia habitación. Este era su territorio, el
centro de su poder. Nadie más que él podía decidir el destino de las
divinidades allí presentes—. Hoy es el día en que tus crímenes no serán
perdonados. Destierro eterno al Tártaro es la condena correspondiente a la
atrocidad que has cometido. —Apolo no pudo contenerse, una risa histérica y
forzada escapándose de sus labios. No fueron pocos los dioses que se
tensaron en sus respectivos tronos, reconociendo que la paz en la sala pendía
de un hilo muy fino.
—¿Crimen? Tú lo llamas crimen, yo lo llamo justicia —escupió entre
dientes, cerrando sus puños con indignación—. Si es que acaso algo así existe
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en tu preciado reino. Aquí los que deberían ser declarados culpables son unos
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cobardes que se encuentran entre nosotros. —Gritos y murmullos explotaron


en el previo silencio de la sala. Leto se acercó a su hijo y tomó con fuerza su
brazo, las cortas y quebradizas uñas de sus dedos clavándose en la piel. Zeus
permaneció en silencio, dejando que las exclamaciones de los otros sean lo
único que se escuche.
—Pareces querer estar insinuando algo, hijo mío —instantáneamente,
el silencio retorna a la sala. Antes de que Apolo pueda decir algo más, su
madre soltó su brazo y se colocó delante de él.
—Zeus, rey de los dioses —comenzó. Apolo cerró los ojos, no queriendo
ver como su madre se humillaba por él. Nadie odiaba más a Zeus en esta
habitación más que su madre, y ella estaba dispuesta a rebajarse ante el
hombre que la había violado, si acaso ayudaba a salvar la vida de su único
hijo varón—. Lo que ha pasado hoy ha sido un error. Seres han perdido su
vida, sí, pero la cordura del muchacho ha recibido un golpe destrozador.
Después de todo —agrega, mirando al hombre frente a ella fijamente a los
ojos—, su hijo ha sido asesinado.
Murmullos vuelven a llenar a la sala, esta vez apenas más fuertes que
un susurro. La causa de la muerte de Asclepio era conocida por todos, incluso
también quién había sido el causante de ello. Pero nadie acusa al rey de los
dioses por cometer un crimen. Nadie que valorara su vida lo hacía. Leto deja
pasar unos segundos, antes de comenzar nuevamente.
—No pretendo saber más que los dioses, quienes conforman este
honorable consejo. Solo pido que se considere los sucesos que hoy han
sucedido, y que se tenga en cuenta el dolor que un honorable padre puede
tener frente a la pérdida de un hijo.
Su madre era lista, pensó Apolo. No solo había puesto en duda el honor
de Zeus, sino que había apelado a todos los dioses y diosas allí presentes
para que tomen papel en la situación y que puedan brindar su apoyo y favor
hacia él. Efectivamente, Atenea se puso de pie y se volvió hacia su padre.
Favorita del rey de los dioses, se encontraba sentada a su derecha, igualada
en rango solo por Hera, quien se había mantenido en silencio durante todo
momento. Sus ojos escupían todo el odio y el rencor que sus labios no se
permitían pronunciar.
— Mi rey —entonó, realizando una pequeña reverencia. Zeus inclinó
ligeramente su cabeza, dándole lugar para que continúe—. Nunca he conocido
la alegría y la pena causada por dar vida a un hijo o a una hija, por lo que no
podría asegurar saber o entender cuáles fueron las razones que llevaron a
Apolo a cometer el crimen. Pero pido a todos mis hermanos y hermanas aquí
presentes —dijo, fijando su mirada en todos los presentes—, que aquel que
no pueda ponerse en su lugar, y admitir que no reaccionaría de una forma
similar, se ponga de pie y lo diga.
Por unos minutos, nadie reaccionó. Todos se miraban de unos a otros,
esperando que alguien de un paso al frente, juzgándose con la mirada. Unos
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momentos después, cuando todos permanecían aún en sus asientos, Atenea


inclinó la cabeza hacia su padre, y tomó asiento.
—Muy bien —pronunció Zeus, poniéndose de pie—. Has encontrado
apoyo entre tus hermanos y hermanas hoy, hijo mío, pero tu crimen no será
ignorado. Como rey de los dioses y señor del Olimpo, te condeno a permanecer
entre los mortales por un año, a su servicio. No podrás volver al reino de los
dioses hasta que aprendas el precio de tus acciones. Elige ahora, hijo mío —
dijo, bajando los escalones que elevaban su trono en dirección a Apolo. Leto
se colocó detrás de su hijo nuevamente, observando en silencio—. A qué casa
servirás.
Apolo apretó la mandíbula con fuerza, sabiendo que la elección de su
futuro castigo era una amenaza, una advertencia: el rey de los dioses no
olvidaría este episodio. En ese entonces solo podía recordar los verdes montes
que rodeaban la ciudad que había dado asilo a su hijo en sus últimos años,
con sus amplias calles y pequeñas casas. Zeus lo observaba, esperando su
respuesta.
—Feras. Elijo a Feras.
Días después, Apolo llegaba a las puertas de la ciudad, sus ropas
sucias y sus pies lastimados de haber tenido que caminar desde el sitio
donde su hijo había sido asesinado hasta la entrada de la ciudad. Gracias a
sus conocimientos de medicina, logró ser aceptado como un aprendiz del
boticario de la ciudad, quien servía a su vez al iatros real.
Apolo se volvió, mirando nuevamente a Askiolo, quien aún permanecía
en la puerta, sobresaltándolo.
—Si mis medicinas funcionaron, ¿por qué sigues aquí? ¿Necesitas
alguna más? —El cabello castaño del hombre se sacudió al negar éste con
la cabeza.
—Admeto Vasillias5 te llama a su presencia. Me ha sido dicho que
espera tu presencia cuanto antes. —El joven dios, ahora mortal, ocultó una
sonrisa contra su hombro, aprovechando que debía inclinarse ligeramente
para recoger del suelo el morral donde llevaba una pequeña reserva de las
pócimas y ungüentos más usados comúnmente, preparados exclusivamente
para estas visitas. Solo bastaba su nombre para que la sangre ardiera en
sus venas.
Cuando Zeus le había indicado que elija la casa y, por lo tanto, a su
futuro señor, lo que menos había pensado era en el soberano de la ciudad
donde había muerto su hijo. Dos meses luego de haber llegado a la ciudad,
con una fama de buen boticario respaldándolo, acompañó como asistente al
iatros en una de sus visitas usuales al palacio, con la única función de
observar y alcanzarle los elementos que el anciano requiera. Fue en aquella
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visita que Apolo supo que el rey, ya entrado en años, había fallecido unas
semanas antes, y que el joven heredero iba a ser coronado rey en unos pocos
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días. Sus planes se habían complicado súbitamente. Se rehusaba a servir a

5 Rey.
otro que no sea el rey, y esta era la oportunidad perfecta para conocer al
futuro rey. Si tenía suerte, el muchacho sería un blando idiota, fácil de
manipular. Apolo le acompañaría como consejero, y luego de un año podría
recuperar sus poderes y regresar a su templo en Delfos. Aprovechando que
el anciano estaba ocupado gritándole a un sirviente por haber echado a
perder una pócima que había sido preparada para kyria Periclímine, ahora
viuda del rey, quien sufría de constantes dolores de cabeza, salió de la
habitación y rápidamente recorrió los pasillos en busca de los cuartos del
rey. Suponía que, al haber pasado el tiempo asignado del día para las
reuniones entre los mandatarios de la ciudad, el futuro rey se encontraría
en sus habitaciones, rodeado de lujos, incluso siendo atendido por un grupo
de sirvientes.
Después de haber caminado por lo que parecía horas en amplios
corredores, finalmente Apolo llegó a una amplia sala, donde tres puertas
conectaban a otras tres habitaciones. De una de ellas, entreabierta, se
escuchaba un leve murmullo, intermitente al sonido de un instrumento de
escritura al deslizarse por un papiro. Sigilosamente, el muchacho se acercó
a la puerta, observando por la pequeña abertura el interior de la habitación.
Desde la pobre perspectiva que había conseguido solo podía verse una gran
mesa de roble, labrada de forma exquisita, mostrando escenas de famosas
batallas. Detrás de ella se encontraba un joven hombre, de expresión seria,
con el ceño ligeramente fruncido. El murmullo provenía de él, quien parecía
estar recitando algo. Súbitamente, como si hubiera sentido el peso de la
mirada del rubio sobre él, el muchacho levantó la vista, y sus ojos se
encontraron con los del dios, ahora mortal. Para Apolo, fue como haber sido
pateado en el pecho, sus costillas colapsando en su torso, clavándose en su
corazón.
Fue como haber explotado en millones de pedazos, esparcidos por el
viento. Fue como la primera vez que recorrió los cielos en su carro
iridiscente, como la primera vez que realmente tocó al sol. Aun siendo
mortal, Apolo pudo sentir como su corazón se veía irremediablemente
entretejido al del muchacho. Repentinamente se dio cuenta de que había
abierto la puerta y entrado en la habitación, sin poder despegar la mirada
de los ojos negros que lo observaban. Por unos momentos, ninguno de los
dos dijo algo. El muchacho se puso de pie, y rodeó el escritorio para
detenerse frente a él. Era más alto que Apolo, por una importante cantidad.
Este era un muchacho, un joven hombre, acostumbrado al trabajo, a la
actividad física. A la guerra. Sus brazos, de músculos fuertes y
desarrollados, su espalda, ancha y recta, y las cicatrices que adornaban su
piel atestiguaban a ellos. La imagen que se había planteado del futuro rey
no podía ser más equivocada.
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—¿Quién eres? —murmuró Admeto. Parecía como si el universo se


hubiera detenido. El tiempo no transcurría, el viento ya no sacudía
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suavemente las cortinas junto al amplio balcón, los pájaros ya no cantaban.


Todo en Apolo se ataba al hombre frente a él, a sus ojos castaños, a su
cabello, a su cuello, a sus piernas. Todo en él pertenecía ahora a Admeto,
futuro rey de Feras.
—Mi nombre es Apolo —respondió, la opción de mentir sobre su
identidad ni siquiera cruzándose por su mente. ¿Qué sentido tenía mentirle
al hombre que ahora lo tenía por completo? Todo lo que Apolo era, ahora le
pertenecía—. Y estoy aquí para servirte.
En la actualidad, mientras Apolo caminaba hacia la misma habitación
donde hace meses había conocido por primera vez al hombre que ahora lo
poseía en cuerpo y esencia, no podría evitar pensar si todo lo que había
resultado de aquel primer encuentro era parte del destino. Las Moiras eran
conocidas por su excentricidad, y por la maquinación constante que ejercían
en las vidas tanto de mortales como dioses. Ni siquiera Zeus se atrevía a
desafiarlas. Apolo sentía que todo lo que él había sido, todo lo que había
hecho, lo que había sentido, lo había llevado a ese momento. Sabía que
Admeto no correspondía sus sentimientos, pero estar en su presencia, estar
a su lado, era honor suficiente para soportar el peso de la angustia y del
desamor sobre sí. Llegando a la puerta, tocó un simple llamado, esperando
a la respuesta antes de entrar.
La escena frente a sus ojos parecía ser una copia de aquella que había
cambiado su vida para el resto de la eternidad. La suave luz del atardecer
descansaba sobre la habitación, iluminando todo con una tonalidad cálida,
acogedora, mientras que el viento hacía bailar las largas cortinas. Notando
que su rey no se encontraba detrás de la mesa de roble, donde usualmente
estaba, Apolo caminó hacia la arcada que separa la habitación del balcón, y
se detuvo allí por unos momentos. El tiempo como rey había sido duro con
Admeto. Algunos cabellos grises habían aparecido en sus cienes, y
profundas arrugas de tensión rodeaban su boca y sus ojos. Pero todas
aquellas particularidades demostraban a todo aquel que lo observara la
importancia y la entrega que el hombre sentía por su pueblo, por su ciudad.
Sus brazos, descansando sobre la pared baja de mármol, habían perdido
definición debido al largo período de paz que Feras había conocido gracias
a la habilidad que Admeto tenía al momento de la diplomacia. Sus piernas,
relajadas ligeramente, aun contenían la fuerza y la firmeza de la juventud.
Como siempre había sido desde esa tarde, Admeto se volvió hacia
Apolo, sintiendo su mirada. Cuando sus ojos se cruzaron, el rey sonrío
ligeramente, enderezándose para volverse hacia el rubio. Instantáneamente,
Apolo supo que algo era diferente. Las líneas que marcaban la piel alrededor
de su boca no estaban tan pronunciadas, sus ojos castaños, protagonistas
de incontables sueños, ahora se encontraban brillantes y llenos de algo que
Apolo nunca había visto antes en ellos.
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—Cintio6, tú que observas lo que nadie puede ver, que sabes lo que
aún no sucedió, necesito de tu ayuda, mi amigo —exclamó, caminando
hacia el rubio y tomando sus manos entre las suyas. Apolo se encontró
recipiente de dos emociones opuestas, por un lado, un fuego arrasador se
extendió por su cuerpo desde sus manos, el simple roce de sus pieles
suficiente para detener su corazón. Por el otro, un peso inidentificable se
reposó en la base de su estómago, una extraña premonición en la parte
trasera de su mente.
—He sido todo lo que tú me llamas, y más —respondió, sonriendo
ligeramente de lado—, pero sabes que mis poderes no me acompañan en
estos momentos. Aún estoy bajo tu mando —agregó, haciendo una
reverencia y colocando su frente sobre sus manos unidas. Riendo
suavemente, Admeto lo ayuda a enderezarse.
—Si quitas lo divino del dios, un dios en esencia aún será. Necesito de
tu sabiduría, file7 —permaneció por unos segundos en silencio, antes de
admitir—. He conocido a la mujer que será mi reina.
Apolo nació en las sombras. Desde su nacimiento, estuvo rodeado de
dolor, de pánico, de angustia. Su vida se vio marcada por la muerte, por la
tristeza. Es irónico, pensó amargamente, como sus sentimientos se parecían
a los que había sentido aquella vez al conocerlo. Su pecho parecía colapsar
sobre sí mismo, su corazón parecía ser perforado. Por unos momentos no
supo que decir, las palabras no llegando a cruzar sus labios. Luego de varios
intentos, finalmente pudo formular una respuesta.
—¿Es acaso alguna diosa? Puesto que, pides mi ayuda de forma tan
desesperada. —Intentó bromear, ignorando la bilis amarga que invadía su
boca.
—No, pero su padre rey podría ser Zeus encarnado, por lo que se sabe
sobre él. —Suspiró el rey, soltando las manos del rubio y reposando su
cadera contra la pared baja del balcón. Ignorando la frialdad que
súbitamente lo había invadido, Apolo se recostó en la pared junto al hombre,
fijando la vista en las cortinas frente a él.
—Aquellas frutas que cuelgan de las ramas más altas son también los
más dulces. —Bromeó, sonriendo sin humor, esperando que Admeto no lo
notara—. ¿Qué sucede con su padre?
—Pide increíbles pruebas antes de siquiera considerar entregar la
mano de su hija. Es tal la belleza de Alcestis que su padre se propuso
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eliminar a la mayor parte de los pretendientes con una tarea imposible. —


Admeto se volvió súbitamente, sonriendo fácilmente—. Pero no todos los
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pretendientes tienen un dios junto a ellos, ¿verdad? ¿Qué dices, file? —

6 Epíteto de Apolo, hace referencia al monte donde nació, y el futuro hogar del oráculo de
Delfos
7 Amigo querido, cercano.
preguntó, colocando una de sus manos sobre el hombro de Apolo. Su mano
ocupa gran parte de él, y el joven dios debió contener un estremecimiento al
sentir la calidez de la piel contra la suya. En un extraño momento de
introspección, Apolo comprendió que, aun siendo dios, aun teniendo todos
los dones y habilidades divinas que le habían sido otorgadas, el camino que
Admeto debía recorrer en su vida no se cruzaba con el suyo.
Inevitablemente, el mortal estaría grabado con fuego en su existencia, aun
después de siglos.
Apolo fijó los ojos en los de Admeto, y sonrió.
Más adelante, cuando las Moiras decidieran que el tiempo de vida de
Admeto ha llegado a su fin, cuando Apolo, postrado frente a ellas, ruegue
por una excepción, cuando Alcestis, alentada por el ardiente amor hacia su
esposo decida tomar su lugar en el inframundo entonces todo será
inevitablemente cambiado. Cuando Admeto no pueda lidiar con la muerte
de su esposa, y le ruegue a Apolo que vaya por ella, entonces él maldecirá a
Zeus y a todos los dioses. Maldecirá a todos quienes hayan decidido lastimar
a su madre, a él, a su enamorado que nunca corresponderá sus
sentimientos. Maldecirá el día en que nació, porque ni siquiera sus poderes
divinos, ni su posición como hijo de Zeus le ayudarán a mantener a su rey
con vida. No realmente. Pero por ahora, ese momento, sentado allí junto a
su amado, sintiendo los rayos tibios del sol durante el atardecer desde aquel
balcón en aquel palacio, fue suficiente.
Cuando los mares se sequen, cuando las estrellas caigan del cielo.
Cuando toda la vida en la tierra duerma, cuando nuestras pieles se sequen,
cuando nuestros huesos se quiebren. Cuando no quede nada en el universo
excepto tú y yo. Entonces estaremos juntos.
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En la antigua Grecia la alabanza a los dioses era algo común, Ares
siendo el Dios de la guerra está acostumbrado a ser invocado en las batallas
para disfrutar al ver la muerte de los desamparados y la sangre de los
inocentes. Sin embargo, cuando es descubierto por el Panteón Griego en su
lio amoroso con afrodita, no puede evitar sentirse furioso, entonces decide
alejarse de las problemáticas deidades e integrarse de lleno en los campos
de batalla como un soldado espartano.
Sura se destaca entre todas las Heteras no sólo por su inteligencia y
propiedad al hablar, sino también porque es muy buena aconsejando a los
generales sobre cómo ganar sus batallas. En un pequeño campamento al
norte de la región de Laconia se encuentra con Enialio Areios quien queda
encandilado por el talento de Sura al bailar desnudándose, entonces sin
saber que es el mismo Dios de la Guerra, Sura inicia una aventura con él.
¿Cómo podría sobrevivir un romance entre un Dios sanguinario y una
humana estratega?
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Monte Olimpo
Ares hizo una mueca al escuchar el escandalo retumbar desde fuera
de la puerta de sus aposentos, los gritos furiosos llegaban a pesar de oír a
alguien intentando acallarlos. No eran exactamente los gritos que le gustaba
escuchar, mucho menos de la boca de la Diosa que los emitía, de la boca de
ella disfrutaba de otro tipo de gritos, gemidos y palabras.
Dando un suspiro se sentó en su kline y esperó, observando mientras
tanto los detalles en sus aposentos. Aquí era el hogar de los dioses, había
alzado su templo de cristal, cuya característica principal era que sus
paredes le permitían observar lo que sucedía en los alrededores, sin dejar
que desde fuera los ojos curiosos vieran lo que ocurría dentro. Sin embargo,
a pesar de ser el Dios de la guerra y querer siempre estar preparado ante
cualquier peligro, pocas veces utilizaba esa característica de su morada,
prefería mantener las paredes de opaco mármol blanco, y usar ese lugar
para descansar y disfrutar de los placeres divinos.
Pudo admirar los muebles tallados en oro y mármol, la seda cubriendo
todo lo necesario, incluso se fijó en el cuarto de armas donde había estado
practicando. Este aún tenía las puertas abiertas y le permitían ver sus
artefactos favoritos y trofeos de guerra, adornar el lugar.
Movió su mirada a la entrada del palacio y entonces las enormes
puertas se abrieron con la fuerza de un vendaval dando paso a Afrodita, con
su largo cabello rubio con tonos rojizos y cobre, su piel como nata y una
elegante túnica que se sujetaba a su hombro con un brillante broche de oro.
Ella lo miro furiosa y luego fijó su vista en quien la seguía con un ceño
fruncido, Alectrión, uno de sus ayudantes entro detrás de ella y la miro con
disgusto.
—Señor…
—Dile a este inepto que se largue. —El hermoso rostro de su amante
se veía estropeado por la furia—. O lo enviaré al Tártaros a sufrir. Alectrión
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volvió a mirarla con total desaprobación, probablemente pensando en todos


los problemas que traería una escena como esta tanto para él cómo para su
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señor, mirando de nuevo a Ares, él le hizo un gesto de asentimiento, para
que se alejara y lo dejará con la frenética Diosa.
Sin otra mirada hacia Afrodita, Alectrión se giró cerrando tras de sí
las puertas de sus aposentos.
Entonces se preparó para la batalla que vendría, cómo un Dios de la
Guerra, no pudo evitar sentir placer por ello.
—¡Explícame! —Los brillantes cabellos se movieron a su alrededor
como un halo de luz—. ¿Quién es la pallakae con la que me haz remplazado?
Intentó no rodar los ojos, casi lo logró.
—Dime tú, bella mía —intentó no sonar condescendiente, aunque
supo que no lo logró—, ¿de dónde haz sacado la idea de que te he
remplazado?
Ella se acercó a él, casi lo alcanzaba en altura y sólo debía subir unos
dos centímetros su mirada para posarla en él, los ojos azules iguales al
océano de donde había nacido le miraron, brillando con ira y entonces su
mano choco contra su mejilla con un fuerte golpe.
Antes de darse cuenta, ya la tenía tomada de ambas muñecas y la
apretaba contra su cuerpo mirándola con frialdad.
—Bella Afri. —Ella sostuvo su mirada con rebeldía y él entrecerró sus
ojos—. Sabes perfectamente que me encanta impartir la violencia, no
recibirla.
Vio como la lengua de la Diosa lamio sus labios y supo, que Afrodita
no había venido sólo a pelear. Cómo buena deidad del amor y la lujuria, no
podría dejar pasar la oportunidad de divertirse con Ares, y a él le encantaba
jugar con ella.
Sin ningún aviso, la tomó en sus brazos y la lanzó sobre el kline en el
cual había estado sentado, el grito de indignación que ella lanzó no lo engañó
para nada.
Tomó la bella túnica blanca que llevaba puesta y desde el broche le
rasgó, dejando inmediatamente al descubierto el bello cuerpo de Afrodita.
Ella levanto sus pechos mostrando con orgullo sus pezones maduros,
Ares se dedicó a admirar la suavidad de su piel y por supuesto fijo su vista
entre sus muslos.
—¿Vas a tomarme aquí? —Descaradamente abrió sus piernas
dejándole ver su humedad.
—Eso es lo que deseas. —Le mostro una sonrisa ladeada y sin
preámbulos dejó caer su propia ropa al suelo.
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Ares estaba acostumbrado al descaro de Afrodita, la Diosa era
absolutamente hermosa y disfrutaba de ser alagada por eso, además
disfrutaba de su sexualidad mucho más que cualquier otro ser divino.
Hacía Eones que compartían la cama, incluso antes de que Hera, la
madre de Ares, le obligara a casarse con su horrible hermano Hefestos.
Ares hizo una mueca, no le gustaba recordar que su amante estaba
casada con su hermano, no es como si aprecia al Dios del fuego o si se
sintiera mal por traicionarle. No, Solo le disgustaba saber que ambos
probaban la misma delicia que era el cuerpo de Afrodita.
Cuando ambos compartían un beso sus deidades se
complementaban, la lujuria de afrodita llenaba a Ares y su violencia a ella,
lo que con normalidad acababa en un sexo espectacular.
Besando su boca pudo sentir el sabor del mismo mar en sus labios,
no espero más para tomarla y al escuchar sus gemidos supo que ella
tampoco podía.
—¿Es idea mía o estas siendo demasiado suave? —Se burló la rubia.
Ella disfrutaba provocando su rabia y a él eso no le agradaba en nada,
chasqueando la lengua golpeo con más fuerza en su interior solo para
escuchar su risa llenar el aire.
—Me estoy aburriendo Ares.
Cayendo en su provocación, con fuerza salió de ella volteándola, elevó
su trasero y se hundió profundamente en ella otra vez, pudo escucharla
soltar un quejido de placer y entonces sin avisar azotó su trasero con fuerza.
—¿Qué? —Vio su intensión de alejarse de él, pero con su mano
izquierda la aseguró enterrando sus dedos en su cadera suave y golpeó con
más fuerza—. ¡Basta! ¡No hagas eso!
—No necesitas hacerte la indignada Afri. —No pudo evitar sonreír con
suficiencia, ya que en lugar de alejarse, ella comenzó a elevar su redondo
trasero hacia él anticipando cada golpe que daba, incluso creía sentirla
apretándose a su alrededor—. No sabes lo delicioso que es perderse en tu
interior.
—¡Ares! ¡Ares! —Al parecer la presión alrededor de su miembro no era
solo su imaginación, Afrodita comenzó a lanzarse contra cada una de sus
estocadas y el perdió el ritmo, golpeando irregularmente mientras sentía la
pasión elevándose desde la base de su columna, cuando Afrodita soltó un
grito de desgarrador placer, el mismo no pudo evitar derramarse en su
interior con un gemido.
Por un momento creyó escuchar algo a su espalda, pero cuando iba a
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voltear a ver, Afrodita decidió arquearse hacia él y con su brazo obligarle a


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bajar la cabeza para besarla. Se perdió un segundo en el sabor exquisito de


la Diosa, solo un segundo y entonces como buen Dios de la guerra sintió el
desastre desatarse a su alrededor.
Algo pesado e invisible cayó sobre ellos y cuando ambos se separaron
al sentir el peso, una red de un brilloso metal los estaba rodeando.
—Es hermoso ver el rostro de mi esposa llenarse de placer. —Ambos
intentaron separarse sin éxito al escuchar la voz, entonces Afrodita soltó un
grito horrorizado y él miro en la misma dirección que ella.
Hefestos, su horrible hermano, Dios del Fuego, estaba parado junto a
ellos, su cara aún más horrible al ser marcada por la ardiente furia. Ares
sintió también la ira llenarlo, se suponía que esto no debía pasar bajo
ninguna circunstancia.
—Lástima que el placer se lo esté dando otro que no sea su esposo. —
Hefestos fijó su vista en su hermano con repulsión—. Ambos pagarán por
esta humillación.
—No, amor mío… —La voz de Afrodita sonó desamparada y rota, pero
Ares supo que Hefestos al igual que él no creía nada en ella.
—¡A todos los Dioses presentes en el Olimpo, yo Hefestos los invoco!
—Su hermano golpeo el suelo con el martillo que usaba para forjar y el
sonido retumbo por todo el lugar, incluso por todo el Olimpo.
Con aquel llamado, Ares supo lo que vendría, de un momento a otro
las puertas y ventanas de su palacio se fueron abriendo y diferentes dioses
comenzaron a llenar la misma habitación que ellos.
Zeus, su padre, fue el primero en pararse junto a ellos en la cama
observando la situación con un ceño fruncido y nada de sorpresa, luego su
madre Hera, dio un grito indignado y desapareció, sus tíos, Poseidón y
Hades, también miraron. Hermanos suyos los rodearon, pero lo que más le
enfureció fue ver a su molesta hermana Atenea mirarlo con repulsión antes
de hacer lo mismo que su madre y desaparecer en una brisa.
Sólo quedaron los Dioses.
—Aquí pueden ver a una Diosa prostituta y a su amante —grito
Hefestos a todos los presentes.
Todos guardaron silencio, Ares sólo sintió la ira inundándole por
completo, más aun cuando podía escuchar los sollozos lastimosos de
Afrodita intentando victimizarse, era inevitable ignorarla ya que aún seguía
clavado en su interior sin poder moverse debido a la red de Hefestos.
—Creo que es algo interesante de ver. —Fue su padre, Zeus rey de los
dioses quien hablo primero—. Definitivamente me encantaría estar en el
lugar de tu hermano, clavado en el delicioso cuerpo de tu esposa.
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Ares vio como el rostro de Hefestos se ponía rojo.


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—Sin lugar a dudas. —Asintió con apreciación Poseidón—. Creo que
todos debemos estar de acuerdo con que Ares no tuvo oportunidad de
rehusar esta tentación.
Murmullos de aprobación vinieron desde los demás dioses.
—Creo que yo mismo no me hubiera rehusado a ello. —Apolo sonrió—
. Por eso mismo te advertí de ello Hefestos, me encantó ver a Afrodita así.
Risas y más risas.
Ares estaba sorprendido de lo tranquilo que se sentía con la situación,
no le pasó desapercibida la observación de Apolo sobre ser el culpable de
advertirle a Hefestos, pero decidió preocuparse de ello luego.
—¿Creen entonces que podrían hacer que nos suelte? —sugirió Ares
con tranquilidad a los Dioses presentes y estos soltaron de nuevo otra
carcajada.
—¡No!¡Los haré pagar por esta humillación! —grito Hefestos, elevando
su martillo al aire.
—¡Hefestos! ¡Basta por favor! —Otro sollozo falso por parte de Afrodita
les hizo a todos callarse—. Te prometo que nunca más sucederá, pero acaba
con esto.
—Bien… —Fue Poseidón quien soltó un suspiro resignado—. Déjalo ir
Hefestos y arregla esto con tu esposa, Ares pagará por la humillación y
Afrodita deberá devolverte los regalos que le has hecho.
Hefestos miro con desconfianza a ambos dioses que seguía enredados
juntos sin saber si dejarlos ir o no.
—Te lo juro, mi amor —volvió a decir Afrodita y Ares a pesar de
conocerla se sorprendió de su falsedad—. Nunca volverá a suceder…
La duda lleno el rostro de Hefestos y fue entonces cuando retiro la red
de ambos, Ares se separó de Afrodita y ésta de un segundo a otro
desapareció de la habitación y todos supieron que del mismo Olimpo.
Hefestos soltó un grito indignado y entonces Ares haciendo aparecer
su ropa de combate le dijo—: Espero que estés al tanto de que yo no realicé
ninguna promesa. —Miro a Hefestos con un gesto aburrido, aunque en
realidad le divertía su expresión de incredulidad—. Complacer a tu esposa
es mi placer…
Y luego de decir aquello, él mismo desapareció de su palacio,
escuchando en la lejanía las risas de los dioses y el grito indignado de su
hermano.
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Región de Laconia, Esparta año 404 A.C.

Sura observó con emoción la habitación, cuando comenzó a escuchar


la melodía tranquila de la lira y el bouzouki que se convertían en una mezcla
sensual. Entonces recordó las enseñanzas de su maestra Aspasia, sobre
como dejar ir el cuerpo en una presentación y sentir el sonido de la música
como si fueran las caricias de un amante que te hacen mover a su deleite.
Así salió desde atrás de la cortina sólo usando un vestido de tela roja
transparente que dejaba ver las delicadas formas de su cuerpo, las firmes
curvas de sus pechos y el desnudo monte entre sus piernas. Movió sus
caderas y elevó sus brazos, segura de que cada par de ojos en esa habitación
le estarían admirando.
Había tenido que hacer mucho para que le permitieran asistir a ese
banquete de guerreros, pero realmente quería codearse con los más grandes
generales del ejército espartano, en especial porque ellos no la verían solo
como una cortesana, pues sorpresivamente para los espartanos, las mujeres
tenían una mayor importancia que para los atenienses y eran consideradas
importantes dentro de la sociedad.
Movió sus caderas al sonido de la música y entonces bajó sus brazos
hasta detenerlos en sus hombros, con un giro delicado fue soltando los
broches de oro que le sostenían dejando al descubierto sus pechos, deslizó
sus manos por ellos deteniéndose un segundo sobre sus pezones antes de
continuar hasta su vientre aun danzando.
Podía sentir la excitación de los hombres aumentar en la habitación,
el deseo por ella llenarlos, entonces se acercó más hasta la mesa central
donde estaban los generales y fijo su vista en quien creyó sería el más
importante.
Casi perdió el ritmo al fijarse en sus oscuros y feroces ojos, contuvo el
aliento y volvió a dar una vuelta sensual mostrando su trasero mientras lo
movió para tentarlo, volvió a girar y posó otra vez sus ojos en él dándose el
tiempo de admirarle.
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No sólo sus ojos eran feroces, todo en él lo era, su cabello era tan
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oscuro como la noche y lo llevaba hasta sus hombros como buen guerrero
espartano, llevaba una armadura que dejaba ver parte de su pecho, donde
músculos fuertes adornaban su carne morena, lamió sus labios excitada y
escuchó como la melodía de la lira iba acabando.
Deslizó sus manos hasta el nudo de su cadera, aun marcando el
compás, se maravilló al ver cómo él seguía el camino de sus manos con
apreciación, al momento que desato la falda de su vestido dio un giro rápido
y cayo de rodillas, abriendo un poco, solo un poco sus piernas para dejarle
ver la humedad en sus pliegues y luego cubrirla con la misma seda que se
había quitado, finalizando así su presentación.
Los aplausos resonaron junto con su respiración agitada y mantuvo
su rostro bajo, sin volver a fijar su vista en el general principal de esa
habitación.
Entonces Eunides, el hombre a quien había convencido de llevarla
hasta el banquete pasó adelante ayudándola a ponerse de pie, ella termino
por amarrar su vestido volviendo a lo de antes y giró cuando el hombre la
mostró ante todos jactándose del premio que había llevado.
—Esta mis queridos amigos —dijo Eunides y ella sintió el regocijo en
su voz—. Es la preciosa Sura Urania, un sueño celestial para los hombres.
Ella dio una pequeña inclinación y entonces él la giro hacia la mesa
principal para presentarla.
Eso era lo que esperaba, ser invitada a codearse con los principales
soldados, en especial con el general Enialio Areios, el hombre de los
ardientes ojos.
Las conversaciones llenas de apreciación volvieron a elevarse por la
habitación y Sura estaba segura de que su baile seria durante el resto de la
noche el tema principal al cual todos se referirían. Mucho más tomando en
consideración que se encontraban en un campamento de guerreros, donde
las mujeres eran escasas, en especial las del linaje de Sura.
Eunides se puso de pie frente a la mesa llena de delicias y saludo a
todos los presentes con entusiasmo, luego permitió a Sura dar un paso
adelante y saludar, obviamente conservando su papel de sumisa ella había
continuado con la mirada pegada al piso, solo elevándola cuando su
celestino la invitó a hacerlo.
Al momento de levantar su rostro, fijo sus ojos azules en el general
Enialio y no pudo evitar lamer sus labios resecos, cuando vio los oscuros
ojos de él fijarse en el movimiento de su lengua. Dio una pequeña sonrisa y
hablo—: Buenas noches señores. —Hizo una pequeña inclinación—. Espero
haberos deleitado con mi danza, tal cual vosotros me deleitáis a mí con sus
batallas.
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—¿Ha sido usted testigo de nuestras batallas? —pregunto uno de los


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generales junto a Enialio, ella entonces le sonrió.


—Oh, no. —Negó fijándose en la cicatriz en la mejilla del hombre—.
Lamentablemente solo he sido capaz de escuchar relatos de vuestros
valientes actos.
Dio un paso al frente y se inclinó sobre la mesa, apoyando ambos
codos en esta reposó su cabeza, sabiendo que alzaba su trasero ante todo
quien estuviera a su espalda. Entonces sin apartar la mirada del soldado
que hablo y quien seguramente era de gran importancia para estar sentado
entre los principales susurro—: Pero le contaré un secreto —sintió a muchos
inclinarse más cerca para escuchar lo que diría—, no hay nada más
excitante para mí que escuchar de las batallas que vosotros libráis.
Los ojos del hombre brillaron con excitación, entonces Enialio soltó
una risa que la obligó a mirarlo sorprendida.
Era una risa exquisita, una que prometía el mayor de los placeres o
dolores.
—¿He dicho algo que haya sido gracioso señor? —Levantó ambas
cejas, al ver como él la miraba con condescendencia.
—Sí. —Su voz sonaba gruesa, distinguida con un toque curiosamente
extranjero—. Es curioso escuchar que a una mujer le excite escuchar de
sangrientas batallas y muerte.
—Ah, Sura siempre ha sido una sorpresa —intervino Eunides, a quien
ella ya había olvidado—. Siempre es capaz de dar observaciones inteligentes.
Realmente le sorprendía el tono de superioridad en la voz de Enialio,
incluso le molestó un poco, entonces supo que este hombre no sería fácil de
conquistar en absoluto y aquello la molestó mucho más.
Era muy buena en las batallas, a pesar de nunca haber estado
físicamente en una, sabía que sus planes habían ganado muchas y el tono
de Enialio le enfureció demasiado.
Sin esperar a ser invitada, se deslizó en la mesa, apartando todas las
delicias tomó de entre ellas un racimo de uvas maduras. Entonces se sentó
sobre la mesa entre Enialio y el general a su lado, a quien por su cicatriz en
su mejilla pudo reconocer como Atreo de Esparta.
—Vera usted mi señor, todos tenemos pequeños deseos. —Habló
dirigiéndose a Enialio, pero observando a Atreo quien la miraba
embelesado—. Quizás algunos más perversos que otros, por lo que los
demás nos juzguen.
Arrancó una uva y lentamente la poso en su lengua, dándole una
lamida para probarla, sintió la curiosidad de Enialio y se obligó a no mirarle.
—Quizás los míos hagan que vosotros me juzguéis más que a otras.
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—Alzo la uva que probó y la colocó en la boca del general Atreo, quien
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gustosamente la comió, lo observó y le dio una pequeña sonrisa—. Pero os


aseguro que no encontraran a nadie más feroz que yo.
Toda la mesa guardo silencio y espero entonces unos segundos para
soltar una ruidosa risa, que rompió el extraño ambiente e hizo que la
mayoría de los hombres rieran con ellas.
—Tan encantadora y graciosa —murmuró Eunides a su espalda y
entonces subió una de sus piernas y la posó sobre el muslo de Atreo, casi
rosando su entrepierna, él comenzó a acariciar su pantorrilla gozosa por sus
encantos.
—Feroz, encantadora y graciosa —declaró con confianza.
Entonces fue cuando echó a correr su plan, ignorando por completo
al general Areios. Aunque él seguía siendo su objetivo, estaba molesta. No
le gustaba que la subestimaran o que creyeran que no podía hacer algo o
gustar de algo. Fue criada por la misma Aspacia de Mileto, una de las
heteras más famosas en Grecia al ser compañera de Pericles, una mujer
que le había enseñado a ser tan o más encantadora que ella misma.
Su mítera era quien le había hecho entender que las mujeres podían
tener el poder de toda la sociedad si sabían utilizar las armas que los dioses
le habían dado, sensualidad e inteligencia y Sura tenía ambas de sobra.
Sabía perfectamente que los hombres se molestaban cuando una
mujer no se interesaba en ellos y se obsesionaban con ellas cuando
mostraban más interés en otro. Estaba segura de que el hecho que prestara
atención a Atreo sería muy molesto para Enialio, más aún tomando en
consideración que entre todos los generales de la mesa, él era el de mayor
rango.
Entonces terminó sentada sobre el regazo de Atreo, alimentándolo con
uvas y riendo cada vez que él decía algo absurdo o acompañando con un
comentario inteligente cuando comentaba algo con Enialio, sin siquiera
mirar a este último.
—¿Estáis contentos con el resultado hasta ahora, señor? —preguntó
con verdadero interés—. Atenas está a punto de perder frente a vuestra
fuerza.
—Eso creo, aunque todavía quedan cosas por hacer —le respondió
Atreo, acariciando sus caderas, sin realmente hacerle caso a lo que ella
decía, lo que la molestaba mucho.
—¿Fue la negociación en Atenas tan complicada como he escuchado?
—Intentó con otra pregunta—. Me contaron que las tropas de Pausanias
realmente aterrorizaron a los atenienses.
El general simplemente la ignoro y se giró para hablar con otro hombre
que estaba a su izquierda y ella apretó sus dientes con furia, entonces miro
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hacia Enialio que le fruncía el ceño, se obligó a tener paciencia y a continuar


con su plan de ignorarle.
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—Permítame, mi señor. —Siguió alimentando a Atreo con pan y uvas,
esperando que el maldito intercambiara con ella algo de información sobre
la negociación realizada hace unos meses atrás que tenía en ascuas a
Atenas.
A pesar de haber nacido en aquella ciudad, no tenía aprecio por esta,
mucho menos después de que allí la consideraban una extranjera y ni
siquiera la protección de su madrina le ayudara contra el frio trato dado por
los ciudadanos. Por eso había partido encantada hacia Laconia y estaba en
contra de la Liga de Delos, en esta guerra que se estaba librando.
Le encantaba la vida que llevaban muchos hombres, pero con su
condición de mujer no se le permitiría nunca formar parte de una batalla,
mucho menos dirigir un ejército, por eso le gustaba trabajar desde atrás,
planificando, apoyando y dando estrategias sutiles a los generales que
estaban a cargo.
Por esa razón, a pesar del menosprecio de Atreo a sus preguntas,
tragándose su orgullo se dedicó a él con entusiasmo, pero eso solo hasta
que Atreo osó deslizar sus manos hasta sus pechos apretándolos, ella
decidió que era suficiente y con una experiencia de años, Sura apartó ambas
manos sonriéndole con sensualidad, se inclinó hasta su oído derecho y
murmuro—: Sabrá usted que todo en mi tiene un precio. —Y frotándose
descaradamente con su dureza, se puso de pie rozando a Enialio de paso,
segura de que este último también había escuchado—. Si me disculpan
caballeros, ha llegado la hora de que me retire a mis aposentos.
—¿Ya no nos acompañará, exquisita Sura? —grito sobre la mesa
Deiniakos, un soldado muy amigo de Atreo y ella solo negó con la cabeza
fingiendo tristeza.
—Lamentablemente debo partir del campamento mañana a primera
hora, vosotros os vais y yo quedaría aburrida en Laconia, así que partiré a
tierras lejanas.
—Podría acompañarnos. —Fue la primera vez después del desaire,
que Enialio le dirigía la palabra y ella levantó las cejas curiosa.
—Podría. —Dio un paso a él y descaradamente acaricio su mandíbula
encantada por la barba que crecía allí—. Pero necesito motivación para ello.
Luego giró dándole a la mesa una vista perfecta de su trasero y se
dirigió a la salida del salón, segura que Atreo intentaría seguirla, pero
teniendo fe en que Enialios se lo impediría.
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Descarada, Ares entrecerró sus ojos con furia. Durante el último par
de horas apenas había podido aguantar la excitación al mirar a la hetera
bailar y luego frotarse descaradamente con el general espartano que tenía
como su segundo.
Cuando Ares decidió tomar esta identidad mortal, para alejarse un
tiempo de los molestos dioses luego del escándalo con Afrodita, no había
pensado en involucrarse en nada serio con ellos, sin embargo con su gusto
por las batallas y la guerra, había terminado convirtiéndose en un general
espartano de gran renombre y había estado planificando lucha tras lucha.
Encontrarse con una humana tan descarada no formaba parte de
ninguno de sus planes, la mujer era realmente molesta y había estado
ignorándole a propósito durante las últimas horas, incluso aunque él había
estado atento a cada cosa que decía, en especial a su interés por el combate
con los atenienses.
Ahora la muchacha se había levantado obviamente queriendo ser
seguida por Atreo, quien no esperó ni un segundo en ponerse de pie para
alcanzarla, pero Ares fue más rápido y le detuvo solo con una mirada de
furia.
Vio la sorpresa en el rostro de Atreo y también su obstinación por no
querer dejar a la mujer que sería su amante, pero Ares utilizó sus mismos
poderes de Dios para infundirle al soldado un terror sin igual que le obligo
a sentarse y apartar la mirada aturdido.
Entonces Ares se levantó y sin darle explicaciones a nadie siguió a la
chica fuera del salón, sabiendo perfectamente donde encontrarla, la muy
insolente se encontraba esperando justo fuera del pasillo y al verlo, sólo
abrió los ojos con fingida sorpresa.
—¿Se ha decidido usted por mí, señor? —Deslizó su mirada por su
cuerpo y pudo ver sus pezones duros bajo la gaza traslucida de su vestido,
había querido saborear toda la noche su sabor, desde que los había visto
durante la danza y el deseo no había disminuido nada.
—Hablaste de ser feroz. —Se acercó hasta ella y la tomo por la
cintura—. ¿Crees que puedas aguantar a alguien más feroz?
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Lo miró ahora parpadeando con verdadera sorpresa y entonces volvió


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a lamer sus labios como lo había hecho tantas veces esa noche y como todas
esas veces él deseo besarla. Sin embargo, ahora la devoró.
Acercó su boca y le tomó, traspasando la barrera de sus dientes
usando su lengua, ella soltó un gemido de sorpresa y entonces enredó su
lengua con la suya. Sintió su sabor, canela y uvas, sabía a la misma
ambrosia.
La apretó contra su protuberancia y ella soltó un fuerte suspiro y
arrimándose a él enterró las uñas en sus bíceps así, sin darse cuenta de lo
que hacía, Ares los terminó transportando hasta la misma habitación que
estaba ocupando bajo su identidad mortal como Enialio Areios.
Ella no pareció darse cuenta del cambio de escenario y de alguna
manera eso le tranquilizó, no tenía ganas de explicar nada. Tomó las tiras
de su vestido y les rasgó, dejándola completamente desnuda.
Aguardó unos momentos para admirar su belleza. La chica tenía un
hermoso y largo cabello negro y unos brillantes ojos azules, su piel blanca
era suave al tacto y sus formas. Nunca había visto un cuerpo con tantas
curvas perfectas, hasta Afrodita estaría celosa de esa perfección.
Se fijó en sus pechos coronados por pezones en un tono rosa que lo
tenía embelesado, incluso creyó ver que estos se endurecían bajo su ardiente
mirada, y al bajar la mirada hasta su hermoso coño lo halló brillando con
las gotas de su propia excitación. Por ese motivo no aguantó más y bajó la
boca hasta uno de sus pezones probándolo, Sura dio un grito estrangulado
de la impresión y sujeto a Ares desde sus cabellos.
—¡Señor! —Él le dio toda su atención a uno de las pequeñas joyas y
luego se trasladó al otro dándole el mismo cuidado que al primero. Sura sólo
se retorcía en sus brazos, dejando escapar pequeños gemidos de necesidad,
incluso podía oler el aroma de su humedad y saborearlo en su boca.
—Te comeré —dijo y supo que sus propios ojos debían estar nublados
por la excitación.
—Yo también quiero probarle —la escucho murmurar mientras
deslizaba su mirada hasta su erección—, por favor, señor.
Soltó un gruñido ante su suplica y quitándose su propia ropa la
arrastró hasta el lecho en el suelo de la habitación, acostándose de espaldas
hizo a Sura sentarse sobre su rostro sus nalgas eran una vista espectacular
para él, pero nada en comparación a su centro desnudo todo sonrosado y
húmedo por su deseo, no espero un segundo más y acaricio su clítoris con
su dedo, ella se estremeció mientras le permitía acariciarla.
Sintió sus manos deslizarse sobre sus duros abdominales,
inclinándose hacia adelante, acerco más su jugoso coño a su cara. Entonces
Sura tomó su erección entre sus manos y comenzó a acariciarlo, sus
delicadas manos sobre su suave acero.
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En ese momento Ares sumergió dos de sus dedos en su coño,


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sintiendo las ondulaciones de este, los metió y saco haciendo que los jugos
se resbalaran de ella, a punto de gotear en su boca y decidió que no podía
aguantar más sin probarle. Puso su boca allí, bebiendo el dulce rocío de su
coño y utilizando sus dedos para mantenerla abierta para él.
—¡Por los dioses!
Sura soltó una exclamación, moviendo sus caderas para aumentar el
roce de su lengua sobre su coño, sus manos casi perdieron el ritmo sobre
su dura polla, pero como una experta logró mantenerlo aun soltando los
deliciosos gemidos que lo ponían duro.
Sabia deliciosa y bebió con fuerza de ella, su sabor era tan adictivo
como el mismo licor de los dioses, su lengua se vio presionada por las
paredes de su coño y eso ya estaba acabando con su cordura. Fue cuando
sintió la sedosa humedad de su boca sobre su erección, cubriéndola
mientras lo chupaba, que la perdió por completo. Pudo imaginar cómo se
vería la imagen si alguien entrara en la habitación y supo que no había nada
más caliente que ella.
Entonces ambos se dedicaron a torturar al otro solo con placer, si él
succionaba con fuerza ella apretaba su polla sin vacilación, cuando ella lo
tragaba con voracidad, él entonces la comía con fervor.
—Por Zeus, voy a correrme —el gritito que ella soltó, además de las
paredes de su vagina que apretaban sus dedos como si quisieran tragarlo,
le confirmaron lo que ella dijo.
Pero entonces se apartó de ella, tomándola de la cintura le volteo,
colocándola de espaldas sobre la manta, ella soltó un grito lleno de
indignación.
—¿Qué haces? —dijo furiosa, entonces él le levanto las piernas hasta
sus hombros, abriéndola completamente para sí y pudo observar los
henchidos labios que había estado comiendo.
—Tomándote. —Sin previo aviso la penetró, su erección ya estaba casi
al límite con su boca, pero el interior de su coño era realmente un paraíso,
cálido y apretado para él, lo que le sorprendió tomando en consideración la
profesión de Sura.
—¡Enialio! —gritó.
Miro su rostro con apreciación, sus mejillas sonrosadas y su boca
abierta soltando gemidos deliciosos, se perdió entonces en sus ojos, el azul
estaba casi perdido entre el negro de su pupila y brillaban, nunca había
visto que los ojos de una mortal brillaran de tal manera.
Casi perdió el ritmo de sus embestidas, sabía que no aguantaría
mucho más, bajó la boca para tomar la de ella, sintiendo sus sabores
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mezclarse y ella chupo su lengua con descaro. Fue entonces que comenzó a
apretarse en torno a él, como un volcán su interior ardía y cuando ella llego
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al orgasmo con un grito agudo, su propio interior hizo erupción, perdiendo


casi por completo su conciencia. Con cada espasmo la llenaba con su
semilla, teniendo la seguridad de que nunca la dejaría, sin importar si era
humana, nunca.

***

Sura volvió a tomar una bocanada de aire, cuando sus espasmos por
fin comenzaron a menguar. Este general espartano la había tomado ya cinco
veces, en distintas posiciones y sin ninguna tregua entre un orgasmo a otro.
Este último en el que había tomado su trasero sin siquiera un aviso previo
la había dejado agotada y satisfecha, nunca se había sentido tan satisfecha
con uno de sus amantes.
Se giró a mirarle, se había puesto de pie y llenaba un vaso de cerámica
con agua. Aun no estaba segura de cómo había llegado hasta su habitación,
pero estaba segura de que con tanta pasión, si un ejército los atacaba en
aquel momento, ella tampoco se hubiera dado cuenta de eso.
Sura observó el cuerpo de su amante, tan perfectamente esculpido,
sus músculos duros. Cuando se giró y pudo ver su erección aun semi dura,
sintió su coño apretarse de deseo. ¡Por Zeus! parecía una ninfa de esas que
algunos decían vivían en los bosques.
Enialio se le acercó y le entrego el vaso, lo recibió en silencio y apartó
la mirada de él, bebió el líquido y se dio cuenta que su garganta ardía un
poco, seguramente producto de los gritos que soltaba apenas le hacía
alcanzar el placer.
—¿Estás bien? —Elevó su mirada y le vio alzando una ceja hacia ella
con curiosidad, entonces Sura frunció el ceño.
—Sí, sólo un poco adolorida. —No mentía, sentía su cuerpo magullado
en partes que ni sabía que tenía, pero era un dolor exquisito en su opinión,
así que dijo—: Sólo necesito unos minutos de descanso.
Él soltó una carcajada que resonó en toda la habitación y ella abrió
sus ojos sorprendida.
—¿Qué es tan gracioso? —le pregunto frunciendo el ceño.
Negó con su cabeza y se sentó a su lado, aun riendo.
—Tres horas —dijo y ella ladeo la cabeza confundida, al ver el brillo
de diversión en su mirada—. Te tome por tres horas seguidas y tú dices que
necesitas sólo unos minutos.
—Oh. —Abrió sus ojos con sorpresa, no se había percatado de aquello,
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al ver sus cejas alzadas supo que debía decir algo—. No me di cuenta que
Página

fue tanto tiempo.


—Eso veo. —La miró pensativo, aun sin cubrirse y ella tampoco hizo
el menor intento de hacerlo—. Creo que ambos perdimos un poco los papeles
aquí.
Se obligó a mirar el agua en su vaso y supo que tendría que elaborar
una nueva estrategia, su plan era simple: Conquistar al mayor general
espartano e involucrarse en la planificación de las futuras batallas que
estaban por venir contra la Liga de Delos.
Pero este plan no resultaría muy bien si pasaba todo el tiempo
teniendo sexo con él, así que decidió ser un poco más audaz.
—Había dicho usted si estaba preparada para aguantar a alguien más
feroz. —Sonrió con confianza y continúo—: Bueno, creo que hemos
encontrado en el otro un igual.
La miró y después de unos segundos le sonrió levemente.
—Creo lo mismo. —Tomándola de la cintura la sentó sobre su regazo,
sin hacer ningún intento por volver a tomarla, dijo—: Shora agápi, cuéntame
¿por qué razón haz luchado tanto para ser traída ante mí?
Ella le miro sorprendida, perdiendo de nuevo algo de su compostura.
—¿En qué momento he dicho yo eso?
—En ninguno. —Le sonrió con suficiencia—. Eunides me comentó
como prácticamente rogaste que te trajera ante mí, entonces —tomó uno de
sus negros mechones entre sus dedos—, me da curiosidad saber la razón.
Se sintió sonrojar y simplemente levantó sus hombros, intentando
quitarle importancia al tema.
—Me gusta la guerra —susurró casi con vergüenza—. Y escuché de
sus batallas, de sus triunfos y de cómo levanta una espada y causa terror
en todos los hombres que lo ven. —Se lamio los labios, viendo los ojos de él
brillar con pasión—. Entonces quise conocerle y ver si me haría temblar a
mí también o si quizás…
Guardó silencio por primera vez insegura y él la miro con expectación.
—Quizás usted podría permitirme escuchar sus ideas y confiar en mí
como una mujer con experiencia en estos temas.
Cuando Enialio no respondió, sintió aún más vergüenza e intento
apartarse de él, aunque este no se lo permitió.
—Ya veo —dijo y entonces tomándola de ambas manos para evitar que
escapara la volvió a apoyar en la manta bajo ellos—. Es un trato.
Abrió los ojos sorprendida.
31

—¿Qué ha dicho? —Su voz sonó ahogada.


Página

—Ya me has oído.


Entonces volvió a besarla con pasión y ella le respondió con el mismo
entusiasmo, sin poder realmente resistirse al sabor de su boca. Aunque de
alguna extraña manera estaba feliz, él había dicho que había un trato entre
ellos y de alguna forma sabía cuál era.
Le permitiría estar a su lado como quería y ella a cambio dejaría que
el disfrutara de sus placeres ¿Qué mejor trato? pensó.
Ares en ese mismo momento había decidido conservar a esta humana
como su amante, quizás hasta la convertiría en la esposa de su identidad
mortal, su deseo por ella no menguaba y conociendo lo sanguinaria que
podían ser las mujeres en batalla, cortesía de su querida hermana Atenea,
estaba seguro que tenerla a su lado sería un deleite tanto de estrategias
como de pasión.
Por eso, tenían un trato.
Sintiendo la humedad reunirse de nuevo en el centro de ella,
preparándose para recibirlo no tuvo ninguna duda.
Este sería un gran trato.
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Cada favor tiene un pago...
Cada acto tiene una consecuencia...
Y este acto, y este favor, tienen la consecuencia más grande, y el pago
más doloroso, en la historia del Olimpo.
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La diosa Artemisa miraba con anhelo al niño que acababa de nacer en
un pequeño pueblo de Grecia. Ansiaba poder tener la posibilidad de tener
un hijo propio, pero no podía. Cada vez más se arrepentía de haberle pedido
ese deseo a su padre, Zeus. Ser virgen por siempre, ¿qué había pensado?
Claro era una pequeña niña de nueve años cuando pidió tal cosa, en
ese momento sonaba bien, y de alguna forma todavía sonaba bien. Pero... al
ver la felicidad que traían esas pequeñas criaturas a sus madres, deseó tener
uno propio. Podía pedírselo a su padre, pero tenía miedo que le negara tal
petición.
Se alejó con una pequeña opresión el pecho, al recordar el gozo que
alumbraba la cara de la mujer, la cual acaba de ayudar a conceder a su hijo.
Deseaba ese gozo, pero no sabía cómo conseguirlo.

***

Mientras en el templo de los Dioses se escuchaban los dolorosos y


desgarradores, sollozos de una pobre mujer cual imploraba y rogaba por
tener la posibilidad de conceder un hijo. Había intentado tantas veces poder
brindarle a su amado marido, un primogénito, pero había fallado
desmesuradamente.
Nadie en el Olimpo parecía importarle mucho lo que pedía la mujer,
no tenía nada que dar, ni sacrificar, ¿qué pensaba ella?, aparecer así sin
nada para llamar la atención de sus mayores. Tal acto parecía un insulto al
nombre de los Dioses, e ignoraron grandemente aquellos sollozos.
Artemisa vio y escucho aquella mujer suplicar por un hijo, y una idea
surgió en ella, pero fingió ante sus superiores y hermanos, que se
compadeció de esa pobre mujer. Bajó y apareció frente a la fémina, con una
sonrisa amable y bondadosa.
—Mujer... —el susurro que apenas dejo salir, sonaba como un
delicioso canto, el cual calmo el inmenso dolor en el pecho de aquella mujer.
35

—Señora... —jadeó la mujer al ver a la diosa Artemisa, hija de Zeus y


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Leto, frente de sí. Un inexplicable temor, broto en su interior, haciéndola


retroceder y mirar a la diosa, como si fuera el mismísimo dios Hades, frente
ella.
—No temas, pequeña. Solo vengo aquí para darte lo que anhelas con
todo el corazón —le dijo acercándose con paso elegante hacia ella—. Pídeme
lo que anhelas mujer y yo te lo concederé. —Susurró como un pequeño
hechizo.
La mujer la vio dudosa, pero el deseo, y anhelo que tenía en su corazón
y alma, ganaron la batalla contra el miedo. —Oh poderosa diosa Artemisa,
gobernadora de las montañas, diosa de la caza y Phaesporia, por favor
concédeme la posibilidad de tener un hijo. Para darle a mi esposo y familia,
tal bendición —rogó, y una pequeña sonrisa maliciosa broto de la diosa,
antes de conceder tal posibilidad.
—Su petición ha sido concedida —murmuró pasando el dorso de su
mano por el rostro de la mujer—. Ve con tu marido, y familia y da la noticia
de su futuro niño —le dijo. Se retiró del templo, pero no sin antes cantar en
voz baja—. Cada favor tiene un pago... —la mujer escuchó el pequeño verso
como una nana, y la susurró contenta hasta llegar a su casa.
Esa noche en la casa de la mujer hubo fiesta, y gozo. Mientras la diosa
Artemisa sonreía por el futuro que venía para la mujer, y ella misma.
***
Pasaron los nueve meses de gestión, y una hermosa noche la mujer
dio a luz al pequeño bebé. La felicidad, y gozo que hubo la primera vez al
enterarse de la noticia, no era nada comparado a lo que sentían en ese
mismísimo momento.
La nueva madre tenía cargado entre sus brazos, a su dulce hijo,
cuando la diosa Artemisa apareció en el hogar de la familia. Todos vieron
espantados a la diosa, que parecía una artimaña del inframundo por la
desgastada y horrible túnica, que la cubría.
Se acercó con ligereza y tranquilidad hacia donde yacía la mujer, con
niño en brazos. Sus pasos no se escuchaban por el lugar, causando que las
personas que la rodeaban comenzaran a llorar y a pedir a los dioses
protección ante tal ser oscuro.
Tomó a la pequeña criatura en brazos, y le sonrío con amor, el
pequeño humano le regaló una dulce risa, que provoco su pecho calentarse
y estomago dar vueltas. Definitivamente estaba bendecido con la belleza y
majestuosidad de los dioses, pensó Artemisa.
—Por favor, por favor, no le haga daño a mi hijo... —sollozo la mujer
que veía con horror al ser oscuro que cargaba a su niño.
36

—Suelte a mi hijo, maldita escoria —gruñó un hombre, apuntando a


la diosa con una espada. Eso le causo gracia, ese simple humano, ¿qué le
Página
podría hacer? No tenía ningún poder celestial, y su espada era tan común y
corriente como una roca, no le haría ni el más mínimo daño.
Una deliciosa risa broto del pecho de la diosa, antes de quitarse la
caperuza. El hombre que antes la apuntaba con una espada, imploraba
perdón a sus pies por su osadía, y la mujer estaba complacida y calmada,
al ver a la mujer que le dio la bendición de su hijo.
—Diosa Artemisa —dijo en un suspiro la mujer. Pero la diosa la ignoro
completamente, y vio al niño que tenía en brazos. Pasó su delicada mano
por el rostro del niño, y éste suspiro ante su tacto, causándole más regocijo
en su ser.
—Que bella criatura ¿no lo crees? —dijo la diosa sentándose en una
pequeña butaca a su lado. La mujer vio con amor a su hijo y asintió
concordando con ella.
—Sí, gracias a usted.
—Eso es cierto, gracias a mi —murmuró con malicia—. Dulce mujer,
¿recuerdas lo que susurré antes de irme? —preguntó dirigiendo ahora su
mirada color musgo hacia la nueva madre.
—Cada favor tiene su pago... —cantó la madre, sin comprender el peso
de las palabras que decía.
—Tienes una buena memoria, la diosa Atenea estaría celosa —río ante
aquello, la diosa estaría muy furiosa si le escuchaba decir aquello—. Y
exactamente eso, pequeña madre. Cada favor, que un dios hace, tiene un
pago... —murmuró y volvió su mirada a la criatura en sus brazos, y el temor
que tuvo al principio la mujer, volvió a surgir como lava ardiendo, quemando
dolorosamente su pecho—, y éste será mi pago. —Besó la mejilla del bebé.
La mujer comenzó a llorar por su desgracia, y maldijo el nombre de la diosa
una y mil veces. ¿Cómo podía regalarle algo tan hermoso, y luego
arrebatárselo de aquella horrible forma? No lo entendía, pero era un ser muy
cruel, por hacerle tal cosa.
—No por favor... no me quite a mi hijo —rogó la mujer, que no se podía
mover de la cama, por la pasada lucha del parto. Se sentía impotente frente
la poderosa mujer, aunque le rogara, todo lo que quisiera, ella no podía
hacer nada contra ella. Los llantos en la casa aumentaron ante tal desgracia.
—¡Oh por mi padre! Yo no le quitare su hijo —comentó la diosa, y
volvió a reír—. Por los dioses. ¿Cómo pensaba que haría algo tan
horripilante? —Exclamó ofendida, ante tales pensamientos.
—Oh, gracias a Zeus —susurró una anciana, que se encontraba en la
pequeña casa.
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—Esta pequeña criatura me pertenece, ¿oyeron? —Declaró la diosa,


con autoridad—. Usted criara a su hijo, como cualquier madre. Lo verá dar
Página

sus primeros pasos, sus primeras palabras, toda infancia y adolescencia...


—dijo la diosa, calmando un poco del temor de los nuevos padres, verían a
su hijo crecer, pero aún tenían miedo a lo por venir—, pero al cumplir sus
veinticinco años, vendré por él. Antes de que caiga el sol del segundo día
después de su vigésimo quinto cumpleaños, él estará conmigo en el Olimpo,
siendo mi futuro marido. —Su demanda le parecía justa, aunque sería
doloroso perder a su hijo —más dudaba que lo volvería a ver, después de tal
cosa—, sabía que estaría en un lugar donde lo tratarían como un rey, o
mejor aún, un dios, y no había mejor futuro que desearle a su hijo que ese.
—Este niño será bendecido con la belleza, inteligencia, fuerza, y
majestuosidad de los dioses, será querido por todos los que lo rodean, y será
bendecido toda su vida, no le faltara nada, ni techo, ni comida, o vestimenta,
mucho menos el amor de sus padres, como él, todos en este hogar serán
igual de bendecidos, para que mi pequeño no sufra nunca —susurró, y
acarició su pequeña y frágil cabecita—. ¿Quedó claro? —Miró a los que la
rodeaban. La mujer asintió a su pesar, al igual que su marido.
Satisfecha ante su cometido, dejo a su prometido en los brazos de su
madre, para desaparecer del hogar, e ir directo a sus aposentos en el
Olimpo.
Sabía que sus acciones eran prohibidas, y que, si su padre se
enterara, estaría encerrada en los confines del inframundo como castigo
ante desobedecer las reglas de Zeus, pero no le importaba, porque podría
cumplir su deseo.
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La diosa no había mentido, el mortal cual nombraron como Elián, fue
bendecido con todos aquellos dotes. Más la diosa veía de lejos y protegía a
su prometido, como una fiera madre.
Al principio no tenía la intención de sentir algo, hacia Elián. Con el
deseo de su padre había perdido aquel deseo primitivo, sexual. Pero al pasar
de los años, cada vez más, su pequeño humano la cautivaba con su forma
de ser, atrayéndola y enamorándola.
En cada uno de sus cumpleaños la diosa Artemisa le regalaba algo.
Podría ser un arma, un anhelo —como el de su décimo noveno cumpleaños,
le concedió poder tener a la mujer que deseaba y amaba, por una noche,
aunque no quisiera, lo concedió a su pesar—, una joya, o cualquier cosa que
se le ocurriera.
Cada vez quedaba poco tiempo para el vigésimo quinto cumpleaños
de Elián. Mientras la familia deseaba que tal día nunca llegara, la diosa
Artemisa ansiaba que llegara, para poder estar con su amado.

***

La madre de Elián lloraba desconsolada en sus aposentos, porque solo


faltaban horas para que la diosa apareciera, y se llevara a su hijo. A pesar
de que al principio pensó que era justo aquel trato, ahora lo veía horrible.
Estaba acostumbrada a tener a su amado hijo a su alrededor, y en unas
cuantas horas ya no estaría. Tal vez nunca lo volvería a ver, y eso le dolía
en el alma.
Se resignó y fue a donde sus hijos almorzaban. Escucho la dulce risa
de Elián, y su corazón se apretó con dolor, pero fingió estar muy feliz ante
sus hijos, que celebraban el vigésimo quinto cumpleaños de Elián.
Elián mientras tanto, compartía el dolor de su madre. Él no quería
irse con la diosa, y pasar lo que resta de su vida con ella. Quería quedarse
con sus padres, hermanos, y con la mujer que amaba, pero tal anhelo sería
negado. El odio y rechazo que sentía hacia la diosa Artemisa, crecía más y
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más al ver el rostro demacrado de su madre, que, aunque lo ocultara, se


notaba su dolor grabado en sus facciones, sin olvidar el dolor que él mismo
Página

sentía.
La familia vio el descenso del sol con miedo, porque significaba que la
diosa podría llegar en cualquier momento, y llevarse a Elián. Se hizo la
noche y la diosa nunca llegó, y calmó un poco de su miedo, pero no
significaba que no vendría. Al menos nos concedió un día más, pensó Elián,
antes de irse a sus aposentos a descansar.

***

La diosa Artemisa, miraba molesta a su hermano mellizo, quien no le


permitía bajar a buscar a su prometido. De alguna manera Apolo, se había
enterado de las acciones su hermana, y tuvieron una acalorada discusión
de las consecuencias de sus actos.
El no entendía, pensaba colérica Artemisa. Él podía tener hijos, ¡ya
tenía hijos! Pero el muy descarado no se responsabilizaba de ellos, él no
entendía el anhelo de su hermana, no entendía que ella quería poder cargar
en su vientre un niño, suyo, no de otra mujer, como le propuso Apolo.
—Puedes tomar a unos de los muchos niños de cuáles madres ayudas
a dar a luz —le gritó molesto. No quería ver a su hermana en el momento
que su padre Zeus, descargara su rabia sobre ella.
—¡Yo no quiero un hijo de otra mujer, Apolo! Quiero poder tener a mi
propio hijo, de mi sangre, que yo cargue en mi vientre, durante nueve meses
¿no lo entiendes? —gritó ella, mientras lloriqueaba porque su hermano no
la entendía
—¡Pues no lo entiendo! ¿No que querías ser siempre virgen? ¡Sabias
las consecuencias de eso, Artemisa!
—¡Era una niña, Apolo! ¿En serio crees que yo podría saber muy bien
lo que deseaba? En ese momento solo pensaba en lo que nuestra madre
sufrió, y lo doloroso que podría ser aquello.
—Sobre todo, recuerda que nuestro padre nos tiene prohibido, a todos
en el Olimpo, tener relaciones con los humanos ¿tampoco pensaste en eso,
Artemisa? ¿O eras una niña cuando lo hiciste? —El tono que estaba usando
su hermano, la irritaba más y más, y cada vez deseaba incrustar una flecha
en su cabeza.
—No, no era una niña —dijo con sorna, y lo miro furiosa—. Y
exactamente, sé lo que hacía Apolo, así que déjame actuar como la adulta
que soy, y asumir mis castigos, como tal. Soy mayor que tú, así que, quién
debería estar dando órdenes sería yo, no tú. —Masculló.
—Para ser la adulta que dices ser, no actúas como tal. Yo solo me
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preocupo por ti, Artemisa, no quiero que nuestro padre te haga algo, ante
Página

tus malas decisiones, y deseos —comentó Apolo, frustrado e irritado.


Se alejó del templo de su hermana, que se encontraba en unas de las
más altas y peligrosas montañas de Grecia, donde ningún mortal se
atrevería ir, o andar.
Artemisa vio cómo su hermano desaparecía, y una pequeña opresión
apareció en su pecho. Ella no quería que el sufriera, ante sus actos, pero de
alguna forma lo hacía. Y a pesar de todo, aun anhelaba ese mortal, y
también a un bebé.
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Decidió, darle un día más a Elián y su familia, pero el segundo día
después de su vigésimo quinto cumpleaños, apareció en aquella casa, donde
no había estado, desde el día desde su nacimiento.
Desde afuera, se escuchaba las risas, y charlas de la familia, cosa que
vio con alegría. Sabía que a su prometido no le faltarían tales cosas, pero
verlo por su propia cuenta la llenaba de gozo, y felicidad.
Dentro de la casa, todos estaban contentos, Elián seguía a su
alrededor, pensaban que la diosa se había olvidado del niño que reclamó
como suyo hace veinte cinco años atrás. Pero cuan equivocados estaban,
cuando entre las risas de las personas sonó la alegre y deliciosa risa de la
diosa, sin embargo, para los presentes sonaba como el mismísimo canto de
la muerte.
Los ancianos palidecieron, y los niños vieron con horror a la diosa que
se encontraba sentada en una de las mesas. Andaba vestida con una pulcra
túnica blanca, con detalles dorados en sus hombros, y cintura. Sus hombros
estaban adornados con unas bellas ramas de olivo de oro, y en su cintura
se encontraba un cinturón en forma de serpiente, igualmente de oro. Sus
pies estaban cubiertos con unas bellas sandalias que se entre cruzaban por
todas sus pantorrillas, hasta las rodillas, con un lindo cordel plateado.
En su cabeza cargaba una tiara plateada con pequeñas flores doradas,
con un peinado tejido de lado, y en su elegante cuello adornado con un
inmenso collar que parecía pesar toneladas, pero ella lo cargaba como si no
existiera.
Su presencia oscureció y apagó la alegría que antes desbordaba en la
estancia. Ella les sonrío feliz, y se levantó, para dirigirse a donde se hallaba
su amado. —¡Por favor, no dejen de regodearse! No saben lo feliz que me
hace verlos así, todos reunidos riendo y charlando como una bella familia,
y amigos que son. Solo vine a buscar lo que es mío por derecho —dijo
Artemisa, con su deslumbrante sonrisa de dientes blancos—. Ahora, por
favor me podrían decir donde está, el niño que declare como mío, al que
llaman Elián. —Mandó la diosa, y una niña, que no parecía tener más de
nueve años dio un paso al frente, viendo furiosa a la diosa.
—No se lo llevara, diosa Artemisa. —Todos vieron con terror a la niña
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y la diosa, no podían creer que aquella pequeña niña le negara a la diosa, y


Página
temían lo que podía hacerle a la niña. Gran sorpresa se llevaron cuando la
diosa rio, para luego acercarse a la niña, y agacharse para estar a su altura.
Un hombre salió de entre la multitud, para defender a la niña de las
malvadas manos de la diosa, pero fue detenido por la poderosa e intimidante
mirada de Artemisa, quien solo veía a la niña con fascinación.
—Ah, ¿sí? —preguntó ella, viendo los ojos azules de la niña. Ella
asintió sin bajar la cabeza, o desviar la mirada—. ¿Por qué, linda?
—Porque es mi hermano, no puede quitarme a mi hermano —susurró
con voz temblorosa. La mirada de la diosa se ablandó, y tocó con gentileza
el rostro de aquella niña que osaba prohibirle llegar a su amado.
—¿Cómo te llamas?
—Moira —murmuro la niña con pena, y a cambio recibió una sonrisa
de la diosa.
—Bueno, querida Moira, yo no te estoy quitando a tu hermano, él me
pertenece desde mucho antes de que tú nacieras. Pero por tu gran valentía,
por osar luchar contra mí... —Todos temían por la vida de la pequeña Moira,
y veían a la diosa con odio—. Te contare un secreto —termino por decir. Las
personas a su alrededor, la miraban anonadados al igual que la niña. ¿No
la castigaría? Varias de las personas pensaban que la diosa Artemisa se
volvió loca, mientras otras agradecían a los dioses por la suerte de la niña.
—¿Un secreto? ¿Por qué? —preguntó Moira confundida. Artemisa
sonrío ante su inocencia, y besó la mejilla de aquella niña.
—Por tu valor, pequeña Moira. No todos van y se enfrenta a un dios o
diosa, al ser unos simples mortales. Eres muy valiente, pero me tienes que
prometer no comentárselo a nadie, yo se los mostrare con el tiempo ¿de
acuerdo? —La niña asintió y se acercó su rostro al de la diosa—. Tu hermano
volverá, no se irá por siempre. No será una despedida definitiva, será un
hasta luego... —susurró en el oído de Moira. La niña vio esperanzada a la
diosa, y en sus ojos se veía la desconfianza de las palabras de Artemisa—.
Recuerda que las promesas de los dioses son sagradas, Moira —señaló y la
cara de la niña se iluminó, y abrazó con alegría a Artemisa.
Las dos rieron, una de felicidad, y otra de diversión, la risa de las dos
féminas resonó por la casa, llamando la atención de Elián, quien se
encontraba hablando con su padre en sus aposentos.
Salieron para ver de donde provenían aquellas dos risas, para luego
asombrarse al ver a la diosa abrazando a su hermana menor, y además
riendo con ella. A Elián se le apretó su pecho, al pensar en que sería su
último día con su familia, y prefirió darle fin a esta dolorosa despedida, y
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volteó a ver a su padre. El hombre se encontraba triste y adolorido ¿ya era


hora de despedirse de su primogénito? Al parecer sí, y al igual que su hijo,
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odio y rechazo creció en su ser al verla.


—Padre... —susurró Elián, porque su garganta se cerraba, no podía
decir aquellas palabras. ¿Por qué tenía que ser tan difícil, despedirse? No lo
sabía, pero era complicado, y mucho más decirles aquellas palabras a las
personas que amaba.
—Déjalo hijo. Sabíamos que este día llegaría, llegó más rápido de lo
que creí, pero lo sabíamos —comentó el hombre con pesar. Se acercó y fue
a abrazar a su hijo. Lo estrecho entre sus brazos con fuerza, y contuvo las
lágrimas que quería derramar de impotencia.
Elián correspondió el abrazo de su padre, y deseaba que el momento
durara para siempre. Pero el para siempre, no existía, o no en esos
momentos, porque el momento fue interrumpido por la voz de la diosa
Artemisa.
—Oh, miren lo que nos trajo el viento —comentó divertida, viendo a
Elián y a su padre—. Es un honor volver a verlo buen hombre. Y a ti también
Elián... —su voz cambió a fascinación al nombrar al mortal—, te ves mucho
mejor de lo que me contaron mis niñas. —Rio con dulzura—. Bueno ya es
hora de irnos, despídete querido, no tenemos todo el día. —Mandó y se
dirigió fuera de la casa, para darle espacio, no quería interponerse en su
despedida.
Elián se despidió de cada uno de los presentes con el corazón en la
garganta, la que más le dolió fue la despedida de su madre y hermana
menor, que por alguna extraña razón sonreía y actuaba como si fuera la
mejor cosa del mundo, cosa que le dolió aún más. ¿No lo extrañaría? Si fuera
así, no lo demostraba.
—No enfurezcas a la diosa, Elián. No quiero que te castigue por tus
actos —le advirtió su madre, tocando su rostro con amor y gentileza, como
solo una madre podría hacerlo—. Te amo hijo mío, nunca lo olvides, y me
lamentaré toda mi vida por darte tal destino —comentó con pesar.
—Yo también te amo madre, tampoco lo olvides. Y no te lamentes, por
favor, harías mi vida aún más miserable, al saber que te echas toda la culpa,
si la culpa es de aquella mujer que quiere llevarme con ella —dijo
estrechando a su madre en sus brazos. Ella correspondió con dolor, y
comenzó a sollozar en su pecho, aumentando las ganas de matar a la diosa,
no podía soportar que alguien lastimara a su madre, y aquella diosa le
estaba causando el mayor dolor.
Mientras tanto Artemisa se estaba impacientando, ¿qué tanto
esperaba Elián para despedirse? No era más que un simple adiós, a cada
persona donde se encontraba, que no era más que quince o menos personas.
—Señora… —comenzó a hablar una de sus ninfas, pero la calló con
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una sola mirada.


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Artemisa no era una mujer muy colérica, mayormente era calmada y


bondadosa, pero en aquellos momentos se encontraba molesta y adolorida.
No pudo dejar pasar la mirada de odio puro que le había brindado Elián
cuando la vio, y no comprendía ¿por qué la trataba así? Ella le dio todo,
todo, lo malcrió como lo hicieron con ella, nada se le fue negado desde su
nacimiento, quería un corcel, la diosa le mandaba uno, un arma también se
lo daba, se le antojaba comer un jugoso cordero, también se lo entregaba, y
no le molestaba, en absoluto. También, no solo estuvo pendiente del, sino
de toda familia.
Hubo un tiempo en que su padre se encontraba grave de salud, y ella
hizo todo a su alcance para que sanara, porque sabía lo que sufría al ver a
su progenitor en tal estado. En sus cumpleaños, ella convencía a su
hermano Apolo que mantuviera el sol brillante y cálido, para que no se viera
afectado por la lluvia o tormentas, oscureciendo su día especial, como el
resto de su familia, siempre fueron alumbrados desde su nacimiento, pero
claramente no apreciaba tales cosas.
Elián salió, seguido de toda la multitud, la mayoría sollozantes, los
demás adoloridos, aunque muy furiosos que no trataron de ocultar tal cosa
a la diosa, que solo les brindaba una sonrisa. Moira corrió hacia Artemisa,
y jalo de su túnica para que le prestara atención.
Artemisa miro a la niña con una sonrisa confundida. —Por favor, no
le haga daño a mi hermano, se lo suplico —pidió la niña. La diosa asintió
con una gran sonrisa para responder—: Nunca le haría daño alguno, ni
permitiré que se lo hagan —prometió, y la niña le dio una mirada de
advertencia antes de ir a abrazar a su hermano.
—Dile a Vasti que le traiga a esta niña mortal uno de mis amuletos
más preciados —murmuró Artemisa a una de sus ninfas, la acompañaban
para poder cuidar y proteger a su prometido. La ninfa la miro como si la
diosa se hubiera convertido, en la horripilante y terrorífica Medusa, no podía
entender porque le entregaría algo tan preciado a esa niña, pero no podía
desobedecer órdenes.
—Vamos querido, el sol no brillara tanto en unas horas, y el viaje es
un poco largo. Ya creo que te despediste de todos ¿o no? —Habló Artemisa
con su melodiosa voz. Elián no se había despedido de todos, faltaba Amara,
la mujer que amaba que no había vuelto a ver desde el día antes de su
vigésimo quinto cumpleaños, quería despedirse, pero no lo lograría porque
la diosa Artemisa insistía en irse pronto.
Con pesar se alejó de la gente que amaba, para dirigirse a Artemisa,
que no quitaba aquella sonrisa molesta de su cara, cosa que lo irritaba más
y más. ¿Le divertía su sufrimiento? ¿Su dolor? En ese momento prefería la
presencia de Hades, en vez de la suya, al menos el dios no había dañado a
su familia, como lo estaba haciendo ella.
45
Página

***
Artemisa se encontraba muy ansiosa al ver a su amado caminando en
los alrededores de su templo, le agradaba su presencia, aunque lo único que
hiciera fuera gruñir, y blasfemar cada vez que le dirigía la palabra, cosa que
le parecía divertido.
Lo llevó a los que serían sus aposentos, ya que dudaba que él quisiera
compartir el suyo.
Pasaron los días y Elián no salía de sus aposentos ni para comer, cosa
que enfureció y preocupó a Artemisa, aunque debía —como hubieran hecho
sus superiores— castigarlo por su comportamiento, no podía, su corazón no
se lo permitía.
Le dolía su rechazo y odio, se lo había dejado en claro cada vez que
iba a ver su estado, siempre se lo gritaba o gruñía, una que otra vez le lanzo
un objeto molesto, pero lo dejaba pasar porque entendía su actitud, le había
arrebatado a su familia ¿por qué no estaría molesto? Claro, ante su
comportamiento quería alargar el tiempo para ir a visitarla, pensaba desde
el principio llevarlo una vez cada semana. Ella entendía el dolor de no poder
a ver a la gente que ama, no podía pasar una semana sin poder ver a su
padre, o hermano, sin que le doliera, pero ahí estaba ella tratando de
complacerlo en todo.
Las ninfas, nunca habían visto a la diosa Artemisa tan abatida y triste,
y se molestaron con el mortal Elián. Si él pudiera ver más allá de aquel acto
doloroso de la diosa, y viera lo buena que era, más todos los actos que hizo
a su placer y beneficio, no la trataría de esa forma. Cada vez más la diosa
no quería comer, no iba a escuchar cantar a las hijas de Océano, o si quiera
cazar, cosa que amaba con toda su alma, se encontraba demasiado triste
para ello.
La única de las ninfas amnisiodes que no parecía querer ahorcar a
Elián y llevarlo a la presencia de dios Hades para que lo torturara durante
toda la eternidad, se acercó a sus aposentos, con una bandeja de plata, llena
de los mejores frutos, quesos, panes, vinos y la más jugosa carne que tenían
en el templo de Artemisa. Anuncio su presencia antes de entrar,
encontrando al varón recostado en la gran cama.
—Su comida, mi señor —murmuró la ninfa colocando la bandeja en
una de las mesas.
—Gracias —masculló Elián sin darle una mirada a la ninfa—, se
puede retirar.
La ninfa, también conocida como Vasti, resoplo y se acercó a la cama,
para sentarse en una de las orillas de ella. —Muchacho Elián, no actué tan
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imprudentemente. La diosa Artemisa no es la bruja que usted piensa que


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es, ella nunca le haría daño ni a usted, ni a los seres que ama. —Él resopló
ante eso. Si no me quiere hacer daño, no hiciera esto, pensó molesto—. Ella
sólo anhela algo que sólo usted puede darle. Si no actuara de esta forma,
ella misma lo hubiera llevado a ver a su familia, la diosa comprende cuán
preciados son ellos para ti. —Aquellas palabras llamaron su atención, Elián
no podía creer aquello ¿Artemisa le permitiría ver a su familia de nuevo?
Imposible, aquella ninfa lo estaba engañando—. No me mire de esa forma,
es cierto, mi señora haría cualquier cosa, para su felicidad y bienestar. Cosa
que ha hecho desde su nacimiento ¿o no lo ha notado?
—No... —masculló molesto. La ninfa al igual que a Artemisa al
principio, le pareció cómica su actitud, y no pudo evitar resoplar una risa.
—Los mortales son tan superficiales... —murmuró divertida.
—¿Disculpa? —La miro molesto por sus palabras. Le molestaba que
nombraran a los humanos “mortales”, como le gustaban llamarlos, como si
fueran inferiores que ellos. Bueno claro que lo eran, pero no era lindo
recordarlo de aquella forma.
—No se ofenda... —No claro que no me ofendo, pensó el, igual o hasta
más molesto que antes—, el problema es que todo lo que ha hecho la diosa,
los miles de actos que ha hecho por su bienestar, han sido opacados por un
solo acto. Nunca entenderé el porqué de todos ustedes se concentran en lo
malo —soltó un gruñido—, si no lo hicieran todo fuera más lindo y bello.
Solo le pido un favor, trate de darle una oportunidad a la diosa. Solo una,
no se arrepentirá —le suplicó antes de retirarse de los aposentos de Elián.
Se quedó viendo la puerta por donde se había ido la ninfa, por un
largo y extenso rato, hasta acceder a su petición. Solo una oportunidad, ¿qué
saldría, mal?, pensó antes de levantarse e ir a buscar a Artemisa.
47
Página
Artemisa se miraba irritada y molesta a través de su espejo. Se
encontraba furiosa consigo misma, y mucho más con Elián y su familia. Su
familia por sembrar ese odio hacia ella, y con él por... afectarla como lo
hacía.
Tomó la decisión de ir a cazar, tenía días sin hacerlo, y creía que un
rato de caza le haría mejorar su estado de ánimo. Cogió su arco y flecha, y
tomó rumbo a los confines de la montaña, donde las más temibles y
horripilantes bestias andaban.
Caminó por un largo rato buscando algún indicio de una buena presa,
para su colección. Agudizo su oído cuando escucho el sonido de una rama
quebrarse, se puso alerta para ver qué, o quién se acercaba. Cuando las
pisadas se escucharon más fuertes, y cercanas alzo su arco y preparo para
disparar.
Apunto dónde provenía las pisadas, más cuando iba a soltar la flecha,
una figura conocida por sus ojos y conciencia —sobre todo su corazón—, la
detuvo y bajo el arma, para mandarle una mirada molesta y desconcertada.
—¿Qué hace por estos lados? ¿No le dije que estaban prohibidos para
usted? Es muy peligroso que un humano ande por estos lados sin
protección. —Miró su cuerpo que era cubierto solo por una túnica hasta las
rodillas, y no cargaba nada con que defenderse—. Está loco si pensó que
podía venir aquí sin algún arma, más estoy armada, cazando, lo confundí
con un animal o bestia, ¡Pensaba disparar una flecha a su pecho! Fue muy
imprudente de su parte, Elián. —Regañó una molesta, y preocupada
Artemisa. A pesar de todo ella no quería que ningún daño le pasara, no solo
por ella, sino por Moira. Le había prometido protegerlo, no podía romper
alguna promesa, y menos una de esa magnitud.
—La estaba buscando, diosa Artemisa. Sus ninfas amnisiodes me
mandaron a este lugar, diciendo que estaba aquí, no esperaba que nada me
sucediese —dijo en tono tranquilo. Artemisa lo miro asombrada ¿sus niñas
lo mandaron a la montaña? ¿Aun sabiendo lo peligroso que era? Eso le
molesto y decidió darles un pequeño castigo por tal decisión y actitud. Pero
algo golpeó su mente fuerte y duro ¿la estaba buscando? ¿Por qué?
Decidió no tener muchas incógnitas rondando en su mente, así que le
48

pregunto confundida. —¿Me buscaba? ¿Para qué, o por qué? —Lo miró
Página

anonadada.
El rostro de Elián se tornó de un suave color carmesí antes de
responder—: Para hablar, decidí que, si pasaría el resto de mi vida en este
lugar, con usted, tendría que dejar mi odio de lado, sino viviré desdichado
el resto que queda de ella. —Contestó con un encogimiento de hombros.
Aquellas palabras llenaron de un extraño dolor en el pecho de la diosa
Artemisa, pero no era un dolor feo, de sufrimiento, sino de felicidad. Su
alegría era tanta, que en su pecho no parecía caber entera, y eso le asusto,
como le fascino.
—Bueno mi amado, acompáñame de regreso al templo. Luego de
que... hable con mis niñas iré por ti para que me acompañes a un concierto
de las hijas de Océano. Si eso está bien, claro. —Añadió lo último al ver la
cara de Elián, parecía incomodo o disgustado, no le gustaba aquello, quería
que estuviera cómodo y a gusto con su presencia. Pero Roma no se
construyó en un día, así que tendría que esperar que con el tiempo se sienta
de aquella forma.
—Sí, claro. Solo es que nunca he oído el cantar de las hijas de Océano
—comentó, y ella le dio una sonrisa amable.
—Pues muy pronto lo harás, y no te arrepentirás. Ahora andando, se
está escondiendo el sol, y la montaña se pone aún más peligrosa de noche.
—Advirtió antes de comenzar a andar hacia el templo.
En el camino de regreso le preguntó por su familia, y su niñez. Sabía
cómo fue, y como era su familia, pero escucharlo de él, le daba un nuevo
giro a la imagen. Se rio al escuchar algunos detalles vergonzosos de él, y
Elián se vio asombrado cuando se dio cuenta que le agradaba el sonido de
su risa.
En el momento que llegaron al templo se encontraban riendo
despreocupadamente, cuando el dios Apolo apareció frente los dos seres,
asombrando y asustando a los tales.
—Entonces eres tú el mortal de mi hermana. —Comentó con sorna a
Elián, cual miraba al dios con temor, ante su mirada de odio y desprecio—.
¿En serio Artemisa? De todos ¿Él? ¡¿En serio?! —Le reclamó y aquella
mirada que era dirigida a Elián, fue dirigida a su hermana esta vez.
Artemisa miro furiosa a su mellizo y alzo su arco. —La última vez
quise clavarte una de estas en tu mentecilla, pero no estaba armada, ahora
lo estoy y no temo o dudo de hacerlo. —Jaló la flecha hacia atrás, pero la
retuvo en su lugar—. ¿Qué demonios quieres? —Gruñó. Aquellas palabras
no solo asombraron a los dos hombres, sino a ella misma. Ella nunca decía
aquellas palabras, pero su hermano estaba sacando lo peor de ella en esos
momentos.
49

—No vine a discutir, ni pelear Artemisa. Solo vine a hablar de algo


importante contigo. —Le lanzo una mirada a Elián, diciéndole
Página
silenciosamente a su hermana que quería hablar a solas con él. Acepto a
regañadientes y le pidió a Elián que los dejara solos por un momento.
Aquella petición no era bien aceptada por Elián, no le gustaba nada
la mirada que tenía el dios Apolo, más tenía curiosidad por lo que iban a
discutir. Pero obedeciendo la petición de Artemisa, se retiró de la estancia,
para resguardarse en la seguridad de sus aposentos.

***

Artemisa temblaba por la terminada discusión con su hermano, pero


decidió ignorar grandemente sus palabras. Todo saldrá bien, todo irá bien,
se repetía así misma mientras caminaba hacia los aposentos de su amado.
Toco tres veces antes de entrar en la habitación, sonrío al ver a Elián
dormido en la gran cama, se veía tan tranquilo, en paz... sin ningún
remordimiento hacia ella. Se lo quedo viendo con admiración hasta que se
despertó, asustándola.
Elián miraba asombrado a la diosa Artemisa que se movía inquieta en
su lugar, vio un pequeño rubor cubrir su rostro y orejas, aumentando más
su asombro. ¿Se podía sonrojar? Asombroso, pensó fascinado, y orgulloso
por sí mismo.
—Ummm... ¿Está listo para ir al concierto de las hijas de Océano? —
le pregunto sin mirarlo a la cara. Se sentía abochornada, porque la encontró
mirándolo tan descaradamente.
—Claro, estoy listo. ¿Lo estas, tú? —pregunto con una pequeña
sonrisa, Elián, cual se divertía un poco con la actitud, avergonzada de la
diosa.
—Si... si vamos —mascullo saliendo apresurada del lugar. Elián
resoplo una risa, antes de seguirla.

***

Elián escuchaba con fascinación el canto de las hijas de Oceano, pero


no podía disfrutar por completo el momento, porque la diosa se encontraba
muy inquieta. Eso le hizo preguntarse qué fue lo que discutió con el dios
Apolo. Una pequeña e inocente idea, surgió en su cabeza, pero dudo un poco
—mucho— realizarla. Volvió a ver a Artemisa una vez más, para decidir si
iba o no a realizarla, sintió un poco de lastima al ver el pequeño temblor en
50

su cuerpo, así que decidió hacerlo para subir un poco su humor.


Página
Artemisa, no podía disfrutar el concierto, debido a que las palabras de
su hermano no lograban salir de su mente.
—...cuidado con lo que...—sus tormentosos pensamientos fueron
interrumpidos, por la mano extendida de Elián. La miro sin entender, ¿tenía
la mano herida? ¿Quería irse? ¿Le estaba tratando de hablar, pero no le
prestó atención? Aquel pensamiento la hizo sentirse avergonzada, aquella
discusión con Apolo tendría que desaparecer ya de su cabeza.
—¿Si? ¿Qué ocurre, Elián? —le pregunto en voz baja, para no
interrumpir el canto de las hijas de Océano.
—Uh... mmm... ¿Quiere bailar conmigo, diosa Artemisa? —pregunto
avergonzado Elián. Ella vio de su mano a él, así sucesivamente antes de
asentir y tomar su mano.
—Me encantaría —murmuró levantándose.
Ambos se miraban inseguros el uno al otro, hasta que Artemisa se
cansó de aquel estúpido juego, y dio el primer paso. Colocó su mano
temblorosa en el hombro del hombre, frente si y apretó ligeramente la otra
para que también hiciera un movimiento. Elián coloco dudosamente su otra
mano en la estrecha cintura de Artemisa, para luego darle una mirada para
ver si estaba bien.
Las hijas de Océano miraban divertidas, y asombradas el espectáculo
que tenían frente de sí, y decidieron impulsar un poco el momento,
cambiaron la melodía a una más ligera y calmada, provocando una mirada
de advertencia de la diosa.
Sin saber cuándo o como, los dos se encontraban moviéndose por todo
el lugar. Poco a poco el cuerpo de Elián se relajó, al igual que el de ella.
Después de un rato de baile, se encontraba acurrucada en el pecho de su
amado, y se sentía completamente a gusto en donde se encontraba,
escuchaba el retumbar suave y rítmico del corazón de su humano, cuando
las voces se detuvieron.
Soltó un pequeño gemido de frustración, porque no quería dejar de
bailar con Elián, o separarse de él. Mientras este, se encontraba un tanto
asustado por lo que acababa de suceder, no le gustaba que su cuerpo se
sintiera a gusto con el de ella, con que estén unido de aquella inocente
forma, más una parte de su anatomía se encontraba despierta y ansiosa por
más, eso mucho menos le gustaba. Su cuerpo no tendría que responder de
esa forma, su mujer era Amara, no la que tenía en esos momentos en brazos.
Incomodo se separó, y frío remplazo el dulce calor que irradiaba de su
cuerpo, se regañó a sí mismo, por extrañar su toque y tal calor. Artemisa se
sintió decepcionada al ver el disgusto cubrir sus facciones, pero prefirió
51

guardarse aquellos sentimientos para sí, y no demostrarlos. Poco a poco,


Página

Artemisa, poco a poco, se recordó. Ella sabía que él no iba a cambiar de


parecer en tan poco tiempo, pero le dolía que no se sintiera de la misma
forma que ella, o al menos lo que sintió en aquellos pequeños instantes,
cuando él la cubría con sus brazos, y ella se encontraba cómodamente
acurrucada en su pecho.
Artemisa se separó por completo de Elián, para luego murmurar—:
Creo que es hora de retirarnos. —Su voz salió distante, y sin sentimientos—
. Muchas gracias, pequeñas, estuvieron igual de fabulosas que siempre. —
Elogio al coro antes de retirarse. Sus movimientos no eran lo
suficientemente rápidos, para alejarse del lugar, se sentía demasiado
disgustada en esos momentos.
Elián prácticamente tuvo que trotar para seguirle el paso a Artemisa,
que parecía estar huyendo de las peores bestias en el mundo. Se preguntó
a sí mismo que había hecho para que se alejara de aquella forma.
Ella se detuvo abruptamente, provocando que Elián se detenga de
igual forma para evitar chocar contra ella. —Mañana saldremos temprano,
por favor, está listo antes que salga el sol.
—¿A dónde, mi señora? —pregunto confundido.
—Iremos a ver a tu familia, querido Elián. Así que espero que estés
listo. —Murmuró con un poco de pesar, no le gustaría llevarlo, aún es muy
pronto para aquello, pero si lo lleva, tal vez, solo tal vez le permita quererla
solo un poco, sería feliz con solo eso. Él asintió entusiasmado, y camino
directo a sus aposentos, más feliz que alguna vez en su vida. Podría ver a
su familia, eso era merecedor de su mejor humor.
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Página
Moira esperaba todos los días después de la ida de Elián en la ventana,
esperando que volviera para una visita, pero nunca llegaba. La segunda
semana de su partida se indignó y dejo esperar. Ya no esperaba todo el día
en la ventana en la espera de su hermano, ni se entusiasmaba al escuchar
el tocar de la puerta.
Se encontraba masticando perezosamente una manzana cuando,
tocaron la puerta de su casa. No se levantó, ni miró hacia ella, no estaba de
humor para ver a alguien. Se encontraba molesta y fatigada, molesta con la
diosa por mentirle, y fatigada por que no volvería a ver a su hermano mayor.
Volvieron a tocar con más fuerza, y se resignó, esperaba que como
nadie les abriría se retirarían, pero al ver que seguían insistiendo se levantó.
Sus padres salieron al pueblo a comprar comida, y algún capricho de sus
hermanos, otra cosa que le molesto. Dirían que, por ser la menor, sería la
más consentida. Patrañas, al ser la séptima hija, se olvidaban un poco de
ella, heredaba lo que usaron sus otras dos hermanas, que mayormente
estaban muy gastados y feos, lo único que le pertenecía solo a ella, era un
pequeño relicario que se le trajo un día después de la ida de su hermano.
Una ninfa apareció en su patio, y le entrego un pequeño cofre madera,
que tenía tallado un arco y flecha, más pequeños espirales. Al principio no
lograba abrir el cofre, pero la ninfa le explico cómo abrirlo, era como un
rompecabezas, tenía que mover los espirales hasta que formaran un círculo
alrededor del símbolo del arco y flecha. Cuando lo abrió, encontró un
relicario de plata en forma de gota, que tenía incrustado un rubí en el medio,
y tenía varios detalles parecidos a los del cofre, dentro se encontraba un
espejo, pero no entendía por qué, pero de igual manera le gustaba. No se lo
había quitado desde entonces, y lo mantenía escondido de la vista de sus
hermanas, que sabía que, si lo hubieran visto, se lo arrebatarían y nunca se
lo devolverían.
Más su madre después que se fue Elián entró en una gran depresión,
y su padre trataba de volver a Julián la copia exacta de Elián. Olvidándose
de todos los demás hijos que le quedaban
Volvieron a tocar la puerta, y gruñó.
—¡Voy! —gritó mientras se dirigía a la puerta. La abrió sin mirar
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atreves de la ventana quien era, y tampoco le importaba. Pero al ver a la


Página
diosa Artemisa, y acompañada de su hermano Elián, chillo de alegría y
corrió a sus brazos.
La intercepto a mitad de camino, para luego envolverla en un cálido
abrazo. Ella hundió su pequeño rostro en la curvatura de su cuello, e inhalo
la escénica silvestre de su hermano, para luego soltar una pequeña risa
entremezclada con un sollozo.
—Te extrañe tanto. —Murmuró contra su cuello. Elián alzó la vista
para encontrar la sonrisa acogedora, y feliz de Artemisa, para susurrar—:
Yo más, pequeña. Yo muchísimo más.
Los dos hermanos se encontraban felices y en paz, en aquellos
momentos. Todavía no podían creer que Artemisa lo trajera devuelta, puede
que sea solo por unas horas, pero un poco es mejor que nada, y por ahora
era suficiente.
Moira los llevo dentro, y comenzó a hablar sin cesar, sobre todo lo que
ocurrió en las pasadas semanas.
Los hermanos y padres, de Elián se sorprendieron al escuchar una
risa masculina provenir de su casa, y aún más cuando conocían aquella
risa.
—Imposible... —Murmuró Eliseo, el padre de Elián, antes de correr
todo el pequeño trayecto a la casa, los demás imitaron su acción.
Entraron de forma abrupta a la casa, para encontrar a su hijo y
hermano riendo, con la pequeña Moira en brazos. Las mujeres comenzaron
a llorar de felicidad, y tranquilidad, antes de correr a los brazos de Elián.
Él las recibió con la misma felicidad que ellas, y fue atrapado en un
gran abrazo grupal, provocando una carcajada de su parte. —Sí, volví, pero
si siguen así me iré, pero por razones distintas. ¡Necesito aire! —Exclamó
divertido.
Las tres mujeres que antes lo abrazaban, se alejaron lentamente, para
darle un poco de espacio. Se levantó y les dio a todas un abrazo, y un beso
en la mejilla, pero con su madre fue caso distinto.
—Hijo... —murmuró aun sin creer que lo tenía al frente. Había
pensado que lo había perdido por completo, pero lo tenía frente a sí, y no
había nada en el mundo, que podría provocar aquella felicidad en su ser.
Él no le respondió solo la abrazo, y beso su rostro feliz. La había
extrañado mucho, y volver a tenerla en brazos era totalmente irreal.
Nadie había notado a la figura sentada a escasos pasos de ellos,
estaban muy pendientes de darle la bienvenida a su hermano e hijo. No
hasta que Moira, comenzó a reír de nuevo, cuando voltearon a verla,
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reconocieron a la diosa Artemisa, sentada como toda una reina en una de


Página

las sillas. Su ánimo cayo, un poco. Pensaron... pensaron que no se volvería


a ir, pero cuan equivocados estaban —de nuevo—, al verla sentada tan
vigilante.
Artemisa se dio cuenta del cambio de humor en la sala, y se sintió
incomoda y mal parada. No le gustaba las miradas que se estaba ganando.
Dirían que, por ser una diosa, sería altiva, y engreída, lo era, pero era la
familia del hombre que amaba, quería caerles bien, cosa no estaba logrando.
También se encontraba abatida, las palabras de Apolo la perseguían
sin cesar, y le molestaba. No debió haber traído a Elián, no después de la
amenaza que recibió, pero necesitaba hacerlo, por él, y por sí misma. Tenía
que hacerlo para poder conseguir lo que anhelaba. Así que ignoró
completamente a los que la rodeaban, para centrarse en la pequeña de
nueve años, que la miraba con adoración. Cosa que le encantaba, porque
no era la misma que le daban las demás personas, la miraba de esa forma
porque le devolvió a su hermano, las demás la veían así porque esperaban
algo de ella.
—Diosa Artemisa —murmuro Moira, con pena.
—¿Si, linda? —La miro con una sonrisa.
—¿Para qué me regalo... el relicario? —Susurró con miedo que Allana
y Misty la escuchara.
—¿Cuál? —pregunto confundida. Moira saco de su vestido el relicario
de cual hablaba, y ella lo miro asombrada. De todos los amuletos mágicos,
Vasti eligió aquel pequeño relicario, pero de igual forma entendió porque lo
eligió. Inteligente, pequeña ninfa, pensó con una sonrisa.
—Este, ¿por qué me lo regalo?
—Porque me agradas mucho, y me gusto tu osadía, Moira. Por eso.
—¿Por qué tiene un espejo?
—El espejo, es como un oráculo, Moira. Te muestra lo que anhelas ver
con tu corazón, y sirve para ver tus recuerdos. Así que cuando estés triste,
puedes verlo y revivir aquellos momentos de felicidad. —Le contesto con una
sonrisa triste. Sabía para que serviría más adelante, pero se negaba aun
creerlo.

***

Elián había notado el extraño comportamiento de Artemisa, parecía


muy paranoica, e insistió ir armada, cosa que tampoco entendió. Nadie en
su casa se atrevería hacerle algún daño, no tenían la valentía para eso.
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Y a pesar de estar en el templo, se encontraba muy ansiosa. Se había


Página

tropezado al menos unas cinco veces con cualquier cosa, y cuando


escuchaba algún sonido extraño sacaba el arco y flecha. Sin poder soportar
más su extraña actitud, la acorralo en uno de los pasillos.
—¿Qué demonios te sucede, Artemisa? —Gruñó viéndola
directamente a los ojos.
—Nada. —Desvió la mirada, hacia el suelo. No quería que notara su
incertidumbre.
—Por los dioses, Artemisa. ¿Qué pasa? Estas actuando extraño.
—Lo lamento —susurro con voz pequeña—. Lo lamento, lo lamento,
tanto. No debí... nunca debí... —Soltó un pequeño sollozo. Elián se quedó
mirando a Artemisa asombrado, y asustado, no sabía qué hacer, no podía
entender porque lloraba.
—Shh... Calma. ¿Qué pasa? ¿Por qué te disculpas? —Preguntó.
Artemisa lo miró anonadada. ¿No lo sabía? ¿En serio?
—Me disculpo por ser tan egoísta. Por eso me disculpo. Me disculpo,
por arrebatarte a tu familia, a tu mujer, tu libertad. Me disculpo porque yo
nunca tuve que tomarte, nunca tuve que reclamarte... —se ahogó, y trato
de alejarse, pero choco contra la pared—, solo fui egoísta, soy egoísta.
¿Sabes por qué te traje? ¿Lo sabes? —Lo miró asustada, no quería que nadie
supiera porque lo quería ahí. La única que lo sabía era Vasti, y conociendo
a su ninfa más apreciada, tuvo que darle un indicio de lo que quería, solo
uno.
—No, no lo sé. —Confesó, y ella soltó un suspiro, aliviada. Quien
menos sepa mejor, se había dicho, y cada vez se arrepentía de contárselo a
la ninfa, será castigada igual que ella, y no quería aquello—. Pero quiero
saberlo. —Pidió, más lo negó. No podía decirle, tendría que hacerlo ver como
una marioneta en todo su juego, no podía hacerle aquello.
—Lamentablemente, no puedes —susurró, pasando el dorso de su
mano, por su mandíbula. Odiaba la mirada suplicante en su cara, quería
darle todo, pero eso no se lo podía permitir, no si quiere estar bien.
—Artemisa... —masculló molesto, pero a pesar de aquel sentimiento
sonrío—. ¿Por qué sonríes?
—Me dijiste Artemisa... tres veces —dijo contenta. Le gustaba
escuchar su nombre de su boca, aunque solo fueron tres veces.
—Sí, lo dije. Diosa Artemisa... —corrigió su error.
—No, nunca dijiste diosa, dijiste solo Artemisa —lo acusó.
—Lo lamento, no vol... —lo calló, poniendo su mano en su boca.
—No, no te arrepientas. Me gustó. Nadie se osa a llamarme así, solo
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mis superiores, es lindo que me trates como igual, no como mayor, o menor.
Página

Ciertamente se me es extraño cuando me llamas, mi señora. Los únicos que


lo hacen son lo que me sirven...
—Pero yo le tengo que servir —comentó.
—No, claro que no. Elián, eres mi prometido, no mi sirviente, mi
lacayo, ni mucho menos mi esclavo, no tendrías que tratarme como la diosa,
cual soy. Solo como una amiga, ¿tal vez? —sugirió, con un poquito de anhelo
—cosa que no demostró—. Elián, escucho la petición asombrado, ¿amiga?
¿Eso si quiera era posible? Tampoco se sentía correcto, tratarla como igual,
ella era una diosa, mayor que él, no podía y debía tratarla como igual—.
¿Por favor? —cerró los ojos esperando que escupiera lo mucho que la odia,
y que nunca sería si quiera su amigo, que era un asco de ser. Pero esas
palabras nunca llegaron, solo sintió algo suave presionarse en su sien,
provocando que abra los ojos.
—Sería un placer ser tu amigo —susurró contra su cabello.
Emocionada lo abrazo con fuerza, y aplasto su rostro contra su fornido
cuerpo. Ella murmuró un “gracias” entre sus brazos.
Le pareció divertida su actitud, le gustaba que actuara como una niña,
la hacía ver más normal... más humana. Se encontraba tan feliz con ella, a
pesar de lo que se enteró hace unas horas. Amara se casó, estuvo
comprometida durante un año con otro hombre, él nunca lo supo hasta
ahora. Aquello lo molesto, se sintió usado y engañado, él pensaba que lo
amaba, cuan equivocado estaba, cuando fue a saludarla lo corrió, le insultó
y exigió no volver a verlo en toda su vida. Tenía que haberlo deducido, pero
se encontraba tan ciego, quería vivir su vida tan al máximo, antes de que se
le fuera arrebatada su libertad, que solo se concentró en vivir, sin importarle
lo que sucedía en su entorno.
Artemisa se alejó un poco para verlo a los ojos, y él le regalo una
sonrisa derritiendo algo en su interior, y también dañándola. Odiaba que el
tiempo se agotara tan rápido, tenía ganas de ir con Afrodita y pedirle una
poción de amor, pero quería que lo que el sintiera fuera puro, no inventado,
o inducido. Aunque durara poco su tiempo juntos quería disfrutarlo al
máximo.
57
Página
Pasaron las semanas, y la amistad de Artemisa, y Elián crecía, poco a
poco. Tenían como una pequeña rutina. Desayunaban juntos, luego iban a
pasear por el bosque, y cazaban un rato, para ir a escuchar a las hijas de
Océano, y por ultimo cenaban, así todos los días, aunque había días que la
rompían para ir a visitar a Moira, y su familia. Esos días no era tan distintos
a los otros, los dos escuchaban la nueva melodía del coro, mientras
bailaban, cosa que casi nunca hacían, pero aquella canción era merecedora
de baile.
Se encontraban absortos en su propia burbuja que no se dieron
cuenta de que dejaron de cantar hace mucho, y a pesar de eso no se
separaron. Artemisa se sentía cómoda en su pecho, mientras Elián le
gustaba sentirla contra de sí, lo reconfortaba.
Él se alejó un poco para poder ver la mirada de su diosa. Le gustaba
ver aquel brillo emocionado en su mirada cuando terminaban de bailar, se
estaba volviendo más adicto a su felicidad. Se sentía mal consigo mismo
cuando vio que gastó tanto tiempo odiando de manera errónea a Artemisa,
se sentía mal por haberla juzgado de tal manera.
—Lo siento —se atrevió a decir viéndola a los ojos.
—¿Por qué? —lo miró con una ligera sonrisa.
—Te juzgue, tan mal. No eres como me hicieron pensar. —Susurró
apoyando su frente contra la suya. Aquellas palabras le hicieron brillar de
emoción, cosa que lo reconforto aún más.
—Te amo —dijo sin meditar las palabras que salieron de su boca. Los
dos se vieron aturdidos, ante aquellas palabras.
Elián no podía creer lo que escucho, así que se atrevió a preguntarle—
: ¿Me amas?
¿Lo amaba? Sí, si lo hacía, lo había hecho desde hace años, pero no
creía que fuera bueno decírselo, pero aquellas palabras salieron de su boca
sin reparo. —Sí, te amo —murmuró en voz baja. Trató de desviar la mirada,
pero la retuvo en el lugar que estaba. No sabía cómo responder a eso, las
palabras que quiso decir no salieron, así que decidió hacer lo que no
requería palabras, sino actos.
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La besó. Suave y con dulzura, se sentía inseguro, pero cuando le
respondió con entusiasmo se permitió explorar más, la atrajo más hacia sí
mismo —si eso fuera posible—, y profundizo el beso.
Artemisa sentía como si fuera un sueño, pero como todo sueño tiene
que despertar. El sonido del arpa, se escuchó por todo el lugar, alertándola.
Se separó de Elián lo más rápido posible, cuando el sonido siguió
insistiendo, comenzó a llorar.
El día de la discusión con Apolo, le había dicho que su padre Zeus y
Hera se enteraron del mortal viviendo en su templo. Hera trato de castigarla
enseguida, pero Zeus dijo que aún no había cometido ningún pecado, y no
fue contra ella. Cuando infringiera el mandato, que decreto Zeus hace años
—sobre no tener relaciones con humanos—, sería castigada, hasta entonces,
podía disfrutar todo lo que pudiera con Elián.
Zeus, Hera, y Apolo, aparecieron en el lugar, Artemisa se paró
firmemente frente su amado, protegiéndolo de los presentes, nadie le haría
nada, no en su presencia.
—Padre, hermano, diosa Hera —dijo con respeto.
—Artemisa —dijeron todos a la vez, cada uno con un tono diferente.
Apolo con pena, Hera con petulancia, y Zeus con decepción. Y ese último le
dolió más, no le gustaba hacerlo sentir de aquella forma, pero en esos
momentos creía que valió la pena—. ¿Sabes por qué venimos? —preguntó
su padre, ella volteo a ver a Elián, solo por un segundo antes de asentir con
dolor.
—Lo sé, y asumo las consecuencias de mis actos. Pero por favor, por
favor, padre no le haga nada. Se lo ruego, solo fue un pequeño capricho, no
tiene la culpa de nada. Tampoco Vasti, yo... yo actúe sola, nadie me ayudo
o impulso hacer lo que hice. Así que no los toques.
—De igual manera serán castigados —habló Hera, ganando una
mirada de rabia por parte de Artemisa. Nunca le agradó. Intentó matar a su
madre, Leto, a su hermano, y a ella. Pero no podía hacer nada contra la
esposa, y señora de Zeus, eso sería peor que el pecado que acababa de
cometer.
—¿Padre...? —suplicó y este resopló indignado.
—El que dictara el destino de estos tres individuos seré yo, Hera —le
envió una mirada mordaz a su esposa, antes de fijar su atención en su hija—
. ¿Vas asumir toda la culpa, Artemisa?
—Sí.
—De acuerdo. Pero concuerdo con Hera, este humano, tiene que ser
59

castigado, de alguna forma, aunque no conozca las leyes de los dioses.


Tendrá prohibido volver a tener algo que ver contigo hija mía, no se podrá
Página

acercar, ni ir al templo a ofrendar o sacrificar en tu nombre. Mientras Vasti...


no tendrá castigo, ella actuó bajo tu mandato, no por cuenta propia. —
Declaró y ella soltó un pequeño sollozo, asintiendo. No estaba de acuerdo
con aquel mandato, pero tuvo que aceptar, para que las consecuencias no
fueran mayores.
—¿Puedo al menos, despedirme? —preguntó esperanzada. No quería
irse sin haberse despedido, eso le rompería el corazón.
—Despídete, luego nunca volverás a acércate al humano ¿de acuerdo?
—Asintió antes de girar a ver a Elián, cual miraba todo sin entender,
causando más dolor en su ser. Pero si hubiera sabido su castigo sería igual
que el de ella, aunque duplicándolo seis veces más.
Le dio una mirada a Artemisa, viendo sus ojos llenos de dolor y
sufrimiento. Sabiendo que era la despedida definitiva, le dio un último beso,
cual fue demasiado corto para su gusto.
—Te amo... —susurró con la voz ronca de emoción.
—Yo también te amo —dijo de vuelta—. Y lamento que todo terminara
así.
—Yo también —suspiró.
—Te veré en tus sueños. —Le aseguró antes de girarse e ir con su
padre.
Desaparecieron dejando a Apolo y Elián solos en el templo. —¿A dónde
la llevaran?
—Al tártaro. Sera encerrada durante una década por sus acciones,
ese será su castigo. —Murmuró con pesar el dios.
—Te veré en mis sueños —susurró al viento, esperando que sus
palabras llegaran a sus oídos.

***

Elián vio con desconfianza la carta que le entrego la ninfa amnisiodes,


Vasti. ¿Qué tendría dentro? ¿Sera bueno, o malo? Decidió no esperar más y
la abrió.
Querido Elián.
Si lees esto es porque estoy siendo castigada en el tártaro, y regresaste
a tu vida, con tu familia. No se cuán rápido fue nuestro tiempo, o lo largo que
fue, o si me amaste como yo te logre amar, pero en estos momentos nada de
eso importa.
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Hay dos cosas que necesitas saber.


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La primera, la razón porque te elegí. No sé porque lo hice, vi la misma
desesperación en tu madre, la que sentía yo. Anhelaba un hijo, yo también
deseaba lo mismo. Quería un hijo, y solo tú podías dármelo. No podía elegir
ningún mortal común y corriente. Tenía que elegir uno que hubiera sido
bendecido por los dioses, bendecido antes de su nacimiento, cosa que yo hice.
La segunda, esta es opcional, si no quieres leerla, no la leas, pero si,
adelante. Si me quieres volver a ver. Hace un tiempo mande a Vasti a regalarle
a tu hermana Moira un relicario, ese relicario, es el par de mi propio relicario.
El oráculo me los regalos hace años, no sabía que me iban a funcionar en
algún momento, pero ya sabes, es el oráculo, lo sabe todo. Ese pequeño y
delicado relicario tiene un espejo, que es una ventana al presente, pasado y
el futuro. Pero la única manera de ver el futuro, son con sentimientos de todo
corazón, puros. No concederá tal petición sin serlo.
No sé si lo tomaras prestado de ella, o que nunca lo harás, porque no te
importa mi vida, pero a mi si me importa la tuya, y sé que tendrás una vida
feliz, sé que serás unos de los mejores hombres en la historia, pero también
sé que nunca podré volver a acercarme a ti. Pero siempre estaré pendiente, te
cuidare de la misma forma que lo hice desde tu nacimiento. Nunca te faltara
nada, mi amado.
Otra cosa, no te sientas mal, no te sientas como si fuera tu culpa. No lo
es. Es mía. Sabía lo que pasaría si hacía esto, pero lo ignoré, porque no solo
anhelaba un hijo, sino experimentar amor, aunque no fue por completo, lo
hice. Este es mi prometido castigo.
Te ama, y amara por siempre.
Artemisa.
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