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Capítulo I: Mendigo

Eslaf Erol era el último vástago de los soberanos del próspero reino nórdico de Erolgard: la reina
Lahpyrcopa y el rey Ytluaf. Concretamente, el último de los quintillizos que la reina dio a luz. Durante
su embarazo, Lahpyrcopa llegó a medir dos veces más de ancho que de alto, y el parto duró tres meses
y seis días. No es de extrañar, pues, que tras alumbrar a Eslaf exclamara “¡adiós y hasta nunca!” y diera
su último suspiro.

Como la mayoría de los nórdicos, Ytluaf no se preocupaba mucho de su esposa y menos aún de sus
hijos. Por ello, sorprendió a sus súbditos cuando anunció que, fiel a la antigua tradición de Atmora,
seguiría a su amada esposa a la tumba. Nadie se había imaginado que la pareja estuviera tan
enamorada. Ni siquiera estaban al tanto de que existiera tal tradición. Aun así, les pareció estupendo, ya
que este pequeño drama de la realeza les había sacado de su habitual aburrimiento, un problema
bastante común en las partes más distantes y oscuras del norte de Skyrim, sobre todo en invierno.

Ytluaf convocó a todo el personal del castillo y a sus cinco regordetes y gritones herederos para dividir
sus propiedades. A su hijo Ynohp le cedió su título, a su hijo Laernu le dejó la tierra, a su hijo Suoibud
le entregó su fortuna y a su hija Laicifitra le legó el ejército. Sus consejeros le sugirieron que no
dividiese la herencia por el bien del reino, pero a esas alturas a Ytluaf no le importaban sus consejeros
y mucho menos el reino. Tras hacerlo público, se cortó el pescuezo con su propia daga.

Una de las nodrizas, bastante tímida por cierto, se atrevió a hablar antes de que al rey se le escapara la
vida. “Su alteza se olvidó del quinto niño, el pequeño Eslaf”.

El bueno de Ytluaf refunfuñó. Después de todo, no le resultaba fácil concentrarse con la sangre
brotándole por la garganta. El rey intentó pensar en algo, pero no le quedaba nada que poder legarle.
Finalmente farfulló irritado “Eslaf debería haber protestado y cogido algo”, tras lo cual expiró.

No se puede esperar que un bebé de tan solo unos días pueda exigir su herencia, pero esas fueron las
palabras de su padre y por tanto sus derechos de nacimiento. No tendría nada que no hubiera cogido.
Puesto que nadie más quería hacerse cargo del bebé, la tímida nodriza, llamada Drusba, se lo llevó a su
casa, una chabola decrépita que fue empeorando con el tiempo. Drusba no consiguió encontrar trabajo
y se vio obligada a vender los muebles para alimentar al pequeño Eslaf. Para cuando empezó a caminar
y hablar, Drusba ya había vendido las paredes y el tejado. Solo podían llamar hogar al suelo donde
dormían. Y cualquiera que haya estado en Skyrim, sabrá que eso no basta.

Drusba no le había contado a Eslaf la historia de su nacimiento, ni que sus hermanos y hermana vivían
una vida bastante apacible y tranquila gracias a su herencia. Como habíamos señalado anteriormente,
era algo vergonzosa y no sabía muy bien cómo abordar el tema. De hecho, debido a su timidez, cada
vez que Eslaf le preguntaba por sus orígenes Drusba salía corriendo. En realidad, huir era su respuesta
a prácticamente todo.

Para poder hablar, Eslaf tenía que ir tras ella, así que aprendió a correr y a andar casi al mismo tiempo.
Al principio no podía seguirla, pero poco a poco aprendió el ritmo de punta-talón si preveía una carrera
rápida y corta, y talón-punta si parecía que Drusba se preparaba para un largo maratón. Nunca llegó a
conseguir las respuestas que buscaba, pero sí que aprendió a correr.

Mientras Eslaf crecía, el reino de Erolgard iba empeorando más y más. El rey Ynohp no disponía de
fondos ni de la renta de ninguna propiedad, ya que la riqueza estaba en manos de Suoibud y las
propiedades en las de Laernu. Tampoco tenía ningún ejército con el que proteger a su gente, ya que lo
había heredado Laicifitra. Además, puesto que solo era un niño, las decisiones las tomaba el consejo de
Ynohp, un órgano bastante corrupto. Así pues, la burocracia se fue adueñando del reino. Los tributos
eran cada vez mayores, el crimen campaba a sus anchas y continuamente había incursiones de los
reinos vecinos. La situación tampoco es que se diferenciara mucho de la de cualquier otro reino de
Tamriel, pero seguía sin resultar agradable.

Un día, el recaudador llegó a la casucha de Drusba y se quedó con lo único que pudo: el suelo. En lugar
de protestar, la pobre y tímida doncella salió corriendo y Eslaf nunca volvió a verla.

Sin hogar y sin madre, Eslaf no sabía muy bien qué hacer. Acostumbrado a vivir prácticamente al aire
libre, soportaba muy bien el frío, pero estaba hambriento. “¿Podrías darme un trozo de carne?”,
preguntó en la carnicería que había en su misma calle. “Tengo mucha hambre”.

El carnicero conocía al chico desde hacía años y a menudo le comentaba a su mujer la lástima que le
daba por crecer en un hogar sin techo ni paredes. Sonrió a Eslaf y le dijo: “Vete de aquí, si no quieres
que te atice”.

Eslaf se alejó corriendo y se dirigió a la taberna más cercana. El tabernero había sido ayuda de cámara
en la corte del rey y sabía que el chico era un príncipe. En muchas ocasiones, había visto al pobre
muchacho harapiento vagando por las calles y le apenaba su destino cruel. “¿Podrías darme algo de
comer?”, pidió Eslaf. “Tengo mucha hambre”. “Tienes suerte de que no te cocine y te coma ahora
mismo”, respondió el tabernero.

Eslaf abandonó el recinto de inmediato. Durante el resto del día, el chico fue pidiendo comida de puerta
en puerta. Solo una persona le arrojó algo, pero enseguida se dio cuenta de que tan solo era una roca,
algo poco comestible.

Cuando cayó la noche, un hombre andrajoso se le acercó y, sin decir palabra, le ofreció una pieza de
fruta y algo de carne seca. El chico, sorprendido, cogió ambas cosas y las devoró en un instante, tras lo
cual se lo agradeció profusamente.

“Si mañana te veo pidiendo por las calles”, gruñó el hombre, “yo mismo te mataré. El gremio solo
admite cierta cantidad de mendigos en una misma ciudad, y tú sobras. Nos estás arruinando el
negocio”.

Menos mal que Eslaf Erol sabía correr... No paró durante toda la noche.

Capitulo II: Ladrón


Cuando dejamos a Eslaf, era un chico huérfano a quien no se le daba bien mendigar y que, en pleno
invierno, estaba atravesando los bosques de Skyrim, muy lejos de su hogar en Erolgard. Eslaf siguió
huyendo durante varios años, recorriendo distintos lugares donde permanecía brevemente, y fue
creciendo hasta convertirse en todo un joven.

Se dio cuenta de que pedir dinero para obtener comida planteaba bastantes problemas. Le resultaba
mucho más fácil encontrar alimento en los bosques o coger algo de los puestos de algún mercado
cuando no había nadie vigilando. Peor que mendigar para conseguir comida era suplicar una
oportunidad de trabajo. Eso lo complicaba todo aún más. Prefería seguir buscando comida en los
campos o limitarse a pedir o a robar.
Cometió su primer hurto poco después de abandonar Erolgard, en los bosques meridionales de
Tamburkar, cerca del monte Jensen, al este de la ciudad de Hoarbeld. Eslaf estaba muerto de hambre,
ya que a excepción de una escuálida ardilla no había probado bocado en cuatro días. De pronto le llegó
un olorcillo a comida y poco después vio el humo. Un grupo de juglares había acampado. Agazapado
tras los arbustos, observó como cocinaban, bromeaban y cantaban.

Podría haberles pedido algo de comer, pero ya había recibido bastantes negativas en otras ocasiones, así
que optó por acercarse corriendo, coger un trozo de carne del fuego sin importarle las quemaduras y
subir al árbol más próximo para zampárselo. A todo esto los juglares se tronchaban mirando hacia
arriba.

“Y ¿qué pretendes hacer ahora?”, preguntó riéndose una pelirroja cubierta de tatuajes. “¿Cómo piensas
salir de aquí sin que te alcancemos y te demos tu merecido?”

En cuanto se le pasó el hambre, Eslaf comprendió que tenía razón. La única manera de bajar del árbol
sin caer en sus manos era saltar desde una de las ramas que daba al arroyo, a unos quince metros de
altura. Puesto que parecía la mejor solución, Eslaf comenzó a arrastrarse por la rama en esa dirección.

“¿Sabes saltar chico?”, le dijo un joven khajiita apenas unos años mayor que él, aunque delgado,
musculoso y de movimientos gráciles. “Si no es así, más te vale bajar y aguantar lo que te viene
encima. Romperte el cuello no es tan buena elección comparada con unos cuantos cardenales”. “Por
supuesto que sé saltar”, respondió Eslaf aunque no fuese cierto. En su opinión bastaba simplemente
dejarse caer sin pillar nada debajo y dejar que el cuerpo hiciera el resto, pero cuando se mira hacia
abajo desde una altura de quince metros, uno se lo piensa dos veces.

“Siento haber puesto en duda tus habilidades, maestro del hurto”, contestó el khajiita con una sonrisa
burlona. “Está claro que caerás sobre tus pies con el cuerpo bien estirado, pero eso no evitará que te
partas la crisma. Parece que, efectivamente, no lograremos echarte mano con vida”.

Eslaf entendió lo que quería decir el khajiita y se arrojó al río, de forma un tanto torpe, pero sin
lastimarse. Con los años, fue realizando saltos desde puntos aún más elevados, normalmente después
de algún robo. Y, a veces, sin que hubiera agua que amortiguase la caída, por lo que fue mejorando su
técnica.

Cuando llegó a la ciudad de Jallenheim el día que cumplía los 21 años, tardó muy poco en enterarse de
quién era la persona más acaudalada y que más merecía “su visita”. En el centro de la ciudad, al lado de
un parque, se erigía un palacete inexpugnable propiedad de un hombre joven llamado Suoibud. Eslaf
no perdió el tiempo. En seguida lo localizó y empezó a vigilarlo. Como bien sabía, todo recinto
amurallado tiene sus peculiaridades y sigue ciertas rutinas, como si de una persona se tratara.

El edificio no parecía muy nuevo, por lo que ese tal Suoibud debía haber amasado su fortuna
recientemente. Los guardias patrullaban a todas horas, lo que implicaba que Suoibud temía que le
robaran, obviamente por alguna buena razón. El rasgo más distintivo era la torre, que se elevaba unos
treinta metros por encima de los muros proporcionando, sin duda, una buena vista defensiva. Eslaf
intuía que si Suoibud estaba tan obsesionado como parecía, las bodegas también podrían verse desde la
torre. Como cualquier hombre pudiente, querría tener vigilada su fortuna. Lo que significaba que el
botín no se hallaba bajo la torre, sino en algún lugar del patio amurallado.
Vio luz en el torreón durante toda la noche, así que decidió, atrevidamente, que era mejor entrar durante
el día, ya que Suoibud estaría durmiendo. Además, los guardias no esperarían a un ladrón a esas horas.

Así que justo al medio día, Eslaf escaló el muro de la puerta principal y se ocultó entre la piedra. El
patio interior estaba prácticamente vacío, por lo que había muy pocos lugares donde esconderse,
aunque había un par de pozos. Los guardias saciaban su sed sacando agua de uno de ellos, pero el otro
apenas si tenía uso.

Aguardó a que se distrajeran unos segundos. La llegada de un mercader que llevaba mercancías a
palacio le dio la oportunidad que esperaba. Mientras los guardas registraban el carromato, Eslaf saltó
elegantemente hacia el pozo.

La caída fue algo dura, porque, como Eslaf se había figurado, el pozo no estaba lleno de agua sino de
oro. A pesar de todo, sabía cómo amortiguar el golpe para no hacerse daño. Una vez en el interior, de lo
que supuso era la bodega, se llenó los bolsillos todo lo que pudo. Cuando estaba a punto de salir por la
puerta que debía conducir a la torre, se topó con una gema del tamaño de un puño, mucho más valiosa,
probablemente, que todo el oro que dejaba atrás. Eslaf se la guardó en los pantalones.

La puerta, efectivamente, daba a la torre. Eslaf subió rápido y silencioso por la escalera de caracol. Al
llegar arriba se encontró con los aposentos. La estancia estaba adornada con obras de arte de gran valor,
así como con espadas y escudos decorativos, aunque el resultado era más bien frío. Eslaf dio por
sentado que el bulto que había bajo las sábanas, durmiendo a pierna suelta y roncando, no era otro que
Suoibud, aunque no se acercó a cerciorarse. Se dirigió a la ventana y miró hacia abajo.

Saltar no iba a resultar nada fácil. Tenía que llegar hasta los árboles que había al otro lado del muro. El
golpe con las ramas sería doloroso pero suavizaría la caída. Además, había dejado preparada una pila
de heno para evitar mayores lesiones.

Cuando ya estaba a punto de saltar, el “bello durmiente” se despertó sobresaltado, gritando por su
gema.

Eslaf y el tal Suoibud se miraron con los ojos como platos durante un segundo. Se parecían como dos
gotas de agua. Algo que no era de extrañar dado que eran hermanos.

Continuaremos con la historia de Eslaf Erol en la próxima entrega de esta saga: “Guerrero”

Capitulo III: Guerrero


Este es el tercer volumen de una saga de cuatro libros. Si el lector aún no ha leído las dos primeras
entregas, "Mendigo" y "Ladrón", sería aconsejable que retomase la lectura una vez terminadas estas.

Suoibud Erol no sabía mucho de su pasado, aunque tampoco le interesaba. De niño, había vivido en
Erolgard, pero el reino era tan pobre que los tributos resultaban excesivos. Era demasiado joven para
gestionar su abundante herencia, así que sus sirvientes, temerosos de que su señor quedara arruinado,
decidieron trasladarlo a Jallenia. Nadie sabía por qué se eligió ese sitio. Una anciana sirvienta, fallecida
tiempo atrás, pensaba que era un buen lugar para criar a un niño. Y nadie tenía una idea mejor.

Sería muy difícil encontrar a un niño más mimado y consentido que el jovencito Suoibud. Conforme
crecía, se iba dando cuenta de que aunque era muy rico, carecía de todo lo demás. No tenía familia ni
posición social y tampoco contaba con seguridad alguna. Como descubrió en más de una ocasión, la
lealtad no se puede comprar. Comprendió que solo disponía de una baza, su inmensa fortuna, la cual
estaba dispuesto a proteger y, si era posible, incrementar.

Hay gente avariciosa, pero agradable; sin embargo, ya sea por su naturaleza o por su educación, a
Suoibud lo único que le interesaba era conseguir oro y acumularlo. Estaba dispuesto a hacer lo que
fuera para aumentar su riqueza. En los últimos tiempos, había comenzado a contratar mercenarios en
secreto para que atacasen propiedades que luego compraba cuando ya nadie las quería. Los ataques
cesaban de repente, claro está, y Suoibud disponía entonces de tierras muy rentables que había
comprado a precio irrisorio. Al principio usó esa treta con pequeñas granjas, pero se había vuelto
ambicioso.

En la parte central de la zona norte de Skyrim hay una zona llamada El Aalto, que tiene una situación
geográfica excepcional. Está emplazada en el valle de un volcán inactivo rodeado de glaciares; por lo
que la tierra está caliente debido al volcán, pero la constante llovizna y el aire son muy fríos. Las
condiciones son óptimas para el cultivo de una uva llamada jazbay, que en cualquier otra zona de
Tamriel se seca y muere. El extraño viñedo es propiedad privada, y la producción de vino era escasa y
extremadamente cara. Se dice que incluso el emperador necesita el permiso del consejo imperial para
tomarse una copa de este vino una vez al año. Suoibud quería hostigar al propietario de El Aalto para
que vendiera su tierra barata, pero para ello necesitaría algo más que unos cuantos mercenarios. Tendría
que contratar el mejor ejército privado de todo Skyrim.

Suoibud detestaba gastar dinero, pero accedió a pagar una gema del tamaño de un puño al general del
ejército, una mujer llamada Laicifitra. Aún no se la había entregado, ya que el pago se realizaría tras
completar con éxito la misión, pero ya tenía problemas de insomnio pensando en que perdería ese
tesoro. Dormía siempre durante el día para poder vigilar su almacén por la noche, cuando los ladrones
andaban sueltos.

Esto nos lleva al instante en que, tras una especie de duermevela, Suoibud se despertó a mediodía y
sorprendió a un ladrón en su dormitorio. El ladrón era Eslaf.

Eslaf había estado pensando saltar por la ventana; treinta metros de caída hacia las ramas de un árbol
que se encontraba al otro lado de las murallas del palacio y un salto a un montón de heno. Cualquiera
que haya intentado semejante proeza podrá corroborar que llevarla a cabo requiere concentración y
nervios templados. Cuando vio que el ricachón que dormía en la habitación se había despertado, perdió
ambas cosas y se escondió tras un gran escudo decorativo a la espera de que Suoibud retomara el
sueño.

Suoibud no volvió a dormirse. No había oído nada, pero sentía que había alguien en la habitación. Se
levantó y comenzó a andar por la estancia. Suoibud anduvo y anduvo hasta decidir gradualmente que se
estaba imaginando cosas. Allí no había nadie. Su fortuna estaba a salvo.

Ya iba a meterse en la cama cuando oyó un golpe metálico. Al volverse vio la gema que debía
entregarle a Laicifitra en el suelo, junto al escudo de caballería atmorano. Una mano salió de detrás del
escudo y cogió la gema. “¡Ladrón!”, gritó Suoibud mientras agarraba una katana akaviri enjoyada y se
abalanzaba sobre el escudo.

La “lucha” entre Eslaf y Suoibud no pasará a los anales de los grandes duelos de la historia. Suoibud no
sabía usar la espada y Eslaf tampoco era un experto parando con el escudo. La pelea fue torpe y
extraña. Suoibud estaba furioso, pero era psicológicamente incapaz de asestar ningún golpe que pudiera
dañar la filigrana de la espada y redujera por tanto su valor en el mercado. Eslaf no paraba de moverse,
arrastrando el escudo tras de sí para intentar interponerlo entre su cuerpo y la espada, movimiento
defensivo básico donde los haya.

Suoibud gritaba frustrado cada vez que golpeaba el escudo mientras lo perseguía por la habitación.
Incluso intentó negociar con el ladrón, explicándole que le había prometido la gema a una gran
guerrera llamada Laicifitra y que si se la devolvía, le compensaría de alguna forma. Eslaf no era muy
listo, pero no se tragó el anzuelo.

Cuando los guardas de Suoibud llegaron al aposento de este en respuesta a su llamada, Eslaf ya había
logrado situarse frente a una ventana, cubierto por el escudo.

Arremetieron contra el escudo, aprovechando que manejaban la espada mejor que Suoibud, pero
descubrieron que allí ya no había nadie. Eslaf había escapado saltando por la ventana.

Mientras corría por las calles de Jallenia, Eslaf podía oír el tintineo de las monedas de oro en los
bolsillos y el roce de la gema que había guardado, pero no sabía adónde ir. Lo único que tenía claro es
que no podría regresar a esa ciudad y que debía evitar a esa guerrera llamada Laicifitra, que podía
reclamarle la joya.

La historia de Eslaf Erol continúa en la próxima entrega de esta saga: "Rey".

Capitulo IV: Rey


Estimado lector, no te será posible entender ni una sola palabra de lo que viene a continuación si no
conoces de antemano los tres primeros volúmenes de la serie: “Mendigo”, “Ladrón” y “Guerrero”, que
dan preludio a esta su conclusión. Te recomiendo que los busques en tu proveedor de libros habitual.

Dejamos a Eslaf Erol corriendo por su vida, lo que le sucedía bastante a menudo estos días. Había
robado mucho oro y una piedra preciosa particularmente grande de una persona adinerada de
Jallenheim llamada Suoibud. El ladrón huyó hacia el norte, malgastando todo el oro como suelen hacer
los ladrones, normalmente en todo tipo de placeres terrenales que incomodarían a cualquier persona
decente que esté leyendo este escrito, por lo que me ahorraré los detalles.

Lo único que conservó fue la gema.

No por voluntad propia, sino por que no encontró a ninguna persona lo bastante rica como para
comprársela. Como consecuencia, se vio en la irónica situación de encontrarse en la miseria con una
gema que valía millones.
“¿Quién me dará una habitación, algo de pan y una jarra de cerveza a cambio de esto?”, preguntó a un
tabernero en Kravenswold, un pequeño pueblo tan al norte que estaba en medio del mar de los
Fantasmas.

El tabernero lo miró con suspicacia.

“Solo es cristal”, dijo Eslaf rápidamente. “¿pero a que es hermosa?”

“Deja que la vea”, dijo una joven al fondo de la barra. Sin pedir permiso, la cogió, la observó y sonrió
con no mucha dulzura a Eslaf. “¿Me acompañas a mi mesa?”

“En realidad estoy de paso, tengo algo de prisa”, respondió Eslaf alargando la mano para coger de
nuevo la piedra. “¿En otra ocasión?”

“Por respeto a mi amigo el tabernero, mis hombres y yo dejamos nuestras armas atrás cuando venimos
a beber”, dijo la joven sin devolver la gema y agarrando una escoba que estaba apoyada en la barra. “Te
puedo asegurar, sin embargo, que puedo usar esto con bastante eficacia. No como un arma, desde
luego, pero como algo con lo que golpear, romper un par de huesos hasta que entre dentro de la carne, y
una vez dentro...”

“¿Qué mesa?”, preguntó Eslaf bruscamente.

La joven se dirigió a una gran mesa al fondo de la taberna donde se sentaban diez de los nórdicos más
grandes que Eslaf había visto jamás. Lo miraron con poco interés, como si fuese un insecto extraño que
se podría aplastar en cuanto causase la más mínima molestia.

“Me llamo Laicifitra”, dijo ella. Eslaf parpadeó. Ese fue el último nombre que Suoibud había susurrado
antes de que Eslaf escapase. “Y estos son mis lugartenientes. Soy la comandante de un gran ejército de
nobles guerreros. Los mejores de Skyrim. Hace poco fuimos contratados para atacar unas viñas en El
Aalto para obligar a su dueño, un hombre llamado Laernu, a que vendiese la finca a nuestro patrón,
Suoibud. La recompensa que se nos prometió era una gema de excepcional tamaño y calidad, bastante
famosa e inconfundible.
Hicimos lo que se nos pidió, pero cuando volvimos a ver a Suoibud, nos dijo que no nos podía pagar
puesto que había sido víctima de un robo hacía poco. A pesar de ello, comprendió nuestra situación y
nos pagó una cantidad de oro casi equiparable a la prometida gema... No vació sus arcas, pero le
impidió comprar las tierras de El Aalto después de todo. El resultado es que nosotros no fuimos
recompensados debidamente Suoibud ha sufrido un golpe económico bastante importante y la cosecha
de jazbay de Lernu se ha quedado en nada, destruida temporalmente por caprichos del destino”.

Laicifitra tomó aire, bebió lentamente un poco de su aguamiel y prosiguió. “Lo que yo me pregunto es:
¿cómo llegó a tu poder la gema que se nos prometió?”

Eslaf no respondió a la primera.

En cambio, cogió un trozo de pan del plato del barbudo bárbaro que había a su izquierda y se lo comió.

“Perdón”, dijo con la boca llena. “¿Puedo? Por su puesto, no podía detenerte si quisieras llevarte la
gema, pero la verdad es que no me importa en absoluto. Tampoco tiene sentido negar cómo llegó a mi
poder. Yo se la robé a la persona que os contrató. Y también puedo decir que no pretendía haceros
ningún mal ni a ti ni a ninguno de tus nobles caballeros, pero puedo entender que la palabra de un
ladrón no signifique mucho para alguien como tú”.

“No”, respondió Laicifitra frunciendo el ceño, pero en sus ojos se veía que se estaba divirtiendo. “Nada
en absoluto”.

“Pero antes de que me mates”, dijo Eslaf cogiendo otro pedazo de pan. “Dime: ¿Vosotros, nobles
caballeros, veis justo que os paguen dos veces por el mismo trabajo? Yo no tengo honor, pero opino que
puesto que Suoibud perdió parte de su fortuna para pagaros y ahora vosotros tenéis la gema, vuestro
beneficio no es del todo noble”.

Laicifitra cogió la escoba y miró a Eslaf. Entonces soltó una carcajada, “¿Cómo te llamas, ladrón?”

“Eslaf”, dijo el ladrón.


“Nos llevaremos la gema, puesto que nos había sido prometida. Pero tienes razón. No deberíamos
cobrar dos veces por el mismo trabajo. Así pues”, dijo la joven luchadora, dejando la escoba en el
suelo, “tú eres nuestro nuevo patrón. ¿Qué puede hacer este ejército por ti?”

Mucha gente podría encontrar algún uso a un ejército tal con bastante facilidad, pero Eslaf no era uno
de ellos. Después de darle muchas vueltas al asunto decidió que era una deuda que se debería cobrar
posteriormente. A pesar de su brutalidad, Laicifitra era una mujer simple, criada por el mismo ejército
que ahora lideraba, según supo Eslaf. La lucha y el honor eran los únicos conceptos que conocía.

Cuando Eslaf dejó Kravenswold tenía un ejército entero a su total disposición, pero ni una sola moneda
en el bolsillo. Sabía que debía robar algo y pronto.

Mientras recorría los bosques en busca de comida, lo invadió una extraña sensación familiar. Estos eran
los mismos bosques que había recorrido de niño, igual de hambriento y desamparado. Al salir al
camino, descubrió que había vuelto al reino en el que fue criado por la querida, estúpida y tímida
doncella Drusba.

Estaba en Erolgard.

Había decaído incluso más aún desde su juventud. Las tiendas que tantas veces le habían negado
comida estaban vacías, abandonadas. La poca gente que quedaba había perdido la esperanza; estaba tan
arruinada por los tributos, el despotismo y los ataques bárbaros que no tenía fuerzas ni para huir. Eslaf
se dio cuenta de lo afortunado que había sido al salir de aquí en su juventud.

Pese a todo había un castillo y un rey. Inmediatamente, Eslaf hizo planes para robar las arcas. Como de
costumbre, observó el lugar con cuidado, tomando apuntes de los cambios de turno de los guardias.
Tardó algo de tiempo en hacerlo. Finalmente se percató de que no había ni seguridad ni guardias.

Entró por la puerta principal y siguió por los vacíos pasillos hasta la tesorería. Estaba lleno de
absolutamente nada, excepto un hombre. Era de la edad de Eslaf, pero parecía mucho mayor.
“No hay nada que robar”, dijo. “Ojalá lo hubiese”.

El rey Ynohp, a pesar de haber envejecido prematuramente, tenía los mismos ojos azules y pelo rubio
platino que Eslaf. De hecho, también se parecía a Suoibud y a Laicifitra. Y a pesar de que Eslaf nunca
había visto al arruinado propietario de las tierras de El Aalto, Laernu, también se le parecía. Nada
extraño, pues eran quintillizos.

“¿Entonces no tienes nada?”, preguntó Eslaf suavemente.

“Nada excepto mi reino, maldito sea”, gruñó el rey.

“Antes de que subiese al trono, era un reino poderoso y rico, pero de aquello yo no heredé nada, solo el
título. Toda mi vida he tenido el peso de la responsabilidad en mis hombros, pero nunca los medios
para manejarla debidamente. Miro la desolación que mi nacimiento conllevó y la contemplo con odio.
Si fuese posible robar un reino, no levantaría un dedo para impedírtelo”.

Y así fue, de hecho, era realmente posible robar un reino. Eslaf se convirtió en Ynohp, un cambio fácil
debido a su parecido físico. El verdadero Ynohp tomó el nombre de Ylekilnu, abandonó sus antiguos
territorios y se buscó trabajo como un simple obrero en las viñas de El Aalto. Sin responsabilidades por
primera vez en su vida, el exceso de edad física que había acumulado durante tanto tiempo abandonó su
cuerpo.

El nuevo Ynohp se puso en contacto con Laicifitra y empleó su ejército para restaurar la paz en el reino
de Erolgard. Ahora que era un lugar seguro, los negocios y el comercio afloraron de nuevo, y Eslaf
redujo los tiránicos tributos para favorecer su crecimiento. Al oír esto, Suoibud, siempre obsesionado
con perder su dinero, volvió a la tierra que lo vio nacer. Al morir un par de años después, puesto que no
había nombrado a nadie como heredero por pura avaricia, el reino se apropió de toda su fortuna.

Eslaf usó parte del oro para comprar las viñas de El Aalto después de escuchar maravillas que de ellas
contaba Ynohp.
Y así fue que Erolgard retornó a su anterior prosperidad gracias al quinto sucesor al trono, el quinto
hijo del rey Ytluaf: Eslaf Erol, mendigo, ladrón, guerrero (a veces) y rey

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