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EJERCICIO 1

Ante la mesa hay una mujer. Tiene la computadora encendida. Intenta sentarse muy
erguida en la silla pero en menos de nada se encorva, como si su cabeza fuera una espiga
demasiado sustanciosa. Cuando, aproximadamente cada media hora, advierte su postura,
vuelve a enderezar la espalda y alza y aleja la vista. Luego, sus pupilas regresan a la
página de la obra publicada, que tiene abierta a la izquierda de la pantalla, donde se van
disponiendo, en ordenadas hileras, las palabras que teclea. La mujer es traductora. Lleva
cosas de una lengua a otra. Lo que en una es chair, en la otra es silla o carne. Lo que en
una es mica, en la otra es poca o nada. Y así palabra tras palabra, página tras página,
mañana tras mañana. La suya es una tarea laboriosa, esforzada, intensa. Tiene sus
contingencias y dificultades y, aunque suele realizarse de manera sedentaria, o quizás por
esa misma razón, puede resultar agotadora. Tiene, también, sus pequeñas alegrías y
compensaciones. La mujer se sienta a traducir por la mañana, después de ocuparse de que
su hija vaya a clase y de recoger la casa, y no se levanta hasta media hora antes de comer.
Cocina, pone la mesa y espera. Cuando llega su pareja, comen como personas educadas,
comentan las noticias, actualizan, reordenan y reparan la telaraña doméstica. Luego beben
una infusión y tal vez miran una pizca de tele antes de volver cada cual a su labor. Por la
tarde hay que llevar a la niña a música, a natación o a artes marciales, o ir a buscarla a
casa de una amiga. Las horas de la tarde son, decididamente, las peores, las menos
productivas, las más enervantes. Con suerte, si no está demasiado cansada, la mujer podrá
recuperar parte de las pausas después de cenar y acostar a su hija. Antes la niña exigía
una historia pero ahora es grande y las lee por su cuenta. Muchas están traducidas por
colegas de su mamá. La vida de las personas que traducen no difiere en gran medida de
las que transportan, tramitan, trasplantan, trasmiten, trasvasan o trazan, o sea, por decirlo
de forma más amplia, de las que trabajan o, simplemente, transpiran. Ahora bien, tiene
sus particularidades. Una de ellas es la sociedad casi siempre anónima e intangible que
forman quien escribió la obra original con quien la vertió a otra lengua. La mujer que
traduce se siente en numerosas ocasiones como la máscara inconsútil y etérea de una
estrella desconocida; en otras se siente como una retroexcavadora o una broca de dentista.
Sea como sea, la mujer tiene la íntima sensación de que su solitaria labor merece una
retribución que jamás tendrá. Por otra parte, no sabría a quién dirigirse para reclamarla,
ni cómo exponer su reclamación. No es una mera cuestión tarifaria, que también; es una
sensación única e intraducible. ¡Intraducible! Parece mentira. Justo a ella le tenía que
pasar.

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