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Un relato ficticio.

La cabaña del tío Pepe1

El tío Pepe, como muchos pepes y pepas de hace unas décadas, tenía una casa que estaba bastante
bien, sin ser, por supuesto, el palacio de Buckingham o el último grito en chalets de la más selecta
urbanización de su zona. Una casa apañada, funcional, ni muy nueva ni muy vieja, con sus espacios bien
distribuidos: una habitación principal, que utilizaban Pepe y señora, dos dormitorios para los hijos, un
cuarto pequeño con una cama para algún invitado, dos cuartos de baño —uno espacioso, el otro muy
sencillo (por no decir minúsculo), una cocina y una sala de estar de buen tamaño, sin ser enorme, vestida
con sólidos mue bles heredados de los padres. Vamos, que el tío Pepe no podía quejarse. Pero alguien, un
día, le dijo —o quizá lo leyó en el suplemento de decoración de algún dominical— que el criterio para
saber si una casa está bien o no es el espacio y la luz. «Luminosa y amplia, Pepe. Así tiene que ser tu casa
si quieres epatar a los invitados». Y Pepe, viendo los reportajes sobre las espaciosas viviendas de los
personajes de la jet, pensó: «¡Ay, mísero de mí! ¡Vivo en un tugurio! Ya me gustaría darle un poco de
estilo” … Comentándolo con un amigo, este le ofreció una solución sencilla: «Cambia las ventanas por
ventanales más amplios. Ahora te lo hacen en un momento». Dicho y hecho, Pepe encargó amplios
ventanales para la sala de estar y para su dormitorio. Y, nunca mejor dicho, vio la luz. Se dijo: «Esto está
muy bien», y decidió hacer lo mismo en cuantas más paredes, mejor. Es verdad que no tiene el mismo
efecto aislante una pared que un cristal, sobre todo porque no podía pagar los materiales más sofisticados,
pero daba el pego, y en conjunto estaba contento. Y su casa era luminosa. Pero la alegría le duró poco,
pues aún le mordía el gusanillo del espacio. Se decía, apesadumbrado: «¡Que pena que todas las
habitaciones sean tan pequeñas...! Vivo en una caja de zapatos...». Su amigo volvió a ofrecerle una
solución: «Tira tabiques. Ahora se llevan los espacios amplios, no te preocupes. Total, tus hijos apenas
viven ya en casa, y pronto volarán. Siempre podrás decorar las estancias con medios muros, muebles que
hagan de separadores o paredes de pladur que sean flexibles. Esto tiene otra ventaja para ti, Pepe. Cuando
te canses de una disposición, siempre puedes redecorar tu vida, es decir, tu casa». A Pepe estas
sugerencias le parecieron inteligentísimas, y con el entusiasmo de su mujer, que secundaba las propuestas,
allá que se pusieron a tirar paredes, persiguiendo las propuestas asociadas al mantra: «luz y espacio, luz y
espacio». Estaban contentos, a medida que su casa funcional y clásica iba adquiriendo un «estilo propio»,
decían ellos —aunque algún malintencionado podría decir que cada vez más ese estilo propio era el más
común de los estilos.
El problema se planteó cuando se acercaron a las paredes que hay quien llama «maestras», porque se
supone que esas es mejor no tocarlas, no vaya a ser que el edificio no soporte el peso de lo que tiene
encima. Al principio respetaron escrupulosamente los planos. Pero la avidez por ensanchar los vacíos y
ganar metros a los tabiques les llevó a jugársela, e hicieron adelgazar peligrosamente los muros, o
llegaron a convertir algunas paredes maestras en columnas. ¿Advirtieron que, al hacerlo, empezaban a
aparecer algunas grietas? Tal vez, pero se dijeron que sería un descascarillado consecuencia de los golpes.
Nada que un poco de yeso y escayola, una buena mano de pintura o un par de acuarelas no pudieran tapar.
Pepe estaba contento. Su casa, ahora luminosa y espaciosa, era digna de un secretario de estado o de un
personaje de la jet.
Un día, casi sin avisar, llegó el mal tiempo. Las nubes taparon el sol, y el frío de un invierno
inesperado y tirando a gélido se empezó a colar por cada resquicio. La luz no parecía entonces tan
resplandeciente ni portadora de seguridades y promesas. Tampoco el espacio era fácil de llenar —pues, a
fin de cuentas, la vieja casa se había convertido en una pequeña nave industrial. Sofisticada en su
decoración, pero nave al fin y al cabo. Por no hablar del coste de calentarla (al no poder aislar unas
estancias de otras). Y solo ahora, cuando la nieve se amontonó sobre el tejado, se empezaron a dar cuenta,
con cierto susto, de la profundidad de las grietas y el peligro de que la casa se viniera abajo.
Todavía su amigo le dice a Pepe que volverá el sol, que pronto habrá bonanza y que no tenga miedo.
Él quiere creerlo y sigue viviendo como si las grietas fueran tan solo un problema menor. Sin embargo,
algunas noches, desvelado, se pregunta si no debería hacer algo para evitar que el techo se desplome, al
fin, sobre sus cabezas .

1
JOSÉ MARÍA RODRÍGUEZ OLAIZOLA, SJ, Hoy es Ahora (gente sólida para tiempos líquidos), Sal Terrae, Cantabria 2011, pp.
28-30.

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