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EL INTERCAMBIO

Alzó la cabeza al cielo. El miedo recorrió todo su cuerpo. La ciudad aún


dormía. La escarcha brillaba sobre los coches aparcados en la calle. Cogió su
chaqueta, se la cerró bien para protegerse del intenso frío y, sin volver la vista
atrás, salió de aquella casa maldita.
Domingo, 5 de diciembre.
Unas semanas atrás, Jesús oyó hablar por primera vez sobre los
intercambios de casas. Después de investigar un poco por internet, se decidió
a hacerlo. Contactó a través de una página web con un matrimonio que tenía
una casa preciosa en un barrio residencial a las afueras de París y que estaba
interesado en pasar unos días en la bulliciosa ciudad de Barcelona. Así que se
intercambiaron por una semana el pequeño apartamento en Las Ramblas de
Jesús por la gigantesca casa de la familia Bernard.
Después de un vuelo con un poco de retraso, llegó por la tarde a la
dirección que le habían indicado por internet. Tenía que llamar a la casa de la
vecina para que le entregaran las llaves, y así lo hizo. Se dirigió a su
alojamiento. Era una vivienda adosada, bonita y espaciosa, con un pequeño
jardín bastante cuidado. En la planta baja había un salón muy grande, presidido
por un enorme sofá blanco. Tenía pocos muebles, pero todos de diseño y
escogidos cuidadosamente. Las paredes estaban decoradas con dos grandes
cuadros de estilo abstracto y con colores vivos. Un suelo de madera y una
chimenea situada frente al sofá aportaban calidez a todo el conjunto. Muy
contento con el resultado de su intercambio, siguió recorriendo la casa. Había
una moderna cocina, un cuarto de baño también decorado con bastante gusto,
y una puerta cerrada en la que supuso que la familia habría guardado cosas de
valor u objetos personales, al igual que él había hecho en su piso. En la planta
de arriba estaban los dormitorios, cada uno con su cuartos de baño, en fin, lo
que Jesús denominó como un “casoplón”. Al terminar de instalarse, se dirigió a
un pequeño restaurante que le había recomendado la vecina y que estaba al
final de la calle. Tras tomar una ligera aunque deliciosa cena, volvió a su nueva
casa a descansar.
Lunes, 6 de diciembre.
Hacía meses que Jesús no dormía tan bien. Llevaba tanto tiempo
estresado que necesitaba urgentemente salir de la cuidad y romper con sus
rutinas. Se puso ropa cómoda pero abrigada y salió a recorrer las calles la
ciudad. Ya había estado en Paris en un par de ocasiones, por lo que sabía
moverse con cierta soltura. Después de todo el día haciendo turismo, cogió el
metro y volvió a su barrio. En su mismo vagón, viajaba una chica que le pareció
bastante atractiva. Para su sorpresa, la muchacha se acercó a él y, en un
perfecto español, le dijo:
—Perdona, estás en la casa de los Bernard ¿verdad?
—Sí —dijo Jesús sorprendido—. ¿Cómo lo sabes?
—Me llamo Camille y vivo en la casa de al lado, justo donde ayer recogiste la
llave.
—¿Cómo es que hablas tan bien el español?
—Estuve 4 años en Madrid estudiando filología hispánica y ahora soy profesora
de español, así que digamos que es mi medio de vida.
Cuando se quisieron dar cuenta ya habían llegado a su parada, así que
se bajaron y siguieron caminando juntos hacia sus casas:
—¿Quieres entrar a tomar una copa? —le preguntó Camile.
Jesús accedió de inmediato, ya que la chica era muy guapa y agradable.
Cuando llegaron, salió a recibirles la mujer que el día anterior le había
dado las llaves.
—Ya conoces a Julia, ¿no? Es mi pareja.
—¿Si, claro!, nos conocimos ayer. —Intentando disimular su decepción
romántica.
Julia resulto ser muy agradable al igual que Camille, así que se quedó a
cenar con ellas.
—¿Sois amigas de la familia Bernard? —Quiso saber Jesús por conocer mejor
a sus anfitriones.
—No, que va —dijeron ellas—. De hecho, son una familia un tanto peculiar.
Tienen unos amigos muy raros que vienen todos los fines de semana y no sé
qué harán en su casa, pero se oyen unos sonidos muy extraños.
La velada terminó tarde ya que tuvieron una charla bastante entretenida
y, sobre las doce, Jesús se dirigió a su casa. Mientras se relajaba un rato antes
de dormir en el cómodo sofá del salón, estuvo pensando en lo que le habían
contado las vecinas y le entró curiosidad por saber algo más sobre los dueños
de la casa. Se acercó a la puerta que estaba cerrada y, con ayuda de un simple
clip, consiguió abrir la cerradura.
—Solo un vistazo rápido —se dijo.
Detrás de la puerta no había una habitación como él se esperaba, sino
una escalera que conducía al sótano de la casa. Comenzó a bajar los peldaños
y notó una sensación rara, que pensó que sería sentimiento de culpa por
entrometerse donde no debía.
El sótano era una habitación grande que ocupaba todo el terreno de la casa
con las paredes pintadas de negro y una gran estrella de cinco puntas pintada
en el suelo en un color rojo oscuro. Había velas por todas partes y un gran
armario sin puertas donde se veían unas túnicas negras con unos bordados
dorados y rojos. Todo era muy siniestro. Había leído en alguna parte que esas
estrellas se usaban para rituales satánicos.
—¡Ya basta! —dijo en voz alta.
Mientras retrocedía para irse, cuando notó un pequeño pomo de una
puerta en su espalda, la abrió y metió la mano para buscar el interruptor de la
luz. Notó la pared llena de bultos, como si la pared estuviera insonorizada con
algo parecido a cartones de huevos.
Como no encontró la manera de encender la luz, recurrió a la linterna del
móvil, y lo que descubrió lo dejó helado. Había una gran jaula, restos de
sangre, hachas, cuchillos y lo que él pensaba que eran cartones de huevos,
eran huesos a modo de siniestro decorado de las paredes.
Aterrorizado quiso salir de inmediato de aquel lugar, pero sus piernas no
se movían. En sus oídos retumbaba un grito desgarrador que no lograba
identificar de donde venia. En ese momento pensó que iba a morir allí, en aquel
sótano. Jesús no sabía cuánto tiempo había pasado, si unos minutos o unas
horas, cuando sonó el timbre de la casa.
En ese momento sus pies se decidieron a obedecerle y subió la escalera
más rápido de lo que había corrido nunca. Pensó que eran sus vecinas, que
también habían odio los terribles gritos. Abrió la puerta, pero no había nadie...

Óscar Donoso Gémar

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