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BIBLIOTECA FRANCESA DE FILOSO FÍA

Director
Bernardo Correa
La dem an d a de filosofía

¿Qué quiere lafilosofía y qué podemos querer de ella?

Jacques Bouveresse

Siglo del H om bre Editores


Bouveresse, lacques
La demanda de filosofía: ¿qué quiere la filosofía y que podemos querer de
ella? / Jacques Bouveresse; Traductores del francés Magdalena Holguín y
Juan losé Botero. - Bogotá: Siglo del Hombre Editores, Universidad Nacional de
Colombia, Embajada de Francia, 2001.

160 p . ; 21 cm.
ISBN 958-665-041-3

1. Filosofía I. Holguín, Magdalena, 1924- , tr. II. Botero, )uan


José, tr. III. Tít.
100 cd 20 ed
AHD9547

CEP-Biblioteca Luis-Angel Arango

Título original: La demande philosophique.


Q ue veut la philosophie et que peut-on vouloir d'elle?

© Editions de L'éclat, ftiris, 1996

La presente edición, 2001

© Embajada de Francia
Cra 11 N° 93-12 Santafé de Bogotá D.C.
Tel.: 6180511

© Universidad Nacional de Colombia


Facultad de Ciencias Humanas-Departamento de Filosofía
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siglodelhombre®sky.net.co

Traducción del francés de:


Magdalena Holguín y Juan José Botero

Diseño de carátula
Ignacio Martínez

Armada electrónica
David Reyes

ISBN: 958-665-041-3

Impresión
Panamericana Formas e Impresos S.A.
Calle 65 N° 94-72 Santafé de Bogotá D.C.

Impreso en Colombia-Printed in Colombia


ÍNDICE

Prefacio................................................................ 11

I .................................................................... 15

II .................................................................... 27

III .................................................................... 31

IV .................................................................... 47

V .................................................................... 67

VI .................................................................... 79

VII .................................................................... 99

VIII .................................................................... 115

IX .................................................................... 141

X .................................................................... 147
Si ahora debiera retirarme, se plantea
la cuestión: ¿cuál es el buen camino para
la retirada?
(Pues al método de la filosofía le
pertenece que yo jam ás deba huir.
Dicho de otro modo, no debe haber retirada
en desorden).

L u d w ig W i t t g e n s t e i n
PREFACIO

El texto que aparece a continuación no es exactamente el


de la Lección inaugurad, dictada el 6 de octubre de 1995,
de la Cátedra de Filosofía del Lenguaje y del Conocimiento
del Collége de France, sino una versión preparatoria de
ella, mucho más extensa, de la que fue extraído este texto
mediante reducciones y modificaciones sucesivas. He aña­
dido igualmente, con posterioridad a la versión inicial, algu­
nas precisiones y complementos que consideré útiles. El
resultado final, por supuesto, se asemeja mucho más a un
verdadero libro escrito para eventuales lectores que al ejer­
cicio, limitado en el tiempo y sometido a condiciones dis­
cursivas y retóricas bien diferentes, que debe representar
una Lección inaugural en el Collége de Frunce. Sin embargo,
no he creído incurrir en un abuso al conservar la forma y
la presentación de la Lección inaugural, ni al sugerir que
se lo lea como si efectivamente lo fuese. La observación de
Wittgenstein, que añadí como epígrafe, corresponde a una
idea que tengo en gran aprecio y que guarda, como se verá,
una relación directa con el contenido del libro. La manera
de proceder de la filosofía se asemeja con frecuencia a una
sucesión de ataques desconsiderados y temerarios, y de
lastimosas retiradas llevadas a cabo en el mayor desor­
den. Como Wittgenstein, pienso que hay ocasiones en las
cuales se impone la retirada en filosofía, pero que no hay
en ella lugar para la huida y el “sálvese quien pueda”.
En alguna ocasión critiqué una concepción, que podría­
mos llamar “heroica”, de la filosofía y de su historia, según
la cual ésta estaría jalonada, desde el “milagro griego” de
sus orígenes, por una serie de hazañas memorables reali­
zadas en el dominio del pensamiento por individuos ex­
traordinarios y que la filosofía actual, so pena de dejar de
existir realmente, debe tratar de repetir con regularidad, e
incluso, si le es posible, a cada instante. También me per­
mití sugerir que, en épocas recientes, ha habido quizás tal
exceso de hazañas de este tipo, que ya nadie parece dar
importancia al hecho de preguntarse si son reales o imagi­
narías, y resulta difícil decidir si la palabra “heroica” no
debiera más bien sustituirse, para referirse a este tema,
por “heroico-cómica”. Para quienes se esfuerzan por con­
servar un mínimo de estima por la filosofía, no es agradable
constatar que el triunfo de ciertas producciones filosóficas
actuales (o presuntamente filosóficas) debería experimen­
tarse más bien como una humillación para la propia filo­
sofía, como tampoco ver al personaje del “gran” filósofo de
hoy convertido en alguien capaz de asemejarse tan poco al
investigador serio y modesto y tanto al del miles gloriosus
de la comedia. Se comprende fácilmente que Wittgenstein
haya podido suscitar tal escándalo por su manera de ati­
zar lo que Putnam llama “la hoguera de nuestras vanida­
des filosóficas”. No obstante, a pesar de todo, aún sigue
siendo posible creer que la filosofía es una cosa, y que las
vanidades filosóficas son otra.
Frente a lo que demasiados ejemplos recientes autorizan
a llamar las jactancias o las fanfarronadas de la filosofía,
nuestra época parece vacilar constantemente entre la cre­
dulidad y la admiración ingenuas, la indulgencia escépti­
ca y divertida, y el desprecio y el resentimiento nacidos de
la decepción. Y pasa, sin transición y con desconcertante
rapidez, de una de estas actitudes a su contraria. David
Stove, en The Plato Cultand OtherPhilosophicalFollies, no
ha dudado en escribir que “todos los grandes filósofos sus­
citan una reverencia más fuerte y más extendida de la que,
según cualquier estimación racional, tienen derecho a sus­
citar”. Esto puede parecer injurioso y, ante todo, exagera­
do. Pero coincido en admitir que nuestra estimación de la
importancia de la filosofía y de los grandes filósofos es, en
general, mucho menos racional de lo que podríamos espe­
rar. Y no considero escandaloso sugerir a la filosofía, la
cual por lo regular se queja más bien de que se la ignore y
se la menosprecie, que se pregunte de vez en cuando qué
es lo que ella hace realmente para justificar la considera­
ción real, y en ocasiones excesiva, con que se la beneficia.
Mientras no lleguemos a una apreciación más correcta de
la naturaleza exacta de la demanda de filosofía y de las
posibilidades que tiene de satisfacerla con éxito, es de te­
mer que la actitud del público hacia ella continúe oscilan­
do indefinidamente entre la expectativa poco razonable y
la desilusión completa, y su situación, así como la de sus
representantes, oscile entre una gloria no necesariamente
merecida, y el descrédito, que tampoco lo es. Casi sobra
decir que, por mi parte, estoy convencido de que la de­
manda filosófica, cuando se la comprende correctamente,
no es tan imposible de satisfacer como se afirma en oca­
siones, y que sus repetidos fracasos no justifican las reac­
ciones de pánico, confusión y gesticulación desordenada
que observamos periódicamente.

París, septiembre de 1996


Señor Administrador,
Queridos Colegas,
Damas y Caballeros,

Es con un sentimiento de gran humildad, y una emoción


que ustedes comprenderán sin dificultad, que un filósofo
consciente de la modestia de la contribución que ha sido
hasta ahora capaz de aportar a su disciplina, ingresa hoy
oficialmente a una institución que ha contado entre sus
miembros a un enorme número de predecesores ilustres,
cuya obra filosófica, autoridad y prestigio no pueden dejar
de hacer abrumadora la tarea que en lo sucesivo le incum­
be. Una de las características más notables de esta ilustre
casa, donde se me hace el insigne honor de acogerme hoy,
es sin duda la de haber manifestado siempre una sensibi­
lidad más grande que la de la mayor parte de instituciones
semejantes, por lo que puede llamarse la historia subte­
rránea e invisible de una disciplina y de una época. Quiero
hablar de la historia a la que aludía Schlick, el fundador
del Círculo de Viena, cuando observaba que

Los libros célebres, o coronados por el éxito, de los autores filosó­


ficos, son análogos a las fanfarrias y las banderas que se llevan
por delante, pero las grandes fuerzas de las que dependen la vic­
toria y la derrota no son visibles la mayor parte del tiempo de
manera tan evidente1.

Moritz Schlick, “Prefacio a Friedrich Waismann", Logik, Sprache, Philoso-


Schlick observaba que, cuando la mirada penetra bajo
la superficie agitada por vientos turbulentos que soplan
en todas direcciones hasta las corrientes tranquilas que
siguen su camino en las profundidades, emerge una ima­
gen mucho más reconfortante de la filosofía que aquella a
la que nos tiene acostumbrados la historia de la sucesión
sin progreso perceptible de los sistemas, escuelas y mo­
das, que constituye para los filósofos una fuente perma­
nente de lamentaciones y, para los adversarios de la filo­
sofía, un objeto no menos permanente de escarnio.
A pesar de todo lo que se haya podido decir sobre la
imposibilidad de aplicar a la filosofía misma una noción de
progreso que sea a la vez comprensible y plausible, creo
que muchos filósofos continúan convencidos, como lo es­
taba Schlick, de la posibilidad y de la realidad de un pro­
greso, pero que éste no se sitúa forzosamente ni en el nivel
ni en el lugar en donde se cree que se lo puede buscar y se
lo espera encontrar. Después de haber observado que, por
definición, es difícil citar los nombres de estos soldados
desconocidos en los que pensamos, y que cayeron en el
campo del conocimiento, Schlick sugiere, sin embargo, un
ejemplo que podría servir para caracterizar a ese tipo de
pensadores, el del “sabio Georg Christoph Lichtenberg”, de
quien dice que pertenece a una especie que puede conside­
rarse “como portadora de la filosofía de la época con mayor
razón que cualquier corriente de moda cuyos adeptos se
componen generalmente, en una parte no despreciable, de
snobs intelectuales y de espíritus inmaduros”2. Ocurre, pre­
cisamente, que la familia espiritual de la que Schlick con­
sidera a Lichtenberg como el representante más típico, es
igualmente, aun cuando la historia de la filosofía proba­
blemente tenga dificultades para encontrarle un lugar y
un nombre, aquella a la que me siento más cercano y a
la que reconocería sin duda con mayor placer, si hubiera
que indicar alguna, como la mía propia. La razón de que
estemos poco acostumbrados a considerarla como una fa­

phie, herausgegeben von Gordon P. Baker und Brian McGuiness unter


Mitwirkung von Joachim Schulte, Philipp Reklam Jun., Stuttgart, 1976,
p. 11.
2 Ibid., p. 13.
milia filosófica es, sin duda, la tendencia a considerar que
las cualidades de las que más precisa la filosofía no son,
por lo general, la reserva, la abstinencia, la sangre fría y la
ironia, sino más bien la seguridad, la convicción, la fe y el
entusiasmo. Creo, sin embargo, que aquellas de las que
más cruelmente adolece la filosofía de la época reciente,
incluso en sus formas más críticas, son las primeras. Y si
he podido ser, a mi manera, un modesto artesano del pro­
greso en la filosofía francesa de las últimas décadas, por la
escritura, y quizás mucho más por la enseñanza, es sin
duda por haber sido un poco más sensible que otros a la
importancia de verdades perdurables, cuyo porvenir me
parecía mucho más seguro que el de las evidencias del
día, y a cambios profundos y determinantes, que no eran
los que se apreciaban en la superficie y que el ruido de la
época impedía, la mayor parte del tiempo, incluso percibir.
Uno de los problemas suscitados por el caso de pensa­
dores como Lichtenberg es el del momento en que la tenden­
cia a encontrar poco razonables, e incluso a veces franca­
mente cómicas, algunas de las pretensiones más típicas
de la filosofía tradicional, deja de ser filosófica para conver­
tirse en algo verdaderamente antifilosófico. Wittgenstein,
quien admiraba apasionadamente a Lichtenberg y que pro­
fesaba igualmente, según parece, un culto, de seguro rela­
cionado con ello, por la famosa novela de Sterne La vida y
opiniones de Tristan Shandy, habría encontrado sin difi­
cultad una respuesta. Pero él mismo pertenece a esa cate­
goría de autores de quienes casi fatalmente nos pregunta­
mos, aunque cada vez menos hoy en día, si lo que hacen
puede realmente considerarse aún como filosofía. En su
carta a Marcus Hertz, Kant dice que no se puede aceptar
una empresa crítica sino a condición de que ofrezca una
compensación dogmática apropiada3. Si se propone limi­
tar seriamente las pretensiones del conocimiento puro del
entendimiento y las de la filosofía en particular, sólo podrá
hacerlo a condición de ofrecerle en contrapartida un domi­

Emmanuel Kant, Laform a y los principios d el mundo sensible y del inte­


ligible - Carta a Marcus Hertz, trad. de Jaime Vélez Sáenz y Guillermo
Hoyos V, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, Biblioteca Filosófi­
ca, 1980, p. 87.
nio bien circunscrito donde pueda operar con total seguri­
dad y obtener resultados que no estén sujetos a discusión.
No es mi propósito discutir aquí si Wittgenstein ofrece o no
realmente, como está convencido de hacerlo, el tipo de com­
pensación que podría exigírsele por las destrucciones que
provoca (la renuncia exigida por la filosofía no es, en su
concepto, del intelecto, sino únicamente del sentimiento).
Solamente quisiera decir, puesto que el género de la Lección
inaugural implica, al parecer, hacer algunas referencias a
la historia personal del nuevo titular, que han sido precisa­
mente autores como Wittgenstein, y algunos otros de la
misma familia, quienes más han contribuido a restituirme
la confianza en las posibilidades de la filosofía en una época
en la cual éstas parecían encontrarse seriamente comprome­
tidas y en la que era corriente decir que estaban agotadas.
Fue Lichtenberg quien dijo: “Hay personas que pueden
creer todo lo que quieren; son criaturas felices”4. La nues­
tra se presenta a menudo como una época que ya no cree
en nada, ni siquiera en los hechos, pues creer cosas de
esta índole es, para muchos, una ingenuidad positivista.
No obstante, me veo obligado a decir que, personalmente,
no la considero en manera alguna menos creyente o me­
nos crédula que las precedentes, y que esto me parece
particularmente cierto de aquellos representantes suyos
que se precian de estar mejor armados contra la creencia
en general y contra las creencias obligatorias en particu­
lar, a saber: los filósofos. Considero que uno de los mayo­
res problemas que enfrenta la filosofía contemporánea es
el que se siga esperando de ella, en primer lugar, que con­
tribuya a satisfacer la nostalgia de creencias, una de las
características más notables de la época actual: que fun­
cione como proveedora de creencias autorizadas que sean,
en lo posible, un poco más racionales, pero no necesaria­
mente mucho más, que las de la religión; mientras que, al
mismo tiempo, las razones que tiene para rehusarse a ce­
der a esta exhortación se han hecho lo suficientemente
fuertes como para no dejarle ninguna alternativa.

Georg Christoph Lichtenberg, Aphorísmen, Insel Verlag, 1976, p. 155.


Uno de los filósofos más eminentes que me han prece­
dido en este lugar, Merleau-Ponty, expresó perfectamente
el malentendido que existe sobre este punto y que, se po­
dría agregar, no cesa de agravarse, entre lo que la filosofía
puede ofrecer y lo que el público le pide, cuando dijo: “No
puede esperarse de un filósofo que vaya más allá de lo que
él mismo ve, ni que formule preceptos de los que no está
seguro. La impaciencia de las almas no es aquí un argu­
mento. No se sirve a las almas con la aproximación y la
impostura” 5.
Infortunadamente, sin embargo, es precisamente de esta
manera como las almas piden con la mayor espontanei­
dad y más frecuentemente que se las sirva. Si, como dice
Wittgenstein, la principal dificultad en filosofía es no decir
más de lo que se sabe (y, por supuesto, afortiori, no decir
más de lo que se cree), nos vemos obligados a constatar
que la posición de los filósofos en el mundo contemporá­
neo se hará cada vez más incómoda, pues lo que la época
espera y exige de ellos casi como una deuda es, por el con­
trario, que digan más de lo que saben, y más de lo que se
sienten autorizados a decir, al menos cuando dan pruebas
de un mínimo de seriedad y de profesionalismo.
Musil, de quien gustosamente diría, como Canetti, que
representa “mi parte de sabiduría”, utilizó, para describir
este malestar, la forma inversa del adagio latino “ Quod Ucet
Joui non licet bovi”. “La época en que los sabios dudan de
poder llegar a una visión del mundo —escribe— ha hecho
de las visiones del mundo una posesión popular. Quod licet
bovi non licetJom^. Es una manera de decir que puede ha­
ber situaciones en las cuales las obligaciones que se le im­
ponen tradicional e institucionalmente a la filosofía y los
imperativos de la sabiduría filosófica resultan ser casi
antinómicos. Nuestra época exige, como todas las demás,
visiones del mundo; pero las utiliza y las desecha con la
misma precipitación, ligereza, inconstancia e incoherencia

Maurice Merleau-Ponty, Éloge de laphüosophie. Lección inaugural en el


Collége deFrance, 5 de enero de 1953, París, Gallimard, 1953, p. 53.
Robert Musil, Gesammelte Werke in neuen Bánden, Reinbeck bei Ham-
burg, Rowohlt Verlag, 1978, Band 7, p. 7.
que caracterizan actualmente a todos los asuntos humanos
y, al mismo tiempo, se sorprende de no obtener en este punto
el tipo de cooperación que se cree con derecho a exigir a la
filosofía y que ésta, precisamente, sólo puede rehusarle.
Aunque se refiera a una época ya lejana (la de los años
que precedieron inmediatamente a la primera guerra mun­
dial), creo que el diagnóstico más pertinente que se haya
formulado sobre la situación paradójica de la filosofía en
el mundo de hoy es el de Musil: “[...] Hoy se ofrece dema­
siada filosofía, pero en recipientes pequeños; incluso hay
comercios que la sirven a granel; en cambio, tratándose de
grandes tomos filosóficos, se manifiesta una declarada
desconfianza. A esta filosofía se la considera absurda” 1.
Hablando de la manera en que el dinero y los propios ne­
gocios conducen casi inevitablemente a la filosofía, Musil
constata también que “sólo los criminales se atreven hoy
día a hacer daño a los demás hombres sin filosofar”8. Si
regresara entre nosotros, no hay duda que se sorprendería
de haberse quedado tan corto respecto a la verdad. En
estos momentos no queda ya, por decirlo así, nadie que
ejerza cualquier actividad, sobre todo si se trata de una
actividad un tanto dudosa o inmoral, que no sea capaz de
justificarla apelando a lo que se ha dado en llamar una
“filosofía”, y que no se considere obligado a hacer que el
mayor número posible de sus contemporáneos se benefi­
cie de ella, o a infligírsela, si el sistema editorial y mediático
se lo permiten. Es probable que la demanda filosófica ja­
más haya sido tan fuerte, pero es cada vez menos a los
productores especializados de filosofía “de peso” a quienes
se pide satisfacerla. Sus trabajos se consideran, con razón,
excesivamente serios y profesionales o, como dicen los dia­
rios (para quienes esto significa más o menos la misma
cosa), demasiado “académicos”. Los verdaderos herederos
de Sócrates, según se dice, no son quienes enseñan filoso­
fía en la universidad, sino quienes la hacen por televisión
o en los bares.

7 Robert Musil, E l hombre sin atributos, trad. de José M. Sáenz, Barcelona,


Seix Barral, 1969, Tomo I, p. 308.
8 Ibid., p. 235.
Cierto es que la novedad del fenómeno es más relativa de
lo que se cree. Hume, en un famoso pasaje de la introduc­
ción al Tratado déla naturaleza humana, cuya sorprendente
actualidad ha sido subrayada por Musil, observaba:

En medio de todo este bullicio, no es la razón la que se lleva el


premio, sino la elocuencia: no hay hombre que desespere de ga­
nar prosélitos para las más extravagantes hipótesis con tal de
que se dé la maña suficiente para presentarla con colores favora­
bles. No son los guerreros, los que manejan la pica y la espada,
quienes se alzan con la victoria, sino los trompetas, los tambores
y los músicos del ejército9.

Musil habla a este respecto de una especie de filosofía


de “colores favorables”, o de “iluminación ventajosa” que
se practica esencialmente en los periódicos y revistas y
que, por razones que lamentablemente no son del todo in­
comprensibles, tiende a sustituir a la filosofía de los espe­
cialistas, escrita para especialistas. Sobra decir que, por
su parte, los diarios son perfectamente capaces de deplorar
periódicamente este desarrollo, el cual, sin embargo, propi­
cian al mismo tiempo de todas las formas posibles, y tienden
sistemáticamente a culpar a los especialistas, quienes, se­
gún ellos, contrariamente a lo que creen que ha sido la
actitud de los grandes filósofos del pasado, incumplen hoy
de manera grave con sus obligaciones para con el público.
El poder de los medios, del que habitualmente nos queja­
mos, no ha hecho, en suma, nada distinto a poner de ma­
nifiesto y a acentuar de manera espectacular la tendencia
general de nuestro tiempo a reemplazar la realidad por la
representación, la importancia real por la visibilidad y, como
dice Musil, la “cantidad del efecto” por el “efecto de la can­
tidad”. Sería preciso haber sido singularmente ingenuo para
imaginar que la filosofía podría escapar a esta ley: hoy en
día su prestigio y su desprestigio, sus decadencias y reno­
vaciones se aprecian esencialmente, como todas las cosas
de esta índole, en términos de número de ejemplares ven­
didos y de presencia mediática. Basta con que haya dos o

David Hume, “Introducción", en Tratado de la naturaleza humana, trad.


y prólogo de Félix Duque, Madrid, Editora Nacional, 1977, 2 vols, p.
XVIII.
tres ensayos filosóficos, o presuntamente tales, juzgados
por los medios como dignos de sus esfuerzos de promo­
ción y que consigan convertirse en best seüers, para que
renazca la filosofía; y basta con que no encuentren más
obras de esta clase durante cierto tiempo, o que su aten­
ción se vea acaparada por otras cosas, para que se mar­
chite. En todo ello, por supuesto, la salud y la vitalidad
reales de la filosofía y de la producción filosófica, las que
sólo pueden juzgarse con criterios completamente distin­
tos, no son tenidas en cuenta.
Como habría dicho Musil, en filosofía lo mismo que en
otros ámbitos “se busca lo nuevo pero sólo se encuentra lo
último”10, así como, en lugar de revolución, no encontra­
mos más que a “los autores revolucionarios de profesión”
a quienes los diarios y los medios han decidido integrar
por el momento a su repertorio de celebridades. En un
capítulo de Elhombre sin atributostitulado “Arnheim, amigo
de periodistas”, Musil trata de imaginar lo que sucedería
si Platón viviera hoy entre nosotros, si se presentara súbi­
tamente en la seda de redacción de un gran periódico y
consiguiera probar que él sí es el gran pensador muerto
hace más de dos mil años. Se convertiría, sin duda, en
una sensación, y durante algún tiempo obtendría excelen­
tes contratos. Pero, en cuanto la actualidad de su regreso
hubiera pasado, si el señor Platón insistiera en tratar de
poner en práctica alguna de sus famosas ideas, no tarda­
rían en proponerle que se limitara a escribir un lindo folle­
to para la página recreativa del periódico, de ser posible en
un estilo ligero y brillante, o en todo caso (por considera­
ción con sus lectores) ciertamente menos farragoso que el
que le conocemos. Y probablemente se añadiría que, por
desgracia, es imposible aceptar una colaboración como la
suya más de una vez al mes, dada la obligación de satisfa­
cer las exigencias legítimas de un elevado número de es­
critores de talento. Dicho de otro modo, el redactor en jefe
y el redactor de la página recreativa

10 Robert Musil, “La decadencia del teatro”, en Ensayos y conferencias, tra­


ducción de José L. Arántegui, Madrid, Visor, 1992, p. 154.
|...| quedarían tan anchos, con la sensación de haber hecho un
gran favor a un hombre que es, en efecto, el decano de todos los
publicistas europeos, pero algo pasado y, en cuanto a valor de
actualidad, insignificante al lado de un hombre como Paul
Arnheim11.

Hoy en día, por supuesto, se le pediría además al gran


pensador cuidar mejor su imagen y sus presentaciones
televisivas y, sin duda, se llegaría rápidamente a conside­
rar sus reticencias y su torpeza como expresión de una
actitud elitista y desdeñosa frente al gran público. Como a
nuestra época, que se lamenta regularmente del hecho de
que actualmente no haya filósofos tan grandes como los
de otros tiempos, ciertamente no le han faltado en ningún
momento celebridades filosóficas cuyos nombres podrían
sustituir, en la frase de Musil, al de su gran escritor-filóso­
fo, e incluso los ha producido y continúa, a pesar de lo que
se diga, produciéndolos en abundancia, podría preguntár­
sele de qué se queja exactamente. No es exagerado pensar
que si tuviera los grandes filósofos que reclama, se vería
obligada a hacerles comprender rápidamente que también
dispone de muchos otros que los su-peran claramente en
importancia y, en todo caso, en actualidad. Musil de segu­
ro está en lo cierto cuando habla de una “desesperada ne­
cesidad de idealismo” que hace que “uno se pase su tiem­
po buscando los hombres para sus epítetos”, en este caso,
epítetos que en épocas anteriores se aplicaron a escritores
y pensadores realmente grandes. Por una parte, el siste­
ma mediático actual descubre a cada instante una gran
cantidad de ellos y, probablemente, muchos más de los
que harían falta para que nuestra época pueda sentirse
satisfecha. Por otro lado, un resto de lucidez, o de remor­
dimiento de consciencia, lleva sin duda a nuestros con­
temporáneos a sospechar de vez en cuando que las cosas
no están del todo bien, y que el cambio que se le ha intro­
ducido a la palabra “grandeza” por parte de la industria y
la “periodistización” (la palabra es del propio Musil) de las
producciones intelectuales quizás no constituya realmen­

Robert Musil, E l hombre sin atributos, trad. de José M. Sáenz, Barcelo­


na, Seix Barral, 1969, Tomo II, p. 40.
te el tipo de progreso que parece ser. “Es muy difícil, cons­
tata Musil, medir con exactitud el valor de un hombre o de
una idea”12. Evidetemente es mucho más fácil medir su
éxito una vez que éste es un hecho, y con mayor razón si
es un hecho cuantificable. Pero si, como es de temer, nues­
tra época sueña con pensadores que tengan a la vez el
genio filosófico de Platón y el talento, la retórica, el des­
parpajo, el manejo mediático y el público de uno de nues­
tros “nuevos filósofos”, va a ser muy difícil ayudarla: lo
único que podemos decirle es que en realidad no sabe qué
es lo que quiere.
Merleau-Ponty dijo alguna vez, en una célebre y muy
citada fórmula, “no se puede negar que la filosofía cojea”13.
Y, precisamente, uno de los aspectos bajo los cuales pue­
de parecer cada vez más coja, en especial cuando se la
practica en el espíritu de la filosofía analítica, consiste en
su manera de proponerle a quienes piden respuestas a
preguntas profundas que, a primera vista, tienen una im­
portancia crucial para la comprensión del mundo y de la
vida, consideraciones y análisis, a menudo bastante técni­
cos, sobre temas que aparentemente no guardan ninguna
relación o, en el mejor de los casos, sólo una relación le­
jana e indirecta, con las cosas importantes de las que pre­
suntamente debiera ocuparse. Las protestas y lamentos
que se escuchan regularmente a este respecto, y a las que
gustosamente hacen eco los medios, son, ciertamente,
comprensibles; pero eso no significa que las considere jus­
tificadas en manera alguna, aunque admita incluso que,
probablemente, no haya ninguna manera satisfactoria de
resolver el problema que plantean, y con el cual, hoy más
que nunca, la filosofía debe resignarse a aprender a vivir.
A quienes reprochaban a los filósofos tradicionales el ha­
cer de la filosofía algo abstruso, árido, abstracto y repulsi­
vo, Peirce responde: “algunas ramas de la ciencia no gozan
de buena salud si no son abstrusas, áridas y abstractas”14.
Aun cuando no compartamos su convicción de que la filo-

12 Ibid., p. 31.
13 Maurice Merleau-Ponty, op. c it, p. 92.
14 CP. vol. 5, § 537.
Mofla se puede y se debe practicar de manera científica, es
difícil discutir el hecho de que, al menos ciertas ramas de
lu filosofía, que son quizás, justamente, las más funda­
mentales, no gozan de buena salud si no son abstrusas,
áridas y abstractas. Es éste un punto sobre el cual, en mi
opinión, un filósofo no tendría por qué excusarse ante su
público más de lo que deberían hacerlo un matemático o
un físico ante los suyos15.

19 Desde luego, no es ésta la manera de considerar generalmente las cosas.


Si no se comprende lo que dicen un matemático o un físico, generalmen­
te se admitirá que esto se debe a que no se dispone de la formación y los
conocimientos técnicos requeridos. Pero si no se comprende lo que dice
un filósofo, eso sólo puede ocurrir porque él no ha hecho lo que tenemos
derecho a esperar que haga. Para una ilustración típica de esta reacción,
véase el sorprendente comentario aparecido en La Recherche sobre esta
Lección inaugural bajo el titulo “Divulgar la filosofia”. Su autor confiesa
con candor que lo que escuchó le es casi tan inaccesible como lo seria la
mecánica cuántica para un campesino; pero no considera ni por un ins­
tante, como sí lo haría seguramente un campesino (pero aparentemente
no un científico, sobre todo si es, como se dice, “cultivado*), que quizás
ello se deba a que la filosofia también exige competencias especiales. A
diferencia de la mayor parte de los filósofos, que vacilarían en suscribir
tal pretensión, La Recherche se considera capaz de divulgar la filosofia
(aunque se creyera que se ocupaba, ante todo, de divulgar la ciencia, lo
cual ya plantea problemas difíciles). Nos vemos entonces obligados a
preguntarnos si habría que admitir que lo que los colaboradores de esta
revista no están en capacidad de comprender (lo cual parece ser lo mini-
mo que se requiere para pretender divulgar) es simple y llanamente la
filosofia. En todo caso, me alegra haber obtenido una confirmación tan
inmediata y explícita de lo que había tratado de decir.
Como lo dije antes, cuando me pregunto sobre las razones
que hayan podido motivar su decisión de acogerme en este
templo del saber y de la libre investigación, me agradaría
pensar que sin duda han querido honrar en mí a un repre­
sentante de la filosofía de la época, en un sentido que no es
el de lo que comúnmente se llama la actualidad, sino en el
sentido de que habla Schlick. Agradezco el honor que me
hacen, y que a través de mí hacen a la disciplina que repre­
sento, en primer lugar a Pierre Bourdieu, por la decisión
con la que suscribió, en su momento, la causa de la filoso­
fía, y consideró que era indispensable que, después de un
período de casi cinco años de ausencia, regresara al CoUége
de France. Quienes piensan que la filosofía, de un lado, y la
sociología y las ciencias humanas en generad, del otro, sólo
pueden tener el tipo de relaciones conflictivas característi­
co de la lucha por la preeminencia y la hegemonía, verán
en ello, sin duda, una paradoja, o bien el indicio de una
complicidad un poco sospechosa y que no augura nada
bueno para la verdadera filosofía. No obstante, siempre he
considerado como totalmente extraña la idea habitual se­
gún la cual el saber científico y técnico, en todas sus for­
mas, y la investigación filosófica, sólo pueden prosperar,
en cierta forma, en detrimento mutuo. Éste es, por lo de­
más, uno de los puntos sobre los que estoy en desacuerdo
con Wittgenstein, quien pensaba que nuestra época, que
es la época de la ciencia, no puede ser al mismo tiempo la
época de la filosofía, o en todo caso la de la “gran” filosofía.
No creo en absoluto que la especificidad y autonomía de la
filosofía se vean amenazadas en mciñera alguna por los pro­
gresos del conocimiento científico y por la necesidad a la
que está sometida de tener en cuenta, en cada época, el
estado real del saber científico y, de manera más general,
extrafilosófico, sobre los problemas de que se ocupa. Leibniz
actúa como un verdadero filósofo cuando escribe:
En una palabra, tengo en gran estima toda clase de descubri­
mientos, en cualquier materia que sea, y veo que de ordinario es
por ignorancia de las consecuencias y relaciones entre las cosas
que se menosprecian los trabajos de otros, [lo cual] es la marca
más segura de la mezquindad de espíritu'.

Es lamentable que los discursos apologéticos que ha­


cen parte de lo que podría llamarse la defensa de la filosofía
“pura” o “auténtica” no expresen, en muchos casos, más
que egocentrismo y narcisismo filosóficos, falta de interés
por la realidad concreta considerada en sus aspectos más
empíricos —aquellos que, por el contrario, siempre fueron
del más alto interés para Leibniz, el gran metafisico, e in­
cluso llegaron a apasionarlo—, ausencia de curiosidad teóri­
ca y, para terminar, pura y simple mezquindad de espíritu.
Leibniz, a quien nadie acusaría de rebajar la filosofía o
minimizar su importancia, dice en el Discurso de metafi-
szca que las discusiones referentes a las “grandes” cuestio­
nes filosóficas, tienen un estatuto comparable al de las
formas sustanciales de la escolástica. Las necesitamos para
llegar a la comprensión última y acabada de la realidad,
pero no debemos, so pena de verbalismo puro y llano, in­
vocarlas para explicar fenómenos y efectos particulares.
Del mismo modo, un geómetra no tiene necesidad de preo­
cuparse por el famoso laberinto de la composición del con­
tinuo, así como ningún filósofo moral, y aún menos un ju­
risconsulto o político, debe inquietarse por el problema de
conciliar el libre albedrío con la Providencia divina, puesto
que el geómetra puede concluir todas sus demostraciones
y el político sus deliberaciones sin entrar en esas discusio­
nes, las cuales, nos dice Leibniz, “no dejan de ser impor­
tantes en la filosofía y en la teología”2.

G.W. Leibniz, Opusculesetfragm ente inédits, publiés par Louis Couturat,


Hildesheim, Georg Olms, 1966, p. 226.
G.W. Leibniz, Discurso de m etafisico, X, trad. de Vicente Quintero, Bue­
nos Aires, Editorial Losada, 1946. p. 105.
I íloho de otro modo, las cuestiones y discusiones que
non importantes para la filosofia no tienen necesariamen-
Ir <|wc serlo, para seguir siendo importantes, también por
hirru de ella. Leibniz considera que el hecho de hacer in-
trrvenir directamente en cuestiones teóricas o prácticas
que pueden resolverse perfectamente por medios ordina­
rios "consideraciones generales que son de otro ámbito"3
no sólo es una torpeza, sino un error. Creo que esta falta
hu nido cometida de diversas maneras por la filosofia de
nuestra época, y que ello explica en gran medida la difícil
situación en que se encuentra hoy en día. En el error al
que me refiero incurren tanto quienes creen poder utilizar
contra la filosofia su aparente impotencia para producir
electos tangibles fuera de su propio ámbito, como quienes
creen necesario utilizar medios poco filosóficos, y a veces
bastante dudosos, para darle la certeza, o la ilusión, de
estar presente de mciñera visible y de actuar por vías pro­
pias en el ámbito del conocimiento y la acción ordinarios.
Lo que nos dice sobre este punto Leibniz, sin embargo,
plantea un problema crucial y difícil: el problema de de­
terminar cuál es exactamente la dosis de filosofia que se
requiere para nuestras actividades normales, o, para de­
cirlo de modo más pesimista, la que éstas pueden soportar
sin sufrir daño. A esta pregunta, eminentemente filosófi­
ca, se le puede dar fácilmente la forma clásica de una an­
tinomia: los problemas filosóficos son de tal naturaleza que
las respuestas posibles deben tener forzosamente alguna
importancia e incidencia por fuera de la filosofia; y, no
obstante, parece que estas respuestas no pueden, y qui­
zás no deban, tenerlas. Una formulación más precisa de
esta aparente contradicción podría ser la siguiente:
Tesis, dado el carácter fundamental y decisivo de las
cuestiones abordadas por la filosofia, no sería comprensi­
ble que lo que ella tiene que decir no ejerza, directa o indi­
rectamente, alguna influencia sobre todo lo demás.
Antítesis, dado que los primeros principios, los funda­
mentos últimos, las razones últimas y las justificaciones
definitivas que la filosofia debe mostrar no cumplen, nor­
malmente, ningún papel operativo en las discusiones y de-

Ibid., pp. 39-40.


liberaciones ordinarias, no tienen ninguna importancia real
más que en el contexto de discusiones y deliberaciones
propiamente filosóficas.
La antítesis significa que una creencia o una acción
pueden ser más o menos racionales y estar justificadas se­
gún criterios habituales y comunes, y que la práctica filo­
sófica podría, eventualmente, ayudarnos a que lo sean más,
haciéndonos más conscientes y más exigentes sobre este
punto; pero que no existe necesariamente una forma que
se pudiera calificar como específicamente filosófica de ha­
cer que una creencia o una acción sean racionales o estén
justificadas. Aplicada al problema mismo de la verdad, esta
observación se puede comprender así: una proposición o
una creencia pueden ser verdaderas de diversas maneras,
y quizás la filosofía pueda contribuir hasta cierto punto a
aumentar la probabilidad que tenemos de llegar a proposi­
ciones y creencias que lo sean. Pero de ahí no se sigue que
haya una manera diferente de las reconocidas en otros
ámbitos, una manera propiamente filosófica, de ser verda­
deras una proposición o una creencia. Es posible que haya,
desde luego, un tipo especial de verdades sustanciales que
la naturaleza de su contenido nos obligara a calificar de
“filosóficas”. Pero éste es un punto sobre el cual los mismos
filósofos, al menos los actuales, están lejos de coincidir. El
hecho indudable de que necesitemos la filosofía para reco­
nocer cierto tipo de verdades no las convierte automática­
mente en verdades de la filosofía. Llevando las cosas al ex­
tremo, se puede contemplar la posibilidad de que el fin de
la filosofía sea aportar una contribución específica a la bús­
queda de la verdad, sin que por esa razón ella misma se
constituya en una búsqueda de verdades filosóficas. Admitir
que quizás no haya verdades ni conocimientos filosóficos
dignos de ese nombre no nos obliga necesariamente a pri­
varnos de nada que merezca llamarse una verdad o un co­
nocimiento. La pregunta que se plantea, y que no es senci­
lla, consiste únicamente en saber qué tiene de propiamen­
te filosófico una verdad o un conocimiento que se insiste
en llamar así, si no lo hacemos sencillamente por comodi­
dad, por hábito o por tradición.
A falta de poder contar todavía con las luces de mentes tan
universales como la de Leibniz, es una bendición que nues­
tra época aún disponga al menos de instituciones como el
Collége de France. Una de las cosas que hacen de ésta una
institución única en su especie es, ciertamente, el hecho
de que sus integrantes sean escogidos por una asamblea
constituida por partes iguales de científicos y hombres de
letras. Indudablemente, ustedes permitirán a un filósofo
que jamás ha aceptado que se convierta a la filosofía en un
simple género literario entre otros, sin que por ello sueñe
con verla adquirir finalmente el anhelado carácter de cien­
cia, decirles cuán honrado se siente por haber sido elegido
por ustedes para ocupar esta cátedra, en una disciplina
que parece ocupar una posición intermedia, imprecisa, ines­
table y muy controvertida entre la literatura y las ciencias.
Una de las cosas a las que siempre he intentado contribuir,
en la medida de mis posibilidades, y me agradaría, por su­
puesto, seguir haciéndolo, es precisamente el reemplazo
de lo que podríamos inclinarnos a llamar el “diferendo” que
marca la mayor parte del tiempo las relaciones entre los
científicos y los filósofos, por la instauración de relaciones
de mayor equilibrio e incluso, si es posible, de mayor cola­
boración.
Quien solicita el honor de ser uno de ustedes debe sin
duda justificarlo, no solamente con una obra de alguna
importancia, sino también con la firme y sólida posición a
la que ha llegado en su propio pensamiento y en el seno de
su disciplina. Infortunadamente, en lo que se refiere a es­
te segundo aspecto, sólo podría caracterizar mi posición
actual repitiendo lo que escribió T. S. Eliot en 1929 a un
amigo: “Es bien difícil que se lo vea a uno como alguien
que acaba de instalarse en un confortable sillón justamente
cuando se acaba de empezar un largo viaje a pie”1. Lo que
les agradezco es entonces, ante todo, el que hayan juzgado
que mi propio viaje a pie, lento, vacilante e incierto, mere­
cía proseguirse en condiciones materiales y en un ambiente
intelectual que son precisamente los más favorables que
puedan concebirse, y que jamás hubiera podido imaginar
para mí.
Se habrán preguntado, sin duda, qué significa exacta­
mente el título un tanto híbrido de “Filosofía del lenguaje y
del conocimiento” que propuse para esta cátedra cuando
me decidí a solicitar sus votos. La respuesta, desde luego,
no es que me haya creído capaz de añadir una dimensión
suplementaria a lo que uno de mis directos predecesores,
Jules Vuillemin, trataba bajo el nombre más simple y más
preciso de “Filosofía del conocimiento”. Si he asumido el
riesgo de sentarme entre dos sillas, o quizás habría que
decir, entre dos cátedras, es porque he tenido que elegir
una denominación que tuviera en cuenta una evolución
real que comenzó hace algunos años en mi manera de con­
cebir y de practicar la filosofía, y cuya formulación refleja,
si se me permite decirlo con toda franqueza, cierta inde­
terminación en mi posición actual. Durante mucho tiem­
po he tendido, a pesar de algunas reservas, a creer que,
según un axioma considerado por Dummett como el prin­
cipio fundamental de la filosofía analítica, la filosofía del
lenguaje, o en todo caso el análisis del lenguaje, deberían
ser considerados como la parte fundamental de la filoso­
fía, y que ellos deberían, mutatis mutandis, cumplir hoy la
misma función que en otra época se le atribuía a la filoso­
fía primera. No creo equivocarme al decir que Jules Vui­
llemin siempre sospechó, acertadamente, que yo concedía
al lenguaje y a la filosofía del lenguaje una importancia
mucho mayor de la que merecía, especialmente cuando

Citado por Jeffrey M. Perl, Skeptídsm and Modem Bnmity. Before and
A fter Eliot, Baltimore y Londres, The Johns Hopkins University Press,
1989, p. 49.
«■tune la forma de una filosofía del lenguaje ordinario, hacia
Imcuul es probable que él jamás haya sentido mayor sim­
pa! Imque Russell. La solución habitual para quien comienza
mplnntearse problemas serios acerca de la relación entre
In filosofía del lenguaje y la filosofia sin más es, sin duda,
convertirse a lo que hoy en día se llama “filosofía de la
I t i r n t c ” , la cual, para muchos, presuntamente, suplantó a
Imfilosofía del lenguaje en el papel de paradigma de la filo-
■ofla primera. Sucede, sin embargo, que por razones sobre
Imn cuales infortunadamente no puedo extenderme aquí,
considero que el presunto vuelco que se produjo sobre este
punto, y que corresponde a lo que John Searle ha llamado
rl "redescubrimiento de la mente”, ha sido un desplaza­
miento de los problemas más que una solución de los
mismos.
Lo que la filosofia del lenguaje reemplazó en el papel de
filosofía primera fue, según Dummett, la teoría del conoci­
miento. Y si, a propósito de mí mismo, hubiera de hablarse
de un retorno a alguna cosa, sería sin duda más bien a la
teoría del conocimiento o a la filosofia del conocimiento, a
menos, claro está, que se piense, como parecen hacerlo
algunos hoy en día, que las tareas de la filosofia del conoci­
miento las han asumido ya íntegramente las ciencias cog-
nitivas, algo de lo cual no estoy convencido en absoluto.
Creo, por el contrario, que el desarrollo de las ciencias cog-
nitivas ha tenido como resultado, entre otras cosas, poner
en primer plano algunos de los problemas más difíciles y
menos resueltos de la tradicional teoría del conocimiento,
en particular aquellos que han estado vinculados desde el
principio a la idea misma de “representación” y al uso que
hacemos de esta palabra. Pero no quisiera, sobre todo, que
se concluya de allí que la reflexión sobre el lenguaje ha
perdido hoy para mí buena parte de la importancia que
tenía anteriormente. Desde luego que no. El hecho de que
no constituya una condición suficiente para la solución de
los problemas filosóficos, como sería el caso si, por ejem­
plo, la filosofia de la percepción pudiera reducirse a un
simple análisis lógico-lingüístico de los enunciados de per­
cepción, no significa que no constituya una condición ne­
cesaria, y cuya importancia aún es totalmente decisiva.
Para advertir la utilidad que conservan el análisis del
lenguaje en general, y el de nuestras maneras de hablar
más comunes en particular, basta con pensar en la obser­
vación que hace Wittgenstein a propósito de nuestro uso
de una frase del siguiente tipo: “Mientras le hablaba, no
sabía lo que ocurría en su cabeza”.
Al decir eso — escribe— no se piensa en procesos cerebrales sino
en procesos de pensamiento. Hay que tomar en serio esta ima­
gen. Realmente nos gustarla mirar dentro de su cabeza. Y sin
embargo no queremos decir más que lo que querríamos decir en
otra ocasión con las palabras: “quisiéramos saber qué piensa”.
Quiero decir: tenemos esta imagen vivida -y el uso, que aparen­
temente contradice a la imagen, y expresa lo psíquico2.

Allí no hay más que una imagen, la cual, en efecto, parece


contradecir el uso que hacemos realmente de la frase; pero
ella nos incita fácilmente a creer que existe una posibilidad
en principio, e incluso quizás práctica, de hacerla concor­
dar con el uso, y que esta posibilidad consistiría en exhibir
concretamente la maquinaria psicológica que opera en la
cabeza de quien está pensando, y a la que parece aludir la
imagen. Cuando se ve la manera en que es susceptible de
entenderse la imagen en cuestión, por algunos practicantes
de la filosofía de la mente, no solamente en serio, como debe
hacerse, sino también en un sentido literal, y también la
tendencia que existe actualmente a considerar como parti­
cularmente científico el tomarla así, podemos estar com­
pletamente tranquilos sobre la realidad de los lazos que
existen entre la falta de atención al funcionamiento real
del lenguaje y ciertas formas típicas de confusión intelectual,
así como de la importancia de consideraciones filosóficas
como las que Wittgenstein aplica a situaciones similares.
Dummett observa que la lucha por la prioridad y la prima­
cía que parece darse actualmente entre la filosofía del len­
guaje y la filosofía de la mente, no impide necesariamente
que los adversarios hagan uso de las mismas doctrinas
generales relativas a la estructura de los pensamientos y
las frases. No me pronuncio, claro está, sobre si las doctri­
nas son o no aceptables, y menos aún sobre si son aplica­
bles universalmente. Las dudas que puedan abrigarse al
respecto no son lo que se discute aquí. El desacuerdo se

Ludwig Wittgenstein, Investigacionesfilosóficas, trad. de A. Garría Suárez


y U. Moulines, México, UNAM, 1988, § 427.
refiere a la decisión de tratar de explicar una de las dos
cotias a partir de la otra, más que a la inversa. El punto
Nobre el que coinciden las dos partes es que, en filosofía, el
fundamento de todo el resto está constituido por el análisis
de la estructura fundamental de los pensamientos. Lo que
queda por decidir es si se debe abordar la filosofía del pen-
Numiento por intermedio de la filosofía del lenguaje y, en
caso de que la respuesta sea afirmativa, si la filosofía del
pensamiento se transforma entonces en lo que se llama la
teoría de la significación.
El sentido en que es cierto decir, como se hace a menu­
do, que la filosofía nos procura un conocimiento de las
características más generales de la realidad es, para filóso­
fos como Dummett, que podemos pedirle una concepción
más clara de la naturaleza de los medios que utilizamos
para pensar la realidad, y una mejor comprensión de la
manera en que se representa el mundo en el pensamiento.
Es sólo en este sentido que la filosofía se refiere al mundo.
Una importante consecuencia de lo anterior es que no ten­
dría mucho sentido preguntarse si el mundo obedece a las
leyes de la lógica y, de manera más general, a los princi­
pios de la filosofía, o quizás, más precisamente, si es sola­
mente el pensamiento, y sólo él, el que obedece a ellos, o si
también la realidad lo hace. Éste no es, en todo caso, el
tipo de cosas que podríamos esperar descubrir observan­
do la realidad misma.
El filósofo, según una fórmula de Dummett, es aquí como
el optómetra que puede proporcionarnos unos lentes que
nos permitan ver con mayor precisión lo que hay alrede­
dor nuestro, pero ciertamente no decirnos lo que veremos
cuando miremos a nuestro alrededor. Parece entonces que
la respuesta a la pregunta anterior, sobre si la filosofía nos
ofrece o no conocimientos nuevos que merezcan llamarse
filosóficos, debe ser negativa. “El filósofo —escribe Du­
mmett— no busca saber más sino comprender mejor lo
que ya sabe”3. Si se desea, es posible, desde luego, hablar
de eso como de un conocimiento suplementario, que co­
rresponde a lo que los filósofos acostumbran llamar cono­
cimiento reflexivo. Pero si por “conocimiento” se prefiere

Miche] Dummett, TheLogicalBasis ofM etaphysics, Londres, Duckworth,


1991, p. 240.
entender conocimiento de la realidad, y sólo de ella, en­
tonces es ciertamente el término “comprensión”, y no el de
“conocimiento”, el que se impone en este caso. Sobre este
punto, aun cuando Dummett haya hecho más que cual­
quiera para rehabilitar la filosofía sistemática y sacar a la
filosofía analítica de la fase de demolición que se tiende a
identificar con el momento durante el cual estuvo domina­
da por la influencia de Wittgenstein y de sus discípulos,
sus ideas sobre la naturaleza y objeto de la filosofía son, a
fin de cuentas, más próximas a las de Wittgenstein de lo
que podría esperarse. “Queremos —dice— comprendersigo
que ya está ante nuestra vista. Pues eso es lo que, en cier­
to sentido, parece que no comprendemos”4. Nos hemos ha­
bituado de tal manera a considerar al autor de las Investi­
gaciones filosóficas como un filósofo que buscó imponer
ideas revolucionarias e iconoclastas sobre lo que es la filo­
sofía, que no advertimos suficientemente hasta qué punto
en realidad es familiar y tradicional la concepción expre­
sada en esta observación.
Una de las mejores razones que podemos tener para
poner en duda el papel fundamental que atribuye Dummett
a la filosofía del lenguaje, parece ser precisamente el caso
de la percepción, al que aludí antes. Si pudiera pensarse
que la experiencia perceptiva propiamente dicha está
estructurada de un modo que es totalmente conceptual, e
incluso preposicional, la filosofía de la percepción podría
esperar encontrar naturalmente su lugar en la filosofía del
pensamiento; pero si se considera, como creo que debemos
hacerlo, que es indispensable atribuir a la percepción un
contenido y formas de organización que no son conceptua­
les, parece difícil evitar la conclusión de que la filosofía de
la percepción tiene una tarea específica y prioritaria que no
puede ser asumida realmente por la filosofía del pensa­
miento, y menos aún por la filosofía del lenguaje. El análi­
sis de la percepción no puede ser el análisis de las expre­
siones lingüisticas de la percepción, en el sentido en el que
se pensaba que el análisis del pensamiento podía coincidir
con el análisis del lenguaje en el que es susceptible de ser
expresado o, en todo caso, debía necesariamente pasar por
él. No podemos esperar comprender de qué manera el pen-

Ludwig Wittgenstein, op. cit., § 89.


■«miento se relaciona con el mundo si no comenzamos por
Interesarnos por las formas del pensamiento perceptivo; y
no podemos simular que el análisis del pensamiento
perceptivo sólo debe comenzar con el análisis de los pensa­
mientos, en el sentido fregeano del término, que aprehen­
demos y expresamos verbalmente en virtud de nuestra ex­
periencia perceptiva.
La idea de que la percepción precede al lenguaje y está
estructurada de una manera específica independiente de
nu intervención es, precisamente, una de las ideas que
Jules Vuillemin defendió contra la posición más difundida
en aquel momento entre los filósofos analíticos. Las formas
de organización perceptivas, nos decía, proporcionan al
lenguaje sus materiales de construcción, y el primer uso
del lenguaje es el de comunicar la percepción. Pero las
categorías del lenguaje introducen nuevas posibilidades
que las formas de la percepción aún no conocen. La predica­
ción pura, por ejemplo, la más simple de todas las catego­
rías lingüísticas, no tiene ya ningún correlato real en la
percepción.
La autonomía de las formas de organización perceptivas
con respecto a las del pensamiento conceptual y a las del
lenguaje, plantea evidentemente un problema fundamen­
tal para la teoría del conocimiento. Se lo puede formular a
partir de la reinterpretación que ha hecho recientemente
John McDowell de la tesis kantiana según la cual el pen­
samiento conceptual sin intuición es vacío y las intuicio­
nes sin conceptos son ciegas5. McDowell sostiene que lo
que Kant llama la espontaneidad de los conceptos debe
estar ya implicada, así sea sólo de manera pasiva, en la
receptividad sensible misma, y que el simple hecho de que
las cosas nos aparezcan de una determinada manera debe
constituir ya un modo de utilización, ciertamente pecu­
liar, pero no obstante real, de las capacidades conceptua­
les. Si nos contentamos con decir que el punto de partida
del conocimiento consiste en la manera que tiene la sensi­
bilidad de ser afectada causalmente por influencias prove­
nientes del mundo externo, y que esas afecciones son a su
vez la causa de los juicios de experiencia, se corre el riesgo

Véase I. Kant, Critica de la razón pura, Buenos Aires, Biblioteca Mundial


Sopeña, 1961, A 51 B 75.
de verse obligado a admitir que la experiencia nos puede
proporcionar a lo sumo excusas o disculpas, pero cierta­
mente no justificaciones, de los juicios que llegamos a for­
mular acerca de ella. Sabemos con certeza que nuestros
juicios son exactamente lo que no podían dejar de ser, pero
eso no nos dice nada acerca del grado de nuestro funda­
mento para aceptarlos como representación correcta de la
realidad de la que provienen. Para Helmholtz, ciertamen­
te, las cosas son un poco más complejas, pues el resultado
inmediato de la acción causal ejercida por la realidad ex­
terna sobre nuestro aparato sensorial sirve, presuntamente,
como premisa para una inferencia cuya conclusión es la
percepción y debe, por consiguiente, pertenecer ya al ám­
bito de las razones o de las justificaciones. No obstante,
dado que la experiencia perceptiva se describe como
involuntaria e inconsciente y tiene un carácter automático
que correspondería más a la acción de una fuerza bruta
que a un ejercicio real de la espontaneidad de los concep­
tos, no resulta fácil decir qué impediría considerar este
proceso como un proceso que, de principio a fin, es de
naturaleza esencialmente causal.
Para escapar a la consecuencia descrita por McDowell
es preciso dejar, según él, de tratar a la experiencia como
si pudiera ser una razón extra-conceptual para el juicio e
integrarla al ámbito de los conceptos, pues es ésta la única
manera en que puede constituirse, no sólo en una causa,
sino también en una justificación de los juicios que se apo­
yan en ella. Parece, pues, que no podríamos preservar la
convicción realista de que nuestras representaciones de­
penden de una realidad externa a la que se esfuerzan por
corresponder sino a condición de renunciar a trazar una
línea de demarcación entre el ámbito de los conceptos y
un afuera cualquiera extra-conceptual, de donde proven­
drían las influencias que se ejercen a través de él. Senci­
llamente, no hay nada externo al ámbito de los conceptos.
Aunque pueda parecer que esto significa que el pensamien­
to jamás se puede confrontar con algo que no sea él mis­
mo, porque el pensamiento no puede, al parecer, entrar en
relaciones racionales con algo que no sea ya de la naturaleza
del pensamiento, McDowell piensa que podemos suprimir
la frontera sin por ello caer en el idealismo ni disminuir
en nada la independencia, exigida por el realismo, de la
realidad con respecto al pensamiento y a la represen­
tación.
Debo confesar que, por mi parte, no me tranquiliza com­
pletamente la convergencia que existe sobre este punto
entre el realismo, tal como lo entiende McDowell, y el idea­
lismo absoluto, y que tampoco estoy persuadido de que
estemos obligados, en nombre del propio realismo, a acep­
tar la idea de que incluso las impresiones que el mundo
externo produce sobre nuestros sentidos poseen ya un
contenido conceptual, lo cual parece excluir la posibilidad
misma de distinguir, en un nivel o estadio cualquiera, den­
tro de la experiencia perceptiva, entre un contenido no
conceptual y las operaciones conceptuales que se le apli­
can. La insatisfacción que podemos sentir respecto a una
posición como la de Kant, es el hecho de que la realidad,
en la medida en que es verdaderamente independiente de
nosotros, es decir, está constituida por cosas en sí mis­
mas, es incognoscible y, en la medida en que es cognosci­
ble, sólo es aparentemente independiente de nosotros.
Como lo constata el propio McDowell: “¿Cómo puede ser el
mundo externo independiente de nosotros, si somos par­
cialmente responsables de su estructura fundamental? De
nada sirve que digamos que es sólo trascendentalmente
hablando que la estructura del mundo empírico es obra
nuestra”6.
Cabe preguntar, sin embargo, si la mejor manera de res­
tituir a la realidad la independencia que el idealismo tras­
cendental amenaza con quitarle es dar un paso más hacia
una interiorización completa de lo real en la esfera de lo
racional y en el espacio lógico de las razones. Tampoco me
resulta claro, por el momento, cómo podemos renunciar a
atribuir a la experiencia perceptiva cualquier contenido
extra-conceptual sin correr el riesgo de introducir una for­
ma de incompatibilidad y de inconmensurabilidad poco sa­
tisfactorias y poco plausibles entre las percepciones de los
animales, cuya experiencia, si se la quiere llamar así, no
debe nada al ejercicio de capacidades conceptuales pro­
piamente dichas, y las nuestras. Si no hay “perceptos” sin
conceptos, y si los animales no tienen conceptos propia­

John McDowell, MindandChe World, Cambridge, Mass., y Londres, Har­


vard University Press, 1994, p. 42.
mente dichos, tampoco tendrían “perceptos” que pudiéra­
mos situar en una escala donde los nuestros ocuparían
sencillamente un grado superior, desde el punto de vista
de su riqueza y complejidad. Es cierto que la idea criticada
por McDowell es precisamente aquella según la cual el
contenido de la percepción puede descomponerse de modo
tal que sea susceptible de revelar un factor común en la
percepción que un animal y un hombre tienen del mismo
objeto. Confieso, por mi parte, que me resulta difícil acep­
tar una revisión total de la concepción clásica, según la
cual la diferencia entre las dos especies de experiencias per­
ceptivas consiste en que las nuestras son conceptualiza-
bles y susceptibles de llevar a juicios, mientras que las de
los animales no lo son, y no que las nuestras no tengan un
contenido preconceptual, mientras que las de ellos sólo
tendrían esta clase de contenido. Podría suponerse que, al
no disponer del tipo de libertad y de distanciamiento con
respecto al entorno inmediato que implica la espontanei­
dad de los conceptos, los animales carecen también de una
consciencia de sí mismos y de la experiencia de la realidad
objetiva, en el sentido en que nosotros la entendemos. Creo,
sin embargo, que estamos obligados a preguntarnos si su
experiencia perceptiva no podría ser, al menos para algu­
nos de ellos, algo menos que la experiencia que tenemos
nosotros del mundo objetivo y, no obstante, algo más, e
incluso mucho más, que la de una simple sucesión de pro­
blemas por resolver y de oportunidades para explotar, vin­
culadas a los imperativos biológicos inmediatos.
McDowell ciertamente concede a quienes insisten en la
necesidad de atribuir a la experiencia perceptiva un conte­
nido no conceptual, que esta idea desempeña un papel
teórico respetable. La psicología cognitiva difícilmente po­
dría conseguir hacer inteligible la percepción animal y la
percepción en general, si se negara a conceder a los sentidos
mismos la capacidad de suministrar contenidos que, si bien
no son aún conceptuales tienen, no obstante, la capacidad
de representar el mundo. No debemos, sin embargo, con­
fundir el contenido que el teórico que estudia la maquina­
ria de la percepción, desde un punto de vista científico, se
ve obligado a atribuir a las experiencias perceptivas de los
animales, con el que ellas tienen para los animales mismos.
Nada de lo dicho constituye, entonces, una objeción contra
los procedimientos de las ciencias cognitivas. Tenemos, sin
embargo, derecho a considerar poco satisfactorias la dis­
tancia y el divorcio que parecen introducirse de esta ma­
nera entre lo que pueden ser realmente las percepciones
animales para los seres que las tienen y lo que es suscep­
tible de hacerlas inteligibles para nosotros desde el punto
de vista teórico y, a la vez, entre lo que la filosofía y lo que
disciplinas como la psicología cognitiva y las ciencias cog­
nitivas en general tienen que decir acerca de la percepción.
El problema al que acabo de aludir es uno de los que se
encuentran actualmente en el centro de los debates que se
adelantan en la filosofía de la percepción, y si lo he men­
cionado es porque presiento que el reto filosófico al que
corresponde tiene todas las posibilidades de ocupar una
parte importante de mi tiempo y de mis reflexiones en los
años siguientes. Lo que intenta evitar McDowell es una
elección que parece ineludible entre dos opciones, ambas
igualmente incapaces de hacer justicia a nuestra idea de
que el contenido empírico de nuestros juicios depende de
una realidad exterior, a la que representa correcta o inco­
rrectamente. La primera combina una teoría causal del
conocimiento con una concepción de la verdad y del cono­
cimiento como coherencia: los juicios y las creencias que
resultan de la experiencia pueden, en efecto, ser justifica­
dos, pero sólo mediante otros juicios y no por la experien­
cia misma. La segunda acepta la idea de un dato puro
extra-conceptual, que representa de alguna manera la con­
tribución que aporta la realidad misma al contenido del
juicio, pero que está condenada, por este mismo hecho, a
presentar como justificación algo que sólo puede consti­
tuir en realidad una absolución por las presuntas fallas.
Dicho de otra manera, o bien los juicios de experiencia son
susceptibles de justificación, mas no por la experiencia, o
bien dependen en efecto, como deben hacerlo, de la expe­
riencia, pero de tal manera que ésta sólo puede absolver­
los, no justificarlos. Si, como parece creerlo Putnam, exis­
te una total incompatibilidad entre la defensa del realismo
natural y la teoría causal de la percepción, temo que nos
encontremos frente a una seria dificultad. Para mí sería
muy tranquilizante, aun cuando no estoy seguro de que
sea posible, llegar a mostrar que puede defenderse una
concepción realista auténtica, sin verse obligado por ello a
adoptar una teoría completamente no causal del conoci­
miento. En otras palabras, que podemos esperar resolver
la contradicción que parece existir entre las dos afirmacio­
nes siguientes: 1) el realismo implica que el conocimiento
debe estar sometido a la presión causal de una realidad
independiente que lo precede y lo determina, y 2) una
concepción causal del conocimiento hace imposible el rea­
lismo, porque excluye que el contenido empírico del cono­
cimiento pueda estar al mismo tiempo bajo la dependen­
cia racional de la realidad externa y, por ende, constituir,
en el sentido propio del término, su representación.
La obra de McDowell a la que he aludido podría, en cierto
sentido, llevar por título “Un filósofo analítico descubre a
Hegel”. Resulta difícil no ver en ella una de esas ironías
habituales en la historia de la filosofía, si pensamos en
aquello que autores como Helmholtz reprochaban en la dé­
cada de 1850 a algunos de los herederos oficiales de Kant,
a saber, el practicar una forma de ciencia apriori, postular
dogmáticamente una identidad de la naturaleza y el espí­
ritu, y creer que la teoría del conocimiento puede dispen­
sarse de lo esencial, constituido precisamente por un estu­
dio experimental de las interacciones causales que tienen
lugar en la percepción, y en el conocimiento en general
entre el sujeto cognoscente y el mundo exterior. No estoy
seguro de que no nos encontremos de nuevo en una situa­
ción similar a la de Helmholtz: para él, el realismo directo
es una posición que un filósofo puede todavía tratar de
defender, pero que perdió su seriedad cuando surgió un
verdadero interés por los mecanismos causales que ope­
ran en la percepción. Lo que hace del problema de la
percepción algo tan difícil y fascinante podría ser precisa­
mente el hecho de que, si la comprensión filosófica y la
explicación teórica no se contradicen, no es porque con-
cuerden, sino más bien porque sencillamente no se en­
cuentran. La desagradable impresión que sacamos de su
confrontación, adelantada actualmente bajo las más di­
versas formas, es que una teoría científica de la percep­
ción no puede dejar de ser, al menos en parte, causal, y
postular algo como un equivalente, si es posible naturali­
zado, de las impresiones directas o sense data de la filoso­
fía, mientras que una teoría realista auténtica parece con­
denada, por su parte, a continuar siendo irreductiblemente
metafísica, y a utilizar más bien metáforas\oG>rito la de 1®
asimilación del sujeto cognoscente al objeto éonQcido, o su
identificación. V.Y-
En una carta dirigida a Marcus Herz el 21 defebrérode
1772, a la que aludi antes, Kant indica que ha llegado al
punto en que debe aceptar finalmente enfrentar directa­
mente el problema cuya respuesta constituye la clave de
la metafísica, en su aspecto teórico, a saber: ¿cuál es el
fundamento de la relación de lo que llamamos en nosotros
representación con el objeto representado? Considera que
este problema puede resolverse sin mayor dificultad úni­
camente en dos casos: 1) cuando el objeto es la causa de la
representación, pues en este caso la conformidad de la
representación con el objeto es sencillamente la del efecto
a su causa, y 2) cuando la misma representación es la
causa del objeto que le corresponde. La verdadera dificul­
tad sólo se presenta cuando nos preguntamos cómo es
posible que representaciones que no son causadas por sus
objetos, puesto que son el producto de la espontaneidad
de la mente, y tampoco están en condiciones de producir
objetos susceptibles de corresponderles pueden, sin em­
bargo, conformarse a la realidad. Pronto se hizo evidente
que el primer caso era, de hecho, mucho menos claro e
incluso mucho más problemático de lo que suponía Kant.
Helmholtz piensa que las sensaciones, que son signos ar­
bitrarios, aun cuando nos den, como todo efecto, cierta
idea de sus causas, están lejos de ofrecernos el tipo de
información sustancial y exacta sobre su naturaleza que
las teorías tradicionales tendían a imaginar. Una manera
más radical de tratar el problema nos lleva a preguntar­
nos si la relación de representación puede ser a la vez cau­
sal y semántica, y ser semántica porque es causal y sólo
por ello. Algunos filósofos como Rorty parecen creer ac­
tualmente que el hecho de que estemos conectados
causalmente con la realidad no garantiza en absoluto que
estemos conectados con ella de una manera propiamente
semántica, esto es, en el modo de la referencia y de la ver­
dad, y tampoco nos obliga a suponerlo.
Kant afirma tajantemente que “ni el entendimiento puede
intuir nada, ni los sentidos pueden pensar nada”7. El co­

I. Kant, op. c it, B 75.


nocimiento sólo puede surgir de la unión de los dos. Estas
dos facultades heterogéneas consiguen, en los hechos,
asociarse como si provinieran de una raíz común, aun
cuando su heterogeneidad, precisamente, excluye esta
posibilidad. Al distribuir como lo hace los papeles de la
sensibilidad y del entendimiento, Kant sin duda no midió
hasta qué punto la inestabilidad de la combinación que
describe generaría problemas a sus sucesores y continúa
haciéndolo hoy en día. Helmholtz se sintió ya obligado a
reconsiderar la partición kantiana de las funciones y a decir
que hay operaciones de naturaleza propiamente intelec­
tual implicadas en la misma receptividad sensible. Al pa­
recer los sentidos, al contrario de lo que afirmaba Kant,
piensan. No obstante, Helmholtz puede también haber te­
nido la impresión de permanecer fiel al dualismo y a la
ortodoxia kantianos, pues sostiene al mismo tiempo que
la sensibilidad nos ofrece únicamente signos que el enten­
dimiento deberá interpretar.
La posición de McDowell parece ser, sencillamente, que
no hay un uso de la receptividad sensible misma que pue­
da considerarse como sustraído a la intervención de la es­
pontaneidad de los conceptos y anterior a ella. Es posible
que las dificultades de la solución que propone, a las que
aludí antes, provengan en gran parte de su manera de con­
siderar que la descripción ofrecida por Kant del entendi­
miento como facultad de la espontaneidad refleja su con­
cepción de la relación entre razón y libertad, idea que re­
sume al decir que el espacio de las razones coincide con el
reino de la libertad. No obstante, si consideramos que se
trata del entendimiento y no de la razón, y de espontanei­
dad más bien que de libertad propiamente dicha, podemos
pensar que tiende a exigir en este punto mucho más de lo
que estrictamente se necesitaría. Leibniz, al retomar una
distinción trazada ya por Aristóteles, define la libertad como
espontaneidad unida a la deliberación, o como esponta­
neidad racional. Las acciones espontáneas son aquellas
que se originan en el agente mismo, más que en una cau­
sa externa; y los animales están dotados de espontanei­
dad, mas no de libertad. Si la espontaneidad es algo me­
nos que la libertad, creo que las razones que tenemos para
negarnos a atribuir a los animales una forma de esponta­
neidad cognoscitiva apropiada a su caso no son más se­
rias que aquellas que podríamos tener para negarles la
facultad de espontaneidad en la acción.
El problema que acabo de evocar presenta la particula­
ridad de ser típicamente filosófico, completamente tradi­
cional y, a la vez, actual. Otro problema que presenta las
mismas características es el que se refiere a la posibilidad
de conciliar la “imagen científica” y la “imagen manifiesta”,
como las llama Sellars, que tenemos del mundo exterior. A
menudo aceptamos, de una manera que fue para los filó­
sofos de la época moderna una fuente constante de per­
plejidad, ansiedad, conflictos y frustraciones, que la expe­
riencia perceptiva ordinaria y la ciencia no pueden preten­
der, ninguna de las dos, representar la realidad tal como
es. Comparado con lo que los científicos nos describen como
el mundo real, verdaderamente real, si podemos decirlo
así, el mundo de la experiencia vivida puede terminar pa­
reciendo como una simple ilusión, cuyo único mérito es
ser biológicamente útil. Defender, como me agradaría po­
der hacerlo, lo que llamamos el realismo científico y, a la
vez, una forma satisfactoria de realismo perceptivo, es una
tarea difícil y quizás, a primera vista, insuperable. Pero es,
creo, una tarea que la filosofía no puede evitar hoy más
que ayer.
Se esperaría sin duda que alguien a quien se ha confiado
la pesada carga de representar de nuevo a la filosofía en
este lugar, después de una interrupción que se ha prolon­
gado durante varios años, se dedique a un ejercicio del
tipo que podríamos llamar una “defensa” o un “elogio” de
la filosofía. No obstante, aun cuando tengo en efecto la
intención de decir algunas palabras sobre el tema, debo
confesar que nunca tuve un especial talento para este tipo
de cosas y que nunca me han gustado. Siempre he estado
convencido de que la filosofía se defiende esencialmente
por lo que en realidad hace, y no por la presentación com­
pletamente idealizada que ofrece por lo general de lo que
hace. Encuentro incluso la mayor parte del tiempo tan poco
convincentes los intentos de justificación a los que se
dedican periódicamente los filósofos, que me pregunto si
tienen la más mínima posibilidad de persuadir a los profa­
nos. Es cierto que, en la mayoría de los casos, están dirigi­
dos más bien a restablecer la confianza en sí mismos de
los miembros de la profesión y a reforzar el consenso entre
ellos que a convencer realmente a quienes están fuera de
ella. De cualquier manera, si lo que cuenta realmente es lo
que hacen los filósofos, probablemente será difícil hacer
algún reproche a aquellos de ustedes que pudieran pensar
que la filosofía de los últimos treinta años, para tomar el
período que conocí y durante el cual he trabajado, tiene
mucho que hacerse perdonar y varias razones para mos­
trar un poco más de humildad. En realidad es cierto, pero
creo también que la filosofía no perdería ninguna dignidad
e importancia si consintiera en tener ambiciones un poco
más modestas e incluso más realistas que las que suscri­
bía durante la época mencionada.
He llegado a una edad en la cual es sin duda normal
comenzar a tener una concepción relativamente precisa
acerca de la disciplina que se practica. Sin embargo, no
estoy seguro de tener hoy a este respecto ideas más claras
que al comienzo, y tampoco estoy convencido de la utili­
dad que pudiera tener un intento de definición de lo que
presuntamente significa la palabra “filosofia”. Podríamos
vernos tentados a aplicar a la pregunta “¿Qué es la filoso­
fía?” lo que san Agustín dice de la pregunta “¿Qué es el
tiempo?”, y observar que los filósofos tienen la impresión
de saber bien lo que es, cuando la hacen realmente, pero
mucho menos bien cuando se les pregunta. No debemos
esperar que las respuestas que dan a esta pregunta sean
más convincentes que las que se han dado a cualquier pre­
gunta filosófica determinada. Tales respuestas son, de he­
cho, tan divergentes e irreconciliables como las otras. Mi
reacción espontánea en este punto es bastante similar a la
de Quine, quien habla de “la semántica migratoria de un
tetrasílabo”, y cree que la mejor solución sería, sin duda,
“considerar las empresas y actividades reales, viejas y nue­
vas, exotéricas o esotéricas, serias o frívolas, y dejar que la
palabra ‘filosofía’ caiga donde pueda”1. Me apresuro a pre­
cisar que dejarla caer donde pueda no significa dejarla caer
donde queramos, pues hay varios sitios donde no puede
caer, y donde los filósofos, en uno u otro momento, han
intentado en vano hacerla caer. Infortunadamente, no creo
que podamos considerar sino como fracasos definitivos to­
das las tentativas realizadas hasta ahora de hacer caer a
la filosofia bien sea del lado de la ciencia, o bien del lado de
la creación literaria y del arte.
Es fácil advertir que las obras que intentan responder a
la pregunta “¿Qué es la filosofía?” no buscan realmente
explicitar y precisar qué designa la palabra “filosofía”, tal

W.V.O. Quine, “Has Philosophy Lost Contact with People?", en Theories


and Things, Cambridge, Mass., y Londres, The Belknap Press of Harvard
University Press, 1981, p. 190.
como la utilizamos. Siempre se esfuerzan en mayor o me­
nor grado por distinguir dentro del conjunto de los proyec­
tos y actividades extremadamente variados y relativamen­
te heteróclitos que llamamos “filosóficos”, aquello que es
realmente filosofía y lo que no lo es. Incluso los autores a
priori más convencidos de que la filosofía es una especie
histórica y cultural y no una especie natural, se compor­
tan a menudo como si tuviera una esencia real que debe­
ríamos reconocer y preservar contra formas diversas de
desviación y de degeneración.
Las definiciones que se proponen para la filosofía no
constituyen, en realidad, en la mayoría de los casos, más
que la racionalización de un sistema de valores y de prefe­
rencias que no están justificados y que probablemente no
son justificables. No puedo dejar de observar con cierta
perplejidad que en uno de los intentos de respuesta más
recientes, el famoso libro de Deleuze y Guattari, Qu 'est-ce
que la philosophie?, el análisis lógico figura en el penúlti­
mo estadio de la decadencia, inmediatamente después del
fondo de la vergüenza, que se alcanzó, afirman los auto­
res, “[...] cuando la informática, el mercadeo, el diseño, la
publicidad, todas la disciplinas de la comunicación, se apo­
deraron de la palabra ‘concepto’ y dijeron: es asunto nues­
tro, somos nosotros los creativos, quienes conceptuali-
zamos”2. “‘Concepto’ —dijo acertadamente Wittgenstein—
es un concepto vago”3; y es, en mi opinión, un concepto
respecto del cual es preciso mantener, a pesar de los in­
convenientes que esto pueda acarrear en ciertos casos, su
vaguedad. Wittgenstein dice también, es cierto, que “la
palabra ‘concepto’ es realmente demasiado vaga”4 (ganz
ungarzu vag, destacado mío). Por consiguiente, no es ab­
surdo pensar que podría haber buenas razones para tra­
tar de precisarlo un poco más. Comprendo perfectamente
que sintamos la necesidad de recordar, por ejemplo, que
aquello que los especialistas y los técnicos de la comuni­
cación llaman un “concepto” guarda poca relación con lo

Gilíes Deleuze y Félix Guattari, Qu est-ce que la philosophie?, París, Edi-


tions de Minuit, 1991, p. 15.
Ludwig Wittgenstein, Observaciones sobre los fundam entos de las mate­
máticas, trad. de Isidoro Reguera, Madrid, Alianza Editorial, 1987, p.
366.
Ib id., p. 349.
que un filósofo denominaría de esta manera. Pero no me
resulta claro, por el contrario, qué interés pueda tener
adoptar un concepto de lo que es realmente un concepto,
de donde se siga que la ciencia, al contrario de lo que pu­
diéramos suponer, no produce conceptos y que sólo la filo­
sofía lo hace5. Sugerir que la línea de demarcación que
nos agradaría trazar entre la ciencia y la filosofía podría
ser la misma que se traza entre lo que es un concepto y lo
que no lo es, me parece una manera de pagar una ganancia
aparente en el orden de la precisión a un precio excesiva­
mente elevado en el orden de lo arbitrario y del artificio.
En 1921, Meinong constataba: “ciertamente no es un
signo de perfección el que el problema acerca de la natura­
leza y la tarea de la filosofía no siempre se decida de una
manera en que todos coincidan”, pero la situación no es
necesariamente mucho más favorable en otros campos de
la ciencia, y la diferencia principal podría residir en que la
pregunta se formula sencillamente de manera más urgen­
te en el caso de una disciplina que se orienta a tal punto
hacia cuestiones de principio6. Confesaba, por su parte,
no haber llegado a encontrar nunca, además de las rela­
ciones de parentesco y de proximidad que existen entre
todas las actividades que, de hecho, han sido practicadas
desde tiempos inmemoriales bajo el nombre de “filosofía”,
“una fórmula conceptualmente exacta”7 capaz de dar cuen­
ta de ella. Admito gustosamente que yo tampoco he en­
contrado una, y que tengo serias dudas de que nos aproxi­
memos realmente a la fórmula conceptual buscada al de­
cir que todos los filósofos (supongo que habría que agregar
“auténticos” o “dignos de tal nombre”) tienen en común el
hecho de crear conceptos y que no se crean conceptos por
fuera de la filosofía.

5
Es cierto que este concepto de lo que es realmente un concepto corres­
ponde probablemente a una creación de conceptos filosófica y que pue­
de, por consiguiente, ser aceptado o rechazado, pero no realmente discu­
tido, en lo referente a su capacidad de representar adecuadamente la
realidad que conceptualiza (en este caso, la de la filosofía).
6
“Alexius Meinong”, en D ie Deutsche Philosophie d er Gegenw art in
Selbstdarstellungen, mit einer Einführung herausgegeben von D.
Raymund Schmidt, Erster Band, Leipzig, Verlag von Félix Meiner, 1921,
pp. 100-101.
7
Ibid., p. 102.
No estoy seguro, es cierto, de comprender correctamen­
te lo que los dos autores que defienden esta tesis entien­
den exactamente por “análisis lógico” cuando lo toman
como blanco, y menos aún cómo puede acusarse seria­
mente a los lógicos o a la lógica (sin más precisiones) de
haber confundido el concepto y la proposición8. ¿Qué “ló­
gico” podría aceptar sin una reacción de estupefacción y
de indignación comprensibles el ver caracterizada su posi­
ción como si implicara que “el concepto filosófico sólo apa­
rece a menudo como una proposición desprovista de sen­
tido”9? Por una vez, los filósofos neopositivistas, quienes,
contrariamente a lo que creen Deleuze y Guattari, no con­
fundieron nunca un seudoconcepto con una seudoproposi-
ción, y que dirían, por consiguiente, que una aserción como
la que acabo de citar no tiene ningún sentido, ciertamente
tendrían toda la razón. Como quiera que sea, si el análisis
lógico es algo que se asemeja, relativamente, a lo que habi­
tualmente se entiende por esta expresión, considero al me­
nos curioso ver que se lo clasifica en un nivel tan inferior
en la lista de rivales cada vez más insolentes y lastimosos
que la filosofia presuntamente ha debido afrontar, y de los
que se nos dice que el propio Platón no los hubiera podido
imaginar en sus momentos más cómicos10. Creo al menos
difícil pretender sencillamente que el surgimiento de la
nueva lógica en la época de Frege, de Russell y del primer
Wittgenstein, y la explotación que se hizo de las nuevas
posibilidades que representó para la filosofia el análisis
lógico de las expresiones y de los enunciados, haya consti­
tuido solamente una usurpación más, y no también un
proceso que no es insignificante. Puesto que en el libro de
Deleuze y Guattari11, se hace referencia a “la idea infantil”
de que la lógica es filosofia, creo que no sobra recordar que
no hay nada menos infantil que la manera en que los au­
tores en cuestión utilizaron la nueva forma de la lógica
para renovar a la filosofia misma12.

* Gilíes Deleuze y Félix Guattari, op. c it, p. 27.


9 Ibid.
10 Ibid. , p. 15.
11 Véase ibid., p. 27.
13 La profundidad del malentendido que existe (en la tradición filosófica
francesa probablemente más que en cualquier otro lugar) entre la lógica
Si me he permitido evocar este aspecto del problema, es
porque mis dos predecesores inmediatos en estos lugares,
Jules Vuillemin y Gilles-Gaston Granger, se encuentran
precisamente entre los pocos filósofos franceses que tuvie­
ron el mérito de comprender pronto la utilidad de la lógica,
de los conceptos lógicos y del análisis lógico para el traba-

y la filosofía, jamás dejará de sorprenderme. Deleuze y Guattari no vaci­


lan en hablar de un verdadero “odio a la filosofía” que inspiraría la rela­
ción de los lógicos con ésta: “Es un verdadero odio a la filosofía lo que
anima a la lógica, en su rivalidad o en su voluntad de suplantar a la
filosofía. Ella mata el concepto dos veces” (Op. cit., p. 133). Además del
hecho de que nadie ha tratado de reemplazarsimplemenXe la filosofía por
la lógica, debo confesar que no me resulta claro qué es lo que permite
decretar que el amor por la filosofía, en pensadores como Frege, Russell,
el primer Wittgenstein, Carnap o Quine, debía considerarse menos gran­
de o auténtico que en los “verdaderos” filósofos como Nietzsche, Husserl,
Heidegger, Bergson o Deleuze. Todo el problema reside precisamente en
que “el odio a la filosofía”, del cual los integrantes del Circulo de Viena
presuntamente ofrecen, por lo general, el ejemplo más típico y más in­
dignante, no les impidió, a pesar de lo que se piense al respecto, estar
convencidos, ellos también, de defender la “verdadera” filosofía y aquella
del porvenir. Paul Valéry describe en un momento dado un viaje imagi­
nario a un país que llama “el país de la forma”, donde las faltas de len­
guaje y las faltas lógicas se sancionan penalmente como infracciones a la
ley: “[...] En síntesis, todo lo que está destinado a actuar por la violencia,
por la seducción, por la ilusión de nuestros sentidos o de nuestra mente,
es tratado en ese reino como se trata en los otros aquello que actúa
mediante la violencia corporal. Se considera que los ojos, los oídos, la
imaginación, la memoria y el mecanismo lógico de los ciudadanos deben
ser respetados como sus bienes, e incluso como el bien más preciado”
[Oeuvres, II, edición establecida y anotada por Jean Hytier, Bibliothéque
de la Pléiade, París, Gallimard, 1960, p. 466). De vez en cuando, hay
filósofos que estiman que, si lo que se ha obtenido en ese país por medio
de la represión pudiera obtenerse, en filosofía, mediante la adopción es­
pontánea de principios, métodos y reglas que garantizaran un mayor
respeto por la sensibilidad, la imaginación y las facultades lógicas de los
demás, esto constituiría ciertamente un progreso para la disciplina. No
obstante, de manera general, la idea que hay detrás de la ficción de Valéry
(la de un país en el cual dice haber temblado de temor y, a la vez, de
admiración) sólo evoca, para los filósofos, la tiranía intelectual en estado
puro, el odio al pensamiento, la anti-filosofia. Musil había observado ya
(a propósito de la manera de proceder de Spengler) que, en la categoría
de los crímenes contra el espíritu, las infracciones contra las matemáti­
cas, la lógica y la exactitud tienden a considerarse actualmente como
crímenes políticos que honran a su autor, de manera que es el fiscal
quien se encuentra generalmente en la posición del acusado. Quienes se
quejan de las infracciones cometidas contras las reglas de la lógica y de
la argumentación, podrían tener la impresión de exigir simplemente res­
peto a un derecho elemental. Pero es de ellos de quien, incluso y espe­
cialmente si se expresan como filósofos y a propósito de la filosofía, se
sospecha la mayor parte del tiempo de cometer un abuso de poder dicta­
torial.
jo filosófico y que, cualesquiera que sean las reticencias y
reservas que han manifestado siempre frente a la manera
en que la filosofía analítica los utiliza, y frente a la tradi­
ción analítica en general, nunca han tenido la tentación
de subestimar la importancia decisiva que el aporte de la
lógica contemporánea ha representado para la filosofía. Si
recuerdo bien, fue a Jules Vuillemin a quien escuché ha­
blar por primera vez de Frege, de Russell y de Wittgenstein,
y no creo exagerar si digo que se trató, en muchos aspec­
tos, de una verdadera revelación. Es preciso representarse
lo que era la filosofía francesa a comienzos de los años
sesenta para apreciar hasta qué punto la manera que te­
nía Vuillemin de demostrar, mediante la teoría y el ejem­
plo, que era posible tratar aquellas cosas inexactas de las
que se ocupa la filosofía con un grado de exactitud y de
precisión muy superior a aquel con el que nos contenta­
mos generalmente, fue algo nuevo y decisivo para algunos
de nosotros.
Es un placer, para alguien que hace su entrada entre
ustedes, haber tenido como predecesores inmediatos a sus
dos maestros más importantes y a quienes puede, por con­
siguiente, expresar su agradecimiento de una manera que
no es una simple formalidad. Al mismo tiempo, reconozco
que probablemente no fui un buen discípulo ni del uno ni
del otro. No fui un buen discípulo de Vuillemin, porque
puede sospechar que traicioné completamente la causa de
la filosofía teórica y sistemática, de la cual era él, en nues­
tra época, uno de los defensores más convencidos y ta­
lentosos. Y tampoco fui un buen discípulo de Granger, por
razones que, si dejamos de lado el hecho de que lamen­
tablemente jamás adquirí los conocimientos científicos que
hacen de él una maestro tan impresionante, y que resul­
tan indispensables para pretender seguir sus pasos, son
finalmente del mismo orden y se refieren al hecho de que
tampoco pude compartir por completo su concepción de la
filosofía y de las relaciones que guarda con su historia.
Podría decir que a ambos maestros les debo en gran
parte el descubrimiento de la importancia, no sólo de la
lógica, sino igualmente de la ciencia en general, para la
práctica filosófica. (En lo que respecta a lo segundo, debe­
ría ciertamente agregar a sus nombres el de Georges Can-
guilhem, cuya ausencia hoy en este lugar me da ante todo
la impresión de un vacío imposible de imaginar y de me­
dir). Podemos, sin embargo, constatar a primera vista que
la filosofía contemporánea se ha visto en gran parte domi­
nada por la confrontación que existe entre dos concepcio­
nes en apariencia bien diferentes de la filosofía, una de las
cuales concede una importancia prioritaria a los hechos
de la ciencia y, más precisamente, de la ciencia en su for­
ma y estado actuales, mientras que la otra tiende a privile­
giar, por el contrario, los hechos del lenguaje ordinario y
de la experiencia común. Cuando se la practica de la pri­
mera manera, la filosofia se presenta, por lo general, más
bien como una disciplina teórica y sistemática, explicativa
y a la vez normativa, pues se reconoce a sí misma el dere­
cho de adoptar una actitud fundamentalmente crítica frente
a los conceptos, las categorías y los juegos de lenguaje
ordinarios, los cuales, en su opinión, no gozan de ninguna
inmunidad especial, y es posible incluso que deban ser
seriamente reconsiderados y revisados con base en un
mejor conocimiento proveniente de las ciencias y de la pro­
pia filosofia. Cuando se la practica de la segunda manera,
por el contrario, tiende a aparecer más como una discipli­
na ateórica y antisistemática, a priori, puramente concep­
tual y, en principio, solamente descriptiva. Puede, además,
presentarse como una empresa de índole esencialmente
terapéutica o profiláctica, si se entiende que la necesidad
primordial de quien se debate con problemas filosóficos es
la de reconciliarse con la experiencia cotidiana, el sentido
común, y los conceptos ordinarios. No serviría de nada
encubrir el hecho de que se trata realmente de dos con­
cepciones diferentes de la filosofia, que ciertamente pue­
den tratar de coexistir, pero que tienen pocas probabilida­
des de llegar a un acuerdo. Por otra parte, es indiscutible
que, incluso aunque yo jamás la haya considerado como la
única realmente posible, he dado, sin embargo, la impre­
sión de haber optado, al menos en la práctica, decidida­
mente por la segunda y no por la primera.
Creo que Vuillemin, por su parte, ha estado convencido
siempre de que la forma de la filosofia debe ser hoy, tanto
como ayer, la de un sistema, en un sentido que él, más
que nadie, ha contribuido a aclarar y a explicar. Una de
sus principales y constantes preocupaciones ha sido la de
defender la idea de que una clasificación general y verda­
deramente aprioride tipos diferentes de sistemas filosófi­
cos, basada en los diferentes tipos de proposiciones ele­
mentales, debía ser posible y realizable. Nadie que haya
leído un libro tan poderoso y magistral como Nécessité ou
contingence puede, creo, dudar de la fuerza y la sorpren­
dente fecundidad de esta idea. Comprendemos bien en­
tonces, que Vuillemin haya tendido siempre a percibir como
una decidida regresión la predilección de nuestra época,
al menos hasta una fecha relativamente reciente, por la
crítica e incluso, preferiblemente, por la crítica radical, más
que por la filosofía constructiva, y por las empresas filosó­
ficas de ese talante que podríamos llamar aforístico, más
que sistemático, pues es así como se la percibe, como la
del segundo Wittgenstein.
Esto no impide al autor de What are Philosophical Sys­
tems? (un problema que, para él, no se diferencia real­
mente de la pregunta misma “¿Qué es la filosofía?”) ser el
primero en observar que
una vez que ingresan a la filosofía la consciencia fenomenológica,
la vida, la existencia y los juegos del lenguaje como primeros prin­
cipios, satisfacen necesariamente las obligaciones sistemáticas
ordinarias, pues es preciso mostrar que son suficientes para pro­
ducir aquello que, en el mundo, se reconoce como realidad au­
téntica, y para eliminar las construcciones intelectuales que, tra­
dicionalmente, han sido equivocadamente tomadas por filosofía13.

De cualquier manera que se consideren las cosas, los


sistemas filosóficos abiertos, fragmentarios, indetermina­
dos y flexibles son, sin embargo, sistemas, y están someti­
dos, como los otros, a la obligación de proponer un princi­
pio de demarcación entre lo real, que reconocen como tal,
y lo aparente o ilusorio que excluyen. Podría incluso suce­
der que Husserl haya estado en lo cierto cuando afirma
que la crítica filosófica presupone ella misma la posibili­
dad ideal de una filosofía sistemática. No creo, sin embar­
go, que desde el punto de vista de Wittgenstein, por ejem­
plo, el contraste más importante sea aquel entre una ma­
nera sistemática y una manera no sistemática de concebir

13 Jules Vuillemin, Whatare PhilosophicalSystems?, Cambridge, Cambridge


University Press, 1986, p. 107.
y de practicar la filosofía. Sería más bien, en mi opinión,
aquel que existe entre quienes continúan concibiendo a la
filosofía como una actividad teórica de cierto tipo y quienes,
como él, tienden a considerarla más bien como algo de la
naturaleza de un trabajo o de un ejercicio que el filósofo
debe efectuar sobre sí mismo y que cada uno debe efectuar
de nuevo para sí, un trabajo que se refiere, como lo dice, a
la manera de ver las cosas y a lo que exigimos de ellas.
Cuando se concibe la filosofía de esta manera, al pare­
cer hay sólo un paso para llegar a la idea, que era efectiva­
mente la de Wittgenstein, y a la que muchos consideran
como algo que atenta contra la dignidad de la filosofía,
según la cual deberíamos poder librarnos de un problema
filosófico, no mediante la adquisición de una forma de co­
nocimiento o de visión superiores, sino más bien como nos
curamos de un malestar, una ansiedad, una perturbación
o un desorden psíquico. Wittgenstein evoca en uno de sus
manuscritos la tentación que podríamos tener de compa­
rar el tormento del filósofo al del asceta que soporta gi­
miendo una pesada esfera, y a quien un hombre que lo ve
le da súbitamente la solución a su problema diciéndole:
“¡Déjala caer!”14 Esta comparación sólo puede parecer in­
juriosa para la filosofía si olvidamos que la posición del
filósofo es siempre y al mismo tiempo la del asceta y la del
hombre que le recuerda que es la filosofía la que debe en­
contrar un medio filosófico, esto es, que no se reduzca al
simple rechazo ignorante o arbitrario de los problemas
mismos, que la libre de la carga aplastante que lleva. Y,
para corregir la impresión de que la situación del filósofo
ha sido descrita en términos que se asemejan demasiado
a los de la psicología o, peor aún, a los de la psicopatología,
es necesario precisar, además, que si el desacuerdo del
que habla Wittgenstein es un desacuerdo interno, no lo es
en ese sentido. Lo es solamente en el sentido de que se
trata de una discordancia y de una incomprensión que se
manifiesta, no entre nosotros y una realidad externa y aje­
na, sino entre nosotros y nuestro lenguaje y nuestras pro­
pias prácticas, entre nosotros y nuestras maneras de ac­
tuar y de describir lo que hacemos. Es allí donde debería­

14 Cf. Ludwig Wittgenstein, “Philosophie” (“The Big Typescript”, § § 86-93),


en Revue internationale de Philosophie, No. 169 (1989), p. 187.
mos buscar, en mi opinión, la explicación última de la ten­
dencia de Wittgenstein a distinguir más radicalmente que
la mayoría de los filósofos, un problema científico de una
perplejidad filosófica.
Es sin duda porque mi relación personal con la filosofia
y lo que espero de ella están vinculados en gran medida a
esta idea, y no porque me sienta autorizado a considerar
como intrínsecamente absurda o históricamente supera­
da la concepción más tradicional de lo que siempre ha sido
y debería, si es posible, continuar siendo, que los sistemas
filosóficos (en el sentido propio del término), a pesar de lo
impresionantes y fascinantes que sean, si se los considera
sencillamente como construcciones intelectuales de cierto
tipo, no creo que constituyan la clase de instrumento apro­
piado para la solución de los problemas que me planteo en
filosofia. No se trata únicamente, como lo dijo Wilhelm
Busch, de que los filósofos (y, más específicamente, po­
dríamos agregar, los autores de sistemas) sean como pro­
pietarios de inmuebles que siempre hay que reparar15, lo
que hace que podamos preferir renunciar sin más a ser
propietarios16. Podemos también tener la sensación de que
aquel filósofo que cree encontrar la solución a sus dificul­
tades filosóficas en un sistema o incluso, de manera más
general, en una construcción filosófica cualquiera, se equi­

15 Wilhelm Busch, 5b sprichtd er (Vise, Esslingen, Bechtle Verlag, 1981, p.


9.
16 Ver a propósito de lo anterior el texto de Baudelaire que cita James Conant
para aclarar la actitud actual de Putnam respecto de las teorías y los
sistemas filosóficos en general (Hilary Putnam, Words and Life, editado
por James Conant, Cambridge, Mass., y Londres, Harvard University
Press, 1994, p. xii). Tanto en su manera de leer hoy a Wittgenstein como
en el poco entusiasmo que manifiesta por la investigación de nuevos
sistemas, me parece que Putnam ha llegado finalmente a una posición
que se aproxima bastante a aquella que me inclino a adoptar y que he
intentado defender desde el comienzo (es cierto, con menos fuerza per­
suasiva que él, dado el contexto hiper-teórico en el que esto ocurría,
además de la mala consciencia). La manera en que el propio Wittgenstein
describe su cambio de actitud y de estilo filosóficos después del Tractatus
es esclarecedora a este respecto: “Todo lo que tiene el carácter de una
aserción desaparece cada vez más en este/m i trabajo y, al hacerlo, es
cada vez más correcto y, por el otro lado, cada vez más difícil de com­
prender para quienes viven en las teorías metafísicas [esperan de las
teorías metafísicas]” (Ludwig Wittgenstein, Wiener Ausgabe, Band IV,
Bemerkungen zur Philosophie, Bemerkungen zur philosophischen
Grammatik, herausgegeben von Michael Nedo, Viena-Nueva York,
Springer Verlag, 1995, p. 131).
voca, como diría Wittgenstein, sobre la naturaleza de su
verdadera necesidad. En todo caso, me inclino a considerar
la manera lamentable en que pasa la filosofía constante­
mente y, en ocasiones, casi inmediatamente, de una posi­
ción a la posición contraria más extrema, movimiento del
cual la filosofía de la época reciente ha dado ejemplos tan
espectaculares como tristes, como algo que constituye ante
todo un indicio de que aquello que nos obstinamos en bus­
car en la filosofía podría no ser aquello que realmente ne­
cesitamos y que resolvería nuestro problema.
Es evidente que, si consideramos, como lo hace Vuille­
min, que el nacimiento de la filosofía está unido al de la
axiomática (ambos, dice, están ligados el uno al otro como
los Dióscuros), y que la axiomática es lo que ha permitido
al espíritu humano despertar de su sueño mítico, es difícil
no considerar el regreso al lenguaje ordinario que han pre­
conizado algunos filósofos contemporáneos como una es­
pecie de regresión hacia la mitología. Por lo demás, térmi­
nos tales como “mitología” y “superstición” hacen parte
precisamente de aquellos utilizados por Wittgenstein con
bastante frecuencia para calificar, por el contrario, las teo­
rías filosóficas que critica. Y no es necesariamente un con­
suelo saber que, para él, una superstición, en ese sentido,
es algo muy diferente de un error. La filosofía, comprendi­
da a su manera, puede dar la impresión de recaer directa­
mente bajo un sometimiento que es precisamente la ca­
racterística del mito, y del cual no ha podido liberarse la
ciencia más que haciendo aquello que Vuillemin llama “una
revolución completa en el uso de los signos lingüísticos”17,
esto es, creando un nuevo lenguaje. Mientras que la filoso­
fía se esforzó inicialmente por reformar y renovar la onto-
logía mitica, repudiada por la axiomática, conformándose
precisamente a las exigencias del método axiomático, es
posible que el regreso al lenguaje ordinario parezca conde­
narla a aceptar de nuevo acríticamente una ontología de
este tipo; se trata de un reproche que, bajo diversas for­
mas, ha sido formulado en repetidas ocasiones y a menu­
do acertadamente, contra la práctica de las filosofías del
lenguaje ordinario.

17 Jules Vuillemin, op. á t, p. 100.


Dado que todos los sistemas axiomáticos comparten el
aparato deductivo que constituye la lógica formal, “pode­
mos —escribe Vuillemin— definir el sistema de signos que
le es propio a la filosofía como una ontología sometida a la
lógica”18. No obstante, la idea de apariencia y el contraste
entre apariencia y realidad son habitualmente ajenos a la
axiomática corriente, mientras que constituyen, por el con­
trario, uno de los problemas fundamentales de la filosofía.
Habría, entonces, diferencias esenciales entre la filosofía y
la axiomática. La primera es que la filosofía busca reem­
plazar la referencia equívoca a la realidad que caracteriza
al mito por una ontología determinada, y que “entre prin­
cipios evidentes igualmente recomendados por el sentido
común, pero incompatibles entre sí, se impone a la filoso­
fía optar, lo cual explica sus divisiones”19. La exigencia de
determinación y de coherencia tiene como resultado la im­
posibilidad de aceptar el liberalismo y el sincretismo del
sentido común: la toma de consciencia filosófica nos reve­
la que estamos en la obligación de elegir, y todos los siste­
mas filosóficos, incluidos aquellos que buscan alejarse lo
menos posible del sentido común, adoptan opciones que
implican, tarde o temprano, conclusiones que no concuer-
dan con el sentido común. Los dos ejemplos que considera
Leibniz como más famosos dentro de los “laberintos del
pensamiento”, a saber, el laberinto del continuo y el de la
libertad, constituyen ilustraciones típicas de esta situa­
ción. La segunda diferencia es que, si bien la filosofía se
asemeja a la axiomática en el sentido en que ambas bus­
can la verdad, a diferencia de lo que sucede en el caso de
la verdad científica,
[...] su consideración de la ontología lleva a la filosofía a genera­
lizar una oposición que sólo tiene una importancia local y secun­
daria en la ciencia. Los sistemas filosóficos rivales luchan por
fronteras reconocidas, cuando no fijas, entre apariencia y reali­
dad20.

Cuando se aplica a la ontología, la axiomática produce


inevitablemente pluralismo y desacuerdo, y condena a la

'* Ibid., p. 105.


19 Ibid., p. 114.
20 Ibid.
filosofía a vivir indefinidamente en el conflicto que ha sido
su marca de nacimiento.
Una de las obligaciones que incumben a una ontología
sistemática es, en estas condiciones, demostrar que las
ontologías rivales se reducen al estatuto de simples apa­
riencias. La característica de todos los autores de siste­
mas ontológicos es, podríamos decir, presentarse como los
únicos realistas verdaderos, como los únicos que dispo­
nen de medios adecuados paira hacer la discriminación
correcta que debe trazarse entre la realidad y la pura apa­
riencia. Esto es cierto también, desde luego, para los auto­
res que la tradición filosófica clasifica en la categoría de
idealistas. El propio Berkeley no se abstiene de afirmar
que está más a favor de la realidad que cualquiera, de la
única y verdadera realidad, y en contra de las quimeras
filosóficas que las maneras de hablar irreflexivas e irres­
ponsables nos llevan a inventar. Dentro de la clasificación
propuesta por Vuillemin, los sistemas se dividen en dos
grandes categorías: la clase de los sistemas dogmáticos y
la de los sistemas del examen, cuyas principales variantes
son el intuicionismo y el escepticismo. Para las ontologías
dogmáticas, la verdad se define por la correspondencia con
estados de cosas objetivos; para los sistemas del examen,
la verdad está intrínsecamente ligada al proceso subjetivo
del conocimiento, a la posibilidad que tenemos de cono­
cerla y a los medios de que disponemos para hacerlo. Lo
que comparten las diferentes versiones de la opción in-
tuicionista, la de Epicuro, Descartes y Kant, por ejemplo,
es la forma en que asignan límites al conocimiento, su re­
chazo a adoptar una noción de objetividad susceptible de
aplicarse a algo diferente de lo que está en principio al
alcance del sujeto cognoscente.
Se observará que esta oposición entre los sistemas dog­
máticos y los sistemas del examen puede relacionarse con
aquella que se acostumbra hacer, desde los trabajos de
Dummett, entre el realismo y el antirrealismo. La diferencia
principal estriba en que, según él, disponemos hoy en dia,
en principio, de medios para decidir cuál es la opción correc­
ta. Una teoría del significado adecuada para cierta catego­
ría de proposiciones resolvería el problema, al indicarnos
cuál es la noción de verdad apropiada para las proposicio­
nes de este tipo. Sabríamos, gracias a ella, si se trata de
una noción de verdad objetiva, susceptible de trascender
eventualmente toda posibilidad de verificación, o si, por el
contrario, se trata de una noción más epistémica como la
demostrabilidad o la verificabilidad. No habría, sin embargo,
ninguna razón para esperar que la respuesta obtenida sea
uniforme: podríamos vemos llevados a aceptar una concep­
ción realista de la verdad para una clase de proposiciones
dadas, y una concepción antirrealista para otra. El proble­
ma no es, sin embargo, insoluble apriori. Es una oportu­
nidad para constatar que la historia de la filosofia no es
únicamente la de los sistemas y su interminable confron­
tación, sino igualmente la de los intentos realizados por
poner fin a la pluralidad y a la oposición por parte de aque­
llos filósofos que no renuncian a separarlos y creen dispo­
ner, finalmente, de medios que permitirían hacerlo de una
manera susceptible de satisfacer en principio a todos.
Vuillemin observa que “no parece que el espíritu plu­
ralista del método axiomático haya penetrado profunda­
mente en la filosofia contemporánea”21. Esto es ciertamen­
te verdadero y no debe sorprendernos el que los filósofos
que no son conscientes de los vínculos que existen entre el
método axiomático y la filosofía, o que no se ven impresio­
nados por ellos, crean sin dificultad que un problema filo­
sófico, si tiene solución, debe tener una y sólo una. Peirce
se refiere irónicamente a la actitud de aquellos filósofos
que nada temen más que un descubrimiento susceptible
de resolver definitivamente un problema que los atormenta,
pues su solución significaría también el final de lo que es
más importante para ellos, a saber, la posibilidad de argu­
mentar indefinidamente sobre él y en torno a él. A diferencia
de los científicos, quienes abordan problemas que esperan
resolver o, en todo caso, ver resueltos por las generaciones
siguientes, los filósofos dan a menudo la impresión de que
les interesa menos descubrir una solución, si la hay, que
asegurar la perennidad del problema. Podríamos, proba­
blemente, utilizando un principio de clasificación poco
habitual, dividirlos en dos grandes categorías, quienes pien­
san que los grandes problemas filosóficos son y seguirán
siendo insolubles, lo cual resulta comprensible si su solu­
ción depende, de manera esencial, de la posibilidad de di­

21 Ibid., p. 118.
rimir definitivamente el conflicto entre los sistemas que
han sido construidos, y quienes piensan que, después de
todo, no hay razones serias para considerarlos insolubles.
No es necesario para ser un filósofo del segundo tipo,
creer que la filosofía puede ser científica, en el sentido en
que lo creía, por ejemplo, Russell. Bergson y, en un género
completamente diferente Wittgenstein, son filósofos que
pertenecen claramente a la segunda categoría. “Nos deci­
mos —escribe el primero en Lapensée et le mouvant—que
los problemas filosóficos tal vez hayan sido mal plantea­
dos, pero que, precisamente por esta razón, no seria nece­
sario considerarlos ‘eternos’, es decir, insolubles”22. Es cier­
to que Bergson pensaba asimismo que un filósofo sólo re­
suelve, en cierto sentido, sus problemas, aquellos que él
mismo ha creado; que la filosofía no inventa solamente
soluciones, sino también problemas, y el verdadero méri­
to, para un filósofo, sería crear la formulación de un pro­
blema y, al mismo tiempo, la solución. Si llevamos esta
idea a sus últimas consecuencias, llegamos pronto a la
conclusión, que parece ser la de Deleuze, de que las dife­
rencias importantes entre los filósofos no residen en las
soluciones que proponen a problemas comunes, sino más
bien en los problemas propios de cada uno, y que, de algu­
na manera, se formulan y solucionan simultáneamente,
al menos en los más grandes filósofos, mediante la crea­
ción de conceptos que son inseparables de ellos. En estas
condiciones, discutir la solución de otro filósofo no resulta
nunca interesante. Lo único interesante es tratar de for­
mular otro problema y crear, para resolverlo, otros con­
ceptos. Por lo demás, es generalmente lo que intentan ha­
cer, sin advertirlo, cuando pretenden discutir una solu­
ción que no han inventado ellos mismos.
Bergson estaba convencido de que la metafísica había
cometido el error de buscar la realidad de las cosas más
allá del tiempo, del cambio y del movimiento, y sólo había
producido por esta razón lo que llama “una organización
más o menos artificial de los conceptos, una construcción
hipotética”23. Una vez identificados los problemas reales,

22 Henri Bergson, La pensée et le mouvant, en Oeuvres, textos anotados por


André Robinet, introducción de Henri Gouhier, París, PUF, 1959, p. 1259.
21 Ibid.
pueden resolverse de una manera que no es de forma al­
guna hipotética y que no implica tampoco, por consiguiente,
la pluralidad de opciones que es la característica constitu­
tiva del ámbito de la hipótesis. La solución, que está a
nuestro alcance, consiste en separar la envoltura concep­
tual y despertar la crisálida: todo nos lleva a creer que los
“grandes problemas” desaparecerán sencillamente con la
primera. “La metafísica, se nos dice, se convertirá enton­
ces en la experiencia misma”24. Se trata de una solución
que siempre me ha parecido extraña, pues es difícil com­
prender cómo podría la experiencia reemplazar a la meta­
física y que ésta continuara siendo lo que presuntamente
es. Bergson, sin embargo, creía al parecer en la posibili­
dad de algo semejante a una metafísica vivida, en lugar de
escrita, una metafísica sin símbolos, sin enunciados, e in­
cluso sin medio de expresión ni necesidad de expresarse
diferente de la experiencia misma.
Sólo he mencionado su “solución” para recordar que, si
bien la constatación del hecho de que los problemas filo­
sóficos han sido mal formulados desde un principio es,
ante todo, la expresión de un constante fracaso y de un
desencanto, puede dar lugar también a grandes esperan­
zas. La historia de la filosofía está jalonada por los inten­
tos de los grandes filósofos que han creído que bastaría
formular correctamente los problemas de la filosofía (gra­
cias a ellos), para que resultasen solucionables, bien de
manera inmediata o mediante una forma de investigación
metódica cuyos principios serían establecidos con clari­
dad en lo sucesivo. Es cierto que ni la crítica kantiana de
la metafísica ni los repetidos intentos realizados después
de Kant por poner a la filosofía finalmente “en el camino
seguro de la ciencia”, parecen habernos aproximado a la
solución del conflicto que existe entre las filosofías. Como
lo afirma Vuillemin, la paz es la expresión de la resignación
más que el efecto de la victoria. Sin embargo, no veo ningu­
na razón para que la pretensión de haber conseguido reco­
nocer la verdadera naturaleza de los problemas filosóficos
y, a la vez, restituir a los filósofos la esperanza de llegar a
resolverlos, no continúe siendo reformulada periódicamente
en el futuro. Según Dummett, una vez que comprendemos

24 Ib id .
que las controversias metafísicas relativas a problemas tales
como la realidad del pasado, la de los estados mentales de
los otros seres humanos, la de las cosas físicas o la de los
objetos y estados de cosas matemáticas, son en realidad
controversias sobre la teoría de la significación que debe­
mos adoptar para las proposiciones de la categoría en cues­
tión, no hay dificultad alguna en admitir que, en principio,
pueden ser resueltas e incluso resueltas definitivamente.
Para él, la oposición que se da entre un realista y un
constructivista en matemáticas, por ejemplo, se toma en
primer grado como una oposición entre dos imágenes. La
primera es la de una realidad matemática que preexiste a
nuestras actividades de demostración y de refutación, y
en la cual los estados de cosas se realizan o no se realizan
de una manera completamente independiente de la posi­
bilidad que tenemos de saber si lo hacen o no. La segunda
es la de una realidad que es esencialmente el producto de
las actividades de construcción del matemático y que no
trasciende en manera alguna su capacidad de decidir so­
bre la verdad de las proposiciones matemáticas. Esto nos
da una idea exacta de la verdadera naturaleza de su desa­
cuerdo. Es la adopción de una teoría de la significación de
cierto tipo para las proposiciones matemáticas la que lleva
consigo la imagen correspondiente, y no a la inversa, de
manera que, si la cuestión pudiera dirimirse al nivel de la
teoría de la significación, el conflicto que existe entre las
imágenes, que constituyen las expresiones metafísicas de
opciones que en realidad son de otra naturaleza, se resol­
vería por sí mismo y no subsistiría nada que pudiéramos
pensar en decidir desde el punto de vista filosófico. Es un
punto en el que no estoy dispuesto personalmente a se­
guir a Dummett, pues no comparto ni la concepción de las
relaciones que existen, en estos casos, entre las imágenes
filosóficas y sus correlatos o substratos semánticos, ni su
reconfortante optimismo. No obstante, encuentro que su
programa es ciertamente mucho más razonable y definitiva­
mente menos desagradable que las declaraciones de quie­
nes nos invitan a contar, para la solución de estos proble­
mas, con el progreso mismo de las ciencias o bien, si fuese
preciso tomar literalmente otra cosa que escuchamos re­
petir a menudo, contar con lo que podemos esperar de la
poesía, de la literatura o del arte en general.
Dummett piensa que, en lo sucesivo, sabremos al me­
nos dónde buscar para resolver problemas como éstos,
incluso si su solución puede tomar algún tiempo. Witt­
genstein podría parecer aún más optimista, pues siempre
estuvo persuadido, aun cuando por razones muy diferen­
tes de las de Dummett, que una de las características que
distinguen fundamentalmente las cuestiones filosóficas de
los problemas científicos es que disponemos en principio
de todo lo que necesitamos para resolverlas, y resolverlas
completamente, en el momento en que se formulan. Se
trata de una sugerencia que resulta evidentemente inad­
misible para quienes piensan que la filosofía tiene un vín­
culo privilegiado con las ciencias, y que la solución de sus
problemas puede depender en buena parte de los progre­
sos (ya realizados, actualmente en curso o esperados para
un futuro) de nuestro conocimiento científico. Esta con­
cepción no es, sin embargo, aun cuando presente ciertas
afinidades con ella, la que filósofos como Vuillemin sacan
de sus investigaciones sobre la teoría y la clasificación de
los sistemas. Para ellos, en razón de los vínculos particu­
lares que tiene la filosofía con el método axiomático, y de
la ruptura que hace, como él, con el lenguaje ordinario y la
experiencia común, la filosofía estaría, de hecho, del lado
de las ciencias; y habría, en efecto, una relación entre los
conceptos y las leyes científicas, por una parte, y las con­
cepciones filosóficas que les corresponden, por la otra. Pero
tal relación no es una determinación unívoca. Los siste­
mas filosóficos y, afortiori, las clases de sistemas, nunca
se confrontan con teorías, desarrollos y resultados cientí­
ficos que podrían desempeñar en relación con ellos un papel
comparable, en mayor o menor medida, al de experimen­
tos cruciales. Mientras que Wittgenstein parece sostener
que la solución de un problema filosófico no depende nun­
ca de un descubrimiento científico aún por hacer, lo que
habría que decir es más bien que puede depender en efec­
to de él, pero de tal manera que un descubrimiento cientí­
fico nunca está en condiciones de imponer, por sí mismo,
una decisión filosófica.
Los partidarios de lo que llamamos la “filosofía científica”,
en el sentido estricto del término, no ven inconveniente
alguno en considerar a la filosofía como una disciplina
sometida al mismo proceso indefinido de autocorreción de
cualquier ciencia, y susceptible de progresar de una ma­
nera que no es fundamentalmente diferente. No obstante,
la especificidad y la relativa autonomía que atribuyen a la
filosofia la teoría de sistemas en relación con los aconte­
cimientos científicos, como también con la presión de
los hechos en general, no permiten concebir un progreso
tan sencillo conio éste. “Las filosofías [...] —nos dice Vui-
llemin— están vivas porque pueden ser escritas de nuevo
indefinidamente”1; y es a menudo la influencia de los acon­
tecimientos científicos lo que incita y lleva a proponer una
nueva escritura. Podríamos entonces hablar en rigor de
un progreso si estamos dispuestos a considerarlo como
una versión mejorada con relación a las precedentes, mas
no si el progreso ha de entenderse como aproximarse cada
vez más a obtener una solución única. Indudablemente,
hay un contraste total entre esta concepción y la de
Wittgenstein, quien, tanto en la época del Tractatus como
después, sostuvo que el fin de la filosofia sólo podía ser
el de terminar definitivamente con los problemas filosófi­
cos, y quien creyó incluso durante algún tiempo que esto

Jules Vuillemin, What are PhilosophicalSystems?, Cambridge, Cambridge


University Press, 1986, p. 132.
era en efecto lo que había conseguido hacer en su prime­
ra obra.
La apuesta que hace el segundo Wittgenstein es que
puede haber una manera filosóficamente respetable de lle­
gar a un estado en el cual sencillamente ya no nos atormen­
tarían los problemas filosóficos y, en particular, ya no se­
ríamos sensibles a la presión que nos obliga a elegir entre
opciones tan poco satisfactorias la una como la otra que
constituyen, si se quiere, respuestas, mas ciertamente no
la respuesta que esperamos. La tendencia general del au­
tor de las Investigaciones filosóficas es tratar de mostrar
que, en todos los casos donde la filosofía parece condena­
da a oscilar indefinidamente entre dos posiciones incom­
patibles, que resultan al ser examinadas tan inaceptables
la una como la otra y, conjuntamente, agotan al parecer el
campo de las posibilidades, hay precisamente otra vía, no
reseñada, que ha sido ignorada, sencillamente porque es
más difícil de ver y que debemos incluso, para percibirla,
efectuar una verdadera revolución en nuestra manera de
considerar las cosas. En ocasiones se califica de “quietista”
a una actitud semejante, que consiste en evitar la adopción
de toda posición filosófica sustancial, e intentar persuadir­
se, ante todo, de que los problemas que preocupan al filóso­
fo, tomados bajo la forma en que se presentan, no tienen
en realidad el carácter urgente e inevitatole, y menos aún
el carácter sublime y decisivo, que aparentemente poseen.
Lo que siempre me atrajo personalmente en Wittgenstein
y que muchos filósofos encuentran, por el contrario, inso­
portable, es precisamente la manera que tiene de tratar de
convencer al lector de que el aspecto más importante del
trabajo filosófico podría consistir en considerar más aten­
tamente y modificar seriamente nuestra idea de lo que bus­
camos en filosofía. Es un aspecto esencial de aquello que
Cora Diamond, al comentar una observación profunda y
enigmática de las Observaciones sobre losfundamentos de
las matemáticas2 ha llamado “el espíritu realista”3, algo

“No empina y sí realismo en filosofía, eso es lo más difícil. (Frente a


Ramsey)”. ( Véase Ludwig Wittgenstein, Observaciones sobre los funda­
mentos de las matemáticas, trad. de Isidoro Reguera, Madrid, Alianza
Editorial, p. 274).
Cf. Cora Diamond, The R ealistic Spirit, Wittgenstein, Philosophy and the
Mind, The MIT Press, Cambridge, Mass., 1991.
evidentemente distinto de la actitud que consistiría en op­
tar por una forma cualquiera de realismo filosófico contra
los adversarios de éste.
Si lo que buscamos realmente fuese una forma de com­
prensión superior de cosas misteriosas como el significado,
el pensamiento, la inferencia, la demostración, la obediencia
a la regla, etc., sólo podríamos vernos decepcionados, por
múltiples razones, por las explicaciones que nos proponen
los filósofos. Es sólo cuando consentimos en mirar en de­
talle el papel concreto que desempeñan estas cosas en
nuestra vida que las explicaciones de esta índole pierden
su carácter urgente e incluso obsesivo y, finalmente, de­
saparecen. Renunciar a las teorías y a las explicaciones
filosóficas no nos obliga a nada diferente, según Wittgens­
tein, que a renunciar a formas de mitología que ellas mis­
mas han creado; son ellas las que han entronizado el miste­
rio y, como lo dice Cora Diamond, abandonar una mitolo­
gía no es abandonar aquello de lo cual era una mitología.
Un ejemplo típico de lo anterior es lo que ocurre a me­
nudo cuando nos preguntamos en virtud de qué poder
misterioso y exorbitante consigue la comprensión de una
regla determinar instantáneamente y de manera comple­
tamente rígida la totalidad de las aplicaciones correctas
que de ella podemos hacer después. ¿Qué quiere decir exac­
tamente el maestro que le ha enseñado a su alumno, con
base en cierto número de ejemplos, el significado de una
regla y le dice ahora que debe continuar siempre de la mis­
ma manera? Wittgenstein dice algo que a primera vista
parece extraño, cuando observa que el maestro mismo no
sabe más acerca de este punto de lo que está contenido en
las explicaciones y los ejemplos que puede ofrecer, y que
las explicaciones que puede darse a sí mismo de lo que
quiere decir con esto no son fundamentalmente diferentes
de aquellas que podría ofrecer a los demás. Cuando consi­
deramos las cosas desde el punto de vista filosófico, tene­
mos la tentación de creer que necesitamos una explica­
ción de lo que quiere decir que consiga seleccionar una
sola y única manera de continuar, entre una infinidad de
maneras posibles, en un espacio abstracto que no necesi­
taría estar ya delimitado y estructurado en manera alguna
por disposiciones, aptitudes y reacciones características
de la situación del ser humano que aprende el significado
de la regla. Buscamos una explicación que aclare el senti­
do de lo que ha sido dicho de manera absoluta, y no para
la persona a quien se dirige, en la situación en que se en­
cuentra y con todas las presuposiciones tácitas que deben
satisfacerse para que produzca realmente los efectos que
se esperan de ella4.
Wittgenstein dice: “Hablamos y actuamos. Eso va presu­
puesto ya en todo lo que digo”5. Es preciso comprender lo
anterior como si las aclaraciones que la ñlosoña puede apor­
tarnos sobre lo que es seguir una regla estuvieran destina­
das a alguien que es capaz ya de hablar y de actuar como lo
hacemos nosotros, y no constituyen explicaciones suscep­
tibles de revelarle a alguien que las considerara desde fuera
y sin presuposiciones de ninguna clase cómo son posibles
prácticas semejantes a las nuestras y qué las justifica.
Wittgenstein parece remitirnos sencillamente a la explica­
ción ordinaria y al espacio real en el que opera, mientras
que la filosofia se cree capaz y, más aún, obligada, a ofrecer­
nos una explicación mejor y más profunda, o al menos a
persuadirnos de que la situación de la persona que trata
de seguir una regla es muy diferente de lo que creíamos y
mucho más preocupante. Pero es precisamente esta idea
la que es confusa. De nuevo, nos equivocamos sobre la na­
turaleza de la dificultad real, de nuestras obligaciones rea­
les y de los cambios que la filosofia puede introducir en
nuestra forma ordinaria de considerar y describir las cosas.
Este punto es de crucial importancia, porque a la filoso­
fia contemporánea se le atribuyen a menudo hazañas pro­
piamente hercúleas, como aquella que habría consistido
en librarnos definitivamente de ideas como las de signifi­
cación, verdad y objetividad, al haber demostrado de una
vez por todas su carácter intrínsecamente sospechoso o
ilegítimo. La conclusión a la que Wittgenstein, por el con­
trario, intenta llevarnos, es que, finalmente, no hay nada
que objetar, desde el punto de vista filosófico, a nuestras
ideas habituales acerca de estas cosas, y al uso que hace­
mos de ellas en la vida cotidiana, es decir, cuando no esta­
mos atormentados por preocupaciones filosóficas. Al creer

4 Sobre este punto, cf. Cora Diamond, op. d t, p. 68).


5 Ludwig Wittgenstein, Observaciones sobre los fundam entos de las mate­
máticas, op. d t., p. 270.
atacar ideas habituales de este tipo, el filósofo en realidad
sólo se opone a una imagen filosófica confusa acerca de lo
que debieran ser las cosas (e infortunadamente no pare­
cen serlo), para que podamos, según él, utilizarlas legíti­
mamente de la manera en que lo hacemos.
El descubrimiento importante que podemos hacer en
filosofía no es, entonces, que ciertas distinciones aparen­
temente cruciales en nuestro lenguaje, en nuestra cultura
y en nuestra vida carezcan de fundamento, como la meta­
física en la que parecen apoyarse, sino que no dependen
realmente de lo que creíamos que dependían. Es por ello
que, a pesar de las aproximaciones que se han sugerido a
este respecto, no hay gran relación entre las intenciones
de Wittgenstein y aquellas de quienes practican la de­
construcción. Lo que él busca deconstruir, si puede usar­
se un término de esta índole, no son las distinciones men­
cionadas, porque ellas serian en sí mismas metafísicas,
sino las teorías metafísicas (facultativas) que han termi­
nado por hacer de ellas algo enigmático e imposible. La
insatisfacción que experimentamos en filosofía respecto de
nuestras maneras habituales de pensar y de hablar, pro­
viene de la impresión que tenemos de que no representan
correctamente los hechos reales e incluso los contradicen,
mientras que, en realidad, sólo contradicen las exigencias
míticas producidas por la filosofía misma. Según la metá­
fora utilizada por Wittgenstein, debemos hacer que nues­
tro examen gire alrededor del eje que representa nuestra
verdadera necesidad6. Nuestras necesidades metafísicas
pueden satisfacerse, como lo dice Cora Diamond, e inclu­
so ya han sido satisfechas en cierto sentido, mas no de la
forma en que lo pensábamos.
He hablado de distinciones que son, en efecto, reales y
esenciales, pero que no están subordinadas a hechos como
aquellos de los que dependen, para los filósofos, su exis­
tencia y su realidad. Quien, como yo, conoció la especie de
travesía por el desierto que representa un trabajo profun­
do sobre la filosofía de la lógica y de las matemáticas de
Wittgenstein, se ve confrontado regularmente con la expe­
riencia desconcertante, incluso desesperante, de escuchar

Ludwig Wittgenstein, Investigacionesfilosóficas, trad. de A. García Suárez


y U. Moulines, México, UNAM, 1988, § 108.
cómo se repiten obstinadamente falsedades, e incluso fal­
sedades evidentes, acerca de lo que podría ser su posición.
Entre ellas figura la idea de que, según Wittgenstein, somos
libres de inferir como queramos, que no hay diferencia entre
una demostración correcta y aquella que decidamos sen­
cillamente tener por tal, o entre una necesidad real y un
simple consenso en la manera de aplicar las reglas o de
utilizar los signos, y así sucesivamente. El error consiste,
en este punto, en suponer que Wittgenstein nos propone
una alternativa de la siguiente clase: o bien la necesidad
de las reglas corresponde a un camino trazado de una vez
por todas en un universo platónico de significados, o bien
sólo nos queda la solución escéptica, que consiste en reem­
plazarla por nociones más débiles, como aquella de la sim­
ple concordancia en la aplicación. La disyuntiva puede ser
también: o bien la necesidad está constituida por hechos
de cierto tipo en un universo de objetos intemporales, o
bien sólo serían hechos aquellos que se refieren a la exis­
tencia de las reglas o de las convenciones que adoptamos
y a nuestra manera de aplicarlas; dicho de otra forma,
hechos que no guardan relación alguna con la necesidad
de la que hablamos. Respecto de lo anterior, se supone
que Wittgenstein eligió el segundo término de la alternati­
va, mientras que lo que rechaza, en realidad, es la alter­
nativa misma. Una idea filosófica preconcebida de lo que
debe ser la necesidad y del tipo de hechos que serían los
únicos capaces de fundamentarla, nos impide, en estos
casos, buscarla allí donde precisamente se encuentra, a
saber, en la práctica del raciocinio lógico y de la demostra­
ción matemática. Pareciera imposible encontrar la necesi­
dad, porque el único lugar donde puede encontrarse es
aquel donde olvidamos buscarla, convencidos como esta­
mos de que no puede encontrarse allí. Es como si lo que
Wittgenstein llama “la dureza del atener lógico” (die Hárte
des logischen Mufy estuviera condenada a desaparecer pura
y llanamente, desde el momento en que aceptamos bus­
carla en un lugar diferente del mito fundador que nos pa­
recía el único capaz de garantizar su existencia. Lo mismo
sucede, mutatis mutandis, con otro tipo de necesidad, la
de la obligación ética, a la que nos creíamos obligados a
buscar en lugar completamente diferente del de los hechos
ordinarios de la práctica y de la vida morales.
Contrariamente a lo que se afirma a menudo, Wittgens­
tein ni siquiera propone que renunciemos de vina vez por
todas a la imagen platónica que parece hacer parte inte­
gral de la relación que tenemos con la necesidad. Como lo
dice acertadamente Cora Diamond:
Abandonar por completo las imágenes que nos engañan cuando
hablamos, como filósofos, sobre la demostración y el razonamiento,
sería abandonar — no las matemáticas platónicas— sino las ma­
temáticas, el razonamiento, la inferencia, aquello que reconocemos
como provisto de sentido, como el pensamiento humano. Por con­
siguiente, la imagen de una necesidad presente detrás de lo que
hacemos, no ha sido rechazada, pero debemos mirar su aplicación7.

Lo que se discute no es la imagen misma, sino la mane­


ra en que los filósofos intentan utilizar los “hechos” a los
que parece remitirnos para explicar, por ejemplo, la distin­
ción que hacemos entre una demostración objetivamente
válida y una demostración que sólo da la impresión de
serlo. No observamos suficientemente que, cuando Witt­
genstein discute el uso que hacemos de imágenes de esta
índole, a lo que casi nunca se opone es a la imagen misma.
A propósito de un ejemplo como el del alma del hombre y
de las diversas cosas que creemos que ocurren en ella,
dice: “una imagen está en el primer plano, pero el sentido
está lejos, en el fondo”8. La imagen está realmente ahí, y
nada permite considerarla como falsa9; pero su sentido (el
uso o la aplicación que hacemos de ella) no es claro; y una
imagen que se utiliza sin problemas y válidamente en el
caso en cuestión, puede transformarse con facilidad en un
problema filosófico cuando buscamos (y no conseguimos)
comprender su uso.
Por consiguiente, la imaginería platónica no es, en sí
misma, ilegítima; pero una imagen no es una explicación,
y una imagen fundamental tampoco es lo que llaman los
filósofos un fundamento. Una de las razones por las cua­
les podemos pensar que la imagen platónica no es, en efec­
to, una explicación es que, como lo observa Putnam10, pa­

cora Diamond, op. cit., p. 259.


Ludwig Wittgenstein, Investigacionesfilosóficas, op. d t, § 422.
Ibid, § 424.
Véase Hilary Putnam, Words and U fe, editado por James Conant, Cam­
bridge, Mass., y Londres, Harvard University Press, 1994, p. 503.
rece presuponer una forma de dualismo, en la que, por lo
demás, no creemos realmente, entre el alma inmaterial y
el cerebro. Se trata de una objeción que no podría moles­
tar a Gódel, quien considera como un simple prejuicio de
nuestra época la idea de que el espíritu no puede subsistir
en ausencia de un soporte material cualquiera. No obs­
tante, si estamos dispuestos a pagar el precio, más vale
saberlo y medir el alcance de lo que necesitaríamos prime­
ro explicar para poder hablar de una explicación.
Wittgenstein dice que, cuando estamos en desacuerdo
con las expresiones de nuestro lenguaje ordinario, es por­
que tenemos en mente una imagen que contradice el modo
de expresión usual. Pero nuestra manera de expresar el
desacuerdo no es ésta. Consiste más bien en decir que:
|...] nuestro modo de expresión no describe los hechos como son
realmente. Como si, por ejemplo, la frase tiene dolor’ pudiera ser
falsa de una manera diferente del hecho de que esta persona no
tiene un dolor. Como si la forma de expresión dijera algo falso,
incluso cuando la frase, a falta de algo mejor, afirma algo correcto".

La idea de que la forma de expresión en sí misma pu­


diera mentir, aun cuando las frases que la ejemplifican
dicen algo completamente correcto, constituye realmente
lo que se discute en todos los ejemplos de problemas filosó­
ficos tratados por Wittgenstein. Al tratarse de la persona
de quien se dice que siente dolor, podría ser, si lo que dicen
los filósofos conductistas es cierto, que la frase esté equivo­
cada de una manera mucho más grave que utilizarla para
referirse a ella cuando no tiene un dolor. Porque, después
de todo, podemos vernos tentados a decir que la frase se
detiene necesariamente en los signos externos del dolor y
no llega al hecho mismo, aquel que sería capaz de verifi­
carla y de justificar su aserción. Análogamente, los enun­
ciados que se refieren al pasado pueden dar la impresión
de estar intrínsecamente condenados a detenerse antes
del hecho que describen, en recuerdos, huellas, indicios y
testimonios. Un enunciado que se refiera a la realidad físi­
ca puede parecerle a quien filosofa que tampoco llega al
hecho al que alude y se detiene en algo más elemental,
constituido por impresiones o sensaciones. Un enunciado

" Ludwig Wittgenstein, Investigacionesfilosóficas, op. cit., § 402.


matemático da la impresión de describir un hecho mate­
mático que lo verifica, pero quizás sólo se refiera, en reali­
dad, como lo sostienen los formalistas, a hechos relativos
a los signos y a las operaciones efectuadas con ellos. La
paradoja escéptica atribuida a Wittgenstein a propósito de
seguir una regla proviene también de la idea de que cuan­
do se le atribuye a alguien el dominio de una regla, se
formula una aserción que se detiene, forzosamente, antes
del hecho cuya existencia afirma y que necesitaríamos para
justificarla; pues, cualesquiera que sean las pruebas que
haya dado una persona de su aptitud para utilizar correc­
tamente la regla, será siempre posible que aplique, sin que
lo advirtamos, otra regla, o incluso que no aplique ninguna.
Este tipo de perplejidades están vinculadas al hecho de
que, como lo dice Wittgenstein, “[...] en el uso real de las
expresiones, tomamos, por decirlo así, desvíos, pasamos
por callejuelas aledañas, mientras que vemos claramente
ante nosotros el camino amplio y directo, pero de seguro
no podemos utilizarlo porque siempre está obstruido”12. El
camino amplio y directo es aquel que conduciría, si pudié­
semos tomarlo, real y directamente al hecho mismo: re­
sulta tentador decirnos que sólo de esta manera podría­
mos alcanzarlo. Wittgenstein considera, por el contrario,
que esta imagen y la protesta filosófica que engendra, son
confusas. Ciertamente, no sería correcto negar que quizás
él mismo se vio tentado por las conclusiones antirrealistas
que parecen obligarnos a aceptar. Llegó incluso a decir
alguna vez, en una discusión referente a determinar si es
el pie o el dato sensible del pie lo que es real: “Nunca cono­
cí la tentación del realismo. Nunca dije: “lo que existe es el
pie’, pero sí estuve fuertemente tentado por el idealismo”13.
Mi problema personal es casi exactamente el contrario: no
creo haber sido tentado nunca seriamente por el idealis­
mo, pero si fuertemente tentado por el realismo, por el deseo
de decir que lo que existe realmente es el pie. Creo que lo
que Wittgenstein quería decir es que nunca había sido ten­
tado por el realismo filosófico, y no que hubiese sido tenta­
do seriamente por su opuesto filosófico, es decir, por la
idea de que no es el pie, sino sólo el dato sensible del pie lo

12 Ibid.
13 Citado por Cora Diamond, op. d t., p. 212.
que existe. Podemos continuar siendo lo que éramos, esto
es, realistas, y privarnos al mismo tiempo del tipo de ga­
rantía filosófica imposible que exige el idealista y que su
adversario realista cree poder ofrecer. Es notable que, en
todas sus discusiones, Wittgenstein trate tanto al realis­
mo como al idealismo filosóficos como tentaciones que pue­
den experimentarse con mayor o menor fuerza, pero a las
que debemos, en ambos casos, negarnos a ceder. El anti­
rrealista cree ver una imagen precisa de lo que debieran
ser los hechos para que la concepción del realista fuese
correcta, y cree poder demostrar que los hechos reales son
muy diferentes. El realista le reprocha poner en duda de
manera poco razonable los hechos que todos debieran ad­
mitir. Pero ninguno de los dos tiene, de hecho, una idea
real de cómo serían los hechos susceptibles de dividirlos.
Esta manera de comprender y de tratar algunos de los
ejemplos más característicos de lo que llamamos una difi­
cultad filosófica (a través de la ironía y no de la teoría) su­
giere, en mi concepto, varias observaciones importantes.
1) Considerados desde el punto de vista de la exigencia
de racionalidad en general y, más específicamente, desde
el punto de vista científico, en el sentido amplio del término,
el lenguaje ordinario y su ontología implícita pueden dar
la impresión de una falta de univocidad y de una preocupa­
ción insuficiente por la consistencia; no obstante, correc­
tamente o no, Wittgenstein piensa que aquello que la filo­
sofia como tal le reprocha es otra cosa, una deficiencia que
es, en el fondo, más grave y mucho más difícil de corregir,
esto es: una falta de adecuación fundamental y, de alguna
manera, intrínseca, con los hechos que debe representar.
2) Basta un mínimo de atención y de buena voluntad
para comprender aquello que, para él, es irreductiblemen­
te filosófico en un problema filosófico, y lo que lo llevó a
pensar que los problemas filosóficos son siempre proble­
mas que tenemos con nuestro lenguaje. Como lo dije an­
tes, los asuntos de esta índole no son para él la expresión
de dificultades que tengamos con una realidad externa que
se resiste a nuestros esfuerzos de conocimiento y com­
prensión, sino la expresión de un desacuerdo con nues­
tras formas de expresión, con nuestros conceptos y con
nuestras prácticas habituales, es decir, finalmente, con
nosotros mismos.
3) Los hechos acerca de los cuales tenemos la impre­
sión, cuando filosofamos de que nuestras formas de expre­
sión no les hacen justicia, no son hechos de tipo ordinario,
a disposición de todos, y sobre los cuales todos coincidi­
rían, sino hechos de otra índole, hechos “metafísicos” de
alguna manera. Si la queja principal que la toma de cons­
ciencia y de distancia filosófica lleva a expresar contra la
ontología implícita o sugerida por el lenguaje natural se
refiere ante todo a la equivocidad y a una tolerancia exce­
siva de la inconsistencia, el remedio natural consiste cier­
tamente en una transposición del método utilizado en la
axiomática a los problemas ontológicos. Pero si la insatis­
facción propiamente filosófica se refiere más bien a una
ineptitud constitutiva de nuestras formas de expresión,
que no consiguen representar los hechos como son real­
mente, la estrategia que debemos utilizar es evidentemen­
te distinta. Es preciso mostrar que la exigencia filosófica
es esencialmente el resultado de representamos confusa­
mente la situación, es decir, que no hay ni puede haber
hechos del tipo que necesitaríamos para dar sentido y sus­
tancia reales a la acusación o, por el contrario, para inva­
lidarla por completo.
4) Por consiguiente, es completamente lógico, de parte
de Wittgenstein, incluso si esto parece a primera vista una
forma de oscurantismo, considerar que ninguno de los he­
chos nuevos que el progreso del conocimiento y, más espe­
cíficamente, del conocimiento científico, podrían eventual­
mente llevarnos a descubrir, es de naturaleza tal que nos
permita decidir si nuestro lenguaje concuerda o no con los
hechos, en el sentido descrito.
5) Contrariamente a lo que se piensa a menudo, nada
de lo que dice Wittgenstein nos autoriza a considerar nues­
tras formas de expresión habituales como algo que no esté
sujeto, en principio, a crítica o discusión. Wittgenstein no
afirma que sean correctas y, por esta razón, inatacables,
sino solamente que no hay ninguna manera de hacerlas
aparecer como correctas o incorrectas, si esto significa en
concordancia o en desacuerdo con hechos como aquellos
en los que se piensa. Son, entonces, criticables y reforma­
bles de muchas maneras, pero nunca por las razones espe­
cíficas que invoca la filosofía, y no hay ninguna manera de
mejorarlas que sea susceptible de remediar el descontento
tan particular que provocan en los filósofos, y que no guarda
relación alguna con el de quien, como es el caso del cientí­
fico, por ejemplo, podría disponer de un mejor conocimiento
de la realidad.
Comprendemos entonces, simultáneamente, en qué sen­
tido pudo decir Wittgenstein que “la paz en el pensamien­
to”, esto es, la paz con nosotros mismos, en un sentido
que no es el sentido puramente psicológico al que pueden
inducir algunas de sus formulaciones, era lo que buscá­
bamos en filosofia, declaración que sus adversarios han
interpretado con frecuencia como algo que propicia la re­
nuncia y la pereza, olvidando que el reposo que se puede
esperar alcanzar así es siempre el resultado de un trabajo
extremadamente difícil y no es, en el mejor de los casos,
más que un reposo transitorio e incluso episódico. Cabe
observar a este respecto, como lo hace McDowell, que cuan­
do Wittgenstein afirmaba que el verdadero descubrimien­
to en filosofia seria aquel que le permite al filósofo dejar la
filosofia cuando quiera, esto no debe comprenderse en
manera alguna como un argumento en favor de la idea de
una cultura posfilosófica, en el sentido de Rorty. No signi­
fica siquiera, en realidad, que Wittgenstein “contemplara
para sí un futuro en el cual se curara definitivamente del
impulso filosófico”14. El descubrimiento al que se refiere es
aquel que le permitiría a quien está torturado por dificul­
tades y ansiedades filosóficas llegar a un estado de sereni­
dad y de tranquilidad al menos pasajero, pero ciertamente
no le permitiría a la humanidad acabar definitivamente
con la filosofia, como lo sugiere un pronóstico, formulado
en repetidas ocasiones, y que siempre me ha parecido com­
pletamente absurdo. Desde la perspectiva del propio
Wittgenstein, los problemas filosóficos son demasiado pro­
fundos y, al contrario de lo que se afirma a menudo ac­
tualmente, no son lo suficientemente históricos y contin­
gentes para que pudiésemos prever una salida de esta ín­
dole.

14 John McDowell, M ind and the World Cambridge, Mass., y Londres, Har­
vard University Press, 1994, p. 177.
Los esfuerzos realizados por los filósofos para tratar de
explicitar la naturaleza exacta de los problemas filosóficos
han sido al menos tan importantes como aquellos que han
consagrado a su solución. Y hay buenas razones para con­
siderar que han sido igualmente poco exitosos. En 1911,
Husserl constataba que “incluso el verdadero sentido de
los problemas filosóficos no ha conseguido una aclaración
científica”1. Y no creo que el diagnóstico que pudiéramos
formular hoy en día difiera mucho. La posición de los inte­
grantes del Círculo de Viena sobre la naturaleza de los pro­
blemas filosóficos siempre me ha parecido una especie de
transposición exacta, al caso de la filosofía, de aquello que
Hilbert había dicho en 1900 a propósito de las matemáticas:
Cualquier problema matemático determinado debe ser tal que
podamos dar cuenta de él, bien sea porque conseguimos respon­
der a la pregunta formulada, o porque la imposibilidad de la so­
lución y, a la vez, la necesidad del fracaso de todos los intentos
por hacerlo, pueden ser demostradas2.

Los neopositivistas lógicos pueden considerarse como


racionalistas que han creído que incluso en filosofía no
podía haber ignorabimus. debe ser posible resolver los pro-

Edmund Husserl, Philosophie ais strenge Wissenschaft, Frankfurt am


Main, Vittorio Clostermann, 1965, p. 8. (tr. La filosofía como ciencia es­
tricta, Buenos Aires, Nova, 1981).
David Hilbert, 'Mathematísche Probleme”, en GesammetteAbhandhmgen,
Buenos Aires-Berlín-Heidelberg-Nueva York, Springer-Verlag, 2* edición,
1970, vol. III, p. 297.
blemas filosóficos o, al menos, saber por qué no pueden
resolverse, algo que, de ser así, constituiría la solución de­
finitiva. Habiendo sido, lo confieso, seducido en mi juven­
tud por esta idea, probablemente más de lo que hubiera
debido, sólo puedo constatar actualmente hasta qué pun­
to me alejaba en este aspecto de la idea muy diferente en
que Vuillemin relaciona el nacimiento y el desarrollo de la
filosofía con los del método axiomático, y que no es en
absoluto la de la imposibilidad de solución intrínseca de
los problemas filosóficos, sino más bien la de la pluralidad
irreductible de sus soluciones. A diferencia de lo que ocu­
rre en las ciencias, no disponemos de medios experimen­
tales que nos permitan decidir entre los sistemas, como
tampoco de intuiciones intelectuales que pudieran
remplazarlos y que, por lo demás, para ciertos filósofos, en
efecto los sustituyen. Ciertamente podemos comparar los
sistemas filosóficos entre sí, pero no sabemos si, para quien
los considera desde fuera, la comparación pueda adoptar
la forma de una confrontación real entre sus respectivos
méritos. Y tampoco es evidente que tenga sentido pregun­
tarse cómo serían las cosas si estuviésemos en condicio­
nes de saber finalmente dónde debe trazarse la distinción
real, y no simplemente aparente, que separa la apariencia
de la realidad, y sobre la cual los filósofos jamás han lo­
grado ponerse de acuerdo, y quizás nunca lo hagan.
La pluralidad de soluciones representada por las dife­
rentes axiomáticas filosóficas es, en efecto, algo bien dis­
tinto de la pluralidad de las geometrías, donde subsiste al
menos la posibilidad en principio de determinar cuál es
aquella de las diferentes geometrías posibles que corres­
ponde a la naturaleza geométrica real del espacio. Gauss,
para quien el problema de la pluralidad de las geometrías
parece haber sido esencialmente éste, creía que, si la cues­
tión hubiera de solucionarse algún día, sólo podría llegar­
se a tal solución mediante métodos experimentales, pero
que es posible tener, después de la muerte, una intuición
geométrica mejor que nos permita decidir directamente cuál
de estas geometrías posibles es la correcta (para él, prefe­
riblemente, una geometría hiperbólica, más bien que la
geometría euclidiana). Si creemos en alguna forma de in­
mortalidad, resulta tentador preguntarnos qué podría es­
perar descubrir un filósofo después de su muerte acerca
de ios problemas a los que se ha dedicado la mayor parte
de su vida; en especial, si suponemos que esto tiene senti­
do, si puede esperar saber por dónde pasaría realmente la
linea de demarcación que busca entre apariencia y reali­
dad. El filósofo a quien le fuese concedido ver finalmente
de xma manera distinta de per speculum et in aenigmate,
¿llegaría a saber que los problemas filosóficos eran intrín­
secamente insolubles y quizás desprovistos de sentido, que
sencillamente no pueden ser resueltos con los medios insu­
ficientes con que cuenta la humanidad, que una de las po­
sibilidades de solución imaginada por los filósofos, y sólo
ella, era en realidad, correcta, que no había una única so­
lución, sino varias, tal vez un número ilimitado de solucio­
nes? La pregunta misma tiene un aspecto bastante extra­
ño. Si la respuesta a los interrogantes filosóficos consistiese
en verdades filosóficas, éstas debieran ser conocidas como
todas las demás por un ser omnisciente. Pero basta con
describir la situación en estos términos para advertir que,
a diferencia de lo que sucede con aquellos problemas que
son claramente problemas de conocimiento, no tenemos
forzosamente una idea precisa de lo que podría saber even­
tualmente un ser omnisciente y cuya ignorancia por parte
nuestra sería lo que nos impide' encontrar la respuesta a
las preguntas filosóficas.
Según Hao Wang, Gódel, quien consideraba que el pro­
cedimiento de la definición axiomática era el instrumento
por excelencia de que disponemos para tratar de llegar a
una percepción más precisa de un concepto, pensaba que
debía ser posible encontrar, para los conceptos fundamen­
tales de la filosofia, una axiomática que desempeñara un
papel comparable al desempeñado por la axiomática de
Newton en la física, y parece que soñó incluso con hacer
por la filosofia algo semejante a lo que había hecho Newton
por la física3. Evidentemente no podremos comprender esta
idea si olvidamos que los conceptos filosóficos, y los con­
ceptos en general, no son para Gódel una “creación” nues­
tra, sino cosas que preexisten a la percepción, general­
mente imprecisa e incompleta, que tenemos de ellas y que

Cf. Hao Wang, From Mathematics to Philosophy, Londres, Routledge &


Kegan Paul, 1974, p. 85, y Reflections on K urt Gódel, Cambridge, Mass.,
y Londres, The MIT Press, 1987, p. 164.
sólo podemos esperar percibir cada vez mejor. Su posición
sobre la condición de la filosofía no se puede separar de su
realismo conceptual más que la de Deleuze de su creati-
vismo conceptual. Gódel pensaba, al parecer, que no hemos
llegado aún en filosofía al lugar alcanzado por la física gra­
cias a Newton. Quizás lo que nos hace falta es, sencilla­
mente, una axiomática correcta en los puntos esenciales,
que permita a la filosofía contemplar el tipo de porvenir
que tuvo la física después de esta primera tentativa. No
obstante, esto significa tan sólo que aún no la hemos en­
contrado, no que sea imposible hacerlo. Aun cuando ad­
mita que él mismo no consiguió determinar cuáles son los
conceptos correctos, y menos aún encontrar los “axiomas”
adecuados para ellos, Gódel no parecía poner en duda el
hecho de que realmente existieran. La mayor parte de los
filósofos contemporáneos considerarían sin duda el pro­
grama que propone como algo utópico y/o arcaico, aun
cuando constituya la prueba de que la relación intrínseca
que existió originalmente entre la filosofía y el método
axiomático, e incluso la vieja idea de que puede llegar algún
día el “Newton de la filosofía”, no han desaparecido por
completo para todos. A este respecto, Gódel, quien siempre
tuvo la sensación de defender ideas extrañas o contrarias
al Zeitgeist, estaba ciertamente mucho más alejado de éste
al optar, contra la corriente, por el platonismo matemático.
Pensaba en una aplicación del método axiomático a la filo­
sofía en un sentido evidentemente mucho más directo y
literal que aquel propuesto por Vuillemin y, al parecer, sin
prestar atención al problema específico que representa para
la filosofía la existencia de una pluralidad de soluciones
que parecen ser cada vez igualmente posibles, como tampo­
co a la dificultad que habría en concebir dos axiomáticas
filosóficas susceptibles de relacionarse entre sí de manera
semejante a como se relacionan la de Newton con la de
Einstein, la cual, para los físicos, suplantó a la del primero.
Gódel, en cualquier caso, estaba convencido de que la
filosofía había renunciado con excesiva facilidad a algunas
de sus legitimas y tradicionales ambiciones, y no le pare­
cía irrazonable considerar que un gran programa metafisi­
co como el de Leibniz podría ser retomado y realizado con
los medios de los que disponemos actualmente. Hao Wang
dice de él que “parece tener la sensación de que Leibniz
había considerado todas las cosas realmente fundamenta­
les y lo que necesitamos es ver estas cosas con mayor clari­
dad”4. Es cierto que la filosofía, a pesar de todo lo que se
ha dicho y escrito sobre su fin inminente o sobre el agota­
miento de sus posibilidades, nos reserva todavía varias
sorpresas. No obstante, resulta difícil creer seriamente que
lo que era posible en la época de Leibniz y de Newton podría
serlo de nuevo y más aún comparar, como lo hace Gódel,
el caso de la filosofía con el de una disciplina como la física.
Coincido con Vuillemin en la idea de que, por razones inter­
nas, los vínculos existentes entre la filosofía y la axiomática
lamentablemente no permiten llevar su semejanza a ese
punto. Los sistemas filosóficos no están nunca, los unos
respecto a los otros, en la posición que tendrían si su ca­
rácter fuese realmente comparable al de las teorías cientí­
ficas y, más exactamente, al de las axiomáticas científicas.
Sin embargo, aun cuando el ejemplo de Gódel sea poco
representativo, y haya buenas razones para ser al menos
tan escéptico como el propio Wang acerca de la posibilidad
de realizar su programa, no creo, a pesar de todo, que po­
damos esperar que desaparezca por completo la idea tra­
dicional que Gódel retoma a su manera, esto es, el deseo
de buscar y la convicción de haber encontrado finalmente
fundamentos para la filosofía que no habrán de ser modi­
ficados en el futuro, aunque esta idea probablemente será
formulada de muchas maneras diferentes.
Entre otras convicciones, Vuillemin y Granger comparten
aquella según la cual la pluralidad de sistemas filosóficos y
de respuestas filosóficas es, en cierta forma, constitutiva y
no accidental y provisoria, y que representa, además, una
característica positiva y no una insuficiencia lamentable o
la prueba de un fracaso. Evidentemente, no es una idea
que compartan quienes piensan que, si bien los autores de
los sistemas filosóficos han elegido, infortunadamente no
nos han dado los medios para elegir nosotros mismos, y
que esto constituye, precisamente, el problema filosófico
por excelencia. La multiplicidad irreductible de soluciones
significa para ellos, sencillamente, que no hay solución. La
pluralidad, entendida en el sentido de Vuillemin y de
Granger, es lo que les impide a ambos aplicar la noción de

Hao Wang, Reflections on Kurt GódeL, op. cit., p. 210.


verdad a la filosofía. Vuillemin estima que la prudencia, en
ausencia de la posibilidad de dirimir realmente la cuestión,
nos obliga a concluir que “la pluralidad de filosofías hace
que el concepto de verdad filosófica sea inadecuado e in­
apropiado, al menos si la palabra verdad se utiliza en su
sentido ordinario”5. Granger, por su parte, anuncia al co­
mienzo del libro que consagra a la defensa de la noción de
conocimiento filosófico:
[...] Renunciaremos a sostener la idea de que la palabra verdad
pueda ser aplicada correctamente en filosofia. Si la filosofia no
nos propone esquemas abstractos de hechos, explicaciones e ins­
trumentos de previsión de una experiencia efectiva o posible, ¿qué
sentido podríamos darle a las Verdades filosóficas’, más que el de
prescripciones e imperativos? Por otra parte, hemos rechazado
igualmente este aspecto directamente normativo de la filosofia,
que abordaremos a continuación bajo el nombre de ideología. La
filosofia, como tal, no dice ni lo verdadero ni lo justo, incluso y
ante todo cuando parece arrogarse el poder de hacerlo... En el
mejor de los casos, podríamos decir que lo significa o lo comenta;6.

La precariedad de las filosofías no proviene del hecho de


que los enunciados de los filósofos sean revisables y provi­
sionales, “sino de la libertad que tenemos de optar por una
perspectiva global sobre lo que significa nuestra experien­
cia”7. Granger cree que no hay ningún sentido en el que se
pudiera decir, como se dice de las teorías científicas, que
una filosofia mejore realmente a otra y deba, por ende, pre­
ferírsela a ella, pues una filosofia es cerrada en un sentido
mucho más estricto del que puede serlo un “paradigma cien­
tífico”. Como dice Granger: “Los conceptos con los que ope­
ra una filosofia [...] son verdaderamente irreductibles, aun
cuando eventualmente homólogos y a menudo homónimos
a los de otro sistema, en la medida en que pretenden ana­
lizar y reconstruir los significados de la experiencia”8.
Podríamos hablar entonces de cierta inconmensurabili­
dad entre las filosofías que limita de manera especial la po­
sibilidad de utilizar algunas de ellas para criticar a otras.

’ Jules Vuillemin, W hatarePhilosophicalSystem s?, Cambridge, Cambridge


University Press, 1986, p. ix.
'■ Gilles Gaston Granger, Pourla connaissancephüosophique, París, Editions
Odile Jacob, 1988, p. 20.
7 Ibid.
" Ibid.. p. 25.
Parece existir entre la mayoría de los filósofos (al menos
dentro de la tradición “continental”) un consenso bastante
notable acerca de lo que podríamos llamar la futilidad de
las refutaciones, y la inutilidad relativa o completa de las
discusiones mismas en filosofía. Es la posición que defienden
filósofos como Heidegger, Bergson y, de otra forma, si se
quiere aún más extrema, Deleuze.
Estimo — escribe Bergson— que el tiempo dedicado a la refutación
en filosofía es, generalmente, tiempo perdido. De tantas objeciones
formuladas por tantos pensadores en contra de otros, ¿qué queda?
Nada, o poca cosa. Lo que cuenta es lo que permanece, el aporte
de verdad positiva: la afirmación verdadera se sustituye a la idea
falsa en virtud de su fuerza intrínseca y es, sin que nos hayamos
molestado en refutar a nadie, la mejor de las refutaciones9.

La refutación sin negación es entonces posible, e incluso


la única posible en filosofía. Podríamos decir, en efecto,
que las objeciones pasan y las filosofías permanecen. Pero
esto no significa, infortunadamente, que sea la verdad lo
que permanezca; y el hecho de que una afirmación filosó­
fica haya sobrevivido a todas las objeciones posibles no
constituye necesariamente un argumento a su favor. Po­
demos comprender entonces que Frege, quien pensaba
haber refutado en repetidas ocasiones una serie de ideas
falsas, e incluso evidentemente falsas, escribiera en un
momento de exasperación:
Hay, al parecer, hombres en los cuales resbalan las razones lógi­
cas como en un encerado. Sin duda hay igualmente opiniones
que, aun cuando hayan sido repetidamente refutadas, y aunque
nunca se haya intentado seriamente refutar estas refutaciones,
se difunden de nuevo sin cesar, como si nada hubiese pasado.
Lamento no conocer ningún medio, parlamentaria y literalmente
aceptable, de obligarlas a regresar a su guarida, de tal manera
que no se atrevan nunca más a asomarse a la luz del día10.

No creo que hubiera consolado a Frege el saber que las


opiniones que ingenuamente había intentado refutar no
eran precisamente opiniones científicas, sino opiniones fi­

9 Henri Bergson, Oeuvres, textos anotados por André Robinet, introduc­


ción de Henri Gouhier, París, PUF, 1959, pp. 861-862.
10 Gottlob Frege, “Antwort auf die Ferienplauderei des Hernn Thomae”, en
Kleine Schriften, herausgegeben von Ignaccio Angelelli, Hildesheim, Georg
Olms, 1967, p. 328.
losóficas, y que era, por consiguiente, un error o, en todo
caso, una pérdida de tiempo, tratar de refutarlas.
Bergson admite, al parecer, que la refutación es teórica­
mente concebible en filosofía y la considera sencillamente
inútil, pues basta, en su opinión, con confiar en la fuerza
intrínseca de la verdad. Pero podríamos pensar también
que, si la refutación es inútil, es sólo porque no es posible,
porque nunca es real, sino sólo aparente. Es ésta la conclu­
sión que parece derivarse inevitablemente de la manera en
que Vuillemin y Granger, siguiendo a uno de mis predece­
sores en estos lugares, Martial Gueroult11, conciben los
sistemas filosóficos y las relaciones que existen entre ellos.
La opción entre los sistemas es ciertamente libre, pero re­
sulta difícil decir en qué sentido podría ser, como desearía­
mos que lo fuese, igualmente racional. Lo que hace de la
filosofía una actividad racional tiene pocas probabilidades
de ser el lugar que ocupa en ella la discusión crítica o la
confrontación racional entre soluciones rivales, pues éste
parece ser uno de los lugares más reducidos y quizás inexis­
tente. Esto pone ciertamente en una situación completa­
mente ingenua y paradójica a un filósofo que, como es mi
caso, ha dedicado mucho tiempo a tratar de refutar, o al
menos de combatir, concepciones que considera falsas, y
que estaría dispuesto a sostener que lo son. Es cierto que
una concepción filosófica es algo diferente de un sistema
filosófico auténtico. Pero esta característica de la “autenti­
cidad” suscita problemas delicados, que prefiero dejar de
lado en esta ocasión.
De manera general, especialmente cuando han leído
autores como Nietzsche y Freud, los filósofos actuales se
muestran bastante escépticos acerca de la existencia de lo
que quisiéramos llamar una voluntad de verdad, como tam­
bién respecto a la idea de una fuerza intrínseca de la ver­
dad. Esto, sin embargo, no les impide necesariamente se­
guir creyendo que la verdad en filosofía (si existe), sólo debe
contar consigo misma para triunfar, y que resulta inútil e
incluso un poco ridículo tratar de facilitarle el camino ata­
cando los errores que la obstaculizan. No me resulta claro

Cf. Martial Gueroult, Dianoém atique I - H istoire de l'h is to ire de la


philosophie (3 vol., 1984-1988). I I - Philosophie de l'h is to ire de la
philosophie (1979), París, Aubier, 1979-1988.
en qué pudiera basarse este residuo de la teleología de la
verdad en marcha y este optimismo, que lamentablemente
nunca he podido compartir. En la confrontación con el error,
la verdad se encuentra ciertamente en igual desventaja, a
priori, en filosofía, que en todos los otros campos y quizás
incluso mucho más. Como dice Hacker: “La verdad tiene
dignidad, pero rara vez encanto. Son las ilusiones de la
filosofía, y no sus humildes verdades, las que hipnotizan”12.
Podríamos agregar que la falsedad y la ilusión tienen ge­
neralmente, por su parte, el encanto y, a falta de la digni­
dad, al menos los honores. Pero, desde luego, para decir
esto es necesario estar dispuesto a admitir, real y concre­
tamente, y no sólo de la manera puramente formal en que
lo hacen todos los filósofos, que la filosofía es capaz de
producir falsedades, ilusiones y sinsentidos, y que es in­
cluso algo que hace con bastante frecuencia. Esto no nos
obliga, desde luego, a suponer, como en ocasiones se hace,
que sólo produzca estas cosas. Podría haber lugar en la
filosofía para un trabajo que consista en aclarar confusiones
y eliminar sinsentidos y, a la vez, para formular proposicio­
nes con sentido y, además, verdaderas. No obstante, si
adoptamos el punto de vista de Wittgenstein, las verdades
de la filosofía, a las que se refiere Hacker, no pueden ser
sino verdades del tipo más corriente y no merecen el ape­
lativo de “filosóficas”, más que por haber sido conquista­
das contra las ilusiones filosóficas. Las verdades filosófi­
cas son verdades que la filosofía nos permite reconocer
finalmente, después de habernos impedido verlas.
Sería demasiado extenso explicar aquí por qué soy rela­
tivamente escéptico acerca de la posibilidad de conservar
en filosofía, como lo propone Granger, la noción de conoci­
miento, renunciando a la de verdad e igualmente a la de
objeto áe\ conocimiento. Vacilaríamos sin duda en afirmar
actualmente, como lo hizo Brentano: “Allí donde hay sa­
ber, hay necesariamente verdad; y allí donde hay verdad,
hay unicidad: pues ciertamente hay muchos errores, pero
sólo una verdad”13. Después de todo, no faltarían científi-

12 P.M.S. Hacker, AppearanceandReality, A Philosophical Investigation into


Perception and Perceptual Qualities, Oxford, B. BlackweU, 1987, p. 182.
13 Franz Brentano, Ober die Zukunfl der Philosophie 8 1929), Mit Anmer-
kungen herausgegeben von Oskar Kraus, neu eingeleitet von Paul
Weingartner, Hamburg, Verlag von Félix Meiner, 1968.
eos y epistemólogos que dijeran, por el contrario, que la
pluralidad no es menos inherente al caso del conocimiento
científico que al de la filosofia. Me contentaría con decir, a
este respecto, que no creo realmente en la posibilidad de
determinar una posición intermedia, estable y satisfacto­
ria, entre la idea tradicional, defendida, por ejemplo, por
Dummett, según la cual la filosofia constituye un sector
de la investigación de la verdad en el cual debemos dejar
un lugar, como en todo los demás, a cierta idea de progre­
so, y la idea de Wittgenstein, según la cual la filosofia es
algo muy diferente, a saber, una actividad de aclaración
conceptual que no produce asertos ni conocimientos que
pudiéramos llamar “filosóficos”. En otras palabras, dudo
que sea posible disociar realmente, como nos agradaría
hacerlo para tener en cuenta el caso, en realidad bastante
especial, de la filosofia, las ideas de verdad, de conocimiento
y de progreso realizado en dirección de la verdad.
Me apresuro a decir que no veo nada en la situación
actual de la filosofia que impida, apriori, considerarla a la
manera de Dummett. El inconveniente de todas las teorías
que no aceptan esta concepción es el aspecto de recons­
trucción y de reinterpretación radicales que suponen. Pues
es preciso admitir que, en este caso, las grandes filosofías
del pasado harían algo muy diferente de lo que creían es­
tar haciendo. Wittgenstein nos dice, de una manera que
podemos considerar, en efecto, poco plausible, que al creer
debatir cuestiones de hecho y formular verdades de cierto
tipo, realmente estaban tratando con confusiones concep­
tuales y lingüísticas. No creo, sin embargo, que sea escla-
recedor ni convincente decir que estaban expresando sen­
cillamente perspectivas globales inconciliables sobre la
experiencia, considerada en su totalidad, o maneras dife­
rentes de organizar, no los hechos, sino los significados y
que, cuando creían proponer soluciones rivales a proble­
mas idénticos, y discutir entre ellos las respectivas venta­
jas de cada una, en realidad no estaban haciendo nada de
esto. Si pensamos, como Granger, que cada sistema filosó­
fico “no puede ser realmente atacado, modificado o trans­
formado sino desde su interior™, resulta difícil compren­
der lo que ocurre exactamente cuando, como sucede a

14 GUles-Gaston Granger, op. d t, p. 20.


menudo en el caso de la historia de la filosofía, los filósofos
incurren en la incongruencia o el desatino de atacar los
sistemas de sus oponentes, desde un punto de vista que
forzosamente es extemo. Es un hecho que todos los grandes
filósofos, incluyendo a aquellos que han dado la impresión
de poner en duda directamente la idea misma de verdad,
se han expresado sin embargo en el modo asertórico, como
si enunciaran ellos mismos verdades, y se han sentido
obligados a defenderlas contra las de otros filósofos. Si bien
el historiador de la filosofía tiene buenas razones para abs­
tenerse de criticar y evaluar, se trata de una regla que los
filósofos que estudio nunca se han considerado obligados
a respetar; por el contrario, en la mayoría de los casos, con­
ceden a la crítica y a la polémica contra las otras filosofías
una importancia crucial en sus obras.
En otras palabras, la historia de la filosofía no parece
ser solamente el proceso de la afirmación puramente posi­
tiva de los sistemas filosóficos en el transcurso del tiempo,
sino también la de todos los esfuerzos realizados por sus
autores para demostrar que los sistemas rivales eran defi­
cientes o inadmisibles, y esto por razones que pueden ser,
esencialmente, de tres clases: su incompatibilidad con
hechos reconocidos y verdades establecidas, la contradic­
ción interna, y —last but not leasí— la ininteligibilidad y el
sinsentido. Contrariamente a lo que se afirma a menudo,
los neopositivistas lógicos no fueron los primeros en agre­
gar la tercera, la ausencia pura y simple de significado, a
las dos precedentes: la falsedad material y la inconsisten­
cia lógica. Tampoco fueron los únicos en considerar que
los problemas formulados por sus predecesores eran en
realidad pseudo-problemas. Bergson, por ejemplo, pare­
cía pensar lo mismo: “Digo que hay pseudo-problemas, y
que son los angustiosos problemas de la metafísica. Los
reduzco a dos. El primero ha engendrado las teorías del
ser, el otro las teorías del conocimiento”15.
Groethuisen observa, en un texto titulado apropiada­
mente Lasparadojas de la historia de lafilosofía, que “los
grandes metafísicos del pasado reclamaban para sus sis­
temas una validez general; pretendían haber encontrado
la verdad”. Y esto significa que esperaban que su filosofía

15 Henri Bergson, op. d t., p.1336.


se discutieran incluso lo exigían16. No obstante, de mane­
ra general, “una filosofía comienza por ser verdadera, o al
menos por ser juzgada según los criterios de lo verdadero
y lo falso, para terminar siendo ‘histórica’, o sencillamente
interesante”17. Y, en ese momento, ya no puede tratarse de
algo que se discuta. Tiendo a pensar que, como dice David
Stove, en filosofía como en otros campos, “[...] una prueba
mínima del mérito intrínseco de cualquier cosa que se escri­
ba es la siguiente, que pueda ofrecerse una razón no histó­
rica por la cual debería leerse: una razón [...] absolutamente
independiente del hecho de que otras personas lo hayan
leído”18. La filosofía que sólo tuviera un interés histórico no
podría tener, al mismo tiempo, un interés filosófico; y, cuan­
do los propios filósofos dicen, como sucede en ocasiones,
que una filosofia sólo tiene interés histórico, quieren decir,
precisamente, que no tiene un interés filosófico. Brentano
critica una afirmación de Renán, en Averroés etl'averroisme,
según la cual toda ciencia debe convertirse finalmente en
historia de la ciencia y esto será igualmente lo que ha de
suceder con la filosofia, la cual deberá ser sustituida tam­
bién por su historia. Esto equivale, para Brentano, a con­
ferir a la historia de la filosofia una preponderancia que él,
por su parte, se niega categóricamente a aceptar en lo que
se refiere a todas las investigaciones de la filosofia siste­
mática. Para él, “identificar la historia de la filosofia con la
filosofia significa, simplemente, no entender en absoluto
la filosofia, haber perdido la confianza en su verdadero
éxito”19. La historia de la filosofia no es una filosofia, pero
hay una filosofia de la historia de la filosofia, que “busca
las razones generales, las leyes de los fenómenos”20.
La filosofia (sistemática) de la historia de la filosofia (esto
es, de los sistemas filosóficos) construida por Vuillemin no
confunde, desde luego, la historia de la filosofía con la fi­

16 Cf. Bernard Groethuisen, Philosophie ethJstoire, París, Albín Michel, 1995,


p. 289.
17 Ibid., p. 290.
18 David Stove, The Plato Cult and Other Philosophical Follies, Oxford, B.
BlackweU, 1991, p. 173.
,9 Franz Brentano, Geschichte derPhilosophie derNeuzeit, Aus dem NachlaS
herausgegeben un eingeleitet von Kalus Hedwig, Hamburgo, Félix Meiner,
1987, p. 82.
20 Ibid., p. 77.
losofía. Podríamos decir que busca, ella también, los prin­
cipios fundamentales, las razones generales y las leyes de
los fenómenos (filosóficos), naturalmente no en el sentido
de sus leyes históricas de evolución, sino en el sentido en
el que intenta determinar apriori\o que podríamos llamar
su espacio de posibilidades. No sugiere en manera alguna
que los sistemas sean interesantes únicamente como pro­
ducciones históricas, o por razones principalmente histó­
ricas: lo son, por el contrario, porque continúan represen­
tando opciones posibles, que pueden ser siempre re-
formuladas y reactivadas, pero que nunca podrán ser real­
mente superadas, aun cuando hayan sido eclipsadas his­
tóricamente. Por el contrario, una vez que hayamos acce­
dido a la idea de un sistema, en el sentido mencionado, y a
la de la pluralidad inevitable de sistemas, nos vemos obli­
gados a preguntarnos si es o ha sido posible alguna vez
discutir realmente alguna de las dos, pues no hay una
perspectiva que no sea ya la de un sistema particular que
se ha elegido, al menos implícitamente, la que nos permite
criticar racionalmente y, podríamos agregar, honestamen­
te, a los demás. Específicamente, esto significa que cree­
mos tener razones concluyentes para dejar de considerar
actualmente los sistemas filosóficos no sólo como verda­
deros, en el sentido en que lo propusieron sus autores (al
que se refiere Groethuisen), sino también como suscepti­
bles de ser verdaderos ó falsos en tal sentido. Incluso si
consideramos una filosofía como algo muy diferente a una
opinión posible sobre el mundo, en la práctica nos hemos
resignado a contemplar la pluralidad de las filosofías como
algo más comparable a la pluralidad de opiniones, inter­
pretaciones y puntos de vista, que a hipótesis que compi­
ten por la verdad. “Reconocemos —dice Groethuisen— [...]
menos verdad que nuestros antepasados, pero dispone­
mos de una riqueza incomparablemente mayor de puntos
de vista”21.
Entre las razones que tenemos para reconocer menos
verdades que nuestros antepasados, debemos incluir el
hecho de que vacilamos mucho más que ellos en aceptar
la idea de verdades filosóficas22. Preferimos hablar enton­

21 Bernard Groethuisen, op. d t., p. 287.


22 La manera en que los diarios que se preocupan por informar al público en
ces, más bien, de una pluralidad de puntos de vista globales
irreconciliables sobre el mundo o sobre la experiencia. Esto
puede ser igualmente, o bien una manera de hacer de la
relatividad una virtud, o una forma de impotencia aceptada,
o bien la expresión de lo que Bergson llamaba una con­
fianza excesiva de la filosofía en las fuerzas de la mente
individual. “Que sea dogmática o crítica, que consienta en
admitir la relatividad de nuestro conocimiento o que pre­
tenda instalarse en el absoluto, una filosofía es, general­
mente, la obra de un filósofo, una visión única y global del
todo. Hay que tomarla o dejarla”23. Es algo que escucha­
mos con frecuencia y que significa que aceptar una filoso­
fía quiere decir, esencialmente, aceptar un punto de vista,
lo cual sólo puede hacerse en bloque, y no un conjunto de
aserciones que podrían ser probadas respecto a su valor
de verdad, resultando entonces algunas aceptables y otras
no. Considero que el problema suscitado por las declara­
ciones habituales acerca de la vanidad de las discusiones
y las refutaciones filosóficas, reside en que por lo general
no sabemos si significa que hay, a pesar de todo, una ver­
dad en filosofía y basta con dejar que ella misma se abra
camino —pero, ¿cuál sería la verdad filosófica de la que
pudiéramos decir que se ha impuesto en este sentido?— y
no más bien algo que experimentaríamos probablemente
mejor si dijéramos que la única manera de refutar una
novela es escribir otra, si es posible mejor.
Si aceptamos hoy en día considerar a las filosofías como
verdaderas, en un sentido del término que debemos, des­
de luego, precisar, parecería que sólo podemos hacerlo a

general sobre el estado de la filosofía yuxtaponen sin confrontación con­


cepciones filosóficas perfectamente contradictorias entre sí, presentadas
y generalmente aprobadas al mismo tiempo, o de un día para otro con el
mismo entusiasmo, muestra evidentemente que la cuestión de su posible
verdad o falsedad dejó de parecer un asunto serio. Temo que deba agre­
garse, lamentablemente, que no se actuaría de otra manera si se quisiera
dar al lector la impresión de que todo esto, precisamente, no debe ser
tomado en serio realmente. Sobra decir que, cuando la importancia de un
filósofo se ha convertido, en el sentido al que aludimos antes, en un hecho
mensurable que se impone a todos, la pregunta acerca de la relación de lo
que afirma con las afirmaciones contrarias sostenidas al mismo tiempo
por otros filósofos, igualmente importantes, y con la verdad misma, pier­
de prácticamente todo significado y todo interés.
23 Henri Bergson, L 'évolution créatrice, en Oeuvres, op. cit., p. 657.
condición de decir que todas lo son. Una manera de llegar
a esto es considerar, a la manera de Gueroult, que no des­
cubren, como lo creyeron invariablemente sus autores, una
realidad que existe previamente a su formulación y a la
que podrían representar mejor o menos bien que sus riva­
les, sino que crean ellas mismas la realidad filosófica que
las verifica. Ciertamente no tendría la presunción de opo­
nerme aquí a uno de los maestros de mayor prestigio en la
historia de la filosofía francesa, con quien tenemos todos
una deuda mayor de la que sabría expresar. Quisiera tan
sólo observar que un proyecto como el de Gueroult, que
busca finalmente validar todas las filosofías (auténticas), o
el de Wittgenstein, o el de los neopositivistas lógicos, que
buscan más bien invalidarlas todas, implican una actitud
revisionista radical frente a la idea que tienen generalmente
los filósofos acerca de lo que hacen. Incluso para el filósofo
de la historia de la filosofía que procede a la manera de
Gueroult, lo que hacen realmente difiere en buena parte
de lo que creen y pretenden hacer. La pretensión a la ver­
dad exclusiva que caracteriza a toda filosofía es una com­
pleta ilusión, basada en la impresión engañosa de que la
realidad filosófica puede preexistir al sistema que la cons­
truye. Pero creo que mientras esta pretensión subsista y
exija que se la tome en serio, el fantasma de la verdad
única e indivisible continuará espantando en los bastido­
res del teatro filosófico. .
El mismo Gueroult presenta su concepción como una
forma de idealismo consecuente y radical. En términos de
la controversia entre realismo y antirrealismo, tal como ha
sido formulada por Dummett, se trata, en efecto, de una
respuesta antirrealista extrema al problema del significado
de las proposiciones filosóficas. Por una parte, una propo­
sición filosófica, considerada independientemente del sis­
tema al que pertenece, no tiene un significado determina­
do que nos permita interrogarnos sobre su valor de ver­
dad. Es este el reproche que puede dirigirse a todos los
filósofos que pretenden discutir de manera más o menos
ahistórica la verdad de las proposiciones filosóficas aisla­
das de su entorno sistemático. Por otra parte, cuando se
la toma como debe ser, es decir, como elemento de un sis­
tema, la proposición no describe un hecho que pudiera
realizarse o no con independencia del sistema mismo. Si
hay un conocimiento filosófico, éste no se refiere a un ob­
jeto que lo preceda, sino a un objeto que produce y que,
por consiguiente, nace con él. No hay, entonces, un factor
común a las diferentes filosofías contra el que pudieran
confrontarse y que permitiera compararlas, no sólo como
se comparan opciones diferentes, en el aspecto en que se
diferencian, sino también desde el punto de vista de su
legitimidad y de su verdad.
Las filosofías de la historia de la filosofía que conceden
una importancia central a la noción de sistema, compren­
dida de esta forma o en un sentido similar, se caracterizan
en general por cuatro rasgos principales: 1) la tendencia a
adoptar una concepción holista del significado de las pro­
posiciones filosóficas, puesto que la comprensión de un
término o de una proposición del sistema depende funda­
mentalmente de la de la totalidad de éste; 2) la opción de
una noción de verdad que se opone completamente a la de
verdad como correspondencia, y que es más bien la de
verdad como coherencia; 3) una propensión a acentuar al
máximo la autonomía de los sistemas filosóficos y, a la vez,
a hacer más problemática y difícil de comprender la manera
en que pueden, sin embargo, seguir siendo dependientes y
estar sometidos a la precisión de datos extra-filosóficos; y,
finalmente, 4) un escepticismo más o menos radical respec­
to a la pretensión de los defensores de sistemas filosóficos
diferentes de refutar o incluso simplemente discutir real­
mente, las aserciones de sus rivales. Si una proposición
filosófica cambia de naturaleza cuando se la reformula
dentro de otro sistema, y más aún si este sistema se distan­
cia en mucho del precedente, la refutación parece conde­
nada a ser imposible o, lo que no es mejor, a ser sencilla­
mente aparente y, de hecho, trivial. Como dice Vuillemin:
Cuando un filósofo “traduce” a su lenguaje un sistema distante
del suyo dentro de la clasificación, no podemos esperar que pre­
serve los significados o los valores de verdad de las aserciones
originales. Las traducciones filosóficas radicales tienen, en efecto,
una fuerte pretensión a la indeterminación y es el sistema, más
que el término o el enunciado, lo que la clasificación reconoce
como la unidad que puede ser objeto de comparación24.

24 Jules Vuillemin, What are PhüosophicalSystem s?, op. c it, p. 128.


No obstante, la comparación tiene por finalidad resaltar
semejanzas y diferencias reales e importantes que, como
siempre, no son forzosamente aquellas que se advierten a
primera vista, y no la de hacer posible la elección, ofrecer
una respuesta a la pregunta: Quodphilosophiae sectabor
iteft
Aun cuando el término “holista”, tal como se utiliza ac­
tualmente en las discusiones sobre la teoría del significa­
do, no sea exactamente el que convenga aquí, es claro que
la concepción rechazada, en todo caso, es aquella según la
cual sería posible aplicar directamente el predicado “ver­
dadera” a una proposición filosófica cualquiera, sólo con
base en el significado de los términos que aparecen en ella
y en su composición, puesto que ni los términos, ni las
proposiciones filosóficas, parecen detentar, en relación con
el sistema considerado, la independencia requerida para
ello. El error del positivismo lógico habría consistido, pre­
cisamente, en creer que era posible interrogarse sobre el
sentido o falta de sentido de las proposiciones filosóficas,
tratándolas como si fuesen proposiciones del lenguaje co­
rriente, esto es, como si estuviesen compuestas de pala­
bras cuyo significado, si lo tienen, puede ser presunta­
mente conocido con independencia del de las proposicio­
nes mismas y del sistema filosófico al que pertenecen. Debo
confesar abiertamente, incluso con cierta incomodidad, que
acerca de los cuatro puntos mencionados, esta doctrina
suscita en mí reticencias que nunca he podido vencer por
completo. Considero que la noción de proposición filosófi­
ca dotada de un significado (relativamente) independiente
no puede ser algo completamente absurdo y debe tener,
por el contrario, cierta legitimidad. Dicho de otro modo,
tiendo a considerar que una concepción “molecular” —para
retomar la designación de Dummett— más que “holista”
(en el sentido radical), debe ser concebible y defendible
incluso en el caso de las proposiciones de la filosofia. Creo
que, si hay una noción de verdad aplicable a la filosofia,
ésta no puede ser fundamentalmente distinta de la noción
usual y debe ser, más bien, del tipo de la verdad como
correspondencia. Si hay, en efecto, una autonomía real de
la filosofia en relación con otras formas de conocimiento y
con el conocimiento fáctico en particular, no considero que
pueda atribuirse a la capacidad que tendría la filosofia de
engendrar su propia realidad (la cual me parece ser, como
en todos los demás casos, la realidad, en el sentido ordi­
nario). Y, finalmente, nada de lo que se haya dicho o escri­
to acerca de este problema me ha convencido de que las
posibilidades de discusión en filosofía sean a tal punto re­
ducidas, y la discusión misma tan inútil o incongruente
como se afirma a menudo25 (la tradición “analítica” so-
brestima, tal vez, como se le reprocha con frecuencia, el
interés y la utilidad de la argumentación y de la discusión
en filosofía, pero me parece que la filosofía “continental”
reciente los subestima de manera aún más evidente y la­
mentable).
He tendido siempre, entonces, a creer que deberíamos,
o bien tomar mucho más en serio el hecho de que los filó­
sofos hayan pretendido constantemente enunciar verda­
des, en el sentido habitual (algunos dirían “vulgar”) del
término, e intentado, también constantemente, refutarse
los unos a los otros, o bien no tomarlo en serio en absoluto
y considerar lo que han hecho de una manera semejante a
lo que afirman en este punto autores como Wittgenstein o,
de otra forma, Carnap. Una manera fácil de resolver la
dificultad seria, sin duda, decir que lo esencial en filosofía
tiene lugar al nivel del concepto y de la creación de con­
ceptos, y que las aserciones preposicionales que parecen
ser su aspecto principal, y aquel sobre el cual se discute,
no son en realidad más que el ropaje impuesto y engañoso
que le disimula al lector superficial lo que realmente se
debate. He tenido ya, sin embargo, la oportunidad de ex­
plicar en otro lugar por qué no encuentro aceptable esta
idea bajo ninguna de las formas en las que se la defiende
actualmente. No creo que el punto de vista estructural,
que tiende a considerar al sistema mismo como la única
unidad de significado realmente independiente, como tam­
poco teorías como la de Deleuze, donde se valora exclusi­
vamente la actividad de creación conceptual26, sean capa­

2S Cf., por ejemplo Deleuze y Guattarí: *[...] Al filósofo, por lo general, no le


agrada discutir. Todo filósofo se evade cuando escucha la frase, discuta­
mos un poco. Las discusiones son buenas para las mesas redondas,
pero es sobre otra mesa que la filosofía lanza sus dados amañados".
M Deleuze parece creer que, si bien la filosofía produce conceptos, no for­
mula proposiciones (en todo caso no lo hace, si se entiende por ‘ proposi­
ción’’, como lo hacen los lógicos, aquello a lo que pueden aplicarse los
ces de hacer justicia al aspecto proposicional y asertórico
(aquel que corresponde a la formulación y adopción de
creencias presuntamente verdaderas), que al parecer con­
lleva necesariamente toda filosofía digna de este nombre.
No deberíamos, desde luego, apresurarnos a hablar de
relativismo o de subjetivismo a propósito de lo que parece
significar la pluralidad irreductible de las opciones filosó­
ficas. Quienes la defienden la consideran, por el contrario,
como el reflejo de una situación objetiva, que proviene pre­
cisamente de la naturaleza de los problemas de los que se
ocupa la filosofía y que la distingue de aquellas actividades
que pretenden investigar y descubrir verdades, en el sentido
habitual del término. Vuillemin ha utilizado, en referencia
a este punto, una comparación con la física, y ha hablado
de una especie de complementariedad entre los sistemas:
Cuando son auténticos, los sistemas poseen la propiedad singular
y misteriosa de la complementariedad. Son a la razón lo que las
representaciones ondulatorias y corpusculares son a los elemen­
tos. Cada uno de ellos entra necesariamente en el todo requerido
para describir la realidad, pero no podríamos, con base en el he­
cho de su conjugación, utilizarlos conjuntamente. La razón nos
obliga a elegir uno de ellos y a excluir los demás. Nos advierte, sin
embargo, que puesto que existen otras opciones posibles, por lo

calificativos de “verdadero” o ‘ falso’ ), mientras que la ciencia tiene pro­


posiciones, mas no conceptos propiamente dichos (sólo tiene funciones).
Así es, al menos, como interpreto las aserciones según las cuales la filo­
sofía procede por frases y extrae sus conceptos de frases o de su equiva­
lente, y no de las proposiciones expresadas por ellas, mientras que: “La
ciencia no tiene por objeto conceptos, sino funciones que se presentan
como proposiciones en sistemas discursivos (...). Una noción científica
está determinada, no por conceptos, sino por fimciones o proposiciones’
(Gilíes Deleuze y Félix Guattari, Qu 'e st-ce que la philosophie?, París,
Editions de Minuit, 1991, p. 111). Para decirlo de una manera algo tosca,
si se llama “atomista" el punto de vista que trata a los conceptos filosófi­
cos como entidades autónomas y autosuficientes (que constituyen en si
mismos soluciones para los problemas filosóficos), y “holista’ al de la
teoría de los sistemas filosóficos, vemos que la ausencia de una concep­
ción satisfactoria en el nivel intermedio, de la cual pretende dar cuenta
una teoría “molecular*, tiene consecuencias análogas y que resultan,
para mí, casi tan difíciles como las otras de aceptar. No se puede discutir
realmente sobre sistemas filosóficos (la discusión no puede ser sino intra
y no Ínter o meta-sistemática), pero tampoco, desde luego, sobre concep­
tos filosóficos (si tomamos al pie de la letra lo que nos dice Deleuze, sólo
podemos inventar otros). No se podría discutir, en rigor, más que sobre
proposiciones. Pero, como lo hubiera dicho Frege, esto supone que pue­
den expresar un contenido de pensamiento determinado y que éste sea
igual para todos.
demás incompatibles entre sí y con la nuestra, la nuestra no nos
dará sino un fragmento, y las piezas que faltan, vedadas para
nosotros, sólo son accesibles a quienes rechazan nuestra opción27.

No obstante, este punto de vista es evidentemente el del


historiador de la filosofía o el del teórico de los sistemas
filosóficos, quien los considera desde fuera. El filósofo, con­
siderado como tal, no puede elegir como se lo ordena la
razón y a la vez admitir, como parece exigírselo también,
que podríamos tener razón al elegir de otra manera. Por
otra parte, el filósofo de los sistemas y de la clasificación
filosófica de los sistemas corre el riesgo de avanzar ya un
poco más de lo que debiera cuando afirma, como lo hace
Vuillemin al comienzo de Whatare PhilosophicalSystems?,
que no intentará decidir si puede existir o no una verdad
filosófica, sino que se contentará, más modestamente, con
decir “cuáles son todas estas posibilidades de verdad”28.
Pues, haciendo abstracción de las dificultades de compren­
sión y de uso que tiene la noción de complementariedad
en sí misma y, afortiori, cuando se intenta aplicarla a la
relación que guardan entre sí los sistemas filosóficos, pa­
rece que los diferentes sistemas, tomados individualmen­
te, no representan realmente posibilidades de verdad riva­
les y respecto de las cuales tendría sentido preguntarse
cuál ha sido realizada, sino que la única posibilidad de
verdad, en el sentido propio del término, reside más bien
en su imposible combinación. No sé si la noción de com­
plementariedad es o no apropiada para describir el proble­
ma en cuestión. Pero, si es el caso, es probable que deba­
mos aplicarla también a la relación que existe entre las
diferentes respuestas que se han dado al problema filosó­
fico de determinar qué es exactamente la filosofia: parecie­
ra que la posibilidad de comprender realmente lo que ésta
pueda ser, exige utilizar simultáneamente todas estas for­
mas de descripción; y, sin embargo, esto es precisamente
lo que nos resulta imposible de hacer.

27 Jules Vuillemin, Nécessité ou contingence. L apone de Diodore e t les


systémes philosophiques, París, Editions de Minuit, 1984, p. 290.
28 Jules Vuillemin, What are Philosophical Systems?, op. a t, p. ix.
“¿Quién podría citar”, se pregunta Badiou, “un solo enun­
ciado filosófico del que tuviera sentido afirmar que es ‘ver­
dadero’?”1 No obstante, quien haya leído a Frege dirá que,
si pes una proposición de forma asertórica, y si tiene sen­
tido decir que p, entonces ciertamente tiene sentido tam­
bién decir que es cierto que p, o que p es verdadera, puesto
que es verdadero el pensamiento, por ejemplo, de que los
números son objetos no sensibles. Al parecer la verdadera
opción sólo se da, entonces, entre dos actitudes posibles:
aceptar las proposiciones de los filósofos como se presen­
tan y continuar preguntándonos “ingenuamente” si son
verdaderas o falsas, o bien decretar que no tienen en abso­
luto la forma y el significado que parecen tener y quizás,
finalmente, ningún significado real. No es difícil de com­
prender, en estas condiciones, por qué algunos filósofos
contemporáneos han llegado a pensar que, si no tiene sen­
tido decir de una aserción filosófica p que es verdadera,
tampoco tiene sentido decir que tiene el sentido que pre­
tende tener, esto es, por qué la crítica se ha desplazado en
un momento dado, de manera tan generalizada, del pro­
blema de la verdad al del sentido de las proposiciones filo­
sóficas. Más aún, creer que p no parece querer decir otra
cosa, incluso en filosofía, que aceptar como verdadera la
proposición p, de manera que, si lo mínimo que tenemos
derecho a esperar de los filósofos es que crean en lo que

Alain Badiou, M anifeste p ou r la philosophie, París, Editíons du Seuil,


1989, p. 16.
afirman, debemos admitir también que las proposiciones
filosóficas son susceptibles de ser verdaderas o falsas, inclu­
so si tememos que ningún filósofo haya conseguido jamás
persuadir a muchos otros que son las suyas las verdaderas.
Es cierto que lo único que estamos autorizados a decir
sobre este punto es, probablemente, que hay proposicio­
nes filosóficas que afirmamos (o, al menos, que afirman
sus autores), y otras que negamos. Pero no resulta claro
cómo las nociones de afirmación y de negación podrían
conservar su lugar, allí donde las de verdad y falsedad no
se aplican. Decir que no hay ninguna proposición filosófica
de la que sepamos con certeza que es verdadera o que no
lo es, evidentemente no equivale a decir que no hay nin­
guna proposición filosófica que sea verdadera o falsa. Pues
es posible que las proposiciones filosóficas, como cualquier
aserción con un sentido determinado, sean verdaderas o
falsas, sin que por ello estemos seguros de disponer de me­
dios para decidirlo. Cuando Vuillemin afirma que la filoso­
fía, al igual que la axiomática, busca la verdad, pero que
no es seguro que el concepto de verdad pueda aplicarse
sin más a la filosofía, veo en ello una expresión de la ten­
dencia que tenemos, tal vez todos, a combinar a este res­
pecto una intuición realista, en el sentido de Dummett, y
una intuición antirrealista de la situación, dos intuiciones
que son ambas naturales e incluso, hasta cierto punto,
fúndadas. Si se es realista, puede admitirse sin dificultad
la existencia de verdades condenadas a permanecer inac­
cesibles. Si se es sensible a la argumentación de los anti­
rrealistas, estimaremos, por el contrario, que un divorcio
semejante entre la verdad y la posibilidad en principio que
debemos tener de reconocerla es, tanto en filosofía como
en otros campos y quizás más que en ellos, inaceptable y
que, por consiguiente, no tiene mucho sentido hablar de
verdades filosóficas si se admite a la vez que no tenemos
una posibilidad real de encontrarlas nunca.
Desde un punto de vista antirrealista, la aparente im­
posibilidad de decidir cuestiones filosóficas constituye un
sólido argumento contra la realidad misma de los proble­
mas que formulan. Pero no es un argumento decisivo a
menos de suponer que no hay un problema real sino allí
donde existe, en principio, una posibilidad o, mejor aún,
una posibilidad práctica de respuesta. No debe sorpren­
demos el hecho de que las cuestiones con mayores proba­
bilidades de ser imposibles de decidir sean, al mismo tiem­
po, las más fascinantes si, como lo dice Pascal, en materia
de verdad, como en todos los otros campos, “nunca busca­
mos las cosas, sino la búsqueda de las cosas”2. Conside­
rada desde este punto de vista, la filosofía podría ser, en
efecto, la forma por excelencia del divertimento, pues con­
siste, para alguien como Pascal, en ignorar una verdad
que en principio se encuentra a nuestro alcance, para de­
dicamos por completo a la búsqueda de una verdad que
no tenemos posibilidades de descubrir y que, por esta ra­
zón, nos atrae aún más. Valéry, de quien no se puede sos­
pechar que tenga consideraciones para con la filosofía,
como tampoco que demuestre una especial simpatía por
la forma de pensar de Pascal, escribió: “Puede decirse, al
hojear la historia, que una disputa que tiene solución es
una disputa sin importancia”3. De allí no se sigue, desde
luego, que todas las disputas sin solución sean igualmen­
te importantes. Y Valéiy, ciertamente, no creía que las dis­
putas filosóficas lo fuesen. Es necesario señalar, en todo
caso, que es precisamente allí donde las preguntas que
podemos formular exceden las respuestas que podemos
obtener, donde la inteligencia, la creatividad y el ingenio
humanos se han podido ejercitar mejor y han revelado ser
más productivos. Podríamos incluso preguntarnos si este
excedente no define, precisamente, el espacio de la cultura
propiamente dicha, considerada como una tentativa por
responder a las preguntas que, estrictamente hablando,
no tienen respuesta. Lo que reprocha Valéry a los problemas
filosóficos no es, en realidad, el no haber sido nunca re­
sueltos, sino más bien el no haber sido enunciados siquiera.
Pero es, desde luego, el primero en advertir que, si se consi­
guiera enunciarlos, en el sentido en que lo dice, se resolve­
rían fácilmente y esto los haría mucho menos atrayentes.
Admite incluso que disputas como las de la filosofía son
estériles, pero que tienen al menos un efecto benéfico,
mantener la mente en actividad y en buenas condiciones.

Blaise Pascal, Pensées sur la Religión et sur d'a utres sujets, Prefacio y
notas de Louis Lafuma, París, Delmas, 2* edición, 1952, p. 181.
Paul Valéiy, Propos sur l'intelligence, en Oeuvres I, Bibliothéque de la
Pléiade, París, Gailimard, 1957, p. 1042.
Buena parte de las cuestiones filosóficas más típicas y
tradicionales (¿Existe Dios? ¿Estamos dotados de una vo­
luntad libre? ¿Pueden existir el alma o el espíritu indepen­
dientemente del cuerpo? ¿Tienen los objetos externos una
existencia independiente de nuestras sensaciones?, etc.)
poseen una forma tal que parecen representar alternati­
vas claras y exigir, a primera vista, una respuesta afirma­
tiva o negativa. Sin embargo, rara vez se ha utilizado en
relación con ellas la oposición que existe entre un punto
de vista realista y un punto de vista antirrealista sobre la
pregunta misma. Los realistas recurren a menudo, para
justificar la idea de que es perfectamente legítimo hablar
de proposiciones verdaderas o falsas, a pesar de que no
sabemos y que quizás nunca sabremos si lo son, a la idea
de un sujeto omnisciente hipotético que dispondría de ca­
pacidades intelectuales suficientes para reconocer la ver­
dad de todas las proposiciones que son, en efecto, verda­
deras. Podría sorprendernos el que, aunque nos hayamos
preguntado en repetidas ocasiones, desde esta perspecti­
va, qué tipo de matemático podría ser Dios, no nos haya­
mos preguntado acerca de qué tipo de filósofo sería. La
razón de lo anterior es, sin duda, la sensación que tenemos
de que la filosofia está vinculada de manera más estrecha
a ciertas particularidades de nuestra condición finita que
la ciencia, de la que se dice en ocasiones que es la única
parte de nuestra cultura dirigida a aproximarse, y la única
que podría pretender hacerlo, a algo semejante a una con­
cepción absoluta de la realidad, a una concepción liberada
al máximo, en todo caso, de las limitaciones e idiosincrasias
impuestas a nuestra representación del mundo por cier­
tas características contingentes de los seres perceptores y
cognoscentes que somos. No pretendo sugerir, desde luego,
que debamos tomar completamente en serio una idea de
esta índole, considerada por muchos como excesivamente
ingenua, sino sólo señalar que podríamos vacilar, legítima­
mente, acerca de saber si la filosofía debe ser considerada
como la ciencia divina por excelencia, aquella que, en rigor,
está solamente al alcance de Dios, o, por el contrario, como
la ciencia más humana, constitutiva y definitivamente
humana, que haya. Y, si la segunda hipótesis es correcta,
resulta natural pensar que los problemas filosóficos son
problemas que deberían, en teoría, poderse resolver dentro
del contexto y los límites de la existencia humana concre­
ta, y no problemas cuya solución hipotética deba ser aban­
donada a los esfuerzos de generaciones futuras o cuya
solución estuviese ya en manos de un espíritu omnisciente.
La respuesta a la pregunta que acabo de formular no
suscita duda alguna para aquellos filósofos que conside­
ran que los problemas filosóficos provienen esencialmente
de la necesidad que sentimos de disponer de ideas más
claras acerca de la naturaleza y la organización de los con­
ceptos que usamos o de los significados que damos a las
palabras. Pues, como lo dice Dummett en otro contexto,
“el recurso a seres hipotéticos no representa ninguna ayu­
da, cuando se trata de comprender el significado que da­
mos a las frases de nuestro lenguaje”4. ¿Qué relación ten­
dría un conocimiento presuntamente divino con el signifi­
cado que damos nosotros a nuestras palabras, en virtud
del uso que hacemos de ellas, o qué clase de incidencia
podría tener sobre él?
Decir que la filosofía trata de significados y no de hechos
parece, a menudo, un medio fácil de resolver el problema
de la autonomía y de la especificidad de la filosofía y, puesto
que la noción de significado es anterior a la de verdad y
más fundamental que ella, una manera de dar cuenta de
la impresión de especial profundidad e importancia que
generan los problemas filosóficos. Es una concepción de
este tipo la que defendía Schlick cuando escribió, en El
mraje de lafilosofía.
[...] por medio de la filosofía se aclaran las proposiciones, por
medio de la ciencia se verifican. A esta última le interesa la ver­
dad de los enunciados, a la primera lo que realmente significan;
la actividad filosófica de dar sentido cubre la totalidad del campo
del conocimiento científico. Esto fue correctamente conjeturado
cuando se dijo que la filosofía proporcionaba a la vez la base y la
cima del edificio de la ciencia. Pero era un error suponer que la
base estaba formada por ‘proposiciones filosóficas’ (las proposi­
ciones de la teoría del conocimiento), y coronada también por
una cúpula de proposiciones filosóficas (llamadas metafísica)5.

Michel Dummett, The LogicalBasis o/Metaphysics, Londres, Duckworth,


1991, p. 348.
Moritz Schlick, “El viraje de la filosofía”, en A.J. Ayer (comp.), S Ipositivis­
mo lógico, México, Fondo de Cultura Económica, 1965, p. 62.
Podríamos señalar que Schlick, en este punto, se apro­
xima más a Husserl de lo que le hubiera gustado reconocer.
Para él, la ciencia ya es, de alguna manera, filosófica, si no
por las proposiciones y verdades que enuncia, al menos
por el sentido, el cual sólo es preciso dilucidar. Lo que pro­
pone Granger es igualmente que la filosofia se ocupa esen­
cialmente de significados, y debe ser considerada como
una disciplina “hermenéutica” (aun cuando sin duda no le
agradaría mucho la aproximación sugerida por este térmi­
no), y no como una disciplina fáctica. Los problemas que
trata son, sin embargo, muy diferentes de aquellos que los
integrantes del Círculo de Viena y sus herederos acostum­
bran a llamar el análisis del significado. Lo que tiene en
mente es el significado de nuestra experiencia misma, y
no de las descripciones que ofrecemos de ella; y aquello de
lo que se ocupa la filosofia no es, para él, la simple aclara­
ción o elucidación del sentido de las proposiciones que for­
mulamos, en la ciencia o en otros campos, sino un proyecto
de carácter menos analítico y mucho más constructivo, al
que llama “la organización significativa de la experiencia”,
al que los conceptos y los argumentos propiamente filosó­
ficos aportan su concurso, produciendo así un conocimien­
to que, sin embargo, no tiene un objetef.
Resulta evidente que, si somos sensibles a la crítica for­
mulada por Quine contra la posibilidad de distinguir es­
trictamente entre las cuestiones de hecho y las cuestiones
de significado, no podemos dejar de interrogarnos igual­
mente acerca de la posibilidad de utilizarla para caracteri­
zar la posición y la función de la filosofia. Las famosas
objeciones de Quine contra las dos distinciones, analítico-
sintético y a priori-a posteriori, parecen haber invalidado
también la posibilidad de preservar el privilegio de las pro­
posiciones filosóficas que, según él mismo lo dice, no poseen
las proposiciones de la lógica y de la matemática: éstas
pueden, en el mejor de los casos, ocupar una posición re­
lativamente central dentro de un conjunto de proposiciones
que son todas empíricas de alguna forma y, directa o indi­
rectamente, dependientes de la experiencia. Quine es per­
fectamente coherente consigo mismo cuando constata que

6 GUles-Gaston Granger, Pourla oonnaissancephüosopfuque, París, Editions


Odile Jacob, 1988, op. d t., p. 258.
buena parte de los filósofos del pasado han sido, a la vez,
“científicos en busca de una concepción organizada de la
realidad”, y que aquello que hoy día consideramos retros­
pectivamente como filosófico en sus contribuciones es,
sencillamente, lo que desbordaba el ámbito de las ciencias
especiales, tales como las definimos actualmente, y expre­
saba preocupaciones y ambiciones de índole más especu­
lativa y general7. Para él, la filosofía se ocupa sencillamen­
te de los aspectos más generales de un problema que com­
parte con las ciencias, como es el de la construcción de
una representación sistemática y coherente de la realidad
misma, tan sencilla, fácil y elegante como sea posible.
En su opinión, no hay lugar para pensar que la aplicación
del concepto de verdad a las proposiciones de la filosofía
suscite problemas fundamentales, diferentes de aquellos
que encontramos cuando intentamos aplicarlo a las propo­
siciones teóricas de la ciencia. Entre ciencia y filosofía hay,
dice, continuidad, mas no identidad. Existe, sin embargo,
al menos una tensión entre estas dos ideas, pues resulta
difícil comprender cómo puede estar la filosofía en continui­
dad con la ciencia y, no obstante, distinguirse de ella de
una manera diferente a la de una distinción más o menos
convencional. Podría pensarse, en todo caso, que existe
una tensión entre la idea de que la filosofía genera verdades
que no difieren de las verdades científicas sino por su mayor
grado de generalidad y de abstracción, y la sensación que
tenemos, por otra parte, de una diferencia mucho más im­
portante y de una discontinuidad radical que separa las
preguntas y las respuestas de la ciencia de las de la filosofía.
Es posible que la sensación a la que aludo no sea más que
una simple convicción, más o menos instintiva; pero no es
por ello necesariamente una convicción errada o que pudié­
ramos desconocer pura y llanamente. Podemos recordar
la manera en que se expresa Wittgenstein a este respecto
en el Tractatus. “Nosotros sentimos que incluso si todas
las posibles cuestiones científicas pudieran responderse,
los problemas de nuestra vida (Lebensproblemé^ no habrían
sido tocados” (6.52). La “sensación” mencionada se aclara

W.V.O. Quine, 'Has Philosophy Lost Contact with People?’ , en Theories


and Things, Cambridge, Mass., y Londres, The Belknap Press oí Harvard
University Press, 1981, p. 191.
y justifica filosóficamente en el Tructatus mediante el re­
conocimiento de la distinción que debe trazarse entre lo
que puede ser expresado en las proposiciones dotadas de
sentido, y lo que no puede expresarse de esta manera.
No es, sin embargo, necesario hacer intervenir lo que
Wittgenstein llama “nuestros problemas de vida” para ad­
vertir que la asimilación de la filosofía a una empresa teó­
rica y explicativa, que no se distingue fundamentalmente
de la ciencia, corre el riesgo de hacernos perder de vista
una diferencia crucial. Me refiero a aquella sobre la cual
llama la atención Bolzano cuando escribe:
(...) Ciertamente podemos, a partir de intuiciones (Einsichteri) o
de experiencias obtenidas anteriormente, demostrar nuevos as­
pectos de éstas, pero creo que a las condiciones previas más sen­
cillas de todas las experiencias, y a las leyes de todo pensamiento,
sólo las podemos describir. Una vez que advertimos esto, desapa­
recen todas las contradicciones con las que tropezábamos antes,
cuando deseábamos responder a ciertas preguntas, como por
ejemplo, si complejos de átomos inextensos pueden producir algo
como la extensión, o incluso si complejos de esta índole pueden
sentir, si podemos llegar al conocimiento de sensaciones ajenas o
incluso de la existencia de seres no sensibles, si la materia y el
alma pueden actuar la una sobre la otra, si ambas se modifican
paralelamente, una al lado de la otra, sin influencia recíproca, o
incluso si es sólo una de ellas la que existe. Advertimos que no
sabíamos qué era exactamente lo que preguntábamos8.

Boltzmann, cuya influencia reconoció Wittgenstein, ha­


bía llegado, por su parte, a la conclusión de que hay un
ámbito, como se afirma en las Investigacionesfilosóficas,
en el cual toda explicación debe desaparecer y sustituirse
por la descripción, e igualmente a la idea de que, en lugar
de intentar responder a las preguntas que se formulan a
este nivel, deberíamos más bien interrogarnos sobre el sig­
nificado de las mismas. En relación con el problema de
saber si el unicornio o el planeta Vulcano existen en un
sentido determinado, o si alguien afirma que sólo sus pro­
pias sensaciones existen y que las de los demás hombres
son sólo la expresión, en su órgano mental, de ciertas
ecuaciones entre sus propias sensaciones, “deberíamos

Ludwig Boltzmann, “Über die Frage nach der objektiven Existenz der
Vorgánge in der unbelebten Natur” (1897), en Populare Schriften, Leipzig,
Verlag von Johann Ambrosius Barth, 1905, pp. 186-187.
preguntarnos, en primer lugar, qué tipo de sentido se atri­
buye a esto y si se expresa apropiadamente”9. Podemos,
desde luego, preguntarnos si los interrogantes de este tipo
no podrían ser, a su vez, objeto de un tratamiento científi­
co adecuado a cada caso. La filosofia, comprendida a la
manera de Quine, esto es, científica o practicada, en todo
caso, dentro del espíritu de la ciencia, opta por tratar los
problemas filosóficos a los que alude Boltzmann como cues­
tiones teóricas habituales: un problema como el de la rea­
lidad de las sensaciones de otras personas, por ejemplo,
no es fundamentalmente diferente de aquellos relativos a
la existencia de objetos como los genes, los neutrinos o los
conjuntos, esto es, a la necesidad que tenemos de admitir
entidades de esta índole para construir una representación
apropiada o, al menos, aceptable de la realidad. Wittgens­
tein piensa que la filosofía científica sigue siendo ciega a
aquello que hace del problema un problema propiamente
filosófico: lo que podemos continuar exigiendo y obtenien­
do a este nivel ya no es en absoluto cuestión de la ciencia,
incluyendo, si esta idea no fuese ya una especie de contra­
dicción en los términos, una cuestión perteneciente a una
ciencia puramente descriptiva.
Tal concepción se encuentra, evidentemente, casi en las
antípodas de la de Quine, puesto que se basa en la idea de
que existe una discontinuidad real entre las cuestiones
conceptuales y las cuestiones empíricas, que los proble­
mas filosóficos difieren de los problemas científicos de una
manera mucho más estricta de la que los filósofos mismos
están dispuestos, por lo general, a admitir, y que lo mismo
sucede con los métodos que los científicos y los filósofos
deben utilizar para resolver sus respectivas dificultades.
Por extraño que parezca, Wittgenstein es un filósofo que
no comparte la difundida idea de que la filosofia ha sido
despojada por el progreso de las ciencias, de problemas y
dominios que inicialmente le pertenecían. Piensa más bien
que lo que se le ha quitado a la filosofia propiamente dicha
nunca le había pertenecido en realidad.
Necesitaría mucho más tiempo del que dispongo para
exponer las razones que siempre me han impedido acep­
tar las consecuencias radicales que parecen derivarse de

9 Ibid., p. 186.
la crítica que hace Quine a la distinción analítico-sintéti-
co, y por qué creo que Wittgenstein, quien por lo demás
anticipó en muchos aspectos esta crítica, ha propuesto
una concepción más satisfactoria cuando dice que la filo­
sofía es una investigación conceptual o, como él la llama,
“gramatical”, y no empírica. Sin embargo, podemos pre­
guntarnos si en lugar de decir, como en ocasiones lo hace,
que la solución de los problemas filosóficos no depende de
la adquisición de un conocimiento o de una información
suplementarios de los que no dispondríamos ahora, no
hubiera debido decir más bien que nunca depende única­
mente de éstos. Kreisel ha observado acertadamente, en
mi opinión, que si la claridad fuese realmente el ideal de la
filosofía, Wittgenstein no hubiera debido dar jamás la im­
presión de olvidar hasta tal punto que, para ver las cosas
con claridad, a menudo necesitamos saber mucho más
sobre ellas. Es posible que para llegar a la claridad tenga­
mos necesidad de hechos y también de conceptos nuevos,
y no solamente que veamos las cosas que tenemos ante
los ojos y analicemos los conceptos de que disponemos.
Decir que la filosofía debe ser una empresa puramente
descriptiva, cuyo único fin es la claridad, lamentablemente
no nos dice gran cosa acerca de los múltiples caminos que
podemos seguir y de los diversos instrumentos que pode­
mos utilizar para llegar a la descripción correcta y a la
completa claridad buscadas. Y eso no excluye que hechos
que hoy todavía no nos son accesibles, conceptos que aún
no tenemos, nuevas teorías y descubrimientos, puedan
hacer un aporte a la empresa de la aclaración filosófica, al
menos indirecto; esto es lo que Wittgenstein da la impre­
sión de subestimar gravemente. Es preciso observar, sin
embargo, que tal cosa no suprimiría la diferencia a la que
aludí anteriormente al citar a Boltzmann, y no haría que
la tarea de la filosofía se asemejara más a la de la ciencia.
Incluso si creemos que los problemas filosóficos no son
problemas teóricos, en el sentido de que la respuesta a las
cuestiones filosóficas se sitúa siempre más allá de la teoría
propiamente dicha, y más allá de todo lo que el progreso
científico puede aportarnos, podemos, sin embargo, estar
persuadidos de que en filosofía no nos es posible evadir la
obligación de comenzar, en todos los casos, por considerar
lo que los conocimientos científicos del momento, tomados
en su mejor y más avanzado estado, pueden enseñarnos
sobre el objeto de nuestra investigación10. Kevin Mulligan
llama a esto “el principio de Musil”, refiriéndose a un pasaje
en el que aparece una discusión acerca del estatuto de la
novela “científica”, en la que el autor de El hombresin atribu-
¿os-insiste en la distinción que se debe hacer entre quienes,
en el transcurso de una actividad literaria, se ven ocasional­
mente atraídos por el placer de la ciencia y de la cientificidad
(da como ejemplo de ello algunas páginas de Balzac o de
Zola), y quienes llegan al final del trampolín de la ciencia y
luego saltan11. El principio de Musil no es, al parecer, el de
Wittgenstein. Pero, sin duda, no sería difícil mostrar que el
propio Wittgenstein lo respetó mucho más en la práctica
(en sus observaciones sobre la filosofía de la psicología,
por ejemplo), de lo que sugieren algunas de sus declaracio­
nes oficiales sobre la completa independencia que puede
reivindicar la filosofia en relación con las ciencias (y al con­
trario).
Podemos señalar que la posición de la filosofía, cuando
busca ser científica, no está mejor definida por lo general
que la de la novela científica misma, y que quienes a pri­
mera vista se encuentran en mejores condiciones de satis­
facer el requisito de Musil, esto es, los mismos científicos,
pueden ser también quienes estén menos protegidos con­
tra la ignorancia del hecho de que el salto a la filosofia
obedece a restricciones y obligaciones de otra índole y no
puede ser exactamente el tipo de salto al vacío y a lo com­
pletamente arbitrario que en ocasiones imaginan. Si el
desprecio que muestran los filósofos, en ocasiones explíci­
tamente, respecto a todo lo que les recuerde, directa o in­
directamente, la ciencia y sus métodos, ha provocado una
serie de desastres, habría que ser particularmente inge­
nuo para imaginar que el poseer conocimientos científicos
de alto nivel y la costumbre del procedimiento científico

10 Podemos expresar lo anterior al decir, como Putnam, que es esencial


“recordar hasta qué punto las cuestiones filosóficas y las cuestiones cien­
tíficas son realmente diferentes, sin negar que la filosofia necesite estar
informada por el mejor conocimiento científico disponible’ (“Does
Evolution Explain Representation?”, en RenewingPhUosophy, Cambridge,
Mass., y Londres Harvard University Press, 1992, p. 34).
11 Robert Musil, Gesammelte Werke in neuen Bánden, Reinbeck bei Ham-
burg, Rowohlt Verlag, 1978, Band 8, p. 1347.
constituyen por sí mismos un medio de defensa eficaz con­
tra la filosofía mediocre. Numerosos ejemplos nos mues­
tran que, infortunadamente, sucede más bien lo contrario.
Wittgenstein pensaba que los científicos que en un momen­
to dado habían realizado un trabajo difícil e importante en
su propio campo, a menudo se dedican a la filosofía cuan­
do ya no están dispuestos a realizar de nuevo un esfuerzo
tan penoso y desean, más bien, algo de reposo. Y hay, por
lo demás, numerosas razones para pensar que la ciencia
debe desconfiar, en ocasiones, tanto de sus amigos filosófi­
cos como de sus enemigos, y de quienes se inspiran o creen
inspirarse en su ejemplo tanto como de quienes lo ignoran
abiertamente. Sin querer ser excesivamente pesimistas, po­
demos concluir que el principio de Musil es de un manejo
más delicado y que el infierno, en esta ocasión como en
tantas otras, está pavimentado de buenas intenciones. Sin
duda, sólo excepcionalmente se aplica el principio de Musil
en filosofía de manera tan convincente y productiva como
lo aplica el propio Musil a la novela y al ensayo. Pero se
trata, desde luego, de algo que difícilmente podría utilizar­
se como un argumento contra el principio en sí mismo.
No es, como podríamos creerlo si sólo leyéramos la pri­
mera frase, Carnap, sino Bergson, quien dijo: “Lo que más
falta le ha hecho a la filosofía, es precisión. Los sistemas
filosóficos no están tallados a la medida de la realidad en
la que vivimos”12. Lo que quería decir es que son demasia­
do abstractos y demasiado indiferentes con relación a una
multitud de cosas que el conocimiento ordinario y el cono­
cimiento científico nos han permitido aprender acerca del
la realidad en la que vivimos. Dan la impresión, dice, de
englobar todo lo posible, e incluso lo imposible, al lado de
lo real. El defecto de la mayoría de las teorías filosóficas es
que se aplicarían igualmente a un mundo en el cual nada,
o casi nada de lo que sabemos acerca de las característi­
cas contingentes del mundo real, sería verdadero. La ima­
gen que nos ofrecen de la realidad delimita ciertamente
una clase de mundos posibles, pero sigue siendo excesiva­
mente imprecisa para poder seleccionar un mundo único,
que sería el mundo real. Se trata de una idea respecto de

12 Henri Bergson, La pensée et le mouvant, en Oeuvres, textos anotados por


André Robinet, introducción de Henri Gouhier, París, PUF, 1959, p. 1235.
la cual nos equivocaríamos al no tomarla con la seriedad
que merece. Como habría dicho Musil, si queremos tener
una visión del mundo, debemos comenzar por ver el mun­
do, esto es, por mirar los hechos; e incluso si va de suyo
que una filosofía es algo diferente de una visión del mun­
do, y se diferencia de ella especialmente por una exigencia
de explicitación, de sistematicidad y de coherencia que no
le pertenece más que a ella, lo anterior sigue siendo verda­
dero afortiorien su caso.
Ciertamente no hace parte de mis intenciones tratar de
rehabilitar aquí aquello que los filósofos contemporáneos
han presentado con frecuencia como la pesadilla y el res­
ponsable de casi todos los males de la época actual, a saber,
el positivismo. Pero el filósofo de hoy tiene, en mi opinión,
razones más fuertes que nunca para sentirse aludido por
lo que dijeron los autores de un manifiesto, redactado en
1911, para la creación de una sociedad de filosofía positi­
vista y firmado por Mach, Einstein, Hilbert, Félix Klein y
Freud, entre otros:
Preparar una visión global del mundo, con base en el material
fáctico acumulado por las ciencias particulares, y difundir, ante
todo entre los mismos investigadores, el primer impulso hacia
esto, se ha convertido en una necesidad cada vez más urgente
para la propia ciencia, pero también para nuestra época en general,
la cual, sólo de esta manera adquirirá lo que nosotros poseemos13.

Nuestra época se encuentra, en efecto, hoy en día, tan


lejos de haber adquirido realmente, en ese sentido, lo que
posee y utiliza cotidianamente en ciencia y tecnología, que
sólo podemos deplorar la manera en que la mayor parte de
los filósofos ignoran este importante problema, y la facili­
dad con la que aceptan la idea, tan difundida actualmen­
te, de que la ciencia no tiene ningún vínculo privilegiado
con lo que llamamos el conocimiento objetivo, y que no es,
en el fondo, más que un “mito social” entre otros, al que
nuestras sociedades sencillamente han cometido el error
de atribuir una importancia que no tiene. Sin duda es com­
prensible hasta cierto punto pero, sin embargo, lamenta­
ble, el que muchos de ellos adopten espontáneamente el

Vé<ise, sobre este punto, Gerald Holton, Science and A nti-Science,


Cambridge, Mass., y Londres, Harvard University Press, 1993, donde se
reproduce el texto de este llamado.
partido de la pseudo-ciencia o de la anticiencia, dando la
impresión de creer que realmente se sentirían más cómo­
dos en una sociedad y en una cultura que aceptara otor­
garles a éstas libertades y privilegios comparables a los del
conocimiento científico, y que un ambiente de esta índole
sería, a todo respecto, mucho más favorable para la pros­
peridad de la filosofía misma. Se trata, en mi opinión, de
una manera típica de equivocarse de aliado y de ejercer la
solidaridad a contrasentido.
Pienso a menudo que la creación de una sociedad como
la que describían los autores del manifiesto de 1911 se
impondría actualmente con una especial urgencia; sería
preciso, sin embargo, evitar a toda costa llamarla “positi­
vista”. Quienes firmaron el manifiesto no tenían, por for­
tuna, este tipo de problema. Incluso si había adquirido ya
una connotación negativa entre muchas personas (lo que
hizo que a Mach, por ejemplo, no le agradara ser conside­
rado un “filósofo positivista”), la palabra “positivista” no se
había convertido aún en un término injurioso y sinónimo
de “antifilosófico”; podía incluso designar una comunidad
de inspiración y orientación entre empresas intelectuales
que, desde el punto de vista teórico y epistemológico, nos
parecen lo más disímiles posibles y en la que algunas de
ellas no guardan relación alguna con la idea que nos hace­
mos actualmente de lo que fue el positivismo. No fue tam­
poco una época en la cual el positivismo se considerara
esencialmente como el principal enemigo de la libertad de
imaginación, la creatividad y el progreso científico, y en la
cual habría bastado, como sucede en ocasiones ahora,
declararse en todos los tonos y en toda ocasión contra el
empirismo y el positivismo para hacerse a una reputación
de epistemólogo serio e importante. La preocupación que
querían expresar los autores del manifiesto era contribuir
a lograr que el acceso a una imagen científica del mundo
o, en todo caso, a una imagen compatible con lo que la
ciencia tiene que decirnos actualmente sobre el mundo,
no esté reservado únicamente a los científicos, y que la
imagen del mundo de nuestra época deje de ser tan poco
conciliable, como lo es generalmente, con su ciencia, y tan
alejada de lo que presuntamente ha aprendido de ella. El
problema, sin duda, no deja de tener cierta analogía con
aquel formulado por Husserl más tarde en La crisis de las
ciencias europeas. Los “positivistas” del manifiesto de 1911,
finalmente, no tenían en común más que la pretensión,
que pudo haberse convertido, entre tanto, en algo ilegítimo
y abusivo, de defender el derecho del pensamiento racional
a la existencia y su importancia. Hablo de su derecho a
existir, cada vez más amenazado, y de su importancia, allí
donde otros, después de referirse a su amenazante tiranía
o a su tiranía triunfante, hablarían más bien actualmente
de su futilidad o su trivialidad. Pero no estoy lejos de pen­
sar, como David Stove, que “para la mayoría de la gente, él
no sólo es innecesario, sino que constituye un entorno tan
letal como el interior de un tubo al vacío”14. Lo más triste
de este asunto es ciertamente que “la mayoría de la gente”
quizás signifique también “la mayoría de los filósofos”.
Aun cuando a menudo hayamos reprochado a los filó­
sofos, con cierta razón, hacer “a priori”, “deductivamente”
o “especulativamente”, aquello que sólo puede hacerse “a
posteriori”, “inductivamente” o “empíricamente”, si esto en
realidad puede hacerse, coincido completamente con Stove
en afirmar que la falta de conocimientos empíricos no es la
fuente principad de la filosofía mediocre:
La falta de conocimiento empírico guarda menos relación con las
maneras en que nos equivocamos en filosofía que los defectos de
carácter, cosas como la simple incapacidad de guardar silencio,
la voluntad de ser considerado como profundo, la sed de poder, el
temor, en particular el temor a un universo indiferente. Estas
cosas hacen parte de las fuentes emocionales evidentes de la filo­
sofía mediocre15.

Si existiera un método capaz de proteger a la filosofía


contra la filosofía mediocre, debería ser entonces, esencial­
mente, un método que tenga por fin fortalecer el carácter
contra este tipo de tentaciones. Y lo que debe impresionar­
nos del método cartesiano mismo es menos la voluntad de
formular reglas o recetas para el intelecto, que la de for­
mar y armar de una vez por todas el carácter filosófico
contra sus propias debilidades. Peirce atribuía lo que llama
“el actual estado infantil de la filosofía”, al hecho de que

14 David Stove, “What is Wrong with Our Thoughts?”, en The Plato C uli and
Other PhilosophicalFollies, Oxford, B. Blackwell, 1991, p. 201.
15 Ibid., p. 188.
[...] durante siglos ha sido desarrollada principalmente por hom­
bres que no fueron educados en sedas de disección y en otros
laboratorios y que, por ello, no estaban animados por el verdade­
ro Eros científico, sino que provenían, por el contrario, de semi­
narios teológicos y, por consiguiente, estaban inflamados por el
deseo de reformar sus propias vidas y las de los demás, deseo
que es ciertamente más importante que el amor a la ciencia para
los hombre en situaciones habituales, pero que los hace radical­
mente ineptos para las investigaciones científicas16.

Hoy en día, el diagnóstico de filósofos de la tendencia


denominada “postanalítica” acerca de la filosofia norteame­
ricana sería, más bien, que ha sufrido principalmente, hasta
una fecha relativamente reciente, de un exceso de consi­
deración por la ciencia y de prejuicios e ilusiones de índole
cientificista. Pero es notable que este discurso sobre la
hegemonía o, como dirían algunos, la tiranía que han ejer­
cido las ciencias y la cultura científica predominante sobre
la filosofia, lleve una existencia completamente indepen­
diente de la influencia real que puede ejercer el paradigma
de la ciencia sobre la práctica de los filósofos y castigue,
de una manera en muchos aspectos más virulenta, aquellas
tradiciones filosóficas donde, como sucede con la nuestra,
la voluntad de ser científico no ha representado jamás, de
cualquier forma, una tentación seria para muchos filóso­
fos y, menos aún, un peligro para la filosofia. Teniendo en
cuenta los vínculos particulares que continúan existiendo
en la tradición francesa, hoy más que nunca, entre la filo­
sofia y la teología, podríamos incluso encontrar razones
para abundar en el sentido sugerido por Peirce17.

16 C.S. Peirce, ReasoningandtheLogicofThings, editado por Kenneth Laine


Ketner, con una introducción de Kenneth Laine Ketner y Hilaiy Putnam,
Cambridge, Mass., y Londres, Harvard University Press, 1992, pp. 107­
108.
17 Sobre este punto, véaseespecialmente Dominique Janicaud, Le tournant
théologique de laphénom enologieftanfaise, Combas, Editions de l'Eclat,
1991.
El sentido en que puede decirse que la filosofía se ocupa
del problema de la significación, más que del de la verdad,
de las proposiciones de que trata, se puede ilustrar clara­
mente, en mi opinión, con un ejemplo como el de la pro­
testa que Brouwer elevó en un momento dado contra la
forma de trabajar de los matemáticos clásicos. Como ha
subrayado Dummett1, Brouwer había tenido la oportuni­
dad de demostrar que era tan experto como cualquier otro,
y más que muchos, en el arte de jugar el juego de las ma­
temáticas clásicas. Conocía bien lo que contaba y lo que
no, desde un punto .de vista clásico, como demostración
válida, y él mismo era perfectamente capaz de inventar
demostraciones de ese tipo. Efectivamente, antes de ocupar
una cátedra de matemáticas en Amsterdam, desde donde
podría predicar la necesidad de reemplazar las matemáti­
cas clásicas por las matemáticas intuicionistas, Brouwer
se había distinguido por una serie de descubrimientos fa­
mosos en el ámbito de la topología clásica. Ello no le impi­
dió defender enseguida, con la energía que conocemos, la
convicción de que el juego practicado por los matemáticos
clásicos en realidad carecía de sentido o, más exactamen­
te quizás, que los matemáticos clásicos cometían el error
de proceder como si sus proposiciones tuvieran una signi­
ficación de un tipo muy diferente del que podían tener.

Michel Dummett, TheLogicalBasis o/Metaphysics, Londres, Duckworth,


1991, p. 239.
Podríamos creer que el desacuerdo se refería principal­
mente a la cuestión de la verdad o falsedad de las proposi­
ciones matemáticas, pues Brouwer sostenía que ciertas
proposiciones consideradas por los matemáticos clásicos
como demostradas, en realidad no lo estaban, y que, por
consiguiente, tampoco eran verdaderas. Pero lo que en rea­
lidad está en juego en el debate es el hecho de que, para
alguien como Brouwer, hablar de totalidades infinitas ac­
tualmente dadas, y de procesos infinitos que se podrían
representar como efectuados realmente, no tiene ningún
sentido, pues contradice la naturaleza misma del infinito.
Es, en cierta forma, lo que ocurre cuando Berkeley se en­
frenta a los partidarios de la materia: lo que les reprocha
no es que acepten como verdadera una hipótesis contro­
vertible, sino que utilicen una palabra a la cual, a pesar de
lo que imaginan, no han logrado dar ningún sentido. Lo
que incita a considerar como típicamente filosófica a una
controversia como la que enfrentó a Brouwer contra sus
adversarios, es justamente el hecho de que está relaciona­
da con el problema de lo que realmente significan las pro­
posiciones matemáticas y, por esta razón, es evidente que
las matemáticas mismas no la pueden resolver. El proble­
ma filosófico de la distinción entre apariencia y realidad se
aplica, de hecho, a la significación misma, puesto que se
trata de decidir, para casos de este tipo, si unas proposi­
ciones utilizadas corrientemente y sin ningún problema,
no tienen en realidad una apariencia de significación, la
cual se toma equivocadamente, basándose en una analo­
gía engañosa, por una significación real.
Eso no significa, naturalmente, que Brouwer haya esta­
do particularmente preocupado por construir una teoría
de la significación para el lenguaje matemático. Sería mu­
cho más exacto decir que buscaba promover un uso com­
pletamente transparente y coherente de este lenguaje, sin
la ayuda de una teoría para justificarlo o explicarlo. En
este sentido, como lo observa Dummett, lo que quería lo­
grar se podría describir, en términos wittgensteinianos,
sencillamente como una visión clara de la manera en que
funciona ese lenguaje. Dado que la opacidad se introduce
justamente, según él, por el hecho de que los matemáticos
clásicos confunden las matemáticas y su lenguaje, es evi­
dentemente imposible darse por satisfecho con la idea se­
gún la cual, en la comunidad de los matemáticos, existe
una práctica lingüística comúnmente aceptada que per­
mite distinguir los usos correctos de los signos y las pro­
posiciones matemáticas. Nada impide que esta práctica
sea, a pesar de todo, fundamentalmente incomprensible o
incoherente. Podemos observar que, así como la transpa­
rencia que busca Brouwer lo obliga a adoptar una actitud
explícitamente reformista frente a la práctica de los mate­
máticos, y a exigir que se sacrifique una parte del edificio
de las matemáticas clásicas, Wittgenstein, por el contrario,
está convencido de que la obtención del tipo de claridad
que la filosofia nos debe procurar sobre algunas de nues­
tras prácticas, las dejará intactas, lo cual en principio es
igualmente cierto, para él, en el caso de las matemáticas.
La razón para que haya evocado este problema es el
vínculo que parece existir, y que Dummett explícita y ana­
liza, entre una concepción holista de la naturaleza de la
significación y una forma de indiferencia, o de ausencia de
curiosidad filosófica, frente a las proposiciones que cons­
tituyen el objeto del debate. Puesto que la concepción
holista radical considera relativamente fútil la idea de tratar
de construir una teoría de la significación, e igualmente la
pretensión más modesta de obtener al menos una visión
clara, en un sentido que se podría calificar de wittgens-
teiniano, de la manera en que funciona nuestro lenguaje,
nos pide que nos resignemos a la idea de que comprende­
mos suficientemente la significación de nuestras expresio­
nes tan pronto como somos capaces de usarlas de manera
competente. En el caso de las matemáticas, por ejemplo,
es posible considerar que comprendemos suficientemente
las proposiciones con las que tratamos si somos capaces
de operar con ellas de manera conforme a las reglas y a las
convenciones en uso, si, por ejemplo, estamos en capaci­
dad de utilizarlas para formular conjeturas, demostrarlas
y refutarlas, etc. Se trata de la situación ordinaria que puede
caracterizarse al decir que sabemos, en general, lo que te­
nemos que decir, sin que sea necesario saber lo que real­
mente significa lo que decimos. Somos capaces de utilizar
correctamente y, en particular, saber en qué casos pode­
mos aseverar legítimamente, una multitud de proposicio­
nes referentes al pasado, las otras mentes, los objetos físi­
cos, el mundo matemático, etc. Pero lo que caracteriza a la
filosofía es la voluntad de saber qué significan realmente,
y, más precisamente, si en efecto tienen el tipo de significa­
ción que creemos poderles atribuir. Una buena parte de
los enunciados de la ciencia plantean un problema similar.
Quienes formulan tales enunciados los consideran cierta­
mente como verdaderos y no tienen reparo alguno en pre­
sentarlos como tales; pero el desacuerdo reside, como se
dice, en su interpretación, en lo que significan realmente,
e incluso, como lo muestra de manera patente el ejemplo
de las matemáticas, en el tipo de cosa a la cual se refieren.
Si se aplican estas consideraciones al caso de la filoso­
fía, constatamos que allí también la situación habitual es
darnos por satisfechos con la idea de que somos capaces
de jugar el juego correctamente, saber lo que podemos y
no podemos decir y, en particular, cuándo tenemos funda­
mentos para reconocer proposiciones filosóficas como ver­
daderas o, al menos, para aseverarlas. No obstante, la pro­
pia filosofía puede verse atormentada periódicamente por
el deseo de saber lo que significa realmente lo que tiene
que decir y dice normalmente sin que esto suscite proble­
mas particulares. Lo anterior ha dado lugar, en la época
contemporánea, a una serie de tentativas filosóficas cuya
conclusión ha sido que las proposiciones filosóficas debían
ser consideradas como proposiciones que no dicen, justa­
mente, nada, como proposiciones literalmente carentes de
sentido. No es preciso detenerse en las razones que han
llevado a estos intentos a un flagrante fracaso. No encon­
tramos hoy en día prácticamente, ni siquiera en el campo
analítico, filósofos dispuestos a sostener que la respuesta
a todos los enigmas filosóficos es que no hay respuesta,
porque las preguntas mismas son sólo seudopreguntas.
Pero es claro que, al mismo tiempo, dudamos mucho más
que antes de que baste con retornar a la idea de que las
proposiciones filosóficas poseen un contenido substancial
que resultaría de nuestra capacidad para atribuir a la rea­
lidad propiedades reconocibles por métodos a priori, fun­
damentalmente diferentes de los del conocimiento científi­
co ordinario. Esto es lo que lleva a Dummett a decir que
hemos salido de una fase de demolición y que ahora debe­
mos reconstruir, pero sin tener necesariamente una idea
precisa acerca de la manera en que debemos proceder para
hacerlo.
Husserl constataba, en 1911, que el ethos dominante
de la filosofía de los tiempos modernos había consistido en
rehusarse a ceder ingenuamente al impulso filosófico y
obligarse a realizar una reflexión metodológica susceptible
de otorgar al fin a la filosofía el estatuto de una ciencia ri­
gurosa, pero que este esfuerzo había contribuido ante todo
a la validación y autonomía de las ciencias reales y que no
sólo no había sido de provecho para la filosofía sino que,
por el contrario, había amenazado con resultarle fatal.
Podríamos pensar que Husserl probablemente cometió el
error de creer que el objetivo y la única forma posible de
éxito sólo podían consistir en transformar a la filosofía en
una ciencia rigurosa. Pero, desde luego, lo que interesa es,
ante todo, su constatación, la cual sigue siendo, de muchas
maneras, actual. Yo mismo, después de haber exhortado
regularmente a mis colegas filósofos a aumentar la cons­
ciencia crítica frente a su propia disciplina y de haber, inclu­
so, consagrado enormes esfuerzos a ridiculizar algunas de
las pretensiones menos razonables de la filosofía tradicio­
nal, y, más aún, de la de nuestra época, estoy completa­
mente de acuerdo en reconocer que lo que más necesitamos
actualmente, al salir de decenios de sospecha, de crítica y
de deconstrucción radical, es ciertamente algo como una
“segunda ingenuidad” frente a la filosofía misma. El único
problema reside en que una segunda ingenuidad debe ser
algo muy diferente de un simple regreso a la primera, y
que me temo, infortunadamente, que aquello a lo que se
llegue será simplemente, en la mayoría de los casos, la
buena consciencia o la inconsciencia y la suficiencia de
antes. Lo que se escribe en este momento sobre el tema
del regreso, que supuestamente constituye una renova­
ción (regreso a Platón, a Kant, al sentido, a los valores, a la
trascendencia, etc.), evoca a menudo para mí las proposi­
ciones que se multiplican dentro del marco de la “acción
paralela” de Musil bajo la rúbrica del “regreso a algo”. Así
como la filosofía abusa de lo que Peirce llama el “razona­
miento aparente” (sham reasonm0), se destaca en el arte
de practicar la “interrogación aparente”, o la “investigación
aparente”, que consistiría en presentar como el resultado
de una indagación profunda y sin concesiones unas certe­
zas que, en realidad, estaban allí desde el comienzo y que
no tenían nada que temer de la investigación. De manera
general, como lo constataba Merleau-Ponty, “[...] Hoy en
día casi no se cambia. Se “regresa’ a una u otra tradición,
se la ‘defiende’ ”2. Y se regresa la mayoría de las veces como
si nada, o casi nada, hubiera pasado entre el momento en
que se la criticó y abandonó y el momento en el que se la
descubre de nuevo.
La inflación característica del problema del lenguaje que
marcó el desarrollo de la filosofia en épocas recientes, tanto
del lado continental como del analítico, constituyó siempre
un tema inquietante para quienes veían en ello la prueba
de un desinterés cada vez más marcado por lo que debería
preocuparnos de manera prioritaria y quizás ante todo, en
filosofia, a saber, la realidad misma. Se podría incluso lle­
gar a sospechar de filósofos como Dummett, quienes sos­
tienen que la parte fundamental de la filosofia es la teoría
de la significación, que se sigan interesando mucho más
por el lenguaje que por las cosas. Lo cual sería absurdo,
pues la manera específica en que la filosofia se preocupa
de la realidad y trata de ella consiste justamente, según su
enfoque, en interrogarse de manera fundamental acerca
de la estructura del pensamiento y el lenguaje. Sin embar­
go, es un hecho que muchos filósofos siguen soñando con
una aproximación a la realidad que consideran más since­
ra y directa que ésta.
A la pregunta sobre en qué y por qué el lenguaje es
importante para la filosofia, Ian Hacking proponía, en 1975,
una respuesta como la siguiente: el lenguaje es importan­
te para la filosofia a causa de lo que ha llegado a ser el
conocimiento: una especie de fábrica de discursos áutó-
nomos y anónimos que existen en diferentes lugares y
momentos, y que se producen en condiciones históricas
determinadas y bajo la égida de instituciones diversas, sin
que se singularicen ni por los autores que se cree poderles
atribuir, ni por lo que quieren decir, debido al hecho de
que el discurso mismo “ya no es simplemente un instru­
mento para compartir experiencias, ni siquiera la interfaz
entre el conocedor y lo conocido, sino lo que constituye el
conocimiento humano”3. Hacking veía en los temas que
2 Maurice Merleau-Ponty, Éloge de la philosophie, Lección inaugural en el
Collége de France, 5 de enero de 1953, París, Gallimard, 1953, p. 67.
3 Ian Hacking, ¿Por qué e l lenguaje im porta en la filosofia?, Ed. Surame-
ricana, Buenos Aires, 1979.
abordaban las diferentes escuelas, llámense “estructura-
lismo”, “fílosoña lingüística”, o cualquier otra cosa, simples
peripecias en un proceso mucho más amplio, que puso fin
a la primacía del significado sobre el significante, como se
decía por aquella época, y que entronizó finalmente a la
frase misma, no como vehículo del conocimiento sino, en
cierto modo, como aquello a lo que se reduce el conoci­
miento mismo.
No es este el tipo de respuesta que hubiera dado Witt­
genstein a tal pregunta, a pesar de lo que piensen quienes
no vacilaron en considerarlo como parte interesada en ese
proceso. No dudaría en decir que su respuesta habría sido
más bien que el lenguaje nos importa en filosofía porque
nos importa la realidad, porque queremos poder dar al len­
guaje lo que es del lenguaje, y a la realidad lo que le co­
rresponde. Si, como dice, en filosofía hay que cuidarse con­
tra la tentación constante de predicar de la cosa lo que
reside en el modo de representación, es porque lo que nos
interesa es la realidad misma y no lo que el lenguaje nos
obliga aparentemente a creer y a suponer acerca de ella.
Hay que decir “aparentemente” pues en realidad no es el
lenguaje mismo, sino la idea engañosa que los filósofos se
hacen de lo que implica su funcionamiento, lo que nos
hace creer que no podemos utilizarlo como lo hacemos sin
adoptar subrepticiamente una multitud de creencias du­
dosas o inquietantes que en realidad no nos son impues­
tas por él y que corresponden a cosas que, como llega a
decir Wittgenstein, sólo creemos que creemos.
Probablemente el realismo de Wittgenstein no se expre­
sa en ninguna parte con mayor claridad que en la obser­
vación, muy comentada estos últimos tiempos, según la
cual “cuando decimos, y queremos decir, que tal y tal cosa
es el caso, no nos detenemos, ni nuestra significación, en
alguna parte antes del hecho; sino que queremos decir:
esto es asf (IF, §95). No nos detenemos en un intermedia­
rio cualquiera entre las palabras y la realidad y, desde lue­
go, mucho menos en la frase misma considerada a la vez
como el comienzo y el fin del proceso. Pensar es siempre
pensar que algo, según la expresión del Tractatus, “es el
caso”, incluso si esta trivialidad aparente se asemeja a una
paradoja, pues también se puede pensar lo que no es el
caso. Precisamente, entre el pensamiento y la realidad no
hay distancia más fundamental y más preocupante que la
que consiste en la posibilidad que tiene el pensamiento de
ser falso.
Lo que dice Wittgenstein sobre este punto se opone por
completo a la idea bergsoniana de que el pensamiento mis­
mo de algún modo introduce, por su esencia misma, una
distancia entre la realidad y nosotros, y que sólo la intui­
ción directa es capaz de darnos hechos, en el sentido pro­
pio del término: “[...] lo que se llama comúnmente un he­
cho no es la realidad tal como aparecería a una intuición
inmediata, sino una adaptación de lo real a los intereses
de la práctica y a las exigencias de la vida social”4. Tampoco
creo que pueda encontrarse en Wittgenstein un argumento
cualquiera a favor de la idea, tan difundida actualmente,
de que las cosas no tienen realmente una manera que se
pudiera tratar de representar y, de ser posible, representar
correctamente; o de que no hay una diferencia interesante
que pueda señalarse, ni contraste que podamos utilizar,
entre una representación que llamamos “correcta” y una
representación simplemente adaptada, una representación
que nos permite actuar eficazmente sobre la realidad. “Es
(...) imposible —nos dice Rorty— describir lo que X es real­
mente, a no ser describiendo las relaciones que existen
entre X y las necesidades, la conciencia o el lenguaje del
hombre”5. De aquí se concluye a menudo que jamás se
describe lo que X es realmente, que cuando se cree hacerlo
sólo se describen en realidad las relaciones que tiene con
las necesidades, la conciencia o el lenguaje del hombre. Es
una idea que, a pesar de todos los prestigiosos defensores
que ha encontrado en la filosofía de nuestra época, sigo
considerando no sólo profundamente antipática, lo cual
ciertamente no sería un argumento en su contra, sino, lo
que es más grave, irremediablemente confusa.
A pesar de la manera en que se expresa a propósito de
lo que se ha convenido en llamar un “hecho”, Bergson no
duda en sostener, de una manera que podemos considerar
curiosa, que la metafísica y la ciencia, una vez que se les

Henri Bergson, Modére etmémoire, en Oeuures, textos anotados por André


Robinet, introducción de Henri Gouhier, París, PUF, 1959, p. 319.
Richard Rorty, L ’e spoirau lieu du savoir. Introduction au pragmatisme,
Bibliothéque du Collége International de Philosophie, Albín Michel, Pa­
rís, 1995, p. 63.
asignan sus objetos respectivos —el espíritu a la primera,
la materia inerte a la segunda—, pueden no sólo ser tan
precisas y ciertas la una como la otra, sino estar igualmente
seguras amabas de pretender con legitimidad a un conoci­
miento absoluto de la realidad. No obstante, según sus
propias palabras, esto sólo debería ser cierto, estrictamente,
para la metafísica, cuyo método es precisamente la intui­
ción, ya que ésta tiene como función principal lo que él
llama “la visión directa del espíritu por el espíritu”6. La
tensión manifestada en Bergson sobre este punto es carac­
terística de todas las doctrinas filosóficas que buscan con­
ciliar una tendencia que podríamos calificar de pragmatista,
en sentido amplio, con las exigencias del realismo.
En los debates que tienen lugar actualmente entre los
propios “pragmatistas”, podemos encontrar los elementos
de la gran confrontación iniciada en la segunda mitad del
siglo diecinueve entre la herencia de Kant y la lección de
Darwin. No es por azar que Putnam, quien se muestra es­
céptico acerca de la posibilidad de naturalizar cosas como
el pensamiento, la racionalidad, la significación, la intencio­
nalidad, etc., y, en general, todas las nociones que com­
portan, como las anteriores, una dimensión esencial nor­
mativa y de evaluación, se encuentre situado más bien del
lado de la tradición kantiana, mientras que Rorty da la
impresión de querer conducirse, en este punto, como un
darwiniano consecuente y totalmente estricto. Según él,
deberíamos aceptar de una vez por todas la principal su­
gerencia del pragmatismo, a saber, reemplazar la noción
de creencia por la de regla de acción exitosa. No es posible,
desde luego, acantonarse en una perspectiva que se limite
a examinar, desde un punto de vista causal, las interaccio­
nes que existen entre, de un lado, las creencias y sus ex­
presiones lingüísticas, consideradas como simples instru­
mentos al servicio de la acción, y del otro, los objetos, los
hechos y las circunstancias del entorno, pues lo propio de
las creencias es estar situadas igualmente en el espacio
normativo de la justificación, el que ocupamos nosotros
en cuanto “investigadores serios de la verdad”, que expresan
pensamientos, formulan aseveraciones e intentan saber si

Henri Bergson, Lapenséeet le mouuant, en Oeuvres, textos anotados por


André Robinet, introducción de Henri Gouhier, París, PUF, L959, p. 1285.
corresponden o no a la realidad. Pero, incluso cuando se
la narra desde este segundo punto de vista, la historia no
nos obliga a tomar en serio la idea según la cual el conoci­
miento consiste en la exactitud de la representación, pues
la justificación es un fenómeno esencialmente social y no
un problema de transacción entre el “sujeto cognoscente”
y la “realidad”.
Aunque Rorty parece ignorar casi por completo este as­
pecto de la tradición darwiniana, podemos notar que los
autores que intentaron, como ocurrió casi inmediatamen­
te, aplicar la teoría de Darwin a temas de teoría del conoci­
miento y de epistemología, que adoptaron una explicación
que se convirtió rápidamente en la explicación clásica, acer­
ca de la naturaleza de la necesidad, o del impulso a la me­
tafísica y las razones de su fracaso. La metafísica nos da,
en el mundo humano, un ejemplo perfecto de lo que puede
ser un instinto que contiúa ejerciéndose más allá de aque­
llo para lo que fue hecho, un instinto que funciona, si se
puede decir, “en el vacío”, en situaciones en las que no
tiene, o no tiene ya, objeto. Tenemos entonces aquí una
forma de disfunción natural del instinto de la cual el reino
animal nos ofrece, por lo demás, ejemplos abundantes y
conocidos. “El pico del loro —nos dice Pascal— que éste
lava, por más limpio que esté”. En el caso del ser humano
se podría decir: la voluntad de saber, cuando ya no hay
nada por saber ni tampoco una necesidad real de hacerlo.
Ésta es la explicación propuesta por Boltzmann, quien
fue desde el comienzo un entusiasta partidario de la teoría
de Darwin. Para él, la posibilidad que tiene el instinto de
seguir funcionando de manera automática en ausencia del
objeto nos proporciona una sencilla explicación naturalis­
ta de lo que Kant trataba como una dialéctica y una
antitética de la razón pura. El resultado parece ser que al
conocimiento se le imponen límites infranqueables. Pero
Boltzmann protesta contra esta manera de presentar las
cosas que sugiere que aún hay preguntas, pero que éstas
caen por fuera del conocimiento. Para él no las hay. Habría
que decir, más bien, que las preguntas que parecen sub­
sistir son apariencias de preguntas, comparables a las ilu­
siones de los sentidos. Los filósofos tenían razón, subraya,
al decir, como Sócrates, que no sabían nada. Pero sólo
después de Darwin saben por qué no saben nada. La me-
tañsica, a la que se refiere Boltzmann, en un texto escrito
contra Schopenhauer, como una “migraña intelectual" de
la que debemos tratar de deshacernos, comienza donde la
investigación del conocimiento cesa por completo de si­
tuarse en la continuidad del proceso de adaptación biológi­
ca. Incluso las teorías científicas más audaces, imaginativas
y abstractas, cuyos derechos siempre defendió Boltzmann
con pasión, pueden, e incluso deben, comprenderse como
pertenecientes a este proceso de construcción de repre­
sentaciones susceptibles de conducir a una acción apro­
piada sobre la realidad.
Pero con el tipo de preguntas que formula la metafísica
a propósito, por ejemplo, de la capacidad de nuestras re­
presentaciones para describir la realidad tal como ésta es
en sí, las cosas cambian por completo. La verdad es que el
mecanismo de la evolución biológica nos proveyó del
equipamiento necesario para construir representaciones
adaptadas y eficaces; pero no estamos forzosamente equi­
pados, ni necesitamos estarlo, para, además, decidir acer­
ca de cuestiones metafísicas como aquella de saber hasta
qué punto la realidad “corresponde”, en el sentido metafi-
sico que los filósofos dan a esta palabra, a nuestras repre­
sentaciones. Dicho de otro modo, Boltzmann, quien fue
un enemigo declarado del idealismo alemán y a quien to­
dos consideran con razón, como uno de los más valientes
defensores del realismo científico y natural, se vio en la
obligación de admitir que la adecuación de nuestras re­
presentaciones a la realidad no podía juzgarse finalmente
en ninguna dimensión distinta a la de la práctica, es decir,
desde el punto de vista de su capacidad de suscitar y orien­
tar acciones exitosas sobre la realidad. En cierto sentido,
Boltzmann se encuentra en ocasiones mucho más cerca
de Rorty de lo que quisiera y debiera estar. A la inversa, si
se interpreta la polémica de Frege contra el idealismo más
bien como una disputa contra el naturalismo y el evolu­
cionismo, advertimos con facilidad que el naturalismo pue­
de ser un aliado más natural del subjetivismo y del
relativismo que del auténtico realismo. El acceso a lo que
Frege llama el “tercer reino”, el del sentido y el pensamien­
to, es para él lo que distingue al animal racional que so­
mos de un ser puramente natural y, a la vez, lo que le
permite pretender al conocimiento propiamente dicho, el
de las cosas tal como son realmente, y no sólo a una forma
de adaptación satisfactoria y suficiente para él.
Es evidente que no debemos confundir la concepción de
Boltzmann con la teoría llamada del “excedente neuronal”
, donde se sugiere que la naturaleza, en su bien conocida
prodigalidad, podría habernos provisto de un número
mucho mayor de neuronas de las que necesitábamos para
el tipo de existencia que nos impuso desde el comienzo. El
fenómeno del excedente neuronal es, nos dice Searle, “la
clave para comprender cómo salimos del estadio de caza­
dor-recolector y producimos filosofía, ciencia, tecnología,
neurosis, publicidad, etc.”7. El excedente de neuronas ex­
plica por qué pasamos del estadio de una especie hecha
para adaptarse a ambientes de cazadores-recolectores al
de una especie productora de una multitud de cosas que
son, desde este punto de vista, inútiles o incongruentes.
Pero necesitamos, según Boltzmann, una hipótesis dife­
rente para explicar el excedente de las preguntas aparen­
tes sobre las preguntas reales, lo cual se relaciona con lo
que distingue, precisamente, al hombre en cuanto produc­
tor de ciencia del hombre en cuanto productor de filosofía
o, al menos, de metafísica.
Es probable que Peirce, a quien sin embargo, se conside­
ra como el fundador del pragmatismo, se hubiera indigna­
do al escuchar a algunos de sus supuestos herederos decir
que la ciencia es esencialmente un instrumento al servicio
de la acción sobre el mundo; digamos, para ser claros,
una sirvienta de la tecnología. “La ciencia pura —escribió—
no tiene estrictamente nada que ver con la acción”8. Y el
problema de la filosofia ciertamente no es, contra lo que se
dice a menudo, el tener poca o ninguna incidencia sobre la
práctica, mientras que la ciencia, por el contrario, constan­
temente da pruebas, por intermedio de la técnica, de su
eficacia concreta. La filosofia, para Peirce, adolece más bien,
ante todo, del hecho de estar demasiado ligada a la volun­
tad de actuar y demasiado poco a la voluntad de conocer
la verdad. Y sobra decir que, dado que la verdad atrae y

John Searle, E l redescubrim iento de la mente, trad. de Luis M. Valdés


Villanueva, Barcelona, Editorial Critica, p. 38.
C.S. Peirce, Reasoning and the Logic ofThings, editado por Kenneth Laine
Ketner, con una introducción de Kenneth Laine Ketner y Hilary Putnam,
Cambridge, Mass., y Londres, Harvard University Press, 1992, p. 112.
reconforta poco, y generalmente tiene poca oportunidad
de encontrar adeptos de inmediato, los filósofos inspira­
dos esencialmente por el deseo de actuar sobre el mayor
número posible de personas están condenados, ipsofacto,
a elegir el método “literario” y a basarse en la seducción de
la forma más que en el prestigio de la verdad misma. Peirce
creía, más que cualquiera, que la principal motivación del
científico y del filósofo debe ser la búsqueda de la verdad
por la verdad, y que ésta no guarda relación directa con el
mejoramiento de su propia existencia, la defensa de los
intereses de la sociedad o la promoción de una forma más
democrática de coexistencia y de cooperación entre los
hombres. Estaba convencido incluso de que la teoría y la
práctica son dos señores a los cuides no se puede servir al
mismo tiempo. Desde este punto de vista, Boltzmann, quien
pensaba que la teoría misma es de algún modo la
“quintaesencia de la práctica”, probablemente está, en úl­
tima instancia, mucho más cerca que Peirce de la idea que
se tiene generalmente de un pragmatista.
Kant pensaba que el notable acuerdo que parece existir
entre las leyes del pensamiento y las de la realidad debe
estar dado aprioriy necesariamente. Y no puede estarlo a
menos que la armonía sea, para decirlo brevemente, el
producto de una actividad trascendental de la propia mente.
La ventaja del idealismo trascendental es que nos procura
la tranquilizadora convicción de que los juicios que formula­
mos sobre la experiencia, aunque ciertamente pueden estar
equivocados en los detalles, no pueden estarlo de manera
fundamental. La identidad que existe entre las condiciones
de posibilidad de la experiencia y las condiciones de posi­
bilidad de los objetos de la experiencia nos protege contra
ese riesgo. No puede haber un desacuerdo fundamental
entre el mundo y la manera en que nos lo representamos
en el pensamiento porque el mundo, al menos en cuanto
se nos presenta en forma de naturaleza, está de cierto modo
constituido por nuestro entendimiento. Contentarse aquí
con algo menos que una concordancia necesaria de este
tipo llevaría, para Kant, a conceder al escéptico lo esencial.
Ahora bien, los sucesores de Darwin se sintieron obli­
gados a concluir que no podemos exigir, y mucho menos
obtener, una garantía semejante: por el contrario, el acuer­
do, si es que existe, no puede ser más que un hecho emi­
nentemente contingente, el resultado final (pero “final” no
quiere decir aquí “definitivo”) de la presión causal que la
realidad exterior ha ejercido durante millones de años so­
bre un ser biológico que intenta sobrevivir y adaptarse a
ella cada vez mejor. El debate, que prosigue hoy, entre el
trascendentalismo y el naturalismo, o, como algunos pre­
ferirían decir, entre el normativismo y el naturalismo es,
nos dice Rorty, una confrontación entre el punto de vista
kantiano, de un lado, el cual nos atribuye una facultad de
conocer que no se reduce a nuestra capacidad de utilizar,
y una facultad de actuar, en cuanto seres morales, de una
manera que no se reduce a la simple búsqueda del placer
o de la utilidad; y, del otro, un punto de vista darwiniano
que acepta, en principio, estos dos tipos de reducción.
Es evidente, sin embargo, que hay dos maneras dife­
rentes de interpretar la lección de Darwin. La primera con­
siste en preguntarse de qué manera la evolución biológica
pudo finalmente dar nacimiento a un ser dotado de mente
y razón, y capaz de construir representaciones de la reali­
dad, susceptibles de ser verdaderas o falsas y de ser reco­
nocidas como tales. Es posible, desde luego, dudar acerca
de la capacidad de las hipótesis y especulaciones evolucio­
nistas para explicar el surgimiento de cosas como la mente,
la significación, la intencionalidad, etc., las cuales parecen,
quisiera uno decir, de un orden diferente. No obstante, la
posibilidad de adoptar una concepción naturalista de estas
cosas no se debe subordinar necesariamente a la posibili­
dad de proporcionar una explicación naturalista convin­
cente acerca de cómo aparecieron. Podemos pensar que,
por el momento, no existe una explicación semejante y,
sin embargo, sostener que el lugar de la significación no se
debe buscar en un lugar diferente de la naturaleza misma,
que la significación no es, para retomar una expresión de
McDowell, un don misterioso traído desde el exterior de la
naturaleza y que sólo se le pudo otorgar a seres dotados de
facultades extra-naturales las cuales, por su naturaleza
misma, están condenadas a permanecer inexplicables. Creo
que es de esta manera en que debemos comprender lo que
quiere decir Wittgenstein cuando observa que no debería­
mos decir que los animales no hablan porque no piensan,
porque su naturaleza animal carece de las capacidades
intelectuales requeridas, sino más bien:
Ellos simplemente no hablan. O mejor: no usan Lenguaje — si
exceptuamos las formas más primitivas de lenguaje— . Ordenar,
preguntar, contar cuentos, conversar, hacen parte de nuestra his­
toria natural tanto como caminar, comer, beber, jugar (IF §25).

Aquello que, en el caso de Wittgenstein, constituye una


toma de posición que se puede calificar legítimamente como
naturalista es el hecho de considerar que hablar (y pen­
sar) simplemente hacen parte de nuestra historia natural,
mientras que tales cosas no hacen parte de la de los ani­
males.
La segunda manera, más revolucionaria y mucho más
radical, de comprender el mensaje de Darwin, consiste en
concluir que se debe disociar tan completamente como sea
posible la noción de conocimiento de la de representación
en general, y la noción de conocimiento objetivo de la de
representación fiel y exacta: al calificar una representación
de verdadera no hacemos, como dice Rorty, cosa distinta a
otorgar un título honorífico a aquellas representaciones
que se han revelado útiles, en el sentido de que nos han
ayudado a manejar de manera eficaz los problemas que
tenemos con la realidad. Considerada desde el punto de
vista de quienes la buscan, la verdad es esencialmente un
asunto de consenso y solidaridad. Considerada desde el
punto de vista del mundo, es la calidad que reconocemos
a aquellas de nuestras creencias que nos permiten obtener
lo que se conforma a nuestros deseos, intereses y necesida­
des. Evidentemente, las dos cosas están ligadas entre sí,
pues la adhesión a creencias comunes que han resultado
ser instrumentos eficaces en el tratamiento de los proble­
mas que tenemos con el mundo refuerza el sentimiento de
solidaridad que existe entre los miembros de la comuni­
dad respectiva. Si la ciencia y la comunidad científica tie­
nen algo de ejemplar, no es por sus vínculos privilegiados
con lo que se llama el conocimiento objetivo, el cual, en
este asunto, parece una hipótesis inútil, sino en cuanto
constituyen un modelo de solidaridad humana y de acción
organizada y eficiente sobre la realidad9.

Uno podría preguntarse, claro, si lo que dice Rorty a propósito del cono­
cimiento objetivo y de la verdad en general no es exactamente tan con­
testable e inapropiado en el caso de la literatura como lo es en el de la
ciencia. Para él, la ciencia no es más que la literatura en búsqueda de la
verdad, pero solamente busca contar historias interesantes y sobre las
Creo personalmente que la manera apropiada de acep­
tar la enseñanza de Darwin consiste en pedirle a la expli­
cación darwiniana que dé cuenta, si puede, de las caracte­
rísticas constitutivas de la mente, de la representación y
del conocimiento, tal como ellas se presentan, y no propo­
ner para ellas algo que, en muchos aspectos se asemeja
más a una explicación que no sólo es deflacionista, sino
que también está muy cerca de ser pura y simplemente
eliminativista. Ante el número de libros y de artículos que
se escriben hoy en día sobre el tema “¿Es posible naturali­
zar esto o lo otro?”, tenemos la tentación de decirnos que
el gran problema, hoy más que nunca, parece ser “Kant o
Darwin”. Pero podemos pensar también, y esto es lo que
tiendo a hacer, que la consigna debería ser más bien “Ni
Kant ni Darwin”. Ni Kant, si se piensa que el autor de la
Crítica de la razón pura sólo llegó a resolver su problema
aceptando la idea sospechosa, e incluso difícilmente com­
prensible, para mí en todo caso, de una dependencia fun­
damental de la realidad (al menos en cuanto podemos ha­
blar de ella como de algo que conocemos) con respecto a la
mente; ni Darwin, si se piensa que podría obligarnos a
reemplazar esta idea por la de una dependencia de la rea­
lidad con respecto a las necesidades e intereses de la espe­
cie natural que somos.
Considero, al menos, que debemos rechazar con firme­
za lo que Bergson llama la “socialización de la verdad”10, y
que constituye el tipo de solución que preconiza hoy abier­
tamente Rorty. El propio Bergson, a pesar de sus simpa­
tías por el pragmatismo, piensa que esta manera de consi­
derar la verdad debería estar reservada para las verdades
de orden práctico para las que fue hecha, sin intervenir en
el dominio del conocimiento puro, trátese de ciencia o de
filosofia. Ella se imponía, dice, en las sociedades primitivas,

cuales se puede llegar a un determinado acuerdo entre los individuos


concernidos. Pero se puede pensar que la literatura se esfuerza también,
a su manera, por descubrir y expresar verdades de cierta clase y que
“verdadero”, en su caso, tiene una significación igualmente diferente de
la del “sobre lo que se está o se podría estar de acuerdo” e igualmente
poco reducible a eso. Lo mismo puede ser cierto, naturalmente, a propó­
sito de la filosofia. Sobre este aspecto de la cuestión, Cf. Susan Haack,
“As for the phrase ‘studying in the literaiy spirit’...”, comunicación a la
American PhilosophicalAssociation (Chicago, 1996).
10 Henri Bergson, Oeuvres, op. dt., p. 1327.
pero no hay razón para introducirla de nuevo hoy. Hay
una singular ironía en el hecho de que sea justamente este
tipo de concepción el que, según Rorty, debería imponerse
en las sociedades liberales avanzadas que hayan alcanza­
do el estadio que se puede calificar de “posfilosófico”.
Al expresarme como lo hice antes, a propósito de la im­
posibilidad de elegir entre Kant y Darwin, he asumido un
grave riesgo, pues soy perfectamente consciente de que la
filosofía misma, en el espíritu de muchos de quienes la
practican, está ligada al idealismo de manera tan íntima
que la recusación del segundo puede aparecer como una
manera de rechazar simplemente a la primera; y que,
inversamente, la sospecha que se pueda tener frente al
naturalismo o, en todo caso, frente a la mayor parte de los
programas de naturalización formulados actualmente,
puede interpretarse como una actitud anticientífica. Creo,
sin embargo, que la alternativa “o Kant y el trascendenta­
lismo o Darwin y el pragmatismo á la Rorty” es, de nuevo,
una de esas alternativas que sería un error aceptar tal
como se presentan, y que aún no hemos comenzado ver­
daderamente a comprender el lugar exacto que ocupa
Wittgenstein en este debate y la manera en que podría ayu­
darnos a salir del callejón sin salida filosófico en el cual, a
mi entender, nos encontramos ahora.
Se atribuye a menudo al autor de las Investigaciones
filosóficas la idea según la cual las cosas no poseen una
naturaleza, y que lo que habitualmente se designa con ese
nombre sólo proviene de la proyección sobre lo real de ca­
racterísticas que son en realidad imputables únicamente
a las formas conceptuales y lingüísticas que hemos adop­
tado para describirlo. Pero esto es un completo error, por
una razón que explica de manera excelente David Pears
cuando escribe que:
El tema de las Investigacionesfilosóficas no es que nuestra repre­
sentación del mundo no debe nada a su naturaleza, lo cual sería
absurdo. Wittgenstein solamente quiere decir que si tratamos de
explicar nuestra representación del mundo diciendo algo acerca
de su naturaleza, lo que decimos pertenecerá necesariamente a
nuestra representación del mundo11.

11 David Pears, TheFalse Prison, Oxford, CLarendon Press, vol. 1, p. 12.


Análogamente, cuando intentamos decir algo substan­
cial sobre los lazos exactos que vinculan el lenguaje a la
realidad, todo lo que logramos hacer es efectuar unos mo­
vimientos que dan la impresión de ocurrir enteramente
dentro del lenguaje mismo. Pero Wittgenstein no concluye
de allí que haya algo filosóficamente reprochable o conde­
nable en nuestra idea de que el lenguaje está efectivamen­
te en contacto con la realidad misma y es capaz, por esen­
cia, de representarla. Al contrario de lo que se piensa a
menudo, él tampoco encuentra que haya nada que repro­
char a nuestra idea habitual de que las proposiciones se
comparan con la realidad, y que podemos hablar de cierto
tipo de “correspondencia” entre la proposición y la reali­
dad cuando la primera es verdadera. Aun en el caso de las
proposiciones matemáticas, a las cuales distingue estric­
tamente de las proposiciones descriptivas ordinarias,
Wittgenstein no niega que haya un sentido legítimo en el
cual se puede decir que les corresponde una realidad y
que son responsables frente a ella, aun cuando esta reali­
dad deba buscarse en un lugar diferente de aquel donde
los realistas matemáticos creen encontrarla12.
Es justamente debido a que el vínculo entre lenguaje y
realidad es intrínseco que no se logra introducir entre ellos
la distancia que permitiría confrontarlos y constatar y afir­
mar, como si se tratara de una verdad filosófica importan­
te, que tal vínculo existe efectivamente. Durante mucho
tiempo me he resistido a creer que una confusión tan ele­
mental como la que se acaba de mencionar entre una cosa
que es o no es el caso, y lo que llegamos o no a decir a
propósito de ella, pudiera encontrarse en el origen de un
descubrimiento del que mucho se habló en la época del
estructuralismo y sobre el que se machacó durante cierto
tiempo de múltiples maneras, a saber, que el lenguaje no
tiene exterior y jamás remite a nada distinto de sí mismo.
La respuesta de Wittgenstein es que el lenguaje, efectiva­
mente, no tiene exterior, en el sentido requerido para po­
der decir que lo tiene y elaborar un discurso informativo
acerca de los lazos que lo vinculan a la realidad; esto, sin

12 Cf. Wittgenstein 's Lectures on the FoundationsofMathem atics, Cambridge,


1939, edited by Cora Diamond, Hassocks, Sussex, The Harvester Press,
1976, pp. 239-244.
embargo, no debe interpretarse como una reducción al
absurdo, sino más bien como una consecuencia y confir­
mación directas del hecho de encontrarse en relación cons­
titutiva con ella. Yo no sé si existe una explicación más
honorable que la que he sugerido para los absurdos que
se han podido proferir en cierta época sobre este punto.
Pero estoy obligado a confesar hoy que, si la hay, aún no
he conseguido encontrarla.
En la respuesta que daba a su pregunta, Hacking se
refería principalmente a las conclusiones que, por aquella
época, se creía que debían sacarse de los trabajos de
Foucault. No quisiera terminar esta Lección inaugural sin
evocar brevemente otra respuesta famosa, dada hace vein­
ticinco años y conocida desde entonces bajo el título em­
blemático de “El orden del discurso”. Cuando reflexiono
retrospectivamente sobre las relaciones un poco difíciles,
y a veces incluso conflictivas, que he tenido con la obra de
Foucault, constato que mis reticencias y mis resistencias
provenían esencialmente de la sensación que tenía entonces
de que nos colocaba frente a disyuntivas cuyos términos
me parecían igualmente inaceptables. O bien la creencia
ingenua e idealista, según la cual la verdad es esencial­
mente producto de un deseo de la verdad misma que, cier­
tamente, no escapa a la obligación de acomodarse a fuer­
zas extrañas de la más diversa índole, aunque siga siendo
el factor determinante y, en todo caso, el único pertinente
e interesante para la filosofía; o bien la aceptación de aquello
que niega justamente esta idea, a saber, la realidad del
discurso, de sus condiciones y sus leyes de producción,
con el riesgo de que la voluntad de verdad que opera allí
termine por aparecer únicamente como una forma
travestida de la voluntad de poder y como lo que Foucault
llamaba, en esa época, una “prodigiosa máquina destina­
da a excluir”13. La verdad, nos decía, disfraza la verdadera
naturaleza de la voluntad que la quiere y de lo que está en
juego en este querer, a saber, sólo el deseo y el poder; e,
inversamente, la voluntad de verdad, cuando aceptamos
tomarla en cuenta, muestra que lo que se quiere no es lo
verdadero sino otra cosa, de suerte que, al parecer no se

13 Michel Foucault, Lefon inauguróle(2 décembre 1970), París, Publications


du Collége de France, 1971, p. 14.
puede creer en la verdad en cuanto tal más que a condi­
ción de ignorar la voluntad de verdad, e inversamente, no
se puede creer en la realidad de la voluntad de verdad sino
a condición de olvidar la verdad. Otra manera de describir
la opción que parecía pedir es la siguiente: o bien el sujeto
fundador, cómo lo llama Foucault, de la tradición filosófi­
ca, como presunto soporte y fuente del discurso; o bien el
discurso y sólo el discurso mismo, considerado como acon­
tecimiento y de algún modo en su propia materialidad, li­
berado de su dependencia con respecto al sujeto, al senti­
do y a todas las instancias que constituyan variaciones o
simples derivados suyos.
Jamás he tenido, me apresuro a decirlo, la menor difi­
cultad para aceptar la idea de que el deseo de la verdad
pueda ser el deseo de otra cosa bien distinta de la verdad,
y que ésta sea el producto de una cosa distinta del deseo
de la verdad, contrariamente a lo que sugiere “una ética
del conocimiento que no promete la verdad sino al deseo
de la verdad misma y al solo poder del pensamiento”14.
Ciertamente, Foucault no se equivocaba al ver en esta idea
de la filosofía una invención destinada casi siempre a es­
conder una realidad de un tipo completamente distinto.
Pero el punto oscuro y que, a mi modo de ver, estaba con­
denado a seguir siéndolo, es el siguiente: ¿qué puede su­
ceder exactamente con la verdad de la que todo el mundo
sigue hablando, cuando la realidad del discurso se reco­
noce en su desnudez y despojada de todas las racionaliza­
ciones e idealizaciones filosóficas cuyo objetivo principal
presuntamente ha sido hasta ahora disimular y quizás
también reforzar el juego de restricciones y condicionamien­
tos, de limitaciones y exclusiones, de que habla Foucault?
Si consideramos nuestros enunciados de la manera en que
lo sugiere Hacking en el libro citado, “no como los nuestros
propios, sino más bien como cortados de nosotros que ha­
blamos, y autónomos y anónimos como todo discurso”15,
corremos el riesgo de vernos obligados a despedirnos no
solamente de la soberanía ilusoria del sujeto que da senti­
do y está inspirado por el deseo de verdad, sino también
de la referencia a una realidad objetiva susceptible de ve­

'* Ibid., p. 22.


15 Ian Hacking, op. c it, p. 187.
rificarlos o refutarlos. El desarrollo descrito por Hacking
podría llamarse el eclipse del sentido y el advenimiento del
discurso como proceso autónomo y autosuficiente. Si se
tomara literalmente, tal idea tendría consecuencias tan ex­
trañas y radicales que nos veríamos obligados a pregun­
tarnos si éstas han sido contempladas y aceptadas real­
mente por quienes las han defendido. Para Frege, un repre­
sentante típico de lo que Hacking llama “la edad de oro de
la significación”, y quien se inquietaba al ver que el proble­
ma de la validez objetiva es sustituido cada vez más por el
de la génesis e historia de nuestras creencias, lo que se
podría llamar una historia de la verdad no puede ser una
historia de la verdad sino solamente, en el mejor de los
casos, de otra cosa (el conocimiento de la verdad), pues la
verdad misma no puede tener nada semejante a un origen,
una evolución y una historia. Y, al decir esto, Frege no
buscaba imponer un concepto filosófico discutible de ver­
dad; estaba convencido de hablar de la noción corriente de
verdad, tal como la utilizamos todos en los hechos a partir
del momento en que aceptamos utilizarla. Es claro, sin
embargo, que la filosofía contemporánea perdió hace tiem­
po este tipo de ingenuidad. Por el contrario, tiende más
bien a considerar que la verdad es por esencia de natura­
leza histórica y constituye el resultado de un proceso de
producción que le confiere un carácter eminentemente con­
tingente e incluso, dirían algunos, parcial o totalmente
arbitrario. Frege considera a la verdad como una propie­
dad, no del discurso mismo, sino de lo que expresa. Para
él, es posible producir enunciados o frases, cosa que se
hace en el discurso, pero no se pueden producir los pensa­
mientos que constituyen su contenido y sentido y, menos
aún, su verdad, cuando son verdaderos. Lo que hace de la
verdad una verdad es justamente lo que le impide ser el
producto de cualquier cosa y, especialmente, de un estado
o una organización dados del sistema del saber o de cuales­
quiera condiciones históricas, sociales, culturales o políti­
cas. Pero si, como parece invitarnos a hacer Foucault, nos
decidimos a tomar en serio la realidad del discurso y la
autonomía que ahora parece posible e indispensable reco­
nocerle, resulta que la verdad ya no puede ser, como en
Frege, la referencia de frases, como tampoco la norma del
discurso, en el sentido en que él lo entendía: es más bien
el efecto que debe resultar esencialmente de las condicio­
nes, mecanismos y leyes de producción del discurso mismo.
No es la voluntad de decir lo verdadero la que produce el
discurso; más bien es el discurso el que produce, como se
decía con gusto en aquellos años, “efectos de verdad”.
En la época a la que me refiero, era corriente oír afirmar
que, desde el punto de vista filosófico, aquello que debiera
interesarnos en primer lugar, e incluso exclusivamente,
de lo que llamamos una verdad, es justamente su modo de
producción y las consecuencias que de allí resulten en
cuanto a su naturaleza real, su significación y su valor.
Sin embargo, no es preciso ser un realista fregeano para
advertir que, con esta manera de aprehender la verdad, se
corre el riesgo de condenar a quienes la adoptan a vivir, en
el mejor de los casos, en la ambigüedad, y en el peor, en la
paradoja. Podría significar, y efectivamente significa para
algunos, que la noción de verdad objetiva es una noción a
la que deberíamos renunciar pura y llanamente; y, al mis­
mo tiempo, no logra escapar a la obligación de utilizar esta
misma noción, u otra equivalente, en el momento preciso
en el que se intenta historizarla, socializarla o politizarla
más o menos radicalmente. Como quiera que se tomen las
cosas, no creo que podamos evadir la cuestión de saber de
qué, precisamente, podría ser historia una historia de la
verdad y, a fortiori, para retomar una sugerencia hecha
por Foucault en un momento dado, de qué, precisamente,
podría ser política una “política de la verdad”16. Si es de la
verdad, en el sentido corriente del término, es bastante
dudoso, como lo" era para Frege, que esta idea tenga un
sentido real17; y si es de otra cosa, a la cual, por licencia,
se sigue llamando con el mismo término, a falta de uno

16 Paul Valéiy pensaba que no se podía conciliar la política y el espiritu


porque hablar de política es hablar de ídolos. No es difícil imaginar la
forma en que habría reaccionado cuando los representantes del espíritu
se pusieron a proclamar ellos mismos que “todo es política”, lo cual, para
él, hubiera significado más o menos que todo es magia, mitología o teología.
Naturalmente, esto no es lo que yo estoy sugiriendo. Estoy completamente
dispuesto a admitir que puede haber verdades políticas (y no solamente
ilusiones e ídolos) y que éstas pueden tener mucha importancia para la
filosofia. Pero jamás he logrado considerar la idea de una “política de la
verdad” si no es como una especie de contradicción en los términos.
17 En el lenguaje de Frege, todo se reduce a saber si puede haber una his­
toria del “Wahrsein” mismo (“ser verdad"), y no solamente del “Fürwahrhal-
ten” (“Tener por verdadero1!.
mejor, lo honesto sería indicarlo claramente. Pero, de cual­
quier manera, no hay razón alguna para considerar como
una lamentable fatalidad la imposibilidad en que nos
encontramos de renunciar completamente al uso de la pa­
labra y la noción de “verdad”. Si quienes sueñan con hacerlo
están condenados a utilizar un concepto que, por lo demás,
implícita o explícitamente están tratando de presentar como
una especie de residuo que no se resigna a desaparecer,
¿no es precisamente a causa de la diferencia que necesitan,
y necesitan hoy más que nunca, mantener entre lo que se
reconoce e impone como verdadero por diversos tipos de
instancias, mecanismos y procesos, y lo que es verdadero?
No se me escapa el hecho de que las cuestiones evocadas
pueden parecer hoy en día algo lejanas. Actualmente se
considera como algo mucho menos natural, e incluso, pro­
bablemente, un poco extraño, el asociar a la idea misma
de verdad la de mecanismos productores de discriminación
y de exclusión. Se vacila más en considerar a la razón como
una instancia que podría ser, en cierto modo, esencial­
mente, y no por accidente, de naturaleza represiva. Podría
suceder incluso que la dictadura de la irracionalidad ter­
minara por parecer, en la situación actual, y teniendo en
cuenta todos los aspectos, como algo más amenazador y
peligroso que la de la razón. En cualquier caso, el discurso
de la mayoría de los críticos modernos de la razón estaba
amenazado por una molesta ambigüedad, pues es claro
que la razón no puede ser la ilusión y la mistificación
idealistas y, a la vez, la potencia real y nefasta responsable
de todos los excesos y abusos que se deploran y a la que,
por consiguiente, se debe combatir, e incluso combatir de
manera prioritaria. La respuesta de los filósofos que, como
Feyerabend, proponían recientemente despedirse de una
vez por todas de la razón (quizás no de la razón ordinaria,
pero sí en todo caso de la Razón con “R” mayúscula, la de
la tradición racionalista occidental)18parece ser, en lo su­

18 Feyerabend piensa que “hablando estrictamente, tenemos (...) dos pala­


bras, ‘Razón’ y ‘Racionalidad’, que podemos pegar a casi cualquier idea o
procedimiento y rodearlo así de un halo de excelencia’ (Fam w ellto Reason,
Londres - Nueva York, Verso, 1987, p. 10). Las ideas de Razón y de Raciona­
lidad, entonces, carecen de contenido y se puede suponer que no conser­
van su prestigio sino merced a la similitud que han conservado con poten­
cias antiguas como ‘ los dioses, los reyes, los tiranos y sus leyes inmise-
cesivo, más bien similar a la del discípulo en el Evangelio:
“¿A quién más acudiremos, Señor?” Se trata de un desa­
rrollo del que deberíamos alegrarnos si con ello los proble­
mas reales, formulados por la época anterior, no tendieran
a ser pura y llanamente olvidados. Ciertamente, no es por
haber perdido actualidad que las preguntas que podemos
plantear a propósito de la diferencia considerable que puede
existir en algunos casos, e incluso tal vez en un buen nú­
mero de ellos, entre el objeto presunto o proclamado y el
objeto real de la voluntad de verdad y de racionalidad ha­
yan perdido legitimidad e importancia. No obstante, sobre
este punto sólo podemos constatar que la filosofía adolece
siempre de la misma dificultad para tomar en serio más de
una idea a la vez.
Como era de esperarse, el sujeto y el sentido, después
de haber conocido un período difícil, tampoco han debido
esperar largo tiempo para hacer un retorno más o menos
triunfal. Es probable, por lo demás, sobre todo si se piensa
en la orientación que tomaron las investigaciones de
Foucault en el último período de su vida, que la opción a la
que me referí antes nunca haya sido realmente la suya,
así como tampoco la que nos incitaba a tomar. Hablo aquí,
sin embargo, de la forma en que lo leí y en que reaccioné
ante lo que me parecía proponer, y no de lo que pudieron
ser su posición y sus intenciones reales. Lo que puedo decir
hoy en día, en todo caso, es que si algo le agradezco a Witt­
genstein quien, por su parte, propuso una crítica decisiva
de la noción tradicional de sujeto filosófico, pero que la
filosofía francesa ignoró por completo en aquella época, es
que hubiera contribuido, más que cualquier otro filósofo,
a abrirme los ojos sobre el hecho de que las opciones filo­
sóficas imposibles nunca son obligatorias y que significan,
justamente, que debe haber una tercera vía posible y prac­

ricordes” (ib id , p. 11). El contenido ha desaparecido, pero el aura que


rodea a los poderes autoritarios de este tipo puede permanecer y asegurar
su supervivencia. En cuanto a la Ilustración, si nos referimos a la defini­
ción del propio Kant, se trata en delante de un simple eslogan y no de una
realidad, pues el ciudadano de hoy se remite a los expertos y práctica­
mente no utiliza su capacidad de pensar y de juzgar por sí mismo. Cierta­
mente, esto no es del todo falso, ni siquiera exagerado. Pero se podría
objetar que eso quiere decir precisamente que la Aufldárung, lejos de haber­
se convertido en una idea desueta, está, por el contrario, más que nunca
al orden del dia y constituye lo que más cruelmente nos hace falta hoy.
ticable. Bourdieu dijo alguna vez, acertadamente, que Witt-
genstein era un filósofo para tiempos difíciles; y los tiempos
de los que hablo lo eran indiscutiblemente para quienes
no veían la posibilidad ni razón alguna para optar entre
las tesis más excesivas y agresivas de la filosofía “estructu-
ralista” y las protestas puramente defensivas y relativa­
mente rituales de la filosofía “humanista”. La lectura de
las obras de Wittgenstein tuvo igualmente la ventaja apre-
ciable, e incluso incomparable, de constituir una oportu­
nidad de reconocer que la imagen profundamente realista
que tenemos de nuestras proposiciones, en cuanto sus­
ceptibles de resultar verdaderas o falsas por cosas que son
o no el caso independientemente de ellas y de nuestro len­
guaje, tiene un estatuto muy diferente del de un error o
una ingenuidad que los descubrimientos de la filosofia
moderna, de la antropología, de la historia, de las ciencias
sociales y de la cultura, etc., podrían obligarnos a corregir.
Para explicar la persistencia de esta imagen no basta con
invocar aspectos como el poder del prejuicio, el peso de la
tradición, la falta de atención a la historia real de las insti­
tuciones y creencias, la ignorancia de los adelantos más
recientes de la ciencia, o la dificultad para deshacerse de
costumbres inveteradas. Hay un sentido en el que algo
que hace parte a tal punto de nuestra vida, y que se en­
cuentra tan profundamente anclado en todas nuestras for­
mas de pensar y de actuar no puede ser un error, y menos
aún una falta. Como dice Wittgenstein:
Una imagen firmemente arraigada en nosotros puede, es verdad,
compararse con una superstición; pero también podemos decir
que siempre se debe poder llegar a un suelo firme cualquiera,
trátese de una imagen u otra cosa, y que por consiguiente una
imagen que se encuentra en el fundamento de todo el pensa­
miento debe ser respetada y no se la debe tratar como una su­
perstición19.

Según una declaración de Derrida, que me fue transmi­


tida bajo formas un tanto diferentes, pero idénticas respecto
a su contenido, “el concepto de verdad es inconsistente y
al mismo tiempo absolutamente indispensable”, o “el con­

19Ludwig Wittgenstein, Culture and Valué ( Vermischte Bemerkungen), G.H.


von Wright in collaboration with Heikki Nyman (eds.), trad. de Peter Winch,
Oxford, B. Blackwell, 1980, p. 83.
cepto de verdad es imposible y al mismo tiempo absoluta­
mente necesario”. Lo máximo que Derrida podría conceder
al realismo sería, sin duda, decir lo mismo de la idea se­
gún la cual la verdad de las proposiciones es una propie­
dad que les es conferida por su relación con una realidad
exterior. La aserción que cité es de aquellas que, para Witt­
genstein (y para mí), propiamente no tienen ningún senti­
do, pues, como dice Putnam, “¿qué significa decir que un
concepto que consideramos indispensable en la vida coti­
diana es “inconsistente?”20. Aun si todas las teorías filosó­
ficas que se hayan podido construir a propósito del con­
cepto de verdad se revelaran finalmente insostenibles, de
allí no resultaría en manera alguna que el concepto mismo
sea insostenible. Putnam observa, con una pertinencia que
considero indiscutible, que:
Cuando un filósofo francés quiere saber si el concepto de verdad,
o el concepto de signo, o el concepto de referencia, es consistente
o no, procede mirando hacia Aristóteles, Platón, Nietzsche y
Heidegger, y no a la manera como se utilizan las palabras “verda­
dero”, “signo”, “referir”. Pero esto nos dice más sobre la filosofía
francesa que sobre la verdad, el signo o la referencia21.

Cito este pasaje porque se trata del mismo tipo de refle­


xión que yo me hacía a mediados de los años sesenta, y
porque es también por esta misma época cuando comencé
a comprender, leyendo a Wittgenstein, que no es por acci­
dente o negligencia que la filosofía adopta tan a menudo
una actitud de esta clase. Pienso, como Putnam, que cier­
tas conclusiones a las que llega a propósito de conceptos
como los de “verdad”, “significación” y “referencia”, y cier­
tas evaluaciones que se ve obligada a formular a propósito
de ellos, deberían constituir un problema para ella más
que para los conceptos en cuestión. Resulta sorprendente
que decenios de deconstrucción radical que, presuntamen­
te, al menos en teoría, han sometido a una crítica implaca­
ble las pretensiones y ambiciones de la filosofía tradicio­
nal, no hayan dado lugar a un comienzo de interrogación
y, menos aún, de examen de conciencia, sobre este punto.
Pero, naturalmente, esto tampoco es una casualidad.

20 Hilary Putnam, “Materialism and Relativism”, en Renewing Phüosophy,


p. 72.
21 Ibid.
En 1892, hace, pues, poco más de cien años y ya muy
cerca del fin del siglo, Brentano pronunció en Viena, ante
la Sociedad Filosófica, una conferencia titulada “Sobre el
porvenir de la filosofía”. Si la evoco, no es ciertamente para
aventurarme, a mi vez, a hacer un pronóstico sobre lo que
podría ser la filosofía del próximo siglo, o incluso sólo de
los próximos decenios. He experimentado siempre, por todo
lo que se asemeje a las profecías filosóficas, un sentimiento
próximo a la repugnancia; por esta razón no me arriesgaré
a esta clase de ejercicio. Estoy persuadido, desde luego, de
que desde el comienzo del siglo XXI, la filosofía entrará,
como todo lo demás, a una nueva era. Y si nos han conven­
cido los argumentos de Johnston, para quien el posmoder­
nismo habría sido esencialmente una preparación para la
conciencia del nuevo milenio, podemos decidir llamar pro­
visionalmente “post-postmodernismo” a esta nueva fase,
mientras encontramos una denominación más sugestiva.
Pero la respuesta más honesta que podría dar, si se me
preguntara cómo imagino a la filosofía del porvenir, sería
sin duda, aunque quizás no por las mismas razones, aná­
loga a la de Bergson, cuando se le preguntó cómo se repre­
sentaba el porvenir de la literatura': “no la imagino, ni siento
la necesidad de hacerlo; las tareas y obligaciones del mo­
mento me bastan ampliamente”. No creo, en todo caso, al

Henri Bergson, Le possible e t le réel, en Oeuvres, textos anotados por


André Robinet, introducción de Henri Gouhier, Paris, PUF, 1959, p. 1340.
igual que Bergson, que la filosofía posea una llave del ar­
mario de posibles, incluidos los suyos.
Me contentaré con indicar tres razones por las cuales
considero que la conferencia de Brentano tiene hoy un in­
terés particular. La primera es que constituye una respuesta
al discurso inaugural del rector de la Universidad de Viena,
quien había sostenido que la filosofía estaba ya fuera de
servicio y debía considerarse, en lo sucesivo, que la política
y la ciencia o la cultura políticas la habían sustituido. Es
imposible que lo anterior no evoque algunos recuerdos en
quienes conocieron la filosofía de los años sesenta y que,
aun en un período tan breve como el del que nos ocupamos,
tuvieron la oportunidad de oír repetir tantas veces el cono­
cido estribillo, según el cual la filosofía está siempre a punto
de ser reemplazada en la cultura contemporánea por algu­
no de los diversos candidatos que se proponen regular­
mente para la sucesión. A este respecto se ha citado, con­
secutiva o simultáneamente, la ciencia (trátese de ciencias
exactas o de ciencias humanas, en todo caso de aquellas
que la época tendía a privilegiar), la política, la poesía o la
literatura en general, la cual es actualmente, para Rorty,
el concepto unificador bajo el que caen todas nuestras ac­
tividades y nuestras producciones intelectuales. Resulta
evidente que la filosofía puede, en un momento dado, de­
bido a diversas razones históricas, sociológicas y cultura­
les, ser suplantada por disciplinas rivales, pero eso no es
ciertamente lo mismo que ser, propiamente hablando, reem­
plazada por ellas. Brentano hace notar al conferencista
cuyas tesis discute, que él mismo habló en su propio discur­
so esencialmente de psicología, ética, lógica, metafísica,
en otras palabras, simplemente de filosofía.
Quisiera observar a continuación que, entre el momen­
to en que Brentano escribe estas líneas y el de la sustenta­
ción de su tesis de habilitación ante un jurado de filósofos
que seguían a Schelling (en 1866, en Wúrzburg) se da casi
la misma distancia histórica que existe entre hoy y el mo­
mento en que entré realmente en la carrera y al mismo
tiempo, si se puede decir, en la arena filosófica. Brentano
se ve en la obligación de responder a quienes se lamentan
por la pérdida de prestigio y la trágica decadencia que aque­
jan a la filosofía desde la gran época del idealismo alemán,
y se refieren con nostalgia a la época en que el Estado
mismo recurría a la filosofía y el mundo se prosternaba
ante la autoridad de filósofos como Schelling y Hegel. En
un intento por atemperar un poco el entusiasmo que sus­
cita en el espíritu de muchos de sus oyentes esta época
gloriosa, Brentano cuenta que, en 1866, la cátedra de filo­
sofía de Würzburg estaba ocupada por un filósofo baade-
riano, cuyo salón permanecía desierto y en cuya puerta
un estudiante había escrito descaradamente, en gruesas
letras: “Scwefelfabrik” (traducción aproximada: “fábrica de
verborrea”). Debo reconocer que, de haber sido yo esa cla­
se de estudiante, ciertamente habría estado tentado a es­
cribir un equivalente francés de esta expresión sobre la
puerta de un buen número de salones en los que se cele­
braban, a mediados de los años sesenta, algunas de las
ceremonias filosóficas más famosas y más concurridas de
la gran época estructuralista. Mutatis mutandis, también
nosotros debemos hoy tratar de responder a quienes repiten
que la filosofía, respecto a lo que fue en aquella época excep­
cionalmente brillante e inventiva, se encuentra actualmente
en una situación caracterizada por el marchitamiento, la
insipidez o la regresión. Es cierto que incluso los diarios
son capaces de sugerir, en su momento, que esta evolución
no es tan negativa como parece y que quizás signifique,
simplemente, que las cosas se han acomodado de nuevo a
lo que deberían ser en una comunidad de investigadores
que procede de manera algo más sobria, prudente, metó­
dica, progresiva y, en todo caso, menos alborotadora con
relación a lo que se hacía en aquella época. Ello no les
impide, sin embargo, seguir siendo esencialmente fieles a
su práctica habitual y lógica, la de considerar que la filo­
sofía deja de existir cuando no hay grandes eventos filosófi­
cos, pero que, si no los hay, es siempre posible, por fortu­
na, fabricarlos, e indispensable hacerlos.
Parte de la respuesta de Brentano consistía en hacer
notar que, al contrario de lo que se dice a menudo, el interés
por la filosofía y la demanda de filosofía probablemente
nunca han sido tan fuertes, y el verdadero problema resi­
de más bien en que los filósofos profesionales, al parecer,
no están en condiciones de satisfacerla, lo cual explica que
científicos como Dubois-Reymond, Helmholtz, Tait, Darwin,
Háckel, Hering o Mach, o juristas como Ihering, se hayan
visto obligados a suplirlos en su tarea y lo hayan hecho a
menudo ventajosamente. Brentano califica de “héroes ti­
tubeantes” (taumelnde Heroeri) a los representantes más
famosos de la época precedente y no vacila en afirmar que
todo lo que se puede encontrar en los libros de Schelling
no pesa más de lo que fisiólogos como Helmholtz y Hering
han aportado en algunas páginas al progreso de la filoso­
fia. La razón de ello estriba, dice, en que ellos demuestran,
mientras que al frente no se encuentra más que arbitrarie­
dad y completa inteligibilidad2.
No estoy seguro de que Brentano hubiera debido ir tan
lejos. Pero comparto por completo su idea de que la filosofia
no perdería probablemente nada de su prestigio e influen­
cia si consintiera en proceder de manera menos heroica y
más sobria. De ahí que no vea razones para considerar el
estado presente de la filosofia como sinónimo de decaden­
cia o de renuncia, que ciertamente se asemeja más a aquel
presuntamente deplorado por el público al que se dirige
Brentano, que a aquel al que se refieren como a un ideal
insuperable. Como ya lo he dicho, personalmente no tengo
ninguna inquietud particular sobre el porvenir de la filo­
sofia; y, para evocar el tema de otra conferencia pronun­
ciada por Brentano en Viena, en 1874, “Sobre las razones
del desaliento en el ámbito filosófico”, no veo motivo algu­
no para el desaliento en la situación actual, aun cuando,
por el contrario veo muchos que me hacen temer que la
filosofia no esté a la altura de las obligaciones que le impo­
ne nuestra época.
La tercera razón por la que cité a Brentano es, cierta­
mente, aquella que plantea el problema más temible.
Brentano había defendido, en su tesis de 1866, la idea de
que el verdadero método de la filosofia no es otro que el de
las ciencias de la naturaleza: “ Veraphilosophúe methodus
nulla alia nisi sientiae naturalis est"3. Añade incluso, en
1892, que “la reina debe siempre ser alguien de su pueblo
y la reina de las ciencias necesariamente una ciencia”4. La
filosofia debe ser ciencia y, más aún, una ciencia que no es
en absoluto apriorisino inductiva y experimental. Es, dice,

2 Franz Brentano, Ober der Zukunft der Philosophie 8 1929, Mit Anmer-
kungen herausgegeben von Oskar Kraus, neu eingeleitet von Paul Wein-
gartner, Hamburg, Verlag von Félix Meiner, 1968, p. 13.
3 Ibid., p. 136.
4 Ibid., p. 4.
“aquella de las ciencias inductivas (y en sentido amplio,
filosóficas) que tratan del ente en cuanto cae bajo concep­
tos dados por la experiencia interna, bien sea sólo por ella
o por la experiencia interna y la externa al mismo tiem­
po”5. Para él no hay distinción entre las ciencias que po­
dríamos llamar “especulativas” y las ciencias “exactas”
(“Philosophia neget opportet, scientias in speculativas et
exactas dividíposse; quod si non recte negaretur, esse eam
ipsamju s non esset”), ni discontinuidad real entre las cien­
cias empíricas y la filosofía. Tampoco hay, desde luego, di­
ferencia de naturaleza entre los métodos de las Natur-
wissenschafteny los de las Geisteswissenschaften, a propó­
sito de las cuales Brentano dice claramente que su salva­
ción consiste en proceder según la analogia de las ciencias
naturales. Personalmente, no comparto ninguno de estos
dos puntos, pues no creo que la filosofía sea una ciencia, y
menos una ciencia inductiva, como tampoco que las cien­
cias del hombre puedan encontrar su salvación donde él
la propone. Pero, de una forma que filósofos como Rorty
calificarían ciertamente de retrógrada o arcaica, seguiré
creyendo, sin embargo, en cierta ejemplaridad del proce­
der científico para la práctica de la filosofía. Su salvación,
en todo caso, puesto que es de la suya de lo que aquí se
trata, no consiste, como se cree con excesiva frecuencia,
en comenzar por liberarse, en nombre de la libertad de la
imaginación creadora, de todas las reglas y condiciones a
las que los lógicos y científicos se consideran sometidos.
No creo necesario insistir, como lo hizo Peirce, sobre el
hecho de que recomendar a los filósofos que practiquen la
filosofía con un espíritu científico, en vez de literario, y
adopten el mismo tipo de actitud de los científicos y, más
precisamente, el de los practicantes de las ciencias experi­
mentales en la búsqueda de la verdad, no implica ninguna
simpatía por el cientismo y tampoco sugiere que la ciencia
esté en condiciones de resolver los problemas de la filoso­
fía, y finalmente lo hará.

Franz Brentano, Geschichte derPhilosophie derNeuzeit, Aus dem Nachlafi


herausgegeben un eingeleitet von Kalus Hedwig, Hamburgo, Félix Meiner,
1987, p. 77.
Desde hace algún tiempo, se acostumbra a hablar del de­
recho de todos y cada uno a la filosofía, y rara vez del tipo
de deberes que pueden tenerse para con ella. Si recordamos
lo que dice Pascal, que a diferentes méritos corresponden
diferentes deberes —deber de amor al agrado, deber de
temor a la fuerza, deber de dar crédito a la ciencia—, y que
es injusto y tiránico tratar de obtener para una forma de
mérito un tipo de reconocimiento que se aplica a otra, es
interesante preguntarnos, aun cuando seamos filósofos,
si la injusticia no reside, al menos en ocasiones, tanto en
la filosofía, que exige a menudo equivocadamente deberes
que no le corresponden, como en aquellos de quienes ésta
se queja habitualmente de negárselos. Indudablemente,
no hay muchas disciplinas y actividades intelectuales a
las que su naturaleza misma exponga tan directamente
como a ella a la tentación constante de ceder a lo que Pascal
llama el “deseo de dominación, universal y fuera de su
orden”. El autor de los Pensamientos, quien formula una
especie de principio de separación de méritos, de manera
similar a cuando se habla de separación de poderes, sabia
desde luego, mejor que nadie, que resulta tan poco aplica­
ble en la práctica como fundado está en teoría. El mérito
es rara vez el mejor abogado de su propia causa, y jamás
le ha convenido presentarse solo para defenderla. La fuerza,
que sólo puede exigir legítimamente como deber el temor,
se siente obligada, la mayoría de las veces, a expresarse en
nombre de la verdad y, además, a buscar hacerse querer.
Y la ciencia, que no pide más que el deber de creencia que
se le debe a la verdad y dispone, en principio, de todo lo
que hace falta para obtenerlo, necesita también de la ayu­
da del agrado e incluso, hasta cierto punto, de la fuerza.
A menudo me he preguntado, sin llegar a conocer ver­
daderamente la respuesta, qué ocurre a este respecto con
la filosofía. Específicamente, si estamos dispuestos a con­
siderar, aunque ella sea probablemente la única en creerlo
realmente, que la filosofía no representa por sí misma una
fuerza ni tiene con ésta vínculo alguno, el deber que se le
debe a sus méritos ¿es el del amor, o el de la creencia? Se
trata de una pregunta seria, pues la filosofía ciertamente
no hubiera suscitado entre los mismos filósofos el tipo de
crítica radical que conocemos si hubiera sido claro que el
deber que exige no es el de la creencia sino otro, o quizás
una combinación de ellos. No hay razón para suponer que
los neopositivistas lógicos, por ejemplo, no eran capaces,
como muchos otros, de sentir una sincera admiración por
los grandes sistemas metafísicos del pasado. Sencillamen­
te, pensaban que el deber que se les debía no podía ser el
que aparentemente exigían, sino más bien el que se tiene
frente a lo que Pascal llama el agrado, que constituye el
mérito propio de la belleza poética. Schlick dice, sin em­
bargo, algo sorprendente cuando afirma que “los sistemas
de los metafísicos contienen a veces ciencia, a veces poe­
sía, pero no contienen metafísica”1. Si esto es verdad, de­
beríamos preguntarnos por qué los miembros del Círculo
de Viena, que ciertamente no tenían nada contra la cien­
cia y tampoco, a pesar de lo que se piense, contra la poe­
sía, creyeron necesario emprender una cruzada contra la
metafísica. Creo que deberíamos decir más bien que los
sistemas de metafísica contienen efectivamente lo que pa­
recen contener, a saber, metafísica, pero que tenemos fuer­
tes dudas acerca de la clase de deber que tenemos hacia lo
que, en ellos, es propiamente metafísico o, más general­
mente, filosófico. De suerte que la verdadera, e incluso la
única cuestión que plantea el discurso de los filósofos po­
dría ser, hoy tanto como ayer, la cuestión “ingenua” acerca

Moritz Schlick ‘ Le vécu, la connaissance, la métaphysique”, en Manífestes


du Cervle de Vienne et autres écrits, bajo la dirección de Antonia Soulez,
París, P.U.F., 1985, p. 197.
de si se debe tratar lo que dicen como susceptible de ser
verdadero o falso, y con posibilidades lo suficientemente
serias de ser verdadero como para merecer ser creído.
Pascal observa que “el tono de voz impone a los más
sabios y cambia por fuerza un discurso y un poema”2. Re­
cuerdo haber leído esta frase una vez por error (pero de
hecho es la versión que da la edición a la cual me refiero
aquí y que cito de manera “corregida”), como si él hubiera
dicho que convierte un discurso en un “poema de fuerza”,
y haberme dicho que ésta podría ser una expresión que se
aplica bastante bien a un discurso como el de la filosofía,
si pensamos en la relación singularmente mal definida e
incierta que ésta tiene con la verdad, de la cual pretende
generalmente ser la sirvienta más desinteresada y acuciosa,
y en el peso que representa en su caso el tono adoptado ge­
neralmente por quienes la practican y su manera algo con­
descendiente de considerar las actividades más ordinarias
del hombre, la profundidad, la dificultad y la gravedad de
las cuestiones de las que se ocupa, y la mezcla de respeto
y temor que no puede dejar de suscitar una tradición tan
larga y prestigiosa como la suya. Es, en todo caso, una
expresión que aplicaría con gusto a algunas de las obras
más representativas y más famosas de la filosofía actual,
que en mi opinión pertenecen más al poema de la fuerza,
el cual descansa sobre una sutil combinación del arte de
agradar y de suscitar temor, que al de la verdad, vale decir,
que exigen y obtienen a menudo, con una facilidad des­
concertante, un deber de creencia casi incondicional, a
propósito del cual explican, al mismo tiempo, que no guarda
relación alguna con el que presuntamente se le debe a la
verdad y sólo a ella.
Moore escandalizó a la comunidad filosófica al explicar
que el mundo o las ciencias jamás le habrían sugerido, por
sí mismas, un problema filosófico cualquiera; lo que le había
sugerido problemas filosóficos habían sido más bien las
cosas desconcertantes que otros filósofos habían dicho
sobre el mundo y las ciencias. Afirma que lo que más le
interesó fue 1) saber qué habían podido querer decir real­
mente al decir lo que dijeron, y 2) qué razones suficientes

Blaise Pascal, Pensées sur la Religión e t sur d'a utres sujets, Prefacio y
notas de Louis Lafuma, París, Delmas, 2* edición, 1952, p. 126.
hay para suponer que lo que quisieron decir era verdadero
o, por el contrario, falso3. Por mi parte, no diría, cierta­
mente, que el mundo o las ciencias no me hayan sugerido
jamás un problema filosófico cualquiera, y encuentro in­
cluso extraño que un filósofo pueda decir algo semejante.
No obstante, difícilmente podría negar haber consagrado
mucho tiempo y energía a plantearme también los dos ti­
pos de preguntas a las que alude Moore, que son, en efec­
to, de índole un tanto insólita y casi incongruente en la
práctica habitual de los filósofos. La única excusa que
puedo invocar es que sigo persuadido de que son legítimas
y pertinentes. No podemos, me parece, aceptar como evi­
dente en todos los casos que las proposiciones de los filó­
sofos tengan el tipo de significación que sus autores dan la
impresión de atribuirles y, menos aún, que basta con que
tengan un sentido para ser verdaderas o, al menos, acep­
tables. Si Frege tiene razón al decir que una de las tareas
de la filosofia es romper el imperio del verbo sobre el espí­
ritu humano, no puede dejar de inquietarnos la manera
en que es capaz también de contribuir a reforzarlo y a ha­
cer de él, si es posible, algo aún más tiránico. Boltzmann
dice, en una fórmula sarcástica, que los filósofos tienen
con frecuencia carencias lingüísticas para disimular sus
carencias de pensamiento. Podríamos agregar que, ade­
más, tienden a creer que la suma de dos defectos de esta
clase equivale a una cualidad.

Cf. The Philosophy o f G. E. Moore, edited by Paul Arthur Schlipp, The


Library of Living Philosophers, La Salle, lili., Open Court, 1942, p. 14.
Para terminar sólo me resta decir unas breves palabras
acerca de la manera en que me propongo cumplir este año
con mis deberes hacia la filosofía y hacia quienes querrán
hacerme el honor o la amabilidad de creer que mi ense­
ñanza podría ayudarles a cumplir con los suyos. El curso
que dictaré estará consagrado al problema de la naturale­
za y las condiciones de posibilidad del sinsentido. Frege
desarrolló a este respecto una teoría que puede conside­
rarse como opuesta a la concepción natural y habitual, y
que fue luego retomada y elaborada por Wittgenstein. Po­
demos resumirla al decir que un pensamiento ilógico no es
un pensamiento de cierto tipo, sino que no es un pensa­
miento; un sinsentido no es un sentido de cierta especie,
algo como un sentido imposible o inexistente, y una impo­
sibilidad no es una posibilidad que podría haber sido con­
siderada y luego excluida, en cierto modo una posibilidad
que se haya revelado como imposible. Pues la imposibili­
dad significa justamente que no se sabe de qué se habla
cuando se trata de decir aquello que ha sido excluido como
imposible. Así, la negación de un teorema de lógica o de
matemáticas no representa un pensamiento, a pesar de la
impresión que tenemos de haber podido, e incluso debido,
pensarlo efectivamente antes de que la demostración nos
obligara a rechazarlo. A pesar de su carácter anodino a
primera vista, se trata de una concepción que, de ser ver­
dadera, está llena de implicaciones, y considero que el papel
determinante que ha desempeñado tanto en la filosofía de
la lógica y de las matemáticas, como en la filosofía del len­
guaje de Wittgenstein, ha sido hasta ahora evidentemente
subestimado. Me gustaría proseguir y completar a este res­
pecto una reflexión iniciada hace largo tiempo, relaciona­
da, por una parte, con la teoría misma, y por otra, con la
aplicación que hicieron de ella Frege, Wittgenstein y algu­
nos de sus sucesores al caso particular del sinsentido que
podemos llamar filosófico.
El seminario de este año tratará sobre problemas de
filosofía de la percepción y será una prolongación de las
investigaciones que he realizado desde hace tiempo y res­
pecto a las cuales tengo la impresión de haber apenas co­
menzado, sobre el color, considerado en sí mismo y en sus
relaciones con el sonido. Wittgenstein estaba, sin duda, en
lo cierto al decir que los colores incitan a la filosofía, pues
el número de personas que ha comenzado o regresado a
filosofar sobre ellos recientemente es cada vez mayor. No
obstante, observa también que el color parece proponer­
nos un enigma, un enigma que nos estimula pero que no
nos entusiasma. Espero lograr mostrar, aunque no sea fácil,
que es posible responder al estímulo sin ceder por ello a la
excitación o a la agitación que, con excesiva frecuencia,
caracterizan el discurso desarrollado por los filósofos so­
bre este tema.

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