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Bouveresse Jacques - La Demanda de Filosofia
Bouveresse Jacques - La Demanda de Filosofia
Director
Bernardo Correa
La dem an d a de filosofía
Jacques Bouveresse
160 p . ; 21 cm.
ISBN 958-665-041-3
© Embajada de Francia
Cra 11 N° 93-12 Santafé de Bogotá D.C.
Tel.: 6180511
Diseño de carátula
Ignacio Martínez
Armada electrónica
David Reyes
ISBN: 958-665-041-3
Impresión
Panamericana Formas e Impresos S.A.
Calle 65 N° 94-72 Santafé de Bogotá D.C.
Prefacio................................................................ 11
I .................................................................... 15
II .................................................................... 27
III .................................................................... 31
IV .................................................................... 47
V .................................................................... 67
VI .................................................................... 79
VII .................................................................... 99
IX .................................................................... 141
X .................................................................... 147
Si ahora debiera retirarme, se plantea
la cuestión: ¿cuál es el buen camino para
la retirada?
(Pues al método de la filosofía le
pertenece que yo jam ás deba huir.
Dicho de otro modo, no debe haber retirada
en desorden).
L u d w ig W i t t g e n s t e i n
PREFACIO
12 Ibid., p. 31.
13 Maurice Merleau-Ponty, op. c it, p. 92.
14 CP. vol. 5, § 537.
Mofla se puede y se debe practicar de manera científica, es
difícil discutir el hecho de que, al menos ciertas ramas de
lu filosofía, que son quizás, justamente, las más funda
mentales, no gozan de buena salud si no son abstrusas,
áridas y abstractas. Es éste un punto sobre el cual, en mi
opinión, un filósofo no tendría por qué excusarse ante su
público más de lo que deberían hacerlo un matemático o
un físico ante los suyos15.
Citado por Jeffrey M. Perl, Skeptídsm and Modem Bnmity. Before and
A fter Eliot, Baltimore y Londres, The Johns Hopkins University Press,
1989, p. 49.
«■tune la forma de una filosofía del lenguaje ordinario, hacia
Imcuul es probable que él jamás haya sentido mayor sim
pa! Imque Russell. La solución habitual para quien comienza
mplnntearse problemas serios acerca de la relación entre
In filosofía del lenguaje y la filosofia sin más es, sin duda,
convertirse a lo que hoy en día se llama “filosofía de la
I t i r n t c ” , la cual, para muchos, presuntamente, suplantó a
Imfilosofía del lenguaje en el papel de paradigma de la filo-
■ofla primera. Sucede, sin embargo, que por razones sobre
Imn cuales infortunadamente no puedo extenderme aquí,
considero que el presunto vuelco que se produjo sobre este
punto, y que corresponde a lo que John Searle ha llamado
rl "redescubrimiento de la mente”, ha sido un desplaza
miento de los problemas más que una solución de los
mismos.
Lo que la filosofia del lenguaje reemplazó en el papel de
filosofía primera fue, según Dummett, la teoría del conoci
miento. Y si, a propósito de mí mismo, hubiera de hablarse
de un retorno a alguna cosa, sería sin duda más bien a la
teoría del conocimiento o a la filosofia del conocimiento, a
menos, claro está, que se piense, como parecen hacerlo
algunos hoy en día, que las tareas de la filosofia del conoci
miento las han asumido ya íntegramente las ciencias cog-
nitivas, algo de lo cual no estoy convencido en absoluto.
Creo, por el contrario, que el desarrollo de las ciencias cog-
nitivas ha tenido como resultado, entre otras cosas, poner
en primer plano algunos de los problemas más difíciles y
menos resueltos de la tradicional teoría del conocimiento,
en particular aquellos que han estado vinculados desde el
principio a la idea misma de “representación” y al uso que
hacemos de esta palabra. Pero no quisiera, sobre todo, que
se concluya de allí que la reflexión sobre el lenguaje ha
perdido hoy para mí buena parte de la importancia que
tenía anteriormente. Desde luego que no. El hecho de que
no constituya una condición suficiente para la solución de
los problemas filosóficos, como sería el caso si, por ejem
plo, la filosofia de la percepción pudiera reducirse a un
simple análisis lógico-lingüístico de los enunciados de per
cepción, no significa que no constituya una condición ne
cesaria, y cuya importancia aún es totalmente decisiva.
Para advertir la utilidad que conservan el análisis del
lenguaje en general, y el de nuestras maneras de hablar
más comunes en particular, basta con pensar en la obser
vación que hace Wittgenstein a propósito de nuestro uso
de una frase del siguiente tipo: “Mientras le hablaba, no
sabía lo que ocurría en su cabeza”.
Al decir eso — escribe— no se piensa en procesos cerebrales sino
en procesos de pensamiento. Hay que tomar en serio esta ima
gen. Realmente nos gustarla mirar dentro de su cabeza. Y sin
embargo no queremos decir más que lo que querríamos decir en
otra ocasión con las palabras: “quisiéramos saber qué piensa”.
Quiero decir: tenemos esta imagen vivida -y el uso, que aparen
temente contradice a la imagen, y expresa lo psíquico2.
5
Es cierto que este concepto de lo que es realmente un concepto corres
ponde probablemente a una creación de conceptos filosófica y que pue
de, por consiguiente, ser aceptado o rechazado, pero no realmente discu
tido, en lo referente a su capacidad de representar adecuadamente la
realidad que conceptualiza (en este caso, la de la filosofía).
6
“Alexius Meinong”, en D ie Deutsche Philosophie d er Gegenw art in
Selbstdarstellungen, mit einer Einführung herausgegeben von D.
Raymund Schmidt, Erster Band, Leipzig, Verlag von Félix Meiner, 1921,
pp. 100-101.
7
Ibid., p. 102.
No estoy seguro, es cierto, de comprender correctamen
te lo que los dos autores que defienden esta tesis entien
den exactamente por “análisis lógico” cuando lo toman
como blanco, y menos aún cómo puede acusarse seria
mente a los lógicos o a la lógica (sin más precisiones) de
haber confundido el concepto y la proposición8. ¿Qué “ló
gico” podría aceptar sin una reacción de estupefacción y
de indignación comprensibles el ver caracterizada su posi
ción como si implicara que “el concepto filosófico sólo apa
rece a menudo como una proposición desprovista de sen
tido”9? Por una vez, los filósofos neopositivistas, quienes,
contrariamente a lo que creen Deleuze y Guattari, no con
fundieron nunca un seudoconcepto con una seudoproposi-
ción, y que dirían, por consiguiente, que una aserción como
la que acabo de citar no tiene ningún sentido, ciertamente
tendrían toda la razón. Como quiera que sea, si el análisis
lógico es algo que se asemeja, relativamente, a lo que habi
tualmente se entiende por esta expresión, considero al me
nos curioso ver que se lo clasifica en un nivel tan inferior
en la lista de rivales cada vez más insolentes y lastimosos
que la filosofia presuntamente ha debido afrontar, y de los
que se nos dice que el propio Platón no los hubiera podido
imaginar en sus momentos más cómicos10. Creo al menos
difícil pretender sencillamente que el surgimiento de la
nueva lógica en la época de Frege, de Russell y del primer
Wittgenstein, y la explotación que se hizo de las nuevas
posibilidades que representó para la filosofia el análisis
lógico de las expresiones y de los enunciados, haya consti
tuido solamente una usurpación más, y no también un
proceso que no es insignificante. Puesto que en el libro de
Deleuze y Guattari11, se hace referencia a “la idea infantil”
de que la lógica es filosofia, creo que no sobra recordar que
no hay nada menos infantil que la manera en que los au
tores en cuestión utilizaron la nueva forma de la lógica
para renovar a la filosofia misma12.
21 Ibid., p. 118.
rimir definitivamente el conflicto entre los sistemas que
han sido construidos, y quienes piensan que, después de
todo, no hay razones serias para considerarlos insolubles.
No es necesario para ser un filósofo del segundo tipo,
creer que la filosofía puede ser científica, en el sentido en
que lo creía, por ejemplo, Russell. Bergson y, en un género
completamente diferente Wittgenstein, son filósofos que
pertenecen claramente a la segunda categoría. “Nos deci
mos —escribe el primero en Lapensée et le mouvant—que
los problemas filosóficos tal vez hayan sido mal plantea
dos, pero que, precisamente por esta razón, no seria nece
sario considerarlos ‘eternos’, es decir, insolubles”22. Es cier
to que Bergson pensaba asimismo que un filósofo sólo re
suelve, en cierto sentido, sus problemas, aquellos que él
mismo ha creado; que la filosofía no inventa solamente
soluciones, sino también problemas, y el verdadero méri
to, para un filósofo, sería crear la formulación de un pro
blema y, al mismo tiempo, la solución. Si llevamos esta
idea a sus últimas consecuencias, llegamos pronto a la
conclusión, que parece ser la de Deleuze, de que las dife
rencias importantes entre los filósofos no residen en las
soluciones que proponen a problemas comunes, sino más
bien en los problemas propios de cada uno, y que, de algu
na manera, se formulan y solucionan simultáneamente,
al menos en los más grandes filósofos, mediante la crea
ción de conceptos que son inseparables de ellos. En estas
condiciones, discutir la solución de otro filósofo no resulta
nunca interesante. Lo único interesante es tratar de for
mular otro problema y crear, para resolverlo, otros con
ceptos. Por lo demás, es generalmente lo que intentan ha
cer, sin advertirlo, cuando pretenden discutir una solu
ción que no han inventado ellos mismos.
Bergson estaba convencido de que la metafísica había
cometido el error de buscar la realidad de las cosas más
allá del tiempo, del cambio y del movimiento, y sólo había
producido por esta razón lo que llama “una organización
más o menos artificial de los conceptos, una construcción
hipotética”23. Una vez identificados los problemas reales,
24 Ib id .
que las controversias metafísicas relativas a problemas tales
como la realidad del pasado, la de los estados mentales de
los otros seres humanos, la de las cosas físicas o la de los
objetos y estados de cosas matemáticas, son en realidad
controversias sobre la teoría de la significación que debe
mos adoptar para las proposiciones de la categoría en cues
tión, no hay dificultad alguna en admitir que, en principio,
pueden ser resueltas e incluso resueltas definitivamente.
Para él, la oposición que se da entre un realista y un
constructivista en matemáticas, por ejemplo, se toma en
primer grado como una oposición entre dos imágenes. La
primera es la de una realidad matemática que preexiste a
nuestras actividades de demostración y de refutación, y
en la cual los estados de cosas se realizan o no se realizan
de una manera completamente independiente de la posi
bilidad que tenemos de saber si lo hacen o no. La segunda
es la de una realidad que es esencialmente el producto de
las actividades de construcción del matemático y que no
trasciende en manera alguna su capacidad de decidir so
bre la verdad de las proposiciones matemáticas. Esto nos
da una idea exacta de la verdadera naturaleza de su desa
cuerdo. Es la adopción de una teoría de la significación de
cierto tipo para las proposiciones matemáticas la que lleva
consigo la imagen correspondiente, y no a la inversa, de
manera que, si la cuestión pudiera dirimirse al nivel de la
teoría de la significación, el conflicto que existe entre las
imágenes, que constituyen las expresiones metafísicas de
opciones que en realidad son de otra naturaleza, se resol
vería por sí mismo y no subsistiría nada que pudiéramos
pensar en decidir desde el punto de vista filosófico. Es un
punto en el que no estoy dispuesto personalmente a se
guir a Dummett, pues no comparto ni la concepción de las
relaciones que existen, en estos casos, entre las imágenes
filosóficas y sus correlatos o substratos semánticos, ni su
reconfortante optimismo. No obstante, encuentro que su
programa es ciertamente mucho más razonable y definitiva
mente menos desagradable que las declaraciones de quie
nes nos invitan a contar, para la solución de estos proble
mas, con el progreso mismo de las ciencias o bien, si fuese
preciso tomar literalmente otra cosa que escuchamos re
petir a menudo, contar con lo que podemos esperar de la
poesía, de la literatura o del arte en general.
Dummett piensa que, en lo sucesivo, sabremos al me
nos dónde buscar para resolver problemas como éstos,
incluso si su solución puede tomar algún tiempo. Witt
genstein podría parecer aún más optimista, pues siempre
estuvo persuadido, aun cuando por razones muy diferen
tes de las de Dummett, que una de las características que
distinguen fundamentalmente las cuestiones filosóficas de
los problemas científicos es que disponemos en principio
de todo lo que necesitamos para resolverlas, y resolverlas
completamente, en el momento en que se formulan. Se
trata de una sugerencia que resulta evidentemente inad
misible para quienes piensan que la filosofía tiene un vín
culo privilegiado con las ciencias, y que la solución de sus
problemas puede depender en buena parte de los progre
sos (ya realizados, actualmente en curso o esperados para
un futuro) de nuestro conocimiento científico. Esta con
cepción no es, sin embargo, aun cuando presente ciertas
afinidades con ella, la que filósofos como Vuillemin sacan
de sus investigaciones sobre la teoría y la clasificación de
los sistemas. Para ellos, en razón de los vínculos particu
lares que tiene la filosofía con el método axiomático, y de
la ruptura que hace, como él, con el lenguaje ordinario y la
experiencia común, la filosofía estaría, de hecho, del lado
de las ciencias; y habría, en efecto, una relación entre los
conceptos y las leyes científicas, por una parte, y las con
cepciones filosóficas que les corresponden, por la otra. Pero
tal relación no es una determinación unívoca. Los siste
mas filosóficos y, afortiori, las clases de sistemas, nunca
se confrontan con teorías, desarrollos y resultados cientí
ficos que podrían desempeñar en relación con ellos un papel
comparable, en mayor o menor medida, al de experimen
tos cruciales. Mientras que Wittgenstein parece sostener
que la solución de un problema filosófico no depende nun
ca de un descubrimiento científico aún por hacer, lo que
habría que decir es más bien que puede depender en efec
to de él, pero de tal manera que un descubrimiento cientí
fico nunca está en condiciones de imponer, por sí mismo,
una decisión filosófica.
Los partidarios de lo que llamamos la “filosofía científica”,
en el sentido estricto del término, no ven inconveniente
alguno en considerar a la filosofía como una disciplina
sometida al mismo proceso indefinido de autocorreción de
cualquier ciencia, y susceptible de progresar de una ma
nera que no es fundamentalmente diferente. No obstante,
la especificidad y la relativa autonomía que atribuyen a la
filosofia la teoría de sistemas en relación con los aconte
cimientos científicos, como también con la presión de
los hechos en general, no permiten concebir un progreso
tan sencillo conio éste. “Las filosofías [...] —nos dice Vui-
llemin— están vivas porque pueden ser escritas de nuevo
indefinidamente”1; y es a menudo la influencia de los acon
tecimientos científicos lo que incita y lleva a proponer una
nueva escritura. Podríamos entonces hablar en rigor de
un progreso si estamos dispuestos a considerarlo como
una versión mejorada con relación a las precedentes, mas
no si el progreso ha de entenderse como aproximarse cada
vez más a obtener una solución única. Indudablemente,
hay un contraste total entre esta concepción y la de
Wittgenstein, quien, tanto en la época del Tractatus como
después, sostuvo que el fin de la filosofia sólo podía ser
el de terminar definitivamente con los problemas filosófi
cos, y quien creyó incluso durante algún tiempo que esto
12 Ibid.
13 Citado por Cora Diamond, op. d t., p. 212.
que existe. Podemos continuar siendo lo que éramos, esto
es, realistas, y privarnos al mismo tiempo del tipo de ga
rantía filosófica imposible que exige el idealista y que su
adversario realista cree poder ofrecer. Es notable que, en
todas sus discusiones, Wittgenstein trate tanto al realis
mo como al idealismo filosóficos como tentaciones que pue
den experimentarse con mayor o menor fuerza, pero a las
que debemos, en ambos casos, negarnos a ceder. El anti
rrealista cree ver una imagen precisa de lo que debieran
ser los hechos para que la concepción del realista fuese
correcta, y cree poder demostrar que los hechos reales son
muy diferentes. El realista le reprocha poner en duda de
manera poco razonable los hechos que todos debieran ad
mitir. Pero ninguno de los dos tiene, de hecho, una idea
real de cómo serían los hechos susceptibles de dividirlos.
Esta manera de comprender y de tratar algunos de los
ejemplos más característicos de lo que llamamos una difi
cultad filosófica (a través de la ironía y no de la teoría) su
giere, en mi concepto, varias observaciones importantes.
1) Considerados desde el punto de vista de la exigencia
de racionalidad en general y, más específicamente, desde
el punto de vista científico, en el sentido amplio del término,
el lenguaje ordinario y su ontología implícita pueden dar
la impresión de una falta de univocidad y de una preocupa
ción insuficiente por la consistencia; no obstante, correc
tamente o no, Wittgenstein piensa que aquello que la filo
sofia como tal le reprocha es otra cosa, una deficiencia que
es, en el fondo, más grave y mucho más difícil de corregir,
esto es: una falta de adecuación fundamental y, de alguna
manera, intrínseca, con los hechos que debe representar.
2) Basta un mínimo de atención y de buena voluntad
para comprender aquello que, para él, es irreductiblemen
te filosófico en un problema filosófico, y lo que lo llevó a
pensar que los problemas filosóficos son siempre proble
mas que tenemos con nuestro lenguaje. Como lo dije an
tes, los asuntos de esta índole no son para él la expresión
de dificultades que tengamos con una realidad externa que
se resiste a nuestros esfuerzos de conocimiento y com
prensión, sino la expresión de un desacuerdo con nues
tras formas de expresión, con nuestros conceptos y con
nuestras prácticas habituales, es decir, finalmente, con
nosotros mismos.
3) Los hechos acerca de los cuales tenemos la impre
sión, cuando filosofamos de que nuestras formas de expre
sión no les hacen justicia, no son hechos de tipo ordinario,
a disposición de todos, y sobre los cuales todos coincidi
rían, sino hechos de otra índole, hechos “metafísicos” de
alguna manera. Si la queja principal que la toma de cons
ciencia y de distancia filosófica lleva a expresar contra la
ontología implícita o sugerida por el lenguaje natural se
refiere ante todo a la equivocidad y a una tolerancia exce
siva de la inconsistencia, el remedio natural consiste cier
tamente en una transposición del método utilizado en la
axiomática a los problemas ontológicos. Pero si la insatis
facción propiamente filosófica se refiere más bien a una
ineptitud constitutiva de nuestras formas de expresión,
que no consiguen representar los hechos como son real
mente, la estrategia que debemos utilizar es evidentemen
te distinta. Es preciso mostrar que la exigencia filosófica
es esencialmente el resultado de representamos confusa
mente la situación, es decir, que no hay ni puede haber
hechos del tipo que necesitaríamos para dar sentido y sus
tancia reales a la acusación o, por el contrario, para inva
lidarla por completo.
4) Por consiguiente, es completamente lógico, de parte
de Wittgenstein, incluso si esto parece a primera vista una
forma de oscurantismo, considerar que ninguno de los he
chos nuevos que el progreso del conocimiento y, más espe
cíficamente, del conocimiento científico, podrían eventual
mente llevarnos a descubrir, es de naturaleza tal que nos
permita decidir si nuestro lenguaje concuerda o no con los
hechos, en el sentido descrito.
5) Contrariamente a lo que se piensa a menudo, nada
de lo que dice Wittgenstein nos autoriza a considerar nues
tras formas de expresión habituales como algo que no esté
sujeto, en principio, a crítica o discusión. Wittgenstein no
afirma que sean correctas y, por esta razón, inatacables,
sino solamente que no hay ninguna manera de hacerlas
aparecer como correctas o incorrectas, si esto significa en
concordancia o en desacuerdo con hechos como aquellos
en los que se piensa. Son, entonces, criticables y reforma
bles de muchas maneras, pero nunca por las razones espe
cíficas que invoca la filosofía, y no hay ninguna manera de
mejorarlas que sea susceptible de remediar el descontento
tan particular que provocan en los filósofos, y que no guarda
relación alguna con el de quien, como es el caso del cientí
fico, por ejemplo, podría disponer de un mejor conocimiento
de la realidad.
Comprendemos entonces, simultáneamente, en qué sen
tido pudo decir Wittgenstein que “la paz en el pensamien
to”, esto es, la paz con nosotros mismos, en un sentido
que no es el sentido puramente psicológico al que pueden
inducir algunas de sus formulaciones, era lo que buscá
bamos en filosofia, declaración que sus adversarios han
interpretado con frecuencia como algo que propicia la re
nuncia y la pereza, olvidando que el reposo que se puede
esperar alcanzar así es siempre el resultado de un trabajo
extremadamente difícil y no es, en el mejor de los casos,
más que un reposo transitorio e incluso episódico. Cabe
observar a este respecto, como lo hace McDowell, que cuan
do Wittgenstein afirmaba que el verdadero descubrimien
to en filosofia seria aquel que le permite al filósofo dejar la
filosofia cuando quiera, esto no debe comprenderse en
manera alguna como un argumento en favor de la idea de
una cultura posfilosófica, en el sentido de Rorty. No signi
fica siquiera, en realidad, que Wittgenstein “contemplara
para sí un futuro en el cual se curara definitivamente del
impulso filosófico”14. El descubrimiento al que se refiere es
aquel que le permitiría a quien está torturado por dificul
tades y ansiedades filosóficas llegar a un estado de sereni
dad y de tranquilidad al menos pasajero, pero ciertamente
no le permitiría a la humanidad acabar definitivamente
con la filosofia, como lo sugiere un pronóstico, formulado
en repetidas ocasiones, y que siempre me ha parecido com
pletamente absurdo. Desde la perspectiva del propio
Wittgenstein, los problemas filosóficos son demasiado pro
fundos y, al contrario de lo que se afirma a menudo ac
tualmente, no son lo suficientemente históricos y contin
gentes para que pudiésemos prever una salida de esta ín
dole.
14 John McDowell, M ind and the World Cambridge, Mass., y Londres, Har
vard University Press, 1994, p. 177.
Los esfuerzos realizados por los filósofos para tratar de
explicitar la naturaleza exacta de los problemas filosóficos
han sido al menos tan importantes como aquellos que han
consagrado a su solución. Y hay buenas razones para con
siderar que han sido igualmente poco exitosos. En 1911,
Husserl constataba que “incluso el verdadero sentido de
los problemas filosóficos no ha conseguido una aclaración
científica”1. Y no creo que el diagnóstico que pudiéramos
formular hoy en día difiera mucho. La posición de los inte
grantes del Círculo de Viena sobre la naturaleza de los pro
blemas filosóficos siempre me ha parecido una especie de
transposición exacta, al caso de la filosofía, de aquello que
Hilbert había dicho en 1900 a propósito de las matemáticas:
Cualquier problema matemático determinado debe ser tal que
podamos dar cuenta de él, bien sea porque conseguimos respon
der a la pregunta formulada, o porque la imposibilidad de la so
lución y, a la vez, la necesidad del fracaso de todos los intentos
por hacerlo, pueden ser demostradas2.
Blaise Pascal, Pensées sur la Religión et sur d'a utres sujets, Prefacio y
notas de Louis Lafuma, París, Delmas, 2* edición, 1952, p. 181.
Paul Valéiy, Propos sur l'intelligence, en Oeuvres I, Bibliothéque de la
Pléiade, París, Gailimard, 1957, p. 1042.
Buena parte de las cuestiones filosóficas más típicas y
tradicionales (¿Existe Dios? ¿Estamos dotados de una vo
luntad libre? ¿Pueden existir el alma o el espíritu indepen
dientemente del cuerpo? ¿Tienen los objetos externos una
existencia independiente de nuestras sensaciones?, etc.)
poseen una forma tal que parecen representar alternati
vas claras y exigir, a primera vista, una respuesta afirma
tiva o negativa. Sin embargo, rara vez se ha utilizado en
relación con ellas la oposición que existe entre un punto
de vista realista y un punto de vista antirrealista sobre la
pregunta misma. Los realistas recurren a menudo, para
justificar la idea de que es perfectamente legítimo hablar
de proposiciones verdaderas o falsas, a pesar de que no
sabemos y que quizás nunca sabremos si lo son, a la idea
de un sujeto omnisciente hipotético que dispondría de ca
pacidades intelectuales suficientes para reconocer la ver
dad de todas las proposiciones que son, en efecto, verda
deras. Podría sorprendernos el que, aunque nos hayamos
preguntado en repetidas ocasiones, desde esta perspecti
va, qué tipo de matemático podría ser Dios, no nos haya
mos preguntado acerca de qué tipo de filósofo sería. La
razón de lo anterior es, sin duda, la sensación que tenemos
de que la filosofia está vinculada de manera más estrecha
a ciertas particularidades de nuestra condición finita que
la ciencia, de la que se dice en ocasiones que es la única
parte de nuestra cultura dirigida a aproximarse, y la única
que podría pretender hacerlo, a algo semejante a una con
cepción absoluta de la realidad, a una concepción liberada
al máximo, en todo caso, de las limitaciones e idiosincrasias
impuestas a nuestra representación del mundo por cier
tas características contingentes de los seres perceptores y
cognoscentes que somos. No pretendo sugerir, desde luego,
que debamos tomar completamente en serio una idea de
esta índole, considerada por muchos como excesivamente
ingenua, sino sólo señalar que podríamos vacilar, legítima
mente, acerca de saber si la filosofía debe ser considerada
como la ciencia divina por excelencia, aquella que, en rigor,
está solamente al alcance de Dios, o, por el contrario, como
la ciencia más humana, constitutiva y definitivamente
humana, que haya. Y, si la segunda hipótesis es correcta,
resulta natural pensar que los problemas filosóficos son
problemas que deberían, en teoría, poderse resolver dentro
del contexto y los límites de la existencia humana concre
ta, y no problemas cuya solución hipotética deba ser aban
donada a los esfuerzos de generaciones futuras o cuya
solución estuviese ya en manos de un espíritu omnisciente.
La respuesta a la pregunta que acabo de formular no
suscita duda alguna para aquellos filósofos que conside
ran que los problemas filosóficos provienen esencialmente
de la necesidad que sentimos de disponer de ideas más
claras acerca de la naturaleza y la organización de los con
ceptos que usamos o de los significados que damos a las
palabras. Pues, como lo dice Dummett en otro contexto,
“el recurso a seres hipotéticos no representa ninguna ayu
da, cuando se trata de comprender el significado que da
mos a las frases de nuestro lenguaje”4. ¿Qué relación ten
dría un conocimiento presuntamente divino con el signifi
cado que damos nosotros a nuestras palabras, en virtud
del uso que hacemos de ellas, o qué clase de incidencia
podría tener sobre él?
Decir que la filosofía trata de significados y no de hechos
parece, a menudo, un medio fácil de resolver el problema
de la autonomía y de la especificidad de la filosofía y, puesto
que la noción de significado es anterior a la de verdad y
más fundamental que ella, una manera de dar cuenta de
la impresión de especial profundidad e importancia que
generan los problemas filosóficos. Es una concepción de
este tipo la que defendía Schlick cuando escribió, en El
mraje de lafilosofía.
[...] por medio de la filosofía se aclaran las proposiciones, por
medio de la ciencia se verifican. A esta última le interesa la ver
dad de los enunciados, a la primera lo que realmente significan;
la actividad filosófica de dar sentido cubre la totalidad del campo
del conocimiento científico. Esto fue correctamente conjeturado
cuando se dijo que la filosofía proporcionaba a la vez la base y la
cima del edificio de la ciencia. Pero era un error suponer que la
base estaba formada por ‘proposiciones filosóficas’ (las proposi
ciones de la teoría del conocimiento), y coronada también por
una cúpula de proposiciones filosóficas (llamadas metafísica)5.
Ludwig Boltzmann, “Über die Frage nach der objektiven Existenz der
Vorgánge in der unbelebten Natur” (1897), en Populare Schriften, Leipzig,
Verlag von Johann Ambrosius Barth, 1905, pp. 186-187.
preguntarnos, en primer lugar, qué tipo de sentido se atri
buye a esto y si se expresa apropiadamente”9. Podemos,
desde luego, preguntarnos si los interrogantes de este tipo
no podrían ser, a su vez, objeto de un tratamiento científi
co adecuado a cada caso. La filosofia, comprendida a la
manera de Quine, esto es, científica o practicada, en todo
caso, dentro del espíritu de la ciencia, opta por tratar los
problemas filosóficos a los que alude Boltzmann como cues
tiones teóricas habituales: un problema como el de la rea
lidad de las sensaciones de otras personas, por ejemplo,
no es fundamentalmente diferente de aquellos relativos a
la existencia de objetos como los genes, los neutrinos o los
conjuntos, esto es, a la necesidad que tenemos de admitir
entidades de esta índole para construir una representación
apropiada o, al menos, aceptable de la realidad. Wittgens
tein piensa que la filosofía científica sigue siendo ciega a
aquello que hace del problema un problema propiamente
filosófico: lo que podemos continuar exigiendo y obtenien
do a este nivel ya no es en absoluto cuestión de la ciencia,
incluyendo, si esta idea no fuese ya una especie de contra
dicción en los términos, una cuestión perteneciente a una
ciencia puramente descriptiva.
Tal concepción se encuentra, evidentemente, casi en las
antípodas de la de Quine, puesto que se basa en la idea de
que existe una discontinuidad real entre las cuestiones
conceptuales y las cuestiones empíricas, que los proble
mas filosóficos difieren de los problemas científicos de una
manera mucho más estricta de la que los filósofos mismos
están dispuestos, por lo general, a admitir, y que lo mismo
sucede con los métodos que los científicos y los filósofos
deben utilizar para resolver sus respectivas dificultades.
Por extraño que parezca, Wittgenstein es un filósofo que
no comparte la difundida idea de que la filosofia ha sido
despojada por el progreso de las ciencias, de problemas y
dominios que inicialmente le pertenecían. Piensa más bien
que lo que se le ha quitado a la filosofia propiamente dicha
nunca le había pertenecido en realidad.
Necesitaría mucho más tiempo del que dispongo para
exponer las razones que siempre me han impedido acep
tar las consecuencias radicales que parecen derivarse de
9 Ibid., p. 186.
la crítica que hace Quine a la distinción analítico-sintéti-
co, y por qué creo que Wittgenstein, quien por lo demás
anticipó en muchos aspectos esta crítica, ha propuesto
una concepción más satisfactoria cuando dice que la filo
sofía es una investigación conceptual o, como él la llama,
“gramatical”, y no empírica. Sin embargo, podemos pre
guntarnos si en lugar de decir, como en ocasiones lo hace,
que la solución de los problemas filosóficos no depende de
la adquisición de un conocimiento o de una información
suplementarios de los que no dispondríamos ahora, no
hubiera debido decir más bien que nunca depende única
mente de éstos. Kreisel ha observado acertadamente, en
mi opinión, que si la claridad fuese realmente el ideal de la
filosofía, Wittgenstein no hubiera debido dar jamás la im
presión de olvidar hasta tal punto que, para ver las cosas
con claridad, a menudo necesitamos saber mucho más
sobre ellas. Es posible que para llegar a la claridad tenga
mos necesidad de hechos y también de conceptos nuevos,
y no solamente que veamos las cosas que tenemos ante
los ojos y analicemos los conceptos de que disponemos.
Decir que la filosofía debe ser una empresa puramente
descriptiva, cuyo único fin es la claridad, lamentablemente
no nos dice gran cosa acerca de los múltiples caminos que
podemos seguir y de los diversos instrumentos que pode
mos utilizar para llegar a la descripción correcta y a la
completa claridad buscadas. Y eso no excluye que hechos
que hoy todavía no nos son accesibles, conceptos que aún
no tenemos, nuevas teorías y descubrimientos, puedan
hacer un aporte a la empresa de la aclaración filosófica, al
menos indirecto; esto es lo que Wittgenstein da la impre
sión de subestimar gravemente. Es preciso observar, sin
embargo, que tal cosa no suprimiría la diferencia a la que
aludí anteriormente al citar a Boltzmann, y no haría que
la tarea de la filosofía se asemejara más a la de la ciencia.
Incluso si creemos que los problemas filosóficos no son
problemas teóricos, en el sentido de que la respuesta a las
cuestiones filosóficas se sitúa siempre más allá de la teoría
propiamente dicha, y más allá de todo lo que el progreso
científico puede aportarnos, podemos, sin embargo, estar
persuadidos de que en filosofía no nos es posible evadir la
obligación de comenzar, en todos los casos, por considerar
lo que los conocimientos científicos del momento, tomados
en su mejor y más avanzado estado, pueden enseñarnos
sobre el objeto de nuestra investigación10. Kevin Mulligan
llama a esto “el principio de Musil”, refiriéndose a un pasaje
en el que aparece una discusión acerca del estatuto de la
novela “científica”, en la que el autor de El hombresin atribu-
¿os-insiste en la distinción que se debe hacer entre quienes,
en el transcurso de una actividad literaria, se ven ocasional
mente atraídos por el placer de la ciencia y de la cientificidad
(da como ejemplo de ello algunas páginas de Balzac o de
Zola), y quienes llegan al final del trampolín de la ciencia y
luego saltan11. El principio de Musil no es, al parecer, el de
Wittgenstein. Pero, sin duda, no sería difícil mostrar que el
propio Wittgenstein lo respetó mucho más en la práctica
(en sus observaciones sobre la filosofía de la psicología,
por ejemplo), de lo que sugieren algunas de sus declaracio
nes oficiales sobre la completa independencia que puede
reivindicar la filosofia en relación con las ciencias (y al con
trario).
Podemos señalar que la posición de la filosofía, cuando
busca ser científica, no está mejor definida por lo general
que la de la novela científica misma, y que quienes a pri
mera vista se encuentran en mejores condiciones de satis
facer el requisito de Musil, esto es, los mismos científicos,
pueden ser también quienes estén menos protegidos con
tra la ignorancia del hecho de que el salto a la filosofia
obedece a restricciones y obligaciones de otra índole y no
puede ser exactamente el tipo de salto al vacío y a lo com
pletamente arbitrario que en ocasiones imaginan. Si el
desprecio que muestran los filósofos, en ocasiones explíci
tamente, respecto a todo lo que les recuerde, directa o in
directamente, la ciencia y sus métodos, ha provocado una
serie de desastres, habría que ser particularmente inge
nuo para imaginar que el poseer conocimientos científicos
de alto nivel y la costumbre del procedimiento científico
14 David Stove, “What is Wrong with Our Thoughts?”, en The Plato C uli and
Other PhilosophicalFollies, Oxford, B. Blackwell, 1991, p. 201.
15 Ibid., p. 188.
[...] durante siglos ha sido desarrollada principalmente por hom
bres que no fueron educados en sedas de disección y en otros
laboratorios y que, por ello, no estaban animados por el verdade
ro Eros científico, sino que provenían, por el contrario, de semi
narios teológicos y, por consiguiente, estaban inflamados por el
deseo de reformar sus propias vidas y las de los demás, deseo
que es ciertamente más importante que el amor a la ciencia para
los hombre en situaciones habituales, pero que los hace radical
mente ineptos para las investigaciones científicas16.
Uno podría preguntarse, claro, si lo que dice Rorty a propósito del cono
cimiento objetivo y de la verdad en general no es exactamente tan con
testable e inapropiado en el caso de la literatura como lo es en el de la
ciencia. Para él, la ciencia no es más que la literatura en búsqueda de la
verdad, pero solamente busca contar historias interesantes y sobre las
Creo personalmente que la manera apropiada de acep
tar la enseñanza de Darwin consiste en pedirle a la expli
cación darwiniana que dé cuenta, si puede, de las caracte
rísticas constitutivas de la mente, de la representación y
del conocimiento, tal como ellas se presentan, y no propo
ner para ellas algo que, en muchos aspectos se asemeja
más a una explicación que no sólo es deflacionista, sino
que también está muy cerca de ser pura y simplemente
eliminativista. Ante el número de libros y de artículos que
se escriben hoy en día sobre el tema “¿Es posible naturali
zar esto o lo otro?”, tenemos la tentación de decirnos que
el gran problema, hoy más que nunca, parece ser “Kant o
Darwin”. Pero podemos pensar también, y esto es lo que
tiendo a hacer, que la consigna debería ser más bien “Ni
Kant ni Darwin”. Ni Kant, si se piensa que el autor de la
Crítica de la razón pura sólo llegó a resolver su problema
aceptando la idea sospechosa, e incluso difícilmente com
prensible, para mí en todo caso, de una dependencia fun
damental de la realidad (al menos en cuanto podemos ha
blar de ella como de algo que conocemos) con respecto a la
mente; ni Darwin, si se piensa que podría obligarnos a
reemplazar esta idea por la de una dependencia de la rea
lidad con respecto a las necesidades e intereses de la espe
cie natural que somos.
Considero, al menos, que debemos rechazar con firme
za lo que Bergson llama la “socialización de la verdad”10, y
que constituye el tipo de solución que preconiza hoy abier
tamente Rorty. El propio Bergson, a pesar de sus simpa
tías por el pragmatismo, piensa que esta manera de consi
derar la verdad debería estar reservada para las verdades
de orden práctico para las que fue hecha, sin intervenir en
el dominio del conocimiento puro, trátese de ciencia o de
filosofia. Ella se imponía, dice, en las sociedades primitivas,
2 Franz Brentano, Ober der Zukunft der Philosophie 8 1929, Mit Anmer-
kungen herausgegeben von Oskar Kraus, neu eingeleitet von Paul Wein-
gartner, Hamburg, Verlag von Félix Meiner, 1968, p. 13.
3 Ibid., p. 136.
4 Ibid., p. 4.
“aquella de las ciencias inductivas (y en sentido amplio,
filosóficas) que tratan del ente en cuanto cae bajo concep
tos dados por la experiencia interna, bien sea sólo por ella
o por la experiencia interna y la externa al mismo tiem
po”5. Para él no hay distinción entre las ciencias que po
dríamos llamar “especulativas” y las ciencias “exactas”
(“Philosophia neget opportet, scientias in speculativas et
exactas dividíposse; quod si non recte negaretur, esse eam
ipsamju s non esset”), ni discontinuidad real entre las cien
cias empíricas y la filosofía. Tampoco hay, desde luego, di
ferencia de naturaleza entre los métodos de las Natur-
wissenschafteny los de las Geisteswissenschaften, a propó
sito de las cuales Brentano dice claramente que su salva
ción consiste en proceder según la analogia de las ciencias
naturales. Personalmente, no comparto ninguno de estos
dos puntos, pues no creo que la filosofía sea una ciencia, y
menos una ciencia inductiva, como tampoco que las cien
cias del hombre puedan encontrar su salvación donde él
la propone. Pero, de una forma que filósofos como Rorty
calificarían ciertamente de retrógrada o arcaica, seguiré
creyendo, sin embargo, en cierta ejemplaridad del proce
der científico para la práctica de la filosofía. Su salvación,
en todo caso, puesto que es de la suya de lo que aquí se
trata, no consiste, como se cree con excesiva frecuencia,
en comenzar por liberarse, en nombre de la libertad de la
imaginación creadora, de todas las reglas y condiciones a
las que los lógicos y científicos se consideran sometidos.
No creo necesario insistir, como lo hizo Peirce, sobre el
hecho de que recomendar a los filósofos que practiquen la
filosofía con un espíritu científico, en vez de literario, y
adopten el mismo tipo de actitud de los científicos y, más
precisamente, el de los practicantes de las ciencias experi
mentales en la búsqueda de la verdad, no implica ninguna
simpatía por el cientismo y tampoco sugiere que la ciencia
esté en condiciones de resolver los problemas de la filoso
fía, y finalmente lo hará.
Blaise Pascal, Pensées sur la Religión e t sur d'a utres sujets, Prefacio y
notas de Louis Lafuma, París, Delmas, 2* edición, 1952, p. 126.
hay para suponer que lo que quisieron decir era verdadero
o, por el contrario, falso3. Por mi parte, no diría, cierta
mente, que el mundo o las ciencias no me hayan sugerido
jamás un problema filosófico cualquiera, y encuentro in
cluso extraño que un filósofo pueda decir algo semejante.
No obstante, difícilmente podría negar haber consagrado
mucho tiempo y energía a plantearme también los dos ti
pos de preguntas a las que alude Moore, que son, en efec
to, de índole un tanto insólita y casi incongruente en la
práctica habitual de los filósofos. La única excusa que
puedo invocar es que sigo persuadido de que son legítimas
y pertinentes. No podemos, me parece, aceptar como evi
dente en todos los casos que las proposiciones de los filó
sofos tengan el tipo de significación que sus autores dan la
impresión de atribuirles y, menos aún, que basta con que
tengan un sentido para ser verdaderas o, al menos, acep
tables. Si Frege tiene razón al decir que una de las tareas
de la filosofia es romper el imperio del verbo sobre el espí
ritu humano, no puede dejar de inquietarnos la manera
en que es capaz también de contribuir a reforzarlo y a ha
cer de él, si es posible, algo aún más tiránico. Boltzmann
dice, en una fórmula sarcástica, que los filósofos tienen
con frecuencia carencias lingüísticas para disimular sus
carencias de pensamiento. Podríamos agregar que, ade
más, tienden a creer que la suma de dos defectos de esta
clase equivale a una cualidad.