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El Matadero

Pasó lo inesperado, lo imposible de pasar. La trajinada rutina de muerte y conteo, vale decir
las faenas del matadero de Navarro, parecían destinadas a nunca interrumpirse. Algo se
alteró, sin embargo, cuando promediaba octubre, y no en la densidad de la lluvia, ya que no
abundó más que otras veces, sino en el temperamento de la tierra, que por alguna razón se
tornó más arcillosa, y en consecuencia los caminos se anegaron. No hubo tractor y no hubo
arena que fuesen capaces de revertir las obstrucciones del agua acumulada. Ningún
camión podía transitar esos caminos, y menos si trasportaba peso. Se arriesgaría a
estancarse o a ladearse, a hundirse o a resbalar. Hubo que interrumpir las actividades.

Existe cierta sabiduría, especialmente en áreas rurales, que recomienda la espera como un
don o una virtud. Pero habiendo pérdida de dinero de por medio, se estila desestimar
semejante sabiduría (también en el campo, o sobre todo en el campo). Si el matadero de
Navarro quedaba descartado por el momento, era imprescindible recurrir a otro cuanto
antes. El que estaba más próximo, o en todo caso el que estaba más próximo y se declaró
disponible, quedaba en las afueras de Vedia, a más de doscientos kilómetros. Incluso
contemplando el aumento en el costo de transporte, convenía esa variante.

La mayor distancia a recorrer impuso, eso sí, que se descartara el empleo de los camiones
habituales. Fue por eso que, a media tarde, alguien pasó por la zona de los tinglados y le
pidió a un chico del lugar que lo ubicara pronto a Heredia. Heredia contaba con unos de
esos camiones de gran porte y frente plano, con el que habitualmente transportaba espesas
maquinarias dispuestas en un acoplado doble. Esto otro se presentaba más simple (el que
lo buscó le habló de “changa”) y no le llevaría más que una jornada. Fue por eso, y porque
la paga era doble, que Heredia aceptó

Tardaron más de la cuenta, sin embargo, en desanudar un acoplado y adosar otro a la


cabina anaranjada, y en hacer que los animales se apretaran y se acomodaran arriba. El
viaje a Vedia, que debía comenzar junto con la noche, se postergó hasta después de las
doce. Heredia procuró que ese incordio sirviera para mejorar su paga, pero no obtuvo más
que una promesa difusa cuyo incumplimiento adivinó. Salió más tarde de lo pensado y
llegaría más tarde de lo pensado: no en plena noche, anticipándose al amanecer, sino con
el día ya empezado. Intentó fastidiarse por este cambio de planes, pero no lo consiguió. De
todas maneras, cuando todo estuvo listo, puso en marcha el camión y se fue sin saludar.

A poco de empezar el viaje, sintió el principio del sueño. Sólo en la primera parte del sopor y
la tibieza le sirvió de algo sacar la mano izquierda por la ventanilla y dejarla expuesta al roce
de la intemperie. Después ya no. Y después llegó a otro punto, más intenso y más
inquietante: no que le fuese imposible permanecer despierto, sino que dejarse vencer y
dormirse ya no le importara en absoluto. Fue entonces que decidió parar.

A mano derecha se presentó una estación de servicio extremadamente precaria, de la que


tanto podía pensarse que estaba en funcionamiento como que estaba abandonada. Pero
Heredia ya había pisado por dos veces, y acaso tres, la línea interrumpida que en la ruta
dividía manos contrarias, y eso determinó que le pareciese adecuado el claro que había
entre la arboleda y la magra construcción de luces mustias y chapa irregular. Se salió del
camino y estacionó el camión.

A pesar de la mucha lluvia que había habido en el último tiempo, el cielo lucía opaco y se
notaba que en cualquier momento podía llegar a caer agua otra vez. Heredia tenía, en la
parte de atrás de la cabina, una especie de cucheta que no le merecía objeciones y que, en
caso de suma fatiga, hasta podía parecerle confortable. Se acomodó ahí, sumido en dos
cobijas, con la convicción de que el sueño lo ganaría pronto. Alcanzó a pensar que las
cortinas azules dispuestas sobre las ventanas velaban aceptablemente las pocas luces que
había afuera. Pensó que se dormía, que ya se dormía. Pero algo pasaba, y no se durmió.

Era el rumor, era un rumor, lo que empezó a perturbarlo. Hasta no acurrucarse y cerrar los
ojos no lo había notado. Ahora, en el silencio, en la quietud, no podía dejar de sentirlo. Era
un rumor, un movimiento contenido, era una presencia. Se asomó a ver si algún otro camión
llegaba o si ya estaba detenido a corta distancia, pero no había nada. Se fijó en la estación
de servicio si acaso alguien había aparecido y la encontró tan desolada como antes, al
llegar. Se preguntó si alguien estaría merodeando tal vez el camión con la idea de robarlo,
como a veces pasaba cuando la carga era onerosa, pero a poco de reflexionar estableció
que lo que distinguía no eran pasos, ni acecho, ni sigilo. El rumor existía en el propio
camión, y no fuera de él.

Acostumbrado a llevar tan sólo amasijos de hierro y acero, Heredia entendió que lo que
ahora percibía era la presencia de los animales. Ahora que el camión estaba frenado, ahora
que él se inclinaba y procuraba perderse en su improvisada oscuridad, la vida de los
animales ahí atrás se hacía evidente. Unos contra otros, acumulados, amasijo ellos
también, pero no de materia inerte, se hacían sentir. El mismo peso apretado de siempre,
sólo que esta vez con vida.

Heredia supuso que, una vez encontrada la explicación, podría por fin dormirse. Pero pasó
al revés, justo al revés: fue la explicación lo que terminó de desvelarlo. En vez del
cansancio, el ardor en los ojos, la espesura de las piernas, el sopor, en vez de la tibieza del
abrigo bien dispuesto, en vez de la noche desabrida afuera, sentía a los animales:
solamente a los animales. Los animales despiertos, que lo dejaban despierto.

No podía dormir, pero tampoco podía manejar. Sólo podía quedarse ahí, inmóvil, vuelto un
sensor que detectaba toda la vida que estaba apiñada ahí atrás. No podía dormirse y no iba
a poder dormirse, estaba condenado a la desprotección de la vigilia. Añoró sus otros viajes,
esos en que le tocaba llevar automóviles, o piezas de tractor, o vigas de acero, o rieles.
Quiso distraerse con la radio y no pudo. Quiso zafarse del murmullo y de la leve vibración, y
no pudo. Determinó engañarse con la ilusión de que no tenía sueño sino hambre, y que era
el hambre lo que no lo dejaba dormir. Entonces se bajó del camión y se acercó hasta la
estación de servicio que había tomado como referencia.

Ahí encontró un viejo y dos perros, y nada para comer o tomar. Pero el viejo supo decirle de
un lugar que quedaba a poco más de quinientos metros. Heredia se asomó y vio ese
resplandor, que antes había omitido, un poco más allá. Extrañamente decidió arrimarse a
pie y no con el camión. Dejó el camión donde estaba y caminó, algo gozoso, por el costado
de la ruta. No le importaba que pudiera ponerse a llover.

Dos autos pasaron, y un micro. Cuando faltaban cien metros para llegar al lugar que
prometía comida, una mujer sin signos de cansancio lo convidó. Heredia no dejó de enfilar
hacia la otra luz, donde otros camiones reposaban. Una vez en el lugar se procuró un vaso
de vino y un poco de carne puesta al descuido entre dos panes blandos. Imaginó que
estaba contento, o por lo menos aliviado, pero lo cierto es que, al hacer el intento de
afrontar la escasa cena, descubrió que no estaba en condiciones de tragar. De repente se
alarmó, y no por temor a un robo, pensando que había abandonado a los animales solos.

Entonces apuró un trago y desechó la comida, salió pronto a la noche y encaró el regreso
adonde estaba estacionado su camión. Primero caminó con prisa, después trotó, después
corrió. Salvó otra vez los más de quinientos metros hasta el camión como quien llega a su
casa al cabo de un viaje tan largo como peligroso; como si el camión fuese la conjura de los
viajes y no una de sus herramientas habituales. Heredia se guareció en la cabina y después
en la cama precaria de la parte posterior. Era su refugio. Los animales seguían ahí. Los
sintió otra vez temblar y emitir quejas calladas. No decían algo, no decían nada; solamente
estaban ahí. La masa de bestias, la masa de vida: su cargamento.

En eso hubo un par de leves golpes, dados con una llave o con el borde de una moneda,
contra el vidrio de la puerta del camión. Heredia quiso saber y entrevió por una ranura de
las cortinas azules. La mujer de la ruta lo había seguido. Por veinte pesos, eso le hacía
entender por señas, se ofrecía a subir con él al camión. Heredia la desechó primero y la
admitió después. No se había fijado en ella al cruzarla en el costado del camino, tampoco al
asomarse desde la cabina, ni tampoco al permitirle que subiera. No le importaba. Tardó
pocos minutos en comprobar su falta de entusiasmo (la reconoció al instante: era igual a la
falta de sueño y a la falta de apetito que había sentido antes).

El cuerpo de la mujer no le resultaba insuficiente; más bien lo contrario: lo incordiaba en


demasía. Ella mientras tanto, muy ajena o muy pendiente, no dejaba de chillar y de reír.
Entonces Heredia le pidió que se callara y que sintiera a los animales. Los animales que
estaban ahí atrás, apenas ahí atrás.

Ella no pareció entender, algo dijo, puede que un chiste, se volvió a reír, se echó sobre
Heredia. Él insistió con el silencio y la quietud, insistió con los animales, pero la mujer no
comprendía. Sin desazón y sin enojo, apenas resignado, Heredia decidió que se fuera. La
echó sin por eso ofenderla; a ella nada le importó, toda vez que apretaba en un puño los
dos billetes de diez pesos.

Heredia se quedó de vuelta solo. Solo no: con los animales (de haberse sentido solo, se
habría dormido). Se abocó otra vez al rumor nocturno, al camión que, completamente
frenado, no quedaba sin embargo del todo inmóvil. Imaginó el aspecto oscuro de las reses,
concibió su entrevero impensado, calculó el estado de las patas afirmadas en el piso,
conjeturó un olor. Terminada esta parte puramente especulativa, Heredia volvió a
incorporarse, a escapar de la cama y a saltar del camión al suelo. Sólo que esta vez no
encaró hacia la estación de servicio, ni tampoco hacia el otro conglomerado de luces, ni
mucho menos fue, como acaso lo habría hecho otro, detrás de la mujer a la que acababa de
despedir. Heredia bajó, dio una vuelta y avanzó hacia la parte trasera del camión. No le
importó la bosta derramada: afirmó un pie y una mano, y después la otra mano, y después
el otro pie, y se trepó al acoplado. Desde allí pudo ver muy bien a los animales reunidos.
Los vio de cerca, los vio en detalle. Vio el temblor ocasional de una oreja suelta, vio las
esferas excesivas de los ojos bien abiertos, vio la espuma de las bocas, vio los lomos. Vio
cueros lisos y manchados, vio la espera absoluta. No vio lo que imaginaba: un montón de
animales con vida, sino otra cosa que en parte se parecía y en parte no: vio un puñado de
animales a los que iban a matar muy pronto. Esa inminencia es lo que vio, y lo que antes
presentía: la pronta picana que obligaría al movimiento, el mazazo en pleno cráneo, la
precisión de una cuchilla, las labores del desuello. Estiró una mano y palpó una parte de un
cuerpo fornido, como si con eso pudiese certificar la ignorancia y la inocencia de todo su
cargamento. Ahí el futuro no existía.

Regresó a la cabina y a la cama presunta. Ya no quiso dormir. Se apretó los oídos con las
manos y los dientes con los dientes. Apoyó los dos pies contra el borde de chapa y pateó.
Puede que una vez, una sola vez, haya gritado. Giró y se puso boca abajo, usó lo que tenía
de almohada para taparse la cabeza. Se acordó de la última vez que había llorado en su
vida, años atrás.

De repente notó que el azul de una cortina había virado al celeste. Estaba empezando a
amanecer. Recibió la noticia de la salida del sol con el alivio del que llegó a suponer que ese
hecho podría no producirse. Impulsado por la claridad del cielo, que no tardó en aumentar,
pasó a la parte delantera de la cabina, se acomodó en el asiento y afirmó las dos manos en
el volante. Como pasa siempre, o casi siempre, en estos casos, el aspecto de la estación de
servicio era completamente otro.

Heredia puso en marcha el motor y se asomó a la ruta. Al ver que nadie se acercaba,
arrancó. Fue grato sentir, bajo el giro de las ruedas, el paso de la tierra al asfalto del
camino. Saludó con la bocina al viejo de la noche anterior. Tomó cierta velocidad en la lisura
de la ruta. El día estaba despejado. En tres horas más o menos, cuatro a lo sumo, estaría
llegando al matadero.

Para leer El matadero


Por Alberto Laiseca

En esta conferencia yo me propuse fundamentalmente una cosa: ser justo. Exaltar a


Echeverría en lo que debo exaltarlo, pero también reparar algunos errores históricos que
cometió.

No se puede hablar de El matadero, de Echeverría, sin referirse también a la tragedia de los


negros (y principalmente las negras) en la República Argentina. Vamos entonces a hablar
de una obra maestra pero también de una tragedia maestra.
El odio da mucha fuerza narrativa, y a Don Esteban le sobraba odio y genio. El vigor de la
frase, el dominio del color y la forma campean a lo largo de esta obra. Y si no examinemos.

“Estábamos, a más, en cuaresma, época en que escasea la carne en Buenos Aires, porque
la iglesia, adoptando el precepto de Epicteto ‘sustine abstine’ (sufre, abstente) ordena vigilia
y abstinencia a los estómagos de los fieles, a causa de que la carne es pecaminosa, y,
como dice el proverbio, busca a la carne. Y como la iglesia tiene ‘ab initio’ y por delegación
directa de Dios el imperio inmaterial sobre las conciencias y estómagos, que en manera
alguna pertenecen al individuo, nada más justo y racional que vede lo malo.

Los abastecedores, por otra parte, buenos federales y por lo mismo buenos católicos,
sabiendo que el pueblo de Buenos Aires atesora una docilidad singular para someterse a
toda especie de mandamiento, sólo traen en días cuaresmales al matadero, los novillos
necesarios para el sustento de los niños y de los enfermos dispensados de la abstinencia
por la Bula… y no con el ánimo de que se harten algunos herejotes, que no faltan,
dispuestos siempre a violar los mandamientos carnificinos de la iglesia, y a contaminar la
sociedad con el mal ejemplo”.

Vemos que Echeverría ya, ab initio (como diría él), arremete con ironía y frase filosa contra
la Iglesia de Buenos Aires porque, según se ve a poco, la acusa de estar aliada al
Restaurador. Lo cierto es que, más allá de que estemos o no de acuerdo con las ideas de
Don Esteban, dan ganas de citar el libro entero a causa de su vigor narrativo, cosa que
haría si no se saliese de los propósitos de esta conferencia.

Ahora bien, los sucesos de los cuales nos habla Echeverría transcurren no sólo en
Cuaresma sino en medio de una terrible inundación, cosa que agrava el desabastecimiento.

“Lo que hace principalmente a mi historia es que por causa de la inundación estuvo quince
días el matadero de la Convalecencia sin ver una sola cabeza vacuna, y que en uno o dos,
todos los bueyes de quinteros y ‘aguateros’ se consumieron en el abasto de la ciudad. Los
pobres niños y enfermos se alimentaban con huevos y gallinas y los gringos y herejotes
bramaban por el beef-steak y el asado. La abstinencia de carne era general en el pueblo,
que nunca se hizo más digno de la bendición de la iglesia, y así fue que llovieron sobre él
millones y millones de indulgencias plenarias. Las gallinas se pusieron a seis pesos y los
huevos a cuatro reales y el pescado carísimo. No hubo en aquellos días cuaresmales
promiscuaciones ni excesos de gula; pero, en cambio, se fueron derecho al cielo
innumerables ánimas y acontecieron cosas que parecen soñadas.

No quedó en el matadero ni u nada solo ratón vivo de muchos millares que allí tenían
albergue. Todos murieron o de hambre o ahogados en sus cuevas por la incesante lluvia.
Multitud de negras rebusconas de ‘achuras’, como los caranchos de presa, se desbandaron
por la ciudad como otras tantas harpías prontas a devorar cuanto hallaran comible. Las
gaviotas y los perros, inseparables rivales suyos en el matadero, emigraron en busca de
alimento animal”.
Vemos de lo anterior que para Don Esteban gaviotas, perros y negras vienen a ser poco
menos que lo mismo. Por este y otros pasajes podremos comprobar que, en lo que a
nuestro autor respecta, las negras son la esencia misma de la degradación maléfica.

De todas maneras y como el desabastecimiento de Buenos Aires había llegado a límites


muy peligrosos, el propio Rosas ordenó que al matadero se llevasen cincuenta animales a
como diera lugar. Así fuese nadando.

“El primer novillo que se mató fue todo entero de regalo al Restaurador, hombre muy
amigo del asado. Una comisión de carniceros marchó a ofrecérselo a nombre de los
federales del matadero, manifestándole in voce su agradecimiento por la acertada
providencia del gobierno, su adhesión ilimitada al Restaurador y su odio entrañable a los
salvajes unitarios, enemigos de Dios y de los hombres. El Restaurador contestó a la arenga
‘rinforzando’ sobre el mismo tema y concluyó la ceremonia con los correspondientes vivas y
vociferaciones de los espectadores y actores. Es de creer que el Restaurador tuviese
permiso especial de su ilustrísima para no abstenerse de carne, porque siendo tan buen
observador de las leyes, tan buen católico y tan acérrimo protector de la religión, no hubiera
dado mal ejemplo aceptando semejante regalo en día santo”.

El escrito de Echeverría es tan bueno, de tan visible vigor, que uno, instintivamente, tiende a
creer que todo lo que sostiene es verdad. A meter a la totalidad en lo que yo denomino la
bolsa insondable del etcétera.

Pero examinemos más de cerca y hasta el hartazgo, algunos de los especiales odios de
Don Esteban.

“La figura más prominente de cada grupo era el carnicero con el cuchillo en mano, brazo y
pecho desnudos, cabello largo y revuelto, camisa y chiripá y rostro embadurnado de sangre.
A sus espaldas se rebullían caracoleando y siguiendo los movimientos, una comparsa de
muchachos, de negras y mulatas achuradoras, cuya fealdad trasuntaba las harpías de la
fábula, y entremezclados con ella algunos enormes mastines, olfateaban, gruñían o se
daban de tarascones por la presa”.

Pero las frases deliciosas son tantas que uno se ve forzado a elegir: “Ahí se mete el sebo
en las tetas, la tía –gritaba uno”. “¡A la bruja! ¡A la bruja! –repitieron los muchachos–; ¡Se
lleva la riñonada y el tongorí! Y cayeron sobre su cabeza sendos cuajos de sangre y
tremendas pelotas de barro”.

“Hacia otra parte, entretanto, dos africanas llevaban arrastrando las entrañas de un animal;
allá una mulata se alejaba con un ovillo de tripas, y resbalando de repente sobre un charco
de sangre caía a plomo, cubriendo con su cuerpo la codiciada presa. Acullá se veían
acurrucadas en hileras 400 negras destejiendo sobre las faldas el ovillo y arrancando uno a
uno los sebitos que el avaro cuchillo del carnicero había dejado en las tripas como
rezagados, al paso que otras vaciaban panzas y vejigas y las henchían de aire de sus
pulmones para depositar en ellas, luego de secas, la achura”.
Y por último: “Ventilaban a cuchilladas el derecho a una tripa gorda y un mondongo que
habían robado a un carnicero, y no de ellas distante, porción de perros flacos ya de forzosa
abstinencia, empleaban el mismo medio para saber quién se llevaría un hígado envuelto en
barro. Simulacro en pequeño era éste del modo bárbaro con que se ventilan en nuestro país
las cuestiones y los derechos individuales y sociales”.

Vamos a analizar estos fragmentos, pero no ya desde el punto de vista narrativo sino a la
luz de la historia. Nada más ficcional que el realismo, donde todo lo que escribimos está
bajo la luz del recorte ideológico. Mientras hacemos obra, del tipo que sea, toda nuestra
narrativa se torna real, en tanto que nuestro realismo tiende a volverse narrativa y ficción.

Entre las partes más fuertes del libro que analizamos se cuentan la decapitación por
accidente de un niño, el escape de un toro bravo (cuesta muchísimo matarlo) y la
humillación y muerte de un joven unitario. Lamento no tener espacio para analizar cada
episodio en detalle.

En un comentario que leí sobre El matadero decía que la mayor parte del texto es
descriptivo (vale decir un cuadro de costumbres), pero que la parte final debe ser
considerada narración. Yo, por el contrario, diría que la ideología que campea a lo largo de
toda la obra la transforma en pieza única, casi puramente ficcional.

Empecé esta conferencia diciendo que la obra maestra que consideramos (El matadero) no
se puede separar de la tragedia nuestra de negros y negras argentinos. La gran desgracia
de nuestra República es que nos hemos quedado sin negros a causa de una sucesión de
políticas fatídicas. Se aún tuviésemos negritud los argentinos seríamos más alegres (algo
se nos habría pegado de los morenos); como es en Brasil, donde hay mucha pobreza pero
también el carnaval y la alegría de vivir (a como dé lugar) a lo largo de todo el año.

En plena guerra contra el Paraguay, el general Emilio Mitre escribió una carta a su hermano
(el general Bartolomé Mitre, por aquel entonces Presidente de la República) diciéndole que,
para las batallas más duras y difíciles, mandaba a los negros, y que hacía esto “porque son
los más valientes”.

Esta virtud, la de la valentía, a la larga conspiró contra los morenos. Fueron utilizados en la
guerra de la Independencia, en las guerras civiles y también en la fratricida lucha contra
nuestros hermanos paraguayos. Para colmo, en 1870, luego de finalizados los combates
contra el Paraguay (y como consecuencia directa de la misma guerra) estalló en Buenos
Aires la fiebre amarilla. Los barrios más castigados fueron los de San Telmo y Monserrat,
por aquel entonces habitados principalmente por negros, quienes murieron de a cientos y
miles. Ya finalizada la pandemia hubiese quedado negritud suficiente como para restaurar el
potencial biológico moreno, pero ellos se dijeron: “Ya tenemos suficiente. Este país nos ha
traído mala suerte. Vámonos”. Y así lo hicieron. Cruzaron el charco. No creo que a nado,
porque Uruguay queda muy lejos para ir nadando, pero sí en piraguas, balsitas o lo que
fuera. E incluso más de cien familias deben haberse ido al Brasil, pese a la diferencia
idiomática. Allí habrá sido protegidos (hasta que se adaptaron) por otros pobres, morenos
como ellos. Sólo el que ha sufrido es solidario con el que sufre.
Hace mucho leí un excelente artículo referido a la diáspora de los negros argentinos, pero
por desgracia no recuerdo el autor.

Pero volvamos a Echeverría. Vemos, por las partes que citamos de El matadero, que para
Don Esteban nuestras negras y mulatas no sólo eran feísimas sino también unas harpías
rapiñeras de achuras, sebo y cuanta cosa. A la altura de las gaviotas carnívoras y los perros
cimarrones.

Vamos a analizar un poco la comida de los negros a lo largo de la historia argentina y así se
comprenderá por qué sostengo que El matadero, más que un texto naturalista y realista, es
una obra vigorosa pero ficcional. Recuerdo perfectamente que Oscar Wilde dijo: “En este
mundo todo puede probarse. Hasta lo que es cierto”. Pues bien, pese al sombrío pronóstico
del Maestro Wilde intentaré demostrar que el texto de Esteban Echeverría, pese a ser una
obra maestra, está plagado de inexactitudes.

En primer lugar recomiendo vigorosamente la lectura del libro Historias del comer y del
beber en Buenos Aires, del estudioso Daniel Schávelzon. En la página 70 hay un capítulo:
“¿Los esclavos comían?” Yo ya estaba enterado de algunas cosas que cuenta Schávelzon,
pero no de todas. Sabía, por ejemplo, que en las épocas del Virreinato a los esclavos se les
daba de comer basura, pero ignoraba que tanta y tan alevosa.

En primer lugar los amos compraban carne de la peor y más dura, de esa que
prácticamente se regalaba. Se la cortaba en tiras finas y largas para luego colgarlas al
sereno. El principio de descomposición la ablandaba. Ahí se metía toda esa carroña en
barricas con sal muera, luego se la lavaba para quitarle la sal y de ahí salían tiras
blancuzcas de olor que ustedes ya pueden imaginar. Eso se les daba a estos desgraciados
como único alimento. Por tal razón las negras, virreinales primero y argentinas después,
debieron emplear su ingenio y su genio para comer un poco mejor. Con seguridad se
habrán dicho: “Encima que somos esclavos y nos hacen de todo, ni siquiera podemos
llevarnos algo decente a la boca”.

El matadero ya existía desde las épocas del Virreinato. No había refrigeración, de modo que
se desperdiciaba mucha comida. Lo que se mataba era preciso venderlo y comerlo en el
día. Por otra parte estaba el problema de las achuras. Chinchulines, tripas gordas, que
todos hemos comido deleitados en algún asadito, eran por aquel entonces viandas
despreciadas. Ni los gauchos más pobres las hubiesen aceptado. Y digo más: lo hubiesen
tomado como el más grave insulto, pasible de ser solucionado en duelo a cuchillo. “¿Qué
me quiere dar, las tripas de la vaca? Sepa señor que yo seré gaucho pero no como mierda”.

En el libro de Echeverría que estamos comentando, negras y mulatas aprovechan


cualquier descuido del puestero para rapiñarle hígado, riñonada, chinchulines y tripas
gordas, amén de grasa de vaca y chancho. Mentira. Sobre todo eso se tiraba. Digamos,
más bien, que los verdaderos diálogos deben haber sido así: “Ño Juan, ¿me das las tripas y
la panza?” “Pero sí, negra. Llevátelo todo. Si te lo llevás me hacés un favor. ¿A quién se lo
voy a vender? Si no te lo doy a vos o a otra negra lo tengo que tirar. ¿Y ande? Por ai. Se me
pudre y mañana tengo que trabajar con todo el olor a podrido. Te digo que me estás
haciendo un favor”.
Todo lo anterior sin tener en cuenta lo que yo he visto estando muy abajo: la gente pobre es
solidaria con la gente pobre. Observando que yo “croteaba”, más de una mujer santiagueña
me ha dado un plato de comida. Y para que yo no me ofendiese hasta me mentía que se
sobraba. Como diría Fierro: la comida nunca suebra en la mesa’el pobre.

Así, pues, y desde los descartes del matadero, las negras empezaron a inventar comidas.
¿Quién de ustedes no se ha deleitado con un buen mondongo en día de invierno? Se llama
“mondongo” a la parte interna del estómago del animal. Pues bien preparado y de esta
manera es un invento de nuestras negras, así como también la carbonada y el puré de
zapallo. El asado, comido hoy hasta por las personas más pudientes, se ha visto
engrandecido por la aparición de mollejas, riñoncitos, chinchulines y tripas gordas. Locro y
chicharrones son otros inventos de la negritud. En Camilo Aldao, mi pueblo, el pan con
chicharrón era comida de lujo, en tanto que en el siglo XIX era “cosa de negros”. Tal el
desprecio de ciertas clases sociales por el hombre y la mujer que están sufriendo abajo.

He vacilado mucho respecto a decir algo sobre la empanada criolla, porque en realidad no
sé. Sólo puedo sospechar. Cierto que ya de España y hace siglos vino a estas tierras algo
que se llamaba “empanada”, pero era completamente distinto a lo que aquí se fabricó. Ya
dijimos que las negras eran buenas cocineras. Ellas deben haber inventado platos incluso
para sus amos. Discos de masa, arriba carne picada y hasta aceitunas y pasas de uva,
luego el repulgue y a friturarlo con grasa de chancho no era comida a la cual tuviese acceso
el esclavo, pero con seguridad nada impedía que la fabricase para sus dueños. Repito: no
tengo referencias históricas, pero sospecho que fue así.

Sabemos que no es lo mismo una empanada salteña, que la tucumana, la de Buenos Aires
o la de Camilo Aldao. Pero menuda sorpresa vamos a llevarnos si un buen día de éstos
averiguamos que también son fábrica de nuestras negras, adaptadas estas creaciones a las
provincias donde les tocó vivir.

Allí en Cañuelas, hace mucho tiempo, una sirvienta negra olvidó que había dejado en el
fuego una mezcla de leche con azúcar. A cualquiera le puede pasar. Cuando desesperada
la chica fue a ver si se podía reparar el desastre, vio que en el fondo del recipiente había
una sustancia marroncita clara. La probó y vio que era riquísima. Había nacido nuestro
dulce de leche. Sus patrones, en vez de castigarla como harto se lo merecía por ser negra y
por ser mujer, lejos de ello la felicitaron por la feliz casualidad.

No lo dice Echeverría pero sí Schávelzon en su libro, al matadero no iban solamente vacas


y chanchos sino toda clase de matanza: mulitas, ñandúes, perdices y martinetas. Incluso no
debe haber faltado alguna liebre. Sospecho que las mulitas estarían vivas y en jaula,
porque es un bicho difícil, como el peludo; no habría todos los días y debió ser (se me
ocurre) más caro que otros alegres bicharracos. Si usted lo tiene en jaula y lo alimenta, si no
lo vendió hoy puede venderlo mañana. No pasaba lo mismo con el ñandú, la perdiz y la
martineta. En teoría podemos mantener a estos animales en jaula, pero ya es mucho pedirle
a la precaria infraestructura del matadero. Ciertamente toda esta matanza (y como su
nombre lo indica) esperaba muerta y colgadita que alguien la comprara.
Ya dijimos que por falta de refrigeración lo que no se vendía en el día era preciso tirarlo. Si
las negras achureras hubiesen podido quedarse hasta el cierre, no dudo que los puesteros
(como ño Juan) les hubiesen regalado estos bocados exquisitos. Pero esas chicas tenían
que volverse a casa lo más rápido posible para preparar la pitanza para su marido y los
chicos. Otrosí (como diría un abogado) para dejar la comida lista para sus dueños y
señores.

La Asamblea del Año Trece abolió la esclavitud. Pero a esto es más fácil decirlo y firmarlo
que hacerlo. La vida seguía siendo miserable para el negro (esclavo o liberto), de modo que
el matadero y todos sus descartes continuó siendo la principal fuente de aprovisionamiento
para esta gente. Pasados menos de cien años de Caseros y ya sin negras (para desgracia
de la Argentina) los inventos de las achureras (o achuradoras) invadieron las mesas
“decentes” (entre muchas comillas) para horror de los que no aprueban su origen
“despreciable” (también con muchas comillas).

Pero quiero que se me entienda bien. Coincido con Ricardo Piglia cuando dice que El
matadero es el texto fundacional de la narrativa argentina. Después hemos tenido
refundaciones: el Martín Fierro de José Hernández, Adán Buenosayres de Leopoldo
Marechal y, por qué no, Los siete locos de Roberto Arlt. Pero el texto de los textos es el de
Esteban Echeverría. He querido señalar, simplemente, algunas inexactitudes y hasta
racismos, porque parece que más de uno considera que nuestras negras y mulatas
bienhechoras eran feísimas, poco menos que las gárgolas de la catedral de Nuestra Señora
de París. Sé que lo dije por lo menos dos veces pero lo sostengo por tercera: nosotros, los
argentinos, al perder la negritud, quedamos sin una importante posibilidad de ser más
felices.

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