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NARRATIVA ANTERIOR A LA IIGM. El gran Gatsby. SCOTT FITZGERALD, F.

(1925) Inicio
Cuando era más joven y más vulnerable, mi padre me dio un consejo en el que no he dejado de
pensar desde entonces.
«Siempre que sientas deseos de criticar a alguien —me dijo—, recuerda que no a todo el mundo
se le han dado tantas facilidades como a ti.»
Eso fue lo único que dijo, pero como siempre nos lo hemos contado todo sin renunciar por ello a
la discreción, comprendí que su frase encerraba un significado mucho más amplio. El resultado es
que tiendo a no juzgar a nadie, costumbre que ha hecho que me relacione con muchas personas
interesantes y me ha convertido también en víctima de bastantes pelmazos inveterados. Las
personalidades peculiares descubren enseguida esa cualidad y se aferran a ella cuando la
encuentran en un ser humano normal, y por eso en la universidad se me llegó a acusar injustamente
de hacer política, porque estaba al tanto de las penas secretas de jóvenes alborotadores que eran
un misterio para otros. Yo no buscaba casi nunca aquellas confidencias: con frecuencia fingía
dormir, o estar preocupado, o adoptaba una actitud hostilmente irónica cuando algún signo
inconfundible me hacía prever que una revelación de carácter íntimo se perfilaba en el horizonte;
porque las confidencias de los jóvenes, o al menos los términos en los que las expresan, suelen ser
plagios y estar viciadas por evidentes supresiones. Suspender el juicio conlleva una esperanza
infinita. Todavía temo perderme algo si olvido que, como mi padre sugería de manera un tanto
esnob, y yo repito aquí con el mismo espíritu, la conciencia de las normas básicas de conducta se
reparte de manera desigual al nacer.
Por lo que, después de haber presumido de mi tolerancia, he de confesar que esta tiene un
límite. El comportamiento puede estar fundado sobre roca o en terreno pantanoso, pero más allá de
cierto punto me da lo mismo cuál sea su base. Cuando volví de la costa Este el otoño pasado noté
que deseaba vestir al mundo de uniforme para que adoptara de una vez por todas algo así como
una «posición de firmes» moral; no deseaba más desenfrenadas excursiones con privilegiados
vislumbres del alma humana. Tan solo Gatsby, el hombre que da título a este libro, quedaba al
margen de aquella reacción mía: Gatsby, que representaba todo aquello que desprecio
sinceramente. Si la personalidad es una serie ininterrumpida de gestos que tienen éxito, no hay
duda de que había algo espléndido en él, cierta exaltada sensibilidad ante las promesas de la vida,
como si estuviera conectado a uno de esos complicados mecanismos que registran terremotos
producidos a quince mil kilómetros de distancia. Esa sensibilidad no tiene nada que ver con la floja
impresionabilidad a la que se procura ennoblecer llamándola «temperamento creador»: el de
Gatsby era un don extraordinario para la esperanza, una disponibilidad romántica como nunca he
hallado en otra persona y no es probable que vuelva a encontrar. No; Gatsby demostró su valía al
final; fue lo que se cebó en él, el sucio polvo que levantaron sus sueños lo que provocó durante
algún tiempo mi desinterés por las penas infructuosas y las alegrías alicortas de los seres humanos.
Durante tres generaciones mi familia ha sido una de las más distinguidas y acomodadas de esta
ciudad del Medio Oeste. Los Carraway tienen algo de clan, y existe la tradición de que descendemos
de los duques de Buccleuch, pero el verdadero fundador de nuestra rama de la familia fue el
hermano de mi abuelo, que llegó aquí en 1851, mandó a un sustituto a la Guerra Civil, e inició el
saneado negocio de ferretería que mi padre regenta en el día de hoy.
CUESTIONES
1º) ¿Qué caracteriza al narrador en su relación con los demás, según los primeros párrafos?
2º) ¿Cómo se apellida el narrador? ¿Cuál crees que es su situación económica y posición social?
3º) ¿Qué relación crees que mantiene el narrador con Gatsby? ¿Lo desprecia o lo admira?
Subraya las frases que demuestren tus afirmaciones.

1
NARRATIVA ANTERIOR A LA IIGM. Regreso a Howards End. FORSTER, E.M. (1910)
Margaret saludó a su prometido con peculiar ternura aquella mañana. Aunque ya era un
hombre maduro, ella le ayudaría a construir el arco iris, el puente que une en nuestro interior la
prosa con la pasión. Sin ese puente somos fragmentos sin sentido, mitad monos, mitad bestias,
piezas inconexas que no logran formar un hombre. Con el puente, nace el amor, brilla en su cénit,
luminoso frente al gris, austero frente al fuego. Feliz el hombre que ve bajo los dos aspectos la
belleza de estas alas desplegadas. Los caminos de su alma están libres y él y sus amigos
encontrarán la ruta fácil.
La ruta era difícil por los caminos del alma de Mister Wilcox. Desde la infancia los había
despreciado. «No soy hombre que se preocupe de su interior». Por fuera había sido alegre,
honrado y valiente, pero en su interior todo era caos, un caos gobernado, si es que existía
gobierno alguno, por su ascetismo incompleto. Tanto cuando era muchacho como cuando era
marido o viudo, había alimentado la tortuosa creencia de que la pasión corporal es mala, una
creencia que solo es útil cuando se mantiene apasionadamente. La religión le había confirmado
en su certidumbre. Las palabras que el domingo le leían en voz alta a él y a otros hombres
respetables eran las palabras que en su día habían encendido las almas de Santa Catalina y de San
Francisco en el odio a todo lo carnal. Mister Wilcox no era un santo, no era capaz de amar lo
infinito con amor seráfico, pero sí lo era de avergonzarse de amar a su mujer. «Amabat, amare
timebat». Y ahí era donde Margaret confiaba en ayudarle.
No parecía difícil. No era necesario agobiarle con la entrega de sí misma. Se limitaría a
señalarle la salvación, cuya raíz se hallaba latente en su propia alma, en el alma de todos los
hombres. ¡Solo construir el puente! Ese era todo el sermón. Solo construir un puente entre la
prosa y la pasión y ambas resurgirían y el amor humano brillaría en su cima. No más vida
fragmentaria. Solo construir el puente y la bestia y el mono, alejados del aislamiento que les da
vida, morirían.
El mensaje no era difícil de dar. No era preciso que revistiera la forma de una buena «charla».
Por medio de leves indicaciones se construiría el puente y sus vidas se cubrirían de belleza.
Pero fracasó. Porque había una cualidad en Henry que siempre la pillaba desprevenida por
mucho que intentara tenerla presente: la necedad. No entendía las cosas, y contra eso no había
nada que hacer. Nunca se enteró de que Helen y Frieda le eran hostiles, ni de que a Tibby no le
interesaban las plantaciones de uvas pasas; nunca vislumbró las luces y sombras que existen en la
más neutra de las conversaciones, los postes indicadores, los mojones, las colisiones, los espacios
ilimitados. Una vez —en otra ocasión— Margaret le reprendió por ello. Él se quedó
desconcertado, pero replicó con una carcajada: «Mi lema es: concentración. No tengo la menor
intención de desperdiciar mis energías en estas cosas». «No se trata de desperdiciar energías —
protestó Margaret—, sino de ampliar el campo en el que puedas emplearlas». Y él contestó: «Eres
una mujercita muy lista, pero mi lema es: concentración». Y aquella mañana se concentró más de
lo normal en la venganza.
Se encontraron en los rododendros de la noche anterior. A la luz del día los arbustos eran
insignificantes y el sendero brillaba al sol matutino. Margaret estaba con Helen, que permanecía
agoreramente tranquila desde que el asunto quedó decidido.

CUESTIONES
4º) Describe con tus palabras cuál es el carácter de Mister Wilcox.
5º) ¿Cuál es el “puente” al que se refiere constantemente este fragmento de texto?
6º) ¿Qué se propone Margaret al inicio del fragmento? ¿Y al final?
2
NARRATIVA ANTERIOR A LA IIGM. Rebelión en la granja. ORWELL, G. (1945)
Luego Snowball (que era el que mejor escribía) tomó un pincel entre los dos nudillos de su pata
delantera, tachó «Granja Manor» de la traviesa superior del portón y en su lugar pintó «Granja Animal». Ése
iba a ser, de ahora en adelante, el nombre de la granja. Después volvieron a los edificios, donde Snowball y
Napoleón mandaron traer una escalera que hicieron colocar contra la pared trasera del granero principal.
Entonces explicaron que, mediante sus estudios de los últimos tres meses, habían logrado reducir los
principios del Animalismo a siete Mandamientos.
Esos siete Mandamientos serían inscritos en la pared; formarían una ley inalterable por la cual deberían
regirse en adelante, todos los animales de la «Granja Animal». Con cierta dificultad (porque no es fácil para
un cerdo mantener el equilibrio sobre una escalera), Snowball trepó y puso manos a la obra con la ayuda de
Squealer que, unos peldaños más abajo, le sostenía el bote de pintura. Los Mandamientos fueron escritos
sobre la pared alquitranada con letras blancas, y tan grandes, que podían leerse a treinta yardas de
distancia. La inscripción decía así: LOS SIETE MANDAMIENTOS
1. Todo lo que camina sobre dos pies es un enemigo.
2. Todo lo que camina sobre cuatro patas, o tenga alas, es un amigo.
3. Ningún animal usará ropa.
4. Ningún animal dormirá en una cama.
5. Ningún animal beberá alcohol.
6. Ningún animal matará a otro animal.
7. Todos los animales son iguales.
CUESTIONES
7º) Averigua qué quiere decir que esta novela es una “alegoría contra el estalinismo. ¿Por qué?
8º) Según los mandamientos… ¿Con quién no quieren tener nada que ver los animales?
NARRATIVA ANTERIOR A LA IIGM. Diario de un cura rural. BERNANOS, G. (1936)
No... no me callaré, señora. Los sacerdotes hemos callado demasiado y quisiera suponer que por
lástima. Pero la verdad es que somos cobardes. Una vez sentado el principio, dejamos seguir.
¿Qué es lo que han hecho ustedes del infierno? Una especie de prisión perpetua análoga a las suyas. En
ella encierran, de antemano, a la caza humana que la policía persigue desde el principio de la Creación: los
enemigos de la sociedad. Y añaden, quizás, a los blasfemos y los sacrílegos. ¿Qué espíritu, santo, qué
corazón orgulloso aceptaría sin asco, sin repugnancia, semejante imagen de la justicia de Dios?
Cuando esa imagen les molesta, les resulta muy fácil eliminarla. Juzgamos el infierno según las medidas
de este mundo. No pertenece a este mundo y aún menos al mundo cristiano. Es un castigo eterno, una
eterna expiación. El único milagro es que nos sea posible formarnos una idea de él aquí abajo, cuando
apenas la falta ha salido de nosotros, y basta una simple mirada, una señal, una muda llamada para que el
perdón baje sobre nosotros, desde lo alto de los cielos, como un águila. Y es que el más mísero de los
hombres vivientes, aunque crea haber dejado de amar, conserva todavía el poder de hacerlo. Y hasta
nuestro mismo odio deslumbra, resplandece y el menos torturado de los demonios florecería en lo que
nosotros llamamos la desesperación, igual que en una luminosa y triunfal aurora.
El infierno, señora, es haber dejado de amar. Estoy seguro de que estas palabras, “haber dejado de
amar”, suenan en sus oídos como una expresión familiar. Pero para un hombre vivo esto significa querer
otras cosas, amar menos. Y si esa facultad, que parece inseparable de nuestro ser, que semeja nuestro
mismo ser, comprender es también una manera de amar, ¿llegará a desaparecer? Dejar de amar, dejar de
comprender, y vivir sin embargo... ¡Oh, prodigio! Nuestro error común es atribuir a esas criaturas
abandonadas algo de nosotros, de nuestra perpetua movilidad, cuando ellas están fuera del tiempo, fuera
de todo movimiento, inmóviles para siempre. Si Dios nos condujera de la mano a una de esas cosas
dolorosas que hubiera sido antes el amigo más querido, ¿qué lenguaje le hablaríamos? Si un hombre vivo,
nuestro semejante, al último de todos, vil entre los viles, fuera echado a esas lindes ardientes, yo
compartiría su suerte, iría a disputárselo al verdugo. Compartir su suerte... la desgracia, la inconcebible
desgracia de esas piedras ardientes que fueron hombres es que no tienen nada que compartir entre sí.
CUESTIONES
9º) ¿Qué echa en cara el cura y narrador a la mujer narrataria del texto en el párrafo 2 y 3?
10º) Según el narrador… ¿Se puede seguir viviendo sin amar?
3
NARRATIVA ANTERIOR A LA IIGM. El extranjero. CAMUS, ALBERT (1942)
Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: «Falleció su madre. Entierro
mañana. Sentidas condolencias.» Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer.
El asilo de ancianos está en Marengo, a ochenta kilómetros de Argel. Tomaré el autobús a las dos y
llegaré por la tarde. De esa manera podré velarla, y regresaré mañana por la noche. Pedí dos días de licencia
a mi patrón y no pudo negármelos ante una excusa semejante. Pero no parecía satisfecho. Llegué a decirle:
"No es culpa mía". No me respondió. Pensé entonces que no debía haberle dicho esto. Al fin y al cabo, no
tenía por qué excusarme. Más bien le correspondía a él presentarme las condolencias. Pero lo hará sin duda
pasado mañana, cuando me vea de luto. Por ahora, es un poco como si mamá no estuviera muerta. Después
del entierro, por el contrario, será un asunto archivado y todo habrá adquirido aspecto más oficial.
Tomé el autobús a las dos. Hacía mucho calor. Comí en el restaurante de Celeste como de costumbre.
Todos se condolieron mucho de mí, y Celeste me dijo: «Madre hay una sola.» Cuando partí, me
acompañaron hasta la puerta. Me sentía un poco aturdido pues fue necesario que subiera hasta la
habitación de Manuel para pedirle prestados una corbata negra y un brazal. Él perdió a su tío hace unos
meses.
Corrí para alcanzar el autobús. Me sentí adormecido sin duda por la prisa y la carrera, añadidas a los
barquinazos, al olor a gasolina y a la reverberación del camino y del cielo. Dormí casi todo el trayecto. Y
cuando desperté, estaba apoyado contra un militar que me sonrió y me preguntó si venía de lejos. Dije "sí"
para no tener que hablar más.
El asilo está a dos kilómetros del pueblo. Hice el camino a pie. Quise ver a mamá en seguida. Pero el
portero me dijo que era necesario ver antes al director. Como estaba ocupado, esperé un poco. Mientras
tanto, el portero me estuvo hablando, y en seguida vi al director. Me recibió en su despacho. Era un viejecito
condecorado con la Legión de Honor. Me miró con sus ojos claros. Después me estrechó la mano y la retuvo
tanto tiempo que yo no sabía cómo retirarla. Consultó un legajo y me dijo: "La señora de Meursault entró
aquí hace tres años. Usted era su único sostén". Creí que me reprochaba alguna cosa y empecé a darle
explicaciones. Pero me interrumpió: "No tiene usted por qué justificarse, hijo mío. He leído el legajo de su
madre. Usted no podía subvenir a sus necesidades. Ella necesitaba una enfermera. Su salario es modesto. Y,
al fin de cuentas, era más feliz aquí". Dije: "Sí, señor director". El agregó: "Sabe usted, aquí tenía amigos,
personas de su edad. Podía compartir recuerdos de otros tiempos. Usted es joven y ella debía de aburrirse
con usted".
Era verdad. Cuando mamá estaba en casa pasaba el tiempo en silencio, siguiéndome con la mirada.
Durante los primeros días que estuvo en el asilo lloraba a menudo. Pero era por la fuerza de la costumbre. Al
cabo de unos meses habría llorado si se la hubiera retirado del asilo. Siempre por la fuerza de la costumbre.
Un poco por eso en el último año casi no fui a verla. Y también porque me quitaba el domingo, sin contar el
esfuerzo de ir hasta el autobús, tomar los billetes y hacer dos horas de camino.
El director me habló aún. Pero casi no le escuchaba. Luego me dijo: «Supongo que usted quiere ver a su
madre.» Me levanté sin decir nada, y salió delante de mí. En la escalera me explicó: «La hemos llevado a
nuestro pequeño depósito. Para no impresionar a los otros. Cada vez que un pensionista muere, los otros se
sienten nerviosos durante dos o tres días. Y dificulta el servicio.» Atravesamos un patio en donde había
muchos ancianos, charlando en pequeños grupos. Callaban cuando pasábamos. Y reanudaban las
conversaciones detrás de nosotros. Hubiérase dicho un sordo parloteo de cotorras. En la puerta de un
pequeño edificio el director me abandonó: "Le dejo a usted, señor Meursault. Estoy a su disposición en mi
despacho. En principio, el entierro está fijado para las diez de la mañana. Hemos pensado que así podría
usted velar a la difunta. Una última palabra: según parece, su madre expresó a menudo a sus compañeros el
deseo de ser enterrada religiosamente. He tomado a mi cargo hacer lo necesario. Pero quería informarle a
usted". Le di las gracias. Mamá, sin ser atea, jamás había pensado en la religión mientras vivió.
CUESTIONES
11º) Describe cómo reacciona el narrador y protagonista de la novela ante la muerte de su
propia madre. ¿Qué relación ha mantenido este con ella?
12º) ¿Dónde transcurre la escena de este fragmento? ¿Cómo se apellidan madre e hijo? ¿Qué
otros personajes aparecen en el fragmento?

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