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Flaubert o “la sangre del

pensamiento”
Publicado el 10 de diciembre de 2021
Escribe Alma Bolón en Letras
10 minutos de lectura

A 200 años del nacimiento de Gustave Flaubert.


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Leído por Andrés Alba.

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“...pasiones sin verdad; verdades sin pasión; héroes sin hazañas


heroicas; historia sin acontecimientos; un proceso cuya única
fuerza propulsora parece ser el calendario...” Karl Marx, El
Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, 1852.

“Quiero contar la historia moral de los hombres de mi


generación; “sentimental” sería más veraz. Es un libro de amor,
de pasión; pero de pasión tal como puede existir ahora, es decir
inactiva. El tema, como lo concebí, es, creo yo, profundamente
verdadero, pero, por eso mismo, poco entretenido,
probablemente. Es escaso de hechos, de drama; además la
acción se extiende en un lapso demasiado largo”. Gustave
Flaubert, 6/X/1864, carta a su amiga Leroyer de Chantepie a
propósito de La educación sentimental, novela que abarca de
1837 a 1867.

1) El único siglo provisto de adjetivo es el XIX, privilegio de


poco beneficio, porque “decimonónico” evoca anaqueles
polvorientos y sabios huraños. Para espíritus más indulgentes,
el XIX fue una especie de antesala grisácea de su porvenir
caleidoscópico, el del siglo XX vanguardiero, surrealista,
absurdo, pop artero, rockero y punkero, hiperrealista, con su
explosión artística y tecnológica que inventó la convulsión
constante y el universo sostenido en la palma de la mano,
empaquetado en un celular. El siglo XIX, con sus llanas
escrituras realistas −la del novelista atornillado al escritorio y la
del naturalista acoplado al microscopio−, se habría limitado al
registro del mundo tal cual es, sin más frenesí que el prometido
progreso.

Esta percepción distorsionada omite registrar que la matriz de


nuestro pensar, en el consenso y en el disenso, se forjó por
entonces y que hoy resulta difícil imaginar una ficción, un
deseo, un miedo, un concepto, una pesadilla, un argumento, una
disposición temporal, un ordenamiento espacial, una objeción al
aquí y ahora, un más allá o un más acá, que no hayan sido
imaginados en algún grado por los pensadores del siglo XIX.

En el XIX nacieron y/o pensaron Saussure, Hegel, Darwin,


Marx, Nietzsche y Freud, de quienes hoy muchos dirán “muy
interesantes, pero el mundo ahora es otro”, como ayer muchos
decían “muy interesantes, pero el mundo no es como ellos
dicen: deliran”. Porque ni entonces ni hoy la obra de estos
autores integró el sentido común admitido y triunfante; por esto,
conserva su filo subversivo, aguzado y prolongado por lecturas
posteriores. Por esto mismo, el XIX sigue proveyéndonos de la
materia con la que pensar lo que sigue escurriéndosenos.

2) En ese siglo XIX y en los varios géneros que practicaron,


Charles Baudelaire y Gustave Flaubert reflexionaron como
pocos pueden hacerlo, como sólo Borges pudo entre nosotros.
Pensaron la época, pensaron la herencia y pensaron la escritura,
la propia y la ajena. A la Baudelaire: escribiendo ensayos para
la prensa, y poemas en verso y en prosa destinados a ser libros
luego de su publicación en los periódicos; o a la Flaubert, en sus
novelas y en su impresionante carteo, a cuyo propósito Borges
invoca a quienes afirman que “su obra capital es
la Correspondencia”, porque “pueden argüir que en esos
varoniles volúmenes está el rostro de su destino”. En la soledad
de su casona frente al Sena, en Normandía, Flaubert escribió
como un desaforado cartas finísimas a escritores, a menudo
amigos suyos, a su familia, a las mujeres que quiso.

Baudelaire y Flaubert nacieron ambos en 1821 1, se leyeron y


se comentaron elogiosamente en la privacidad del carteo y en el
extraordinario artículo de prensa que Baudelaire escribió
sobre Madame Bovary. Flaubert vivió hasta 1880, por lo que
conoció muchas de las peripecias de un siglo que atravesó
regímenes: la primera república, el consulado, el primer imperio
con Napoléon Bonaparte, la restauración con Louis XVIII y con
Charles X, la monarquía de Julio con Louis-Philippe, la
segunda república, el segundo imperio con Louis-Napoléon, la
tercera república. Fue durísimo, por ejemplo en cartas a su
amiga George Sand, contra la Comuna de París de 1871; cierto
o invento, ante las ruinas de las Tullerías incendiadas, dijo a su
amigo Maxime du Camp: “Y pensar que esto no habría ocurrido
si hubieran entendido La educación sentimental”, su otra obra
maestra, fríamente recibida en 1870.

Ambos escritores, Baudelaire y Flaubert, fueron también


intransigentes con los mitos sólidos de un siglo pródigo en
estos: “la ciencia”, el orden, la verdad del número, el progreso,
el yo amo y señor en su domicilio. De igual modo, ambos
fueron admirados y analizados con agudeza por Marcel Proust,
quien encontraba en uno, Baudelaire, la fuerza alucinada de sus
imágenes imborrables, y en el otro, Flaubert, una sintaxis que,
desde los bordes de la corrección gramatical, era capaz de
inventar un tiempo complejo, ajeno al reloj y a la medición, el
tiempo de una subjetividad que se espesa y se demora en la
realidad duradera de la propia percepción. Proust repara en el
empleo “revolucionario”, así lo adjetiva, que hace Flaubert del
pretérito imperfecto, cercano al empleo que en Felisberto
Hernández desordena la distinción entre
personas/animales/objetos, o desasosiega minucias tales como
que nadie encendiera las lámparas.

Ese mismo pretérito imperfecto es constitutivo del discurso


indirecto libre, fundamentalísimo en la escritura flaubertiana
que recurrentemente confunde el decir del narrador y el decir de
los personajes, porque el narrador no sólo cuenta lo que hacen y
dicen los personajes sino que cuenta sus decires de modo tal
que quedan inextricablemente encastrados en su decir propio.
Flaubert así materializa la “disciplina”, es su palabra, expresada
en carta a George Sand: “el Artista no debe aparecer en su obra
como Dios no aparece en la naturaleza”.

La omnipresencia invisible de Dios en la naturaleza es análoga


a la omnipresencia invisible del autor en su texto, organizador
de un juego de voces constante e indiscernible: el narrador va
contando la historia con las palabras y la emotividad de sus
personajes, mientras simultáneamente se ausenta como narrador
que opina, juzga o saca conclusiones, porque “la idiotez es
concluir”, según la sentencia flaubertiana condenatoria de un
arte de moralejas, mensajes, catequesis, enseñanzas. El discurso
indirecto libre, con su pretérito imperfecto, sólo deja huellas del
decir alterado -irónico- del narrador, mientras inhibe la
identificación fehaciente de esa alteración. “Tanta
honorabilidad fascinaba al Sr. Roque, hijo de un ex doméstico”,
dice el narrador aludiendo al título nobiliario de un posible
yerno del fascinado Sr. Roque, justo después de haber detallado
los tejemanejes necesarios para reclamar dicho título. ¿Qué dijo
el narrador? Para unos lectores, dijo “honorabilidad” otorgada
por la alcurnia; para otros, dijo impostura irrisoria. ¿Quién
habla en cada una de esas lecturas contrapuestas?
Flaubert, creo yo, construye así en la ficción la pregunta que por
su lado van formulando unos y otros pensadores: ¿quién habla
en esto que digo? Esta pregunta fue pensada por Saussure,
Darwin, Marx, Freud o Nietzsche, quienes en esa reflexión
encontraron un sistema lingüístico autónomo, constrictivo,
arbitrario y equívoco; una historia natural signada por el azar;
una ideología (discurso y prácticas) que es como el aire que
respiramos; una instancia inconsciente que nos estructura; una
tercera persona que habla en la primera. Las amenazas del
transhumanismo y de la desposesión algorítmica de nuestro ser
ya se cuecen en el XIX, por ejemplo en el decir programado de
los personajes flaubertianos, en su hablar de memoria ajena.
¿Cómo vivir entonces el ideal de la Ilustración −atreverse a
saber, pensar por uno mismo, renunciar a los tutelajes, alcanzar
la mayoría de edad− si uno ignora al otro que en uno habla?

3) Los borradores de Flaubert muestran las capas que van


sucediéndose, corregidas y vueltas a corregir diez o catorce o
mil veces; su correspondencia refiere los días encarnizados
buscando una palabra esquiva. Flaubert persigue el término más
exacto, la ironía más divisoria, el giro más cortante, la fórmula
más concisa, la expresión más eufónica, el ritmo más musical.

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Si para Baudelaire, con los poemas en prosa de Le Spleen de


Paris, se trató de renunciar a la métrica y a la rima sin por eso
perder la música y “los movimientos líricos del alma y las
ondulaciones de la ensoñación”, para Flaubert también se
trataba de hacer poesía con la prosa, porque la poesía -el texto
en verso- ya había dado todo lo que tenía que dar. En carta a
Louise Colet, en 1852 y mientras se apresta a
comenzar Madame Bovary, Flaubert escribe: “la novela
solamente nació, espera a su Homero”. La literatura, percibida
como una combinatoria, lo lleva a afirmar: “Las combinaciones
de la métrica se han agotado; no así las de la prosa”.

Y, también en 1852, escribe a Louise Colet: “¡Qué cosa más


perra es la prosa!¡Es de nunca terminar, siempre hay algo para
rehacer! No obstante, creo que igual es posible darle la
consistencia del verso. Una buena oración de prosa debe ser
como un buen verso, incambiable, igualmente rítmico,
igualmente sonoro”.

La pretensión luce modesta -escribir una prosa tan poética como


lo había sido la poesía-, sin embargo, con ella se socavaba una
jerarquía milenaria de la que, hasta el día de hoy, dan cuenta el
sentido despectivo del adjetivo “prosaico” y el sentido laudativo
del adjetivo “poético”. Se trata pues de una pretensión modesta
y radicalmente revolucionaria, la que concibieron, cada uno por
su lado, estos dos escritores.

4) La crítica suele etiquetar a Flaubert como un cultor del estilo,


como un maniático de las maneras de decir y un practicante del
arte por el arte, sólo atento a los aspectos formales de la
escritura. También, se suele etiquetarlo como autor “realista”,
abocado a hacer entrar en sus páginas una infinidad de objetos y
situaciones propios de “la realidad”, inmediatamente
reconocibles como provenientes de “la realidad”. Este doble
etiquetaje es incongruente, creo yo, porque pasa por alto que
quien estuviese abocado a meter “la realidad” en su escritura,
debería, en nombre de esta supeditación, renunciar a las
preocupaciones formales, so pena de sacrificar “la realidad” en
aras de la sonoridad.
Porque, por ejemplo, está visto que, en “la realidad”, ni las
cosas ni las personas ni las situaciones vienen en ritmo ternario,
como pueden venir los sintagmas en las oraciones flaubertianas:
“Luego, acusaron al azar, a las circunstancias, a la época en la
que habían nacido”. O cuaternario: “Viajó. Conoció la
melancolía de los navíos, los fríos despertares en las carpas, el
aturdimiento de los paisajes y las ruinas, el amargor de las
simpatías interrumpidas. Regresó.” Más radicalmente, en 1852
Flaubert escribe a su amiga Louise Colet su propósito de “hacer
un libro sobre nada, un libro sin ancla exterior, que sólo se
sostenga por la fuerza interior de su estilo, como la tierra sin
estar sostenida se mantiene en el aire”.

Flaubert igualmente afirma, también en su correspondencia, que


el estilo no consiste en temas elevados o bajos −“no hay temas
bellos o feos”, dice−, sino en una “manera absoluta de ver las
cosas”. Esta manera absoluta hace de Emma Bovary, granjera
normanda y esposa adúltera, una heroína comparable a Lady
Macbeth y a la Palas Atenea salida armada del cerebro de Zeus,
y estas comparaciones son de Baudelaire, faltaba más. Si la
tradición poética había destinado las grandes pasiones y las
grandes causas a las diosas o a las aristocráticas heroínas
trágicas, Flaubert inventa a una provinciana poseída por deseos
de amor y de belleza impropios de su condición, pasiones que
vive hasta el fin, hasta su propia muerte.

Esta contradictoria imputación −autor realista, autor elitista


cultor del estilo− creo yo que puede explicarse si se atienden las
definiciones de “estilo” que propone Flaubert. Por ejemplo: “el
estilo es la sangre misma del pensamiento”. Admitida esta
metáfora, puede concebirse que, así como el cuerpo sin sangre
no es más cuerpo sino que es cadáver, el pensamiento sin estilo
no es pensamiento. El estilo y el pensamiento no son
disociables, como el cuerpo no es separable de la sangre que lo
hace cuerpo. La pérdida del estilo, su ausentarse, es la muerte
del pensamiento: la idiotez canalla.

Por esto, creo yo, la lucha flaubertiana contra la idiotez es


absoluta y constitutiva de su estilo, porque la idiotez no sólo
consiste en sacar moralejas y conclusiones, sino que la idiotez
es el Mal, así con mayúscula flaubertiana. Ese Mal total que es
la idiotez tiene una existencia social y se materializa
discursivamente, es identificable en lo que unos y otros dicen.
De ahí que, a mis ojos, si hay un claro hilo conductor
identificable en la obra de Flaubert, es su detestación rabiosa de
la idiotez materializada como lugar común, como discurso
heredado y repetido.

Desde 1852 cuenta a Louise Colet su propósito de escribir una


“apología de la canallería humana en todas sus faces”, una obra
en la que aparecerá “por orden alfabético, sobre todos los temas
posibles, todo lo que hay que decir en sociedad para ser un
hombre correcto y amable”. Leída esta obra, los hablantes
temerían hablar, por miedo de decir alguna de las frases hechas
recopiladas, es decir, ridiculizadas. Recién en 1881, se publican
las obras que extremosamente cumplen con el propósito
expresado en 1852: El Diccionario de las ideas recibidas, El
idiotario, El álbum de la marquesa, Bouvard y Pécuchet.

Las obras de Flaubert que hoy nos atraen, creo yo, se entienden
en el marco de este propósito: contar historias hechas de lugares
comunes, de discursos prefabricados, de ideas recibidas, de
doctrinas ajenas, de mala literatura, de dogmas, de eslóganes, de
mitos, de modas, de mitos a la moda.
Obras en las que, como también expresa Flaubert, “no se
encuentre ni una sola palabra de [su] cosecha”, ni una sola
palabra que pueda ser imputada al autor, presente en todos lados
y en todos lados invisible, de manera absoluta. Queda creada
así, con esta manera absoluta de ver −con estilo− una sociedad
parlanchina, oportunista, supeditada a las conveniencias, a la
corrección, al orden. Pocos personajes son algo más que seres
exclusivamente hablados por los lugares comunes del discurso
recibido: Emma Bovary, claro; Dussardier en La educación
sentimental. Y en “Un corazón simple”, Félicité, sirvienta
analfabeta cuya pasión mística revela la afinidad entre adorar a
Lulú, su loro amado y embalsamado, y adorar al eclesiástico
espíritu santo hecho paloma.

Hasta donde sé, Gustave Flaubert no dejó nada escrito sobre


Karl Marx, y este nada escribió sobre aquel, aunque sí se
recuerdan los elogios de Marx a Balzac y sus denuestos a
Eugène Sue. En cambio, Eleanor, la hija de Karl,
tradujo Madame Bovary al inglés en 1886, cuando su padre
llevaba tres años muerto, Flaubert llevaba seis y Madame
Bovary, treinta de nacida. No sé si Eleanor Marx, compañera
del comunardo Lissagaray, conoció las diatribas de Flaubert
contra la Comuna de París; años después, unida a otro hombre,
Eleanor se suicidó, como Emma; por razones sentimentales, se
dice.

Contemporáneos, Marx y Flaubert que tanto parecen haberse


ignorado, comparten el interés por la revolución de 1848 y por
el segundo imperio, sostenido por la canallería (el término es de
Flaubert) y por el lumpen (expresión de Marx). Los dos
perciben, en la masa de discursos circulantes, “pasiones sin
verdad, verdades sin pasión, héroes sin hazañas heroicas”:
“pasión inactiva”, “carencia de hechos y de drama”. Flaubert,
con su propia pasión, con la actividad de su propia pasión,
construyó una obra que hace de la idiotez el nombre de la
minoridad, del vivir tutelado, del oportunismo, de la
conveniencia, del amor al fuerte, de la obsecuencia, de la
crueldad.

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