Está en la página 1de 20

$ÈUFESBEF"SUFT/¡  t*44/

ª'BDVMUBEEF"SUFTt1POUJmDJB6OJWFSTJEBE$BUØMJDBEF$IJMF

Arte y conocimiento: algunas reflexiones desde la


perspectiva del postgrado

Art and knowledge: some reflections from graduate


programs perspective

A V
Pontificia Universidad Católica de Chile
averamus@gmail.com

Resumen
El presente artículo indaga sobre las relaciones entre arte y conocimiento
desde la perspectiva del postgrado. Apoyándose en bibliografía reciente y la
experiencia académica del autor, plantea que el encuentro entre la cultura
de investigación y la cultura de la creación debe necesariamente producir
cambios relevantes para ambas. Asimismo, propone que entre las dos acti-
tudes que normalmente enfrenta la práctica artística en su incorporación
al mundo académico —una que niega radicalmente que pueda ser consi-
derada como investigación y otra que la acepta como tal pero en un estado
“imperfecto”— deben existir otras intermedias que nos permitan entender
algunos tipos de práctica artística como una variante de la investigación
tradicional, sin que esto implique una relación de subordinación.
P : Arte, conocimiento, investigación, postgrado.

Abstract

This article makes inquiries about relationships between art and knowledge
from the perspective of graduate programs. Taking recent bibliography and
the academic experience of the author as a starting point, it argues that the
encounter between the culture of research and the culture of creation must
necessarily entail significant changes for both. It goes on to suggest that,
unlike the two attitudes frequently confronting the attempts to incorporate
art practice into the academic world —one which refuses to consider it as
research and other which accept it as such but in an “imperfect” stage— there
must be others allowing the consideration of some kinds of art practice as a
variant of traditional research, without implying a subordinate relationship.
K: Art, knowledge, research, graduate programs.

1
Quisiera agradecer a Coca Duarte, Profesora de la Escuela de Teatro de la Pontificia
Universidad Católica, su lectura y comentarios al texto.
10 Cátedra de Artes N° 8 (2010): 9-28

Hace prácticamente un año publiqué un ensayo sobre la vinculación entre


la práctica artística y la investigación, como primer capítulo de un manual para
la formulación de proyectos en el campo de la cultura y las artes (Silva y Vera,
23-44). Inevitablemente, el tema me llevó a pensar en el arte como generador
de nuevo conocimiento (23-33), pues esto último constituye la meta primordial
para toda investigación de alto nivel.
Casi al mismo tiempo que dicho ensayo era terminado, asumí como Director
de Investigación y Postgrado de mi facultad, por lo que debí integrarme en la
comisión a cargo del diseño de un programa de doctorado en artes (proyecto
MECESUP N° 0817, recientemente finalizado). Las discusiones sostenidas en
el marco de dicha comisión, así como en conversaciones formales e informales
con otros profesores, me sirvieron tanto para ampliar mis puntos de vista como
para comprobar las numerosas resistencias que enfrenta la práctica artística
cuando se plantea su incorporación en el doctorado, resistencias que no solo
provienen del mundo de las ciencias naturales u otros en apariencia lejanos al
arte, sino también, con frecuencia, de quienes conviven a diario con él (artistas
visuales, intérpretes musicales, etc.).
El presente artículo aborda la relación arte-conocimiento desde la
perspectiva del postgrado y especialmente del doctorado, tal como viene
haciéndose desde hace muchos años en el Reino Unido, Australia y otras
partes del mundo. Pero, si bien se nutre del ensayo mencionado, adopta una
perspectiva más crítica frente a algunos de sus planteamientos, no tanto
para desecharlos como para enriquecerlos con puntos de vista alternativos.
Y es que, si bien muchas de las resistencias aludidas en el párrafo anterior
me parecen el fruto de prejuicios o desconocimiento, otras son legítimas y
apuntan a problemas no resueltos sobre la presencia del arte en la universi-
dad, porque, como veremos, la resistencia a incorporar la práctica artística
en el doctorado no es más que un síntoma de la resistencia a incorporarla
en el mundo académico en general.
A esta perspectiva más crítica han contribuido no solo las conversaciones
con la mentada comisión de diseño y otros profesores, sino también la lectura de
bibliografía adicional —particularmente el libro Artists with PhDs recientemente
editado por James Elkins—, la tarea que nos ha impuesto la universidad de im-
plementar el doctorado en marzo del año 2012 y mi convicción —compartida
con la mayor parte de mis colegas— de que esto debe hacerse enlazándolo con
el magíster ya existente, es decir, pensando el postgrado en artes como un todo
unificado y coherente.
***

Dado que el presente trabajo me obliga a alejarme de mi línea principal de


investigación —la música colonial y española de los siglos XVII y XVIII— me
tomo la libertad de comenzar con un breve apartado dedicado a ella, cuya relación
con el tema que nos ocupa (espero) irá aclarándose poco a poco.
"MFKBOESP7FSB "SUFZDPOPDJNJFOUPBMHVOBTSFnFYJPOFTEFTEFMBQFSTQFDUJWBEFMQPTUHSBEP 11

Uno de los aspectos fundamentales que enfrenta cualquier estudioso del pe-
ríodo colonial hispánico es el del choque o encuentro de dos culturas. Sin duda
eran muchos más que dos culturas, pues la variedad de prácticas y códigos entre
los españoles y europeos era tan grande como la que existía entre los aborígenes
americanos. Pero a todas luces un azteca debió sentirse más cercano a un za-
poteca que a Cortés y los suyos. Tanto así, que la diferencia entre los aborígenes
y los españoles ha sido interpretada como una de las causas que explicarían la
derrota de Moctezuma, a pesar del gran número de hombres con el que contaba.
En efecto, la cultura azteca (o mexica) se sustentaba en un complejo sistema de
comunicación con el mundo, en el que este último se hallaba predeterminado.
Todo hecho había sido previsto por los dioses, por lo cual la comunicación con
ellos, a cargo de los adivinos, resultaba fundamental para la toma de decisiones.
Cualquier acontecimiento que se saliese del esquema era considerado como signo
de lo infausto. El problema del encuentro con los españoles parece haber sido
que su llegada fue tan imprevista y su cultura tan diferente, que los aztecas se
sintieron incapaces de anticipar su comportamiento y por tanto de adoptar las
medidas oportunas. Algunos testimonios mencionan el ensimismamiento en
el que cayó Moctezuma y las dudas que denotaban sus órdenes, muchas veces
contradictorias. Los dioses ya no hablaban a los aztecas ni les decían qué hacer:
la diferencia los llevó a la paralización (Todorov, 69-84).
Uno de los asuntos centrales en la relación entre América y Europa es pues
el problema de la diferencia o, dicho de otro modo, el problema del otro. Sin
embargo, este último es encubierto: Colón dice haber llegado a Asia, con lo
cual el indígena americano es asimilado con las culturas de Oriente descritas
por Marco Polo; no es “descubierto” como otro, sino como lo mismo ya cono-
cido (Dussel, 41). Tanto más cuanto Colón, si bien se basa en las descripciones
de Marco Polo y Ailly, ha realizado una selección previa de sus descripciones
desde una perspectiva europea: aquellos pueblos más “civilizados” —es decir,
más semejantes a los de Europa— son los que toma como referencia. De tal
forma, el modelo que le sirve para juzgar y caracterizar lo que va encontrando
no es tanto asiático como europeo (Pastor, 46). América no es descubierta sino
inventada por los europeos a su imagen y semejanza (O’Gorman, 77-136).
Llevando esto al plano musical, las prácticas indígenas que involucran
lo sonoro suelen producir en los conquistadores dos reacciones. La primera
consiste en catalogarlas como algo ajeno a la música propiamente tal, lo que
equivale a negarles un ser, un sentido dentro del sistema europeo; aún hacia
1738 el obispo de Concepción, Salvador Bermúdez y Becerra, criticaba las
“ceremonias superticiosas entre sonidos de atambores y flautas con muchas cele-
braciones” que realizaban los pehuenches (“Manuscritos de Medina”, 85-6)2.
La segunda consiste en asimilarlas a la música europea, pero entendiéndolas
como una realización primitiva o imperfecta de ella. Decía Motolinía hacia

2
Las cursivas son mías.
12 Cátedra de Artes N° 8 (2010): 9-28

1540 sobre los indígenas que “algunos se reían y burlaban de ellos, así porque
parecían desentonados como porque parecían tener flacas voces; y en la verdad
no las tienen tan recias ni tan suaves como los españoles, y creo que lo causa
andar descalzos y mal arropados los pechos, y ser las comidas tan pobres”; para
agregar más adelante que “hacen también chirimías, aunque no las saben dar el
tono que han de tener” (Waisman, 543). Obviamente, ambas reacciones denotan
una resistencia a aceptar el mundo musical indígena (lo otro) en su diferencia.
A pesar de ello, los autores citados y muchos más coinciden en señalar,
usando diversos términos (sincretismo, mestizaje, transculturación, etc.), que
durante este choque o encuentro las mezclas e interacciones fueron inevitables.
Volviendo a la música, los compositores españoles o criollos residentes en
América se vieron forzados a incorporar algunos elementos autóctonos con
los que los indígenas pudiesen sentirse identificados. Uno de los ejemplos más
conocidos, relatado por Garcilaso, ocurrió en 1551 o 1552, cuando el maestro
de capilla de la Catedral de Cuzco, Juan de Fuentes, compuso un villancico
polifónico que imitaba el estilo responsorial del haylli —género de canto des-
tinado a la celebración de las hazañas militares o agrícolas (Estenssoro, 151-2).
En el polo opuesto, los indígenas incorporaron en su música instrumentos o
melodías de origen europeo: en 1717 el jesuita Jorge de Oliva informaba que en
la misión de San Ignacio de Boroa (al sur de Chile) los indios habían traducido
“el Padre Nuestro y Ave María […] a su modo y mezclando en ellos palabras
indecentes los glosan en sus cantares profanos” (Rondón y Vera, 214). Pero ni
siquiera los músicos que se hallaban en España pudieron desentenderse de lo
que pasaba al otro lado del Atlántico. A comienzos del siglo XVII, algunos de
ellos realizaban “giras” a Nueva España, para tocar en las fiestas de diversos
pueblos y luego retornar a su Sevilla natal (Gembero, 134-5), con lo cual re-
sultaba inevitable que se empaparan de la música cultivada en América; otros
que nunca cruzaron el océano se inspiraron en los mitos y discursos sobre el
“Nuevo Mundo” que llegaban a Europa, como José Lidón, quien compuso en
1791 una ópera —Glaura y Cariolano— cuyo libreto se basaba en pasajes de La
Araucana de Ercilla (García Fraile).
El hecho que me interesa destacar es que, sea cual sea la interpretación
que nos merezca el citado encuentro, ninguna de las dos culturas involucradas
permaneció inalterada: ambas vieron afectadas de un modo u otro sus rasgos
constitutivos, desde aquellos más superficiales a otros más esenciales.
***

Menciono esto porque con frecuencia se dice que el artista que está en un
postgrado, y más aún en un doctorado, debe diferenciarse de uno que no lo está,
por lo que sus prácticas se verán modificadas o adaptadas de un modo u otro.
Tal afirmación me parece lógica y no es mi intención discutirla aquí. Lo que
no suele decirse es que todo programa de doctorado que incorpore al artista
práctico y su quehacer debe también verse alterado de alguna forma, pues no
"MFKBOESP7FSB "SUFZDPOPDJNJFOUPBMHVOBTSFnFYJPOFTEFTEFMBQFSTQFDUJWBEFMQPTUHSBEP 13

puede ser lo mismo un doctorado que acepta la práctica artística que uno que no
lo hace. En otras palabras, en el momento en que se encuentran una “cultura de
investigación”, como se la ha llamado (Mottram), y una “cultura de la creación”,
como podríamos llamarla3, ninguna de las dos debiera —en rigor, ninguna de
las dos puede— permanecer inalterada.
Tal premisa, que sustenta gran parte de este trabajo, nos permite entrar en
materia cuestionando el planteamiento de Elkins acerca de la relación entre
arte, investigación y conocimiento. Puede ser cierto que la incorporación de
estos dos últimos conceptos en los doctorados en artes del Reino Unido tenga
un carácter administrativo y se deba sobre todo a razones económicas; lo que se
busca es que tales programas sean considerados por los fondos que financian la
investigación,4 a fin de obtener recursos que permitan su sustentabilidad (Elkins,
“On beyond research…”, 112-113).
Pero esto no necesariamente implica que la investigación y el conocimiento
sean conceptos ajenos a la práctica artística. Y aunque así fuese, tampoco implica
que dichos conceptos, por un lado, y el propio campo artístico, por otro, no pue-
dan verse alterados en alguna medida para integrarse en el ámbito del postgrado.
En este sentido, resulta difícil entender a Elkins cuando afirma que, para que
la idea de “nuevo conocimiento” justifique un doctorado en práctica artística,
primero debería haber un consenso sobre dicha idea en el mundo universita-
rio (Elkins, “On beyond research…”, 115). Si el propio Elkins reconoce que
tal consenso es imposible por la gran diversidad existente en el campo de las
humanidades, es esta misma diversidad la que justifica que el “nuevo conoci-
miento” sea entendido en el arte de un modo algo diferente al que tiene en
otras disciplinas. De hecho, su sentido varía notablemente entre la estética y
la ingeniería metalúrgica, lo que no ha impedido que ambas lo utilicen en sus
programas de doctorado.
Sin embargo, Elkins tiene razón cuando afirma que la tendencia de muchos
autores a particularizar el conocimiento derivado de la práctica artística por
medio de calificativos como “particular”, “dialógico”, “móvil” y otros puede ser
contraproducente (Elkins, “Introduction”, xi); primero, por su relativa impreci-
sión y, segundo, porque suelen ser también aplicables al conocimiento derivado
de las ciencias naturales y las humanidades. Por ejemplo, yo mismo recojo, en
el ensayo citado, la opinión de Estelle Barrett de que el conocimiento derivado
de la práctica artística sería “emergente” y por tanto imprevisto; pero al final
del mismo texto concluyo, contradictoriamente, que esto es propio de toda
investigación científica tradicional (Silva y Vera, 29, 44).

3
Con esto no es mi intención negar que la investigación es también una práctica
creativa, sino tan solo diferenciarla del campo de la práctica artística para efectos de
este trabajo.
4
El Research Assessment Exercise (RAE) y el Arts and Humanities Research Board
(AHRB).
14 Cátedra de Artes N° 8 (2010): 9-28

Lo anterior no excluye perseverar en el intento por buscar las particularidades


de un “conocimiento artístico”, por llamarlo de alguna forma5, pero quizás sea
más fructífero preguntarse primero si la práctica artística puede generar nuevo
conocimiento en el sentido tradicional del término. Más específicamente, me
pregunto si puede acrecentar nuestro conocimiento de la realidad histórica y
social, sin que esto implique, insisto, negar su importancia en otras dimensiones.
Graeme Sullivan ofrece una respuesta afirmativa y la ejemplifica con las histo-
rias que Giorgio Vasari escribió sobre Miguel Ángel en el siglo XVI. Si bien se
trata de narraciones ficticias, su lectura nos ayuda a comprender mejor la vida
del pintor, sus obras6 y el contexto en el que estuvo inserto (Sullivan, 116). El
campo de la creación literaria ofrece innumerables ejemplos de obras de ficción
que nos ayudan a comprender mejor realidades históricas o sociales, al punto de
que han sido reconocidas como una forma relevante de conocimiento incluso
por historiadores de prestigio. Peter Burke, por ejemplo, cita como modelo al
escritor japonés Shimazaki Toson y su novela Antes del amanecer, en la cual aborda
la modernización del Japón y muestra como los efectos de la industrialización
se hacían sentir en la vida de cada sujeto hacia 1929-1935 (Burke, 298).
Algo similar ocurre en el teatro, en el cual “el juego performativo de la so-
ciedad es reiterado, estilizado o bien caricaturizado por el actor dramaturgo, ya
sea presentándolo, reinterpretándolo, añadiendo dimensiones propias o nuevas,
o construyendo ‘existencias alternativas’ fuera del mundo establecido de roles
sociales”. Con ello las artes escénicas asumen “una acción política, cultural y
personal transformadora” (Hurtado, 72,74).
Pudiera objetarse que los ejemplos anteriores se limitan a las artes verbales,
pero que esto difícilmente se aplica a las artes visuales y musicales, cuyo carácter
no verbal o extra-lingüístico dificultaría el que pudieran aportar información
nueva sobre una realidad preexistente. Sin embargo, encontramos ejemplos si-
milares en el campo de la escultura, como la exposición Imbunches que Catalina
Parra presentó en 1977 en la galería Época. El término imbunche, de origen
chilote, alude a un niño pequeño al que los brujos han transformado en un animal
horripilante: le borran el sacramento del bautismo, cosen todos los orificios de
su cuerpo y cortan su lengua en dos para que no pueda contar lo que le ocurrió;
el niño —ahora monstruo— queda condenado a vigilar por siempre la entrada a
la cueva de los brujos. Dado que la exposición fue realizada en el período inicial
y quizás más duro de la dictadura militar, el imbunche pasa a ser una metáfora

5
Una contribución en tal sentido puede verse en el mismo ensayo citado (Silva y
Vera, 25-30).
6
Aprovecho de aclarar que, en el presente trabajo, empleo el término obra en el sentido
más amplio posible, para designar los múltiples productos a los que puede dar lugar la
creación o práctica artística según se la ha definido anteriormente, incluyendo tanto
obras en un formato tradicional como instalaciones, intervenciones, performances y otras
expresiones de arte.
"MFKBOESP7FSB "SUFZDPOPDJNJFOUPBMHVOBTSFnFYJPOFTEFTEFMBQFSTQFDUJWBEFMQPTUHSBEP 

del país, cuyas vías de respiración y contacto con el mundo han sido virtualmente
“cosidas”. Así, una obra plástica basada en un mito tradicional permite acceder
a una realidad —en este caso no preexistente, sino contingente— desde una
nueva perspectiva. Por último, la autora aplica sobre sus materiales las mismas
acciones que los brujos ejecutan sobre el niño —coser, suturar, lesionar, zurcir,
etc.—, con lo que la actualización del mito no solo se produce en el plano con-
ceptual, sino también material (Prato, 413-419).
Si el lector no está convencido de que el arte pueda constituir un nue-
vo conocimiento al modo tradicional, debería admitir al menos que puede
constituir un nuevo modo de conocer el mundo. Sin embargo, la propuesta de
Sullivan, con todo su interés, me parece insuficiente, porque plantea una
práctica artística dependiente de la realidad, olvidando que puede contribuir
también a su construcción. El filósofo Mircea Eliade hizo notar, hace ya varios
años, que en la memoria popular los personajes y acontecimientos históricos
eran rápidamente asimilados a arquetipos y acciones míticos, como el héroe,
la lucha contra el mal, etc. (cit. en Guerra, 213-14). Pero esto que Eliade
atribuyó a la memoria popular caracteriza en realidad a todo tipo de memo-
ria histórica, incluida la de los historiadores. Según Lévi-Strauss, si bien es
cierto que el historiador trabaja con datos más precisos, al interpretarlos —es
decir, al intentar dotarlos de un sentido— los encuadra en estructuras míticas
similares a los que la memoria popular emplea, esto es, arquetipos en vez de
personajes, categorías en lugar de acontecimientos, etc (White 288-9). Por
lo tanto, dichos relatos ficticios (los mitos) constituyen no solo una lectura de
realidades preexistentes, sino también un molde a partir del cual se construye
el conocimiento de nuevas realidades.
Un ejemplo de esto último se halla en el epígrafe, es decir, la “cita o sentencia
que suele ponerse a la cabeza de una obra científica o literaria o de cada uno
de sus capítulos o divisiones de otra clase”, siguiendo la definición de la Real
Academia Española. Al anteponer un texto —muchas veces de ficción— a otro
científico, el investigador predispone al lector a aceptar el tipo de interpretación
que desea plantear sobre un determinado hecho histórico o problema filosófico.
Encontramos un bello ejemplo en el libro de O’Gorman ya citado: “¡Hasta que,
por fin, vino alguien a descubrirme! / Entrada del 12 de octubre de 1492 en
un / imaginario Diario íntimo de América”. A través de este breve texto el autor
resume con maestría su tesis de que América, como la entendemos hoy, no
fue descubierta por Colón, pues si él no tenía una idea previa que le permitiera
conceder a ese trozo de materia el sentido de un “nuevo mundo” que posterior-
mente se le dio, era absolutamente imposible que lo haya descubierto como tal.
Más bien, lo que hicieron él y quienes le sucedieron fue inventar a América en
el camino (O’Gorman 15, 52).
Una función muy similar al epígrafe cumple la portada de un libro: no solo
está destinada a atraer la atención de los potenciales lectores, sino que repre-
senta la puerta de entrada para la comprensión de la obra en su conjunto. Con
16 Cátedra de Artes N° 8 (2010): 9-28

la diferencia de que, en este caso, es un arte no verbal el que constituye el filtro


para comprender el lenguaje verbal, al cual, paradójicamente, se suele atribuir
la función de explicar las artes no verbales. Lo anterior es especialmente rele-
vante porque, si las artes no verbales pueden cumplir la función de paratexto7
de un discurso verbal, entonces se invierte la relación que tradicionalmente se
ha planteado entre ambos.
***

Otro aspecto del encuentro entre Europa y América que nos interesa aquí
son las dos actitudes del conquistador ante el otro que ya hemos comentado.
Una de ellas consistía en verlo como un igual, pero en un estadio inferior de
desarrollo. En el plano que nos ocupa, esto equivale a admitir que la práctica
artística es (o puede ser) un tipo de investigación, pero incompleto, imperfecto
o primitivo con relación a la investigación científica o tradicional. Por tal razón,
consideraría prudente evitar, en lo posible, el adverbio “menos” cuando se intente
caracterizarlo —como cuando se afirma que la investigación en artes es “menos
sistemática” o que sus resultados son “menos precisos”, etc.
La otra actitud del conquistador consistía en afirmar la diferencia radical
del otro, negándole su condición de ser humano y a la música que practi-
caba su condición de tal. En nuestro caso, esto equivaldría a considerar a
la práctica artística como algo completamente ajeno a la investigación y al
quehacer académico; poco apropiado, por tanto, para la universidad, a menos
que sea entendido como un mero ejercicio práctico en el sentido comentado
por Jones más arriba. Justamente por ello es que no concuerdo con Elkins
cuando afirma que la incorporación del arte en el doctorado pasa por evitar
los conceptos de investigación y nuevo conocimiento (Elkins, “On beyond
research…”, 117-129).
Entre estas dos actitudes, que en mayor o menor medida suponen la inferio-
ridad del otro, deben necesariamente existir otras intermedias que nos permitan
entender a la práctica artística como una variante de la investigación tradicional,
que guarda con ella similitudes y diferencias, sin que eso implique una relación
jerárquica o de subordinación. Como afirma Sullivan, “posicionarse dentro de
los marcos existentes” no implica “ser esclavos de ellos” (xiii).
Con esto no quiero decir que toda práctica artística pueda ser vista como
investigación, pues si bien la mayor parte de los artistas dice haber tenido la
sensación de que su trabajo conlleva un proceso de búsqueda, eso no basta por
sí solo para considerarla como tal. Quizás lo que podría hacer la diferencia,
como propone Estelle Barrett, es que el artista plantee “su obra emergente

7
Utilizo el término en el sentido dado por Genette, esto es, para designar los elementos
que constituyen una puerta de entrada al texto principal y hasta cierto punto controlan
su recepción por parte de los lectores, sean internos (títulos, prefacios, etc.) o externos
(entrevistas, anuncios publicitarios, etc.) al texto mismo (Allen, 103-104).
"MFKBOESP7FSB "SUFZDPOPDJNJFOUPBMHVOBTSFnFYJPOFTEFTEFMBQFSTQFDUJWBEFMQPTUHSBEP 17

como pregunta” (Barrett, 5). Pero, sea o no así, parece prudente, como veremos
al hablar del postgrado, tener siempre claro que ni la investigación ni el mundo
académico agotan el sentido del arte en su totalidad.
Quienes optan por interpretar la creación artística como un tipo particular
de investigación suelen poner énfasis en la importancia que la práctica tiene
dentro de ella, lo que supuestamente la diferenciaría de la investigación en
ciencias naturales y humanidades. En concordancia con esto, se han propuesto
distintos nombres para designarla, en su mayor parte en lengua inglesa: inves-
tigación en práctica artística (arts practice research), investigación conducida por
medio de la práctica (practice-led research), investigación basada en la práctica
(practice-based research) y otros tantos. Sin embargo, como afirma Timothy
Emlyn Jones, el problema de este énfasis en la práctica es que no alude a nada
específico del arte. Más aun, al usar el término de esta manera, tiende a con-
fundirse con el sentido que tiene en otras disciplinas, que lo usan para definir
el trabajo “profesional”, en oposición al trabajo académico o investigativo.
Pero lo práctico-profesional se limita aquí a la aplicación del conocimiento
generado por la investigación. En el arte, en cambio, la práctica es concebida
normalmente “[…] como innovadora y muy raramente como rutinaria, una
idea sustentada por [Donald] Schon cuando deliberadamente interrelaciona
y combina ideas de la práctica y la investigación mediante el ‘conocimiento
en acción’ ” ( Jones, 33, 35).
Aunque no hemos llegado aún al tema específico del postgrado, me es
inevitable recordar en este punto una de las reuniones con la mencionada
comisión de doctorado (08-04-2010), en la que un connotado especialista
extranjero argumentaba que una obra de arte no podía ser evaluada durante
un examen final de doctorado. Un médico que se doctora, decía, no lo hace
exhibiendo una intervención quirúrgica, sino una tesis, que a lo sumo incluirá
las conclusiones extraídas de una o varias intervenciones quirúrgicas que ha
realizado previamente. Justamente, la idea que está detrás de esta afirmación
es la del arte como un quehacer “profesional”, que cumple una función de-
terminada (en el ejemplo citado, mejorar al paciente). Por el contrario, lo que
nos hace calificar a un objeto o performance como obra o acción “de arte” va
más allá de su función práctica, social o política: dicho objeto o performance
“dice” algo más. Esto no implica volver a concepciones esencialistas sobre la
autonomía de la obra que vienen siendo convincentemente cuestionadas desde
hace ya muchos años, pero sí aceptar que el arte es esencialmente una práctica
discursiva, que incluye su materialidad y/o función, pero no está limitada a
ellas. La práctica artística, pues, no es comparable con la práctica médica, sin
desconocer ni la profundidad que esta última tiene ni el considerable cúmulo
de investigación que la sustenta.
Pero existen alternativas que permiten evitar el vocablo “práctica” para ca-
racterizar a la investigación en artes. Hace ya varios años, Étienne Souriau, en
su Vocabulario de estética, decía que la investigación
18 Cátedra de Artes N° 8 (2010): 9-28

se esfuerza por establecer nuevos conocimientos o por obtener nuevos resulta-


dos. El primer caso concierne a la investigación en estética; está emparentada
con la investigación filosófica o científica y trabaja por conocer mejor todos los
objetos que estudia la estética. El segundo caso concierne a la investigación
del artista, del escritor que ensaya géneros o procedimientos nuevos o que
trabaja por descubrir cómo producir ciertos efectos; es, a menudo, menos
sistemática y más empírica que la primera (cit. en Baqué, 54-55).

Tal división de la investigación en dos partes encuentra un evidente para-


lelismo en la que Gilbert Ryle ha propuesto para el conocimiento: mientras la
investigación tradicional apunta a conocer-qué, la segunda apunta a conocer-cómo;
en el primer caso el conocimiento estaría centrado en los hechos y sería por tanto
propositivo o factual, mientras que en el segundo lo estaría en las habilidades y
sería por tanto un conocimiento performativo (Sullivan, 85).
El concepto de performance implícito en esta definición es el que concibe a
“toda forma cultural” como “una representación, desde la vida cotidiana a la esce-
nificación de obras dramáticas complejas” (Hurtado, 65), y es en este sentido que
ha servido a Brad Haseman para proponer que la investigación artística es una
“investigación performativa” (performative research). Para él, sus características
esenciales serían, primero, “que es iniciada en la práctica” y que “las preguntas,
problemas, desafíos son identificados y formalizados por las necesidades de la
práctica y los prácticos; y segundo, que la estrategia de investigación es llevada
a cabo a través de la práctica, usando de preferencia metodologías y métodos
específicos familiares para nosotros en tanto prácticos”. Además, formularía sus
preguntas y problemas en formas simbólicas no verbales (Haseman, 147-50, 56).
Estas propuestas me parecen de interés y susceptibles de ser utilizadas con
vistas a fundamentar teóricamente una investigación en el ámbito de la creación
artística. Pero, al mismo tiempo, mantienen implícitamente algunas premisas que
al final dificultan su incorporación en el mundo académico. En la propuesta de
Souriau vemos la tendencia ya anticipada a considerar a la práctica artística como
una forma imperfecta (“menos sistemática”) de investigación. Además, existe una
separación entre teoría y práctica que, si bien es propia del ámbito universitario,
no ha dejado de recibir cuestionamientos; primero, porque supone el absurdo “de
que uno debiera desconectar su cerebro para hacer arte o diseño (o lo que sea) y
luego reconectarlo para reflexionar sobre lo que se ha hecho” ( Jones, 32); y segundo,
porque hace caso omiso del significado que la palabra “teoría” tenía en la antigua
Grecia como “procesión religiosa”; es decir, involucraba tanto la contemplación
con la cual la asociamos hoy en día como la experiencia (Rodríguez-Plaza, 101)8.

8
Cabe agregar que el significado de teoría como procesión religiosa se incorpora por
primera vez en los diccionarios de la Real Academia Española en 1899, como puede verse
en el “Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española”, disponible en el sitio web de
la R.A.E.: <http://buscon.rae.es/ntlle/SrvltGUIMenuNtlle?cmd=Lema&sec=1.0.0.0.0.>,
consultado el 29-12-2010.
"MFKBOESP7FSB "SUFZDPOPDJNJFOUPBMHVOBTSFnFYJPOFTEFTEFMBQFSTQFDUJWBEFMQPTUHSBEP 19

La división entre teoría y práctica es menos marcada en la propuesta de


Haseman, pues su uso del concepto performance supone una práctica que es
en sí misma reflexiva o inteligente. Pero dicho autor establece una separación
taxativa con lo verbal al afirmar que las preguntas y problemas de la “investiga-
ción performativa” se plantearían por medio de formas simbólicas no verbales.
Dejo el cuestionamiento de esta separación para el apartado siguiente, donde
se aborda la inserción de la práctica artística en el postgrado.
***

No deberíamos iniciar la discusión sobre el postgrado sin antes reconocer


el riesgo inherente al proceso que venimos describiendo. Al final, puede llegar
a entenderse que toda creación artística que no se ajuste a los parámetros men-
cionados —o que no forme parte de un programa de magíster o doctorado— es
menos interesante o tiene menos valor. Elkins relata una anécdota al respecto,
que considero pertinente aquí: hace algunos años fue invitado a asesorar a
una universidad norteamericana en la elaboración de un nuevo programa de
doctorado en artes; de manera recurrente, las discusiones hacían referencia a
la investigación y el conocimiento, por lo que preguntó a una colega si su obra
producía conocimiento y ella respondió que sí, como lo hacía también el arte en
general; Elkins preguntó entonces qué tipo de conocimiento era producido por
una pintura de Mondrian, a lo cual ella replicó que no era una pregunta justa
porque “Mondrian no tenía un programa riguroso de investigación” (Elkins,
“On beyond research…”, 113).
En este sentido, pienso que un postgrado en artes debiera seguir siendo una
de las alternativas —y no la alternativa— de desarrollo en la carrera de un artista,
así como la investigación debiera continuar siendo uno de los referentes —y no
el referente— para su quehacer. Esto último es válido incluso para los artistas
que se desempeñan en el medio universitario o académico, ya que parte de sus
actividades encajará, sin duda, con los parámetros tradicionales de investigación
con los que las universidades evalúan a sus profesores, pero otra —quizás incluso
mayoritaria— quedará fuera de ellos. Si, como planteó un profesor de arquitectura
en una de las reuniones con la mencionada comisión de doctorado (12-08-2010),
en su campo no parecía “deseable tener una masa de profesores en un cien por
ciento doctores”, pienso que este podría ser también el caso de las artes.
La anécdota sobre Mondrian muestra también que la lógica administrativa
termina a veces por anteponerse a los intereses de la disciplina. Por ejemplo, el
Decreto con Fuerza de Ley Nº 33, del Ministerio de Educación Pública (1981),
que “crea el Fondo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico y fija normas
de financiamiento de la investigación científica y tecnológica”, establece “que un
programa de doctorado debe contemplar necesariamente la elaboración, defensa
y aprobación de una Tesis, consistente en una investigación original, desarrollada
en forma autónoma y que signifique una contribución a la disciplina de que se
trate” (CONYCIT). Por tanto, para la legislación chilena, la tesis constituye el
20 Cátedra de Artes N° 8 (2010): 9-28

requisito central para que un estudiante de doctorado pueda graduarse. La lógica


administrativa desaconsejaría introducir cualquier variante en este punto, como
la incorporación de una obra artística como parte del examen de grado, ya que
esto podría hacer peligrar la validación del programa por parte de la Comisión
Nacional de Acreditación (CNA).
Pero, si bajo los estándares actuales resulta difícil negar la importancia de que
un programa de postgrado esté acreditado, el objetivo prioritario al diseñarlo e
implementarlo no puede ser conseguir dicha acreditación, sino, por sobre todo
y entre otras cosas, que realice un aporte sustantivo en su campo; que el trabajo
y sus resultados sean de excelencia; y que quienes lo componen (profesores,
alumnos y administrativos) se sientan felices y realizados durante el trabajo
diario. Una eventual acreditación debiera entenderse como una consecuencia
de todo ello y no al revés.
Adicionalmente, los estándares que prescribe la legislación chilena —y cual-
quier otra— en materia de educación superior no pueden considerarse como
algo dado naturalmente, pues dependen de un contexto histórico o cultural y
son por ende susceptibles de ser repensados. En el Reino Unido, por ejemplo,
la exhibición de una obra creativa como parte del examen doctoral había sido
descartada por el estado desde fines de los años setenta, empero, a inicios de los
noventa comenzó a ser aceptada (Mottram, 14).
Topamos aquí con el problema de “amnesia institucional” que suele caracteri-
zar a la universidad. Esta, en efecto, sufrió cambios radicales en los siglos XIX y
XX, como durante el período 1880-1920, cuando la proliferación de disciplinas
obligó a una extensión del doctorado para abarcar los dominios específicos que
constituían los distintos departamentos universitarios. Pero una vez que estas
novedades organizacionales fueron establecidas, tomaron un aspecto de inevi-
tabilidad y una apariencia de estar dadas naturalmente, no históricamente. “La
estructura disciplinaria de la universidad contemporánea es pues inestable y, en
términos históricos, de origen muy reciente”, por lo cual no debiera ser tomada
“como un horizonte fijo” (Wilson, 63-64).
Todo ello nos autoriza a interrogarnos sobre la legitimidad o no de incluir
una obra artística en un examen para optar al grado de doctor.
En un primer momento, me veo tentado a responder con un argumento
pragmático y contentarme con él: dicha inclusión es legítima porque la están
llevando a cabo, de manera creciente, numerosas universidades del mundo, al-
gunas de ellas muy prestigiosas. En un documento que elaboré para la comisión
de doctorado9, presenté una selección de cincuenta programas doctorales (todos

9
“Pensando un doctorado para la Facultad de Artes UC: reflexiones, fundamentos,
propuestas”, 03-05-2010, documento inédito. Cabe advertir que la información sobre
estos programas fue obtenida de datos —a veces generales— que ofrecían sus respectivos
sitios web, por lo que ocasionalmente pudieran tener alguna imprecisión. Aun así, los
considero válidos como visión de conjunto.
"MFKBOESP7FSB "SUFZDPOPDJNJFOUPBMHVOBTSFnFYJPOFTEFTEFMBQFSTQFDUJWBEFMQPTUHSBEP 21

ellos de investigación, es decir, PhD o DPhil) que contemplaban la posibilidad


de presentar una obra como resultado final. Aunque por razones de espacio me
sea imposible ofrecer el detalle, vale la pena considerar algunos datos generales.
Las disciplinas que abarcan estos programas son artes audiovisuales (1
programa), artes visuales (6), composición musical (17), creación literaria (10),
interpretación musical (8) y teatro (6). Además, hay dos programas definidos
como “interdisciplinarios” que combinan dos o más de estas disciplinas —en las
universidades de Exeter (Inglaterra) y Québec à Montréal (Canadá).
Estos cincuenta programas los imparten treinta y cuatro universidades
(Oxford, Princeton, Chicago, Sidney, Melbourne, etc.) situadas en cinco países
de distintos continentes: Australia, Canadá, Sudáfrica, Estados Unidos y el
Reino Unido. Estos dos últimos países son los que agrupan la mayor cantidad
de programas y, curiosamente, existe una suerte de compensación entre ambos:
mientras los doctorados prácticos en artes son mucho menos frecuentes en
Estados Unidos que en el Reino Unido, ocurre exactamente lo contrario con los
doctorados en Creación Literaria (Creative Writing), que también involucran
la presentación de una obra (novela, obra dramática, colección de cuentos o
poemas, etc.).
En cuanto a las modalidades de graduación, la más frecuente consiste en
evaluar una obra y un escrito, por lo general en proporción equivalente. Este
último se denomina ensayo, tesis o incluso “comentario”, pero sus dimensiones
suelen ser más reducidas que en una tesis doctoral tradicional. Por ejemplo,
en el doctorado en artes visuales de Western Ontario y en el doctorado en
composición de Sidney, lo que se llama “tesis” (dissertation) consiste en “notas
analíticas introductorias para cada composición”. Asímismo, en el doctorado
en interpretación musical de Goldsmith, la “tesis” que acompaña al recital debe
tener aproximadamente 50.000 palabras, lo que equivale a unas 100 páginas; y
en el de Birmingham debe tener unas 40.000 palabras (80 a 90 páginas). Esta
reducción parece fundarse al menos en tres premisas: 1) el carácter doctoral
de una tesis no depende tanto del número de páginas o palabras como de su
contenido; 2) el trabajo artístico del doctorando forma parte del proceso de
investigación; y 3) la obra forma parte de sus resultados.
La presentación de una obra con prescindencia del texto escrito solo se ad-
mite en cuatro de los cincuenta programas listados, dos de ellos en composición
musical (Southampton y Stony Brook), uno en creación literaria (Nebraska-
Lincoln) y uno en artes audiovisuales (Southern California). Considerando que
tanto la creación literaria como las artes audiovisuales involucran el lenguaje
verbal, podríamos incluso acotar a dos los programas que autorizan la prescin-
dencia del escrito.
A este paso, la implantación de doctorados con una “salida en obra” en nuestro
medio parece ser cosa de tiempo. Ya ha dicho Elkins, refiriéndose a EEUU, que
la pregunta no es si el doctorado en práctica artística (PhD in studio art) viene
o no, sino cuán rigurosamente será conceptualizado (Elkins, “Introduction”, ix).
22 Cátedra de Artes N° 8 (2010): 9-28

Sin embargo, los mismos argumentos que hemos expuesto citando a Mick
Wilson hacen que esta respuesta sea insuficiente; si la estructura de la univer-
sidad gestada durante los siglos XIX y XX está históricamente fundada y es
por tanto susceptible de ser cuestionada, lo mismo se aplica a la estructura que
se encuentra en gestación. La actitud crítica es un requerimiento deseable no
solo con relación al pasado, sino también al presente y al futuro. Por esta razón,
es imprescindible buscar argumentos adicionales.
Uno de ellos es que la idea de que un objeto o artefacto pueda constituir el
resultado de una investigación no es exclusiva de las artes. Revisando algunos
resúmenes de tesis doctorales en el campo de la óptica física, me he encontrado
con que una de ellas incluye entre sus actividades el diseño de “un modulador
interferométrico, tipo Traveling-Wave a 5 GHZ con un voltaje de 5.6 V”; otra
“el diseño de una lenta acústica, un convertidor de anchura de haz fotónico y
un acoplador entre guías de ondas clásicas y guías de onda en cristal fotónico”;
y otra cuyo “objetivo en la parte final […] consiste en la fabricación de nuevas
estructuras que nos permita (sic.) codificar espectralmente, a semejanmza (sic.)
de las redes de Bragg, la información de diferentes magnitudes físicas y quími-
cas como la humedad relativa, la concentración de pH o la concentración de
determinados gases” (Cibernetia, Tesis de Óptica Física).10
En este sentido, quizás tenga razón Jones cuando afirma que uno de los
problemas consiste en haber mirado demasiado a las humanidades y las ciencias
sociales en busca de modelos para el arte, dejando de lado a las ciencias naturales,
que serían incluso más afines a él por su constante observación de la naturaleza
y sus estrategias experimentales ( Jones, 83).
Pero el argumento que me parece más importante es aquel que señala al arte
como una práctica discursiva y autoriza por tanto a que la obra sea considerada
como un artefacto también discursivo, que puede contener una propuesta teó-
rica y las hipótesis de investigación (MacLeod). El filósofo Steinar Mathisen
afirma que “el artista reflexiona haciendo arte, y las obras de arte heredan estas
reflexiones, las cuales por estar materializadas en objetos de arte han sido traídas
desde impresiones y percepciones meramente subjetivas que cualquiera puede
tener, a una objetividad artística expresada a través de las obras en sí mismas”
(Refsum). Asimismo, el historiador del arte Thomas Mathews trata a las antiguas
imágenes de Cristo como “reflexiones teológicas visuales” que constituyen “el
proceso de pensar en sí mismo” (cit. en Refsum).
En este punto parece haber una contradicción, pues, como hemos visto, solo
cuatro (o dos) de los cincuenta doctorados seleccionados permiten la presenta-
ción de una obra sola (sin texto escrito) en el examen de grado. Pareciera que
el arte depende del lenguaje verbal, estableciéndose una relación de subordi-

10
Debo la idea de comparar los objetos generados en los doctorados en física con las
obras generadas en los doctorados en artes al profesor Carlos Vio, quien la planteó en
la reunión con la comisión de doctorado del 06-05-2010.
"MFKBOESP7FSB "SUFZDPOPDJNJFOUPBMHVOBTSFnFYJPOFTEFTEFMBQFSTQFDUJWBEFMQPTUHSBEP 23

nación con respecto a este. ¿Cómo puede entonces ser una práctica discursiva?
Mi opinión es que el texto escrito es, en efecto, imprescindible, pero no por las
razones que suelen darse —es decir, no solo porque permita profundizar en el
conocimiento de la obra (Pentikäinen), ni porque haga explícitas las preguntas
que esta plantea (Bolt, 31-33) o porque a través de él, el conocimiento generado
se torne comunicable (Mottram, 22-23). La razón fundamental, a mi juicio, es
que el lenguaje verbal forma parte esencial de la obra, incluso en el caso de las
artes no verbales. Como en parte se ha anticipado en las páginas anteriores,
“no hay obra de arte, por muy fundada en un objeto que esté, cuya identidad
pueda ser reducida enteramente a su estatus de cosa material, aislada del pen-
samiento que la constituye como arte” (Potts, 119). Esto resulta evidente en el
arte contemporáneo: algunos happenings de los sesenta, por ejemplo, solo “existen”
actualmente en forma de notas manuscritas o mecanografiadas que han quedado
como registros documentales de ellos; así también, muchas obras musicales que
emplean la notación gráfica o “grafical” difícilmente podrían entenderse como tales
sin las instrucciones o comentarios que proporciona el compositor a los intérpre-
tes. Pero incluso dentro del arte clásico, muchas obras hoy perdidas constituyen
referentes para la historia del arte, aunque solo existan en la forma de comentarios,
críticas y otros registros (Potts, 120-121; más detalles en Silva y Vera, 38-40). La
sola existencia del título desde tiempos inmemoriales viene a demostrar lo dicho,
esto es, lo esencial que la palabra resulta en todo arte. En consecuencia, el hecho
de adjuntar un escrito, sea cual sea —tesis, artículo publicable, ensayo crítico o
comentario—, implica solamente modificar el formato de algo que es inherente
a la obra misma. La contradicción enunciada es solo aparente.
Existe alguna reticencia a que el artista escriba sobre su propia obra, con el
argumento de que “la historia pareciera indicar que los artistas han estado consis-
tentemente equivocados sobre lo que hacen” (Elkins, cit. en Mottram, 23). Esto
resulta incomprensible, porque implica que las interpretaciones en torno a una
obra pueden ser juzgadas en términos de verdaderas o falsas, lo que contradice
los principios de la teoría crítica que los propios autores citados manejan. Ade-
más, el testimonio del artista resulta imprescindible si aceptamos que, mientras
los teóricos y sociólogos del arte suelen estudiar obras ya terminadas, quizás
sean los artistas prácticos quienes más tienen que decir sobre lo que pasa antes,
es decir, sobre el proceso que conduce a objetos de arte terminados (Refsum).
Quizás dicha resistencia apunte al riesgo de que el escrito tome la forma de
una “declaración de artista” o que, en el intento por dar cuenta de un proceso
complejo y a veces íntimo como el de creación, se torne demasiado personal y
confuso. Pero parece obvio que cualquier texto producido en el marco de un
programa universitario cumpla con requisitos formales que aseguren su inteligi-
bilidad y profundidad. En otras palabras, trabajar con procesos de índole personal
no implica “abandonarse a un simple relativismo generalizado. Se trata de asumir
la arbitrariedad, trabajar con ella y explicitar, luego, los usos y las utilizaciones
que se hacen de los conceptos”; del mismo modo que la transposición de los
24 Cátedra de Artes N° 8 (2010): 9-28

procesos artísticos a la escritura formal no necesariamente debiera revestirse de


“oropeles poéticos” (Rodríguez Plaza, 118-119). Sin perjuicio de ello, no debié-
ramos olvidar que algunos teóricos del arte han propuesto lo contrario; es decir,
que el texto debe reflejar la complejidad de los procesos artísticos estudiados, sin
disimular sus contradicciones ni llegar a conclusiones unívocas o trasparentes
(Adorno, 9 y siguientes), lo que demuestra que el problema planteado no solo
afecta al arte en su dimensión práctica.
Obviamente, la mayor parte de las reticencias no apuntan al escrito sino a la
obra y, más específicamente, al modo de evaluar la obra y el conocimiento que
se genera de ella (Burgin, 75). Sin pretender dar una respuesta satisfactoria a
esta pregunta, habría que recordar que la obra se evalúa continuamente en las
escuelas o departamentos de arte universitarios desde hace décadas: cuestionar
la factibilidad de su evaluación equivale a cuestionar la existencia misma de la
práctica artística a nivel universitario. Aun así, cuando esta misma duda se planteó
en la comisión de doctorado me permití consultar el punto a varios programas
doctorales de diversas universidades del mundo. ¿Cómo evalúan la obra en el
examen para optar al grado de doctor?, era mi pregunta. Entre las respuestas
que recibí, me permito citar la siguiente de un profesor del doctorado en com-
posición de la Universidad de Princeton, cuyo último párrafo era: “Dicho esto,
la gente evalúa música todo el tiempo. Las orquestas lo hacen cuando deciden
qué tocar o encargar; los compositores se reúnen en comités y otorgan premios
a compositores más jóvenes, etc. La evaluación es un hecho de la vida, se haga
o no por medio de una nota o algún otro método” (Tymoczko).
Pero, ¿de qué tipo de doctorado estamos hablando? Hasta el momento me
he referido a uno cuyo fin es la generación de nuevo conocimiento y cuya herra-
mienta es la investigación (lo que en el mundo anglosajón se denomina un PhD
o DPhil) como si fuese la única alternativa posible. Sin embargo, aparte de los
cincuenta PhD o DPhil con una salida en obra a los que he hecho referencia,
existen muchos más con otras denominaciones, como los DFA (Doctor of Fine
Arts) o DMA (Doctor of Musical Arts): son los llamados “doctorados profe-
sionales”, que en teoría estarían destinados a la especialización y entrenamiento
en un campo determinado y tendrían por tanto un carácter más práctico. En
nuestro país, se asume con frecuencia en el postgrado que la etapa profesional
o “profesionalizante” queda relegada al magíster, reservándose el doctorado para
la investigación. No obstante, la diferencia entre estos dos tipos de postgrado
me parece cada vez menos clara, entre otras cosas porque existen innumerables
programas de magíster que apuntan a la investigación y culminan con una tesis
en un sentido tradicional. Además, algunos textos que intentan perfilar sus
diferencias solo contribuyen a aumentar la confusión. Por ejemplo, uno que he
encontrado en Internet señala que los estudiantes que ingresan en un doctorado
profesional deben “realizar una contribución tanto a la teoría como a la práctica
en su campo y desarrollar la práctica profesional a través de una contribución al
conocimiento (profesional). […] Todos los doctorados profesionales tienen en
"MFKBOESP7FSB "SUFZDPOPDJNJFOUPBMHVOBTSFnFYJPOFTEFTEFMBQFSTQFDUJWBEFMQPTUHSBEP 

común la realización de un trabajo original de investigación. La investigación


debería pues presentarse como una tesis […]” (Professional doctorates).
La confusión aumenta si pensamos que, en ocasiones, los DMA y los PhDs
en composición musical tienen requisitos de graduación prácticamente idénticos.
El PhD en composición de la Universidad de Chicago, por ejemplo, establece
que el doctorando debe presentar una tesis (dissertation) consistente en una
obra o grupo de obras extensas, más unas notas al programa y un set de “ins-
trucciones” para los intérpretes cuando sea necesario. El DMA en composición
musical de la Universidad de Carolina del Sur exige al doctorando una obra o
grupo de obras de al menos veinte minutos de duración para un grupo amplio
de intérpretes, más un documento de 25 a 40 páginas que contenga el análisis
teórico o histórico correspondiente. Podría decirse, incluso, que el segundo se
ajusta más al formato tradicional de un PhD que el primero.
Más allá de esto, es un hecho que los doctorados profesionales continúan
siendo vistos como un reconocimiento “inferior” al doctorado en investigación
(Attwood). Víctor Burgin, por ejemplo, afirma que el DFA debería estar in-
tegrado por estudiantes que tengan “poca aptitud para, o interés en, construir
argumentos escritos extensos” (Burgin, 78; cursivas mías). Lo más curioso es que
cuando Burgin comenta la posibilidad de que los artistas realicen doctorados
teóricos, que solo impliquen la realización de una tesis al modo tradicional,
nunca considera que puedan tener “poca actitud para” algo —por ejemplo, para
la creación de obras. Es decir, la práctica artística conlleva la sospecha de una
incapacidad, pero no así la teoría del arte, lo que a mi juicio pone en evidencia,
una vez más, y aunque no sea la intención del autor, el prejuicio generalizado
acerca de la creación artística como una actividad no intelectual y por tanto
menos apropiada para el mundo académico.
Por esta razón, insisto en discrepar con Elkins en que los “nuevos” doctorados
en práctica artística deban dejar de lado los conceptos de investigación y nuevo
conocimiento. Como he señalado antes, en el encuentro entre estas dos culturas
—la investigación y la práctica artística— resulta no solo recomendable sino casi
inevitable que ambas se vean modificadas en alguna medida y permeadas por
los conceptos y estándares de la otra. Sea cual sea el camino al que finalmente
nos conduzcan reflexiones como la presente, las cosas no deberían permanecer
tal cual están; de lo contrario, como ocurrió a los aztecas a principios de la
conquista, la diferencia podría llevarnos a la paralización; y no hay peor estado
que este para la universidad y el arte en general.
26 Cátedra de Artes N° 8 (2010): 9-28

Referencias
Adorno, Theodor W. “Ideas sobre la sociología de la música”. En Escritos musicales
I-III. Madrid: Ediciones Akal, 2006. 9-23. Medio impreso.
Allen, Graham, Intertextuality. Londres, Nueva York: Routledge, 2000. Medio
impreso.
Attwood, Rebecca. “Scholars remain unconvinced about the value of professional
doctorates”. Times higher education, 2008. Sitio web.
Baqué, Pierre. “Algunas preguntas, reflexiones y comentarios sobre una práctica
universitaria de investigación en artes plásticas. Consejos estratégicos para
una inserción de las artes en la universidad”. Cuadernos de la Escuela de Arte
1 (1996). 47-67. Medio impreso.
Barrett, Estelle. “Introduction”. Practice as research. Approaches to creative arts
enquiry. Estelle Barrett y Barbara Bolt (Eds.). Londres, Nueva York: I. B.
Tauris, 2007. 1-13. Medio impreso.
Bolt, Barbara. “The magic is in handling”. Practice as research. Approaches to
creative arts enquiry. Estelle Barrett y Barbara Bolt (Eds.). Londres, Nueva
York: I. B. Tauris, 2007. 27-34. Medio impreso.
Burgin, Victor. “Thoughts on ‘research’ degrees in visual arts departments”. Ar-
tists with PhDs. On the new doctoral degree in studio art. James Elkins (Ed.).
Washington: New Academia Publishing, 2009. 70-71. Medio impreso.
Burke, Peter. “Historia de los acontecimientos y renacimiento de la narración”.
Formas de hacer historia. Madrid: Alianza Editorial, 1993. 287-305. Medio
impreso.
“Tesis doctorales en Óptica Física”. Cibernetia. Sitio web.
“Legislación y normativa CTI Chile”. Comisión Nacional de Investigación Cien-
tífica y Tecnológica, CONICYT. CONICYT, s/f. Sitio web. Fecha de ingreso:
30 de diciembre de 2010.
Dussel, Enrique. 1492: el encubrimiento del otro (hacia el origen del mito de la
modernidad). Madrid: Nueva Utopía, 1992. Medio impreso.
Elkins, James. “On beyond research and new knowledge”. Artists with PhDs. On
the new doctoral degree in studio art. James Elkins (Ed.). Washington: New
Academia Publishing, 2009. 109-133. Medio impreso.
—. “Introduction”. Artists with PhDs. On the new doctoral degree in studio art.
James Elkins (Ed.). Washington: New Academia Publishing, 2009. Medio
impreso.
Estenssoro, Juan Carlos. Del paganismo a la santidad. La incorporación de los in-
dios del Perú al catolicismo, 1532-1750. Lima: IFEA, Instituto Riva-Agüero,
2003. Medio impreso.
García Fraile, Dámaso. “Reivindicación del idioma castellano en la ópera
española de finales del siglo XVIII”. La ópera en España e Hispanoamérica.
Emilio Casares y Álvaro Torrente (Eds.), vol. 1. Madrid: ICCMU, 2001.
455-475. Medio impreso.
"MFKBOESP7FSB "SUFZDPOPDJNJFOUPBMHVOBTSFnFYJPOFTEFTEFMBQFSTQFDUJWBEFMQPTUHSBEP 27

Gembero, María. “Las relaciones musicales entre España y América a través


del Archivo General de Indias de Sevilla”. Música, sociedades y relaciones de
poder en América Latina. Gérard Borras (Ed.). Guadalajara: Universidad de
Guadalajara, 2000. 128-142. Medio impreso.
Guerra, Cristián. “Tiempo histórico, tiempo litúrgico, tiempo musical: una es-
cucha entre Paul Ricoeur y la Misa de Chilenía”. Tesis doctoral. Universidad
de Chile, 2007. Medio impreso.
Haseman, Brad. “Rupture and recognition: identifying the performative research
paradigm”. Practice as research. Approaches to creative arts enquiry. Estelle Ba-
rrett y Barbara Bolt (Eds.). Londres, Nueva York: I. B. Tauris, 2007. 147-57.
Medio impreso.
Hurtado, María de la Luz. “Productividad de la mirada como performance”.
Cátedra de Artes 3 (2006). 59-80. Medio impreso.
Jones, Timothy Emlyn. “Research degrees in art and design”. Artists with PhDs.
On the new doctoral degree in studio art. James Elkins (Ed.). Washington: New
Academia Publishing, 2009. 31-47. Medio impreso.
Macleod, Katie. “The functions of the written text in practice-based PhD
submissions”. Working papers in art and design 1 (2000). The University of
Hertfordshire. Sitio web.
“Manuscritos de Medina”, vol. 184. s/f, M.S. Biblioteca Nacional de Chile, Santiago.
Mottram, Judith. “Researching research in art and design”. Artists with PhDs.
On the new doctoral degree in studio art. James Elkins (Ed.). Washington:
New Academia Publishing, 2009. 3-30. Medio impreso.
O’Gorman, Edmundo. La invención de América: investigación acerca de la estruc-
tura histórica del nuevo mundo y del sentido de su devenir. México: Fondo de
Cultura Económica, 1992. Medio impreso.
Pastor, Beatriz. Discursos narrativos de la conquista: mitificación y emergencia.
Hanover: Ediciones del Norte, 1998. Medio impreso.
Pentikäinen, Johanna. “The reconciliation of the hostile ones: writing as a method
in art and design research practices”. En Working papers in art and design 4
(2006). The University of Hertfordshire. Sitio web.
Potts, Alex. “The artwork, the archive, and the living moment”. What is research
in the visual arts? Obsession, archive, encounter. Michael Ann Holly y Marquard
Smith (Eds.). Williamstown: Sterling and Francine Clark Art Institute,
2008. 119-37. Medio impreso.
Prato, Luis. “Presencia del mito en la escultura chilena contemporánea. Cuatro
autores, cuatro actitudes en los últimos cincuenta años”. Tesis doctoral.
Universidad de Barcelona, 2008. Medio impreso.
“Professional doctorates explained”. Professional doctorates. S/p, s/f. Sitio web
Fecha de ingreso: 3 de enero de 2010. Sitio web.
Refsum, Grete. “Bête comme un peintre? Contribution to an understanding
of the knowledge base in the field of visual arts”, Working papers in art and
design 2 (2002). The University of Hertfordshire. Sitio web.
28 Cátedra de Artes N° 8 (2010): 9-28

Rodríguez-Plaza, Patricio. “Crítica, estética y mayorias latinoamericanas”.


Aisthesis 38 (2005). Medio impreso.
Rondón, Víctor y Alejandro Vera. “A propósito de nuevos sonidos para nuevos
reinos: prescripciones y prácticas músico-rituales en el área surandina colo-
nial”. En Latin American music review/Revista de música latinoamericana 2
(2008). 190-231. Medio impreso.
Silva, María Inés y Alejandro Vera. Proyectos en Artes y Cultura. Criterios y es-
trategias para su formulación. Santiago: Ediciones UC, 2010. Medio impreso.
Sullivan, Graeme. Art Practice as Research: Inquiry in the Visual Arts. Thousand
Oaks: Sage Publications, 2005. Medio impreso.
Todorov, Tzvetan. La conquista de América: el problema del otro. México: Siglo
XXI, 1987. Medio impreso.
Tymoczko, Dmitri. Mensaje al autor. 16 de mayo de 2010. Correo electrónico.
“Department of music”. University of Chicago. Universida de Chicago, s/f. Sitio
web. Fecha de ingreso: 3 de enero de 2010.
“School of Music”. University of South Carolina. Universidad de Carolina del
Sur, s/f. Sitio web. Fecha de ingreso: 3 de enero de 2010.
Waisman, Leonardo. “La América española: proyecto y resistencia”. Políticas
y prácticas musicales en el mundo de Felipe II. John Griffiths y Javier Suárez-
Pajares (Eds.). Madrid: ICCMU, 2004. 503-550. Medio impreso.
White, Hayden. “Interpretation in history”. En New literary history 2 (1973).
288-89. Medio impreso.
Wilson, Mick. “Four theses attempting to revise the terms of a debate”. Ar-
tists with PhDs. On the new doctoral degree in studio art. James Elkins (Ed.).
Washington: New Academia Publishing, 2009. 57-70. Medio impreso.

También podría gustarte