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A V
Pontificia Universidad Católica de Chile
averamus@gmail.com
Resumen
El presente artículo indaga sobre las relaciones entre arte y conocimiento
desde la perspectiva del postgrado. Apoyándose en bibliografía reciente y la
experiencia académica del autor, plantea que el encuentro entre la cultura
de investigación y la cultura de la creación debe necesariamente producir
cambios relevantes para ambas. Asimismo, propone que entre las dos acti-
tudes que normalmente enfrenta la práctica artística en su incorporación
al mundo académico —una que niega radicalmente que pueda ser consi-
derada como investigación y otra que la acepta como tal pero en un estado
“imperfecto”— deben existir otras intermedias que nos permitan entender
algunos tipos de práctica artística como una variante de la investigación
tradicional, sin que esto implique una relación de subordinación.
P : Arte, conocimiento, investigación, postgrado.
Abstract
This article makes inquiries about relationships between art and knowledge
from the perspective of graduate programs. Taking recent bibliography and
the academic experience of the author as a starting point, it argues that the
encounter between the culture of research and the culture of creation must
necessarily entail significant changes for both. It goes on to suggest that,
unlike the two attitudes frequently confronting the attempts to incorporate
art practice into the academic world —one which refuses to consider it as
research and other which accept it as such but in an “imperfect” stage— there
must be others allowing the consideration of some kinds of art practice as a
variant of traditional research, without implying a subordinate relationship.
K: Art, knowledge, research, graduate programs.
1
Quisiera agradecer a Coca Duarte, Profesora de la Escuela de Teatro de la Pontificia
Universidad Católica, su lectura y comentarios al texto.
10 Cátedra de Artes N° 8 (2010): 9-28
Uno de los aspectos fundamentales que enfrenta cualquier estudioso del pe-
ríodo colonial hispánico es el del choque o encuentro de dos culturas. Sin duda
eran muchos más que dos culturas, pues la variedad de prácticas y códigos entre
los españoles y europeos era tan grande como la que existía entre los aborígenes
americanos. Pero a todas luces un azteca debió sentirse más cercano a un za-
poteca que a Cortés y los suyos. Tanto así, que la diferencia entre los aborígenes
y los españoles ha sido interpretada como una de las causas que explicarían la
derrota de Moctezuma, a pesar del gran número de hombres con el que contaba.
En efecto, la cultura azteca (o mexica) se sustentaba en un complejo sistema de
comunicación con el mundo, en el que este último se hallaba predeterminado.
Todo hecho había sido previsto por los dioses, por lo cual la comunicación con
ellos, a cargo de los adivinos, resultaba fundamental para la toma de decisiones.
Cualquier acontecimiento que se saliese del esquema era considerado como signo
de lo infausto. El problema del encuentro con los españoles parece haber sido
que su llegada fue tan imprevista y su cultura tan diferente, que los aztecas se
sintieron incapaces de anticipar su comportamiento y por tanto de adoptar las
medidas oportunas. Algunos testimonios mencionan el ensimismamiento en
el que cayó Moctezuma y las dudas que denotaban sus órdenes, muchas veces
contradictorias. Los dioses ya no hablaban a los aztecas ni les decían qué hacer:
la diferencia los llevó a la paralización (Todorov, 69-84).
Uno de los asuntos centrales en la relación entre América y Europa es pues
el problema de la diferencia o, dicho de otro modo, el problema del otro. Sin
embargo, este último es encubierto: Colón dice haber llegado a Asia, con lo
cual el indígena americano es asimilado con las culturas de Oriente descritas
por Marco Polo; no es “descubierto” como otro, sino como lo mismo ya cono-
cido (Dussel, 41). Tanto más cuanto Colón, si bien se basa en las descripciones
de Marco Polo y Ailly, ha realizado una selección previa de sus descripciones
desde una perspectiva europea: aquellos pueblos más “civilizados” —es decir,
más semejantes a los de Europa— son los que toma como referencia. De tal
forma, el modelo que le sirve para juzgar y caracterizar lo que va encontrando
no es tanto asiático como europeo (Pastor, 46). América no es descubierta sino
inventada por los europeos a su imagen y semejanza (O’Gorman, 77-136).
Llevando esto al plano musical, las prácticas indígenas que involucran
lo sonoro suelen producir en los conquistadores dos reacciones. La primera
consiste en catalogarlas como algo ajeno a la música propiamente tal, lo que
equivale a negarles un ser, un sentido dentro del sistema europeo; aún hacia
1738 el obispo de Concepción, Salvador Bermúdez y Becerra, criticaba las
“ceremonias superticiosas entre sonidos de atambores y flautas con muchas cele-
braciones” que realizaban los pehuenches (“Manuscritos de Medina”, 85-6)2.
La segunda consiste en asimilarlas a la música europea, pero entendiéndolas
como una realización primitiva o imperfecta de ella. Decía Motolinía hacia
2
Las cursivas son mías.
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1540 sobre los indígenas que “algunos se reían y burlaban de ellos, así porque
parecían desentonados como porque parecían tener flacas voces; y en la verdad
no las tienen tan recias ni tan suaves como los españoles, y creo que lo causa
andar descalzos y mal arropados los pechos, y ser las comidas tan pobres”; para
agregar más adelante que “hacen también chirimías, aunque no las saben dar el
tono que han de tener” (Waisman, 543). Obviamente, ambas reacciones denotan
una resistencia a aceptar el mundo musical indígena (lo otro) en su diferencia.
A pesar de ello, los autores citados y muchos más coinciden en señalar,
usando diversos términos (sincretismo, mestizaje, transculturación, etc.), que
durante este choque o encuentro las mezclas e interacciones fueron inevitables.
Volviendo a la música, los compositores españoles o criollos residentes en
América se vieron forzados a incorporar algunos elementos autóctonos con
los que los indígenas pudiesen sentirse identificados. Uno de los ejemplos más
conocidos, relatado por Garcilaso, ocurrió en 1551 o 1552, cuando el maestro
de capilla de la Catedral de Cuzco, Juan de Fuentes, compuso un villancico
polifónico que imitaba el estilo responsorial del haylli —género de canto des-
tinado a la celebración de las hazañas militares o agrícolas (Estenssoro, 151-2).
En el polo opuesto, los indígenas incorporaron en su música instrumentos o
melodías de origen europeo: en 1717 el jesuita Jorge de Oliva informaba que en
la misión de San Ignacio de Boroa (al sur de Chile) los indios habían traducido
“el Padre Nuestro y Ave María […] a su modo y mezclando en ellos palabras
indecentes los glosan en sus cantares profanos” (Rondón y Vera, 214). Pero ni
siquiera los músicos que se hallaban en España pudieron desentenderse de lo
que pasaba al otro lado del Atlántico. A comienzos del siglo XVII, algunos de
ellos realizaban “giras” a Nueva España, para tocar en las fiestas de diversos
pueblos y luego retornar a su Sevilla natal (Gembero, 134-5), con lo cual re-
sultaba inevitable que se empaparan de la música cultivada en América; otros
que nunca cruzaron el océano se inspiraron en los mitos y discursos sobre el
“Nuevo Mundo” que llegaban a Europa, como José Lidón, quien compuso en
1791 una ópera —Glaura y Cariolano— cuyo libreto se basaba en pasajes de La
Araucana de Ercilla (García Fraile).
El hecho que me interesa destacar es que, sea cual sea la interpretación
que nos merezca el citado encuentro, ninguna de las dos culturas involucradas
permaneció inalterada: ambas vieron afectadas de un modo u otro sus rasgos
constitutivos, desde aquellos más superficiales a otros más esenciales.
***
Menciono esto porque con frecuencia se dice que el artista que está en un
postgrado, y más aún en un doctorado, debe diferenciarse de uno que no lo está,
por lo que sus prácticas se verán modificadas o adaptadas de un modo u otro.
Tal afirmación me parece lógica y no es mi intención discutirla aquí. Lo que
no suele decirse es que todo programa de doctorado que incorpore al artista
práctico y su quehacer debe también verse alterado de alguna forma, pues no
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puede ser lo mismo un doctorado que acepta la práctica artística que uno que no
lo hace. En otras palabras, en el momento en que se encuentran una “cultura de
investigación”, como se la ha llamado (Mottram), y una “cultura de la creación”,
como podríamos llamarla3, ninguna de las dos debiera —en rigor, ninguna de
las dos puede— permanecer inalterada.
Tal premisa, que sustenta gran parte de este trabajo, nos permite entrar en
materia cuestionando el planteamiento de Elkins acerca de la relación entre
arte, investigación y conocimiento. Puede ser cierto que la incorporación de
estos dos últimos conceptos en los doctorados en artes del Reino Unido tenga
un carácter administrativo y se deba sobre todo a razones económicas; lo que se
busca es que tales programas sean considerados por los fondos que financian la
investigación,4 a fin de obtener recursos que permitan su sustentabilidad (Elkins,
“On beyond research…”, 112-113).
Pero esto no necesariamente implica que la investigación y el conocimiento
sean conceptos ajenos a la práctica artística. Y aunque así fuese, tampoco implica
que dichos conceptos, por un lado, y el propio campo artístico, por otro, no pue-
dan verse alterados en alguna medida para integrarse en el ámbito del postgrado.
En este sentido, resulta difícil entender a Elkins cuando afirma que, para que
la idea de “nuevo conocimiento” justifique un doctorado en práctica artística,
primero debería haber un consenso sobre dicha idea en el mundo universita-
rio (Elkins, “On beyond research…”, 115). Si el propio Elkins reconoce que
tal consenso es imposible por la gran diversidad existente en el campo de las
humanidades, es esta misma diversidad la que justifica que el “nuevo conoci-
miento” sea entendido en el arte de un modo algo diferente al que tiene en
otras disciplinas. De hecho, su sentido varía notablemente entre la estética y
la ingeniería metalúrgica, lo que no ha impedido que ambas lo utilicen en sus
programas de doctorado.
Sin embargo, Elkins tiene razón cuando afirma que la tendencia de muchos
autores a particularizar el conocimiento derivado de la práctica artística por
medio de calificativos como “particular”, “dialógico”, “móvil” y otros puede ser
contraproducente (Elkins, “Introduction”, xi); primero, por su relativa impreci-
sión y, segundo, porque suelen ser también aplicables al conocimiento derivado
de las ciencias naturales y las humanidades. Por ejemplo, yo mismo recojo, en
el ensayo citado, la opinión de Estelle Barrett de que el conocimiento derivado
de la práctica artística sería “emergente” y por tanto imprevisto; pero al final
del mismo texto concluyo, contradictoriamente, que esto es propio de toda
investigación científica tradicional (Silva y Vera, 29, 44).
3
Con esto no es mi intención negar que la investigación es también una práctica
creativa, sino tan solo diferenciarla del campo de la práctica artística para efectos de
este trabajo.
4
El Research Assessment Exercise (RAE) y el Arts and Humanities Research Board
(AHRB).
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5
Una contribución en tal sentido puede verse en el mismo ensayo citado (Silva y
Vera, 25-30).
6
Aprovecho de aclarar que, en el presente trabajo, empleo el término obra en el sentido
más amplio posible, para designar los múltiples productos a los que puede dar lugar la
creación o práctica artística según se la ha definido anteriormente, incluyendo tanto
obras en un formato tradicional como instalaciones, intervenciones, performances y otras
expresiones de arte.
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del país, cuyas vías de respiración y contacto con el mundo han sido virtualmente
“cosidas”. Así, una obra plástica basada en un mito tradicional permite acceder
a una realidad —en este caso no preexistente, sino contingente— desde una
nueva perspectiva. Por último, la autora aplica sobre sus materiales las mismas
acciones que los brujos ejecutan sobre el niño —coser, suturar, lesionar, zurcir,
etc.—, con lo que la actualización del mito no solo se produce en el plano con-
ceptual, sino también material (Prato, 413-419).
Si el lector no está convencido de que el arte pueda constituir un nue-
vo conocimiento al modo tradicional, debería admitir al menos que puede
constituir un nuevo modo de conocer el mundo. Sin embargo, la propuesta de
Sullivan, con todo su interés, me parece insuficiente, porque plantea una
práctica artística dependiente de la realidad, olvidando que puede contribuir
también a su construcción. El filósofo Mircea Eliade hizo notar, hace ya varios
años, que en la memoria popular los personajes y acontecimientos históricos
eran rápidamente asimilados a arquetipos y acciones míticos, como el héroe,
la lucha contra el mal, etc. (cit. en Guerra, 213-14). Pero esto que Eliade
atribuyó a la memoria popular caracteriza en realidad a todo tipo de memo-
ria histórica, incluida la de los historiadores. Según Lévi-Strauss, si bien es
cierto que el historiador trabaja con datos más precisos, al interpretarlos —es
decir, al intentar dotarlos de un sentido— los encuadra en estructuras míticas
similares a los que la memoria popular emplea, esto es, arquetipos en vez de
personajes, categorías en lugar de acontecimientos, etc (White 288-9). Por
lo tanto, dichos relatos ficticios (los mitos) constituyen no solo una lectura de
realidades preexistentes, sino también un molde a partir del cual se construye
el conocimiento de nuevas realidades.
Un ejemplo de esto último se halla en el epígrafe, es decir, la “cita o sentencia
que suele ponerse a la cabeza de una obra científica o literaria o de cada uno
de sus capítulos o divisiones de otra clase”, siguiendo la definición de la Real
Academia Española. Al anteponer un texto —muchas veces de ficción— a otro
científico, el investigador predispone al lector a aceptar el tipo de interpretación
que desea plantear sobre un determinado hecho histórico o problema filosófico.
Encontramos un bello ejemplo en el libro de O’Gorman ya citado: “¡Hasta que,
por fin, vino alguien a descubrirme! / Entrada del 12 de octubre de 1492 en
un / imaginario Diario íntimo de América”. A través de este breve texto el autor
resume con maestría su tesis de que América, como la entendemos hoy, no
fue descubierta por Colón, pues si él no tenía una idea previa que le permitiera
conceder a ese trozo de materia el sentido de un “nuevo mundo” que posterior-
mente se le dio, era absolutamente imposible que lo haya descubierto como tal.
Más bien, lo que hicieron él y quienes le sucedieron fue inventar a América en
el camino (O’Gorman 15, 52).
Una función muy similar al epígrafe cumple la portada de un libro: no solo
está destinada a atraer la atención de los potenciales lectores, sino que repre-
senta la puerta de entrada para la comprensión de la obra en su conjunto. Con
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Otro aspecto del encuentro entre Europa y América que nos interesa aquí
son las dos actitudes del conquistador ante el otro que ya hemos comentado.
Una de ellas consistía en verlo como un igual, pero en un estadio inferior de
desarrollo. En el plano que nos ocupa, esto equivale a admitir que la práctica
artística es (o puede ser) un tipo de investigación, pero incompleto, imperfecto
o primitivo con relación a la investigación científica o tradicional. Por tal razón,
consideraría prudente evitar, en lo posible, el adverbio “menos” cuando se intente
caracterizarlo —como cuando se afirma que la investigación en artes es “menos
sistemática” o que sus resultados son “menos precisos”, etc.
La otra actitud del conquistador consistía en afirmar la diferencia radical
del otro, negándole su condición de ser humano y a la música que practi-
caba su condición de tal. En nuestro caso, esto equivaldría a considerar a
la práctica artística como algo completamente ajeno a la investigación y al
quehacer académico; poco apropiado, por tanto, para la universidad, a menos
que sea entendido como un mero ejercicio práctico en el sentido comentado
por Jones más arriba. Justamente por ello es que no concuerdo con Elkins
cuando afirma que la incorporación del arte en el doctorado pasa por evitar
los conceptos de investigación y nuevo conocimiento (Elkins, “On beyond
research…”, 117-129).
Entre estas dos actitudes, que en mayor o menor medida suponen la inferio-
ridad del otro, deben necesariamente existir otras intermedias que nos permitan
entender a la práctica artística como una variante de la investigación tradicional,
que guarda con ella similitudes y diferencias, sin que eso implique una relación
jerárquica o de subordinación. Como afirma Sullivan, “posicionarse dentro de
los marcos existentes” no implica “ser esclavos de ellos” (xiii).
Con esto no quiero decir que toda práctica artística pueda ser vista como
investigación, pues si bien la mayor parte de los artistas dice haber tenido la
sensación de que su trabajo conlleva un proceso de búsqueda, eso no basta por
sí solo para considerarla como tal. Quizás lo que podría hacer la diferencia,
como propone Estelle Barrett, es que el artista plantee “su obra emergente
7
Utilizo el término en el sentido dado por Genette, esto es, para designar los elementos
que constituyen una puerta de entrada al texto principal y hasta cierto punto controlan
su recepción por parte de los lectores, sean internos (títulos, prefacios, etc.) o externos
(entrevistas, anuncios publicitarios, etc.) al texto mismo (Allen, 103-104).
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como pregunta” (Barrett, 5). Pero, sea o no así, parece prudente, como veremos
al hablar del postgrado, tener siempre claro que ni la investigación ni el mundo
académico agotan el sentido del arte en su totalidad.
Quienes optan por interpretar la creación artística como un tipo particular
de investigación suelen poner énfasis en la importancia que la práctica tiene
dentro de ella, lo que supuestamente la diferenciaría de la investigación en
ciencias naturales y humanidades. En concordancia con esto, se han propuesto
distintos nombres para designarla, en su mayor parte en lengua inglesa: inves-
tigación en práctica artística (arts practice research), investigación conducida por
medio de la práctica (practice-led research), investigación basada en la práctica
(practice-based research) y otros tantos. Sin embargo, como afirma Timothy
Emlyn Jones, el problema de este énfasis en la práctica es que no alude a nada
específico del arte. Más aun, al usar el término de esta manera, tiende a con-
fundirse con el sentido que tiene en otras disciplinas, que lo usan para definir
el trabajo “profesional”, en oposición al trabajo académico o investigativo.
Pero lo práctico-profesional se limita aquí a la aplicación del conocimiento
generado por la investigación. En el arte, en cambio, la práctica es concebida
normalmente “[…] como innovadora y muy raramente como rutinaria, una
idea sustentada por [Donald] Schon cuando deliberadamente interrelaciona
y combina ideas de la práctica y la investigación mediante el ‘conocimiento
en acción’ ” ( Jones, 33, 35).
Aunque no hemos llegado aún al tema específico del postgrado, me es
inevitable recordar en este punto una de las reuniones con la mencionada
comisión de doctorado (08-04-2010), en la que un connotado especialista
extranjero argumentaba que una obra de arte no podía ser evaluada durante
un examen final de doctorado. Un médico que se doctora, decía, no lo hace
exhibiendo una intervención quirúrgica, sino una tesis, que a lo sumo incluirá
las conclusiones extraídas de una o varias intervenciones quirúrgicas que ha
realizado previamente. Justamente, la idea que está detrás de esta afirmación
es la del arte como un quehacer “profesional”, que cumple una función de-
terminada (en el ejemplo citado, mejorar al paciente). Por el contrario, lo que
nos hace calificar a un objeto o performance como obra o acción “de arte” va
más allá de su función práctica, social o política: dicho objeto o performance
“dice” algo más. Esto no implica volver a concepciones esencialistas sobre la
autonomía de la obra que vienen siendo convincentemente cuestionadas desde
hace ya muchos años, pero sí aceptar que el arte es esencialmente una práctica
discursiva, que incluye su materialidad y/o función, pero no está limitada a
ellas. La práctica artística, pues, no es comparable con la práctica médica, sin
desconocer ni la profundidad que esta última tiene ni el considerable cúmulo
de investigación que la sustenta.
Pero existen alternativas que permiten evitar el vocablo “práctica” para ca-
racterizar a la investigación en artes. Hace ya varios años, Étienne Souriau, en
su Vocabulario de estética, decía que la investigación
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8
Cabe agregar que el significado de teoría como procesión religiosa se incorpora por
primera vez en los diccionarios de la Real Academia Española en 1899, como puede verse
en el “Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española”, disponible en el sitio web de
la R.A.E.: <http://buscon.rae.es/ntlle/SrvltGUIMenuNtlle?cmd=Lema&sec=1.0.0.0.0.>,
consultado el 29-12-2010.
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9
“Pensando un doctorado para la Facultad de Artes UC: reflexiones, fundamentos,
propuestas”, 03-05-2010, documento inédito. Cabe advertir que la información sobre
estos programas fue obtenida de datos —a veces generales— que ofrecían sus respectivos
sitios web, por lo que ocasionalmente pudieran tener alguna imprecisión. Aun así, los
considero válidos como visión de conjunto.
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Sin embargo, los mismos argumentos que hemos expuesto citando a Mick
Wilson hacen que esta respuesta sea insuficiente; si la estructura de la univer-
sidad gestada durante los siglos XIX y XX está históricamente fundada y es
por tanto susceptible de ser cuestionada, lo mismo se aplica a la estructura que
se encuentra en gestación. La actitud crítica es un requerimiento deseable no
solo con relación al pasado, sino también al presente y al futuro. Por esta razón,
es imprescindible buscar argumentos adicionales.
Uno de ellos es que la idea de que un objeto o artefacto pueda constituir el
resultado de una investigación no es exclusiva de las artes. Revisando algunos
resúmenes de tesis doctorales en el campo de la óptica física, me he encontrado
con que una de ellas incluye entre sus actividades el diseño de “un modulador
interferométrico, tipo Traveling-Wave a 5 GHZ con un voltaje de 5.6 V”; otra
“el diseño de una lenta acústica, un convertidor de anchura de haz fotónico y
un acoplador entre guías de ondas clásicas y guías de onda en cristal fotónico”;
y otra cuyo “objetivo en la parte final […] consiste en la fabricación de nuevas
estructuras que nos permita (sic.) codificar espectralmente, a semejanmza (sic.)
de las redes de Bragg, la información de diferentes magnitudes físicas y quími-
cas como la humedad relativa, la concentración de pH o la concentración de
determinados gases” (Cibernetia, Tesis de Óptica Física).10
En este sentido, quizás tenga razón Jones cuando afirma que uno de los
problemas consiste en haber mirado demasiado a las humanidades y las ciencias
sociales en busca de modelos para el arte, dejando de lado a las ciencias naturales,
que serían incluso más afines a él por su constante observación de la naturaleza
y sus estrategias experimentales ( Jones, 83).
Pero el argumento que me parece más importante es aquel que señala al arte
como una práctica discursiva y autoriza por tanto a que la obra sea considerada
como un artefacto también discursivo, que puede contener una propuesta teó-
rica y las hipótesis de investigación (MacLeod). El filósofo Steinar Mathisen
afirma que “el artista reflexiona haciendo arte, y las obras de arte heredan estas
reflexiones, las cuales por estar materializadas en objetos de arte han sido traídas
desde impresiones y percepciones meramente subjetivas que cualquiera puede
tener, a una objetividad artística expresada a través de las obras en sí mismas”
(Refsum). Asimismo, el historiador del arte Thomas Mathews trata a las antiguas
imágenes de Cristo como “reflexiones teológicas visuales” que constituyen “el
proceso de pensar en sí mismo” (cit. en Refsum).
En este punto parece haber una contradicción, pues, como hemos visto, solo
cuatro (o dos) de los cincuenta doctorados seleccionados permiten la presenta-
ción de una obra sola (sin texto escrito) en el examen de grado. Pareciera que
el arte depende del lenguaje verbal, estableciéndose una relación de subordi-
10
Debo la idea de comparar los objetos generados en los doctorados en física con las
obras generadas en los doctorados en artes al profesor Carlos Vio, quien la planteó en
la reunión con la comisión de doctorado del 06-05-2010.
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nación con respecto a este. ¿Cómo puede entonces ser una práctica discursiva?
Mi opinión es que el texto escrito es, en efecto, imprescindible, pero no por las
razones que suelen darse —es decir, no solo porque permita profundizar en el
conocimiento de la obra (Pentikäinen), ni porque haga explícitas las preguntas
que esta plantea (Bolt, 31-33) o porque a través de él, el conocimiento generado
se torne comunicable (Mottram, 22-23). La razón fundamental, a mi juicio, es
que el lenguaje verbal forma parte esencial de la obra, incluso en el caso de las
artes no verbales. Como en parte se ha anticipado en las páginas anteriores,
“no hay obra de arte, por muy fundada en un objeto que esté, cuya identidad
pueda ser reducida enteramente a su estatus de cosa material, aislada del pen-
samiento que la constituye como arte” (Potts, 119). Esto resulta evidente en el
arte contemporáneo: algunos happenings de los sesenta, por ejemplo, solo “existen”
actualmente en forma de notas manuscritas o mecanografiadas que han quedado
como registros documentales de ellos; así también, muchas obras musicales que
emplean la notación gráfica o “grafical” difícilmente podrían entenderse como tales
sin las instrucciones o comentarios que proporciona el compositor a los intérpre-
tes. Pero incluso dentro del arte clásico, muchas obras hoy perdidas constituyen
referentes para la historia del arte, aunque solo existan en la forma de comentarios,
críticas y otros registros (Potts, 120-121; más detalles en Silva y Vera, 38-40). La
sola existencia del título desde tiempos inmemoriales viene a demostrar lo dicho,
esto es, lo esencial que la palabra resulta en todo arte. En consecuencia, el hecho
de adjuntar un escrito, sea cual sea —tesis, artículo publicable, ensayo crítico o
comentario—, implica solamente modificar el formato de algo que es inherente
a la obra misma. La contradicción enunciada es solo aparente.
Existe alguna reticencia a que el artista escriba sobre su propia obra, con el
argumento de que “la historia pareciera indicar que los artistas han estado consis-
tentemente equivocados sobre lo que hacen” (Elkins, cit. en Mottram, 23). Esto
resulta incomprensible, porque implica que las interpretaciones en torno a una
obra pueden ser juzgadas en términos de verdaderas o falsas, lo que contradice
los principios de la teoría crítica que los propios autores citados manejan. Ade-
más, el testimonio del artista resulta imprescindible si aceptamos que, mientras
los teóricos y sociólogos del arte suelen estudiar obras ya terminadas, quizás
sean los artistas prácticos quienes más tienen que decir sobre lo que pasa antes,
es decir, sobre el proceso que conduce a objetos de arte terminados (Refsum).
Quizás dicha resistencia apunte al riesgo de que el escrito tome la forma de
una “declaración de artista” o que, en el intento por dar cuenta de un proceso
complejo y a veces íntimo como el de creación, se torne demasiado personal y
confuso. Pero parece obvio que cualquier texto producido en el marco de un
programa universitario cumpla con requisitos formales que aseguren su inteligi-
bilidad y profundidad. En otras palabras, trabajar con procesos de índole personal
no implica “abandonarse a un simple relativismo generalizado. Se trata de asumir
la arbitrariedad, trabajar con ella y explicitar, luego, los usos y las utilizaciones
que se hacen de los conceptos”; del mismo modo que la transposición de los
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Emilio Casares y Álvaro Torrente (Eds.), vol. 1. Madrid: ICCMU, 2001.
455-475. Medio impreso.
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