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EL RUMOR DE LAS MULTITUDES

Filosofía

El hogar es político: feminismo y lucha por la vivienda

La lucha por una vivienda digna y el movimiento feminista ponen en cuestión que el
hogar quede fuera de los asuntos políticos, rompiendo, de esta manera, con la
diferenciación clásica entre lo público y lo privado.

Sara Ferreiro Lago

Doctoranda en Filosofía e investigadora

Imagen de la intervención policial durante el desahucio de Massiel en Villa de Valecas.

5 MAR 2019 10:00

En la antigua Grecia disponer de una casa era una condición necesaria para ser ciudadano y
adentrarse en la vida política. Sin embargo, el espacio privado y el espacio público se distinguían
con absoluta nitidez. Se consideraba que la asociación familiar que tenía lugar en el ámbito del
hogar era fruto de las necesidades puramente biológicas de la especie humana, mientras que los
asuntos públicos trascendían la mera dedicación a las exigencias propias de la subsistencia.

Si la virtud política por excelencia en la antigua Grecia era la valentía era precisamente porque se
entendía que la política no tenía como objetivo atender a las necesidades vitales, y aquel que se
adentrase en la esfera pública tenía que estar preparado a arriesgar su vida, resultando de este
modo una señal de servidumbre el excesivo aprecio por la propia existencia. La «buena vida» del
ciudadano, según Aristóteles, no era simplemente mejor, más libre de cuidados o más noble que
la ordinaria, sino de una calidad diferente por completo. Era «buena» en el grado en que,
habiendo dominado las necesidades de la pura vida, ya no estaba ligada al proceso biológico
vital. A su juicio, la buena vida dependía de ser capaz de vencer el innato apremio de todas las
criaturas vivas por su propia supervivencia, liberándose del trabajo y de la labor.

Este desprecio por el esfuerzo característico de las actividades laborales que atienden al proceso
biológico del cuerpo humano era común en la antigüedad griega. Entendían que, por un lado, esas
tareas repetitivas y cíclicas, cuyos resultados son efímeros y que desaparecen rápidamente
(producir comida, asearse, limpiar toda clase de cosas, etc.), no dejaban una huella que durara en
el tiempo, nada digno de ser recordado. Además, la noción de libertad de la antigüedad griega
implicaba el estar liberado de las necesidades puramente biológicas, que es precisamente el foco
de atención de este tipo de actividades, que eran realizadas por las mujeres y los esclavos en el
ámbito doméstico.

En el ámbito público, por el contrario, los ciudadanos varones se dedicaban a las que
consideraban las más excelsas y elevadas actividades humanas: la acción y el discurso. La
persuasión y la palabra eran fundamentales en la forma de vida política mientras que la forma de
vida en el hogar dependía del uso de la fuerza y la violencia. Esta violencia se traducía en el
gobierno de los esclavos y el gobierno despótico del cabeza de familia con su mujer y se
justificaba como un medio necesario para dominar las exigencias naturales y garantizarse todo lo
necesario para el mantenimiento de la propia existencia.

Esta división tajante entre un ámbito público –visible—


y un ámbito privado –condenado a la invisibilidad— fue
puesta en cuestión por el movimiento feminista,
revindicando el derecho de las mujeres a aparecer en el
espacio público sin miedo a la violencia o llamando la
atención sobre la forma en que la política está ya
presente en el hogar.
En contraste con el funcionamiento de la familia, que era el centro de la más estricta desigualdad
y se regía por el mando y la obediencia, la esfera pública se regía por la igualdad. Los cabezas de
familia que eran ciudadanos (siempre una minoría en la polis), una vez que atravesaban el umbral
de su hogar y se adentraban en la esfera política eran libres en la medida en que no gobernaban ni
eran gobernados.

La línea divisoria entre la forma de vida política –propia de la esfera pública— y la relativa a la
conservación de la vida –propia del hogar—, que se mostraba entonces clara y evidente,
provocaba que una expresión común en nuestros días, la de «economía política», resultara en
aquellos tiempos una contradicción de términos. Las cuestiones económicas eran un asunto no
político y por definición una cuestión familiar. La palabra griega oikonomía (de la que proviene
el término economía), que estaba compuesta por la palabra oikos (casa) y la palabra nomos (ley),
se refería a la administración de la casa y, por tanto, a una cuestión privada, no pública.

En la antigua Grecia el valor depositado en la propiedad privada de una casa residía en que
posibilitaba a su poseedor ser un ciudadano y disfrutar de una vida política. Pero lo privado
mantenía en este contexto un rasgo privativo, indicando que aquel que solo viviera una vida
privada estaba desprovisto (privado) de algo, de las más elevadas y humanas capacidades, la
capacidad de acción y el discurso. Es más, para los griegos aquel al que no se le permitiera entrar
y actuar en la esfera pública (como los esclavos o las mujeres) o no hubiera decidido establecerla
(como los denominados «bárbaros») no era plenamente humano. Para los griegos aparecer bajo la
luz pública, presentarse ante otros en un espacio de igualdad, era condición indispensable para el
reconocimiento, del que carecían aquellos que se mantenían en la oscuridad del ámbito privado.

Lo púbico y lo privado a la luz del movimiento feminista


Esta división tajante entre un ámbito público –visible— y un ámbito privado –condenado a la
invisibilidad— fue puesta en cuestión por el movimiento feminista, reivindicando el derecho de
las mujeres a aparecer en el espacio público sin miedo a la violencia o llamando la atención sobre
la forma en que la política está ya presente en el hogar. La reconfiguración del espacio de la
política propuesta por los feminismos supuso cuestionar la legitimidad del orden precedente.
Puso en cuestión la división sexual del trabajo que se mantuvo desde la antigüedad y
problematizó la separación entre una vida pública y una vida privada. Esta división presuponía
que nos encontrábamos, por un lado, un cuerpo público masculino que supuestamente se sustrae
de todo lo necesario para la subsistencia –prescindiendo de cualquier apoyo material— y, por
otro lado, un cuerpo privado, que aparece como feminizado, extranjero, vulnerable y pre-político.
Esta concepción de lo político legitimaba la exclusión de aquellos que no encarnaban la idea
hegemónica de buena vida e incluso negaba su capacidad de acción y su realidad misma, en la
medida en que no podían aparecer en el espacio público.

Al negar de antemano que la decisión sobre quién entra en el espacio público y quién no, sea una
cuestión política, se estaba negando la posibilidad de disputar políticamente los límites que
configuraban el campo de lo político. No obstante, sabemos que a lo largo de la historia ha
habido resistencias a las exclusiones que se producían en el espacio público. Esas resistencias se
entendían a sí mismas además como políticas. Las luchas obreras, feministas o de personas
migrantes para que se reconozcan sus derechos, dan buena cuenta de ello. Estos movimientos
demuestran que no se puede pretender monopolizar las condiciones para tener una buena vida y
pretender que ese monopolio no sea puesto en cuestión.

Los movimientos por el derecho a una vivienda digna al


centrar su lucha en la necesidad que tenemos todas las
personas de contar con un hogar en el que poder vivir,
están poniendo en el punto de mira de la política los
soportes materiales que sustentan la vida humana.
Por otra parte, partiendo de la distinción rotunda entre la actividad doméstica privada –que
reproduce la vida corporal– y el dominio político –en el que se desarrollaba la acción— no
tenemos las herramientas necesarias para comprender las luchas políticas que tratan de establecer
el derecho a contar con los apoyos e infraestructuras necesarias para que una vida sea vivible. Si
pensamos que el único cuerpo que puede acceder a la esfera pública es el que está bien
alimentado, no está enfermo y tiene una vivienda disponible, estamos asumiendo que el reparto
de alimentos, el acceso a la atención médica o el asunto de quién tiene o no un hogar en el que
vivir, es un asunto anterior a adentrarse en el ámbito público y que debe resolverse de otro modo
antes de empezar el juego de la política. No obstante, en los tiempos de precariedad en los que
vivimos, existen muchas necesidades básicas que no están disponibles y no podemos ni debemos
presuponerlas.

Si privatizamos las cuestiones relativas a la supervivencia y comprendemos los apoyos materiales


de la acción como una condición pre-política de la política (algo que se resuelve en el ámbito
privado) estamos olvidando que toda acción política es apoyada materialmente siempre (no
somos en ningún momento seres incorpóreos flotando en el vacío) y que los apoyos o
infraestructuras no son sólo parte de la acción, sino que también luchamos por ellos. Por
conseguir, en definitiva, su reparto equitativo.

Los movimientos por el derecho a una vivienda digna, al centrar su lucha en la necesidad que
tenemos todas las personas de contar con un hogar en el que poder vivir, están poniendo en el
punto de mira de la política los soportes materiales que sustentan la vida humana. Además, lejos
de presuponer que para actuar políticamente una condición indispensable es disponer de
antemano de una casa estable, como sucedía en la polis griega, las luchas por la vivienda hacen
del reconocimiento de la propia vulnerabilidad en la que se encuentran las personas que ya han
perdido o pueden perder su hogar, una forma de resistencia plenamente política contra aquellos
que quieren sumirles en la precariedad.

El modelo de sociabilidad que deja fuera de la política, como un asunto privado, las cuestiones
económicas, no se hace cargo de manera suficiente de la vulnerabilidad de los sujetos políticos.
Frente a este modelo, las luchas que tienen lugar en nuestros días reivindican que el hogar es
político, es decir, que el hogar no es algo que quede fuera de los problemas políticos sino que,
más bien, es un problema político de primer orden.

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