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El arte y sus

Tiempos
Memorables
El arte y sus tiempos Memorables
La mayor diferencia entre el arte actual, mal llamado conceptual, y el gran arte del pasado, se
puede resumir en estos aspectos: calidad y duración, belleza, y contenido.

En efecto, si algo sorprende del arte de antes, empezando con los griegos y romanos, y
siguiendo con el Medioevo, el Renacimiento, y los grandes maestros que vinieron después,
como Rubens, Velázquez, Vermeer, Goya, Ingres y todo el impresionismo, es que sus obras
estaban hechas con tanta calidad y maestría, con una técnica tan asombrosa y un oficio tan
sabio, que gran parte de esas piezas han sobrevivido los daños del tiempo y los azares de los
siglos, incluyendo incendios, guerras, terremotos, saqueos y percances de toda naturaleza. Las
obras estaban hechas con pericia, y por eso aún sobreviven sus colores, lienzos, maderas y
mármoles. Podían durar. El arte de hoy, en cambio, está hecho con materiales perecederos y se
deshace en cuestión de años, meses, días o instantes, como el famoso tiburón de Damien Hirst
que le costó a un cliente 12 millones de dólares, y el enorme pez en su recipiente de formol se
pudrió en pedazos. Hirst le tuvo que hacer otro al cliente enfurecido.

Una segunda diferencia es que, a pesar de las diferencias de épocas, países, talentos y estilos,
todos los artistas del pasado compartían una misma meta: crear belleza. Hoy la belleza está mal
vista, se considera superflua y hasta superficial, y es una lástima porque la belleza, como se ha
sabido desde Platón hasta Nietzsche, es algo tan valioso para la existencia humana como la
verdad, la justicia o la bondad. Las mejores obras del pasado eran de una belleza sublime,
erizante, mientras que las de ahora sobresalen por feas. Y la vida diaria ya tiene demasiada
fealdad como para que sus artistas ofrezcan más.

La tercera diferencia es el contenido. Y es irónico, porque el arte actual se ufana de su temática


y por eso se proclama “conceptual”, en supuesto contraste con el de antes, al punto que ya no
importa el oficio, la belleza ni la creación, sino la idea. Y eso se podría aceptar si fueran ideas
profundas o emocionantes. Pero el concepto detrás de tantas obras actuales sorprende por su
ligereza y frivolidad, por su falta de hondura y peso intelectual. En el gran arte del pasado, por
el contrario, prevalecían los grandes temas, ya fueran religiosos, políticos o sociales, y la obra
era una creación estética para elevar el espíritu e iluminar la condición humana. ¿Conceptos?
Por favor. Conceptos tiene el arte de Goya, Miguel Ángel, Leonardo, y todos los grandes del
pasado. Lo de ahora impacta, más bien, por la pobreza de sus ideas.

Lo cierto es que a partir de Marcel Duchamp y su orinal de 1917, cualquier cosa puede ser una
obra de arte, y cualquier persona puede ser un artista. Ya no se necesita talento, conocimiento,
creatividad ni buen gusto, y eso ha envilecido el arte hasta convertirlo en lo que es hoy: una
burla y una estafa, en donde un grupo de avivatos, apoyados por curadores y galeristas que se
frotan las manos al contar sus millones, fabrican objetos mal llamados arte, sin belleza o
contenido, y hechos para desintegrarse en poco tiempo. Son piezas efímeras en su materia y en
su significado. Por eso el público carece de un arte que alimente su mente, su corazón o su
espíritu. Y así nos va.

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