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Michaud, Yves. “Introducción”. En: El arte en estado gaseoso.

Ensayo sobre el
triunfo de la Estética. Fondo de Cultura económica, México, 2007.

I. Introducción

Este mundo es exageradamente bello.

Bellos son los productos empacados, la ropa de marca con sus logotipos estilizados, los
cuerpos reconstruidos, remodelados o rejuvenecidos por la cirugía plástica, los rostros
maquillados, tratados o lifteados, los piercings y los tatuajes personalizados, el ambiente
protegido y conserva- do, el marco de vida adornado por las invenciones del diseño, los
equipos militares con su aspecto cubo-futurista, los uniformes rediseñados tipo constructivista
o ninja, la comida mix en platos decorados con salpicaduras artísticas a no ser que de manera
más modesta sea empaquetada en bolsas multicolores en los supermercados, como las paletas
Chupa Chup. Hasta los cadáveres son bellos cuidadosamente envueltos en sus fundas de
plástico y alineados al pie de las ambulancias. Si algo no es bello, debe de serlo. La belleza
reina. De todas maneras, se volvió un imperativo: ¡que seas bello! O, por lo menos, ¡ahórranos
tu fealdad!

Claro, estoy bromeando: la belleza, en cuestión, está en nuestras miradas y los imperativos en
nuestras ideas. Fuera de ello, si se suspende el uso de aquellas categorías propiamente
estéticas, subsiste el mismo océano de fealdad (salvo que en este caso, observémoslo, la
categoría de la belleza es de la que aún hacemos uso subrepticiamente), de horror (por lo
menos en este caso hemos cambiado un poco de categorización), de trivialidad cómoda que
constituye lo ordinario del mundo. Basta con cambiar de lentes y de modo de pensar para
encontrarse con un mundo que ya no es ni bello ni feo, que será captado bajo otras cualidades
y propiedades, que de golpe vuelve a ser tal como se pudo presentar en otros tiempos o en
otras culturas. Según las sociedades, las religiones, los modos de producción, este mundo pudo
ser experimentado, vivido o considerado como valle de lágrimas, mundo de dolor o de gozo,
de trabajo o de dulzura, de justicia o de escándalo, de humildad terrenal o de aspiración al más
allá; de ninguna manera como bello o como feo. Salvo que ahora los lentes de la estética están
bien puestos sobre nuestra nariz y las ideas de belleza bien metidas en nuestra cabeza.
Nosotros, hombres civilizados del siglo xxi, vivimos los tiempos del triunfo de la estética, de la
adoración de la belleza: los tiempos de su idolatría.

Resulta difícil y hasta imposible escapar de este imperio de la estética. Hasta la visión moral de
los comportamientos parece estar ahí "para verse bien", y la moral se vuelve una estética y
una cosmética de los comportamientos. Es necesario que el mundo rebose de belleza y, de
repente, rebosa efectivamente de belleza. Este mundo, hoy, es exageradamente bello.

La paradoja en la que me voy a detener es que tanta belleza y, junto con ella, un tal triunfo de
la estética se cultivan, se difunden, se consumen y se celebran en un mundo cada vez más
carente de obras de arte, si es que por arte entendemos a aquellos objetos preciosos y raros,
antes investidos de un aura, de una aureola, de la cualidad mágica de ser centros de
producción de experiencias estéticas liricas, elevadas y refinadas. Es como si a más belleza
menos obra de arte, o como si al escasear el arte, lo artístico se expandiera y lo coloreara todo,
pasando de cierta manera al estado de gas o de vapor y cubriera todas las cosas como si fuese
vaho. El arte se volatilizo en éter estético, recordando que el éter fue definido por los físicos y
los filósofos después de Newton como medio sutil que impregna todo los cuerpos.

Esta desaparición de las obras para dejar lugar a un mundo de belleza difusa, profusa, como
gaseosa, nace, nació, de varios procesos. Por un lado, un movimiento de desaparición de la
obra como objeto y pivote de la experiencia estética llego progresivamente a su fin. Ahí donde
había obras solo quedan experiencias. Las obras han sido remplazadas en la producción
artística por dispositivos y procedimientos que funcionan como obras y producen la
experiencia pura del arte, la pureza del efecto estético casi sin ataduras ni soporte, salvo quizá
una configuración, un dispositivo de medios técnicos generadores de aquellos efectos. Una
instalación de video como ya se ve en cualquier galena o en las boutiques de lujo es el
paradigma de esta especie de dispositivo productor de efectos estéticos.

Para retomar la expresión utilizada en 1972 por el crítico de arte Harold Rosenberg, junto al
proceso de desestatización del objeto existe un proceso de desdefinición del arte. Al
reflexionar sobre las producciones del neodadaísmo de los años sesenta, los happenings de
finales de los años cincuenta, las transposiciones y desvíos de objetos e imágenes ordinarios
del arte pop, Rosenberg, crítico de vanguardia, trotskista estadunidense, heraldo de la pintura
gestual (action painting), hacía constar que las obras de arte de su tiempo eran cada vez
menos obras sobresalientes de un género y utilizaban los materiales reconocidos de este
género. Señalaba que cada vez más cosas diversas y heteróclitas — y finalmente cualquier cosa
— podían funcionar como obra y ser propuestas como tales. Duchamp, precursor enigmático y
malicioso, abrió la caja de Pandora a principios del siglo xx con su ready-made. Warhol, icono
frio de los sixties, cumplió con su popularización por medio del arte pop cuando cajas de
detergente Brillo (por cierto todavía fabricadas, todavía producidas: madera aglomerada
cubierta por serigrafías) se vuelven esculturas en una transustanciación tan oscura y adorable
como la de la eucaristía.

Esta primera mutación aparece muy temprano en el arte del siglo xx — probablemente a partir
de los Papier collé de la primera década del siglo pasado —. Se extiende a los objetos del arte y
la naturaleza de la creación: el creador de obras es cada vez más productor de experiencias,
ilusionista, mago o ingeniero de efectos, y los objetos pierden sus características artísticas
establecidas. Los cuadros acogen fragmentos de papel pintado o de linóleo, collages, trozos de
objetos y de elementos reciclados — hasta que ya no quede nada del cuadro en el sentido de
la convención de una superficie coloreada — . Instalaciones de objetos o performances se
vuelven obras. Las intenciones, las actitudes y los conceptos se vuelven sustitutos de obras. Sin
embargo, no es el fin del arte: es el fin de su régimen de objeto.

Segundo proceso interno del mundo del arte, diferente del primero pero desemboca en lo
mismo: un movimiento de inflación de obras hasta su extenuación. Desde este segundo punto
de vista, las obras no desaparecen por evaporación o volatilización sino, al contrario, por
exceso y hasta por plétora, por sobreproducción: al multiplicarse, al estandarizarse, al volverse
accesibles al consumo bajo formas apenas diferentes en los múltiples santuarios del arte
transformados en medios de comunicación de masas (los museos son mass media). Hay tanta
profusión y tanta abundancia de obras, tanta superabundancia de riquezas que ya carecen de
intensidad: abunda la escasez y lo fetiche se multiplica en los departamentos del
supermercado cultural.

Casi al mismo tiempo, en el campo de la relación con las experiencias y del culto del arte, se ve
la racionalización, la estandarización y la transformación de la experiencia estética en producto
cultural accesible y calibrado. Esta es la verdad en la época, primero del tiempo libre, del
turismo y de los progresos de la democratización cultural y, segundo, de la mediación cultural.
Lo que se traduce y se manifiesta a la luz del día en el desarrollo y posteriormente la inflación
del número de museos y su transformación en templos comerciales del arte (malls del arte). En
estos se consume, en todos los sentidos del término "consumir", una producción industrial de
las obras y de las experiencias que desemboca, también, en la desaparición de la obra.

Estos dos procesos afectaron el mundo escaso o con esta reputación — y a pesar de todas las
evidencias — de las artes del museo, del gran arte, de lo que se llamaba y se sigue llamando
todavía, a veces por costumbre, nostalgia o ilusión, las "bellas artes", las fine arts, de lo que a
veces, bajo la presión del cambio, se llega a designar por medio de una antífrasis que conserva
sin embargo la huella de su origen: "las artes que ya no son bellas". Aunque viene aquejado
por la inflación y encaminado a consumirse, este mundo sigue con la reputación de escasez y
enrarecimiento por necesidad de mantenerlo a la altura de su reputación y para preservar la
ilusión: la ilusión de lo que no tiene precio, aun cuando está hecho de centenares de millares
de transacciones debidamente listadas por artprice.com o Kunstkompass.

Al lado de aquellos dos procesos y fuera de aquella esfera especializada, protegida y


condicionada del arte, operan otros mecanismos, aún más poderosos: los de la producción
industrial de los bienes culturales y los de la producción industrial de las formas simbólicas.

Hablo esta vez no ya del mundo del arte, sino del mundo de la cultura y más precisamente del
mundo de la cultura pop, entendida en términos de cultura comercial popular y del mundo de
los productos y de los signos que conforman el cimiento de la sociedad. ¿Un cimiento? Si, ya
que aun siendo inmaterial mantiene juntas casi todas las partes de nuestras vidas y une a los
hombres. Sella entre si nuestras vidas, las colorea y las modela, mezclándolas con su tonalidad
emocional, en lo que los filósofos alemanes llaman Stimmung 1 Asocia y reúne a los individuos,
a fuerza de repeticiones vendidas por millones de ejemplares, por millones de descargas de
música en formato mp3, de millones de espectadores para las mega producciones
cinematográficas y la mitología de Hollywood, de millones de lectores para los productos
literarios hechos a la medida. No hay que olvidar todo lo que ya no se ve por estar tan
presente y omnipresente: el diseño, el mundo maravilloso de las marcas, los productos de
belleza, la cirugía estética, la industria de la moda y del gusto.

El conjunto de aquellos procesos, tanto los internos del mundo del arte como el que actúa en
el ámbito de la cultura industrial, engendra este sentimiento poderoso e insidioso según el
1
Se entiende comúnmente en el sentido de disposición, emoción, humor. "El romanticismo llamaba Stimmung una
disposición del pensamiento, una destinación del alma cuya expresión sería el arte." J.-F. Lyotard. [N. del T]
cual la belleza está en todas partes, debe estar en todas partes, mientras que el arte ya no está
en ninguna. Lo que no significa, a pesar de lo que puedan opinar los enamorados de la gran
manera y la virtuosidad, que la habilidad artística haya desaparecido. Al contrario, es más
grande que nunca. Activa y aun hiperactiva, se afana en todas partes con un ingenio
desconcertante. Los nietos y ahora bisnietos de Duchamp han invadido los lugares artísticos
para depositar ready-made en todas partes. Grupos de turistas se apresuran a los museos que
ya no presentan arte porque son el arte por sí mismos, una especie de establecimientos
termales donde la cultura se convierte en cura de experiencia estética. La industria de la
cultura se encarga de lo demás con una admirable capacidad de invención, desde el diseño del
mobiliario urbano hasta la ropa de marca, desde la música de los elevadores hasta las salas de
fitness, de los best sellers temporales hasta los alimentos de franquicia. En efecto, de manera
impresionante, el mundo es bello, menos en los museos y centros de arte; en estos lugares se
cultiva otra cosa de la misma cepa, y de hecho, lo mismo: la experiencia estética, pero en su
abstracción quintaesenciada, lo que quedó del arte cuando se volvió humo o gas.

Mi intención en este ensayo es analizar la paradoja que brevemente se acaba de describir, no


denunciarla, tampoco celebrarla.

No hacen falta detractores para denunciar los cambios que presienten sin tener la osadía de
pensar en ellos.

Han denunciado, y siguen denunciando, la crisis o la quiebra del arte contemporáneo, la


desaparición de grandes obras, la multiplicación de provocaciones o imposturas y su éxito a
base de publicidad, la falsa creación, la estafa al culto del arte. Miran hacia el museo y las
grandes obras del Gran Arte con una nostalgia y una devoción que se vuelven más ruidosas a
medida que la fe en ellas se va perdiendo.

Hasta el arte moderno que en otros tiempos los hubiese trastornado, a sus ojos se volvió el
refugio de una sublimidad y de un sentido de la aventura humana que su Homo-steticus
necesita para llegar a ser plenamente humano, por lo menos así lo creen ellos. Frente a ellos se
levantan, no muy convencidos pero si ariscos, los defensores del arte contemporáneo. Su
grupo es heteróclito: en él se mezclan las siluetas envejecidas de los que participaron en todos
los combates de vanguardias de los baby-boomers 2 los hombres del establishment que han
hecho del arte contemporáneo su profesión, sin importar los cambios de aquel arte mientras
ellos no cambian, algunos jóvenes, a veces ya no tan jóvenes, conformistas y ambiciosos, que
un día vieron en el arte contemporáneo un medio para llegar a las instituciones o a las
redacciones que los convirtieron en notables, es decir, en fósiles.

Hay en este nuevo combate de los centauros y de los lapitas algo irrisorio y ridículo: un puñado
de adversarios fingen ritualmente destriparse frente a objetos minúsculos al compararse con el
océano de la cultura industrial y de las nuevas formas de sensibilidad que engendra. Un ready-
made insignificante parece plantear tantos problemas como la eucaristía y la transustanciación
en tiempos de la Reforma. Mientras tanto, la industria de la cultura lo devora todo, incluyendo
los museos, y Picasso se volvió primero nombre de una creadora de perfumes y cosméticos y
después marca de un coche.
2
Baby-boom: aumento brusco de la natalidad después de la segunda Guerra Mundial. Baby-boomers: de la
generación del baby-boom. [N. del T.]
Sin embargo, nadie se engaña. Tanto los detractores como los defensores del arte
contemporáneo saben que también la música, el cine, la literatura y la arquitectura son arte, y
no solamente la última instalación relacional perdida sin público en uno de esos centros de
arte con nombres tan deliciosamente anticuados como atractivos tipo Almacén, Mataderos,
Consorcio, Barrio o Bodegas. Saben que el arte tiene que luchar con la producción industrial de
bienes culturales que a menudo lo termina hundiendo. A pesar de todo, cada quien
desempeña su papel. Como lo podría decir en dos entradas sucesivas y complementarias un
nuevo diccionario de lugares comunes: "Arte contemporáneo: algo para pelear" y "Arte
contemporáneo: algo para defender". De ninguna manera hay que ir más lejos pues se corre el
riesgo de descubrir por medio de un vertiginoso zoom hacia atrás que el campo de batalla no
es sino un pequeño patio perdido en medio de un bosque de inmuebles.

Lo que pretendo hacer en este libro es, al contrario, el análisis de una mutación y el
diagnostico de un cambio de época. Tal como lo dijo genialmente en 1936 Walter Benjamín en
un texto sobre el que regresare más adelante (en el capítulo 3): "A grandes intervalos, en la
historia, el modo de percepción de las sociedades humanas se transforma al mismo tiempo
que el modo de existencia". Aunque las disposiciones fundamentales del ser humano, las
disposiciones de la naturaleza humana, como se decía en el siglo XVIII, no cambian, en este
caso la disposición humana muy general a realizar experiencias estéticas, las formas y los
modos de la sensibilidad y del sentir, las formas y los modos de percepción, si cambian, y al
mismo tiempo los objetos con los cuales se relacionan. Ya han cambiado mucho y muchas
veces a lo largo del tiempo, como lo demuestra cualquier historia o antropología del arte con
un campo de visión un poco amplio. Y sin duda alguna seguirán cambiando. Más allá de
cualquier polémica, con la distancia irónica que exige el análisis, y también con la oscilación
inestable del escepticismo, en este libro me propongo diagnosticar esos cambios.

Hemos entrado en nuevos tiempos. La modernidad se acabó hace dos o tres décadas. La
posmodernidad solo fue un nombre cómodo para poder dar este paso, para admitir esta
desaparición, como si el muerto aún no hubiese muerto y sobreviviera en su posteridad
inmediata. Ya es tiempo de reconocer que hemos entrado a otro mundo de la experiencia
estética y del arte, un mundo en el que la experiencia estética tiende a colorear la totalidad de
las experiencias y las formas de vida deben presentarse con la huella de la belleza, un mundo
en el que el arte se vuelve perfume o adorno.

De antemano reconozco que mi análisis no será equilibrado.

En efecto, dejare sin tocar toda una parte de la situación, la que se relaciona con la producción
industrial de los bienes culturales. Solo me interesare en los cambios que han afectado o
afectan el mundo del arte, el mundo de estas obras ya desaparecidas y de las experiencias
estéticas desvinculadas, por decirlo así, que las han ido remplazando.

No es que la producción industrial de los bienes culturales carezca de interés. Al contrario. Por
si sola constituye un tema de reflexión y más que eso. Pero habría que mencionar tantas cosas
al respecto que se corre el riesgo de quedarse en el nivel de generalidades. Abarca, en efecto,
tanto los factores técnicos de producción como los adelantos de la integración tecnológica del
objeto que permiten la producción industrial de la belleza. Por otra parte, se relaciona con la
mediatización y la difusión tanto en términos de estrategias publicitarias de promoción como
en relación con tecnologías de comunicación, de difusión y de abastecimiento. Mas allá —
quizá sea más acá— presupone la democracia radical que conocemos, la soberanía del
ciudadano-consumidor, la tiranía explotable de sus deseos, la petición insaciable de mitología
para adormecer las diferencias entre los individuos y los grupos, tan temibles por la comunidad
política, pero también tan afortunadas cuando se trata de inventar mercados y alimentarlos
con productos pensados y fabricados a la medida para su distribución.

Pues bien, dejare de lado la industria de la cultura y de la comunicación simbólica, aunque no


cesa de producir estética y sumergirnos continuamente, para concentrarme en los cambios
que se han producido en el mundo del arte propiamente dicho y, en particular, sobre el triunfo
de la estética del que acabo de hablar.

Cualquier descripción está localizada. Implica o abarca de una manera o de otra la postura de
quien la realiza. Sin embargo, no se vuelve irremediablemente subjetiva por lo mismo: está
sola y trivialmente localizada. Esa postura puede ser, por si misma, el objeto de una
descripción. Y no hay quien quiera privarse de tal posibilidad. Siempre hay alguien que habla
después de uno o a sus espaldas. Y solamente porque así es por definición, la postura del
"otro" y la situación humana. El hecho de poder hacer variar las posturas y, por ende, la
descripción no debe ser visto como una condición de imposibilidad sino como una suerte: al
hacer variar el punto de vista, la focal o el filtro, es más fácil identificar lo que hay en común.

El arte contemporáneo, el que se realiza en el espesor temporal de algo como una década, en
este sentido puede describirse desde varios ángulos.

Hasta se puede estudiar con un enfoque histórico variable, también según la amplitud
temporal requerida para ponerlo en perspectiva.

De esta manera, actividad y producción artísticas se pueden colocar en la perspectiva de su


procedencia reciente o inmediata. Lo que supone, en nuestro caso, ubicar estas actividades en
relación con el arte del siglo xx, el arte moderno, siguiendo así la convención que a menudo se
expresa en el concepto de los "museos de arte moderno" que coleccionan y presentan el arte
de esta época. En parte, es esta puesta en perspectiva lo que está presente en los términos de
"posmoderno" y ahora de "pos-posmoderno" utilizados para calificar el nuevo régimen del arte
desde el decenio de 1980.

De otra manera, el arte contemporáneo se puede colocar en una perspectiva histórica aún más
extensa si se le sitúa en la historia de las producciones humanas en general, tal como la
historia, la arqueología y la ciencia de la prehistoria nos permiten conocerlas. Desde este
punto de vista, resulta muy posible que, en relación con la extrema diversidad de las practicas,
producciones, ornamentaciones, rituales, así como usos del arte en el transcurso de la historia
humana, el arte contemporáneo en el fondo aparezca mucho menos sorprendente y hasta más
trivial de lo que tanto sus detractores como sus partidarios creen. En efecto, frente a la
diversidad de las civilizaciones, de sus concepciones y usos del arte, el arte contemporáneo se
acerca a rituales efímeros, ornamentaciones corporales, ornatos, procedimientos pirotécnicos,
performances teatrales o religiosas y hasta al arte de los arreglos florales. Es muy probable que
por esta vía se llegue a un relativismo sereno y a una antropología estética más preocupada
por conductas estéticas que obras, aunque permitan reconstituir las conductas.
Un segundo acercamiento es de tipo etnológico o sociológico. Trata de describir
detalladamente los usos y costumbres en vigor en la tribu considerada: exposiciones, modos
de transacción comercial o simbólica, organizaciones profesionales, tipos de comandita,
patrocinadores, rituales de entrada y hasta, ¿por qué no?, las obras que parecen estar en el
centra de aquellos usos. En este caso se trata de una descripción del mundo del arte tal como
opera para validar ciertos objetos y hacerlos reconocer ciertas funciones y valores, al mismo
tiempo que a ciertos individuos confiere la categoría de artista.

Un tercer acercamiento, por fin, es el conceptual. Consiste en examinar los conceptos que
permiten la descripción de este mundo del arte, las relaciones más o menos coherentes que
entretienen entre sí', buscando lo que, en ellos, a veces podría permitir definir más
ampliamente una conducta humana de naturaleza artística o estética. Tradicionalmente, la
estética filosófica se encargó de este trabajo, pero su historia un tanto reciente y fuertemente
discontinua ha señalado que un acercamiento tan preciso tal vez requiere que el objeto sea
también definido de una manera muy particular. En otros términos, se necesita una forma de
mundo del arte muy específica para aislar e identificar fenómenos artísticos y experiencias
estéticas. Quizá sea necesario mezclar consideraciones conceptuales y consideraciones
históricas en un esfuerzo por dar cuenta al mismo tiempo de la coherencia de los conceptos en
el ámbito de un mundo del arte determinado y de su evolución en el ámbito de
configuraciones diferentes describiendo otros mundos del arte. Hegel queda como el modelo
de este tipo de acercamiento histórico-conceptual, retomado y prolongado hoy en día por
Danto. En las páginas que siguen procederé en tres tiempos a retomar cada una de aquellas
estrategias descriptivas. Primero (capitulo 1), será necesario que describa "el arte
contemporáneo" y eso será el objeto de un primer estudio, de cierta manera etnológico y
hasta etnográfico del mundo del arte contemporáneo. Lo describiré como un persa llegando
de Persia3.

Segundo (capitulo 2), retomare esta situación poniéndola en perspectiva con base en la
historia ya acabada y cerrada de las artes visuales en el siglo xx.

En la tercera etapa (capitulo 3) mostrare como la teoría estética tomo en cuenta aquellos
cambios al entrever la crisis que conduce a esta situación (Benjamín), al proponer un regreso al
clasicismo en el ámbito del modernismo (Greenberg) o al intentar redefinir o desplazar los
conceptos estéticos para así poder dar cuenta de las nuevas prácticas y nuevos procesos
(sobre todo en la filosofía analítica del arte).

Entonces, llegare a un último momento de la reflexión, más ambicioso y más arriesgado


también (capitulo 4), preguntándome cuales perspectivas se han ido abriendo, cual es la
significación del nuevo régimen del arte que se ha dibujado así', ya que el arte no desaparece
sino que se evapora, pasa al estado gaseoso, tanto en relación con la cultura de masas como
en relación con los comportamientos fundamentales del animal humano. En otros términos,
triunfo de la estética y evaporación del arte, ¿qué significa eso en la experiencia
contemporánea? ¿Cuál es el porvenir que se dibuja también para el arte, su producción y su
recepción?

3
Alusión al recurso literario utilizado por Charles de Montesquieu (1689-1755) en sus Lettres persanes (1721): un
reportaje crítico sobre la sociedad francesa realizado por un persa ficticio. [N. del T.]
Se podrá comprobar que ningún apellido de artista se menciona en este libro cuando se trata
del arte contemporáneo. Tampoco aparece la menor ilustración. No son indicios de un
discurso vago o mal documentado. La abstención ha sido deliberada. 4 La evaporación del arte
así como la desaparición de las obras que describo hacen inútiles los apellidos, que solo
conservan una utilidad comercial, publicitaria y profesional. En cuanto a las imágenes, no hay
nada que ver en ellas. El lector podrá asociar fácilmente apellidos de moda o logotipos
profesionales a los fenómenos y situaciones que describo recurriendo a revistas de actualidad:
siempre encontrara. En cambio, al hablar de arte moderno las figuras individuales vuelven a
cobrar sus derechos.

Por otra parte, y para respetar la brevedad del ensayo, he limitado las indicaciones
bibliográficas y referencias a lo estrictamente necesario, indicando únicamente las fuentes de
las citas así como las obras de las que directamente se trata.

Agradezco al Centra Nacional de Investigación Científica haberme concedido un año para


escribir este libro.

Filosofía y estética
Yves Michaud    

Introducción

4
La presente edición incluye, a diferencia de la edición original en francés, imágenes representativas del arte
contemporáneo como referencia para lectores no familiarizados con el tema. [N. del E.]
La estética y la filosofía del arte se confunden a menudo; buena señal de que colindan, por más
que, a su vez, tengan diferencias significativas. La filosofía del arte tiene una historia más larga
que la estética. De hecho, aunque la estética sea hoy una disciplina consagrada, no remonta a
períodos anteriores al siglo XVIII, mientras que ya en Platón, Aristóteles, Plotino, los
pensadores escolásticos o Leibniz se da una reflexión sobre lo bello en su relación con la
naturaleza, con las actividades humanas y con la naturaleza divina.
A decir verdad, si nos atuviéramos estrictamente a los términos, la filosofía del arte debiera
dejar de lado los fenómenos que escapan propiamente al arte, se trate de los que afectan a la
naturaleza, a la belleza humana, a la del universo, o a la belleza de los sentimientos y de los
conocimientos. Versaría sobre el arte en todas sus dimensiones, noción ya suficientemente
amplia y confusa, puesto que el término se utiliza en numerosos sentidos y cubre el significado
tanto del gran arte como de las artes populares o de masas o de prácticas que son a la vez
religiosas, mágicas o rituales. En realidad, la filosofía no se ha privado a sí misma de desbordar
el dominio del arte. Ya desde sus comienzos, y durante mucho tiempo, cuando se trataba de lo
bello, no estaba en juego el arte, sino la belleza de las cosas, de la naturaleza, de las conductas
y de los seres humanos –en particular de los cuerpos–. Por tanto, la pareja conceptual a
ejercitar sería, en realidad, “filosofía de lo bello y estética”.
El concepto de estética corrige en un cierto sentido esta dificultad en la medida en que la
estética tiene, de entrada, un campo amplio: trata de la experiencia sensible vinculada a lo
bello y al arte –como indica etimológicamente el término “estética”– y no toma en
consideración sólo el arte  respecto a su existencia y a sus modos de operación sobre la
sensibilidad, sino también la experiencia estética en general; lo que le lleva a la consideración
de formas de la sensibilidad no necesariamente vinculadas al arte. 
Así pues, la primera precaución es de no utilizar sin atención suficiente un término por el otro
ni, en ningún caso, ceder a una ilusión de intemporalidad: los conceptos de cada una de estas 
disciplinas llevan la marca de sus condiciones de nacimiento y de elaboración. La filosofía del
arte, probablemente, tendría esta especificidad de responder a la generalidad de la estética
con un  añadido mayor de generalidad, puesto que mientras ésta se concentra en la
experiencia del arte, aquella amplia la consideración al lugar que ocupa el arte en la vida
humana y a su alcance metafísico y existencial.
Hay que añadir a esto que la actividad intelectual, incluida la filosófica, se ha profesionalizado.
La estética se ha constituido a partir de los últimos años del siglo XIX como una disciplina
universitaria autónoma, con sus problemáticas y sus categorías propias. En esta situación ha
dejado de lado, por demasiado especulativas y arriesgadas, las interrogaciones filosóficas
generales que suscita la existencia de una actividad humana como el arte. Es por este motivo
que seguramente existe hoy un lugar para una filosofía del arte renovada, así como para una
estética ampliada.

La estética: origen y significación

Para empezar, el propio término de “estética” merece ciertas aclaraciones. Fue Baumgarten
quien lo puso en circulación en 1735, en su texto Meditationes Philosophicae de nonnullis ad
poema pertinentibus. Allí, Baumgarten distinguía entre los noeta, es decir, las cosas pensadas,
que han de ser conocidas por una facultad superior y manifiestan una lógica, y las aisthèta, las
cosas sentidas, objetos de una ciencia (épistemè) estética (aisthètika). En el párrafo 1 de su
Estética de 1750–1758, define la estética como “la teoría de las artes liberales, una
gnoseología inferior, un arte de pensar lo bello, una ciencia del conocimiento sensitivo”.
Esta innovación terminológica corona una evolución que se remonta a Leibniz. En sus
Nouveaux Essais sur l’entendement humain (1704), donde responde al filósofo empirista inglés
Locke, Leibniz retoma la distinción lockiana entre nuestras ideas de cualidades primarias, que
representan las propiedades de las cosas, y nuestras ideas de cualidades secundarias, que son,
únicamente, el efecto que tienen en nosotros unas ciertas cualidades desconocidas de las
cosas. Que no conozcamos la causa de estas ideas no cambia en nada el hecho de que tengan
para nosotros una cara afectiva y sensible que nos informe, aunque sea confusamente, sobre
la realidad. Leibniz entrevé a partir de esto una nueva zona de conocimiento, que no será la
del conocimiento claro y distinto aportado por las ideas de las cualidades primeras, sino un
conocimiento claro (sabemos bien qué ideas tenemos y qué es lo que nos provocan), pero no
distinto (no sabemos a qué corresponden en tanto que ideas). Esto crea el lugar para un
conocimiento confuso, que es el que tenemos de los colores, los olores, los sabores y también
es el que nos facilitan los pintores y los artistas: reconocemos la cosa sin poder decir en qué
consisten sus diferencias ni sus propiedades. A través de estas ideas claras y distintas, el
espíritu entra en estados alógicos, estéticos y sensibles. Este es, precisamente, el dominio que
Baumgarten designa como “gnoseología inferior”, que es el que nosotros designamos como
perteneciente a la estética.
Así, desde inicios del siglo XVIII se abre un dominio de lo experimentado, de lo sensible y del
sentimiento que nos hace conocer ciertas cosas sin que las conozcamos en el sentido cognitivo
estricto. El desarrollo de estudios y reflexiones sobre estos sentimientos dará lugar al
nacimiento de la estética propiamente dicha, que acontecerá en las teorías del gusto, desde la
del Padre Bouhours hasta la de Hume, pasando por el abat Du Bos, Shaftesbury, Voltaire,
Montesquieu, Hutcheson, Burke, etc.
La aparición de la estética en términos de su definición intelectual debe ser puesta en relación
con procedimientos de definición del arte y de las instituciones que se ocupan de su existencia,
es decir, con una economía y un mundo del arte particulares, puesto que los conceptos toman
vida en un “mundo del arte”. Éste está configurado por espectadores y por un público que
aprecian las obras de arte en el seno de instituciones como los Salones, las salas de ópera o de
concierto y, un poco más tarde, hacia el fin del siglo XVII, los museos.
Esto explica que  las categorías principales de la estética giren entorno de la naturaleza de las
obras de arte, de sus propiedades y de sus efectos, de su valorización y, más tarde, cuando, en
el siglo XX, la definición de arte se convierta en algo menos seguro, de su identificación,
dejando de lado la reflexión sobre la producción del arte. Ésta, que fue en un primer momento
exclusivo del medio profesional de los artistas a través de las teorías de la creación artística, se
dejó en manos de los antropólogos y de los historiadores del arte. Dicho de otro modo, la
estética tiende, desde su nacimiento, a dejar de lado  la dimensión del hacer, que designamos
también como la poética del arte, y también, al mismo tiempo, una gran parte de su
significación en tanto que actividad humana. Cuando nos detenemos un poco en esta cuestión,
no podemos dejar de sorprendernos por la exorbitante primacía que la estética otorga a la
“obra de arte”, como si sólo existieran las obras maestras y el arte del museo.

Los conceptos fundamentales de la estética

En el cerco de las temáticas que se plantean y de los objetos que consideran, la estética, a lo
largo de tres siglos de existencia, ha abordado y cubierto con éxito un registro impresionante
de cuestiones, que afectan a la representación, a la expresión, a la forma, a la noción de obra
de arte y a los juicios de evaluación. 
Las contribuciones al respecto son de naturaleza diferente según vengan de la tradición
hermenéutica o del acercamiento conceptual–analítico.
Las contribuciones de inspiración hermenéutica privilegian, tal como lo sugiere su nombre, la
interpretación de la situación estética en sus dos dimensiones de experiencia de creación y de
experiencia de recepción. ¿Qué pasa con la significación de las obras de arte cuando las
consideramos como un elemento clave de la existencia humana y de su relación con el ser? De
eso se preocupa la estética hermenéutica, que se concentra por tanto en la aprehensión de las
intenciones de los artistas y el trabajo de interpretación de los espectadores, por encima de
nociones como la de expresión o la de forma. Hace de la obra de arte un elemento clave de la
manifestación del ser humano y de su humanidad. Ingarden, Dewey, Collingut, Heidegger,
Adorno, Pareyson, Focillon, Dufrenne, Lyotard o Derrida, son los nombres que hacen de faro
de este acercamiento.
Las aportaciones del pensamiento analítico son de naturaleza diferente. La filosofía analítica se
preocupa poco de la metafísica, y trata de elucidar el funcionamiento de los conceptos tanto
del punto de vista lógico como del punto de vista de su uso: tendremos por tanto que
ocuparnos a investigaciones más circunscritas. Sin entrar en el detalle de los análisis, podemos
pasar revista a las cuestiones mayores.

La representación

Desde la Antigüedad, una problemática domina la filosofía en general y la filosofía del arte en
particular; se trata de la problemática de la imitación. Concierne en primer lugar a las
imágenes pintadas, grabadas, esculpidas, pero también a las imitaciones de acciones en el
teatro e incluso las relaciones entre el lenguaje y las cosas o los sentimientos, puesto que éstas
fueron concebidas inicialmente como relaciones de imitación (mimesis). Primero en la época
moderna y después en la contemporánea, tras la invención y la difusión de la fotografía y luego
del cine, y con las oleadas desencadenantes de las tecnologías de la imagen (televisión, vídeo,
imagen numérica), la problemática todavía toma más actualidad, incluso si la propia
superabundancia de imágenes las hace banales y tiende al embotamiento de la capacidad de
reflexión. 
Se trata, por tanto, de dar cuenta de los mecanismos de la representación, de explicar como
las imágenes representan algo y nos reenvían a su referencia o a su denotación. Una primera
tarea consiste en evaluar la dimensión de las definiciones tradicionales del arte como
imitación, puesto que, desde Platón hasta las teorías de las bellas artes del siglo XVIII, el arte
fue definido por la imitación. Así pues, se identificará los dominios de verdadera pertinencia de
la noción (por ejemplo, la pintura concebida como imagen exacta de algo o incluso científica,
lo que vale para una gran porción de la historia de este arte, específicamente del siglo XV al
XIX, pero está lejos de valer para toda la pintura), pero también sus límites y los ámbitos en los
que hablar de imagen no tiene ningún sentido, por ejemplo para la arquitectura, las artes
decorativas, la poesía, sin mencionar la música o las artes visuales modernas abstractas.
A continuación, convendrá explicar de qué manera las artes figurativas figuran, de qué manera
las imágenes muestran lo que muestran; de interrogarse sobre los “lenguajes del arte” y los
modos de simbolización, debiendo escoger entre las opciones convencionalistas (Goodman,
Gombrich) o de las opciones naturalistas (Schier, Lopes).
En referencia al ámbito más contemporáneo, se tratará de interrogarse sobre el flujo de las
imágenes, sobre las imágenes fabricadas, inventadas y virtuales. En todo caso, queda claro
que, hoy en día, una consideración del arte en términos únicamente o principalmente de
representación ya no tiene vigencia. Las artes simbolizan de diversas maneras y, de entre estas
maneras, y sólo para ciertas artes, está la imagen.

La expresión

La noción de expresión siempre ha estado en el epicentro de las teorías del arte. Ya desde
Aristóteles cuando explica el placer (y el interés social) de la tragedia por la purificación de las
pasiones (catharsis), tema que permanecerá en primer plano durante toda la época clásica. En
la reflexión sobre el arte, la expresión tomará un lugar todavía más importante a partir del
romanticismo. Esto conlleva una concepción nueva de la obra de arte como expresión personal
del artista o espejo del espíritu de la época, que, de ninguna manera, era la preocupación
principal cuando se trataba, en primer lugar, de imitar la naturaleza. También conlleva la
experiencia, por parte del espectador o destinatario de la obra, de encontrar en ella
sentimientos respecto a los cuales tiene simpatía o resonancia. En esto reencontramos la
catarsis, pero bajo una forma inédita, puesto que ahora se trata de disfrutar de las emociones
y no sólo de purificarlas. En nombre de la expresión, una obra expresa su tiempo; en nombre
de la expresión, el artista romántico o “expresionista” nos descubre sus tormentos o sus
sueños. El espectador, por su parte, considera una música triste, un poema “emotivo”, un
cuadro “alegre”.
Probablemente, una de las cuestiones más difíciles sea saber qué entender por la noción de
expresión, es decir, cómo los sentimientos, las creencias o las cosas vividas pueden ser
transferidas a un objeto y cómo a este objeto pueden serle atribuidas tonalidades expresivas,
incluso cuando no se han dispuesto voluntariamente.
Las teorías de la expresión se dirigen a uno o a otro de los aspectos siguientes. Las teorías
filosóficas (Shopenhauer, Dewey, Tolstoï, Collinwood), que beben casi todas de la fuente de
Hegel, se concentran en la expresividad humana, en la relación entre la interioridad y sus
manifestaciones exteriores por los gestos (danza), palabras (canto y poesía cantada), signos o
conjuntos de signos (literatura escrita, pintura) en los que se ve una forma de comunicación
específicamente emotiva. Los acercamientos analíticos (Goodman, Wollheim) se cuestionan
sobre la manera cómo los símbolos pueden ser aprehendidos como expresivos y dan, así, una
tonalidad emocional a la experiencia estética. De este modo, la teoría de los lenguajes del arte
de Goodman trata de explicar en qué consiste la atribución de propiedades expresivas al
objeto. El carácter metafórico o figurado de la expresión es, ciertamente, bastante general,
pero no hay que olvidar preguntarse por el carácter literal de ciertas propiedades expresivas:
los gritos de terror de una cantante de ópera en las escenas de locura o de furia, una
tempestad grandiosa en el cine o en la pintura, una invasión de  monstruos, incluso en el cine,
no son metafóricamente vectores de temor y de angustia, sino que lo son literalmente.
Como en el caso de la representación, también conviene preguntarse si es verdad que todo
arte es expresivo y que si no estaremos bajo un influjo excesivo del romanticismo. Numerosas
producciones artísticas manifiestan ritualidad, y la reproducción concentrada y atenta a
motivos convencionales: para atenernos a un ejemplo, un mandala oriental pintado no
requiere ninguna expresividad por parte de su autor, y el espectador es invitado al
recogimiento y a generar el vacío en él y no en disponer un acuerdo emocional con algún
sentimiento.

La forma

La noción de forma también participa de estos conceptos centrales a la reflexión sobre el arte.
Comporta, al menos, tres ideas bastante distintas.
En el platonismo se da una asimilación directa de la belleza a la forma, entendida ésta de
modo matemático (las relaciones entre los números), musicales (las relaciones entre los tonos)
y cósmica (las relaciones entre las revoluciones celestes) o incluso, en el ascenso hacia el Bien
supremo en tanto que divino (Plotino). Esta comprensión está en el origen de todas las
consideraciones de la belleza como orden, armonía, simetría, que después se encuentra en las
concepciones sobre la armonía interna de los cuadros (Ucello o Piero Della Francesca), la
construcción de bellas arquitecturas (Vitrubio, Palladio, la Bauhaus), la organización de la
composición musical (Bach), etc.
Desde la Antigüedad, otra idea de forma se ha preservado desde la idea aristotélica de que
una obra de arte, concretamente una tragedia o un poema épico, es un todo en el que se da
una unidad casi viviente de la forma; que la obra de arte es una unidad análoga a la de lo vivo,
y que la ausencia de esta unidad es un defecto insalvable. Desde esta perspectiva, la forma no
es aquello que organiza los elementos en una estructura ordenada, sino la totalidad de la
estructura misma. Kant sistematizará esta idea a través del análisis conjunto de la obra de arte
y de lo viviente en su Crítica de la facultad de juzgar (1790).
Queda, todavía, una tercera idea diferente de la forma: la que consiste en ver en la obra de
arte un conjunto de elementos específicos que operan independientemente respecto a su
propia referencia a un significado o respecto a una referencia que constituiría su contenido.
Este es el formalismo propiamente dicho.
Estas tres concepciones de la forma son muy diferentes, pero no están, necesariamente,
demasiado separadas. Así, es posible que una obra de arte reúna las tres: la unidad de un ser
autónomo, la organización interna de elementos en armonía y las características puramente
formales como objeto, independientemente del contenido de significación, de la
representación o de la expresión. La Capilla del Rosario en Vence, decorada por Matisse a
partir de 1947, responde, para un aficionado al arte no creyente, a estas tres características: es
una entidad y su decoración constituye una armonía puramente formal de manera
independiente a su significación religiosa.
De hecho, estas tres visiones de la forma son siempre más o menos presentes, aunque lo estén
en grados diversos, en la creencia que las obras de arte tienen una autonomía y una vida
propias (característica 2), que su efectividad concierne a su estructura (característica 1) y que
las propiedades formales cuentan más que el significado, la referencia o el contenido
(característica 3).
Sin embargo, una doble dificultad debe ser solventada. La primera es simplemente parcial:
consiste en resaltar que ciertas obras de arte juegan la carta de lo informe sobre todos los
registros identificados: son inacabadas, caóticas y no necesariamente sólo formales (éste sería
el caso de la música de John Cage o del Ulises de Joyce). Umberto Eco a se ha ocupado de esta
cuestión de la obra abierta (1962).
La segunda es más dudosa, puesto que es más fundamental: consiste a hacer resaltar que los
usos del vocabulario de la forma son vagos y que ésta ha revertido históricamente aspectos
extraordinariamente diferentes. Es así que reencontramos la crítica bergsoniana de la noción
de orden: una forma es, siempre, una forma en función de cierto paradigma de armonía, de la
unidad o de la ausencia de contenido, y las diferencias históricas y culturales son, a este
respecto, considerables. Así, una estructura armoniosa para Poussin no lo es para Picasso y, sin
embargo, las Demoiselles d’Avignon tienen una construcción formal muy remarcable. Lo que
parece insignificante para nosotros (una Marilyn de Warhol) no lo es para un fan de Marilyn y,
en contraste, consideramos sólo de manera formal y simplemente pictural la inexpresividad de
los personajes de las pinturas de Piero Della Francesca porque ya no conocemos los principios
de la piedad del siglo XV.
Estas reservas, por más que importantes, no justifican que renunciemos a la noción de forma,
puesto que ésta mantiene un lugar importante en nuestras evaluaciones, en el placer estético
y en la identificación de las obras y su grado de novedad o de fuerza.

La definición de las obras de arte

La estética se ha preguntado insistentemente por la definición de la obra de arte y por las


condiciones mediante las cuales atribuimos a una cosa la característica de serlo.
Desde el punto de vista de la definición de los objetos, desde Gilson hasta Goodman, las
investigaciones de tipo ontológico han sido numerosas y poderosas. Se han dedicado a las
condiciones de identificación de  los objetos artísticos, de sus modos de existencia material y
temporal, de su autenticidad o de su naturaleza de copia o reproducción, de su relación al
material, etc.  En este contexto, si bien subsisten sin ánimo de desaparecer las habituales
divisiones entre los platónicos –partidarios de las formas universales abstractas– y los
nominalistas –partidarios de la existencia individual estricta–, hay que decir que sin embargo
han estado bien definidos los diferentes elementos que intervienen en ello, comprendidos los
contextos y los procedimientos que deben intervenir en la definición de los objetos artísticos.
Se ha llegado a distinguir (Goodman) entre la obra original y la que corresponde a un “tipo”
susceptible de ejecuciones o ejemplificaciones diferentes (un fragmento de música para
interpretar, un grabado que será reproducido, el pase de una película de cine). Se ha llegado a
identificar (Dickie, Danto) las condiciones sociológicas que son indispensables para que una
obra sea admitida como tal en un “mundo del arte” en función de las normas en vigor en este
mundo. Se ha llegado a estudiar los géneros (Todorov, Genette, Schaeffer) a partir de los
cuales podemos identificar un objeto como una novela, una epopeya, una sinfonía
concertante, un tango, una naturaleza muerta… Ello permite evitar el escollo de la
interrogación sobre la cualidad (una naturaleza muerta mediocre continua siendo una
naturaleza muerta y, por tanto, una obra de arte de un cierto tipo, al igual que pasa con un
tango popular o un tango “clásico” de Astor Piazzola).
Un gran problema consiste, sin embargo, en el hecho de que hemos de tratar, sea en la época
contemporánea sea en otras culturas, con un arte sin obras de arte, es decir, con un arte a
base de actitudes, posturas, conceptos, a base de una poesía del instante y del hacer. Esto es
claramente así en el caso de la danza (a pesar de la existencia de la notación, rechazada sin
embargo por ciertos coreógrafos), de la música (a pesar de la existencia –no universal– de
partituras), de las formas de vida artísticas como el dandismo, en las que aquello que
constituye la “obra” es el comportamiento global de la persona. Es todavía más cierto en el
caso de ciertas prácticas modernas como la performance, el arte conceptual, la instalación
temporal, o las prácticas rituales primitivas próximas a la religión; sería verdad también en el
caso del arte floral de Japón.

La evaluación

Otra preocupación primordial de la estética ha sido la evaluación, esto es, lo que se designa
todavía como juicios de gusto o de belleza. Esta cuestión ha estado a la vez bien y mal tratada.
De entrada, podríamos decir que ha estado bien tratada por defecto: si la evaluación es
esencial a la identificación de alguna cosa como “siendo arte”, esta evaluación juega, sin
embargo, un papel bastante limitado en la investigación estética en ella misma. Como dice
Goodman, la cuestión del valor de las obras tiene poco interés desde el momento en que
calibramos que la mayor parte de lo que llamamos arte es arte aunque sea mediocre en
sentido de perteneciente a la calidad media, mala, muy mala u ordinaria; lo importante es que
la valoremos y que esto dé placer, incluso si es equivocadamente. En resumen, la evaluación
sólo es una pequeña parte de los fenómenos a tener en cuenta. El arte es algo valorado –
aspecto que resulta esencial a su concepto–, pero la justificación del valor no tiene tanta
importancia como se piensa. De hecho, ya es de por sí algo positivo precisamente el hecho de
que se pueda llegar a relativizar la importancia de una cuestión. Una lectura atenta de muchos
de los textos dedicados a estética revela que el valor de las obras es poco atendido, sea porque
se de por supuesto sea porque no se le otorgue demasiada importancia.
Contrariamente, la evaluación es tratada de modo claramente insuficiente cuando se la
considera desde el punto de vista de la manera cómo la llevamos efectivamente a término
efectivamente, según cómo aportamos juicios estéticos y cómo los expresamos; con algunas
excepciones ésta es una cuestión normalmente poco o mal atendida. Se ha disociado
excesivamente de estos juicios de la manera de formularlos y de aducirlos. Así, los juicios sobre
la belleza han recibido una atención considerable, por más que, la mayoría resultan pobres y
repetitivos. Decimos “Es bello”, o algo así, pero es ciertamente difícil ir más allá. Y eso
teniendo en cuenta que existen muchas y ricas informaciones sobre las prácticas concretas de
evaluación en los textos de los críticos, de los historiadores o de los artistas, tantos como en el
caso del lenguaje ordinario. Aportamos nuestras evaluaciones de modo muy complejo y muy
diferenciado según los ámbitos que se estén considerando, según los objetos, las formas
artísticas y según los públicos. La investigación estética ha estado insuficientemente atenta
hasta hace poco a estos juegos complejos de la evaluación, que, sin embargo, revelan que la
máxima “para gustos los colores” tiene poca justificación, que hay normas precisas del juicio
estético, pero que éstas requieren mil matices; son complicadas y variables en función de los
ámbitos.

Éxito y límites de la estética

Con este éxito relativo pero real respecto a conceptos como los de significado, representación,
expresión, forma, así como en materia de ontología de la obra de arte, y con un éxito más
limitado en lo que respecta a la evaluación, la estética ha conseguido, en gran parte, cumplir
con su tarea. Su saldo global es más bien satisfactorio cuando se la limita a las artes visuales y
a las artes del museo. Es cierto que hay fracasos y abandonos, pero hay que atribuirlos a las
limitaciones del campo de referencia y a los tipos de objetos que se toman en consideración.
Hay que ejercer una primera crítica respecto a referencia casi exclusiva a las artes plásticas y al
arte de los museos, que ha desequilibrado considerablemente la investigación a favor de
ciertos rasgos de la obra de arte enfatizando en contrapartida –véase convirtiendo en fetiche–
ciertos problemas ontológicos, como el de la unidad de las obras o el de la forma considerada
desde una perspectiva formalista.
Un acercamiento a partir de la música, de la danza y de las prácticas artísticas en general
hubiera dado lugar a resultados sensiblemente diferentes y, en todo caso, mejor
cohesionados. En efecto, una obra  musical sólo es única en un cierto sentido, y existe
exclusivamente a través de las interpretaciones, que la hacen variar de modo. La ópera en
músicos como Haendel, Rossini, Donizetti hace intervenir prácticas de collage, de reutilización,
de repetición y de condiciones de desciframiento, de ejecución, de puesta en escena y de
interpretación, que obligan a cuestionarse por aspectos como la unicidad del objeto y su
autenticidad en términos completamente distintos, que dan una lucidez diferente a las
experiencias de la recepción. Sin duda, un acercamiento a partir de las artes de la performance
hubiera dejado a los filósofos de la estética menos desarmados ante las artes de masas, el cine
y los comportamientos artísticos en general.
Por otra parte, por más extraño que parezca, la noción de experiencia estética ha sido el
ángulo ciego de la estética, que ha procedido como si esta idea fuera de suyo. Se ha convertido
en la base  de la reflexión sin considerarla objeto de problematización más que bajo la forma
de consideraciones superficiales sobre “la actitud estética”. Por tomar ejemplos muy alejados
en el tiempo, tanto Kant como Greenberg o Danto casi no dicen nada de esta experiencia
excepto que se trata de un placer sui generis, que es “el placer estético” y que se diferencia del
placer intelectual, del sensual o del placer de satisfacción moral. En lo que se refiere a los
filósofos que proceden en atención a las cualidades estéticas, se dedican a enumerar las más
de las veces predicados corrientes bastante pobres (bello, excelente, lamentable, aterrador,
repulsivo, sublime, cómico, lírico; romántico, clásico, etc.), que les cuesta reagrupar en
categorías convincentes y que, de todos modos, no significan demasiado fuera de los
contextos de uso.
De hecho, la estética tiene los mismos límites que sus objetos de referencia. Está a disgusto no
sólo en referencia a las artes no visuales de performance y de interpretación, sino también en
referencia a las artes designadas como “menores” –arte popular, artes decorativas–, a las artes
primitivas –que todavía se designan como “otras” o incluso, ahora, como “primeras”–, al arte
de masas y al cine, a la canción de autor, a la música techno, etc.
Teniendo esto en cuenta, podríamos imaginar poder completar la estética gracias a modificar
sus referencias más recurrentes. Es lo que hacen filósofos como Meter Kivi cuando parte de la
música, Kendall Walton con la fotografía, Noël Carroll con el cine y las artes de masas. Todos
ellos retoman las categorías de la estética desde la perspectiva de una ontología de lo múltiple
y de la ejemplificación, y amplían el concepto de la experiencia estética para incluir rasgos
nuevos.

Un contexto fundamentalmente nuevo

Tenemos sin embargo el sentimiento de que esta ampliación y esta nueva consolidación está
algo forzada, puesto que, precisamente, las condiciones en las cuales la estética pudo nacer y
desarrollarse han desaparecido.
Hay siempre algo de irrisorio en el hecho de oponer meros hechos empíricos a razonamientos
abstractos elaborados, bien formados, elevados y complicados; uno se siente un poco
incómodo, e incluso algo vulgar, descendiendo a este punto de trivialidad. Pero hay también
algo igualmente irrisorio en constatar hasta qué punto los filósofos pueden estar ciegos
respecto a los hechos que, si los tuvieran en cuenta, convertirían su reflexión en algo sin
objeto, o debilitaría su pertinencia. Al igual que no podemos razonar de la misma manera
respecto al objeto técnico cuando consideramos una barrena, una sonda marina o un sonar,
un sextante, un teléfono móvil, un Ipod o un GPS, igualmente no podemos razonar del mismo
modo cuando el conjunto de los dispositivos que hicieron posible la estética ha cambiado
hasta el punto de hacernos pasar a otro régimen artístico.
¿Cuáles son estas condiciones nuevas que reclaman un acercamiento innovador?
Me limitaré a señalarlas a grandes rasgos, sin proponer ningún orden causal o de
preeminencia.

1)El museo, en la forma según la cual fue la referencia de la estética y de la historia del arte, ya
no existe. La institución museística se ha dispersado y se ha difuminado. El museo de las obras
maestras ha desaparecido o, mejor dicho, en realidad los museos están pletóricos de obras
maestras. Las catedrales de la creación se han multiplicado hasta tal punto que ya no pueden
pretender alojar los tesoros únicos del arte. El museo se mantiene como un lugar de culto,
pero lo hace en el mismo sentido en el que las catedrales también lo son: el recuerdo de lo
antiguo atrae a muchedumbres de turistas, y ya no a creyentes. En un mismo momento, el
museo se ha racionalizado e industrializado: el templo se ha convertido en una fábrica para
procesar los flujos de visitantes que viven allí experiencias estéticas o artísticas que ya no son
individuales ni sublimes, sino calibradas y formateadas, concretamente por la mediación
cultural, la información y la comunicación destinada a públicos segmentados. El museo es,
también, una fábrica de acontecimientos y una tienda de recuerdos. Tiende a convertirse en
una especie de centro comercial cultural donde se prodigan los eventos y las ofertas artísticas,
pero también el ocio y el consumo culturales. Podríamos hablar de « wallmartización » del
museo o de su entrada en el mundo del consumo–diversión.

2)La producción artística se ha industrializado y profesionalizado, incluyendo lo que concierne


al arte de élite. Hay una producción industrial de obras de arte. Un “gran artista”, sea en las
artes tradicionalmente reconocidas sea en la música techno, es hoy alguien que produce para
un mercado mundial de acontecimientos y públicos con la ayuda de asistentes y gestores: es
un empresario y un mediador, cuyo arte consiste más bien en la puesta en escena de una
práctica artística que en las obras. Las bienales, las grandes exposiciones, los grandes
conciertos y los festivales son la ocasión de esta puesta en escena. En el caso de que haya algo
así como “obras”, éstas son masivas, realizadas industrialmente o colectivamente, y necesitan
un sistema de producción tanto técnico como comercial y financiero. Por ejemplo, en el
terreno de la escultura, las obras–performances de Chisto y Jeanne–Calude en sitios
gigantescos, o las enormes esculturas de Richard Serra, son ejemplares respecto a esta nueva
situación. Incluso teniendo en cuenta que Bernini, Rubens o Tintoretto tuvieron verdaderos
centros de estudios y talleres de producción, los artistas contemporáneos han pasado a una
escala incomparablemente superior.

3) El arte conoce la misma globalización que los demás sectores activos. Las bienales, trienales,
documentas, los festivales, los encuentros, las exposiciones itinerantes, los seminarios y los
simposios de artistas, son los lugares de encuentro y de cruce de objetos y artistas en un
universo donde se confrontan constantemente lo local y lo global, y donde se encuentran
culturas y tradiciones. Los grandes museos abren sucursales o antenas. Esto comenzó con la
política de expansión y de deslocalización del museo Guggenheim en los años noventa,
continua y se amplia con los proyectos de diáspora del Louvre, del Centro Pompidou o de la
política de exposición “global” (global enlightenment) del Museo Británico. Los museos se han
convertido en “marcas”, al igual que las producciones de la industria del lujo, y estas marcas
obedecen a la lógica de la globalización. Esto significa también que existen tensiones sobre el
mercado de las “materias primas culturales”, como lo hay para el mercado de los metales, del
petróleo o de las divisas. Una de las consecuencias importantes, más allá de esta entrada en un
mercado mundializado, es que la significación de las producciones artísticas baila entorno a
estos encuentros y asociaciones, y que se vuelve, en gran parte, independiente de las
intenciones de los autores: la recepción, con sus condiciones variables, define una significación
también variable, y no al revés. Se ha pasado de un mundo en el que los significados se
suponían estar determinados o al menos gestionados por los artistas, y en el que a los
espectadores se les pedía un esfuerzo para descifrarlas, a un mundo en el que flotan en un alto
grado de apropiaciones, desvíos, desubicaciones y reinscripciones.

4) Hay una producción industrial todavía más considerable en el dominio de las artes llamadas
“menores” o “populares” y en el de la cultura en general: música popular, canción de autor,
vestidos, diseño y entorno, moda, cine y televisión, videojuegos. Sea cual sea el juicio que
pronunciemos sobre esta producción, ahí está y ya consiguió alterar el orden del arte. No sólo
ha naufragado el sistema tradicional de las Bellas Artes, sino que también se han alterado las
jerarquías entre las artes y su propio el interior. ¿Quién tiene prioridad hoy, el cine o la
arquitectura?  ¿La pintura o la fotografía? ¿Un bailarín o un DJ? ¿La alta literatura o el best-
seller bien fabricado? ¿La poesía elaborada o la canción popular? ¿El Bill Viola artista o el Hill
Viola decorador en Tristán e Isolda? ¿La Nan Goldin artista o la Nan Goldin fotógrafa haciendo
publicidad en la red ferroviaria de Francia?

5) Se ha desarrollado y se desarrolla una estetización general de la vida,  e los


comportamientos. Aunque no sepamos cómo definir la belleza, sí sabemos que es un valor
superior, tal vez incluso el valor por excelencia de nuestro tiempo. Así, tenemos que ser bellos
en todos los ámbitos de la existencia: bellos en el cuerpo, bellos en la apariencia, bellos en la
alimentación, bellos en los vestidos, en nuestros sentimientos y emociones (es decir, ser
correctos política y moralmente) y debemos embellecer nuestro entorno. Si preguntamos a
alguien que no pertenezca a la minoría utraminoritaria de los especialistas del arte: “¿Qué
quiere decir estética?, no hablará de arte, sino de productos de belleza, de cocina, de
maquillaje y de cirugía, que llevan también este nombre. De algún modo, el elemento estético
se ha separado del arte para invadir la vida. El dandismo se ha convertido en una trivialidad
democrática: la vida debe ser vivida, vista y juzgada estéticamente.

6) A la par de esta globalización, industrialización y estetización, se da una explosión del


turismo y de la turistificación del mundo. El turismo no es sólo la primera industria del mundo:
se trata también de una manera de estar en el mundo, de una actitud existencial que tiene
mucho en común con la actitud estética: el desinterés, la búsqueda de la novedad y de lo
distinto, de la frescura y de la liberación de la mirada, la apertura a nuevas experiencias y
sensibilidades, por más que todo esto se traduce, finalmente, en visitas gregarias de
monumentos restaurados, en la compra de souvenirs “auténticos” made in China y en el
consumo industrial de la cultura.

Todas estas cuestiones definen una nueva situación que no tiene mucho que ver con la que vio
nacer a la estética y la filosofía del arte los lindes entre el XVIII y el XIX. La recepción de las
obras por parte del público se ha convertido en la difusión de las mismas entre públicos
múltiples y segmentados, es decir, plurales. Las obras de arte han sido reemplazadas por
máquinas de producir experiencias del arte, se trate de la máquina museo, de la máquina de
los medios de difusión, de  la producción industrial de la belleza ambiental, o de la actividad de
producción de artistas que son, a la vez, empresarios. En cuanto a los criterios de evaluación,
estos prorrumpen y son emitidos según los diferentes “públicos” que, democráticamente,
reclaman  su parte en el juicio de gusto. En resumen, la estética, que tuvo su anclaje en objetos
e instituciones, en un cierto mundo del arte en el que había obras, críticas, aficionados,
espacios bien limitados, una rareza organizada, procedimientos de admisión y de validación
definidas, ha perdido más que su suelo firme: ha perdido su territorio.
La consecuencia es que importantes inflexiones deben ser aportadas al discurso estético y que
ciertas cuestiones deben ser revisitadas.
Las inflexiones comportan tres puntos: la ontología de los dispositivos de producción, la
naturaleza de la experiencia estética, los qualia estéticos. Las nuevas interrogaciones derivan
en la poética y en la belleza.

Las inflexiones

Tal como anticipó Walter Benjamín y como lo explicitó Noël Carroll, quien ha sido puesto en
relevancia en Francia por Roger Pouivet, de ahora en adelante habrá que tener en cuenta la
masificación del arte y admitir, en consecuencia, correctivos importantes para la ontología del
arte.
Los productos artísticos (prefiero esta expresión a la de “obra de arte de masas”, que todavía
arrastra la antigua ontología de la unicidad) tienen que ser considerados desde instancias
múltiples. Son indisociables de las máquinas y de los dispositivos de producción (se trate de
medios de comunicación de masas o, en el caso de un tipo de caso particular aparentemente
inscrito en el mundo de lo poco frecuente y de la autenticidad, los componentes de una
instalación en un centro artístico). Son accesibles de manera inmediata a públicos
indeterminados (con su “lanzamiento”, un cierto aire de moda se destina a todo el mundo). A
diferencia de Carroll y de Pouivet, considero que no hace falta endurecer estas condiciones de
definición ni continuar separando de manera estanca “artes de masas” y “artes de élite”: en las
épocas romántica y moderna la distinción neta entre las dos todavía resultaba pertinente,
puesto que, precisamente, se trataba  de la época de la estética de la distinción. Sin embargo,
si en estas épocas la estética hubiera procedido, tal como sugerí antes, a partir de la música y
de la ópera, de la literatura impresa o del arte decorativo y ornamental, no se hubiera valorado
tanto la particularidad, la autenticidad, el contenido del sentido ni, finalmente, aquellos
fetiches que son las obras de arte con su coronación como obras maestras.
En resumen, hay que llevar a término una transposición ontológica que haga de la unicidad un
caso particular y un caso límite de las instancias múltiples y que insista por principio en la
producción del arte y de sus condiciones contextuales.  
En lo que concierne a la experiencia estética, el reajuste a hacer es considerable y tendría que
ver, si se produjera, con una revolución conceptual. Se trata, en efecto, de ver en la
experiencia estética, antes que nada, una noción a elucidar y no un punto de partida evidente
e incuestionable por sí mismo. Decir que se trata de una noción a elucidar tiene un sentido
preciso: hay que proceder a investigaciones descriptivas, históricas y también transculturales,
para establecer cuáles son las variedades de la experiencia estética según los objetos que
producen la experiencia en cuestión: un animal bello para la vista, el paisaje, una persona
joven, vieja o madura, un objeto o un espectáculo natural, vegetal o mineral, un objeto
tecnológico, una obra de arte, una experiencia esencial de un tipo o de otro. De nuevo en
estos casos, los materiales a nuestra disposición son innombrables: descripciones literarias,
textos de crítica de arte, de filósofos, declaraciones de artistas; maneras de hablar populares y
ordinarias, teniendo en cuenta la diversidad de las culturas, aunque sea sólo a dos de ellas: el
lenguaje de la crítica de arte africana, estudiado por James Farris Thomson, o las sutiles
conceptualizaciones de la experiencia estética en Japón, a través de conceptos como sabi (la
belleza de lo antiguo), wabi (la belleza de la transcendencia y de la pureza), aware (la
aprehensión empática de la belleza fugitiva de la naturaleza), yugen (la mezcla de la belleza
corporal de la superficie y la belleza espiritual profunda), etc. Ya en el seno del siglo XIX
europeo se pueden discernir elementos y componentes de la experiencia estética muy
diferentes, según se lea atentamente a Baudelaire, a Gautier, a Kierkegaard, a Schelling, a
Schopenhauer o a Huysmans. Uno se dará cuenta en este caso de que en la idea de
experiencia estética converge una familia de experiencias a la vez parecidas y diferentes en
ciertos aspectos. Por ejemplo, Baudelaire acerca esta experiencia a la del vino, de la droga, del
perfume y del viaje, mientras que la línea romántica pura y dura la acerca a la experiencia
religiosa y, a veces, a la experiencia sexual (Don Juan). Igualmente, la descripción plotiniana de
la contemplación del uno se retoma fielmente en numerosas definiciones de la experiencia de
la belleza. Añadiré que un respeto real de la diversidad que comporta la noción evitaría
distinguir demasiado entre los efectos estéticos de las artes de élite y las artes de masas: la
Muerte de Sandanapalos de Delacroix tiene tanto un valor erótico como un valor formal,
mientras que la Madonna del parto de Piero Della Francesca tiene tanto un efecto
tranquilizador –gracias a su recogimiento, como –tal como lo ha mostrado Michael Baxandall–,
una incitación de las aptitudes más lúdicas del cálculo mental. Algunos cómics o algunas piezas
de música de trance requieren paralelamente sentimientos mezclados y revueltos.
A la luz de este estudio de la experiencia estética, una tercera inflexión de la investigación
estética debería afectar a los qualia estéticos.
Los filósofos de inspiración analítica han substituido el término cualidades segundas de la
filosofía clásica por el de qualia. Habría que preguntarse qué son efectivamente los qualia
estéticos, si se trata de simples qualia o se trata de un tipo particular de qualia, y, sobretodo,
con qué se relacionan y a qué se refieren; en definitiva,  qué experiencias los suscitan y cómo
lo hacen. Estas cualidades estéticas vividas pueden, efectivamente, relacionarse con objetos
muy diversos e incluso pueden no relacionarse con ningún objeto, en tanto que es la totalidad
de lo vivido lo que tiene un color estético. Desde esta perspectiva, sería interesante comprobar
si no se puede reinterpretar en términos de qualia la distinción kantiana entre belleza
adherente y belleza libre. Apunto esto de manera sólo programática.
Estas nuevas inflexiones ya cambiarían muy sensiblemente la estética, en tanto que servirían
para ampliar su campo, reinterpretando ciertas nociones consagradas y poniendo fin a la más
extraña de las cegueras, la de ubicar la experiencia estética en el centro de una disciplina que
no se ocupa, sin embargo, de nada externo a ella misma.

Por un retorno de la filosofía del arte y de la filosofía de la belleza

Ahora habría que preguntarse si no hay que ir mucho más lejos suscitando de nuevo algunas
de las cuestiones tradicionales de la filosofía del arte menos atenidas por la estética.
Ésta, preocupándose únicamente por el elemento de sensibilidad y de recepción, ha tenido
tendencia a abandonar las interrogaciones de fondo sobre el arte, sobre las prácticas humanas
en éste ámbito, sobre las funciones que cumplen, sobre las gestiones de producción, sean
elitistas o populares, profesionales o de aficionado, pautadas o desviadas, individuales o
colectivas. Hay varios dominios de investigación cruciales que deben ser revisitados, puesto
que el arte no sólo tiene funciones estéticas.
Así, hay también funciones cognitivas, educativas, identitarias, extáticas, mágicas, políticas.
Hay también un papel de medio de comunicación colectiva y de afirmación comunitaria.
El arte como producción, como poesía, como práctica, escapa también en gran medida a las
constricciones de la problemática estética. Así, hoy en día, en numerosos países, hay grupos de
artistas que defienden la exclusión del “todo estético” en provecho de disposiciones
conceptuales, cognitivas, comunicativas, o en nombre de los valores de la “Poiética”, esto es,
de la acción. Después de todo, una de las características más importantes del arte es que no
sirve para nada y que no tiene una función evidente ni inmediata, y no está claro porqué
deberíamos querer cueste lo que cueste conservar una función única que fuera la función
estética. Ante la invasión de una estética difusa, ante la estatización generalizada de las
sociedades contemporáneas, se pide optar por defender con lucidez un arte que no tenga
nada que ver con la estética, que se burle del placer, de la recepción y de la sensiblidad, para
reencontrar su simple naturaleza del hacer, valorándose en tanto que tal y por él mismo, esto
es, valorando su naturaleza de actividad con finalidad pero sin fin.
Podemos interrogarnos sobre la significación estética del rap; es ciertamente interesante –y
probablemente todavía lo sea más cuando es practicado por amateurs– en tanto que
producción verbal con una función expresiva e identitario–reivindicativa. Podemos
interrogarnos sobre la estética de la música techno como arte de masas, pero es más
interesante tratar de comprender porqué hoy en día muchos artistas plásticos, conocidos o no
conocidos, son también DJs que producen House music en medios profesionales o en círculos
de amigos. Podemos interesarnos por la estética del best-seller pero es al menos tan
interesante interrogarse sobre la proliferación de blogs y de puestas en escena de uno mismo
en la red.
Hay otra cuestión que debería repensarse, la de la belleza.
Si una noción ha resultado frecuente en la filosofía desde que se ocupa del arte e incluso
antes, es la de la belleza. Esta idea, por más oscura que sea, debe interesarnos al menos en
referencia a tres aspectos.
Por una parte, concentra en torno a ella todo aquello de lo que el arte y la experiencia estética
son portadores como promesa. Importa poco que la belleza sea tan difícil o incluso imposible
de definir; a pesar de ello, está en el corazón de la experiencia del arte como un fin absoluto y,
a la vez, inalcanzable.
Por más elaborado y variado que sea el vocabulario japonés de la experiencia estética, siempre
se refiere a una experiencia de la belleza, sea en los rasgos de la edad (sabi), en los del espíritu
(wabi), en los del sentimiento de la fragilidad de la naturaleza (aware) o en la relación entre lo
más superficial y la interioridad (yugen). Podríamos realizar las mismas observaciones respecto
a las categorías estéticas occidentales: lo bonito, lo sublime, lo excitante, lo deseable, lo feo e
incluso lo horrible participan también de la belleza cuando los valoramos estéticamente. Es por
ello que, si bien no conseguimos desembarazarnos de la belleza, tampoco nos podemos
deshacernos de su carácter indefinible. 
La noción de belleza es interesante en segundo lugar porque, justamente, puede ser explicada
de tantas y variadas maneras: por la proporción, el ritmo, la medida, la función, el bien, la
moralidad, lo espiritual. Lo que al filósofo le parece engendrar una anfibología infernal es, de
hecho, el corazón mismo de la noción y de su funcionamiento.
Finalmente, la belleza no tiene que ver sólo con el arte, sino también con la naturaleza y las
especies naturales, con el cuerpo humano, con la virtud y con las buenas acciones: así, esta
noción establece el puente entre el dominio estrictamente estético–artístico y el dominio del
ser en general. Los filósofos y los teólogos de la época medieval se interrogaban por saber si lo
Bello forma parte de los transcendentales o no; es muy posible que hoy en día esta cuestión
mantenga su pertinencia.
Por esta cuestión, al igual que hoy nos hace falta captar la experiencia estética en su compleja
variedad, del mismo modo debemos redescubrir todo lo que en el arte no revela la estética, al
igual que debemos reconsiderar la cuestión de la belleza, en lo propio y lo figurado, tanto
como cuestión metafísica como realidad en el corazón del arte.
Siempre se puede afirmar que el arte del siglo XX ya no fue un arte de la belleza; pero
afirmaciones como ésta sólo son posibles si se excluye del mundo del arte la moda, el diseño,
la fotografía y casi la totalidad del cine. Pues vaya “bella” victoria de la reflexión, si la ganó
pagando el precio del empobrecimiento del campo del objeto…
En resumen, la estética no debe ser redimensionada drásticamente para tomar en cuenta el
nuevo régimen del arte globalizado, industrializado, abandonado a los imperativos del turismo
y del acontecimiento cultural. No sólo debe tomar en cuenta también una gamma extensa de
fenómenos estéticos la mayoría de los cuales se están produciendo fuera del mundo del arte.
A la vez, debe sumergirse en una filosofía del arte más ambiciosa, más ansiosa de
producciones, de prácticas y de funciones, y, sobretodo, sobre el enigma de la belleza y de su
devenir.
Estas proposiciones podrían ser acogidas como sugerencias de consolidación o de salvación de
la estética o, al contrario, como la conclusión que se deriva de la constatación de su fin y de la
necesidad de una renovación de la filosofía del arte. Lo esencial es que, tanto en un caso como
en otro, entendamos que con el cambio de régimen del arte debemos cambiar también
nuestros paradigmas de aprehensión.

© Disturbis. Todos los derechos reservados. 2009

Yves Michaud, filósofo francés ex director de la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes de
París, autor de El arte en estado gaseoso, ensayo sobre el triunfo de la estética (Stock,
2003), -entre una larga lista de títulos-, plantea que "en una sociedad que lo coloca todo bajo
el signo de la belleza, el gesto deportivo es arte, el maquillaje es arte, el diseño es arte, el
cuerpo es arte, la cocina es arte, todo es arte excepto el arte", y parece que a México le
cuadra perfectamente el concepto, pues el arte contemporáneo se inscribe en la lógica de la
producción industrial y el consumo relativa e involuntariamente masivo junto con la
sobrepoblación de artistas, temas que forman parte de esta entrevista realizada en Mérida a
propósito de una conferencia y como preámbulo a la participación de Yves Michaud en el
Tercer Simposio Internacional de Teoría sobre Arte Contemporáneo (SITAC) que tuvo lugar en
el Teatro Insurgentes en la Ciudad de México en el mes de enero.b

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