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Lo cierto es que la oposición a estos nuevos procesos políticos latinoamericanos pasa por
oponerlos en un eje semántico malos vs. buenos, con aquéllos que signifiquen una
izquierda afín a las formas políticas del republicanismo burgués, y que –no casualmente-
resultan funcionales a los mecanismos del libre mercado económico: la Concertación
chilena, el tibio gobierno de Tabaré en Uruguay –que comercia privilegiadamente con
Estados Unidos-, el modo “civilizado” con que Lula ha tratado con los grandes empresarios.
Sería importante hacer una breve referencia inicial a filosofía política: el pactismo liberal “a
la” Habermas privilegia el acuerdo normativo sobre el conflicto de fuerzas; de tal modo,
para esa versión el pacto es lo primero, y sobre él –y acorde a sus normas- se desarrolla el
enfrentamiento político, “domesticado” de entrada por dicho pacto. Pero desde cierto
marxismo, y sobre todo desde las derechas antiliberales, se ha propuesto que lo
propiamente político es el enfrentamiento inicial, y que de él dependen posteriormente los
acuerdos que pudieran realizarse (es lo que afirma Jorge Dotti en Argentina, retomando de
manera heterodoxa a C.Schmitt): es decir, no hay garantía alguna de normas en común, de
modo que en verdad los sistemas políticos no operan ninguna forma o guión “a priori” para
resolver sus contradicciones, sino las resuelven acorde a relaciones que son siempre de
fuerza, y siempre casuísticas y contingentes.
Por cierto, puede alegarse consistentemente que es necesario que exista representación,
pues en la complejidad de la sociedad actual sería imposible prescindir de mediadores a la
hora de las decisiones cotidianas, como ocurriría con un autogobierno directo. Por mi parte,
comparto ese argumento. Pero de ello a sostener que la participación ciudadana deba
limitarse a elegir representantes cada cuatro o seis años, evidentemente hay un salto muy
grande. Salto que la democracia parlamentaria (dentro de la cual incluyo, es obvio, los
regímenes “presidencialistas” que sostienen parlamento dentro de la división de poderes)
realiza sin inconvenientes, pretendiendo que el elegir representantes basta para legitimar
los regímenes políticos, o al menos para dar la base mínima necesaria de tal legitimación.
Podría –y debiera- haber modos más directos de ejercicio de la soberanía popular, que la
democracia parlamentaria habitualmente no incluye: herramientas de cancelación del
mandato de los dirigentes electos, iniciativas populares que deban ser aceptadas con un
número mínimo de firmas, asambleas periódicas de vecinos o de ciudadanos. Todo eso es
democracia, pero no está incluido en el mecanismo delegativo de la democracia
parlamentaria.
Pero algunos políticos e intelectuales exageraron la nota. Es válido entender entonces que
la democracia parlamentaria, por más parcial y limitada que sea, es efectivamente una
forma de ejercicio donde se pone límites a los atropellos que podría cometer una dictadura.
En ese sentido no es una democracia “formal” exclusivamente, como cierta izquierda ha
solido entender. Pero, a contrario sensu, no podría pretenderse que, con ello, la democracia
parlamentaria conlleva todo lo que de democrático pudiera pedirse de un sistema político.
Una democracia radical (es decir, que se realice “de raíz”) es mucho más que ello, aunque
mantiene las nociones de libertad de reunión, de credo, de tránsito, de asociación, etc.
Pero incluye estas libertades, rebasándolas: además sostiene formas de participación
directa que la democracia parlamentaria no incluye; a la vez que es más coherente en la
salvaguarda de los derechos civiles, al atender lo económico como aspecto que
limita/condiciona el ejercicio de la ciudadanía dentro de la modalidad capitalista de división
de clases sociales.
A la vez, hay un deslizamiento semántico muy curioso desde la noción de dictadura hacia
una vaga idea de “totalitarismo”. No puede decirse que Chávez dirija una dictadura: ha
ganado siete elecciones consecutivas, contra una prensa y un gran empresariado que lo
han enfrentado de manera abierta y permanente. Pero entonces, se dirá que su ejercicio
del poder está infestado de personalismo, liderazgo carismático y por ello antidemocrático
y extrainstitucional, que persigue a la prensa libre (basta ver TV en Venezuela para advertir
cuánto se puede decir allí contra las autoridades constituidas) y otras muchas acusaciones
parecidas, a través de las cuales el segundo polo del eje democracia/dictadura se
superpone con aquellos que no siguen el libre mercado; según el credo neoliberal, serían
quienes no siguen el ejercicio de la libertad.
De tal modo, se connota que los gobiernos latinoamericanos que provisoriamente hemos
llamado “populistas” (sin asumir por nuestra parte lo que de peyorativo suele asociarse a
dicha denominación), serían poco menos que “dictatoriales”. De un lado, la democracia de
libre mercado; del otro, los populismos que arrasarían con las libertades, casi de la misma
manera que una dictadura.
Lo grotesco es que se parecen bastante más fielmente a una dictadura, ciertas democracias
parlamentarias sumamente condicionadas; tal el caso de Uribe en Colombia. Los ataques a
Evo Morales o a Chávez mientras se silencia la cuestión colombiana –donde el gobierno es
un firme aliado de los Estados Unidos-, muestran de modo desnudo la hipocresía de toda
esta trama discursiva: gobiernos de “mano dura” con derechos civiles recortados, si están
con el libre mercado, son súbitamente asumidos como democráticos. Y gobiernos que
sostienen más libertades en los hechos, y que además mejoran las condiciones sociales y
económicas de los excluidos del ejercicio de la ciudadanía, son considerados no-
democráticos o anti-democráticos.
Por cierto que el ruido mediático va en esta dirección en no pocos de nuestros países;
incluso en algunos de ellos (Argentina, Venezuela) los medios son la principal oposición a
los gobiernos de Kirchner y de Chávez, ante la falta de posibilidad de articular una
oposición política suficientemente creíble, y que convenza de que pueda llevar a cada una
de estas sociedades a una mejor situación que la que hoy tienen.
Colabora a ello no sólo la mala fe de los dueños de muchos de los medios más exitosos,
sino la flagrante ignorancia de un sector nada menor del periodismo, que no realiza
estudios específicos, y se deja llevar por la versión hegemónica y el sentido común más
ramplón, a la hora de analizar la situación política de nuestros países (5).
El del populismo es un tema complejo, que requeriría un trabajo aparte de éste: por ahora,
sin embargo, haremos una cierta aproximación, a los fines de re-semantizar esta categoría,
que ha gozado de muy mala prensa habitualmente.
A su vez, hay otras condiciones que sí tienen que ver con lo económicosocial, y que pueden
ser factores que cointervengan en ese sentido: tenemos en nuestros países a un amplio
abanico de sectores sociales no ciudadanizados; los cuales por marginación, miseria,
analfabetismo, etc. (factores no independientes entre sí, por supuesto), no participan en
absoluto del acceso a los bienes y servicios que se supone son propios de quien está
integrado a lo social. El resultado es esperable: por una parte, la expectativa de algún
salvador que haga el milagro de salir de un golpe de la miseria y la exclusión; de tal modo,
la aceptación de liderazgos unipersonales carismáticos. Por la otra, ningún apego por las
formas republicanas establecidas: ellas se aparecen abstractas, resultan efectivamente
ajenas, desconocidas en su funcionamiento, y evidenciadas como ineficaces para resolver
los problemas cotidianos. Por ello, a estos grupos sociales tales formas institucionales no
les importan en lo más mínimo; una condición muy diferente de la que acaece con las
poblaciones muy mayoritariamente integradas y letradas que se encuentran en las
sociedades del capitalismo avanzado de democracia parlamentaria.
Por otra parte, la debilidad de la sociedad civil en nuestros países, hace que el parlamento
–tanto como el sistema político en su conjunto- pueda desligarse fácilmente de las
ataduras que otros sistemas tienen frente a sociedades con mayor peso para presionar. Las
instituciones del sistema político en Latinoamérica son fácilmente colonizadas por el capital
y el consiguiente peso e influencia de los más poderosos, descuidándose así la necesidad
de una legitimación relativamente universalista, que incluya a todos los sectores sociales.
En todo caso, es curioso que la forma organizativa del partido, que está fuertemente
desprestigiada y no genera arraigo ni entusiasmo casi en ninguna parte del mundo,
pretenda asumirse como la modalidad “universal/a priori” válida de organización política,
para enfrentar a partir de ella a los liderazgos personalistas latinoamericanos, vistos como
una ofensa a la democracia efectiva. ¿Qué democracia podrían asegurar los partidos
políticos? Por lo menos en su modalidad actual o las cercanas, es claro que muy poca (7).
Lo cierto es que el populismo, pasada su versión de los años setentas, ha mostrado que no
hay modernización que le impida reaparecer –contra lo que se imaginó en tiempos del
desarrollismo-; y, por cierto, que está muy lejos de ser “irracional” o siquiera “a-racional”,
como plantean no pocos autores, de manera explícita o implícita. Llamar irracional al
seguimiento carismático es sostener una noción perimida y mínima de lo racional, que
limita esto a lo intencional-conciente; según esa versión sería racional sólo lo previamente
“razonado”.
Pero llorar cuando tenemos dolor, es racional; gritar cuando nos atacan es racional, en
tanto son reacciones sobre cuya pertinencia podemos argumentar consistentemente. Todo
aquello que podemos defender argumentativamente resulta racional; de modo que son
situaciones no razonadas “a priori”, sino a posteriori (o, mejor, simplemente situaciones
pasibles de ser razonadas, aunque a menudo no las hagamos efectivamente
argumentadas).
Este breve paso por la filosofía lo damos para argüir contra las groseras calificaciones de
“irracionalismo” en contra de los populismos efectivamente existentes. Estos podrán ser
más o menos beneficiosos para aquellos a quienes afectan, pero de ningún modo serían
rechazables por ser “menos racionales” que los sistemas políticos que pasan por las (no
siempre) sesudas argumentaciones en la discusión parlamentaria.
Por otra parte, hay en la tradición teórica un término que remite a un fenómeno en parte
análogo al del populismo: el del cesarismo, según la postulación gramsciana. El autor
italiano, siempre especialmente atento a lo específicamente político, remitió a esa categoría
para pensar el caso de quienes, a partir de una situación nacional especialmente
antagónica, en un determinado momento aparecían como salvadores de la Nación, al
ponerse por encima de las fracciones en pugna. Se trataba también de un liderazgo
advertido como providencial, que podía –según el caso- ser conservador o progresivo.
Los populismos, por ello, responden a la caracterización inicial de Laclau según la cual su
contenido es variable, respecto a los intereses de los sectores sociales involucrados. Si bien
el autor argentino radicado en Inglaterra tomó esta noción desde una visión althusseriana
de lo ideológico (que remite al concepto de “interpelación”), es notorio que pese su
sedicente antihistoricismo (8) el teórico argelino-francés reasumió –dentro de otro formato
conceptual- el legado de Gramsci, como se hace obvio en su noción de “aparatos
ideológicos del Estado” (9).
Aquí coinciden –entendamos que causalmente o no- Laclau con Gramsci: el fenómeno de
liderazgo personal carismático de masas, puede ser retrógrado o progresivo. Laclau
insistirá en que la cuestión es discursiva: el populismo antagoniza al pueblo contra algún
enemigo que ocupa el otro polo de dicho antagonismo. Qué se entienda por “pueblo”
variará según el caso, y en aquella concepción inicial Laclau lo extremaba tanto como para
incluir en esta caracterización a Mao por una parte, y a Hitler en el otro extremo.
Por otra parte, los populismos no son expansivos; implican privilegiar al pueblo sobre las
elites, pero no al propio pueblo por sobre los pueblos vecinos (o no tanto), como sucedió
en el caso del nazismo.
Pero en esta ocasión histórica tiene un tinte anticapitalista mucho más marcado que el de
sus antecesores, los mejores de ellos reformadores al interior del capitalismo mismo. No
por nada Condoleezza Rice ha hablado de los populismos radicales como el nuevo enemigo
de los intereses estadounidenses en Latinoamérica.
Notas y referencias:
(1) Esto es muy patente a nivel mundial, y también latinoamericano. Quizás el caso
mexicano sea el más acentuado en ese sentido. Puede verse escritos instalados en la más
cómoda presuposición de “limpieza” democrática procapitalista, p.ej. Hernández Rodríguez,
Rogelio: “Los intelectuales y las transiciones democráticas (de la inconformidad como oficio
a la responsabilidad política)”, cuyo nombre es de por sí bastante elocuente; en el libro de
W.Hofmeister y H.Mansilla: Intelectuales y política en América Latina (el desencantamiento
del espíritu crítico), Homo Sapiens, Rosario, 2003; también Salazar Carrión, Luis:
“Hirschman y las retóricas de la intransigencia”, en VV.AA., Los intelectuales y los dilemas
políticos en el siglo XX, FLACSO-Triana ed., México D.F., 1997, tomo I ; en el caso de
Salazar, cambió el contenido de sus certidumbres pero no la actitud de sostenerlas
tenazmente, desde cuando escribía textos de un crudo cientificismo de corte althusseriano.
(2) Atilio Borón ha dedicado varios artículos en los últimos años a demostrar la
contradicción intrínseca entre ensanchamiento democrático y mantenimiento del
capitalismo.
(3) El caso de M.Friedman como asesor de la dictadura chilena fue especialmente elocuente
al respecto. Friedman no tuvo problema alguno para colaborar con un gobierno que
destrozó el respeto por los derechos humanos, y que acabó por la fuerza con una
administración elegida en elecciones transparentes. No hubo mínima contradicción para él
entre libre mercado y dictadura. Sólo que, cuando hacia comienzos de los ochentas el
modelo económico pasó por una crisis que llevó a que Pinochet prescindiera de sus
servicios, Friedman halló una salida elegante para su colaboracionismo, declarando que
quizá era imposible que una dictadura pudiera hacer funcionar una economía de mercado
como la que él preconizaba.
(4) Hinkelammert, F.: Crítica de la razón utópica, DEI, San José de C.Rica, 1986
(5) Los “maestros” periodistas en estas posiciones son bien conocidos: Andrés
Oppenheimer, Álvaro Vargas Llosa, Mariano Grondona, Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos
Montaner…las ciencias sociales ausentes por completo, y sin aviso.
(6) Laclau, E.: Política e ideología en la teoría marxista, Siglo XXI, Madrid, 1978
(7) El desencanto con la política existente y el “fin de las ideologías” ligado a la in-
diferencia hacia la organización del gobierno, se expresan múltiplemente en la literatura
europea sobre Filosofía política y ciencias sociales. Algunos ejemplos: Baudrillard, J.: La
izquierda divina, Anagrama, Barcelona, 1985; Guéhenno, J.: El fin de la democracia (la
crisis política y las nuevas reglas del juego), Paidós, Barcelona, 1993; Ranciere, J.: El
desacuerdo, Nueva Visión, Bs.Aires, 1996
(8) Althusser, L.: La revolución teórica de Marx, Siglo XXI, México, 1968
(10) Ha habido casos de populismos asiáticos o africanos que habría que analizar en su
especificidad, casos Nerhu, Nasser o Sukarno.-
(11) En el momento de escritura del presente texto (febrero 2007) acaba de ascender
Correa como presidente, enfrentando no pocas dificultades y obstáculos. No puede
predecirse si su puja con el Congreso –típica de las contradicciones a que refiere nuestro
artículo- será finalmente ganada o no. Sí es visible la radicalidad ideológica a que adscribe
el presidente ecuatoriano.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar
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