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ZAPATOS DE BEBÉ

Llegaron hasta la entrada del pueblo al pasar el


mediodía. El sol atravesaba con timidez las nubes que
atenuaban su calor. Los campos cubiertos de nieve brillaban.
Habían cruzado el bosque en carruaje, y a mitad de camino el
jinete no logró sortear un tronco, que provocó que quienes
venían atrás se sacudiesen con violencia. Estuvieron a punto
de caer, pero se sostuvieron. Continuaron y en pocos minutos
llegaron. Se sacudieron el polvo de sus ropajes y solo
entonces, cuando buscaron su maleta, descubrieron que ya no
estaba. Se les había caído.
Se lamentaron por un momento, pero no dudaron en
regresar. El carruaje había partido y el camino al pueblo se
veía desierto. Él decidió que debería quedarse allí, solo.
Era el más fuerte de los tres, el más grande. Podría buscar
un lugar en donde quedarse, mientras los otros regresarían
por el camino, buscarían el equipaje y volverían al pueblo.
Es sabido que una mujer no podría quedarse aquí sola. Se han
escuchado historias estremecedoras sobre su destino. «Este es
un pueblo de hombres hambrientos», pensó.
Llenaron sus cantimploras con agua y se perdieron entre
el camino blanco que se desdibujaba al descender la colina
sobre la que se levantaban las pocas casas. «No tardarán», se
dijo. Si todo sale bien, en poco más de una hora estarán de
vuelta.
Se adentró al pequeño pueblo. Vio una puerta
entreabierta. Sobre esta, podía distinguirse un letrero
cubierto de nieve. Pensó que podría ser un bar. Se aproximó y
con sigilo introdujo su cabeza. Dentro, una luz amarillenta
cubría el lugar que parecía discreto. Logró divisar una barra
al fondo y se atrevió a empujar la puerta para entrar. No
había nadie más que el hombre tras la barra, quien lo miraba
con sorpresa y desagrado mientras limpiaba un vaso y lo
llevaba hasta la repisa. Sacudió su saco y lo acomodó en el
perchero. Adentro se sentía un poco más cálido y húmedo. Tomó
asiento.
— ¿Qué se le ofrece? —preguntó el hombre tras el
mostrador, con indiferencia.
—Busco un lugar para descansar. Somos tres. Los otros
salieron en busca del equipaje que se nos cayó en el camino.
—respondió. No quería perder tiempo. Intentaría pedir un vaso
de cerveza con la promesa de que lo pagaría cuando los otros
llegasen.
—Y ¿quiénes son los otros? —preguntó nuevamente,
mostrando ahora algo de interés.
—Mi esposa y su hermano. Pasaremos esta noche, y mañana
continuaremos a través de la montaña, hacia nuestro pueblo
que se encuentra del otro lado.
—Sabes que no es buena idea quedarse en este lugar,
¿verdad?
—Lo sé, pero no teníamos opción. Las tormentas de los
últimos días han dificultado el transporte. Ya nadie quiere
venir por estos pueblos sino hasta que baje la nieve.
—Si han decidido no venir, o vienen muy poco, debe ser
por algo. ¿No crees? —de pronto su tono de misterio empezó a
incomodarlo. Sintió de inmediato que aquel hombre sabía algo,
pero no se lo diría sino hasta cuando se le antojara. Y eso
le molestó.
—Mira. Hemos decidido venir, porque debemos llegar
hasta el pueblo de inmediato. Tenemos urgencia y no podemos
tardar. No podemos perder un día más de los que ya hemos
perdido. Por eso hemos venido, y nos quedaremos aquí esta
noche. Y mañana partiremos a la madrugada. Quiero saber si
tienes un lugar para nosotros.
—Tengo un lugar, claro que sí. Mira, allá. —y apuntó
con su dedo a su derecha, hasta un pasillo que conducía hasta
la parte trasera de la casa. —Hay dos cuartos. Las camas son
duras y poco confortables. Pero no pasarán frío. Además, les
motivará levantarse temprano. Te lo aseguro.
El hombre se limitó a mirar el lugar, sin decir nada.
Regresó la vista al camarero.
—¿Qué tan lejos perdieron el equipaje? —continuó con su
interrogatorio.
—Posiblemente a una media hora a pie.
—Bastante cerca. El lugar es peligroso. Si has pasado
por aquí, deberías saberlo.
—Tenía entendido que dentro del pueblo.
—En épocas de tormenta, los pillos merodean de cuando
en cuando el bosque, en busca de viajeros, como ustedes.
—No me quieras tomar por tonto. —Respondió enfadado.
—Te lo he dicho en serio. Por acá ya ningún lugar es
seguro.
—Saben defenderse. Llegarán. Ya lo verás. Mientras,
sírveme una cerveza. Te pagaré en tanto lleguen.
El hombre soltó una pequeña risa. Hizo el gesto de
contenerla y continuó.
—Mira. Si yo fuera tú, en lo que menos pensaría ahora
es en la cerveza. La tormenta caerá pronto. Lo he visto en
las nubes. No esperará la noche. Y cualquiera que se
encuentre en su paso, no sobrevivirá para contarlo.
—Sintió de pronto que debió haber escuchado al
desagradable hombre desde el principio. No podía seguir
perdiendo tiempo. Se apresuró hasta la puerta, tomó su
chaqueta y salió.
Fuera, un viento gélido lo golpeó. De pronto, las casas
que estaban tan cerca parecían desaparecer tragadas por un
impulso blanco que iba creciendo. Frente a él, un túnel con
una garganta que oscurecía a la distancia. Caminó apenas unos
pocos pasos fuera del bar, y se dejó caer por la fuerza de la
ventisca. Sus pies parecían hundirse en la nieve que se iba
acumulando. Tomó fuerza y regresó. Entró con violencia, y
volvió a ver al hombre tras la barra. Este lo miró,
nuevamente sin sorpresa. Ahora no dijo nada.

***

Caminaron poco más de diez minutos. Quizá quince.


Pensaron que estaban cerca del lugar en donde el carruaje
había golpeado. Intentaron cruzar un pequeño puente. Ella
resbaló al borde del camino y rodó por una pequeña ladera. Él
la vio caer hasta el fondo de esa leve hondonada, e intentó
bajar. Entonces, entre las ramas de los árboles cubiertas de
nieve, vio salir dos sombras que la arrastraron y se la
llevaron de inmediato. Escuchó su grito que calló de al
momento, quizá por una mano sobre su boca. Intentó correr en
la nieve, pero cayó. Quería gritar, pero no serviría de nada
hacerlo. Levantó la cabeza y los vio perderse por entre los
árboles. Caminó en su dirección. Entonces la tormenta llegó.
La nieve golpeaba su cara y sintió su mandíbula temblar. Su
hermana se había perdido y él estaba allí, desorientado y
tembloroso. Caminó pocos metros con dificultad. Todo a su
alrededor era blanco. Se sintió perdido. Alcanzó a vislumbrar
una pequeña cueva. Para su sorpresa, en el camino encontró el
equipaje que empezaba a sepultarse de blanco.

Sobre la nieve cae una pisada


cuya huella se pierde en la tormenta.
Su andar zigzagueante
dibujó un trazo líquido
Se alimentó y abrigó,
para retomar la búsqueda.
Volvió por sus pasos
se perdió en la frialdad
de la noche temprana,
partió atemorizado
al encuentro de su propia muerte.

***

Dentro del bar, el ruido de la tormenta era cada vez


más fuerte. El silbido del viento empezó a colarse por entre
los maderos de la puerta. Los esperó durante horas. Tenía aún
una leve esperanza de encontrarlos. «Se habrán refugiado»,
pensó. «Seguro en el camino hay refugios hechos por los
viajeros de a pie, en donde podrán resguardarse y descansar».
El hombre había atendido algún cliente que llegó y
salió de inmediato. Luego de eso, la nieve había subido tanto
que las puertas no podrían abrirse sino hasta el siguiente
día, con algo de trabajo.
—¿Aún deseas la cerveza? —preguntó desde la barra.
—Tengo sed y hambre. Me gustaría también un pedazo de
pan. —al instante, el hombre tomó un vaso y lo llenó. Sacó
bajo el mostrador un bloque de pan duro. Cortó con fuerza y
puso la rebanada en un plato. Se los extendió.
Al siguiente día, la tormenta había calmado. Lograron
salir del bar con algo de dificultad. Entonces intentó irse,
pero el hombre del bar lo retuvo.
—Aún tienes una deuda conmigo, le dijo mientras lo
sujetaba del brazo.
Le extendió su bolso. —Es todo lo que tengo. Si los
encuentro, podré pagarte.
Tomó el bolso y lo dejó continuar. Luego de eso, no lo
volvió a ver.
Al buscar dentro del bolso, encontró un par de pequeños
zapatos de bebé cocidos en cuero. Estaban envueltos, parecían
nuevos. Sobre éstos, una nota decía: “Me ha dicho, el
curandero del pueblo, que tendrás un hijo mío.”

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