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Sam Shepard

Convulsión
Si pudiera verme ahora, seguro que se enamoraría de mí, me apuesto lo que sea. Me
apuesto lo que sea a que sí. ¿Cómo podría no hacerlo? Miradme. Miradme ahora.
Como estoy. Si pudiera verme así: esperándola, horas antes, mucho antes de que
llegue, buscando cualquier señal o sonido suyo. Vería lo entusiasta que soy. Vería la
desesperación en mi pecho. Si pudiera verme ahora, desde la distancia, sin que yo
supiera que me está mirando, me vería tal y como soy. ¿Cómo podría no sentir algo por
mí, entonces? Algo, o quizás no. Quizás eso es..., o sea, a lo mejor las actitudes como
ésta provocan repulsión. No sé exactamente cómo funciona pero..., a lo mejor nace un
sentimiento de repulsión cuando alguien es demasiado entusiasta..., demasiado
disponible, demasiado dependiente. No lo sé. Alguna convulsión. No. No, eso no. No
es eso. Ni siquiera es una palabra, ¿no? Convulsionar. Si pudiera recordar aquella vez,
¿cuándo fue...? Aquella vez en Knoxville cuando estábamos besándonos en el tren,
aquel beso largo, largo que nos dimos, despidiéndonos, y de repente el tren empezó a
moverse, pero yo no tenía que acompañarla, o sea, ésa era la razón por la que nos
estábamos despidiendo, porque pensábamos que no nos veríamos durante mucho,
mucho tiempo y estábamos concentrados en ese largo..., sólo besándonos y
besándonos y de repente el tren se estaba moviendo y no había manera de bajarme.
Árboles y casas desaparecían a toda velocidad. Al final me dejaron en la estación
siguiente, que estaba a muchas millas de distancia, y allí estaba yo, esperando durante
horas el próximo tren de vuelta, o sea, si me hubiera visto entonces, de pie allí,
esperando, seguro, seguro que me querría. O sea, cómo podría no tener algún..., no
sé. Ya no sé qué es lo que hace que las cosas pasen, esa conexión. Si es que alguna
vez la hubo.
Cada vez que oía pasar un avión
Cada vez que oía pasar un avión por encima de nuestras tierras, mi papá tenía la
costumbre de pasarse los dedos por la cicatriz de metralla de su nuca. Estaba, por
ejemplo, agachado en el huerto, reparando las tuberías de riego o el tractor, y si oía un
avión se enderezaba lentamente, se quitaba su sombrero mexicano, se alisaba el pelo
con la mano, se secaba el sudor en el muslo, sostenía el sombrero por encima de la
frente para hacerse sombra, miraba con los ojos entrecerrados hacia el cielo, localizaba
el avión guiñando un ojo, y empezaba a tocarse la nuca. Se quedaba así, mirando y
tocando. Cada vez que oía un avión se buscaba la cicatriz. Le había quedado un
diminuto fragmento de metal justo debajo mismo de la superficie de la piel. Lo que me
desconcertaba era el carácter reflejo de este ademán de tocársela. Cada vez que oía
un avión se le iba la mano a la cicatriz. Y no dejaba de tocarla hasta que estaba
absolutamente seguro de haber identificado el avión. Los que más le gustaban eran los
aviones a hélice y esto ocurría en los años cincuenta, de modo que ya quedaban muy
pocos aviones a hélice. Si pasaba una escuadrilla de P-51 en formación, su éxtasis era
tal que casi se subía hasta la copa de un aguacate. Cada identificación quedaba
señalada por una emocionada entonación especial en su voz. Algunos aviones le
habían fallado en mitad del combate, y pronunciaba su nombre como si les lanzara un
salivazo. En cambio, mencionaba los B-54 en tono sombrío, casi religioso.
Generalmente solo decía el nombre abreviado, una letra y un número:

-B-54 -decía, y luego, satisfecho, bajaba lentamente la vista y volvía a su trabajo.


A mí me parecía muy extraño que un hombre que amaba tanto el cielo pudiera amar
también la tierra.

El sexo de los peces


Estaban hablando de lo cachonda que es la palabra «lonja». Luego ella dijo que
todavía era más cachonda la palabra «porción». ¿Qué clase de gente utiliza la palabra
«porción»? Entonces estuvieron un buen rato riéndose de eso. Esperaban visita. Entre
tanto él cargó el rifle de calibre 22 y salió a hacer puntería con los cuervos. Falló cinco
veces, pero de todos modos no quedó ninguno en el jardín. A la cabra no le gustaron
mucho los disparos y empezó a bailar sobre las patas traseras, y las ubres se le
bamboleaban de un lado para otro. Cuando le sacó el cerrojo al arma y lo dejó en el
armario, estaba pensando en su madre. Estaba a punto de llegar y seguro que el pelo
del crío le parecería demasiado largo.«Chico o chica? ¿Chico o chica?» Mientras
cargaba cinco cartuchos más, estuvo mirando a su mujer. Estaba lavando platos y
parecía un muchacho. Las manos de él eran alargadas y delgadas como las de una
mujer. El rifle parecía completamente macho. Los ciervos eran hembras, incluidos los
machos. Los puercoespines eran niños gordos. Los patos, tías. Los alces, hombres.
Las zorras, hembras. Los lobos, mitad y mitad. Los conejos, chochitos. ¿Los peces? No
supo clasificarlos. No hay nada tan difícil de clasificar como un pez. Los peces son
verdaderamente misteriosos. Y con esto lo dejó por aquella noche.

Nosotros y los dinosaurios


En Rapid City, South Dakota, mi madre me daba cubitos de hielo envueltos en
servilletas para que los chupase. Estaban saliéndome los dientes y el hielo me
insensibilizaba las encías.

Aquella noche atravesamos los Badlands. Yo viajaba en la bandeja que hay detrás del
asiento trasero del Plymouth, mirando las estrellas. El cristal estaba helado al tacto.

Nos detuvimos en la pradera, en un lugar donde había un círculo de enormes


dinosaurios de yeso blanco. No era un pueblo. Simplemente los dinosaurios iluminados
desde el suelo por unos focos.
Mi madre me llevó a dar una vuelta abrigado bajo una manta parda del ejército.
Tarareaba una canción lenta. Creo que era «Peg a´My Heart». La tarareaba bajito, para
sí misma. Como si sus pensamientos estuvieran muy lejos de allí.

Serpenteamos lentamente por entre los dinosaurios. Por entre sus patas. Bajo sus
tripas. Describimos círculos en torno al Brontosauro. Miramos desde abajo los dientes
del Tyranosaurus Rex. Todos tenían unas lucecitas azules a modo de ojos.

No había nadie. Sólo nosotros y los dinosaurios.

Sueño marino
La cama era para él un océano, incluso cuando estaba despierto. Las mantas se
ondulaban como las olas. Las sábanas espumeaban como las rompientes. Las
gaviotas caían en picado y pescaban a lo largo de su espalda. Hacía bastantes días
que no se levantaba y todo el mundo estaba preocupado. No quería hablar ni comer.
Sólo dormir y despertarse y volver a dormirse. Cuando fue a verlo el médico, se le meó
encima. Cuando fue a verlo el psiquiatra, le lanzó un escupitajo. Cuando fue a verlo un
cura, le vomitó. Finalmente lo dejaron en paz y se limitaron a pasarle zanahorias y
lechuga por debajo de la puerta. Era lo único que quería comer. Los demás habitantes
de la casa bromeaban diciendo que tenían un conejito, y él les oyó. Cada vez se le
aguzaba más el oído. De modo que dejó de comer. Empujó la cama hasta ponerla
contra la puerta, para que nadie pudiera entrar, y luego se durmió. Por la noche los
demás habitantes de la casa oían el silbido de los huracanes al otro lado de la puerta.
Y truenos y relámpagos y sirenas de barcos en una noche de niebla. Aporrearon la
puerta. Intentaron derribarla, sin conseguirlo. Aplicaron la oreja a la puerta y oyeron
gorgoteos subacuáticos. En la cara exterior de las paredes de esa habitación
empezaron a crecer algas y percebes. Comenzaron a asustarse. Decidieron encerrarlo
en un manicomio. Pero cuando salieron por el coche descubrieron que toda la casa
estaba rodeada por un océano que se extendía hasta donde alcanzaba su vista.
Océano y nada más que océano. La casa se balanceaba y cabeceaba toda la noche.
Ellos se quedaron apretujados en el sótano. Desde la habitación cerrada les llegó un
prolongado gemido y la casa entera se sumergió en el mar.

SAM SHEPARD (Fort Sheridan, Illinois, Estados Unidos de América, 5 de noviembre de


1943).

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