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Dibujos fuera del papel

Ricardo Rodulfo

CAPITULO 5

Homenaje a María Elena Walsh

Ligazones y mamarrachos

Cuerpo  Espejo  Pizarrón (Hoja)


(madre)

Caricia  Rasgo  Trazo

Ampliando nuestro modelo gráfico inicial, lo hemos redoblado con otra serie
que pretendemos articulada a la primera; y lo que desenvolvimos relativamente a
las funciones estructurantes de la caricia y del abrazo es lo que nos legitima la
hipótesis de un ponerla en secuencia con el rasgo y con el trazo.Las flechas en
dirección progrediente están para marcar una relación de transformación (mucho
más que un ‘progreso’, motivo que, sin embargo, no puede dejarse simplemente de
lado): algo del orden del acariciar, indican, se traslada a los otros dos términos u
operaciones, algo como necesario a su constitución. El dibujo del cuerpo propio y
del materno que llamamos caricia se adelanta así, a esta altura de nuestra

1
exposición, a los juegos de encuentro en el espejo y a los diversos dibujos en los
que el niño se “representa” sobre una superficie plana.
Pero por otra parte también encontramos una flecha en dirección
“regrediente” según los criterios clásicos que abre otra vinculación en la serie
presentada y ha de servirnos para diluir un primer mito obstáculo de cualquier
posible lectura: la de la caricia como presencia ‘más concreta’ y ‘menos simbólica’
que sus compañeros de serie 1 . Esta flecha dice de una acción que en la
constitución íntima del acariciar podrían ejercer el rasgo y el trazo, complicando la
ilusión (extremadamente fantasmagórica) de conocetitud ‘aquí y ahora’. Un
indicador de advertencia nos lo dio ya el juego de los niños a ser dibujados;
“cuidado, no piensen que una caricia está terminada como tal sin la inclusión del
rasgo y del trazo”. Esto determina otra manera de pensar los tres términos de
nuestra serie, no como una sucesión clasificatoria donde cada uno fuera “claro y
distinto” de los demás. Provisionalmente al menos, juguemos a considerarlos
modos, formas de la ligazón no con sino de lo corporal.
Sólo que (y esto marca una diferencia sensible, una vuelta de tuerca con
anteriores trabajos nuestros) 2 será preciso ampliar y matizar este “lo corporal”.
Hasta ahora dimos por sentada la instancia cuerpo de la madre, como si el hijo la
encontrara hecha y en ese sentido el escribir “aposentarse” puede tomar una
inflexión de comodidad engañosa: las cosas ya estarían resueltas. No es que la
experiencia clínica nos acompañaría en afirmar, en cambio sí a resaltar como auqel
trabajo de ligazón -que es a la vez una ligazón del trabajo- de lo corporal concierne
al armado de ese espacio “cuerpo de la madre” tanto como al propio. (Por supuesto
este proceso no lo podría llevar a cabo sólo un niño abandonado a la suerte de sus
juegos y fantasías, implica exactamente el concurso y la concurrencia íntima de
factores de la envergadura del mito familiar, así como conoce facilitaciones
genéticas). 3

2
Entrevemos otro destino histórico de este concepto de ligazón en el
psicoanálisis: su ingreso sacude la repartija de campos entre psicología y biología,
y eso no deja de incrementarse al desplazar el con a de: la escritura de la ligazón
(tanto en la teoría tanto en la manera de encarar los materiales de la clínica)
obstruye volver a disociar lo corporal de todo cuanto implique la noción de
psiquismo y de subjetividad. No es sólo decir entonces que el cuerpo del niño se
ligue como tal, como cuerpo, también es decir de un reacomodamiento en la teoría
que nos permita otro cuerpo imaginado: imaginar lo subjetivo apenas se oye o se
lee (en) lo corporal.
Si en cambio se limitara uno a la suposición de dos territorios, biológico -
corporal y psíquico - mental, vinculados entre sí por puentes de ligazón, aquel
destino se malograría sin remedio. No sería quizás lo peor el mantenimiento de dos
regiones o “niveles” tan ligados a los procedimientos de la metafísica occidental,
peor aún pensarlos como ya montados, previos a los trabajos de la ligazón. Esta
perspectiva vuelve ininteligibles las patologías graves de la niñez, sólo para ilustrar
una de sus consecuencias bien cotidianas, y de paso hacer notar que no se trata
para nosotros sólo ni principalmente de una refutación ‘filosófica’ sino que se
juega la eficacia de nuestra labor clínica. Los efectos de la metafísica no son
únicamente “textuales” -al menos no en una versión restringida de texto-, ganan la
calle, mejor dicho, la han ganado siempre, la han trazado incluso.
Entonces se plantea también la necesidad de tener sumo cuidado con el
entre, con la estrategia en la cual pensarlo, valiendo esto para ese mismo peculiar
emplazamiento, incómodo y difícil para hacer equilibrios en él, del psicoanálisis
entre la medicina y la psicología. Se habla además, significativamente, de
dominios, y apenas alguien con su cuerpo dice ‘cuerpo’ lo supone bajo el dominio
de lo biológico; ¿y cuál es el dominio del psicoanálisis? ¿La cuestión es
encontrarle uno, volviendo a repartir las barajas en una negociación

3
epistemológicamente arbitrada, el “inconsciente” por ejemplo -que en sí mismo ha
tendido, si consideramos su comportamiento concreto, a inquietar muy poco
aquella supremacía que coloniza el cuerpo por las ciencias biológicas-, o se trata de
un asalto más a fondo al motivo del dominio en sus prerrogativas, protocolos
burocráticos y en su vigencia más o menos aggiornada?
Tampoco es una salida... más que del paso, esa frecuente y enfática
declaración que invoca la “unidad psicosomática” (infaltable en toda reunión
acerca de ciertas problemáticas afecciones del cuerpo). Empezando por no pasar de
una declaración política (que acostumbra mentar la unidad donde campea la
discordia), siguiendo porque conserva intactos los términos de la oposición a
subvertir, terminando porque, de nuevo, recae inmediatamente en la imagen de la
ligazón como nexo entre dos órdenes perfectamente discernibles. Eso no es
penetrar a fondo en el trabajo de ligas. Si un niño autista no contrae ninguna de las
enfremedades corrientes de la infancia, al no habitar su cuerpo; si un niño con
depresión anaclítica no erige sus barreras inmunológicas ni gana peso al no
conseguir alojamiento seguro en un cuerpo materno consistente; si un niño con una
afección visual o una anomalía neurológica estructura dificultosamente su
narcisismo, manifestándose torpe y como ajeno a la tridimensionalidad; si un niño
desnutrido, aún cuando no llegase al punto de los daños cerebrales irreparables,
padece crónicamente del hecho de la desnutrición como traumatismo no sólo
proteínico; estos ‘ejemplos’ hacen temblar la dualidad espíritu/materia de un modo
no conocido antes del psicoanálisis, pero que el psicoanálisis a menudo retrocede
en sostener.
Rastros más contemporáneos de la recaída de siempre y de auqel no
afrontamiento los podemos encontrar en el vocabulario psicoanalítico, tal y muy
pertinente el caso de la oposición conceptual necesidad / deseo, standarizada en la
década del ‘50. Nadie iría a discutir, creemos, la necesidad teórica y clínica de la

4
diferenciación (que no se confunde con la premura de la partición binaria), otra
cosa es que, tras los diversos arabescos de Lacan, venga a parar a un redoblamiento
de la cuerpo biológico / mente psicológica. ¿Se ha ganado o se ha perdido? Es un
paradigma de uno de los tantos puntos donde la ambigüedad freudiana tiene la
ventaja de una mayor riqueza potencial y donde un vocabulario moderno, al no
estar pasado de moda, acarrea un coeficiente más elevado de poder mistificador.
La continuidad de una tradición metafísica a prueba de fuego se pone a prueba -
como si hiciera falta- en la ineluctabilidad con que la vulgata lacaniana del
psicoanálisis asimilará sin mayores problemas necesidad a necesidad fisiológica y
deseo a sujeto del lenguaje.
Indeseable consecuencia de este ‘progreso’ en la conceptualización es, allí
donde se nos prometía una diferencia, privar al psicoanalista de un concepto de
necesidad que le sirva en su práctica. Con los desequilibrios metabólicos
denominados “hombre” y “sed” no tenemos mucho que hacer; pero en cambio todo
nos concierne de las necesidades narcisísticas del niño, o sea aquellas cuyo
cumplimiento es condición para el desenvolvimiento de las estructuras de aquel. Y
todo nos concierne en la necesidad que el niño tiene de la intervención de las
funciones parentales así como de la del mito familiar sin el cual sería un desnutrido
irremediable. En términos más genéricos, capitalizar los descubrimientos de Spitz -
que justamente venían a poner en muy serio entredicho la secuencia positivista de
‘primero’ comer (la necesidad biológica) ‘después’ la cosa psíquica del juego, del
afecto, etc. y para eso delimitar como necesidad bien primordial del pequeño la
necesidad de lo intersubjetivo, de su dimensión. Condición sine qua non para que
se verifiquen las operaciones de la subjetivación, no es lo mismo que el deseo de lo
intersubjetivo. Y aún más, los psicoanalistas necesitamos de un concepto de
necesidad inmanente a nuestro campo que ponga un límite a la desaforada
hipotrofia que afecta hoy el concepto de deseo. Por eso recurrimos a Winnicott,

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cuya inflexión de necesidad se diferencia por su cuenta de la positivista que
constriñe el horizonte de Freud (y que por eso puede pasar por ‘ortodoxa’) como
de la típicamente estructuralista de Lacan, por tal demasiado proclive a caer en la
fascinación de la oposición binaria como hecho en sí. (En general, no se ha
prestado atención alguna a la concepción de Winnicott, a lo decisivo que la hace
girar -explícitamente- no en torno a una “satisfacción” orgánicamente motivada
sino al meeting que, si habla de encuentro, se acota al que ocurre entre
subjetividades.4 La necesidad, así pintada como necesidad de encuentro, y de
encuentro de mucho más u otro que el encuentro de un objeto del orden del seno,
como necesidad congrua con el verbo encontrar más que con el verbo satisfacer,
5
etc. etc.). Un comentario de pasada de Lacan ofrece su punto de vista bien
acabadamente: la escena es una escena de comida, una escena oral digamos,
transcurre en el restaurante. Allí Lacan hace gravitar, y exclusivamente, el deseo en
torno a la lectura del menú.
Trátase de una de esas afirmaciones que dependen mucho del quien de la
enunciación: en boca del paciente Juan de los Palotes olería inmediatamente a
anorexia, o por lo menos a neurosis severa, y moverían a la recomendación de
análisis hasta los días de guardar; en la boca de un personaje prestigioso funcionan
sin transición en tono de verdades teóricas bien pronto establecidas. Pero ¿qué nos
escamotean ese género de verdades, ese género tan bien urdido en atractivas
oposiciones que enseguida presionan a optar? Es bien cierto que la escena de la
comida no es asunto sólo de “oralidad”, que la comida también “entra por los ojos”
-dimensión escópica puesta en juego en la presentación de los platos, en la paleta
del chef, y que Lacan no incluye-; más todavía, vale su funcionamiento
significante y de escritura no solamente fonética: así, la redacción de un menú con
ciertas ambiciones se detendrá en espaciamientos y otros recursos tipográficos
estrictamente suplementarios a “la palabra”, dimensión que tampoco incluye

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Lacan, en general apurado en remitir la escritura a “lo simbólico” verbal. Pero de
ahí a excluir del argumento la oralidad y todo un cortejo a la par de diferencias
táctiles, olfativas, térmicas, etc., media un abismo, el que va de un modelo
inclusivo (para el caso el pictogramático de Piera Aulagnier acude muy oportuno)
a otro demasiado proclive a disyunciones exclusivas. El juego del vino en la boca
para concluir de sus destellos lo incisivo de un Chardonnay o la frescura del
Chemin no es menos “simbólico” que las variaciones fonemáticas que nos
divierten si en el menú se ofrece Tarta tartine. Y aquel juego está bien inscripto en
el paladar, no funda en diferencias verbales: de ahí la pertinencia de la degustación
a ciegas. Y más allá de la gourmandise, para el psicoanalista no incluir estas cosas
es lo mismo que renunciar a incluirse con su reflexión en un sinnúmero de
materiales, de planos de un material, o de perturbaciones en la subjetividad de sus
pacientes. Imaginar un analista -anoréxico a su vez en relación a su campo de
trabajo- sólo interesado en el menú como material, relegando lo demás al mito de
una cruda necesidad a saciar, resto “real” de la dimensión deseante, es cuidar muy
poco el futuro del psicoanálisis, es divorciarlo del futuro.
Una intervención narrada por Doltò es particularmente punzante para el
relieve de nuestra posición. Un bebé que, por motivos de internación hospitalaria,
entra en depresión al verse separado -mutilado, es más correcto escribir- de su
madre. Sabemos que estas depresiones son por sí mismas lo suficientemente
peligrosas, sin contar con las complicaciones de una respuesta autista posterior o
una desintegración psicosomática generalizada. ¿Cuál es la intervención? Proveer
al bebé del olor de la madre, dejándole una prenda impregnada. ¿Cuál es el resorte
de esta intervención? No ciertamente un condicionamiento biológico: el olor a una
madre es un olor impregnado a su turno de esa intersubjetividad que el pequeño
necesita. Ningún significante verbal podría reemplazarlo aquí, pero no es menos
psicoanalítica la intervención por ocuparse de un hecho olfativo. 6 Como en

7
Dinamarca, el inconsciente también huele, no se limita a hablar. Sería otro extravío
vislumbrar en esto algún “retorno” a alguna ‘primordialidad’ sensorial (y sería
comprometerse en un reparo reaccionario a las ideas de Lacan). Antes
apuntaríamos a la neutralidad, a la indiferencia del inconsciente respecto a
preferencias por uno u otro tipo de materialidad. Contrariamente a aquellas
corrientes naturalistas en psicoanálisis, que frente a Lacan alzan el estandarte de
una primitividad “preverbal” del psiquismo, habría que pensar en éste como más
abstracto en sus operaciones, si nos apoyamos en los notables desarrollos de Stern
sobre la amodalidad de la percepción más temprana. 7 (La perspectiva que ya
hemos recordado de la zona objeto también resulta de lo más pertinente para
pensar la intervención de Doltò, toda vez que el olor de la madre viene con
pedazos del niño que su ausencia le había arrancado peligrosamente, involucrando
depresión).
Así las cosas, podemos ahora retomar y echar para adelante otra cuestión en
suspenso: las particularidades del material del joven paciente considerado supra
nos llevaron a concluir que el recurso, vuelto ya demasiado tradicional o rutinario,
a la insatisfacción del deseo, era insuficiente para esclarecer su problemática y de
eficacia prácticamente nula en cuanto a producir algún efecto en su vida (un
“pequeño detalle” en algunos círculos psicoanalíticos). El complejo de sensaciones
“no estar la mejor no estar la erección no estar su rostro” unido estrechamente al
perder el rumbo en la escritura de una obra musical, la dilución de una melodía en
“pátina fungosa” sin bajo vertebrante, sin la erección de columnas armónicas, no
resultaba penetrable ni analizable por aquel camino. No tratándose tampoco de un
paciente del que se pudiese decir que “deliraba” o “alucinaba” sin forzar
grotescamente las cosas, las alternativas lacanianas al uso desembocaban en una
impasse.

8
¿Pero no descansan estas alternativas en una lectura doblemente sumaria de
los textos de Lacan y de los textos de la clínica? . Levantarla exige rodeos:
1- La premura por jugar y sorprender jugando con las palabras y con los sentidos
establecidos, cierta incontinencia ante la tentación del efecto de una frase8,
enturbian en Lacan el trazado de la diferencia entre la insatisfacción neurótica del
deseo -lo que hace un proceso neurótico con el deseo, enfermándolo de una
insatisfacción harto más agobiante que estimulante- y el plano “estructural” de la
insatisfacción del deseo como una condición digamos metapsicológica (y no
psicopatológica) de éste. No son lo mismo. Conocemos bien la primera, ya
claramente descripta por Freud (en 1900 la anudará a “los niños predispuestos a la
histeria”)9, plasmada tan característicamente en ese niño o niña demandante y
disconforme, con tan violenta expectativa la víspera de su cumpleaños, con tan
violenta desilusión al abrir los ansiados regalos. El deseo no es aquí “deseo de otra
cosa”, se ha distorsionado en deseo de la insatisfacción (lo que los padres me
decían como lo “retorcido” de su hijo; no es igual ser retorcido que ser complejo),
a veces lo más maligno de una neurosis, supongo lo que le hizo a Guattari
declararla “incurable”. Se trata de muy “otra cosa” en lo que distingo escribiendo
no/satisfacción. Se conceptualiza de un modo promisorio en Freud cuando plantea
“la diferencia entre la satisfacción obtenida y la satisfacción buscada” 10. Está en
juego una diferencia, lo positivo de la diferencialidad11. Pero hay satisfacción
obtenida y no es lo mismo la satisfacción obtenida que la insatisfacción, como no
es lo mismo la positividad de lo diferencial y el signo menos de aquella. La no
satisfacción no traduce ni “expresa” ningún malestar neurótico, ningún
resentimiento12 que socave el placer, dice sencillamente que no es congruente el
hecho de desear -también excesivamente sustantivado en Lacan, y no es lo mismo-
con el par opositivo satisfacción / insatisfacción, y no se deja encerrar en ese
esquema circular. Detenerse tanto en la inversión perjudica la causa de lo que

9
Lacan ensaya abrir demarcando al deseo de lo “natural”. La no satisfacción
consiste en que no es lo mismo el deseo que la satisfacción, en particular la
“satisfacción absoluta” que Winnicott señala como inconseguible (que tampoco es
lo mismo que declarar la insatisfacción en general). Por mi parte, procuro en otro
lugar sostener ese no lo mismo diferenciando mejor el deseo, determinado deseo,
del hecho de desear, que me parecía (y me parece) una formulación más precisa y
específica que la apelación a un deseo en general, de inmediato en riesgo de
hacernos caer en una “metafísica del deseo” carente de rigor clínico 13. El hecho de
desear siempre sigue abierto -en ausencia de patologías que lo comprometan-
independientemente y sin perjuicio del cumplimiento de un deseo con la
satisfacción que acarree. Pero este seguir abierto poco tiene que ver con la
insatisfacción neurótica que a menudo lo recubre. Confundir estos dos órdenes
lleva a yerro en el trabajo del analista, manda a vía muerta el poder de la
interpretación; lo peor: idealiza o fetichiza las neurosis, elevándolas -bajo su
entelequización “estructuralista” en “la” neurosis- al rango de un objetivo a
alcanzar, desvío no poco irónico en la trayectoria histórica del psicoanálisis 14.
Malversa la “dirección de la cura” que en la orientación que estamos planteando
debería tender a llevar la insatisfacción a su transformación en no satisfacción. Este
movimiento capital no puede ni siquiera intentarse si el analista no advierte que la
insatisfacción es tan cerrada, tan clausurante, como cualquier circuito corto de
satisfacción concreta 15, v. gr. el del consumo vulgar.
2- Pero los dos polos del eje, satisfacción e insatisfacción, se apoyan en un
requisito de subjetivación tramitado: la ligazón de lo corporal cuyo saldo es un ‘mi
cuerpo’ capaz de pendular de un extremo al otro y capaz también, en algún
momento, de esa inflexión que transtorna la insatisfacción común o “miseria
común” en insatisfacción neurótica, cualitativamente diferente. Si esta ligazón se
encuentra alterada, parcial o globalmente, fallada de un modo u otro, aquellas

10
categorías ya no nos responden. Tengamos en cuenta que, en el desarrollo de las
hipótesis que proponemos, la ligazón es lo psíquico, el trabajo de la ligazón es lo
psíquico y al mismo tiempo pero no es lo mismo llamar “cuerpo” a los recorridos
de esa ligazón, a lo que ella subjetiva, a lo que ella anima, en términos de
Winnicott16. Por ejemplo la experiencia de una erección insatisfactoria -comparada
en un material donde otro paciente comenta, abriendo su primera sesión, que todos
sus amigos le dicen “pito de oro” por las mujeres que consigue, pero que desde
siempre él lo siente “corto” y ninguna proeza alcanza para disipar esa castración-
no equivale a la de esa no sensación que en nuestro adolescente funciona como una
verdadera erección negativa o antierección pues lo saca de la mujer en lugar de
hacerle penetrar en ella. Hay por lo tanto un quantum de subjetivación negativa o
desubjetivación en la manera en que el joven no experimenta el abrazo sexual,
aquel matiz que obliga a introducir la palabra erótico en una situación dada,
manera no alcanzable tampoco por la referencia al par satisfacción / insatisfacción,
mucho más no alcanzable por la fórmula “deseo de otra cosa” siendo no deseo de
otra cosa, pero como activa retracción contra, cernible de una mera indiferencia
pasiva (se puede abundar aquí en la frecuencia de vivencias de asco, repulsa y
diversos grados del desagrado en mi paciente llegado al lugar donde el encuentro
supuesto revelaba su naturaleza de esencial contraencuentro).
3- Si hacer la ligazón es lo psíquico será indispensable separar con cuidado (lo
positivo de) la ligazón insatisfactoria -tan fácil de encontrar en vínculos
crónicamente neuróticos- de una experiencia parcial o extrema (como en el
autismo, la catatonia, la depresión anaclítica) de no ligazón, de negatividad de la
ligazón, tan bien captada al vuelo por Bettelheim cuando la pequeña Lawrie rota la
cabeza en dirección contraria a la fuente humana sonora17. Diagnóstico,
pronóstico y tratamiento cambian radicalmente si se lleva a cabo o no dicha
separación.

11
La estrategia a la que da pie el concepto de ligazón en el uso que de él estamos
haciendo desmarca un poco más al psicoanálisis de una acendrada tradición (que el
lacanismo estuvo muy lejos de inquietar) según la cual ‘primero’ al nacer tenemos
el cuerpo, con toda la inmediatez “estúpida” de lo corporal 18, ‘después’ se añade el
psiquismo y en todo caso la ligazón entre ambos. Introducir la Nachtraglichkeit de
la manera que se lo ha hecho en general no altera en lo esencial la primordialidad
“real” de ese primero; simplemente suaviza un poco los contornos más toscos de la
concepción positivista sin atinar a desprenderse verdaderamente del positivismo de
la concepción.
En cambio, nos proponemos emplazar la ligazón, su trabajo, en el punto de
partida de nuestro modelo teórico, reservando en todo caso a las denominaciones
que necesitamos usar de “prejuicio” y de “corporal” el estatuto de derivaciones de
aquel trabajo, sofisticadas derivaciones inclusive. Esto no nos satisface, pero nos
parece más ingenuo y mucho más peligroso darlas por salteables con un poco de
esfuerzo, “superarlas” merced al artilugio de una declaración “de corte” de corte
efectista, subestimadora del peso de la sombra de la metafísica occidental en todos
nuestros movimientos. Este reconocimiento -tan potente, tan sensible en la obra de
Derrida en contraste con el goce maníaco del “corte” en Althusser- es lo contrario
de una capitulación. “Nada está adentro, nada está afuera; lo que está adentro es lo
que está afuera”, escribía admirablemente Goethe siglo y medio ha;
parafraseándolo escribimos: nada es psíquico, nada es corporal; lo psíquico es lo
corporal, a fin de precisar una relación psicoanalítica con el soma helénico.
Dicho de otra manera, proponemos el psicoanálisis como deconstrucción de
la medicina y de la psicología en sus funcionamientos epistemológicos. Pero para
hacer esto (en lugar de verse permanentemente asediado por los fantasmas de su
psiquiatrización y su psicologización) el psicoanálisis no puede seguir eludiendo la
deconstrucción de sus propios sistemas conceptuales. Tal cosa es imposible de

12
hacer manteniendo el esquema religioso de la ortodoxia / desviación que Freud
instaló en el corazón de la institución analítica. Es difícil imaginar algo más
antagónico al espíritu que preside la estrategia deconstructiva.
Consideraremos entonces la ligazón de lo corporal como lo psíquico mismo,
o como la formulación más radical que podemos hacer de lo que llamamos
procesos de subjetivación. También la formulación más justa para calibrar el peso
de esos materiales en los que tanto hemos insistido desde hace más de diez años:
esos juegos de embadurnamiento -tan contrastantes con los de nuestro adolescente
impregnado de ajenidad y asco, que no puede embadurnarse de mujer- del bebé
con su baba, su moco y su papilla; esa retícula de juegos de la caricia con las
manos, con la boca, con los ojos, con todo cuanto ligando se liga, y que requieren
de tan afinado equilibramiento en el involucrarse de las funciones de los diversos
otros19. El punto de vista al que nos acostumbra el trabajo clínico, por otra parte, se
opone a la preocupación clasificatoria (característicamente obsedida por la
distinción entre “biológico” y “psíquico”): nos parece de buen augurio que ciertas
distinciones caigan en lo indecidible cuando observamos analíticamente un niño,
sobre todo si es pequeño. Consideremos para el caso la espontaneidad, acaso el
elemento más específico de la subjetividad: legítimo sería definir ésta por ese
único atributo, ser capaz de espontaneidad -nótese que no estamos replicando la
partición tradicional viviente / no viviente a la que el desarrollo de lo tele-tecno-
mediático asegura un futuro de crisis; en principio el ser capaz de espontaneidad no
puede excluirse a priori de la robótica electrónica. Considerada de cerca esta
espontaneidad revela un intrincado entrecruzamiento de disposiciones genéticas, de
respuestas impredecibles al medio y de propuestas que emanan del niño sin
mediación por la conciencia, vinculando de un modo propio aquellas
(pre)disposiciones con las condiciones ambientales (particularmente los matices de
las funciones parentales, etc., etc.). Es una pretensión típica de una obsesividad

13
estéril discriminar los componentes “somáticos” de los “psicológicos” aquí. Y fue
Winnicott el primero en hacer notar que cuando en un niño pequeño se pueden
distinguir con claridad procesos “mentales” de procesos “físicos” se trata en verdad
de una mala señal, patológica en principio, por ejemplo, de sobrecarga
adaptativa20. De otras maneras, un niño autista exhibe una singular disociación de
lo corporal al punto que, en un cuerpo que no habita, tampoco lo habitan las
afecciones más corrientes de la infancia. Y un niño muy dañado en el plano
orgánico acusa en su comportamiento el relieve que torna anómalo su cuerpo (v.
gr. en el caso de una particularidad cromosómica). Vale decir, lo precoz
psíquico/somático es un índice de perturbaciones en general severas. Freud lo
había pensado metapsicológicamente, la clínica con niños lo confirma en exámenes
minuciosos21. Cuando el trabajo de la ligazón funciona sin impasses de importancia
estorba distinguir en ella una cosa de la otra.
Y todas estas consideraciones para nada son ajenas al destino histórico del
psicoanálisis, rechazado simultáneamente en las carreras médicas y en las carreras
psicológicas de todo el mundo, si exceptuamos su experiencia de “retorno” tan
particular en Buenos Aires. De la misma manera encontraremos significativo que
esto nunca suceda en las psicoterapias “alternativas” en tanto cuiden de “hacer
semblante” de cientificidad, se fundamente esto en lo “humanístico” o en el culto
de las ciencias “exactas”.
Retenemos el hilo de la caricia y su juego -pues la caricia es un juego,
detalle a no olvidar-, aún lejos del esclarecimiento profundo de su estatuto. Para
seguirlo, hemos de introducir una nueva pregunta, repitiendo así el estilo que
venimos cursando: ¿Qué es el mamarracho (o garabato)?: ¿Qué hace un chico
cuando hace un mamarracho?
Fácil de observar a partir de los dos años, con su paroxismo en torno a los
tres, el mamarracho aparece como la primera actividad a la que universalmente se

14
entregan los niños a poco de empuñar el lápiz para intentar algunas rayas dispersas.
Polícromo si el niño tiene a mano los instrumentos, su carencia de forma y de plan
reconocible induce al observador superficial a una percepción deficitaria, dejando
en el camino un aspecto fundamental: la continuidad exhaustiva o la exploración
exhaustiva de la continuidad que el garabato manifiesta, en la que exactamente
consiste. Se trata, entonces, de una continuidad sin forma, que a primera vista
inspira el recuerdo del horror vacui: la hoja sobre la cual se hace se sobrepuebla de
trazos hasta su último resquicio, como si ocuparla toda fuese el imperativo, aquel
núcleo de “compulsión” que Freud reconoció en el juego.
Tradicionalmente los psicoanalistas no se interesaron en el mamarracho 22; no
podían, interesados como estaban en descifrar el significado inconsciente de una
figura. De ahí que hayamos de entrada formulado la pregunta por el garabato de
modo de inducir un desplazamiento tajante: no por el significado, qué hace un niño
al hacerlo. Esta es otra calidad de “inconsciente”, y más radical; en efecto, el niño
no puede dar cuenta de lo que hace en términos del desarrollo preconsciente que
haya alcanzado.
Hasta ahora extraemos dos particularidades que escapan a las concepciones
deficitarias adultocéntricas: la continuidad sin forma -que debe leerse todo junto,
pues no es lo mismo que la continuidad a sacas o a la figurativa: continuidad-sin-
forma- y el “requisito” de la ocupación a fondo del espacio disponible, sin la cual
el mamarracho queda como anémico y no plenamente logrado. Enseguida
advertimos -lo advertimos en el movimiento mismo de la escritura- una tercera: por
definición el garabato excluye la reproducción de lo mismo; cada vez que uno es
no lo mismo que el anterior, su factura lo hace irrepetible, inesperado -caemos en
la cuenta-, paradigma de la espontaneidad (no en el culto ‘naturalista’ con el que se
ha solido malversar este término; estrictamente la espontaneidad de un trazo de
cuyo destino no puede ser garante un sujeto como su autor). Cada mamarracho

15
pues, en su renuncia de antemano a significar convencionalmente, una diferencia.
(Tienta pensar si no es la mejor “ilustración” de otro texto, La différance) 23.
Recalando nuevamente en la primera surge una asociación posible. Uno de
los materiales estudiados nos detuvo en la cuestión de la función del bajo en la
práctica musical de Occidente. Una propuesta histórica verifica cómo se va
promoviendo esa función capital de sostén, de cimiento24, a medida que a partir de
la Edad Media va teniendo lugar un acontecimiento inédito hasta entonces en la
cultura humana (a posteriori, la pesquisa antropológica revelaría la originalidad
incomparable de esta ineditez): la escritura musical polifónica, la dimesnión de
simultaneidad -y simultaneidad compleja- en una escritura hasta entonces narrativa
lineal; más aún, una simultaneidad caracterizada por la individuación de cada parte
o “voz”, para atenernos al significativo léxico de la música. Esa ascensión de la
heterogeneidad en una escritura conoce varios picos, pero digamos que hacia el
1600 tiene su primera gran coronación: surge la ópera, se multiplica violentamente
la producción de géneros instrumentales, desasidos de la metafísica subordinación
a la palabra.
El caso es que toda esta prodigiosa arquitectura sonora, tan notoria en su
floración melódica, en su volumen armónico, en su espaciamiento rítmico, se
recuesta sobre una función “silenciosa” y extremadamente poco visible. Hasta
finales del siglo XVIII se encarna o se asegura en la presencia inconspicua para el
oyente desprevenido o poco formado de un clavicordio infaltable y que toca todo el
tiempo aunque nadie lo escuche (pues es muy improbable detectarlo cuando suena
una masa orquestal o de voces humanas). Infaltable escribimos, y por partida
doble: a diferencia de los demás instrumentos, que pueden alternarse unos a otros,
su tocar nunca cesa en tanto haya música sonando. Como si la composición ‘se
fuera a caer’ si cesara, así sea un breve lapso. Lo que toca puede parecer muy
sumario y escasamente atractivo: la línea sonora de más abajo de todo, a lo cual se

16
agregan esporádicamente acordes con el esqueleto armónico de lo que arriba va
transcurriendo. Tal práctica, costumbre, podríamos decir, tiene su nombre musical:
basso continuo. Cabe su redefinición, en términos de lo que venimos
desarrollando, como continuidad sin forma, al carecer de configuración melódica o
rítmica reconocible, lo que invisibiliza su constante y discreto machacar.
Resaltaríamos su lugar aparte, allí entre los demás que sí se escuchan, como si él
no tocara la verdadera pieza concreta que se está ejecutando. Su copresencia no
debe oscurecernos esto, su carácter de andamio. En algún momento el andamio se
saca, cuando ya no se temen caídas. Del basso continuo recién se prescindirá en los
umbrales del siglo XIX: hacía rato que el sostenimiento del conjunto estaba
asegurado por un rico tejido de voces intermedias y graves, pero seguía por inercia,
cual si faltara tomar la decisión de decir: ya no requerimos de esa superficie
ininterrumpida, monocorde pero sólida, confiable. Hay que volver a evaluar su
papel silencioso, tan “técnico” en apariencia (generalmente ni se escribían todas las
notas, el compositor se limitaba a cifrar la superficie del bajo, el ejecutante sabía
poner los acordes según los intervalos consignados), acompañando con su trazado
sin solución de continuidad el despliegue de un espacio sonoro tan inaudito en su
complejidad como el occidental.
Referencia de tipo similar -y más conspicuamente vecina al mamarracho- en
la pintura al óleo, donde la escritura de las figuras o trazados que constituyen el
asunto del cuadro se van destacando lentamente de un fondo, de una cubierta de
óleo cuya extensión coincide con la de la tela, tal cual la del basso continuo va de
la a a la z de cada pieza de música de cuya secuencia es una vertebración
primordial.
Si ahora tenemos en cuenta la función histórica del basso continuo -más allá
de su función concreta en un texto determinado-: producir, ser la condición de, la
ocupación, la invención, de un nuevo espacio sonoro -un espacio literalmente

17
inaudito hasta ese momento en las sociedades humanas-, tal conclusión nos guía
como un puente a otra en el corazón de lo que nos ocupa: lejos de ser un fenómeno
de pura inmadurez vital, su reflejo inmediato y ajeno al sentido 25, el mamarracho
comporta una función de ocupación de un espacio inédito antes de él; no escrito,
no generado como espacio. El mamarracho hace materialmente la espacialidad de
ese espacio; la idea de “ocupación” debe aclararse, pues no es la ocupación de algo
que preexistía sino la ocupación como hacer-emerger una dimensión novisima en
los procesos de subjetivación. Este punto de vista valoriza la “compulsiva”
necesidad del niño que garabatea, de enchastrar con su trazado hasta el último
rincón de la hoja o su propia mano, irregularidad del contorno que desgeometriza
el espacio y que por eso mismo ha sido retomada en algunos exponentes de la
pintura contemporánea, donde la pared y el suelo pasan a formar parte de un marco
ya no encuadrado26.
Nuestra hipótesis, entonces, es que, lejos de la ‘comparación’ pintoresca,
analógica, o levemente erudita, el garabato del niño cumple -en lo que hace a la
constitución de una espacialidad inédita como la de la pizarra o la hoja de papel o
aún la mesa o el rincón donde con juguetes se monta una escena “total”-
exactamente la misma función que el basso continuo en lo atinente al espacio
donde la música podrá desplegarse y que la capa de óleo como la verdadera tela o
la verdad de la tela, la revelación de la verdad de la tela aparentemente ‘en
blanco’, para el pintor. Demolición de la tabla rasa y en general de las categorías
aristotélicas, particularmente la materia / forma, ya que el principio lúdico amasa
tanto la primera como la segunda (pero, por otra parte, no a la manera de un
principio espiritual autoconsciente). Merced al garabato, con más justeza, merced
al garabatear, al garabateando, se ocupa un espacio de escritura determinado, de
largos y complejos efectos sobre el psiquismo -por ejemplo, todos los que Lacan
destacará como efectos de lo “simbólico”, alcances del trazo (del cual la palabra es

18
uno de sus exponentes -del “Otro” del trazo sobre el sujeto-. Esta hipótesis también
nos permite apreciar de una manera no “evolutiva” tradicional por qué el
mamarracho en lo manifiesto desaparece cumplida su función; en lo manifiesto,
claro. Una observación más penetrante sugiere más que su Untergang su
fragmentación en trocitos con los cuales el niño hará de todo, incluso más tarde
letras.
Consecutivamente, sostendremos que la trama del acariciar, tal cual la
localizamos, cumple, en un tiempo anterior -puntualización que
habrá que complicar más adelante- exactamente la misma función que el
mamarracho en lo concerniente a la especialidad que nuestro modelo clínico llamó
“cuerpo”. El mamarracho con el lápiz es pensable como transposición de ese otro
mamarracho fundamental que es la caricia. El término freudiano de “polimorfo”
conviene muy adecuadamente a ambas manifestaciones, pero nuestra concepción
desplaza el acento hacia una actividad de juego ausente en Freud (si él, no
obstante, dirá del juego sexual, nosotros lo escribiremos juego sexual)27. Bajo esta
luz nos replanteamos todo el campo de prácticas autoeróticas tempranas, las
diversas modalidades según las cuales el niño se acaricia así como su simultánea
orientación de investidura hacia el cuerpo de la madre y su reverso, el flujo de
acariciares que parte desde ésta hacia el pequeño. Si lleváramos toda esta maraña al
papel, ¿qué dibujo resultaría sino el del mamarracho, irónicamente aquel que
siempre quedó por fuera de la noción de dibujo en la consideración tradicional?.
¿No estaríamos con él frente a una especie de ecografía, de tomografía computada
o de resonancia magnética de los procesos de subjetivación? (lo que Marisa
Rodulfo ha llamado “diagnóstico por imágenes” valorizando así el dibujo por
caminos distintos a los del “test proyectivo”)28.
Demandamos a nuestro pequeño dispositivo de escrituras que también nos
deje escapar del ideologema de la “representación”, clásica o más o menos; sobre

19
todo, en psicoanálisis, a la idea dominante por inercia de que un dibujo
“representaría” - a esto se le suele añadir la adjetivación de “simbólico”- un
cuerpo en sí más acá del orden representacional, cuando en cambio estamos
planteando un trabajo del garabatear que podría ser pensado como una
reconstrucción que nos diera acceso a inferencias sobre otra práctica de escritura
tal cual pensamos la caricia. El vínculo entre dos prácticas de escritura no puede
ser homologado al existente entre una corporeidad “natural” o “real” y su
representación “simbólica” cultural. Pero eso sí, en la medida en que el campo del
acariciar temprano no es recordable, esperamos que el del mamarracho nos
permita reconstrucciones indispensables para una clínica más eficaz.
Proponemos también discutir una hipótesis derivativa: porque hubo
estructuración corporal a través de la caricia el niño tiene ulteriormente abierta la
posibilidad de la hoja a través del garabatear. De nuevo hénos en el punto de
partida, allí donde una niña presumiblemente psicótica se come la tiza. De pasada
estos trabajos de aposentamiento son nuestra propia contribución a lo que Freud
insistió como Besetzung, así como a alejarnos de su primera y más tosca
traducción por “carga”.

1
Motivo mitra común en todo el conjunto que abreviamos “el psicoanálisis”, su función
mistificadora e “ideológica” nunca se hace tan conmovedora como en Lacan, tanto por los
alcances filosóficos que toma como por lo que en el mismo texto de Lacan amaga otras
posibilidades. En cuanto al uso “callejero” del lacanismo, la dualidad caricia: concreto :: trazo:
simbólico o metafórico funciona con una rigidez e ingenuidad feroz.
2
Por ejemplo, ya nuestro primer libro en común con Marisa Rodulfo, mencionado supra.
3
A riesgo de ser didácticos, pero tan acudrada es “la estrechez de la necesidad causal de la
mente humana”, pronta siempre a “darse por contenta con un único factor causal” (Freud, y la

20
agudeza de la observación no deja de concernirle), que al menor descuido la vemos reaparecer
con toda su fuerza. De donde la necesidad de estos recordatorios para hacer avanzar a un tiempo
un modelo de varias facetas y de múltiples dimensiones.
4
Agradezco especialmente a mi colega el Lic. Jorge Rodríguez (comunicación personal) el
instruirme sobre el punto. A diferencia del español, el idioma inglés separa cuidadosamente to
find (encontrar objetos, cosas) de to meet, limitado a la dimensión intersubjetiva. De éste deriva
el anglicismo mitín, designando un encuentro grupal.
5
Se lo halla en Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Ed. Siglo XXI, 1976,
México.
6
Sobre el problema del componente logocéntrico en la teorización de Lacan es suficiente y es
decisivo remitirse a El correo de la verdad, de Jacques Derrida, en La tarjeta postal, Ed. Siglo
XXI, 1984, México.
7
Stern, Daniel; El mundo interpersonal del infante, ed. Paidos, 1991, Buenos Aires, Cap. III.
8
Sobre este punto v. Derrida, J.: Posiciones, Ed. Pre-textos, 1976, Barcelona.
9
Freud, S.; La interpretación de los sueños, sección V, capítulo “Material y fuentes de los
sueños”. Ed. B. V., Ed. Amorrortu, 1980, Buenos Aires.
10
Freud, S.; Más allá del principio del placer, capítulo 2, ed. cit.
11
v. Bennintgon G. y Derrida J. en Jacques Derrida. Ed. Cátedra, 1995, Barcelona. Sección “La
diferencia”.
12
El envío a la categoría de Nietzsche es decisivo para destacar el carácter no resentido, no
reactivo, en la búsqueda y en la producción de la diferencia. v. en particular La genealogía de la
moral, entre otros textos posibles y pertinentes.
13
Según el reparo de Lévi- Strauss a Lacan. v. El hombre desnudo (volumen cuarto de las
Mitológicas), Finale. Ed. Fondo de Cultura Económica, 1972, México.
14
Que tanto procedimiento estructuralista tenga por resultado la producción de entelequias un
poco “sustanciales” es una de las paradojas del texto de Lacan: se suponía que el estructuralismo
venía a terminar con ellas.
15
Se abre ventajosamente la reflexión aquí acudiendo al breve comentario de Gilles Deleuze
“Deseo y placer: mi pensamiento y el de Foucault”, aparecido en Zona Erógena N° 32.
Especialmente aconsejable para aquellos colegas que dan por supuesto que ‘todo’ lo del deseo ya
está “establecido” por Lacan.

21
16
La pregunta de Winnicott -que no remite a una cita puntual porque es la pregunta de
Winnicott- por cómo llega alguien a “sentirse real”, “vivo”, “existente”, alguien no algo, es una
incidencia decisiva en mi elección de realizar el pasaje teórico desde la “estructuración
subjetiva” a la subjetivación, a los procesos de subjetivación.
17
Bettelheim, B.; La fortaleza vacía, Ed. Laia, 1970, Barcelona, en el capítulo correspondiente
al caso citado. Pero la agudeza del autor no se detiene en consignar un “ejemplo”; él -hace más
de cuarenta años- apunta con toda lucidez la ineptitud de todo punto de vista deficitario para la
captación de lo que esté en juego, la necesidad consecutiva de pensar en serio la negatividad no
bajo el significante de la deficiencia, Cuestión tanto más crucial hoy, cuando arrecian los intentos
neurologistas para copar la problemática del autismo y reducirla a déficit genético.
18
Para el “estúpido” es instructivo leer la breve apertura de Lacan al Encuentro de 1980 en
Caracas, centrada en una crítica de la llamada “segunda tópica” de Freud. Ed. Biblioteca
Freudiana de Rosario, 1981.
19
Al proveernos del concepto de afinamiento (o entonación) Stern nos brinda un instrumento
para pensar ciertas situaciones de extrema finura, allí donde sólo quedaba el recurso a la
“especularidad” sin precisar el aspecto del trabajo que el afinamiento comporta.
20
En ese curioso ensayo que es La mente y el psique-soma, recogido en Escritos de Pediatría y
Psicoanálisis, Ed. Laia, 1972, Barcelona. En general olvidado, parece un preámbulo teórico
indispensable a toda reflexión sobre la patología psicosomática.
21
Quienes gustan de acentuar el dualismo freudiano deberían hacerse cargo de que, siempre,
Freud tiene una palabra para recordar que la nitidez de ese dualismo solo es tal en estados
patológicos. Y esto es válido incluso y sobre todo en el terreno de las oposiciones más caras a
Freud, como la Inconciente/Preconciente.
22
Exceptuando, por supuesto, el texto de Marisa Rodulfo (El niño del dibujo, Ed. Paidós, 1992,
Buenos Aires) que se ocupa de él específicamente. El libro usa el colorido y vigoroso
mamarracho de un pacientito para ilustrar la tapa, lo cual es bien congruente con el espíritu y la
dirección que preside sus páginas.
23
Derrida, J.: La différance en Teoría de conjunto, Ed. Seix Barral, 1971, Barcelona.
24
Es un término no antojadizamente “metafórico”. v. la serie de Concerti grossi de Antonio
Vivaldi titulada, precisamente, Il cimento della armonia è della invenzione, a finales del siglo

22
XVII, cuando resplandecía la estabilización de esos cimientos en la secuencia armónica de la
composición.
25
Cualquier analogía con la situación epistémica del sueño que desgaja Freud es “pura
coincidencia”.
26
En este punto, cabe una reflexión sobre el concepto de “encuadre” en psicoanálisis, su
tendenciosa traducción de setting, y su inadecuación profunda con el espíritu del psicoanálisis. El
niño pretendiendo dibujar en sesión con regla es su prototipo patológico.
27
Consecuentemente, si Lacan se concentrará en el juego del significante, nuestra formulación
reescribirá juego del significante.
28
Las limitaciones teóricas de estos últimos han sido también profundamente estudiados por
Sami-Ali en De la proyección, Ed. Petrel, 1985, Barcelona, no por casualidad uno de los
poquísimos autores que pudo proporcionar al texto de El niño del dibujo referencias y puntos de
apoyo consistentes en el plano específico de lo que hemos llamado trazo.

23

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