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NÚMERO 028 2008Revista Internacional de

Psicoanálisis en Internet

Sobre la neurosis adolescente


Autor: Jacobs, Theodore

Palabras clave

Impacto, Adolescencia temprana, Media, Tardia y final, Moldeamiento, Conflicto,


Soluciones individuales, Identificaciones con imagos parentales, Neurosis infantil,
Apegos edipicos negativos, Personalidad en desarrollo, Cambios
fisiologicos/sensaciones cor.

"On the adolescent neurosis" fue publicado originariamente en Psychoanalytic Quarterly, LXXVI,
p. 487-513. Copyright 2007 The Psychoanalytic Quarterly. Traducido y publicado con autorización de
The Psychoanalytic Quarterly.

Traducción: Marta González Baz


Revisión: Raquel Morató

El autor discute el impacto de la adolescencia en el moldeamiento de la psiquis adulta.


El autor sostiene que algunos pacientes nos parecen influenciados por los conflictos de
la adolescencia y las soluciones individuales a las que han llegado en este período
como lo están por los conflictos y soluciones de la fase edípica. Las subfases de
adolescencia temprana, media y tardía se discuten tanto en términos de revisión de la
literatura psicoanalítica como en trabajos representativos de ficción literaria. Se
presentan también viñetas clínicas ilustrativas

Hace unas semanas, cuando conducía hacia el trabajo, di con uno de esos
programas radiofónicos de llamadas que copan las ondas. El tema del día era
el envejecimiento y la longevidad, y el invitado era un investigador que afirmaba
que estamos a punto de descubrir modos de ampliar la vida hasta periodos
sorprendentes.

“Los descubrimientos genéticos y bioquímicos que se harán en el futuro


próximo –predijo- ralentizarán el envejecimiento de modo tan dramático que
sería concebible que los individuos de la próxima generación y tal vez algunos
de los niños que nazcan actualmente, pudieran vivir no 100, sino cientos de
años. “

Durante el período de llamadas, un oyente asombrado planteaba al locutor: “Mi


mujer está esperando un bebé”, comenzó. “¿Me está diciendo que este niño
podría vivir realmente durante cuatrocientos o quinientos años?”

“No es imposible”, respondió el invitado. “Si ponemos todos nuestros recursos


en la investigación, podemos dar con modos de ampliar la vida tanto como eso
o incluso más”.
“Espere un minuto”, protestó el oyente. “Según mis cálculos, eso significaría
que su adolescencia duraría unos 50 años. No creo que esté preparado para
eso”.

Si bien la adolescencia hoy en día no puede durar medio siglo, su impacto


puede durar toda la vida. De hecho, para muchos individuos, las experiencias
de los años de adolescencia no sólo modelan y colorean lo que les sucederá,
sino que en gran medida lo determina. Para estos individuos, los mundos
internos de conflicto e imaginación están fuertemente adheridos a las
constelaciones psicológicas de la adolescencia y, en un sentido muy real, no se
han movido mucho, si es que se han movido algo, más allá de las mismas, es
decir más allá de los conflictos, recuerdos, momentos críticos y resoluciones a
las que llegaron durante esa fase vital.

Para no pocos individuos, estas soluciones son tan influyentes y perdurables


que merecen no sólo un lugar más central en nuestra comprensión del
desarrollo y sus vicisitudes, sino una designación, un término, propio. Por lo
que vale, he llegado a pensar en estas soluciones duraderas a los conflictos
adolescentes, con las que todos vivimos en mayor o menor medida,
como neurosis adolescente.

Si bien a lo mejor no usan ese término concreto, numerosos autores (Blos,


1962; Feigelson, 1976; Ritvo, 1971; Spiegel, 1958) de las décadas de los 50 y
los 70 enfatizan la importancia de la adolescencia como una entidad
psicológica concreta que tuvo una influencia modeladora sobre la personalidad.
De especial relevancia para el tema de este artículo, el impacto de la
adolescencia en la personalidad adulta, son los artículos de Feigelson y Ritvo.

Reconstruyendo los conflictos adolescentes de una mujer joven en análisis,


Feigelson (1976) rastreó esos conflictos hasta su vida adulta y demostró su
influencia en los síntomas y rasgos de carácter que la trajeron a tratamiento.
Ritvo (1971) discutía los aspectos especiales del período final de la
adolescencia y su impacto en la personalidad adulta. Enfatizó la importancia,
en la adolescencia tardía, de remodelar el ideal del yo para sintonizarlo con las
capacidades de la persona. Mostró que el fracaso en esta tarea –no infrecuente
en el mundo de hoy en día- contribuye a la persistencia en los adultos de un
aspecto característico de la adolescencia: la incapacidad para hacer una
evaluación certera de las propias fuerzas y limitaciones, con el consiguiente
mantenimiento de objetivos y ambiciones poco realistas.

En gran medida debido al fundamental trabajo de Blos (1962), cuyos estudios


abarcativos de la adolescencia iluminaron la fase evolutiva como no se había
hecho hasta entonces, aumentó el interés entre los analistas de esa época en
explorar la contribución de la adolescencia a la formación de síntomas y al
desarrollo del carácter en pacientes adultos. Hoy, el interés en la adolescencia
ocupa un segundo lugar ante el foco en el desarrollo de la infancia temprana y,
concretamente, en las vicisitudes de la díada infante-madre. Sin embargo,
numerosos autores (Brockman, 1984; Chused, 1992; Gilligan, 1982; Hauser y
Smith, 1991; Hopkins, 1999; Kernberg, 1998; Kulish, 1998; Laufer, 1993;
Novick, 1999; Pick, 1988; Rocah, 1984; Schmukler, 1999) han hecho valiosas
contribuciones a varios aspectos del desarrollo en la adolescencia, así como al
tratamiento de pacientes adolescentes. Excede el alcance de este artículo
revisar esta literatura más reciente, pero deseo mencionar brevemente el
trabajo de Kulish (1998) y Rocah (1984), quienes se hallan entre los pocos
autores cuyas contribuciones se centran concretamente en la relación entre
experiencias psicológicas en la adolescencia y ciertos rasgos de personalidad
en adultos.

Kulis (1998) describe el impacto duradero de los primeros amores en las


fantasías, expectativas, conflictos y elecciones de objeto de los adultos
jóvenes. Demuestra de forma convincente lo influyentes que estas experiencias
pueden ser y a cuántas facetas de la personalidad adulta afectan.

Rocah (1984) examina los problemas de fijación en las mujeres en el periodo


final de la adolescencia, un fenómeno largamente arraigado en
los persistentes apegos edípicos negativos. Estos apegos bloquean un mayor
desarrollo en las áreas de pensamiento, juicio y acción independientes,
resultando en un fracaso al hacer la transición psicológica hacia la primera
etapa adulta. Estas mujeres conservan la psicología de la etapa final de la
adolescencia durante muchos de sus años de vida adulta.

Otro cambio que se ha producido en nuestro campo, quizá debido en parte al


énfasis actual en la intersubjetividad, las puestas en acto y el momento aquí y
ahora en el análisis, es la pérdida o eliminación de ciertos conceptos antiguos,
que en años anteriores se consideraban básicos tanto para nuestras
formulaciones teóricas como para la práctica clínica. Uno de estos es la noción
de neurosis infantil. Si bien se trata de un término abstracto y, en ciertos
aspectos, bastante difícil de manejar, la idea de la neurosis infantil tiene valor,
puesto que pone de relieve no sólo los conflictos concretos experimentados por
un niño determinado, sino también el enorme impacto que el modo en que el
niño los resuelve –es decir, las formaciones de compromiso que forja mientras
emerge del período edípico- tiene en el resto de su vida.

Creo que podemos decir prácticamente lo mismo sobre los conflictos en la


adolescencia y los resultados –las soluciones individuales- que derivan de
ellos. Estos pueden tener un impacto igualmente fuerte en la personalidad. De
hecho, diría que, en no pocos individuos, el impacto del periodo adolescente –
que abarca y vuelve a poner en funcionamiento estas primeras soluciones
intrapsíquicas- en los conflictos y rasgos de carácter posteriores es tan grande
o mayor que la más comúnmente reconocida neurosis infantil. Esto en parte
puede explicarse por la unión en la adolescencia de fuerzas poderosas: el
recrudecimiento de los impulsos de base biológica, el renacer de los conflictos
edípicos incestuosos, las luchas en cuanto a la separación y la autonomía, la
ampliación de la capacidad de la mente para conceptualizar y para emplear
procesos de pensamiento abstracto y simbólico, y las nuevas experiencias –
que a menudo implican la experimentación sexual- de la adolescencia como tal.
Todas juntas, estas fuerzas crean una intensidad de la experiencia que,
reelaborando y alterando las soluciones anteriores forjando nuevas
formaciones de compromiso, tienen un profundo impacto en el desarrollo de la
personalidad. Además, la agitación psicológica característica de los años
adolescentes produce inevitablemente cambios significativos en el sentimiento
del self, cambios que se convierten en parte permanentes de la representación
de uno mismo.

Esto no significa que los conflictos de la infancia no sean cruciales para el


desarrollo. Está claro que lo son. Ni significa que la solución del niño a estos
conflictos no ejerza un efecto crítico en las experiencias de la adolescencia. Por
el contrario, los conflictos y resoluciones concretas de la infancia forman un
nido, mayor en unos individuos, menor en otros, para lo que acontecerá en el
periodo posterior. Pero es incorrecto, creo yo, y en último lugar supone un
límite para el trabajo con los pacientes, sostener que en la adolescencia
simplemente se reactiva o se revive en una nueva forma la neurosis de la
infancia. Algunas expresiones que hemos llegado a utilizar para caracterizar
ciertos procesos de la adolescencia, tales como la segunda fase edípica o el
segundo periodo de separación-individuación, pueden dar la impresión de que
lo que vemos en la adolescencia es principalmente, si no exclusivamente, la
renovación de lo viejo, es decir, el renacimiento de los conflictos nucleares de
la infancia.

Aunque está claro que la neurosis adolescente se basa –y debe hacerlo-


en los conflictos y formaciones de compromiso de los periodos anteriores,
también debe entenderse como una entidad separada, nueva y distinta,
formada no sólo a partir de los rescoldos de las viejas luchas nuevamente
resurgidas, sino también de las fuerzas únicas psicológicas y biológicas que
entran en juego y que inundan la personalidad en este periodo concreto de la
vida. Y es esta nueva entidad, diría yo, la que para muchos individuos ejerce
una influencia duradera sobre el funcionamiento psíquico y el subsiguiente
curso de la vida.

Cuando hablamos de los efectos de la adolescencia en un individuo


determinado, sin embargo, es importante evaluar el rol que cada una de estas
fases ha desempeñado en el cuadro clínico general. Con demasiada
frecuencia, hablamos globalmente de la adolescencia y olvidamos la
importancia de examinar sus componentes. En este aspecto del desarrollo
como en otros muchos, la especificidad tiene una importancia crucial. El
periodo concreto de la adolescencia en el cual se combinan experiencias
psicológicas clave con fuerzas biológicas para crear escollos –puntos de
detención, como si dijéramos- determinará, en gran medida, no sólo la forma
de la neurosis adolescente, sino también contribuirá de un modo importante al
desarrollo de aquellos síntomas y rasgos de carácter que se convertirán en
partes estables de la personalidad.

En lo que queda de este trabajo, me gustaría focalizar en las diferentes fases


de la adolescencia y, con ayuda de algunos ejemplos clínicos y literarios,
discutir sus aspectos únicos y el impacto que pueden tener en la vida de
nuestros pacientes y en la nuestra propia. Empecemos con la adolescencia
temprana, que abarca aproximadamente de los once años y medio a los
catorce, un tiempo con frecuencia olvidado de nuestras vidas y a menudo
pasado por alto en el trabajo clínico.

Las tareas principales de la adolescencia temprana son encontrar soluciones


adaptativas a dos importantes desarrollos: (1) los enormes y perturbadores
cambios en el cuerpo, y (2) la necesidad de empezar el proceso de separación
intrapsíquica de las imagos parentales de las que, hasta entonces, el individuo
ha dependido para su sentimiento de seguridad y cohesión interna. Las
dificultades para lograr estos objetivos a menudo dan lugar a puntos de
detención y conflictos sin resolver. Estos puntos de escollo a su vez retardan o
desvían el desarrollo posterior, de modo que esta cadena de acontecimientos
produce en último lugar un efecto significativo en la personalidad adulta.

La adolescencia temprana es una época de grandes cambios corporales, de


torpeza, de desproporciones, de una maduración sexual aterradora, de granos,
y de nuevos sentimientos por explorar. Nada es estable. Nada es sólido. Todo
fluctúa y cambia. Los sentimientos heterosexuales y homosexuales compiten
entre sí, y los enamoramientos de miembros de ambos sexos no son poco
frecuentes. Abundan las inseguridades sobre quien es uno mismo y quién
llegará a ser. La malicia, la inconstancia y las lealtades cambiantes son la
norma. En el colegio, uno puede estar “dentro” un día y “fuera” al siguiente. Es
una época de mucho crecimiento, pero también de mucha confusión. Los
experimentos con drogas, alcohol y sexo son frecuentes, y los actos
antisociales de uno u otro tipo –actos que más adelante pueden causar a los
que los perpetraron estremecimientos de vergüenza- no son poco comunes.

Es comprensible que muchos de nosotros nos alegremos de dejar atrás estos


años, olvidarlos y una vez pasado este período torpe y a menudo de prueba,
pocos deseemos –o tengamos la voluntad de- mirar atrás. La satírica Phyllis
McGinley (2000) ha captado la cualidad de tierra de nadie que constituye la
esencia de gran parte de la adolescencia temprana en su poema “Retrato de
Chica con Cómic”.
Trece no es una edad. Trece es nada

no es ingenio, ni polvo en la cara

ni sesiones de tarde los miércoles, ni ropa de señoritas

ni intelecto, ni gracia…

Trece son diarios y peces tropicales

(un mes como mucho), desprecia las cuerdas de saltar en primavera

no podría, si el destino lo concediera, nombrar su deseo

no quiere nada, lo quiere todo,

tiene secretos para sí mismo, amigos a los que desprecia,

no admite ante nadie el terror que siente

tiene medio centenar de máscaras pero no se disfraza

y camina sobre los talones.

Trece es anómalo; ni esto ni aquello

ni un brote cerrado, ni una ola que lame una playa…


No es una ciudad, como la infancia, fortificada

sino fácilmente rodeada; no es una ciudad.

Ni una vez abandonado puede ser recordado

ni siquiera con pena [p. 513]

En el análisis, es este periodo, más que la última fase de la adolescencia, el


que a menudo recibe escasa atención. Incluso en el tratamiento de adultos
jóvenes y adolescentes más mayores –individuos que no hace mucho que han
abandonado las experiencias de la adolescencia- la recuperación de recuerdos
de esta época puede resultar difícil. De hecho, no es poco frecuente que los
jóvenes, incluso más que individuos más mayores, no deseen revisitar estas
épocas. Están demasiado cercanos a la escena –demasiado cerca del dolor, la
torpeza y la humillación de esos años- como para querer revivirlos en el
recuerdo.

Si bien la represión de los recuerdos de la adolescencia temprana se mantiene


con mayor o menor intensidad a lo largo de la vida, los efectos de este periodo
en la formación del carácter y, especialmente en la representación de uno
mismo, que frecuentemente está teñida de modos importantes por fantasías e
imágenes del cuerpo desarrolladas en el periodo de la adolescencia temprana,
son considerables. Con mayor frecuencia, sin embargo, esta influencia
permanece fuera de la conciencia, oculta tras recuerdos de la etapa de la
adolescencia final y la primera de la vida adulta. Esta influencia, que da lugar
en ocasiones a una fijación y a una necesidad continuada de reelaborar los
conflictos de la adolescencia temprana, es especialmente pronunciada cuando
se han producido experiencias traumáticas, especialmente pérdidas; ofreceré
algunos ejemplos para ilustrar los efectos de dicho trauma. Pero otros factores,
también, incluyendo problemas en la maduración física y otras experiencias
corporales clave, pueden tener un impacto indeleble y duradero en sistemas y
rasgos de carácter posteriores.

Tal era el caso de la Sra. C, una antigua bailarina de cabaret que acudió a
tratamiento en su mediana edad a causa de unos persistentes sentimientos de
depresión y deficiencia. La Sra. C tiene una historia vital caótica, incluyendo
haber estado en el mundo del espectáculo y sola a los 15 años. Gran parte de
su análisis se centró en comprender y elaborar el profundo impacto de sus
experiencias adolescentes. (Diré más sobre las etapas media y final de su
adolescencia más adelante).

En el análisis, la Sra. C hablaba abiertamente y con mucho sentimiento sobre


este periodo, su vida desde los15 a los 22 años cuando navegó por el mundo
del espectáculo por varias ciudades del país. Sin embargo, durante un tiempo
la adolescencia temprana de la Sra. C fue inalcanzable, oculta tras un muro de
represión. Luego, de una fuente inesperada, surgieron pistas para este periodo
temprano crucialmente importante. Cuando comenzó el análisis, la Sra. C aún
no estaba en la menopausia, pero unos 18 meses más tarde, aparecieron los
síntomas de la menopausia. Con ellos vinieron no sólo sentimientos de
ansiedad y malestar, sino también asociaciones con aquel tiempo de la
pubertad en el que la Sra. C tuvo la menarquia. Inconscientemente, menarquia
y menopausia estaban vinculadas mediante un tren de asociaciones relativas a
las sensaciones corporales que dio lugar a afectos concretos que una y otra
compartían. La vergüenza, el miedo y la culpa eran tal vez los más
prominentes. La irregularidad de sus periodos y la incertidumbre sobre su
aparición con la que la Sra. C tenía que vérselas ahora de mayor la puso en
contacto con una fase de su vida que, a pesar de la enorme importancia en su
desarrollo psicológico, no había surgido en los recuerdos iniciales de la
adolescencia.

Cuando era adolescente, mi paciente tardó mucho en tener su primer periodo.


No lo tuvo hasta los 15 años, y cuando lo tuvo fue escaso e irregular. Aunque
de apariencia atractiva, de aspecto mayor que lo que correspondía a su edad, y
desarrollada sexualmente en otros sentidos, se sentía como un bicho raro. Le
preocupaba que algo en ella estuviera realmente mal y que tuviera algo
dañado, pero rechazó ver a un médico y corrió el riesgo de que sus peores
temores se confirmaran

Cuando era una joven adolescente, la Sra. C tuvo varias experiencias sexuales
con chicos mayores y le preocupaba que eso le hubiera ocasionado no
menstruar. También había tenido enamoramientos con varias artistas
femeninas mayores que ella y, aun conservando un cierto aspecto de chico en
su primera adolescencia, le preocupaba el poder ser gay. El no poder tener el
periodo cuando todas sus amigas habían tenido el suyo mucho antes se
convirtió en su mente en una prueba de que no era una mujer normal, sino que
tenía una naturaleza secretamente masculina.

Como mujer en la menopausia, la Sra. C se sintió insegura otra vez en cuanto


a su apariencia. Con la pérdida del periodo, se sintió vieja, poco atractiva y no
muy femenina. Estaba preocupada por los cambios en la piel, el pelo y las
uñas, y le preocupaba que con el fin de su menstruación se secara. Se
imaginaba como la Mami Yokum de Li’l Abner o como las brujas con cara de
pasa de innumerables cuentos de hadas.

Claramente asociadas con los cambios fisiológicos que estaban teniendo lugar,
estas fantasías eran sin embargo nuevas ediciones de viejos miedos. Cuando
subían a la superficie, traían con ellas recuerdos de la primera adolescencia
cuando, aún sin el periodo, la Sra. C se había sentido seca, fea y poco
atractiva. Su sentimiento de sí misma como dañada se había incrementado por
el hecho de que, cuando era una joven adolescente, sentía fuertes impulsos
sexuales y buscó alivio en la masturbación. Esta actividad le produjo
problemáticos sentimientos de culpa y vergüenza, así como la idea de que la
aspereza de su piel y el acné que la atormentaba eran consecuencias de un
hábito que consideraba asqueroso.

Las experiencias de la Sra. C con la masturbación del principio de la


adolescencia también eran importantes a causa de las fantasías bisexuales
que solían acompañarlas. Esto la preocupaba mucho y aumentaba sus temores
de homosexualidad. El material relativo a la masturbación, que no había sido
accesible hasta ahora en el análisis, se convirtió también como consecuencia
de los cambios en los sentimientos sexuales que la Sra. C experimentó durante
la menopausia. Preocupada por un incremento de la libido, luchaba de nuevo
contra la tentación de masturbarse, y este conflicto abrió vías a los recuerdos
de un periodo de su vida en el que tales luchas eran un tormento diario.

Como sabemos, las fantasías sobre la masturbación y las luchas relativas a


ella a menudo desempeñan un papel central en los síntomas y rasgos de
carácter de un individuo. Con mucha frecuencia, cuando la forma adolescente
de dichas fantasías y conflictos puede ser recuperada, se relacionan con la
adolescencia media o tardía. Las experiencias masturbatorias de la primera
adolescencia, aunque de difícil acceso, son sin embargo de gran importancia
puesto que, al suceder a una tierna edad en que las defensas tienden a ser
más rígidas y menos adaptables que más adelante, a menudo tienen un fuerte
impacto –y perdurablemente negativo- en el joven en desarrollo. No es del todo
inusual en los pacientes adultos hallar que sus sentimientos de culpa tan
duraderos, así como sus percepciones de sí mismos como sucios y
defectuosos, se han originado en los problemáticos conflictos sexuales de la
adolescencia temprana.

Lo mismo puede decirse de las fantasías de embarazo y los conflictos sobre el


mismo que surgen con frecuencia en chicas en los años de la adolescencia
temprana. Esto sucedió en el caso de la Sra. C. que se hizo sexualmente activa
antes de la menarquia y, suponiendo que no podía quedarse embarazada, no
usaba métodos anticonceptivos. Sin embargo, nunca pudo estar segura de si el
retraso en su periodo significaba una verdadera infertilidad o si el problema
provenía de otra fuente. Como resultado, estaba constantemente preocupada
por la posibilidad de quedarse embarazada. Incluso cuando comenzó a
menstruar, la irregularidad de sus períodos y su aparición impredecible hacían
imposible saber cuándo podría tener lugar la concepción. Cuando de hecho no
se quedó embarazada, la Sra. C se convenció de que no podía concebir –una
idea que, junto con otras opiniones negativas sobre sí misma que desarrolló en
la adolescencia temprana, contribuyó a su creencia, sostenida también en la
etapa adulta, de que era una persona dañada y defectuosa

Otra paciente con la que trabajé hace algunos años ilustra tanto la influencia
continuada de las autorrepresentaciones negativas que emergen en la
adolescencia temprana como la tendencia de paciente y analista a entrar en
una colusión cuyo propósito inconsciente es evitar los recuerdos no
bienvenidos de esta época problemática. La Sra. G, una mujer de 30 años que
acudió a tratamiento debido a sentimientos crónicos de depresión, de baja
intensidad, era una mujer bastante atractiva. Sin embargo, cuando era una
joven adolescente, la Sra. G era baja, obesa, físicamente torpe y plagada de un
pertinaz acné. La imagen de sí misma como una joven de aspecto repulsivo se
quedó grabada en su memoria y durante muchos meses en el tratamiento, no
pudo hablar de experiencias de su juventud que fueron poco menos que
traumáticas.

“Esos años me marcaron de por vida”, dijo la Sra. G en un momento dado,


refiriéndose al enorme impacto de su adolescencia temprana sobre ella.
Lentamente, sin embargo comenzó a entrar en contacto con la repugnancia
que sentía por su cuerpo con sobrepeso, como odiaba ser baja y cómo su talla
y su peso –y su extrema sensibilidad a su apariencia- contribuyeron a que
se burlaran de ella y fuera excluida de la camarilla elitista de chicas por cuya
aceptación se moría.

Sintiéndose fea, rechazada y como un paria en el pequeño colegio al que iba,


la Sra. G se despreciaba a sí misma y consideraba su situación como
desesperada. Los sentimientos de depresión que tenía en esos años la
aterrorizaban y en parte era debido al temor de que volviera la horrorosa
depresión por lo que ella evitaba revisitar los años de la adolescencia
temprana. También quedó claro que la imagen de sí misma que despreciaba y
que la acompañó en su adolescencia funcionaba como un castigo necesario
para los impulsos sexuales aterrorizantes e inaceptables que emergieron en
esa época, sentimientos que con no poca frecuencia eran dirigidos a
profesores masculinos mayores y orientadores.

Una respuesta del superyó a este tipo de impulsos sexuales y fantasías


agresivas de la adolescencia temprana no es extraña en absoluto. Para
combatir y dominar tales impulsos y para obtener el castigo necesario para
ellos, el superyó de la persona joven a menudo adopta una cualidad cada vez
más rígida e inflexible. El aumento en la anorexia, la automutilación y la
conducta suicida que tiene lugar en los años de adolescencia temprana avala
la fuerza con la que la conciencia punitiva opera frecuentemente en este
periodo de la vida y, contrariamente a la teoría clásica, sugiere que el carácter
del superyó no está finalmente modelado por los acontecimientos edípicos,
sino que se ve afectado significativamente por las experiencias psicológicas de
la adolescencia, concretamente en sus fases tempranas. Como sucedió en el
caso de la Sra. G, no es infrecuente que la cualidad del superyó que se
desarrolla en la adolescencia temprana se convierta en un aspecto permanente
de la personalidad, dando forma e imprimiendo su sello al carácter de un
individuo.

La reconstrucción del modo en que, cuando era una joven adolescente, la Sra.
G había reaccionado ante su sexualidad en ciernes se probó importante en su
tratamiento. Criada en un hogar religioso, la respuesta salvajemente crítica de
la Sra. G a los fuertes sentimientos sexuales que la asaltaron cuando era una
joven adolescente dio lugar a síntomas depresivos, sentimientos de odio hacia
sí misma y reiterados esfuerzos por provocar crítica y castigo por parte de los
otros. Para hacer cualquier cambio en esas actitudes y creencias ahora
internalizadas, era necesario que la Sra. G reabriera la dolorosa época de la
adolescencia temprana y entrara en contacto no sólo con muchos de los
conflictos y fantasías de ese periodo, sino también y especialmente con su
respuesta intensamente punitiva a la nueva y atemorizante excitación sexual
que sentía en esa época.

El papel que desempeña la adolescencia temprana del propio analista en su


capacidad –y voluntad- para acceder y trabajar productivamente con este
periodo de la vida de sus pacientes es un aspecto de la contratransferencia que
se ha discutido poco. Este escotoma, creo, refleja la tendencia de los analistas,
así como la de sus pacientes, a enterrar los recuerdos de aquellos años y no
tratarlos. Para muchos analistas, el deseo de cerrar el libro de ese periodo
torpe y doloroso los lleva a coludir con las resistencias de sus pacientes y a
evitar la exploración adecuada de los años de la adolescencia temprana.
Puede suceder, también, que los recuerdos concretos de experiencias infelices
de la adolescencia temprana del analista puedan bloquear la comprensión de
experiencias similares en la vida del paciente. Tal era el caso en mi trabajo con
la Sra. G.

En un momento del transcurso de su análisis, me sentí distraído y tuve


dificultad para escuchar todo lo que estaba diciendo. Este problema se
desarrolló, creo, a causa de una conexión que hice –inicialmente inconsciente-
entre ciertos acontecimientos que ella estaba describiendo y una
decepcionante –y dolorosa- experiencia de mi juventud: mi Bar Mitzvah.

En una sesión, la Sra. G estaba hablando sobre la dificultad de crecer en una


familia ortodoxa, y especialmente sobre las dudas y conflictos que tenía en el
momento de su Bas Mitzvah. Según ella describía las luchas internas que
experimentaba entonces, me di cuenta de que estaba intranquilo. Mi mente
daba vueltas, comencé a meditar sobre los acontecimientos del día, y me perdí
algo de lo que la Sra. G estaba diciendo. A pesar de no tener una explicación
inmediata para ese lapso, sin embargo, me lo saqué de la cabeza y me esforcé
por volver a la tarea de escuchar a mi paciente.

Luego, caminando hacia mi coche por la tarde, pasé junto a una vieja sinagoga
acurrucada entre dos enormes edificios de apartamentos. Estaba como a mitad
de la manzana cuando de repente, espontáneamente, emergió un recuerdo.
Son las 10.30 de la mañana del sábado de mi Bar Mitzvah. Un puñado de
miembros de la familia están reunidos en un polvoriento loft en una segunda
planta en el sector textil y de confección de Nueva York que sirve
como schul [N de T: escuela] para los trabajadores de la zona. Puesto que el
rabino es amigo de mi familia y no pertenecemos a ninguna sinagoga, este
improbable lugar ha sido elegido como sitio para mi Bar Mitzvah.

La ceremonia, que iba a empezar a las 10.00, no puede comenzar porque no


hay presentes suficientes hombres como para constituir un minyan, los diez
hombres que se necesitan para oficiar un servicio. Desesperado, mi padre y mi
tío bajaron a la calle, acosando a cualquier varón que pasara con apariencia
judía, y, prometiéndole vino y tarta tras la ceremonia, intentando convencerlo
para que subiera las escaleras y asistiese a la ceremonia. Doloroso y
avergonzante, este es un recuerdo en el que no había pensado durante más de
medio siglo. En mi mente, permanecía como una especie de metáfora de
mucho de lo que transpiraba en mi familia por aquellos años; operando siempre
medio paso por delante de sus acreedores, mi padre había estado
peligrosamente cerca de caer en sus garras. En continua escasez, el dinero era
un problema omnipresente en mi familia, una situación que mi imaginativo
padre buscó remediar presentando a mi madre generosos cheques para los
gastos de la casa que de algún modo nunca llegó a firmar. Aterrada, y con un
infinito talento para transmitir sus temores de desastre inminente, mi madre me
había convencido de que estábamos a unos días, si no a unas horas, de perder
nuestro apartamento y, como refugiados destrozados por la guerra de Europa,
ser expulsados a la calle.

Deprimido por este estado de las cosas, mi padre pasó muchas horas en la
cama y prácticamente desapareció para mí como figura parental. Mostraba
muy poco interés en cuestiones triviales como la preparación de un Bar
Mitzvah, y pagaba de mala gana los pocos dólares que se le requerían
semanalmente para pagar al estudiante de rabino anoréxico que las noches de
los martes iba a casa de manera reticente –yo no era un estudiante de hebreo
prometedor- para prepararme para mi porción de Torah.

Para un niño de 13 años, esta pobreza no mitigada se simbolizaba por el hecho


de que, al contrario que los Bar Mitzvah de mis pares, que se celebraban en
sinagogas importantes, de la corriente principal, la mía tuvo lugar en un centro
de confección con escalera, una schul de conveniencia usada casi
exclusivamente para que los trabajadores de la zona dijeran kaddish por los
familiares que habían partido. Con el negocio cerrado los fines de semana, este
polvoriento espacio recordaba un sepulcro más que una sinagoga, y yo estaba
mortificado, no sólo por que mis amigos hubieran tenido que venir a un lugar
con todo el encanto de una fábrica que explotaba a los obreros renovada, sino
también porque se tuvieran que sentar durante una hora en bancos de madera
que destrozaban la espalda mientras esperábamos que se constituyera
un minyan mediante la ayuda de transeúntes simpáticos y hambrientos.

Me di cuenta que fue mi esfuerzo por mantener a cubierto los recuerdos


dolorosos de ese periodo lo que me había hecho intentar distanciarme de la
explicación de la Sra. G sobre su desdichada experiencia de Bas Mitzvah.
Dichas experiencias de juventud –olvidadas durante mucho tiempo- son las que
pueden actuar como barreras inconscientes para permitirnos captar
plenamente el dolor y la angustia que sienten muchos de nuestros pacientes en
sus años de adolescencia temprana.

No todo es dolor en la adolescencia temprana; no pretendo decir eso. Muchos


jóvenes manejan los cambios corporales y hormonales, así como los
inevitables conflictos psicológicos de la adolescencia temprana, sin ninguna
dificultad. Y pueden tener muchas experiencias memorables y alegres,
incluyendo ritos de pasaje, tales como Bas y Bar Mitzvahs o sus equivalentes
en otras religiones y culturas. En circunstancias favorables, dichas experiencias
ayudan a construir aquellas representaciones positivas de uno mismo que
sirven como recursos personales de valor incalculable cuando los jóvenes
afronten los desafíos que les plantee la adolescencia posterior –y la vida
posterior.

Como he intentado ilustrar, sin embargo, no es infrecuente que la adolescencia


temprana deje marcas indelebles, y esto es especialmente cierto cuando el
trauma, especialmente el de la pérdida repentina, se produce en esta época.
En parte porque el joven adolescente no ha desarrollado todavía una
capacidad sustancial para el pensamiento abstracto, metafórico, y la flexibilidad
y la gama de operaciones defensivas que el adolescente mayor y el adulto
tienen, las heridas que se produzcan en esta época puede ser muy profundas,
dando lugar con frecuencia a reiterados –a veces incesantes- esfuerzos por
manejar y dominar estas experiencias profundamente perturbadoras. El trabajo
de numerosos autores y artistas refleja este esfuerzo a lo largo de toda la vida.
Hablaré brevemente sobre dos de estos autores.
Mark Twain fue tal vez el más destacado registrador de experiencias de la
adolescencia temprana y uno de los mayores humoristas del mundo. Cuando
uno mira bajo la superficie de humor, sin embargo, encuentra un aspecto
oscuro, casi mórbido, de su ficción: una preocupación continuada –casi podría
decirse que obsesiva- por la violencia y la muerte. Esto es especialmente cierto
en Las aventuras de Huckelberry Finn (1884), tal vez la mayor novela de
Twain. Aquí, del principio al fin, la muerte inunda tanto los personales como al
lector. Huck finge estar muerto; él y Jim descubren un cadáver; Huck oye por
casualidad a dos personales desagradables que amenazan con matar a su
compañero; Huck recuerda un juego que jugaba con Tom Sawyer en el cual
eran ladrones que debían matar a sus víctimas, etc. La muerte está por todas
partes. Incluso en Las Aventuras de Tom Sawyer (1876(, una novela mucho
más ligera, existe una cara oscura en torno a la figura amenazante de Injun
(Indio, N de T) Joe y su misteriosa muerte.

¿Por qué tenía Twain esta preocupación por la muerte y, en realidad, por la
adolescencia temprana? (Si bien Huck es mayor cuando la novela comienza –
catorce o quince años- su habla, actitudes e intereses tienen más que ver con
los de un chico en la última fase de latencia / adolescencia temprana). Creo
que esto era así porque, como describiré, el autor buscaba escapar del dolor
que había sentido en la adolescencia y en la primera etapa adulta volviendo en
su recuerdo, y elaborando en la imaginación, las épocas mejores que había
vivido en sus años de latencia, incluyendo muchas aventuras excitantes.

Samuel Clemens (nombre real de Twain) era el tercer hijo en su familia. Tenía
un hermano y una hermana 9 y 10 años mayores que él, y otro hermano dos
años mayor que él. Cuando tenía cuatro años, la amada hermana de Sam
murió de una enfermedad repentina, un suceso que no sólo sumió a la familia
en un estado de dolor, sino que también afianzó el escenario para la continua
preocupación de Sam por la muerte. Luego, cinco años después, su hermano
dos años mayor, Ben, murió de una enfermedad aguda y de nuevo el dolor
abrumó a la familia. Ben era el héroe de su hermano mayor y el principal
bromista que había guiado a Sam y sus amigos en muchas travesuras
divertidas. Su lugar, psicológicamente, fue ocupado por un vecino travieso y
atrevido que, junto con Ben, se convirtió en el modelo de Tom Sawyer.

Luego sobrevino otra pérdida que le afectó profundamente, una que organizó e
intensificó las experiencias tempranas y sirvió como un punto de detención que
influyó profundamente la psicología de Sam para el resto de su vida. Su padre
contrajo una neumonía y murió en una semana. Esto creó en Sam una enorme
culpa –yo diría que para el resto de su vida- así como una necesidad de
autocastigo que se reflejaba tanto en su ficción como en su vida.

El padre de Sam era un individuo serio, bastante severo, que se enorgullecía


de sus responsabilidades y su deber público, pero que era incapaz de ganarse
la vida por sí mismo. Era también adicto a un preparado para la tos que
contenía un narcótico. Al padre de Sam le parecía difícil soportar las presiones
de la vida familiar y se ausentaba de la familia, a menudo durante periodos de
tiempo muy prolongados. Sam se sentía profundamente abandonado por su
padre y llegó a sentir disgusto y antipatía por su padre. También, sin embargo,
sentía pena por él: una mezcla de sentimientos que se ilustran en la actitud de
Huck Finn hacia su padre alcohólico, un hombre al que teme y desprecia y por
cuyo amor, sin embargo, se muere y cuya situación apremiante lo entristece
profundamente. Cuando su padre murió, los sentimientos ambivalentes de
Sam, así como su adoctrinamiento religioso, lo llevaron a sentir una culpa
atormentadora, como he mencionado, y a involucrarse en una conducta
negativa.

Mientras que Sam, al igual que su hermano Ben, había sido durante mucho
tiempo un rebelde, un truhán y un travieso empedernido, ahora sus
gamberradas dieron un giro más ominoso, revelando una agresión creciente y
una conducta potencialmente autodañina. En una ocasión, hizo rodar una
enorme roca desde lo alto de una colina, haciendo que chocara contra una
tienda del pie de la colina y la destrozara y quedando a un pelo de dañar a
varias personas. Otra vez, él y un amigo caminaron sobre la fina capa de hielo
de un río. El hielo se rompió y el amigo se sumergió en las aguas heladas. Sam
estuvo muy cerca de correr la misma suerte.

Reiteradamente, los pensamientos del chico volvían a escenas de pérdida,


violencia y muerte, y tenía muchos problemas para avanzar emocionalmente
más allá de la adolescencia temprana. Gradualmente, sin embargo, con ayuda
del hermano que le quedaba y empleadores que actuaban como tutores,
pareció emerger de este estado y comenzar a vivir como un joven adulto.

Entonces, una vez más, se produjo el desastre. El hermano mayor de Sam, el


único que le estaba dando apoyo emocional y financiero, murió repentinamente
en un extraño accidente en un barco de vapor, cuando Sam estaba siguiendo
su ejemplo para aprender a ser piloto de nave fluvial. Esta desgracia
inesperada hizo retroceder psicológicamente a Sam y, una vez más, volvió a
preocuparse por la pérdida y la muerte. Bajo la amenaza de caer en la
depresión, la mente de Sam se dirigió protectoramente hacia los días felices, a
las experiencias seguras de sus años de latencia y adolescencia temprana, las
épocas de excitación y aventura en las que uno podía imaginar escenarios que
implicasen la muerte y el tumulto sin tener que vivir realmente la muerte.

El foco de Sam en los años aventureros y benignamente peligrosos de su


infancia, lo condujo finalmente a escribir Tom Sawyer y Huckelberry Finn, dos
clásicos de la literatura americana, así como numerosas historias que exaltan,
recuerdan y exageran los años dorados de su propia vida temprana. En otras
palabras, gracias a su singular talento, incluyendo un don para la ironía y el
humor, Samuel Clemens fue capaz de seleccionar, eliminar y transmutar
creativamente su cupo de recuerdos, tanto los felices como los
insoportablemente tristes, en los retratos más astutos, más psicológicamente
certeros e ingeniosos de la adolescencia temprana en la literatura americana.
Pero su obra es más aún. Al igual que en la gran ficción, llega hondo y toca
nuestras angustias más profundas, más existenciales, insistiendo bajo su
superficie alegre en que confrontemos el hecho ineludible de nuestra propia
mortalidad.

Uno podría hablar de numerosos autores cuya vida y obra reverberan con
experiencias cruciales de la adolescencia temprana. Me viene a la mente
Virginia Wolf, cuya vida y muerte estuvieron modeladas por la muerte de su
madre cuando ella tenía doce años, pero querría discutir aquí otro autor, J.D.
Salinger, quien se ha convertido casi en una figura mítica. No hablaré de la vida
de Salinger –casi no se sabe nada de este hombre que ahora vive como
ermitaño- sino de su personaje más famoso, Holden Caulfield, cuya historia
debe reflejar algo de las preocupaciones del autor, si no sus experiencias
reales.

El guardián entre el centeno (1951) se ha considerado un libro sobre la fase


final de la adolescencia –Holden tiene 17 años cuando comienza el libro- pero
uno ve rápidamente que su lenguaje, su pensamiento y sus intereses son los
de un chico mucho más joven, un chico de unos 13 o 14 años. Al igual que el
de Twain, el estilo de Salinger está en contacto con el conjunto mental de su
protagonista. A causa de un trauma, Holden ha regresado a la psicología de un
adolescente más joven.

La naturaleza de este trauma queda clara según avanza la historia. Cuando


tenía 13 años, el amado hermano mayor de Holden murió de leucemia.
Después de eso, Holden se vino abajo. No podía concentrarse en sus estudios,
no hacía las tareas en casa, se perdía en su propia imaginación y como
resultado fue expulsado de varios colegios.

Al contrario que sus amigos, Holden rehuía las citas, el romance o cualquier
experimentación con chicas y era infantil en su evitación fóbica de la
sexualidad, las palabrotas y la conducta agresiva. Todo esto está encapsulado
en su odio de la “palabra F”, una palabra que abarca el sexo y la agresión, que
Holden ve garabateada por todas partes en paredes y edificios.

Holden es un purista. Odia a la gente que no es directa y sincera, que dice una
cosa y hace otra. Condena, como debería, la hipocresía de cualquier tipo, pero
también es obvio que, como joven adolescente, ha tenido épocas difíciles de
enfrentarse a la ambivalencia, la complejidad y las contradicciones. Le disgusta
el mundo adulto –le da miedo- y no es de extrañar que su persona favorita, la
persona a la que idealiza, es una niña, su hermana Phoebe.

En otras palabras lo que tenemos en Holden y posiblemente, al menos en la


imaginación, en el propio Salinger, es un personaje que ha sufrido un golpe
tremendo en la adolescencia temprana y que, esencialmente no ha sido capaz
de trascender este periodo evolutivo. En lugar de avanzar y experimentar con
su vida como hacen sus amigos, Holden permanece oculto y protegido tras
muros de miedo y culpa: miedo de crecer, de avanzar, de convertirse en adulto
y, en último lugar, miedo a la enfermedad y la muerte; culpa por su agresión y
rivalidades, su ambición, sus deseos sexuales y, no menos, culpa por haber
sobrevivido a su hermano muerto.

El atractivo de Holden está en su frescura, su ingenuidad, su claridad y su


pureza. Ve el mundo a través de los ojos de un joven adolescente casi infantil.
Aquí Salinger, el autor, emplea una variación de un instrumento literario: el
tonto como observador, es decir, es el tonto, el bufón, el paleto o, en algunos
casos, el niño aparentemente ingenuo, el que realmente ve, el que tiene visión
y el que dice verdades fundamentales.
Mientras que pocos tienen esta capacidad, muchos individuos conservan una
cualidad adolescente que puede a veces ser muy atractiva. A menudo, sin
embargo, como Holden, son individuos que, como resultado de la pérdida u
otro trauma, tienen un miedo inconsciente a hacerse adultos. Siguen siendo
adolescentes con todo el encanto y todas las ansiedades ocultas acerca de la
cara más oscura de la vida que caracteriza a esos años tumultuosos.

Déjenme fijarme ahora brevemente en el periodo de la adolescencia media y la


adolescencia tardía. Cada una de estas fases es importante evolutivamente, y
cada una tiene sus propios puntos de fricción.

La adolescencia media, aproximadamente entre los 14 y los 16 años, es


también una época fácilmente obviada por los pacientes y los analistas.
Evolutivamente, sin embargo, es una fase muy importante. Actúa como puerta
para la adolescencia tardía y se caracteriza a menudo por experiencias
intensas, profundamente emocionales. La tarea más importante de la
adolescencia media, en otras palabras, es hacer la transición, comenzada en la
adolescencia temprana, de casa, con todos sus significados psicológicos, al
mundo exterior. Como tal, es por excelencia una época para probar las alas.
Mediante la experimentación en estos años, los lazos con las imagos
parentales, ya flojos, se terminan de aflojar para ayudar al adolescente a formar
relaciones de pares más profundas y complejas, y, en último lugar, a
prepararse para asumir mayores responsabilidades, para sentir una capacidad
agente personal mayor y para entrar más plenamente en el mundo del amor
romántico y sexual.

La adolescencia media también hace otra cosa. En situaciones favorables,


fortalece la identificación con la figura parental del mismo sexo y, así, actúa
reforzando y solidificando las identificaciones del periodo edípico previo. Así,
también ayuda a preparar y fortificar el yo del adolescente para los conflictos de
tipo edípico de la segunda etapa –y para el tumulto que a menudo se relaciona
con ellos- que forman parte de la fase evolutiva de la adolescencia tardía.

Pero cuando las cosas se tuercen, ciertas experiencias psicológicas –y éstas


pueden incluir experiencias intensas, excitantes y a menudo emocionalmente
abrumadoras así como otras que impliquen pérdida y dolor- pueden actuar
como puntos de fijación. Esto es lo que pasaba con la Sra. C, la personalidad
del mundo del espectáculo a la que describí antes. Los años de la adolescencia
media de la Sra. C estaban llenos de tumulto, confusión y relaciones hirientes.
Reiteradamente, se relacionó sexualmente con hombres vagos que le
prometían el mundo y no le daban nada más que decepción. También fue
utilizada profesionalmente por astutos propietarios de night clubs con mucha
labia que se aprovecharon de su juventud e inexperiencia para explotarla. Sus
amistades eran provisionales y a menudo terminaban con un sentimiento de
traición. También contrajo una enfermedad venérea que en aquel momento se
convirtió en una fuente de miedo y vergüenza para toda la vida.

El resultado de todo esto fue que la Sra. C no pudo avanzar hacia nada
parecido a una fase vital normal de adolescencia final o principio de la vida
adulta. No pudo enamorarse, vivir relaciones duraderas ni confiar realmente en
nadie. Hubo pocas personas a las que pudiera llamar amigos, y durante
muchos años permaneció aislada y profundamente sola.

Por supuesto, muchas de las experiencias de la infancia temprana de la Sra.


C montaron el escenario para lo que se desarrolló más adelante, pero según
trabajaba con ella, me llegué a convencer de que tanto su adolescencia
temprana como la adolescencia media –incluyendo la menstruación retardada,
las profundas angustias corporales, una representación del self gravemente
dañada, y experiencias reales de abuso- impusieron un sello en su desarrollo,
haciendo imposible su posterior crecimiento y expansión. Estos años
crucialmente importantes, en otras palabras, detuvieron su crecimiento
emocional de modo que, en esencia, no podía vivir una adolescencia final
normal, una fase del desarrollo de importancia crucial.

Mientras que las experiencias de la Sra. C eran inusuales en su intensidad así


como el dolor y el sufrimiento que inducían, no es infrecuente que tengan lugar
grados variados de perturbación en la adolescencia media. Si implican un
trauma considerable, estas experiencias pueden haber tenido efectos muy
pronunciados sobre la personalidad en desarrollo. Debemos recordar que la
adolescencia media es una época emocionalmente más frágil de lo que uno
pudiera suponerse. El joven de esa edad en parte ya no es un niño, que pueda
refugiarse en el seno del hogar, como puede hacer el de 13 años, ni es una
persona independiente con vistas en el futuro, como lo son mucho de los de 18
a 20 años. Como resultado, el adolescente medio es bastante vulnerable a las
experiencias emocionales intensas fuera de lo normal. Estas, por supuesto,
pueden implicar la agresión negativa o incluso la violencia traumática, como
puede suceder en ciertas familias disfuncionales o en situaciones de guerra u
otras calamidades. Pero con bastante frecuencia el trauma psicológico
pertenece a enredos sexuales para los que el joven está poco preparado.

Esta situación está vívidamente descrita en la novela alemana “El lector”


(Schlink, 1999), que tiene un profundo efecto en muchos de quienes la leen.
Esta novela describe la obsesión durante toda una vida, nacida de la culpa, el
recuerdo y el deseo, de un hombre que, cuando tenía 15 años, inició un
romance, del que luego tuvo que huir, con una mujer que le doblaba la edad.
Esta experiencia lo dejó, años más tarde, todavía emocionalmente vinculado a
ella, una mujer que despertó en él –de modo que ningún niño edípico pueda
posiblemente conocer- toda la pasión, el anhelo, la dependencia y la culpa y
que un adolescente joven normalmente siente cuando se relaciona con una
chica mayor que él o una mujer, quien, en su inconsciente, está estrechamente
vinculada con la imago de la madre que siempre va con él. Al contrario que
sucede con el niño de cuatro o cinco años que está enamorado y es posesivo
con la madre que lo alimenta y lo cuida, el chico adolescente hormonalmente
revolucionado puede sentirse sexualmente atraído por su madre, o por
sustitutas de ella, de un modo que en su cruda intensidad es totalmente nuevo
y –puesto que el acto incestuoso es ahora posible- enormemente atemorizante.
Los profundos sentimientos de culpa, también, que están inevitablemente
implicados pueden infiltrar muchos aspectos de la personalidad y contribuir a
una vida de conducta autopunitiva.
Como sucedía en la novela, dichas relaciones, que a menudo terminan de un
modo abrupto, duro y dramático, pueden obsesionar al joven durante los años
siguientes. Las experiencias de este tipo, así como las que implican la
agresión perjudicial, pueden abrumar la capacidad del adolescente para
procesarlas y manejarlas. Como resultado, este tipo de trauma psicológico
tiene una influencia perdurable en un joven vulnerable, dando lugar a
detenciones, constricciones o retrasos en uno u otro aspecto del crecimiento
emocional, y haciendo difícil avanzar para vivir la adolescencia final de un
modo pleno y rico.

La cuestión final que deseo discutir se refiere al periodo de la adolescencia


final, una época de la vida crucialmente importante. Como he apuntado, en
esta etapa se dan muchos factores, incluyendo la ampliación de las
capacidades cognitivas, la mayor libertad respecto de las imágenes parentales,
la separación física real del hogar, la disponibilidad para vivir relaciones
emocionales más profundas, el sentimiento sexual incrementado, una mayor
exposición al mundo, y nuevas experiencias de aprendizaje.

Algunas de estas experiencias son tan intensas –no es infrecuente que se trate
de una primera vez y tengan que ver con intensos sentimientos románticos y
sexuales (Kulish, 1998), logros intelectuales o atléticos, u otros momentos de
gloria –que quedan en la memoria como un punto álgido, si no el punto álgido,
de la vida de un individuo. Según pasa el tiempo, tales experiencias pueden
adquirir casi una cualidad mítica y convertirse en la Edad Dorada de una
persona, una época en que los sentimientos de fuerza, poder y atractivo, así
como los logros propios, alcanzan niveles nunca igualados.

En una historia breve titulada “La carrera de ochenta yardas” (Shaw, 1978), el
autor captaba el importante impacto que ciertas experiencias de la
adolescencia final pueden tener sobre ciertos individuos, y cómo la idealización
de ese periodo puede desarrollarse como respuesta, y como compensación, a
un sentimiento disminuido del self que acompaña con no poca frecuencia a las
decepciones y frustraciones experimentadas en la vida posterior. La historia
trata de un vendedor cuyo trabajo lo lleva de vuelta a la ciudad en la que creció.
Con unas horas para llenar la tarde, camina hacia su antiguo instituto y hacia el
campo de fútbol, escenario de sus mayores triunfos como centrocampista
estrella en un equipo campeón del estado. Según está de pie en el campo, los
recuerdos empiezan a fluir –recuerdos de aquellos días embriagadores que
contrastan claramente con la visión de su vida actual como monótona, prosaica
y poco inspirada. Luego, repentina y espontáneamente, comienza a corretear,
coge velocidad, recorta bruscamente para evitar los placajes, se dirige a las
líneas laterales y corre hacia la zona final, repitiendo la mayor proeza de su
carrera: una carrera de 80 yardas, que batió records, para un touchdown.

Aunque hacía muchos años que no la leía, de repente recordé esta historia –y
una paralela mía propia- durante mi trabajo con el Sr. L, un hombre más o
menos de mi edad que en la mitad de su vida estaba atravesando una crisis de
autoconfianza. En parte, este síntoma se vio precipitado por el paso a la
adolescencia del hijo menor del Sr. L, un cambio que estimuló en el paciente no
sólo una aguda conciencia del paso del tiempo y la desesperación ante lo que
él percibía como una falta de éxito, sino también el resurgimiento de recuerdos
de sus primeros años de adolescencia en que los sentimientos de inadecuación
y fracaso habían desempeñado un importante papel.

Según escuchaba al Sr. L, sus recuerdos provocaron otros resonantes en mí, y,


como él, entré en contacto con ciertos recuerdos conflictivos. Imágenes de mí
mismo como joven adolescente, con bastante falta de confianza y algo más
que un poco de fastidio, aparecieron como fantasmas no invitados. También
recordé mi ambición de ser un atleta -estrella, un gran receptor con las manos
mágicas de mi ídolo, Don Huston, el extremo intachable de los Green Bay
Packers, cuyas acrobáticas paradas se repetían cada noche en mis sueños.

Tras una sesión con mi paciente durante la cual, con mucha tristeza, comparó
los éxitos que había tenido en el ejército con su mediocre registro en la vida
civil, me vi recordando la historia de Irwin Shaw. Esa noche la leí, y, según lo
hacía, me vino a la mente el recuerdo de un momento especial de mi vida.

Este recuerdo se refería a mis días como extremo suplente en el equipo de


fútbol del instituto. Como simple reserva, la mayoría del tiempo estaba relegado
a ver la acción desde el banquillo, entrando en el partido –generalmente
cuando estaba perdido sin remedio- sólo durante tres o cuatro juegos como
mucho. Pero un día, el extremo titular se lesionó y, desesperado por tener
jugadores, el entrenador me hizo salir. Ignorado por la defensa del otro equipo
por no considerarme en absoluto peligroso, en un juego de pase me vi libre
unas cuarenta yardas por el campo y comencé a mover los brazos. El capitán
me vio y lanzó un pase alto y arqueado en mi dirección. Según se acercaban
los defensas, observé el vuelo del balón, aterrorizado, convencido de que si lo
cogía seguramente terminaría en la consulta de ortopedia local. Sin embargo,
agarré el balón cuando descendió y lo retuve mientras yo era golpeado en el
suelo.

Esa parada inclinó los marcadores a favor de nuestro equipo. Esa fue mi
carrera de 80 yardas. La recordé en un momento de mi vida en el que, al igual
que el protagonista de Shaw, tenía sentimientos de descontento e infelicidad, y,
como el personaje, me aferré a este precioso recuerdo igual que había aferrado
el balón cuando descendió.

Hace poco trabajé con un hombre en mitad de la treintena, el Sr. B, que tenía el
aspecto y la forma de actuar de un chico de 17 ó 18 años. Aunque era padre y
un profesional, vivía en los años de su adolescencia final. Éste había sido un
periodo extraordinario de despertar para él, intelectual, sexual y
románticamente.

Niño y joven adolescente tímido, atemorizado y enfadado, con pocos amigos y


que se consideraba tonto, el Sr. B alcanzó su apogeo en el instituto. Allí se
convirtió en un estudiante sobresaliente, recibió grandes alabanzas por parte
de sus profesores, y, sobre todo, tuvo una tórrida relación con una chica que al
final lo dejó por un compañero mayor que él.

Aunque más adelante se casó y se instaló en una vida confortable, el Sr. B a


menudo pensaba –a veces en realidad de forma obsesiva- en su antigua novia,
y con frecuencia volvía en su recuerdo a los años inolvidables de instituto. A
este respecto, se parecía a F. Scott Fitzgerald, que, como Jay Gatsby en su
persecución de Daisy, no podía olvidar su primer gran amor, una chica a la que
había conocido cuando tenía 17 años. De una forma o de otra, ella se convirtió
en una presencia en su ficción como lo había hecho en su vida. Tal vez mejor
que ningún otro escritor de su tiempo, Fitzgerald captó en sus historias el
anhelo de la chica hermosa de sus sueños.

Como descubrí en mi trabajo con el Sr. B, y esto es cierto en muchos


individuos como él, tenía miedo de la vida adulta: del compromiso, las
responsabilidades, las restricciones, la enfermedad, el envejecimiento y la
muerte. Su padre, un hombre débil y pasivo, no le dio un modelo de
masculinidad sobre el que edificar. Por el contrario, el padre dejó a su hijo para
que lo criase una madre ansiosa, atemorizada, altamente introvertida. Como
resultado, el Sr. B luchaba no sólo con una fuerte identificación femenina que lo
llevaba, a veces, a fantasear con ser una mujer y con desear llevar ropa de
mujeres, sino también con una mujer asustada que sentía que no podía
enfrentarse al mundo.

Como resultado tanto de su deseo de volver a los días de gloria como de sus
temores internos, el Sr. B permanecía fijado emocional y psicológicamente a
los años finales de su adolescencia. Esto no es tan infrecuente. En sus selfs
privados, muchas personas viven y reviven las experiencias especiales de su
adolescencia final, pegándose a ellas, no renunciando nunca a la promesa y la
esperanza de aquellos años. Algunos, como Fitzgerald, intentan recuperar en
sus sueños la magia del primer romance, del primer amor. Otros, como el
dramaturgo Eugene O’Neill, están atrapados por pesadillas que representan
una y otra vez experiencias aterrorizantes a las que sólo se puede exorcizar
dándoles una voz literaria. Y, para otros, como Twain, que sufrieron graves
heridas en la adolescencia temprana, el esfuerzo por curarse es una lucha para
toda la vida.

A su manera, muchos de nuestros pacientes, también, permanecen atrapados


en el tenaz agarre de los conflictos adolescentes y las soluciones a las que
llegaron durante esos años. Prestando estrecha atención a esas épocas –a los
años de adolescencia temprana y media, así como los de la adolescencia final,
que se recuerdan más fácilmente- podemos ayudarlos a entrar en contacto
con los recuerdos, las luchas, los traumas y las satisfacciones especiales de
aquellos años; y también, explorando y elaborando los significados que estas
experiencias y sus fantasías asociadas tienen para ellos, podemos ayudar a
aflojar los fuertes nudos, no siempre visibles, que, mediante el dolor y el triunfo,
los atan –y nos atan- a una época de la vida única y especialmente poderosa.
Es, creo, un esfuerzo que merece la pena hacer.

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