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Teoría primal y psicoterapia

Por André Sassenfeld J.

Introducción

Este trabajo trata, en lo fundamental, de ciertas experiencias que todos, en


mayor o menor medida, hemos atravesado en nuestra infancia y niñez, las
etapas más relevantes y determinantes en el proceso de nuestro
crecimiento como organismos vivos y como seres humanos. Debido a ello,
trata también de aquello que tiende a ser lo más doloroso de desvelar en un
proceso psicoterapéutico, aquello que en nuestra vida cotidiana preferimos
negar, rechazar y reprimir, aún cuando de ese modo permitimos que una de
las partes más abandonadas y heridas de nuestra personalidad maneje los
aspectos más importantes de nuestra existencia a nuestras espaldas, sin
que nuestra consciencia repare en ello. Me refiero, evidentemente, a las
experiencias traumáticas que vivió el niño que alguna vez fuimos mientras se
desarrollaba, ese niño que aún sigue habitándonos, y que la mayor parte del
tiempo se encuentra asustado, escondido en algún rincón oscuro de nuestra
psique.

Todas estas experiencias pertenecen a lo que llamaremos, en este contexto,


el ámbito de las vivencias primales. Este ámbito experiencial comprende
toda vivencia o grupo de vivencias infantiles originales que nos haya
afectado directamente, de manera dolorosa, traumática y significativa, en
el período comprendido entre los inicios de nuestra vida prenatal y el
transcurso de los primeros doce años de nuestra historia postnatal, como
límites aproximados. Cualquier experiencia, posterior a esta etapa, que
pueda ser entendida como el revivir o la re-actuación [acting-out] de alguna
vivencia primal, sea en una situación terapéutica o bien en el curso de las
relaciones interpersonales en las cuales vivimos insertos, pertenece también
al dominio experiencial que hemos definido.

El contexto

Después de un tiempo prolongado de descuido respecto de la significación


decisiva del ámbito de las vivencias primales para la vida, el desarrollo y el
bienestar del ser humano, la cultura occidental parece estar tomando cada
vez más consciencia de este delicado asunto. Esta apertura en nuestra
psique colectiva se ve reflejada en y a la vez impulsada por las siguientes
circunstancias históricas y sociales: (1) el reconocimiento creciente de la
realidad y el alcance del abuso infantil y la negligencia; (2) el continuo
incremento de la cantidad de las actividades extrafamiliares de los padres
(p. ej. la inserción masiva de la mujer en el mundo laboral), que ha
precipitado la necesidad de volver a evaluar las formas más adecuadas que
debe asumir la crianza de los niños; (3) la gran incidencia del divorcio, la
consiguiente conformación de familias uniparentales y las diferentes
consecuencias que se derivan de estos fenómenos para los hijos; (4) la
búsqueda de sentido, la revaloración postmoderna de la subjetividad y el
redescubrimiento de la espiritualidad; (5) el impresionante florecimiento
del llamado "movimiento de recuperación", a través de los grupos de
autoayuda, en un principio difundidos para alcohólicos (Alcohólicos
Anónimos) e hijos adultos de alcohólicos; (6) el aumento casi exponencial del
número de investigaciones sistemáticas en campos del conocimiento tales
como la medicina y la psicología pre- y perinatales, como también el
movimiento relacionado con el parto natural; y (7), las experiencias de
sanación personal interna y el establecimiento de ciertas concepciones
acerca de los procesos que atraviesa el ser humano durante su crecimiento
vital que provienen del área del psicoanálisis y la psicoterapia (Whitfield,
1987; Abrams, 1990; Firman & Gila, 1997).

La presencia generalizada de los factores que hemos enumerado ha estado


sensibilizándonos de manera progresiva y, en consecuencia, debilitando los
sistemas de defensa que ocupamos día a día para mantener alejadas de
nuestra consciencia las situaciones emocionalmente traumáticas a las que
hemos estado expuestos en los primeros años de nuestra vida. Así,
contamos con condiciones sociales sin precedentes en la historia para
permitir la emergencia gradual de nuestras heridas más profundas, con el
fin de curarlas recuperando nuestra historia y nuestra capacidad para
sentir nuestros sentimientos sin interferir o manipular su expresión natural.
La teoría primal y las terapias de orientación primal dan cuenta del intento,
desde el campo de la psicología, de comprender y apoyar en la práctica a
aquellos individuos que, en el presente, encaran las limitaciones y
restricciones que les imponen algunos de los acontecimientos que vivieron en
su niñez o incluso antes de ella.

Antes de delinear la teoría primal general y describir sus varias aplicaciones


terapéuticas, examinaremos sucintamente uno de sus antecedentes directos
más influyentes: la teoría psicoanalítica.

Breve revisión histórica de los orígenes psicoanalíticos de la psicología


primal
A comienzos del siglo pasado, Sigmund Freud estableció el paradigma
central que rige la gran mayoría de los enfoques psicoterapéuticos
profundos: las experiencias infantiles determinan el establecimiento de las
características generales de la personalidad adulta y, con ello, también son
el elemento etiológico fundamental que causa tanto la aparición de los
síntomas psíquicos y psicosomáticos que constituyen los trastornos
psicológicos, como la forma específica que éstos asumen.

En un comienzo, Freud mantuvo que el niño sufre vivencias traumáticas


reales, pero con posterioridad modificó este punto de vista y consideró que
esas supuestas vivencias traumáticas tendían a ser más bien recuerdos
encubridores, que disfrazaban fantasías inconscientes y deseos reprimidos
principalmente relacionados con lo que llamó el período edípico del
desarrollo (que se extiende desde los tres hasta los cinco años de edad). De
este modo, desplazó el énfasis de la teoría psicoanalítica desde los traumas
que padece el niño pequeño en las interacciones interpersonales tempranas
como punto de origen de la neurosis, hacia los conflictos intrapsíquicos
entre impulsos instintivos socialmente reprobados que pugnan por ser
satisfechos y las normas prohibitivas de conducta que son interiorizadas
durante el proceso de socialización en el seno de la familia. Este cambio en
la teoría del psicoanálisis se vio acompañado por un cambio equivalente en el
enfoque práctico hacia la psicoterapia. Esto significó que el revivir los
episodios traumatizantes y la catarsis emocional fueran reemplazados por el
análisis verbal de los fenómenos transferenciales que se producen en la
situación terapéutica (Grof, 2000). Desde la perspectiva de la teoría primal,
que revisaremos todavía en detalle, este giro conceptual y técnico del
psicoanálisis, aún cuando pueda reflejar los hechos biográficos y arrojar
resultados psicoterapéuticos en algunos casos, fue un retroceso más que un
avance en la comprensión de la dinámica genética esencial y el tratamiento
de la neurosis.

Hacia el final de la vida de Freud, a partir de la década de los años treinta


en adelante, algunos psicoanalistas comenzaron a ocuparse del análisis de
niños, área que el mismo Freud había dejado casi del todo sin explorar.
Entre ellos se encontraba Melanie Klein, cuyas contribuciones permitieron,
por un lado, valorar la relevancia etiológica de las etapas del desarrollo
anteriores al período edípico y, por otro lado, orientar poco a poco al
psicoanálisis de vuelta hacia las ideas freudianas originales sobre la
importancia de los traumas infantiles reales y hacia lo que hoy se conoce
como la teoría de las relaciones objetales (Guntrip, 1971). Esta propuesta
teórica destaca la influencia que tiene la primera relación que el bebé
establece con su cuidador primario, una relación esencialmente diádica, a
diferencia de las relaciones triádicas posteriores entre madre, padre e hijo
del período edípico, sobre la estructuración adecuada o deficiente de la
personalidad (Fairbairn, 1952; Guntrip, 1961, 1971; Kernberg, 1977; Kohut,
1977).

En el contexto de la teoría de las relaciones objetales y la psicología del yo


(Eagle, 1984; Florenzano, 1999), Erik Erikson formula su conocida teoría
acerca del ciclo vital entendido en términos del desarrollo psicosocial del
yo, Renè Spitz investiga sobre la génesis de las relaciones interpersonales
entre madre e hijo y sus posibles perturbaciones, John Bowlby indaga sobre
la conducta humana de apego, Margaret Mahler estudia el proceso de
separación-individuación del niño y su ligazón psicodinámica con el autismo y
las psicosis infantiles, y se entregan numerosos otros aportes a la psicología
evolutiva psicoanalítica. Todos estos conocimientos han sido de gran valor y
han servido de orientación para la teoría primal en general y algunos autores
los han utilizado para fundamentar, al menos en parte, sus propios
acercamientos (Bradshaw, 1990a; Firman & Gila, 1997).

Por otro lado, a partir de los años cincuenta, algunos analistas empezaron a
advertir que, en su práctica terapéutica, se enfrentaban a ciertos tipos de
personas que establecían procesos transferenciales distintos de aquellos
que pueden observarse en el tratamiento de las neurosis y, en apariencia,
ligados a las etapas preedípicas del desarrollo infantil (Balint, 1968;
Kernberg, 1977; Kohut, 1977). Gracias a estos y otros descubrimientos en el
campo de los trastornos narcisista y limítrofe de la personalidad, fue
posible la enunciación de una psicopatología evolutiva integral que
relacionara determinados trastornos psíquicos con eventos traumáticos en
distintos momentos del crecimiento vital de la persona. Es así que la
etiología de los trastornos graves de la personalidad ha sido
conceptualizada como una especie de "falta básica" en la estructura de la
personalidad (Balint, 1968), una deficiencia estructural del self o sí-mismo
(Kohut, 1977), producto de un vínculo conflictivo y contradictorio con la
figura primaria de apego en el transcurso de los primeros tres años de vida.

Como veremos en lo que sigue, algunas de las ideas psicoanalíticas que hemos
revisado se han convertido en ingredientes substanciales de la teoría y la
terapia primales.

La teoría primal

Hasta la fecha, en la literatura pertinente, no se ha hecho el intento de


elaborar una teoría primal general o integradora, aún cuando, en mi opinión,
las circunstancias para ello están dadas desde hace ya algún tiempo. Existe
una gran cantidad de similitudes entre las distintas propuestas teóricas que
pretenden dar cuenta del desarrollo emocional e interpersonal del ser
humano y de sus eventuales dificultades, deficiencias y distorsiones. En las
páginas que siguen, trataré de esbozar una teoría primal sintética, que sea
capaz de recoger las distintas contribuciones que se han hecho a esta área
y articularlas de manera integrada.

La teoría primal es, simultáneamente, una teoría psicológica evolutiva que


destaca la influencia de la forma que asumen las interacciones tempranas
entre los padres y sus hijos sobre la estructuración de la personalidad del
individuo1 , y una teoría de los procesos dinámicos que están involucrados en
la génesis de la neurosis. Por ahora, pensaremos en la neurosis, siguiendo a
Arthur Janov y Fritz Perls, como patología de la sensibilidad y la
afectividad (Janov, 1970) y trastorno del crecimiento (Perls, 1973),
condiciones que consideraremos cuasi-universales, aún cuando sea posible
distinguir diferencias de grado entre las personas.

Con fines didácticos, dividiremos la teoría primal en seis etapas definidas


de la secuencia que sigue el crecimiento humano y las describiremos, parte
por parte, con todas las propiedades y los sucesos que las caracterizan.

(1) La realidad básica que enfrenta cada ser humano, desde el primer
instante de su concepción hasta el último día de su vida, es el hecho de que
presenta una serie de necesidades que demandan ser satisfechas. Podemos
llamar a las más elementales y profundas de ellas, necesidades primales
(Janov, 1970), y distinguir dentro de éstas entre aquellas que resultan de
las funciones corporales que el feto y el niño aún no pueden controlar por sí
mismos y un conjunto de necesidades psicoemocionales que están al servicio
del desarrollo del yo (Winnicott, 1960a; Kohut, 1977; Miller, cit. en
Bradshaw, 1990a; Bradshaw, 1990a). Ambos tipos de necesidades, cuyas
manifestaciones iniciales comienzan in utero, son disposiciones innatas que
deben ser tomadas en cuenta a la hora de permitir que el crecimiento
adopte un curso favorable.

Hay cierto acuerdo respecto de que los requerimientos físicos y fisiológicos


primordiales del niño incluyen, como mínimo, cuidado, alimento, calor, abrigo
y el mantenerse seco (Janov, 1970; Covitz, 1990; Bradshaw, 1990a;
Hoffman, 1991). En torno a las necesidades psicológicas y emocionales nos
encontramos con menos consenso, pero esto quizás pueda ser interpretado
como una mera diferencia del lenguaje empleado para describir fenómenos
similares. Las aportaciones más psicoanalíticas subrayan el sostén (es decir,
un ambiente facilitador capaz de entender y apoyar el proceso de
individuación), la resonancia empática y el reflejo emocional, concluyendo
que la necesidad psíquica fundamental es la de ser (Winnicott, 1960b, 1963;
Balint, 1968; Guntrip, 1971; Kohut, 1977). Desde otras orientaciones
teóricas se toman además en consideración los siguientes aspectos:
bienvenida al mundo; vínculo, contacto y estimulación; crecer al propio
ritmo; ser visto, considerado, admirado, valorado y tomado en serio por lo
que se es, en todo momento; saber que importamos y que podemos contar
con el amor incondicional de nuestros padres; saber que ellos son capaces de
cuidarnos y que no seremos abandonados; atención, aprobación, afecto y
caricias; comprensión, aceptación y respeto; protección, seguridad, juego y
diversión; experimentar, mirar, tocar y explorar; comunicación, dirección e
inspiración; y, por supuesto, paciencia, cariño y amor (Janov, 1970; Miller,
1979/1994; Whitfield, 1987; Bradshaw, 1990a; Covitz, 1990; Krishnananda,
1998, 1999).

Ha habido dos tentativas de jerarquizar esta multiplicidad de necesidades.


Una de ellas ha adaptado la conocida jerarquía de las necesidades humanas
de Abraham Maslow (Whitfield, 1987), y la otra utiliza para sus propósitos
el modelo de las etapas del desarrollo psicosocial de Erik Erikson
(Bradshaw, 1990a). Desde el punto de vista práctico, como aún veremos,
estas aproximaciones pueden resultar muy útiles.

(2) El niño emerge desde y hacia un mundo cuya estructura intrínseca es


relacional, un espacio en el cual siempre depende de un otro para poder
sobrevivir. Dicho de otra forma, su supervivencia física depende de que sus
cuidadores primarios satisfagan sus requerimientos fisiológicos y
corporales, y su supervivencia psicológica está sujeta a la satisfacción de
sus necesidades psicoemocionales. Los estudios del analista Renè Spitz han
demostrado que un lactante, deprivado de una relación cercana e íntima en
una etapa muy precoz de su vida, puede efectivamente morir (Spitz, 1965).
Cuando pequeños somos, por naturaleza, vulnerables, indefensos y
dependientes.

En algún momento, el medio ambiente que nos sostiene, representado en un


principio por nuestra madre, frustrará, al menos hasta cierto grado, la
satisfacción óptima de una o varias de nuestras necesidades primales. Este
hecho puede ser comprendido como consecuencia de alguna o varias de las
siguientes tres circunstancias: en primer lugar, existe la posibilidad de que
el infante manifieste necesidades biopsicológicas constitucionales excesivas
(Balint, 1968), situación que hace imposible evitar la frustración. En segundo
lugar, también es posible que los figuras parentales actúan como lo hacen
porque no se les ha enseñado a ser buenos padres (Covitz, 1990). En tercer
lugar, y la evidencia clínica apoya más bien esta última explicación, es
probable que quienes están a cargo del niño no crecieran en condiciones
ideales, exhiban ellos mismos necesidades infantiles insatisfechas y las
proyecten en el niño, junto a sus fantasías y deseos relacionados, de modo
inconsciente (Janov, 1970; Kohut, 1977; Miller, 1979/1994; Whitfield,
1987; Bradshaw, 1990a; Emerson, 1996; Firman & Gila, 1997).

Debido a esta proyección, los padres están centrados en sus propias


insuficiencias y, en este sentido, son incapaces de reconocer las
necesidades de sus hijos, o bien no les parece prioritario actuar de acuerdo
a ellas. Buscan inconscientemente lo que no obtuvieron en su infancia y así
nos valoran por lo que podemos hacer para llenar sus propias carencias y no
por lo que somos, constituyendo al interior del vínculo lo que se ha llamado
falla empática o falla ambiental (Kohut, 1977; Winnicott, 1988).

El niño, que cuenta con una asombrosa capacidad para captar y responder de
manera intuitiva a las necesidades de sus progenitores, reconoce pronto que
la relación que ha establecido con sus figuras paternas es condicional y que
debe emplear todos los recursos que tiene a su disposición para suplir las
insuficiencias infantiles de éstos con el fin de asegurar su propia
supervivencia, sobre todo en el plano psicológico (Miller, 1979/1994;
Bradshaw, 1990a). Cuando es capaz de gratificarlos, ve satisfechas, aunque
a menudo de forma incompleta, sus necesidades primales.

Charles Whitfield resume algunos de los escenarios familiares comunes que


facilitan la ocurrencia de conductas negligentes respecto de los
requerimientos de los niños: alcoholismo o dependencia química de algún
miembro de la familia; enfermedad mental o física crónica de algún miembro
de la familia; codependencia2 ; violencia intrafamiliar y abuso verbal, físico,
sexual, emocional, etc.; otros tipos de disfunción familiar; negación de la
realidad y los sentimientos; y, por último, rigidez extrema, límites poco
claros y tendencia al enjuiciamiento (Whitfield, 1987). Todos estos
ambientes se definen, en términos generales, por la arbitrariedad y la
incoherencia.

Otro tanto han hecho Renè Spitz y el psiquiatra Thomas Verny al describir
algunas de las actitudes y sentimientos de la madre hacia su embarazo y su
bebé que perturban su capacidad para establecer una relación saludable con
éste. Insisten en que los afectos crónicos, conscientes o inconscientes, de
ambivalencia, rechazo, ansiedad o rabia acerca de su maternidad, como
también oscilaciones rápidas de la madre entre mimos y hostilidad agresiva,
cambios cíclicos en su ánimo o conductas frecuentes de sobreprotección,
son fuentes constantes de frustración de las necesidades primales de sus
hijos (Spitz, 1965; Verny & Kelly, 1981).

(3) En cuanto alguna de las necesidades del niño no se ve satisfecha durante


algún tiempo, éste experimenta un estado de deprivación que, en caso de
prolongarse más allá de ciertos límites, le genera gran sufrimiento y dolor
emocional. Estas experiencias se hallan ligadas, de manera íntima y
profunda, a sentimientos de miedo, pánico y terror que provienen de la
amenaza de no sobrevivir en el sentido físico y/o psíquico.

Especialmente en torno a la más fundamental de nuestras necesidades


primarias, existir, requerimos de respuestas empáticas continuas por parte
de nuestros cuidadores para mantener la continuidad de nuestro ser y la
cohesión de nuestra sensación naciente de identidad personal (Winnicott,
1962; Kohut, 1977; Firman & Gila, 1997). Construimos nuestra sensación
subjetiva de ser alguien inicialmente a partir de lo que nos es "espejeado"
[mirrored] en la primera relación que nos envuelve. Pero, en vez de ver
reflejada nuestra individualidad y unicidad en ese vínculo, las expectativas y
las deficiencias tempranas de nuestros padres producen en ella fallas
empáticas que llevan a que se nos refleje una imagen de cómo deberíamos
ser, con la cual nos identificamos (Firman & Gila, 1997; Svarup & Premartha,
1999). Es posible que comencemos a experimentarnos más como objetos que
como personas por derecho propio.

Las vivencias infantiles que hemos mencionado constituyen las violaciones


más tempranas a nuestra integridad y vulnerabilidad, y dan lugar a lo que se
ha llamado indistintamente trauma emocional (Winnicott, cit. en Guntrip,
1971), herida narcisista del self (Kohut, 1977), herida del yo infantil
(Abrams, 1990) y herida primal (Firman & Gila, 1997), condiciones que
pueden resultar de situaciones traumatizantes abiertas (violencia, abuso,
etc.) o encubiertas (depresión de una figura paterna, baja responsividad
hacia el hijo, etc.). La herida primal es una especie de "hoyo energético"
interno que, desde el primer momento de su existencia, reclama de modo
implacable ser saciado, y en su núcleo abismal nos encontramos con
sensaciones intolerables de total aislamiento.

En sentido estricto, los eventos dolorosos no son traumáticos en sí mismos,


sino que se convierten en tales debido a la incapacidad de nuestros
cuidadores para reflejarnos la intensa vivencia de dolor emocional que
deriva de un estado de deprivación. Siguiendo este razonamiento, los
terapeutas Susanne Short y John Bradshaw sostienen que precisamos que
nuestro sufrimiento sea expresado y validado más que evitado a toda costa
(Short, 1989; Bradshaw, 1990b). Para el psicoanalista Heinz Kohut, el paso
por experiencias de frustración óptima, adecuadas a la edad y no
disruptivas, es decir, experiencias cuyos componentes afectivos de miedo y
dolor emocional son reflejados, es condición indispensable para que la
estructura de la personalidad cristalice (Kohut, 1977). En resumen, el
trauma es configurado por aquello que el niño no puede experimentar de
manera consciente, pero que aún así es registrado en un nivel orgánico e
incluso celular3 (Janov, 1970, 2000; Farrant, 1987; Farrant & Larimore,
1996).

El psiquiatra Thomas Trobe, alias Krishnananda, ha efectuado una distinción


entre tres tipos de insultos psíquicos profundos (Krishnananda, 1998, 1999),
que pueden ser entendidos como experiencias reactivas secundarias al
trauma original de la herida narcisista. En primer lugar, se refiere al
abandono y el vacío como vivencias tempranas de colapso ante situaciones
externas con un potencial traumático, que probablemente se produjeron
durante el primer año de vida. En segundo lugar, señala al shock, condición
en la cual reaccionamos, con el fin de protegernos, a sucesos difíciles
congelándonos y así perdiendo la posibilidad de comunicarnos, hablar, pensar
y, sobre todo, de sentir. Esta reacción se ve acompañada de síntomas físicos
como pulso acelerado, sudor, parálisis, pecho apretado y dificultades para
respirar, de una sensación de confusión y de un sentimiento de pánico o
amenaza inminente. El shock es una respuesta del organismo que éste utiliza
en un nivel preverbal y precognitivo del desarrollo y que afecta a la
fisiología del cuerpo. En cambio, el efecto de la vergüenza o vergüenza
tóxica, la tercera reacción del niño a circunstancias traumatizantes, recae
más bien sobre la configuración de sus estructuras mentales y es, en ese
sentido, posterior al shock en términos biográficos. La sensación de
vergüenza, que en lo más íntimo equivale a la sensación de ser, en esencia,
defectuoso e imperfecto, proviene de la internalización de un mensaje
implícito en muchas de las interacciones con nuestros padres: no estamos
bien tal como somos, existen en nosotros aspectos que no son aceptables
(Whitfield, 1987; Krishnananda, 1998). Algunas de las expresiones vitales
espontáneas del niño fueron rechazadas e invalidadas, porque al resonar con
las vivencias infantiles traumáticas de sus cuidadores, éstos se vieron en la
necesidad de cambiar la experiencia de sus hijos para no entrar en contacto
con sus propios miedos y dolores ocultos. Estas acciones nos desconectan de
nuestra autenticidad y nos hacen desconfiar de lo que acontece en nuestro
interior, dando lugar a creencias negativas sobre nosotros mismos y a
sentimientos de humillación, inadecuación e inseguridad. A diferencia de la
culpa, sensación que depende de algo que se ha hecho, la vergüenza se
relaciona con lo que uno es, por lo que no es accesible la reparación. De
acuerdo a Krishnananda, todos hemos sufrido estas heridas hasta cierto
grado (Krishnananda, 1998).

Arthur Janov ha clasificado los traumas primales en relación a las


diferentes etapas del desarrollo del sistema nervioso central, basándose en
el trabajo de los neurofisiólogos y neuroanatomistas Wilder Penfield,
Ronald Melzack y Paul McLean (Janov, 1970, 2000; Weiner, 1975; Khamsi,
1981; Beaulieu, 1986/1988; Rowan, 1988). La tesis básica consiste en la idea
de que la mente y el cerebro se desarrollan paralelamente en tres fases
distintas que se caracterizan por cierto tipo de memoria (los recuerdos son
almacenados en diferentes estructuras cerebrales), determinada cualidad
experiencial y estrategias defensivas específicas para manejar eventos
traumáticos, constituyendo lo que Janov llama las tres líneas o niveles de
consciencia. La primera línea de consciencia, que se encuentra en
funcionamiento ya antes del nacimiento y antes de que las emociones se
diferencien, está vinculada a la porción interna del cerebro y sus funciones
son las gástricas, las respiratorias, las de evacuación, la línea media
anatómica y el equilibrio hormonal. El sistema de memoria es "visceral", los
recuerdos son retenidos en el cuerpo y se centran en las sensaciones. Esta
consciencia altamente instintiva está implicada en el manejo de todas las
experiencias que el niño atraviesa hasta alrededor de los seis meses
después del nacimiento y los llamados traumas de primera línea (sucesos
traumáticos que el organismo enfrenta en ese período). El segundo nivel de
consciencia se encuentra ligado al sistema límbico del cerebro y, con ello, a
las emociones. Comienza a funcionar algunos meses después del nacimiento y
alcanza su plena maduración cuando tenemos alrededor de dos y tres años
de edad. Recuerda en imágenes o escenas y registra, por lo general,
situaciones preverbales, precognitivas e insertas en relaciones diádicas
entre el niño y su figura principal de apego, como también los traumas de
segunda línea. La última línea de consciencia se correlaciona con el sistema
cerebral cortical y tiene a cargo las funciones mentales superiores. A partir
de los dos años de edad, se encuentra ya involucrada en determinar nuestra
realidad, pero sólo varios años más tarde su relevancia se convierte en
central. La memoria es verbal-mental y se enfrenta, en un inicio, a
acontecimientos que transcurren en relaciones triádicas y traumas de
tercera línea. Este nivel intelectual integra las dos otras líneas y confiere
significado a sentimientos y sensaciones. Mientras aún no monopoliza el
dominio sobre el organismo, los otros dos niveles deben asumir la
responsabilidad sobre la supervivencia de la persona.
Un último asunto que me gustaría aclarar en esta sección se vincula con las
fuentes originarias más profundas de la herida primal4. Algunos autores han
hecho mención del trauma del nacimiento como antecedente prototípico de
la herida primal (Rank, 1924; Greenacre, 1953; Orr, cit. en Khamsi, 1987a;
Abrams, 1990; Graber, cit. en Janus, 1991; Leuner, cit. en Janus, 1991;
Krishnananda, 1998), a menudo ignorando el período prenatal de la vida del
ser humano o bien idealizándolo como estado celestial exento de momentos
dificultosos, en el cual el feto está inserto en un medio que satisface sus
necesidades de modo automático e inmediato. Otros han incluido la etapa
prenatal uterina como posible momento de traumatización primordial
(Fodor, 1949; Rascovsky, 1960; Janov, 1970, 2000; Verny & Kelly, 1981;
Grof, 1985, 2000; Frantz, 1985; Farrant, 1987; Buchheimer, 1987;
Winnicott, 1988; Rowan, 1988, 1996; Lake, cit. en Rowan, 1988, 1996; Janus,
1991; Kafkalides, cit. en Janus, 1991; Farrant & Larimore, 1996; Emerson,
1996; Laing, cit. en Rowan, 1996; Mott, cit en Rowan, 1996; Solter, 1996), lo
que se ve reflejado particularmente en los conceptos análogos de útero
malo en el trabajo de Stan Grof y de seno materno repudiante en la obra de
Kafkalides. Los psicoterapeutas primales William Swartley y Graham
Farrant han desplazado el punto de inicio de la traumatización aún más y han
llegado a desglosar los traumas más frecuentes de la vida, por así decirlo,
preuterina, considerando que éstos pueden tener lugar durante la fase
embriológica del desarrollo, la implantación, el descenso del óvulo
fertilizado por las trompas de Falopio, la concepción e incluso durante las
experiencias todavía separadas del espermio y el óvulo (Swartley, 1978;
Swartley, cit. en Rowan, 1988; Farrant, 1987; Farrant & Larimore, 1996;
Emerson, 1996). En la mayoría de los autores que señalan el período prenatal
como fuente básica de la herida primal, nos encontramos además con la
noción de que las experiencias traumáticas durante la etapa prenatal
predisponen al niño a enfrentar un nacimiento problemático, siendo el
trauma del nacimiento ya un acontecimiento secundario, pero no por eso
menos significativo.

Desde un punto de vista transpersonal, es dado hablar de orígenes


profundos aún anteriores de la herida primal, como el llamado trauma de la
encarnación, es decir, la dolorosa experiencia del alma al separarse de la
unidad de la Existencia para encarnar o nacer (Grof, 1993; Farrant y
Larimore, 1996; Firman & Gila, 1997; Krishnananda, 1998), y también ciertas
vivencias que parecen pertenecer a vidas pasadas y determinar aspectos de
nuestra vida actual (Grof, 1985, 2000).

(4) Cuando después de un tiempo alguna de las necesidades del niño no se ve


satisfecha, el dolor, el miedo y la angustia que resultan del estado de
deprivación se vuelven intolerables para su frágil psique porque el entorno
no es capaz de reflejar su estado afectivo y responderle empáticamente. La
única solución de que disponemos en tal circunstancia, es reaccionar,
haciendo uso de los precarios recursos que tenemos entonces a nuestro
alcance, con el fin de asegurar nuestra supervivencia física y psicológica.
Manejamos el sufrimiento interrumpiendo la necesidad insatisfecha que lo
genera (Janov, 1970), acción que equivale a interrumpir la continuidad de
nuestro ser (Winnicott, 1960b). Esta interrupción consiste en una especie
de desconexión de parte de lo que el niño está experimentando
internamente, lo que consigue al escindir su propia experiencia y desterrar
de su consciencia la necesidad que he permanecido insatisfecha y todas las
sensaciones y los sentimientos que están asociados a ella (Janov, 1970;
Fairbairn, cit. en Guntrip, 1971; Kernberg, 1977; Miller, 1979/1994;
Bradshaw, 1990a; Firman & Gila, 1997). Este proceso opera, de manera
simultánea, en dos niveles. En el nivel psicológico, hacemos uso de los
mecanismos intrapsíquicos de escisión y represión, y en el plano físico,
comenzamos a contraer la musculatura en determinadas áreas de nuestro
cuerpo, restringiendo la profundidad de nuestra respiración y bloqueando
así la posibilidad de expresión de nuestra energía emocional (Janov, 1970;
Lowen, 1975).

Toda esta compleja maniobra cumple con dos funciones paralelas: por un
lado, es un mecanismo defensivo psicobiológico contra una realidad
subjetiva catastrófica formada por el dolor emocional y el miedo y, por otro
lado, hace posible que preservemos un vínculo positivo con nuestras figuras
de apego. Esta segunda función es de gran importancia, ya que el niño debe
negar la idea de que sus figuras paternas nunca podrán satisfacer algunas
de sus necesidades, con independencia de lo que él mismo pueda llegar a
hacer. Se ve obligado a reprimir esta comprensión, debido a que representa
aún más dolor y sufrimiento. De este modo, hace más tolerable su ambiente
circundante idealizando a sus cuidadores y cargando con la culpa de la
frustración de sus necesidades (Miller, 1979/1994; Bradshaw, 1990a;
Firman & Gila, 1997). Es aquí donde comienza lo que Janov ha denominado la
lucha neurótica, que consiste en la tentativa inconsciente y continuada de
agradar a los padres y otras figuras de autoridad con el objetivo de
finalmente ver satisfechas nuestras necesidades. La lucha neurótica, por
medio de la idealización de nuestros padres y la defensa o justificación de
su comportamiento, nos permite alejarnos de nuestro dolor, aferrarnos a la
idea de que somos amados sin la imposición de condiciones y seguir
conectados a la ilusión de que actuando como actuamos, en algún momento
conseguiremos aquello que nos hace falta (Janov, 1970; Miller, 1979/1994;
Hoffman, 1991; Krishnananda, 1998, 1999). Al mismo tiempo, empezamos a
representar y cumplir con los roles que de nosotros se esperan, aún cuando
estén en desacuerdo con nuestra realidad más íntima.

Los procesos de escisión y represión que hemos descrito marcan el principio


del proceso neurótico, que poco a poco se irá transformando en una
estructura neurótica más estable de la personalidad. En pos de la
supervivencia, aprendemos a desconfiar de nuestros propios sentimientos,
que existen para descargar la tensión que acumula el organismo y para
indicarnos la presencia de alguna necesidad (Janov, 1970; Miller,
1979/1994; Bradshaw, 1990a; Solter, 1996; Krishnananda, 1998). Con el
tiempo, perdemos la habilidad para reconocerlos y expresarlos, lo que nos
lleva a desconectarnos de nuestra verdad interna y a contener cada vez más
tensión. Comenzamos inhibiendo sólo aquellas de nuestras emociones que
ponen en riesgo la satisfacción de nuestras necesidades por parte de
nuestros padres, como el dolor o la rabia, pero a la larga bloqueamos de
manera inevitable nuestra capacidad general de excitación emocional y, con
ella, al menos en parte, todos nuestros afectos (Janov, 1970; Broder, 1976;
Bradshaw, 1990a). Las necesidades insatisfechas y los afectos
inexpresados, aún cuando sean reprimidos, no desaparecen nunca por
completo ni dejan de influir sobre nuestra conducta. Más bien, comenzamos
a buscar, sin percatarnos de ello, gratificaciones simbólicas sustitutorias
para nuestras carencias. Esta dinámica se autoperpetúa en el tiempo porque
estas satisfacciones simbólicas responden a necesidades neuróticas de
reemplazo y no a nuestras necesidades reales, con las cuales perdemos el
contacto casi por completo.

(5) El proceso neurótico, que está constituido por los sucesos que hemos
especificado en lo que precede, paso a paso se cronifica y, de esta forma, lo
que alguna vez fueron reacciones circunscritas a situaciones reales se
automatizan, transformándose en estructuras intrapsíquicas que
determinan gran parte del comportamiento subsiguiente del niño. Según
Janov, existe una llamada escena primal, un cierto evento delimitado que
puede parecer de poca significación y no traumático en sí pero que, sin
embargo, desplaza el equilibrio interno de la persona desde su naturalidad
hacia el funcionamiento neurótico de modo permanente (Janov, 1970). Por lo
común, esta escena primal es un punto de cristalización que simboliza y
representa una larga cadena de situaciones traumáticas anteriores o bien el
contacto constante con las personalidades heridas de nuestros cuidadores
(Janov, 1970; Rowan, 1996; Firman & Gila, 1997). Suele producirse entre los
cinco y los siete años de edad, cuando aprendemos a generalizar a partir de
sucesos concretos y a dar sentido a lo que nos ocurre 5y, debido a esta
razón, conlleva la penosa pero difusa sentencia "No soy querido por lo que
soy y no hay esperanzas de que alguna vez lo seré". Esta dolorosa conclusión
hace inevitable la represión de la escena primal, manteniéndose el evento
desconectado de la experiencia del niño y sin experimentarse totalmente.
En este instante, el desarrollo vital se estanca o se ve distorsionado, lo que
se traduce en que la autenticidad del individuo en crecimiento es
desplazada, permaneciendo latente y sin realizarse (Winnicott, 1960a;
Janov, 1970; Miller, 1979/1994).

Es en este momento cuando emerge en nuestra psique lo que diferentes


autores han calificado de falso self (Winnicott, 1959/1964, 1960a;
Masterson, 1988; Rowan, 1996), self protector (Winnicott, 1960a), falso yo
(Laing, 1960; Miller, 1979/1994; Whitfield, 1987), yo irreal (Janov, 1970;
Broder, 1976), segunda naturaleza (Lowen, 1975), personalidad como-si
(Miller, 1979/1994), yo codependiente (Whitfield, 1987) y capa de
protección (Krishnananda, 1998). Con ello, se instaura un doble sistema del
yo en nuestra personalidad, ya que en contraposición al sistema del falso
self se establece simultáneamente un self verdadero o yo real. Cuanto
mayores hayan sido las "agresiones" de nuestros padres hacia nosotros,
tanto mayor será el abismo entre yo real e irreal.

El self verdadero surge, en un comienzo, de los tejidos y las funciones del


cuerpo, está conformado por nuestras necesidades y nuestros sentimientos
reales y reúne los detalles de la experiencia de estar vivo (Winnicott,
1960a; Janov, 1970). Sabe utilizar las energías psicosomáticas del
organismo para la autoexpresión y la autorrealización en las relaciones
interpersonales que lo envuelven. Puede integrar los múltiples aspectos de
nuestra vida formando una unidad y cuenta con las siguientes capacidades:
experimentar una amplia gama de sentimientos de manera profunda;
desarrollar contactos interpersonales íntimos; enfrentar los desafíos de la
vida con creatividad y espontaneidad; estar solo; ser honesto y vulnerable;
ser capaz de entregarse y de confiar; permitir la existencia de una
sensación continua de identidad y ser capaz de crecer (Whitfield, 1987;
Masterson, 1988; Bradshaw, 1990a). Como hemos mencionado, el yo real, por
lo común, no se puede diferenciar de modo adecuado porque no puede ser
vivido y así, nuestro acceso a él tiende a ser limitado.

Varios autores han advertido el peligro de atribuirle, por medio de la


proyección y la idealización, a un supuesto niño pretraumatizado las
capacidades del self verdadero, dado que algunos de ellos consideran que
éste, en realidad, habita un mundo de lo inmediato, depende de los valores y
significados de otros, es egocéntrico y vive en un universo de fantasía
estructurado en base a creencias mágicas (Loudon, 1979; Stein, 1987;
Bradshaw, 1990a). Tomando en cuenta estas importantes consideraciones,
me parece factible asumir la postura de que el niño, desde el principio,
cuenta con el potencial para desarrollar un self verdadero y convertirse en
una persona entera. Para que este potencial innato se realice en plenitud, el
individuo necesita de un ambiente facilitador que permita que esto ocurra,
ambiente ideal del cual, la mayoría de las veces, no disponemos en nuestra
infancia.

El falso self es un sistema biopsicológico sobreimpuesto que cumple con la


función capital de proteger la vulnerabilidad del self real ante las fallas
empáticas que se producen en la relación del niño con sus figuras de apego y
sus consecuencias emocionales, posibilitando la supervivencia con un mínimo
de incomodidad (Winnicott, 1960a; Janov, 1970; Bradshaw, 1990a;
Krishnananda, 1998). Es capaz de desviar las energías emocionales
perturbadoras hacia determinadas actividades (pensar, comer, hablar, etc.),
lo cual nos proporciona una sensación de seguridad porque mantiene el miedo
y el dolor a distancia. El yo irreal está constituido, en términos generales,
por las pautas de conducta, los estados de ánimo y los rasgos de
personalidad que hemos adoptado de nuestros padres para no superarlos,
con la esperanza de que eso les sirva de motivación para satisfacer nuestras
necesidades ("Soy igual que ustedes. ¿Me aceptarán ahora?"). A nivel
fisiológico, este sistema nos afecta crónicamente de diversos modos, por
ejemplo reprimiendo o sobreestimulando el sistema endocrino, o también
ejerciendo cierta tensión persistente sobre los órganos internos (Janov,
1970).

Desde el yo irreal, nuestro comportamiento se basa en el control, la


conformidad y la sobreadaptación a las circunstancias (Winnicott, 1960a;
Lowen, 1975; Miller, 1979/1994), mientras tiende a la satisfacción
inmediata pero indirecta de nuestras necesidades. Desarrollamos una serie
de expectativas y estrategias con el fin de afectar a los otros para que
modifiquen su comportamiento y nosotros consigamos lo que queremos, tales
como demandar y exigir, manipular, culpar, mendigar y vengarnos. Nos
instalamos en el mundo con patrones habituales de compensación, que
protegen nuestra vulnerabilidad herida, complaciendo a los otros y
armonizando las situaciones conflictivas, controlando y haciéndonos cargo
de otros, peleando y rebelándonos continuamente, o retirándonos y
refugiándonos en nosotros mismos. El falso self nos hace estar y actuar de
forma insensible, despreciadora, tensa, inhibida, crítica y perfeccionista.
Junto a la escena primal y la fracturación del self total en yo real e irreal,
se escinde también el sistema de recuerdos. Los recuerdos reales se
encuentran desde entonces normalmente reprimidos, mientras que los
recuerdos irreales sirven de pantalla y filtro de la experiencia (Janov, 1970;
Miller, 1979/1994). Cualquier vivencia que resuene con los sentimientos y las
necesidades que han sido reprimidas, es censurada y descartada. Así, la
persona se priva a sí misma de una amplia gama de experiencias vitales y
reacciones emocionales como la envidia, los celos, la impotencia, la rabia, el
miedo, etc. (Miller, 1979/1994; Covitz, 1990).

(6) Con el tiempo, nos identificamos de manera tan estrecha con el falso
self, que perdemos casi por completo la noción de que, en esencia, este falso
yo no es más que una estrategia de supervivencia que desarrollamos para
defender nuestra integridad psíquica y física frente a circunstancias que no
podíamos cambiar (Miller, 1979/1994; Bradshaw, 1990a; Krishnananda,
1998, 1999; Svarup & Premartha, 1999). El proceso neurótico se transforma
de modo permanente en una estructura neurótica de carácter que, en su
núcleo, alberga un conflicto irresuelto entre el self verdadero y el falso
self6 . Este último reprime al primero y transmuta las necesidades reales
del organismo en necesidades neuróticas, por lo que la gratificación puede
realizarse sólo simbólicamente. Evitamos así el dolor y el profundo miedo
que emanan de la herida primal, pero también imposibilitamos la satisfacción
real de lo que, en secreto, anhelamos. Todo el espectro de las conductas
neuróticas y disfuncionales comparten esta misma causa fundamental y
pueden ser consideradas como comportamientos simbólicos de defensa
contra sufrimiento psicobiológico excesivo.

Entre las formas principales en las cuales la represión de nuestras


necesidades originales y del dolor y el miedo primales nos afectan con
posterioridad en la adultez, se cuentan: (a) narcisismo (sentido dañado de
identidad); (b) desconfianza generalizada ante el mundo; (c) necesidad de
estar siempre en control de las situaciones; (d) reactuación inconsciente de
los sucesos traumáticos del pasado en el presente; (e) interiorización
(infligirnos a nosotros mismos el abuso sufrido en la infancia, como en los
síntomas psicosomáticos); (f) grandes dificultades para experimentar
verdadera intimidad en nuestras relaciones interpersonales, miedo al
compromiso, miedo al abandono y aislamiento; (g) codependencia, o bien
antidependencia y falsa autonomía (codependencia compensada); (h)
búsqueda continua de la aprobación de personas que representen a los
padres; (i) miedo al rechazo, a la presión y al abuso físico o energético; (j)
frustración, rabia destructiva, tendencias autodestructivas, agresión,
violencia y consiguientes ofensas a terceros (infligir a otros aquello que
hemos sufrido), que pueden ser entendidas como reacciones secundarias a la
herida narcisista; (k) contaminación del pensamiento por vestigios infantiles
(creencias mágicas, egocentrismo, razonamiento emocional, generalización
indiscriminada, etc.); (l) ansiedad, impulsividad y baja tolerancia a la
frustración; (m) adicciones y compulsiones de todo tipo; (n) sentimientos y
reacciones frecuentes de vergüenza, culpa, inadecuación, inseguridad, duda,
celos, shock y abandono; (o) negatividad, resentimiento, cinismo y amargura;
(p) miedo a cambiar y a lo desconocido; (q) apatía, depresión, sinsentido,
confusión, soledad, desesperanza y vacío; (r) falta de autoestima y
desvalorización personal; (s) sentimientos de tener que demostrar algo, de
estar constantemente a prueba y de no pertenecer; y, (t) sensaciones de
falsedad, irrealidad, extrañeza, futilidad, hipocresía y absurdo, que surgen
cuando el falso self es tratado como el self verdadero (Guntrip, 1971;
Kohut, 1977; Miller, 1979/1994; Masterson, 1988; Bradshaw, 1990a, 1990b;
Abrams, 1990; Covitz, 1990; Hoffman, 1991; Firman & Gila, 1997;
Krishnananda, 1998, 1999).

El neurótico vive en una situación infantil no resuelta y reprimida que lo


hace temer y evitar peligros que alguna vez fueron reales, pero que ya no
son amenazas efectivas para su supervivencia física o psicológica. Es incapaz
de concluir que, en el presente, nada terrible le sucederá. Ante
acontecimientos que de alguna u otra manera resuenan con las heridas que
ha sufrido en su infancia, el bloqueo de la energía emocional se intensifica
con propósitos defensivos y la persona repite una y otra vez los patrones
conductuales reactivos que en otro momento fueron adaptativos, pero que
han dejado de serlo (Janov, 1970; Miller, 1979/1994; Whitfield, 1987;
Bradshaw, 1990a; Krishnananda, 1998). Así, el neurótico actúa impulsado por
recuerdos, sentimientos y necesidades primales reprimidas y de continuo
espera rechazo, castigo y abandono, mientras que, al mismo tiempo, sus
expectativas y patrones neuróticos de comportamiento reproducen en su
vida los escenarios que más pretende esquivar (Miller, 1979/1994; Grof,
1985; Emerson, 1996; Krishnananda, 1998, 1999). Ha construido un sistema
más o menos rígido de creencias limitantes que determina su visión del
mundo y de sí mismo, y también un sistema de recuerdos irreales que actúa
como filtro, mediando el impacto de las experiencias que atraviesa y
permitiendo la entrada sólo a aquello que no guarde alguna similitud con los
recuerdos primales reales. De esta manera, el miedo lo lleva a mantener la
desconexión del dolor para defenderse de su emergencia.

El yo irreal transforma el dolor primal en tensión y ésta se encuentra difusa


en el organismo, afectando a los órganos, los músculos, la sangre, el sistema
linfático, la voz y la fisonomía general del cuerpo. Por ello, el neurótico, en
general, no experimenta verdaderos sentimientos, sino más bien
sentimientos convertidos en sensaciones y niveles variables de tensión
(Janov, 1970). Y, en cuanto vivencia alguna emoción, demuestra una
tendencia a hacerlo con una intensidad desproporcional al evento que la
gatilló. La persona utiliza, cuando la tensión se acrecienta anunciando el
surgimiento de los sentimientos negados, mecanismos involuntarios para
aliviarla, tales como el rechinar los dientes, el suspirar, las pesadillas o la
enuresis. En caso de que la tensión sobrepase los límites de lo soportable
porque estos mecanismos fracasan, entran en acción los mecanismos
voluntarios de alivio de la tensión: la proyección de los sentimientos propios
en otras personas; el canalizarlos hacia nuestro interior, dando lugar a una
depresión crónica de bajo grado; y, como formas más comunes de soslayar
los sentimientos primales, el transformarlos en conductas adictivas y
compulsivas (Janov, 1970; Bradshaw, 1990b).

Adicciones y compulsiones son todas las actividades que llevamos a cabo


para no estar presentes y permanecer inconscientes. Son, de modo
simultáneo, intentos de aliviar la tensión, de evitar el miedo y el dolor
primales, y de satisfacer nuestras necesidades insatisfechas por vías
sustitutorias o, en otras palabras, son esfuerzos de llenar el vacío
estructural que la herida primal ha generado (Janov, 1970; Kohut, 1977;
Miller, 1979/1994; Whitfield, 1987; Hoffman, 1991; Firman & Gila, 1997;
Krishnananda, 1998, 1999). En ellas, se vuelven a abrir constantemente las
heridas que hemos sufrido, pero mientras no sean aceptados y elaborados a
consciencia los recuerdos subyacentes, la compulsión a la repetición no
desaparecerá. Por otro lado, las conductas adictivas y compulsivas también
poseen un núcleo positivo, dado que le permiten al neurótico recuperar por
un pequeño período de tiempo su intensidad vivencial perdida, tener un
vislumbre del self verdadero y experimentar sensaciones de aceptación y
libertad (Miller, 1979/1994; Whitfield, 1987; Bradshaw, 1990a; Firman &
Gila, 1997). Detrás de todas estas motivaciones para incurrir en
comportamientos de esta naturaleza, se encuentra, en lo más profundo, un
gran anhelo espiritual de totalidad y unidad, que codetermina las tentativas
que hacemos por llenar nuestro insondable vacío interno y aliviar nuestro
dolor primal, factor que adquiere muchas veces gran relevancia durante el
proceso terapéutico (Grof, 1993; Firman & Gila, 1997; Krishnananda, 1998;
Grof, 2000).

Janov y su equipo de trabajo se han ocupado durante décadas del


esclarecimiento de los aspectos biológicos de la teoría primal y han llegado a
la conclusión de que a la neurosis subyace una patofisiología primal (Khamsi,
1981; Beaulieu, 1986/1988; Bradshaw, 1990a; Janov, 2000). De acuerdo a
sus investigaciones, la represión es el equivalente psicológico del proceso
fisiológico mediante el cual el sistema nervioso maneja la excesiva
estimulación eléctrica que produce la experiencia de dolor por medio de la
liberación de endorfinas. La persona se encuentra así en un estado
hipermetabólico constante para contener el dolor primal e impedir que la
información que lo representa pase del sistema límbico del cerebro hacia la
neocorteza, en donde se localiza la consciencia humana.

Nos resta hacer dos últimos comentarios para completar este breve
esquema sintético de la teoría primal. En primer lugar, podemos asumir que,
al menos en los contextos socioculturales predominantes y hasta cierto
grado, la herida primal y el establecimiento de un falso self son hechos
prácticamente universales, con relativa independencia del grado de
preocupación que los padres puedan demostrar con sus hijos a lo largo del
proceso de crecimiento (Guntrip, 1971; Frantz, 1985; Rowan, 1988;
Bradshaw, 1990b; Solter, 1996; Krishnananda, 1998). Pero existen amplias
divergencias en cuanto a las características personales que debiera exhibir
un individuo que se ha desarrollado siguiendo un curso "sano" ideal.
Planteando la cuestión en términos de opuestos, de un lado están aquellos
que piensan que el ideal de salud es la completa ausencia de un falso yo y sus
estrategias defensivas (Janov, 1970) y, del otro lado, se encuentran
aquellos que consideran que en una persona saludable el verdadero self está
vivo pero protegido por el falso self, que consistiría en la actitud social
(Winnicott, 1960a; Guntrip, 1971). Entre ambos extremos, se ubican quienes
enfatizan la importancia y deseabilidad de un ser humano capaz de crecer,
autorrealizarse, sentir sin mayores interferencias y asumir la
responsabilidad sobre sí mismo y su vida en el presente, sin pronunciarse en
detalle sobre el destino del yo irreal (Broder, 1976; Khamsi, 1981; Rowan,
1988).

En segundo lugar, todo el proceso que hemos esbozado puede ser visualizado
como uno de los mecanismos más difundidos que transmite la neurosis de
generación en generación (Miller, 1979/1994; Covitz, 1990; Krishnananda,
1998). Desde un punto de vista sociopsicológico, podemos entender a los
padres como los agentes sociales más idóneos para traspasar los valores
culturales de la sociedad, particularmente los valores represivos, a las
generaciones jóvenes por medio de la socialización. Esta perspectiva merece
especial atención por parte de los profesionales de la salud que de una u
otra forma afectan las ideas que nuestras sociedades albergan acerca de la
educación y la crianza de los niños, ya que arroja interrogantes
significativas en torno a la función, el carácter y las consecuencias de las
prácticas educacionales vigentes dentro y fuera de las instituciones sociales
dedicadas a ellas.
Dando término a este recorrido por la teoría primal, pasaremos ahora a
describir y conocer más de cerca algunos de los diferentes acercamientos
psicoterapéuticos que han, a la vez, fundamentado sus aplicaciones a la
psicoterapia en esta teoría y contribuido a su desarrollo.

La terapia primal

Las diferentes variantes de la terapia primal que se han ido estructurando


desde que su identidad se hiciera autoconsciente alrededor de los primeros
años de la década de 1970, comparten al menos tres rasgos esenciales:
primero, consideran que el origen principal y el denominador común
inevitable de la mayor parte de las situaciones que llevan a las personas a
buscar psicoterapia son, en los niveles profundos, las experiencias primales
traumáticas que determinan nuestro comportamiento disfuncional actual;
segundo, actúan desde el supuesto de que el trabajo psicoterapéutico en
torno al ámbito de las vivencias primales es la base de todo crecimiento y
transformación personal duradera, aún cuando reconocen que muchos
individuos pueden beneficiarse de otras aproximaciones terapéuticas; y
tercero, están cimentadas sobre la consideración teórica y práctica de que,
para alcanzar resultados terapéuticos significativos, los clientes deben
recuperar plenamente su capacidad de sentir y expresar sin inhibiciones sus
emociones y sentimientos- el hecho de permitirse sentir lo que se está
sintiendo en cada momento tiene un valor terapéutico en sí mismo, más allá
de cualquier intervención específica que un terapeuta pudiese llegar a hacer
durante el proceso psicoterapéutico.

Toda terapia, de alguna u otra forma, trata con las experiencias del niño que
alguna vez fuimos. Aún la terapia Gestalt, que está focalizada sobre la
vivencia del presente, se ocupa de los llamados "asuntos inconclusos", que a
menudo son ellos mismos de naturaleza primal, o bien revelan fuentes
primales. La diferencia entre los distintos enfoques terapéuticos estriba
más bien en la importancia que le conceden a las experiencias primales o en
la forma de abarcarlas, como sucede con el caso del psicoanálisis. Podemos
también distinguir entre la terapia primal misma y otros acercamientos a la
psicoterapia que, si bien no centran su trabajo en las experiencias que
atravesamos en nuestra infancia, las engloban de todos modos como parte
del material que tiende a emerger durante las sesiones. Entre éstos
podemos mencionar, por ejemplo, la terapia holotrópica creada por Stan
Grof (Grof, 1985, 2000) y las terapias corporales como la bioenergética
(Lowen, 1975).
Harley Ristad ha diferenciado, dentro de las terapias de orientación primal,
entre los enfoques directivos y los enfoques no-directivos (Ristad, 1977).
Mientras que desde la aproximación directiva los clientes son dirigidos hacia
los sentimientos primales que el terapeuta estima más relevantes y se
intenta traspasar las defensas de manera directa, el acercamiento no-
directivo acepta que cada persona tiene su propia forma de acceder al dolor
primal y, en ese sentido, hace uso de los elementos que surgen naturalmente
en el proceso terapéutico. El trabajo de Arthur Janov, que revisaremos a
continuación con algo de detalle por ser el fundamento de todas las
innovaciones posteriores, es un enfoque más bien directivo.

La terapia primal de Arthur Janov

Aún cuando haya quienes piensan que lo único que Arthur Janov hizo, fue
volver a desenterrar el método catártico que Joseph Breuer y Sigmund
Freud describieron en sus Estudios sobre la histeria a fines del siglo XIX,
puede ser considerado el padre y pionero de la terapia primal que hoy en día
es practicada alrededor del mundo. Había ejercido durante muchos años la
psicoterapia psicoanalítica, cuando, casi por accidente, descubrió durante
una sesión la utilidad y el valor terapéutico de la catarsis emocional en
relación a los eventos traumáticos de la niñez. Ese hallazgo lo hizo dar la
espalda al psicoanálisis y dedicar su vida al desarrollo de la terapia y la
teoría primales.

Janov define el procedimiento de la terapia primal psicológicamente como


"asalto sistemático al yo irreal" y "desmantelamiento de las causas de la
tensión, los sistemas de defensa y la neurosis" (Janov, 1970), y
biológicamente como la conexión de los recuerdos de la corteza frontal con
el sufrimiento inconsciente que está almacenado en el sistema límbico y la
porción interna del cerebro (Janov, 2000). En otras palabras, pretende,
siguiendo a Freud, hacer consciente lo inconsciente- con la diferencia de
que el enfoque primal es más experiencial que verbal.

La teoría clínica de Janov concibe a los síntomas como defensas típicas


contra el dolor emocional y como representaciones simbólicas del trauma
infantil que yace en su centro, sin hacer mayor diferencia entre los
síntomas psíquicos y los físicos o psicosomáticos. Aparecen en cuanto la
persona ya no es capaz de contener la tensión que se produce por la
represión del dolor y su gravedad depende, en primer lugar, de la intensidad
del nivel de tensión que es necesario refrenar. El proceso terapéutico está
diseñado para desmantelar ordenadamente los mecanismos defensivos, con
el fin de convertir las sensaciones que experimenta el neurótico, a través de
la ligazón con sus orígenes traumáticos específicos, en sentimientos plenos.
Cuando esto sucede, al comienzo el individuo neurótico tiende a
experimentar una sensación de extrañeza o despersonalización, que tan sólo
significa que está acostumbrado a sentir su yo real como fuerza ajena a él.
Al resolver la tensión por medio de la expresión del dolor que le subyace y la
exposición de las necesidades insatisfechas que la generan, los síntomas
remiten dado que no queda nada de lo que protegerse. Los "pacientes"7 , en
general, atraviesan un agudo aumento del alcance de su memoria, a menudo
hasta los primeros meses de vida, porque los recuerdos se encuentran
acumulados junto al dolor y se restablecen al sentir este último.

El proceso comienza con una selección de los pacientes que se efectúa en


base a entrevistas y exámenes médicos, en los cuales individuos con daño
orgánico cerebral significativo o desórdenes psicóticos muy severos son
descartados por no cumplir con los criterios de idoneidad establecidos.
Durante las veinticuatro horas previas a la iniciación del tratamiento, el
futuro paciente debe permanecer en aislamiento, es deprivado de sueño y le
es recomendado evitar todas las conductas que habitualmente utiliza para
aliviar y descargar la tensión (ver televisión, comer, hablar por teléfono,
etc.). A esto le sigue un período de tres semanas de intensiva terapia
individual, en el cual la disponibilidad del terapeuta asignado es total. La
persona misma decide cuánto tiempo del día dedica al trabajo terapéutico
que, por lo común, se traduce en sesiones de entre dos y tres horas. En el
caso ideal, el paciente abandona en esta etapa del tratamiento todas sus
actividades cotidianas, como su trabajo o sus estudios. A estas tres
semanas le sigue una etapa de varios meses, que puede alargarse por varios
años, de terapia en grupo, con la posibilidad de acceder a sesiones
individuales cuando la persona lo sienta necesario.

Las sesiones se conducen en consultorios privados insonorizados, acolchados


y semioscuros. El paciente se tiende sobre un diván o sobre el piso y se
ubica en una posición corporal lo más indefensa posible, con la boca, los
brazos y las piernas abiertas. Comienza hablando sobre lo que le nazca en
ese minuto, mientras que el terapeuta busca signos observables que le
indiquen la presencia de energía emocional y la actuación de mecanismos
defensivos para suprimirla, tales como moverse, subir las rodillas,
variaciones del tono de voz, utilizar lenguaje abstracto e indirecto,
intelectualizar, fruncir el ceño, temblores sutiles y reír o bostezar en
momentos cruciales (Janov, 1970; Barton, 1987). A la persona le son
señaladas sus defensas, es animada a abandonarlas y alentada a permanecer
con los sentimientos que están emergiendo, entregándose a ellos. Una vez
que una emoción ha embargado al paciente, el rol del terapeuta consiste en
apoyar o profundizar la expresión emocional con cualquier técnica que
facilite el adentrarse en el dolor primal (respiración abdominal profunda,
verbalización de los sentimientos, llamar o dialogar con los padres y otras
más). A medida que el proceso terapéutico avanza, la persona es cada vez
más capaz de sumergirse en sus sentimientos y requiere cada vez menos de
intervenciones directas. La terapia grupal no es más que una continuación
del trabajo individual y no es interactiva, exceptuando una breve instancia
de compartir con los otros participantes las experiencias vividas al finalizar
la sesión.

Uno de los conceptos clínicos más importantes que Janov ha elaborado es la


llamada reacción primal. La reacción primal, un evento psicofisiológico, es
una experiencia total con componentes físicos, emocionales e ideacionales
que consiste en volver a experimentar una vivencia infantil significativa en
el presente (Janov, 1970; Broder, 1976; Witty & Khamsi, 1995). Existen
también reacciones preprimales, en las cuales se vivencian acontecimientos
divorciados de su afecto correspondiente, y reacciones primales simbólicas,
en las cuales se intensifica el componente físico de la experiencia en lugares
que simbolizan la representación mental que se mantiene reprimida, pero no
se establece una conexión consciente con el contenido psíquico. Estas
reacciones son muchas veces necesarias, ya que la persona experimenta una
parte de un sentimiento completo que sería demasiado doloroso de
enfrentar de una sola vez. Mientras el organismo se acerca al dolor poco a
poco, el simbolismo disminuye y el sentimiento deviene más pleno.

Las reacciones primales auténticas se caracterizan por: (1) la presencia de


vocabulario infantil, sonidos de balbuceo o llanto infantil; (2) la pérdida del
sentido del tiempo, aunque se conserva la consciencia de quién se es y dónde
se está; y, (3) el hecho de que sentirse cada vez más cercano a la propia
infancia da por resultado mayor madurez en el comportamiento (Janov,
1970; Witty & Khamsi, 1995). En ocasiones, pueden tardar semanas en
producirse, pero cuando sobrevienen, parecen traer a la superficie otros
recuerdos y llevar así a más reacciones primales, que comienzan a darse
ahora dentro y fuera de las sesiones. Las experiencias tienden a hacerse
cada vez más profundas y el paciente retrocede más y más hasta llegar a la
escena primal principal, y posiblemente al trauma del nacimiento o a
situaciones traumáticas aún anteriores. Durante la terapia primal, hay
también fases en las cuales el organismo necesita descanso, integra
material ya descubierto o encara defensas inflexibles. En este último caso,
se le puede pedir a la persona que vuelva al aislamiento para debilitar sus
mecanismos defensivos.
Según Janov, alrededor de los dieciocho meses del proceso terapéutico, la
mayor parte de la conducta neurótica cesa y los resultados alcanzados se
estabilizan, después de períodos en los cuales los síntomas fluctúan entre la
remisión parcial y el agravarse por lapsos breves. Los recuerdos reales del
paciente post-primal a menudo empiezan algunos meses más tarde que su
nacimiento. Entre los cambios físicos que la terapia primal provoca, medidos
y documentados de forma científica y rigurosa, se cuentan una baja
permanente de la temperatura del cuerpo, la frecuencia cardíaca y los
niveles de presión arterial, modificaciones en el perfil de las ondas
cerebrales8 , un nuevo balance hormonal, una respiración menos superficial
y cambios en el tono de voz (Janov, 1970, 2000; Holden, 1983). Han sido
reportados además el incremento de la autenticidad en las relaciones
interpersonales y un vínculo más realista con los propios padres.

Janov indica que la terapia primal transcurre de acuerdo a la siguiente


secuencia: empieza por desenterrar la rabia que guardamos hacia nuestros
padres, pasa por expresar el dolor emocional que se encuentra detrás de
esa rabia y arriba en los sentimientos de deprivación que emanan
directamente de las necesidades infantiles insatisfechas o, en otras
palabras, en lo que con anterioridad hemos llamado la herida primal (Janov,
1970; Witty & Khamsi, 1995). Esta secuencia presentaría los hechos, tal
como alguna vez sucedieron en nuestra infancia, a la inversa.

Críticas al modelo de Janov

Las críticas de las cuales ha sido objeto la terapia primal janoviana han sido
muy variadas. A mi parecer, dos de ellas han sido las más fundamentales.
Como era de esperar, la adhesión a un modelo médico que, por lo demás,
reconoce tan sólo una única afección, la neurosis, ha sido uno de los puntos
más débiles del modelo terapéutico de Janov. Los aspectos conflictivos del
empleo de nociones como "paciente" para calificar a quien acude a terapia o
el concepto de una "cura", imagen ingenua, simplista e idealista en el
contexto de una cultura neurótica y que además implica la engañosa promesa
de que es posible liberarse en definitiva del dolor primal, han sido señalados
en repetidas ocasiones (Weiner, 1975; Broder, 1976; Khamsi, 1981, 1988;
Rowan, 1988; Farrar, 1997). En segundo lugar, Janov ignora la relevancia de
los procesos transferenciales y contratransferenciales del trabajo
psicoterapéutico, llegando incluso a afirmar que los terapeutas entrenados
por él no están expuestos a reacciones de contratransferencia porque han
dejado de ser neuróticos. El uso de técnicas que involucran la relación del
cliente con el terapeuta sólo es admitido cuando contribuye a explorar el
dolor primal de la persona, y se considera que la relación terapéutica no es
un ingrediente esencial en el éxito de la "cura". La negligencia de la
importancia que el vínculo entre el terapeuta y su cliente tiene para el
progreso del proceso primal ha sido criticada de manera casi unánime
(Weiner, 1975; Broder, 1976; Khamsi, 1981, 1988; Rowan, 1988).

Más allá de estos dos grandes y significativos reparos, la versión janoviana


de la teoría primal también ha sido evaluada. Por un lado, se ha dicho que la
estructura de la teoría limita el rango de las experiencias que el cliente
puede tener, ya que valora como medulares exclusivamente las reacciones
primales dramáticas de dolor y de traumas de primera línea. Esto conlleva
una especie de glorificación del dolor y la visión de que todo tipo de
vivencias o sentimientos que no llevan a la descarga emocional, sean de
alegría primal o de contenidos existenciales (por ejemplo, vinculados con el
tema de la muerte) o transpersonales, son aún formas residuales de evitar
el dolor primal por medio de la simbolización neurótica (Broder, 1976;
Khamsi, 1981; Rowan, 1988; Farrar, 1997). Por otro lado, Janov ha sido
acusado de omitir las contribuciones técnicas de enfoques terapéuticos
paralelos y los aportes de los desarrollos teóricos contemporáneos que han
indicado, al menos en parte, fenómenos similares a las observaciones del
propio Janov- su terapia primal no es una innovación singular y aislada,
impresión que transmite en sus escritos, sino que pertenece a un movimiento
psicológico mucho más amplio que marcó su inicio en los años sesenta con las
concepciones de Ronald Laing, Heinz Kohut, Donald Winnicott, Alice Miller y
otros (Broder, 1976; Videgard, cit. en Khamsi, 1988).

Desde una perspectiva clínica, se han manifestado las siguientes opiniones:


(1), lo importante durante el proceso terapéutico no es sentir el dolor
primal, sino recuperar la capacidad general de sentir, para lo cual es
necesario flexibilizar los valores represivos internalizados; (2), el dolor
primal estará siempre en nosotros, por lo que el énfasis de la terapia debe
estar sobre el hacerse consciente de nuestras necesidades presentes; (3),
revivir las situaciones traumáticas de nuestra infancia sólo tiene sentido
dentro de un contexto relacional de ser escuchado y aceptado; (4), la
terapia primal sólo requiere de una teoría del trauma de la etiología y no de
la terapia, es decir, no es necesario volver a experimentar las escenas
primales traumáticas específicas, aún cuando éstas tengan relevancia
etiológica; (5), la estructura de la terapia primal de Janov hace caso omiso
de las diferencias individuales en cuanto a las necesidades insatisfechas; y
(6), es preferible aceptar el ritmo de trabajo del cliente a forzar sus
mecanismos de defensa (Broder, 1976; Khamsi, 1988; Farrar, 1997). Por
último, se ha constatado que la terapia primal requiere de más tiempo que
los dieciocho meses estipulados por Janov. Parece existir un primer período
de "luna de miel" con rápidos avances en el proceso terapéutico, pero este
ritmo de trabajo no permanece constante (Speyrer, b).

Muchos de los terapeutas desconformes con el acercamiento de Janov


intentaron integrar, en su práctica, la terapia primal y las contribuciones de
las psicologías humanista y transpersonal. Pretendieron, de esta manera,
humanizar el enfoque janoviano y, literalmente, "centrarlo en el cliente"
(Broder, 1976; Khamsi, 1988; Rowan, 1988). En lo que sigue, revisaremos las
propiedades de la resultante integración primal.

Integración primal

La integración primal es una aproximación terapéutica primal no-directiva


que fue desarrollada en Inglaterra en los años setenta, a partir del trabajo
del psiquiatra Frank Lake y el psicoterapeuta William Swartley. Lake se
había familiarizado con las regresiones pre- y perinatales durante sus
investigaciones con LSD en contextos de terapia individual en la década de
los años cincuenta, y algo más tarde había descubierto el trabajo corporal
neoreichiano como forma de acceder a recuerdos primales profundos. Al
mismo tiempo, tuvo contacto con el psicoanalista Donald Winnicott y la
teoría psicoanalítica de las relaciones objetales. Cuando conoció a Swartley,
bautizaron su enfoque terapéutico conjunto como integración primal y, poco
después, fundaron la International Primal Association, dedicada a fomentar
el intercambio entre los diversos practicantes de las psicoterapias
regresivas y primales.

La integración primal no se dirige hacia la "cura" de un "paciente", sino hacia


el crecimiento de una persona. Sus objetivos primordiales son la
autoactualización y el establecimiento de un self real, metas que trata de
alcanzar mediante la integración de los aspectos escindidos de la
personalidad y el descubrimiento de las vivencias infantiles y los
sentimientos primales que alguna vez fueron demasiado dolorosos para ser
experimentados conscientemente (Broder, 1976; Rowan, 1988). Integración,
en este contexto, se refiere al proceso que permite traducir la comprensión
interna y los logros terapéuticos en acciones de la vida cotidiana. Sin ello, la
persona no puede quedar libre para vivir desde el presente y hacerse
responsable de sí misma. De modo secundario, se considera también como
objetivo la emergencia de un self transpersonal, capaz de ser un testigo de
la propia experiencia. En lo teórico, la integración primal hace suyos los
trazos generales de la teoría primal, pero no excluye por ello la legitimidad
de los contenidos de reacciones primales de alegría y de vivencias de
naturaleza existencial o transpersonal (Broder, 1976; Rowan, 1988). Estos
tipos de experiencias, al igual que el exponerse al dolor primal, nos conectan
con nuestro self verdadero.

Varios terapeutas primales han construido modelos de las etapas dinámicas


y superpuestas que dan cuenta del proceso de la terapia primal (Broder,
1976; Freundlich, cit. en Rowan, 1988; Witty & Khamsi, 1995; Rose, cit. en
Witty & Khamsi, 1995). Estos modelos presentan grandes similitudes entre
ellos, razón por la cual los resumiremos aquí de manera integrada. (1)
Compromiso e iniciación. El cliente recibe información acerca de qué esperar
en el proceso primal. Aprende a establecer contacto con su yo real y a
sumergirse en sus sentimientos a pesar de los mecanismos defensivos.
Pueden surgir dudas respecto del compromiso con la terapia. (2) Alienación.
Sobrevienen sensaciones de soledad y separación de las otras personas y el
falso self. Emergen preocupaciones respecto de si la propia terapia dará
resultados o respecto de si se podrá soportarla hasta el final. (3)
Desesperación. Surge la sensación de que nunca se experimentarán todos
los sentimientos antiguos. Puede existir la fantasía de una reacción primal
mágica que aliviará todo el dolor de una sola vez. (4) Aceptación. Se
comienza a aceptar la dolorosa realidad de la propia infancia y las
necesidades insatisfechas. Es expuesta la dinámica de la lucha neurótica y
la terapia se hace parte integral de la propia vida. (5) Expansión. La persona
se vuelca hacia su interior y descubre un gran poder personal. Alcanza una
nueva sensación de responsabilidad sobre su vida y asume un rol más activo
en la terapia. (6) Integración. Se adquiere la comprensión de que se puede
sobrevivir por la propia cuenta y una gran consciencia de las propias
necesidades. Se establecen relaciones entre las conductas actuales y sus
orígenes primales. Se combaten los patrones neuróticos de comportamiento
por iniciativa propia y se experimenta con reacciones nuevas a situaciones
familiares. (7) Separación. Se inicia la separación de la terapia formal. El
cliente debe sentir que es capaz de enfrentar los desafíos que le trae la
vida. Mantiene sus sentimientos abiertos en el presente y cambia en su vida
lo que le parece necesario.

Es importante que el terapeuta haya alcanzado cierto nivel de autenticidad


personal y que pueda empatizar con la situación que vive el cliente. Debe ser
además capaz de reconocer sus reacciones contratransferenciales y de
trabajar desde su espontaneidad e intuición. Para llevar a cabo los procesos
terapéuticos, cuenta con dos tipos de técnicas: aquellas que facilitan la
abreacción emocional y aquellas que permiten la integración de los sucesos
primales revividos. Entre las más utilizadas se encuentran los ejercicios de
bioenergética, el trabajo corporal y el masaje de la coraza caracterológica,
técnicas de respiración y rebirthing, Gestalt, psicodrama, imaginería,
golpear cojines, repetir palabras como "mamá", llamar a los padres y
técnicas de arteterapia (Broder, 1976; Rowan, 1988; Swartley, a). El
trabajo de la integración primal no es sólo individual, sino que también hace
uso de la terapia grupal basada en los grupos de encuentro. En total, es un
enfoque ecléctico que utiliza cualquier medio disponible que al cliente le
pueda servir en términos terapéuticos. Las sesiones tienden a ser largas,
con el propósito de posibilitar la elaboración de todo el material que surge
en el momento.

Los terapeutas que se dedican a la integración primal han llamado la


atención sobre dos fenómenos clínicos que pueden producirse en la terapia.
Han descrito la reacción pseudoprimal, en la cual el cliente precipita una
reacción primal por pura fuerza de voluntad con efectos contraproducentes
(Rowan, 1988), y han puesto al descubierto la posibilidad de que una persona
se haga adicta a las experiencias primales catárticas y no integre sus
vivencias, aferrándose al dolor por miedo a enfrentarse al presente y a lo
desconocido (Rowan, 1988; Farrar, 1997). Como resulta evidente, estos
fenómenos deben ser tomados en cuenta con el fin de no equivocarse a la
hora de evaluar cómo hacer progresar a un cliente determinado. A veces, la
persona necesita encarar su realidad presente antes o en vez de sumergirse
en sus sentimientos primales, y también esta alternativa resulta factible
aplicar desde el punto de vista de la integración primal.

El trabajo con el niño interno

El concepto del niño interior emergió, en un comienzo, del trabajo


terapéutico con alcohólicos, hijos de alcohólicos y codependientes, y su
empleo se ha ido extendiendo gradualmente hacia la mayoría de los diversos
grupos de autoayuda. En el campo de la psicoterapia, han sido más que nadie
los jungianos y terapeutas como John Bradshaw o Charles Whitfield,
quienes han popularizado la imagen del niño interno herido, entendida como
subpersonalidad arquetípica o biográfica (Jung, 1940; Frantz, 1985; Stein,
1987; Whitfield, 1987; Abrams, 1990; Sullwold, 1990; Branden, 1990;
Bradshaw, 1990a, 1990b; Downing, 1991; von Franz, 1991).

El efecto que esta subpersonalidad provoca en nuestra vida adulta, es


atribuido a la relación inconsciente que hemos sostenido con ella y al hecho
de que nos hallamos por completo identificados con ella. El proceso
terapéutico gira, en general, alrededor del reconocimiento de la existencia
del niño interno herido y el establecimiento de una interacción consciente
con él desde nuestro yo adulto. Dicho de otra manera, la psicoterapia nos
ayuda a convertirnos en el padre o la madre del niño que en otra época
fuimos, para así poder validar sus sentimientos, satisfacer sus necesidades
insatisfechas y cuidarlo en el presente.

Bradshaw ha calificado su enfoque de trabajo del dolor original y lo ha


estructurado en términos evolutivos (Bradshaw, 1990a). Es decir, el proceso
consiste en recuperar el niño interno de cada una de las etapas que
atravesamos en nuestro desarrollo (lactancia, período preescolar, período
escolar, etc.), exceptuando el nacimiento y la vida prenatal, visión que hace
de la sanación un asunto muy completo. Se ha basado en las teorías del
psicoanalista Erik Erikson, quien considera que el ser humano debe aprender
distintas tareas y habilidades en cada etapa del crecimiento vital, y así el
cliente regresa a los diferentes momentos de su infancia para reparar las
insuficiencias que le ha dejado cada uno de ellos. La persona debe primero
recuperar su niño interno, para después defenderlo y enseñarle aquello que
necesitaba pero no pudo aprender cuando su naturaleza lo exigía. El trabajo
está focalizado, como todo acercamiento primal, sobre el legitimar el abuso
del cual fuimos objeto, sentir las emociones que hemos estado reprimiendo
y volver a experimentar los traumas infantiles. Una vez conectados y
expresados los sentimientos primales, dejaríamos de contaminar nuestra
vida actual con ellos.

Entre las técnicas que Bradshaw ha introducido en su trabajo, se


encuentran recursos como recoger información acerca de la propia niñez
con los parientes, observar niños reales, mirar fotografías de cuando
éramos pequeños, escribir cartas desde nuestro yo adulto hacia el niño
interno con nuestra mano dominante, y desde el niño interno hacia el adulto
con la mano no-dominante, fantasías regresivas guiadas y técnicas de
programación neurolingüística, ejercicios que pueden resultar muy
poderosos para acceder al dolor primal. Bradshaw también ha expandido el
alcance de sus concepciones a la terapia grupal. La propuesta de Charles
Whitfield es casi idéntica a la que acabamos de exponer, con la excepción
del enfoque evolutivo, motivo por el cual no la revisaremos aquí más de
cerca.

Tanto en el trabajo de Bradshaw como en el de Whitfield, la espiritualidad


asume una importante función en el proceso terapéutico de recuperación
(Whitfield, 1987; Bradshaw, 1990a). A diferencia de los grupos de
autoayuda, que abarcan más bien la creencia religiosa que la vivencia
espiritual directa, en estos autores se trata de desarrollar efectivamente
un yo observador que pueda contemplar al self real y al self irreal sin
enjuiciar su comportamiento. Aún así, Whitfield destaca el peligro de que
los clientes utilicen un falso yo observador, que más que actuar como
testigo, emite juicios y distorsiona la experiencia (Whitfield, 1987).

Whitfield ha contribuido además a caracterizar al terapeuta primal. Cree


necesario que éste (1) no haga promesas de curación rápida; (2) sea lo
suficientemente firme como para lograr que su cliente haga su propio
trabajo; (3) sea capaz de satisfacer algunas de las necesidades
insatisfechas de la persona durante la sesión (ser escuchado, reflejo,
seguridad, respeto, aceptación, etc.); (4) apoye y estimule a su cliente a
encontrar fuentes de satisfacción para sus carencias fuera del marco
formal de la terapia; (5) haya sanado, al menos en parte, a su propio niño
interno; y (6) no utilice a las personas para satisfacer sus propias
necesidades insatisfechas (Whitfield, 1987).

El proceso Hoffman de la Cuadrinidad

El proceso Hoffman de la Cuadrinidad fue ideado por Bob Hoffman en 1967


con el propósito de deshacernos de la programación negativa que proviene
de nuestra infancia y de integrar nuestra Cuadrinidad, compuesta por
nuestro cuerpo, nuestras emociones, nuestro intelecto y nuestro espíritu, en
una armónica unidad en el presente (Hoffman, 1991). En ese entonces, el
proceso tenía una estructura de trece semanas, con una sesión grupal
semanal de tres a cinco horas y tareas para realizar durante el resto de la
semana. Se agregaban, para ciertos participantes, sesiones individuales
adicionales. En 1985, Hoffman condensó el programa entero en una
experiencia estructurada de siete días, en un lugar aislado, pero ha ido
experimentando con duraciones variables.

La primera fase del proceso consiste en expresar las intensas emociones


reprimidas que albergamos hacia nuestros padres, comprender a
continuación que éstos actuaron como lo hicieron por lo que vivieron en su
propia niñez y, finalmente, perdonarles el daño que nos ocasionaron. En la
segunda fase, el cliente trabaja en resolver el conflicto interno permanente
que sostienen algunos de los aspectos de la Cuadrinidad, en particular las
facetas emocional e intelectual. La última fase se relaciona con la rendición
del yo emocional y el yo mental, una vez conciliados, ante el yo espiritual y la
integración de todos los aspectos. Las heridas infantiles abiertas durante el
proceso son curadas y cerradas de manera simbólica.

Desde el punto de vista técnico, el proceso Hoffman hace uso de las formas
más conocidas para facilitar la descarga emocional (golpear cojines, gritar,
etc.), del escribir autobiografías emocionales, del diálogo interno con
nuestros padres y de fantasías y visualizaciones guiadas. Estas últimas
herramientas incluyen alusiones explícitas a ciertos elementos
característicos de las experiencias transpersonales y, con ello,
oportunidades para experimentarlas en persona. El contacto con la Luz,
metáfora de nuestro origen espiritual, es considerado esencial para
permitir el abandono de nuestra programación conductual negativa y una
transformación duradera de la personalidad.

Como puede verse, este acercamiento a la terapia primal no es en esencia


distinto de aquellos que ya hemos descrito. Sin embargo, Hoffman hace un
gran aporte cuando reconoce y subraya un asunto de gran significación para
el psicoterapeuta: los patrones neuróticos de comportamiento no
desaparecen automáticamente cuando hemos recuperado nuestros
sentimientos primales (Hoffman, 1991). Hace falta mucha paciencia para
estar alerta a las situaciones cotidianas que los gatillan y sustituirlos por
acciones conscientes cada vez que nos damos cuenta de que están
comenzando a interferir con nuestra capacidad de responder con
espontaneidad a los eventos de nuestra vida diaria. Estas ideas cobran una
importancia capital en la última variante de la terapia primal que
examinaremos.

Descondicionamiento primal

El planteamiento básico del descondicionamiento primal, una línea del


trabajo terapéutico primal que se desarrolló a partir del encuentro entre un
grupo de terapeutas occidentales y el maestro espiritual Bhagwan Shree
Rajneesh (más tarde conocido como Osho) en los años setenta, es que, en
esencia, las situaciones traumatizantes de nuestra infancia y sus múltiples
secuelas no son una parte definitoria de nuestra identidad más profunda. Es
la identificación de nuestra consciencia con el dolor de nuestro niño herido
y con una imagen de nosotros mismos que interiorizamos en nuestra niñez, la
que ahora nos impide vivir y relacionarnos desde nuestro potencial para la
autenticidad (Krishnananda, 1999; Svarup & Premartha, 1999). El proceso
terapéutico del descondicionamiento primal, en consecuencia, actúa en dos
niveles y con dos metodologías diferentes. En un primer nivel, las técnicas
psicoterapéuticas expanden nuestra capacidad de darnos cuenta de que, en
efecto, estamos íntimamente identificados con nuestro dolor primal y
nuestros condicionamientos. Nos permiten, además, explorar en detalle
tanto nuestras emociones reprimidas como el funcionamiento de las
estrategias defensivas que hemos adoptado para proteger nuestra
vulnerabilidad. Y, en un segundo nivel, las técnicas de meditación aceleran y
colaboran con las tareas del primer nivel, mientras nos posibilitan el acceso
a los procesos de desidentificación que, en última instancia, nos liberarán de
los fragmentos del pasado que andamos acarreando.

Según Krishnananda, existe, aún más sumergido que nuestro verdadero self,
un núcleo interno de meditación que representa un estado transpersonal de
unidad con la Existencia y de desidentificación de la personalidad. El
trabajo que ha creado lleva a las personas desde la incursión en la capa de
extrema vulnerabilidad del yo real y los sentimientos primales, a través del
reconocimiento de las formas en que nuestra capa de protección o falso self
impide que nos mantengamos abiertos, hacia la sede del yo observador o
testigo. Sostiene que el descondicionamiento primal requiere de una
atmósfera muy particular de comprensión y aceptación, de compromiso, de
atención al cuerpo y las señales que nos manda y de confianza en nuestra
intuición. El juicio y la presión deberían estar ausentes. Sin esta atmósfera,
nos cerramos y evitamos la única manera que tenemos de sanarnos: sentir lo
que nos está ocurriendo y estar con ello, aún cuando o sobre todo cuando
sea doloroso y el miedo amenace con sobrepasarnos.

El proceso cuenta con una parte activa, relacionada con el exponernos, el


ser honestos y el tomar riesgos que desafían nuestras conductas habituales
de compensación, y una parte pasiva, vinculada con el desarrollo de la
capacidad de observar nuestra experiencia desapegadamente, pero sin
reprimirla (Krishnananda, 1998). Esta habilidad contribuye de varias
maneras a nuestra sanación. En primer lugar, nos permite permanecer con
los sentimientos de miedo, vergüenza, shock y abandono que hemos
rehusado experimentar durante toda nuestra vida, a medida que surgen a la
superficie. En segundo lugar, nos entrega comprensión, aceptación y
presencia, ingredientes fundamentales para no enjuiciar aquello que nos
está sucediendo. Y, quizás lo más imprescindible, trae consigo la paciencia y
la confianza necesarias para percibir que los cambios son lentos y que el
proceso de curación del niño herido es muy sutil.

Al principio, la catarsis puede ser un medio adecuado para comenzar a


establecer nuestra capacidad de sentir y expresar emociones. Sin embargo,
una vez llegado ese punto, el foco se vuelca sobre nuestras relaciones
interpersonales, en el presente, porque cualquier circunstancia puede hacer
emerger sentimientos primales y nos sirve para profundizar en nosotros
mismos. No es indispensable regresar a nuestros traumas infantiles
originales. Nuestra consciencia o nuestro estado de alerta respecto de
cómo nos afectan los acontecimientos diarios se vuelve nuestra herramienta
de trabajo. De él depende cuál de las dos alternativas que tenemos,
reaccionar o sentir, dominará cada situación que enfrentamos. No obstante,
una vez que hemos vivenciado con intensidad nuestras heridas primales de
vacío, abandono, shock, vergüenza y desconfianza, en algún momento
debemos desidentificarnos de ellas (Krishnananda, 1999). El dolor siempre
estará ahí y, si nos identificamos con él, lo volveremos a sentir cada vez.

Las publicaciones de Krishnananda no reflejan la intención de delinear un


proceso psicoterapéutico sistemático y plantean más bien una invitación a
crecer como personas tomando consciencia y responsabilidad sobre
nosotros mismos en el presente, en nuestra vida cotidiana, sin la ayuda de un
terapeuta profesional. Krishnananda dirige talleres terapéuticos, pero
carezco de la información necesaria para ofrecer una descripción fidedigna
de cómo trabaja.

Por el contrario, la propuesta Twice born [Nacer por segunda vez] de los
terapeutas Svarup y Premartha es un proceso primal muy estructurado, con
un enfoque evolutivo similar al utilizado por John Bradshaw pero más
inclusivo (contempla el nacimiento, el período prenatal y la concepción). Está
compuesto por diez sesiones y los participantes reciben tareas para realizar
en el tiempo entre las sesiones por su propia cuenta. Lo anuncian como viaje
"de lo condicionado al ser", en el cual tomamos consciencia de nuestros
condicionamientos infantiles y recuperamos la conexión con el niño interno,
cuyas heridas debemos sanar y cuya individualidad debemos reclamar
(Svarup & Premartha, 1999).

La vivencia total trata áreas temáticas como los orígenes de la identidad


sexual, los roles que asumimos en el seno de nuestra familia y la influencia
que ejerce nuestro nombre sobre nosotros. De acuerdo al tema abarcado en
la sesión, las técnicas varían desde regresiones guiadas, Gestalt y Pulsation
(tipo de terapia corporal neoreichiana), hasta constelaciones familiares,
llevar un diario de vida y rebirthing. Incorpora la dimensión transpersonal
introduciendo técnicas de meditación enseñadas por Bhagwan Shree
Rajneesh que complementan los elementos más psicoterapéuticos. El
terapeuta es visualizado como compañero que comparte su propia
experiencia personal y le corresponde apoyar y validar lo que le sucede al
cliente. La relación terapéutica está basada en la amabilidad y la
honestidad.

El descondicionamiento primal, por lo general, es conducido dentro de


contextos grupales por medio de talleres [workshops]. En su visión de la
terapia primal, está implícita la idea de que las personas que acuden a sus
talleres no sólo buscan autorrealizarse en el ámbito personal, sino también
saciar su anhelo de autotrascendencia. Al transmitirles la meditación y la
expansión de la consciencia como estrategia creativa, novedosa y efectiva
para enfrentar sus dificultades vitales, se les está entregando, al mismo
tiempo, una forma de seguir creciendo día a día a través del estar tan
presente como sea posible en cada momento.

Nota sobre la profilaxis prenatal y la terapia primal con niños

No es sorprendente que puedan desprenderse de la teoría primal una


interesante serie de aplicaciones prácticas en torno a las áreas de la
profilaxis prenatal y la terapia primal con niños. La terapia primal ha
proporcionado pruebas de la existencia de los traumas prenatales y las
investigaciones médicas han demostrado de manera empírica la gran
sensibilidad del feto frente a su entorno intrauterino y las condiciones
extrauterinas que lo rodean (Verny & Kelly, 1981; Chamberlain, 1990; Janus,
1991; Emerson, 1996). En este sentido, el niño no nacido puede beneficiarse
mucho de intervenciones cuasi terapéuticas como la educación de la madre
acerca de la vida y las experiencias prenatales, las formas más simples de
establecer un vínculo con su hijo durante el embarazo y el efecto nocivo de
ciertas conductas para el feto (fumar, ingerir drogas, etc.). También es
posible elaborar en un proceso psicoterapéutico las emociones conflictivas
de los padres hacia su futuro bebé, con el fin de evitarle a éste las
repercusiones traumáticas que tales sentimientos tienden a manifestar.
Como éstas, pueden ser creadas y estudiadas muchas otras posibilidades
profilácticas que contribuyan a la "salud primal".

William Emerson ha sido el pionero de la utilización de la terapia primal en la


infancia. Según él, el tratamiento temprano de los traumas pre- y
perinatales adquiere una importancia crucial porque permite eludir la
enorme contaminación que los eventos traumáticos normalmente introducen
en el desarrollo subsiguiente. Relata haber tratado con éxito desórdenes
conductuales (dificultades para dormir y comer, fobias, hiperactividad,
irritabilidad, etc.), trastornos del ánimo (aislamiento, ansiedad, depresión,
etc.) e incluso problemas médicos (bronquitis, asma, hipotiroidismo, diarrea
y eczemas), por medio de un enfoque no-verbal que ocupa la simulación física
de las condiciones traumatizantes para producir la descarga fisiológica y
emocional, y así lograr la integración (Emerson, 1987, 1994, 1996).

Palabras finales y conclusión

Las limitaciones de espacio que me he impuesto me han impedido incluir una


gran cantidad de aportes más específicos a la teoría primal, sobre todo
relacionadas con la psicología pre- y perinatal, como la teoría de las
matrices perinatales de Stan Grof y una serie de estudios que ahondan en
los pormenores de la vida uterina. He omitido también la exposición tanto de
ciertas aproximaciones terapéuticas autónomas como el rebirthing, la
respiración holotrópica y la psicoterapia que se apoya en el uso adjunto de la
hipnosis o sustancias como el LSD, aún cuando pueden ser consideradas
dentro del espectro de las terapias de orientación primal, y de algunas
contribuciones clínicas que no alcanzan a constituir un enfoque por derecho
propio. Sugiero al lector intrigado consultar la extensa bibliografía que
figura al final de este trabajo.

Podría quedar la sensación de que, de todo lo dicho, no hay nada que sea
realmente novedoso. De alguna u otra manera, la teoría primal ha estado
siempre implícita en las concepciones generales y compartidas por las
diferentes vertientes de la psicología y la psicoterapia. A decir verdad, la
teoría y la terapia primales sólo han vuelto a recordarnos lo que incluso el
conocimiento popular ha sabido desde hace mucho. Lo que nos rodea nos
afecta, y más que nunca en nuestra niñez. Sin embargo, el lugar que le
otorgan a la infancia en cuanto determinante de la conducta adulta y las
prácticas que sus representantes han desarrollado para generar procesos
terapéuticos, son únicos.

Mis propias experiencias con diversos acercamientos a la terapia me han


convencido de que el trabajo primal es profundo, transformador, y de que
sus resultados resisten el paso del tiempo- al menos así ha sido para mí. Una
vez comenzado, parece difícil volver a abandonarlo y eliminarlo de nuestra
vida diaria. La recuperación de nuestra capacidad de sentir, propósito
principal de la terapia primal en cualquiera de sus variantes, quizás sea el
regalo más hermoso que se le puede hacer a alguien. En ocasiones, una parte
mía se cuestiona incrédula la intensidad emocional que las vivencias primales
traen al presente y la influencia categórica sobre mi comportamiento actual
que deriva de ellas. Pero cuando tomo consciencia de que esto está
sucediendo, sé que me he alejado una vez más de mis sentimientos e intento
volver a ellos.

Mis investigaciones acerca de la terapia y la teoría primales han constituido


un poderoso y largo proceso personal de descubrimiento interno, de modo
paralelo intelectual y experiencial, que empezó por la vivencia directa y
terminó por la comprensión teórica. Mucho de lo que he leído ha ido
resonando con mis heridas infantiles recién abiertas, posibilitándome así
explorar más y más mi dolor primal reprimido y entender sus orígenes. En el
camino, me he ido encontrando con muchas resistencias interiores. Por un
lado, me quiero liberar de mi dolor y sus irresistibles efectos, pero, por
otro lado, el miedo a sumergirme en él y a renunciar a mi identificación con
él me obstaculizan el desprenderme conscientemente de los aspectos
penosos de mi historia de vida. Muchas veces prefiero ignorar los
sentimientos primales que surgen con las situaciones cotidianas, mas
pareciera que ya no desaparecen hasta que les conceda el espacio que
reclaman. Después de haber recobrado mi capacidad de sentir, ahora mi
trabajo se vincula cada vez más con el desarrollo de la habilidad de
permanecer alerta, vulnerable y receptivo para experimentar las emociones
que emerjan de manera natural en el transcurso de mis relaciones
interpersonales.

Comprendo que la terapia primal no es la forma más indicada de abordar las


dificultades psicológicas para cualquier persona. Para quien no esté seducido
por la perspectiva de una verdadera transformación personal, que implica en
momentos desatender la comodidad a la que tanto nos aferramos y dejar
reinar la incertidumbre, el miedo y el dolor, el enfoque primal puede ser
demasiado intensivo y desgastador en términos emocionales. Optar por otro
tipo de psicoterapia es una elección completamente legítima. La diferencia
se plasma en los resultados. De entre las personas que conozco que han
atravesado o procesos psicoterapéuticos más convencionales o procesos
psicoterapéuticos primales, el nivel de profundidad del cambio no es
comparable. Mientras los primeros parecen haber adecuado su
funcionamiento habitual, los segundos parecen haberse transformado. Han
dejado de ser los mismos, para ser más totales y más integrados. Aunque a
nuestra mente le cueste concebir que experimentar nuestro dolor es una de
las experiencias más sanadoras que existen, así se puede comprobar en la
realidad de la praxis terapéutica. Al recuperar la posibilidad de vivenciar el
dolor, reparamos también nuestra capacidad de sentir con plenitud la
alegría y la felicidad. Darnos cuenta de la verdad de esta paradoja y actuar
en consecuencia, es uno de los primeros pasos hacia nuestra curación.

Una de las cuestiones más conflictivas que pueden aparecer en el trabajo


primal, es el apego al dolor de nuestra niñez y la resistencia a
desidentificarnos de nuestro niño interno herido. Lo he vivido y todavía sigo
lidiando con este aspecto de mi personalidad. Aceptar el hecho existencial
de que ya no somos el niño que alguna vez fue vulnerado, sino un adulto que
fue lastimado cuando era un niño, puede ser una tarea ardua porque
significa, entre otras cosas, enfrentar la inevitabilidad del hacernos
responsables de nuestras propias vidas. Continuar siendo psicológicamente
un niño nos ofrece la ventaja de poder evadir esta responsabilidad y vivir
envueltos en la esperanza de que, en algún momento, se asomará alguien que
se hará cargo de nosotros y nuestras necesidades infantiles insatisfechas.
Pero la verdad es que esto nunca acontecerá. Y, con el tiempo, será
necesario afrontar esta situación si queremos seguir creciendo.

Como hemos mencionado, recreamos con las figuras actuales de autoridad y


en nuestras relaciones más cercanas de manera continua las circunstancias
biográficas que en nuestra infancia nos traumatizaron. ¿Por qué? Porque ese
es el modo que utiliza nuestro organismo para indicarnos que allí hay algo
que pide ser traído a nuestra consciencia, resuelto e integrado para poder
continuar nuestro desarrollo. Depende de nosotros aprovechar esas
oportunidades para actualizar nuestro potencial como seres humanos o
desecharlas y persistir en nuestra inconsciencia. Cada vez, en cada instante,
depende de nosotros y de nadie más.

Carl Jung creía que la aparición de la imagen del niño o, lo que es lo mismo, el
contacto con nuestras vivencias primales, presagia la transformación y la
renovación de nuestra personalidad. Aflora cuando hemos perdido la
conexión con nuestras raíces y anticipa, a la vez, la síntesis de los elementos
conscientes e inconscientes de nuestra psique. En Oriente y en el
Zaratustra de Friedrich Nietzsche, la misma imagen representa el
renacimiento del adulto a un estado superior de consciencia, lleno de vida y
éxtasis. Tomando esto en consideración, la terapia primal, un trabajo que
evoca al niño que aún nos habita, nos puede encaminar hacia la individuación
y la expansión de nuestro ser, hacia el proceso de convertirnos en el
individuo que estamos destinados a ser.

Referencias bibliográficas

En el paréntesis que sigue al nombre del autor figura invariablemente la


fecha original de publicación del libro o artículo. Cuando el año de
publicación de las ediciones utilizadas para este trabajo ha diferido del año
original, ha sido indicado al final de la referencia. En algunas referencias, no
ha sido posible determinar el año original de publicación. En estos casos, el
año ha sido reemplazado por la expresión "sin año" seguido de letras
alfabéticas, por ejemplo (sin año, a). En los artículos publicados en internet,
ha sido señalada la dirección en la cual son accesibles.

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Notas

1Resulta obvio que cabe considerar la teoría primal en relación a un momento histórico
determinado y a contextos socioculturales que presentan ciertas características
específicas. Modificaciones que se podrían introducir en las prácticas dominantes de
convivencia, crianza y educación, eventualmente, a través de varias generaciones, podrían
implicar cambios en las pautas prevalentes del desarrollo de las personas y, por
consiguiente, en la estructura de la teoría primal.
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2La codependencia es "un trastorno primario, progresivo, crónico, fatal y tratable causado
por el hecho de ser criado en un ambiente emocionalmente deshonesto y espiritualmente
hostil. [...] La codependencia se caracteriza por la dependencia de fuentes externas para la
autoestima y la definición de uno mismo. Esta dependencia externa, en combinación con
heridas emocionales de la infancia que no han sanado y que son reactivadas cada vez que un
´botón emocional´ es apretado, tiene como resultado que el codependiente vive
reaccionando y dando poder sobre su autoestima a fuentes externas a él mismo. [...] La
codependencia es un sistema defensivo que trabaja para continuar repitiendo nuestros
patrones de conducta con el fin de reforzar nuestra creencia de que no es seguro confiar,
ni en nosotros mismos ni en el proceso de la vida" (Burney, 1995).
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3Janov y sus colaboradores han buscado durante años una explicación biológica y fisiológica
para este tipo de memoria (Beaulieu, 1986/1988; Buchheimer, 1987; Janov, 2000). Esto se
ha traducido en el concepto de impronta, proceso mediante el cual los sucesos traumáticos
son estampados permanentemente en el sistema nervioso, generando cambios estructurales
y funcionales arraigados con la ayuda de las hormonas liberadas para manejar el trauma.
Ciertas conexiones sinápticas cambian, algunas neuronas se hacen más gruesas y aumentan
la cantidad de sus dendritos, formando patrones definidos de conducción bioeléctrica.
Ante situaciones similares al acontecimiento traumático original, estos patrones
establecidos de conducción se disparan y determinan nuestro comportamiento. Dice Janov:
"La memoria fetal existe, pero en términos de alteraciones neuroquímicas, no en términos
de escenas, imágenes o palabras" (Janov, 2000).
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4 Las investigaciones médicas indican que las microlesiones cerebrales y la hipoxia (falta de
oxígeno) durante el parto son mucho más frecuentes de lo que se suponía (Greenacre, 1953;
Janus, 1991). El psicoanalista Ludwig Janus y el psicólogo David Chamberlain piensan que el
nacimiento no sólo tiende a ser traumático debido a factores biológicos naturales, sino
también, en parte, debido a las limitaciones históricas contextuales de la medicina
(Chamberlain, 1989; Janus, 1991). Janus menciona la técnica del "nacimiento sin violencia"
del obstetra francés Frederick Leboyer como ejemplo de lo que la medicina misma puede
hacer para reducir el grado de la traumatización inevitable del niño que nace.
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5Aún así, Janov menciona la posibilidad de que la escena primal, en casos de traumas
severos, se ocasione en los primeros meses de vida, iniciándose el proceso neurótico, o bien
un proceso de carácter psicótico, alrededor de tales fechas (Janov, 1970).
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6Desde el punto de vista más propiamente psicopatológico, que no es aquel que aquí más nos
interesa, podemos afirmar que la gravedad del trastorno que una persona manifiesta está
en relación directa con la precocidad de la traumatización primal. Mientras más temprano
resulte ser el trauma primordial, más grave será el desorden posterior que produce (Balint,
1968; Kohut, 1977; Kernberg, 1977; Rowan, 1988). En este sentido, la teoría primal
considera que la psicosis consiste en un ahondamiento de la escisión neurótica y es una
mera extensión cuantitativa de la neurosis (Janov, 1970; Khamsi, 1981), mientras los
trastornos narcisista y limítrofe de la personalidad representan condiciones intermedias
entre la psicosis y la neurosis.
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7 El Primal Center en Venice, California, USA, es el único instituto con el cual Arthur Janov
se encuentra asociado y opera todavía con un modelo médico de la psicoterapia que define
la neurosis como enfermedad y al neurótico en tratamiento como paciente. El éxito
terapéutico es designado como cura.
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8El Dr. Michael Holden, que por muchos años fue el director del equipo médico a cargo de
investigar y evaluar los correlatos fisiológicos de la reacción y la terapia primales, comenta
en una de sus contribuciones que, después de tres años y medio de terapia primal, tiene "los
registros electroencefalográficos de un niño" (Holden, 1983).

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