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EL SEGUNDO RELATO DE LA CREACIÓN Y EL

ORDENAMIENTO DEL MATRIMONIO

Tenemos que hablar ahora del segundo relato de la creación, que sigue inmediatamente
al primero.
Este es introducido por algunas frases que dicen de una manera nueva que, al
comienzo, reinaba el caos, la informe confusión: «El día en que el Señor Dios hizo tierra
y cielo, no había aún matorrales en la tierra, ni brotaba hierba en el campo, porque el
Señor Dios no había enviado lluvia sobre la tierra, ni había hombre que cultivase el suelo;
pero un manantial [caótico]1 salía de la tierra y regaba toda la superficie del suelo» (2,4b-
6). Pero de inmediato se relata la creación del hombre: «Entonces el Señor Dios modeló
al hombre del polvo del suelo e insufló en su nariz aliento de vida; y el hombre se
convirtió en ser vivo» (7). En el centro de todo el relato se encuentra el hombre; todo lo
demás se ordena alrededor de él.

Una vez más, el modo en que se describe su surgimiento nada tiene que ver con
ciencia. Se da en imágenes. Y las imágenes deben leerse de forma diferente que las
afirmaciones conceptuales. Hay que evocarlas, contemplarlas y sentirlas interiormente, y
de ese modo comprender su sentido.

Primero se dice que Dios, el Señor, modeló el cuerpo del hombre2 «del polvo del
suelo»: del mismo suelo del que brota el grano que le da el pan.
Cuando el relato habla del cuerpo del hombre y, después, del aliento que Dios le
insufla, no se está haciendo referencia a la diferenciación en la que pensamos cuando
hablamos de «cuerpo y alma». «Cuerpo» es aquí forma muerta. Está allí, como el
producto que surge cuando un artista trabaja el barro y le da forma. Miguel Ángel
representó en su tan célebre pintura del techo de la Capilla Sixtina al hombre que ya tiene
vida y extiende su mano hacia Dios para recibir del dedo del Creador la chispa del
espíritu. De aquí resulta una maravillosa composición, pero se yerra en cuanto al sentido
del relato, pues lo que según el texto bíblico está tendido allí es todavía mera formación
inerte. Después, Dios se inclina sobre ella y le insufla el «aliento de vida». En estas
palabras se conjugan muchas cosas: el aliento, que penetra misteriosamente el cuerpo; el

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espíritu, que piensa y planea; y hasta el pneuma, el aliento de Dios, que llena al profeta.
Todo esto resuena y hace sentir lo inaudito de la existencia humana.
Así, pues, cuando el hombre percibe en la reflexión su propia profundidad interior,
cuando intenta tantear a dónde conducen las raíces de su ser, llega primeramente al polvo
del suelo, pero, después, al aliento de Dios. No queremos hacer demasiadas
especulaciones interpretativas en torno a las imágenes, sino dejarlas como son, corporales
y vitales, y captar lo que nos dicen: que nuestra esencia humana proviene de la hondura
de la tierra, pero también del pecho de Dios. Por eso, el hombre está en el mundo y, por
otra parte, también fuera de él. Su «lugar» es el borde del mundo, aquel borde que llega
hasta cada trozo y cada elemento del mundo. De ese modo puede comprenderlos y
amarlos, pero también ser señor sobre ellos. Es tremendo cuando él quiere habérselas
con el mundo pero Dios no ha de estar presente en ello: entonces, el hombre cae en
dependencia del mundo.

Dios prepara ahora al hombre el espacio de su vida, es decir, crea el paraíso (2,8ss.).
Este se presenta bajo la imagen de un jardín o parque que «el Señor Dios planta», como
un soberano secular hace plantar un jardín para pasearse por él. Se trata de un ámbito
rodeado de cuidados, atravesado por aguas puras –«agua viva», como suele decir la
Escritura para distinguirla del agua reposada de las cisternas– y poblado de hermosos
árboles frutales. Para el habitante de aquellas tierras abrasadas por el sol, es la
encarnación de una deliciosa plenitud de vida. Dios da este jardín al hombre para que lo
«guarde y cultive».
Nuevamente, una imagen. Significa el mundo en cuanto ha sido puesto en manos del
hombre para que él lo tenga bajo su cuidado y realice en él su obra, pero de tal manera
que Dios esté presente en todo. En efecto, en la imagen del jardín interviene también
otro aspecto: que Dios mismo vive en él. Esto se pone de manifiesto en el relato de la
tentación, donde se cuenta cómo Dios se pasea por él a la hora de la brisa refrescante de
la tarde (3,8). Se trata de un símil encantador del modo en que Dios quería participar en
la acción de sus seres humanos, viviendo con ellos en el mundo santificado. Allí debía
desarrollarse todo lo que se denomina vida y obra humana, historia y cultura, pero debía
hacerlo en la cercanía de Dios y en la comunión con él, de modo que el hombre no
habría necesitado nunca hacer lo que se dice más tarde, de nuevo con una imagen:
esconderse de él.

Se dice, después: «El Señor Dios se dijo: “No es bueno que el hombre esté solo; voy a
hacerle a alguien como él, que le ayude”». En el relato, el hombre existe hasta ese

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momento solamente como varón. Pero, como dice la sabiduría de la Revelación, esto
«no es bueno». Con ello no se llena todavía la esencia del hombre; más aún, está
amenazada. Se relata, pues, cómo Dios da al varón una «ayuda» para su vida y su obra,
es decir, cómo le da comunidad. Pero el hombre solo puede tener verdadera comunidad
con el hombre: «Entonces el Señor Dios modeló de la tierra todas las bestias del campo y
todos los pájaros del cielo, y se los presentó a Adán, para ver qué nombre les ponía. Y
cada ser vivo llevaría el nombre que Adán le pusiera. Así, Adán puso nombre a todos los
ganados, a los pájaros del cielo y a las bestias del campo; pero no encontró ninguno
como él, que le ayudase» (2,18-20).
Lo que aquí ocurre es «encuentro» en el sentido propio de la palabra. El hombre llega
ante la presencia del animal, lo contempla, siente su esencia, la comprende y le pone
nombre. Para la visión primitiva, el nombre significa lo nombrado en la apertura de la
palabra. O sea que cuando el hombre da nombre a algo, formula su esencia en la palabra
y, de ese modo, incorpora la cosa en el entramado de su lenguaje, en el ordenamiento de
la existencia. Así lo hace con los animales, y se pone de manifiesto que ellos no pueden
ser una «ayuda» que fuese a hacer que el solitario sea capaz de vivir: queda clara la
ajenidad entre hombre y animal.
Es importante comprender la enseñanza que se da al hombre «al principio» de su
existencia: que él es diferente del animal. Que nunca encontrará junto al animal aquella
comunidad que regalan el «tú» y el «nosotros». Puede establecer con el animal una
relación muy viva en la que intervienen múltiples lazos. En el animal, la naturaleza puede
acercársele tanto como ella puede llegar a hacerlo –de forma semejante a lo que sucede
en el jardín a través del mundo de las plantas–.Pero la frontera esencial sigue estando
ahí, y algo se habrá trastocado si el hombre introduce al animal en una relación en la que
solo debiese estar otro ser humano –como hijo, como amigo o como lo que fuese–.Y ello
por no hablar del trastorno de la verdad que se instaura cuando el hombre venera a lo
divino en la imagen animal. Pensemos en la apostasía que se produce en el ámbito
sagrado del Sinaí mientras Moisés recibe en la cima del monte para el pueblo la
revelación del Dios viviente: cómo ellos exigen de Aarón: «Anda, haznos un dios que
vaya delante de nosotros», y cómo él funde con las alhajas de las mujeres el becerro de
oro, y el pueblo rinde homenaje al ídolo en un delirio pagano (Éx 32,1ss.).

Así, los versos siguientes relatan cómo Dios le crea al hombre la compañera que
corresponde a su esencia, lo que también significa que ella recibe el compañero que le
corresponde: «Entonces el Señor Dios hizo caer un letargo sobre Adán, que se durmió; le

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sacó una costilla, y le cerró el sitio con carne. Y el Señor Dios formó, de la costilla que
había sacado de Adán, una mujer, y se la presentó a Adán» (21-22).
Tampoco esta es una afirmación conceptual, sino una imagen. No dejemos de
repetirnos que hemos de recordar siempre el modo en que habla el texto sagrado: de
forma religiosa y en imágenes. En este caso, lo que sucede acontece en un «letargo», es
decir, en un éxtasis por el cual el hombre es sacado fuera del contexto natural de
consciencia. En ese estado Dios toma una parte de su cuerpo y construye a partir de él a
la mujer: una vivísima expresión de la igualdad de esencia que existe entre el varón y la
mujer. Cuán poco tiene esto que ver con biología o anatomía queda subrayado cuando se
ve que todo el proceso debe entenderse tal vez incluso como visión de Adán dormido.
Dios presenta la mujer al varón y, una vez más, acontece encuentro, reconocimiento de
esencia a esencia. Esto se manifiesta en las frases que siguen, que son una expresión de
júbilo: «¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Su nombre será
“mujer”,3 porque ha salido del varón» (23).
Ahora es posible la comunidad humana. Y algo de importancia decisiva se expresa en el
hecho de que esta comunidad sea designada primeramente como «ayuda»: como un
estar juntos en la existencia, un complementarse en la vida y en la obra. Así, pues, lo que
determina en lo más hondo la esencia de esta unión no es lo fisiológico, sino lo personal.
Esta unión contiene todo lo que despierta en la relación entre el varón y la mujer: la
conmoción del amor, el instinto que se desata y la fecundidad humana, el encuentro con
el mundo a partir del amor y la inspiración de la obra por ese amor. Todo ello se designa
con «ayuda». De modo que el segundo relato de la creación del hombre dice con sus
imágenes lo mismo que el primero mediante la frase: «Y creó Dios el hombre a su
imagen… varón y mujer los creó» (1,27). «El hombre» es varón y mujer. Esto se dice
en el primer relato por frases sintéticas y, en el segundo, a través de una narración: en
ambos casos se trata de la magna charta de la relación entre los sexos.

«Por eso», continúa el Génesis, «abandonará el varón a su padre y a su madre, se


unirá a su mujer y serán los dos una sola carne» (2,24). El primer relato culmina en la
fundamentación del día del Señor, del ordenamiento del tiempo de vida santificado; el
segundo, en la fundación del matrimonio, del ordenamiento de la comunidad humana
santificada. Hacia esta fundación se dirige todo lo que él dice.
Esto tiene un eco en el Evangelio de Mateo. Se acercan unos maestros de la ley a ver a
Jesús y le preguntan: «¿Es lícito a un hombre repudiar a su mujer por cualquier motivo?»
(19,3). En el ordenamiento del Antiguo Testamento, el varón tenía el derecho de

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divorcio: por motivos que estaban estipulados en la ley, podía separarse de su esposa. Y
ahora le preguntan los adversarios: ¿Por un motivo cualquiera? ¿Tal vez por todo
motivo? ¿Por cualquier capricho? Se trata, pues, de una de las preguntas capciosas como
las que ellos dirigen al Señor para ponerlo en evidencia. Él les responde: «¿No habéis
leído que el Creador, en el principio, los creó hombre y mujer, y dijo: “Por eso dejará el
hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola
carne”?». Pero esto significa que no debe repudiarla en absoluto. Y como los inquiridores
pretenden tener la razón y replican: «¿Y por qué mandó Moisés darle acta de divorcio y
repudiarla?», él les responde: «Por la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés
repudiar a vuestras mujeres; pero, al principio, no era así» (Mt 19,4ss.). En las palabras
de Jesús percibimos el eco de lo que era «al principio». Allí se ha fundado el matrimonio
como indisoluble por esencia. Lo que vino después fueron concesiones a la debilidad del
hombre, hechas en un tiempo en que las decisiones de la historia de la Revelación tenían
que recaer en otros puntos. En aquel entonces los «corazones duros» no eran aún
capaces de captar lo que significa amor, que es siempre también sacrificio.

Así, cada uno de los dos relatos de la creación está orientado hacia la fundamentación
de un ordenamiento de vida: el primero, al del trabajo y el descanso, expresándose en la
secuencia de seis días que pertenecen a la obra del hombre, y el séptimo, que está
reservado al servicio de Dios; el segundo relato, al ordenamiento del matrimonio como
comunidad de vida y de fecundidad. Pero qué tan estrecha es esta comunidad lo dice ya
el citado versículo 24: tan estrecha, que el varón «dejará» por su mujer «a su padre y a
su madre», desprendiéndose así del nexo más originario que conoce la cultura antigua, el
del clan.
Estos dos ordenamientos protegen la dignidad del hombre y requieren su
responsabilidad: tanto frente a la obra como frente al ser humano del otro sexo. Por eso
mismo, representan también una barrera. El séptimo día exige que, durante ese día, el
hombre debe deponer su señorío para que, en el espacio de su silencio, se yerga la
soberanía de Dios. La indisolubilidad del matrimonio exige que la voluntad vital del
hombre se restrinja a la alianza de fidelidad.
Vemos qué cosas tan profundas resultan cuando se consideran estos textos de forma
respetuosa, cuidadosa y esmerada. Toda la sabiduría del mundo no contiene nada que
ponga tan en claro el núcleo de las cosas humanas como estas sencillas afirmaciones. Son
más profundas que todos los mitos y más esenciales que todas las filosofías: son palabras
primordiales que vienen de Dios.

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Si no solo las leemos exteriormente sino que les abrimos nuestro corazón,
experimentamos cómo se hace la verdad. Las cosas se sitúan rectamente. El sentido se
hace patente. La vida cobra exigencia y magnitud.

1 El autor inserta aquí la palabra «caótico» entre corchetes.


2 El autor utiliza una versión alemana del texto bíblico que traduce el original hebreo
como «cuerpo del hombre» o «cuerpo humano». De ahí la explicación que sigue.
3 Las traducciones de la Biblia suelen utilizar mayormente «mujer» para traducir la
palabra hebrea ishshá, femenino deish, varón. El autor utiliza en alemán Männin,
femenino construido a partir de Mann, varón. En igual sentido, algunos traductores
del texto bíblico recurren aquí al término español «varona», poco usual.

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