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CORRIENDO CON EL DIABLO

Vol. I - Represión

J.J. Jaimes
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Si supiera que la publicación del vídeo provocaría que el mismo diablo ordenara
abrir el infierno para engullirme, lo hubiera pensado más antes de oprimir la tecla de
Enter.

Aun así, no me arrepiento de lo que hice. Ni mucho menos de lo que estoy a punto
de hacer.
Primera parte
01 de febrero de 2022.
Bosques de Bélgorod.
Frontera entre Rusia y Ucrania.

El portón se cierra con un estruendo que lacera el silencio del bosque. Estamos
rodeados de pinos y coníferas cubiertas de nieve cerca de una pequeña carretera sin
asfaltar. La miramos con anhelo, pero no podemos seguir por ella, las reglas son
claras: no podemos usarla una vez estemos fuera. Detrás de nosotros hay dos
militares ubicados en las torres de control que lo confirman observándonos con los
fusiles en sus pechos.
Miro a Olga y a Luka, sé que uno de los dos me ha traicionado. Es paradójico
tener que recorrer el bosque junto a dos personas cuando sé que uno de ellos podría
ser mi peor enemigo camuflado en la piel de una oveja.
Empezamos a adentrarnos en el bosque, el olor a pino me impregna las fosas
nasales de inmediato. La nieve a nuestro alrededor cubre la mayor parte del suelo y
solo deja entrever algunas zonas salpicadas por las acículas de los pinos. Pienso en
que, cuando caiga la noche, este hermoso paisaje blanco se convertirá en un demonio
que nos ofrecerá como presas para el sacrificio. No tenemos nada, solo nuestra
inteligencia y astucia para sobrevivir en este lugar. Mientras caminamos me veo en
la necesidad de hablarles sobre la investigación que hice acerca de esta base.
—Tenemos que ir hacia el norte, como lo hizo el hombre que escapó de aquí en los
noventa, en la época de la URSS.
—¡Escuchen eso…! —Olga interrumpe mi explicación.
Detenemos el paso, nos miramos entre nosotros, y luego a nuestro alrededor
inspeccionando cada movimiento.
—Parece una bala.
Apenas lo acabo de decir. Cuando de repente…
Tres.
Dos.
Uno.
Y una ráfaga de disparos corta el aire del bosque inundándolo de un ruido
ensordecedor.
—CORRAN —grita Luka.
Cada quien se empieza a mover con rapidez. Yo, impulsado por el instinto, me
tiro al suelo y pongo las manos sobre mi cabeza, Luka hace lo mismo y Olga se
queda detrás de un árbol. Algunos proyectiles impactan en los pinos, se esparcen
astillas por todos lados con un estruendo aterrador. Los pájaros vuelan de inmediato
huyendo de la ruptura a la paz de su hábitat. El sonido de los disparos no se detiene,
parece que quieren vaciar los cartuchos sobre nosotros. Tirado como un perro que
busca salvar su vida, se me pasa por delante un reflejo de solo unos segundos donde
veo las atrocidades que viví en esa maldita base: los abusos, las pruebas, el juego. El

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día cero… Y me viene una conmoción desde las entrañas: «¡no puedo morir aquí, no
sin antes contar esto!».
El ruido de las balas se detiene en un susurro de paz tan efímera como falsa en
donde quisiera creer que el universo me ha oído. Debe de haber pasado un minuto y
los tres estamos alerta. Todavía en el suelo, entre la nieve, escucho mi agitada
respiración entrar y salir. Pero, de inmediato, me doy cuenta de algo aún peor: los
militares pueden venir a buscarnos.
—¡Van a venir por nosotros!, ¡corran!
Me levanto y empiezo a moverme poseído por la adrenalina del momento; he
pasado por tantas situaciones que pusieron mi vida al límite que no estoy dispuesto
a que, ahora, tan cerca de la libertad, me la arrebaten. Olga y Luka corren conmigo a
toda velocidad, en el suelo se escuchan las ramas quebrarse ante el acelerado avance
de nuestras pisadas, hasta que algunos metros más adelante, oímos otro ruido…
—¡Es el río!, estamos llegando a él —grita Luka.
Es el mismo al que habíamos venido en la primera prueba. Cuando nadie se
imaginaba lo que había detrás de las denuncias que hice y lo trataban como simples
conspiraciones, primero sobre la URSS y luego sobre Rusia. Aunque en realidad ni
yo mismo me lo hubiera creído si alguien me lo llegara a contar en ese momento, lo
trataría de descabellado y enfermo… Pero bien decía mi abuelo que: muchas veces la
realidad supera a la ficción.
Las cuerdas que atravesaban el río todavía deben estar allí, así que podemos
cruzar por ellas. Lo pienso y luego lo digo en voz alta. El ruido del caudal aumenta
hasta tener el río enfrente. Lo debemos cruzar rápido. Si los militares nos persiguen,
con seguridad, lo harán hasta este punto.
—Pero ¡esperen! ¿Dónde están las cuerdas? No hay nada.
—¡Joder! Las han cortado, ¿cómo no lo intuimos? No iban a dejarnos ese regalo
tan cerca de la base —responde Luka. Nos miramos con decepción y rabia.
—Abajo el río se hace más angosto. Vamos, podemos ir y cruzarlo desde allí
—sugiere Olga apresurada.
Todos asentimos.
Enseguida corremos río abajo, la situación es muy estresante. Si nos alcanzan, será
el fin; no conseguiremos enfrentarnos a sus armas. ¿Con qué lo haríamos?, ¿con
palos?
Bajamos cargados de ansiedad. El caudal del río puede que disminuya, pero su
anchura no.
—Por aquí —digo—. No hay tantas piedras y, si seguimos bajando, no lo vamos a
cruzar nunca. ¡Debemos decidirnos ya!
No me quiero imaginar si los militares aparecen detrás de nosotros. No puedo
darles el gusto de que me maten, tengo, ¡tenemos!, que sobrevivir y publicar lo que
hemos vivido aquí. Antes de lanzarme al río me llega el recuerdo de mi familia y el
intenso deseo por reencontrarme con ellos. ¿Dónde pensarán que estoy?, ¿creerán
que sigo vivo o ya habrán hecho un funeral en mi nombre?

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Y sin cavilar más, me lanzo al agua. Al tocarla, siento que me quema el cuerpo,
me corta la piel y me congela el cerebro, es como si me estuviera sumergiendo en
hielo. Pronto noto que la corriente me arrastra progresivamente río abajo, no es muy
fuerte, pero, asimismo, me ayuda a avanzar. De reojo veo que Olga está detrás de mí,
Luka es el último.
Nado con la rapidez que mi entumecido cuerpo me permite antes de que inicie
con algún grado de hipotermia. No quiero ser arrastrado por la corriente hasta las
piedras ubicadas más abajo, ni que los militares lleguen y nos empiecen a disparar
desde el otro lado. Por eso, volteo mi cabeza cada tanto para asegurarme de que no
estén allí.
Debe ser por ello que no escucho con claridad cuando Olga me grita por primera
vez. Me giro en medio del agua para ver porqué me llama. Veo que mueve sus
brazos de lado a lado.
—Alex, CUIDADO —me grita.
Miro hacia el frente. Y veo que hay un oso en la orilla.

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Moscú, Rusia.
23:45 h, 7 de noviembre de 2021.
140 días antes de la Guerra de Ucrania.

Me encierro en el cuarto con la amargura y la indignación aún rebosando en mi boca.


En menos de 24 horas, he sufrido una embestida que me dejó aturdido, y parece que
recién me despierto en un coche volcado y con la sangre bajando por mi cara.
Anoche fui sacado a golpes de un bar gay y hoy me marché de casa después de una
fuerte discusión con mis padres. Estoy atragantado de rabia por las causas de mi
desgracia y necesito expresar mi versión de los hechos en una denuncia que calme
mi sed de justicia.
Me siento en la silla dentro de la habitación y ajusto la cámara frente a mí. Me
pongo la camisa de manga larga morada, los guantes del mismo color y, por último,
el accesorio que protege mi identidad: una máscara de tela negra con unas líneas
onduladas en la posición de los ojos y un estampado en forma de «v» en el lugar de
mi boca. Ya estoy preparado. Enciendo la cámara y empiezo a hablar, lo que, sin
saberlo, estará a punto de arrastrarme al infierno.

TRANSCRIPCIÓN DEL VÍDEO


Hace dos semanas, denuncié la brutalidad policial que se usa para disipar las
manifestaciones en nuestro país. Sin embargo, anoche sucedió algo inédito. Eran las
12:51 A.M., y estábamos cerca de setenta jóvenes dentro de uno de los pocos bares
gay que hay en la ciudad, y es que funciona en una especie de submundo de
clandestinidad bajo la fachada de ser un «billar». Sonaba de fondo Save Your Tears
mientras tomaba unas cervezas con un amigo, el sonido de la canción se mezclaba
con las risas animadas y las copas. Todo parecía ir bien hasta que, de repente, un
corte en la música interrumpió de abrupto el tiempo y pareció detenerlo allí mismo.
Se escucharon las pisadas de tres hombres armados entrando en el lugar como si
de una emboscada se tratara. Pasaron por nuestro lado, nos miraron con aires de
superioridad y prepotencia, parecía que entraban en una cochinera de cerdos y el
olor les incomodara. Caminaron hacia la barra y pidieron hablar con el dueño. Todos
alrededor quedamos atónitos, nos miramos los unos a los otros sin entender qué
estaba sucediendo.
—¿Será un nuevo show? —dijo mi amigo Nik con su habitual sentido del humor.
—No lo creo.
Algo me decía que no lo era, que esto iba en serio. Algunos chicos salieron de
inmediato del bar. Pensamos en hacer lo mismo. Pero, antes de movernos, un militar

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se paró enfrente de la barra e indicó que iba a realizar una requisa de documentos y
drogas, ya que estábamos supuestamente superando «el límite de aforo permitido».
Al oír esto, un chico de cabello rizado que estaba a mi derecha sacó su teléfono y
empezó a grabar la situación, pero, de inmediato, desde atrás uno de los militares se
abalanzó sobre él y le arrebató el móvil de las manos. Luego lo tiró al suelo y en tono
tajante nos advirtió: «no está permitido grabar las inspecciones».
Ante la despreciable situación de abuso, todos salimos del bar entre el malestar y
la indignación, queríamos evitar un conflicto mayor con los militares. Eran ellos
quienes iban armados y, aunque nos enfureciéramos, teníamos todo que perder en
ese momento. Cuando salimos a la calle, nos encontramos con que había una docena
de militares más. En ese instante supe que algo en todo eso no iba a terminar bien.
El dueño del bar les dijo que «no se estaba superando el aforo máximo»; sin
embargo, ellos insistieron en hacer la revisión como si desearan con toda la fuerza de
sus cojones encontrar algo más.
«Pero… ¿¡por qué no hacen lo mismo en los demás bares!?», me preguntaba. En la
calle había más y este era al único en el que se atrevían a sacar a la gente. Lo
manifestamos inconformes. Pero ignoraron nuestros reclamos y empezaron a pedir
documentación.
—Venga, enseñémosle el ID y nos largamos de aquí —le dije a Nik.
Aunque la cosa no iba a ser tan fácil. Y lo que sucedió a continuación me lo
confirmó.
—Quienes no hayan prestado el servicio militar, se ubican allá —habló el líder y
señaló al otro lado de la calle. Yo miré al sitio, vi que había un camión negro en el
que subían a empujones a los primeros. Se empezaron a oír reclamos y protestas.
Nosotros no habíamos prestado el servicio militar, pero tampoco podían
obligarnos a hacerlo. Y mucho menos bajo esas condiciones.
—¡Déjenme en paz, que no estoy haciendo nada indebido! —gritó un chico
mientras lo empujaban para que entrara. Ante su protesta, uno de los militares sacó
una porra y en una muestra de brutalidad militar y abuso de poder, lo golpeó frente
a la mirada atónita de todos. No dábamos crédito a lo que presenciamos. Lo que
provocó que empezáramos a gritar para que lo soltara.
«¿De dónde sacaron esa porra?» Si se supone que los militares no las usan…
El chico herido recibió golpes en la espalda y las piernas, y lo subieron al camión
como si se tratara de un saco de patatas. El otro militar que estaba frente a nosotros,
alzó la voz:
—¡Ya cállense todos!, ¿quieren seguir de revoltosos para que les pase lo mismo?
Y yo, escupiendo las palabras en un reboso de coraje, hablé.
—¿Acaso les parece justo lo que están haciendo?
El militar se giró para ver quién había tenido la osadía de responderle y, en esa
mirada de apenas una fracción de segundo, vi tanto odio como nunca antes había
visto en mi vida. Él se acercó.
—¿Qué es lo que no te parece justo, maricón?

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Lo observé y quise matar al muy hijo de puta. En ese instante él intentó tomarme
del brazo para empujarme hacia el camión, pero yo lo esquivé.
—¡Qué te subas!
—¿¡Y por qué lo tengo que hacer!? —respondí con furia. Él, al sentirse
desautorizado con mi reacción, me empujó bruscamente y no bastando con eso, se
abalanzó sobre mí para pegarme un puñetazo en la cara. Yo me moví con agilidad
hacia atrás, sin embargo, no fue suficiente para evitar que los nudillos de la mano me
rozaran golpeándome la nariz.
Esa fue la gota que rebosó la copa. Desde ese momento todo se volvió muy
confuso.
Muchos chicos se abalanzaron sobre los militares y el caos se apoderó por
completo del lugar; todo eran gritos, insultos y golpes por donde se mirara.
La jauría salvaje se reveló.
La sangre empezó a bajar por mi nariz y se mezcló con la rabia que me inundaba
hasta los huesos. El dueño del bar empezó a gritar: «no se suban al camión», pronto
muchos más comenzaron a gritar en coro lo mismo.
Del otro lado, el militar que me había dado el puñetazo se acercó para tomarme
de la camisa. Al verlo me escabullí con rapidez, y dejé, sin querer, a Nik al
descubierto. El militar lo tomó para llevarlo al camión, pero él, con toda la fuerza de
sus piernas, intentó resistirse para no seguir avanzando. Yo corrí hacia mi amigo y
pronto algunos chicos más se acercaron a quitárselo de las manos al militar, pero
más militares se metieron empeorando la situación.
El bullicio reinaba. A mí me empujaron con tal fuerza que me hicieron soltar a
Nik de su chaqueta. Recuerdo que solo unos segundos después miré al camión y vi
que lo levantaron de las piernas para meterlo dentro.
—¡Suéltenme! —gritó airado. Me apresuré hacia él para intentar liberarlo. Pero
antes siquiera de llegar, uno de los militares me agarró con fuerza de la camisa
haciendo que se rasgara y me tiró a un lado. Todos los chicos empezaron a huir del
lugar, la calle se llenó de gente corriendo en todas las direcciones. Y, de repente, un
tiro desgarrador se escuchó electrizando la angustiante escena. Aturdido, me intenté
levantar del suelo, pero antes de hacerlo, sonaron dos disparos más.

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