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BIVIRHUM
LICEUS
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Los Severos
y la crisis del siglo III
ISBN: 978-84-96359-34-5
La agonía de la República
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En Roma, los conjurados, que habían puesto fin a la vida de Cómodo, ofrecieron el
trono al senador Publio Helvio Pértinax. Bajo la promesa de un generoso donativo, los
pretorianos no pusieron obstáculos a su aclamación, que fue aceptada por el senado (1
de enero del 193). Pértinax consideró como tarea más urgente restaurar las finanzas
públicas y hacer frente a la crisis económica, pero los pretorianos, exasperados por la
intención del emperador de reducir el importe del donativo prometido y por su voluntad de
imponerles una rígida disciplina, lo asesinaron, apenas tres meses después de su
aclamación (28 de marzo).
Lyon. Albino, vencido, prefirió suicidarse (febrero del 197). Dueño único del poder, Severo
desencadenó una sangrienta represión contra los partidarios de Albino, en la que
perecieron una treintena de senadores y numerosos caballeros. Sus propiedades,
confiscadas por el emperador, le convirtieron en el mayor terrateniente del Imperio, pero
el régimen de terror impuesto en Roma le alienó las simpatías del senado, que, no
obstante, se vio obligado a declarar a Severo hermano de Cómodo y a rehabilitar su
memoria.
Su vida y la del Imperio iban a estar marcadas por su estancia en Siria, como
legado legionario, donde esposó a Julia Domna, hija del gran sacerdote de ElGabal, el
dios solar local de Emesa. Inteligente y ambiciosa, habría de ejercer un significativo papel
en la política, como compañera inseparable del emperador, colmada de honores y títulos,
como los de Augusta, Pia, Felix y "madre de los Augustos", "del senado, de los
campamentos y de la patria" (mater Augustorum y mater castrorum, senatus et patriae).
Fue asimilada a un buen número de divinidades -Deméter, Hera, Cibeles, la africana Juno
Celeste-y llevó con ella a Roma a numerosos sirios, miembros de su familia, en especial,
a su hermana, Julia Mesa, y a sus sobrinas, Julia Soemias y Julia Mamea, madres
respectivamente de los futuros emperadores Heliogábalo y Alejandro Severo. Su
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Con los hijos, toda la familia imperial se incluyó en esta política dinástica de
exaltación de la legitimidad. Como "casa divina" (domus divina), sus miembros -y, en
especial, las mujeres-gozaron de las ventajas y honores del poder imperial y participaron
del culto al soberano: la emperatriz Julia Domna, su hermana, Julia Mesa, y sus sobrinas,
Soemnias y Mamea, jugaron un papel de primer plano en la vida pública. Un nuevo
palacio imperial, la domus severiana, levantado en el Palatino, se convirtió en el centro de
una corte de estilo oriental, fastuosa, de minuciosa etiqueta y con un innumerable servicio
doméstico. El propio Principado, por efectos de esta influencia oriental, se iba
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reemplazó por soldados fieles de las legiones del Danubio. También creó tres nuevas
legiones, las párticas, una de las cuales -la II-fue acantonada en las cercanías de Roma.
Pero, sobre todo, atendió Severo a mejorar la situación jurídica y material de los hombres,
encargados de la defensa del Imperio: aumento de la paga, permiso de matrimonio legal
para los soldados en servicio y otros privilegios, tendentes a conseguir una promoción
social del elemento militar. Y este ejército renovado permitió hacer frente con éxito a los
problemas de defensa del Imperio.
Caracalla (211-217)
Pero este mundo estaba afectado por graves problemas económicos, agravados
por el mantenimiento de una máquina estatal gigantesca y costosa. La moneda base de
plata, el denario, ya había perdido bajo Cómodo un 30% de su valor real y su
depreciación fue aumentando progresivamente. Caracalla, sin suprimirlo, creó una nueva
moneda, el antoninianus, también de plata baja, con un valor efectivo de denario y medio
y nominal de dos denarios, que siguió circulando en reinados sucesivos, cada vez más
depreciado, hasta contar apenas con un 5% de plata.
Caracalla trató de subrayar ante todo su carácter de vir militaris, de rudo soldado,
atento sólo a su popularidad en el ejército, y de ahí la política exterior expansiva, que
tendría desastrosas consecuencias para la precaria economía de la sociedad imperial. En
el año 213, la presión sobre el Danubio de una amplia confederación de tribus
germánicas, agrupadas en torno a los alamanes, obligó al emperador a un enorme
esfuerzo militar, cuyo resultado fue la consolidación del limes renano-danubiano, en parte
también conseguido gracias a una generosa distribución de subsidios entre los bárbaros.
Macrino (217-218)
Marco Opelio Macrino fue aclamado emperador por los soldados, sorprendidos y
desesperados por la pérdida de Caracalla, al que querían. Africano y de origen humilde,
fue el primer emperador de rango ecuestre, sólo aceptado por el senado a regañadientes
y con escasa popularidad entre los soldados.
Urgía liquidar el problema parto. Macrino, tras largas negociaciones, concluyó una
paz, que garantizaba el statu quo fronterizo con Partia y la soberanía nominal de Roma
sobre Armenia, a cambio de una considerable suma de dinero. Este acuerdo de
compromiso, tan poco glorioso, y la decisión de disminuir el salario de los nuevos reclutas
extendieron el malestar entre el ejército. Macrino, jugando en todos los frentes, trató de
ganarse el favor general con diferentes medidas, que no contentaron a nadie: deferencia
ante el senado, reducción de los impuestos, donaciones a la plebe..., en suma, una
política de buena voluntad, pero sin programa definido, destinada a ser breve.
Julia Domna apenas había sobrevivido unas semanas a su hijo Caracalla. Pero en
Emesa, su patria de origen, se había refugiado el resto de la familia imperial: su hermana
Julia Mesa, con sus dos hijas, Soemia y Mamea, madres respectivamente de Vario Avito y
Alexiano, los dos últimos descendiente masculinos de la dinastía. Avito, de catorce años,
ejercía el gran sacerdocio hereditario del "dios-montaña" El-Gabal, la divinidad solar de
Emesa, de la que recibió el nombre de Elagabal (transcrito en latín como Heliogábalo).
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Heliogábalo (218-222)
Bajo la dirección de Ulpiano, como prefecto del pretorio, los primeros años del
reinado de Severo Alejandro estuvieron marcados por positivos, aunque parciales,
intentos estabilizadores, frente a los graves problemas socio-económicos que afectaban al
Imperio. El asesinato de Ulpiano, a manos de los pretorianos, en una fecha indeterminada
(¿224?), y la muerte de Julia Mesa, en el 226, señalaron el inicio de la caída del régimen
y, con él, de la propia dinastía severiana. Los problemas surgidos en la corte fueron el
detonante de un proceso de descomposición general, cuyas principales manifestaciones
fueron la indisciplina de los soldados, descontentos por las forzadas economías del fisco,
y la inestabilidad social, que extendió una ola de inseguridad en todos los rincones del
Imperio.
El problema más grave vendría, sin embargo, del exterior, como consecuencia de
una doble conmoción, que afectó gravemente a la frontera oriental y a la renano-
danubiana.
arrastrar al vecino Imperio romano. Un vasallo de los partos, el persa Artajerjes, tras
apoderarse violentamente del trono, sustituyó, en el año 224, la dinastía arsácida por la
sasánida. Los sasánidas, ferozmente nacionalistas, pretendían restablecer el imperio
persa en sus antiguos límites. Creadores de un estado fuertemente centralizado, los
persas encontraron un sólido lazo de unión en el fanático seguimiento de la religión
predicada por Zoroastro, exclusiva e intolerante. Artajerjes invadió la provincia romana de
Mesopotamia y penetró en Capadocia. Severo Alejandro se vio obligado a acudir en
persona a Oriente. Después de fracasados ofrecimientos de paz a Artajerjes, las fuerzas
romanas invadieron Mesopotamia y, aunque a duras penas, lograron restablecer la
situación (232). Pero, apresuradamente, el emperador hubo de regresar a Roma,
alarmado por las noticias procedentes de la frontera renanodanubiana, donde alamanes,
carpos, yácigos y dacios sometían a pillaje las tierras fronterizas del Imperio. Alejandro
creyó poder comprar la paz ofreciendo a los bárbaros subsidios. La deshonrosa propuesta
exasperó a los soldados y suscitó un motín militar contra el incompetente emperador,
dirigida por un rudo oficial de origen tracio, Maximino, que fue aclamado por las tropas.
Severo Alejandro y su madre fueron asesinados (235).
Era el final de una dinastía que había gobernado cuarenta años. Con ella,
desaparecía también la continuidad del régimen imperial, que Septimio Severo había
tratado de mantener, al menos en el plano ideal, proclamándose sucesor legítimo de los
Antoninos. El Imperio sería ahora patrimonio exclusivo de los soldados.
La “Anarquía militar”
del emperador, como prefecto del pretorio, la dirección de los asuntos públicos y, entre
ellos, el más urgente de todos, la defensa del Imperio.
En el año 240, Sapor I había sucedido en el trono persa a Artajerjes. Fiel intérprete
del programa nacionalista y expansionista de la dinastía, inició su reinado con una
ofensiva contra la provincia romana de Mesopotamia. Gordiano y Timesiteo hubieron de
dirigirse a Oriente, al frente de un gran ejército, restableciendo a su paso el orden sobre la
frontera danubiana en lucha contra godos y sármatas.
La campaña contra los persas fue un éxito, pero, en el 243, cuando se iniciaban
los preparativos para una nueva campaña, Timesiteo murió, y el nuevo prefecto del
pretorio, Filipo, instigó un motín de los soldados contra el emperador, que fue asesinado
en el curso de la campaña. Acto seguido, el ejército proclamó a Filipo (244). Otros
ejércitos en distintas provincias intentaron por la misma vía elevar a sus comandantes a la
púrpura imperial. Se multiplicaron así los usurpadores en la periferia del Imperio,
mostrando cómo los métodos tradicionales de gobierno, basados en la débil legitimidad
que confería el senado en Roma, no eran capaces de poner un freno a las fuerzas
centrífugas, que impulsaban un movimiento de disgregación, cuyos intérpretes eran los
ejércitos provinciales. Pero todavía era más grave la situación exterior. Las debilitadas
defensas del Danubio fueron impotentes para resistir el empuje de las tribus bárbaras y,
especialmente, de los godos, que avanzaron por territorio romano, ante la impotencia del
gobierno central, en manos de efímeros emperadores: Trajano Decio, Treboniano Galo,
Volusiano y Emiliano (253), más atentos a hacerse con el poder en Roma que a frenar la
amenaza goda.
En la maraña de problemas, era, sin duda, la defensa de las fronteras la tarea más
urgente: continuaban las incursiones bárbaras en las provincias septentrionales del
Imperio, pero todavía era más preocupante la frontera oriental, donde el rey persa Sapor I
había invadido Mesopotamia y Siria. Valeriano afrontó con energía la múltiple amenaza.
Confió la defensa de Occidente a su hijo y corregente, Galieno, mientras él mismo
concentraba su atención sobre Oriente. Pero su ejército, diezmado por la peste, fue
vencido, y el propio Valeriano cayó prisionero de Sapor cerca de Edesa cuando trataba de
pactar un armisticio (260). El rey persa aprovechó el éxito e invadió con sus tropas las
provincias de Siria, Cilicia y Capadocia, destruyendo ciudades y logrando un gigantesco
botín.
La captura de Valeriano dejó a Galieno solo al frente del Imperio (260-268), en una
situación extremadamente crítica. La noticia de la catástrofe de Edesa provocó la
anarquía general y una serie interminable de pronunciamientos militares en las provincias,
donde los soldados proclamaron emperadores a sus respectivos comandantes. La
mayoría apenas son otra cosa que nombres, en una confusa lista de usurpadores, que la
Historia Augusta reúne bajo el nombre de los “Treinta tiranos”. Sólo interesan dos de ellos
-Póstumo y Odenato-, que, en la Galia y Oriente respectivamente, dieron vida a sendas
formaciones políticas de real significación para la historia del Imperio.
diez años de su gobierno (260-268/9) a limpiar de bárbaros sus dominios con la fuerza y
la diplomacia. Los brillantes resultados alcanzados le decidieron a proclamar un “Imperio
de las Galias” (Imperium Galliarum). No obstante, cuando se disponía a enfrentarse con
Galieno para proclamarse único emperador legítimo, fue asesinado por sus soldados,
descontentos por la masiva incorporación al ejército de elementos bárbaros.
Era preciso, más que nunca, fortalecer la frontera danubiana. Aureliano, tras
vencer a los pueblos que amenazaban el curso inferior del río -vándalos, sármatas,
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Palmira fue respetada, pero, apenas unos meses después, volvió a sublevarse.
Aureliano decidió entonces someterla a saqueo: expoliada y destruida, la próspera ciudad
del desierto no volvería a recuperarse. Mientras, en Egipto, Probo había logrado
restablecer la autoridad imperial. Pero un rico comerciante, Firmo, se sublevó en
Alejandría, aprovechando la inestabilidad social. Aureliano puso fin a la revuelta, y Firmo
fue ejecutado.
complicidad de los senadores, falsificaban las piezas -menos pesadas y con aleaciones
que contenían una mínima cantidad de plata- en detrimento del estado. Aureliano, en su
determinación de restaurar la disciplina, hubo de enfrentarse a una rebelión de los talleres
de Roma, que reprimió en sangre. Retiró al senado y a las ciudades el derecho de acuñar
moneda de bronce, dio mayor estabilidad a la moneda de oro y bronce, pero, sobre todo,
creó un nuevo antoninianus de plata con el valor de cinco denarios. Las reformas, sin
embargo, tuvieron un limitado alcance, y el problema de la depreciación de la moneda
continuó pesando gravemente sobre la vida económica del Imperio.
Gran significación tuvo la política religiosa del emperador, tendente, como en otros
ámbitos, a restablecer la unidad del Imperio, pero también a reforzar el carácter divino de
la monarquía absoluta, como base ideológica para consolidar con nuevos fundamentos el
poder imperial. Este poder procedía de los soldados, pero Aureliano trató de darle un
contenido divino. Para ello, organizó en Roma un culto oficial al sol una divinidad que
contaba con una amplia aceptación en los medios militares danubianos-, que, bajo la
advocación de Sol Invictus, fue considerado como dios supremo y protector del Imperio.
sus montañas, había hecho del bandolerismo su modo de vida. Resueltos también otros
problemas suscitados en Oriente -las incursiones de nómadas blemios en la frontera
meridional de Egipto; el intento de usurpación del gobernador de Siria, Saturnino-, Probo,
una vez restablecida la paz en el Imperio, creyó llegado el momento de reanudar los
proyectos de ofensiva contra los persas, interrumpidos por la muerte de Aureliano. Pero
los soldados, agotados y enfurecidos por la férrea disciplina impuesta por el emperador, lo
asesinaron en las cercanías de Sirmium, su ciudad natal (282).
Tras la muerte de Probo fue proclamado emperador el prefecto del pretorio, Caro
(282-283), un militar de la Narbonense, que se apresuró a asociar al poder a sus hijos
Carino y Numeriano. Sin molestarse siquiera en pedir la protocolaria aprobación del
senado, Caro, dejando la responsabilidad del gobierno de Occidente a Carino, marchó de
inmediato a Oriente, en compañía de Numeriano, para dirigir una campaña contra los
persas, debilitados por la muerte de Sapor.
El avance del ejército romano en territorio persa fue interrumpido por la muerte del
emperador en circunstancias oscuras. Numeriano, enfermizo y débil, decidió poner
término a la campaña y, en el camino de regreso, fue asesinado a instigación de su
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suegro, el prefecto del pretorio, Aper. Descubierto el complot, los oficiales del ejército
proclamaron Augusto a Diocleciano, comandante de los protectores, la guardia de corps
del emperador (284).
Carino, que, mientras tanto, en Occidente, había tenido que reprimir el intento de
usurpación de Juliano, marchó de inmediato contra Diocleciano. Aunque resultó vencedor,
poco después era asesinado por oficiales de su ejército, y todas las tropas reconocieron a
Diocleciano como emperador (285). Su gobierno marcaría un decisivo hito en la historia
del Imperio.
Sin duda, la economía se resintió de los continuos disturbios causados por las
guerras exteriores y las contiendas civiles: numerosas ciudades fueron destruidas o
saqueadas y regiones enteras quedaron arruinadas. A sus efectos desastrosos vinieron a
sumarse los producidos por catástrofes naturales, como la peste, que, desde el 250,
sacudió vastas regiones del Imperio durante veinte años.
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Los emperadores, siguiendo una tendencia ya iniciada por Marco Aurelio y que,
como hemos visto, Probo potenció, recurrieron a la instalación de bárbaros en las
regiones fronterizas para repoblar los espacios vacíos y volver a poner en cultivo tierras
abandonadas. Estos grupos de población procuraron al Imperio campesinos y soldados,
ya que los pactos concluidos con ellos les obligaban también a servir en el ejército
(foederati, laeti o gentiles). El expediente no estaba exento de peligros, al tratarse de
cuerpos extraños, poco asimilables, que introducían en el Imperio un principio de
desunión.
Quizá el signo más evidente de la crisis económica del estado es la moneda. Las
crecientes necesidades financieras obligaron a la emisión desordenada e incoherente de
piezas monetarias de baja calidad, sobre todo, de plata, base de los cambios, y favoreció
la inestabilidad y el alza ininterrumpida de los precios. La inflación se disparó y, como
salarios y sueldos no experimentaron la misma evolución, empeoró la suerte de los
pequeños funcionarios y de los trabajadores a sueldo. Los limitados esfuerzos de algunos
emperadores, como Aureliano, para restituir a la moneda su valor no impidieron que se
generalizara la práctica del trueque y el abandono de la moneda por productos naturales,
incluso para las exigencias fiscales. Las dificultades económicas tuvieron importantes
repercusiones en la vida social. La monarquía absoluta y militar del siglo III propició el
desarrollo de una sociedad, en parte nueva, tendente a la fijación de las clases y a una
agravación del contraste entre ricos y pobres. Se produjo así una simplificación y
bipolarización de la estructura social, en contraste con la sociedad abierta y relativamente
equilibrada de los dos primeros siglos del Imperio.
un lote de tierra, contra el pago de una parte de la cosecha, los grandes latifundistas se
aseguraban una mano de obra estable y sin graves problemas de vigilancia, frente a las
condiciones tradicionales del trabajo servil.
Frente a esta base depauperada, la desaparición de las clases medias, deja, frente
a frente, en el otro extremo de la pirámide social, a una nueva aristocracia, constituida por
los miembros del orden senatorial y los altos funcionarios ecuestres.
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Bibliografía
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