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José Manuel Roldán Hervás

Los Severos y la crisis del siglo III

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Los Severos y la crisis del siglo III

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ÁREA: Historia Antigua

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José Manuel Roldán Hervás
Los Severos y la crisis del siglo III

Los Severos
y la crisis del siglo III

ISBN: 978-84-96359-34-5

José Manuel Roldán Hervás

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La agonía de la República

Augusto y la dinastía julio-claudia

La dinastía flavia y los emperadores “adoptados”

El Alto Imperio: sociedad y economía

El Bajo Imperio y el fin de la Antigüedad

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La muerte de Cómodo, el hijo y sucesor de Marco Aurelio, desencadenó en


Roma una crisis, a la que puso fin, tras cuatro años de guerra civil, un hombre enérgico, el
africano Lucio Septimio Severo, fundador de una nueva dinastía, que se mantendría en el
poder hasta el año 235. Considerada unas veces como continuación de la época de los
Antoninos y otras, como puente de transición a la gran crisis del siglo III, la dinastía de los
Severos posee características propias, que la definen como una etapa crucial en la
historia del Imperio romano. Las originales soluciones, aplicadas por la dinastía, a los
múltiples problemas que se habían gestado en los decenios anteriores, serán
determinantes en los acontecimientos que siguen a la desaparición de su último
representante.

1. La guerra civil (193-197)

En Roma, los conjurados, que habían puesto fin a la vida de Cómodo, ofrecieron el
trono al senador Publio Helvio Pértinax. Bajo la promesa de un generoso donativo, los
pretorianos no pusieron obstáculos a su aclamación, que fue aceptada por el senado (1
de enero del 193). Pértinax consideró como tarea más urgente restaurar las finanzas
públicas y hacer frente a la crisis económica, pero los pretorianos, exasperados por la
intención del emperador de reducir el importe del donativo prometido y por su voluntad de
imponerles una rígida disciplina, lo asesinaron, apenas tres meses después de su
aclamación (28 de marzo).

Su muerte abrió un período de anarquía en Roma, donde los pretorianos creyeron


poder disponer del trono a su antojo, ofreciéndolo al mejor postor. Dos viejos senadores,
Flavio Sulpiciano, suegro de Pértinax, y el rico milanés Didio Juliano pujaron por la
púrpura, y los pretorianos se decidieron por el segundo, que ofreció el precio más alto.
Didio apenas tuvo tiempo de instalarse en el trono: aceptado a regañadientes por el
senado y mal visto por el pueblo, hubo de enfrentarse de inmediato al triple
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pronunciamiento militar de los ejércitos de Panonia, Britania y Siria, que,


simultáneamente, aclamaron a sus respectivos jefes, Lucio Septimio Severo, Décimo
Clodio Albino y Cayo Pescenio Níger. Era el comienzo de la guerra civil, que asumía el
carácter de guerra interprovincial por la pluralidad de los focos y por el propio origen
provincial de los competidores.

Septimio Severo, legado de Panonia superior, aclamado imperator por sus


soldados en el campamento de Carnuntum, recibió muy pronto la adhesión de los
ejércitos renano-danubianos y emprendió de inmediato el camino hacia Italia, para ganar
por la mano a sus rivales apoderándose de Roma. Ante su proximidad, los pretorianos
abandonaron a Didio Juliano, que fue asesinado, mientras Severo entraba en la ciudad,
sin lucha, a la cabeza de sus legiones (junio del 193), proclamándose vengador de
Pértinax. Previamente, para tener las manos libres en Occidente, había neutralizado al
pretendiente de Britania, el gobernador Clodio Albino, ofreciéndole el título de César y,
con él, su designación como legítimo heredero.

Mientras, en Siria, Pescenio Níger había logrado atraer a su causa a la mayoría de


las provincias orientales. La imposibilidad de un acuerdo con Níger obligaba a Severo a
marchar contra el pretendiente, que había establecido una cabeza de puente en Europa,
ocupando Bizancio. El asedio de la ciudad por las tropas de Severo y sus sucesivas
victorias decidieron la suerte de Níger, que fue asesinado, mientras intentaba buscar
refugio en territorio parto (finales del 194). Pero, mientras tanto, Clodio Albino,
comprendiendo que su designación como heredero por parte de Severo sólo había sido
una treta para orillarlo, se hizo proclamar Augusto por las tropas de Britania (comienzos
del 196) y, con ellas, pasó a la Galia. La respuesta de Severo fue fulminante: hizo declarar
a Clodio enemigo público y emprendió la marcha contra su oponente desde Mesopotamia.
Para consolidar su posición dinástica, se proclamó hijo de Marco Aurelio y afirmó su
voluntad de fundar él mismo una dinastía, otorgando a su hijo mayor, Basiano - el futuro
emperador Caracalla-, el título de César, con el nombre de Marco Aurelio Antonino.

El encuentro decisivo con las tropas de Severo se produjo en los alrededores de


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Lyon. Albino, vencido, prefirió suicidarse (febrero del 197). Dueño único del poder, Severo
desencadenó una sangrienta represión contra los partidarios de Albino, en la que
perecieron una treintena de senadores y numerosos caballeros. Sus propiedades,
confiscadas por el emperador, le convirtieron en el mayor terrateniente del Imperio, pero
el régimen de terror impuesto en Roma le alienó las simpatías del senado, que, no
obstante, se vio obligado a declarar a Severo hermano de Cómodo y a rehabilitar su
memoria.

2. La dinastía de los Severos

Septimio Severo (193-211)

Septimio Severo había nacido en Leptis Magna (Tripolitania), de una familia de


ascendencia libio-púnica y, por tanto, puramente provincial, que en sólo tres generaciones
pasó de la oscuridad al trono imperial. Su carrera, apoyada por parientes del orden
senatorial y ecuestre y por personajes influyentes, africanos como él, le proporcionó una
amplia experiencia en la administración y en el ejército, aunque no descollara por sus
cualidades de brillante militar.

Su vida y la del Imperio iban a estar marcadas por su estancia en Siria, como
legado legionario, donde esposó a Julia Domna, hija del gran sacerdote de ElGabal, el
dios solar local de Emesa. Inteligente y ambiciosa, habría de ejercer un significativo papel
en la política, como compañera inseparable del emperador, colmada de honores y títulos,
como los de Augusta, Pia, Felix y "madre de los Augustos", "del senado, de los
campamentos y de la patria" (mater Augustorum y mater castrorum, senatus et patriae).
Fue asimilada a un buen número de divinidades -Deméter, Hera, Cibeles, la africana Juno
Celeste-y llevó con ella a Roma a numerosos sirios, miembros de su familia, en especial,
a su hermana, Julia Mesa, y a sus sobrinas, Julia Soemias y Julia Mamea, madres
respectivamente de los futuros emperadores Heliogábalo y Alejandro Severo. Su
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influencia se extendió también al ámbito de la cultura, como promotora de un círculo de


intelectuales, filósofos y escritores, en su mayor parte de origen oriental.

A esta fuerte influencia siria, el emperador añadiría, con personajes de origen


itálico, que ya habían revestido cargos importantes durante los reinados anteriores, un
buen número de hombres nuevos de origen africano, entre los que destaca Cayo Fulvio
Plautiano, nombrado por Severo prefecto del pretorio. Plautiano adquirió un enorme poder
e influencia, que le llevó incluso a emparentar con la familia imperial mediante el
matrimonio de su hija, Plautila, con Caracalla, el hijo mayor de Severo. Una desmedida
ambición, sin embargo, precipitó su caída y su muerte, ordenada por su yerno con el
beneplácito del emperador (205).

La irregular subida de Severo al poder, como consecuencia de un pronunciamiento


militar y del apoyo del ejército, exigía de entrada fundamentarla con unas bases legales.
De ahí, la afirmación de la idea dinástica y del carácter hereditario del Principado, en una
línea continua de legitimidad con los Antoninos. Esta idea dinástica, que pretendía
convertir el Principado en un bien de familia, transmisible de padres a hijos, se completó
con la asociación de los hijos de Severo al poder. El mayor, Basiano, recibió, sólo con
diez años, el título de César, como heredero al trono, y, en el 198, fue proclamado
Augusto. Su hermano menor, Septimio Geta, fue proclamado César ese mismo año, y, en
el 209, Augusto. Por primera vez en la historia del Imperio hubo tres Augustos, ocupando
conjuntamente el poder.

Con los hijos, toda la familia imperial se incluyó en esta política dinástica de
exaltación de la legitimidad. Como "casa divina" (domus divina), sus miembros -y, en
especial, las mujeres-gozaron de las ventajas y honores del poder imperial y participaron
del culto al soberano: la emperatriz Julia Domna, su hermana, Julia Mesa, y sus sobrinas,
Soemnias y Mamea, jugaron un papel de primer plano en la vida pública. Un nuevo
palacio imperial, la domus severiana, levantado en el Palatino, se convirtió en el centro de
una corte de estilo oriental, fastuosa, de minuciosa etiqueta y con un innumerable servicio
doméstico. El propio Principado, por efectos de esta influencia oriental, se iba
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transformando en monarquía absoluta: el emperador no es ya sólo el princeps, sino


"nuestro señor" (dominus noster), "nuestro dios" (deus noster). Así, con la continuidad
programática, anclada en los Antoninos, la ideología imperial introducía elementos
renovadores e incluso revolucionarios, llamados a desarrollarse en el futuro.

Estas tendencias no dejaron de manifestarse en el nuevo curso que Septimio


Severo imprimió a la realidad política del Imperio y al ámbito de la administración.
Tradicionalmente, se considera que con Severo se inaugura la serie de los "emperadores
soldados", que regirán el Imperio a lo largo del siglo III, con un marcado carácter
autoritario, burocrático y militarista, contrapuesto al tono "liberal", moderado y civil de la
administración de los Antoninos. No obstante, las reformas de Severo no permiten afirmar
una distinción tan drástica, puesto que se encuadran en una evolución inscrita en épocas
precedentes.

Sin duda, el gobierno severiano acentuó el carácter autoritario de la monarquía y la


naturaleza sagrada de la función imperial, con una fuerte concentración de los poderes
reales de decisión en la persona del emperador, en detrimento de los que
tradicionalmente disfrutaba el senado.

Severo no manifestó una oposición de principio a la alta cámara. Las numerosas


purgas de miembros del estamento, a comienzos del reinado, estuvieron encaminadas a
afirmar la autoridad del emperador con el miedo y le sustrajeron el favor del senado. Pero
Severo promocionó la entrada de nuevos miembros, en su mayoría, originarios de las
provincias africanas y orientales, a los que confió los cargos más importantes de la
administración.

Si bien el senado, como corporación, perdió gran parte de su prestigio y de su


papel político, sus miembros se convirtieron, desde el punto de vista social, en una clase
superior: el senador del siglo III es en un hombre rico, sin antepasados, que a menudo
vive en sus posesiones y en su patria de origen, sin pisar Roma, elevado al rango de
clarissimus por el favor imperial.
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La promoción al orden senatorial de estos provinciales, procedentes del orden


ecuestre, no significó, pues, una democratización o barbarización del senado, aunque
puso en evidencia el papel creciente de los caballeros frente al orden senatorial. Con los
Severos, se instaura una cierta confusión entre las carreras de los dos órdenes, en
detrimento del senatorial: el mando de las nuevas legiones creadas por Severo se otorga
a caballeros, lo mismo que el gobierno de algunas provincias imperiales.

Esta preponderancia del orden ecuestre fue, en gran medida, producto de la


multiplicación de los puestos de procurador, que las crecientes necesidades de la
administración exigían. La consiguiente ampliación del número de oficinas y de
empleados condujo a una creciente burocratización de la cobertura administrativa del
Imperio, que todavía, no obstante, no alcanzó los asfixiantes niveles del siglo siguiente.
Otra característica del gobierno de Severo fue su atención a la jurisprudencia, que
conoció con la dinastía uno de sus más fecundos períodos. Numerosos juristas, en el
consejo imperial y en las oficinas de la administración, se esforzaron por interpretar el
derecho bajo principios de equidad y de atención por las exigencias de las clases
humildes.

Severo había llegado al poder gracias a un pronunciamiento militar y sabía a quién


debía el trono. No es, pues, extraño que el ejército ocupara un lugar preeminente en la
atención del emperador, preocupado por los problemas que, desde el reinado de Marco
Aurelio, afectaban al sistema defensivo y al ejército: insuficiencia de un sistema estático
frente a las crecientes presiones de los pueblos exteriores, y deficiente grado de
competencia de un ejército, minado por serios problemas de reclutamiento, calidad y
moral de las tropas.

La reforma de Severo no afectó tanto a la estrategia fronteriza, en la que se


mantuvo el viejo sistema defensivo del limes, como a conseguir los recursos humanos
necesarios para poner en práctica esta estrategia en cantidad y calidad. En lo que
respecta a los efectivos y el reclutamiento, Severo licenció a la guardia pretoriana y la
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reemplazó por soldados fieles de las legiones del Danubio. También creó tres nuevas
legiones, las párticas, una de las cuales -la II-fue acantonada en las cercanías de Roma.
Pero, sobre todo, atendió Severo a mejorar la situación jurídica y material de los hombres,
encargados de la defensa del Imperio: aumento de la paga, permiso de matrimonio legal
para los soldados en servicio y otros privilegios, tendentes a conseguir una promoción
social del elemento militar. Y este ejército renovado permitió hacer frente con éxito a los
problemas de defensa del Imperio.

Tras la victoria sobre Albino y la afirmación de la autoridad imperial en Occidente,


Severo partió hacia Oriente para emprender una nueva guerra contra los partos (197-199,
cuyo resultado fue la creación de una nueva provincia, Mesopotamia, al otro lado del
Éufrates. Una segunda expedición militar, en el año 208, le llevaría hasta Britania, en
compañía de sus hijos, para hacer frente en la frontera a los ataques de las tribus de la
Baja Escocia. Fue una dura guerra, que aún no estaba terminada cuando el emperador,
enfermo, murió en su cuartel general de Eburacum (York), en 211. El muro de Adriano
quedó definitivamente como frontera del dominio romano en la isla.

Caracalla (211-217)

La muerte de Septimio Severo dejó el poder conjuntamente en manos de sus dos


hijos, Caracalla, de 23 años, y Geta, unos años más joven. Los ímprobos esfuerzos del
emperador y de su esposa, Julia Domna, por lograr la concordia entre los dos hermanos,
que se detestaban mutuamente, no impidieron la muerte de Geta, a manos de Caracalla,
un año después de acceder al trono (212), a la que siguió un baño de sangre contra los
partidarios y colaboradores de su hermano. Julia Domna, no obstante, logró mantener su
influencia en la vida pública, como auténtica corregente, y los excelentes jurisconsultos de
su entorno continuaron desarrollando su actividad en la tradición de Septimio Severo, con
una obra considerable y positiva en los ámbitos del derecho y de la administración general
del Imperio.

Sin duda alguna, la medida más importante de su reinado es la llamada Constitutio


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Antoniniana o "Edicto de Caracalla", promulgada en el 212, por la que se concedía la


ciudadanía romana a todos los habitantes libres del Imperio. El otorgamiento no suponía
la supresión de los derechos tradicionales y de los diferentes géneros de vida existentes
en el Imperio, y de él sólo quedaban excluidos los dediticii, las poblaciones bárbaras,
establecidas dentro de las fronteras romanas. Con el Edicto se culminaba la política
progresiva de concesión de los derechos de ciudadanía, iniciada por Roma siglos atrás en
su ámbito de dominio, y se cumplía finalmente la igualación jurídica de romanos, italianos
y provinciales y, con ella, la unidad de derecho en el mundo romano, sin suprimir las
"patrias particulares".

Pero este mundo estaba afectado por graves problemas económicos, agravados
por el mantenimiento de una máquina estatal gigantesca y costosa. La moneda base de
plata, el denario, ya había perdido bajo Cómodo un 30% de su valor real y su
depreciación fue aumentando progresivamente. Caracalla, sin suprimirlo, creó una nueva
moneda, el antoninianus, también de plata baja, con un valor efectivo de denario y medio
y nominal de dos denarios, que siguió circulando en reinados sucesivos, cada vez más
depreciado, hasta contar apenas con un 5% de plata.

Caracalla trató de subrayar ante todo su carácter de vir militaris, de rudo soldado,
atento sólo a su popularidad en el ejército, y de ahí la política exterior expansiva, que
tendría desastrosas consecuencias para la precaria economía de la sociedad imperial. En
el año 213, la presión sobre el Danubio de una amplia confederación de tribus
germánicas, agrupadas en torno a los alamanes, obligó al emperador a un enorme
esfuerzo militar, cuyo resultado fue la consolidación del limes renano-danubiano, en parte
también conseguido gracias a una generosa distribución de subsidios entre los bárbaros.

Pero su auténtico sueño debía ser la conquista de Oriente, a imitación de su héroe


Alejandro, con una gigantesca campaña contra el reino parto. La campaña comenzó en el
año 216 con un espectacular avance romano en territorio parto, que Caracalla intentó
repetir al año siguiente. Cuando se disponía a reemprender las operaciones, el emperador
fue asesinado por un oficial pretoriano a instigación de Macrino (217).
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Macrino (217-218)

Marco Opelio Macrino fue aclamado emperador por los soldados, sorprendidos y
desesperados por la pérdida de Caracalla, al que querían. Africano y de origen humilde,
fue el primer emperador de rango ecuestre, sólo aceptado por el senado a regañadientes
y con escasa popularidad entre los soldados.

Urgía liquidar el problema parto. Macrino, tras largas negociaciones, concluyó una
paz, que garantizaba el statu quo fronterizo con Partia y la soberanía nominal de Roma
sobre Armenia, a cambio de una considerable suma de dinero. Este acuerdo de
compromiso, tan poco glorioso, y la decisión de disminuir el salario de los nuevos reclutas
extendieron el malestar entre el ejército. Macrino, jugando en todos los frentes, trató de
ganarse el favor general con diferentes medidas, que no contentaron a nadie: deferencia
ante el senado, reducción de los impuestos, donaciones a la plebe..., en suma, una
política de buena voluntad, pero sin programa definido, destinada a ser breve.

Julia Domna apenas había sobrevivido unas semanas a su hijo Caracalla. Pero en
Emesa, su patria de origen, se había refugiado el resto de la familia imperial: su hermana
Julia Mesa, con sus dos hijas, Soemia y Mamea, madres respectivamente de Vario Avito y
Alexiano, los dos últimos descendiente masculinos de la dinastía. Avito, de catorce años,
ejercía el gran sacerdocio hereditario del "dios-montaña" El-Gabal, la divinidad solar de
Emesa, de la que recibió el nombre de Elagabal (transcrito en latín como Heliogábalo).

Interesadamente, la familia extendió el rumor de que Avito era hizo ilegítimo de


Caracalla, y se prometió a las legiones estacionadas en Siria generosos donativos si
apoyaban su causa. El joven sacerdote, finalmente, fue proclamado Augusto por los
soldados con el nombre de Marco Aurelio Antonino. Macrino reaccionó, nombrando, por
su parte, Augusto a su hijo Diadumediano, y se dirigió a aplastar la rebelión. Vencido en
Antioquía, fue asesinado unos días más tarde cuando huía hacia Europa, mientras su hijo
corría la misma suerte en su intento de buscar refugio en la corte de los partos.

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Heliogábalo (218-222)

Tras el intermedio de Macrino, volvía al poder la dinastía africana de los Severos,


convertida ahora en siria. Heliogábalo, demasiado joven para reinar, apenas se interesó
por otra cosa que la exaltación de su dios. Sanguinariamente eliminados los amigos de
Macrino y reprimidos varios motines militares en Siria, Heliogábalo inició el camino hacia
Roma, llevando con él, en solemne procesión, la piedra negra, símbolo del dios de
Emesa. La población romana hubo de contemplar, sorprendida y escandalizada, la
entrada en la Ciudad de un emperador adiposo, cubierto de maquillaje, adornado con
extravagantes joyas y cubierto de chillones ropajes, que pretendía subordinar a este culto
exótico los viejos cultos romanos. Un nuevo templo en el Palatino, el Elagabalium, acogió,
bajo la presidencia del nuevo dios, los emblemas sagrados más representativos de la
religión romana, en un intento de sincretismo, esto es, de asimilación de todos los cultos
al de la suprema divinidad solar.

Sin capacidad ni deseos de gobernar, Heliogábalo abandonó el poder en las


manos de Julia Mesa, su abuela, y de Julia Soemias, su madre, mientras se abandonaba
a los excesos de su locura mística y a los caprichos y depravaciones de una mente,
probablemente enferma, rodeado por una corte poblada de comediantes, prostitutas y
eunucos, si hacemos caso a la tradición senatorial, abiertamente hostil al emperador.

La creciente impopularidad de Heliogábalo, en una coyuntura financiera cada vez


más degradada y con nuevas presiones bárbaras sobre las fronteras septentrionales,
decidieron a la vieja dama siria, Mesa, a buscar un recambio, que pudiera asegurar el
porvenir de la dinastía. Heliogábalo aceptó así la adopción de su primo Alexiano, el hijo de
Julia Mamea, con el nombre de Marco Aurelio Alejandro (221). Cuando el emperador
advirtió su error, ya era demasiado tarde: un motín de los pretorianos, probablemente
preparado por Mamea con la aprobación de Mesa, acabó con las vidas de Heliogábalo y
de su madre (222) y elevó al trono a Alejandro, que incluyó entre sus nombres el
programático de Severo.
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Severo Alejandro (222-235)

Pero el nuevo príncipe no tenía ni la firmeza de Severo ni la fogosidad de


Alejandro. Apenas fue un juguete en las manos de las "emperatrices sirias" -su abuela,
Mesa, y su madre, Mamea-, que gobernaron el Imperio en su nombre. Fue una fortuna
que, en el entorno imperial, ocuparan los principales puestos grandes juristas, discípulos
de Papiniano: Ulpiano, Paulo y Modestino, que, con otros expertos en derecho, jugaron un
importante papel en el consilium principis, como consejeros del emperador. Y a su
actividad hay que adscribir una apreciable serie de medidas legales, que intentaron
restablecer el espíritu liberal y humanitario de época antoniniana. La corte imperial acogió,
por otra parte, a un nutrido grupo de intelectuales, entre los que se cuentan el historiador
Dión Casio, el filósofo Diógenes Laercio o el erudito cristiano Julio Africano, que fue
encargado por el emperador de organizar en Roma una gran biblioteca.

Bajo la dirección de Ulpiano, como prefecto del pretorio, los primeros años del
reinado de Severo Alejandro estuvieron marcados por positivos, aunque parciales,
intentos estabilizadores, frente a los graves problemas socio-económicos que afectaban al
Imperio. El asesinato de Ulpiano, a manos de los pretorianos, en una fecha indeterminada
(¿224?), y la muerte de Julia Mesa, en el 226, señalaron el inicio de la caída del régimen
y, con él, de la propia dinastía severiana. Los problemas surgidos en la corte fueron el
detonante de un proceso de descomposición general, cuyas principales manifestaciones
fueron la indisciplina de los soldados, descontentos por las forzadas economías del fisco,
y la inestabilidad social, que extendió una ola de inseguridad en todos los rincones del
Imperio.

El problema más grave vendría, sin embargo, del exterior, como consecuencia de
una doble conmoción, que afectó gravemente a la frontera oriental y a la renano-
danubiana.

En territorio parto, se estaban desarrollando profundos cambios, que iban a


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arrastrar al vecino Imperio romano. Un vasallo de los partos, el persa Artajerjes, tras
apoderarse violentamente del trono, sustituyó, en el año 224, la dinastía arsácida por la
sasánida. Los sasánidas, ferozmente nacionalistas, pretendían restablecer el imperio
persa en sus antiguos límites. Creadores de un estado fuertemente centralizado, los
persas encontraron un sólido lazo de unión en el fanático seguimiento de la religión
predicada por Zoroastro, exclusiva e intolerante. Artajerjes invadió la provincia romana de
Mesopotamia y penetró en Capadocia. Severo Alejandro se vio obligado a acudir en
persona a Oriente. Después de fracasados ofrecimientos de paz a Artajerjes, las fuerzas
romanas invadieron Mesopotamia y, aunque a duras penas, lograron restablecer la
situación (232). Pero, apresuradamente, el emperador hubo de regresar a Roma,
alarmado por las noticias procedentes de la frontera renanodanubiana, donde alamanes,
carpos, yácigos y dacios sometían a pillaje las tierras fronterizas del Imperio. Alejandro
creyó poder comprar la paz ofreciendo a los bárbaros subsidios. La deshonrosa propuesta
exasperó a los soldados y suscitó un motín militar contra el incompetente emperador,
dirigida por un rudo oficial de origen tracio, Maximino, que fue aclamado por las tropas.
Severo Alejandro y su madre fueron asesinados (235).

Era el final de una dinastía que había gobernado cuarenta años. Con ella,
desaparecía también la continuidad del régimen imperial, que Septimio Severo había
tratado de mantener, al menos en el plano ideal, proclamándose sucesor legítimo de los
Antoninos. El Imperio sería ahora patrimonio exclusivo de los soldados.

3. La crisis del siglo III (235-284)

Entre la muerte de Severo Alejandro y la subida al poder de Diocleciano se


extiende uno de los períodos más críticos de la Historia de Roma, caracterizado por la
acumulación simultánea de graves problemas, que conmocionan la estabilidad y la propia
integridad del Imperio: en el exterior, Roma ha de defenderse de los ataques de los
persas en el Éufrates y de la presión de los pueblos bárbaros sobre las fronteras
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septentrionales; mientras, en el interior, la falta de una autoridad central, regular y estable,


abre el camino al ejército, que impone a su antojo a los emperadores, en medio del caos
económico y de una grave crisis social y espiritual. De ahí, el nombre de Anarquía militar
con el que se conoce el período, en el que se suceden una veintena de emperadores
legítimos y más de medio centenar de usurpadores, elevados en su mayoría por el
capricho de los soldados. No obstante, gracias, sobre todo, a la energía de los llamados
emperadores ilirios, se inicia, al final del período, la superación de esta múltiple crisis,
para dar paso a una nueva época, denominada tradicionalmente como Antigüedad tardía
o Bajo Imperio , en la que se cumple una radical transformación del aparato de estado, de
las estructuras socio-económicas y de las propias mentalidades.

La “Anarquía militar”

Maximino, llamado el Tracio (235-238), campesino de humilde origen, como primer


y auténtico “emperador-soldado”, dirigió de inmediato una campaña victoriosa al otro lado
del Rin, en la Germania libre, y, a continuación, se trasladó al Danubio para luchar,
también con éxito, contra dacios y sármatas. Pero, exhausto el Tesoro, hubo de aplicar
con brutalidad un auténtico terrorismo fiscal, con continuas requisas, extorsiones y
confiscaciones, que, al repercutir sobre los estratos acomodados -orden senatorial,
grandes terratenientes y burguesías municipales-, suscitó el malestar general y la resuelta
oposición de las capas altas de la población del Imperio.

Tras el efímero reinado de Gordiano I y su hijo, Gordiano II, proclamados


emperadores en África y pronto eliminados, el senado eligió a dos de sus miembros,
Pupieno y Balbino, como emperadores conjuntos, mientras Maximino, que marchaba
sobre Italia, fue detenido asesinado por sus propios soldados. Pero no había terminado el
infortunado año 238 cuando Pupieno y Balbino fueron asesinados a su vez por la guardia
pretoriana. Así subió al poder el quinto emperador del año, el joven Gordiano III
(238-244), proclamado por los pretorianos y aceptado por el senado. Demasiado joven
para una acción de gobierno personal, pudo mantenerse durante cierto tiempo en el trono
gracias a la firmeza y eficacia de su principal consejero, Timesiteo, que asumió en nombre
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del emperador, como prefecto del pretorio, la dirección de los asuntos públicos y, entre
ellos, el más urgente de todos, la defensa del Imperio.

En el año 240, Sapor I había sucedido en el trono persa a Artajerjes. Fiel intérprete
del programa nacionalista y expansionista de la dinastía, inició su reinado con una
ofensiva contra la provincia romana de Mesopotamia. Gordiano y Timesiteo hubieron de
dirigirse a Oriente, al frente de un gran ejército, restableciendo a su paso el orden sobre la
frontera danubiana en lucha contra godos y sármatas.

La campaña contra los persas fue un éxito, pero, en el 243, cuando se iniciaban
los preparativos para una nueva campaña, Timesiteo murió, y el nuevo prefecto del
pretorio, Filipo, instigó un motín de los soldados contra el emperador, que fue asesinado
en el curso de la campaña. Acto seguido, el ejército proclamó a Filipo (244). Otros
ejércitos en distintas provincias intentaron por la misma vía elevar a sus comandantes a la
púrpura imperial. Se multiplicaron así los usurpadores en la periferia del Imperio,
mostrando cómo los métodos tradicionales de gobierno, basados en la débil legitimidad
que confería el senado en Roma, no eran capaces de poner un freno a las fuerzas
centrífugas, que impulsaban un movimiento de disgregación, cuyos intérpretes eran los
ejércitos provinciales. Pero todavía era más grave la situación exterior. Las debilitadas
defensas del Danubio fueron impotentes para resistir el empuje de las tribus bárbaras y,
especialmente, de los godos, que avanzaron por territorio romano, ante la impotencia del
gobierno central, en manos de efímeros emperadores: Trajano Decio, Treboniano Galo,
Volusiano y Emiliano (253), más atentos a hacerse con el poder en Roma que a frenar la
amenaza goda.

La culminación de la crisis: Galieno

El caos político se resolvió con la subida al poder de Valeriano (253-260), un viejo


senador de rancia familia, con quien parecía retornar una relativa estabilidad institucional.
No obstante, su reinado y el de su hijo Galieno coinciden con la fase más aguda de la
crisis del Imperio. La intensidad de los problemas internos y externos dificultades
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económicas, miseria social, violentos ataques de los bárbaros, recrudecimiento de la


presión en la frontera oriental, usurpaciones, pérdida de control de las regiones periféricas
por parte del poder central- parecen empujar a Roma al borde del abismo. Y, sin
embargo, entre gigantescas dificultades, en estos años centrales del siglo III, comienzan a
apuntarse soluciones en el terreno militar y social, que serán decisivas en la evolución del
Imperio.

En la maraña de problemas, era, sin duda, la defensa de las fronteras la tarea más
urgente: continuaban las incursiones bárbaras en las provincias septentrionales del
Imperio, pero todavía era más preocupante la frontera oriental, donde el rey persa Sapor I
había invadido Mesopotamia y Siria. Valeriano afrontó con energía la múltiple amenaza.
Confió la defensa de Occidente a su hijo y corregente, Galieno, mientras él mismo
concentraba su atención sobre Oriente. Pero su ejército, diezmado por la peste, fue
vencido, y el propio Valeriano cayó prisionero de Sapor cerca de Edesa cuando trataba de
pactar un armisticio (260). El rey persa aprovechó el éxito e invadió con sus tropas las
provincias de Siria, Cilicia y Capadocia, destruyendo ciudades y logrando un gigantesco
botín.

La captura de Valeriano dejó a Galieno solo al frente del Imperio (260-268), en una
situación extremadamente crítica. La noticia de la catástrofe de Edesa provocó la
anarquía general y una serie interminable de pronunciamientos militares en las provincias,
donde los soldados proclamaron emperadores a sus respectivos comandantes. La
mayoría apenas son otra cosa que nombres, en una confusa lista de usurpadores, que la
Historia Augusta reúne bajo el nombre de los “Treinta tiranos”. Sólo interesan dos de ellos
-Póstumo y Odenato-, que, en la Galia y Oriente respectivamente, dieron vida a sendas
formaciones políticas de real significación para la historia del Imperio.

En Colonia, las legiones germánicas proclamaron emperador a Póstumo, que fue


reconocido no sólo en las provincias galas y germanas, sino también en Britania y parte
de Hispania. Galieno, impotente, hubo de reconocer la autoridad de Póstumo sobre las
provincias occidentales, castigadas por las correrías de los francos. Póstumo dedicó los
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diez años de su gobierno (260-268/9) a limpiar de bárbaros sus dominios con la fuerza y
la diplomacia. Los brillantes resultados alcanzados le decidieron a proclamar un “Imperio
de las Galias” (Imperium Galliarum). No obstante, cuando se disponía a enfrentarse con
Galieno para proclamarse único emperador legítimo, fue asesinado por sus soldados,
descontentos por la masiva incorporación al ejército de elementos bárbaros.

Mientras, en Oriente, para neutralizar el peligro persa y luchar contra nuevos


usurpadores, Galieno nombró a Odenato, un príncipe árabe de Palmira, comandante en
jefe de todas las fuerzas de Oriente (262). Palmira era una rica ciudad caravanera, que
había sido incorporada al Imperio por Trajano, pero sus príncipes indígenas conservaban
una notable influencia. Entre el estado romano y el persa, la ciudad mantenía una vida
activa y próspera, gracias al control del comercio oriental. Odenato, fortalecido por sus
éxitos sobre los persas, asumió una actitud independiente del poder central, organizando
un original reino, formalmente vasallo de Roma, pero en la práctica autónomo. A su
muerte, su viuda, Zenobia, asumió el poder como regente y en nombre de su hijo
Vabalato se declaró independiente de Roma.

El desmembramiento de las provincias occidentales y el forzado traspaso del


Oriente a la responsabilidad de Palmira dejaron a Galieno las manos libres para
concentrarse en el reforzamiento de las defensas del Danubio. Pero Galieno no pudo
rematar su obra, obligado a regresar a Italia para enfrentarse a la rebelión de un
usurpador, donde cayó víctima de un complot de sus oficiales (268).

Los emperadores ilirios: Aureliano

La obra de Galieno, aunque inacabada y forzada por las circunstancias, había


permitido superar los graves peligros que amenazaban con la desintegración del Imperio.
Los emperadores que le sucederán, de extracción militar y modesto origen social, y, en su
mayoría, de procedencia iliria (Dalmacia, Panonia, Mesia), se pondrán al servicio de un
programa de restauración, frente a las amenazas exteriores y a los intentos de
disgregación, para devolver la unidad al Imperio. Con las bases creadas por ellos,
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Diocleciano y Constantino emprenderán, a comienzos del siglo siguiente, una completa


renovación del estado y de la sociedad.

Los asesinos de Galieno proclamaron emperador a Marco Aurelio Claudio,


enérgico militar de origen dálmata, que dedicó sus esfuerzos a contener la presión
bárbara sobre las fronteras del Danubio, venciendo a los godos, de donde el nombre de
Gótico con el que ha pasado a la Historia. Su muerte, víctima de la peste, abrió el camino
del trono a Lucio Domicio Aureliano, el más representativo de los emperadores ilirios: con
él, se logrará la reunificación del Imperio y proseguirán las reformas político-
administrativas e ideológicas, destinadas a devolverle su cohesión interna.
Desgraciadamente, los múltiplos frentes en los que hubo de combatir y su temprana
desaparición impidieron a Aureliano completar una obra que lo califica como excelente
militar y estadista.

Los problemas de defensa se acumularon apenas llegado al poder: vándalos y


godos continuaban presionando sobre Panonia y Mesia, mientras, en el alto Danubio, los
alamanes unidos a nuevos bárbaros, los yutungos, atravesaron los Alpes y cayeron sobre
el norte de Italia, invadiendo el valle del Po. En Oriente, Zenobia firmó un acuerdo con los
persas y proclamó emperador a su hijo Vabalato.

Aureliano acudió desde Panonia al norte de Italia, pero, vencido cerca en


Placentia, no pudo impedir que los bárbaros siguieran avanzando en el interior de Italia.
La determinación del emperador, no obstante, logró conjurar el peligro: de acuerdo con el
senado, emprendió una gigantesca obra de fortificación de la ciudad de Roma,
rodeándola de una muralla de casi ocho metros de altura, flanqueada por 350 torres, que
todavía se conserva en parte, el llamado “Muro de Aureliano”. A continuación, se enfrentó
a los yutungos: vencidos en sucesivas batallas, los que no fueron aniquilados, regresaron
al otro lado del Danubio (271).

Era preciso, más que nunca, fortalecer la frontera danubiana. Aureliano, tras
vencer a los pueblos que amenazaban el curso inferior del río -vándalos, sármatas,
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godos, carpos y bastarnos-y asentarlos en territorios despoblados de la provincia de


Mesia, decidió evacuar la provincia transdanubiana de la Dacia, conquistada por Trajano.
La frontera volvió a estar marcada, como en época augústea, por el curso del Danubio. La
población fue transferida a territorios de Mesia y Tracia, que heredaron el nombre de la
provincia abandonada, organizados en dos circunscripciones administrativas, la Dacia
ripensis y la Dacia mediterranea.

Asegurado el Danubio, Aureliano podía ahora intentar la restauración de la


autoridad romana en Oriente, donde, como sabemos, Zenobia había proclamado
emperador a su hijo Vabalato, después de haber ocupado Egipto, Siria y la mayor parte
de Asia Menor. El emperador encomendó a su lugarteniente, Probo, la reconquista de
Egipto, mientras él mismo, tras liberar Asia Menor y Siria, avanzó por el desierto hasta las
puertas de Palmira. La ciudad fue sometida a asedio y tuvo que capitular, a pesar del
débil socorro enviado por los persas; Zenobia fue capturada mientras trataba de buscar
refugio al otro lado del Éufrates (272).

Palmira fue respetada, pero, apenas unos meses después, volvió a sublevarse.
Aureliano decidió entonces someterla a saqueo: expoliada y destruida, la próspera ciudad
del desierto no volvería a recuperarse. Mientras, en Egipto, Probo había logrado
restablecer la autoridad imperial. Pero un rico comerciante, Firmo, se sublevó en
Alejandría, aprovechando la inestabilidad social. Aureliano puso fin a la revuelta, y Firmo
fue ejecutado.

Sólo quedaba el "Imperio de las Galias" para restablecer completamente la unidad


del Imperio. Tras la desaparición de Póstumo (269), asesinado por sus tropas, una larga
lista de pretendientes habían intentado ocupar su puesto, mientras se deshacía la relativa
prosperidad económica entre los desmanes de los soldados y las incursiones de los
germanos. Victorino, contemporáneo de Claudio el Gótico, logró imponerse durante cierto
tiempo, sin poder evitar que las provincias de Hispania regresaran a la obediencia del
poder central. Asesinado en el 270, fue reemplazado por el senador Tétrico, que
representaba los intereses de la Galia meridional, urbana y romanizada, frente a los
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territorios militarizados y semibárbaros del norte. Incapaz de restablecer el orden, Tétrico


pactó con Aureliano y permitió que sus legiones fueran derrotadas (273). Así se
reintegraban de nuevo al Imperio la Galia y Britania.

Aseguradas las fronteras y restablecida la unidad del Imperio, pudo Aureliano


emprender en Roma un ambicioso programa de reformas internas.

En el ámbito de la administración, se achaca a Aureliano la responsabilidad de


haber iniciado la “provincialización” de Italia, con la imposición de correctores, que
introducirían en la península el mismo régimen aplicado a las provincias. Al parecer, no se
trató de una medida general y sistemática, sino de reformas parciales, que ya se habían
hecho presentes en época de los Severos y que se completarán con Diocleciano Por lo
demás, Aureliano trató de asegurar el abastecimiento de la población de Roma con
distribuciones gratuitas de productos de primera necesidad, lo que obligó a la imposición
de prestaciones obligatorias, mediante la utilización de los collegia o corporaciones de
profesionales armadores, transportistas, carniceros, panaderos...-como “servicios
públicos” militarizados. Esta política de “intervencionismo estatal” en ámbitos vitales
afectó también a otros sectores, como el de la construcción, cuyos collegia se vieron
obligados a participar en las obras de fortificación y defensa de las ciudades, de las que
es un buen ejemplo la muralla de Roma.

Es cierto que, en correspondencia con estos sacrificios, exigidos a artesanos y


comerciantes, la política fiscal de Aureliano, que se ha tildado de “democrática”, trató de
cargar sobre los ricos el peso de los impuestos, al tiempo que condonaba las deudas al
estado de los estratos más humildes.

Pero, sobre todo, interesa el intento de reforma monetaria, emprendido por


Aureliano para devolver a la moneda de plata parte de su valor, dramáticamente
envilecido en el curso de los decenios anteriores. Las causas de esta depreciación eran
muchas: la escasez de metal noble y las crecientes necesidades del estado, pero también
las manipulaciones fraudulentas de los obreros, que, en los talleres monetarios y con la
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complicidad de los senadores, falsificaban las piezas -menos pesadas y con aleaciones
que contenían una mínima cantidad de plata- en detrimento del estado. Aureliano, en su
determinación de restaurar la disciplina, hubo de enfrentarse a una rebelión de los talleres
de Roma, que reprimió en sangre. Retiró al senado y a las ciudades el derecho de acuñar
moneda de bronce, dio mayor estabilidad a la moneda de oro y bronce, pero, sobre todo,
creó un nuevo antoninianus de plata con el valor de cinco denarios. Las reformas, sin
embargo, tuvieron un limitado alcance, y el problema de la depreciación de la moneda
continuó pesando gravemente sobre la vida económica del Imperio.

Aureliano prosiguió también la reforma del ejército, iniciada por Galieno. Se


multiplicaron las unidades de caballería pesada (cataphractarii), a imagen de los jinetes
acorazados persas, pero, sobre todo, aumentaron en número e importancia las unidades
militares de germanos -vándalos, yutungos, alamanes-, como foederati, "federados", al
servicio del emperador. La utilización masiva de bárbaros en la defensa de las fronteras
hizo del ejército un cuerpo extraño dentro del Imperio, cada vez más alejado del contacto
con el pueblo.

Gran significación tuvo la política religiosa del emperador, tendente, como en otros
ámbitos, a restablecer la unidad del Imperio, pero también a reforzar el carácter divino de
la monarquía absoluta, como base ideológica para consolidar con nuevos fundamentos el
poder imperial. Este poder procedía de los soldados, pero Aureliano trató de darle un
contenido divino. Para ello, organizó en Roma un culto oficial al sol una divinidad que
contaba con una amplia aceptación en los medios militares danubianos-, que, bajo la
advocación de Sol Invictus, fue considerado como dios supremo y protector del Imperio.

Los ideales unitarios y absolutistas de la concepción monárquica recibieron así el


apoyo de la religión: Aureliano se proclamó dominus et deus, "señor y dios", y fue el
primer emperador que ciñó sobre su cabeza la diadema, como autócrata, investido "por la
gracia de Dios". Al antiguo princeps, elevado al poder por el senado o el ejército, sucedía
ahora el dominus, legitimado por voluntad divina. Se cumplía así, en la evolución de la
idea imperial, el paso del Principado augústeo al Dominado bajoimperial.
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Esta ambiciosa obra de regeneración quedaría interrumpida por el asesinato de


Aureliano, cuando preparaba una campaña contra el imperio persa (275). Se trató de una
venganza privada, y el ejército, desorientado, descargó la responsabilidad de elegir un
nuevo emperador en el senado, que se decidió por un viejo miembro del estamento,
Tácito (275-276). Las circunstancias favorecieron así el retorno a una práctica anacrónica,
que necesariamente sólo podía ser de breve duración. Una nueva incursión de los piratas
godos del mar Negro en las costas de Asia Menor obligó al emperador a abandonar
Roma, en compañía de su hermano Floriano, nombrado prefecto del pretorio. La victoria
sobre los bárbaros no impidió que fuera asesinado por los soldados. Floriano ocupó su
lugar y logró ser reconocido en todo el Imperio, pero las tropas de Siria y Egipto se
pronunciaron por su jefe, Marco Aurelio Probo. No fue preciso el enfrentamiento entre los
dos rivales: las tropas de Floriano se pasaron a las filas de Probo y asesinaron al
emperador, apenas después de tres meses de gobierno (276).

Tras el corto intervalo senatorial, Probo (276-282), originario de Sirmium, en


Panonia, reanudó la tradición de los emperadores ilirios, con larga experiencia militar.
Pronunciamientos militares, revueltas internas y masivas ofensivas de los bárbaros en las
fronteras del Rin y el Danubio obligaron a Probo a poner esa experiencia al servicio de
una infatigable actividad bélica, durante los seis años de su reinado.

Desde el año 275 y aprovechando el desguarnecimiento de la frontera del Rin,


francos y alamanes habían invadido la Galia, sometiendo a saqueo un buen número de
ciudades. Probo logró restablecer la situación tras dos años de duros combates (277),
pero su marcha hacia el frente del Danubio suscitó sucesivos intentos de usurpación:
Bonoso, en Colonia, y Próculo, en Lyon, utilizaron a su favor la ruina y el caos provocados
por las invasiones para proclamarse emperadores, si bien fueron rápidamente eliminados
por oficiales leales a Probo.

Mientras, el emperador, consolidaba la defensa del Danubio y acudía a Oriente


para reducir, en el sur de Asia Menor, a los isaurios, pueblo salvaje, que atrincherado en
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sus montañas, había hecho del bandolerismo su modo de vida. Resueltos también otros
problemas suscitados en Oriente -las incursiones de nómadas blemios en la frontera
meridional de Egipto; el intento de usurpación del gobernador de Siria, Saturnino-, Probo,
una vez restablecida la paz en el Imperio, creyó llegado el momento de reanudar los
proyectos de ofensiva contra los persas, interrumpidos por la muerte de Aureliano. Pero
los soldados, agotados y enfurecidos por la férrea disciplina impuesta por el emperador, lo
asesinaron en las cercanías de Sirmium, su ciudad natal (282).

Durante su corto reinado y a pesar de la intensa actividad militar, Probo dedicó


también su atención a los problemas económicos del Imperio, con una serie de medidas,
tendentes a reactivar la producción en el campo de la agricultura. Sobre todo, intentó
poner en cultivo nuevas tierras en Panonia, recurriendo a las tropas establecidas en la
provincia, que, como sabemos, se rebelaron contra la imposición del emperador y lo
asesinaron.

Probo prosiguió también en las provincias fronterizas la política de establecimiento


de contingentes bárbaros en tierras vírgenes o abandonadas, para remediar la alarmante
despoblación y aumentar así la mano de obra rural. Ligados así al Imperio, estos bárbaros
contribuían a frenar la presión de sus congéneres sobre las fronteras y se convirtieron en
una importante base de reclutamiento militar, que se desarrollará en épocas posteriores.

Tras la muerte de Probo fue proclamado emperador el prefecto del pretorio, Caro
(282-283), un militar de la Narbonense, que se apresuró a asociar al poder a sus hijos
Carino y Numeriano. Sin molestarse siquiera en pedir la protocolaria aprobación del
senado, Caro, dejando la responsabilidad del gobierno de Occidente a Carino, marchó de
inmediato a Oriente, en compañía de Numeriano, para dirigir una campaña contra los
persas, debilitados por la muerte de Sapor.

El avance del ejército romano en territorio persa fue interrumpido por la muerte del
emperador en circunstancias oscuras. Numeriano, enfermizo y débil, decidió poner
término a la campaña y, en el camino de regreso, fue asesinado a instigación de su
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suegro, el prefecto del pretorio, Aper. Descubierto el complot, los oficiales del ejército
proclamaron Augusto a Diocleciano, comandante de los protectores, la guardia de corps
del emperador (284).

Carino, que, mientras tanto, en Occidente, había tenido que reprimir el intento de
usurpación de Juliano, marchó de inmediato contra Diocleciano. Aunque resultó vencedor,
poco después era asesinado por oficiales de su ejército, y todas las tropas reconocieron a
Diocleciano como emperador (285). Su gobierno marcaría un decisivo hito en la historia
del Imperio.

4. Las transformaciones económicas y sociales del siglo III

A pesar de las interminables guerras civiles y pronunciamientos que caracterizan


el período de la “Anarquía militar”, la energía de los emperadores ilirios logró preservar,
mal que bien, la integridad del Imperio frente al recrudecimiento de la presión bárbara en
sus fronteras. Es cierto que hubo pérdidas territoriales en algunos puntos: los germanos
ocuparon los Campos Decumates; Dacia fue abandonada en época de Aureliano; los
godos extendieron su influencia a la costa septentrional del mar Negro; en el desierto
oriental, se perdieron ciudades como Dura-Europos o Palmira, que servían de glacis
protector a las provincias de Siria y Arabia. Pero la crisis que debilitaba al Imperio, aunque
potenciada por el gigantesco esfuerzo bélico frente al exterior, tenía sus raíces en
problemas internos, que afectaron gravemente a la economía y al tejido social.

Sin duda, la economía se resintió de los continuos disturbios causados por las
guerras exteriores y las contiendas civiles: numerosas ciudades fueron destruidas o
saqueadas y regiones enteras quedaron arruinadas. A sus efectos desastrosos vinieron a
sumarse los producidos por catástrofes naturales, como la peste, que, desde el 250,
sacudió vastas regiones del Imperio durante veinte años.

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La primera consecuencia fue una fuerte recesión de la población: numerosas


tierras fueron abandonadas y las ciudades se redujeron en extensión, rodeándose, como
en el caso de Roma, de murallas. La crisis demográfica produjo una general falta de mano
de obra, que afectó sobre todo a la agricultura, la base económica del Imperio, y al
reclutamiento militar, en una época necesitada de un mayor esfuerzo bélico.

Los emperadores, siguiendo una tendencia ya iniciada por Marco Aurelio y que,
como hemos visto, Probo potenció, recurrieron a la instalación de bárbaros en las
regiones fronterizas para repoblar los espacios vacíos y volver a poner en cultivo tierras
abandonadas. Estos grupos de población procuraron al Imperio campesinos y soldados,
ya que los pactos concluidos con ellos les obligaban también a servir en el ejército
(foederati, laeti o gentiles). El expediente no estaba exento de peligros, al tratarse de
cuerpos extraños, poco asimilables, que introducían en el Imperio un principio de
desunión.

Pero, en cualquier caso, es evidente un empobrecimiento de la población. Las


guerras y las invasiones no sólo afectaron a la población campesina; también las
ciudades se resintieron de la inseguridad general: el colapso de las comunicaciones, la
inflación monetaria y la contracción de la demanda produjeron graves trastornos en la
producción de mercancías y en los intercambios comerciales. La disminución de los
cambios favoreció la tendencia a la autarquía en las grandes propiedades rústicas y a la
sustitución de la moneda por una economía natural, de trueque.

La recesión afectó, sobre todo, a las oligarquías municipales, que habían


contribuido con sus liberalidades al bienestar de sus respectivas ciudades. Las
dificultades de abastecimiento obligaron al estado a responsabilizar a las burguesías de
su buen funcionamiento, así como del pago de los impuestos, lo que significó la ruina de
amplios estratos acomodados de la población.

No eran menores las dificultades financieras del estado. La necesidad de


mantener la tradicional política de liberalidad con las masas urbanas y los creciente
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gastos ocasionados por el abastecimiento y entretenimiento del ejército contribuyeron al


despliegue de un auténtico terrorismo fiscal, que también cayó sobre las espaldas de las
burguesías municipales.

Quizá el signo más evidente de la crisis económica del estado es la moneda. Las
crecientes necesidades financieras obligaron a la emisión desordenada e incoherente de
piezas monetarias de baja calidad, sobre todo, de plata, base de los cambios, y favoreció
la inestabilidad y el alza ininterrumpida de los precios. La inflación se disparó y, como
salarios y sueldos no experimentaron la misma evolución, empeoró la suerte de los
pequeños funcionarios y de los trabajadores a sueldo. Los limitados esfuerzos de algunos
emperadores, como Aureliano, para restituir a la moneda su valor no impidieron que se
generalizara la práctica del trueque y el abandono de la moneda por productos naturales,
incluso para las exigencias fiscales. Las dificultades económicas tuvieron importantes
repercusiones en la vida social. La monarquía absoluta y militar del siglo III propició el
desarrollo de una sociedad, en parte nueva, tendente a la fijación de las clases y a una
agravación del contraste entre ricos y pobres. Se produjo así una simplificación y
bipolarización de la estructura social, en contraste con la sociedad abierta y relativamente
equilibrada de los dos primeros siglos del Imperio.

En el nivel inferior de la pirámide social, el fenómeno más llamativo fue la


decadencia de la esclavitud, como base del trabajo agrícola, en beneficio del trabajador
autónomo, aunque dependiente, y, sobre todo, del colono, adscrito a las grandes
propiedades privadas o del emperador. En esta decadencia no fue tan importante el
debilitamiento de las fuentes de la esclavitud -cese de las guerras de conquista o falta de
mercados- como las trasformaciones en la estructura de la tierra. El acaparamiento de
amplias extensiones de tierras por parte del emperador o de minorías sociales
privilegiadas contribuyó, desde finales del siglo II, a la creciente extensión de la gran
propiedad autárquica, para cuya explotación era más rentable la utilización de colonos
que el trabajo servil o el arrendamiento por dinero.

Con el establecimiento en estas propiedades de colonos, a los que se aseguraba


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un lote de tierra, contra el pago de una parte de la cosecha, los grandes latifundistas se
aseguraban una mano de obra estable y sin graves problemas de vigilancia, frente a las
condiciones tradicionales del trabajo servil.

Si bien, en principio, los colonos -pequeños propietarios endeudados, antiguos


esclavos, inmigrantes, bárbaros-, eran libres y autóctonos, a lo largo del siglo III, su
condición tendió a agravarse: las exigencias de los propietarios, las exacciones de los
agentes del fisco y las requisas de los soldados presionaban con insoportable dureza
sobre los colonos y provocaron en muchos casos el abandono de las tierras. Para
asegurar la continuidad en el trabajo del campo, se generalizó la tendencia de ligar a los
colonos a la propiedad, con contratos vitalicios e incluso hereditarios, que los convirtieron
en campesinos dependientes, no muy diferentes a los esclavos, en un régimen
generalizado de servidumbre.

No era mucho mejor la situación de los campesinos libres. Presionados en la


misma medida por el estado y endeudados, hubieron de entregar sus tierras a la gran
propiedad y se convirtieron también en trabajadores dependientes.

También las condiciones de vida en la ciudad tendieron a degradarse: el


estancamiento de la producción artesanal y la regresión del comercio empobrecieron a las
clases medias de las ciudades, sobre las que recayó además la presión de las cargas
impuestas por el estado. Las burguesías municipales -el ordo decurionum-, que habían
sostenido con sus liberalidades el bienestar de sus conciudadanos, fueron
responsabilizadas con sus bienes de la recaudación de los impuestos y del
abastecimiento de ejército, convirtiéndose en funcionarios gratuitos. Las corporaciones
gremiales -transportistas, panaderos, mercaderes de aceite y vino, herreros...- fueron
convertidas en auténticos organismos del estado, responsabilizadas de asegurar el
abastecimiento de ciertos géneros y el funcionamiento de los servicios públicos. Si a ello
añadimos la imposición del trabajo obligatorio para obras de carácter público, no es
extraño que los afectados trataran de sustraerse con todos los medios posibles a estas
cargas. Es sintomático el desarrollo en el siglo III del bandolerismo como medio
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desesperado de resistencia y el recrudecimiento de la tensión social.

La consecuencia necesaria debía ser la decadencia de las ciudades, documentada


por la pobreza de construcciones y la reducción de las superficies habitadas, y una
paralela “ruralización”: la riqueza y la actividad económica se desplazan hacia el campo,
donde los ricos propietarios pueden sustraerse más fácilmente a las imposiciones que el
estado carga sobre los ciudadanos.

En resumen, se produce una “nivelación de las clases inferiores”: pequeños


campesinos, colonos y plebe urbana, igualados en un régimen de vida cercano a la
servidumbre.

Frente a esta base depauperada, la desaparición de las clases medias, deja, frente
a frente, en el otro extremo de la pirámide social, a una nueva aristocracia, constituida por
los miembros del orden senatorial y los altos funcionarios ecuestres.

El senado, fuertemente provincializado, pierde su carácter de órgano principal de gobierno


para convertirse en una casta aristocrática, un orden social dirigente. Parcialmente
apartados de los grandes puestos políticos, militares y administrativos, los senadores son
civiles que se desentienden progresivamente de los asuntos de estado para convertirse
en propietarios de grandes latifundios, que les proporcionan poder, riqueza y prestigio
social. Su lugar, en los puestos claves del estado y de la administración, es ocupado por
el orden ecuestre, reclutado casi en exclusiva de las filas del ejército, que se convierte así
en el principal motor de promoción social. Estos advenedizos, a su vez, utilizados por la
monarquía absoluta y militar para sustituir al senado como clase política, tenderán a
convertirse en aristocracia agrícola y hereditaria para compartir con los senadores la
cúspide de la sociedad.

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José Manuel Roldán Hervás
Los Severos y la crisis del siglo III

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