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C o l e cc i ó n

V i a j e s e n l a F i cc i ó n
Un libro es más que un objeto. Es un encuentro entre dos personas a través
de la palabra escrita. Éste es el encuentro entre autores y lectores que Chiado
Editorial busca todos los días, trabajando en cada libro con la misma dedicación,
como si fuera el único y último, siguiendo la máxima de Fernando Pessoa “pon
cuanto eres en lo mínimo que hagas”. Queremos que este libro sea un reto
para usted. Nuestro reto es merecer que este libro forme parte de su vida.
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© 2017, Teresita Islas y Chiado Editoral


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Título: Cascabel
Editor: Lucía Nosti Marín
Coordinador Editorial: Susana Blaya
Composición Gráfica: Manuela Duarte
Portada: A DEFINIR
Revisión: A DEFINIR
Impresión y Acabado:
Chiado
P r i n t

1.ª edición: A DEFINIR


ISBN: A DEFINIR
Depósito Legal: A DEFINIR
Teresita Islas

Cascabel

España | América Latina


Índice

Capítulo I...................................................................... 9
Capítulo II - La Ordeña................................................. 37
Capítulo III - La Bienvenida......................................... 51
Capítulo IV - Doña Lucha............................................ 81
Capítulo V - Mariana.................................................... 121
Capítulo VI - Los Desposados...................................... 143
Capítulo VII - El Regreso............................................. 157
Capítulo VIII - Los Quince Años.................................. 183
Capítulo IX - Doña Hortensia....................................... 211
Capítulo X - El Huapango............................................. 225
Capítulo XI - Chepa...................................................... 241
Capítulo XII - La Indita................................................ 263
Capítulo XIII - Matanga................................................ 283
Capítulo XIV - La Limpia............................................. 295
Capítulo XV - El Pájaro vaquero.................................. 317
Capítulo XVI - El Tío Matías....................................... 327
Capítulo XVII - La Arbolaria........................................ 345
CapítuloXVIII - Alba.................................................... 355
Capítulo XIX - Jordan................................................... 367
Capítulo XX - La Venta................................................ 383
Capítulo XXI - Secretos Revelados.............................. 399
Capítulo XXII - Premonición........................................ 417
Capítulo XXIII - El Toloache........................................ 431

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Capítulo XXIV - La Tormenta...................................... 445
Capítulo XXV - El Reencuentro.................................. 457
Epílogo.......................................................................... 483

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Este libro está dedicado:

A Dios Todopoderoso
a mi madre Amandita,
a mi esposo José Ángel,
a mis hijos José Enrique y Nidia Jade,
a los desfallecidos con voces apagadas,
a los ausentes sin voces,
a los que tienen voces pero están oprimidos,
a los que alzan la voz a pesar del ruido
Y a mis amigos llámense familia, hermanos musicales,
luchadores sociales, ángeles con capacidades extraordina-
rias para amar, justos y pecadores.
Capítulo I
Con su tosca mano Apolinar hizo la señal de la cruz y proce-
dió a santiguarse. El ritual era muy diferente al que se acos-
tumbra en la iglesia católica, pues empezó en su boca subió
hacia la nariz, se detuvo en la frente, tocó la cabeza, llegan-
do hasta atrás de la misma y de regreso hacia la cara bajando
hasta el pecho, este acto lo repitió tres veces. La necesidad
de tal diligencia se debía a la presunta convicción de quedar
totalmente protegido de los espíritus chocarreros, del mal de
ojo, conjuros, maldiciones y mala suerte que pudiera causar-
le daño alguno a su apreciado cerebro. De sus gruesos labios
recitó una oración que era una mezcla entre padrenuestro y
ave maría. Se calzó con sus chanclas de piel y se levantó del
lecho rumbo al baño; no sin antes, alzar la voz con el primer
grito del día:
—¡Hortensia!, ¡Hortensiaaa! —Se escuchó una voz res-
ponder desde fuera de la habitación:
—¡Ya voy! ¡Ya voy!
Una mujer regordeta y de corta estatura entró apresurada-
mente, llevaba en su mano un vaso con leche y una pequeña
caja de medicamentos. Vestía un delantal sobre su vestido
floreado color violeta; su larga y crespa cabellera estaba
recogida en un chongo alto.

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Teresita Islas

Puso el vaso sobre la mesa de noche, mientras abría ner-


viosamente la caja para sacar una pastilla, misma que ofreció
con cautela a su marido. Regresó por la leche y la procuró en
la mano del que esperaba con actitud de franca impaciencia
junto a la puerta del baño. Él cerró los ojos e introdujo en
su boca la pastilla tragando sin detenerse todo el líquido.
Por un lado de la bocaza resbaló un poco de leche, que con
el dorso de la mano se limpió. Después, entregó el vaso a
su mujer. Un sonoro eructo salió desde el estómago de don
Apolinar, que hasta sopló los pocos cabellos que escapaban
del chongo de la señora. Sin disculparse, entró al baño y
dejando la puerta abierta se bajó sus calzones. Comenzó a
pedorrearse con total desahogo sin importarle la presencia
de su mujer. Entonces le ordenó:
—¡Tráeme el periódico, el último!…, el que compramos
antier en Santiago…y…
La señora se dispuso a cumplir la orden. El olor fétido del
excremento se extendía desde el baño hasta la recámara y se
escuchaba como caían uno a uno los mojones en la taza, sal-
picándole seguramente las nalgas, el siguió sin inmutarse:
—¡Espérate! ¿Ya está Arnulfo en la ordeña? —Ella con-
testó enseguida:
— Sí, sí, desde temprano. Voy por el periódico.
Doña Hortensia regresó pocos minutos después con el
periódico, lo llevó hasta el hediondo baño y lo entregó a su
marido junto con los lentes, que ya había tomado del buró.
Él los recibió con gesto adusto y sin decir palabra. Ella, salió
silenciosamente sin esperar ninguna muestra de gratitud.
Eran casi treinta y cinco años desde que se inició esa
oscura y malsana relación. Don Apolinar se la llevó cuan-
do tenía tan solo quince años. En ese entonces ella era una
luminosa adolescente y los que la conocieron aseguran; que

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aunque era bajita de estatura, su perfecto rostro ovalado


poseía una singular y rara belleza. Su tez blanca contrastaba
con lo negro y rizado de su larguísima cabellera; su mira-
da de negros y profundos ojos con forma de almendra le
daban un aire exótico muy poco común; su naricita peque-
ña y respingona se fruncía de vez en cuando para desde-
ñar a los insistentes pretendientes y sus labios carnosos y
rosados parecían melocotones. Fueron muchos los corazo-
nes que conquistó con su fino talle y gracioso andar. Solía
pasearse los domingos en la noche, en el zócalo de su natal
Tlacotalpan. Acompañada siempre, de una chaperona; por lo
regular una de sus quedadas tías.
La casa de don Artemio Morteo Hernández y doña
Agripina Ramírez Merlín era una de las mejores de la
esplendorosa Tlacotalpan. Ciudad construida de mamposte-
ría y teja con arcos de medio punto en todos sus corredores.
Su mayor esplendor y lujo lo alcanzó durante la dictadura
del general Don Porfirio Díaz; pues era el lugar preferido
del vetusto presidente para disfrutar de fiestas y saraos. Los
barcos de vapor trasladaban desde el viejo continente todo
tipo de muebles y obras de arte. De igual forma, la moda y
las corrientes musicales que llegaban, eran adoptadas inme-
diatamente por la alta sociedad tlacotalpeña.
Don Artemio después de amasar suficiente fortuna, se
había dado a la tarea de reunir mobiliario y todo tipo de
menajes de casa con el fin de darle el esplendor y la catego-
ría dignos de un heredero de rancio abolengo. El corredor
que coronaba su mansión era de ocho arcos de medio punto
soportados por columnas con capiteles adornados al estilo
jónico. Pintada en color azul, reflejaba poderío y majestad.
Dicha casona había pertenecido a la difunta doña Adela Lara
Lagos y fue vendida por uno de sus nietos a don Artemio; en

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Teresita Islas

parte para pagar una cuantiosa deuda de juego. En su interior


se encontraban todo dechado de muebles de exquisito gusto
tallados en madera de cedro. Desde rinconeras, mesas, chi-
neros, vitrinas y aparadores, hasta juegos de sillas austriacas
y camas con dosel labradas en forma profusa y que habían
pertenecido a poderosas familias de esa ciudad.
Siendo hija de un próspero ganadero, Hortensia no tenía
menoscabo en presumir con las mejores prendas y en estre-
nar cada semana vestido y zapatillas de última moda. Era la
envidia de las jóvenes de su edad, por lo tanto, no faltaban
las habladurías sobre el origen humilde de sus padres, de
quienes se decía: no eran nacidos en Tlacotalpan sino de un
poblado cercano llamado “El Súchil”.
El pueblo tlacotalpeño hacía valer el famoso dicho popu-
lar: “Pueblo chico infierno grande” pues se comentaba que
la fortuna de Artemio la había amasado de robar por años
a su patrón: don Fabián Cházaro del Billar, cuando fue su
mayoral y que doña Agripina era conocida en su rancho por
curandera “espanta cigüeñas”.
Para la encumbrada sociedad tlacotalpeña, ellos eran
considerados rancheros de menor linaje. Sin embargo, el
dinero que poseían era suficiente aliciente como para olvidar
las pequeñeces del árbol genealógico. Algunas familias de
abolengo venidas a menos por la revolución y las invasiones
agrarias de las que fueron objeto, veían con buenos ojos que
sus hijos pretendieran a la bella y huidiza Hortensia.
La hermosa quinceañera se daba a desear, y ya había una
larga lista de aquellos que pensaron que estaban a punto de
tocar su gélido corazón y derretirlo para siempre. La mal-
criada chiquilla al escuchar los halagos y piropos dichos con
voz apasionada muy cerca de sus pequeñas orejas; respon-
día con franca coquetería aleteando sus largas pestañas y

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mostrando con su sonrisa unos lindos hoyuelos en las meji-


llas. Sin embargo, su entusiasmo no duraba mucho, porque
de pronto, al siguiente instante su rostro se transformaba,
demostrando un espantoso hastío de ser el centro de tan
esmerada atención. Caprichosa y voluble sacudía su larga
cabellera y con un mohín de disgusto se alejaba perdiendo
el interés por el ansioso y desconcertado caballero. Algunos,
no tan caballeros, decían que estaba media loca o que era
de naturaleza frívola y engreída; seguramente hablaban de
ardor al sentirse rechazados públicamente. La realidad era
que hablaran lo que hablaran, sus comentarios y murmura-
ciones no afectaban nunca a la altiva y orgullosa Hortensia;
pues siempre tenía detrás de ella, un séquito de ardientes
enamorados.

Por enésima vez Hortensia se miró en el enorme y precio-


so espejo con marco de flores de cristal traído desde Murano,
Italia. Regalo de bodas para doña Felipa Lagos y adquirido
posteriormente por su padre. Éste colgaba de una de las altas
paredes de su sala y reflejaba la esplendorosa imagen de una
debutante. Sin estar totalmente satisfecha con su apariencia,
nuevamente retocó con polvo de arroz su nariz y pellizcó sus
mejillas para darles color. Unos rizos caían como al descui-
do a cada lado de su rostro; un bouquet de delicadas flore-
cillas coronaba su cabeza; mientras que en la parte de atrás
el cabello recogido muy alto, caía en suave cascada hasta su
cintura. Llevaba un vaporoso vestido en color celeste con
suaves ondas de organdí y encaje, que se repetían desde la
pequeña cintura hasta llegar al tobillo. Un discreto escote
mostraba más de lo que debía, pues la tela se adhería a sus
turgentes senos y el encaje lejos de cubrir, realzaba más su
erótica belleza. Las bombachas mangas del vestido le daban

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Teresita Islas

un toque de ingenuidad. Sus pequeñas zapatillas y bolso de


raso eran del mismo tono y remataba su atuendo con un deli-
cado collar de filigrana de oro con venturinas y brillantes
que hacían juego con su pulsera y aretes. En sus delicados
dedos llevaba dos anillos; ambos con piedras preciosas. Las
joyas habían pertenecido a algunas de las eminentes familias
del pueblo pero habían sido vendidas por necesidad a don
Artemio.
Esa noche era especial, Hortensia se encontraba suma-
mente agitada, se podría decir que era su debut en sociedad.
Habían sido invitados al baile en el casino tlacotalpeño, en
cuyo recinto se encontraban personalidades de gran raigam-
bre. Don Artemio Morteo, después de un “arreglo económi-
co” con uno de los influyentes socios; había logrado por fin
ser admitido en tan prestigioso lugar. Para él y su familia
era de gran importancia y trascendencia asistir a las fies-
tas y celebraciones; para codearse con la crema y nata de la
sociedad Tlacotalpeña. Apostando con ello el lograr un buen
casamiento para Hortensia.
Don Artemio no dejaba nada a la casualidad. La asisten-
cia a ese baile ameritó haberse trasladado varias veces al
puerto de Veracruz para probarse los vestidos que la famo-
sísima modista; Carmita Reyes, había confeccionado para
su mujer doña Agripina y Hortensia. Además, él mismo, fue
con un prestigioso sastre para que le hiciera un traje a la
medida con el que pretendía disimular su enjuto cuerpo y su
desgarbado andar.
Doña Agripina le llamó reiteradamente la atención a
Hortensia:
—¡Tate quieta chacha! ¿No ves que se te cain las flores
del pelo?

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—¡Ay Ma! ¡No hables así!, así hablan en el rancho ¡Ni se


te ocurra abrir la boca si te preguntan algo!, eso déjamelo a
mí, porque si no… ¡Me vas a dejar en vergüenza!
Don Artemio con una mirada dura reprendió a su hija:
—¡Chacha malagraecida! ¡Cómo le dice eso a su madre!,
mejor cállisi la boca antes que se la revire con un chingada-
zo! ¡No me amuine, que se me va a subir la’zúcar!
—¡Ya! ¡Ya, Viejo!, no le haga caso a la mocosa y vámo-
nos que se hace tarde. —intervino doña Agripina, quien
enrolló su elegante rebozo de hilo de seda en su esquelético
cuerpo y tomó su bolso dirigiéndose a la puerta.
Ya había pasado la “hora del mosquito”. La brisa húmeda
que presagiaba tormenta, arrastraba desde el río Papaloapan
el aroma de las “huele de noche”, gardenias y rosales; per-
fumando con sutileza la oscuridad. De entre los nubarrones,
la luna se asomaba tímidamente reflejando su luz. Parecía
ser preludio de amor para Hortensia, quien caminaba presu-
rosa hacia el encuentro mágico con el destino; el mismo que
se entretejía ya en las sombras, detrás de los pilares de una
de las casonas aledañas al sitio del evento. Doña Agripina
caminaba con dificultad, equilibrándose en los “chinos” del
camino empedrado con sus zapatillas nuevas. De cuando en
cuando emitía un pequeño gemido para después exclamar:
—¡Cómo me duele el callo del dedo chiquito!
—¡Te dije mujer que no te compraras esos zapatos tan
altos chingao! ¡Tú no stás acostumbrada a usar eso en las
patas! —La reprendió don Artemio.
—¡Ay viejo!, no me diga eso ¿no ves qui así se ve uno
más elegante?
— mmmmm —Fue la sucinta respuesta del ganadero.
—¡Ahí vienen!, ¡Ahí vienen!

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Teresita Islas

En la oscurana, tres hombres con sombrero, permane-


cían agazapados, esperando pacientemente la llegada de don
Artemio Morteo y su familia. Palabras llenas de envidia y
coraje salieron de la boca de uno de ellos:
—¡Se le hizo al desgraciao! Quien sabe a quién com-
pró…, ora si se siente de “alcurnia” míralo nomás… ¡Parece
paloma! quien lo vi’era visto con las patas “curtidas” de
caminar en el lodo. ¡Ah!…, y mira a la maldita bruja de
Agripina que se ganaba unos mugres centavos como yerbe-
ra, ni caminar puede ¡Mírala! Parece pollo quemado. Pero…
¡Les va a durar poco el gusto!
—El otro respondió con la misma ponzoña:
—De que les va durar poco el gusto, les va a durar muy
poco…, mira la Hortensia se va repentir de haberme despre-
cia’o, ya se me hace agua la boca nomás de verla.
— Shshshshs ¡Bajen la voz, que se acercan!
El casino tlacotalpeño se encontraba ubicado en el
segundo piso de un antiguo caserón y el acceso al mismo
se encontraba en la parte frontal directo al corredor frente
a la calle. Don Artemio se acercó titubeante a la puerta del
recinto. Varias personas los recibieron, buscó entre su saco
la invitación que apresuradamente extendió con orgulloso
gesto; mientras se arreglaba la corbata. Se sentía incómo-
do y trataba de disimular el nerviosismo de su propio debut
en sociedad. Les permitieron el paso. Hortensia se notaba
ansiosa e impaciente, su bello rostro estaba iluminado por
una sonrisa de plena satisfacción. Subieron la larga escali-
nata sujetándose del exquisito barandal tallado en madera
de cedro. Se sentían raros al pisar la alfombra que cubría la
escalera. Doña Agripina le dio un codazo a su marido y en
voz baja le pidió:

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—¡Viejo!, así cómprame una d’estas pa’ la sala, en color


rojo se ve rete chula.
Don Artemio solo carraspeó. Siguió subiendo y se detuvo
en la amplia puerta de entrada, flanqueada con sendos arre-
glos florales realzados por preciosos pedestales tallados en
madera. Del techo del salón pendían enormes candiles de
cristal que encumbraban el espacio, otorgándole majestuo-
sa solemnidad. Las mesas estaban distribuidas alrededor del
área destinada para bailar. Eran cerca de las nueve y media,
el salón estaba repleto. Cientos de escrutadoras miradas se
dirigieron hacia la puerta, algunas con desagrado y otras con
hipócrita cortesía. Don Artemio y su familia tomaron valor
y entraron. Ni un solo centímetro cuadrado de sus cuerpos
se dejaron de analizar en esos instantes. Algunos cuchichea-
ban, otros, desviaban la mirada por la envidia y algunos
más, como don Pedro Aguilera se acercaban a recibirlos,
mostrándoles el camino hacia su mesa. Todos sabían el por-
qué de su amabilidad. Don Pedro había invertido mal en los
negocios y estaba a punto de quebrar, así que un préstamo
de don Artemio no le vendría mal. También don Serafín De
la O Scheleske, se arrimó solícito, acompañado de su alto
y apuesto hijo Carlos Manuel quién tomó la mano de doña
Agripina y la llevó a sus labios, para después hacer lo mismo
con Hortensia. Esta se ruborizó ante el beneplácito de sus
padres.
Los sentaron en su misma mesa y mientras doña Amanda
Ahúja de De la O saludaba a los recién llegados, don
Artemio sin preocuparse de los modales tomó una silla y se
sentó. Movimiento que no pasó desapercibido por las mira-
das inquisidoras, quienes negaban con la cabeza en señal de
desaprobación. Carlos Manuel, al darse cuenta del impropio

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Teresita Islas

gesto, retiró las sillas para las damas, haciendo alarde de su


esmerada educación.
Al igual que don Pedro Aguilera, don Serafín De la O
pasaba por tiempos difíciles; por consiguiente, pensaba
reponerse de su desfalco económico con un ventajoso casa-
miento. Su hijo estaba más que dispuesto a hacer el “sacri-
ficio” pues estaba profundamente enamorado de Hortensia
y deseaba ser correspondido. Para lograr su cometido, con-
taba con su ilustrísimo apellido el cual vendría a cimentar
la posición de don Artemio en la recalcitrante sociedad
tlacotalpeña.
La noche era joven y los meseros empezaron a distribuir
los aperitivos entre los invitados, don Artemio tomó la ser-
villeta de tela y la colocó en su cuello. Su mujer echó un
vistazo a los demás comensales y rápidamente reprendió a
su marido en voz baja:
—¡Quítate el trapo del pescuezo! ¡Fíjate! No tas viendo
que ¡Nadie se lo pone!
Don Artemio obedeció y se empinó de un solo golpe el
dulce aperitivo que le ofrecieron. Hortensia, embobada con
el lujo del salón y los ojos de Carlos Manuel que se encon-
traba sentado a su lado; no percibía absolutamente nada del
comportamiento de su padre.
La orquesta comenzó a tocar un vals de Johann Strauss
y la cena dio comienzo. Los distintos y exquisitos platillos
que sirvieron fueron degustados con suma rapidez por don
Artemio y doña Agripina quienes a todo daban su aproba-
ción. Don Artemio además, apuraba una a una, las copas
de vino que apenas terminaba, eran llenadas por el atento
mesero quien daba por hecho una jugosa propina al final.
Comenzó el baile y doña Agripina otorgó su consenti-
miento para que Hortensia bailara con Carlos Manuel. Éste,

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Cascabel

ofreciendo su brazo, la acompañó hacia el centro del recin-


to. Tomándola con elegancia y decoro con dos dedos en la
pequeña cintura; la guiaba con agilidad en el arte de la danza.
Hortensia había aprendido a bailar con sus primas y lo hacía
muy bien. En esos momentos palpaba las atentas miradas
de todos los invitados. Se llenó de electrizante nerviosismo
y emoción que lejos de cohibirla; la elevaron para que con
gracia y soltura revoloteara como mariposa en primavera
por todo el amplio salón. Numerosas mujeres envidiaron la
compañía, el vestido, las joyas y está de más decir, que al
joven le sucedió lo mismo. Como siempre, en estas cuestio-
nes hubo apuestas sobre el futuro de los jóvenes.
La música parecía bajada del cielo para los enamorados
y la pareja cada vez se sentía más engolosinada. Uno y otro
podían escuchar el latido de sus corazones, respiraban entre-
cortadamente al compás de la danza y Hortensia entreabría
sus labios para tomar aire. Varias veces se mojó los mismos
pasándose la lengua en un acto de excitación nerviosa difícil
de ocultar. Carlos Manuel ante tal acción reaccionó acer-
cándola más hacia su ancho pecho, sus sentidos se encon-
traban receptivos y alertas. Carlos Manuel sintiendo que era
el momento propicio y escogiendo con cuidado sus palabras
susurró al oído de Hortensia:
— No me hagas sufrir más, Ángel mío, dime que también
me amas como yo a ti…
Las palabras del enamorado penetraron en lo más profun-
do de Hortensia y aunque ya las había escuchado de otros
labios en numerosas ocasiones, ahora le sonaban distintas,
pues antes carecían del marco en que ahora fueron dichas;
entre tanto lujo y suntuosidad.
¡Todo! Absolutamente todo, era perfecto para ella; bai-
laba entre nubes de algodón de azúcar y Carlos Manuel

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Teresita Islas

enfundado en su elegante y fino traje le parecía el hombre


más atractivo de la tierra. Decidiendo por fin, que había
encontrado al amor de su vida, el corazón de Hortensia se
abrió como una flor para recibir los primeros rayos de luz.
Alzó su rostro y parpadeando sus largas pestañas fijó la
mirada en el apuesto rostro del joven que la miraba embele-
sado y con su boquita temblorosa respondió:
—Yo…., también…, te amo.
Carlos Manuel hizo un enorme esfuerzo para no cargarla
entre sus fuertes brazos y darle vueltas en el salón. Sólo su
muy conservadora educación hizo que se contuviera, pero
esta vez la tomó más cerca de lo permitido, lo que no pasó
inadvertido para los presentes. Además, el solo hecho de que
bailaran dos piezas seguidas, indicaba y se daba por sentado
la preferencia de la dama hacia el caballero de su elección.
Hortensia, feliz, bailaba y disfrutaba sus quince abri-
les, tenía la sensación de estar volando, sentía el calor de
la mano de su amado en la cintura y de cuando en cuan-
do sus senos rozaban el pecho viril provocando en ella una
rara sofocación. Las nuevas sensaciones que la embargaban,
despertaban a la mujer y la mantenían presa en un hormi-
gueante calor y abandono; el mismo que se reflejaba en sus
mejillas arreboladas. Carlos Manuel se sentía exactamente
igual, pues respiraba con dificultad delatando el fuego inte-
rior difícil de apagar.
En la mesa, sentados, los padres de Carlos Manuel obser-
vaban complacidos la escena, sin embargo, doña Agripina se
encontraba en otra dimensión. Ni siquiera se daba cuenta de
lo que ocurría pues su atención estaba puesta en la cantidad
de licor que su marido estaba ingiriendo. Intentando disi-
mular su contrariedad y preocupación, cada media hora se
acercaba al oído de su esposo para advertirle:

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Cascabel

—¡Artemio! Se te están pasando las copas ¡La gente se


va a dar cuenta que te estas emborrachando!
—¡Déjate de chingaderas, vieja! esto que ves que me sir-
ven, es: ¡Puritito whisky!, y ¡No voy a ser tan pendejo que
no voy a aprovechar! ¡Acuérdate cuánto costó cada entrada!
Doña Agripina estaba muy mortificada, nerviosa se
soplaba con su fino abanico sevillano. Doña Amanda Ahuja
de De la O, le sonreía desde el otro lado de la mesa, esta-
ba totalmente relajada y feliz. Había recibido ya la señal
convenida entre ella y su hijo para avisarle que la “paloma
había caído”. El beneplácito se reflejaba en su rostro y en su
relajado cuerpo. Un profundo alivio y descanso la recorrió
entera y hasta se permitió tomarse una copita de vino para
celebrar. La angustia y desesperación contenidas durante
tantas noches se desahogaron en ese instante. Creía que el
cielo por fin había escuchado sus plegarias y que la Virgen
de la Candelaria le había hecho el milagro de librarlos de
su eminente ruina. Ya habían agotado todos sus recursos y
ésta era la última esperanza para conseguir el dinero necesa-
rio para evitar la quiebra. En los últimos meses habían vis-
to desaparecer una a una sus propiedades; todo con el fin
de salvar la fábrica de chocolate que había pertenecido por
generaciones a los De la O. Se estremeció al recordar que
sobre el escritorio de don Serafín; se acumulaban el montón
de cuentas por pagar. Algunas de las mismas habían sido
garantizadas con su hermosa y antigua casa en Tlacotalpan;
ya que el banco se negaba a prestarles un quinto más. Ahora,
todo sería diferente, pues al anunciarse el compromiso de
su hijo con Hortensia, los acreedores de inmediato les pos-
tergarían el plazo para liquidar las deudas. Solo había que
esperar el tiempo prudente para pedir la mano de Hortensia
y fijar qué propiedades pasarían al poder de los “De la O”.

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Teresita Islas

Don Pedro hacía también su parte dándole coba a Artemio


y alabando su buen gusto por la ropa y por sus atinadas deci-
siones en los negocios. Brindaba continuamente por lo más
insignificante, de esa manera lograba que Artemio “empu-
jara hasta el fondo” la copa de whisky importado que se
servía siempre en el casino.
Exhaustos de bailar: Hortensia y Carlos Manuel se senta-
ron por fin en la mesa. Doña Agripina se arrimó a Hortensia
y quedito le dijo:
—Hortensia tu A’pá ya está muy toma’o, si no nos lo
llevamos orita; no va a poder ni caminar y mañana todo el
pueblo lo va a saber. ¡Seremos la burla! Ayúdame a conven-
cerlo para irnos.
Hortensia, disgustada por el giro de los acontecimientos,
admitió que no les quedaba más remedio que irse, por lo que
de inmediato se “enfermó”:
—¡Papacito! ¿Nos podemos ir ya? ¡Me duele mucho la
cabeza!
¡Artemio! ¿No oíste? A la niña le duele mucho la cabeza
¡Debemos irnos de inmediato!
Añadió doña Agripina. A Carlos Manuel tampoco le
hizo gracia la repentina decisión pero estaba claro que era
lo mejor. Don Serafín le guiñó un ojo a su hijo. Artemio
se levantó intentando disimular su estado de embriaguez.
Se despidieron con muchas sonrisas y palabras cargadas de
miel, prometiéndose ambas partes visitas de cortesía.
Salieron hacia la noche húmeda y un ligero viento de
agua los estremeció. La luna apenas se asomaba de entre
los nubarrones que presagiaban tormenta. Don Artemio, al
sentir el golpe del aire en el rostro, tuvo que abrazarse a su
mujer para no perder el equilibrio, pues un espantoso mareo
lo hizo dar unos traspiés. Doña Agripina estaba furiosa:

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Cascabel

—¡Mira nomás! ¡Quien vino a “cagar la reata”! Falta


que alguien nos vea y mañana digan ¡Que te caíste de borra-
cho!, ayúdame Hortensia sujeta a tu A’pá del brazo.
—Sí, mamá —respondió Hortensia quien aún no se baja-
ba de su nube. Ambas mujeres, ensimismadas en sus pen-
samientos y en el esfuerzo de sostener a don Artemio, no
percibieron que tres figuras los seguían de cerca, uno de
ellos clavó sus ojillos sobre Hortensia y musitó:
—¡Ora sí!, ¡Desgraciada! Te llegó tu hora ¡Quiero ver
cómo te ríes de mí!
—¡Tranquilo Polo! To’vía no eg momento, pérate que
den guelta a la calle —respondió su hermano Cayetano.
—¡Voy por los caballos! Los espero más alante, luego
luego me verán.
El tercer hombre, Ramiro González, amigo de los her-
manos Cayetano y Apolinar Mendoza y cómplice también
de todas sus fechorías, sonriendo se apresuró a cumplir con
su parte, disfrutando de antemano el acto tan ruin que iban
a cometer.
Artemio Morteo se dejaba llevar por su esposa y su hija.
Arrastraba los pies y su cabeza colgaba sobre su pecho.
Perdido en su borrachera, no pudo darse cuenta de lo que
ocurrió después.
Hortensia sostenía a su padre por el brazo, sentía que sus
pies no tocaban el piso. En su mente estaba fija la imagen de
su recién descubierto amor, podía aún escuchar la voz grave
y aterciopelada de su amado Carlos Manuel susurrando a
su oído palabras llenas de amor y ternura. Un largo suspiro
escapó de sus labios, se imaginaba ya en un hermoso vesti-
do de novia. Sus pensamientos seguían ocupados, mientras
avanzaba con dificultad por el peso de su padre. De pron-
to el ambiente se tornó incierto y la luna se escondió por

25
Teresita Islas

completo. Era como si los demonios del infierno se hubieran


desatado: el aire comenzó a soplar con rachas violentas. Los
vestidos de las mujeres se levantaban como papalotes y una
descarga eléctrica cimbró el suelo del poblado.
Hortensia levantó su rostro y unas pequeñas gotas la
refrescaron. Antes de poder decir nada, una amenazante figu-
ra surgió detrás de ella y con exagerada brutalidad la arrancó
del brazo de su padre. La sujetó fuertemente por la cintu-
ra abarcando sus dos brazos a fin de impedir que escapara,
mientras, una tosca y callosa mano le cubría la boca. Doña
Agripina sintió lo mismo. Don Artemio fue a parar al suelo.
Un golpe seco se escuchó sobre el empedrado. El hombre
inconsciente por la embriaguez y la caída no se movía. La
señora se enfrascó en violento forcejeo con su atacante, veía
con impotencia a un jinete que se acercaba a todo galope con
dos caballos. El hombre que sujetaba a su hija, cuyo rostro
estaba cubierto por un pañuelo, se montó en el corcel y de
un jalón encaramó a Hortensia a la bestia. Doña Agripina se
sintió por fin liberada y comenzó a gritar:
—¡Ayúdenme! ¡Auxilio! ¡Socorro! ¡Mi hija! ¡Se la
roban! ¡Desgraciados, déjenla!
Su voz se perdió entre el estrepitoso rayo que cayó en
esos instantes. Nadie la escuchó. Era como si la naturaleza
se hubiera hecho cómplice de los malhechores solazándose
de su desgracia y para confirmar su implicación soltaba tre-
mendo aguacero.
—¡Mamaaaaaá! ¡Papaaaaaaá! ¡Suélteme maldito, Au-
xilio!
Hortensia gritaba y se retorcía impidiendo al hombre aci-
catear al caballo. En ese momento sintió una senda bofetada
que le robó el aliento. Sin ningún miramiento el hombre le
advirtió:

26
Cascabel

—¡Quieta o te doy otra!, —Espoleando con fuerza al


caballo, se escuchó el zumbido del guatimé en los flancos
del animal quien arremetió en loca carrera hacia las afueras
de Tlacotalpan seguido por los otros dos compinches.
Doña Agripina corrió detrás de los caballos, se le dobló
un tobillo y cayó de bruces; el agua escurría por su deses-
perado rostro, mas su esfuerzo resultó inútil. Exhausta, de
rodillas en el suelo, lanzaba desgarradores lamentos mien-
tras escuchaba los gritos de Hortensia perderse en la lejanía.
La tormenta se desató con toda su fuerza. Las luces de las
casas comenzaron a encenderse…
La cabeza de la silla se clavaba en su abdomen, estaba
completamente empapada, su peinado estaba deshecho y el
cabello le caía en el rostro, los brazos del hombre la man-
tenían prisionera. Trató de conocer a su atacante, pero éste
aún llevaba puesto el paliacate, solo podía oler el agrio sudor
que emanaba de su cuerpo, pensó que se desmayaría. Poco a
poco aminoraron la carrera hasta continuar a trote, el horri-
ble zangoloteo, no le causó ningún alivió. Había dejado de
llover. Durante unos terribles momentos deseó morir antes
que sufrir el ultraje, pero no pudo soltarse y ahora con infi-
nita angustia esperaba lo peor.
Se acercaron a una vereda penetrando en la vasta vegeta-
ción. Ahí se apearon y con rudeza innecesaria la jalonearon
hacia abajo. Su precioso vestido se atoró en uno de los estri-
bos de la montura rasgándose, las rodillas no la sostuvieron
y cayó sobre la hierba mojada. Sintió el lodo en sus manos.
El mismo hombre que la hiciera prisionera la cargó y la llevó
hasta la orilla del río, donde una lancha de motor los espe-
raba; sin delicadeza la hicieron abordar la embarcación, lan-
zándola sobre el duro asiento de madera. Después el hombre
se acomodó junto a ella, mientras, el otro soltaba la amarra

27
Teresita Islas

y encendía el motor. Hortensia no veía casi nada. El tercer


asaltante se quedó en la orilla para encargarse de los sudados
caballos. No hablaron entre ellos pues seguramente tenían
todo muy bien planeado. La bestia a quien ahora empezaba a
reconocer la estrechó hacía sí, sujetándola fuertemente, para
impedir quizás que ella saltara al río. Desalentada comenzó
a llorar al darse cuenta que entre más tiempo transcurría,
menos posibilidades tenía de que alguien la rescatara, pues
se alejaban cada vez más de la orilla y de todo lo que ella
amaba.
Los vecinos se aglomeraron alrededor de doña Agripina.
Doña Fallita de la Cruz corrió con el alcohol y le soplaba
con un abanico de palma. Otros trataban de reanimar a don
Artemio. Entre varios lo levantaron y con cuidado lo carga-
ron hasta su casa, que estaba a tan solo unos metros de don-
de había caído. Ayudaron a levantar a doña Agripina quien
gritaba pidiendo que avisaran a la autoridad para que resca-
taran a su niña. Los sirvientes se levantaron al escuchar el
alboroto y la acomodaron en su cama; para tranquilizarla, le
ofrecieron té de tila que ya la criada había hecho con suma
rapidez, además de compresas calientes para su tobillo que
se encontraba grotescamente hinchado. El barrio completo
estaba levantado y alguien había avisado ya al presidente
municipal y hasta habían ido al casino para comunicar la
terrible noticia, que cayó como balde de agua fría sobre
Carlos Manuel y su familia. El primer impulso del joven
fue ir tras de su amada Hortensia, pero el fuerte brazo de su
padre se lo impidió, arrimándose a su oído le aseguró:
—Ya nada puedes hacer, el honor de ella ha sido man-
chado; no sabes a quien te enfrentas y… ¡No permitiré que
cargues con la deshonra!

28
Cascabel

La suerte de Hortensia ya había sido echada desde el


momento del rapto, su secuestrador lo sabía, no había nada
que hacer, sólo esperar que tuviera la decencia de casarse
con ella y no abandonarla como a tantas otras, quedando
marcadas para siempre.
Agotada de tanto llorar, la infeliz muchacha no supo cuan-
do se quedó dormida. Unos brazos la aprisionaban. Abrió
sus ojos. Por un momento pensó que todo había sido una
espantosa pesadilla. La luz del amanecer iluminó el angos-
to arroyo y toda una gama de colores surgieron de entre el
follaje que los cubría como si fuera una cueva. Hortensia
de reojo vio al hombre que la sujetaba, se sobrecogió por la
angustia y repulsión al reconocer a Apolinar Mendoza uno
de los tantos pretendientes que había tenido. Recordó muy
bien que en más de una ocasión, ella lo había despreciado,
pero la última vez, lo había humillado delante de sus amigas
y de todo el pueblo.
—¿Cómo cree que me fijaría en usted? ¿No se ha visto en
un espejo? ¿No se da cuenta que me da asco? —Con orgullo
Hortensia volvió el rostro hacia sus amigas y les dijo:
—¡Semejante indio apestoso! ¿Qué se cree?
Apolinar Mendoza orgulloso hijo de cacique sintió en
esos momentos que mil puñaladas se clavaban en su rostro
al escuchar el estallido de carcajadas a su alrededor. Con
furia contenida profirió una maldición y lanzó a Hortensia
una amenaza, la que sin duda prometía cumplir. Espoleó a
su caballo y salió como alma que lleva el diablo embistien-
do la noche.
Fueron las palabras de Hortensia, que dichas con despre-
cio y burla, las que marcaron su negro destino.
No lo había vuelto a ver. Dentro de su confundido cere-
bro logró discernir e imaginar todo el trabajo que Apolinar

29
Teresita Islas

se había tomado para planear meticulosamente el asqueroso


y brutal secuestro y cuántas noches creyéndose ella a salvo,
paseaba por el parque sin saber que bajo el resguardo de la
oscuridad; los ojos inyectados de odio de Apolinar, espe-
raban pacientemente el momento propicio para arrancarla
del hogar que tanto amaba. Ahora nada sería igual, habían
pasado varias horas y cada vez se alejaba más de su libertad
y del amor de Carlos Manuel.
Un espantoso dolor la sofocaba y le abarcaba todo el
pecho impidiéndole respirar; su boca seca la sentía como un
cartón. Ahora conocía a qué sabía el miedo.
Arrimaron el bote a la orilla y fue arrastrada fuera de la
embarcación. Sus piernas entumidas se negaban a sostener-
la. Como pequeños pedazos de una película cortada, logró
visualizar una antigua casa con techo de teja enclavada entre
la espesura del monte. Los dedos de Apolinar se clavaban
sin piedad en su brazo de donde era jalada con brusquedad.
Entraron a la casa y luego de atravesar varias habitaciones,
llegaron a una. Apolinar cerró con violencia la puerta y antes
de oler el colchón viejo y húmedo, recibió de anticipo a su
tormento un bofetón propinado por su agresor que le dejó
ardiendo el rostro. Comenzó a llorar y a gritar con exacer-
bada angustia, temía que lo peor estaba por comenzar; y así
fue…, no hubo para ella ternura ni amor al arrebatarle su ino-
cencia, más bien fue un bestial desparramo de odio y furia.
Fue tratada peor que una prostituta y en los siguientes días
la obligaron a trabajar como cualquier sirvienta. Cuando se
acercaba la noche comenzaba a temblar. De nada servían sus
lágrimas y súplicas, Apolinar se jactaba de doblegar su orgu-
llo. Hortensia, acostumbrada a que todo le sirvieran, ahora
tenía que echar tortillas y soportar las reprimendas y azotes
del que ahora era su dueño.

30
Cascabel

Pasaron algunos días antes que los padres de Hortensia


conocieran su paradero, aunque, después, se enteraron que ya
mucha gente sabía de las intenciones de Apolinar Mendoza.
Don Chendo Rojas aseguró que en varias ocasiones, estando
borracho en la cantina de Tobías; Apolinar había amenazado
con hacerle pagar a Hortensia el haberlo despreciado.
Don Artemio maldecía a la gente por no haberlo puesto
sobre aviso. Su rabia y desesperación la desahogaba en la
botella de tequila que tenía siempre en la mesa desde que
ocurrió el cobarde ataque.
Como siempre, el rapto de Hortensia dio nacimiento a
gran número de chismes: “Qué si Hortensia ya estaba de
acuerdo”, “Qué si ella se lo había buscado por ser tan altiva
y orgullosa” o lo peor: “Qué don Artemio la había vendido,
porque don Chico Mendoza tenía más dinero que él”. Hubo
apuestas de si don Artemio doblaría las manos ante el poder
de los Mendoza, o bien siendo la única hija, quizás se arries-
garía a quitársela a Apolinar para después irse a la capital
para ocultar la deshonra, como muchas familias hacían. Los
Jaraneros en los huapangos ya cantaban:
“Aguanieves se ha perdido
Su mama la anda buscando,
Quién la ha visto por ahí
quién la ha visto por ahí
Aguanieve o lloviznando.”
Hortensia llora muy triste,
no sabe cómo volver
Se la han robado temprano
Se la han robado temprano
Y ha visto el amanecer.

31
Teresita Islas

Don Artemio Morteo conocía muy bien a los hijos de don


Francisco Mendoza Castellanos y de doña Lucha Fuentes
Verdejo. Tan los conocía, que cuando era joven había traba-
jado un tiempo de mayoral de don “Chico”, sabía que eran
rancheros con dinero, orgullosos y soberbios. Además tenían
fama de tener ya en su haber algunas “calaveras”, por lo que
debía pensar muy bien qué camino tomar. Doña Agripina
estaba desconsolada desde el fatal día, no cesaba de llorar
y estaba en riesgo de enfermarse. Un sonido en la puerta lo
distrajo de sus pensamientos y la sirvienta entró apresurada:
—Don Artemio, lo busca un señor, dice que es Francisco
Mendoza.
Sin pensarlo se levantó urgido de la poltrona de su habi-
tación, corrió hacia la entrada de su casa, abrió la puerta y
se abalanzó sobre don Francisco, pero dos pares de manos le
impidieron siquiera tocarlo.
—¡Desgraciado! ¡Donde está mi ‘ja! —Con aparente cal-
ma el hombre le respondió:
—Mira Artemio, vengo en buen plan a llegar a un acuer-
do, pero si te ponej bruto: ¡Nomáj te dejo a la muchacha! Y
ahí la dejamoj…
Don Artemio inmediatamente se calmó, pues sabía de las
repercusiones que acarrearía su comportamiento en contra
de su hija. Algunas cortinas de las casas aledañas se movían,
obviamente la gente trataba disimuladamente de enterarse
que ocurría, pues ya todo Tlacotalpan había visto pasar a
don Francisco montado en brioso caballo, haciéndose acom-
pañar con media docena de caballerangos dispuestos a todo.
Por lo que don Artemio, dejando a un lado su dignidad,
respondió:
—Ta bien, hablemos dentro.

32
Cascabel

Don Francisco acompañado de dos de sus hombres entra-


ron a la casa de don Artemio, el resto esperó afuera. Sin
tapujos y sin esperar invitación a sentarse, don Francisco le
soltó:
— Pues “palo da’o ni Dios lo quita”, mi hijo tiene por
mujer a Hortensia; se encaprichó con ella y en eso yo no
tuve na’que ver. Pero pa’que veas que soy hombre de ley
vengo a lavar la honra de tu hija y a proponerte que los case-
mos cuanto antes; como sabes, los Mendoza tenemos con
qué responder y nomás que digas se hacen los arreglos.
Artemio sentía que la sangre le hervía de imaginar a su
preciosa hija en manos del asqueroso Apolinar, pero, por
otro lado, sabía que después de lo ocurrido; ningún buen
partido se acercaría jamás a ella. Lo único que podía hacer
era dar su consentimiento para que se casaran cuanto antes.
Tampoco quería que su hija cargara con algún bastardo de
esa obligada unión. Así que con todo el dolor de su corazón
asintió con la cabeza:
—Solo una cosa más… deja que Hortensia venga des-
pués de casarse a ver a su madre, mi mujer está muy enfer-
ma. Necesita despedirse de ella.
Don Francisco a su vez prometió:
—Nada le faltará a tu hija y se hará como dices.—dicho
esto, dio la media vuelta y salió.

No respiro y sin embargo


entra el aire por mis fosas,
no más perfume de rosas,
hoy bebo el cáliz amargo.
Sumida en este letargo
sin sentir la primavera,
cansada estoy de la espera

33
Teresita Islas

y es inmenso mi quebranto:
que basta y sobra mi llanto
¡Para inundar mi trinchera!

34
Capítulo II
La Ordeña

Empieza el “conticinio” y la solemne calma invade la tibia


noche del llano. Ángeles y demonios pactan unos segundos
de tregua y todo se detiene. Se acerca la duermevela y es
el instante que Dios otorga a los muertos para entrelazarse
en los sueños de los vivos y compartir las angustias que les
impiden descansar. Es cuando los ojos cerrados vislumbran
esferas inconscientes y púrpuras que van más allá de nues-
tros sentidos y que elevan al espíritu hacia remotos paisajes
en otros tiempos y espacios, en donde alguna vez habitamos
enfundados en otros cuerpos. De entre el nebuloso y apa-
cible abandono, se escucha el solitario canto de un gallo y
como una avasallante ola, la naturaleza cobra vida. El mugir
del ganado que se acerca hacia el corral de la ordeña es el
primer indicio del comienzo de la dura faena.
Las vacas con sus ubres atestadas de leche se acercan
ansiosas por el descanso que les da la ordeña, pero sólo si
es satisfecho primero; el instinto maternal de procurar el ali-
mento a su cría. Los becerros braman respondiendo al lla-
mado de su madre. Son las cinco de la mañana, el rugido de
un motor de ocho cilindros se escucha a lo lejos; detrás de la
curva por el camino real aparece una camioneta levantando
una espesa nube de polvo. Al estacionarse, una veintena de
hombres saltan de la batea y apresuradamente se dirigen al

37
Teresita Islas

enorme cobertizo hecho de madera y palma, donde yacen


colgados en clavos: los bancos de ordeña, rejos, maneas,
cubetas y perolas, artículos indispensables para la ordeña.
Debajo del mismo se encuentra estacionado un viejo carre-
tón y a un lado sobre un potro de madera; descansan varias
sillas de montar acompañadas de sus respectivas franelas
y caronas. El tapanco del rústico cobertizo deja ver entre
sus tablas las tarpalas, tuzas y cava-hoyos. Cada uno de los
fuertes pilares de la construcción es utilizado para amarrar
a los becerros durante la ordeña. Junto a ésta se encuentran
los chiqueros donde yacen amontonados y bramantes a la
espera de su madre. Más allá, una bodega de madera alberga
más utensilios de labranza, así como reatas de lazar, frenos,
cabestreras, medicamentos para el ganado, galones con fer-
tilizante y herbicidas.
“La Mariposa” ansiosa por amamantar a su cría, emite un
fuerte mugido llamando la atención del vaquero quien cono-
ciendo que está recién parida, se apresura con el “rejo” en
la mano a coger su becerro; el lazo acierta en el cuello y lo
jala hacia el bramadero cerrando de golpe el corral. Ni tardo
ni perezoso el pequeño se pega a la ubre chupando deses-
perado, la vaca permanece quieta. El vaquero aprovecha el
momento y con una “manea” ata con destreza las patas tra-
seras del animal; con la mano quita de amamantar al becerro
para que succione las demás chiches, dejándolas listas para
la ordeña, lo ata junto a su madre. Ésta voltea con recelo y el
vaquero no la pierde de vista, si hace el intento de patear o
embestir, tendrá que “pegarla” por los cuernos al bramade-
ro. El ordeñador permanece atento, mientras, toma el balde
para empezar a ordeñar; lleva atado a la cadera un banco que
consiste en una pequeña tabla con una sola pata que sirve de
apoyo al momento de acuclillarse, con ambas manos sujeta

38
Cascabel

un par de chiches y en acompasado masajeo hace fluir en


pequeños chorros a presión la blanca y tibia leche, formando
ésta una apetitosa espuma. Repite la acción con las otras dos
chiches, dejando como siempre un poco para la cría. Tras
vaciar el balde en las perolas, suelta a la vaca y a su vástago,
comenzando todo el proceso con otro rumiante.
Los mugidos del ganado, los ladridos de los perros auna-
dos a los gritos de los vaqueros que arrean a las vacas que
se han quedado rezagadas; se escuchan como un gran coro
al despuntar las siete y media de la mañana. Los mozos se
apresuran a lavar los chiqueros y a recoger con una pala el
excremento diseminado en el cobertizo; mientras, otros,
lavan los baldes que ya se han desocupado y le dan de comer
a los puercos, aún no ha concluido la ordeña y pronto llegará
la camioneta que recoge la leche.
Una solitaria y esbelta figura se encuentra frente a la hile-
ra de perolas que se han ido acumulando durante la ordeña,
su estrecho pantalón vaquero marca los músculos de sus lar-
gas y fuertes piernas. Viste una camisa a cuadros de manga
larga, cubriendo sus anchos hombros y su tostada piel. El
sombrero de palma de ”cuatro pedradas” deja escapar unos
negros mechones rizados de su cabeza, usa un delgado bigo-
te muy bien recortado. De cuando en cuando, limpia con el
dorso de su mano el sudor que resbala por sus sienes. Su
tez blanca apiñonada por el sol muestra la sombra de una
barba sin rasurar. Los profundos y grandes ojos del hombre
están enmarcados por unas espesas y bien delineadas cejas.
Su postura refleja un estado de alerta controlada y aunque en
apariencia parece buen mozo; el recto perfil de su nariz y su
sensual labio inferior delatan firmeza en el carácter. Extraña
mezcla de nobleza y fuerza que a veces se confunde con la
necedad y la testarudez. Parecía mayor de sus 29 años quizás

39
Teresita Islas

por su personalidad seria y su formal trato. Poseía ingenio


y una sutileza audaz, que lo hacían merecedor de tomar en
cuenta en decisiones de mayor relieve.
Doña Hortensia se enorgullecía de su vástago, interna-
mente agradecía al altísimo que su querido hijo no hubiera
heredado en absoluto los rasgos fisonómicos del que era su
padre, aunque algunos gestos, especialmente cuando se sen-
tía molesto, le recordaban al cruel y despiadado Apolinar de
aquella lejana noche de su ultraje. Arnulfo, el primogénito de
don Apolinar y Hortensia había nacido después de casi cinco
años de espera, las malas lenguas decían que Hortensia no
podía concebir por el odio que le tenía a su marido y que pre-
tendía no darle un hijo con el fin de que la dejara en libertad.
También se decía que doña Agripina la madre de Hortensia
que había sido por años curandera le había dado la receta de
un té que ésta ingería por temporadas para no embarazarse.
Doña Lucha la madre de Apolinar decidió tomar cartas en el
asunto cuando descubrió, que el enorme árbol de cedro que
crecía junto a la casa se encontraba lastimado de su tronco.
Podía apreciarse las tajadas de madera que mes con mes le
robaban. Dicha cáscara de cedro era común que se emplea-
ra como abortivo natural, sin duda, alguien pretendía evi-
tar descendencia y no era difícil para ella adivinar quién.
En consecuencia, convenció a su esposo de cortar el enor-
me Titán. Hortensia cayó enferma por el coraje y aunque
Apolinar se opuso, doña Lucha lo convenció de mandarla
tan solo dos semanas a Tlacotalpan bajo el cuidado de su
madre para que se le pasara el berrinche. Hortensia regre-
só más resignada y después de un tiempo, milagrosamente
mostró signos de embarazo; con lo que el humor de toda la
familia mejoró. Aunque ella, por el contrario, entró de nuevo
en una profunda depresión, que desapareció milagrosamente

40
Cascabel

cuando cargó a su hijo en brazos. Por supuesto las habladu-


rías no cesaron pues el recién nacido no tenía en lo absoluto
ningún rasgo de los Mendoza. Si don Apolinar dudó o no, de
su mujer, de ningún modo lo manifestó pues su hombría y
orgullo estaban por encima de cualquier comadreo.
Desde pequeño a Arnulfo le enseñaron a ordeñar, lazar
y montar, tareas de suma importancia siendo el único hijo
varón. Sus tres hermanas pequeñas eran criadas para des-
empeñar las labores concernientes de una casa, así que al
pequeño lo traían los mayorales y su padre entre las zarzas,
los moscos y la faena, además asistía a la escuela.
Después de transcurrido el tiempo, el joven Arnulfo
había terminado la Universidad y con gran empeño había
iniciado una pequeña empresa que en unos cuantos años
había crecido, logrando por mérito propio, abrirse camino
solo. Situación que le hacía sentirse muy satisfecho. Arnulfo
había mantenido estrechos lazos afectivos con su abuelo
Artemio, quien al morir le heredó la totalidad de sus bie-
nes que incluían un rancho y algunas casas, desde entonces,
hubiera preferido seguir por su lado en cuanto a sus nego-
cios se refería, pero la repentina enfermedad cardiaca de don
Apolinar; hizo que acudiera al llamado de su abuela paterna
doña Lucha. Ésta le había suplicado que apoyara a su padre,
que en su terquedad, hacía caso omiso de las indicaciones
de los doctores. Arnulfo realizaba en el rancho mayormente
trabajo de administración teniendo que delegar a menudo
a sus gerentes parte de sus funciones como dueño de una
prestigiosa cadena de negocios de agroquímicos, aunque en
ocasiones como ahora, disfrutaba como en antaño quedar-
se durante todo el proceso de la ordeña. Vigilante, cuidaba
que no ocurrieran incidentes que pusieran en riesgo la vida
de algún vaquero, por supuesto que administrativamente

41
Teresita Islas

pretendía que bajo su dirección se lograra maximizar la pro-


ducción de leche y carne en “El Cascabel” y en su rancho de
“Corral Nuevo”.
Esa mañana, ya relajado al acercarse el final de la faena,
tomó el vaso que le ofrecía uno de los vaqueros:
—¡Órale güero, pa’ que te pongas al tiro!
Arnulfo esbozó una sonrisa y le dio un trago al delicioso
toro de leche, bebida elaborada en las ordeñas con azúcar
y alcohol de caña cuya preparación se caracterizaba por la
abundante espuma de la leche caliente tomada directamente
de la ubre de la vaca, devolvió el vaso, que recorrió unas
cuantas bocas, dando nuevos bríos a la cansada gente.
Solo faltaban unas cuantas vacas, pero aun así no per-
día de vista los movimientos de aquella orquestal labor.
Recordaba las muchas historias de los vaqueros viejos sobre
los múltiples accidentes que ocurrían mientras se ordeña-
ba. En ese momento vinieron a su memoria las palabras de
su abuelo “Don Chico Mendoza”: “Las mujeres y las vacas
son iguales, a veces están tan rejegas, que no quieren que
uno se les arrime y otras veces están más que dispuestas,
es que les afectan los movimientos de la luna”. Una sonrisa
apareció en sus labios. ¡Por supuesto que no compartía la
opinión del abuelo! ¿A quién se le ocurría comparar a una
hermosa dama con una vaca! En lo personal, nunca había
tenido problema alguno en la conquista y seducción de una
bella mujer, sin embargo, bien decían que siempre había una
primera vez para todo, pues la que ahora ocupaba sus pensa-
mientos le provocaba un doloroso escozor en su entrepierna.
Su adorada Mariana era obstinada y firme en sus decisiones,
negándose a considerarlo como su prometido hasta no haber
terminado de estudiar su carrera.

42
Cascabel

El golpe del mosquitero de la puerta de la “casa grande”


lo sacó de sus cavilaciones. Observó su reloj, eran casi las
ocho de la mañana. El sol brillaba y dejaba caer sus rayos
con fuerza. El calor, moscas, mosquitos y tábanos harían
más pesado el trabajo de ese día y la posibilidad de que se
nublara era remota, pues ni una sola nube se vislumbraba en
el firmamento.
Don Apolinar sacó como acostumbraba su taburete y
tomándolo por el respaldo lo arrastró por la grava hasta llegar
al cobertizo de la “ordeña”. Estaba enfundado en su ridícula
vestimenta nocturna; que consistía en una pijama gris de fra-
nela a cuadros, bastante gastada y luida. Los pantalones que
hacían juego estaban sujetados por debajo de la protuberante
cintura con una carrillera vieja; pues el elástico de la cintura
ya había dado de sí. La camisa a medio abotonar, dejaba ver
un poco la grasa de las tetillas de su lampiño pecho; un gorro
de estambre con un adorno de bolita en la punta cubría los
erizados y gruesos cabellos que poseía. Parecía una grotesca
imitación de Santa Claus. Su corta estatura, la disimulaba
con unos botines a los cuales, les había mandado poner unas
“tapas dobles” llegando a medir el tacón cerca de diez cen-
tímetros y como toque final dentro de los botines introducía
las valencianas de la pijama para evitar que ésta se ensuciara
con el lodo y el excremento del ganado. Arnulfo, al verlo
acercarse, se dirigió a él y le comentó:
—Ya casi terminamos, voy a desayunar ―El joven entró
a la casa. Don Apolinar sólo asintió y continuó arrastrando
la pequeña silla. Con calma se sentó cerca del chiquero de
los becerros y entrecruzando sus cazcorvas piernas alzó la
voz para que todos lo escucharan:
—¡Chingadamadre!, ¡Bola de ignorantes! ¡Brutos, más
que la chingada!, pero como decía mi A’pá, que en paz

43
Teresita Islas

descanse — (se santigua) ―. “Conmigo no anda la perra,


porque la dejo amarrada”. Yo…, por eso no me confío de
nada ni de nadie; ¡Chingadamadre!, no pude dormir ano-
che..., de pensar…, que si mañana entra un temporal, de esos
que se vieron en el sesenta y nueve, cuando se ahogó tantí-
simo gana’o y a la gente se la llevó la chingada, ¡Me va a
cargar la madre! ¡No sé qué voy a hacer! ¡Este rancho se va
a pique!, los caminos se vuelven: ¡Ríos! ¿Cómo va a entrar
la camioneta de la Nestlé? ¿Cómo madre hago pa’ pagarles,
bola de huevones? ¿Qué voy a hacer sin dinero? ¡El gana’o
se va pa’bajo enseguida! Y qué decir de la comida, que se
escasea y se pone tan cara.
Sus ojillos brillaban como brazas y sus labios gruesos
parecían escupir las palabras:
—¡Ustedes!…, porque poco falta pa’que ladren, ¡Ya de
nación traen la brutalidá!
Nadie contestó una palabra, don Apolinar continuó sol-
tando sus descalabradas predicciones e insultos. Por la puerta
de la cocina de la casa “grande” salió una muchachita quien
llevaba entre sus manos un plato. Se notaba muy nerviosa
y se acercó tímidamente tratando de adivinar el momento
propicio para interrumpir. Con voz apagada, apenas audible,
dijo:
— Don Polo, dice doña Hortensia que aquí egtá su fruta…
Molesto por la interrupción de su monólogo, aceptó el
plato con las uvas previamente peladas y sin semillas y pro-
siguió con su fastidiosa verborrea:
—Dirán que me la paso acostado, pero aunque no me
vean trabajar con el cuerpo ¡Yo trabajo con la “cabeza”!
Al decirlo, se tocó repetidamente la sien con el dedo
índice de su mano. Después, tomó unas uvas saboreándo-
las delante de los cansados ordeñadores. Todo el mundo

44
Cascabel

permanecía mudo, trabajando apresuradamente para poder


escapar del lugar. Una vez más, el grito de don Apolinar se
dejó escuchar como un trueno:
—¡Hortensia! ¡Mándame un vaso de leche fría!
La chiquilla rápidamente corrió hacia la casa, mientras el
viejo esperaba a que su orden se cumpliera. Transcurrieron
algunos segundos y el lenguaraz persistió con su estúpida
retahíla:
—¡Yo por eso me preocupo todos los días y trabajo
muchísimo! …¡Caramba tan solo por eso, me merezco de
vez en cuando unas vacaciones! pero que va, nunca me las
he tomado… ¡Hortensia! ¡Mi leche! chingadamadre, ¡Esta
mujer tan bruta!
Nuevamente por la puerta apareció la chiquilla. Traía
un vaso con leche fría para el malhumorado cacique, quien
estuvo a punto de derramar el líquido al arrebatarlo de la
pequeña mano que se lo ofrecía:
—¡Trae acá bruta, no sirves para nada y todavía te tengo
que pagar!
Don Apolinar empujó el contenido completo del vaso,
como siempre lanzó su acostumbrado eructo, respiró pro-
fundamente y pasaron algunos instantes antes de que vol-
viera a hablar:
—Bueno… ¿qué le voy a hacer?…, tendré que capoteár-
melas, no en vano soy un Mendoza. —refirió con orgullo―.
¡Y como dijo “Maciste”!, el peluquero: ¡Que llueva!
(La expresión fue la respuesta del peluquero de
Tlacotalpan cuando algunos ganaderos se habían quejado
de las continuas lluvias que dañaban los cultivos, a lo que
“Maciste” opinó que a él no le importaba que lloviera pues
su trabajo era bajo techo y ganaba más cuando llovía).

45
Teresita Islas

Como si la leche hubiera contenido algún elíxir mágico


o elemento químico con propiedades para cambiar el esta-
do de ánimo; la furia y la frustración reflejadas en el rostro
de don Apolinar se volvieron en segundos serenidad y gozo
morboso. De pronto, sus ralas cejas que antes eran una sola,
se curvaron y el grueso bigote con restos de fruta formaron
algo que quería parecer una sonrisa. Los ojillos rasgados, se
apreciaban más grandes y la ancha y boluda nariz disminuyó
el tamaño de sus fosas nasales. Con la mirada fija en uno de
los vaqueros expresó con voz divertida:
—¡AAAH, RUFINO CHINGA’O!…. No cabe duda que
“Al perro más flaco le caen las pulgas”…. ¡COÑO! ¡Que te
engañó tu vieja! Hay un dicho que dice: “Al pie de la palma
cae el coyol”, ¡Cómo no te fijaste antes! ¡No ves que tu sue-
gra cuando era joven retozó como el mono y sus cadenas!
La descarada fascinación por humillar y burlarse de los
demás, despertó en Rufino sus instintos más negros pues con
una feroz mirada se mordió el labio y entre dientes logró
contestar:
—¡Eso no jué cierto!
Una sonrisa maquiavélica apareció en la cara del viejo,
su satisfacción no tenía límites al haber obtenido la res-
puesta que buscaba. El causar dolor y enojo era una de sus
especialidades. Rufino, con el balde a medio llenar y con
rabia contenida se paró y se alejó para vaciar la leche en la
perola. Aprovechando el momento, don Apolinar arremetió
con implacable sorna sin quitar el dedo de la llaga, intentó
bajar la voz, pero no lo suficiente; Rufino alcanzó a escuchar
cuando se dirigió a los demás ordeñadores, con un tono que
quería parecer gracioso:
—Dicen…, que a la Roberta la pusieron…. ¡Que hasta
pedía perdón! Chingao…, a mí no me crean nada, pero…,

46
Cascabel

“Donde el río suena, es que agua lleva”, pero ¡Qué pendejo


es Rufino! ¿Cómo se le ocurre dejar a su mujer pa’ irse lejos
a trabajar?
Se acomodó en la silla, cruzó la otra pierna y recitó unos
versos sabidos:*
Todo el hombre que se aleja
de su mujer a pasear,
trabajo le va a costar
hallarla como la deja,
sólo que sea muy formal
o que de a tiro ¡Esté vieja!

El que ama a mujer bonita,


para berrinches no gana,
todito se mortifica
y le sale la nuez vana,
y peor si la pobrecita
tiene la ¡Sangre liviana!
—Yo oí a mi A’pá decir que la mamá de Roberta, doña
Tina, estuvo con tío Bartolo — (se santigua) —. ¡Que Dios
lo tenga en su gloria!, estuvo con el primo de tío Bartolo: Tío
Serapio y… con su cuña’o… ¡También estuvo! Esa hembra
era: ¡Muy caliente! ¡Yo cuando agarro una mujer así ¡ama-
nece escaldada!

Sus risotadas parecían no contagiar a nadie y la respues-


ta era solo un tenso silencio. Rufino, prefirió apartarse del
lugar con la cabeza agachada y los hombros caídos. Don
Apolinar continuó recitando versos:
—Por más que uno de consejos ¡No se lo toman a bien!

* Versos que son del dominio público.

47
Teresita Islas

Oí una garza morena


*

darle consejo a una grulla,


me causa bastante pena
ver esa desgracia tuya,
no escarmientas en la ajena,
sino en la cabeza tuya.

Toda la mujer bonita


siempre tiene su mal modo,
se queja y hasta te grita
hace lo que el puerco en todo:
Que deja el agua clarita
por revolcarse en el lodo.
El dueño del Cascabel tomó más fruta del plato. Sus
malignos ojos recorrían a cada uno de los mozos de la orde-
ña y se preparaba cual león al acecho a saltar sobre su próxi-
ma víctima. Los hombres nerviosos ordeñaban rogándole a
Dios no ser el próximo blanco de sus burlas. Esta vez esco-
gió a Pedro Clara:
—¡EHGHH! PEDRO CLARA! ¿Cómo está tu Apá?
Tiene tiempo que no lo veo por estos rumbos. ¡Disculpa que
te pregunte y no me lo tomes a mal! Pero dicen: Que mero lo
agarran con un gana’o que se le perdió a Chucho Castillo…,
yo, la verdá no lo creo. Pero ya sabes…, la mentada gente
es muy chismosa.

—¡Esogh son chijmej, don Polo! Mi Apá ni egtaba aquí


cuando se perdió el gana’o, andaba allá por Punta de Arena
con mi tío Pagcual.

* Versos que son del dominio público

48
Cascabel

—¡Ah chingao! Yo nomás te decía por saber, pero si tú


dices que no es cierto, no es cierto. ¡Qué caray!
En esas tierras donde todavía se aplicaba la “Ley del
Talión”, todo era tan simple como apegarse a la expresión
representativa de dicha ley: “Ojo por ojo, diente por diente”.
En ese sentido las acusaciones de abigeato eran una cuestión
muy seria, pues se sabía que muchas muertes habían ocu-
rrido por abrir la boca un poco más de la cuenta. Así que
era habitual que nadie moviera un dedo para preservar la
vida del que cometiera dicha fechoría. “La regla” general
y entendida del campo llanero era matar sin compasión a
quien se encontrara en los hechos.
Don Apolinar no era una blanca paloma; se sabía de tras-
mano que contaba con un séquito de esbirros que hacían el
trabajo “sucio”, quedando siempre bien librado cuando sur-
gía algún problema. Además, tenía la “ley” de su lado. No en
vano “Don Chico Mendoza” había sido amigo del General
Vázquez prominente hacendado y político cuya amistad
continuaba otorgándoles a los Mendoza grandes beneficios.
Nadie se atrevía a contrariarlos bajo pena de tener que salir,
en el mejor de los casos, huyendo.
En el presente don Apolinar extrañaba sus incursiones en
esos alevosos menesteres, pues su hijo quien ahora estaba a
cargo no comulgaba con esas famosas “hazañas”.
Por fin el hombre terminó su plato de fruta. Con gesto
aburrido, se levantó y dirigiéndose a su casa; recitó un últi-
mo verso antes de ir a desayunar “Como Dios manda”:
Yo soy animal del monte
del llano Sotaventino,
cargo el polvo del camino
y la luz del horizonte,
no hay cuaco que me desmonte

49
Teresita Islas

por la tradición que sé,


no me quebranta la fe
ni la tormenta ni el rayo
porque arriendo mi caballo:
“Al Golpe del Guatimé”
La partida del patrón les dejó como siempre un mal sabor
de boca, resentimiento y un alivio profundo a los mozos de
ordeña.
Por qué el graznido del cuervo
es tan fuerte y resonante?
¿Por qué el acero punzante
se hunde sobre este ciervo?
¿Por qué mi espalda no yergo
y me hundo en mi fosa oscura
y anhelo la sepultura
al escuchar tus graznidos?
¡Pues son crueles rechinidos
de tu espantosa locura!

50
Capítulo III
La Bienvenida

El viaje a través de la costa, empezando en el puerto de


Veracruz, era en apariencia tranquilo, salvo al llegar a la infi-
nidad de curvas de la extensa y exuberante Sierra Tuxtleca.
El día prometía ser caluroso. Sólo faltaban tres semanas para
que llegara el sofocante mes de mayo, cuando la sensación
térmica sería de cuarenta y dos grados; debido al alto grado
de humedad en el ambiente. La gente de la costa del Golfo
de México, acostumbrada a estas temperaturas, se arrulla-
ba en sus hamacas o se “remojaba” en los innumerables
arroyos, ríos y manantiales de la región. Por supuesto, en
el puerto de Veracruz, el vasto mar era inundado por una
horda de bañistas que desde muy temprano extendían sus
toallas sobre la arena para “ganar” el mejor lugar de la playa;
aunque más tarde, terminaran el día en el hospital general
debido a la insolación. Algunos prevenidos, alquilaban una
de las múltiples sombrillas de palma dispuestas a lo largo de
todo el arenal. La mayoría de los visitantes provenían de los
estados circunvecinos y de la ciudad de México.
Este no era el caso de la joven mujer a bordo del autobús.
Había nacido y se había criado en el Puerto y su mayor lucha
era terminar sus estudios de licenciatura en la universidad
local. La única pena que había adolecido fue el crecer en

53
Teresita Islas

medio de cuatro hermanos varones, situación incómoda que


desde los cinco años hubiera querido cambiar.
Eran las doce del día y el ruido del motor se escucha-
ba forzado al subir las pendientes obligándolo a aminorar
la velocidad. La carretera circundaba una muralla de roca
ígnea contrastando ésta con el increíble y hermoso paisaje
de la sierra Tuxtleca. Los fuertes rayos del sol calentaban las
pendientes de los cerros, y el verde tierno de los pastos era
cegador. Más allá en la lejanía, unos nubarrones en el cie-
lo azul mostraban largas pinceladas de tono violeta intenso
sirviendo de artístico marco al majestuoso volcán de San
Martín. Se asemejaba a un imponente cuadro surrealista; el
mejor logrado de la historia, pues inspiraba sentimientos de
grandeza onírica y embeleso pertinaz.
Mariana entreabrió los ojos una vez más y apenas pudo
percibir el despilfarro de belleza natural de la región. El cho-
fer con voz gangosa gritó:
—¡Jantiago Tugtla!
Mariana tomó su pequeño equipaje y bajó del autobús,
ahora que había llegado a Santiago Tuxtla continuaría su
viaje en un pequeño taxi hacia el poblado de Tres Zapotes.
Caminó unos cien metros y abordó uno en compañía de
varias personas. El maltratado automóvil inició su recorri-
do. La joven después de unos minutos comenzó a sentirse
mal. Era seguro el malestar de su estómago que no estaba
acostumbrado al movimiento constante de la ondulante cinta
asfáltica con partes de terracería que la llevaría a su desti-
no. Respiraba profundamente llevando el aire hasta su vien-
tre, realizando un sencillo ejercicio de yoga que había leído
en alguna parte y que creía en esos momentos que le podía
ayudar a sentirse mejor. Mas sus esfuerzos eran vanos, el
estómago de ella se encontraba revuelto y el color pálido y

54
Cascabel

amarillento de sus mejillas delataba su náusea. Unos mecho-


nes del largo cabello escaparon de la cola que los sujetaba
detrás. Abrió ligeramente su pequeña boca pasando su len-
gua por los resecos labios. Intentaba controlar las ganas de
vomitar, sentía que sus glándulas salivales secretaban más de
lo normal y ella comprimía su lengua contra el paladar con
la resuelta decisión de no volver su estómago. Aunque había
desayunado temprano, se le había ocurrido comer un volo-
ván y un refresco cuando el autobús hizo una breve parada
en Alvarado (Bullanguero lugar reconocido a nivel nacional
por el uso de vocabulario insurrecto y jacarandoso).
Mariana se acomodaba una y otra vez, volviéndose de
lado lo más posible, insistiendo en sacar su cabeza por la
ventanilla del pequeño automóvil que retumbaba en cada
uno de los baches del maltrecho camino de terracería. El
aire caliente mezclado con polvo; le golpeaba el rostro sin
clemencia y lejos de otorgarle satisfacción, parecía que
empeoraba todo. Los demás pasajeros se mostraban atentos
y la observaban de reojo. El chofer del taxi hacía lo mismo,
observando desde el retrovisor, seguramente preocupado
porque algo del posible vómito cayera dentro. La piel de la
joven brillaba por el sudor, mismo que secaba con un pañue-
lo desechable bastante estrujado y sucio. El auto comenzó a
disminuir la velocidad en el angosto y polvoriento camino.
Cruzando un último puente, por fin se vislumbró el caserío a
lo lejos. La actitud de la joven cambió, mostrando un mejor
ánimo. Estaba en el punto máximo del espantoso mareo.
Una curva más y aparecieron las primeras calles del pobla-
do. El chofer anunció con alivio en voz alta:
—TREGH ZAPOTEGH
El carro se detuvo apenas y a tiempo para que la joven se
catapultara hacia fuera y corriera detrás del mismo a vaciar

55
Teresita Islas

su estómago. Las risotadas a sus espaldas no se hicieron


esperar, uno de los pasajeros se solazaba comentando:
— JAJAJA no aguantó mucho la “güera”, yo divisé que
se puso verde. ¡Taba seguro que iba a vomitá!
Las otras dos señoras que iban en el taxi se carcajearon
también. Limpiándose la boca con el desbaratado pañuelo,
la joven mujer regresó para recoger su sucia mochila de tela
que yacía sobre la banqueta. El chofer parecía disfrutar de la
angustia y la vergüenza reflejadas en el rostro de la desven-
turada. Siendo objeto de las divertidas y burlonas miradas,
tomó su equipaje y caminó sólo unos pasos, pues no sabía
hacia dónde ir.
Con la mirada ansiosa buscaba a Arnulfo. Se sentía des-
esperadamente incómoda. Todos los que pasaban la miraban
con curiosidad. De pronto ella tomó conciencia de su apa-
riencia. Se miró su ropa: un pantalón de mezclilla stretch
que delataba su bien formado cuerpo, una playera blanca
de algodón y tenis de lona. Su vestimenta era común y nada
del otro mundo para una chica de ciudad, pero al percibir la
indumentaria local pudo distinguir la diferencia. La mayo-
ría de las mujeres usaban faldas, nunca más arriba de las
rodillas. Amplias blusas floreadas y de alegres colores disi-
mulaban sus senos, usaban chanclas o huaraches. Su fiso-
nomía era muy indígena; rostro triangular de tez morena
con pómulos que realzaban la atención en los pequeños e
inquisidores ojos rasgados. La aguileña nariz les confería
un silencioso orgullo por su raza y la amplia boca de delga-
dos labios se cerraba con firmeza; denotando cierto grado de
obstinación. Sujetaban su cabello atrás en chongos o usaban
trenzas. Algunas caminaban erguidas con la cabellera suel-
ta que les llegaba muy por debajo de la cintura. Los hom-
bres en su mayoría portaban sombreros de paja, camisas de

56
Cascabel

algodón y huaraches. Algunos la veían con insistencia y uno


de ellos, más atrevido, le sonreía mostrando un diente de
oro. Se notaba a leguas sus afanes seductores y la curiosidad
morbosa por adivinar la causa de su presencia en ese lejano
poblado enclavado en las faldas del Cerro del Vigía. Ella,
por supuesto, volvió el rostro en un claro desaire. No nece-
sitaba en esos momentos a ningún atrevido que le causara
problemas. Su ademán fue bien entendido por el ranchero
que aminoró de inmediato sus ímpetus de cortejo.
Tres Zapotes era un pequeño pueblito con humildes casas
de bloques de cemento y techadas con asbesto. Algunas; cer-
cadas con yagua y techadas con palma real ya habían pasado
su etapa de gloria y se veían vencidas como si se fuesen a
caer. Los animales de granja andaban sueltos y en los patios
hacían hoyos por doquier. Solo tenía una calle principal la
cual había sido empedrada para evitar los lodaceros en épo-
ca de lluvias. Era un pueblo sin atractivo alguno en cuan-
to a arquitectura se refería y su principal importancia eran
sus vestigios arqueológicos que se remontaban a la cultura
madre de Mesoamérica: Los Olmecas. Por esta razón, poseía
un museo en donde se exhibían piezas importantes, aunque
las pequeñas, habían sido “prestadas” a otros museos y
jamás habían regresado, algunos suponían que se encontra-
ban ahora en colecciones privadas o en el escritorio de algún
político que las había recibido de regalo por algún favor.
Esas situaciones de corrupción eran totalmente habituales en
el acontecer diario de cualquier ciudad de México.
Un pequeño auto azul descapotable llamó la atención de
la recién llegada y con profundo alivio reconoció al ocupan-
te. Arnulfo se estacionó y bajó con premura buscándola con
la mirada. No tardó mucho en dar con ella. Lo vio acercarse.
Vestía como siempre: un pantalón de mezclilla ligeramente

57
Teresita Islas

ajustado y una camisa a cuadros de manga larga, botas y


sombrero, la viva imagen de un vaquero pero infinitamente
más sexi que cualquiera que hubiera visto antes, eso, gra-
cias a su altura, su musculoso cuerpo y a su erguido y segu-
ro caminar. Con un rápido beso en la mejilla la recibió y
tomando su mochila le expresó apremiándola:
—¡Por fin llegaste! Son las tres y media, apúrate linda, en
veinte minutos más estaremos en el rancho.
El joven vaquero la sujetó con posesividad por la cintu-
ra, apretándola a su costado para dirigirse de nuevo al auto.
Mariana invadida por la sorpresa logró que sus grandes ojos
se abrieran aún más, no era necesaria la pregunta, pero la
hizo:
—¿Todavía falta? ¡Espera no tan de prisa! exclamó al
sentirse arrastrada, entonces apretó el paso mientras movía
la cabeza en franca negación ¡No podía creerlo! ¡Llevaba ya
cuatro horas viajando! Subió al Volkswagen apresuradamen-
te, Arnulfo le cerró con suavidad la puerta del auto, para des-
pués sentarse tras el volante, encendió el motor, volteando a
verla con preocupación al percibir su apariencia desaliñada
y su rostro confundido. Y aunque no hacía falta le preguntó:
—¿Cómo estuvo tu viaje, corazón?
Esas palabras eran las que necesitaba Mariana para preci-
pitarse en una serie de explicaciones y quejas que ayudaban
a desahogar su angustia y frustración. Él, mientras conducía,
volteaba a verla con frecuencia con ojos comprensivos y una
sonrisa contenida. Era la primera visita de su novia a la casa
de sus padres y estaba completamente satisfecho, pues ya
daba por sentado que solo bastarían unas cuantas gestiones
para convencerla de casarse a la brevedad.
Mariana gesticulaba levantando sus manos con la clara
intención de remarcar su odisea. A él le parecía la mujer más

58
Cascabel

hermosa sobre la tierra y sin prestar demasiada atención a


lo que su amada expresaba con vehemencia, revaluaba los
múltiples dones y gracias que la naturaleza le había concedi-
do para su beneplácito. La imagen de ella ahora ocupaba sus
pensamientos gran parte del día, situación que le provocaba
un elevado grado de éxtasis místico con evocaciones eró-
ticas y sensuales difíciles de evadir. La inquietante mirada
de sus expresivos y enormes ojos reflejaba todos los bellos
sentimientos que guardaba dentro, razón que mantenía a
Arnulfo prendado de una forma jamás esperada. En ocasio-
nes se sentía incómodo consigo mismo, pues deseaba de una
vez por todas terminar con la tortura de vivir separados y
consumar su unión. La juventud de Mariana y su natura-
leza despreocupada y libre hacían patente su inexperiencia
e ingenuidad. Era imposible para ella mostrar hipocresía,
situación que continuamente le causaba problemas; decía
cuanto sentía y en su escala moral la honestidad estaba por
encima de todo. Arnulfo continuó observándola sin opinar
sobre la larga lista de vicisitudes sufridas. Condescendiente
y divertido tomaba su pequeña mano de repente. La cercanía
de su amada con aquella playera húmeda que se adhería a su
cuerpo le producía un hormigueo y una necesidad de sim-
biosis erótica largamente añorada en la soledad de su noctur-
no aposento. Sin embargo, no todo era miel sobre hojuelas
con su adorable novia; ella a veces había mostrado un cierto
carácter indomable que lejos de ahuyentarlo le había insti-
gado a perseverar en el reto de la conquista; redoblando sus
esfuerzos con retórico estilo de convencimiento. Su afán de
seducción había llegado a perfilarse como un caso extremo
en donde había tenido que emplear una cierta autoridad sin
dominio muy bien calculada. Fue sin lugar a dudas, impla-
cable al perseguirla casi desde el momento de conocerla.

59
Teresita Islas

Disimuló su avidez en los encuentros y propició estratégica-


mente su servicial ayuda sin que pareciese obvio el cortejo.
Finalmente había valido la pena tal esfuerzo, pues la había
llegado a conocer tanto o más que ella misma y ahora estaba
impaciente por convertirla en su esposa ¡Dios! ¡Cómo ansia-
ba poseerla!
Con extrema minuciosidad había escarbado en cada deta-
lle de su corto pasado, previniendo padecer algún tipo de
desilusión. Conjuntamente se había enfrascado en indagar
unas cuantas cosas que él consideraba preponderantes en
una relación, como son la lealtad y la honestidad; cualidades
inefables contenidas en Mariana.
Arnulfo había estudiado la preparatoria y la universi-
dad en la ciudad de México. Se había titulado de Ingeniero
Agrónomo contando además con varios diplomados y una
maestría, desde entonces había iniciado su negocio en esa
ciudad con el suficiente éxito como para expandirse en varias
e importantes ciudades; acrecentando con ello su capital y
aumentando sus inversiones. Requería por el giro de uno de
sus negocios de comercialización de agroquímicos y de equi-
po agropecuario; viajar a zonas rurales y visitar Industrias.
Así que contaba con múltiples relaciones y amistades. Su
apretada agenda no excluía las fiestas y cocteles en donde
conocía bellas mujeres. Sus relaciones amorosas habían sido
innumerables, así que podría decirse que sus conocimientos
sobre el sexo eran vastos. Incluso había tenido varias aman-
tes a lo largo de su vida estudiantil y profesional. A pesar
de su activa vida sexual, los orígenes llaneros de Arnulfo
hacían que mostrase una actitud conservadora y marginal
sobre las libertades sexuales en una pareja. No quería pare-
cer que tenía una oblicuidad de la conciencia; gozando del
sexo cuando buscaba a una amante y ser conservador cuando

60
Cascabel

buscaba una esposa. Pero se sentía libre de culpa, pues siem-


pre las pautas a seguir en sus relaciones eran supeditadas a
los deseos de las damas en cuestión. Nunca se había atrevi-
do a arrebatar la inocencia a una mujer; si su corazón no se
había entregado por completo. Sin duda alguna, valoraba la
virginidad en una mujer, aunque no por encima de otras vir-
tudes necesarias para hacer como decían los abuelos” trastes
viejos” o dicho de otro modo un matrimonio duradero.
Los avances en materia de sexo con Mariana, nunca
pasaron de apasionados besos y abrazos, pero casi alterna-
damente cuando uno no podía contener sus emociones el
otro marcaba los límites. Eso solo ocurrió al principio, des-
pués habían acordado tácitamente no dar el siguiente paso.
En una ocasión, quizás por un período de separación largo
debido a los exámenes de ella y un viaje a la capital de él;
ocurrió que el reencuentro había sido más entusiasta de lo
normal. Arnulfo con ardoroso deseo permitió que sus dedos
se deslizaran y acariciaran con sensual placer uno de sus
senos, acción que provocó en el rostro de su amada sorpresa
y rubor. Entonces ella con premura le confeso su virginal
estado; condición que Arnulfo por su experiencia ya pre-
sentía, así que con infinita ternura y complacencia besó sus
enrojecidas mejillas, calmándola mientras le brindaba con
sus brazos protección y cobijo.
A Mariana no le gustaba mentir, recordaba a menudo a su
abuela doña Bertha Fuster Lagos haciendo énfasis en su fra-
se predilecta: “¡Nosotros somos personas honorables, con
un linaje intachable, no somos ladrones ni embusteros! En
todo Tlacotalpan nuestro apellido ¡Es reconocido!”, dicho
esto, eran incluidos implícitamente una larga lista de vir-
tudes que toda mujer con altos valores morales nacidas en
buena cuna debían poseer. Así que educada bajo el tutorial

61
Teresita Islas

del reconocidísimo y muy elogiado manual de urbanidad de


“Manuel Carreño”, era a menudo presa de sentimientos de
culpabilidad por no sentirse a la altura de lo que su abuela y
la familia esperaban de ella.
En infinidad de ocasiones había sentido el rechazo por
lo impropio de su vocabulario o por su franqueza al hablar,
por tal razón, vivía a su parecer, reprimiendo en lo posible
las emociones. Esa situación a veces la confundía y eno-
jaba, pues se le pedía ser honesta pero sólo hasta el punto
en donde no hiriera los sentimientos de nadie. La idea de
emplear a menudo eufemismos le parecían hipocresía, pero
el manual decía que era educación. De cualquier forma, aún
con su sobrada educación, no sentía impedimento alguno
para reservarse cierta suciedad escatológica en el lenguaje
que en los casos extremos de desenfrenada furia, no dudaba
en emplear. Recordaba siempre la mirada dura de sus mayo-
res cuando se le “salía” sin querer una palabrota o expresaba
sin remordimientos lo que pensaba. Desde luego su partici-
pación concluía en un revirón de ojos que la mandaba a su
habitación sin cenar. Con el paso de los años la abuela se
había vuelto indulgente y solo movía la cabeza en señal de
desaprobación, mientras suspiraba y susurraba algo como:
“Quién sabe a quién salió esta muchacha”.
Mariana continuó atropelladamente el relato de su peno-
so trayecto:
—… afortunadamente yo iba sentada a un lado del pasi-
llo; bueno, en realidad déjame decirte que ¡no era tan afor-
tunada! pues junto a mí, estaba una señora parada que usaba
un vestido sin mangas. ¡Ya te imaginarás! De sus axilas salía
un olor maloliente ¿Nunca habrá oído que existe el desodo-
rante? Tuve que taparme la nariz por lo menos diez kilóme-
tros. ¡Gracias a Dios! que traía mis pastillas de menta en la

62
Cascabel

bolsa, pero solo me sirvieron un rato. Y por fin, la mujer se


bajó en “Paso del Toro”. ¡Pero mi pena no terminó ahí! ¡No!
Junto a mí, estaba sentado un hombre gordo con sombrero.
¡Dios mío! El muy descarado se vino “cabeceando” todo el
camino, me la pasé dándole codazos para despertarlo porque
¿me creerías si te digo que dejaba caer su cabezota sobre
mí? Además, yo calculo que el autobús se detuvo como
¡cincuenta veces! Al principio no me sentía tan mal pues la
carretera es recta, pero pasando “Tecolapan” o “Tapalapan”
o ¡como se llame! Por Dios, cuando comenzaron las curvas,
el calor era insoportable creo que como treinta y ocho gra-
dos. ¡Sudé como caballo!, todavía tengo la boca seca y me
duele horrible la cabeza, siento como si un taladro penetrara
en mi cerebro…¡¡Ah!!
Arnulfo abrió la boca para expresar algo, pero la joven se
lo impidió cuando con vehemencia continuó:
—¡Y eso no fue todo! ¡Estuve a punto de echar las tri-
pas por la boca! En esos momentos por Dios ¡Cómo ansiaba
tener un limón para reprimir el asco!, Me puse frenética bus-
cando las señales del camino para saber cuántos kilómetros
faltaban para llegar. ¡Fue espantoso!
—¡Qué lástima! —interrumpió por fin su oyente—. No
pudiste apreciar el paisaje desde la Sierra.
Mariana calló unos segundos, percibió cierta inflexión
burlona muy sutil en el comentario de su acompañante,
aunque no estaba muy segura de ello. Volviéndose a verlo
para lograr descubrir si había algo entre líneas; solo pudo
observar en él un silencio de concentración absoluta sobre
el camino. Incómoda, reflexionó unos minutos recordando
la conversación telefónica que había sostenido con Arnulfo
el día anterior:

63
Teresita Islas

—Mariana espérame hasta el fin de semana y voy por ti,


no quiero que viajes sola, ¿Me entendiste?
—No me pasará nada yo siempre viajo ¡Sola!
—Eso hacías antes Mariana, no puedo permitir que te
arriesgues por un capricho, espérame hasta el sábado que
iré por ti, ¿De acuerdo?
—¡No puedo esperar hasta el sábado!, salimos de vaca-
ciones desde hoy y además ya he pedido permiso en mi casa,
me costó mucho que me dejaran visitarte, ya sabes como es
mi abuela ¡Qué voy a hacer todo ese tiempo!, además, hay
un calor endemoniado aquí y… ¡Me muero por verte!
— Yo también deseo tenerte acá, pero lo mejor es que
esperes, mira tengo prisa ahora y me tengo que ir, paso por
ti, el sábado a las diez de la mañana.
El tono autoritario de Arnulfo había encendido una
pequeña hoguera en su corazón, que la hizo responder con
determinación:
—¡No! De ninguna manera, mañana voy ¡Espérame en
Tres Zapotes!
—¡Dios mío que terca eres!, agregó impaciente.
—¿Por querer estar contigo me llamas terca? ¡Qué
injusto!
—¡No tienes idea de lo incómodo que vas a viajar!, mira
tengo que colgar ¿A qué hora quieres que te recoja en Tres
Zapotes?
—mmmm como a las tres creo… —La consternación y
enojo se notaba en la respuesta de Arnulfo pero aun así le
recomendó:
—Está bien, ¡Cuídate por favor! Nos vemos mañana.
Al ver la mirada interrogativa de su novio retomó el
hilo de sus ideas volviendo al presente, entonces se sintió
un poco avergonzada de haber actuado tan impulsivamente

64
Cascabel

pues encima se venía quejando del resultado de su propia


testarudez. Mariana echo un vistazo al panorama a través
de su ventanilla y añadió en un tono más tranquilo aunque
incierto:
—Bueno…, eh…, sí. La verdad el paisaje era muy…,
bonito. Santiago Tuxtla y las montañas, sí, me gustaron.
Claro.
Arnulfo sonrió ante la ambigua respuesta y conciliador
le prometió:
—Creo que tendré que compensarte y yo mismo te lleva-
ré a conocer la ciudad, tal vez el domingo.
—Bueno ¡Algo sí pude ver! Me pareció como muy pinto-
resca y colonial ¿No?, con sus callecitas angostas y sus casas
de teja. Algunas casas con arcos en sus corredores me recor-
daron a Tlacotalpan, pero la verdad apenas tuve tiempo…
Por lo menos la gente del lugar era amistosa y enseguida me
dijeron en dónde podía tomar un taxi. Pero ya sabes, éra-
mos seis dentro del auto y junto a mí: Una señora con niño
y más o menos otros cuarenta minutos de recorrido sobre
terracería…
Arnulfo interrumpió a la joven.
—Aquí, donde está este “baño” empieza el rancho, ya
llegamos.
—¿Baño? ¿Qué baño?, no veo ningún baño —respondió
la joven sacando la cabeza por la ventanilla.
—El baño para el ganado, respondió con una sonrisa
divertida.
Recorrieron unos trescientos metros de camino real para
después doblar hacia una amplia vereda, al final de la misma
se estacionaron en un gran cobertizo de madera y palma.
Junto, se encontraban un automóvil de un llamativo color

65
Teresita Islas

rojo y dos camionetas de ocho cilindros con batea, así como


un enorme tractor y sus aperos de labranza.
Mariana estaba exhausta después de un trayecto de cin-
co horas; se podía percibir el deplorable estado de la joven:
el cabello desgreñado, sudada, con el maquillaje corrido, la
playera arrugada, sucia, pálida y demacrada. Arnulfo, con
seguridad y con dominio la tomó de la mano y se dirigió
hacia la casa principal. Antes de entrar, ella intentó sujetar
los cabellos que habían escapado de su cola. Él, mirándola
con ojos arrobados, le sonrío para darle confianza. La lle-
varía ante su madre para presentársela. (Su padre estaba
tomando la siesta).
Ella aún se sentía atolondrada por el largo recorrido.
La distribución del rancho era algo confusa, pues no
lograba ubicar la entrada principal. Había por lo menos tres
puertas que daban al exterior, sin embargo, se podían apre-
ciar las diferentes remodelaciones realizadas a través de los
años. Una construcción más antigua de enormes dimensio-
nes se distinguía por el techo de teja; con corredor al frente,
columnas y arcos de medio punto. Inmediatamente y ado-
sada a la primera se encontraba una más reciente, ésta tenía
techo de concreto y grandes ventanales de cedro y más allá
cerca de un gran frutal continuaba otra edificación con techo
de palma y paredes de yagua, cuyo aspecto era maltrecho
y desvencijado. Enfrente, como a diez metros, había una
serie de “garitas” que es como se le dice a los cobertizos con
techo de palma, pero sin paredes, para cobijar los chiqueros
de los becerros y de los puercos. Debajo había un área para
ordeñar bastante amplia. Junto a éste, un gran galerón servía
de garaje, en donde habían estacionado el automóvil.
Arnulfo guio a su novia hacia una de las puertas; abriendo
el mosquitero para dejarla pasar. La joven se asombró al ver

66
Cascabel

la espectacular cocina. Ésta era una habitación enorme con


cazuelas y ollas colgadas en todas las paredes, un amplio
lavadero de trastos hecho de cemento y forrado de mosaicos
intercalados de colores azul añil y blanco; la estufa era del
mismo material pero las hornillas estaban instaladas dentro
de la misma, al parecer era de gas. En medio de la cocina,
había una enorme y recia mesa con patas torneadas en cuya
superficie descansaba un mantel de plástico con motivos de
frutas. Todo estaba muy limpio e impecable. Sin detenerse
más, siguió a Arnulfo hacia otra habitación igual de amplia
con un comedor antiguo de ocho sillas y una vitrina repleta
de copas y vasos de cristal. Al fondo había tres puertas, una
de ellas conducía al exterior. Sin prisa atravesaron la casa.
Ya afuera, el hermoso y fecundo paisaje la dejó sin aliento,
la fresca brisa le acarició el rostro. A unos diez metros, un
frondoso árbol de cedro cobijaba con su sombra a una seño-
ra y a sus criadas, su voluminoso cuerpo apenas cabía en la
mecedora tlacotalpeña. La grava diseminada alrededor de la
casa crujía bajo el peso de los recién llegados, por lo que era
imposible que doña Hortensia no los escuchara; no obstante,
permaneció con el rostro bajo fingiendo estar absorta en su
labor. El largo cabello lo tenía recogido en un chongo, ves-
tía una blusa roja floreada y sus colores encendidos hacían
contraste con el negro de su amplia falda. Tenía sus pies
levantados en una silla y una canasta con hilos de bordar
yacía sobre el suelo. Una muchacha sentada en una poltrona
bordaba un poco más lejos de ella. Por fin levantó la vis-
ta. La mirada inquisidora proyectada por sus ojos parecía
lanzar dardos envenenados que se clavaban en la delgada y
grácil figura de la invitada. Mariana de inmediato percibió la
hosquedad de su anfitriona y de pronto se sintió un poco per-
dida e insegura. Nunca imaginó que su suegra mostrara una

67
Teresita Islas

antipatía tan absurda sin conocerla siquiera, por esta razón,


le hicieron falta unos minutos para lograr sobreponerse y
saludar como era de esperarse.
Dejando a un lado el penetrante y poco amistoso escruti-
nio; se acercó vacilante dibujando una leve sonrisa. Arnulfo
con voz firme y segura hizo las presentaciones sin mucho
adorno:
—Madre: Te presento a mi novia; Mariana. Preciosa esta
es mi mamá.
Mariana extendió la mano para alcanzar la de la señora;
el contacto fue breve y sin emoción. Arnulfo sonreía satisfe-
cho y la chica musitó un:
—Mucho gusto.
Doña Hortensia después del escueto saludo permaneció
impasible y continuó bordando. Sus carnosos labios sólo se
abrieron para decir:
—Supongo que estas cansada…—Antes de que la recién
llegada pudiera responder, añadió:
—Llévala a la habitación del fondo, allí va a dormir.
Su sequedad y desagrado los manifestó sin proble-
ma alguno y Mariana sin dejarse intimidar respondió con
seguridad:
—Con permiso.
Arnulfo, pareció no darse cuenta de la abreviada y des-
animada bienvenida, la tomó de la mano y por otra de las
puertas, la llevó al interior de la mal repartida casa. Había
una serie de cuartos que se atravesaban para alcanzar otros.
Era obvio que la habían ampliado varias veces sin ningún
proyecto arquitectónico, aportando cada generación lo que
consideraba necesario. Al final de un largo pasillo y después
de pasar unas cuatro habitaciones, llegaron a una habitación
bastante desaliñada que acabó por empeorar su estado de

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Cascabel

ánimo. Las paredes estaban manchadas por la humedad,


tenía dos camas individuales y un ropero; era completamen-
te austera y carente de ornamentos. No había indicios de
objetos personales de ningún tipo, ni siquiera fotografías.
Se asomó curiosa a la rústica ventana, mas se decepcionó
ante la vista de un desvencijado gallinero. Arnulfo al igual
que ella le molestó el olor a humedad y lo poco atractivo del
cuarto, con molestia y resolución solo comentó:
—No te puedes quedar aquí. Ven linda.
Arnulfo volvió sobre sus pasos con Mariana detrás de él,
hasta encontrar otra habitación la cual estaba pintada de un
tranquilo color verde menta. Su elegante mobiliario parecía
estar fuera de contexto con el ambiente rústico del campo.
En el centro dominaba una espectacular cama con dosel,
hacia un lado había un hermoso tocador tallado con una luna
enorme y un ropero haciendo juego; el aposento evocaba
antiguos pasajes de leyendas de la época colonial. A través
de la ventana se podían apreciar los verdes pastos del llano
sotaventino y en la lejanía la borrosa silueta del Cerro del
Vigía y el volcán de San Martín. Mariana quedó cautivada
por la belleza del paisaje. Una pequeña puerta estaba en la
habitación; antes de abrirla Arnulfo le dijo:
—Es el baño, si quieres, puedes refrescarte o como quie-
ras. Debes tener hambre. Son las cuatro de la tarde, la cena
se sirve hasta las seis ¿Te gustaría comer primero?
Mariana, había vuelto todo su desayuno y se sentía débil,
pero ansiaba un baño más que nada en el mundo. Sólo le
respondió un poco cohibida por el ambiente tan íntimo en el
que se encontraban:
—Quiero bañarme. Mejor sólo dame alguna fruta cuando
salga y estaré bien.
—Muy bien, te espero en el comedor.

69
Teresita Islas

Diciendo esto, puso la mochila sobre una banca y se acer-


có abrazándola con fuerza para después soltarla con rapidez,
después salió, cerrando tras de sí la puerta de la habitación.
Mariana quedó sola, se sentía en cierta forma decepcio-
nada. La recepción de su futura suegra no la había conven-
cido, su actitud fue discrepante y grosera, espinosos temores
aparecieron en su corazón. ¿Qué ocurriría si no la acepta-
ban? La incertidumbre provocaba dudas en los sentimientos
que le profesaba a Arnulfo, pero su juventud e inexperiencia
le dieron nacientes ánimos y con toda la ingenuidad de sus
bisoños veintiún años se propuso conquistar a la familia del
que sería su esposo. Si creían que la gélida bienvenida la
harían renunciar a su amor, estaban equivocados. Al fin y
al cabo “el amor todo lo vence”. Adoraba a Arnulfo y eso
tendría que ser suficiente.
Desechando todos los pensamientos negativos, sonrió y
sin pensarlo dos veces se dirigió al baño. Éste era peque-
ño, apenas había espacio para la ducha. Despojándose de
su ropa, abrió el grifo. El agua fría la hizo perder el aliento
y dio un paso atrás, pero el ansia de librarse del polvo del
camino la persuadió y comenzó a disfrutar de los gruesos
chorros de la antigua regadera. Permaneció bajo el agua un
largo rato esperando que ésta lavara todas las telarañas que
había en su cabeza. Quería lograr una ablución suprema que
le proporcionara la paz espiritual necesaria para contender
en su incierto destino.
Después del escrupuloso aliño, tomó la toalla que estaba
ahí. Se secó y enrolló en ella. Con calma sacó de la mochila
su habitual vestimenta: una playera de algodón y un pan-
talón de mezclilla; tomó su cepillo y miró su reflejo en el
espejo del vetusto y hermoso tocador.

70
Cascabel

Con suavidad empezó a peinarse, se sentía satisfecha,


aunque intentaba desechar la vanidad y los artificios. El
reflejo le devolvió una hermosa y fresca imagen. Sabía des-
de niña que su belleza llamaba la atención, sin embargo, su
familia había procurado siempre inculcarle que la belleza
física era solo un estuche que se corrompe con el tiempo y
que no servía de nada sin los sentimientos de bondad y amor
por el prójimo. Mariana continuó absorta en desenredar su
larga cabellera de caprichosos rizos, que siempre se empe-
ñaba en sujetar. Eran espectaculares sus hermosos y gran-
des ojos color avellana que se realzaban por las larguísimas
y rizadas pestañas y por sus bien delineadas cejas, la nariz
pequeña y respingada hacía juego con su boca de labios car-
nosos y su sonrosada piel era suave y exquisita. Ella conocía
sus atributos, así que usaba muy poco maquillaje por lo que
parecía más joven de lo que en realidad era. Su cuerpo tenía
un balance extraordinario a pesar de su pequeña talla. Poseía
una complexión frágil y sensualidad poco vistas. Su torso
era delicado, sus senos erguidos y redondos y los ajustados
pantalones de mezclilla mostraban la turgencia de su bien
formado trasero así como unas esbeltas y torneadas piernas.
Se sentó en una de las camas y de su sucio equipaje extrajo
unas sandalias de tacón; quería dar una nueva imagen más
madura y seria. Por último, se pintó los labios de un tono
rosa pálido, se perfumó y tomó aliento antes de salir. Sin
sentirlo, habían transcurrido casi dos horas. Su estómago
lanzó un gruñido de protesta. Se apresuró y en un gesto de
devoción se persignó. En esos momentos, su apesadum-
brado corazón requería de la protección del Altísimo para
enfrentarse al anubarrado horizonte, que en su inconsciente
percibía como un aluvión de inquina y maldad.

71
Teresita Islas

Sus pasos retornaron por el largo pasillo hasta salir al


comedor. En él se encontró a una de las muchachas que
había visto antes, ella la miró con subrepticia conducta.
Mariana se detuvo unos segundos concentrada en el propó-
sito de descifrar el mensaje de esos ojos, pero la presencia
de Arnulfo la sacó de sus cavilaciones. Éste se dirigió a ella
con una sonrisa resplandeciente que mostraba claramente
su agrado y satisfacción. Con extrema urgencia la tomó de
la mano y la acercó hacia sí para besarla profundamente,
Mariana se sintió transportada hacia el cielo y subió sus bra-
zos enrollándose en el cuello de su amado. Arnulfo lamía y
succionaba sus labios para después introducir su lengua con
suaves movimientos eróticos en su boca, en un claro gesto
de imperiosa seducción. Abrazados estrechamente parecían
haberse fundido en un solo y ardoroso cuerpo, ella se excita-
ba cada vez más, pero como a menudo sucedía, Arnulfo era
el que ponía freno a sus impulsos y con renuencia se apartó
un poco reteniéndola para inspirar profundamente su fresco
perfume floral.
El Apasionado beso no pasó desapercibido por los ojillos
duros y siniestros de doña Hortensia que se hallaba petrifi-
cada en el marco de la puerta de la cocina. Arnulfo soltó a
Mariana lentamente aún enardecido de pasión, entonces la
llevó hacia un extremo del amplio comedor para retirarle
una silla, ella se sujetó del respaldo sintiéndose un poco des-
fallecida y perturbada. El ruido de una puerta al abrirse los
sacó de su abstracción. Un hombre robusto de estatura baja
con un notorio y prominente abdomen, entró y se dirigió
al enorme comedor retirando una silla sin cuidado la cual
arrastró para sentarse. Sus ojos eran pequeños y podía leerse
en ellos la crueldad. Mariana sintió un escalofrío que cata-
logó como premonitorio. El ambiente era tenso e incómodo.

72
Cascabel

Al percibir la presencia de la joven, el hombre levantó la


barbilla fijando su mirada en ella después sin prisa fue escu-
driñando su rostro y su cuerpo descaradamente, abrió su
enorme boca y de sus labios surgió una voz gruesa y tosca:
—¡Así que tú eres la mujer que quiere mi hijo!
Sin esperar la respuesta continuó:
—Yo soy Apolinar Mendoza ¡El dueño de este rancho!
Arnulfo la acercó con firmeza hacia sí, estrechándola con
sus brazos, ella logró percibir que Arnulfo liberaba instinti-
vamente una coraza protectora y con voz serena y tierna le
indicó:
—Ven pequeña, siéntate, creo que ya no hace falta que
te presente a mi padre. —Sus pies se movieron con lentitud
y logró sentarse junto a él. Nuevamente el señor la vio con
esos ojillos escaldados, penetrantes y duros. La joven obser-
vó disimuladamente la enorme boca de labios gruesos que
parecían querer sonreír y sólo lograban formar una mueca.
¡Físicamente Arnulfo no se parecía en nada a su papá! ¡Qué
suerte! Los genes de doña Hortensia eran en verdad domi-
nantes, pues Alba la hermana que ella conocía y que asistía
a su misma universidad; tampoco poseía ningún rasgo de él.
Ojalá y sus nietos siguieran gozando de esa ventaja; pensó
en sí misma con ligereza. Después de unos minutos se arre-
pintió de su injusta apreciación, no era eso lo que le habían
enseñado en su casa. Sintiéndose mal por su desconsidera-
da observación, bajó la vista y resolvió ser más benevolen-
te. Mariana seguía en su auto reproche cuando de pronto,
Apolinar abrió su boca y sin decir agua va, cuestionó sin
remilgos:
—¿Cuánto tiempo te vas a quedar? ¡Porque aquí hay
mucho trabajo! Y Arnulfo tiene que ayudarme ¡Él sabe que

73
Teresita Islas

estoy enfermo! ¡No tiene tiempo de atenderte! Todos los días


hay que trabajar, este rancho mantiene a muchas familias.
La avinagrada pregunta no podía ser más directa y no
requería de contestación parecía más bien una orden o mani-
fiesto. Mariana estaba perpleja, un agobiante calor la invadió
y esta vez era por la furia que experimentó, estuvo a punto
de levantarse de no ser por la leve patada que la disuadió
por debajo de la mesa. Arnulfo le guiñó un ojo para tratar de
calmarla tal parecía que no le incomodaba la belicosa pre-
gunta de su progenitor; pero para ella era demasiado, estaba
iracunda, respiró profundo y contestó con aplomo:
—¡Mañana en la tarde me voy!, y si estoy aquí es porque
recibí una invitación de su hijo, porque además ¡Yo también
tengo mucho que hacer!
Arnulfo con calma y denotando fastidio intervino:
—Mariana, se queda…, hasta que ¡yo quiera! ¿O prefie-
res que me tome unos días de asueto? ¡También me puedo ir
a mi rancho y atender a mi novia en mi casa en Tlacotalpan!
El viejo no se dio por aludido, sólo mostró una sarcástica
sonrisa y de pronto pegó un grito:
—¡Hortensia! ¡Tráeme mi leche!
Doña Hortensia apareció por la puerta de la cocina con
un vaso con leche y dirigiéndose a Arnulfo dijo:
—¿Qué quieren cenar?
Arnulfo molesto por el giro de la anterior conversación,
respondió con cierta sublevación:
—No sé, lo que tengas. En cambio su atención se volcó a
la mujer de su corazón y le preguntó con amabilidad:
—Mariana, ¿Se te antoja algo de carne? Tal vez un buen
filete con algunas verduras y tortillas, necesitas reponerte
después de tu viaje tan accidentado.

74
Cascabel

La última frase la dijo con un bosquejo de sonrisa al


recordar que ella había vomitado. Mariana sin embargo con-
testó un poco descorazonada:
—Gracias, pero creo que mejor quiero unas quesadillas y
alguna fruta si tienes.
Doña Hortensia ordenó enseguida con voz autoritaria:
—Chepa, echa unas tortillas y haz las quesadillas, trae
también mantequilla, fruta y una bandeja con pan.
La muchacha parada en la puerta desapareció hacia la
cocina para cumplir la orden. Doña Hortensia se sentó a un
lado de su esposo y se sirvió una taza de café; manteniendo,
sin embargo, la atención en su cónyuge, esperando con ten-
sión cualquier orden para ejecutarla con presteza. Mariana
sumida en sus pensamientos permaneció callada, se le nota-
ba abatida y cansada; su situación se había complicado. No
necesitaba ser una gitana para ver un futuro plagado de des-
dicha con esos suegros. La empleada regresó con los ali-
mentos y los sirvió. La joven bajó la vista hacia su plato
con las quesadillas recién salidas del comal, había perdido
el apetito.
La cena transcurrió sin mucha conversación. Arnulfo al
ver la falta de apetito de su novia; le instaba a comer, pero
ella se resistía. De pronto él sin decir nada, le comenzó a
dar pequeños bocados en la boca; ella avergonzada, atacó
entonces su comida hasta terminar. Arnulfo la miró sonrien-
te y complacido. El resto de la cena Mariana lo vivió como
dentro de una nebulosa. Escuchaba sin prestar atención a la
voz de doña Hortensia que daba órdenes. Tampoco parecía
importarle el ruidoso masticar de don Apolinar. Ni afortuna-
damente se había percatado cuando éste tomó una tortilla y
se limpió la boca como si fuera una servilleta. Por fin la cena

75
Teresita Islas

concluyó y don Apolinar, se levantó de la mesa y le dijo a


Arnulfo:
—Mañana te veo en la ordeña.
Acto seguido se dirigió a su habitación y antes de cerrar
gritó:
—¡Hortensia! ¡Ven acá! —La señora respondió al
instante:
—¡Ya voy!
Siguiendo a su esposo, ordenó:
—¡Chepa, limpia la cocina! ―Y en un acto de forzada
cortesía se dirigió a la joven:
—¡Buenas noches! Que descansen…
Mariana contestó entre dientes, Arnulfo ni se molestó en
hacerlo, como si le importara muy poco lo que sus padres
pensaran o hicieran. Ella terminó su café y se levantó,
Arnulfo la tomó de la mano y le susurró al oído:
—Ven, vamos a dar un paseo.
A pesar del sofocante calor durante el día, por las noches
lograba bajar un discreto sereno que perfumaba el aire con
destellos de hierba y maleza; lo salvaje se mezclaba con el
sutil aroma de las flores sembradas adrede. Los pasos de los
enamorados se alejaron buscando el abrigo de la oscuridad
y para sorpresa de Mariana; descubrió la bóveda celeste más
espectacular nunca antes vista por sus juveniles ojos. Era
una muestra de la grandeza del Creador que la hacía sentirse
aún más pequeña e insignificante. Millones de estrellas dan-
zaban en armonioso y orquestal titilar, derramando suntuo-
sidad al majestuoso cielo. Creía en la energía que derramaba
el universo sobre los seres humanos y extendió sus brazos
pretendiendo tocar las estrellas. Su corazón apabullado lan-
zó al infinito una plegaria de ayuda. No sabía qué hacer y
necesitaba valor para contender. Arnulfo palpó su tristeza y

76
Cascabel

sus fuertes brazos la cobijaron brindándole seguridad. Los


ávidos besos que la cubrían culminaban en tiernas y dulces
palabras de amor. Se sintió subyugada ante sus juramentos y
promesas y en retribución le ofreció con fervor sus labios y
su corazón. Sabía que sería una azarosa aventura en un mar
avieso y turbulento y que ella sólo tenía una almadía cons-
truida de amor, esperanza y fe, así que alzó la mirada y for-
muló un deseo; y sin hacerse esperar el gran arquitecto del
universo desprendió una estrella en señal de aprobación. En
esos instantes, una gran dicha la inundó y renació con vigor
su espíritu de lucha y se abandonó con plenitud y confianza
al amor que todo lo puede, lanzó al precipicio las dudas que
la aquejaban, la sonrisa asomó a sus labios y su corazón se
hinchó de felicidad en esa balsámica noche.

Noche fragante y preciosa,


eres mi fiel compañera
cuando al amante se espera,
inquietante y amorosa.
La alegría se rebosa
y el corazón se desgrana
y tañe como campana
desbordando de ternura,
al vislumbrar tu figura
a través de la ventana.

77
Capítulo IV
Doña Lucha

—¡Aquí está!, yo sabía que la tenía por aquí…


Después de retirar una enorme cantidad de objetos de
la sucia habitación destinada a los trebejos se encontraba
el poderoso instrumento que según testimonio de su due-
ña, cambiaría la vida de cualquiera que lo usase. Mariana
observó incómoda el artefacto. No creía que si eso equiva-
lía a ser casi como el santo grial; tuviera que ser sacado de
entre herrumbre, ropa vieja, sogas, botellas vacías y tablas
de madera, antes bien, debió ser puesto a buen resguardo,
mínimo en ¡una bóveda de acero blindada!
—Tiene un poquito de polvo, pero… ¡Déjame limpiarla!
La compré hace años…
La anciana alzó la vista y su aguda mirada se plantó
fijamente en su interlocutora, Mariana a sus veintiún años
rebozaba lisura y limpidez, rasgos, que acompañados de
humildad la hacían parecer una mina de oro ante sus can-
sados ojos. Puesto que dichos atributos eran indispensables
para captar la esencia divina a través de la gnosis, la anciana
no perdió tiempo en intentar adivinar si sería una discípula
dispuesta, apta y discreta. Después de unos breves segundos,
masculló algo entre los dientes y por fin tomó una decisión:
—Te confiaré un secreto: —El tono de voz fue bajo, gra-
ve y misterioso.

81
Teresita Islas

—Espero…, que lo que te voy a decir, lo guardes celo-


samente…, nunca lo divulgues, ni te atrevas a repetirlo…,
hasta no estar segura que los oídos que te escuchan vienen
de un corazón limpio…
—Puedo ver detrás de ti el espíritu de mi maestro y
protector…
Mariana se sobresaltó y un cosquilleo recorrió su colum-
na hasta llegar a su nuca, quedando silente y confundida. La
anciana prosiguió con excitado ascetismo, (aparentemente
no se había percatado de la reacción de la joven).
—…y me ha indicado que puedo trasmitirte mis cono-
cimientos, que puedo confiar en ti, así que escucha atenta-
mente: Yo, además de haber estudiado Metafísica pues soy
una ferviente lectora de Conny Méndez, también ¡soy una
Rosacruz! Y me han sido revelados secretos milenarios, que
tienen el poder de sanación y dominio del universo… ¡Sí!,
no te asombres, pertenezco a una sociedad secreta que ha
existido por ¡cientos de años! En su doctrina he aprendido
que estamos hechos a la imagen y semejanza de Dios y que
si aceptas que eres parte de él, tendrás el poder de invocar su
energía y fuerza para equilibrar tu cuerpo, mente y espíritu.
Tú puedes cambiar ¡Todo lo que te haga infeliz! Debes invo-
car al ¡Yo soy! Que significa Dios, y dar por hecho lo que
deseas, haciendo afirmaciones positivas, decretando e invo-
cando al Yo supremo, dejar de ser nosotros mismos y cederle
todo lo que somos al “Yo soy”, crecemos con el vicio de la
negación y quejándonos a cada minuto de lo que nos pasa
y con ello lo único que logramos es atraer lo que nos causa
daño, si a la inversa declaráramos siempre ¡Yo puedo! ¡Yo
soy! ¡Yo quiero!, con ello lograríamos si quisiéramos: ¡Hasta
mover montañas! La pirámide que ves aquí, tiene la peculia-
ridad de concentrar la energía que existe en la naturaleza y

82
Cascabel

en el universo, para descargarla en las personas que la usan,


se ha sabido que las navajas de afeitar y los cuchillos nunca
pierden el filo cuando se guardan bajo ellas, por eso servían
de acumuladores de energía en tiempos remotos, las usa-
ron las grandes civilizaciones: Los mayas, los Olmecas, los
Egipcios…
Volvió su atención al artefacto y con una punta de su mal-
tratado delantal se esmeraba en quitarle el polvo de años que
lo cubría.
—Mi interés sobre el poder de la energía comenzó hace
muchos años… Creo que fue después de que leí el libro: “El
poder de las Grandes Pirámides”, a ver…ponte derecha y
cierra los ojos, para que la energía fluya sobre ti…
Mariana fijó la vista sobre la sucia pirámide de madera
que la anciana alzaba sobre su cabeza. Como carecía de la
base, en el interior se podían ver los huevecillos de cucara-
chas adheridos en los vértices del poliedro. Instintivamente
la joven alzó sus brazos tratando de evitar que su cabeza
tocara aquel objeto que le resultaba asqueroso.
En un ademán inequívoco se retiró dando dos pasos hacia
atrás y rápidamente cambió la conversación, mostrando un
desmedido interés en otros tesoros que la anciana guardaba
en el mohoso y polvoriento cuartucho, pero su estrategia no
engañó a la vieja.
—¡Cuántas revistas tiene!
Amontonadas y revueltas con periódicos sobre una cama
de metal sin colchón, se encontraban cientos de antiguos
ejemplares de revistas de moda.
—Sí, las conservo porque muchas traen información
valiosa, pero volviendo a lo de la pirámide…creo que tratas
de evadir el tema y comprendo que una muchachita como
tú…de ciudad…, no crea sobre estas cosas, pero debes saber

83
Teresita Islas

que muchos que no creen en su poder, lo han lamentado. Se


han perdido de recibir la luz y de tomar conciencia de su ser.
Sin embargo, aquellos que han tenido la audacia y el valor
de confiar en lo que no pueden ver pero que existe y además
lo aceptan como un axioma… ¡Esos! Han dado testimonio
de grandes milagros; ascendiendo al siguiente nivel dimen-
sional. Todo un mundo de conocimientos se ha abierto para
ellos y han logrado trascender y avanzar en el mundo espiri-
tual hacia la ¡iluminación total!
Dicho esto le dio la espalda con actitud de haber sido
ofendida, se alejó unos pasos reflejando orgullo y desafío,
levantando ligeramente su amplio y largo vestido negro que
le confería extremado decoro y seriedad; caminó hacia la
puerta deteniéndose bajo el dintel. Conocedora de la natura-
leza humana. Esperaba casi con certeza que la joven entrara
en razón y así fue. Mariana inmediatamente rectificó su acti-
tud, realmente no le preocupaba la advertencia que le había
dejado entrever; era obvio que la señora creía firmemente
cuanto decía, pero estaba siendo injusta, puesto que la ancia-
na era la única persona que la había tratado con amabilidad
desde su llegada al rancho. Por otro lado no le convenía ene-
mistarse y abrir una brecha entre ellas, así que añadió con
rapidez:
—¡Espere! ¡Señora! Por supuesto que yo no dudo de sus
palabras. No me malentienda, es solo que, pues…, lo que me
dice no sé…esas cosas, lo de los espíritus…me dan…miedo.
La vieja de inmediato cambió su actitud al ver su
disposición.
—Pero… ¡Hijita! ¡No tienes de que preocuparte! Es nor-
mal que te sientas confundida y temerosa. Los seres humanos
sentimos miedo cuando estamos ante algo que desconoce-
mos y a ti nunca te han hablado de las verdades supremas,

84
Cascabel

pero ¡hoy todo cambiará para ti! Ven, acompáñame, vamos a


otro lado pues aquí pueden oírnos, hablemos en mi casa para
que estemos más a gusto y cómodas.
La anciana la tomó del brazo y se apoyó en ella, mientras,
con la otra mano sostenía la rescatada pirámide. Cruzaron el
cuidado jardín. El andar de la anciana era lento y fatigoso;
tenía el ceño fruncido como si tuviera dolor al caminar. Se
dirigieron a sus habitaciones que aunque estaban adosadas
a la casa principal eran independientes, se podía advertir
que su construcción era reciente. La acogedora entrada esta-
ba graciosamente adornada con flores y plantas limitando
el acceso del camino hasta la puerta. Sacó el llavero de su
delantal y abrió la pequeña casa, mientras lo hacía, la joven
la observaba disimuladamente: la abuela de Arnulfo debía
tener unos ochenta años, sus huesos apenas cubiertos con
una delgada capa de piel le daban un aspecto cadavérico y su
encorvada espalda la hacían parecer más pequeña. Su cabe-
llo cano era escaso y lacio; lo peinaba en dos trenzas que
sujetaba arriba con unos descoloridos listones. Dentro del
arrugado rostro destacaba una gran nariz, que obviamente
heredó a su hijo aunque su boca no era tan grande ni sus
labios tan gruesos como los de él. Sus ojos parecían conte-
ner un extraño brillo el cual aceleró el corazón de Mariana.
Un inexplicable temor la invadió de repente. Su inquietud
parecía ser notoria, pues la mujer le obsequió una sonrisa
que intentaba ser tranquilizadora. Con voz cargada de indul-
gencia le ofreció al entrar; la comodidad de una silla de la
lóbrega habitación. Con sosiego se dirigió a un rincón y
depositó con cuidado la pirámide en el suelo.
—¡Anda hijita! ¡Siéntate! ponte cómoda, estas habita-
ciones son mías, nadie puede entrar aquí, cuando una llega
a vieja no necesita más, antes vivía yo en donde mi hijo

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Teresita Islas

Polo y Hortensia. En la parte más antigua de la casa. ¡Ahhh,


agghhh!
Un profundo suspiro acompañado de un inequívoco
lamento de dolor salió de la boca de la mujer. Se dejó caer
en el borde de su lecho, pues éste se encontraba atestado
de ropa la cual despedía un olor a suciedad. También había
un sin número de envases vacíos de cremas, una polvera,
abanicos de petate, costurero, medicamentos e incluso unos
mecates enrollados. Apenas y quedaba espacio para el cuer-
po de la señora. Sobre la cabecera había una pequeña repisa
que almacenaba algunos libros. Los títulos resultaban des-
conocidos para Mariana, inclinando la cabeza de lado leyó
en voz muy baja:
—“Metafísica cuatro en uno”,” Un tesoro más”, “El
libro de oro de Saint Germain”, “El libro del Mason”,
“Cascabel”, “Al Golpe del Guatimé”…, “Matices, décimas
jarochas”…, “Décimas, Leyendas y Poemas de Angustia y
Muerte”…
La invitada volvió el rostro al otro extremo de la habita-
ción y descubrió un instrumento que le encantaba; recargada
en un rincón, se encontraba una guitarra dentro de su funda,
supuso que sería de alguno de sus hijos. Debajo de la cama,
Mariana, podía ver asomándose la bacinica. Sin inmutarse
por el desorden y el penetrante olor de orines, la anciana
continuó:
—…pero a raíz de la muerte de “Chico” las obligacio-
nes de la casa pasaron a ser de la responsabilidad de la
nueva patrona…, mi nuera Hortensia, la mujer de mi hijo
mayor: Polo. Así ha sido desde siempre, algún día si te casas
con Arnulfo deberás cumplir primero como mujer y darle
muchos hijos y cuando falte mi Polo, tú y Arnulfo tendrán
que hacerse cargo de los asuntos del rancho.

86
Cascabel

—¿Quieres tomar algo?


El comentario de la mujer le causó una desagradable
opresión en el pecho, el disgusto se reflejó en su rostro,
expresión que rápidamente captó su interlocutora y que le
dibujó una enigmática sonrisa.
—¿No me escuchaste? Tengo café y sopa si tienes
hambre.
Mariana volvió de su abstracción y hasta ese momento
se dio cuenta que había una ancha puerta de dos hojas que
daban a otra habitación, a través de la misma se visualizaba
una estufa vieja con varias cacerolas que reposaban encima,
junto a ésta, un refrigerador que parecía nuevo. Ubicados en
el centro del ambiente se encontraban también un sencillo
comedor de madera de cedro cubierto con un mantel a cua-
dros, lo rodeaban cuatro sillas de rudimentario aspecto, el
fregadero estaba hecho de cemento, en las paredes guinda-
ban unas cazuelas de barro, los sartenes cochambrosos y las
ollas estaban dispuestos bajo la meseta de cemento, abajo
en el piso había unas palanganas de peltre y unas cubetas de
plástico.
Al escuchar la pregunta por segunda ocasión, con voz
apagada y débil la joven muchacha respondió:
—No, gracias señora, la verdad me tengo que ir, Arnulfo
me debe estar buscando.
La señora no dio importancia al comentario y sin prisa
le sugirió:
—Puedes decirme Malucha, si vas a ser parte de la fami-
lia deberás acostumbrarte a llamarme así, todos lo hacen.
Pero volviendo a lo que estábamos, hay algo más que quiero
decirte y que es muy importante: Quizás no tenga otra opor-
tunidad de compartir lo que he aprendido, pues mi tiempo
se acaba, ya estoy vieja…, y mis dolencias son cada vez

87
Teresita Islas

mayores, sé que ha llegado el momento de mi partida pues


he cumplido con lo que vine a hacer en esta vida, hubiera
hecho más, pero tardé en descubrir la verdad y el porqué de
mi ser y de mi existencia. Nada es casualidad y hoy la luz
de la verdad que me ilumina, puede alcanzarte a ti porque
estoy segura que vivirás momentos muy difíciles al lado de
mi nieto…
Las palabras de la anciana cayeron como un yunque sobre
su cabeza, sus declaraciones eran categóricas e irrefutables,
el rostro de Mariana se contrajo, sus palabras eran perturba-
doras y oscuras, con todo, no se atrevió a interrumpirla.
—… pero en toda esta oscuridad hay algo que puede ayu-
darte, tal vez pienses que estoy loca, pero no es así, desde
hace mucho me he preguntado cual fue la razón por la que
yo aprendí a mirar dentro de mí, después de tantos años en
los que me ignoré. Nada es casualidad como te he dicho, lo
que yo sé, debe servirle a alguien más y al conocerte he teni-
do la certeza que es a ti a quien debo trasmitirle la verdad.
Debes conocer los misterios que entraña el espíritu del ser
humano como heredero del poder infinito del universo, ¿No
te has preguntado hacia dónde vamos? ¿Qué somos? ¿No
sientes curiosidad alguna sobre el universo? El universo es
en sí mismo una creación mental del ser humano, podemos
cambiar y transmutarlo ¡Tenemos el poder para hacerlo!
pero hay fuerzas ocultas dentro de nuestro propio ser, inser-
tadas desde nuestra infancia; que vociferan y reprimen el
conocimiento verdadero. ¡Que nos violentan! y nos impiden
crecer en armonía y luz. La prudencia y la paciencia son lo
que más nos retribuyen. El que se contiene y actúa cuando es
debido con decisión; refleja la virtud. La cólera nos vuelve
ciegos, ramplones y obtusos, disponiéndonos para nuestros
enemigos en bandeja de plata. Debes esforzarte en conocer

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Cascabel

tu interior y encontrar la armonía en tu ser. Lograr el equili-


brio debe ser tu principal preocupación y afán, para que no
seas presa de la fatalidad, pues un corazón que se corrom-
pe: envenena todo lo que toca y al final de la vida te das
cuenta, que estas más muerto que vivo. Reconoces cuando
ya es demasiado tarde; que la ofuscación, la amargura y el
tedio han matado ya el goce por la vida. Entonces, es cuan-
do nos convertimos en espectros quejumbrosos, regando la
podredumbre venenosa a nuestro paso y maldiciendo a los
vivos…perdimos el rumbo…y nuestra encarnación fue en
vano.
Mariana escuchaba con atención las disertaciones de la
abuela como si fueran el eco de alguna conversación lejana
que hubiere tenido lugar en otro momento y espacio. De la
lejanía del subconsciente le llegaban efímeras evocaciones,
era como si el tiempo hubiera dado marcha atrás. La asalta-
ban extrañas sensaciones de nostalgia y tristeza que amena-
zaban que rompiera en llanto. En una feroz lucha contra su
inconciencia, atribuía su incómodo malestar a las experien-
cias vividas el día anterior. La anciana proseguía presa de
un desesperado desparramo de confidencias, las cuales cau-
saban conmiseración en la depositaria de sus revelaciones.
—Quizás ahora no entiendas lo que te digo, pero no
sucumbas ante el combate ni dejes caer tus brazos, derrota-
da ¡Si no sabes vencer, aprende!, porque la ignorancia sirve
de disculpa, pero no es justificación para el fracaso. ¡Toma
estas palabras! Que te valgan como broquel de acero que
multiplicará a caudales tu sabiduría, para librar las cruentas
batallas que te esperan.
Muy arrepentida estoy de no haber aprovechado mi
mocedad, de no haberme preocupado por aprender, pues de
haberlo hecho, no estaría padeciendo este sufrimiento que

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Teresita Islas

me consume el alma. Pero…, así es la vida…, estoy en el


ocaso, tú por el contrario, estás empezando y puedes rever-
tir y cambiar tu destino, solo medita lo que te he dicho. Un
suspiro escapó de los labios de la enjuta mujer, su rostro
se transfiguró, su cuerpo desprendía un continuo resplandor,
era como si cada centímetro de piel lanzara al aire reconfor-
tantes y minúsculos rayos de luz iluminando cada partícula
de aire y polvo en torno a ella, por unos segundos Mariana
percibió que el aura de la mujer destilaba la más absoluta
paz.
Una voz grave y profunda se escuchó en la distancia
interrumpiendo la esotérica predicación; era Arnulfo quien
había regresado ya de la faena del mediodía y solícito bus-
caba a su amada para comer juntos
—¡Aquí estás! Me lo imaginé.
Se acercó detrás de Mariana y la abrazó, mientras que
con una sonrisa le preguntaba:
—¿Qué te ha contado mi abuela? ¿Alguna travesura de
mi niñez?
—¡Qué va! —respondió pronta, la anciana—. Si fuiste
siempre muy callado y obediente, ¡En nada heredaste a tu
tata y a sus hermanos que me hicieron ver mi suerte!
—¡Ja, ja, ja! no te quejes Malucha, que siempre los
solapaste.
—Pues sí, la verdad…, acepto que me equivoqué, pero
es justo que ¡ya se enmienden! Mira ahora todos los proble-
mas que hay: la Querindanga en turno de tu tata le quiere
exprimir hasta el ¡sollate! Ahora de viejo se puso tarugo y tu
“mama” con sus ataques, ya nos cansó a todos, pero desde
joven era así. Mucho le dije a tu papá que no se la robara,
pero ni caso me hizo. Siempre ha sido muy ¡Re’terco! Lo

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Cascabel

bueno que a ti solo te da por la música. Eso me lo heredaste.


Anda, siéntate y tráeme mi guitarra.
Arnulfo tomó una silla del comedor y la colocó frente
a las mujeres, sacó la guitarra del estuche y se la pasó a su
abuela, para sorpresa de Mariana. La señora inmediatamente
comenzó a afinarla:
—Muchacha, ¿No tocas ningún instrumento?
—No, solo he tomado algunas clases de piano, pero nada
formal. ¿Cómo aprendió usted a tocar la guitarra?
Preguntó la joven muy interesada, pues nunca se habría
imaginado que la octogenaria mujer tocara algún instrumen-
to. La anciana no dudó en transmitirle sus vivencias.
—Bueno, era yo muy joven…, creo que tenía como diez
años, cuando mi papá me mostró como se afinaba y algunas
posiciones. Y luego, pues me enseñó a tocar algunos corri-
dos. Después, ya más grande empecé a componer mis pro-
pias canciones. Por supuesto debes aprenderte primero que
nada; la tonada de la afinación. Que es así: Saca el torooo,
saca el toroooo, saca el toroooooo.
Arnulfo y Mariana rompieron a reír, mientras la señora
terminaba de afinar, finalmente él agregó:
—Bueno, esa es una manera de afinar, aprendiéndose la
melodía, pero las notas de cada cuerda son: mi, la, re, sol, si,
mi…, pero… pues ¡igual sirve sacar el toro!
Mariana y doña Lucha celebraron con risas este último
comentario.
Una vez afinada la guitarra, la señora cerró los ojos tratan-
do de concentrarse para recordar una de sus composiciones:
—Arnulfo: Esta canción la compuse hace muchos años,
cuando todavía no conocía a tu abuelo.
Una dulce melodía brotó del instrumento y las melancó-
licas armonías jugaban con la lírica que entonaba la anciana,

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Teresita Islas

quien tomaba aire con profundidad para que la voz matizara


hasta la última nota. Tocaba con tal sentimiento; que los ojos
de Mariana de pronto se humedecieron. Era la historia de un
gran amor, de los que se dan una sola vez en la vida y si era
cierto que la compuso antes de conocer a su marido; desgra-
ciadamente fue un amor que se perdió en el tiempo, un amor
desperdiciado:
*
Le pido a Dios que no terminen
nuestras horas de paz y de consuelo
y que siempre en tus ojos ilumine
el sendero de paz donde camines,
¡Nuestras almas unidas hasta el cielo!
Yo juro amarte eternamente,
porque encontré consuelo a mis dolores.
Y le pido al señor omnipotente,
que derrame su bondad sobre tu frente:
¡Como esparce el perfume entre las flores!

Los últimos acordes de la guitarra eran lentos y sublimes,


cargados de aletargado anhelo.
Las cuerdas lloraban sujetando con su vibrante sonar a un
corazón que languidece sin esperanzas. Mariana se miró en
los ojos de Arnulfo y un mar de incertidumbre la envolvió
¿Qué destino tendría el amor de ellos? ¿Quedaría destrui-
do o se erguiría carcomido y triunfante, como un acantilado
cuando el vendaval lo azota?
La idealista e indomable Mariana, acostumbrada a sor-
tear tormentas; cuyo espíritu jacobino y su temperamento
obstinado le habían acarreado algunos sinsabores en su cor-
ta vida, se encontraba ahora ante una disyuntiva. A pesar

* versos de la autoría de: Catalina Castellanos Fuentes

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Cascabel

de que las baladronadas de sus suegros no la habían vapu-


leado totalmente, en esos momentos se sentía atribulada y
pesimista. La impotencia le causaba una profunda ansiedad.
Todo el amor que sentía por Arnulfo se escapaba a través de
las ranuras, era como calafatear un barco a punto de hun-
dirse, la indolencia la embargaba y presumía que sin querer
había caído en un avispero. Ahora las cartas estaban sobre
la mesa y solo Dios decidiría si podía lograr cierta avenen-
cia con los que serían sus suegros. Temía que su naturaleza
sensible le hiciera desertar; dar marcha atrás y escapar de
ese berenjenal.
La señora abrió sus tristes ojos al terminar la melodía
y una indiscreta lágrima se asomó en ellos, con disimulo la
limpió y dibujó una dulce sonrisa de resignación. Los jóve-
nes aplaudieron con sentimiento.
—¡Que hermosa canción doña Lucha! —expresó emo-
cionada la joven, mientras Arnulfo veía su reloj y se levan-
taba apresurado:
—Nos tenemos que ir abuela ya van a servir la comida.
—¿Por qué no me acompañan a comer? preguntó la
anciana.
La cara del joven era de profunda pena pero negó con la
cabeza y antes de poder decir algo la abuela respondió:
—Ahhh, ya, no me digas más, ya conozco a Hortensia si
no le avisas antes, se pone histérica y como estoy segura que
ya la trae contra la muchacha mejor ni la testerees —Arnulfo
agregó apurado—. ¡No, Malucha! No es por eso, me gusta-
ría mejor que nos acompañaras tú, a la casa, ¡Sabes que no
debes estar sola mucho tiempo!
—Ay no hijo, sabes que no me gusta escuchar discutir
a tu tata, mejor vayan que la comida se enfría, yo voy a
hacer lo mismo. ¡Por favor hijo! dile a Lupe que venga a

93
Teresita Islas

atenderme y me traiga mi comida, seguro ha de andar por


allá en la cocina.
Mariana quedó pensativa ante el comentario referente a
su suegra. Se despidió de la anciana y junto a Arnulfo, se
encaminaron rumbo a la casa “grande”.
Doña Lucha parada en el marco de su puerta los vio
alejarse y suspiró con fuerza recordando sus tiempos idos.
El gran amor de su vida había sido un soldado que llegó al
pueblo con un destacamento; se enamoraron perdidamente,
pero su padre, al enterarse, hizo un arreglo con don Gaspar
Mendoza y la prometió en matrimonio. Ella le debía obe-
diencia y aceptó con estoicismo el dolor de ver truncado su
amor. Nunca jamás lo volvió a ver. Desde ese día, su cora-
zón desgajado quedó inútil para volver a amar y aunque su
rostro se había desvanecido en la nebulosidad del tiempo,
sus cartas de amor que aún conservaba y guardaba celosa-
mente, le recordaban su voz de terciopelo. Nunca lo olvidó,
aún ahora que ya estaba sola se preguntaba que hubiera sido
si ella hubiera tenido el valor de huir con su amado… Con
la experiencia y los años reconoció que hubiera valido la
pena sufrir miseria e incertidumbre. Estar al lado de quien
se ama era un millón de veces mejor que la comodidad y el
lujo. Y peor aún es estar aborreciendo los labios y el cuer-
po de quien con el derecho de esposo te puede cubrir cada
noche, haciendo tu vida miserable. Fueron años de frustra-
ción y amargura, era como habitar en la aridez del desierto
y su añorado oasis llegaba solo una vez al año; cuando por
el hecho de estar embarazada, su marido la dejaba en paz,
mientras, se contentaba con alguna de sus “Queridas”.
Ahora todo era diferente, su nieto se casaría con la mujer
que amaba, no había “arreglos” de por medio, solo los que
ambos habían fijado y convenido.

94
Cascabel

Recordaba con tristeza los momentos en donde el des-


tino la había colocado como mudo espectador de infames
negociaciones. En más de una ocasión, después de algún
Huapango, había sorprendido dentro de su propia casa a sus
mismas sirvientas; “vendiendo” las honras de sus hijas sin
importarles el dolor que les causaban:
—¡Ay Polo! Que le vo’ hacé, pos’ ya llévate a la mucha-
cha, pero no me la mandej muy tarde ya vej que luego la
gente: ¡Habla!, ándale Crijtina no seaj arijca con Polo y
pórtate bien, ahí te dejo entorná la puerta de atraj.
Después de tantos años aun sentía esa opresión en su gar-
ganta. Era como si pudiera escuchar el palpitar desbocado
del corazón de aquella niña doncella. La desventura y el
dolor que trasmitía la ingenua criatura estaban presentes en
el cuartucho donde había sido vendida y como una presa que
revienta salpicaba de angustia y desamparo el espacio con-
tenido. Parecía que el tiempo no había transcurrido. Lucha
recordaba perfectamente ¡cómo! sin poder contenerse; había
atisbado a través de una rendija de la maltrecha puerta de
la cocina para poder ver a la chiquilla que tendría apurados
trece años. La pobre desdichada, nerviosa se enrollaba en su
rebozo y agachaba la cabeza obedeciendo a su madre, mien-
tras gruesas lágrimas escurrían por su rostro, seguramente
ya se había “arreglado” cuánto costaría su inocencia y nada
que dijera o hiciera podía cambiar su destino.
Intentaba encontrar razones que fueran suficientes para
dispensar tan crueles actos. Pensaba que quizás seguramente
¡la pobreza de esas almas era tanta! que quedar con uno de
los Mendoza constituía un logro; pero la realidad era que
ninguna pobreza justificaba algo tan despreciable como la
ambición y la rapiña de los padres. Eran como lobos rapaces
diestros en el arte de despedazar el espíritu y la carne de

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Teresita Islas

su propia sangre; vendiendo su alma al diablo por obtener


ganado, dinero y favores. No había tregua para las infelices,
pues su condena duraba todo el tiempo que sus hijos lo deci-
dieran en relación a su gusto y satisfacción.
Doña Lucha movió la cabeza negando mientras apretaba
con fuerza sus ojos; no quería recordar más. Se arrepentía
ahora de no haber evitado tales injusticias…de pronto…un
dolor familiar y profundo en su estómago la hizo doblarse,
estuvo a punto de caer, sentía una daga en su vientre que se
enconaba cada vez más dentro de su ser. Con lentitud llegó
hasta la orilla de su cama y se dejó caer, levantó la mirada
al cielo ¡llegó mi hora! ¡Sí, ya sé flaca que vienes por mí!
su tortura se hizo más fuerte y lacerante. Estaba segura que
su tormento era ni más ni menos que por odio y rencor acu-
mulados, que de alguna forma se habían materializado con-
virtiéndose en algún tumor canceroso. Eran para la anciana
sin ninguna duda pecados de omisión, por no gritar cuando
debía y quizás también pecados de cobardía; pero al fin y
al cabo no dejaban de ser pecados. Era el momento en que
Dios le pasaba la factura de lo que había hecho con su vida.
La terrible hora del cobro de la cuenta, que en su caso por
el suplicio que experimentaba pensaba que era exagerada.
Doña Luz de Gracia Fuentes Verdejo recibió una esme-
rada educación, había aprendido todo lo necesario que debe
saber una mujer sobre el manejo del hogar. Su madre le
había enseñado que una esposa, no tenía derecho a cuestio-
nar las decisiones de su marido. Que la mujer solo existía
para atenderlo, complacerlo e incluso debía esforzarse en
¡adivinarle el pensamiento! tal esfuerzo no era de ninguna
forma exagerado. Ninguna incompetencia de parte de una
esposa era justificable, nada debía perturbar o causar enojo
al que por contrato ante Dios y los hombres era dueño de su

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Cascabel

vida. Debía evitar causar motivos que lo obligaran a infrin-


girle reprimendas, las que en un dado momento; podían ser
verbales o hasta físicas, en cuyo caso, serían bien merecidas.
Doña Lucha había aceptado su papel con sumisión y abne-
gación, todo lo que ordenaba su esposo era cumplido al pie
de la letra, le había dado todos los hijos que Dios les había
enviado. La discreción era el primer mandamiento y el más
importante que su consorte exigía, como él decía: “La ropa
sucia se lava en casa”. Ella en una actitud de total someti-
miento, minimizaba los desmanes y los excesos de todos;
aunque siempre que podía, intentaba inculcarles a sus hijos
el respeto y la mesura. Sin embargo, tratándose de los varo-
nes el asunto no era tan fácil; don Chico era el que tenía la
última palabra. Desde pequeños se los llevaba al monte con
sus caballerangos y aunque a ella no le decía nada; sabía,
como madre, al ver llegar a sus hijos perturbados y con el
miedo pintado en su rostro, que habían vivido alguna expe-
riencia aterradora. Las pesadillas de los chiquillos durante
las noches se lo confirmaba, uno de ellos en un delirio de
calentura había gritado: “¡Papacito, por favor, no quiero ver
cuando lo mates!”. Era entonces cuando un sentimiento de
rebeldía la sofocaba, su instinto de protección maternal salía
a flote pero le faltaba el valor, ¿A dónde podría ir con tantos
hijos sin que Francisco la encontrara? Así continuó su vida,
siempre a la sombra de él, soportando su verborrea cargada
de perversidad. En muchas ocasiones le escuchó decir con
orgullo y soberbia: Mis hijos se están haciendo ¡Hombres!
Fue pérdida de tiempo absoluto las enseñanzas de la mujer,
porque las criaturas aprenden más de los ejemplos que de
las palabras.
Los cinco hijos varones de don Francisco y doña Lucha
crecieron en edad y en mañas. Las atrocidades y los vicios

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Teresita Islas

de su padre las copiaron de forma análoga sin sentir arrepen-


timiento o culpabilidad, empezando con el mayor: Apolinar.
Éste era el más atrevido y soberbio de todos y también sobre
quien recaía toda la responsabilidad de cuanto ordenaba el
cacique. En más de una ocasión, recibió los azotes de su
iracundo progenitor y mientras la vara del guatimé zumbaba
en el aire, él en obcecada decisión mantenía los labios cerra-
dos sin emitir ningún gemido. Después, le seguía Cayetano
quien “celebraba” todas las hazañas de su hermano mayor,
era flojo y sinvergüenza, le gustaba el alcohol y la baraja.
Apostaba lo que fuera en las carreras de caballos; solo tra-
bajaba cuando se le había acabado el último quinto del pago
recibido. Su padre se negaba a darle algo si no se esmeraba
en las faenas y en varias ocasiones recibió fajazos por des-
cuidar alguna encomienda. Después de ellos, habían naci-
do las tres mujeres; Luz de Gracia, Rita y Teresa, así que
los más chicos lograron tener un respiro. Don Francisco los
había enviado a estudiar; pues deseaba, como era la moda:
tener un hijo profesionista cuando menos. Obviamente los
afanes del cacique eran los de lograr presumirle a los catri-
nes de la ciudad; que él también podía tener gente educada
en su casa. Ellos estudiaban en Tlacotalpan en la escuela
“Comercial”, pero los fines de semana no se salvaban de
darle a la faena en el rancho. Francisco, Amancio y Teodoro
no se llevaban más de un año entre cada uno de ellos. Se
podía decir que eran los más “relajados”, aunque se cuida-
ban muy bien de no hacer enfurecer a su padre. Al igual que
sus hermanos mayores les gustaba el “toro”, el juego y por
supuesto el vicio más caro: las mujeres.
En innumerables ocasiones después de un huapango de
“Medalla”, (se escogía al organizador del siguiente hua-
pango imponiendo una medalla a uno de los asistentes) los

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Cascabel

Mendoza se quedaban con muchas mujeres bonitas. Las


madres se esmeraban en ofrecer a sus doncellas, vistién-
dolas con faldas de colores chillantes y perfumándolas con
agua de colonia. Las muchachitas habían crecido escuchan-
do como los Mendoza habían favorecido con trabajo o con
ganado a la familia de Mengana o Perengana, envidiando la
“suerte” que la joven había tenido. No tenía importancia si
quedaba embarazada o no, con ello prácticamente asegura-
ban un porvenir para su hija; que de otro modo, podía estar
plagado de pobreza y sufrimiento al lado de cualquier cam-
pesino sin fortuna. Así, por una bicoca, vendían sus hijas a
los aviesos hijos de doña Luz. La mayoría de esas pobres
desdichadas, solo fueron entretenimiento de un rato, sabían
de antemano que el casamiento solo era para las “señoritas
de ciudad” y que don Chico siempre se aseguraba que sus
hijos consiguieran matrimonios ventajosos.
El dinero de los Mendoza servía para comprar mujeres
y hombres, pues era bien sabido de la gran gavilla de pis-
toleros al servicio de don Francisco Mendoza Castellanos
y sus hijos. Sus posesiones incluían además de los cinco
ranchos con cerca de dos mil hectáreas: Varias casas en
Tlacotalpan, una en Santiago Tuxtla y otra en Tres Zapotes,
esta última era el sitio preferido por los Mendoza, ahí ellos
eran la “Ley” gozaban de poder y posición en la minúscula
sociedad de ese pueblo, así que hacían valer su apellido a
como diera lugar. Cuando arriaban ganado hacia las tierras
altas procuraban siempre llegar con por lo menos cincuenta
o cien reses de más, ganado que era de inmediato sacrificado
o vuelto a herrar, acrecentando la fortuna familiar. Nadie se
atrevía a acusar a don Chico o a sus hijos de abigeato, pues
con ello comprarían un boleto para la eternidad.

99
Teresita Islas

Eran cerca de las dos de la tarde, doña Lucha sentía que


empeoraba a cada instante, se había tomado ya dos pasti-
llas para el dolor, pero no sentía mejoría, ni siquiera podía
levantarse. Abrazó su apreciada guitarra a un lado de ella,
el dolor agudo era como una marejada que se retiraba de
su abdomen solo el tiempo necesario; para dejarla tomar
aliento y prepararse para la siguiente inmisericorde embes-
tida. Sentía un sudor frío que le recorría la espalda y hasta
el respirar le molestaba, comenzó a marearse y pensó que se
desmayaría. No era la primera vez que sentía ese malestar y
sabía que algo no estaba bien en su cuerpo y que el final se
acercaba, sin embargo, sentía que no tenía caso preocupar
a nadie, puesto que ella ya había decidido partir desde hace
mucho. No le quería dar molestias a ninguno de sus hijos y
menos aún a su hijo Polo que siempre estaba tan ocupado y
que además ahora le habían diagnosticado un daño severo
en su corazón.
Se acomodó de lado, pensando que así le dolería menos,
pero fue en vano, nadie la acompañaba en esos momentos,
la criada que estaba a su servicio de pronto desaparecía;
seguramente obedeciendo alguna orden de su nuera, a quien
no le bastaban las dos que tenía. No podía culparla de su
agrio carácter ni de su despotismo, pues había aprendido
del mejor maestro. Aún la recordaba cuando había llegado
aquella mañana muy temprano, sintió mucha lástima pues
parecía un asustado cervatillo que temblaba ante la voz de
su amo, pero era tan timorata; que no pudo enfrentarse a su
marido y a su hijo. Los pecados la carcomían ahora que su
camino estaba a punto de terminar. Por esta razón el dolor
que venía sufriendo desde hacía meses lo había aceptado
como expiación por sus faltas. Cerró los ojos con fuerza,
intentando evadir los recuerdos que la martirizaban, pero la

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Cascabel

voz clara de una de tantas mujeres llegaba hasta sus oídos


taladrando su mente con aguijones de culpa:
—¡Ay doña Lucha!, eghte Polo, ujté cree se llevó a mi
niña, a la Adelaida, ujté la conoce, venía aquí dende chiqui-
tita, le traiba a ujté los chayotes a vender ¿Se acuerda?, ella
era señorita, antier no me llegó a la casa, dicen que dejpuéj
del huapango se la llevó, ora quien me la va queré, si tó el
vecindario se dio de cuenta que la soltó de la montura ahí
nomás traj el palo de Cundoria, su a’pá ya le ha pega’o
mucho y hajta la corretió con una “faca”, ¡Me la va a matá!
Por piedá doña Luchita ayúdeme ujté. Una sabe ¿verdá? Que
el joven Polo ej hombre, pero ejta menta’a chamaca ej muy
alcanzá’a y se jué con él, uno pos egh pobre, nomaj tenemo
la milpita y ya ve que Usebio no gana mucho, ¡Que voy hacé
si sale panzona! y ora nadie la va a queré pa’ mujer.
Los gimoteos de la mujer eran los mismos de muchas
tantas y el escucharlos repetidas ocasiones le habían hecho
perder parte de su sensibilidad, no obstante, se sentía res-
ponsable. La deshonra que compartía por los abominables
actos de sus hijos le era intolerable y de no ser porque echa-
ba mano de la evasión justificada, que consistía en enfundar
su rostro en una máscara de cinismo y descaro, hubiera sido
imposible para ella, arreglar ese tipo de “problemas”, en
donde las faldas, eran el meollo del asunto.
Doña Lucha se sabía de memoria los argumentos que sus
hijos expresaban para justificar sus arrebatos pasionales y
cortejos. Ella había intervenido sermoneándolos al respecto,
pero sabía de antemano que estaba desperdiciando su tiem-
po en tal fin, ya que su padre repetía una y otra vez con
orgullo y suficiencia: “Nosotros somos ¡Hombres! ¡Somos
Mendoza! de ninguna manera vamos a permitir que nos
tachen de maricones o desviados”. Así que, el alcohol y las

101
Teresita Islas

mujeres eran “gustos” que se daban para reafirmar su hom-


bría, aunque después ella tenía que indemnizar a las “ofen-
didas madres”:
—Ya, ya, Matilde, no te preocupes, si sale panzona lo
arreglamos que si Polo hizo algo, yo respondo y ¡Claro que
te voy a ayudar!, a ver, ¡Jacinta!, mete en una “costalilla”
mandao suficiente para un mes y tráeselo aquí a Matilde. Le
diré a Chico que le de trabajo a tu marido en el rancho.
—¡Graciaj doña Luchita!, no sabe lo que le agradejco lo
del trabajo pa mi Usebio pa’maj que sea pagarle el doitor a
mi Adelaida, poj quedó muy chipuja la probe por tanta san-
gre que perdió ¡cuando la “dejquintó” su hijo! ¿Usté cree?
—No hay problema por eso, llévala con el doctor Timoteo
que me pase a mí la cuenta.
Doña Lucha por dentro ardía de vergüenza, pero por otra
parte, estaba atada de manos y solo le quedaba procurar a la
familia de la desdichada lo mejor que podía. Así, de la gran
tienda que tenían en el pueblo salía: Frijol, arroz, azúcar,
café, sal, galletas, aceite, jabón y hasta cortes de tela, meca-
tes, riendas y mangas, con el fin de dejar contenta a toda la
familia, así se retiraban las señoras “agradeciendo” a doña
Lucha por restaurar el honor perdido.
Pero tales actos solo eran pequeños deslices, pues ade-
más de tener la “Señora Principal” con la que se habían
desposado, tenían sus “queridas” o amantes con las cuales
procreaban hijos.
Estos no gozaban de los privilegios de los hijos legítimos,
Apolinar, Cayetano y Francisco los trataban con la punta del
pie. Esos escabrosos asuntos de faldas, tenían que ver según
ellos con su recia “personalidad”; pues eran tantas las que
se les ofrecían, que tenían que espantárselas a sombrerazos
como los mosquitos.

102
Cascabel

A menudo, doña Lucha tratando de inhibir los repetidos


actos de adulterio de sus vástagos les hacía ver que los niños
eran los que sufrían; mas recibía como un latigazo la repri-
menda de su marido, quien con despotismo le ordenaba:
—¡Déjalos en paz! Mujer ¡No te metas! Eso no es asunto
tuyo, las hembras se hicieron pa’ darnos gusto y a según sea
el dinero, se tiene una, o ¡las que sean necesarias!
Por su lado sus hijos contestaban con igual desdén:
—¡Yo puedo tener las viejas que quiera!, pues pa’ eso soy
hombre y me está mal decirlo pero… ¡No soy mal parecido!
Convencido de su galanura Apolinar retozaba con cuanta
mujer se le paraba enfrente. Doña Lucha a pesar de su amor
maternal sabía que su primogénito carecía de grandes virtu-
des físicas, desde pequeño era chaparrito y tenía tendencia
a la gordura; por esa razón, don Chico Mendoza procuraba
siempre obligarlo a trabajar con el cuerpo. A veces parecía
que se ensañaba con el muchacho, pues con brutalidad lo
avergonzaba y hería. En una ocasión, lo lazó con su reata
y lo obligó a correr hasta que el pobre chiquillo cayó de
bruces. Exhausto y maltrecho quedó tirado doliéndose de
los raspones y heridas. Don Chico sin sentir compasión por
su sangre, le ordenó que se levantara pues de lo contrario lo
arrastraría. Apolinar sacó fuerzas del odio que experimenta-
ba y se puso de pie para seguir corriendo; los oídos le zum-
baban y sentía que el corazón le iba a estallar. Después de
lo que le pareció al chico la eternidad del purgatorio, don
Francisco se sintió satisfecho y le ordenó que se detuviera.
Apolinar cayó sobre la zarza casi inconsciente; solo hasta
entonces, su padre ordenó que lo levantaran y llevaran a la
casa. El hijo mayor de los Mendoza aprendió a evadirse de
los recuerdos que lo lastimaban y se volvió introvertido y
petulante, empezó a tocar la guitarra y con ella al hombro

103
Teresita Islas

se alejaba hacia los potreros en un retiro solitario. Su madre


logró captar en el rostro de su hijo el rencor y el odio hacia
su padre, sentimientos que disimulaba muy bien.
Don Francisco en ocasiones se refería a su hijo mayor
por el sobrenombre de “pelo de cochino” obviamente por el
cabello lacio y grueso, esta humillación sostenida durante su
infancia engendró crecientes complejos, inseguridad y baja
autoestima.
Siendo ya un joven, Apolinar no había cambiado mucho
en su apariencia física, seguía siendo obeso, su trasero plano
contrastaba con su abdomen inflado y a través de los panta-
lones se podían notar unas piernas cazcorvas. Estas carac-
terísticas no le ocasionaban tanto disgusto e inconformidad
consigo mismo como su cabello. Utilizaba grandes cantida-
des de vaselina para tenerlo peinado y en posición horizon-
tal, aunque dicho procedimiento era innecesario, puesto que
siempre usaba sombrero en público. Contrario a lo anterior,
mostraba sin reparo sus dientes de enfrente con sendas coro-
nas de oro, que a propósito se había mandado a hacer, pues
según él, su sonrisa era de lo más encantadora, pues nunca le
fallaba al momento de enamorar a una dama.
La tarde caía lentamente en el llano, el sol declinaba sus
rayos y una fresca brisa hacía bailar las flores silvestres. El
continuo repicar de un “Carpintero” se escuchaba en las cer-
canías, mientras, las parvadas de cotorros sobrevolaban el
huerto buscando semillas y frutas. La joven pareja habla-
ba cada vez más alto muy cerca de la entrada a la huerta.
Arnulfo levantaba las manos y gesticulaba vigorosamente,
mientras Mariana se llevaba las manos al rostro y limpiaba
las lágrimas con el dorso de su mano:
—¡Por supuesto que no irás a ningún lado! Que no se
te olvide ¡Que estas bajo mi responsabilidad!, ahora estas

104
Cascabel

ofuscada y no estas siendo razonable, ¡Entiéndeme Mariana!


Son las cinco de la tarde es muy tarde para viajar a Veracruz
y tengo asuntos que atender ahora mismo; ¡Así que te que-
darás! Y mañana temprano te llevaré, si eso es lo que deseas.
La joven desesperada le respondió:
—¡Entiéndeme tú! ¡No puedo estar ni un solo día más
aquí! ¿Qué no te das cuenta? ¡Tu mamá no me quiere! ni
siquiera me habla, no se ha tomado la molestia de hacerme
plática aunque sea por compromiso y tu padre…, tu padre…
las dos veces que me ha visto, me ha dicho claramente que:
¡Tú, no puedes atenderme, que tienes mucho trabajo, prácti-
camente me ha corrido!
Al ver el rostro angustiado de la joven, Arnulfo procu-
ró abrazarla, pero ella no se lo permitió y entonces añadió
exasperado:
—Mariana… ¡Escúchame! Nada de lo que digan o hagan
mis padres hará que cambie el amor que te tengo. Hay dema-
siadas cosas que tú no entiendes. Pero… ¡Por dios cálmate!
y entonces podremos hablar sobre lo que te inquieta, solo te
pido que te tranquilices.
—¡Que me tranquilice!... ¡que me tranquilice! ¡Me estás
tratando como si fuera una niña! ¡Cómo voy a estar tran-
quila! Me siento como… ¡Una intrusa! No quiero estar más
aquí ¡Por favor, llévame a Santiago! Yo de ahí tomaré un
autobús al puerto, ¡No necesitas llevarme hasta allá!
Arnulfo alterado y a punto de perder la paciencia le res-
pondió con disgusto:
—¡Si no quieres que te trate como niña compórtate como
una mujer! Estás haciendo un berrinche, sé que te sientes
incómoda pero ¡No hagas una tormenta en un vaso de agua!
Y no quiero volver a escuchar que te quieres ir porque te

105
Teresita Islas

voy a poner sobre mis rodillas y te aseguro ¡que no podrás


sentarte en una semana!
La angustia, el miedo y la desilusión de la joven, se deja-
ban ver plenamente en los ojos enrojecidos por el llanto
que fluía incontenible, Arnulfo empezó a sentir una terrible
impotencia, su enojo empezó a decaer y se despertó en él
una inmensa ternura. Por supuesto que entendía la causa del
malestar de su novia, sabía también que su juventud y tem-
peramento exacerbaba cualquier contratiempo, sin embargo,
estaba resuelto a no dejarla partir hasta que no se hubiesen
aclarado las cosas. Con resuelta determinación y sin contar
con su permiso Arnulfo sujetó a Mariana con fuerza entre
sus brazos impidiendo su alejamiento para después depo-
sitar en sus temblorosos labios un ardiente beso, anhelando
con ello calmar su congoja; ella, como siempre, no tardó en
corresponder a la ardiente caricia.
Arnulfo estaba disgustado ante la complicación que le
provocaban sus padres. La noche anterior lo había mante-
nido despierto el hecho de que manifestaran abiertamente
tan poca disposición y tan clara aversión a la mujer que él
había elegido para ser su esposa. Este incidente lo ponía en
una disyuntiva, que obviamente no beneficiaba a sus pro-
genitores y lo lamentaba sobre todo por su padre que esta-
ba enfermo, sin embargo, no estaba dispuesto a tolerar más
insolencias y descortesías a su futura consorte. Arnulfo
había creído subsanado el asunto de su matrimonio debido
a que en días anteriores, con la intención de formalizar su
noviazgo; había sostenido una seria plática con ellos, anun-
ciándoles sus próximas nupcias y dejándoles muy en claro
que su decisión era un asunto personal y no sujeto a dis-
cusión. También les había advertido que en caso de haber
problemas, el inmediatamente partiría de ahí. La postura de

106
Cascabel

su padre no le causó sorpresa alguna ya que durante muchos


años había intentado “arreglar” su casamiento a su entera
conveniencia. Insistía por temporadas en sus argucias sin
querer aceptar que esa posibilidad jamás había existido. La
razón era muy simple: gracias a su abuelo materno, desde
los dieciocho años Arnulfo había tomado posesión de bienes
que le facilitaron una emancipación temprana, poniendo tie-
rra de por medio lejos de sus progenitores.
La reacción de don Apolinar aquel día fue totalmente
predecible incurriendo al chantaje y a la intimidación:
—¡Chingadamadre! ¡Cría cuervos y te sacarán los ojos!
¡Ahora por una vieja me amenazas con irte! después de que
¡Me debes la crianza! ¡Faltaba más! Pero… ¡Has lo que
quieras! Yo no me meto, así, si te sale rejega o mula ¡No
me echarás la culpa! ¡nomás esto me faltaba!…, ahora que
estoy enfermo y viejo me sales con tus ¡chingaderas! Pero
te advierto: ¡Ninguna mujercita de “ciudá” va aguantar a
venirse a vivir a un rancho! Así que más te vale jalarle la
rienda desde el principio; si no quieres terminar como tío
Cleto que la mujer lo dejó y se fue con otro.
—¡Eso es problema mío!
La respuesta de Arnulfo fue tajante. Entonces con voz
pausada y baja que contenía claramente rasgos de exaspera-
ción les había aseverado:
—Como ya les dije: Mi decisión está tomada y si insis-
ten en intervenir; me veré forzado a irme y tomar además,
la parte de mi herencia que la abuela ha dispuesto para mí,
porque deben saber que si regresé a hacerme cargo de este
rancho fue por Malucha, ella personalmente me lo pidió.
Don Apolinar por una vez en su vida guardó silencio,
desconocía que su madre, doña Lucha, estaba enterada que

107
Teresita Islas

su hijo tenía los días contados según el diagnóstico médico.


Arnulfo muy serio le confirmó:
—Sí… no me preguntes como se enteró, porque yo no lo
sé, pero me suplicó que viniera a ayudarte; ella sabe de tu
lesión cardiaca y tu expectativa de vida. Cuando mi madre
me contó que estabas mal, yo ya pensaba en apoyarte, sin
embargo no quise imponerte mi presencia, pues te conozco;
sé que siempre quieres hacer las cosas a tu modo. Y también
sé que aunque soy tu único hijo varón; no soy santo de tu
devoción, y eso jamás lo he entendido.
Arnulfo con despectivo gesto les había dado la espalda a
sus padres y se había dirigido a la puerta con los puños apre-
tados en clara señal de contención y como último comenta-
rio había agregado:
—No tengo nada más que hablar, no quiero seguir discu-
tiendo mis asuntos con ustedes.
La puerta del mosquitero se azotó cuando el vástago de
Apolinar abandonó la habitación. Un segundo después, se
escucharon los estruendosos sollozos de su madre, mientras,
don Apolinar lanzaba vituperios y maldiciones con su habi-
tual lenguaje obsceno.
Habían pasado ya algunos días desde la discusión,
Apolinar con astucia evitó tocar el tema y le prohibió a su
mujer hacer referencia al mismo, pues no perdía las esperan-
zas que ocurriera alguna circunstancia que lo hicieran desis-
tir de su afán. La mente del viejo era una maraña. Sentía
odio y rencor. No concebía que su tan apreciada vida llegara
a su fin, malograda por la enfermedad. Pero lo que más le
incomodaba y le ponía de tan mal humor era que su único
hijo no se sometiera a su voluntad. Por otro lado, desafiar a
su hijo no era una tarea fácil, no a la edad que tenía; pues los
insultos, golpes y amenazas habían quedado en el pasado.

108
Cascabel

Ahora, era un hombre y por si fuera poco, había ganado con


méritos propios suficiente dinero en la capital, eso, sin contar
con la herencia de su abuelo Artemio; quien había insistido
en otorgarle exclusivamente a él la totalidad de sus bienes,
dejando a su propia hija sin herencia. Esa fue la culmina-
ción de su maquiavélica venganza: no permitir que su yerno
tocara un quinto de su dinero. Pero a su suegro no le bastó
con desheredar a su hija, sino que se ensañó en su volun-
tad postrera, pues además logró sobajarlo y hacerlo público
ante todo el pueblo; repitiendo la acción de su hija Hortensia
aquella noche de hacía muchos años cuando lo despreció…
Don Artemio falaz y calculadoramente lo incluyó en su tes-
tamento, pero solo para otorgarle de herencia; dos objetos
en extremo denigrantes para un hombre de su condición.
También incluyó unos comentarios que fueron leídos por el
notario en voz alta en presencia de la servidumbre; a quienes
mañosamente, también les había heredado algunas pequeñe-
ces. Esto con el fin de que estuviesen presentes durante la
lectura del documento y el chismorreo fuera inevitable.
La lectura del testamento dio lugar y decía: “Para el igno-
rante de mi yerno con el fin de que se ilustre, le heredo: el
Manual de urbanidad de Manuel Carreño, aunque es sabido
por todos que “el árbol que nace torcido jamás su tronco
endereza” y que “aunque la mona se vista de seda, mona se
queda”, asimismo, le heredo también: diez botes de vaseli-
na para domar sus cabellos y pueda disfrutar de la brisa sin
tener que usar siempre sombrero”.
Don Manuel, seguramente desde su tumba se carcajeaba
y lograba al fin su venganza por la afrenta de su hija cum-
pliendo su cometido: recordarle a Apolinar su inferioridad
y su condición de cacique ignorante así como su deplora-
ble fisonomía. Dicho acto póstumo, fue una gran burla y la

109
Teresita Islas

delicia de todo Tlacotalpan, hasta en los huapangos se com-


ponían versos referentes al suceso de la herencia. Por esa
cuestión en el son del buscapiés cantaban los trovadores:
Al pobre de Apolinar
Por falta de su sapiencia
Le dieron por toda herencia:
Un libro para estudiar,
Vaselina de peinar,
Pa’ mejorar su apariencia.
Cada vez que Apolinar recordaba la tarde; en que el nota-
rio leyó el testamento tras la muerte de su suegro, la sangre le
hervía del coraje. Lo maldecía una y otra vez sin importarle
que ya estuviera cargando tierra. Ahora, con renovada furia
lo volvía a maldecir, culpándolo de la fortaleza económica
y la seguridad de Arnulfo; quien había logrado amasar una
considerable fortuna cuando apenas rebasaba la adolescen-
cia. Esa situación, lejos de enorgullecerlo como padre, pro-
vocaba en él un terrible malestar, pues estaba acostumbrado
a tirar de las cuerdas como si las personas fuesen títeres,
a quebrantar espiritualmente a los que lo rodeaban de tal
forma que sus deseos fueran la ley. Utilizaba las flaquezas
de los demás a su entera conveniencia y por ello, su hijo,
siempre había sido una piedra en su zapato.
Desde pequeño Arnulfo mostró extrema inteligencia y
gran capacidad de liderazgo, el muchacho se las había arre-
glado mejor que él mismo Apolinar; para salir ileso y triun-
fante en condiciones adversas. El viejo conocía el carácter
obstinado de Arnulfo así como su tolerancia y control de sí
mismo, cualidades inefables que demostraba ante asuntos
de extrema ansiedad. En más de una ocasión, fue testigo de
la inverosímil transformación en que incurría su primogé-
nito cuando era llevado al límite, proyectando espirales de

110
Cascabel

energía electrizante a su alrededor. Con desmesurada fuer-


za contenida, dejaba escapar pequeños fragmentos de furia
controlada a través de sus gestos y emociones, el adversario
podía palpar un reflujo misterioso que parecía envolverlo
como una invisible telaraña, apabullándolo en un largo sus-
penso angustiante antes de recibir el anunciado flagelo.
Arnulfo tenía el don de anticiparse a su oponente, se
adentraba en sus pensamientos y en sus instintos calculando
de manera inteligente y exacta la estrategia a emplear en
cuanto a fuerza y paráfrasis resolutiva. Con un gran inge-
nio, destreza absoluta y además con inusual placer, rodeaba
a su presa acorralándola, amedrentándola para después con
gozo implacable asestar el zarpazo final. En otras palabras
le gustaba jugar “Al gato y al ratón”. Apolinar sabía que las
circunstancias le eran adversas jamás podría someter a su
vástago… ya no le quedaba tiempo.
Arnulfo presa ya de un candente deseo se separó con reti-
cencia de Mariana quien ahora mostraba todos los indicios
de una mujer excitada. Sus mejillas arreboladas, los labios
inflamados y los pezones erectos que se traslucían a través
de la delgada tela de su camiseta eran testimonio de ello; sin
embargo y a pesar del fogoso trance, su inocencia era impo-
sible de ocultar pues solo bastaba observar su avergonzada y
confundida mirada aun húmeda por el llanto recién vertido.
Arnulfo todavía sofocado se cuestionaba: ¡Diablos! ¿En que
estaba pensando cuando invité a mi virginal noviecita a hos-
pedarse tan cerca de mí? cada vez le costaba más contenerse,
aunque se suponía que su vasta experiencia, debiera de darle
ya puntos “extras” en dominio y voluntad. Respiró varias
veces y después con su habitual paciencia, le instó a que le
confesara sus temores:

111
Teresita Islas

—Dime Linda ¿qué te preocupa? Aparta todo lo negativo


de esa cabecita, solo debes dejar que sea yo el que resuelva
todo lo concerniente a ti. Cuando nos casemos no necesita-
ras… ¡ni siquiera pensar! Solo deberás amarme con devo-
ción ¡como lo hago yo por ti!
—Tengo miedo ¿no lo entiendes? quizás ahora sea sufi-
ciente nuestro amor pero después a lo mejor resientas que
por mi causa ¡tus padres estén disgustados contigo!
El la rodeó de nuevo con sus brazos y la apretó con fuer-
za dejándole sentir su fortaleza y protección, con infinita ter-
nura musitó entre sus cabellos para tranquilizarla:
—Mi amor… Mi hermosa Mariana ¿Cómo puedo hacerte
ver que ellos no pueden hacernos ningún daño? ¿Que no son
importantes tampoco las estupideces que hablan? Mi Padre
está muy enfermo y sabe que pronto morirá. Eso lo inquieta
y lo enfurece, pues se resiste a enfrentar su destino, porque
su vida no ha tenido ningún sentido, nunca comprendió la
finalidad de su existencia. —Sonrió con sarcasmo—. El dar
amor nunca fue su prioridad. Y mi pobre e infeliz madre
ha sido una sombra de él, carente de fuerzas para desafiar-
lo… ellos no tienen ninguna autoridad sobre mí. Si te los
he presentado… es por el respeto que te mereces. Te pido
que entiendas amor, que lo que siento por ti es profundo y
duradero, me vuelves loco, no concibo estar sin ti. Eres mía,
me has pertenecido siempre. Pronto serás ante la ley de Dios
mi esposa y nada podrá separarnos, no te resistas ante lo
inevitable, comprende que siento un fuerte sentimiento de
sobreprotección hacia ti, ¡No puedo permitir que te vayas
ahora!... ¡Te amo mi pequeña!
Mariana pudo ver con sus ojos de nuevo arrasados por
el llanto; el increíble amor que Arnulfo le profesaba, enton-
ces comprendió que los desplantes de sus suegros parecían

112
Cascabel

nimiedades ante la absoluta veneración del hombre que


amaba. Se apretó aún más contra él y se entregaron en un
prolongado beso con sabor salobre y dulzón a la vez.
Unos agudos gritos provenientes de las habitaciones de
la abuela, interrumpieron su estrecho abrazo, ambos vol-
tearon al instante y movidos por una fuerza extraña se diri-
gieron apresurados a averiguar lo que ocurría. No les tomó
mucho tiempo saberlo, la joven sirvienta gritaba:
—¡Doña Lucha, doña Luchita! ¡Hábleme!
Sacudía a la anciana de los hombros, sin lograr respuesta
alguna, Arnulfo de inmediato valoró la situación y quitando
a la criada, se arrodilló junto a la cama, poniendo directa-
mente el oído en el pecho de la señora, se enderezó y tomó
la huesuda mano, ésta se encontraba helada, las dos perple-
jas jóvenes esperaban ansiosas, Arnulfo volviendo el rostro
hacia ellas les dijo:
—Aún respira, pero parece que está desmayada, Lupe
corre a la casa y dile a mi madre que venga y que traiga
alcohol.
A la chiquilla le salieron alas en los pies y desapareció en
un instante. Mariana estaba totalmente atónita observando el
fatigado cuerpo de doña Lucha. Arnulfo, arrodillado al pie
de la cama le sostenía la marchita mano, mientras le hablaba
cariñosamente, pasaron algunos minutos y ella por fin dio
señales de haber vuelto en sí:
—¡Abuela! ¡Malucha! ¿Qué tienes, qué te pasa? —Con
voz apenas audible logró susurrar:
—Me duele…, me duele mucho hijo.
—¿Dónde, Malucha, dónde te duele?
Soltando su mano de la de Arnulfo la llevó hasta su vien-
tre que ahora se encontraba enormemente inflamado. La
habitación se ensombreció aún más y por la puerta entró

113
Teresita Islas

doña Hortensia quien sostenía en sus manos un frasco con


alcohol, de inmediato Mariana retrocedió para darle espacio
a la señora, que cuestionó con fastidio:
—¿Y ahora qué le pasa?; qué tiene —Arnulfo contestó
de inmediato:
—Tiene un dolor muy fuerte en el abdomen, necesito ir
por el médico ¡Mamá, quédate con ella!
—Pero… Arnulfo, tu papá no tarda en despertar de su
siesta, ¿Quién lo va a atender? ¡Que se quede Lupe con ella
mientras vas!
—¡Por vida de Dios madre! ¡Quédate con ella!
Arnulfo estaba furioso sin embargo, tomó con rapidez
una decisión y con una mirada suplicante; le pidió a Mariana
su apoyo. La joven sin titubear le propuso:
—¡Ve por el doctor, Arnulfo! yo me quedo con ella.
Arnulfo sonrió agradecido y partió, mientras, doña
Hortensia la miraba de soslayo en actitud de desprecio, sin
agregar nada más, salió de la habitación.
Doña Lucha se quejaba en voz baja y la joven no sabía
qué hacer, ni cómo ayudarla, pero hincándose junto a ella, le
hablaba muy cerca de su rostro, tratando de tranquilizarla:
—Doña Lucha, aguante un poco más, ya Arnulfo fue por
el doctor y usted se va a poner bien, ¿Me oye?
La señora entreabrió los ojos, miró directamente a la
muchacha y con voz temblorosa por el dolor, susurró:
—No… hija… no dejes a Arnulfo…, cuando pierdes el
amor…, te quedas…, sin nada.
Mariana no supo que contestar, sus ojos se llenaron de
lágrimas, que inútilmente trataba de reprimir, la señora com-
prendiendo su aflicción esbozó una leve sonrisa y añadió:
—Lo van a…, lograr… tienen mi bendición.

114
Cascabel

Los papeles se habían invertido y sin saber cómo, era


ahora la anciana quien consolaba a la desventurada mucha-
cha. Mariana estaba sumamente sensible ¿Qué le estaba
sucediendo? En ese día había llorado: ¡lo que lloraba nor-
malmente en un año! ¡De nuevo no podía reprimir el llanto
al escuchar las palabras de la anciana! La débil mano de la
vieja reposaba ahora en su cabeza acariciándola, hasta que
solo se escuchaban en la habitación entrecortados suspiros.
Después de unos momentos, la anciana volvió a hablar, los
sonidos que emitía estaban casi apagados:
—Mariana…, aquí…, abajo —la joven escuchaba aten-
ta—. Debajo...de la cama…, un baúl…, sácalo.
—Sin tardanza se agachó debajo del lecho y extrajo un
pequeño baúl de madera, éste se encontraba cerrado, con
esfuerzo, la anciana sacó del mandil que aun llevaba puesto,
un manojo de llaves que le entregó a Mariana, ella después
de analizarlo supo enseguida cual era la llave que abría el
cofrecillo. Presurosa introdujo la antigua y herrumbrosa pie-
za en la cerradura y sin dificultad alguna lo abrió; en él había
múltiples fotografías y cartas, así como prendas de oro y
un exquisito “cachirulo” con incrustaciones de oro y perlas.
Atenta volvió de nuevo la mirada hacia la anciana esperando
sus instrucciones, ella con cansado aliento le pidió:
—Hija…, unas cartas… los sobres… no tienen... remi-
tente, son tres.
Había por lo menos una veintena de ellas, con nervio-
sismo las revisaba pasándolas del frente hacia atrás, rápida-
mente las reconoció, estaban juntas y los maltratados sobres
tenían únicamente escrito con letra manuscrita el nombre de
ella, olían a tinta vieja y uno de ellos mostraba una mancha
amarillenta, parecía que hubieran sido abiertas millares de
veces. Las apartó del resto y las entregó a su dueña, ésta con

115
Teresita Islas

mirada apagada por el sufrimiento, trató de sacarlas de sus


sobres, pero sus fuerzas se habían acabado. Mariana realizó
la tarea solícita, depositando las cartas abiertas en la ansiosa
y débil mano, la abuela las sujetó una vez más y llevándolas
hasta sus fríos labios, plasmó un débil beso en las amarillen-
tas hojas, después las entregó a la joven y ella las tomó junto
con los sobres, esperando sus instrucciones:
—Rómpelas… rómpelas bien… y… quémalas… no
quiero… que… sirvan de escarnio, ni de burla.
Mariana cerró el cofrecillo y lo colocó de nuevo bajo la
cama y después delante de ella rompió las cartas hasta con-
vertirlas en diminutos rompecabezas. Con fuerza las apre-
tujó entre sus manos evitando que cayera algún pedazo en
el suelo. Se dirigió a la cocina y las depositó en un plato
hondo, buscó los cerillos y regresó a la habitación en donde
la agonizante anciana con lágrimas en los ojos la esperaba.
Cogió un cerillo y lo encendió, prendió los pequeños trozos
y el fuego fue consumiendo uno a uno los recuerdos y la voz
de aquel soldado que se había atrevido a soñar con un impo-
sible. Finalmente, solo cenizas quedaron en aquel recipien-
te. Mariana, nunca imaginó que al extinguirse los recuerdos
también perecería con ellos la mujer que los había alimenta-
do por tantos años. Levantó la vista y de pronto, con terrible
pesar, descubrió que los ojos de la anciana se habían cerrado
para siempre. Yacía inerte con una sonrisa plasmada en su
rostro. La joven con mano temblorosa depositó el plato en el
suelo e inclinándose sobre la anciana le instó a hablar, esta
vez no hubo respuesta. No había movimientos respiratorios.
Mariana sintió un escalofrío que la paralizó, conmovida aca-
rició por última vez su arrugado rostro. El llanto escapaba de
su garganta suavemente, sintió un profundo agradecimiento
a Dios por haberle permitido conocerla.

116
Cascabel

Los minutos pasaron sin que ella estuviera consciente


de ello, finalmente más calmada, tomó el rosario que pendía
de la cabecera de la cama y lo enrolló entre las manos de la
difunta. Sin saber que más hacer, rodeó el lecho y caminó
nerviosa y triste por el aposento; sin querer, su pie tropezó
con la sucia pirámide que le había mostrado horas antes, no
supo por qué, pero la levantó y con ella en la mano, salió de
la habitación, solo para toparse de frente con Arnulfo y el
doctor.
El nieto de doña Lucha, solo tuvo que ver su angustiada
expresión para adivinar el terrible desenlace, la tomó en sus
brazos, mientras escondía su rostro en el cuello de ella, en
actitud de completo desconsuelo.
Lejos voy y no se a dónde
y en mi espalda llagas tengo
y mi llanto no contengo
y la luz de mí se esconde.
Sin que la Muerte me ronde
huelo la tierra podrida,
la sangre de un ave herida
en un camino fragoso:
¡Mi mortaja será un gozo
para mi alma desprendida!

117
Capítulo V
Mariana

Jugaba el viento con los caprichosos rizos que escapaban de


su trenza. Alzó hacia el cielo sus ojos adormilados esforzán-
dose en grabar cada una de las sensaciones que ahora experi-
mentaba y respiró profundamente la tonificante brisa marina
con aroma a algas frescas y caracolas. Con cada inspiración,
llenaba sus pulmones al máximo de su extensión, mientras
que parecía que el agua contenida en cada molécula de oxí-
geno, escapaba con natural alquimia por los ojos de la joven.
Parecía una estatua de mármol viviente, inmóvil e impertur-
bable; el nimbo coronaba sus sienes, mientras que todo lo
que le rodeaba parecía ajeno a su propio ser, conjugándose
en lo etéreo y lo sublime. Una leve sonrisa hacía desviarse
el camino de cada lágrima hasta las comisuras de su boca.
La agridulce despedida fue sin reproches ni palabras alti-
sonantes, pero aun así, el dolor de la espantosa separación
parecía como una “mano de metate” sobre su pecho. Abrió
sus ojos y el mar más azul y límpido se le ofreció como rega-
lo: las crestas jugaban con lenidad en la superficie, mientras
las pequeñas olas acariciaban la arena con su burbujeante
espuma.
A lo lejos…, desafiando los años y las batallas, emer-
gía del mar la antigua construcción de un castillo saturado
de leyendas, héroes y mártires. Había servido como fuerte,

121
Teresita Islas

cárcel y palacio: San Juan de Ulúa había defendido como el


soldado más patriota a su nación, resguardando la ciudad de
invasiones extranjeras y de filibusteros. Fue palacio que dio
cobijo al poder ejecutivo, para después ser degradado como
acogida de maleantes y escarmiento para inocentes. El único
consuelo y salvamento de la dignidad que ahora tenía, era,
el de ser recordatorio perenne. Un libro abierto dispuesto
a contar su historia a las nuevas generaciones. Más allá de
la bahía y coronando la ciudadela había una pequeña isla
llamada “Isla de Sacrificios”; quien con su faro blanco cual
centinela de la reina, blandía su espada de luz con encíclica
gallardía. Mariana, había crecido junto a ese mar y ese cas-
tillo; habían sido su consuelo en las horas más funestas de
su vida, confidentes en los males del amor, cómplices en las
jangadas y testigos de los reclamos de las pasiones juveni-
les. Sentada sobre el muro del malecón de su natal Veracruz,
tomó la pequeña flor de gardenia que había cortado del jar-
dín de su casa, la besó con suavidad depositando ahí el dolor
de sus lágrimas y en mudo agradecimiento la lanzó hacia el
mar.
Mariana intentó levantarse pero acudían tumultuosos
recuerdos de su niñez que la perseguían fecundos y vívidos,
se dejó llevar y se instaló en la cómoda ensoñación revivien-
do los tiempos idos, lentamente se sumergió en ellos y de
nuevo se sintió de ocho años, cerró sus ojos y escuchó con
claridad las voces de sus amigos:
—¡Corran! ¡Corran!
Gritaban al mismo tiempo las voces infantiles, mientras
que por una ventana del segundo piso de la casa, una furiosa
mujer les reclamaba:
—¡Tóquense el ombligo! ¡Méndigos chamacos! ¿No tie-
nen otra cosa que hacer? ¡Bola de huevones!

122
Cascabel

La bandada de mocosos huía desternillándose de risa,


con su cogollo jocundo y en estridente frenesí, celebrando la
travesura de tocar el timbre de la casa. Sofocados y agotados
se dejaban caer en la orilla de la banqueta de aquel barrio;
poco les importaban las lindezas proferidas por la enojada
ama de casa, era el quehacer cotidiano de todas las tardes.
Mariana, al igual que sus hermanos, gozaba de dos horas de
libertad, mientras su abuela y su madre se sentaban a ver sus
telenovelas por ahí de las cuatro.
Al mirar atrás recordó claramente una ocasión, cuando
sudados y pegajosos después de correr y jugar por todo el
barrio treparon al cofre del viejo Mustang estacionado cerca
de sus casas. El oxidado armatoste servía de mesa de nego-
ciaciones, planeación y punto de reunión. En él se dilucida-
ban las mas extrañas tácticas para mantenerse ocupados y
divertidos. Ahí fue, donde a Mariana, se le había ocurrido
la genial idea de cortar guayabas del árbol que se encon-
traba en un cercano lote baldío. El extenuante ejercicio les
había abierto el apetito así que sin tardanza los más de diez
chamacos enfilaron rumbo al lugar. Mariana y otras cuatro
chiquillas iban por delante; usaban pantalones de mezclilla
y playeras al igual que los niños, sólo las mechas largas y
despeinadas sugerían su femineidad. Llegaron hasta el lugar.
Éste se encontraba cercado por una barda alta construida de
tabique. Una oxidada reja con cadena les impedía la entrada.
A través de la misma se podía percibir el espeso monte y
los arbustos de ciruela y guayaba. Hacia un lado y pegado
a la tapia interior un montículo de arena para construcción
esperaba para ser utilizado por los dueños. Por fuera sobre la
banqueta, un árbol de almendras les proporcionaba la esca-
lera perfecta para saltar sobre el muro. Uno a uno los chama-
cos treparon hasta alcanzar por una de sus ramas el borde del

123
Teresita Islas

cercado para después con facilidad tirarse al espeso monte


que crecía sobre el montículo de arena. Mariana saltó sin
titubear: a sus ocho años había adquirido la destreza y agili-
dad de un mono. Su pequeño hermano iba detrás. Era la pri-
mera vez que se atrevía a hacerlo; por tal razón se mostraba
temeroso y vacilante. Un coro de voces le urgía desde abajo:
—¡Salta Pancho! Anda, no seas miedoso, ¡Salta ya!
El pequeño niño de seis años saltó. Todos aplaudieron.
Pero en el mismo instante, un chillido salió de su boca cuan-
do sus rodillas tocaron el suelo, los chicos quedaron inmó-
viles: escondido, entre el zacate, un resorte oxidado de un
colchón viejo se había clavado profundamente en su rodilla,
causándole un gran dolor:
—¡Aghhh! ¡ayyyy! ¡Mi rodilla!
De la herida del pequeño, brotó una “fuentecita” de un
líquido amarillento con sangre. Mariana se inclinó asustada
junto a su hermano quien lloraba y gritaba:
—¡No te muevas! ¡No te muevas! ¡Mamáaaa,
mamáaaaaa! ¡Grítenle a mi mamá!
Exclamó asustada y nerviosa.
El primero en reaccionar fue Enrique, su hermano
mayor, quien con presteza saltó la barda para pedir ayuda.
Los demás niños en un afán solidario intentaban de levan-
tarlo sin lograrlo, el pequeño continuaba quejándose presa
del sufrimiento. La rodilla comenzó a inflamarse de manera
grotesca. Los vecinos del otro lado de la barda al escuchar
la exaltación se acercaban presurosos. Apenas unos minutos
después, la madre de Mariana con el semblante colmado de
angustia y ansiedad, se acercó a la destartalada reja enca-
denada mientras pedía auxilio. Inmediatamente apareció
una escalera de madera y un joven rescató al niño. Cuando

124
Cascabel

estuvo en brazos de su madre, se desencadenó una vorági-


ne, sacaron a todos del terreno y el pequeño fue llevado al
hospital.
Mariana aún después de tantos años se sentía culpable
del incidente, recordaba cómo su madre y su Abuela llora-
ban desconsoladas, al escuchar el diagnóstico del médico:
—Hicimos lo que pudimos, ahora debe descansar. Ya
enyesamos la pierna, pero puede ser que nunca la pueda
flexionar ya que perdió bastante líquido.
—¡Dios mío!, ¡Virgen Santísima de Guadalupe! ¡Haznos
el milagro! Clamaba la abuela.
—¡Yo tengo la culpa! ¡No debí dejarlo salir! —agregaba
con pesar la madre.
—¡Cuando regrese Enrique se va a enojar muchísimo!
¡No sé qué fueron a hacer a ese monte! de milagro ¡no los ha
picado una víbora!
Obviamente toda la banda de chamacos fue severa-
mente castigada no pudiendo salir a jugar por un mes.
Mariana y sus otros hermanos escuchaban a sus padres y a
su abuela comentar los pormenores de la recuperación del
accidentado. Francisco permaneció enyesado en el hos-
pital y por supuesto como era de esperarse lo malcriaron
mucho:
—¡Ernesto! búscale a tu hermano su colección de
revistas de Chanoc y Kalimán, que tu mamá se las va a
llevar al rato al hospital. Ah…y sus canicas también.
—Pero… ¡abue!, esas revistas ¡no son de él! ¡Son
mías!
—¡No importa de quién sean! Panchito las necesita, por-
que se aburre mucho en el hospital, así que ¡no te quiero
volver a repetir la orden! ¡Faltaba más! ¡Qué egoísmo es

125
Teresita Islas

ese! Y apúrate que todavía vas a ir a la tienda a comprarle


unas vejigas que le gustan mucho.
—Mmm y… ¿Por qué yo? ¡Que vaya Enrique o Lalo! ¡A
mí todo, a mí todo!
—¡Voy yo! ¡Voy yo! —Mariana se ofrecía gustosa.
—¡Claro que no! —respondió la abuela—. Las niñas no
andan en mandados.
El niño se alejó refunfuñando a cumplir con el mandato
de doña Bertha. Ese suceso echó a perder para siempre al
pequeño Francisco, pues cuando regresó se sentía un reye-
zuelo. Finalmente tras una larga convalecencia se recupe-
ró y pudo caminar con normalidad. La aventura se contaba
regularmente en charlas de sobremesa cuando había visitas.
Debido al incidente de Francisco su madre emprendió una
mayor vigilancia, pero ello no les impidió jugar a todos
los juegos habidos y por haber, desde las famosas escondi-
das, encantados, la pelusa, corre que te alcanzo y hasta las
canicas.
Aquellos días despreocupados eran ahora historia.
Sentada en aquel muro frente al mar, venían como torren-
te los recuerdos y las risas de su niñez; el tiempo parecía
detenerse mientras continuaba con sus felices evocaciones.
Conocía de memoria cada banqueta del barrio donde había
crecido. En una de ellas quedó grabado un corazón con la
declaración de su primer amor: “Manuel ama a Mariana”.
Solo tenía once años y a lo más que llegó fue a escribir
unos versos que entregó a través de otra mano al seductor
“Casanova”. Su niñez transcurrió entre las calles del barrio,
recorriendo los sitios en donde sabía que los árboles tenían
sus frutos maduros. Todos cosechaban sin reparo, cortan-
do de las ramas que se extendían hasta la calle: deliciosas
guayabas, almendras, nanches y ciruelas. Los vecinos lo

126
Cascabel

permitían, se conocían de años y eran muy raras las disputas


entre ellos.
Cerró con fuerza sus ojos, sintiendo la fresca brisa marina
y un profundo suspiro escapó de sus trémulos labios. Ahora
que se acercaba su partida, los sentimientos y remembranzas
se apretujaban en su mente. Deseaba con toda su alma acu-
mular la mayor cantidad de recuerdos posibles, para poder-
los evocar cuando ya no estuviera en su amada tierra.
Contempló embelesada el horizonte, mientras, sus pensa-
mientos exploraban incontrolables y ansiosos las imágenes
y sucesos acontecidos muy atrás en su niñez. Como si se
tratase de una película, sus memorias se volvieron nítidas y
reales:
En punto de las seis de la tarde y con exactitud cronoló-
gica, la abuela y la madre de Mariana: doña Bertha y doña
Emilia, sacaban al corredor sus mecedoras tlacotalpeñas
tejidas con “ojo de perdiz”, en sus manos sujetaban sus aba-
nicos de palma para espantar los mosquitos y soplarse en las
cálidas noches del Puerto. El sol lanzaba sus últimos deste-
llos. Cansados de corretear, Mariana y sus hermanos se sen-
taban en la banqueta de cemento. Su abuela, llevaba en los
bolsillos de su amplia falda oscura; su monedero. Los niños
sonreían felices y atentos, discutiendo qué comprarían para
degustar, y entonces, empezaba el gran “desfile” de merca-
deres ambulantes. El primero en transitar era el vendedor
de elotes quien empleaba un triciclo en donde acomodaba
una enorme tina de lámina que contenía los elotes cocidos;
tiernos y sazones, aún con sus hojas. Éstos los despachaba
con una capa generosa de crema y cubriéndolos con queso
rallado. Empujaba su vehículo en acompasado paso y al rit-
mo de su pregón:
—ELOTES… LLEGARON… LOS ELOTES…

127
Teresita Islas

Detrás llegaba doña Flora, ofreciendo deliciosos tamales


con su voz cantarina y sonora:
—HAAYYY TAMALES DE ELOTE CON CARNE DE
PUERCOOOO
En seguida por ahí de las siete de la noche, se escuchaban
los cascos del rocín de don Tacho, haciendo presencia en el
lugar. Con su gran olla de “Mondongo” (Platillo tradicional
que consistía en un cocido de panza de res y verduras algo
picante) sujeta a los flancos de la bestia, ofrecía con armóni-
co pregón el suculento platillo:
—MONDONGOOOOOOO COCÍOOOOO
La procesión de mercaderes parecía no tener fin. También
recorría la colonia el vendedor de “gaznates”, un rico pos-
tre elaborado con harina en forma de cilindro hueco, relle-
no con delicioso merengue. Doña Nacha, mujer oriunda de
Tlacotalpan, proponía sus sabrosos “bocadillos de leche,
cocadas y melcochas”. No podían faltar las “tortillas de
coyol” cuyo vendedor anunciaba su llegada haciendo sonar
su famoso “triángulo” al ritmo de su andar. Un recipiente
cilíndrico de lámina resguardaba las delgadas y crujientes
tortillas, la tapa del mismo era muy peculiar. Era una espe-
cie de reloj con una manecilla; la mecánica en la compra
consistía en pagar dos pesos por hacerla girar y la misma
te indicaba si ganabas una o hasta seis tortillas. A Mariana
le encantaba comprarlas, más por el hecho de adivinar su
suerte; que por el gusto de comerlas. Entre comerciante y
comerciante su abuela aprovechaba para contarles a sus
nietos innumerables historias: “La del niño que no quería
comer y como era melindroso, el estómago se le pegó al
espinazo”…, o la “Del niño que le robó dinero a su mamá
y al prender el aceite del santísimo…, las manos del niño
ladrón ¡Empezaron a arder!” y la más terrorífica historia era

128
Cascabel

la del “roba chicos”, que se llevaba a los niños que andaban


de vagos en la calle y que jamás se volvía a saber de ellos,
porque probablemente…¡Se los comía!”
Al recordar las historias de su abuela, sin querer, Mariana
esbozó una sonrisa. Todas eran sustancialmente parábolas
muy elocuentes que los niños tomaban en forma literal. La
abuela poseía un amplio repertorio de cuentos y leyendas de
la región. Una de ellas, muy solicitada por los sagaces chi-
quillos era la de los “chaneques” (Hombrecillos que habi-
tan entre la maleza de la Sierra de los Tuxtlas). Éstos eran
una especie de duendes jarochos, que se caracterizaban por
ser lenguaraces y traviesos. Su mayor diversión consistía en
perder a la gente confundiéndoles el camino; la única forma
de disuadirlos era rezando con devoción el Ave María y el
Padre Nuestro.
Mariana de niña, repetía con puntos y comas lo que escu-
chaba de su abuela, mientras su maestra sonreía divertida:
—¡Que sí es cierto! Replicaba.
—…cuando montaba a caballo cerca de la laguna de
Catemaco, por poquito lo tumban, a puro piedrazo, pero mi
bisabuelo montaba muy bien y se concentró mucho rezan-
do… ¡Gracias al cielo logró escapar! Encontró el camino de
regreso, que si no, dice mi abue que no hubiéramos nacido
nosotros.
La tarde caía… rememoró entonces aquellos atardeceres
lejanos cuando el sol se ocultaba en el horizonte dejando jas-
peadas nubes color naranja y ocre, para que pocos minutos
después, la noche aperlada se apropiara de las circunstancias
y del tiempo. Recordó el murmullo de grillos y el canto de
las ranas pidiendo agua, eran la música de fondo en aquel
tibio puerto, sin faltar los cocuyos que lanzaban su luz bajo
el resguardo de la maleza y la hierba. Ayer como ahora, los

129
Teresita Islas

mosquitos alborotados saciaban su apetito mientras que uno


que otro era azotado por el abanico de palma de la abuela
finiquitando su existencia. Su zumbido era la señal de retira-
da y las mecedoras y niños iban en procesión para el interior
de la antigua casa, atravesando presurosos el perfumado jar-
dín delantero.
Qué lejos quedaban esos días de su niñez, eran… como
un sueño. Mariana recordó ahora su agitada y divertida ado-
lescencia, las fiestas, las discotecas y las lunadas, esa sensa-
ción de ir sin rumbo por la ciudad hasta casi el amanecer, con
el único y maravilloso propósito de enfilarse hacia la playa
para contemplar la magnífica salida del astro rey rodeada de
amigos. Aventuras que quedaban en su interior como secre-
tos guardados con mucho celo, pues esas ocasiones pudieron
ser posibles gracias a los permisos otorgados por la madre
de Mariana. Sin imaginar cómo utilizaba el tiempo su hija;
doña Emilia, le autorizaba quedarse a dormir en casa de su
amiga Idalia, ya que el propósito era el de “estudiar” para
algún examen.
Estas situaciones al principio le resultaban incómodas,
pues no le gustaba mentir, pero sabía que su confesión le
acarrearía problemas y seguramente la larga sentencia de
permanecer recluida de por vida, así que optó por lo más
práctico; descargar los domingos su conciencia en el con-
fesionario. Así, con el lema universitario de “Vale más
pedir perdón, que permiso” le resultaba menos incómoda
su conducta.
También revivieron los recuerdos de los sinsabores del
período de exámenes y los festejos de fin de cursos. Había
sufrido unas cuantas decepciones amorosas, pero nada trá-
gico que no curara una fiesta acompañada de una botella
de vino y de amigas. Era, la mayor parte del tiempo, muy

130
Cascabel

buena estudiante: inteligente, juiciosa y tenaz. Terminar la


universidad era una de sus metas más importantes, por lo
que Arnulfo tuvo que esperar hasta el último semestre para
convencerla que aceptara ser su esposa.
El Manto Negro y estrellado sorprendió a Mariana aún
sentada en aquella muralla frente al mar. De pronto, sin
saber cómo, los rasgos de su amado se hicieron presentes
y en su corazón brotaron avasallantes olas de impacientes
ansias por estar a su lado.
Mariana experimentó un sentimiento inesperado y dolo-
roso, como si tuviera el alma bífida, repartiéndose entre el
amor de Arnulfo y lo que significaba su niñez, su familia y
su entorno. Se consideraba una mujer emancipada, con un
carácter poco servil y en ciertas ocasiones había vislumbra-
do en su futuro esposo algunas expresiones dominantes y
cierta arrogancia que le incomodaba.
La lobreguez de la casa de Arnulfo y la displicencia de
sus futuros suegros, le hacían dudar de su decisión de des-
posarse. Sus dudas eran en extremo graves, pues solo faltaba
un día para que se llevara a cabo la ceremonia en donde jura-
ría amarlo ante Dios y los hombres. Su conflicto se agudi-
zaba cuando surgían en su ser sentimientos de reconvención
originados por la cantidad de jaculatorias y dogmas incrus-
tados en su niñez. Estos mismos habían bañado su espíritu
de un enaltecido catolicismo. Esta paradoja entre la exacer-
bación de sus deseos de respetar los cánones establecidos
por la Iglesia; donde los preceptos refieren que la unión de
un hombre y una mujer deberá concluirse sólo con la muerte
y su natural manumisión, le provocaban inquietud y azoro.
Nunca en su vida contempló que llegado el momento, podía
soslayar una decisión que se suponía estaba sostenida por
un sólido cimiento fraguado de amor inquebrantable. De

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Teresita Islas

repente, los nervios hicieron presa de ella: ¡Dios! ayúdame


¿qué debo hacer? ¡Dios! ¡Ya no me quiero casar! ¡Pero si no
lo hago… lo perderé para siempre! Oh ¡Dios dame fuerzas!
Por obra del creador, sus dudas cayeron como la noche,
agitando con regocijo su corazón. Seguramente sus dudas
eran lo que todo el mundo llamaba “los nervios antes de la
boda”. Pues realmente se sentía que nunca había estado tan
enamorada como ahora. Satisfecha, posó su mirada sobre
el hermoso solitario en su dedo anular. Apenas hacía cuatro
meses que Arnulfo; acompañado de sus progenitores, habían
acudido como era debido a solicitar su mano.
Su familia haciendo uso de su gran educación, habían
organizado para esa ocasión tan especial; un pequeño convi-
vio. Mariana estuvo muy nerviosa durante la ceremonia, no
era para menos, la inicial y áspera confrontación que tuvo
lugar en el rancho, cuando apenas los acababa de conocer,
hizo que surgiera tal predisposición.
Todos sus temores quedaron disueltos al transcurrir de
los minutos. Don Apolinar y doña Hortensia, al igual que
sus tres hijas platicaron de forma por demás amena y cuando
llegó el momento de la pedida de mano; Don Apolinar lo
había hecho con mucha propiedad, empleando un lenguaje
mesurado y discreto. Arnulfo, después de que su futuro sue-
gro don Enrique Aguirre diera su bendición, se acercó a su
prometida y con profunda delicadeza y reverencia le colocó
el hermoso anillo. Después le dio un suave beso en los labios
sellando el compromiso de convertirse en su esposo por el
resto de sus vidas.
Mariana estaba ahora dispuesta a cambiar su mundo por
seguir a ese hombre, que desde el primer momento, la había
cautivado con su voz de terciopelo, sus atenciones y su

132
Cascabel

comportamiento ejemplar; seduciéndola al punto de sentirse


inmensamente amada.
Había despertado a un mundo de sensaciones difíciles de
describir. Él había logrado desnudar su alma. La comprendía
de tal modo que adivinaba sus pensamientos. Parecía que
estaban conectados en mente, cuerpo y espíritu. En muchas
ocasiones alguno de ellos terminaba la frase que el otro
empezaba. Apenas tenían un año de noviazgo pero Mariana
sentía que su conexión iba más allá de este tiempo, que se
remontaba a vidas pasadas, pues su primer encuentro le oca-
sionó una indescriptible emoción que la paralizó.
Los grandes ojos de Arnulfo eran como llamas ardien-
tes y sentía que entraba en un profundo trance al sostener
su mirada, quedando desconcertada y titubeante. Trató de
eludirlo, pero sentía una languidez en su subconsciente y un
desmayo en sus decisiones que la hicieron sucumbir ante el
escrutinio devastador de la desatada acechanza del que ahora
era su prometido. De alguna manera se sintió expuesta, y su
acostumbrado aplomo y dominio desaparecieron reducién-
dola a un incomprensible sentimiento de gozoso abandono.
Fue durante una pequeña fiesta a la que asistió por mera
casualidad, pues ni siquiera conocía a quien la había organi-
zado. Iba vestida de forma informal aun con las libretas en
sus brazos después de haber asistido a clases. Una alocada
amiga le pidió que la acompañara para festejar la aproba-
ción de un examen de una de las materias más difíciles. Al
principio no aceptó, pues ya eran cerca de las ocho de la
noche y le preocupaba el regreso, su abuela era muy estricta
para el horario de llegada de una “señorita decente” y no
tenía ánimo para soportar la verborrea que le esperaba si
llegaba más allá de las diez, pero a insistencia de su condis-
cípula y casi sin saber cómo, se subió con todos al pequeño

133
Teresita Islas

automóvil donde iban apretujados unos encima de otros, el


sufrido motor arrancó y enfilaron rumbo a la playa hacia una
zona residencial de grandes edificios construidos frente al
mar. Por fin llegaron, tras subir una veintena de escalones,
entraron a un lujoso departamento; dentro, muchos jóvenes
bailaban ocupando el espacio de la sala de estar. Sobre una
mesa había bocadillos y galletas así como bebidas y cerveza.
Hacía calor. Mariana conocía a la mayoría, pero ese día no
se sentía muy dispuesta para socializar. Buscando un poco
de tranquilidad salió a la gran terraza con hermosa vista a la
bahía. Una pareja estaba enredada entre sí, en un extremo
de la misma. Ella trató de no importunarlos, con sigilo se
acomodó hasta el otro extremo descansando sus brazos en
el balcón de balaustres blancos. La brisa del mar alborotaba
su cabellera suelta, mientras la luz de la luna le bañaba el
rostro. Cerró los ojos y respiró con fuerza la húmeda bri-
sa con sabor a almejas, de pronto, sintió que ya no estaba
sola, dio media vuelta solo para toparse con el fuerte pecho
de Arnulfo, él la sujetó fuertemente de los brazos, sintió el
pasamanos del balcón en su espalda y en aquel momento él
la miró con sus ojos penetrantes adentrándose en su alma tan
íntimamente que un rubor la invadió, alterándola súbitamen-
te. Nerviosa, puso sus manos sobre su pecho y lo empujó sin
lograrlo. Arnulfo percibía perfectamente su turbación y con
afán de conquista mostró una sonrisa arrogante y la reto con
cierto descaro:
—No me tengas miedo… ¡no muerdo!
Mariana quedó perpleja, se sentía acalorada y confundida
a la vez, no pronunció palabra alguna, solo trató de escapar,
pero él mismo se lo impedía con su cuerpo, estorbando su
partida. Una carcajada escapó de la boca del atractivo hom-
bre, eso la hizo reaccionar con cierto enojo:

134
Cascabel

—¡Apártese! ¿Quién le ha dicho que tengo miedo?


¿Acostumbra aparecerse por detrás de las personas sorpren-
diéndolas? ¡Que gracioso!
—No te enojes Mariana, así te ves más hermosa —Soltó
una mano y le levantó el rostro tomándola por la barbilla.
Entonces agregó con osadía mirándole fijamente los labios:
—Sí… eres tentadora… me va ser difícil no intentar
seducirte, eres en verdad hermosa.
Los halagos y el abierto coqueteo de Arnulfo eran algo a
lo que no estaba habituada. Se sentía violentada; era como
si la hubieran metido en una lavadora haciéndola girar con
la centrífuga. Pasó su lengua por los labios pues los sentía
resecos y lo increpó indecisa; ignorando que tal acción exal-
taba aún más a su insistente enamorado.
—¡No me digas! ¡Qué te crees! Ahora ya hasta averi-
guaste mi nombre.
—¿Qué tiene de malo? te vi llegar y me gustaste. Ya me
estaba aburriendo con tanta puerilidad y tampoco puedo
descansar porque la música se escucha hasta mi habitación.
—¡Ah, ya! Tú vives aquí, con razón te crees con derecho
de ¡chamarrear a la que quieras! ¿Es tu departamento?
Una nueva carcajada sacudió al apuesto pretendiente, sin
duda gozaba del momento así que sin tapujos le explicó:
—Podría decirse que estoy de paso y que sorprendí a mi
hermanita en su desatada fiesta.
Mariana aprovechó para verter un poco de sarcasmo aun-
que seguramente no le haría ni mella.
—Supongo, que ya no te hacen gracia las fiestas, te ves
algo mayorcito para estar aquí.
La profunda risa hizo parecer jovial y aún más guapo al
que consideraba su adversario. Mariana se sintió perdida,
un inesperado estremecimiento la envolvió, era como estar

135
Teresita Islas

atrapada en una telaraña. Nunca había conocido a un hom-


bre de tal naturaleza; tan seguro, cautivador y arrebatado-
ramente magnifico. Ella procuró dominarse y olvidar los
atributos que tan generosamente mostraba el mancebo, y en
una falsa pose intentó parecer indiferente a sus avances de
cortejo, mientras, Arnulfo procuraba seguir la conversación
con audacia y hasta con cierto cinismo:
—Vaya, vaya… si tienes lo tuyo… pues… no soy tan
mayor como insinúas, solo soy lo bastante maduro como
para enseñarte unas cuantas cosas… de las que estoy seguro
ignoras y que por supuesto te harían inmensamente feliz.
El arrogante comentario fue pronunciado con la suavidad
del terciopelo y Mariana tragó en seco, sin embargo, sere-
nándose contestó, aunque solo por decir algo.
—mmm no me digas… —Ella sentía un cosquilleo raro
en su estómago y el corazón le palpitaba acelerado como si
presintiera el peligro. Arnulfo continuó hablando:
—Sí te digo… pero sería injusto aprovecharme de ti
pequeñita, aunque te lo mereces por esa lengua tan suelta
y afilada pero que es tan bonita que se me antoja probar…
Mariana no se le ocurría que contestar. Era obvio que ese
semental (como llamaba a los hermosos ejemplares mascu-
linos) tenía amplia experiencia en el arte de la seducción, así
que una inexperta como ella no tenía posibilidad alguna de
sobrevivir a su ataque y por supuesto que su corazón termi-
naría irremediablemente hecho pedazos.
—mmm
Esa fue la respuesta más escueta y ramplona que había
dado en su vida. No le quedaba más remedio que emplear
la estrategia de parecer aburrida, que hasta ese momento le
había funcionado bien con otros Romeos … Mariana giró
su cuerpo y volvió a poner los brazos sobre el barandal

136
Cascabel

dándole la espalda, entonces centró su mirada hacia el océa-


no. Arnulfo sonreía condescendiente y divertido ante su
maniobra. El siguiente movimiento lo hizo él, se recargó
también muy junto a ella, obligándola a arrinconarse contra
el final de la balaustrada. Con voz cautivadora le habló muy
cerca de su oído y ella pudo aspirar el varonil aroma de su
perfume, mientras un escalofrío le recorría el cuello:
—¿Te comió la lengua el ratón? No me digas que te rin-
des, pensé que eras más valiente. ¿No me preguntarás a que
me dedico, ni como me llamo? Anda, hazlo, te aseguro que
te causará gracia y podré parecerte menos imponente.
Mariana sacó un poco de su mal genio para lograr
serenarse.
—¡Ya sé a qué te dedicas!... a molestar gente y segura-
mente te has de llamar ¡Modesto y te apellidas sencillez!
Arnulfo no creía lo bien que se la estaba pasando, ese
bombón de fresa lo tenía entretenido y ocupado, lástima
que parecía que no sobrepasaba los dieciocho, seguramente
apenas iniciaba la universidad. De pronto se sintió culpable,
entonces le bajó un poco al tono de su picoteo, para lograr
que ella respondiera con más fluidez y menos tensión, ya
que era obvio que estaba asustada.
—Ya… tranquila… no te voy a comer. Soy hermano de
Alba… y aunque el departamento es mío lo comparto con
ella por cuestiones prácticas, de todas formas no vivo todo
el tiempo aquí. Viajo mucho. Hace algunos años que termine
la universidad y me dedico a la ofensiva tarea que para tus
condiscípulos significa… trabajar.
Mariana volvió a mirarlo, sus ojos denotaban sinceridad y
su ansiedad disminuyó, contestó entonces con una pregunta:
—¿Cómo te llamas? Él sonriendo respondió:
—Arnulfo… Mendoza Morteo... para servirte.

137
Teresita Islas

Él tomó con suavidad su mano y la llevó hasta sus labios.


—Qué tienes… Mariana… que me provocas…
¡Olvídalo!... ¿No te vas a reír de mi nombre?
Calló esperando la reacción de la joven, a ella le pareció
un nombre bastante extraño para la época, pero nunca gra-
cioso, incluso su abuela había tenido un hermano que se lla-
maba así, por lo que respondió sincera viéndolo a los ojos:
—¿Y cuál es el chiste? Me parece un nombre un poco
anticuado, pero nada del otro mundo, al menos no te pusie-
ron el nombre de una heroína de telenovela como a mí.
Arnulfo reía ante la respuesta y al hacerlo se le marcaban
unas atractivas arrugas alrededor de los ojos y la sensual
boca pareciéndole a Mariana más irresistible, él de repente
enmudeció y parecía intentar encontrar una respuesta a sus
sentimientos:
—Es extraño… Me debía estar aburriendo con una chi-
quilla como tú, que debes tener... ¿dieciocho?
Mariana respondió apretando los labios, le chocaba que
la confundieran con una adolescente, pues sin maquillaje y
con el cabello largo y suelto, parecía estudiante de prepara-
toria. Su disculpa era que apenas tenía tiempo para vestirse
y salir rumbo a la facultad, así que nunca se preocupaba por
esparcir absolutamente nada en su níveo y sonrosado cutis.
—¡Tengo veinte! casi veintiuno, estoy en sexto semes-
tre…y… y… ahora que me acuerdo ¿Nadie te dijo que era
de mala educación preguntarle la edad a una mujer?
Una sonora carcajada escapó de los apetecibles labios del
ardiente caballero.
—¡Ja, ja, ja! de acuerdo… de acuerdo, preciosa ¡Mil
perdones!
Arnulfo no podía ocultar su satisfacción, la hermosa dama
estaba en la perfecta edad de “merecer” según su abuelo,

138
Cascabel

ahora solo era cuestión de estrategia, paciencia y tenacidad


atributos que poseía de sobra.
De ahí en adelante, el joven buscó por todos los medios
su compañía, se le aparecía en los lugares más inusitados, la
cortejó con insistencia, hasta que ella aceptó ser su novia,
situación que causó en Arnulfo un desmedido sentido de
sobreprotección y despliegue de autoridad, que a veces,
Mariana no entendía.
Los estudios la mantenían bastante ocupada y los tiempos
libres Arnulfo siempre los requería para sí, pero sin lugar
a dudas estaba perdidamente enamorada. Esa era la razón
que minimizaba las acciones dominantes y posesivas de su
novio, quien desconocía que la joven le había entregado su
corazón desde el primer instante.

En un jardín primoroso
corté esta fragante flor,
para entregarte mi amor
en perfumado alborozo.
En mi alma no cabe el gozo
al contemplar tu mirada,
profunda y enamorada
pues mi corazón es tuyo
y se abre como capullo
al vislumbrar la alborada

139
Capítulo VI
Los Desposados

El aroma de las azucenas perfumaba delicadamente el


recinto del Templo de Santa María, muy cerca del hogar de
Mariana. Caminaba entre nubes, tomada del brazo de don
Enrique Aguirre Murillo; su orgulloso padre. El delicado
talle de la joven se acentuaba más, por el corte de prince-
sa de su precioso vestido de novia confeccionado en raso y
encaje. Sobre su cabeza un velo caía delicadamente cubrién-
dole el rostro. Al llegar al altar, su padre, la descubrió con
ternura, como quien toca una figura de alabastro, la besó y
la entregó al que sería su esposo. Arnulfo, enfundado en un
elegante smoking, lucía extremadamente alto y guapo. Sus
ojos reflejaban admiración, amor e infinita adoración. Su voz
expresó un profundo sentimiento de devoción al pronunciar
los votos que los volverían un solo ser. Mariana no cabía en
sí de felicidad, toda su familia se encontraba reunida. Con
voz clara y firme expresó sus promesas y en esos momentos,
su madre doña Emilia Silva Fuster; dejó derramar unas con-
movedoras lágrimas.
Al terminar el emotivo ritual, salió con su flamante espo-
so bajo una lluvia de arroz. Sonrientes, entraron al automó-
vil que los llevaría a la recepción. Dentro, tomados de la
mano se miraron y Mariana percibió un destello de tristeza

143
Teresita Islas

en sus ojos. Él, sosteniendo su mirada le preguntó con infi-


nita ternura:
—¿Estas contenta, esposa mía? —Ella con una sonrisa
que le iluminó el rostro respondió con emoción:
—¡Sí, esposo! Estoy muy feliz.
Mariana sabía que la tristeza se debía a que sus padres
no habían asistido a la boda. La explicación fue muy sim-
ple, don Apolinar había caído de su montura lastimándose
un tobillo. El pequeño accidente había impedido que don
Apolinar y doña Hortensia se presentaran, por lo que su tío
Amancio y doña Agustina su mujer se habían presentado en
su representación. Mariana trató de no pensar en eso, pero
no dejó de notar que sólo los amigos y una de sus hermanas
de Arnulfo estaban presentes.
Al llegar a la recepción, los recibieron con aplausos y
alegría escuchándose los acordes de una delicada música
que bailaron juntos por primera vez como esposos. La fies-
ta duró hasta altas horas de la noche. Arnulfo bailaba con
Mariana sosteniéndola muy cerca de él, apenas podía disi-
mular su impaciencia y su febril deseo, cerca de las dos de la
mañana le murmuró al oído con la voz enronquecida:
—Creo mi preciosa esposa que ya fue suficiente esta
tortura, deseo estar solo contigo… ¡no sabes cuánto ansío
tenerte en mis brazos!
Su boca se posó de nuevo en sus labios antes de tomarla
de la mano y dirigirse hacia la mesa de sus familiares para
hacer la obligatoria despedida antes de partir hacia su luna
de miel.
Enfundada en un bellísimo camisón de encaje blanco,
Mariana se cepillaba el cabello. Nerviosa, había pedido
usar el baño primero y Arnulfo con una sonrisa y mirada de
arrobación la esperaba paciente en el amplio lecho nupcial.

144
Cascabel

Lucía como una verdadera novia virgen, sus mejillas esta-


ban arreboladas y no sabía cómo reaccionar. Por fin, con
mano temblorosa, abrió la puerta, pensando quizás, que él
se lanzaría sobre ella. Sintió miedo a pesar de que lo amaba.
El pudor y desconcierto ante lo desconocido le ocasionaban
cierta sofocación. Arnulfo con una amplia sonrisa la recibió
con tranquilidad; le ofreció una copa de burbujeante vino
que había descorchado expresamente para la ocasión. Con
delicadeza tomó sus manos y las besó con pasión expresán-
dole su amor con voz insinuante y ronca:
—Mariana mi pequeña flor, eres mía, no sabes cuánto te
deseo, ¡Dame tu boca amor mío!
Ella ruborizada levantó su rostro ofreciéndole sus labios,
él con magistral experiencia exploró su cavidad con insi-
nuantes y eróticos movimientos que despertaron una extraña
fogosidad que se intensificaba en su bajo vientre, los besos
que ahora recibía eran diferentes en profundidad y pasión.
Mariana estaba inmersa en una nube de placer inesperado.
Cada toque de las manos de su amado le provocaba convul-
sivos movimientos que al principio le causaban vergüenza,
sin embargo, la voz de él suave y profunda la conminaban al
abandono y al goce sin reservas.
Sin prisa, Arnulfo fue despojando una a una sus inhi-
biciones, preguntándole con delicadeza si se detenía o no,
Mariana embelesada sintió tocar el cielo al lado de él. Su
amor abarcaba en esos momentos toda la habitación. No
había nada que pudiera opacar su felicidad; se sentía plena
y segura. Su decisión de permanecer virgen hasta el matri-
monio, fue recompensada por la infinita adoración que
Arnulfo le prodigaba en esos momentos. Todo fue perfecto
en esa cálida noche, y al despuntar el alba, con el corazón,
el cuerpo y el alma entregados mutuamente, los jóvenes

145
Teresita Islas

enamorados se abandonaron al sueño más dulce que jamás


habían concebido.
Abandonada por completo en un sueño profundo,
Mariana reposaba confiada en la enorme cama “King size”
del lujoso hotel donde habían llegado hacía ya más de una
semana, su bello cuerpo apenas cubierto con la sabana deja-
ba ver los contornos torneados de sus caderas y sus firmes
senos, eran más de las diez de la mañana y Arnulfo acostum-
brado a levantarse muy temprano en la dura faena del cam-
po, la observaba desde hacía rato sin que sus ojos mostraran
cansancio alguno, analizaba cada línea de su rostro y de su
cuerpo, sin que dejase pasar ningún detalle por pequeño que
pareciese. Ese sentimiento de extrema posesión que lo inva-
día desde el momento que la conoció, lejos de disiparse se
acrecentó aún más despertando instintos de dominio supe-
riores a cualquier otro que hubiera prevalecido en su interior
por relaciones pasadas. Su rostro reflejaba una felicidad ple-
na de carácter inenarrable, sus pensamientos estaba plaga-
dos de innumerables y sublimes detalles que llenaban cada
segundo del día anterior y del nuevo, elevando su conciencia
y su cuerpo en espirales de placer indescriptibles. Recostado
junto a ella, percibía claramente el perfume de su sedosa
cabellera y en su boca latía todavía el sabor de su cuerpo.
Invadido con elevado éxtasis, llegaron a él vívidas evocacio-
nes de los preciosos momentos en que con total abandono en
besos, caricias y promesas se habían fundido en un solo ser,
derrumbando la última barrera de pudorosa timidez de su
inexperta esposa, quien con ansiosa respuesta había corres-
pondido más allá de lo inimaginable. Sintió renacer en él un
profundo deseo y con suavidad pasó un dedo sobre el hom-
bro de ella, pero Mariana ni siquiera se movió. Él, renuente,
respiró profundamente para ahogar sus ansias febriles, se

146
Cascabel

inclinó y le dio un suave beso para después levantarse con


cuidado. Su cuerpo se movió con la grácil agilidad de un
tigre acentuando con cada paso los músculos delineados de
sus caderas y de sus anchos hombros, con presteza se dirigió
al baño, después de verificar la hora en su reloj.
Para Arnulfo constituyó una larga y ardua tarea conven-
cerla de que aceptase ser su esposa ante la ley de Dios y de
los hombres; nunca imaginó siquiera verse ante tal vicisitud.
La larga lista de mujeres en su vida le habían demostrado
lo increíblemente fácil que era para él; lograr la total devo-
ción y completa entrega de la mujer que ocupaba sus afanes.
En ocasiones había declinado sus afectos, sobre todo, cuan-
do éstas querían ser algo más que el amor de temporada;
demandando un compromiso más serio y formal. Arnulfo,
en esos casos, se las había ingeniado para no caer en las
redes de ninguna y seguir gozando de su soltería.
El claro desdén de Mariana, combinado con su mirada
ingenua y su pasión reprimida, le habían cautivado desde el
primer instante en que la conoció, así que, sin pensarlo dos
veces, inició con la minuciosidad y estrategia de un jugador
de ajedrez; una acometida implacable, persiguiéndola con
infinito refinamiento. Jamás en su vida había sentido por
una mujer tal deseo y agobio. Su existir se había conver-
tido en una paradoja de convicciones internas, pues si tan
solo hubiera deseado su cuerpo, no habría existido ningún
impedimento para poseerla pese a la decisión de su novia
de permanecer casta, ya que Arnulfo tenía la experiencia y
habilidad para disuadirla y hacer caer todas sus defensas.
Pero eso no le era suficiente, deseaba aún más que solo unas
noches de placer carentes de compromiso; en su corazón
anidaba una necesidad frenética de hacerla su mujer para
siempre. Esta imperiosa urgencia lo obligó a emplear en sus

147
Teresita Islas

argumentos una excelsa retórica para obtener un inaplazable


casamiento, sin embargo, fue en vano, pues no consiguió
hacerla dimitir en su empecinada idea de no contraer nup-
cias hasta terminar la universidad.
Mariana tenía sus propios argumentos e ideas respecto al
matrimonio. Estaba convencida que éste era un albur y que
quizás podía suscitarse una separación. No quería correr el
riesgo de terminar sola y con un hijo que mantener, pues
esa situación podría volverse difícil y complicada. Su expli-
cación no carecía de peso pues señalaba que sin estudios
que pudieran sustentar un buen trabajo, una mujer no podría
aspirar a una mejor calidad de vida.
No era difícil imaginar de donde había sacado tales ideas,
dado que en su entorno era común ver a familiares y conoci-
dos cargando con la tutela de chiquillos, sin que el padre de
la criatura se hiciera cargo de la manutención. Arnulfo, por
supuesto, había objetado a tal silogismo aduciendo, que esa
situación sería imposible que les ocurriera a ellos; a menos
que estuviera muerto en cuyo caso, su hijo y ella heredarían
todo cuanto tenía. Mariana le había respondido con una son-
risa, que eso mismo lo habían pensado infinidad de parejas
y terminaban odiándose uno al otro. Arnulfo no se dejó inti-
midar y le refutó con igual determinación que; mientras él
estuviera vivo, jamás dejaría de amarla y que el divorcio no
estaba en sus planes ni en esta vida ni en la otra, además,
había añadido con extrema posesividad:
—Mariana…, espero que realmente estés dispuesta a
unirte conmigo para siempre, porque si alguna vez se te lle-
ga a ocurrir que me quieres dejar ¡No te lo voy a permitir!
Al escuchar su ardorosa declaración, Mariana amándolo
como lo amaba se sintió complacida, pero ni eso la con-
venció de realizar su enlace antes de concluir sus estudios.

148
Cascabel

Arnulfo haciendo un último intento, había convencido a la


madre y a la abuela de Mariana; de que no tenía caso esperar
hasta el final del semestre para desposar a su novia, pues-
to que él le permitiría continuar estudiando una vez casada.
Que él le proporcionaría su apoyo y total disposición. Como
resultado la abuela había hablado seriamente con su nieta
con el fin de enumerarle todas las grandes ventajas que le
daría el matrimonio, logrando únicamente que la joven estu-
viera más resuelta que nunca a terminar su carrera y conce-
diendo únicamente acercar la fecha de la boda hacia el final
del último examen del semestre.
Arnulfo estuvo molesto algunas semanas mostrándose
serio y retraído, aunque no por ello faltaba a sus citas. Su
joven novia se sentía mortificada ante tal situación, llorando
algunas noches ante la posibilidad de perderlo para siempre.
Se sentía atrapada y presionada, tal parecía que su familia
se había vuelto contra ella. Arnulfo con sus finas atencio-
nes había conquistado a todos, incluso a su padre, quien al
principio se mostró celoso y poco entusiasmado de casar a
su hija tan joven. Por esa razón en varias ocasiones llegó a
proponerle unas vacaciones con familiares en la ciudad de
Mérida, intentaba que ella estuviera segura de que lo que
sentía por su novio fuera auténtico. El progenitor de Mariana
sin duda, abrigaba también la esperanza de que la distancia
causara olvido, pero después de unos cuantos meses, su que-
rido padre parecía hechizado y todo lo que su yerno propo-
nía u opinaba le parecía genial y coherente.
Esos meses fueron un martirio para la muchacha, quien
rendida, le suplicó llorando a su impaciente prometido, que
la apoyara, pues tan solo faltaban tres meses para los exáme-
nes y la presión y el estrés podían hacer que reprobara algu-
no. Al ver sus lágrimas, Arnulfo conmovido, le respondió

149
Teresita Islas

que esperaría, resignándose a que se cumpliera el término de


las condiciones de Mariana.
Arnulfo salió del baño y hurgando en su maleta sacó su
ropa y comenzó a vestirse, Mariana se acomodó en el lecho
aun dormitada, extendió su brazo en un gesto inconsciente,
pero al sentir la ausencia de su amado, abrió los ojos y lo
buscó en la habitación, Arnulfo le devolvió una cautivadora
sonrisa, mientras se acercaba a ella. Mariana cohibida jaló
la sábana para cubrirse, hecho que divirtió a Arnulfo, quien
expresó mediante un largo y apasionado beso; su derecho a
tomar lo que le pertenecía conforme al contrato firmado ante
la ley y ante Dios. Más tarde, con pesar, Arnulfo le informó
a Mariana que debían partir, había llegado a su fin la mara-
villosa pero corta luna de miel de tan solo doce días, la her-
mosa ciudad de Guanajuato y sus alrededores habían sido
el escenario para refrendar su amor y sus callejones fueron
testigos de prolongados besos.
Era una ciudad colonial enclavada entre cerros ricos en
minerales, el romanticismo se respiraba en cada una de las
plazas y la historia y las leyendas hacían inolvidable su visi-
ta a museos y haciendas. Las veladas en lujosos restaurantes
servían de preámbulo a las excitantes noches de los recién
desposados, quienes se dormían en estrechos abrazos, mien-
tras escuchaban a las estudiantinas en sus “callejoniadas”.
Con cierto desgano Mariana se dispuso a guardar sus
pertenencias en la maleta. Su marido había bajado ya con
parte del equipaje y se apresuraba a meter en su auto las
compras, suvenires y su propia valija, sin esperar ayuda del
personal del hotel. La joven se sentía triste, pero por otra
parte, sabía que le esperaba un largo viaje y con ello podría
exprimir un poco más la dulzura del recién despertar de su
sexualidad. Arnulfo pensaba realizar una o dos paradas más

150
Cascabel

en algunos hoteles para atenuar el cansancio, sobre todo


para él; que conducía. Los asientos del automóvil eran muy
confortables, él había comprado un auto del año tres meses
antes, con el fin de procurarle mayor comodidad. Mariana
consideraba que el gasto era excesivo pues además de varias
camionetas poseía un lujoso deportivo estacionado en su
casa de la capital. Para entonces, había vendido el pequeño
Volkswagen descapotable de su época de soltería al cual le
tenía especial cariño, según dijo: “la compra tiene un doble
propósito; pues necesitaremos mayor seguridad para cuan-
do llegue nuestro primer bebé”. Este comentario no solo
había hecho ruborizar a su prometida, sino que también le
había causado cierta inquietud. Mariana sabía que su esposo
deseaba tener hijos y aunque compartía el deseo; pensaba
que lo mejor sería que pasaran algún tiempo solos con el fin
de conocerse más. En su interior, persistían las dudas sobre
la solidez del vínculo matrimonial. Arnulfo se había mostra-
do en algunas ocasiones obstinado, orgulloso y arrogante así
que ella estaba casi segura de que sus ideas no serían de su
agrado. Mariana tampoco sentía confianza en confiarle a su
madre sus temores y postergó en lo posible lo que de seguro
se volvería una discusión. Los días transcurrieron y la luna
de miel había llegado a su fin, sin embargo, aún no se atre-
vía a tocar el punto para no romper la armonía que hasta ese
momento disfrutaban.
La tarde caía en el llano, y el cansancio había menosca-
bado las fuerzas de la recién desposada; que dormía plácida-
mente. Arnulfo conducía su automóvil con seguridad a través
del angosto camino de terracería. Eran cerca de las seis de la
tarde, el largo recorrido de regreso había acabado. Faltaban
solo unos metros y estarían en su hogar, el cuál había sido
preparado con cuidado y esmero por el feliz contrayente.

151
Teresita Islas

Mariana ignoraba que tan solo unos meses después de cono-


cerla, inició la construcción de una casa con todas las como-
didades, eligiendo para la misma el mejor sitio del rancho
sobre un promontorio muy cerca del camino y alejado de la
casa principal por lo menos trescientos metros.
La casa era preciosa con una amplia terraza al frente, la
cual era sostenida por columnas y arcos. Las brillantes tejas
reflejaban los últimos brillos del atardecer. Su interior estaba
decorado con exquisito gusto; la amplia estancia albergaba
un hermoso y confortable juego de sala tapizado en color
arena. Las delicadas cortinas de encaje y la gruesa alfom-
bra le daban un toque muy acogedor. Tenía tres habitacio-
nes, cada una con baño, había también un pequeño estudio
y espacio para un cómodo cuarto de televisión, el comedor
en sobre nivel estaba adosado a la amplia cocina en una dis-
tribución abierta de tal forma que se podía visualizar a los
comensales desde la misma, los pisos de las habitaciones
habían sido forrados con duela con el fin de aislar un poco
la humedad, la moderna cocina contaba con sus electrodo-
mésticos aún sin estrenar, esperando hasta que la nueva ama
los utilizara. Mariana aún no estaba enterada de que ocupa-
ría ese espacio totalmente aparte de la casa principal, pues
Arnulfo solo le había comentado que ocuparían probable-
mente las habitaciones donde había vivido su abuela Lucha,
a Mariana le gustó la idea con tal de no tener que vivir bajo
el mismo techo que sus suegros.
Arnulfo despertó con un suave beso a su mujer después
de detenerse en el garaje adosado a su nueva morada.
—¡Amor hemos llegado, despierta!
Mariana aun adormilada se enderezó de su asiento,
Arnulfo abrió su puerta ayudándola a salir, después abrió la
casa con su llave y sin decir más la levantó en brazos para

152
Cascabel

entrar a su hogar. La sorpresa en el rostro de su mujer no


tuvo precio, Arnulfo sonreía feliz mientras ella recorría la
casa entre brincos, aplausos y exclamaciones de agrado:
—¡Dios mío, Arnulfo! ¿Por qué no me dijiste?
—¡Porque si te lo decía ya no sería sorpresa! —contestó
mientras la encerraba en un apasionado abrazo—. ¡Oh gra-
cias! Es hermosa ¡Me gusta todo!
—Me alegra saberlo mi pequeña flor ¿Qué te parece si
ahora probamos la cama a ver si es de tu agrado también?—.
¡Arnulfo!
El con una sonrisa la levantó de nuevo mientras la besaba
sin darle tiempo a protestar.
El reciente accidente de don Apolinar motivo por el cual
no asistió a la boda de su único hijo, fue la causa de que no
hubiera nadie para darles la bienvenida, igualmente su luna
de miel se había acortado por la misma circunstancia. Por
consejos del médico, don Apolinar había sido trasladado a
Tlacotalpan para una mejor convalecencia y por supuesto
doña Hortensia se encontraba con él para atenderle acompa-
ñada de sus tres criadas. Así la pareja inició su recién matri-
monio en una afortunada calma y tranquilidad.

153
Capítulo VII
El Regreso

Habían transcurrido ya varios días de la llegada al que


ahora era su hogar, Mariana estaba radiante, todo le pare-
cía mágico, hermoso y misterioso, su primera noche en “El
Cascabel” como esposa de Arnulfo fue muy diferente a la
que pasó ahí cuando era su novia. Haciendo remembranzas
de ello, le platicó a su amado que en aquella ocasión difícil-
mente pudo dormir con los ruidos extraños de la obscuridad.
Le habían asustado el sombrío canto de las lechuzas, los
exóticos sonidos de las popozcalas, toleches, chachalacas y
otros animales de monte que hasta ese momento descono-
cía su existencia. Ahora, entre sus brazos, se sentía segu-
ra y cuando escuchaba la fauna nocturna del sotavento ya
no había sobresalto; Arnulfo le sonreía y se encargaba de
disipar sus temores nombrando a los culpables de los mis-
mos, sus brazos la rodeaban protectores y rendida se dormía
plácidamente.
En algunas ocasiones por las tardes, el joven matrimonio
paseaba por los alrededores del rancho siempre a lo largo
del camino real, esta vez se alejaron un poco hasta llegar
cerca de una ranchería llamada “Casas Viejas”, habían cami-
nado sin sentir cansancio, cerca de un kilómetro. A un lado
del camino se encontraba una humilde choza, era la casa
de Ramón Juárez; un campesino propietario de una parcela.

157
Teresita Islas

Esta fracción de tierra era su herencia después de dividir


el rancho de 60 hectáreas de su padre don Rosendo Juárez
entre los cinco hermanos varones. La herencia legada aun
en vida de don Rosendo solo se había dispuesto para los
hijos aunque también tenía hijas. La causa de tal decisión
se debía principalmente a su ideología machista en la cual
consideraba que por ser mujeres, no les correspondía here-
dar la tierra. En su lugar les había concedido unas cuantas
vacas que habían sido propiedad de doña Cipriana Rojas; su
mujer ya fallecida. La herencia del ganado, fue además por
la insistencia de la difunta de dejarles a sus hijas algo cuan-
do aún vivía. Don Rosendo, ya muy entrado en años vivía
con su nuera, su hijo Ramón y sus cuatro nietos; el mayor de
ellos del primer matrimonio de su hijo y los más pequeños
de María.
Pasaron frente a la entrada de la casa y desde el fondo del
corral, los niños gritaron al verlos pasar:
—¡Arnulfo! ¡Arnulfo! ¡Mira ven! Ya nació un becerrito.
Mariana sonrió feliz de escuchar sus voces infantiles,
eran: Matilde, Francisca y Checho como le llamaban al
pequeño Rosendo. Arnulfo no se hizo de rogar ante la invi-
tación, era notorio que los niños eran su debilidad. Entraron
hasta el patio de la casa y saludaron a María quien se afa-
naba en fregar la ropa sucia de su marido, mientras, el viejo
Rosendo en una mecedora; observaba a sus nietos. Arnulfo
lo saludó con la mano y él respondió con un movimiento de
cabeza, estaba ya muy enfermo y aunque su salud ameritaba
un desmedido cuidado, nadie se compadecía de él, simple-
mente estaba cosechando lo que sembró; antes, tan soberbio
y ordinario ahora se conformaba con lo que María y su hijo
le daban. Los otros vástagos a quienes también había here-
dado en vida, ni se le acercaban. Tres de ellos vendieron la

158
Cascabel

tierra y el otro solo iba cuando había que cosechar la caña


de azúcar.
Don Rosendo fue un desalmado con su mujer la difunta
doña Cipriana, pues le dio una vida de “perros”. Los rela-
tos de la gente del lugar, hablaban sobre las muchas oca-
siones cuando Rosendo durante sus borracheras; correteaba
con un machete a la infeliz Cipriana. En algunas ocasiones
la logró alcanzar proporcionándole sin miramientos y con
extrema crueldad una gran cantidad de fajazos, al mismo
tiempo que la insultaba tratándola de puta y demás adjeti-
vos impronunciables. La opinión general de los vecinos, era
que Cipriana al morir, le faltó muy poco para ser “santa”.
El fundamento para tal aseveración era que jamás escucha-
ron que sus labios emitieran queja alguna. La obsecuente
mujer aceptó con estoicismo subyugante la mala vida que
su marido le dio. Finalmente, un buen día, la misericordia
de Dios se vertió sobre ella y le vino un derrame cerebral.
Ahora, al viejo Rosendo sentado en su mecedora, recogía los
frutos que sembró y observaba el resultado de sus injustas y
brutales represiones: Su hijo Ramón, repitiendo su ejemplo,
llegaba los fines de semana; borracho y rabioso blandien-
do su “moruna” para hacer lo mismo que él hacía con la
difunta Cipriana. La consecuencia de tan violentos actos, le
valió que Fábia; su primera mujer, lo abandonará dejándole
los cuatro hijos varones. Tres de los chiquillos muy pronto
desertaron del infernal hogar buscando refugio con la fami-
lia. Poco después, Ramón, a quien apodaban “El picho”; se
buscó una nueva esposa a quien torturar: María, una joven-
cita de solo catorce años, sin ninguna experiencia, con un
padre borracho y golpeador. Susceptible por la situación
en que vivía aceptó la sugerencia de Ramón por formar un
hogar. Era claro que su propósito y urgencia de unirse a un

159
Teresita Islas

hombre, fue una decisión errada, tomada más por alejarse


del dominio paterno que por amor. La pobre de María, a sus
veintiún años, ya le había dado a Ramón tres hijos y vivía
bajo su yugo y mando.
Arnulfo y Mariana se acercaron al corral para conocer al
becerrito que el pequeño “Checho” y sus hermanas Matilde
y Francisca les mostraban orgullosos:
—“¡Mila, mila! tene una mancha en la fente!
Arnulfo reía feliz al escuchar el lenguaje enredado del
pequeñito de tan solo dos años, sus hermanas sonreían y
Matilde al ver a Mariana se sintió cohibida y se escondió
detrás de su hermana Francisca. Ésta más mayorcita aun-
que solo tenía seis años, era lo suficiente extrovertida y
curiosa como para no tener ningún reparo en cuestionar a
Arnulfo sobre la identidad de la hermosa muchacha que lo
acompañaba:
—¿Y ella?..., ¿Quien ej? ¿Ya te casajte?
—Sí, ya me casé —respondió sonriendo Arnulfo y diri-
giéndose a su mujer, le presentó a los pequeños:
—Mariana, estos son los tremendos Francisca, Matilde
y Checho.
—¡Hola!
Respondió la joven con una amplia sonrisa y se inclinó
para darles la mano. Ellos le mostraron sus dientitos blancos
incompletos. Mariana sintió una profunda ternura y deseó
haber llevado algunos dulces para ellos, pero Arnulfo tuvo
una idea mejor y de su cartera sacó un reluciente billete que
los hizo saltar; él se lo dio a la mayor que se encargaría de
distribuirlo en “especie”. Con mucha prisa se alejaron mien-
tras gritaban decidiendo en que lo gastarían.
Mariana y Arnulfo se despidieron de María y empren-
dieron el regreso, el camino se les hizo corto, él le refirió la

160
Cascabel

desdichada vida de los pequeños por tener a un padre alco-


hólico y abusivo, además le relató sobre las innumerables
golpizas que María recibía, tocándole algunas veces hasta a
los niños mayores, Mariana le expresó indignada:
—¡Pero!..., ¿Por qué no lo deja? ¿Que nadie la puede
ayudar?
—No lo sé, mi madre le ha ofrecido a María trabajo y
lugar para sus hijos, pero…no entiendo por qué sigue con él.
Esa noche Mariana le costó trabajo conciliar el sueño, los
rostros angelicales de los niños y sus hermosas sonrisas le
habían llegado al corazón despertando su instinto maternal.
Con extrema devoción incluyó en sus oraciones nocturnas
a los desventurados pequeños y a su madre, invocando para
ellos; la protección de todo ser celestial.

Los mugidos de los rumiantes se escuchaban hasta el


hogar de la nueva desposada. Mariana entreabrió sus ojos
y extendió su brazo hacia el lugar de su esposo, encontrán-
dolo vacío. Se enderezó y aun adormilada examinó el reloj
junto a su cama, era muy temprano, apenas acababan de dar
las seis de la mañana. Reticente se levantó y fue directo al
baño, después de enjuagarse el rostro se sintió más despierta
y queriendo darle una sorpresa a su adorado esposo, se vistió
para alcanzarlo en la ordeña. Enfundada en sus desgastados
jeans, una playera y calzando tenis, se encaminó rumbo a
la faena. Las vacas se amontonaban en el camino, hacien-
do fila para llegar cuanto antes para amamantar a sus crías.
Mariana con cuidado las evadió, sin embargo, a menos de
20 metros de la garita principal de ordeñadores; se encon-
traba un pequeño becerro que parecía aún muy tierno. La
joven conmovida por el hermoso animal se acercó a tocarlo,
el animalito lanzó un bramido, Mariana ajena a la tempestad

161
Teresita Islas

que estaba desatando; pasó entre sus dedos el suave pelaje


de la blanca cabeza. Arnulfo, estaba a menos de diez metros
ocupado en la labor, no se había percatado de la presencia
de su mujer. De pronto, se desató el caos, los ordeñadores
comenzaron a gritar y se escuchó el bramido furioso de
una vaca recién parida que se preparaba para embestir a la
intrusa que osaba tocar a su cría. Mariana ensimismada en
acariciar al becerro, hacía caso omiso a los gritos de adver-
tencia, Arnulfo de un salto se voló la cerca que los separa-
ba y le gritó a Mariana, ésta levantó el rostro y pudo ver
sobre su hombro la silueta del furioso animal que haciendo
uso de sus enormes cuernos la embestía. Sin saber cómo,
Mariana sintió una electrizante sensación en su cuerpo que
la hizo mover sus pies y en cuestión de segundos irrumpió
en loca carrera. Entonces, Arnulfo y más de diez ordeña-
dores lanzaron sus reatas para lazar a la furibunda madre
que espumaba por la boca. Sin perder un segundo, Arnulfo
en pocas zancadas ya estaba junto a su mujer, la jaló con
fuerza quitándola de la trayectoria de la segunda embestida,
rodando con ella hacia un lado. Finalmente los ordeñadores
dominaron con puyas y lazos al celoso rumiante. La joven
desposada sentía que el corazón se le salía por la boca, esta-
ba aterrorizada y no podía hablar. Arnulfo, la abrazaba con
fuerza intentando hacerla reaccionar, sin esfuerzo, la tomó
entre sus brazos y la llevó hasta la casa de sus padres. Una
vez ahí, ordenó que le trajeran un poco de agua con azúcar.
Con cuidado depositó a su asustada mujer en una mecedo-
ra, los ojos de ella eran todo confusión; no entendía nada
de lo ocurrido. Se miraba sus tenis embarrados con excre-
mento de vaca que había pisado en su loca huida. Sentía su
camiseta encharcada en sudor, tenía escalofríos en su nuca
y sus manos húmedas eran témpanos de hielo, al parecer, su

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Cascabel

presión arterial se había bajado de golpe. Tomó el agua azu-


carada que le ofrecían, mientras, Arnulfo atento no la perdía
de vista a la par que le conminaba a beber hasta el último
trago de la bebida. Después de unos minutos ésta le devolvió
el color a sus mejillas. Mariana como efecto secundario y
aún en estado de shock comenzó a llorar, se cubrió el rostro
y Arnulfo arrodillado junto a ella la abrazó y la cubrió de
besos. Después del suceso, Mariana temerosa no se atrevía a
salir de su hogar sin Arnulfo, quien por supuesto, le prohibió
acercarse a la ordeña.
Por las mañanas, Mariana se atareaba en mantener limpio
su hogar incluyendo su estufa que a diario recibía la leche
que se derramaba al hervir. La citadina muchacha, molesta
vituperaba deseando consumir mejor la que vendían pas-
teurizada. También tenía que preparar los alimentos, que en
múltiples ocasiones eran incomibles. Arnulfo a sabiendas de
que su esposa tenía un escaso conocimiento de cocina, son-
reía y con estoicismo lograba dar uno o dos bocados para
después estallar en carcajadas. Mariana se lamentaba el no
haber puesto mayor atención cuando su madre y abuela la
llamaban a la cocina. La joven esposa solo podía preparar
una limitada cantidad de recetas; no obstante que estando
soltera tenía la obligación de cocinar una vez a la semana.
Este requerimiento de su abuela, era superado recurriendo a
su muy repetido plato de espagueti acompañado de plátanos
fritos y ensalada de lechuga. Su madre le reprochaba todo
el tiempo su falta de interés en la cocina y le sentenciaba
que cuando se casara no iba a poder alimentar a su familia.
A todo esto, Mariana respondía divertida que seguramente
habría un restaurant cerca y que comerían en platos desecha-
bles; pues odiaba lavar los trastos. Ahora, se devanaba los
sesos por tratar de guisar algunas de las verduras y carnes

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Teresita Islas

que diariamente le proveía su esposo. En una de esas oca-


siones, por la mañana tocaron a la puerta y Mariana al abrir
se topó con una alegre joven que le mostró una gallina viva.
Misma que sujetaba fuertemente por las patas:
—Dice don Arnulfo que ej para la comida, que la ayude
si usté no puede aliñarla.
Mariana horrorizada no se atrevía a tocarla, ofusca-
da consigo misma, se preguntó: ¿En que estaba pensando
al aceptar casarse con un ranchero? De seguro, Arnulfo se
desilusionaría más pronto de lo que se imaginaba, pues ella
sentía que no podía competir con ninguna de las mujeres del
campo, hizo pasar a la muchacha y ésta le preguntó:
—¿Dónde la colgamoj?
Mariana no perdía de vista al emplumado animal y como
un eco repitió sin comprender:
—¿Dónde la colgamos?
La joven sonrío divertida al ver la expresión de la mujer
del patrón y le explicó:
—¡Sí! dónde la colgamoj pa cortale el pejcuezo, tiene
que ser en un palo pa que la sangre caiga en la tierra, pero
primero hay que poner a hervir el agua pa dejplumarla.
Mariana tenía la sensación de estar viviendo una escena
surrealista. Ella solo había visto a los pollos desplumados y
aliñados en la pollería ¡Listos para cocinar! No podía creer
que ahora tenía que asesinar a ese pobre animal que la veía
con tristeza y desesperación o al menos así se lo imagina-
ba. Fueron a la cocina y Mariana como autómata lleno un
pequeño recipiente para hervir el agua, pero, la joven a sus
espaldas le sugirió:
—Ej muy poquita agua, necesitamos máj —Mariana res-
pondió frunciendo el ceño:
—¿Más? ¿Qué tanto más?

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Cascabel

—Bajtante, como aquella olla que tiene ujted ahí abajo.


Dijo la muchacha, señalando una olla enorme. Mariana
alzó las cejas, asombrada, pues pensó que dicho recipien-
te nunca lo utilizaría cuando lo recibió como parte de las
baterías de cocina que le regalaron en su boda. Tomó a con-
tinuación el recipiente de su alacena y cerrando las puertas
de la misma, procedió a llenarlo con agua en el lavadero
para ponerlo a hervir. La joven a sus espaldas miraba mara-
villada todos los utensilios y electrodomésticos de la cocina.
Mariana, suspiró con pesar, sabía que no tenía alternativa.
Dejó la olla sobre la hornilla y abrió la puerta que daba al
exterior seguida de la muchacha. Evaluó sin ánimo el lugar
propicio para darle muerte al animalito. Experimentaba la
sensación de tener un hoyo en el estómago, se sentía perver-
sa y cruel. Tragó en seco debido a la elevada perturbación
que la aquejaba y volvió la vista hacia su joven ayudante
en señal de ayuda, ésta, inmediatamente eligió el lugar más
conveniente:
—¡Mire! allá en el palo de guayaba la podemoj matá
Se acercaron al árbol y mientras la muchacha sostenía el
ave, Mariana ató las patas a la rama con un tramo de mecate,
después la sirvienta soltó el cuerpo y la gallina comenzó a
aletear. Mariana pegó un brinco y una conmoción extraña
la invadió, sencillamente no se consideraba apta para dego-
llar al animal, ni aun sabiendo que éste era para comer. Su
actitud, le causaba extrañeza y diversión a la empleada,
quien solícita le pidió un cuchillo para ejecutarla ella mis-
ma. Estuvo a punto de rechazar su solicitud y dejar libre a
su prisionera; pero sabía que de todas formas el destino de
la misma ya estaba marcado desde que nació. Así, que sin
pensarlo más, le dio el arma asesina a la joven. Ésta toman-
do el cuello de la gallina, se lo cortó con una sola tajada. El

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Teresita Islas

aleteo convulsivo hacía salpicar la sangre en todas direccio-


nes, en ese instante; el brusco movimiento y el defectuoso
amarre de Mariana hizo que el emplumado animal cayera
al suelo, desatándose completamente. La escena era terri-
blemente espantosa; la gallina con el cuello grotescamente
caído a punto de desprenderse comenzó a correr por todo el
patio. Mariana gritaba al ver tan horrenda imagen, no podía
creer que la gallina descabezada pudiera moverse de esta
forma y mientras ella estaba a punto de llorar, la joven a su
lado se desternillaba de risa. Los gritos y las risas llamaron
la atención de un trabajador quien corrió avisarle a Arnulfo
que algo estaba sucediendo en su casa. El joven no perdió
tiempo y con el corazón en la mano corrió hasta su hogar.
Con rapidez llegó hasta donde estaban las mujeres y ano-
nadado contempló la sangrienta escena. Sin dar crédito a lo
que veía, observó consternado como la muchacha se agacha-
ba de la risa mientras su mujer gritaba angustiada:
—¡No! ¡Dios mío! ¡Agárrala, Agárrala! ¡Qué he hecho!
¡Dios ayúdame!
Arnulfo tomó a Mariana de los hombros y ésta pegó un
salto, al verlo, desesperada trató de explicarle, sin salirle
con claridad las frases. Él no la dejó terminar, la interrumpió
para ordenar con seriedad:
—¡Rosa! ¡Agarra a ese animal y llévalo para la casa de
mi madre y ahí lo aliñas!
La joven apretando los labios para contener la risa, inme-
diatamente obedeció. Sujetó el ave por las patas y se alejó a
cumplir el mandato. Mariana se sentía enferma, Arnulfo la
llevó dentro y se sentaron uno frente al otro en la mesa, segui-
damente él tomó sus frías manos entre las suyas, pero ella
no se atrevía a levantar los ojos, finalmente él le preguntó:
—¿Estás bien? ¿Quieres agua?

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Cascabel

Mariana solo negó con la cabeza, la imagen de la gallina


degollada era algo difícil de olvidar. Arnulfo se levantó y la
abrazó desde atrás, mientras le decía:
—No te preocupes, aprenderás a hacer todo, solo necesi-
tas tiempo. Este solo fue tu primer intento, al rato te traerán
la gallina para que la guises.
Mariana quería decirle que ella no deseaba volver a
intentar aliñar nada, que todo estaba muy mal, que sentía
pena por el animalito, que nunca más en su vida comería
pollo, que nunca se iba a acostumbrar a esta vida y que no
estaba hecha para el campo. Pero nada de eso salió de sus
labios, porque en su interior sabía que Arnulfo esperaba más
de ella y que quizás se estaba dando por vencida demasiado
pronto, así que solo asintió con marcado desaliento. Arnulfo
la levantó de la silla y le dijo entre susurros mientras la besa-
ba apasionado:
—¡Olvida la gallina, cielo! Creo que voy a posponer mi
trabajo, te necesito…preciosa mía…
Mariana respondió como siempre a sus demandas ¡Le era
tan difícil pensar cuando lo tenía tan cerca!, su corazón latía
desenfrenadamente y casi ni sintió cuando la cargaba para
llevarla a sus aposentos, pasando a segundo término el biza-
rro episodio.
Con el paso de los días Mariana olvidó casi por completo
lo sucedido. Extrañaba a su familia y a veces le solicitaba a
su esposo que la llevara a hablar por teléfono a Tres Zapotes.
Ahí los Mendoza tenían una casa que contaba con teléfo-
no. Arnulfo la llevaba y ella se comunicaba con su madre
y abuela. Después de los saludos formales, Mariana ávida
les preguntaba como se hacía algún guiso y tomaba nota en
una pequeña libreta. Arnulfo divertido se imaginaba ser un

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Teresita Islas

conejillo de indias, pues en más de una ocasión, pensó que


moriría envenenado al degustar alguna mal lograda receta.

Ya era muy entrada la noche cuando Mariana con mucha


delicadeza retiró el brazo de su esposo que la cubría.
Se encontraba muy alterada de los nervios y se acomodó
inquieta dándole la espalda a su consorte, pues no podía dor-
mir. Apenas hacía ocho semanas de su llegada al que ahora
era su hogar y había sufrido ya varias reprimendas y sustos.
Se sentía la madre de las calamidades, pensaba que quizás
nunca iba a encajar en esa vida que al principio creía que
era fácil, cómoda y tranquila. Después de varios minutos de
dar vueltas en la cama se sentó y extendió su brazo hacia la
mesa de noche donde se encontraba un frasco con alcohol,
lo abrió y lo aplicó a sus picoteadas e inflamadas piernas, el
fresco ardor le otorgó un momentáneo alivio, suspiró con
cansancio y repasó desalentada lo sucedido el día anterior:
Era mediodía, el sol candente caía sin piedad sobre los
trabajadores que regresaban después de haber compuesto
algunos portillos. A lo lejos, la cuadrilla se acercaba cabal-
gando lentamente, Arnulfo en su montura encabezaba al
grupo. Mariana se hallaba un poco aburrida por haber estado
sola toda la mañana. Por décima vez se asomó impaciente a
la ventana. Ansiosa del regreso de su esposo, se emocionó al
verlo y encandilada corrió a su encuentro. Después de unos
cuantos metros, la joven sintió el calor y la fuerza de los
rayos del sol sobre su cabeza y brazos; no había tenido la
precaución de ponerse un sombrero y solo vestía una blusita
de algodón liviana con una falda y sus sandalias. El calor era
insoportable, así que observando que a un lado del camino
se erguía frondoso un gran árbol de jobo, se guareció bajo
su sombra. Enseguida sintió el frescor del tupido follaje, sin

168
Cascabel

embargo, solo disfrutó unos segundos la agradable tempe-


ratura, pues sin percatarse, se había parado sobre un gran
hormiguero. Los rojos y bravos insectos se subieron a sus
extremidades y empezaron a acribillarla. Mariana comen-
zó a gritar y a brincar tratando de sacudírselos, el dolor era
espantoso. A lo lejos ya Arnulfo la había divisado, pero al
ver los extraños movimientos, no le fue difícil adivinar lo
que estaba ocurriendo; espoleando a su caballo con fuer-
za, en pocos segundos logró llegar junto a ella. Desmontó
y tomó de su alforja el botellón de agua para vaciarla en
las piernas de Mariana, enjuagando con ella el resto de los
rabiosos bichos. Ella no podía ni pensar del dolor que sentía,
gritaba, lloraba y hasta maldecía. Arnulfo la cargó hasta su
casa y con rapidez tomó un poco de hielo de la heladera para
calmar el espantoso tormento que provocaba la ponzoña de
las llamadas: “boca de lumbre”. Después de unos minutos,
el dolor disminuyó pero en consecuencia la enrojecida piel
comenzó a inflamarse grotescamente, sus pies y pantorrillas
se sentían calientes. Arnulfo tenía una expresión indescifra-
ble, mezcla de enojo y culpabilidad. Era como si las palabras
de su padre hubieran contenido algún tipo de maldición que
le estuviera impidiendo poder proteger a la mujer que ama-
ba. Mariana asumió, al ver la expresión de su marido; que
quizás él ya se estaba aburriendo de tener que salvarla una
y otra vez. Se sentía estúpida y avergonzada, lo miró con
ojos suplicantes mientras se disculpaba. Arnulfo permaneció
callado y únicamente le cubrió los labios con un prolongado
beso.
El polvo del camino se levantó al paso de la camioneta
de don Apolinar, quien después de su convalecencia, regre-
saba al “Cascabel” para terminar su recuperación. Doña
Hortensia a su vez acompañada de su séquito de sirvientas,

169
Teresita Islas

de nuevo dirigía estricta e inquebrantable la casa y sus mora-


dores. Habían transcurrido más de dos meses desde el acci-
dente, los dueños del rancho volvían con su flagelante estilo
a gobernar sus más de mil hectáreas de tierra. Mariana sintió
una antigua opresión, no sabía que podía esperar de sus sue-
gros, así que un poco mortificada le trasmitió a su esposo su
temor:
—Mi hermosa ¡No tienes de que preocuparte! Nosotros
vivimos aparte y en el momento que no soportemos algu-
na situación, nos podemos ir, como te he dicho cuento con
el dinero y los recursos suficientes para ser independiente.
Somos además dueños de una parte de esta tierra, recuer-
da que Malucha nos la dejó. También tenemos el rancho de
mi abuelo Artemio con la casa de Tlacotalpan, sin contar
con mi ganado y las inversiones en maquinaria agrícola que
arriendo. Creo que debes estar tranquila y solo procurar cui-
darte para que pronto tengamos a una personita corriendo
por aquí.
Arnulfo despreocupado la besó en la frente mientras daba
por concluida la conversación. Después agregó sonriente:
—¡Anda, corazón, vamos a comer! para visitar a los vie-
jos y ver que nuevas nos cuentan.
Mariana aun dudando, comenzó a servir la comida y sin
agregar nada más, se sentó con su esposo a degustar lo que
había preparado esa mañana. Comieron en silencio, las pala-
bras de Arnulfo lejos de apaciguarla le ocasionaban cierto
sobresalto. ¡Diablos! ¿Qué quería decir con que se tenía que
cuidar y eso de tener a una “personita” corriendo? Acaso la
decisión ¿No era únicamente de ella?” Sin querer enfras-
carse demasiado en tan oscuros pensamientos, decidió no
darle mayor importancia al comentario, pues era de mayor
trascendencia el próximo rencuentro con sus suegros.

170
Cascabel

Podría decirse que el recibimiento de sus suegros fue


carente de emociones, aunque se notaba que hacían un
esfuerzo por tratar de subsanar las diferencias acontecidas
durante su noviazgo y eso ya era meritorio para ellos, inclu-
so don Apolinar abrió una botella de coñac y sugirió que
brindaran por la felicidad de los novios. Doña Hortensia
esbozaba una tibia sonrisa y se disculpó en nombre de los
dos por las desafortunadas circunstancias que les impidieron
asistir a la boda, también mencionó que sus dos hijas meno-
res que aun estudiaban, no pudieron estar presentes debido
a la gran cantidad de exámenes que tenían y que además las
necesitaban de urgencia para atender a don Polo. Asimismo
agradecía a Dios y a la Virgen a quien le debían el milagro
por la recuperación tan extraordinaria de su marido. La tarde
transcurrió lentamente hablando de cosas superfluas, hasta
que don Apolinar se cayó de borracho y su hijo lo llevó a la
cama. Arnulfo y Mariana se despidieron de doña Hortensia
y tomados de la mano regresaron a su hogar.
Mariana no parecía muy convencida de las palabras de
sus suegros y Arnulfo simplemente no le importaba lo que
pensaran, solo tenía ojos para Mariana. El haberla conver-
tido en su mujer le brindaba un extraordinario beneplácito
pues ahora ella parecía irradiar un brillo especial; acrecen-
tando su belleza y femineidad. Mariana había florecido, era
una excelente alumna en las artes del amor, siempre ávi-
da de aprender para prodigarle el mismo esmerado cuidado
que él le otorgaba con experimentada ternura y pasión. Él
la moldeaba a su modo y parecer, tomando posesivamente
y con todo el derecho: su cuerpo, su mente y su espíritu, no
permitiría nunca que se apartase de él, la necesitaba como el
aire para vivir.

171
Teresita Islas

Mariana estaba profundamente dormida, el ruido electró-


nico de la alarma del reloj de su marido le hizo entreabrir sus
ojos, aún era de noche y sintió cuando Arnulfo se levantaba
y le decía al oído:
—Descansa un rato más, son las cuatro de la mañana.
Mariana somnolienta escuchó cuando Arnulfo se vestía y
rodó en la cama para acomodarse mejor, ocupando todo el
espacio de la misma, sabía que aun podía quedarse acostada
cuando menos otra hora, así que se regodeó en su conforta-
ble lecho y escuchó a su marido salir y cerrar la puerta de la
entrada. Mariana estaba a punto de levantarse, deseaba que
el desayuno estuviera listo para cuando regresará Arnulfo
de la ordeña, pero sentía tanto sueño que no podía abrir sus
ojos, se esforzó en tratar de despertar, no quería recibir nin-
guna otra reprimenda, pues su esposo parecía perder cada
día más la paciencia. Podía notar que al principio empleaba
al corregirla elevadas muestras de benevolencia en el len-
guaje, pero la semana anterior había despertado en él un
apoteótico estallido de furia, que el solo recordarlo la hacía
sentirse extremadamente vulnerable y avergonzada.
Nunca imaginó Mariana que su cambio de estado civil,
pudiera reprimirla de sus antiguas costumbres y actividades.
Aquel día muy temprano en la mañana, aún no daban las sie-
te, cuando Mariana descubrió recargada a la entrada del fru-
tal, una bicicleta, que seguramente pertenecía a uno de los
trabajadores del rancho; emocionada al ver dicho artefacto
recordó sus paseos en el boulevard de su tierra natal. Sin
pensarlo dos veces, corrió a su cuarto y se puso los diminutos
shorts con los que acostumbraba a ejercitarse y montada en
dicho vehículo, dio varias vueltas sobre el camino real, con
el propósito de quemar las calorías necesarias para seguir
en forma. Mariana estaba feliz; montar en bicicleta era un

172
Cascabel

ejercicio que siempre había disfrutado mucho. Le encan-


taba sentir en su cara el aire fresco de la mañana. Siguió
pedaleando despreocupada, cuando de pronto, frente a ella
se encontró con Arnulfo que le impedía el paso, ella frenó y
bajó los pies sobre el camino, sonriéndole sin malicia, pero
algo en la actitud de él le borró la sonrisa:
—¡Mariana! ¡Qué haces montada en esa bicicleta y ves-
tida como si fueras una desnudista!
Mariana ante tal increpación no podía ni responder,
Arnulfo la tomó del brazo y la bajó con brusquedad con
un solo movimiento, la chica soltó la bicicleta y ésta cayó
aparatosamente. Él parecía destilar lumbre por los ojos y la
boca, indignado la jaló en dirección a la casa sin dejar de
sujetarla, mientras continuaba con severos señalamientos a
su conducta:
—¡No puedo creer que nadie te haya explicado que una
mujer decente no anda montada en bicicleta! ¡Y no nada más
eso! ¡Sino que te atreves a ponerte esos shorts que lo único
que pueden provocar es que alguno de mis empleados te fal-
te al respeto! ¿Que no tienes conciencia? ¡Entiéndelo mujer,
ahora eres mi esposa! ¡Caramba!
Mariana sentía un fuerte dolor en su brazo por los dedos
de Arnulfo que la apretaban hasta lastimarla. Trató de sol-
tarse y con fuerza lo empujó, estaba enojada y furiosa; ni
siquiera su querido padre, la había jaloneado de esa manera,
no obstante, la fuerza de Arnulfo la superaba y en un rápido
movimiento la sujetó con sus dos brazos dejándola inmovi-
lizada, Mariana le gritó enfurecida:
—¡Suéltame! ¡Me lastimas!
Arnulfo inmediatamente la soltó, aunque seguía furioso.
Mariana enseguida le increpó sin poder contenerse:

173
Teresita Islas

—¡Cómo te atreves! ¡Yo solo estaba haciendo ejercicio!


¡Porque estoy harta! ¿Lo oyes? ¡Harta! De estar encerrada,
comiendo como un cochino de engorda y a ti ¡No te importa!
Arnulfo, aunque parecía haberse calmado y la observaba
con detenimiento, la tomó por la cintura con firmeza y con-
tinuó caminando. Al llegar a la casa, le ordenó aún con enojo
contenido:
—¡Entra de una vez! ¡Mereces que te ponga en mis rodi-
llas y te dé unos azotes!
Mariana entró a su casa seguida de su marido, ahora llo-
raba incontrolablemente, se dirigió a la alcoba y abrió el clo-
set, con determinación sacó una maleta y la aventó sobre la
cama, Arnulfo la había seguido y a sus espaldas le sentenció:
—¿En verdad crees, que puedes dejarme, así tan fácil?
Mariana no le contestó, abrió el cajón de su ropa y
comenzó a colocarla dentro del equipaje. Arnulfo la obser-
vaba con detenimiento, después de unos segundos cerró los
ojos y soltó un suspiro de exasperación, su estado de ánimo
se apaciguo visiblemente y se acercó a ella. Haciendo uso de
su fuerza la sujetó de las manos, con infinita ternura comen-
zó a besar sus húmedas mejillas, ella aún resentida y enojada
se esforzaba en quedar libre, pero él la aprisionó entre sus
brazos y le dijo al oído:
—¡Es suficiente, Mariana! ¡Cálmate ya! Recuerda que
eres mía ¡Nunca te dejaré ir! ¿Entiendes? ¡Te amo!...tontue-
la ¡Te amo!
Mariana sintió como Arnulfo asaltaba su boca, prime-
ro con suavidad y después con extrema urgencia, mientras
como suaves plumas sus dedos recorrían con delicadeza y
ternura su cuello hasta llegar sobre su pecho, provocándo-
le un involuntario jadeo. Su evidente respuesta le provocó
un fuerte bochorno pero no se sometió aún, pues se sentía

174
Cascabel

herida en su orgullo y consideraba que había sido víctima


de una injusticia. Con denuedo procuró no sucumbir ante
sus ardorosas caricias, la furia y la impotencia eran ahora su
defensa, sin embargo, a medida que los besos y las diestras
caricias de su esposo exploraban su cuerpo; una bruma iba
ocupando su mente haciéndola languidecer para envolverla
en un enajenado éxtasis. Sin saber cómo, Mariana perdió la
conciencia olvidando la discusión y una excitada voz salió
de sus labios:
—Arnulfo ¡Bésame!
Mariana continuaba luchando por abrir los ojos, debía
levantarse para preparar el desayuno, estaba segura que ya
había transcurrido más de una hora desde que Arnulfo se
había levantado, el sueño era inmenso, por fin, haciendo un
esfuerzo descomunal logró abrirlos, pero ocurrió un hecho
insólito: escuchó una voz gruesa, gutural que la paralizó y le
impedía respirar. La voz provenía del baño de su propia habi-
tación, ¡No podía moverse!, con todas sus fuerzas intentaba
voltearse y no podía, de espaldas a la puerta del baño le llegó
un olor nauseabundo y penetrante que inundo el ambiente, la
pestilencia era espantosa, inmediatamente después, escuchó
otra vez la ronca y terrorífica voz que la insultaba:
—¡Ey, tú, desgraciada, perra! ¿No quieres verme?
Mariana no podía de ninguna manera moverse y no
entendía lo que ocurría, pero visualizaba perfectamente a
la oscura entidad, ¡Era un ser horrible! ¡Era un demonio!,
que estaba desnudo en el baño. Su cuerpo estaba cubierto de
vello como un animal, tenía un enorme pene que semejaba
una serpiente y de su boca salía una lengua larga y roja con
la que lujuriosamente le lamía la nuca, provocando que la
joven se estremeciera de terror. Los cuernos que brotaban a
ambos lados de la frente eran enormes y en forma de espiral.

175
Teresita Islas

Tenía una cola larga y asquerosa como de rata que se retor-


cía temblorosamente. Mariana luchaba por gritar y no podía
hacerlo, oleadas de escalofríos recorrían su cuerpo y comen-
zó a llorar. Con toda su alma comenzó a implorarle a Dios
que la librara de ese demonio, pero, aquel ser infernal, cuan-
do trataba de rezar, le enredaba la lengua para que no ter-
minara la oración, una y otra vez comenzó el “Ave María”.
—Dios te salve María llena eresdegelsorcgo…
Pero el repugnante demonio lo impedía, Mariana des-
esperada se imaginó que sacaba una cruz y se enfrentaba
a aquel ser, pero éste al notar su titubeo se carcajeó y sin
inmutarse, volvió a atacarla con estupideces y leperadas:
—¿Eres una Perra, no quieres que te coja? Jajaja ¡Te voy
a llevar conmigo al infierno!
Su lengua no dejaba de moverse por todo su cuerpo, le
lamía los pies, las piernas, las nalgas, la espalda, en un acto
asqueroso y vil. Las lágrimas escurrían por las mejillas de la
infortunada joven; su respiración se volvía más lenta y sen-
tía como si aquel ser del averno le robara el aliento. Mariana
llegó al límite, un agudo dolor en el pecho le provocaba
estertores desesperados, con plena conciencia, parecía expe-
rimentar un infarto. Haciendo un esfuerzo sobrehumano
regresó a la realidad y se concentró en recordar una antigua
oración que le había enseñado su abuela. El ser infernal se
reía distrayéndola de su objetivo y logrando que Mariana
olvidara la deseada oración. Con redoblados esfuerzos y
con ferviente devoción, solicitó la ayuda de San Miguel
Arcángel e invocando a Jesucristo y a su preciosísima san-
gre habló con exaltada fe:
—¡Padre, Dios todo poderoso y eterno en nombre de tu
hijo Jesucristo! ¡Cúbreme con su preciosa sangre y aleja

176
Cascabel

este demonio! ¡Tú que eres el más poderoso del universo,


ayúdame!
Milagrosamente su mente se abrió y comenzó a recordar
una de las oraciones más poderosas que existen para alejar al
maligno y liberar a los posesos. Mariana se visualizó cubier-
ta de sangre, de la sangre preciosa de Jesucristo crucificado,
sentía que una gran fuerza la elevaba arrancándola del pozo
oscuro y pestilente donde se encontraba inmersa. Alzó los
brazos tocando con sus manos el calor que irradiaban unas
esferas doradas de luz que flotaban por encima de su cabeza.
Entonces, sin ningún agobio y con serenidad recitó la anti-
gua oración, en un estado de profundo misticismo y abando-
no hacia el creador del universo:
—“¡Glorifica mi alma al señor y mi espíritu se llena de
gozo al contemplar la bondad de Dios mi Salvador! pues
ha puesto su mirada en la humilde sierva suya y ved aquí el
motivo por el que me tendrán por dichosa y feliz todas las
generaciones. Pues ha hecho en mi favor cosas grandes y
maravillosas el que es todopoderoso y su nombre infinita-
mente Santo. Cuya misericordia se extiende de generación
en generación a todos cuanto le temen. Extendió el brazo
de su poder y disipó el orgullo de los soberbios, trastornan-
do sus designios. Desposeyó a los poderosos y elevó a los
humildes, a los necesitados llenó de bienes y a los ricos los
dejó sin cosa alguna. Exalto a Israel, su siervo acordándose
de él por su gran misericordia y bondad. Así como lo había
prometido a nuestros padres Abraham y a toda su descen-
dencia por los siglos de los siglos .amén.”
Mariana despertó por fin bañaba en llanto, en las palmas
de sus manos se podían ver la huella de sus uñas que se
habían clavado con fuerza, en aquel momento escuchó la
cerradura; era Arnulfo, sonriente se asomó a la habitación

177
Teresita Islas

y Mariana de un salto se levantó para abrazarse a él con


angustia y desesperación, al mismo tiempo que con horror
le señalaba el baño. Entre sollozos le hablaba sobre el asque-
roso ser que la había asediado. Arnulfo preocupado, entró
al cuarto de baño sin encontrar nada, concluyendo que su
mujer había tenido un mal sueño. Con voz serena, intentan-
do calmarla le dijo pacientemente:
—Mariana, ¡Aquí no hay nadie! ¡Ven, entra! ¡Tuviste una
pesadilla!
La alterada muchacha negaba con la cabeza, llorando
aún, sin poder moverse, su terror era tal, que no se atrevía a
acercarse. Arnulfo la tomó de la mano para infundirle con-
fianza, lentamente los pies de ella se movieron hacia el lugar,
comprobando que efectivamente el cuarto estaba vacío. De
cualquier forma con énfasis y angustia le reiteró:
—¡Te juro que estaba despierta! ¡Lo que viví fue real!
Arnulfo la besó y sacándola de la habitación, se sentó en
la sala y acomodó a su mujer sobre su regazo acunándola en
sus brazos, hasta que se hubo sosegado, después, ella le pre-
guntó con los ojos enrojecidos si le preparaba el desayuno,
Arnulfo sonriéndole le contestó:
—Mi pequeña flor creo que hoy, yo te prepararé a ti el
desayuno, solo quédate aquí sentada.
Arnulfo se desenvolvía bien en la cocina, al parecer en su
soltería había aprendido a cocinar y a valerse por sí mismo.
Mariana lo contempló aún atribulada por la vivencia de su
terrible pesadilla. Se sentó frente a él y apenas probó boca-
do, Arnulfo entonces le instó a comer como condición para
llevarla a un corto paseo para realizar algunas compras. La
perspectiva de quedarse sola, fue suficiente para terminar
su plato. Al llegar a Tres Zapotes, Mariana se dirigió a la
Iglesia, Arnulfo la acompañó, la joven creyente le solicitó al

178
Cascabel

párroco agua bendita y al volver la esparció por toda su casa,


y sus alrededores, mientras rezaba devotamente un rosario.
Días después, doña Hortensia, durante una plática le con-
tó a Mariana, con una mirada retadora y una sonrisa siniestra
que: “El Cascabel” había sido parte de una gran hacienda y
que había pertenecido a una mujer que había lanzado una
maldición sobre esa propiedad y que después de hacerlo,
había caído de bruces para… ¡Morder la tierra con profundo
odio! Muriendo en ese instante. Se decía que buscaba almas
¡Para llevárselas al infierno!

179
Capítulo VIII
Los Quince Años

—Doña Hortensiaaaa.
Unos golpes en el mosquitero hicieron que Doña
Hortensia y Mariana dejaran la labor de tejido que tenían
en las manos. Ambas se encontraban sentadas en las confor-
tables mecedoras tlacotalpeñas frente al gran ventanal que
daba al jardín, en la amplia sala del caserón. La joven nuera
a instancias y por consejo de su madre, intentaba “ganar-
se” el aprecio de sus suegros. La estrategia empleada por la
recién desposada fue puesta en práctica en una de sus visitas.
Mariana sin duda alguna desempeñó su papel de actriz sin
ningún trabajo: pues con excesiva emoción alabó una y otra
vez los hermosos tapetes tejidos que decoraban por doquier
los antiguos muebles del hogar de los Mendoza. A la señora
se le iluminaron los ojos de orgullo y comenzó a mostrarle
toda una gama de tejidos con diferentes decorados; caminos
de mesa, carpetas, fundas, orillas, cortinas y hasta colchas.
Al final con un gesto de súplica le pidió a su suegra que le
enseñara a tejer; doña Hortensia dándose su importancia res-
pondió con orgullo en la voz pero claramente complacida:
—Pues…solo que sea por las tardes, porque en las maña-
nas ¡Tengo mucho que hacer!
Mariana podía no sentir gran aprecio por su suegra, pero
reconocía que en el arte del tejido la señora era una excelsa

183
Teresita Islas

artesana, así que esa tarde armada con hilo y gancho de tejer
tomaba su primera lección.
Se escuchó de nueva cuenta la voz en la puerta y doña
Hortensia con su aire imperativo; le ordenó a la joven sir-
vienta sentada en un pequeño banco a su lado que atendiera
la puerta:
—¡Esta niña! fíjate a ver quién es.
Por alguna extraña costumbre doña Hortensia parecía
olvidar los nombres de las criadas a su servicio. Mariana
expectante se acomodó en la mecedora, mientras Chepa
entreabría el mosquitero para responder con prontitud:
—Es doña Bartola y su hija Chole.
—Diles que pasen —respondió enseguida.
Al escuchar la indicación, Chepa abrió totalmente el mos-
quitero permitiendo la entrada a las recién llegadas. Con aire
tímido las visitas se dirigieron hacia la mecedora donde se
encontraba doña Hortensia con sus pies levantados. Chepa
las siguió pero no se sentó, las mujeres vestían humildemen-
te y se notaban nerviosas, parecía como si fuesen a pedir un
favor y no supieran por donde comenzar.
—Buenagh taaardegh doña Hortensia.
Doña Hortensia levantó la vista y después de observarlas
pareció comprender que la razón de la visita tenía que ver
con alguna solicitud de índole económica. Un gran suspiro
salió de sus labios y hasta entonces contestó el saludo:
—¡Buenas tardes, Bartola!, siéntate ¡Te noto muy
acalorada!
—¡Ay sí! Qué calor ejta haciendo ¿verdad? Eso le venía
yo diciendo a Chole ¡Yo ya no aguanto ejta calor!, ejtá muy
re que te dura la sequía ¡Por estoj tiempoj ya teníamos el
agua encima!

184
Cascabel

Diciendo esto, se sentó en el banco que antes ocupara


Chepa, mientras la joven muchacha que la acompañaba per-
manecía a su lado de pie. Mariana podía sentir que la con-
versación se tornaría interesante, así que no retomó su labor,
sino que observaba la escena expectante. Doña Hortensia
tomó la palabra confundiendo a Mariana con sus expresio-
nes sobre la apretada situación económica que padecían.
—Sí, están los tiempos muy cambiados y con esto, todo
se pone mal, el pobre de Polo ha tenido que ¡vender una
vaca! Nomás para poder pagar a los mozos, quien sabe cómo
nos va a ir con la caña, porque si no le llueve no desarrolla
bonito, está muy dura la situación.
Doña Hortensia inició ejecutando magistralmente una
escaramuza compleja de acción evasiva. Su interlocutora
escuchaba atenta. La dueña del rancho señalaba con insis-
tencia y con pesar las dificultades que tenían que soportar a
causa de su enorme estrechez económica. La respuesta ante
la primera estocada fue digna de una ingeniosa adversaria:
—¡Ay! doña Hortensia si ujté se queja, imagínese nojo-
troj, ¡Cómo la ejtamogh pasando! ni tan siquiera a vesej
tenemoj pa’loj frijolej, aunque Usebio se mate trabajando
¡No alcanza!
Mariana, hasta ese instante comprendió lo que estaba
ocurriendo y de pronto se sintió relajada y hasta encontró
que la conversación de ambas mujeres le divertía, notó ade-
más, que la réplica de Bartola demostraba que era una mujer
inteligente, sagaz y ladina. Doña Hortensia se pasó la lengua
por los labios y se preparó para desplegar toda su aguerrida
verbosidad, empleando una esmerada elocuencia:
—Pues Polo les paga ¡bien! lo que pasa, es que a veces
tu marido se ha de ir porái a gastarse el dinero con alguna

185
Teresita Islas

querida o a la cantina. ¡Yo mira que le digo! Eusebio, ¡Piensa


en tus hijas, piensa en tu mujer! ¡Endereza esa vida que
llevas!
Bartola frunció la boca pues no le gustó el comenta-
rio, pero sin dejarse intimidar, con una sonrisa calculadora
respondió:
—¡Eso, sí ej cierto! ujté siempre se ha preocupao por
nojotroj y por eso ej que me atrevo a venir a pedirle un favor
a ejpaldaj de Usebio puej el ej muy orgulloso y le daría ver-
güenza sabé a lo que he venido.
Mariana se llevó con rapidez la mano a la boca y fin-
gió toser pues estuvo a punto de soltar una carcajada. Doña
Hortensia mostró una mirada de extrema concentración bus-
cando entre sus múltiples recursos la forma de librarse del
compromiso.
—Puegh verá doña Hortensia, esta chamaca que ve ujté
aquí, ya va a cumplir ¡loj quinci añoj! Entoncej ya ve que
como nojotroj semoj muy pobrej yo le dije que no haríamoj
nada, pero…, ya sabe ujté…, ella ejtá muy ilusiona’á y laj
tíaj ya le dieron cuerda y dicen que una va poné una cosa y
otraj otra cosa y hajta don Ponciano Ramirej me pidió que
acectara , sin afán de ningún interej, ¡Una vaca! Pa’ la bar-
bacoa. Así, toda la familia ha puejto algo pa’ la niña ¿Verdá?
Pero… noj hace falta ¡el pajtel! toncej yo me dije: ¡Doña
Hortensia! ¡Que siempre ha sido muy buena con nojotro-
gh!, siempre ha querido muuucho a Chole, dende chiquitita,
¿Se acuerda cuando la mandaba a loj mandaos? ¿Quién le
arriaba loj cochinoj? ¿Quién le lavaba a laj gallinaj? Ella me
dijo: ¡Quiero que doña Hortensia sea mi madrina de pajtel!,
¡Ej su ilusión! Y aquí ejtoy, dándole la molejtia, ya ve que
loj quince ¡Solo se cumplen una vej en la vida! Y no me
quiero morí llorando por no haberle dao ese gujto…

186
Cascabel

Mariana al ver la cara de doña Hortensia, contuvo a duras


penas la risa que amenazaba escapar de sus labios y con un
esfuerzo enorme intentó concentrarse en su tejido. La señora
se puso un poco nerviosa buscaba en lo más recóndito de su
cerebro la excusa que debía emplear para salir del brete en
que estaba. Unos momentos después tras una breve pausa
respondió en actitud defensiva:
—Bueno, bueno, sí puedo ayudarte con algo, pero el pas-
tel es algo ¡Muy costoso!, y ahora Polo no anda muy bien de
dinero, eh… pero bueno, vamos a ver…, y… ¿Para cuantas
personas es la fiesta?…, porque…., no sé, tendría que pla-
ticar con Polo…, pues…, como te decía no andamos muy
bien.
Sin amedrentarse por la respuesta Bartola arremetió con
mayor enjundia, cambiando su posición como un experto
jugador de ajedrez:
—¡Ay doña Hortensia no me diga ujté eso!, yo que tenía
¡tantaj ejperanzaj! ya ve todo lo que hace Usebio por ujtedej
¡Tanto que loj aprecia!
De pronto, Chole, soltó un pequeño berrido y se llevó las
manos a la cara, mostrando tristeza y desilusión. Mariana
abrió sus ojos sorprendida y pensó que después de tal actua-
ción no habría escapatoria para la señora de Mendoza. Doña
Hortensia sin poder mover ya ninguna pieza, en ese intrinca-
do y astuto juego, le dieron jaque mate; exhaló hondamente
y respondió:
—¡Está bien, por dios muchacha! ¡No te pongas a llorar!
Te ayudaré con el pastel, me imagino… que no va a ser muy
grande, pues… ¿No habrás invitado a todo el pueblo?
—¡No, claro que no! entre la familia y laj amijtades maj
cercanaj son como doscientaj personaj, solo invitamoj a loj
maj allegadoj

187
Teresita Islas

—¿Doscientas personas?
La señora frunció la boca expresando su disgusto. Ya no
pudo agregar nada, solo volvió a respirar hondo, como para
tragarse el susto. La joven nuera a su lado medio sonreía,
aparentando inocencia ante el profuso y aguerrido comba-
te desplegado frente a sus ojos y reflejando una inequívoca
complacencia por el resultado de la visita. De pronto, los ojos
de Bartola se posaron en la testigo involuntaria; Mariana se
puso seria, intuyendo que ahora le tocaba a ella ser el blanco
de sus pretensiones:
—Sí, doña Hortensia, maj o menoj docientaj, pero…,
también vine a ver a Arnulfo y a su mujé, así que aprovecho
que ejta aquí, aunque no la conojco a ella, pero ya ve que yo
hajta cuidé de Arnulfito:
Bartola sonreía mirando directamente a Mariana:
—¡Ay muchacha! quería pedirte que fueraj la madrina de
zapatillaj, ya su tía Leonor le regaló el vejtido, está retechu-
lo es de color rosado, pero le faltan laj zapatillaj, loj guantej,
el ramo y el tocado pa la cabeza, ¡Ah! También le falta laj
pulseraj, loj aretej y el collar pal pejcuezo.
Mariana abrió la boca, pero no pudo responder y doña
Hortensia lo hizo por ella:
—Yo se lo diré a Arnulfo, ahora te dejo, porque no me
siento muy bien con este calor, así que me iré a acostar.
Doña Bartola entendió la indirecta. Se paró de inmediato
y sonriente agradeció a ambas por haber aceptado ser las
madrinas:
Puej muchísimaj graciaj y que sigan bien eh?..¡Ah!
Chole calza del número cinco ¿Verdá mija?...Toncej por
aquí lej traigo laj invitacionej.
—Ándale Bartola.
Contestó la señora exasperada.

188
Cascabel

El día amaneció nublado, a lo lejos se veía una oscura-


na inmensa que presagiaba tormenta. Mariana se esmeró en
terminar con sus quehaceres, abrió su closet para elegir que
ropa se pondría, normalmente hubiera elegido algún traje
con pantalones por ser mediodía y en el campo, pero por
el contrario prefirió navegar a favor de la corriente pues
recordó otra de las discusiones con su esposo en donde para
variar ella había perdido…
La disputa fue de nuevo por su forma de vestir, estaba
tentada a tirar toda su ropa de soltera a la basura, pero el
orgullo se lo impedía. Arnulfo le había hecho una crítica
después de presentarse con unos jeans ajustados.
“Mariana, mi amor, me encantas, tu figura luce increíble
con esos pantalones, pero eso ¡resérvalo solo para mí, linda!
Ahora como mi esposa, debes guardar decoro, no es con-
veniente que te vistas con tanto atrevimiento. No me gusta
que ningún hombre te mire con lujuria cuando salimos, ¿Por
qué no te pones uno de esos vestidos hermosos que compra-
mos en nuestro viaje? O si te hace falta ropa, podemos ir la
próxima semana a comprarte lo que necesites a San Andrés
o a Veracruz”
Mariana se sintió muy mal, ella siempre había sido libre
para elegir la ropa que le gustaba y que además le quedaba
perfecta, así que no le gustó la crítica y le contestó enojada:
“Quieres decir que ahora que estoy casada me debo vestir
¿como una vieja? ¡No puedo creerlo! Ya no me dejas usar
shorts, no puedo montar en bici y ahora tampoco quieres que
use mezclilla ¡Es lo que está de moda! Además solo tengo
veintidós ¡No voy a vestirme como una monja!”
Arnulfo con gesto tolerante le había contestado con
firmeza:

189
Teresita Islas

“¡Como quieras! Si no quieres usar vestidos no lo hagas,


pero conmigo no vas a ir a ningún lado con ¡esos panta-
lones! —Después de decir esto, Arnulfo se había dado la
media vuelta dejándola ahí parada, Mariana apurada le
había gritado—. ¡Espérame! ¡Espérame! ¡No me dejes!
¡Necesito hablar con mi mamá! —Él un tanto exasperado se
había detenido y secamente le había ordenado—. ¡Pues ve
y cámbiate!”
Mariana recordaba lo furiosa que se había puesto, Arnulfo
se sentía el amo y señor de todo su ser, ni siquiera podía
ahora elegir su ropa, así que retándolo le había manifestado
iracunda:
“¡Pues no me voy a cambiar!” —Visiblemente moles-
to se había vuelto sobre sus pasos, la había tomado de los
hombros para sentenciarle—. “¡Pues entonces no te llevaré
a ningún lado!”
Mariana aun le ardía la cara al recordar la humillación y
lo terriblemente frustrada que se había sentido. No entendía
el porqué de su extrema arrogancia hasta el punto de ser
arbitrario, dominante y abusivo. Su indignación había sido
tal; que con un desplante de osadía, se había propuesto a
desafiarlo. Con rabia se había desnudado quedándose solo
en ropa interior, mientras Arnulfo recargado en el marco de
la puerta la observaba. Ella con arrebatos de cólera había
abierto el closet con fuerza y había corrido con rapidez los
ganchos descolgando con movimientos bruscos un vestido
color negro que le quedaba demasiado entallado y corto. Lo
había comprado en un despliegue de rebeldía hacia su fami-
lia, pero nunca se lo había puesto, porque después le había
parecido demasiado provocativo y de mal gusto. Ignorando a
su marido se atavió y cuando hubo terminado le había dicho:
—Ya me puse un vestido como querías, ahora ¡Vámonos!

190
Cascabel

Las mejillas de Mariana se tiñeron de rojo, recordaba


el desenlace con vergüenza y sofoco. “Los ojos de Arnulfo
habían recorrido sus curvas que se mostraban impúdicas por
el ajustado vestido de lycra, deteniéndose en el amplio esco-
te que dejaba ver el inicio de sus bien redondeados senos;
después se habían posado en sus hermosas piernas que solo
eran cubiertas por diez centímetros de tela. Su marido con un
deseo violento se había acercado con pasos firmes y la había
tomado entre sus brazos. Mariana había sentido una extraña
mezcla de excitación y enojo que la impulsaban a luchar por
soltarse. Arnulfo desenfrenadamente la había besado mien-
tras sus ansiosas manos levantaban el vestido para tocar con
urgencia en medio de sus temblorosos muslos, su respira-
ción entrecortada no dejaba lugar a dudas que lejos de haber
provocado su enojo, su rabieta había desatado una ardorosa
pasión desenfrenada. Mariana nunca se dio cuenta cuando
había pasado de la furia a la languidez y abandono. El suave
y amplio lecho matrimonial fue lo último de lo que tuvo
conciencia”.
Mariana puso sobre su cama al menos cuatro vestidos y
frente al espejo trataba de decidirse por alguno, Arnulfo no
tardaría en llegar y quería estar lista, ese día era la fiesta de
quince años de Chole y Arnulfo con antelación ya le había
encargado a su madre la compra de las zapatillas y el resto
del ajuar de la quinceañera.
Mariana se decidió por un precioso vestido de manga
corta estampado con diminutos ramilletes de flores en color
lila sobre fondo negro, el corte acentuaba su pequeña cintura
para después abrirse en suaves pliegues hasta debajo de la
rodilla; éste junto con otras prendas, habían sido un regalo
de su esposo durante su luna de miel. Se calzó con unas
zapatillas de tacón mediano destalonadas, se aplicó un poco

191
Teresita Islas

de lápiz labial y se alzó el cabello dejando algunos rizos


sueltos. Abrió su alhajero y extrajo la fina cadena con dije
que hacía juego con los pendientes de brillantes; otro de los
tantos regalos de su marido y finalmente se perfumó con su
fragancia preferida. Mariana al verse en el espejo se sintió
satisfecha, parecía una respetable y elegante dama, le gustó
su apariencia y se arrepintió del berrinche que había hecho
hacía unos días por la necedad de seguir usando sus panta-
lones de mezclilla. Se escuchó el sonido de la cerradura de
la puerta de entrada y los pasos seguros de Arnulfo, éste se
asomó a la recámara y con visible admiración expresó:
—¡Estás preciosa! ¡Hermosa en verdad!
Mariana halagada, con una gran sonrisa se acercó a él
para darle un beso. Arnulfo la estrechó fuertemente y la besó
con pasión, después de un rato le precisó:
—¡Vámonos, antes que decida no ir a la fiesta!
Tomados de la mano, salieron de su hogar y abordaron
su auto para dirigirse a la celebración. Mariana no olvidó la
bolsa con los presentes de la quinceañera.
Aún era temprano, pero dado que Mariana era la madrina
de zapatos debía llegar antes para entregarlos con todos los
demás obsequios. Don Apolinar llegaría más tarde y doña
Hortensia tenía jaqueca, así que había decidido no asistir.
El trayecto era realmente muy corto, a tan solo cuatro
kilómetros del Cascabel en una pequeña ranchería llamada
“El Espinal”. Después de atravesar un puente llegaron a la
congregación. Arnulfo estacionó su auto bajo la frescura de
un árbol de “Huachilote”. Abrió la puerta del auto a su mujer
y la guio tomándola de la mano a través de una veintena de
casas hasta llegar a la casa de la debutante. El joven matri-
monio se acercó hasta la humilde vivienda de palma, yagua
y piso de tierra; que había sido profusamente adornada con

192
Cascabel

muchas guías de flores de papel y popotes en color rosa.


Afuera había unas cuarenta mesas cuadradas, forradas con
papel de estraza y las sillas que rodeaban las mismas, osten-
taban el emblema de una cerveza en su respaldo. En el cen-
tro, habían dejado un espacio con el propósito de utilizarlo
como pista de baile. Hacia un costado de la casa, algunas
personas se atareaban destapando el hoyo sobre la tierra que
había servido de horno donde se había cocido la barbacoa
toda la noche. La gente salía y entraba apresurada. Arnulfo
frente a la puerta de entrada le indicó a su esposa:
—Entra mi amor y dale los regalos, aquí te espero.
Mariana accedió a la vivienda y antes de que pudiera
saludar, una mujer le dijo:
—Pase ujté, la niña ejtá en el cuarto.
Se dirigió a la habitación señalada, misma que parecía ser
en verdad diminuta con las cinco mujeres que se encontra-
ban ahí. La joven debutante sentada en la cama, seguía las
instrucciones de su maquillista, las demás le arreglaban el
vestido y le ponían las medias. Habiendo concluido su labor,
observaron satisfechas su obra hasta que se percataron de la
presencia de la madrina de accesorios. Solo hasta entonces
pudo ver detenidamente a la quinceañera. Mariana quedó
estupefacta ante la imagen de Chole. Decir que estaba asom-
brada era poco, el estupor fue difícil de ocultar; no entendía
los parámetros de belleza sobre los que ellas se sustentaban.
Sumergida en metros y metros de organza color rosa, la deli-
cada niña de ojos pequeños y nariz aguileña que tan solo por
el hecho de ser tan joven e inocente reflejaba encanto y her-
mosura; estaba ahora cubierta de una espantosa cataplasma
de maquillaje. Su bella sonrisa de labios delgados y dientes
perfectos desapareció y en cambio un horrendo color naran-
ja chillante cubría su boca en demasía; haciéndola parecer

193
Teresita Islas

grotesca y vulgar. Su cabello largo, lacio y brillante estaba


totalmente rizado y peinado con caireles endurecidos con
múltiples rociadas de laca. Su apariencia era semejante a
la de una cortesana de algún prostíbulo decadente del siglo
XVII. Las señoras al ver el asombro de la recién llegada,
sonrieron ante el escrutinio y se mostraron complacidas,
pues dieron por sentado que habían hecho un espléndido tra-
bajo hermoseando a la festejada. Pero aún faltaba un último
detalle para que se completara la metamorfosis: Una de las
tías se acercó sonriente y le extendió a la quinceañera dos
trozos circulares de hule espuma; ésta con su amplia sonri-
sa los tomó y se los acomodó dentro de su sostén, ante las
carcajadas de las mujeres. Sus diminutos pechos de pronto
crecieron, Mariana sin saber que decir solo extendió la bolsa
con todos los regalos. Chole apresuradamente la abrió para
extraer sus hermosas zapatillas. Feliz y agradecida, le sonrió
a Mariana mientras le expresaba jubilosa:
—¡Graciagh! ¡ Ejtan bien bonitaj!
Todas las presentes las elogiaron al igual que los demás
accesorios, y muy pronto la debutante estuvo lista para cami-
nar por primera vez con tacones. Después de años de cami-
nar descalza y con chanclas, la joven se levantó del lecho.
Los testigos de tal hazaña estaban expectantes y con el
“Jesús” en la boca. Chole, tambaleante, dio el primer paso
agarrándose del ropero, vacilante dio el segundo paso y ya
con más confianza se decidió a caminar sola equilibrándo-
se con cierto desparpajo, de pronto, mientras la quinceañera
avanzaba hacia fuera del reducido cuarto, recogiéndose las
enaguas con ambas manos, se escuchó un gemido, seguido
de un profuso llanto que conmocionó a Mariana:
—¡Ayyyyy! ¡Mi niña, mi niñaaaaaa, ya egh una mujé!

194
Cascabel

Era Bartola quien estaba visiblemente emocionada al ver


a su hija convertida en toda una debutante. Tal acción, lógi-
camente, fue inmediatamente reprimida por una de las tías:
—¡Ya! Bartola, ¡cállate! que la vaj hacé llorá y se le va
a correr el rímel.
—Sí ma, mejor vete allá juera y apúrate que noj vamogh,
la misa ej a laj trej —Ordenó Chole, muy segura de sí.
Entre las otras hijas sacaron a Bartola quien ya se encon-
traba muy bien ataviada con un vestido rojo de raso que
tenía un drapeado al frente. La habían peinado también y
lucía un cabello ensortijado y tieso con un flequillo al frente
como de colegiala. Por fin, la quinceañera salió de su hogar
seguida de todos sus familiares, Mariana salió a lo último
y se reunió con su esposo. Arnulfo la abrazó y tomándola
de la cintura siguieron a la multitud para dirigirse a la capi-
lla que se encontraba a menos de cien metros. La pequeña
iglesia no fue suficiente para albergar a todos los invitados,
la quinceañera entró acompañada de su chambelán, seguida
de sus padres. Arnulfo y Mariana prefirieron esperar afue-
ra del sacrosanto edificio, pues aunque estaba nublado se
sentía mucho bochorno dentro. Después de media hora, el
servicio terminó y Chole salió con su brillante sonrisa hacia
el exterior caminando de regreso a su morada. Los invita-
dos la siguieron en tumultuoso desorden. Los recién casados
fueron sentados en una mesa especial por ser padrinos y en
ese lapso; para beneplácito de Bartola, arribó la camione-
ta que transportaba el exquisito pastel de más de tres kilos.
Con mucho cuidado colocaron el postre sobre una de las
mesas que habían colocado ex profeso. Transcurridos unos
minutos se escuchó la marcha de Aída. Chole fulgurante
como una estrella, se sentía una artista a la que le prodiga-
ban esmeradas atenciones. En ese gran día era el centro del

195
Teresita Islas

universo y sus amigas la miraban con envidia, nunca antes


había experimentado tal gozo y plenitud. Caminó del brazo
del chambelán hasta la improvisada pista de baile, ahí se
detuvieron, para después ser franqueados por los padres y
padrinos de la festejada. Un hombrecito gordo con aires de
mucha pompa y vestido con un mal cortado traje de color
gris se apropió del único micrófono.
—¡Apreciable concurrencia!….cogh cogh gggggggggg-
ggh puff
Tosió aclarándose la garganta y para sorpresa de Mariana
el maestro de ceremonias volteó la cara hacia un lado y sacó
zendo gargajo que cayó a los pies de la quinceañera; nadie se
inmutó. Los invitados seguían con atención sus movimien-
tos. Arnulfo divertido, le guiñó un ojo a su mujer al detectar
su desencanto. Enseguida, el discurso dio comienzo:
—Estamos aquí reunidos pues pa’ celebrar los quincia-
ños de Chole, ¿verda?, y es un honor pa’mí que fui su maes-
tro en la primaria de aquí del pueblo ¡Presentarla! Chole,
como todos le decimos, era un capullo y hoy es una flor que
se abre pa’ entrar a la eda adulta llena de responsabilidades
y de obligaciones, que ella con ¡Valentía habrá de enfrentar!,
porque en la oscuridad estarán escondidos ¡Muchos lobitos
queriendo acosarla! ¡Sí! ¡Queriendo comérsela como el
cuento del lobo y la caperucita! ¿Verdá?, pero ella, deberá
obedecer a sus papas, quienes con ¡tantos sacrificios! Le han
dado todo pa’llegar hoy aquí, frente a ustedes con la cabeza
¡muy en alto! Sí, señores ¡Muy en alto!, porque ella ha sabi-
do ganarse la confianza de sus padres y de su familia ¡Hoy es
un día de fiesta y de alegría porque ya es una mujer! y quiero
que todos levanten sus vasos porque brindaremos pa’ darle
la bienvenida a esta sociedad ¡Salú!

196
Cascabel

Todos los presentes aplaudieron y llenaron los vasos


desechables con el refresco que ya había en la mesa para
después levantarlos a la salud de la quinceañera. Bartola se
secaba las lágrimas y Eusebio con su cabello recién corta-
do y su camisa blanca inmaculada; también se notaba muy
emocionado. Todo estaba saliendo según lo habían planea-
do, de repente, un fuerte trueno se escuchó y algunas peque-
ñas gotas se desprendieron del cielo, que se iba tornando
cada vez más oscuro. Nadie se movió, la fiesta continua-
ba con gran disposición de los invitados. Comenzó a escu-
charse una balada de un cantante de moda y la quinceañera,
tomada de la cintura por su chambelán comenzó a bailar. La
rítmica melodía hacía contraste con los movimientos de la
debutante, quien se esforzaba por mantener el equilibrio con
su recién estrenado calzado, mientras danzaba, veía atenta-
mente a un hombre moreno. Éste, estaba ataviado con un
leotardo rojo de mujer, unos pantalones de mezclilla ajusta-
dos y unas botas vaqueras. Su rollizo cuerpo enfundado en
tan extravagante atuendo le hacía verse como un embutido.
El exótico atuendo acompañado además por un cabello pin-
tado de rubio oxigenado y pestañas postizas resultaban un
poderoso imán que captaba las miradas de los ahí reunidos.
El singular personaje no se conformó con eso, trataba a toda
costa ser engrandecido y elogiado por sus talentos, así que
con señas, le indicaba a Chole el siguiente paso. Con el dedo
le decía cuando girar y para donde moverse, también movía
las manos para decirle que pose adoptar. Todos los ojos de
los presentes seguían mayormente al coreógrafo y no a la
debutante. Hacia al final del baile, el chambelán levantó a
la quinceañera hasta arriba, el público contuvo el aliento,
de pronto, las manos del joven bailarín resbalaron entre tan-
ta tela y la joven agasajada en un segundo cayó de nalgas

197
Teresita Islas

en el suelo. Todos exclamaron al unísono un lamento de


decepción para después taparse la boca para ahogar la risa.
El maestro de baile entonces protagonizó el más sobresa-
liente berrinche; en una actitud dramática levantó las manos
desesperado y se cubrió el rostro. Después negando con la
cabeza, corrió con una gracia exagerada hasta la maltrecha
muchacha. Con exquisitos ademanes la ayudó a incorporar-
se mientras regañaba al chambelán en voz alta, éste muy
avergonzado; inclinó la cabeza. Finalmente para rematar
la escena Chole irrumpió en copioso llanto que hizo que el
rímel se le corriera. Las tías se precipitaron a limpiarle el
rostro y a componer el maquillaje. Bartola con palabras cari-
ñosas consolaba a su hija.
La voz del maestro de ceremonias se escuchó a través del
micrófono con mucha exaltación:
—¡Un gran aplauso fuerte pa’ la quinceañera! pues no
es fácil señores, bailar este difícil baile y si se ha levantado
ahora después de caer ¡También lo hará en la vida…, ante
las pruebas difíciles que se le presenten!
—¡Bravooooo!
Gritaron los presentes y se escucharon más aplausos, aun-
que algunos no se cuidaban de ocultar las risotadas al recor-
dar a Chole en el suelo. Mariana miró consternada y con
tristeza a la homenajeada sin darse cuenta que su esposo la
observaba con ternura. El maestro de ceremonias, continuó:
—Ahora, la quinciañera bailará su primer vals con su
señor padre don Eusebio Tegoma García y con todos los
presentes.
La música, que de ninguna manera era un vals, invadió
el ambiente y Chole ya más reconfortada, se dirigió por
segunda vez al centro de la pista del brazo de su padre y el
atronador aplauso no se hizo esperar. Eusebio se esforzaba

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Cascabel

en seguir el ritmo sin conseguirlo, pero logró posar para la


foto del recuerdo. Inmediatamente después, se acercó a la
quinceañera un viejo obeso cincuentón que parecía comerse
con la mirada a la inocente jovencita. La actitud de Chole
sufrió un drástico cambio; desapareció su sonrisa y se tornó
seria y renuente. Bartola enseguida comenzó a aplaudir con
efusividad y con ella todos los invitados. Mariana intrigada
se acercó a su marido y le preguntó:
—¿Quién es ese hombre?
—Es Ponciano Ramírez, el que regaló la vaca.
—¡Ah! con razón le aplauden tanto.
Apuntó Mariana y Arnulfo la abrazó divertido. Una serie
de familiares y amigos se formaron en fila para esperar el
turno de bailar con la quinceañera y en ese momento una
descarga eléctrica se escuchó con fuerza, las gotas de lluvia
comenzaron a caer, Arnulfo se levantó, tomó a su mujer del
brazo y de prisa la llevó hasta el auto, apenas y a tiempo
para librarse del inoportuno diluvio, dentro, se encontraban
cómodos y abrigados, entre tanto, Mariana con ánimos de
reír lo bromeó:
—¡Qué lástima que se vino el aguacero! yo quería verte
bailar con la quinceañera jajaja.
Arnulfo dejó escapar una provocadora sonrisa y le
contestó:
—¿En serio? Yo solo quiero bailar contigo, preciosa mía.
Ven acércate a mí.
Mariana se apretó contra su costado y abrazados escu-
charon como la lluvia golpeaba el parabrisas. Arnulfo le
besaba el cabello con ternura, aspirando profundamente su
perfume.
Después de algunos minutos la lluvia amainó hasta dejar
de caer, el cielo se había limpiado y el sol apareció clavando

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Teresita Islas

sus rayos sobre la encharcada tierra, la gente se empezó a


arremolinar en torno a la fiesta.
Arnulfo y Mariana bajaron del auto y regresaron a sus
lugares. El papel estraza de las mesas estaba inservible
y Arnulfo lo quitó, sacó su pañuelo y secó las sillas para
poder sentarse. En ese momento, de atrás de la casa salieron
varias señoras cargando charolas repletas de tamales de bar-
bacoa, otras, colocaban paquetes de tortillas en cada mesa.
Con extrema rapidez y eficiencia comenzaron a distribuir
el exquisito platillo entre los comensales. Mariana percibió
el tentador aroma de la carne elaborada con chile ancho y
especias; despertando su apetito. No sabía cómo comer su
platillo pues no le dieron cubierto alguno, entonces, obser-
vó a Arnulfo abrir su delicioso tamal envuelto en hoja de
plátano para comerlo con las tortillas y usando únicamen-
te las manos. Después de unos minutos, Arnulfo, al ver
que Mariana no comía, soltó una carcajada y le ofreció a
su mujer un taco que consumió gustosa. Después sin pena
alguna siguió su ejemplo y atacó de igual forma su comida
hasta terminar.
La cerveza comenzó a correr por las mesas, varios jóve-
nes sacaron de nueva cuenta el aparato de sonido que había
sido retirado con urgencia por la lluvia y la música amenizó
la fiesta renovando los bríos de los asistentes. La quinceañe-
ra salió al patio levantándose el vestido para no ensuciarlo,
pero ya era en vano, pues la orilla de la falda estaba negra por
el lodo y los tacones de sus hermosas zapatillas se hundían
en la tierra reblandecida por la lluvia, sin embargo, nada de
lo acontecido pudo nublar su felicidad en ese día. Todos se
notaban muy conformes con el tiempo, con el lodo, con los
mosquitos y el calor, en una extraña reconciliación pacífica
con la naturaleza. La música tropical comenzó a retumbar

200
Cascabel

en las bocinas y la muchedumbre presa de una catarsis, se


levantó de sus lugares para bailar. Meneaban las caderas al
compás de la chunchaca poco importaba el lodazal en que se
había convertido la pista de baile. Arnulfo le hizo una seña a
Mariana indicando que debían irse, se levantaron y de pron-
to una voz fuerte los sorprendió a sus espaldas:
—¡Arnulfo! búscame una mesa para sentarme.
Era don Apolinar, que apenas llegaba al convivio.
—No es necesario, nosotros ya nos vamos.
Respondió enseguida Arnulfo. Don Apolinar venía acom-
pañado de otros dos hombres quienes de inmediato tomando
la palabra se sentaron. Arnulfo los saludó con la cabeza y se
despidió enseguida.
Don Apolinar solo añadió:
—Encierra a los becerros porque “El Menso” está aquí
en la fiesta y de seguro se le pasarán los tragos.
—Ya lo había previsto, yo me encargo.
Arnulfo y Mariana abordaron su auto y regresaron al ran-
cho, ya eran cerca de las seis de la tarde. Durante el corto
trayecto ambos se rieron al recordar al “coreógrafo” de la
quinceañera.
Fuertes golpes en la puerta despertaron al joven matri-
monio. La luz que encendió Arnulfo, lastimó los ojos de su
mujer quién se cubrió con la sábana. El reloj marcaba las dos
y media de la mañana. Mariana se hizo un ovillo y se acurru-
có tapándose ahora con la almohada la cabeza, mientras tan-
to, Arnulfo se vestía con rapidez. Afuera, alguien continuaba
llamando a la puerta al tiempo que gritaba:
—¡Ah! ¡Arnulfo!, soy yo, Gaspar, traigo un reca’ó de
¡Don polo!
Arnulfo desconfiando como siempre, apagó la luz y se
asomó por otra ventana para identificar al visitante nocturno,

201
Teresita Islas

pues por aquellos lares; nunca se abría una puerta en altas


horas de la noche. Arnulfo por fin contestó:
—¡Qué fue!
—Dice tu a’pá que lo vayas a recoger, ¡Se le pasaron los
tragos! y no pue’é manejá.
—¿En dónde está? ¿Sigue en la fiesta?
—Sí, ahí sigue, pero ya se quiere vení y me mando a
avisarte.
—Está bien, gracias —Arnulfo se acercó a la cama y le
dijo a su adormilada esposa:
—Mariana acompáñame, para que tú te traigas nuestro
auto.
Mariana al escuchar la petición se enderezó con presteza,
hacía días que su esposo le daba lecciones de manejo y aho-
ra era la oportunidad de mostrar lo aprendido. Nunca antes
lo había hecho sola, pues Arnulfo no se lo había permitido.
Ella consideraba que sus habilidades como conductora eran
suficientes, así que se vistió y feliz salió con su marido de
regreso a la fiesta.
Arnulfo estacionó el auto dispuesto para el regreso, con
el fin de facilitarle la conducción a su mujer. Aún había algu-
nos invitados afuera de la casa.
Mariana y Arnulfo se dirigieron a la mesa donde yacían
desfallecidos don Apolinar Mendoza y Eusebio el padre de
la quinceañera. Arnulfo, de inmediato, buscó entre la ropa
de su padre y extrajo las llaves de la camioneta mientras éste
balbuceaba incoherencias. Sin tomarlo en cuenta y ayuda-
do por unos hombres menos alcoholizados; llevaron a don
Apolinar hasta el vehículo, sentándolo con cuidado. Arnulfo
cerró la puerta y agradeció a sus ayudantes. Mariana espera-
ba paciente a un lado de su auto. De repente se escucharon
unos gritos provenientes de la casa de Chole. Los fuertes

202
Cascabel

lamentos eran de Bartola. Arnulfo, pensando en que la seño-


ra había tenido algún accidente, se apresuró hacia la puerta
de entrada, seguido de Mariana. Los alaridos ahora estaban
acompañados de palabras altisonantes:
—¡Dejgraci’á! Ya no ej mi’ijaaaaaaa, ¡cómo pudo
hacerme ejto! ¡Nunca la voy a perdoná! ¡Choleeeeeeeeeee!
¡aghhhh! ¡Chole jija de la chinga’a puta, cabrona, mala
gradecida!
El joven matrimonio pudo ver a doña Bartola, deshecha
en una mar de lágrimas recostada en una mecedora, mientras
sus hermanas y sus hijas la tallaban con alcohol para cal-
marla. Arnulfo evaluando con rapidez la situación, se man-
tuvo al margen sosteniendo de la mano a su mujer, quien no
entendía lo que estaba ocurriendo. Don Ponciano Ramírez
también se encontraba dentro de la habitación y le replicaba
disgustado:
—¡Usté tiene la culpa! le dio demasiadaj libertadej y ora
mire nomaj ¡teniamoj un arreglo!..., y ya todo se lo llevo
¡La chingada!..., me la viera dao antej, no que por hacerle la
chingada fiejta, nomaj aprovechó tantito pa’cer su gracia…
¡Acuérdese que Ujté me aseguró, que no andaba con ningún
desgraciao! Y mira, resultó que: ¡Ya tenía planeao largarse!,
¡En vano…, la vaca que le di!
Carmen, la hermana de Chole lloraba también, mientras
sentenciaba:
—¡Si algo…, le pasa a mi amá…, Chole tiene la culpa!
Bartola rompió a llorar con desgarradores berridos mien-
tras continuaba maldiciendo, entonces, inesperadamente
pegó un fuerte alarido:
—¡Aaaaaaaaaaaaaaghh! Ggggggggg.
Abrió la boca con desesperación, como si le faltara el aire
y de pronto se sacudió, pataleó, levantó los brazos y cerró

203
Teresita Islas

con fuerza sus puños. Arnulfo tomó a su estupefacta mujer


del brazo para salir de ahí, cuando, una de las hijas le requi-
rió con premura:
—¡Arnulfo! ¡Ay, Diosito! ¡Ya se noj trancó mi a’má!
¡Rápido, préjtame una llave!
Todos voltearon hacia Arnulfo y otra de las tías de Chole
expresó insistente:
—¡Arnulfo! ¡Préjtanos una llave!
Arnulfo frunció el ceño extrañado y preguntó:
—¿Una llave?
—¡Sí, rápido! Una llave, ¡pa’dejtrancarla!
Arnulfo se metió la mano a su bolsillo y sacó un mano-
jo de llaves que le fue arrebatado por una de las hijas de
Bartola. Sin perder un momento, las mujeres empezaron
con el extraño “procedimiento”. Mientras una mujer suje-
taba con fuerza a la enferma, la otra tomaba su puño y lo
levantaba, una tercera persona introducía en el puño cerrado
una llave, haciendo movimientos como si fuera a abrir una
puerta, la “trancada” Bartola se resistía, pero entre todas la
tenían bien sujeta, ella continuaba soplando y desvariando:
—MMMJJJ, MMMMMJJJJJJJJ, MMMMMMMMMJ
JJJJJJJJJJJJJ
Y ellas la reprendían:
—¡Tate sosiega Bartola que ej por tu bien!
Finalmente lograron abrirle el puño y en ese momento
abrió desmesuradamente la boca dejando escapar un alarido;
para después, caer inerte y desmadejada en los brazos que la
sostenían.
Con mucho esfuerzo entre todas la llevaron a su cama,
comentando que lo mejor sería que descansara, una de ellas
le devolvió las llaves al desconcertado Arnulfo, quien al

204
Cascabel

verse liberado del problema, le dio un leve empujoncito a


Mariana para salir de ahí.
Don Ponciano permanecía en un rincón rumiando su
coraje, ceñudo se tallaba la cabeza y se rascaba la barba.
Afuera, Arnulfo le dio las llaves del auto a su pensativa
esposa y al dirigirse hacia el auto, una mujer mayor sentada
en un taburete, llamó a Arnulfo, éste al reconocerla se diri-
gió a ella para saludarla:
—Doña Chana ¿Cómo está?
—Bien, muchacho, aquí ejperando a Chendo pa irnoj,
que ya ej tarde. Supe que te habíaj casao ¿Éjta es tu mujer?
Dijo refiriéndose a Mariana que estaba un poco atrás,
Arnulfo extendió el brazo y tomó la mano de su esposa, ella
se acercó y saludó a la anciana quien mostró una natural
simpatía por la recién desposada:
Yo soy Chana, vivo ahí adelantito del Cajcabel, en la casi-
ta verde al pie del camino, a ver cuándo me vaj a visitar, yo
ejtoy siempre solita, tengo doj hijoj pero ya ejtan casáos, así
que me la paso cuidando mij animalitoj y con mi quehacer.
—Por ahí estaré una tarde de estas —Prometió con corte-
sía la joven y Arnulfo intervino para despedirse:
—¿Tienen en qué irse? Si no, por ahí los dejo —sugirió
solícito.
—Graciaj Arnulfo, pero traemos el cochecito, ya casi
nos vamoj, Chendo ejta ayudando a recoger laj sillaj, por-
qué con ejte problema que pasó, la pobre de Bartola no sabe
ni de su vida.
Arnulfo estaba a punto de contestar, cuando, una vecina
de Bartola se acercó dando muestras de estar al tanto de cada
detalle de lo acontecido:
—¡Ay doña Chana! ¡Arnulfo! ¡Que dejgracia tan grande!
Que barbaridá ¿Verdá? hace un ratito aquí andaba la Chole,

205
Teresita Islas

ya se había cambiao de ropa, y yo ¡La vide!, andaba pa’den-


tro y pa’juera, pa’dentro y pa’juera, pero no se me alcanzó
que andaba sacando su ropa la mentá chamaca, ¡Con razón
quiso abrir loj regaloj! Dicen que to’íto se llevó, ya llama-
ron orita a Martha la hija de Juvencio Santoj, ya vej que era
muy amiga de la Chole y ya confesó que ¡Chole traíba un
novio! Un hijo de Gonzalo Toga de la Boca e San Miguel,
un bueno pa’ná, dicen que ej músico y que a vecej no gana
¡Ni pa loj frijolej! ¡Fíjate nomaj! mira que dejpreci’á así
a ¡don Ponciano Ramirej! To’vía que le había ¡Regalao la
vaca! ¡Que chamaca tan desvergonzá!
Arnulfo y Mariana se quedaron callados ante los comen-
tarios de la mujer, en ese momento una serié de maldiciones
se escucharon hasta donde estaban, Ponciano Ramírez salió
profiriendo insultos, se dirigió a su montura y se encaramó,
partió espoleando a su caballo con dureza, mientras dejaba
caer un azote con la fusta, haciéndole pagar a la pobre bestia
su coraje y frustración.
Arnulfo y Mariana se despidieron de las mujeres y se
dirigieron a sus vehículos para regresar al cascabel.
La joven sola en el auto por primera vez, hizo el recorrido
sin problemas, en el espejo retrovisor podía ver a su marido
siguiéndola a una distancia prudente, se sentía tranquila y
contenta por Chole. Su naturaleza romántica y el amor que
le profesaba a Arnulfo eran la causa de no consentir que
alguien pudiera preferir el dinero al amor. Tarareando sin
pensar, llegó hasta sus labios la letra de uno de los sones que
le había tocado su adorado esposo:
Anoche tú me dijiste
que me querías, que me querías,
ay ay que mala fuiste,
con otro andabas, y me mentías.

206
Cascabel

Saca tu rebocito, tu rebocito, tu rebozón,


anda bien de mi vida,
vamos a darnos ¡un agarrón!

Anoche te me paseabas
con tu rebozo y me sonreías
y no te incomodabas
cuando era otro al que preferías.

Saca tu rebocito, tu rebocito, tu rebozón,


porque aunque no me quieras,
yo voy a darte mi corazón.

207
Capítulo IX
Doña Hortensia

El calor sofocante hacía padecer a los lugareños despro-


vistos de toda tecnología para hacerle frente. En contraste
en el Cascabel desde hacía mucho se contaba con energía
eléctrica para encender los grandes ventiladores, aunque en
ocasiones como ésta, siendo el aire del sur tan cálido, de
nada servían tales artefactos, pues solo hacían revolotear
el mismo efluvio abrasador. Una de esas noches, muy tar-
de pasada la duermevela, unos gritos y golpes en la puer-
ta despertaron con enorme sobresalto a los jóvenes recién
casados. Mariana sentía que su corazón latía fuertemente.
Sofocada se sentó de golpe mientras su cerebro confundi-
do no acababa de entender qué sucedía. Con la respiración
entrecortada logró enderezarse y poner un pie en la áspera
madera del piso de su habitación, instintivamente lo levantó,
mientras palpaba con la punta de sus dedos hasta encontrar
sus sandalias. Arnulfo, con la agilidad de un gato, tardó sólo
unos segundos en desperezarse y alcanzó con prontitud el
apagador de la luz. Tan solo dos zancadas fueron suficientes
para estar en la puerta. Desde dentro; con la voz aun ronca
por el sueño contestó:
—¿Qué pasó?
—¡Tu madre que ya le dio el ataque! ¡Chingada mujer se
la pasa jodiéndome la existencia!

211
Teresita Islas

Mariana somnolienta, no comprendía lo que ocurría; con


los ojos entrecerrados miró el reloj y éste marcaba la una de
la mañana. La voz agitada y gruesa era la de don Apolinar,
que con destemple vociferaba improperios en contra de
Hortensia su mujer. Arnulfo regresó a su lado le dio un beso
en la frente para despertarla y le dijo:
—¡Vístete! que mi mamá se puso mal y la tengo que lle-
var al doctor.
La joven mujer sentía en sus ojos un ardor combina-
do con una molesta sensación de tener arena. Se resistía a
dejar su cómodo lecho, con los ojos cerrados y de mala gana
comenzó a vestirse y entre dientes comentó cáusticamente a
sí misma:
—mmm lo que me faltaba… Ahh… ni modo.
La adormilada muchacha, aun reticente, se vistió lo más
rápido posible. Pasado el primer momento de desagrado se
empezó a recriminar a sí misma sintiéndose culpable. Su
naturaleza solidaria y su bondadoso carácter le inducían a
ayudar siempre que podía. Con mayor disposición se propu-
so a dar a su esposo el apoyo moral que él esperaba y daba
por sentado ante cualquier adversidad o problema.
Arnulfo salió entornando la puerta mientras le decía:
¡Apúrate Mariana, te espero afuera!
Mariana terminó de vestirse y cerró de un portazo la
puerta de su casa, corriendo hacia el camino que conducía
hasta la casa grande. Después de unos momentos, alcanzó
a don Apolinar y a Arnulfo, éstos la esperaban impacientes.
El hijo de don Apolinar atendía callado las sandeces que
decía su padre. Su joven mujer, caminando detrás de él, escu-
chaba atenta lo que parecía ser un pleito entre el matrimonio.
La causa de la desavenencia era por una de las amantes del
ranchero. La infidelidad despertaba la ira y la frustración de

212
Cascabel

doña Hortensia ocasionando que se enfermara y le dieran


ataques de histeria.
Mariana desconocía la gravedad de la situación, sin
embargo, algunos detalles vinieron a su mente. El día ante-
rior Arnulfo había llevado a su madre a Tres Zapotes y
cuando regresó, apenas y había probado la cena que ella le
había preparado, se advertía sumamente disgustado, pero no
le comentó nada. Mariana suponía que tal vez, no deseaba
preocuparla o que quizás había resuelto implicarla lo menos
posible en los problemas de sus padres. Ella, aunque sentía
curiosidad por conocer lo que lo inquietaba, decidió respetar
su silencio.
Don Apolinar continuaba con sus vituperios y la joven,
temiendo lo peor apresuró el paso. A unos metros de dis-
tancia de la puerta principal se escucharon horribles gritos
y lamentos que hicieron que el corazón de la muchacha se
acelerara y el estómago se le encogiera. Con un fuerte golpe
azotando el mosquitero, entró don Apolinar seguido de su
hijo quien sostuvo la puerta para que su esposa entrara. En el
piso de cemento de la amplia cocina yacía la mujer, queján-
dose y llorando incontrolablemente mientras la servidumbre
la rodeaba. Sacudía su cuerpo en espasmos catárticos a la
vez que gritaba con furia:
—¡No! ¡nooooo! ¡Te odio desgraciado!
Enloquecida se revolcaba como si tuviera sarna. El chon-
go que meticulosamente se alzaba atrás de su cabeza se había
desbaratado y su cabello crespo y largo le caía sobre el ros-
tro. Mariana se encontraba perpleja, los nervios la invadían
y no atinaba a hacer nada. Don Apolinar gritaba enfurecido
y ofendía a su desdichada mujer con mayor saña:

213
Teresita Islas

—¡Ojalá y te murieras de una vez!... ¡Ya me tienes har-


to!... ¡Puro hacerte pendeja!... ¡Qué vas estar enferma ni qué
madre!... ¡Nomás lo haces para joderme la vida!
Y volviéndose de pronto se dirigió a la puerta de su cuar-
to no sin antes arremeter ahora en contra de su hijo: levantó
su mano y señalándolo, vociferó con rabia:
—¡Pero tú! ¡Sí, túuu! ¡Arnulfo! ¡Tienes la culpa! ¿Para
qué chingados la llevaste con La Colorada? Yo soy hombre
y puedo tener las queridas que se me dé la chingada gana.
¡Ahora a ver cómo le haces!... llévatela de aquí, que yo ten-
go que dormir. ¡Chingadamadre! A ver… ¡Chepa! ¡Tráeme
un vaso de leche caliente para tomarme un diazepam! ¡Puta
madre!
Mientras, en el suelo, la Señora en convulsivo llanto gri-
taba con más fuerza:
—¡aggggh! ¡Hijas, hijas, llévenme de aquí! ¡Lo voy a
matar!
Con la inocencia y candor de la juventud, así como por
su nobleza de espíritu, la recién casada empezó a reaccionar
y se arrodilló comedidamente junto a la infeliz mujer tratan-
do de calmarla. Doña Hortensia se sosegó unos segundos
mientras la miraba fijamente con esos chispeantes ojillos
cuajados de lágrimas. Fue entonces que le gritó con un odio
profundo:
—¡Perra, me quitaste a mi hijo! –
La estupefacción cubrió el rostro de Mariana. Abrió sus
ojos desorbitadamente y empezó a sentir un frio intenso que
la dejó sin aliento. Automáticamente se enderezó. El recha-
zo y el coraje de su suegra eran patentes. Con mucho esfuer-
zo logró controlar ahora los sentimientos de aversión que la
inundaron. La voz adormilada de su suegra se escuchó de
nuevo confundida y alterada:

214
Cascabel

—¿Quién eres? ¡No te conozco! Vete, vete, ¡Nooooo!


La incongruencia del siguiente comentario, dejaron a la
joven realmente confundida. Presentía que se encontraba
dentro de un laberinto oscuro e insano y no tenía la más
remota idea de qué hacer, pensar o decir en tal situación. Un
susurro lejano llegó a su oído. Era Arnulfo:
—No le hagas caso, ella no está consciente de lo que
dice, y aunque así fuera, sabes amor que no importa lo que
ella piense. ¡Ayúdenme! Entre todos vamos a levantarla para
llevarla a la camioneta.
Mariana no contestó. Le pareció que el comentario de
Arnulfo era pueril y ridículo; parecía querer restarle impor-
tancia al vil ataque del que había sido objeto. Controlando
su temperamento, lo ayudó a sostenerla, aunque se sentía
obligada y desprovista de todo interés en los fuliginosos
aconteceres de la familia de su esposo.
Doña Hortensia medía poco más de metro y medio pero
tenía sobrepeso, además, al hacer movimientos bruscos con
sus manos y piernas se les escapaba de los brazos y casi los
arrastraba con ella al suelo. La difícil maniobra de trasla-
darla, requería de todas sus fuerzas y la ayuda de la servi-
dumbre. Por fin con sacudidas y todo, la acomodaron en el
vehículo, mientras continuaba llorando, gritando y desva-
riando. Mariana de pronto rebasada por los acontecimientos;
sentía que la cabeza le iba a estallar. Dentro de su ser interno
ya había germinado la sospecha de que se trataba de un mero
teatro, producto de una mente perturbada y un desequilibrio
nervioso. Por tal razón, se sentía aniquilada y aborrecida. Lo
declarado por su suegra no era ninguna nimiedad. El furtivo
odio que le profesaba había salido a la luz y no había vuelta
atrás. La joven desposada, confiada en su elocuencia y en
sus buenas intenciones había creído poder cambiar el rumbo

215
Teresita Islas

de las relaciones que habían iniciado con antipatía por parte


de sus suegros. Lamentablemente, ahora reconocía que qui-
zás había cometido un gravísimo error y que su juicio había
sido nublado por el amor magnánimo que le profesaba a su
amado. La terquedad e insistencia de Arnulfo en continuar
juntos hasta llegar al casamiento y sus expectativas sin fun-
damentos, le vaticinaban un funesto horizonte.
Sin atreverse a emitir ningún comentario, la joven conti-
nuó absorta en sus reflexiones mientras se acomodaba junto
a su detractora a la cual observaba de reojo. Arnulfo arrancó
la camioneta con premura y se dirigió al camino. La joven
miró hacia la casa y en esos momentos la luz del cuarto de
don Apolinar se apagó.
Enfilaron hacia el pueblo en el polvoriento camino de
terracería. Los tapacaminos volaban al acercarse el rugiente
motor de la camioneta Cheyenne de ocho cilindros que rebo-
taba una y otra vez al caer en los baches. Arnulfo manejaba
con rapidez y descuido. Se podía sentir la ansiedad que lo
embargaba. Su atención estaba puesta en conducir. La seño-
ra, sentada entre su hijo y Mariana, parecía haber perdido la
conciencia, aunque a ratos murmuraba incoherencias.
Los bichos nocturnos se estrellaban en el parabrisas.
Mariana seguía absorta en sus cavilaciones, no dejaba de
pensar una y otra vez en la frase: “¡Perra! me quitaste a mi
hijo”. Había sido dicha con tanta malignidad, que la equipa-
raba a una bala disparada a quemarropa directo a su corazón.
Hipnotizada por el camino, se dejó llevar con sentimientos
de infinita desazón. Se cuestionaba cuántos secretos se ocul-
taban tras esa cortina de aparente normalidad que reflejaba
la dueña y señora del Cascabel. Mariana empezó a sentir el
frío del aire acondicionado, en contraste, a su consorte aún
le brillaba la frente por el esfuerzo de levantar a su madre.

216
Cascabel

Los veinticinco minutos hasta el poblado cercano parecían


alargarse. Por fin, pasando el panteón del lugar, las callecitas
aparecieron indicando que habían llegado. Arnulfo disminu-
yó la velocidad y dobló después de unas cuantas calles hacia
la derecha hasta detenerse. Una casita de material con techo
de asbesto y un pequeño jardín cercado al frente; iluminaba
parte de la calle con el único foco encendido. Arnulfo se
bajó y con fuertes golpes en el portoncillo de lámina llamó:
—¡Doctor! ¡Manueeel! ¡Soy Arnulfo Mendoza!
Transcurrieron unos segundos y una luz se encendió den-
tro, la cortina se movió y una voz gangosa contestó:
—¡Voy!,
Pasaron más de cinco minutos. Arnulfo se desesperaba y
caminaba de un lado a otro sobre la banqueta. Sin saber por
qué, Mariana tenía el terrible presentimiento que esta escena
ya había ocurrido con anterioridad y que su esposo le había
ocultado mucho más de lo que ocurría en el seno familiar.
Finalmente un hombrecillo delgado y alto ya entrado en
años apareció en la puerta, con pasos largos y firmes se acer-
có a la camioneta; portaba unos lentes de armazón de pasta
en tono oscuro que acentuaban más su rostro desencajado
y macilento. Su nariz aguileña se enfatizaba con la amplia
boca de labios delgados y bigote extendido. Mariana abrió
la puerta y bajó con rapidez para dejar que los hombres se
encargaran de la desfallecida señora.
Esta vez ayudado por el médico, Arnulfo bajó a su madre
y entraron al consultorio; un minúsculo cuarto en el que se
percibía un fuerte olor a humedad. Se apreciaba cierto grado
de abandono, lo que hacía suponer que el médico no tenía
muchas consultas. Una delgada capa de polvo se deposi-
taba sobre el viejo escritorio, en donde se encontraba una
antigua máquina de escribir y un maletín de doctor. Había

217
Teresita Islas

también una báscula en el piso, dos sillas y una cama bajita


forrada de vinil color café, en ella habían hecho recostar a
Hortensia. No pasaron muchos minutos para que ésta recu-
perara el conocimiento y empezara de nuevo a gritar, llo-
rar y retorcerse. Su voluminosa figura parecía grotesca al
extender y encoger las piernas, se jalaba los cabellos con
cierta brutalidad, infringiéndose dolor, denotando carencia
de amor y pobre autoestima. Su cara se encontraba transfi-
gurada, contraída con un rictus de amargo desengaño. Sus
ojos inflamados de tanto llorar permanecían casi cerrados y
su papada y cachetes brillaban por el sudor del esfuerzo de
las violentas sacudidas. Mariana esta vez se mantuvo al mar-
gen, no intentó acercarse y sólo observaba la escena, ahora
estaba demasiado cansada, la vigilia y los nervios le habían
ocasionado cierto malestar en su estómago. Ahogó con disi-
mulo un bostezo con su mano y se sentó en una de las sillas
del maltrecho consultorio.
El doctor con su estetoscopio y su tensiómetro se afana-
ba tratando de sujetarla. Arnulfo tuvo que auxiliarlo para tal
menester. Posteriormente, después de una dedicada auscul-
tación, se enderezó y dejó escuchar su gangosa y articulada
voz:
—Es negesario aplicar un medicamento, cuídala un
momento no ge te vaya a caer.
Arnulfo sujetó con fuerza a su madre entre tanto el galeno
preparaba la jeringa con una solución que sacó de su gastado
maletín. Acto seguido, se acercó a la paciente y descubrién-
dole con ayuda de Arnulfo la parte superior de sus nalgas, le
aplicó la inyección. Sólo bastaron unos segundos para que
el milagroso medicamento hiciera efecto ya que la señora
pareció sumirse en un profundo y reparador sueño.

218
Cascabel

Mariana empezó a sentir remordimientos y culpa, estaba


casi segura que todo había sido un teatro bien armado por
doña Hortensia, pero al parecer el médico había encontrado
necesario prescribir medicamentos.
Arnulfo y el doctor salieron del cuarto seguidos por la
callada joven. Doña Hortensia parecía encontrarse mucho
mejor. Mientras se alejaban hacia otra habitación, Arnulfo
platicaba al galeno con lujo de detalles lo ocurrido el día
anterior:
—… yo traté de convencerla pero se puso terca que la
trajera a Tres Zapotes. Estaba necia que quería ir a conocer
a la “Colorada” ¡Y que si no la traía en mi carro, se venía a
pie! Al principio deje que hiciera lo que quería, yo suponía
que no se atrevería a venirse caminando, pero después, al
ver que no regresaba tuve que alcanzarla hasta el puente del
Espinal, la verdad doctor…, creí que con suerte esa mujer
no estaría en su casa o que me daría tiempo de avisarle a su
hermano para que ella se escondiera. Pero todo salió mal,
apenas y frené a tiempo pues doña Hortensia abrió la puerta
del carro y no me dio tiempo de detenerla pues para mi mala
suerte, la “Colorada” iba caminando quitada de la pena,
allí por donde vive don Crescencio Núñez. ¡Imagínese! La
insultó y se le fue encima, rodaron por el piso, la desgreñó
y eso sí…, la señora sólo se cubría la cara…, nunca inten-
tó devolver los golpes…, tuve que sujetar a mi madre para
que la” Colorada” escapara. ¡Corrió como alma que lleva el
diablo! pero…, lo que yo no sabía, era que mi madre traía
la pistola en la bolsa. Por supuesto que se la quité ensegui-
da y la convencí que volviéramos al rancho. De regreso me
pareció que estaba calmada y hasta le sirvió a mi papá la
cena. Pero ya ve…, mire qué horas son y el escándalo que
hicieron.

219
Teresita Islas

Arnulfo se encontraba muy molesto y su voz al referir


los acontecimientos denotaba extremo cansancio y fastidio.
Mariana por su parte al escuchar el relato, tragó en seco.
—¡Qué barbaridá muchacho!
Respondió el doctor, sin parecer asombrado. Era seguro
que ya todo el pueblo conocía lo acontecido unas horas antes
y que la gente se regocijaba contando el chisme de boca en
boca. “Pueblo chico, infierno grande” y tratándose de los
Mendoza era un verdadero festín. Arnulfo seguía preocupa-
do por su madre y no era para menos pues el año anterior le
habían diagnosticaron una hipertensión severa y le habían
aconsejado evitar el estrés. Todo indicaba que tanto don
Apolinar como su mujer se encontraban en mal estado de
salud y Mariana sospechaba que esa era una de las razones
por las que Arnulfo permanecía cerca de ellos, soportando el
mal genio de los dos y sirviendo como réferi en sus pleitos.
Pero como todo, siempre hay un límite y Arnulfo a pesar de
su extrema paciencia, podían hacerlo llegar a un punto en
donde no había retorno, pues sus padres al parecer, habían
nacido para fastidiarse recíprocamente la vida. Un poco más
calmado, Arnulfo cuestionó al médico:
—Pero, dígame ¿Se pondrá bien doña Tencha?
Arrugando el entrecejo, bajó la voz y en un susurro le
contestó:
—Mira… Arnulfo, lo que tiene…. pueg… son sug ner-
viog, su presión anda bien. Te voy a decir la verdá… ahori-
ta le puse una ampolleta de agua inyectable, es que… ¡No
tengo otra cosa que ponerle!…, no tengo Diazepam aquí y
de todas formas… Egto la compone. La otra veg que me la
trajigte, cuando el anterior pleito con tu papá, eso le puse…,
y ya veg, que al otro día andaba bien controlada. Te voy a
dar… dog ampolletas mág… pa’que se las pongas mañana.

220
Cascabel

¡Ah! ..., y que tenga reposo, trata de que no se amuine.


Bueno, ya eg muy tarde… vamos por ella que te ayudo a
subirla a la camioneta.
Era obvio que el doctor no quería perder más su tiempo y
le apetecía irse a dormir cuanto antes, así que con rapidez la
encaramaron de nuevo al vehículo.
El trayecto de regreso al rancho transcurrió con profun-
do sosiego. La señora parecía haber recibido la dosis de
sedante para un caballo; no abrió la boca para nada. Mariana
igualmente permaneció callada. Sentía que iba a vomitar
su hígado. El macabro engaño de doña Hortensia la había
afectado sobremanera. Entonces hizo acopio de serenidad
y adoptó una actitud indolente pues no era el momento para
discusiones. Ahora quedaban sobre la mesa más preguntas
que respuestas y algunas de ellas le causaban una profunda
inquietud y agobio. ¿Podría Arnulfo, criado en ese ambiente
de falsas lealtades rechazar su influencia o terminaría siendo
arrastrado hacia el engaño y la infidelidad? ¿Por qué doña
Hortensia le soportaba a don Apolinar tantos maltratos, abu-
sos y engaños? ¿Por qué si lo odiaba; seguía con él? No
podía siquiera imaginarse cuál era la causa de continuar
con esa vida infortunada y miserable. Era un hecho que el
Cascabel guardaba terribles secretos que amenazaban con
devastar su recién construido matrimonio. Mariana cerró sus
ojos y lanzó un ferviente clamor al cielo pidiendo protección
y fortaleza.
¡Rabia siento al venerarte!
¡Furia por no aborrecerte!
¿Por qué no puedo yo odiarte
y lo que hago es más quererte?
¿Por qué me empeño en tenerte
y me asquea tener que amarte?

221
Teresita Islas

y ¡Lloro! por abrazarte


y en largas noches leerte
poemas… de angustia y muerte.
Mientras, sueño… ¡Envenenarte!

222
Capítulo X
El Huapango

—¡No te muevas! ¡Tranquila, confía en mí!


Le decía Arnulfo a Mariana mientras ésta, encuclilla-
da, intentaba equilibrarse en ese pequeño cayuco que hacía
agua. Ella se sostenía firmemente de los bordes con ambas
manos. Nerviosa y agitada, pretendía olvidar su inexpe-
riencia y falta de habilidad como nadadora, pues a pesar de
haber crecido junto al mar, solo podía flotar unos instantes
en la superficie. Transcurrieron algunos minutos y eventual-
mente después de escuchar el seguro y acompasado bogar de
Arnulfo, ella sintió que la embargaba una sensación de tran-
quila complacencia e invulnerabilidad; proponiéndose a dis-
frutar de la navegación en ese angosto arroyo. La tenue luz
de la luna penetraba súbitamente cuando lograba escabullir-
se por algún agujero que la flora había dejado al descubierto;
iluminando aquel laberinto misterioso y mágico. Mariana
se sintió transportada hacia otra dimensión, rodeada de la
exuberante vegetación que se alzaba pródiga en las orillas.
Sentía un placer indescriptible al aspirar de la flora silvestre
los fascinantes aromas que perfumaban la noche. La joven
cerró sus ojos, fantaseando con ser alguna damisela que logró
escapar de la desdicha del cautiverio ayudada por su amante.
Abrió sus ojos para contemplar los enormes árboles que en
la oscurana parecían amenazantes, eran como gigantes que

225
Teresita Islas

extendían sus brazos para abrazar ese hilo de agua. Arnulfo


llevaba en sus anchas espaldas su requinto jarocho, también
llamado Guitarra de Son o Guitarra Jabalina (Porque sonaba
como la hembra del jabalí). El reducido arroyo de pronto
se hizo muy ancho. La luna los bañó de lleno y el boteci-
llo alcanzó mayor velocidad. Arnulfo con destreza comen-
zó a bogar con mayor rapidez, cruzando aquel ancho río
mientras el aire fresco les revolvía los cabellos. A lo lejos
se escuchaban las notas destellantes y cristalinas de un Son
que al viajar montadas en el viento, prodigaban disimulados
besos a la luna, que coqueta; se reflejaba en la agitada agua.
Mariana se sentía afortunada de presenciar esa romántica e
idílica relación, pues la música que emanaba en aquel llano
se extendía hacia todo el universo.
Después del oblongo y persistente bogar de Arnulfo,
se acercaron a poca distancia de la margen y podían ver-
se algunas figuras que se acercaban al vislumbrar el cayu-
co. Mariana acomodó mejor su rebozo para cubrirse, pues
comenzó a sentir la humedad. Ansiosa preguntó:
—¿Falta mucho?
—No, ya estamos en el rio San Juan…lo estamos cruzan-
do, ya vamos a llegar.
Una voz fuerte atravesó el aire cuestionando con
autoridad:
—¿Quién vive!
—¡Soy yo, Arnulfo Mendoza!
Con significativo agrado la voz campesina respondió:
—¡Adelante!.. ¡Te ejtábamoj ejperando!
Arnulfo lanzó su amarra a la orilla y los hombres con
presteza la sujetaron, arrastrando el bote hasta encallar en
la arena. De un salto Arnulfo desembarcó y le ofreció la
mano a su joven esposa, que entumida, se enderezó y con

226
Cascabel

titubeantes pasos logró poner sus pies en tierra firme. Su fal-


da se había mojado de la parte de atrás y escurría un poco de
agua. Al caminar se hundía levemente, pero siguió con buen
paso a Arnulfo que con su lámpara de mano le alumbraba
la pequeña vereda cercada por las impenetrables ramas y
enredaderas de aquel nemoroso lugar. Se escuchaba con cla-
ridad el Son del Guatimé con su cadencioso ritmo y alegres
trinos compuesto por uno de los más afamados soneros de
la región: Don José Ángel Gutiérrez. El taconeo en la tari-
ma era fuerte y sincronizado y la alegre música provocaba
a mantener un ambiente festivo y divertido que se esparcía
entre el huapango y sus alrededores. Mariana escuchó como
su corazón se aceleraba en incontrolable gozo, dibujando
una amplia sonrisa en su rostro. Por fin llegaron al case-
río. Estas se encontraban distribuidas de forma desordena-
da, separadas aproximadamente unos treinta metros una de
otra. Eran de techo de palma y cercadas con “yagua”. En
medio del patio de una de ellas; una tarima rústica y mal-
tratada estaba dispuesta. Junto a ésta, los músicos armados
con requinto y con jarana seguían tocando con frenesí a la
pareja de bailadores que en esos momentos hacían alarde
de virtuosa ejecución. Alrededor, la gente sentada en largas
bancas los observaba. Los mechones encendidos en torno
del fandango realzaban el evento, brindándole una mágica
y enigmática notoriedad, que se acentuaba con el delicioso
aroma a café y a barbacoa. Mariana parecía hipnotizada. Un
diletante sentimiento la embargaba, así que con gran concor-
dia se dispuso a disfrutar de la escena y Arnulfo sonriendo al
ver su expresión le susurró:
—Mi preciosa flor, sabía que te iba a gustar.
Después de terminar el Son, el anfitrión, don Leoncio
Mulato, afamado cantador de sones, los recibió con palabras

227
Teresita Islas

amables. Con mucha educación se quitó el sombrero para


descubrir su pelambrera y extendió su callosa mano, brin-
dándoles una sonrisa cálida y franca:
—Pasen. ¡Que bueno que vinieron! El Huapango apenas
empieza.
Una de las mujeres se acercó también y con amabilidad
se dirigió a Mariana:
—¡Pásele a la cocina muchacha! pa’ que le sirva a su
marido y también pa’ que coma ujté.
La joven la siguió hasta el humilde jacal. El interior esta-
ba iluminado por un foco que pendía de una viga en el cen-
tro. El piso era de tierra y en una esquina se encontraba un
enorme fogón, donde una gran olla de mondongo hervía.
Sobre las paredes colgaban todo tipo de cacerolas y trastos.
Varias señoras la observaban con curiosidad. El minucioso
escrutinio socavó un poco la seguridad de la recién casada
quien saludó con timidez:
—Buenas noches.
—Buenaj nochej muchacha. Le contestó una octogenaria
mujer al tiempo que le ofrecía unos platos hondos de unisel:
—¡Anda sírvete pa’ ti y pa’ tu marido! Quedó muy güeno
el mondongo y allá jüera están los tamalej.
—¡Gracias!–contestó para luego acercarse con cuidado a
la olla. Los ojillos de una caquéctica mujer se abrieron pro-
yectando cierto encono, se acercó con calculado interés y la
ayudó a sostener uno de los platos, mientras la cuestionaba:
—¿Y cómo ejtá doña Hortensia?… Supe que la otra noche
se puso mala ¡Probecita con esoj ataquej que le dan… ¡Dioj
noj la guarde! Tanto maltrato que ¡ha sufrido! A ver si no te
pasa igual ¡Güera!, ¿No te pega Arnulfo?
Mariana experimentó un sonrojo en sus mejillas causado
por el disgusto. Respiró profundo pues su furia se proyectaba

228
Cascabel

como energía geotérmica a través de sus ojos. Con gran difi-


cultad, aclaró su mente dejándose influir con evasivas men-
tales para no caer ante la provocación. Lentamente recuperó
la calma y contestó con voz clara y fuerte:
—Doña Hortensia ya está bien.
La única y corta respuesta dicha sin entusiasmo, no pasó
desapercibida para las curiosas señoras, otra de ellas afa-
nada en encontrar tema para el chismorreo le preguntó con
avidez:
—¿Cómo te trata doña Hortensia?
Desconfiada y molesta, por sentir que invadían su vida
privada, les respondió con ánimos de marcharse cuanto
antes:
—Bien, me trata bien… Me tengo que ir.
Una de ellas movió la cabeza en señal de reprobación
hacia las otras mujeres y en tono amable quiso resarcir a la
joven con un comentario más armonioso:
—Yo soy Domitila… la mujer de Leoncio ¿Sabej mucha-
cha? Yo conojco al güero tu marido dende que era chama-
co. Aquí lo traiba don Apolinar cuando hacía mi apá loj
Huapangoj y se sentaba pegao a don Antonio Mulato cuan-
do tocaba. Parece que jué ayer…
Uniéndose a la anterior con el fin de que se olvidara el
mal rato, doña Tacha de mayor edad también comentó con
entusiasmo:
—Yo aprecio mucho a Arnulfo. Él siempre tan güeeeno
con nojotroj… Recuerdo la vej que le pedimos noj llevara al
dotor porque yo ejtaba mala de calentura y enseguidita sacó
su coche y noj llevó a Tre zapotej.
Sintiéndose mejor Mariana sonrío y murmuró algo como
que necesitaba llevarle a su marido la comida, a lo que las
señoras sonriendo la dejaron ir. Arnulfo la esperaba sentado

229
Teresita Islas

en una banca y aceptó con una sonrisa la comida que ella le


ofrecía. Mientras degustaban el sabroso cocido de panza de
res, Mariana fijó su atención en los bailadores.
Una morena de ojos grandes, nariz chata y labios car-
mesí; llevaba el cabello crespo trenzado y vestía con una
blusa blanca con ancho tejido de horquilla en el cuello. La
delicada prenda dejaba ver generosamente una gran parte de
sus senos turgentes, que parecían haber sido levantados al
máximo por algún sostén de varilla. Completaban el atuen-
do: Una falda roja floreada que le llegaba al tobillo y deba-
jo de ésta, se asomaba coquetamente una “enagua blanca”
rematada en picos tejidos a mano. Al zapatear, la jarocha
movía sus caderas con voluptuosidad, con una mezcla entre
son jarocho y rumba, para arremeter después del mudanceo
con un soberbio zapateado. La piel canela de la joven, bri-
llaba por el sudor que escurría tentador hasta el pliegue de
la unión de sus pechos, mientras, con su mirar; seducía al
bailarín que sonreía embelesado y se le acercaba casi has-
ta rozar los labios de la mulata. Mariana podía percibir el
claro escarceo amoroso entre la pareja. El Son se hizo aún
más nutrido, y la joven bailadora le arrimaba el pecho a su
pareja, provocándolo tácitamente, mientras entreabría los
labios, sofocada. Parecía que su febril estado era provocado
por la excitación y no por el fatigoso baile. La lúbrica esce-
na asombró a Mariana. Volvió su rostro, observando a los
espectadores, quienes de forma natural parecían no perca-
tarse de la sensualidad del baile. Podría decirse que en aque-
llos lares los despliegues de erotismo se aceptaban de forma
natural como el llano mismo. Estas condiciones morales le
causaban extrañeza a Mariana, pues eran en extremo con-
tradictorias; ¿Cómo era posible que los avances amorosos

230
Cascabel

se vieran con tanta naturalidad mientras que se criticaba a la


mujer que decidiera montar en bicicleta?
Las últimas notas del Son del Buscapiés se escucharon,
dando lugar a una serie de aplausos de la concurrencia.
Arnulfo se arrimó a los músicos, quienes con gusto, lo salu-
daron pasándole un vaso con “toro de limón” hecho expreso
para la ocasión. El rasposo aguardiente con azúcar y limón
pasó por la garganta del recién llegado, éste lo paladeó len-
tamente mientras afinaba su guitarra. Don Leoncio Mulato y
su extraordinario ejecutante de guitarra cuarta o “bombona”
Kike “León” Gutiérrez; probaron también del mismo vaso
para luego pasarlo a los más bisoños.
Mariana permaneció sentada en la banca disfrutando del
Huapango. La música invadió perenne sus sentidos. Esta
vez era suave y delicada. Arnulfo se había unido con los
anfitriones y repasaba su diapasón con virtuosismo. Había
aprendido a tocar la guitarra de sones con afamados músicos
de la región. Sus dedos suaves como plumas sabían sacarle
a la guitarra toda una gama de hermosas melodías, cantan-
do y descantando el son en un armónico diálogo interno. El
“Aguanieves” derrochaba dulzura y las jóvenes ávidas de
aprender se formaban en parejas para taconear en perfecta
sincronía el Son que parecía decir: Café con pan… café con
pan… café con… leche de vaca ¡Sí!
Mariana no resistió más y sonriente se formó con las
parejas, siguiendo el ritmo con entusiasmo. Había apren-
dido los pasos básicos en la secundaria, así que no tuvo
problema alguno en la ejecución del Son. Así continuaron
cerca de media hora, hasta que ocurrió algo así como una
fuga, pues la música comenzó a ascender como un remo-
lino. Ahora los bordoneos y síncopas semejaban a un toro
en furiosa embestida y de repente todas las mujeres bajaron

231
Teresita Islas

de la tarima, Mariana no entendía qué ocurría, pero siguió


a las demás. La música cambió y comenzó un zapateado.
Sobre la tarima se escuchó el golpe de un pie, y ensegui-
da una pareja arremetió como torrencial aguacero. Bailaron
largos minutos para después ser remudados por la Morena
y su apuesto galán. Ella, sin necesidad movía su cuerpo al
zapatear y aprovechaba para coquetear abiertamente; decla-
rando con sus desplantes, que él era su hombre y le per-
tenecía. El joven sonreía con arrogancia. Su tez tostada y
cabellos rizados mostraban su ancestral herencia de sangre
negra en sus venas. Bailaba erguido y sus nalgas sobresalían
ante todo, atrayendo las miradas arrobadas de las mucha-
chas ahí presentes. Ellas, disimuladamente, repasaban sus
labios con la lengua, como saboreando a aquel “bocado” y
esperando quizás, un descuido, para poder arrebatarlo a la
mujer que ahora lo proclamaba como suyo. Mariana volvió
su mirada hacia su querer. Observó sus finos dedos recorrer
el diapasón de su instrumento, de pronto, imaginó esas mis-
mas manos sobre ella en las apasionadas noches a su lado
y una oleada de calor la dominó. Con vergüenza sintió sus
mejillas arder y con mucho esfuerzo recobró la compostura.
Las figuras melódicas que ejecutaba Arnulfo en su guitarra
eran muy complicadas y además las mezclaba con su propia
improvisación. Esta circunstancia ocasionaba que uno que
otro jaranero de los más jóvenes e inexpertos; se “salieran”
de ritmo y de armonía. Los viejos entonces, les echaron una
mirada dura que seguramente significaba: “ni se te ocurra
tocar”. Ahora sólo había lugar para los que poseían expe-
riencia y destreza.
Junto a Mariana se sentaron unas muchachas, éstas, con
franca aversión hacia la sensual bailadora, opinaban entre
ellas:

232
Cascabel

—¡Mírala, desgraciá, como se le pega al Norberto!


La otra con rapidez respondió con aire despectivo:
—¡Ah!, ésa… le da lo que nosotraj por decentej no le
damoj. A ver cuánto le dura…
Mariana las escuchó, y al sentirse descubiertas, medio
apenadas, mostraron sus blancas sonrisas. La joven corres-
pondió al acto amistoso, devolviéndoles la sonrisa y se dispu-
so a seguir disfrutando. El Zapateado terminó y empezaron
a tocar El Colás. Mariana saltó emocionada pues ese Son
como muchos otros lo había bailado en la escuela, así que
se levantó decidida. Zapateaba con fuerza acompañando a
otras tres muchachas y en medio, el apuesto Norberto, quien
la hacía de Nicolás. Éste, según la leyenda, poseía amplios
atributos físicos que necesariamente lo ligaban a fervientes
amantes, dando origen al Son que lleva su nombre.
Después de unos cuantos minutos, Mariana escuchó jun-
to a ella, un perentorio taconeo y al levantar la vista se topó
con la cara de disgusto de la morena quien peleaba su lugar,
con desafiante mirada. Mariana entendió la indirecta y se
bajó de la tarima, sin sentirse perturbada. Se dirigió a su
lugar pensando que su Colás; estaba entre los músicos.
Alguien le trajo un vaso con agua de Jamaica, que bebió
con prontitud. Las jóvenes a su lado sonreían y refiriéndose
a la mulata le dijeron:
—Ya no la va a dejá subí, pues vio que ujté baila bien.
Al notar su simpatía, Mariana preguntó:
—¿Quién es ella?
—¡Ah! ella ej Concha Ajcanio, hija de Perico Ajcanio y
de Gertrudis. Viven en El Hato aquí nomás adelante, pero a
ella no le gujta que la llamen Concha. A todoj loj de juera le
dice que se llama Sandy y ha andao con la mitá del pueblo.

233
Teresita Islas

Mariana alzó sus cejas y sonrió, pues poco le importaba


la vida de aquella mujer. El Son terminó y comenzó otro
zapateado. La bamba, la alegría de este Son, hizo que se
destacara durante la época en que los filibusteros atacaban
el Puerto de Veracruz. Según la leyenda, el famoso pirata
Lawrence De Graaf o Lorencillo, burlándose de los soldados
defensores del Puerto, asaltó a la ciudad por la retaguardia
mientras estos lo esperaban por el frente. Las campanas de
la Iglesia de Malibrán ubicada al sur en Boca del Rio, fueron
sacudidas con el fin de alertar a las defensas, pero fue muy
tarde, pues cuando llegaron; ya Lorenzo se había llevado un
jugoso botín. Posteriormente, el ejército desplegó sus tropas
a lo largo del litoral. Dichos actos fueron en extremo criti-
cados debido a que el pueblo consideraba que tal esfuerzo
no remediaba nada, pues los hechos ya estaban consumados
y el pirata se había burlado de ellos. Así que los versadores,
haciendo una bambarria del acontecimiento desplegaron
cuartetos denotando el famoso asalto.
Mariana, absorta en el despliegue de energía y destreza
de los bailadores no sintió a Arnulfo acercarse hasta que le
susurró al oído:
—¿Bailamos… preciosa?
Mariana se paró de inmediato sonriente y lo siguió hasta
la tarima, en donde ella hizo alarde de artística ejecución. El
intenso movimiento soltó sus largos cabellos que cayeron
como cascada sobre sus hombros. La gente se alborotaba y
gritaba pues sabían de sobra que Arnulfo bailaba mejor que
ninguno en la comarca llanera.
—¡Eso es Güera, ora sí Arnulfo, ya tienes tu compañera!
El último pregón de la bamba se dejó escuchar:

234
Cascabel

Con ésta ya despido


a los bailadores.
Que se acabe la Bamba,
que se acabe la Bamba
con sus amores… con sus amores…con sus amores.
Al término del son una oleada de aplausos, gritos y chi-
flidos se escucharon en la llanura, mientras, los acalorados
danzantes sonrientes y jadeantes; se dejaban caer exhaustos
en sus sillas.
La noche inexorable siguió avanzando. Mariana se sentía
algo cansada. Era bastante tarde y una ligera bruma empezó
a descender, mientras se escuchaban los sones de madru-
gada. Solo los “viejos” y los más comprometidos músicos
quedaban. Mariana se levantó y decidió caminar un poco
cerca del río. La noche estaba fresca. Avanzó hasta llegar a
la orilla y se sentó sobre unas piedras abrazando sus pier-
nas con los brazos, cerró sus ojos para escuchar la música
que volaba sobre el agua alejándose. Los cocuyos borda-
ban el río, semejando un caudal plateado. Sus sentidos se
agudizaron percibiendo el perfumado “Galán de noche” que
alguien había sembrado cerca de ahí. De pronto levantó su
rostro hacia el cielo y maravillada, observó el magnífico
éter titilante y elástico que parecía danzar con el son de la
Lloroncita. Era una noche perfecta. Junto al río San Juan
hallaba una paz que adormecía la turbulenta semana ante-
rior, ni siquiera los mosquitos le perturbaban; pues la brisa
odorante los soplaba. Los minutos pasaron y buscó mejor
acomodo junto a un árbol recostándose en su grueso tronco
y cerró de nuevo sus ojos. Algunas oscuras nubes se habían
reunido oscureciendo la noche. Unos pasos sobre la gravosa
arena le indicaron que no estaba sola. A unos quince metros;
dos figuras en ávido abrazo, se estrechaban sin percatarse de

235
Teresita Islas

la pequeña silueta recargada en el árbol. Mariana asombrada


y muda no sabía qué hacer. Permaneció callada y sin mover-
se mientras observaba la escena. El hombre, con cierta rude-
za, empujó a la mujer sobre la playa muy cerca de los botes.
Apasionadamente se besaron, las manos de él recorrían el
cuerpo de su amante quien ya tenía encaramada las faldas
hasta la cintura, las sombras de la noche en complicidad del
tórrido y pasional enlace, protegía la identidad de los des-
inhibidos amantes. El viento indiscretamente transportaba
los gemidos de placer que emitían salvajemente hasta donde
se encontraba Mariana, que lentamente se había escondido
detrás del árbol. Sentía profunda vergüenza y deseaba que
Arnulfo no la estuviera buscando. Después de largos e inter-
minables minutos las voces de los jóvenes lanzaron profun-
dos suspiros que indicaban el clímax de su sexual unión,
quedando laxos y enmudecidos. Mariana se sentía invadida
por una extraño sofocamiento, podía percibir el diastólico
retumbar de su confundido corazón. Los crujidos sobre la
grava se escucharon de nuevo y la indiscreta testigo se aso-
mó con precaución. Observó cómo la mujer, se arreglaba la
ropa y sacudía con desenfado su falda y su cabello. Después
subió con su amante en estrecho abrazo hacia la vereda
que conducía a la casa, alejándose, seguramente satisfecha.
Mariana, petrificada no daba crédito a lo que había presen-
ciado. Se enderezó con dificultad pues sus piernas estaban
adormecidas. Un poco más sosegada, se encaminó de regre-
so al Huapango. Arnulfo ya la estaba esperando, intrigado
le preguntó:
—¿Dónde estabas? ¡Ya iba a buscarte!
—Junto al río. Ya estoy cansada. Respondió sin comentar
nada, aún con las mejillas arreboladas.
—Muy bien, nos despedimos y nos vamos.

236
Cascabel

Mientras lo hacían, pasaron junto a Concha y Norberto.


Mariana notó de inmediato que el cabello trenzado de la
mujer había atrapado indiscretamente una hoja de panta-
no…, mudo testimonio del fogoso encuentro junto a ese río
musical.
*
Cuando zapateas Jarocha
tus ojos piden amor
y tu cuerpo es un primor
que el movimiento derrocha.
Y el músico se trasnocha
y te persigue hasta el alba,
por ver si roba la palma
que traes prendida en el pecho:
¡Y acurrucarse en el lecho
enamorado de tu alma!

* Décima de José Ángel Gutiérrez Vázquez

237
Capítulo XI
Chepa

Fue un largo día en Santiago Tuxtla, la pequeña ciudad colo-


nial enclavada en la sierra. Ésta ofrecía un clima agradable,
hermosas casas rodeadas de jardines y calles empedradas.
Contaba además, con un gran mercado, tiendas veterinarias
y de agroquímicos, donde se vendía todo lo necesario para
el agricultor o ganadero. Todas las semanas, doña Hortensia
y don Apolinar emprendían el viaje hasta ese lugar, con el
objeto de efectuar las compras de la semana. Por lo regular,
Arnulfo servía de chofer y en esta rara ocasión Mariana los
acompañó. Ella intuía que Arnulfo trataba de separar en la
medida de lo posible; su matrimonio y la convivencia con
sus padres.
Doña Hortensia trataba a Mariana con falsa amabilidad
delante de Arnulfo, mientras que cuando estaban a solas
hablaba con ella estrictamente lo necesario y parecía ignorar-
la. Estacionaron el auto, bajándose los cuatro del automóvil,
en ese punto, después de que Arnulfo y su padre se alejaran
juntos, doña Hortensia le hizo la siguiente observación:
—Necesito hacer mis compras y visitar algunas amista-
des, de seguro tú también tienes cosas que hacer, así que nos
vemos aquí en el auto más o menos en dos horas.
Y diciendo esto, se alejó sin esperar respuesta. A Mariana
no le extrañaba la actitud hosca de su suegra, ya había sido

241
Teresita Islas

blanco de sus agrios comentarios y testigo de sus cambios de


humor y de sus ataques de histeria.
Después de visitar la única librería del lugar la joven
compró una refrescante soda de “zarzaparrilla”, despachada
en un vaso desechable. Con lentitud, la saboreó al tiempo
que regresaba hasta donde habían dejado el automóvil que
afortunadamente estaba estacionado en la sombra. Mariana
feliz de haber podido pasear sola sin la compañía de su
suegra se recostó en el cofre del vehículo e intentó no dar-
le importancia al hecho de estar sin la compañía de doña
Hortensia, pues estaba segura que a su consorte no le haría
ninguna gracia.
Arnulfo le había pedido específicamente a su madre que
no dejara sola a Mariana, su madre había respondido con
absoluto descaro y falsedad que estaría encantada de ir de
compras en compañía de su nuera. Por fin, después de media
hora de estar recargada en el auto, la joven vio aparecer a
la señora que venía con ambos brazos ocupados sujetan-
do sendas bolsas, un poco atrás un chiquillo la seguía con
dos morrales llenos de mandados, los cuales acomodó en la
cajuela del recién estrenado auto. Eran cerca de las dos de la
tarde así que doña Hortensia con aire arrogante se dirigió a
su joven nuera:
—Guarda tus cosas que vamos a comer, mientras llegan
Polo y Arnulfo.
Mariana introdujo en la cajuela casi repleta, su bolsa que
contenía algunas verduras que había comprado de paso y
por supuesto algunos libros que le parecieron interesantes
gastando casi hasta el último centavo en ellos.
Caminaron a través de estrechas y empinadas calleci-
tas hasta llegar al parque principal colmado de enormes
y viejos árboles, cuya sombra y frescor; eran la delicia de

242
Cascabel

muchos exhaustos y acalorados visitantes. Las viejas ramas


se entretejían formando un techo multicolor, que dibuja-
ba pequeñas sombras sobre una cabeza colosal, uno de los
últimos vestigios arqueológicos de la gran cultura madre
de Mesoamérica: Los Olmecas. Frente a éste, se encontra-
ba un edificio con una rara arquitectura que pretendía ser
vanguardista y moderna; Dicha construcción funcionaba
como hotel, quizás el único del poblado. Dentro de los ser-
vicios que prestaba, incluía un elegante restaurante y un bar.
Doña Hortensia atravesó con pasos seguros el umbral de la
entrada. Mariana apretó su monedero y comprendió que no
traía suficiente dinero para pagar su almuerzo, casi siempre
acompañada de Arnulfo no prestaba demasiada atención al
abastecimiento de su bolsa, pero por otro lado, estaba segu-
ra que no tendría que hacerlo, dado que su suegra siempre
se aseguraba de traer consigo suficiente efectivo. El mesero
solícito, se acercó a ellas y las guio hacia una mesa con vista
al jardín y a la piscina. Una vez acomodadas, les ofreció la
carta. Mariana tardó muy poco en decidir lo que apetecía;
percatándose del alto precio de los platillos. Seleccionó la
sopa y el guisado del día, pues no quería parecer abusiva,
lamentándose de haber gastado tanto en literatura. El mesero
regresó y tomó la orden. Doña Hortensia sacó de su enorme
bolso de piel una revista de modas y se dedicó a ojearla;
obviamente con intenciones de evitar una conversación. Por
su parte, Mariana observaba a los demás comensales y a la
enorme piscina que se divisaba desde el interior del comedor
y sonreía divertida al ver los chiquillos lanzarse gozosos al
agua. Le encantaban los niños, incluso siempre que podía,
invitaba a los pequeños hijos de Ramón Juárez a ver la tele-
visión y les preparaba palomitas y toda clase de golosinas,
pero, tener un bebé con toda la obligación y responsabilidad

243
Teresita Islas

era otra cosa, deseaba esperar un poco más, para encargar el


primero. Arnulfo no compartía su misma opinión y ello oca-
sionó una terrible confrontación en su reciente matrimonio,
haciendo que Mariana dudara poder continuar juntos ante
el abismo que los separaba por tantas diferencias, mismas
que antes de casarse eran imperceptibles. Mariana no pudo
evitar sustraerse de los recuerdos inquietantes y dolorosos
de su última y humillante derrota.
Arnulfo, accidentalmente había tirado la bolsa abierta
de Mariana que se encontraba sobre la mesa, desperdigando
todo lo que se encontraba en su interior y descubriendo las
pastillas anticonceptivas que una amiga de Mariana le había
recomendado y que comenzó a tomar apenas la semana
anterior a su boda. No consideró comunicárselo a su futuro
esposo, dado que le causaba cierta vergüenza hablar de esas
cuestiones y suponía que era decisión absoluta de ella elegir
el momento de encargar a un hijo. Por otra parte, ella tenía
planes de titularse y ejercer su profesión; aunque en esos
momentos no veía cómo, refundida en un rancho a más de
cien kilómetros de la principal fuente de trabajo. Mariana
estaba sentada viendo plácidamente la televisión cuando
Arnulfo se acercó precipitadamente y con furioso gesto la
apagó, ella sorprendida lo miró y descubrió en su rostro algo
parecido a la desilusión, actitud que la dejó desconcertada.
Arnulfo respiraba entrecortadamente tratando de no perder
el control y con una voz extremadamente baja y ronca le
preguntó, mientras levantaba frente a su rostro la pequeña
caja de anticonceptivos:
—Mariana… ¿Me quieres decir que es esto?
La joven lo miró sin entender su creciente enojo y al
hacer contacto con su mirada fría como navajas de afeitar,
supo que quizás había cometido un error. Arnulfo jamás le

244
Cascabel

había hablado de ese modo y su corazón se aceleró al perci-


bir el estado de violencia contenida reflejado en su mandíbu-
la apretada, ella una mujer emancipada que había estudiado
una carrera y que había dejado todo por el hombre que ama-
ba, estaba confundida y por primera vez sintió miedo de
quien había jurado ser su protector, Mariana logró sobrepo-
nerse a sus temores y lo enfrentó aunque un poco titubeante:
—¿Por qué estás enojado? Esas pastillas me las recomen-
dó una amiga, ¿Qué tiene de malo? ¡Todo mundo las toma!
Arnulfo se acercó aún más a ella y la tomó del brazo con
fuerza, levantándola de un tirón, mientras le contestaba:
—¡Acaso te casaste con tu amiga? ¡La decisión de tener
o no tener hijos nos atañe únicamente a nosotros dos! Pero
por lo visto, me quieres dejar fuera…, han pasado casi tres
meses desde que nos casamos y me preguntaba ¡Por qué no
te había embarazado! Ahora sé la respuesta…
Mariana trataba inútilmente de contener el llanto y la
angustia, mientras intentaba librarse de la rabiosa mano que
la sujetaba, sin poder resistir más, las lágrimas salieron a
raudales y sus ojos reflejaron el terror que la embargaba.
Arnulfo la miró detenidamente y de repente su furia empe-
zó a disiparse adoptando una actitud conciliatoria pero aún
autoritaria, la soltó y la chica aprovechó el momento para
huir, sin pensar en lo que hacía. Mariana trató de alcanzar la
puerta, sin embargo, de nuevo los brazos de Arnulfo la toma-
ron de los hombros y con voz firme y resuelta le advirtió:
—¡No te dejaré ir! ¡Cálmate! seguidamente con inmensa
ternura la abrazó, mientras sentía el cuerpo tembloroso de
Mariana que reticente trataba de soltarse mientras se des-
ahogaba en angustioso llanto. Poco a poco, Arnulfo, con
palabras tranquilizadoras, logró vencer su desconfianza y

245
Teresita Islas

ella se cobijó de nuevo en él, sin entender absolutamente


nada.
Arnulfo parecía ahora preocupado, no había previsto que
la inexperiencia de Mariana y su extrema timidez en los
asuntos referentes al sexo, habían propiciado dejarse acon-
sejar por quien sentía más confianza, pues era obvio por su
reacción, que le avergonzaba discutir esos asuntos con él.
Una vez que ella se tranquilizó, la llevó a la habitación y se
sentaron, él la abrazó y le habló en un tono tranquilo y cari-
ñoso pero contundente:
—Mariana no podemos seguir así, sin que me tengas
confianza, ahora somos uno solo, tú sabes que te amo y lo
que más deseo en esta vida es formar una familia contigo,
deseo un hijo que nazca de ti, tomaste una decisión equivo-
cada y me hiciste a un lado, pero eso ya pasó, no tomarás
más pastillas, ni ninguna otra cosa que pueda impedir que
te embaraces, no habrá más secretos entre nosotros, debes
decirme todo lo que sientas, sin avergonzarte, soy tu esposo
y mi obligación es cuidar de ti. ¿Entiendes?
La contrita mujer solo asintió con la cabeza, actuando con
prudencia, pues de nada serviría discutir sobre si ella aún no
estaba lista para tener un hijo ya que como frecuentemente
ocurre en el campo; el esposo tomaba esa decisión. Recordó
entonces, todas las ocasiones en que él, cuando eran novios,
comentaba lo importante que era tener hijos y compartir con
ellos. Innumerables veces cuando se topaban con algún bebé
en su carriola, le guiñaba el ojo divertido mientras la besaba
tratando de convencerla de casarse cuanto antes para hacer
uno igual o más bello, causando en ella un incómodo rubor.
Ahora nada de lo que dijera sería argumento substancial-
mente suficiente para objetar sus deseos. Mariana perma-
neció callada sus circunstancias habían cambiado con su

246
Cascabel

estado civil, añadiendo además la intimidación que sentía en


esos momentos; pues había probado solo un pequeño refi-
lón de su furia y le había bastado para no volver a intentar
provocarlo. Esta situación la mantuvo alerta, insegura y des-
confiada, pues aunque Arnulfo no había llegado al maltra-
to físico, había estado muy cerca del límite y eso la asustó
grandemente. Sin tener conciencia plenamente de ello, pudo
sentir que un antiguo y natural instinto de supervivencia se
había despertado en su ser, entonces con cierta frialdad para
discernir puso los pies sobre la tierra y se percató de la leja-
nía del que fuera su hogar y de la soledad en que se encon-
traba. Estaba desprotegida sin que hubiese nadie que pudiera
ayudarla, ni defenderla; tenía que encontrar la manera de
acoplarse a los deseos y decisiones de su marido. Intentaría
no importunarlo pues sería peor para ella, su corazón esta-
ba destrozado y solo podía tratar de juntar los pedazos sola
y en completo silencio, ocultando su miedo y mostrándose
sumisa y agradable.
Pasaron los días después del incidente y Arnulfo volvió
a ser el hombre cariñoso y amable, pero ahora era extrema-
damente sobreprotector y dejaba sentir sobre su mujer cierto
grado de autoridad que a Mariana le causaba resentimiento
y frustración pues se sentía a veces prisionera. Algo dentro
de su ser había cambiado, un escueto espacio se abría para
albergar el temor, pero aun así, lo seguía amando y deseaba
con todas sus fuerzas que el tiempo borrase la mala expe-
riencia vivida.
En sus cavilaciones y recuerdos transcurrieron varios
minutos hasta que su estómago comenzó a protestar hacien-
do ruidos raros, así que volvió al presente aún en espera de
su comida, al cabo de un momento, un mesero se presentó
con una vianda lista para servir. La joven engulló con rapidez

247
Teresita Islas

una deliciosa crema de zanahoria que le habían servido; el


mesero le retiró el plato y enseguida le presentó un enorme
filete con guarnición de papas, el cual terminó hasta el últi-
mo pedazo quedando satisfecha. Doña Hortensia comía con
calma y tardó aún más en terminar su carne a la tampiqueña.
Llamó al mesero y solicitó la cuenta:
—Nos trae la cuenta por favor… Separadas.
Mariana al escuchar sus palabras, perdió el color y sintió
un chuzo en su estómago, ¿De qué se trataba esto? ¡Doña
Hortensia estaba resuelta a humillarla! Esperó a que el
mesero se retirara y con voz trémula Mariana musitó:
—Doña Hortensia…, yo… me gaste todo el dinero que
Arnulfo me dio…, y…, no tengo suficiente dinero para
pagar lo que pedí…, como usted me sugirió que viniéramos
a comer…, yo pensé…
Con crueldad y escarnio la señora le recriminó
envalentonada:
—¿Y qué pretendes que haga yo? ¡Deseas que pague por
tu comida! Bien, pues aprende que hay maneras para pedirlo
¿No crees? … la sugerencia de venir a comer no me obliga
a darte nada ¡Así que guárdate tus reclamos!
Mordiéndose los labios, Mariana tuvo que suplicar a la
soberbia mujer:
—No le reclamo nada señora. Por favor…, le suplico me
preste para pagar mi cuenta…, en cuanto vea a Arnulfo le
diré que le pague.
Doña Hortensia contestó cortante y en voz alta para que
escucharan todos los presentes:
—Qué le voy a hacer…, voy a pagar. Para la próxima vez
¡Fíjate con cuánto dinero cuentas para comer!
A Mariana le ardía el rostro por la vergüenza, se levantó
bruscamente, tomó su monedero y salió del lugar corriendo,

248
Cascabel

atravesó el parque y en una apartada banca se sentó a llorar.


Sentía rabia, tristeza y dolor por la humillación. Se arrepen-
tía mil veces de haberle pedido a Arnulfo que la llevara y se
sentía estúpida por no haberse percatado de las intenciones
malsanas de su suegra. No supo cuánto tiempo pasó sentada
ahí. Poco a poco se fue serenando. El fresco que le prodiga-
ba el antiguo árbol de amate fue como bálsamo para su aba-
timiento. Recordó las enseñanzas de su abuela, los logros de
su vida y de todas las bendiciones que Dios le había conce-
dido y que eran la más absoluta prueba de que nunca había
estado sola, que su aliado era el ser más poderoso de la crea-
ción, que era hija de Dios hecha a su imagen y semejanza y
por lo tanto poseedora de la fuerza para vencer al enemigo en
la forma que se presentara. De pronto una portentosa energía
se apoderó de su ser, haciéndola temblar desde el centro de
su vientre. Aspiró profundamente el oxigenado aire de su
entorno y levantó su rostro con dignidad al mismo tiempo
que secaba sus ojos con el dorso de sus manos. Algo en ella
había crecido, no era más una niña desvalida y frágil, era
ahora una mujer arrojada y resuelta a no abdicar por culpa
de ese ser egoísta y mezquino. Si doña Hortensia quería gue-
rra… ¡Guerra tendría! No le daría el gusto de verla llorar ni
tampoco volvería a suplicarle por nada. Sin dudar, se levan-
tó de la banca y con andar firme y sonoro volvió sobre sus
pasos con dirección al auto, faltaban solo unos metros para
llegar cuando una figura le alcanzó por detrás. Era Arnulfo,
quien desesperado llevaba rato buscándola:
—¡Mariana! ¿Dónde estabas? Me dijo mi mamá ¡que te
saliste del restaurante sin decirle a donde ibas! Mi papá se
volvió a meter a la cantina…, ya son las seis y no quiero
manejar de noche.

249
Teresita Islas

Mariana lo miro fijamente y Arnulfo comprendió inme-


diatamente que algo había sucedido entre su madre y ella.
Por lo que tomándola en sus brazos la abrazó mientras le
decía:
—Cuando lleguemos me cuentas. Te amo…, vámonos
ya.
Caminaron tomados de la mano hasta llegar al auto. Con
amabilidad le abrió la puerta. Dentro, doña Hortensia con
rostro adusto comentó:
—¡Por fin! Ya estoy entumida de esperar… ¡Arnulfo! ¡Ve
a buscar a tu papá! Que ya es tarde.
Arnulfo no le contestó. Cerró la puerta de golpe y se diri-
gió a la cantina. Doña Hortensia no emitió ningún comen-
tario y haciéndose la desentendida se enfrascó en otra de
sus múltiples revistas de modas. Mariana por su parte con
dignidad levantó el rostro y la ignoró también.
Cargado por Arnulfo y el cantinero llegó don Apolinar;
quien no se podía quedar en pie. Con mucho esfuerzo lo aco-
modaron en el asiento delantero del auto. Arnulfo tomó el
dinero que le ofrecía doña Hortensia para darle la propina al
hombre que permanecía parado junto a él, enseguida dio la
vuelta y con rapidez se sentó al volante. El olor a “guarapo”
y a orines que despedía don Apolinar impregnaba el auto,
estaba tan alcoholizado que no se daba cuenta ni en don-
de estaba, así que Arnulfo prefirió abrir las ventanillas que
encender el aire acondicionado. Mariana se abstrajo en sus
reflexiones alegrándose de no tener que escuchar la ensarta
de brutalidades que proferían doña Hortensia y su marido,
ya había sido suficiente haberlas tenido que soportar durante
todo el viaje de ida, ahora por lo menos solo tenía que tolerar
el fétido olor que despedía el borracho cacique.

250
Cascabel

Después de varias paradas para que don Apolinar orinara,


vomitara y volviera a orinar, llegaron finalmente cerca de las
siete de la noche al “Cascabel”. Mariana ni bien se estacio-
naba el auto salió expelida del mismo. El mayoral se acercó
y entre éste y Arnulfo realizaron la misma maniobra para
sacar a don Apolinar del coche y llevarlo hasta sus aposen-
tos. Con calma, doña Hortensia se apeó junto al auto y abrió
la cajuela para sacar sus provisiones, al tiempo que con voz
enérgica llamaba a sus criadas:
—¡Chepa! ¡Tule! ¡Ayúdenme a bajar los mandados!
Apenas terminó de hablar, cuando dos mujeres que se
encontraban en el camino se le acercaron, una de ellas esta-
lló en sollozos sin poder explicar con claridad lo que le
acontecía. Mariana tomó sus mandados de la cajuela abierta
y se retiró unos pasos a esperar a Arnulfo, escuchaba atenta
intentando encontrar el porqué de tanta desdicha:
—Aghhhh…. Ayyyy… Se lo juro doña Hortensia…, mi
Tule no tuvo la culpa aghhh…, fue un acidente de chama-
caj…., ta’ban juegando, ora dicen que tenemoj que pagar
nojotroj y de doooonde…, de dónde…, si apenaj tenemoj
pa’comé…, el tío de Chepa noj fue amenazá con un mache-
te, ora si es su tío el mentao borracho ese, Tule no deja de
llorá y llorá, ¡Román el marí’o de Chepa ejtá muy dijgus-
tao y dice que jué a propósito, maj no ej cierto ¡Ayudenoj
Patroncita!
El ruido del mosquitero al azotarse, interrumpió la con-
versación, Arnulfo salió corriendo y se dirigió a su madre:
—¿Ya te enteraste mamá?..., me acaba de platicar Jordán
¡Chepa se ahogó!
Su voz contenía asombro y angustia. Mariana al escuchar
la noticia se acercó a él. Incrédula abrió sus ojos y se cubrió

251
Teresita Islas

la boca con ambas manos, la voz dura y sin emoción de doña


Hortensia los sacó de su estupor.
—Arnulfo, llama a Jordán que me ayude a bajar todo
esto. – dijo, refiriéndose al contenido de la cajuela del auto.
—Y toma… —agregó abriendo su bolso y sacando su
billetera —Dale este dinero a Román y dile que mañana le
mando lo suficiente para los gastos del funeral, que no pue-
do ir porque tengo que atender a Polo. No te tardes mucho,
pues mañana hay que ir a Arroyo Largo a buscar otra mucha-
cha para que trabaje aquí.
—¡Madre! ¡No necesitas darme instrucciones yo sé per-
fectamente lo que hay que hacer!
Arnulfo le respondió molesto, su madre sin embargo, no
se sintió aludida sino que se volvió hacia las mujeres que
aún permanecían esperando su respuesta y les dijo:
—No te preocupes Toña, yo lo arreglaré. Nada más, no
dejes de mandarme a Tule mañana para que me ayude, pues
aquí siempre hay mucho trabajo, aunque.., bien pudieras
dejarla a que se quede a dormir ¡Aquí tengo espacio para las
que me ayudan! No que a veces llega ¡Muy tarde!
La mujer accedió fácilmente, asintiendo nerviosa temien-
do que doña Hortensia les quitara el apoyo ante el grave pro-
blema ocasionado por la falta de precaución y la inmadurez.
Doña Hortensia entonces con expresión triunfante cambió
su tono exonerando la tragedia:
—Lo que pasó…, como dijiste…, fue un accidente. Ni
modo, ya era la hora de Chepa…, que en paz descanse.
Dicho esto se persignó y despidió a las mujeres, quienes
se deshacían agradeciendo a la señora el favor:
—¡Gracias! ¡Gracias! doña Hortensia, no se priocupe.
Mañana temprano mando a la Tule con to’o y su ropa, que
tenga buenaj nochej.

252
Cascabel

Mariana y Arnulfo tomados de la mano se dirigieron a su


casa. Arnulfo callado y pensativo apuraba el paso. Sólo les
tomó unos minutos llegar y con rapidez guardaron las com-
pras realizadas. Mariana miraba de reojo la cama y ansiaba
tirarse en ella. Ambos se encontraban muy cansados, pero a
pesar de ello estaban dispuestos a darle el último adiós a la
infortunada Chepa. Decidieron cambiarse de ropa y mien-
tras Mariana se ponía un pantalón y le daba una camisa lim-
pia a Arnulfo le preguntó:
—Pero… ¿Qué fue lo que te dijo Jordán? ¿Cómo fue que
se ahogó? No entiendo…
—No sé bien los detalles, sólo me dijo que en la tarde
como a las cinco, jugaban Chepa y Tule cerca del arroyo y
al estarse empujando una a la otra, cayeron al agua cerca de
la poza, Chepa no sabía nadar y se ahogó, su marido la sacó
morada, ya no pudieron hacer nada, la están velando ahorita
en su casa.
Una sensación horrible de desaliento embargó a Mariana,
sentía una terrible culpa, porque mientras ella pensaba en
los desaires de su suegra y en lo mal que la estaba pasan-
do…, esa joven se estaba muriendo. Reflexionaba que su
sufrimiento era una nimiedad comparado con la realidad tan
cruda que ahora se presentaba, pues ante la muerte la espe-
ranza se evapora. Todos los sueños de esa joven se habían
truncado. La hora suprema se los había arrebatado.
Arnulfo terminó de vestirse y apresuró a Mariana:
—¡Vamos a apurarnos!
—Sí, ya voy… ya voy —contestó al tiempo que se cal-
zaba unas botas.
Salieron hacia la oscura noche tomados de la mano, diri-
giéndose hacia la casa grande donde ya estaban listas las
monturas. Mariana avanzaba pensativa y molesta; no nada

253
Teresita Islas

más por lo que le había acontecido ese día, sino por la fría
actitud con que doña Hortensia había tomado la noticia de
la muerte de una persona que le servía a diario. Nunca había
visto a nadie que mostrara tal desinterés e indiferencia ante
un suceso tan infortunado y terrible como la trágica muerte
de esta joven, casi niña.
Mariana no podía apartar de su pensamiento la imagen
de la chiquilla… Chepa siempre fue tímida y callada, poseía
un cuerpo esbelto como el de una gacela. Su andar nervioso
y ágil le permitía realizar las más insólitas tareas. Muchas
veces al caer la tarde se le veía perseguir a las gallinas para
encerrarlas o bien se trepaba a los árboles a cortar los fru-
tos que su patrona le pedía. Su boca grande emitía una voz
melancólica y dulce, que a veces se tornaba graciosa cuando
vocalizaba unos ruidos raros para llamar a los cerdos. Sus
ojos eran pequeños y de forma rasgada. Las pocas veces que
sonreía, mostraba unos dientes blanquísimos, que ilumina-
ban su puntiagudo rostro, ahuyentando momentáneamente
esa máscara de tristeza que exteriorizaba a menudo, debido
seguramente a que en su corta vida la desdicha había visi-
tado a su puerta de una forma violenta y cruel, por abusos y
maltratos. Todos en aquellos llanos conocían las circunstan-
cias del infame ultraje de Chepa, y aunque nadie se atrevía a
mencionarlo en su presencia, por detrás había sido contado
un millón de veces…

La mano callosa y sucia le impedía respirar. La inmadu-


rez de sus trece años hacía que su cerebro creara una barre-
ra que desde niña, cuando tenía miedo le funcionaba. Su
abuela le decía que contara hasta diez y que la “arbolaria”
o el “nahual” (mujer u hombre que se convierten en anima-
les) desaparecerían. Cerró sus ojitos y los apretó con fuerza

254
Cascabel

contando uno… dos… tres… Sentía cómo arrancaba con


fuerza sus pantaletas lastimando con el elástico la piel de sus
nalgas y arrancando dolorosamente el vello púbico. ¡Diosito
ayúdame! cuatro… retorcía su cuerpo tratando de liberarse
del peso que la ahogaba…. cinco… Con todas sus fuerzas
trató de soltar sus manos que yacían sujetas en su espalda
por la mano de la bestia que con empellones la penetraba…
seis… siete… más lacerante dolor… ¡Virgencita ayúda-
me!..., esto tiene que acabar…, las lágrimas resbalaban por
las infantiles mejillas mientras un ardor insoportable le ras-
gaba hasta lo profundo de su vientre. Los gritos salían de
su garganta y eran ahogados por aquella manaza implacable
y cruel. El tiempo parecía detenerse y cuando el dolor por
las embestidas fue insoportable, se dejó llevar por el oscuro
remanso de un pozo profundo que su naturaleza en un afán
de protección le prodigaba. Escuchaba susurros en su oído,
palabras amenazantes que la sometían al silencio, podía aun
oler el agrio y hediondo sudor que parecía cubrirle ahora su
cuerpo. Volvió en sí, aturdida y desorientada. Sentía escurrir
de entre sus piernas, algo caliente y húmedo. Con su mano
tocó las partes íntimas de su cuerpo y al levantar ésta, esta-
ba manchada de sangre, su estupor dio paso a la angustia y
a la desesperación. Quería huir y desaparecer de ese lugar.
Trató de enderezar su pequeño cuerpecillo y el dolor en su
abdomen la hizo jadear. Sus piernas bañadas en sangre la
asustaron aún más. Alzó el rostro y vio a su atacante, al ser
que más aborrecía en esos momentos y con el que se había
creído segura por ser el que la había procreado...
—¡Cuidao y se lo dicej a tu máma… ¡Oyiste Chepa! ¡Ya
erej una mujé y erej mía! Así que si te resijtes ¡Te mato!

255
Teresita Islas

El hombre se terminó de subir los pantalones, mientras la


pequeña rompía en llanto desgarrador, balbuceando palabras
de angustia y desconsuelo:
—¿Por qué apáaa? ¿Por qué…, me hicijte ejtoooo?…
¿Por qué?
El llanto y el sufrimiento de su hija, lejos de conmoverlo
y causarle arrepentimiento, lo encolerizaron y con rabia y
crueldad asestó una bofetada en pleno rostro; callando a la
desgraciada criatura que fue a caer de nuevo al suelo. Su
ultrajado y exhausto cuerpecito recibió el punzar de las pie-
dras y las espinas, su cabeza golpeó contra el árbol, único
testigo del despiadado y cobarde ataque. La bestia que no
merecía respirar el aire de los demás seres humanos…, con
rabia y sin compasión le ordenó a la infeliz:
—¡Víjtete y lávate! ¡Te ejpero allá en la casa! Y ora ¡Ya
sabej pa’ qué me vaj a servir!
La pequeña Chepa continuó llorando esta vez con las
manos en el rostro. Había perdido su inocencia de una mane-
ra devastadora, mas no podía siquiera imaginar el sufrimien-
to que aún le esperaba… Como pudo se levantó y se cubrió
con los jirones del vestido. Tambaleante se dirigió al arro-
yo y sin pensarlo dos veces se sumergió totalmente. Pudo
haberse ahogado, pero el instinto de supervivencia la hizo
manotear hasta toparse con una de las raíces de un viejo
árbol de jobo inclinado en la orilla. Casi sin fuerzas trepó
el pequeño cantil y caminó ya en la oscurana hacia el único
lugar donde detestaba estar.
La mirada de su madre fue reveladora. El velo que cubría
el secreto se había corrido y Chepa pudo entender por qué su
hermana había huido apenas cumpliendo los doce años. Las
palabras de ella al dejar el hogar vinieron al presente: “¡Te
odio a’má, te odio, no me cuidajte de él!”, ahora era ella la

256
Cascabel

que con su mirada y sin necesidad de lenguaje le reprochaba


a su madre la falta de protección. Así, sin decir una palabra,
pasó de largo frente a su progenitora y entró a su humil-
de cuarto que compartía con dos hermanitos más pequeños.
Como si estuviera drogada se vistió, y tomando un bolso
viejo y gastado, comenzó a meter las pocas pertenencias que
poseía. Se calzó con sus chanclas. Un estremecimiento la
recorrió cuando escuchó la voz ronca y alcoholizada de su
aborrecido padre:
—¡Matilde! Sírveme ya, chingadamadree! ¡Qué no’vej
que traigo hambre! ¿Dónde stá Chepa? ¡Que venga’ tender-
me también!
Con voz sumisa y opacada la mujer respondió:
—Chepa no se siente bien ejta acostá’
Chepa tomando fuerzas salió del cuarto con su pequeño
bolso al hombro. Su padre apenas la vio, le salió al paso y
con furia la empujó.
—¿A ónde crej que vaj desgraciá’? ¡De aquí no salej pa
na’, porque mato a tu madre! ¿Lo oyej? ¡Si te vaj, mato a tu
madre y a todoj!
Matilde lloraba, sin atreverse a enfrentar a su marido,
mientras pedía:
—¡Cálmate Cipriano! ¡Déjala ir! ¡Por favó! ¡Déjala ir!
El hombre iracundo volcó su ira en la desafortunada
mujer golpeándola hasta que se cansó, mientras amenazaba
con otra tunda a la asustada chiquilla. Fueron varios meses
de inmisericorde ultraje, ya ni siquiera buscaba tomarla fue-
ra de su casa, sino en las noches como bestia se escurría en
el catre de la pequeña para arrastrarla al piso de la cocina y
poseerla a pesar de las lágrimas y súplicas de la desdichada
muchacha, mientras la madre ahogaba el llanto mordiéndose
las manos.

257
Teresita Islas

El calor de esa tarde era sofocante. Con paso firme y


decidido Chepa caminó con su mochila en la espalda atrave-
sando el pequeño poblado, para reunirse con su novio que la
esperaba a unos pasos. Unas manos la sujetaron por detrás
haciéndola caer, más de inmediato se sintió libre, pues se
escuchó el golpe seco de un puño que fue a estrellarse en la
jeta del padre de Chepa. El hombre cayó tendido en el suelo,
mientras, el fornido muchachote que lo había enfrentado lo
amenazaba con furia:
—¡No la volverás a tocar maldito dejgraciao!
El joven ayudó a la voluminosa Chepa a levantarse, pues
su avanzado estado de gravidez le impedía hacerlo por sí
misma, con cuidado y ternura la levantó; preguntando con
preocupación:
—¿Estaj bien? ¿No te lastimó ejte maldito?
—No. No, ejtoy bien —respondió la chiquilla.
Los jóvenes se alejaron, mientras el iracundo padre saca-
ba su machete amenazante. Desesperado los insultaba y
amenazaba:
—¡Chepaaa! ¡No te vayaj! ¡Si te vaj me voy a matar!
¡Me voy a mataaar! … Eres una perra. Una perra. ¡Maldita!
Haciendo caso omiso a los insultos, emprendieron el
camino hacia un luminoso horizonte. El conductor de una
camioneta que pasaba les permitió subir a la “batea” lleván-
dolos hasta el camino principal. Ahí, bajo la sombra de un
mango, esperaban abrazados el autobús que los llevaría a San
Juan, lugar de donde provenía el valiente muchacho. Pasaron
sólo quince minutos ahí, cuando unos hombres se acercaron
cabalgando a todo galope. Les hacían señas y les gritaban.
Chepa y Román los observaban intrigados. Por fin los jine-
tes se apearon y sofocados explicaban atropelladamente:

258
Cascabel

—¡Chepa! ¡Chepa! Tu ’apá hizo una barbaridá. Mató


a tu a’má a puro machetazo y luego se colgó del palo e
“huachilote”
Chepa no pudiendo resistir más, se desmayó, Román
detuvo su caída sujetándola con fuerza. Más tarde, con la
ayuda de un vecino quien puso a su disposición su auto, la
trasladaron al hospital más cercano en donde entró en traba-
jo de parto. Nació un robusto varón, que Chepa nunca cono-
ció, pues siendo fruto del hombre que más detestaba en su
vida, de inmediato lo dio en adopción. Román junto a ella,
la apoyó en todo momento. Debido a su delicado estado de
salud no asistió al funeral de su madre. Al parecer, las fami-
lias de ambos los habían velado y enterrado separadamen-
te, quedando en diferentes camposantos. Chepa, después de
recuperarse, regresó por sus dos pequeños hermanos. Con
el tiempo se mudaron a un vecino lugar llamado El Espinal
donde ambos encontraron trabajo en el “Cascabel”.

¡Pisoteaste mi inocencia!
Me arrastraste hasta el abismo,
del oscuro cataclismo
alcancé a pedir clemencia
y con cruel indiferencia
¡Desdeñaste mi tormento!
Pero llegará el momento
de escupir sobre tu tumba
y ver como se derrumba
tu maldad…¡Polvo en el viento!

259
Capítulo XII
La Indita

Esa semana empezó triste y oscura a juicio de Mariana, quien


aún estaba deprimida por la imprevista partida de Chepa.
Habían asistido a su entierro y éste le había parecido a
Mariana una pequeña puesta en escena de una decadente
obra. Con sesgos dramáticos y teatrales protagonizados por
algunas de las mujeres presentes, interrumpiendo el entie-
rro continuamente. Incluso algunas de ellas, ni siquiera
tenían lazos de consanguinidad con la difunta. La esposa
de Arnulfo sorprendida observó cómo después del llanto
desgarrador acompañado de un grito desaforado y algunos
movimientos convulsivos se desplomaban laxas hacia atrás
cayendo sobre las manos que ya las esperaban con alcohol
en mano abanicándolas con frenesí, parecía un epidemia de
neurosis colectiva. Una tras otra, las más de quince muje-
res se derrumbaron en inconsciente desmayo o al menos así
parecía, la gente murmuraba en voz baja casi como si supie-
ran a quienes les sobrevendrían los desagradables espasmos:
—¡Dioj mío no tarda en darle el ataque a Petronila!
Mariana percibió que cuando más gritaban, más terrible
y estrafalaria era la exhibición, era una inconsciente compe-
tencia por demostrar cuanto amor le guardaban a la difunta
Chepa, quien por cierto en vida nunca recibió la más mínima
ayuda de su parentela.

263
Teresita Islas

La joven pareja guardó un respetuoso silencio cuando la


caja bajó hasta el fondo de la fosa, Mariana entonces le mur-
muró a su esposo:
—¿Nos podemos ir? Esto me hace sentir mal.
Él, aprovechando la confusión por otra mujer que se había
desvanecido, tomó a su esposa de la mano y se retiraron del
panteón, ella suspiró aliviada cuando estuvo acomodada en
su auto, pues aunque nunca habían intimado, Chepa le era
simpática y siempre le había brindado una sonrisa amigable.
Mariana había transcurrido su corta vida sin muchas con-
gojas ni sobresaltos, su apacible existencia no había sido
violentada por la pérdida de algún ser querido y ahora se
encontraba en extremo confundida y en cierta forma aterra-
da al comprender que la vida solo pendía de un hilo, que la
muerte no respeta ni edad ni posición económica y que el
tiempo con su avance inexorable era su íntimo amigo, pen-
saba también en su querida abuela quien como doña Lucha,
por su avanzada edad pronto tendría que emprender el inelu-
dible viaje.
Transcurrieron los días en una calma sombría. Mariana
intentaba evadirse leyendo en el pequeño estudio de su casa,
sin embargo, eran necesarios otros rituales para despedir
según la fe cristiana al alma de la infortunada Chepa. Apenas
cayendo la tarde, Arnulfo le anunció a su mujer que irían al
novenario de Chepa y que además recorrerían a caballo el
trecho hasta ese lugar, pues no había acceso para poder arri-
bar en auto.
Mariana se puso unos pantalones holgados, una blusa de
manga larga que le llegaba debajo de la cadera y sus botas,
Arnulfo aprobó con la mirada su atuendo y la ayudó a mon-
tar. Ella tomó las riendas del manso animal y éste no se
movió hasta que la montura de Arnulfo avanzó, siguiéndolo

264
Cascabel

acompasadamente. Pronto se encontraron entre la espesa


vegetación siguiendo una pequeña vereda. La noche sin
luna era espectral, Mariana sintió miedo, no podía verse ni
las manos. Arnulfo alumbraba el camino con una pequeña
lámpara de mano, iba inusualmente callado, solo de cuan-
do en cuando alertaba a su mujer de alguna rama para que
no se golpeara. A veces, la vereda se estrechaba tanto; que
los zarzales arañaban los pantalones de los jinetes. Mariana
sujetaba la rienda con una mano y con la otra se espantaba
los mosquitos con un mechudo hecho de palma de coyol. El
canto de las chicharras y los grillos se mezclaba con el de
los tecolotes, en un coro siniestro que exaltaba a la muer-
te por haber salido victoriosa. Fueron solo unos minutos de
travesía pero a la joven citadina le parecieron eternos, por
fin salieron de esa oscura cueva vegetal y se acercaron al
caserío. Los recibieron unos famélicos perros que les ladra-
ban, mientras los perseguían. Mariana percibió un penetran-
te olor a humo y a comida. Finalmente, Arnulfo desmontó
y ayudó a su mujer a hacer lo mismo; tomó la cabrestera y
ató las bestias en un árbol de mango. Los recién desposados
llegaron en silencio hasta la humilde casa del viudo, pues ya
se escuchaba el rezo monótono del ave maría..., Arnulfo le
dijo al oído a su esposa:
—Ve con las mujeres yo aquí te espero.
Mariana avanzó despacio, las mujeres se apilaban en la
puerta, pues el interior ya estaba atestado, se formó detrás de
ellas, para acompañar en el rezo del rosario por el descan-
so de la desdichada muchacha. Al fin, después de casi una
hora de jaculatorias e innumerables oraciones finalizaron.
Mariana, cansada de estar tanto tiempo parada, se dirigió a
una de las sillas dispuestas para la concurrencia. Arnulfo la
alcanzó enseguida sentándose junto a ella, permanecieron

265
Teresita Islas

callados y la joven atribulada buscó la mano de él. Arnulfo


la observó atento, pudiendo percibir su angustia, desconcier-
to y depresión. Al igual que ellos, los asistentes fueron ocu-
pando las sillas fuera de la casa y al cabo de unos minutos
comenzaron a repartir comida. Una señora les ofreció tama-
les de masa, Mariana se iba a negar, pero, Arnulfo agrade-
ciendo, enseguida tomó los platos de ambos, se acercó a su
mujer y murmuró a su oído a modo de explicación:
—Aquí es costumbre ofrecer comida en los rosarios y en
los velorios.
Mariana asintió comprendiendo, tomó su plato, pero no
tenía la menor intención de comerlo. Arnulfo pudo notar que
su esposa estaba excesivamente deprimida, la tomó del bra-
zo y le indicó con amabilidad:
—Ven, vámonos más allá.
Mariana se levantó y lo siguió, llegaron hasta una banca
alejada y Arnulfo le cuestionó preocupado:
—Mariana te veo mal, en verdad no pensé que te afectara
tanto venir, yo tampoco me siento muy bien, si quieres pode-
mos irnos ¿Te parece?
Mariana asintió con la cabeza, estaban a punto de partir
cuando una mujer se acercó a ellos y dirigiéndose a Arnulfo
le dijo:
—¡Ay Arnulfo!, que tragedia ¿Verdá?, imagínate, ¿ej
cierto que ujtedej andaban por Santiaaago?
Arnulfo respondió con un lacónico:
—Sí, doña Clara.
—¡Ay Dioj mío! Dicen que la probe cuando la sacaron
del agua tenía la boca moraíta, moraíta, no había na’ que
hacer, yojtaba en ca’ Cucha, cuando Hermilo me jué avisá,
esa dejgraciá de Tule como la jué a empujá, si sabía que
Chepa no sabía nadá, ¡Pero to’se paga en ejta vida!

266
Cascabel

Mariana, al escuchar los detalles, estuvo a punto de sol-


tarse a llorar y se abrazó de su marido, él visiblemente irri-
tado se levantó, tomó a Mariana de la mano y solo añadió a
manera de despedida:
—Buenas noches, nos tenemos que ir.
Arnulfo y Mariana caminaron hasta sus monturas mien-
tras dirigían una última mirada hacia los hombres que toma-
ban té con té y jugaban baraja.
Mariana experimentaba un adormecimiento abrumador,
entonces su compañero al verla tan frágil y desvalida, pre-
firió montar en ancas detrás de ella, sujetándola contra su
pecho. La noche había enfriado cuando emprendieron el
regreso, sintieron al cruzar la espesura; el corazón frio y
exprimido. Solo quedaba el vacío y la nada después de la
muerte…, Arnulfo aflojó las riendas y dejó que su montura
lo guiara…, ya nada era importante.
Silencioso el camposanto
cargo el blandón en mi diestra
y en la oscuridad siniestra
solo se escucha mi llanto.
Y es tan grande mi quebranto
al descubrir mis despojos,
mi mazmorra con cerrojos
y el hedor de mis fluidos;
añorando mis latidos:
Tinte de mis labios rojos.

En un letárgico sueño Mariana dejó transcurrir la sema-


na posterior al novenario de Chepa. Arnulfo la consintió
para darle ánimo, ella con serenidad y cautela se tomó bien
el receso. Por la mañana del viernes, Arnulfo le comunicó
que llegarían sus hermanas con motivo del cumpleaños de

267
Teresita Islas

don Apolinar. En la casa “grande“, doña Hortensia con sus


dos sirvientas y con más de media docena de mujeres se
esmeraban en la cocina. Ese día muy temprano, habían ali-
ñado un puerco y los chillidos del animal habían despertado
a Mariana. Arnulfo más tarde había traído chicharrones y
carne para desayunar. Mientras degustaban los alimentos,
ella trató de mostrar entusiasmo, pero no hizo el intento de
ofrecerse a ayudar en los preparativos de la fiesta y Arnulfo
tampoco le indicó que lo hiciera. La joven se sentía hasta
cierto punto excluida, pero, al mismo tiempo agradecía no
tener que convivir con su suegra, quien el día anterior ape-
nas y le había dirigido la palabra. Esa mañana como siem-
pre, Arnulfo le dio un beso y prometió regresar a tiempo
para ir a almorzar con sus padres y la familia, pues a pesar
del convivio, tenía que salir a arreglar algunos negocios.
Mariana lo despidió en la puerta y se concentró en la lectura
de un nuevo libro de cocina.
En la soledad del pequeño estudio, Mariana comenzó a
elucubrar ciertas suposiciones de índole oscura y misteriosa.
La muchacha poseía una vívida imaginación, respiró pro-
fundamente tratando de evitar los intimidantes pensamien-
tos que la perturbaban, sin conseguir calmar su inquietud.
Un ruido en la cocina que no pudo identificar, le provocó
un gran sobresalto, temerosa se levantó mientras abrazaba
con fuerza su libro y recorrió el pequeño trecho hasta llegar
al comedor, desde donde podía observar todo el ambiente.
Respirando entrecortadamente sentía en su pecho el fuer-
te palpitar de su corazón, sin saber cómo, podía sentir una
presencia en la habitación y un escalofrío la sacudió desde
la nuca hasta la espalda, trató de controlar el pánico que la
embargaba y con valentía se enfrentó a la amenaza intangi-
ble captada por su extrema sensibilidad, cerró sus ojos y se

268
Cascabel

concentró en rezar un padre nuestro por el alma de la infor-


tunada Chepa. Al terminar, se sintió mucho mejor y después
de unos segundos sin notar nada extraño, volvió sobre sus
pasos hacía la pequeña habitación y se sentó en el amplio
sillón del escritorio de su marido. Entrecerró sus ojos y la
figura de Chepa de nueva cuenta volvió a sus pensamientos,
era como si presintiera que el alma de la difunta aún rondaba
el “Cascabel”. Mariana, turbada, imaginó los restos morta-
les de la joven sirvienta en su ataúd bajo el peso de la húme-
da tierra; agusanándose. Visualizó horrorizada, la carne
putrefacta contenida en los huesos. Habían transcurrido tan
solo trece días del trágico accidente y los patrones de Chepa
no sentían ninguna incomodidad por realizar el festejo, tal
parecía que a sus suegros les hubieran extirpado el corazón
y que en su lugar habían instalado una máquina de hielo.
Sin embargo, había alguien que la amedrentaba aún más:
Su esposo Arnulfo. El nunca comentaba absolutamente nada
referente a las decisiones de sus padres, jamás lo escucha-
ba reprobar sus conductas o su forma de tratar a los demás
incluyendo a sus hijas, quienes poco los visitaban. La mayor
de las tres según sabía por un comentario indiscreto de parte
de Tule, había quedado embarazada y la habían casado con
un hombre mayor que ya era viudo y tenía hijos casados,
pero que poseía una gran propiedad en las tierras altas rum-
bo a la Nueva Victoria muy cerca del volcán de San Martín.
Mariana sabía también, que don Apolinar padecía una gra-
ve enfermedad cardíaca, situación que se recrudecía por su
férrea negativa a dejar el alcohol y tal vez por ello, Arnulfo
callaba al presenciar las inadecuadas acciones de sus pro-
genitores. A pesar de esto, no estaba segura que porción de
la corriente ideológica de sus padres, le eran razonables y
apropiadas a su marido y que proporción le eran causa de

269
Teresita Islas

repudio. Parecía increíble que después de casi cuatro meses


de casados aun no lograba tener la suficiente confianza para
cuestionarlo o entablar ese tipo de conversación. La posesi-
vidad de Arnulfo y sus decisiones eran difíciles de cambiar
o siquiera influir. Otra cuestión que le preocupaba era que
pudiera lastimarla en un arranque de cólera. La joven des-
posada se preguntaba cuál era en realidad su papel en esa
familia tan disfuncional y hasta dónde eran capaces de llegar
para lograr sus propósitos, también se cuestionaba si Arnulfo
había empleado toda una serie de artilugios y manipulacio-
nes para que ella cayera rendida ante él, dudaba ahora de si
era real su amor por ella o solo era un capricho, machismo
o la soberbia de probar que podía tener lo que ella le negaba
con firme decisión. Por otro lado, sentía una intensa incon-
formidad consigo misma, atrapada en la maraña espiritual
religiosa que le habían inculcado desde niña, en donde la
mujer le debe respeto y obediencia al marido en contrapo-
sición con la educación emancipada de su vida estudiantil.
Ambas simientes se entrelazaban y se disputaban trozos de
su conciencia, causándole una grave confusión. Tampoco
entendía por qué ahora, Arnulfo soslayaba cada vez más las
conversaciones referentes a la visita a sus padres al puerto
de Veracruz, ella deseaba platicar con su madre, necesitaba
a sus amigas y se sentía muy sola. Arnulfo parecía conocerla
tanto, que con tan solo unas palabras la convencía y la domi-
naba. Además del enredado estambre de emociones, estaba
la fuerte atracción física, que estaba segura que Arnulfo no
dudaba en emplear para moverla como un títere con cuerdas.
Solo como en ese momento, cuando se encontraba sola con
sus pensamientos, podía con claridad analizar y desentrañar
si realmente estaba feliz con su relación y cuánto tiempo
duraría la cada vez más débil confianza que ambos se tenían.

270
Cascabel

Tristemente había descubierto que se había precipitado en


un matrimonio con un marido que con el pasar del tiempo
más desconocía.
Eran cerca de las doce del día, Mariana se había quedado
profundamente dormida; el amplio sillón acojinado le había
ofrecido un cómodo descanso. Se enderezó y al levantar-
se tropezó con el libro que había caído de sus manos, lo
levantó y se asomó a la ventana. Aún era temprano, Arnulfo
tardaría por lo menos dos horas en llegar, tiempo suficiente
para vestirse. A lo lejos podía ver la gran cantidad de autos
y camionetas estacionadas cerca de la casa de sus suegros,
pensó en el ineludible compromiso y trató de ver la situación
con resignado estoicismo. En contraste, al posar sus ojos en
la exuberante vegetación que crecía enfrente a su hogar atra-
vesando el camino; ésta le invitaba a recuperar la armonía
y tranquilidad que necesitaba. Decidió entonces intentar
encontrarlas para equilibrar su espíritu, así, con seguridad,
podría confrontar las inciertas relaciones con la familia de su
esposo, así que sin pensarlo mucho se puso sus botas, tomó
las llaves de su casa y salió.
Con cuidado levantó el alambre de púas y agachando su
elástico cuerpo, lo cruzó sin dificultad. Caminó hasta una
pequeña vereda que conducía a un extenso frutal colindante
con el arroyo que atravesaba la propiedad, en él, abundaban
innumerables árboles de frutos tropicales, mismos que cada
temporada proporcionaban desde aguacates, mangos y zapo-
tes hasta naranjas, guanábanas y cocos. Esa porción de tierra
les brindaba gran tranquilidad al joven matrimonio, quienes
a veces por las tardes paseaban bajo el frescor de las exten-
didas ramas sin ser molestados. Ahora, Mariana, buscaba
sosiego y equilibrio para su agobiado espíritu, por tal razón
se adentró sin preocupación hasta encontrar un enorme árbol

271
Teresita Islas

de mango, cuyas anchas raíces se alzaban sobre la superficie.


Sin dudar, se sentó en una de ellas recargando su espalda en
el grueso tronco quedando de frente al arroyo. Permaneció
varios minutos con los ojos cerrados respirando con pro-
fundidad y calma, escuchando el agua correr, liberando su
antagonismo y equilibrando su energía. Mariana sentía reco-
brar la cordura y la razón y volcó en ella nuevas esperan-
zas y expectativas en su relación, ahora pensaba que tal vez
exageraba en sus disertaciones y no existía ambigüedad en
el amor que le profesaba su cónyuge. Pensó también en el
bebé que Arnulfo ansiaba y suspiró con desasosiego; había
suspendido los anticonceptivos desde la disputa. Arnulfo se
había asegurado de desaparecerlos, incluso la caja extra que
había comprado y que ocultaba en uno de los cajones del
tocador. Cuando salían a algún lugar, él se encontraba siem-
pre a su lado sin dejarla sola y cuando por alguna razón ocu-
rría, a su regreso, Arnulfo observaba disimuladamente sus
compras. Asimismo, Mariana observó algunas veces cierto
desorden en sus pertenencias, acción que indicaba que su
marido aun no le tenía confianza. Trató de no pensar más en
el asunto y relajó sus músculos del cuello y de los hombros
quedándose quieta, haciendo un esfuerzo para no pensar en
nada, de pronto, el silencio se vio perturbado por un ligero
murmullo que a cada segundo se acrecentaba. Mariana inte-
rrumpió los ejercicios de meditación que intentaba realizar,
ahora las voces eran más claras y cercanas. Seguramente a
alguien se le había ocurrido también la idea de pasear en el
frutal. Escondida tras el grueso tronco del árbol de mango,
Mariana pasó desapercibida para los visitantes quienes se
notaban excitados y alegres. Ella permaneció quieta con la
esperanza de que pronto se alejaran para seguir en su intento
de meditación, pero para su mala suerte, no fue así, escuchó a

272
Cascabel

continuación la voz atiplada de la menor de sus cuñadas, que


además se carcajeaba mientras hablaba con dos hombres:
—¡Ay, como son! Ni les creo, segurito tienen novias y les
dicen lo mismo.
La rechoncha muchachita se hacía la remolona, mientras
coqueteaba con los dos jóvenes. Estos la rodeaban acercán-
dose a ella lo más posible, para obtener un poco más de dis-
posición. Insinuándose sugestivamente, su cuñada se alzaba
el lacio cabello y se soplaba con la mano como si tuviera
calor, así que con nuevos ímpetus los mozos la obsequia-
ban de halagos no merecedores ya que Graciela era la viva
imagen de su padre. Su cara era tosca y los ojos pequeños y
rasgados, tenía la nariz ancha y su cuerpo carecía de forma,
aunque como su madre tenía la tez blanca. Cuando Mariana
la conoció, pensó lo diferente que era físicamente de su mari-
do. Los hombres continuaron asediando a su joven cuñada y
Mariana no estaba segura, sobre si intervenir o no, pues no
deseaba más problemas con su familia política. Ante esos
pensamientos, decidió continuar escondida, en ese momento
escuchó cuando uno de los hombres ya más emocionado le
propuso a la atrevida joven:
—Anda Chelita, no seaj malita, la otra vej te gustó mucho
—¡Que atrevido eres! La otra vez porque me agarraste
descuidada, pero no te voy a dar nada, jajajajajaja.
Ella se burlaba mientras se desabrochaba con insinua-
ción los botones de la blusa, las torpes manos de los burdos
campesinos la comenzaron a tocar masajeándola por donde
podían, mientras ella entre risas les recriminaba:
—¡Déjenme!, ¿Que no se dan cuenta que no somos igua-
les? ¡Déjame Rufino!, uggh, apestas a leche agria ¡Guácala!,
jajajaja y tú Chencho tienes cara de ¡Perro! jajaja.

273
Teresita Islas

Ahora insultaba al otro joven, quien era el mozo encar-


gado de lavar los chiqueros y el gallinero. Crescencio, como
se llamaba, no le importaban los insultos de la mocosa, en
su afán de lograr satisfacer sus deseos. Mariana estaba real-
mente avergonzada por lo que estaba presenciando, se apre-
tó aún más contra el árbol para no ser descubierta, mientras
Graciela ya con excitada voz se quejaba y dejaba que le alza-
ran la falda.
—Ay ¡ya! Déjenme, asquerosos, si no…, voy a ¡Gritar!
Los hombres hacían caso omiso a sus protestas y recar-
gándola contra un árbol de aguacate la manoseaban mien-
tras ella los insultaba, uno de ellos de un tirón le arrancó
los calzones mientras las manos callosas y sucias del otro,
desaparecían entre la fina tela de la blusa. Mariana, al escu-
char el jaloneo de la ropa se asomó y pudo ver, cuando entre
los dos se turnaban para poseerla mientras, ella gemía de
placer y abría su boca en sensual goce requiriendo un trato
aún más rudo, de pronto, se escucharon unos pasos que se
acercaban. Mariana se escondió de nueva cuenta, el corazón
le palpitaba fuertemente y por un momento pensó que don
Apolinar había descubierto las perversiones de su hija, agu-
zó el oído sintiendo en su espalda, la roñosa superficie del
colosal árbol, sin embargo, al parecer el visitante solo emitía
unos gemidos inentendibles, la joven no pudo reprimirse y
con cuidado dio una ojeada, un hombre bajito vestido ape-
nas con harapos apareció en escena. “El Tortugo” como le
decían, era un pobre infeliz que padecía de sus facultades
mentales, vagaba por el campo y la gente comentaba que se
había puesto loco por oler tanto Resistol y fumar marihuana,
la presencia del sorprendido visitante detuvo a los hombres
que exclamaron enojados:

274
Cascabel

—¡Lárgate “Tortugo”, carajo!, coño…, vete que en la


“casa grande” te van a dar cerveza.
El “Tortugo” no se inmutó, sus ojos estaban centrados
en un solo punto, siguió caminando hacia la sorprendida
Graciela, quien se bajaba la falda y se arreglaba la blusa, y
en un abrir y cerrar de ojos se abalanzó hacia ella y metió
su mano en la intimidad de la mujer, los otros dos trataban
de quitárselo de encima, fue entonces que escucharon entre
risas y excitación la voz de la mocosa que les sugirió con
descaro:
—¡Ay no sean cabrones, déjenlo! ¡Que también puede
disfrutar!
Mariana detrás del árbol no daba crédito a lo que escucha-
ba, los hombres sorprendidos se detuvieron unos segundos,
pero después reaccionando como animales, arremetieron
con fuerza contra ella, eran ahora seis manos en ese cuerpo
obeso y celulítico que se contorsionaba totalmente desnudo,
los gemidos de Graciela se hacían cada vez más intensos y
los hombres parecían sincronizarse con ella en el canden-
te sube y baja en el que se habían embarcado, terminando
su labor casi al mismo tiempo. Mariana, no quiso ver más,
escondida, esperó detrás del árbol con gran incomodidad,
nunca hubiera imaginado que una muchacha de diecisiete
años y educada según doña Hortensia en tan buena cuna,
pudiera estar prostituyéndose de esa forma. Pasaron los
minutos y se escuchó la voz de Graciela, quien ampliamen-
te satisfecha les solicitaba con aire autoritario su ropa, que
quedó esparcida en el suelo, los hombres inmediatamente se
la facilitaron. Con “El Tortugo” la situación fue diferente, el
pobre se aferraba a las piernas de Graciela y con su lengua
no dejaba de lamerla hasta casi hundirse entre las mismas,
al mismo tiempo que sus manos le apretaban las nalgas,

275
Teresita Islas

teniendo los hombres que emplear la fuerza para retirarle el


exquisito manjar que con tanta suerte le habían brindado. El
engolosinado hombre se resistía, por tal razón, hubo nece-
sidad de amenazarlo y propinarle unos fuertes golpes en la
espalda. El pobre Atolondrado, finalmente se alejó, por fin,
la descarada muchacha se vistió y se arregló lo mejor que
pudo, a lo lejos se escuchaban los gritos de doña Hortensia:
—¡Graciela! ¡Graciela! ¡Chelaaaa! En donde se habrá
metido esta fregada muchacha, Tule ¡Ve a buscarla! ¡Tanto
trabajo que hay aquí y no viene ayudar!
Los hombres, apenas pudieron, se perdieron en diferen-
tes direcciones, a continuación la ardiente joven, apresuró
el paso, cantoneándose con indescriptible despreocupación
dejando a Mariana con el azoro pintado en su rostro, defi-
nitivamente menos tranquila que cuando había llegado y
además con la certeza que ni el Yoga o recurso meditativo
alguno, la ayudarían a superar esos momentos.
Mariana regresó a su casa después del que podríamos lla-
mar “inesperado” incidente. Sentada en el borde de la cama
no sintió el transcurrir del tiempo, la voz de su marido la
hizo saltar:
—¡Mariana, aún no estás lista! ¿Te pasa algo?
Mariana con sus grandes ojos lo miró asustada, confundi-
da y padeciendo una ilógica vergüenza al recordar los suce-
sos inconcebibles de los que fue testigo, sentía como si ella
hubiese cometido la falta. Arnulfo la observó y pudo palpar
el sentimiento de culpa que sin tener por qué, anidaba en
el corazón de su mujer, con los ojos casi entrecerrados, le
preguntó:
—¿Me quieres decir que pasó aquí? Y no me digas que
no te pasó nada ¡Porque sé cuándo me mientes!

276
Cascabel

Mariana se levantó de un salto y tomó el primer vestido


colgado en su closet, dándole la espalda a su esposo, mien-
tras negaba con la cabeza. Después de unos minutos se sor-
prendió a sí misma con una mentira que bien pudiera ser un
pensamiento guardado desde hacía tiempo en su subcons-
ciente y que ahora utilizaba para desviar la atención:
—La verdad es que…, yo no sé ¡No tengo ganas de ir!
¡Tus hermanas siempre…, apenas y me dirigen la palabra!
Son demasiado sangronas, yo…, creo que no les caigo bien
y no quisiera pasar un mal rato con ellas ¡Acuérdate que ni
siquiera fueron a nuestra boda!
Arnulfo no podía verle el rostro, trataba de deducir si le
mentía, no obstante, las palabras de su mujer le parecieron
sinceras y contestó con determinación sin que cupiera nin-
gún pretexto: —Mariana, te repito que es totalmente irrele-
vante lo que piense mi familia sobre ti, Tú eres mi mujer, yo
te he escogido para ser mi esposa y la madre de mis hijos y
nadie tiene derecho a cuestionar mi decisión ¡Ni tampoco
permitiré que te falten al respeto!
Así que ¡Apresúrate y deja ya de angustiarte por cosas
que no valen la pena!
Dicho esto, salió molesto de la habitación y Mariana
escuchó como habría el refrigerador y destapaba una cer-
veza. La joven se terminó de arreglar y en pocos minutos
ya estaba en la sala esperándolo, él se empinaba los últimos
tragos del refrescante líquido, poniendo la lata vacía sobre
la barra de la cocina, la observó durante algunos segundos
y enseguida se escuchó un suspiro, ella con aires de resig-
nación se observaba sus zapatos, Arnulfo más calmado, le
informó, mientras la abrazaba:

277
Teresita Islas

—Es solo una reunión Mariana, no pasa nada, si quieres


en cuanto comamos nos venimos, yo estoy algo cansado y
será el mejor pretexto para retirarnos ¿Está bien?
Mariana asintió y tal como lo predijo Arnulfo, nadie se
atrevió a molestarla, aunque la avinagrada postura de sus
cuñadas no daban pie a ningún comentario que fuera amisto-
so, de cualquier forma, Arnulfo siempre la mantuvo pegada
a su costado en un clara actitud dominante y protectora.
Durante la comida se sentaron en la larga mesa dispuesta
exclusivamente para la familia, Mariana observó con disi-
mulo a cada una de sus cuñadas: La mayor, Luz de Gracia
era la que más se parecía a doña Hortensia aunque había
heredado algunos rasgos de la difunta doña Lucha, en esos
momentos se esmeraba en atender a su marido que se encon-
traba a su lado. El hombre no era mal parecido, pero Mariana
le calculó que andaba cerca de los cincuenta años contra los
veintiocho que ella tenía, sin duda alguna fue un matrimonio
por conveniencia. Tenían dos hijos que jugaban desenfrena-
damente y a los cuales don Apolinar reprendía severamente
cuando sus gritos lo alteraban, ambos eran muy distintos en
apariencia, el mayor era muy blanco, con el cabello rubio y
el pequeño era moreno con los rasgos de su padre. Alba, sen-
tada al otro extremo de la mesa, tenía una mirada belicosa y
permanecía callada la mayor parte del tiempo, no era exac-
tamente una belleza, pero su altura y bien formado cuerpo le
brindaban mayor notoriedad que a su pequeña y casquivana
hermana menor Graciela, ésta hablaba por los codos y era
demasiado melosa y servicial con su progenitor, ganándose
con ello el ser la consentida.
Después del exquisito banquete, don Apolinar se levantó
y llamando la atención de los familiares y amigos; se dispu-
so a continuación a dar su discurso:

278
Cascabel

—¡Quiero agradecer su presencia! Quiero decir que


estoy muy contento que haigan podido asistir, porque como
saben ¡Yo no estoy muy bien de salud! pero tovía, no es hora
¡De que me lleve la chingada! No señor, tovía hay Apolinar
¡Pa’ rato! Estoy Feliz de estar rodeado de mis hijos, de mi
hija Luz, una devota ¡hija, esposa y madre! de mi hija Alba,
que aunque es muy re terca ¡Yo sabré encausarla pa’ que
no equivoque el paso! de mi primogénito Arnulfo, que…,
ya hizo ¡Su vida! Por cierto aquí ya está con su mujer…,
Mariana.
La joven nuera, sintió aún más fuerte el abrazo de
Arnulfo, quien levantó la barba desafiante al escuchar las
palabras de su padre, éste rápidamente esquivó su mirada y
agregó con enorme orgullo:
—Y también me acompaña mi pequeña y virtuosa niña
Chelita, quien con su inocencia y candor me colma de aten-
ciones y me alegra esta ¡Rechingada vida! ¡Ah! Y también
mi mujer Hortensia que se ha esmerado en esta sabrosa
comida ¡Gracias a todos por venir y festejar conmigo un
cumpleaños más!
—¡Bravo, don Polo!
Los aplausos no se hicieron esperar y de pronto de una
camioneta bajaron varios músicos vestidos a la usanza jaro-
cha; guayabera, pantalón blanco, sombrero de cuatro pedra-
das y paliacate rojo al cuello; armados con Arpa, requinto y
jaranas; se acercaron a la mesa de honor y entonaron uno de
los sones que más le gustaban a don Apolinar; el son de la
indita. Graciela se levantó y cubría de besos zalameramente
a su progenitor, un poco detrás Chencho y Rufino aplaudían
con entusiasmo, Mariana los observaba aún incrédula, la
letra del Son parecía encajar perfectamente en el momento:

279
Teresita Islas

“Una Indita se paseaba,


por el huerto del patrón
dame tu dulce acitrón
indita ya te esperaba

Indita, indita, indita


Indita quien te ha robado
de dónde vienes indita
con el pelo alborotado

Indita, indita, indita


Indita cierra la puerta
de dónde vienes indita
que andas toda descubierta

280
Capítulo XIII
Matanga

“El Negro” se solazaba con la portentosa virtud que había


recibido de nacimiento, un sudor cargado de pasión recorría
su espalda y se movía al ritmo del “yembé” emitiendo los
sonidos más antiguos que se hayan escuchado jamás.
Descendiente de aquellos esclavos que fueron traídos de
tierras lejanas para desempeñar la dura tarea de cortar caña,
el mulato se desempeñaba con diligencia a la hora de darle a
la agotadora faena del campo sin que el cansancio menguara
en forma alguna la energía que brotaba de su musculoso y
bien formado cuerpo; pues por las noches, ya estaba listo
para satisfacer su voraz apetito sexual.
El “habilidoso” negro no perdía ninguna oportunidad
para hacer valer su nombre: “Matanga”, como todos le
decían y su gracia consistía en arrebatar a otros “la prenda
que más anhelaban”. Por toda la costa corría el rumor exal-
tando su experimentada técnica de seducción y su potencia
sexual, siendo lógico y natural que ninguna mujer se resis-
tiera ante tales encantos; quedando además agradecida de
haberle brindado sus favores. Cabe agregar que los avances
de “Matanga” no se limitaban solo a las mulatas y a mujeres
de bajo estrato social, en ocasiones había cautivado a una
que otra mestiza criada en buena cuna.

283
Teresita Islas

La leyenda nos narra que la turbulenta historia que hoy


nos ocupa y por la cual se extendió la fama del mulato; fue
la consecuencia del descalabrado deseo de haber puesto los
ojos en la más alta e inalcanzable dama del Papaloapan, tan
alta como el cielo de los llanos de Sotavento, muy cerca de
la luna y las estrellas.
Doña Rosario Aguirre de Enríquez hermosísima y dis-
tinguida señora de la sociedad tlacotalpeña, acostumbraba
salir a sus jardines de noche quizás para calmar un poco el
calor del mes de mayo. Dicen, que las mujeres de la servi-
dumbre la veían sentarse en los barandales de piedra del jar-
dín, enfundada en su camisón de algodón español rejillado
y especialmente elaborado para su ajuar de novia. Se sopla-
ba con su abanico “pericón” sevillano y su larga cabellera
caía en suaves madejas de seda negra, mientras sus peque-
ños pies se despegaban de las chinelas de cuando en cuando
para mecerlos al compás de las chicharras y los grillos. Ella
disfrutaba el jardín como nadie, había mandado plantar todo
tipo de flores desde rosas, jazmines, gardenias hasta galán de
noche además estos aromas se mezclaban con los del rome-
ro, la albahaca y la ruda haciendo de ese maravilloso lugar
un Edén.
Las malas lenguas expresaban, que su casamiento fue
“arreglado” lo que era natural en esos tiempos, tratando
siempre de realzar la estirpe de ambas familias y preservar
sus fortunas. La alcurnia de los Enríquez y de los Aguirre
reposaba sobre el basto poder y riqueza que habían amasado
con cada generación. Eran dueños de casi todo el pueblo y
sus alrededores, poseían miles de hectáreas y no sabían el
número exacto de cabezas de ganado que tenían en su haber.
Por esta razón, Rosario Aguirre contrajo nupcias con don
Eduardo Enríquez Beltrán quien le llevaba al menos treinta

284
Cascabel

años, ella solo tenía diecinueve cuando la desposó y desde


entonces habían transcurrido ya cinco años y sus entrañas
aún no habían podido concebir, la servidumbre decía que
su mirada reflejaba una profunda tristeza porque ansiaba ser
madre, así, durante las noches olvidaba su pena en aquel
nido de flores esperando que la fecundidad del lugar la abra-
zara también y le transmitiera sus dones.
Sin recelo alguno y considerándose sola en aquel paraíso
se arrimaba a la fuente de piedra y desataba su fino camisón
y haciendo un hueco en sus finas manos tomaba un poco
de la fresca agua para refrescar su cuello y su torso des-
nudo, sus senos quedaban expuestos al reflejo de la luna y
el brillo de la humedad los hacía parecer aún más apeteci-
bles, jamás imaginó que ahí, entre las sombras de la exu-
berante flora, confundido con el aroma de las flores y entre
las ramas de ese árbol de amarillo: Unos ojos azabaches la
acecharan deleitándose con su belleza. Ni un solo día pasa-
ba sin que esos pies descalzos escalaran los muros de ese
paraíso ajeno, se había empecinado en tocar aunque sea con
los ojos, lo prohibido. No le importaba el riesgo que corría,
sabía muy bien que si don Eduardo supiera de aquella intro-
misión; le mandaría cortar el cuello, sin que nadie siquiera
comprometiera una palabra por él. Pero el ansia de probar
ese néctar, era más grande que el temor a la muerte, poco a
poco se iba acercando más a su presa como un felino cuando
mide su fuerza y velocidad antes de su embate. Así, el negro
“Matanga” tomaba cada vez más confianza. En las mañanas,
cuando iba a buscar la “lavasa” a la cocina de la antigua casa,
se asomaba para ver si la veía y solo en muy pocas ocasiones
la encontró cuando daba órdenes para el almuerzo. Sus ojos
parecían dos imanes que quedaban pegados sobre la figura
de su ama, ella solo una vez lo miró y con desprecio volteó

285
Teresita Islas

su hermosa cara hacia el otro lado, como si la ofendiera ese


musculoso cuerpo de bronce. Su desdén caló muy hondo en
él y ahora, estaba más decidido que nunca a verla frente a
frente como cuando se tiene un amante y no se cansa uno de
ver dentro para conocer hasta el más íntimo sentimiento, sin
permitir que se escape nada.
Una noche de calor agobiante, de esas en que ni una hoja
de árbol se mueve, doña Rosario salió al jardín más tarde
que de costumbre, al parecer ansiaba sentir la humedad de
la noche ante el sofocante fuego del ambiente, pero afuera la
calma era completa y el aire se había entumido, así que deci-
dió humedecer como acostumbraba su rostro y su cuerpo
con la fresca agua de la pila, ubicada en el lugar más apar-
tado del jardín. El agua resbalaba por su pecho y el camisón
enrollado en su cintura se le adhería a su piel dejando a la
vista sus turgentes curvas. De pronto, Matanga no soportó
más, como un gato montés saltó sobre su presa y sus fuertes
brazos rodearon a la estupefacta mujer quien intentó gritar
pero sus labios fueron callados por la boca del negro, éste le
succionaba la lengua de tal forma que le impedía respirar,
su confundido cerebro se sintió dominado por el placer que
le provocaban aquellas manos que la recorrían despertan-
do placeres insospechados, así que fue poca su resistencia y
sucumbió ante el embate de lo prohibido…
Esa noche, muy tarde ya, doña Rosario regresó a su lecho,
quizás desconcertada pero engolosinada aún por los senti-
mientos recién descubiertos, su fogosa respuesta y su livian-
dad la hicieron sentirse culpable. A la mañana siguiente muy
temprano corrió rumbo a la iglesia para asistir a misa de seis,
no se atrevió a confesar su adulterio, pero tenía que comul-
gar pues de no hacerlo, la gente murmuraría. De regresó a
su casa trató de encubrir su desliz portándose muy solícita

286
Cascabel

y amorosa ante su esposo. Las emociones despertadas en


su cuerpo la llenaban de un gozo profundo que se hizo per-
ceptible para los demás; de pronto se le escuchaba cantar,
sus ojos adquirieron un brillo delirante y su risa se escu-
chaba persistente. Doña Rosario sabía que su grave pecado
podía terminar en una gran tragedia así que transcurrieron
varios días sin que se atreviera a salir al jardín. Mientras,
entre el oscuro follaje “Matanga” esperaba paciente a que
su preciosa “adelfa” reuniera nuevas ansias y extrañara su
masculinidad. No pasaron muchos días para que se cumplie-
ra su deseo, de nuevo unieron sus cuerpos y como único
testigo estaba la luna. Pero poco les iba durar esa relación
insana y pecaminosa, pues en una de esas noches de pasión,
unos ojos insomnes presenciaron la “deshonra de la fami-
lia” y en poco tiempo la servidumbre comentaba el suceso,
estos a su vez lo comentaban en sus casas y como una tur-
bulenta cascada todo Tlacotalpan se azoraba y juzgaba a la
pecadora, por supuesto el último en enterarse fue el ofendi-
do don Eduardo Enríquez Beltrán. Dicen que doña Rosario
se encontraba en su mecedora tejiendo un delicado tapete
cuando don Eduardo la increpó y la sacudió con violencia
sorrajándola contra el piso, mientras ella negaba y lloraba al
mismo tiempo, la golpeó salvajemente, ella se cubría el ros-
tro alzando sus brazos, los gritos se escuchaban hasta afuera,
ni siquiera la “nana” de doña Rosario se atrevía a defenderla,
cerrando los ojos y cubriéndose el rostro con las manos solo
lamentaba:
—¡Mi pobre niña!
Después de varios minutos de golpes y cuando ya esta-
ba agotado por el esfuerzo, ordenó que le trajeran unas tije-
ras, con profundo desprecio cortó sus hermosos cabellos y
ordenó que la rasuraran completamente, ella no se movía, su

287
Teresita Islas

rostro estaba hinchado y sollozaba quedamente aceptando


el castigo impuesto. Cuando terminaron, era visible el golpe
que recibió la desdichada contra el suelo, se le había levan-
tado un chipote en el cráneo, la “nana Facunda” corrió a su
lado y la ayudó a levantarse y junto con otras sirvientas la
llevaron a su habitación. Don Eduardo salió dando un porta-
zo, afuera de la casa ya se encontraban en el patio reunidos
los caballerangos y toda la gente a su cargo, así como los
peones de la hacienda, la consigna era: Apresar a Matanga,
tenían que traerlo vivo porque el castigo que él le daría tenía
que ser ejemplar. La afrenta debía de cobrarse de una sola
forma: ¡Castrarlo antes de quitarle la vida! Para añadirle
mayor interés a la búsqueda el deshonrado esposo levantó
en su brazo derecho una costalilla de monedas de oro y gritó
enfurecido:
—¡Esto es para el que lo agarre!
A doña Rosario no se le vio más ni por la iglesia ni por el
pueblo, su marido la mantenía en su casa y ella no se atre-
vía a salir, pues apenas le crecía el cabello, él ordenaba que
la rasuraran. Tampoco nadie la visitaba pues su parentela
le había dado la espalda por haber manchado su apellido,
Matanga logró salvar la parte más importante de su cuer-
po, escapando por la sierra, algunos juraron haberlo visto
huyendo hacia el sur, rumbo a Oaxaca y otros aseguraron
que había regresado y se había establecido en un pueblo que
había fundado un ancestro de él, llamado: “Yanga”, en el
que vivían solo descendientes de esclavos “cimarrones”.
Después de muchos años don Eduardo murió amarga-
do, lleno de ira y resentimiento, pues nunca llegó el ansiado
heredero, para entonces la infeliz Rosario había perdido la
razón, quizás a causa del golpe recibido durante el oprobioso
reclamo. Por las noches se acentuaban más los escandalosos

288
Cascabel

síntomas; salía corriendo hacia el jardín y se desnudaba,


todos corrían a taparla, mientras, ella se reía a carcajadas y
gritaba llamando a su apasionado amor:
—¡Matanga, Matanga!
Con el tiempo se supo que Matanga no había dejado sus
“costumbres” y que al igual que su pariente “Yanga” armó
una gran revuelta allá por las faldas del pico de Orizaba, solo
que el desorden era porque decían que el negro tenía todo
un serrallo, con más de ocho concubinas y por lo menos una
cuarentena de hijos.
La leyenda de “Matanga” había pasado a través de los
años por tradición oral de generación en generación, aho-
ra la habían escrito y se encontraba dentro de un pequeño
compendio de Leyendas jarochas, obra que había sido reali-
zada por una reconocida escritora. Al final de la leyenda se
le reconocía alguna información a un tal Honorio Tobledo
mismo que presumía ser descendiente directo de él y poseer
el mismo don.
Eran más de las diez de la noche, Arnulfo había termi-
nado de leer la leyenda de Matanga. Mariana no sintió el
transcurrir del tiempo, sonreía y solo le hubiera gustado que
Matanga y doña Rosario hubieran podido vivir libremente
su amor; a ella le gustaban los finales felices. Arnulfo para
rematar la historia, tomó su guitarra “jabalina”, como él le
decía, y comenzó a tocar el Son de “Matanga”, famoso por
esos llanos de Sotavento:
Matanga llegó al fandango
para mostrar su talento
pasó la noche versando
y ya llegado el momento
la Negra fue saboreando
su gran virtud de Jumento

289
Teresita Islas

Ahí viene matanga


escondan las niñas
pues con su mirada
les da jiribilla

Ahí viene matanga


ya se va a escapar
porque los amitos
lo quieren castrar

Matanga quiso probar


Un manjar muy suculento
Los dedos se va a chupar
Pero ya oirás su lamento
Ya el amo le va a cortar
Su gran virtud de jumento

Ahí viene matanga


Se esconde la gente
Sus ojos te miran
de forma indecente

Ahí viene matanga


Saquen el cuchillo
Vamos a guisar
Un rico huevillo

Los versos del Son eran apasionados y eróticos. Mariana


comprendió esa noche que la música, la leyenda y la versada,
se mezclan en una extraña combinación jarocha de albahaca,
ruda, rosas, jazmines y hasta uno que otro galán de noche.

290
Cascabel

El Llano de Sotavento
me trae de la lejanía,
una antigua melodía
que se mezcla con el viento.
Y con efímero acento
que mi pensamiento anuda,
va despejando la duda:
Mi alma vuelve a palpitar,
porque vuelvo a respirar
Aromas de albahaca y ruda.

291
Capítulo XIV
La Limpia

Mariana envuelta en la cotidianidad dejaba pasar los días


inmersa en las labores como ama de casa, sin embargo, un
deprimente sentimiento de frustración la invadía, a menudo
pensaba en que quizás se había precipitado en haber toma-
do la decisión de casarse, su vida transcurría preparando
los alimentos, limpiando su casa y atendiendo “la granja”
como ella le decía, dicho proyecto fue su propia iniciativa
y Arnulfo se lo permitió construyendo en un espacio cerca-
no a su hogar las instalaciones necesarias para albergar ahí
los animales de corral que su mujer quería, todo con el afán
de emular a su suegra sobre las actividades que debe tener
la mujer de un ranchero y que ahora le parecían demasia-
do absorbentes y agobiantes. Mariana descubrió pronto que
lo que realmente quería hacer, era leer siquiera uno de los
tantos libros que su compañero poseía en la pequeña, pero
surtida biblioteca de su estudio. Arnulfo le había propuesto
la contratación de alguna muchacha que le ayudara en las
labores de la casa y para hacerse cargo de la limpieza de los
chiqueros y gallineros, pero ella se había rehusado, en parte
porque no confiaba en nadie y consideraba que el trabajo
era mínimo, ahora estaba arrepentida y planeaba encontrar
el momento oportuno para explicarle a su marido que había
cambiado de opinión.

295
Teresita Islas

Al desocuparse por las tardes Arnulfo sacaba su guitarra


de sones y Mariana lo acompañaba un rato antes de empezar
la preparación de la merienda incluso en algunas ocasiones
le permitía ayudarlo a encerrar a los becerros, la joven espo-
sa después de cenar estaba tan agotada que no se atrevía a
desvelarse.
Arnulfo aunque siempre amable y cariñoso se portaba en
extremo posesivo y era obvio que su principal objetivo era
el de convertirse en orgulloso padre de familia; cuestión que
no era de extrañar a sus treinta años, de todas formas, esta
situación le parecía a ella en extremo egoísta pues deseaba
continuar estudiando y conseguir un empleo remunerativo
para ser independiente.
La tarde caía en el llano pintando con destellos naranjas
y amarillos el horizonte, las parvadas de cotorros hacían tre-
mendo escándalo en las ramas del viejo múchite que al com-
pás del viento se mecían acunando a las aspaventeras aves.
Como ya se estaba haciendo costumbre, después de una cor-
ta siesta el joven matrimonio se arrellanó en las mecedoras
estilo tlacotalpeño que se encontraban en el amplio corre-
dor de su hermosa casa. Arnulfo puso su guitarra de sones
en un banco cercano, mientras desplegaba el periódico de
esa mañana, a su lado Mariana se entretenía bordando un
mantel, ensimismados ambos en su quehacer dejaron pasar
los minutos en silencio, hasta que Mariana, después de un
rato inició una conversación intrascendente sobre sus labo-
res diarias, sin embargo, el gusanillo que le había molestado
desde hacía unos días, se hizo presente y decidió desaho-
garlo; sin guardarse nada para sí puso de manifiesto sus
deseos, solicitándole a su esposo lo que creía le concedería
sin problema; estaba empeñada en satisfacer su necesidad

296
Cascabel

de independencia pero para ello la titulación era requisito


indispensable.
—Arnulfo, me gustaría que me llevaras a Veracruz, nece-
sito ir a la facultad para preguntar cómo debo iniciar el trá-
mite para hacer mi tesis, también quiero ver a mis papás,
solo les he hablado por teléfono desde que nos casamos.
Arnulfo bajando el periódico, le sonrío con gesto condes-
cendiente contestando con solemnidad:
—Querida, nadie espera que una pareja de recién casados
¡Tenga tiempo para visitas! No te preocupes…, ellos entien-
den perfectamente y lo de tu tesis puede esperar, acabas de
salir y puedes tomarte un descanso.
La respuesta de Arnulfo la irritó y creyó necesario acla-
rarle a su esposo de una vez por todas sus aspiraciones, de
modo que le respondió de inmediato:
—¡Arnulfo! ¡Para mí, es muy importante titularme, con-
seguir un trabajo, ser independiente! ¡Yo quiero ganar mi
propio dinero!
Arnulfo percibió su disgusto e igualmente le increpó:
—Mariana… ¡Recuerda que en una ocasión te pregunté,
si estabas segura de querer casarte conmigo! porque sabes
bien que yo considero que el matrimonio es para ¡Siempre!
Me conocías lo suficiente para saber cuál debía ser tu papel
en mi vida…, y aceptaste…
Mariana lo interrumpió para reclamarle:
—O sea…, que ya no voy a poder ¡Estudiar más! ¡Que
bueno que se me ocurrió terminar mi carrera! si no…
—No mal interpretes las cosas, tampoco estoy tratando
de frustrar tus deseos de prepararte, cuando sea el momento;
contarás con mi apoyo total, pero debes saber que mi opi-
nión es: Que una mujer que trabaja sin necesidad de hacerlo;
¡Solo busca la separación! ¡No voy a permitir que trabajes

297
Teresita Islas

para nadie! ¡Tu deber es para conmigo y con la familia que


tendremos! …¡No esperaba tener que recordártelo tan pron-
to!… Añadió con reproche.
Mariana se levantó de la mecedora, aventó sobre la mis-
ma el bordado y abrió la puerta del mosquitero con la inten-
ción de dejar a Arnulfo solo, las lágrimas pugnaban por salir.
Arnulfo con un rápido movimiento la detuvo tomándola por
el brazo firmemente, mientras le cuestionaba:
—¿De quién quieres ser independiente? ¡Todo lo que es
mío es tuyo! Te doy lo suficiente para que compres lo que
quieras y si deseas algo para tu comodidad solo ¡Pídemelo!
Mariana ya no respondió, el llanto contenido y la frustra-
ción hicieron presa de ella y trató de soltarse de las manos
que la sujetaban, pero como siempre Arnulfo con calma y
benevolente actitud de quien tiene que lidiar con la puerili-
dad y la inexperiencia, bajó el tono de sus palabras y con voz
suave la recriminó con cariño, restando importancia al tema
que su mujer había sacado a colación:
—¡Mariana! Tranquila, estás demasiado nerviosa, tienes
demasiadas obligaciones y trabajo al cual no estabas acos-
tumbrada y eso pone a pensar en tonterías a esa cabecita, te
prometo que te apoyaré para que te titules pero eso ¡puede
esperar!
Arnulfo la abrazó con ternura musitando palabras de amor
combinadas con reprimendas cargadas de determinación:
—¿No sabes que te adoro? ¿Que hago lo mejor para ti?
¿Cómo crees que te voy a permitir que trabajes y que estés
rodeada de otros hombres, sin necesidad de ello? Además,
mi amor, cuando empiecen a llegar los niños, te aseguro que
no recordarás esta conversación, no tendremos tiempo ni de
discutir ¡Ya lo verás!, Es más, mañana mismo tendrás ayu-
da en la cocina si quieres y deja a cargo de los mozos el

298
Cascabel

gallinero, para eso está la gente que trabaja aquí…, todo ese
quehacer estoy seguro que te tiene nerviosa y cansada y yo
necesito que te concentres en lo más importante de nuestras
vidas… ¡Dame un hijo Mariana!, mi pequeña, eso sería la
culminación de nuestro amor y la cimentación de nuestro
matrimonio.
Mariana aun llorando le respondió:
—Yo no creo estar lista para eso, además ¡No sé qué
quieres que haga! A lo mejor es que no puedo… ¡No puedo
tener hijos!
Un nuevo acceso de llanto le impidió continuar, por lo
que Arnulfo la abrazó con fuerza limpiándole las lágrimas
con suaves besos, la mecía en sus brazos con infinita ternura
hablándole suavemente:
—Tonterías mi amor, ¡Claro que puedes! No necesitas
hacer nada, todo va a estar bien, a veces cuando se desea tan-
to un hijo, el mismo estado nervioso impide la fecundación,
solo necesitas reposar y relajarte, la única preocupación que
debes tener es…, o más bien ocupación es… ¡Amarme,
como yo te amo a ti!
Mientras le hablaba la cubría de besos despertando la
pasión en su joven mujer en cuyo cerebro iban desaparecien-
do las necesarias prioridades de su antigua vida de soltera,
perdiéndose en la languidez y abandono de los labios de ese
hombre que ahora era su marido.
De esta forma, Arnulfo con precisión y claridad, había
dictado un axioma poniendo punto final a la discusión,
minimizando con claridad y vertiginosidad las querencias
de ella, haciéndolas parecer absurdas y permutándolas por
las necesidades imperiosas de ponderar la familia antes que
cualquier otra cosa. Sus divergencias en cuanto a prioridades
habían quedado claras, por lo que Mariana se cuestionaba si

299
Teresita Islas

le sería posible seguir viviendo tan solo con el objetivo de


ser una madre de familia y dejar a un lado sus ideas y nece-
sidades de independencia, que ahora con cada día que pasa-
ba las sentía disminuidas. Arnulfo como siempre, analizó
con calma la situación y decidió dejar de tocar el tema de la
maternidad instando a Mariana a disfrutar de su matrimonio
y a confiar en él, de pronto la invitaba a los pueblos vecinos
donde se organizaban huapangos y fiestas con el afán de dis-
traerla. En ocasiones la dejaba sola por tener que realizar un
negocio, pero a su regreso, la obsequiaba con presentes que
la halagaban sobremanera. Las flores, perfumes y alhajas
eran los regalos preferidos, por supuesto semanalmente le
proporcionaba dinero y la instruía acerca de sus inversiones
y del capital de ambos. Arnulfo consideraba que la vida no
se tenía comprada y detestaba que su familia padeciera por
no encontrarse informada y pendiente de los negocios; pero
Mariana, que ahora lo empezaba a conocer mejor, intuía que
él disimulaba su interés por la paternidad, pues lo sorprendía
con miradas de curiosidad pendiente de saber si su perío-
do fisiológico se presentaba. Mariana se sentía avergonzada
y comenzó a padecer lapsos de ansiedad que le causaban
angustia, así que decidió poner fin a su malestar internándo-
se en la pila de libros que había comprado para hacer su tesis
y sacó su vieja máquina de escribir. Ahora su quehacer había
disminuido pues Arnulfo enviaba temprano a dos hombres
para lavar las instalaciones y saciar el hambre de los anima-
les de corral y tres veces a la semana llegaba una muchacha
del pueblo para hacer la limpieza de su casa; dejándole espa-
cio, para levantarse más tarde. Su situación por el momento
la mantenía tranquila pero una sombra de duda empezó a
germinar en su corazón y con el paso de los días la zozobra
comenzó a minar sus estados de ánimo y las esperanzas de

300
Cascabel

ser madre se vislumbraban inciertas y lejanas. Su instinto


maternal había despertado, trataba de no pensar en ello y
retomaba con ahínco su interés en los temas que en anta-
ño alimentaban su espíritu independiente y sublevado, solo
para descubrir que se mentía así misma y que se encontraba
en una situación de profunda pena y desconcierto.
La Virgen de Guadalupe, San Martín de Porres, el
Arcángel San Miguel, la Virgen de Lourdes, el Sagrado
Corazón de Jesús, la Divina Providencia, la Santa Muerte,
la Santa Cruz, San Judas Tadeo y un sin número de Santos
revueltos con figuras paganas, cirios de todos colores, cintas
rojas, Budas, cráneos humanos, escapularios y vasos de agua
con flores blancas; se encontraban sobre el altar que ocupaba
todo el fondo del humilde cuarto, el olor penetrante a para-
fina, flores, loción y éter, hacían que a Mariana le empezara
a doler la cabeza, el aire estaba viciado pues no había ven-
tilación alguna; las paredes de yagua carecían de ventanas;
en el extremo opuesto al altar había una mesa y encima de la
misma un mazo de cartas; a cada extremo dos taburetes bas-
tante deteriorados; sólo una cortina raída y sucia impedía ver
hacia el exterior. En el centro, inclinada en actitud de éxtasis
místico; una mujer con apariencia cercana al marasmo hacía
sibilantes ruidos con su boca, mientras emitía profundos
lamentos y gemidos, el rostro demudado era el de la muerte
misma, los ojos hundidos presagiaban peligros subjetivos y
mientras exageraba su desgraciada incursión en el inframun-
do, retorcía su cuerpo en epiléptico ritual, vestía una bata de
algodón blanco y en su cuello pendía un collar con múlti-
ples amuletos, aquella grotesca figura reflejaba sobre el piso
de tierra una sombra siniestra y retorcida; la temblorosa luz
de las veladoras parecían presagiar tiempos turbulentos y
Mariana a la entrada de la rascuache casucha se veía perdida

301
Teresita Islas

y atemorizada, su cuerpo parecía oprimido y un temblor


ligero la sacudía, volvió la vista hacia la desgarrada cortina
de la entrada con la intensión de apartarse del lugar, acción
que fue percibida inmediatamente por la hechicera que en el
acto dejó de contorsionarse y con voz grave y alta la llamó:
—¡Pasa pa’lante muchacha! Y siéntate ahí. Dijo señalan-
do el taburete junto a la mesa.
Mariana dudó unos segundos, nunca en su vida había
visitado a curandera o a cartomanciana alguna. La quiro-
mancia y los artilugios brujísticos y esotéricos, no habían
hecho presencia en su vida. Había sido criada bajo los dog-
mas de la religión católica y sentía que esa visita no estaba
bien. La culpabilidad la hacía dudar, sabía también que si su
esposo y su familia se enteraban, reprobarían su conducta;
pero no tenía alternativa, ya la angustia había hecho presa
de ella. Hacía cerca de dos meses, desde que suspendiera
los anticonceptivos y no había quedado embarazada, su pre-
ocupación aumentaba día con día al grado que empezaba a
padecer insomnio, tal enfermedad la hacía verse enferma, de
mal humor y desfallecida.
El día anterior había platicado con doña Chana la vieja
anciana, a quien había conocido en los quince años de Chole
y cuya casa se encontraba a menos de doscientos metros del
camino principal; en una parcela aledaña al rancho de don
Apolinar. Algunas ocasiones, Mariana caminaba después
del almuerzo hasta allí, con el fin de distraerse y para hacer
algún tipo de ejercicio, ya que ahora sus ocupaciones eran
todo lo contrario a la actividad vigorosa de su época estu-
diantil. Arnulfo había aprobado esas visitas ya que eran bre-
ves y consideraba que no representaban ningún problema a
su mujer.

302
Cascabel

Con la confianza que dan las continuas visitas Mariana


llegó hasta la humilde casa y se asomó a la puerta, al no
encontrar a nadie rodeó la vivienda para llegar hasta el galli-
nero en donde la anciana hurgaba en los ponederos para
recoger los huevos, Mariana la saludó como acostumbraba:
—Doña Chana ¡Buenas tardes!
—¡Buenaj hija! Aquí ejtoy ya sabej recogiendo loj hue-
voj, pérame tantito que ya salgo.
La señora con cuidado salió del pequeño gallinero con
una cacerola repleta de huevos, sonriéndole a la joven con
amabilidad. Se encaminaron hacia la casa, ya dentro, puso
los huevos sobre la mesa y con la mano invitó a Mariana
a sentarse, ésta se acomodó en uno de las sillas de madera
mientras ella hacía lo mismo. Como siempre la plática era
intrascendente, si llovía comentaban sobre los lodazales y
los hoyos del camino, si paría una cochina hablaban sobre
el número de cochinos que había parido y si la marrana los
amamantaba bien, si hacía calor sobre la sequía que se ave-
cinaba y la caña que se atrasaba, pero en esa ocasión doña
Chana después de comentar algunas cosas sin importancia la
miró fijamente y sin andarse por las ramas le preguntó:
—Me he dado cuenta que ya tienej varioj mesesj que
llegajte por ejtoj rumboj y la gente anda diciendo que no
quierej darle hijoj a Arnulfo, porque erej catrina de ciudá.
También la gente dice que a lo mejor se repite lo que hizo tu
suedra quien tomaba la corteza de cedro hervida con otras
yerbaj pa’no quedar preñá! La gente es habladora hasta se
rumoró que Arnulfo era hijo de un mayoral que anduvo por
aquí ¡Eso solo doña Tencha lo sabrá! Tú me pareces una
buena muchacha y no creaj que ando de metiche, pero a lo
mejor te puedo ayudar…si quierej…

303
Teresita Islas

Mariana se sorprendió de la declaración y hubiera pre-


ferido no comentar nada, pero se encontraba desde hacía
semanas angustiada y deprimida y al no tener con quién
compartir su pesar decidió confiar en la anciana y le respon-
dió con voz apenas audible:
—La verdad es que…, no sé por qué no me he embara-
zado, estoy muy preocupada y a veces creo que a lo mejor
tengo algo mal en el cuerpo…
Mariana sentía vergüenza de confesar su secreto, pero
estaba desesperada y se sentía sola en medio de esta vicisi-
tud. Levantó la vista y se encontró con los ojos asombrados
de la vieja quien le respondió con premura y complicidad,
bajando la voz y arrimando su asiento al de Mariana:
—¡Ejtaj ligada Muchacha! Ya se mi hacía ¡Raro!, si
loj Mendoza enseguida pegan los chamacoj y si Arnulfo
no ej Mendoza se le nota enseguida lo hombre que ej!
Seguramente alguien con envidia te hizo algún “trabajito”
pa’que no encarguej familia…
Bajando aún más la voz, se puso ambas manos junto a su
boca y se acercó hasta el oído de Mariana:
—Necesitaj ver a la vieja Obdulia, ella pue’é dejbaratá
todo lo malo que te haigan hecho.
Mariana en otras circunstancias se hubiera reído del ses-
go que estaba tomando la conversación; al principio de su
matrimonio los hijos no eran su prioridad e incluso trato de
no verse enredada en tales menesteres. Ahora se sentía cul-
pable pues pensaba que el haber ingerido anticonceptivos
durante casi tres meses le habían dañado de alguna manera
su reloj biológico, así mismo, sentía la presión de su esposo
que aunque no le mencionaba nada en lo absoluto, desple-
gaba por las noches todo un ritual de seductoras maquina-
ciones; esmerándose en dejarla satisfecha y despertando en

304
Cascabel

ella instintos pasionales extraños a su ser. Del mismo modo,


su propia familia; esperaba con ansias el feliz anuncio de su
maternidad. La acongojada joven con cada día que transcu-
rría, veía sus esperanzas hacerse polvo, así que el consejo de
su experimentada y sabia amiga le causó expectación y sin
dudar le respondió:
—¿Dónde vive esa señora?..., dice usted: ¿Que me puede
ayudar? La anciana le respondió con alegría:
—Sí, ¡Mija! ella ha ayudao a muchaj mujerej que los doi-
torej no le daban ejperanzaj de parir ¡Chamacoj!, ella vive
aquí cerca nomas atráj de tío Bartolo Zapot, si quierej ¡Yo te
llevo! Nomaj no me vayaj a meter en un lio con doña Tencha
o con Arnulfo, si se enteran me pueden vení a ¡reclamá!
Mariana emocionada le respondió:
—¡No se preocupe! No diré nada, pero ¿Cómo le hace-
mos para ir?
La mujer frunció el ceño y se sobó la barba pensando
en la forma de ayudar a su joven amiga, después de unos
segundos le aconsejó:
—¡Ya sé! Mañana tempranito me voy a ver a Obdulia y le
pediré que te reciba en la tarde como a ejta hora, tú le diraj
a tu marí’o que vienej a verme como hoy y llegando tú, noj
vamoj, si se llegan a enterá que ejtuviste en ca’obdulia tú
le dicej que me acompañajte porque me vino un dolor en el
cojtado, si me preguntan diré que asi jué.
Mariana no objetó ante la idea, sonriendo le dijo que así
lo haría, nerviosa se puso de pie y se despidió, esperando
con ansias el día siguiente y rogándole a Dios que no ocu-
rriera nada que pudiera estropear sus planes.
Mariana sentada en la silla esperaba nerviosa y expec-
tante a la curandera, sintió la huesuda mano auscultando
uno de sus brazos, aguzó la vista y los palpó detenidamente,

305
Teresita Islas

mientras meneaba la cabeza en señal de reprobación, hizo


lo mismo con el otro brazo y después le tocó con pericia
la cabeza, el cuello, los hombros y bajó las manos hasta su
vientre como un experimentado cirujano, tocando y presio-
nando los órganos internos, después se acuclilló y tomó cada
pierna de Mariana en busca de algo que solo era percep-
tible para ella, posteriormente le pidió que se levantara y
realizó un minucioso examen en su espalda tocando con sus
huesudos dedos cada vértebra hasta llegar al coxis. Mariana
sentía de repente escalofríos y su corazón parecía enajenado
latiendo aceleradamente, la hizo girar frente a ella y con voz
ceremoniosa anunció su diagnóstico:
—Mira muchacha, tienej ligamiento, aquí en tuj brazoj
se aprecia luego luego.
Mariana observó un pequeño pliegue en su antebrazo
antes de llegar al codo el cual suponía era normal, en su otro
brazo presentaba el mismo pliegue. La mujer la miró con
aires de experta arguyendo convincente que se trataba de
una ligadura. El rostro de la joven mostraba signos de con-
fusión, por tal razón, la anciana decidió volverle a explicar
comprendiendo que la ignorancia de la muchacha se debía
a su pobre educación citadina sobre el mundo espiritual y
herbolario:
—¡Sí Chacha! Tas ligá’á, alguien te hizo un “trabajo” y
te puso ligaj en los brazoj y en tu bajo vientre pa que no pue-
daj preñarte ¡Puej!, alguien que quería quedarse con tu hom-
bre ¡Me entiendej! necesito limpiarte y darte unaj tomaj y
debej darte unos bañoj…, con una loción que te voy a dá…
Mariana turbada asentía con la cabeza, mientras era
arrastrada hacia el centro de la habitación, allí la mujer tomó
de una cubeta; albahaca fresca y un huevo de un canasto en
el piso. Con una mano sujetaba la cabeza de la joven y con

306
Cascabel

la otra la tallaba con la albahaca y el huevo, así frotó todo


su cuerpo, y al final se arrimó al altar y bebió de una bote-
lla, llenando su boca del líquido que después escupió con
fuerza sobre la anonadada muchacha. El olor de la loción
era penetrante y sentía que se ahogaba, pero sin clemencia
la bruja sorbió repetidamente de la botella y con redobladas
fuerzas la bañó, el líquido escurría por el rostro y los brazos
de Mariana quien después de la sorpresa se volvió resuelta
hacia la puerta pretendiendo escapar de ahí, pero la huesuda
mano de la curandera se lo impidió y con aires de suficiencia
y autoridad la regañó:
—¡Tate sosiega muchacha! déjame hacé mi trabajo puej
¡Ya casi termino!
Desconcertada y nerviosa Mariana se limpiaba el rostro
con su falda y las mangas de su blusa, sentía asco y no ima-
ginaba como le iba a explicar a su marido el olor y lo maltre-
cho de su apariencia. La vieja Obdulia haciendo caso omiso
de las delicadezas de su clienta, terminó de bañarla en loción
frotándola con fuerza para después romper el huevo con el
que la había tallado, con pericia abrió el cascaron y el conte-
nido del mismo se sumergió dentro del vaso con agua que se
encontraba sobre el altar, tomó el vaso y lo alzó a la altura de
sus profundos ojos, mientras observaba con minuciosidad el
contenido, Mariana impaciente por el tiempo que ya había
demorado en el lugar, esperaba lo que faltaba, deseando que
la cesión terminara cuanto antes.
La vieja Obdulia con aire misterioso le acercó el vaso a
la cara y Mariana sintió un terror indescriptible al percatar-
se que dentro del mismo; la yema había tomado la extraña
forma de un feto y una delgada cuerda lo rodeaba como si lo
mantuviera aprisionado. Un cosquilleo y un profundo calor
en su estómago hicieron que sujetara su vientre, le faltaba

307
Teresita Islas

el aire y sentía que se iba a desmayar. La esquelética curan-


dera, advirtió el eminente desfallecimiento de su paciente y
apenas tuvo tiempo de poner el vaso en el piso para sujetar
a la muchacha que pálida se balanceaba a punto de caer,
haciendo un gran esfuerzo caminó apoyándose en la mujer
hasta llegar a la silla, sobre la cual se derrumbó exhausta e
inconsciente. La curandera con voz alta y apremiante lla-
mó a doña Chana, ésta entró apresuradamente y rápidamen-
te se percató de la situación, le tomó a Mariana la mano y
le tocaba el rostro para reanimarla, sujetándola con energía
para que no cayese, mientras, la curandera hacía un breba-
je tomando líquidos y hiervas de un anaquel adyacente al
altar. Después de algunos minutos las mejillas de la joven
tomaron color y abrió los ojos con desgano, se sentía flotar
y no tenía conciencia de cuánto tiempo había transcurrido
desde su desmayo, doña Chana con clara preocupación la
cuestionó:
—¿Cómo te sientej? ¿Estáj mejor? ¡Ya se te ven loj
cachetej más rosadoj!
Mariana contestó sin fuerzas:
—Ya me siento mejor… ¡Me tengo que ir!
—Tate tranquila orita noj vamoj, si noj encontramoj a
Arnulfo le digo que te pedí que me acompañaraj, que yo me
sentía mal.
Mariana asintió, por fin la vieja Obdulia regresó con ella
y le presentó un frasco con un líquido verduzco y maloliente
y le ordenó:
—¡Tómatelo todo! Con esto será suficiente, pa curarte,
lo bueno que te trajo Chana a tiempo, si no podiaj haber
perdido ¡La criatura!
— Mariana tomó el frasco y sin pensarlo tragó todo
el contenido de la botella haciendo muecas por el sabor

308
Cascabel

amargo, le entregó la botella vacía y de repente algo palpitó


dentro de ella y sorprendida abrió sus ojos para preguntar:
—¿Que podría haber perdido a la criatura? ¿Qué criatura?
La vieja Obdulia con una sonrisa misteriosa le respondió:
—La que muy pronto etjará ocupando ¡Tu vientre! —
Extendió otra pequeña botella y le instruyó:
—Dejpuej de bañarte…, hechaj un chorrito de ejta
loción en un cubo de agua y te la hechaj en la cabeza a que
te ejcurra en tó el cuerpo y eso ej to’o. Ahí en esa lata dejaj
lo que sea tu voluntá pa’l santo. Porque yo no cobro ná.
Mariana se incorporó con dificultad, sentía náuseas y el
sudor perlaba su frente, guardó el frasco que le ofrecía la
curandera en la bolsa de su amplia falda y de su monedero
extrajo unos billetes que depositó en la oxidada lata. Doña
Chana se sujetó de ella y se despidió agradeciendo a Obdulia
por la atinada y magistral curación, afuera algunos ojos
curiosos las observaban, así que la ladina anciana se sujetó
de Mariana y caminó con cierto trabajo para hacer parecer
que algún malestar le incomodaba. Llegaron a la casa de
doña Chana justo a tiempo para ver que por el camino ya
Arnulfo la venía alcanzar con la preocupación pintada en el
rostro. Mariana rogó porque Arnulfo no percibiera el olor
de la loción de la limpia, pero era algo muy difícil de ocul-
tar, pues el potente aroma se diseminaba alrededor de ella.
Con astucia la anciana mujer evaluó la situación y en cuanto
Arnulfo se acercó lo suficiente para escuchar, se deshizo en
disculpas hacia Mariana:
—¡Ay mija! Qué pena me da, como te pude bañar con mi
loción, solo te la abrí pa’que la olieraj y ya ejtoy tan tonta
que se me rejbalo, orita que llejej ¡ya te bañaj!
Mariana entendiendo el engaño respondió:

309
Teresita Islas

—¡No se preocupe doña Chana! Fue un accidente, ¡No


pasa nada!
Arnulfo ya se encontraba junto a ella y mirándola con
curiosidad buscó sus ojos, Mariana rehuyendo la mirada
agregó:
—Ya estaba por irme, es que doña Chana no se sentía
bien y la acompañe con una señora para que la ayudara —La
anciana respondió:
—Ay si muchaj gracias mija, ya me siento mejor con la
medicina que Obdulia ¡me dio!
—De nada, doña Chana, nos vemos mañana, si dios
quiere.
—Hasta mañana muchachoj!
—Hasta mañana Chana —respondió Arnulfo mientras
tomaba a su mujer del brazo.
Arnulfo evaluó la situación mientras caminaban de regre-
so y no quedó convencido con el pequeño teatro que armaron,
sobre todo porque Mariana estaba muy callada y evasiva,
con determinación por descubrir que ocurría indagó:
—Mariana ¿Hay algo que quieras contarme? Estas muy
rara —Mariana nerviosa respondió:
—¿Quién, yo?
—¡No hay nadie más aquí! ¡Dime que te pasó y a donde
fuiste con Chana!
Mariana siguió caminando sin verlo y agregó rápidamen-
te restando importancia a su comentario.
—¡No me pasó nada! ¡Ya te dije!, acompañé a doña
Chana que se sentía mal con esa señora ¡Obdulia!.., es
que…, sin querer me echó encima esa botella de loción que
¡Huele horrendo! Y necesito de urgencia un baño.
Mariana se obligó a sí misma a mirarlo y a sonreírle,
confiando en que no se le notara la mentira, los penetrantes

310
Cascabel

ojos de Arnulfo intentaban ver dentro de su alma, después de


unos segundos, le sonrió también, pero agregó un comenta-
rio sarcástico que sonó a sentencia:
—¡Si dices que no pasó nada! Está bien, pero recuerda
que si me ocultas algo, tarde o temprano lo sabré, por cier-
to…, creo que no es conveniente, que camines sola por el
camino. Si deseas hacer ejercicio hazlo dentro del rancho,
pues estuve preocupado porque tardaste demasiado.
No pudiendo contener su genio Mariana le respondió
airada y resentida:
—¡Es el colmo! ¡Ahora ya ni siquiera puedo salir del
rancho! Me tratas como a una puta ¡como si me hubieras
conocido en un burdel!
Arnulfo sintió que la sangre se le subía a la cabeza y le
respondió iracundo:
—¡Mariana! ¡Te prohíbo que me hables y te expreses con
esa vulgaridad! Mi paciencia tiene un límite ¡Oíste!
Mariana no se dio por aludida y revirándole los ojos con
desprecio se apresuró a entrar a su hogar; empujó la puerta
del mosquitero con furia y de pronto sintió el escozor de
una fuerte palmada en sus nalgas, volviéndose iracunda para
reclamar, se detuvo al percibir el enojo inconmensurable en
la mirada de Arnulfo, decidió entonces morderse los labios
y permanecer callada. Era apabullante la actitud intimidan-
te de Arnulfo quien la observaba esperando su reacción.
Mariana sintió un profundo temor y bajando la mirada se
dirigió al baño.
El chorro de agua caía pródigo sobre su cabeza y Mariana
disfrutó el fresco torrente, deseaba que la claridad del líqui-
do borrara su enojo, frustración e incertidumbre. Mariana se
sentía herida en su orgullo, consideraba injusto el trato que
recibía de su marido, ahora estaba arrepentida de haber ido

311
Teresita Islas

con la vieja Obdulia ¡Arnulfo no merecía que le diera ningún


hijo! Dejó correr el agua sobre sí esperando mitigar su angus-
tia, imaginó que la pureza del agua impregnaba su cerebro y
así quedaría despejada la experiencia vivida en aquel jacal.
Su mente era un torbellino, repasaba los comentarios hechos
por la bruja y rememoraba la impactante visión de ver el
pequeño feto en el vaso. Buscó respuestas a sus preguntas
pero no las halló, al contrario de eso, surgían nuevas, recor-
dó entonces el desmayo sufrido, el calor en su vientre y en
una clara negación descartó estar embrujada. ¡Nadie tenía el
poder de causar daño a otro ser humano! Creía firmemente
en la protección de un Dios todopoderoso, así se lo habían
inculcado desde su infancia, todo esto solo era el producto
de las tradiciones populares y costumbres de la región, don-
de el poder de lo invisible cobraba vida pudiendo emerger
desde el subconsciente para dominar la mente de los débiles,
ella tenía educación y jamás había sido supersticiosa…, de
cualquier forma y por si las dudas comenzó bajo la ducha
a recitar el salmo noventa y uno, mismo que se sabía de
memoria. Al terminar, cerró la llave de la regadera, abrió la
cortina de baño y sacó la mano para tomar la toalla, un gri-
to escapó de su garganta cuando palpó el torso desnudo de
Arnulfo quien la calmó enseguida:
—¿Qué te pasa? ¡Soy yo! ¡Se me antojó ducharme tam-
bién!... ¡Ahora estoy seguro que algo me ocultas!
Mariana reponiéndose del susto tomó la toalla que
Arnulfo le ofrecía y sin responder se cubrió con la misma
huyendo apresurada rumbo a su cuarto.
Aromas de albahaca y ruda
azotan mi rostro en pena
y liberan mi condena.
Siento su mano huesuda

312
Cascabel

y en el refajo que anuda


talla un huevo en mi cadera;
murmura la “Curandera”:
Augurios de mal agüero
con su voz ronca y severa,
que hasta se me enchina el cuero

313
Capítulo XV
El Pájaro vaquero

—Sí, muchacho, fue por allá del cuarenta y siete yo anda-


ba arriando un gana’o rumbo a San Juan y mi apá era el
Mayoral de tío Chico Mendoza; tu abuelo. Me acuerdo
requete bien, no jueron mentiras, regresé a eso del medio-
día, ya me iba pa’ mi casa, yo entoncej vivía en “La Boca”
ya ejtaba yo casa’o, cuando noj encontramos con el dijunto
Fidel que traíba su guitarra de sonej…
Don Rosendo Tegoma afamado vaquero de la Boca de
San Miguel se había “apiado” frente a la casa de los recién
casados, atraído por la música; al igual que infinidad de pája-
ros que respondían como un coro al vibrar de las cuerdas;
los bordones del requinto acentuaban la magistral sinfonía,
no había duda que hasta las chicharras cantaban acompañan-
do al Son del “Pájaro Carpintero”.
Arnulfo se solazaba y hacía complicadas variaciones,
cerraba los ojos y parecía que al igual que “El Carpintero”
volaba también, se dejaba llevar por esa ráfaga de notas
salpicadas de madera, viento, hojas, ganado, magia, amor
y leyenda, el son jarocho era por sí mismo; un entronque
de culturas que se multiplicaban cuando el músico tenía
el don de improvisar, era entonces y solo entonces, que
podía añadirle lo que sintiera y quisiera; equiparable a la
vida misma que te acompaña en las diferentes situaciones y

317
Teresita Islas

encrucijadas dejándose manejar a tu libre albedrío. Arnulfo


sentía ir galopando en alazanes alados, siguió improvisando
y regresó a la base melódica para cantar liberando su ser,
aflojando la rienda, dejó que su voz se elevara al viento sin
temor, arriesgando en la digitación de sus dedos, sin chocar
con nada, pues solo existía el infinito. Arnulfo cantó sobre
el amor y el desamor. Mariana pudo notar que él manifes-
taba un profundo sentimiento de añoranza por la paternidad
y se sintió culpable. En las últimas semanas la embargaba
la frustración, el enojo y la tristeza, sus emociones estaban
a flor de piel. Siempre se había jactado de poseer una gran
intuición y claridad de discernimiento pero ahora era como
tener una venda en los ojos y estar parada en una barca-
za sobre el agua, temiendo a cada momento caer y ahogar-
se. Ni siquiera se atrevía a asegurar que el amor que sentía
por Arnulfo podía resistir una confrontación. El dominio
que sobre ella ejercía se iba ampliando cada vez, no esta-
ba segura que decir o hacer y eso le causaba terror. Ella le
llamaba el miedo a ser solo el florero de Arnulfo ya no ser
libre para pensar, sentir y decir. Sin embargo, un pequeño
halo de esperanza había atisbado esa semana en su vida que
bien podría cambiar su realidad; sentía cierta sensibilidad y
aumento de volumen en sus senos, también percibía en su
bajo vientre un pequeño peso y molestias al caminar aunque
no era exactamente dolor, como si su útero estuviera ocu-
pado. No quiso emocionarse con ello, pues era demasiado
pronto, tenía que esperar la fecha de su período para estar
segura. Cuando fuera el momento, se haría un examen para
darle la noticia a Arnulfo; mientras, trataba de dominar su
ansiedad pues sabía que debía estar lo más relajada posible
por el bien de su bebé. Arnulfo continuó desdoblando el son
con mudanceos, cantándolo y descantándolo, para terminar

318
Cascabel

bordoneando el final. Don Rosendo aplaudió emocionado


para después deshacerse en halagos, Mariana se levantó y
trajo una silla para ofrecérsela al inesperado visitante. Éste
se sentó y continuó hablando con elocuencia:
—¡Te juro! muchacho que ¡Tienej el “don”! hasta se me
enchina el cuero ta’ba asusta’o, me dije: Ah chinga’o el
único que conocí que podía “encantar” a los pájaros era el
dijunto Fidel Morteo, hasta creí que había regresao de la
muerte para venir a tocarme y ahora resulta que tú también
lo hacej, la verdá que se oye re bonito cuando repasas el
diapasón… Pero ten cuida’o es peligroso… Les voy a narrar
una historia que fue cierta y se los puedo jurar.
Como lej decía: Noj encontramoj a mediodía con Fidel,
entoncej ya no me fui pa mi casa, esa tarde nos bebimoj una
botella, Fidel no paraba de tocar… era el ¡Máj chingón de
todos los requintos de por aquí!… ¡Ah!... ¡Que carpintero
tocó! Nunca había vijto nada igual, sucedió como contigo
orita; los pájaros cantaban y se paraban alrededor nuejtro, él
los sabía “encantar” con su música. Dejde medio día hasta
la tarde, estuvimos ahí, bajo la garita de palmiche que se
agarraba pa’mamantear a los becerros; junto a ese famoso
corral; que después tu abuelo desbarató. Recuerdo que esta-
ba terminando el son del Siquisirí, cuando un pájaro vaquero
le respondió desde la cerca, Fidel terminó el Son y el men-
ta’o animal todavía siguió: ¡Hop!¡Hop!¡Hop! Igualitito a un
hombre cuando arría el gana’ó, nos reímos un rato, sin saber
que el mentao vaquero ya estaba encantado y lijto pa hacer
su maldá, despuéj, a eso de laj cinco tu abuelo noj mandó
bujcar que nos juéramos a la vega de “privilegio” a traer
el gana’ó pues anunciaban una “crecida”…, y tú sabes que
al río ¡Hay que ganarle! A esa hora ya se habían juntado
muchaj nubej y parecía que iba a haber un fuerte temporal,

319
Teresita Islas

tuvimoj una faena muy pesada, la lluvia empezó finita y no


paraba, yo ejtaba empapa’o pero no podíamoj parar, había
que aprovechar esa ejcampada. Seguimoj trabajando cuando
se soltaron los aguaceros y hajta eso de laj diej logramoj
reunir el gana’o eran cerca de trescientaj resej y loj encerra-
moj en el corral que antes ejtaba junto al arroyo… el resumo
era fuerte, pero como sabej, hay una parte donde se puede
pasar y no ejta tan hondo, pero ya era tarde y don Chico
dijo que nomáj que amaneciera lo pasábamoj pa’l otro la’o.
Entoncej, noj dijo que noj jueramogh a dormir…, esa noche
presagiaba algo malo, Como lej dije yo me había echao unos
tequilas antej con el dijunto Fidel y Teódulo García; así que
con los tragos dentro y la friega del arreo, caí como pie-
dra, tu a’pá nos abrió la bodega pa que durmieramoj ahí.
Éramoj: Mi a’pá, Teódulo, el dijunto Benito Zapot, Marcial
Chacha y yo.
Diciendo esto, se acomodó mejor en la silla que Mariana
le había ofrecido y sacó una cajetilla de “Delicados” prendió
un cigarro y escupió antes de continuar.
—La bodega de don Chico ejtaba muy cerca del corral,
ahí donde ahora está el “Múchite”, como te dije estábamos
rete cansa’os, ni sentí cuando me quede dormido.
Don Rosendo meneó la cabeza antes de continuar, recor-
dando los hechos como si hubieran ocurrido la semana
anterior.
Aspiró con fuerza el humo de su cigarro y prosiguió su
relato, Mariana aprovechó para sentarse en un pedazo de
tronco para leña, que estaba más cerca de don Rosendo pues
quería escuchar mejor.
—Eran como las cinco y media casi pa’ despuntar el día,
estaba ojcuro, muy a lo lejos, medio dormido escuchaba que
arriaban el gana’o y pensaba que era extraño que mi apá no

320
Cascabel

me hubiera levantado pa’yudarlo, de pronto sentí que me


zarandeaban y me gritaban:
—¡Chendo, Chendo! ¡Párate, que algo malo ta pasando!
¡Oigo al gana’o bramar muyFeo!
Yo estiré mi brazo y cogí mis pantalonej que ejtaban a un
la’ó del petate, me loj iba poniendo en el camino, en la otra
mano llevaba mij botaj, puej en esos tiempos había mucha
víbora, mi apá, apenas me habló, salió pa´juera, lo alcancé
en el corral y me gritaba desejperado:
—¡Ayúdame a arriarlos pa’trás que se están ahogando!
Corrí por una reata de lazar y logré detener a laj vacaj
que no se habían tira’o al arroyo, parado en la punta del
bramadero alcancé a ver ¡Al menta’o pájaro vaquero! que
cantaba emocionado ¡Hop!¡Hop!¡Hop!, de pronto voló
alejándose del lugar seguramente muy contento de haber
causado la peor dejgracia de la familia, al voltear hacia el
arroyo, no podía creer lo que miraba, enorme cantidá de
resej se habían ahoga’o pues no pudieron subir del otro la’o
del arroyo, unas se laj llevó el resumo y otraj estaban ataj-
cadaj entre las demáj; desesperadoj con la reata tratábamos
de lazar laj que podíamoj pa’jalarlas a la orilla, pero fue-
ron muy pocas laj que sacamoj, pos solo eramoj cinco….
En total ese mañana se ahogaron cerca de treinta novillonaj,
unas ya ejtaban “cargadas” casi a punto de parir, lo demáj
ya lo sabej…, tu abuelo despidió a mi a’pá, nunca creyó que
fue el pájaro vaquero el que arrió el ganao hacia la parte
honda del arroyo, siempre pensó que fue un mal manejo de
nosotroj. El pobre de mi a’pá se tuvo que ir arrima’o a la
casa de mi tía Juana allá en “Los Lírios”, pero muchoj saben
que ej cierto, porque después de eso; el desgracia’o animal
regresaba a cantar tempranito en las mañanaj, lo encontra-
baj en el mijmo corral pa ver si otra vej confundía al gana’o.

321
Teresita Islas

A lo mejor también lo hacía pa’ burlarse de uno, creo yo. Por


eso te digo Arnulfo…, ahora que sabes que tienes el “don”
de encantar a los animales con tu música, no te fíes cuando
venga el pájaro vaquero, porque de seguro te hará una mala
jugada. Por eso, Fidel cantaba ese verso en el son del pájaro
carpintero, que dice:
*
Una mañana cantó
Parado en el bramadero
Era un pájaro vaquero
Que al ganado confundió
Y lo arrió para el “estero”
Y toditito se ahogó.

Mariana por un momento olvidó su incertidumbre y su


soledad, ahora, después de escuchar la historia se sentía
mucho más relajada, esbozó una sonrisa de contento y al
verla tan feliz, Arnulfo experimentó una sensación de bien-
estar que desde hace días no sentía.
El hecho de saber que Mariana le había ocultado la ver-
dad, el día que la fue a alcanzar con doña Chana; lo tenía
preocupado y molesto. No se explicaba por qué lo había
engañado, pues nunca antes mostró inclinaciones para la
mentira. Algo estaba sucediendo dentro de ella, en ocasio-
nes sentía en su mirar temor y sobresalto, como si no pudie-
ra confiar plenamente en él y en su amor. Los últimos días
ella parecía confundida y retraída. Arnulfo pudo apreciar
en los sentimientos de su amada; algunos trazos de infelici-
dad que lo abrumaban. Experimentaba una total impotencia
para aliviar lo que le adolecía a su mujer; lo que aconte-
cía en su intrincado cerebro, inútil era cuestionarla, porque

* Versos del dominio público

322
Cascabel

ella se mostraba a la defensiva; recelosa y atribulada. Los


sentimientos que prevalecían dentro de sí misma procuraba
encubrirlos con sonrisas nerviosas y frases que no sonaban
auténticas. Arnulfo en ocasiones especulaba que quizás su
joven esposa extrañaba a su familia y entorno, en cuyo caso
el tiempo sería el fiel colaborador para erradicar su melan-
colía y extravío, tenía que confiar en que pronto retornaría
la alegre y vigorosa mujer con la que se había desposado.
Estos “ajustes naturales del matrimonio” como él los lla-
maba, no cambiaban de ningún modo los sentimientos que
le profesaba a Mariana; por el contrario, ahora, eran más
profundos y ardorosos. Tomando una decisión al respecto,
se propuso vigilarla más estrechamente. ¿Por qué todo tenía
que ser tan complicado con las mujeres? Mariana era suya,
sentirla alejada le carcomía el alma. Procuraba consentirla
pero tampoco estaba dando resultado. Encontraría la forma
de distraerla, desafortunadamente su tiempo era muy limita-
do; entre sus negocios y los problemas de su familia apenas
y podía respirar. Un gran suspiro brotó de sus labios mien-
tras observaba a Mariana con inmenso amor.

323
Capítulo XVI
El Tío Matías

Arnulfo poseedor de una mente sagaz, resolutiva y práctica


para enfrentar los problemas, se dedicó en los días previos
a buscar administrador para sus negocios. Necesitaba estar
cerca del rancho por dos razones importantes: Tener tiempo
para su mujer y para vigilar la salud de su padre. Misma que
se veía disminuida a pasos agigantados pese a sus infructuo-
sos intentos de obligarlo a cumplir las indicaciones médicas.
Apolinar se empeñaba en menospreciar los diagnósticos y
se negaba a tener una vida más apacible para su propio bien.
Arnulfo se avocó con presteza a encontrar los paliativos para
devolver la alegría a su adorada Mariana. El recóndito, vasto
y solitario “Cascabel” era demasiado huraño para una chica
que había estado siempre rodeada de gente y de familia. Y
según sus conclusiones era muy posible que ella estuviera
experimentando una sensación de encierro. Distinguía cla-
ramente los síntomas de fatiga, insomnios y pesadillas. Sin
embargo, no estaba seguro de ello, se devanaba los sesos
por entender su comportamiento y con toda su experiencia,
no podía encontrar las causas para resolver el problema.
Desconcertado la había llevado al médico en contra de su
voluntad, pero, después de examinarla y hacerle algunas
preguntas que avergonzaron al máximo a Mariana; el doc-
tor no encontró nada que explicara su estado de extremo

327
Teresita Islas

nerviosismo y melancolía. De todas formas, el médico, soli-


citó algunos exámenes de sangre para verificar que no exis-
tiera alguna infección o anemia. Mariana se encontraba muy
molesta por la intromisión a su intimidad y por supuesto no
le informó nada sobre el atraso en su período menstrual, ni
tampoco sobre las molestias que sentía en su cuerpo; había
determinado esperar para contarle sus sospechas a su espo-
so, pero tal decisión estaba supeditada a esclarecer el senti-
miento extraño de incertidumbre, miedo, confusión y hasta
enojo; ella no entendía sus emociones y mientras fuera así,
haría lo posible por mantener en secreto su estado. Salieron
del consultorio sin que Arnulfo pudiera desentrañar lo que
ocurría con su esposa. Decidió entonces llevarla, en cuanto
pudiera, a visitar a su familia. Por el momento dispuso cam-
biar un poco la dinámica doméstica, tomándose un día entre
semana para llevarla a pasear fuera del rancho.
Eran cerca de las cinco de la tarde, Mariana se sentía
feliz, tal parecía que los nubarrones se hubieran desbara-
tado y el sol le pegaba de lleno en la cara, caminaban sin
prisa, disfrutando el hermoso poblado de Santiago Tuxtla
enclavado en la sierra de los Tuxtlas. Arnulfo Acababa de
adquirir una casa en ese lugar para poder pasear a su mujer
sin necesidad de tener premura por retornar al rancho. La
joven pareja tomada de la mano, repasaba las antiguas bal-
dosas del colonial lugar. Mariana observaba con admiración
los encumbrados caserones rematados con teja, la intriga y
el misterio se respiraba en sus vetustos corredores y en su
desatada imaginación, de repente sintió gran sobresalto al
escuchar que le susurraban al oído antiguas leyendas. La
joven fascinada imaginaba que las casas le hablaban a su
paso, los grandes ventanales eran los ojos de las mismas y
sentía que al sombrear bajo sus techos le hacían un guiño de

328
Cascabel

simpática complicidad mostrando sus blancos dientes, fan-


taseando que eran los hermosos balaustres rematados con
macetas exuberantes, otras casas en cambio, se mostraban
sombrías e inhóspitas, expresaban abandono al guindarles
la hiedra del maltratado sombrero de teja. Inmersa en sus
extraordinarias cavilaciones, Mariana no tenía idea hacia
donde se dirigían, simplemente se dejaba llevar, Arnulfo la
observaba divertido y relajado, caminaron unas cuantas cua-
dras hasta detenerse frente a una alegre casa con un jardín
esmeradamente cuidado, junto a la ornamentada reja de hie-
rro se hallaba un timbre, Arnulfo lo tocó y con una sonrisa le
explicó a su mujer:
—Es la casa de una tía, hermana de mi abuela Malucha;
vamos a ver si están.
Una octogenaria mujer salió a recibirlos, los visitantes se
apresuraron a saludar:
—Buenas tardes.
Mariana tuvo la impresión que guardaba luto desde hacía
mucho tiempo, pues su vestido era negro con unos pequeños
ramitos blancos, solo le daba algo de colorido un delantal
verde seco que traía puesto, respondió con voz baja;
—Buenas tardes, ¿Qué se les ofrece?
—Tía Romelia, soy Arnulfo el hijo de Apolinar Mendoza,
¿No se acuerda usted de mí?
—¡Ah! ¡Arnulfo, muchacho! ¡Cómo no me voy a acor-
dar! Si hijo, es que ya no veo bien, tenía tiempo que no
venías a visitarme, desde la muerte de mi hermana ¡Pasen,
pasen, por favor!
Abrió la pesada reja y abrazó a ambos con cariño, después
caminó con fatiga mostrándoles el trayecto hacia la sala; ya
en ésta, señaló uno de los asientos y los invitó a sentarse:

329
Teresita Islas

—¡Siéntense, siéntense! Andan “pasiando”, me imagino


que esta muchacha es tu mujer, me dijo Matías que habías
traído la invitación de tu boda, pero yo no he andado muy
bien de salud, así que por eso no pudimos ir.
—Sí tía, no se preocupe, comprendemos perfectamente,
ya el tío Matías le había dicho a mi papá que usted estaba
algo delicada.
—Sí hijo, me caí ¡dos veces! casi no puedo caminar, me
duelen mucho las piernas, ya saben..., la edad…, los años
no pasen de balde, pero esperen tantito que voy a buscar a
Matías para que los atienda bien.
La anciana se alejó hacia el interior, mientras los visi-
tantes, esperaban pacientes en la elegante sala; la joven no
pudo menos que admirar el buen gusto en la decoración, así
como los antiguos y finos muebles tallados en madera de
cedro rojo; las cortinas eran exquisitas, tejidas a gancho con
hilo muy fino, éstas se mecían con el viento de la tarde; en el
centro de la habitación se hallaba una imponente mesa con
pedestal de tres patas, donde se exhibían hermosas figuras de
porcelana; hacia un lado llamaba poderosamente la atención
el brillante piano negro vertical sobre el que descansaba un
fino tapete blanco bordado a mano, contraste que realzaba
su color. En una rinconera, una preciosa virgen de porcelana
parecía darle al lugar un aire etéreo y sacro. Sentados en tan
exquisitos muebles y disfrutando del místico ambiente, los
jóvenes esposos, no sintieron la presencia del tío, sino, hasta
cuando escucharon su voz:
—¡Querido sobrino! ¡Buenas tardes! ¿Cómo te en-
cuentras?
Diciendo esto se acercó a Arnulfo, quién se levantó y
extendió la mano.

330
Cascabel

—¡Bien tío!, venimos a dar la vuelta y pasé a ver como


estaban.
Con una voz un tanto afectada expresó:
—¡Oh! ¡Es un placer para mí teneros en casa!
Arnulfo señalando a su esposa, respondió:
—¡Gracias! tío, mira te presento a mi esposa: Mariana
—El tío con una sonrisa le tendió la mano a la joven quien
asombrada; habló entre dientes:
—Mucho gusto.
El tío Matías, era un hombrecito ya entrado en años;
moreno, de baja estatura y de complexión delgada; tenía el
cabello lacio y usaba lentes de gran aumento; eran los culpa-
bles de que sus ojos parecieran demasiado pequeños. Vestía
una camisa blanca de manga larga, con algunos volantes
en el cuello y en los puños; su pantalón de casimir, estaba
impecablemente planchado y usaba zapatos negros de piel.
Era sin lugar a dudas un personaje pintoresco como salido
de alguna novela romántica del siglo pasado y no tan solo
por su vestimenta, sino también por sus refinados modales,
su florido vocabulario y su voz modulada. El tío de Arnulfo
caminó con elegancia y se acomodó en uno de los sillones,
cruzando la pierna con estilo; los ojos de los presentes lo
siguieron con circunspección. Como si estuviera en una obra
teatral y dirigiéndose a la anciana a sus espaldas quien ya
se había despojado del delantal, tomó aire y entreabrió sus
labios para expresar con grandilocuencia:
—¡Madre!, ¿reconocéis al heredero de Apolinar y nie-
to de vuestra hermana Luz de Gracia; del abolengo de los
Mendoza Fuentes?
La anciana respondió con una mirada de cansancio y un
revirón de ojos en señal de impaciencia.

331
Teresita Islas

—¡Ay Matías! como no lo voy a conocer; si Lucha desde


chiquito se lo traía cuando me visitaba…, y
—¡Claro! —La interrumpió para agregar:
—Hoy ha tenido la deferencia de visitarnos y le agrade-
cemos su cortesía, pero antes… ¡Perdonadme! Me he com-
portado como un bellaco al no ofreceros algo para beber,
pues seguro estoy, que debéis estar sedientos; quizás les
agradaría… ¿Un Oporto o un Amaretto?
Arnulfo volteó a ver a su mujer y le guiñó un ojo, ésta
se sentía un poco incómoda y fuera de lugar, no se había
preparado para un recibimiento con tanta pomposidad; de
todas formas, sonrió, sin saber que decir. La anciana enton-
ces interrumpió el monólogo de su hijo para despedirse con
cortesía de los visitantes:
—Bueno, hijos están en su casa, yo me voy a retirar pues
estoy un poco cansada, por favor salúdame mucho a tus
papas, diles que no se olviden de esta vieja.
—¡Claro, tía! Yo les digo —Arnulfo se levantó para abra-
zar cariñosamente a su tía, Mariana lo imitó de buena gana.
Con su pasito lento se alejó, abrió una puerta y desapare-
ció. El tío Matías junto a un pequeño mueble que le servía de
cava se encontraba en actitud contenida esperando a que su
madre desapareciera de la escena y fue hasta entonces que
cuestionó de nuevo:
—¿Qué les ofrezco? Tengo amaretto, oporto, coñac,
vino, agua mineral…
—Coñac para mí, tío y para Mariana… agua mineral o…
¿Deseas tomar otra cosa? Preguntó Arnulfo a su mujer.
—Agua mineral está bien. Respondió tímida.
El anfitrión tomó dos copas y un vaso de cristal para ser-
vir las bebidas; con gentileza y gracia las procuró a sus invi-
tados y con gran donaire tomó asiento considerándose de

332
Cascabel

nuevo ser el dueño de la situación. Arnulfo tomó un sorbo de


su bebida, para después cuestionar a su pariente:
—¿Qué problema tiene la tía Romelia con su salud?
El hombre advirtió que su invitada lo observaba con
curiosidad; explicó entonces con gran elocuencia la enfer-
medad de su madre, enfatizando su esmerada educación y
conocimiento del lenguaje:
—¡Oh mi madre! debéis disculparla, últimamente ha
estado con gran desánimo, padece de una dolencia que le
afecta terriblemente; sufre de Isípula.
Arnulfo se llevaba a los labios el licor, tal parecía que no
le incomodaba el lenguaje empleado por su tío y hasta pare-
cía reflejar cierta diversión.
—¡Por supuesto tío, no hay nada que disculpar, lo enten-
demos! Ella ya es de edad y necesita descansar, ¿Qué, dices
que tiene?
—¡Tiene Isípula! Sobrino, es decir: ¡Erisipela! que empe-
zó con una equimosis y eso la tiene en gran medida postra-
da y acongojada, pero no os preocupéis, el doctor ya le ha
suministrado los medicamentos necesarios para tan dañino
mal.
Después de ese comentario se levantó de su sillón
y se sentó junto a Arnulfo en actitud de gran confianza y
confidencia.
—Pero… pasando a otro tema, habladme de vuestras
actividades, sobrino ¿A qué te dedicáis?
El tío posó como con “descuido” su mano sobre la pierna
de Arnulfo, éste la retiró de inmediato, mientras le respondía.
—Pues… ya debes estar enterado que mi padre tiene una
lesión severa en el corazón, así que tuve que regresar a ayu-
darlo con el rancho; tengo que aprovechar muy bien cada
minuto del día porque también administro mis propiedades

333
Teresita Islas

y algunas inversiones en maquinaria agrícola, ya sabes que


hoy en día es importante diversificar y… bueno, en mis ratos
libres, le doy a la guitarra de sones.
—¡Oh, que hermoso!, es de vital importancia hoy día,
¡Enaltecer nuestros valores culturales y rescatar nuestras raí-
ces! y eso lo sabéis querido mío, porque a nosotros se nos
ha inculcado la educación desde la cuna, como sabéis, nues-
tro apellido ¡es de abolengo!, y proviene de ¡Toledo!, en la
madre patria, por ello es que con largueza brindamos nues-
tro arte y nuestro saber, como tú sabéis, estuve en el ballet
de Amalia Hernández y después estudié otras influencias en
la danza de nuestro país, cuando regresé a este terruño mío,
sentí la necesidad imperiosa de compartir mi gnosis a las
nuevas generaciones de aquí; de la Villa de Santiago Tuxtla
del Marquesado de Oaxaca y a propósito me viene a la men-
te las palabras del gran escritor español Llorenc Villalonga:
“La cultura es un bien personal. Únicamente nos llega por
el camino del cultivo propio”. Por tal razón me he dado a la
prestigiosa tarea de enseñar a cuanto alumno me lo solicite
sin importar el estrato social de donde provenga.
Arnulfo, tratando de explicarle de una manera inteligente
los aires de grandeza del tío a su joven esposa, le refirió un
poco su currículum:
—Mariana, el tío Matías estudió en España, ballet clási-
co, flamenco y además literatura, por esa razón él habla el
castellano ¡Como lo hablan en España!
Ella asintió con la cabeza aparentando mostrar especial
interés, aunque sin duda se sentía en la dimensión descono-
cida y a menudo se mordía los labios intentando contener la
risa que de pronto amenazaba dar al traste a tan circunspecta
conversación.

334
Cascabel

—¡Así es! Queridos míos, Su alteza el rey Juan Pedro de


España fue ¡Amigo personal e íntimo!
Al decir esta última palabra aleteó sus pestañas y se
cubrió la boca. Después con petulancia añadió intentando
ser convincente.
—Tuve el honor de codearme con la realeza de ese país
y de toda Europa; Y especialmente su majestad ha mostra-
do gran deferencia hacia mi persona; asistía al teatro, solo
para verme ¡Bailar! Es más, aquí en lo corto os revelaré un
secreto: El rey me ha pedido que cuando estemos a solas…,
le diga yo: “Juanito”.
—Mariana, intentó mantener su escepticismo dentro de
los márgenes que rigen los reglamentos de urbanidad, sin
embargo, sus expresivos ojos reflejaban “vergüenza ajena”.
Las descabelladas anécdotas del tío Matías no tenían prece-
dente alguno en su transitoria vida y tan solo de imaginar
a un bailarín con tan alto grado de miopía efectuando una
pirueta, la introducía en un chocante estado en donde la pos-
tulaban con letras de neón como salvaguardia de falacias o
depositaria de quimeras.
A esas alturas Mariana, estaba extremadamente marea-
da por tanto desvarío, de manera que para darse un respiro
comentó con simulada admiración:
—¡Qué hermosa casa tienen ustedes! Me encantan los
muebles antiguos y la porcelana, sobre todo esa ¡virgen!
Señaló la que estaba en la consola.
Ambos hombres voltearon hacia el rincón.
—¡Oh!, esa es una de las sesenta vírgenes que se encuen-
tran en los sótanos de casa y que han pasado de generación
en generación a los Fuentes, actualmente solo tengo expues-
ta ésta debido a lo arduo que es tener que escamondar todas.

335
Teresita Islas

Mariana podía firmar con notario, que de nuevo la exage-


ración se hacía presente; sorbió su bebida al mismo tiempo
que intentaba imaginar el tamaño del sótano para albergar
sesenta vírgenes, que dicho sea de paso no había razón algu-
na para adquirirlas, salvo que fueras el Abad de un monas-
terio; y don Matías tenía la pinta de ser todo, menos eso.
Arnulfo había terminado su trago y creyendo que ya era sufi-
ciente el tiempo de la visita comentó:
—Tío, ha sido un gran placer saludarlos y saber que se
encuentran bien, hemos estado muy a gusto en tu casa y como
siempre tu hospitalidad nos deja sumamente impresionados
y agradecidos pero debemos irnos, pues doña Hortensia nos
está esperando con unos encargos.
Al decir esto, se levantó, mientras le sonreía al tío.
Mariana miró a su marido, extrañada por tanta elocuencia y
zalamería en su lenguaje, pero, inmediatamente comprendió
que para su esposo ya habían sido suficientes el número de
mendacidades expresadas por su pariente; era hora de partir,
así que respondió confirmando:
—Sí, así es ¡me siento apabullada por tantas atenciones!
—Mariana sonreía abiertamente y Arnulfo movió la cabeza,
divertido.
Los visitantes se encaminaron hacia la entrada, pero de
pronto, a medio camino, unos fuertes golpes en la reja del
pórtico; hicieron que detuvieran su andar desconcertados,
segundos después, se escuchó una voz pastosa y altisonante
que gritaba:
—Eyyyyy ¡Ábremeeee! ¡Innncheee puto!,
Mariana tomó el brazo de su esposo asustada, reiterada-
mente el intruso vociferó sin detenerse:
—Jijo’e la Chingá ¡Que erej sordo!
Rápidamente el tío Matías contestó:

336
Cascabel

—No os preocupéis se trata del vecino; ¡Un plebeyo! ¡Un


chanflón! o insolente como queráis llamarlo. Es mejor que
no salgáis ahora, esperad un momento a que se marche.
A continuación, los golpes se hicieron más insistentes,
esta vez el hombre golpeaba con una piedra, además de tocar
con persistencia el timbre; el tío Matías sin quedarle más
remedio, intervino, mostrando una sonrisa nerviosa, pero sin
perder la compostura:
—Creo que sí, es aquí, ¡Aguardad un momento!
Arnulfo y Mariana mostraban claras señales de preocu-
pación, se mantuvieron expectantes y alertas mientras escu-
chaban como increpaban al tío:
—¡Qué te pieeeensas! ¡Maricón! ¿Por qué no abrías la
pueeeerta?, ¡Tengo hambre!
La voz del tío Matías se notaba angustiada:
—¡Callad, callad vos! ¡Que tenemos invitados! ¡Tened
clemencia!
El hombre viviblemente alcoholizado, entró dando tras-
piés; enojado aseveró:
—¡Me importa madreeee! ¡Quítateeee, déjame pasar!
Con la mirada perdida se dirigió hacia donde se encontra-
ba Arnulfo; quien inmediatamente reconoció a su tío Ismael.
Mariana pudo apreciar su rostro, físicamente era una répli-
ca de su hermano, pero su vestimenta y lenguaje ponían en
duda la noble “cuna”. El insolente ebrio, clavó su mirada
en el piso y sin prestar atención a los visitantes se dirigió
haciendo eses, hacia el interior. El tío Matías poseía un arse-
nal de subterfugios para salir airoso de cualquier complica-
ción; volvió su rostro hacia sus asombrados espectadores;
y echando la cabeza hacia atrás con exageración, soltó tre-
menda carcajada:
— JA JA JA JA JA

337
Teresita Islas

Agregó entonces con voz indulgente y afectada:


—¡El clásico “Bohemio Madrileño”!
Arnulfo de pronto empezó a toser. Mariana intentaba con-
trolar la risa y solo hasta después de unos pocos segundos
recobraron la serenidad. Se despidieron apresuradamente,
mientras, el tío con exagerada amabilidad agradecía la ines-
perada visita. Arnulfo y Mariana tomados de la mano se ale-
jaron, solo caminaron unos cuantos pasos, cuando sin poder
contenerse estallaron en carcajadas, de regreso, Arnulfo le
confió a su mujer, mientras conducía:
¿Sabes, Mariana? Las malas lenguas dicen que esa vir-
gen que te gustó tanto, se la robó de la iglesia y la casa…
¡Tampoco tiene sótano!
La visita al tío Matías le hizo sonreír ese día y muy a
menudo en los días posteriores.
Regresaron al rancho hasta al otro día y después de comer
en un elegante restaurante. Aún le esperaba a su regreso una
grata sorpresa y algo más, por qué sentirse contenta; Arnulfo
le había pedido que lo acompañara a la casa de Ramón Juárez,
porque éste quería venderle algunos becerros. Mariana, ante
la posibilidad de ver a sus pequeños amigos, enseguida estu-
vo lista y subió al auto para hacer el corto recorrido.
Los niños al ver el auto de Arnulfo corrieron a su encuen-
tro, ésta vez, más desinhibidos.
—¡Arnulfo! ¡Mariana! ¡Tenemoj oto becerrito!
Checho y Francisca abrazaron a Mariana y Matilde le
sonreía, Mariana les llevó de regalo algunos dulces y galle-
tas que apresuradamente había extraído de su despensa para
tal propósito, Ramón Juárez con mal encarada expresión les
gritó:

338
Cascabel

― ¡Chamacoj, dejen de molejtar a la señora! —Mariana


respondió de inmediato—. ¡No me molestan! A ver niños
enséñenme su becerrito.
Ellos la tomaron de la mano y la llevaron hasta un corral
alejado, ubicado al lado del arroyo que atravesaba su propie-
dad, mientras, Arnulfo y Ramón se alejaban con la intención
de negociar.
Matilde y Francisca encaramadas en los travesaños de
la puerta del chiquero extendían sus manitas para tocar al
becerro, del otro lado de la cerca una vaca observaba atenta-
mente. Mariana la vio con recelo y desconfianza. Ramiro el
hijo de Ramón de su primera mujer, quien ya tenía dieciocho
años y era todo un hombre; tenía una reata de lazar en su
mano y cuidaba de que la vaca no se acercara. Después de
unos minutos al percatarse de la mirada temerosa de la visi-
tante, se dirigió a ellos y les aseguró:
—No se priocupe señora que la vaca ej mansita.
Mariana le sonrío y cargó a Checho. También él pasó sus
deditos por la cabeza del ternero. Más tarde, Ramiro mani-
festó que ya era suficiente:
—Bueno, ya lo tocaron un rato, ahora se lo voy a soltar a
su máma pa’que coma, ¡Váyanse a jugar!
Mariana les extendió sus manos, Checho enseguida le
dio su manita y Francisca también, Matilde la siguió y de
pronto Mariana sintió que ella la sujetaba de la cintura, con-
movida y feliz los invitó:
—¡Vamos a sentarnos en las piedras del arroyo!
Ellos con gusto la acompañaron, Francisca no dejaba de
hablar y bajando el arroyo se soltó y corrió hacia la playita
donde había unas piedras y se sentó en una; la joven se aco-
modó con Checho y Matilde a ambos lados, Francisca con
aires de sabelotodo preguntó:

339
Teresita Islas

—¿Mariana, sabej que ej éjto?


En su mano había un pedacito de obsidiana que había
recogido de entre la tierra, Mariana le contestó sonriendo:
—No, ¿Qué es? —Ej un pedacito de rayo —¡Cómo! ¿De
rayo?
—Sí, cuando hay tempejtá dice mi agüelo que Dioj avien-
ta ejtas piedras negras y por eso suena tan duro, porque laj
avienta dejde arriba, eso ej porque ejtá enojao.
—¿Y por qué está enojado? —Francisca contestó—.
¡Porque noj portamoj mal!
La joven se entristeció al ver su carita compungida:
—A ver ¿Por qué dices que se portaron mal?
Sentía un nudo en la garganta.
—Porque vieramoj gritado maj juerte, pa que mi papá ya
no le pegara a mi mamita y entoncej Dioj se enojó y mandó
ese rayo y Checho se asujtó y yo también cuando cayó.
Mariana sintió que una nube negra nublaba su razón; su
ser temblaba por la furia, deseaba en esos momentos des-
pedazar a esa bestia inhumana, cerró sus ojos y tomó aire
para controlarse un poco, recordando además, que el dis-
gusto no le hacía nada bien en el estado que se encontraba;
pues cargaba en su vientre a su ansiado tesoro, después de
unos segundos se sosegó un poco y entonces les aseguró con
cariño y ternura:
¡Dios, es muy bueno y nunca se enojaría por eso! ¡Al
contrario! está orgulloso de ustedes por querer tanto a su
mamá y solo avienta esos rayos para que la tierra se ponga
blandita, blandita y puedan nacer muchas plantas y para que
haya mucho maíz para que tengan para comer las gallinas,
los “totoles”…
—Loj patos. —interrumpió Checho―. Loch borregoch,
loch cochinitos —completó Matilde.

340
Cascabel

—Así es. Y además ustedes se portan muy bien, estoy


segura.
Checho recargó su cabecita pelona en su regazo, tenía
cara de duendecillo. Su naricita era respingada como la de
sus hermanas y tenía ojitos grandes y vivarachos, al reír mos-
traba también las encías; las cejas no se le notaban pues eran
de color rubio muy claro. Los tres niñitos estaban apiñona-
dos por el sol. Francisca, al sonreír; se le hacían dos hoyitos
en sus cachetes y mostraba un tembloroso diente a punto de
caer. Sus largas y rizadas pestañas parecían abanicos, siem-
pre andaba con el cabello suelto. María, su madre, le había
comentado a Mariana que le costaba mucho trabajo peinarla
pues no le gustaba; así que tenía que amenazarla para poder
desenredarle el cabello. Matilde en cambio, era más formal
y siempre se recogía su cabellera con un coletero; no se
reía tanto como su hermana; su pequeña boquita estaba casi
siempre fruncida y sus ojos tan hermosos se notaban tristes;
Mariana, para hacerla reír; recurría a un divertido juego de
cosquillas:
—Oye chiquita, préstame tu brazo:
Ella sin dudar se lo extendió, la joven con mucho aspa-
viento le sentenció tomándole el bracito:
—¿Cuando vayas al mercado? ¡No me compres carne! ni
de aquí, ni de aquí, ni de aquí.
Ella desternillada de risa intentaba quitar su brazo, mien-
tras el dedo de su interlocutora, seguía subiendo cada vez
más hasta llegar a su axila:
—Ni de aquí, ni de aquí…, solamente ¡Por aquíiiii!
Matilde se tiró al piso riendo mientras Checho y Francisca
gritaban:
—¡A mí también, a mí también!

341
Teresita Islas

La mujer de Arnulfo continuó el juego con los otros niños


y al final los agarró a todos y las cosquillas eran en los pies,
en la cintura, o en las axilas, ella y los pequeños la estaban
pasando más que bien; Arnulfo los observó un momento
antes de acercarse, imaginaba a su adorada Mariana jugan-
do con sus propios niños; suspiró profundamente, deseando
con toda su alma que pronto hubiera risas infantiles en su
hogar; se acercó y como siempre sacó de su cartera un bille-
te y se lo dio a la mayor, ellos risueños saltaron mientras
abrazaban a ambos.
Arnulfo y Mariana se despidieron felices invitándolos
como siempre a su casa.

342
Capítulo XVII
La Arbolaria

Era más allá de la medianoche para amanecer un viernes;


Mariana lo recordaría con claridad el resto de su vida.
La esposa de Arnulfo se había acostado muy fatigada
así que el sueño pronto la venció; profundamente dormida
empezó a soñar con extraños animales que emitían ruidos
ensordecedores; finalmente, lo que creía era un sueño, la
sacó de su reposo nocturno. En la lejanía se escuchó el aullar
de un coyote y algo que parecía el gruñido de un puerco, el
ruido provenía de los corrales. Sus sentidos se alertaron e
inmediatamente se enderezó para escuchar con mayor aten-
ción. Miró el reloj sobre la pequeña mesa junto a la cama y
tomándolo en sus manos lo proyectó hacia el tenue rayo de
luz proveniente de un pequeño foco instalado en la esqui-
na del gallinero en el exterior; eran cerca de la una de la
mañana.
Hacía días que no dormía bien y por ello, durante el día
ella sentía mucho cansancio y sueño. Su única distracción
por las tardes había sido visitar a su anciana vecina para
hablar de trivialidades que no tuvieran nada que ver con
la familia de su esposo; pero Arnulfo, le había prohibido
verla desde aquella tarde cuando él había sospechado que
algún enredo se traía entre manos. Después de haber pasado

345
Teresita Islas

algunas semanas, Mariana calculó que él había olvidado el


incidente, entonces hizo un vano intento por disuadirlo:
El día anterior cerca de las seis de la tarde, ella se dispu-
so a salir a caminar como acostumbraba dentro de los lími-
tes del rancho; Arnulfo, sentado en su escritorio, la observó
caminar de un lado a otro. Indecisa y nerviosa Mariana entró
por fin a la habitación, sus ojos mostraban una falsa alegría
y con rapidez le dijo como de pasada:
—Voy a caminar un rato…voy a ver a doña Chana, al
rato regreso.
Diciendo esto le dio la espalda, solo para pararse en seco
ante la respuesta de Arnulfo quien contestó de forma tajante
y con enojo contenido:
Me parece que ya te había dicho que no estoy de acuer-
do en que salgas del rancho y mucho menos que vayas a
visitar a personas que solo pueden traerte en chismes y en
problemas.
Mariana cautelosa intentó hacerlo cambiar de opinión:
—Pero ¡Qué problemas! ¡Solo platicamos sobre el clima,
no conozco a nadie más, todo el día estoy encerrada! ¡No
voy a tardar! ¡Solo será una media hora!
Arnulfo se levantó, rodeó el escritorio y se paró enfrente
a ella, la miro fijamente a los ojos y disgustado la increpó:
—Mariana ¿Qué parte de no…vas…a…ir… no enten-
diste? ¡Quiero que comprendas de una vez por todas, que
me debes obediencia! ¡Eres mi esposa, que no se te olvide!
No puedes andar por donde quieras para dar de que hablar o
a que te falten al respeto ¿Está claro?
Los ojos de Arnulfo lanzaban destellos y su aura se tornó
crepitante, como ondas de energía de enorme intensidad. La
joven, en otro tiempo, hubiera discutido y porfiado que ella
era libre de hacer lo que le viniera en gana, pero había algo

346
Cascabel

en la mirada de Arnulfo que le ganaba el ánimo, era un sen-


timiento de fragilidad y cobardía a enfrentar su furia, pues
ahora no se trataba de ella solamente, su embarazo la ponía
en una situación de desventaja. Con sorpresa descubrió que
desconocía esa faceta en el carácter de su consorte y aun-
que se sentía frustrada; su intuición le indicaba que no era
conveniente tentar su tolerancia. Mariana no pudo sostener
más su mirada, bajó los ojos y tragó en seco, sentía que su
sangre corría muy rápido en sus venas; experimentaba una
exasperación cargada de hostilidad que la estremecía, pero
sin lugar a dudas, ésta se veía superada en magnitud por el
temor. Completamente intimidada y sometida respondió con
voz apenas audible:
—Sí…ya…entendí.
Arnulfo movió la cabeza en señal de reprobación hacia
sí mismo y solo añadió con desgano y pesar, mientras la
tomaba en sus brazos:
—¡Qué nos pasa!...¡Dios!…Mariana te amo ¡Tanto!
¡Solo quiero protegerte!
Mariana se dejó abrazar, sentía una profunda tristeza y
desazón, esta vez no derramó ni una lágrima, solo sentía un
nudo en su garganta y le costaba respirar. Se obligó a mante-
nerse quieta, mientras, Arnulfo desesperado palpaba su con-
goja, envuelto en una turbulenta sensación de culpabilidad.
La besó con infinita ternura mientras sus manos recorrían
con suavidad sus contornos femeninos y en ese placentero
suplicio, ella como siempre, se dejó llevar.
Los ruidos del exterior continuaban, Mariana observó a
su compañero quien dormía profundamente. Ahora podía
escuchar con claridad voces muy agudas que parecían emitir
una especie de aullido, inmediatamente se levantó. Suponía
que seguramente era otro de los pleitos de don Apolinar y su

347
Teresita Islas

mujer en su confrontación perpetua. Mariana se acercó a la


ventana y al seguir escuchando los gritos decidió averiguar
de qué se trataba. Con mucho cuidado, para no despertar a su
esposo, se calzó con sus sandalias y se envolvió en su sába-
na, salió de su habitación con mucho sigilo y se dirigió a la
entrada; hizo girar con lentitud la llave de la cerradura de la
puerta y dejando botada su blanca manta, salió hacia la oscu-
ra y temblorosa noche. Una niebla extraña había descendido
sobre el llano; mojando el zacate que crecía alrededor de la
vivienda. Mariana pudo sentir la húmeda y fría hierba rozan-
do sus pies. Parada en la entrada del sendero de su casa sen-
tía una profunda ansiedad y estuvo a punto de volver sobre
sus pasos a la seguridad de su hogar. Titubeó un momento,
pero después decidida se alejó más hasta llegar al camino.
De entre los arbustos sembrados al pie del corral provenía
el sonido del cacareo de una gallina; se agazapó entre la
alta zacatera y pudo vislumbrar varias figuras. Su curiosi-
dad aumentó y haciendo a un lado el temor se aproximó con
prudencia; ya más cerca, se escuchaban lamentos ahogados
y el bramido de un becerro. Su imaginación se desbocó y de
pronto su corazón dio un vuelco, había escuchado por labios
de Arnulfo historias sobre abigeato, donde al sorprender a
los ladrones; se desataba el infierno y la sangre corría provo-
cando el horror y la destrucción de familias enteras. Como
una broma de mal gusto; su cerebro rememoró las películas
de terror en donde a la protagonista le ocurrían todo tipo de
malignidades por andar de entremetida; trató de controlar
su nerviosismo y calculó la distancia que la separaba de su
morada, reconsiderando también que si Arnulfo se enteraba
de su temeridad; de seguro recibiría una buena reprimenda.
Mariana se encuclilló y avanzó hasta esconderse detrás de
un árbol de ciruela inmediato al corral, la noche se tornaba

348
Cascabel

misteriosa, el aire estaba impregnado de un apestoso olor a


zorrillo y éste incidía hasta lo más recóndito de sus sentidos.
La luna se asomaba tímidamente de entre los nubarrones;
presagiando la próxima llegada de las torrenciales lluvias.
La sensible muchacha podía presentir que esa noche era
especial; como si las fuerzas del bien y del mal se encon-
traran en su ancestral lucha y que el desenlace ocurriría ahí
mismo en ese pedacito de tierra. Esos pensamientos la ten-
taron y la sedujeron para aventurarse hacia lo desconocido,
aunque nunca ni remotamente imaginó de lo que iba a ser
testigo. Mariana atisbaba por encima de la maleza, podía
ver claramente el corral hecho de recia madera de chicoza-
pote en cuyo interior se encontraban dos mujeres; una de
ellas completamente desnuda e hincada frente a la otra. La
oscurana impedía a la joven reconocerlas, en esos momen-
tos, un pequeño haz de luz proveniente de una medrosa luna
le reveló sus identidades: Eran Obdulia la curandera y la
negra Joaquina mujer de Jordán el mayoral. Instintivamente
la curiosa chica se escondió para evitar que la descubrieran,
sentía que el corazón se le salía del pecho y comenzó a tener
inmensas ganas de orinar; obviamente era un reflejo nervio-
so. Mariana hizo acopio de fuerzas para controlar su vejiga
y se asomó con cuidado. A continuación, escuchó claramen-
te a la negra Joaquina, que vociferaba profiriendo espanto-
sas blasfemias mientras se retorcía como fiera herida; sus
convulsiones eran aterradoras y se arrancaba la ropa con
emergente furia. Su blusa desgarrada, salió volando dejando
brotar los enormes y turgentes senos y lo mismo ocurrió con
la falda y los calzones, quedando, al igual que la curandera
Obdulia; en los puros cueros como Dios las trajo al mun-
do. La piel morena brillaba del sudor que emergía de su ser,
se sacudió una vez más y su prominente nalgatorio golpeó

349
Teresita Islas

contra el suelo para darse un último y espasmódico estirón


antes de quedar inconsciente. La negra Joaquina era recono-
cida por esos rumbos como una mujer de “cascos ligeros” y
según decían: también era “arbolaria”; nombre que utilizan
en el llano jarocho para definir a una bruja que puede con-
vertirse en animal, también se comentaba, que estos seres
tenían pacto con la oscuridad, dicho arreglo les confería
dones mágicos de adivinación, de hechicería y de poder tener
a cuanto hombre quisieran; aunque era sabido, que cada vez
que el maligno les concedía un favor, se los cobraba caro,
llevándose las almas de familiares y gente que ellas le ofre-
cían como sacrificio. “En las noches una Arbolaria puede
arrancarse la piel y convertirse en el animal que desee y a
menudo se les ve en forma de enormes pájaros parados en
los árboles anunciando muerte” Mariana había escuchado
ésta historia por boca de la anciana Chana su más cercana
vecina; por tal razón se encontraba en extremo asustada. De
pronto, a sus espaldas escuchó unos pasos que se acercaban,
Mariana se adentró entre la hierba sin importarle el zumbido
de los mosquitos. Su pulso se aceleró y sin poder aguantar
más; se orinó en ese mismo lugar. El caliente líquido escu-
rrió hasta sus pies; se quedó quieta y contuvo la respiración,
el hombre pasó de largo sin percatarse de su presencia, lle-
vaba encendido un mechero; entró al corral y ensartó éste en
el “bramadero” que se encontraba muy cerca de las mujeres.
La anciana Obdulia mostraba unos flácidos senos que seme-
jaban pellejos deslucidos. Su esquelético cuerpo era similar
a una planta seca y marchita que temblaba por la más ligera
brisa. Llevaba en su mano derecha una daga y en la otra
sujetaba de las patas a una gallina “cambuja”; alzó el rostro
hacia el cielo y lanzó una especie de conjuro seguido de un
grito y con fuerza levantó el cuchillo degollando al ave de

350
Cascabel

una sola tajada. Junto a la bruja, la negra Joaquina comenzó a


convulsionar y de pronto se levantó danzando grotescamen-
te; agitaba los brazos y brincaba. La vieja Obdulia le rociaba
la sangre de la gallina que escurría a chorros empapando la
oscura piel de la mulata. Al caer las últimas gotas; soltó el
cadáver del ave y tomó unas ramas de albahaca para tallar-
la. La negra Joaquina parecía gemir de placer, se acariciaba
el cuerpo con las manos y parecía que algún ente invisible
la poseía. Con extrema voluptuosidad y con movimientos
ondulantes mecía sus caderas mientras abría sus piernas y se
agachaba colocando su cabeza entre ellas; sacaba la lengua
pasándola por sus labios con expresión jadeante. Obdulia no
detenía su ritual y sus hechicerías; sacó de un morral un bre-
baje escupiéndolo a chorros sobre Joaquina. Mariana, bajo el
resguardo de la flora silvestre experimentaba un total horror
y desconcierto. Sentía la boca seca y estaba paralizada por
la impresión, nada que hubiera vivido en su vida, la habría
preparado para lo que presenciaba en esos momentos, sus
piernas no respondían cuando intentó moverse para alejarse
de ahí. El hombre que había llegado después, observaba la
escena sin perturbarse incluso aparentaba estar disfrutando
del turbio y satánico ritual; entonces lazó el becerro que se
encontraba dentro del corral y del cual Mariana no se había
percatado y lo ató a un extremo del mismo. Sus disolutos
ojos contemplaban a la negra Joaquina cuando ésta se movía
con sensualidad. En un rápido movimiento se bajó los pan-
talones y sujetó al becerro por detrás y comenzó a mover-
se. El animal bramaba y reparaba intentando zafarse pero el
inmundo hombre lo sujetaba con fuerza; continuando con su
asquerosa perversión. Mariana al presenciar la repugnante
degeneración, no esperó más; una catártica corriente eléc-
trica salió de su cuerpo haciéndola reaccionar; se quitó con

351
Teresita Islas

cuidado sus húmedas sandalias para evitar hacer el mínimo


ruido y retrocedió aun inclinada. Con la ayuda de una nube
que oscureció el lugar, huyó con el cuerpo encorvado y el
rostro desencajado por el espanto; no supo cómo avanzó el
último trecho, llegó sofocada hasta la puerta de su hogar,
que había dejado entornada; entró en silencio y a oscuras
cerrando la puerta tras de sí, sin pensarlo llegó hasta el baño
y abrió la ducha. No pudiendo sostenerse más tiempo de pie
se encuclilló, el llanto que experimentaba era incontenible.
Abrazaba sus piernas intentando sobrepasar el miedo que la
estremecía; la tibia agua caía en su cabeza, de pronto, la luz
se encendió y Arnulfo apareció junto a ella. Con cariño la
abrazó sin importarle el agua que escurría sobre ellos, intri-
gado y angustiado le cuestionaba que le sucedía; Mariana
solo respondió entre sollozos:
—¡Tuve una pesadilla!... ¡Una pesadilla!

352
CapítuloXVIII
Alba

—Yo dejé aquí unos camarones y los ¡Conté!, eran veintisie-


te, ¡Nadie más ha estado aquí!, así que fuiste ¡Tú!
Hasta afuera se escuchaban los gritos de Alba; la herma-
na de Arnulfo, quien en ese momento regañaba a la pobre
Felipa, ésta con los ojos asustados movía su cabeza negan-
do, de pronto se soltó a llorar y salió corriendo rumbo al
gallinero, seguida de la mirada de compasión de Juana, la
cocinera. Ésta ya con anterioridad había trabajado para los
Mendoza y conocía de sobra los alcances de cada miembro
de la familia. Sin un atisbo de piedad, la despiadada mucha-
cha continuaba gritándole desde la puerta con un palillo en
la mano:
—Ven acá, que te voy a revisar el hocico para demostrar-
te que tengo razón, a mí no me vas agarrar de pendeja!
Mariana presenció el hecho y con reprobación y enojo
la desafió con la mirada, ella burlona; le reviró los ojos y se
metió a la casa.
En esos momentos la inicua muchacha, se sentía dueña y
señora del “Cascabel” pues don Apolinar y doña Hortensia
no se encontraban. Felipa, la joven sirvienta de rasgos muy
indígenas y complexión fuerte; había llegado de “Arroyo
Largo”; una pequeña comunidad a tan solo diez kilómetros
de Tres Zapotes, su padre trabajaba también en el rancho

355
Teresita Islas

como ordeñador y según don Apolinar debía algunos “muer-


titos”. Pascual, como se llamaba, había vengado la sangre de
su padre “Polilla Hernández”; conocido abigeo de la zona,
quien fue asesinado a manos de “Licho Tadeo”. Una noche,
cuando Licho regresaba en su caballo de Tres Zapotes,
Pascual le tiró desde el monte y lo mató con una escopeta
cuata, sin percatarse que un poco atrás en otra montura, el
nieto de Tadeo se acercaba y lo había reconocido, así que sin
tocarse el corazón, también asesinó al niño, que solo tenía
doce años.
Pascual, tenía tres hijas y a todas las tenía trabajando
de criadas. Mariana al conocer la historia por boca de su
marido, no se atrevía siquiera a verlo a los ojos cuando por
casualidad se cruzaba con él. Arnulfo decía que su padre le
daba trabajo porque “Polilla Hernández” había sido siempre
leal a los Mendoza, sin embargo, ella pensaba que jamás
podría confiar en alguien que se hubiera atrevido a matar a
un niño.
Iban a dar las seis de la tarde, era domingo y ese día no
estaba el mayoral, así que Mariana apresuró el paso para
ayudar a su marido a encerrar a los becerros; se dirigió a la
vega de zacate estrella de África, que se encontraba frente al
corral y abrió la puerta como le había enseñado Arnulfo. Los
becerros al oír el golpe de la puerta se encaminaron directo
a la salida, casi sin necesidad de arriarlos buscaron el corral.
Arnulfo la observaba sonriente, esa era una actividad que no
presentaba ningún riesgo y que además les daba la oportu-
nidad de caminar un poco. Aseguraron la puerta y los bece-
rros quedaron dentro. Arnulfo tomó a Mariana de la mano
para regresar a su hogar, cuando se escucharon nuevamente
los gritos e insultos de la descomedida Alba, que ya había

356
Cascabel

agarrado de su puerquito a “Fela” solo que esta vez, Arnulfo


estaba presente:
—¡Apúrate! ¡Ayy porque eres tan bruta!, ¡Calienta el
estofado que quiero comer! ¡Ah! y hazme agua de limón,
pero antes te lavas bien las manos, porque todos ustedes
¡Indios! son ¡Re puercos!
Arnulfo sin decir una palabra soltó a su esposa y furioso
entró a la casa azotando el mosquitero. Mariana afuera se
quedó esperando sin saber qué hacer. Hasta afuera se escu-
chó claramente la voz de su marido sentenciar:
—¡Alba! ¡Qué crees que haces! ¡Es la última vez que te
escucho maltratar a esta muchacha! ¡Oíste!
—¡Tú no te metas, Idiota! ¡Yo la estoy corrigiendo, por-
que todo lo hace mal!
Mariana asustada entró a la cocina y pudo ver como
Arnulfo, preso de un profundo enojo, zarandeaba a su her-
mana mientras le advertía:
—¡O te callas o te callo! Tú elijes ¡Aquí no eres nadie
para mandar! ¡No me colmes la paciencia!
La brutal fuerza contenida en los brazos de Arnulfo, hizo
que Alba se abstuviera de decir nada más, Arnulfo entonces,
la soltó bruscamente haciéndola trastabillar y ordenó, diri-
giéndose a la cocinera:
—¡Juana! ¡Que Tule y Felipa te ayuden a limpiar la coci-
na, cenen y guarden todo. Y después ¡acostarse todo mundo!
Mis papas van a llegar tarde Y… ¡Alba! si quieres cenar
¡Háztelo tu misma! y ¡cuidadito y pides que te lo hagan!
La cocinera con un gesto de satisfacción le contestó al
joven patrón:
—Sí, don Arnulfo, como usté diga.
Alba encolerizada, dio la media vuelta y se dirigió a sus
habitaciones, seguramente que se iría a la cama sin cenar.

357
Teresita Islas

Arnulfo respiró profundamente, más calmado pero aún


negando con la cabeza. Intentaba encontrar la serenidad que
había perdido por causa de su hermana, hasta que de pronto,
se percató de la presencia de su mujer. Mariana permanecía
callada y pensativa, nunca había presenciado una exacerba-
ción tan intensa en su marido y estaba asustada, lo veía con
sus enormes ojos, sin atreverse a hablar. Arnulfo sintió su
temor y dirigiéndose a ella extendió su mano y le dijo:
—Vámonos, amor ¡Ven!
Ella se acercó un poco nerviosa, intuitivamente puso la
otra mano en su vientre, brindándole protección al ser que
sentía que crecía dentro de ella y salieron juntos de regre-
so a su casa. El sol se estaba ocultando tiñendo de reflejos
dorados y rojos el firmamento, pero el hermoso atardecer no
era apreciado por ninguno de los dos. Él permanecía callado
y Mariana no se atrevía a interrumpir sus pensamientos, de
hecho, ella iba inmersa en los propios. Deseaba con toda su
alma nunca tener que ser el blanco de la cólera de Arnulfo,
pues percibió durante el antagonismo, que había estado
muy cerca de perder el control, todavía no se explicaba
cómo había podido contener la violenta furia que irradiaba.
Entraron a su casa y Arnulfo buscó el refugio de su peque-
ña oficina, Mariana no lo siguió, en cambio, se sentó en la
pequeña sala. Instantes después escuchó que él la llamaba,
se paró en la puerta temerosa, esperando su permiso para
entrar:
Arnulfo extendió su brazo y ella se acercó, después, con
un solo movimiento la sentó en sus piernas mientras la estre-
chaba con ternura y le decía a manera de explicación:
—¡Qué te pasa, no me tengas miedo! solo estaba un poco
molesto, Alba suele ser muy difícil de tratar, siempre rebel-
de y grosera, créeme que si no me ve enojado no se hubiera

358
Cascabel

calmado, no es la primera vez que maltrata a las muchachas,


con los años se pone cada vez peor ¿Entiendes?
Mariana asintió, y Arnulfo aprovechó para unir sus
labios, meciéndola tiernamente, finalmente la soltó y ella
para escaparse le dijo:
—¡Voy a hacer algo de comer!
Arnulfo asintió y le dedicó una sonrisa, ya estaba sereno
y calmado.
¿Cómo explicarle a su marido que ella no estaba acos-
tumbrada a esas espirales de rabia y arranques ordinarios
que tan frecuentemente presenciaba en su familia? ¿Cómo
podían insultarse y seguir como si nada hubiera ocurrido?
Mariana se dispuso a preparar la cena, ésta siempre era
ligera, consistía principalmente en sándwiches, burritos o
quesadillas, acompañados de alguna bebida caliente, así que
con rapidez hizo unas quesadillas y preparó café, poniendo
además pan dulce. Sirvió la mesa y se disponía a hablarle
a su marido, cuando desde afuera escuchó el llanto de un
hombre seguido de un llamado desesperado:
—Aghhhh, Aghhhhh, ¡ARNULFOOOO, PATROOOON!
En un minuto Arnulfo ya estaba en la sala y mientras apa-
gaba las luces como acostumbraba, contestó:
—EEEEYYYYY, QUE FUEEEE
—Soy yo, Sabino patrón, quiero hablar con UJTÉ.
AGHHHH AGHHHH —Gemía con inusitado abatimiento.
—Espérame, ahorita salgo.
Arnulfo contestó desde adentro al reconocer a su traba-
jador, dándole a continuación órdenes a Mariana de no abrir
la puerta por ningún motivo. Entró a su estudio y sacando
su pistola de uno de los cajones, la insertó en su cintura,
poniéndose encima una camisa holgada. Salió asegurándose
de cerrar la puerta detrás de él, Mariana asustada se pegó

359
Teresita Islas

a un lado de la ventana para poder escuchar mejor lo que


ocurría:
—PATRON, PATROOOON, NO PUEDO VIVIR SIN
ELLA, ME ENGAÑA, ME ENGAÑAAAAAA, AGHHHHHH
El muchacho lanzaba desgarrador llanto como si fuese
un niño, Arnulfo intentaba apaciguarlo tanto como pretendía
averiguar la causa de su decadente estado emocional:
—¡Cálmate! Muchacho, pero…, si mira, estás has-
ta la hupa de borracho, que te pasó, no te puedo entender
¡Cálmate!
Sabino, se limpió los mocos con el dorso de la mano y
entre suspiros de sentimiento, con su enredada lengua ador-
mecida por el alcohol le contó a Arnulfo:
—Ay patrón ¡si supiera ujté! la Tule era mi novia, la dej-
graciá, noj ibamoj a casá en doj mesej!! aghhhhhh,aghhhhh,
toncej yo la ejpié anoche que se fue acostá, ya era tarde y
como casi iba a ser mi muje, puej no le vi na malo verla en
su cuarto, aghhhh, aghhhh ¡Yo le juro patroncitoooo, que lo
que le digoooo ej la pura verdaaaa! Aghhhh, aghhhhh, ton-
cejjj, que me asomo a la ventanaaa aghhhhhh, aghhhhhhhh,
aghhhhaaaa, y que veo aghhhhh ¡que me sale gallo, galli-
naaaaaaa!... ejtaba con su hermana la Alba, encueradaj laj
doj, aghhhhh, haciéndose cochinaj, se tallaban y se tallaban
laj puercaj, me engañaaaa con una mujeeeer, aghhhhhh,
aghhhhh, yo que creíba que era pura, me dijo que nai-
den la vía tocao, aghhhhhh, pero ora me sale manflora,
aghhhhhhhh, nooooooo yo la quero no sé qué tomaron esaj
mujerej pa hacé esaj cochina’as aghhhh.
El hombre se agachaba hasta el suelo contraído de dolor,
Arnulfo se encontraba petrificado, solo hasta después de
unos minutos logró reaccionar:

360
Cascabel

—Sabino ¡Escúchame! te casarás como lo habías planea-


do, todo va a salir bien, mañana hablaré con Tule y con Alba,
¡Estoy seguro que estaban borrachas!, pero hay una condi-
ción ¿Me escuchas?
—Sí, Sí Patroncito, LO QUE ME DIGA, AGHHHHH
Arnulfo bajó la voz:
—¡No le cuentes a nadie lo que pasó, ni lo que viste! O…
¿Ya se lo contaste a alguien?
—NOOOOOO, a naiden si eso me da re te harta
verguenzaaa.
— Entonces…, cálmate y vete a tu casa, te prometo que
el fin de semana ya estarás casado con Tule.
—sí, sí, patroncito, graciaj, graciaj, YO LA QUIEROOOO
AGHHH AGHHHHHH
—Sí, Sabino y cuidado y dices algo, anda vete, que estás
muy borracho, mañana en la tarde hablamos.
—Sí, Sí, AGHHHHH, AGHHHHH, aghhhhh,
aghhhhhh….
El Hombre se alejó de la casa trastabillando hasta llegar
al camino y como pudo, se montó en su caballo. Arnulfo
entró a su casa, su mujer con mucha disposición le había
abierto la puerta de inmediato. Encendieron las luces, ella
había escuchado toda la conversación, no escucharla hubie-
ra sido imposible con los gritos que el hombre profería.
Mariana sabía que las aseveraciones de Sabino estaban bien
fundamentadas y las implicaciones eran en extremo graves.
Si don Apolinar se enteraba, Alba podría pasarla muy mal.
No tenía idea de lo que iba a hacer Arnulfo con esa informa-
ción, ni como lo solucionaría. Ella prefirió no cuestionarlo
al respecto, dirigiéndose a la cocina con timidez le preguntó:
—¿Quieres cenar?

361
Teresita Islas

Arnulfo lo pensó un momento y asintió, se sentaron


a comer en silencio, finalmente el la miró a los ojos y le
expresó:
—¡Problemas! Mariana. Que mañana tendré que resolver.
—Lo sé. Contestó con comprensión su mujer.
—Dime Mariana, tú estabas en la misma universidad de
Alba, incluso te conocí en la fiesta que ella hizo en su depar-
tamento ¿Sabías de sus inclinaciones sexuales?
Mariana asombrada le contestó enseguida:
—¡No! ¡Claro que no! Ni siquiera estábamos en el mis-
mo semestre, cosas así… se mantienen muy en secreto, nun-
ca lo hubiera imaginado, ella se ve tan… normal.
Arnulfo la miró pensativo unos momentos y después le
aseguró:
—Está bien, Mariana, te creo, vamos a dormir que ya
tuvimos suficiente por hoy.
Se acostaron abrazados como siempre, pero después de
un rato, Arnulfo con cuidado dejó a su bella esposa durmien-
do y se levantó inquieto; no podía conciliar el sueño debido a
las nuevas vicisitudes que habría de enfrentar. Salió hacia la
calmada noche y se sentó en el corredor de su hogar, tratan-
do de encontrar la solución. Arnulfo que había vivido tantos
años en la capital, no le causaba extrañeza el enterarse de
personas que les gustaba mantener relaciones homosexua-
les, éstos estaban entre sus condiscípulos, maestros, clientes,
vecinos y para él, no representaban ningún problema, inclu-
so sus preferencias nunca habían sido causa de objeción
para mantener con ellos relaciones cordiales. Respetaba sus
formas de vida, mientras que no afectaran la suya o le falta-
ran al respeto. Ahora, se encontraba en una encrucijada muy
difícil de resolver, pues conocía de sobra a sus padres; jamás
aceptarían que Alba eligiera este tipo de vida. También le
preocupaba que el disgusto minara aún más la salud de su

362
Cascabel

progenitor, de cualquier modo, primero tenía que hacer valer


la promesa que le había hecho a Sabino. Temprano en la
mañana, tendría una larga conversación con su hermana y
con Tule, misma que pronosticaba sería en extremo desa-
gradable… Arnulfo tomó aliento, sus pensamientos se posa-
ron ahora en su mujer, habían tenido ciertas discrepancias
que atribuía a los naturales ajustes de una pareja de recién
casados, advertía que ella era en extremo sensible e impre-
sionable, que su ingenuidad y juventud le hacían cometer
errores, además poseía cierta rebeldía en su carácter, que no
era ya sorpresa pues tenía conocimiento de ello desde que
eran novios y fue precisamente esa peculiaridad lo que lo
indujo para que con mayor tesón se propusiera el conquis-
tarla. Doblegar su carácter y dominarla hasta convertirla en
una sumisa y obediente esposa no sería tarea fácil, ni tam-
poco eran sus planes…, pues había comprobado que podía
subyugar esa distintiva fuerza tan emotiva; con tan solo el
calor de sus besos. Recordó también algo que lo sorprendió
y que le daba esperanzas despertando una profunda emo-
ción en él, presentía que pronto sería el padre de un her-
moso bebé, había notado desde hacía días que su mujer se
tocaba el vientre repetidas veces, sobre todo cuando sentía
que hacía un esfuerzo o estaba nerviosa, era un movimiento
intuitivo, de protección; también había observado que sus
senos habían crecido y el sostén parecía quedarle pequeño;
al mismo tiempo ella se había quejado en los últimos días,
que por no hacer ejercicio, estaba engordando. Sonriendo,
ante la hermosa perspectiva olvidó sus preocupaciones y
empezó a sentir sueño, quizás pronto se resolvería todo en
su recién comenzado matrimonio, ansiaba tener una perfec-
ta armonía y total confianza de uno en el otro. Regresó a la
cama y cubrió con su cuerpo en forma protectora a su mujer
presintiendo que en el lecho ahora eran tres almas…

363
Capítulo XIX
Jordan

El grito de los vaqueros arriando ganado despertó a Mariana,


eran cerca de las seis de la tarde, había aprovechado que se
encontraba sola para dormir una siesta, los últimos días sen-
tía que el sueño la dominaba, la mayor parte del tiempo esta-
ba desganada y por las mañanas le costaba levantarse. Ese
día muy temprano, Arnulfo había salido rumbo a San Juan;
un poblado que estaba como a quince kilómetros del rancho.
Había ido a buscar el “hato” de novillos para engorda, que
don Apolinar, el día anterior había adquirido “al bulto” y
ahora parecía ser que por fin los vaqueros habían regresado.
Mariana se asomó a la ventana ansiosa por ver a su espo-
so, quien antes de irse, le había sugerido en un tono que
no admitía réplica; quedarse en casa y no abrirle la puerta
a nadie. Así que la joven permaneció todo el día aislada,
situación que parecía estarse volviendo una costumbre, aho-
ra, deseaba ávidamente platicar con alguien. En el camino
real pudo ver pasar a los vaqueros arriando el ganado rumbo
al corral. Los animales se veían gordos y sanos, era obvio
que don Apolinar había hecho un buen negocio, pues com-
pró los setenta y cuatro novillos a muy buen precio. Él se
había enterado por información obtenida de trasmano, que
Filemón Castillo los vendía porque necesitaba dinero para
una operación. Entre los vaqueros reconoció enseguida a

367
Teresita Islas

Arnulfo quien se destacaba siempre por su erguida figura


sobre su caballo alazán. En varias ocasiones lo había obser-
vado en plena faena y se notaba su destreza en el arte de
la lazada; al preguntarle la joven como había aprendido, su
marido le contó que le había enseñado el mejor vaquero de
la región: su tío Fidencio, quien era primo de don Apolinar.
Fidencio era hijo “natural” de don Nicanor Mendoza, her-
mano de don Francisco, por tal razón carecía de los privile-
gios que gozaban sus medios hermanos. Ser hijo ilegítimo lo
descalificaba para heredar la tierra o recibir cualquier bene-
ficio, así que el pobre hombre había pasado su vida traba-
jando en los ranchos de sus parientes ricos. Arnulfo le contó
también que era uno de los pocos vaqueros que aún sabían
lazar como era debido, su experiencia se debía a que desde
una edad temprana empezó a hacerlo y esa particularidad
le costó un dedo de la mano. Fidencio apenas contaba con
diecisiete años, cuando ocurrió el renombrado percance que
le hizo ganarse el apodo de “Mocho”.
Arnulfo ya le había narrado con lujo de detalles el inci-
dente; ese día necesitaban lazar a un toro de más de quinien-
tos kilos y como siempre, el tío, adelantándose a los demás
vaqueros, fue el primero en tirarle el lazo al animal para
inmediatamente después darle vuelta a la “cabrestilla” en el
pomo de la silla. Esta maniobra requiere de extremo cuida-
do, pues es tan fuerte la fricción, que en la primera vuelta
le chorrea el humo calentando reata y madera, es entonces
cuando se escucha un poderoso zumbido, debido al efecto
de la reata al escurrirse, dicha reata se vuelve tan peligrosa
como una sierra eléctrica. En ese momento, antes de dar la
segunda vuelta, el joven Fidencio no levantó el dedo pul-
gar y en un instante el accidente casi le cuesta la vida, pues
por el dolor de la amputación, siguió con su montura a un

368
Cascabel

lado del animal y el caballo no resistió la fuerza del jalón,


entonces bestia y hombre cayeron. Afortunadamente para su
tío el caballo no lo aplastó. Arnulfo al notar que Mariana se
interesaba por el relato le había explicado ahondando en el
tema; que en el arte de la lazada, nunca se debe lazar y seguir
a un lado del animal; se debe correr en forma perpendicular
y tirar al toro de costado, o bien lazarlo de frente e irlo fre-
nando poco a poco si no se tiene el espacio suficiente. Estas
y otras anécdotas, le había contado Arnulfo a Mariana y al
hacerlo se le notaba el agrado y el afecto que le confería a
su tío. Mariana estaba enterada que el tío Fidencio, le había
enseñado a ser un vaquero con todas las habilidades que el
oficio requería, como: montar, lazar, maniar, ordeñar, herrar
e incluso hasta a hacer nudos, cuestiones que don Apolinar
resentía pues él nunca las había aprendido.
Mariana recibió a su esposo contenta e inmediatamente
le requirió todos los pormenores de su viaje, mientras le ser-
vía la cena. Arnulfo entre bocado y bocado le contaba lo más
relevante, que se resumía en una travesía sin ningún contra-
tiempo. Mariana un poco desilusionada, le mencionó que se
había sentido muy sola sin hablar con nadie y lo mucho que
le gustaría pasarse unos días con su madre, punto que hubie-
ra sido mejor no tocar, pues Arnulfo quizás por el cansancio
le contestó con impaciencia y de muy mala manera:
—¡Mariana! ¿Es menester que te recuerde a cada momen-
to, que tu deber es estar a mi lado y en tu casa? ¡Haz algo
que te mantenga ocupada! Y de una vez por todas ¡Entérate!
¡Que sola no vas a ningún lado!
Mariana sintió mil alfileres en su rostro, le ardía la cara de
vergüenza por el regaño, parecía como si Arnulfo la hubie-
se conocido en un burdel; pues no confiaba en lo absoluto
en ella. Después de tan tajante reprimenda, ella permaneció

369
Teresita Islas

callada; no quería enfrentar su enojo, pero dentro de su ser


empezó a germinar el resentimiento y la impotencia. La
joven después de levantar los platos de la mesa, se refugió
en la cocina y mientras lavaba los trates; las lágrimas escu-
rrieron por sus mejillas. Se sentía totalmente incomprendida
y marginada, de pronto en su angustia, le surgió la idea de
abandonar todo este mundo con el cual no compaginaba;
abandonar a Arnulfo y tratar de rehacer su vida. Mariana
sentía que lo amaba y nunca dejaría de hacerlo, pero le dolía
que a él no le importaran sus querencias, deseos, ideas y ade-
más también le había coartado lo que a ella más le importaba
en la vida: La libertad para decidir y hacer lo que le viniera
en gana y con la que gozó toda su existencia hasta el momen-
to de desposarse. Arnulfo deseaba que fueran cumplidas sus
órdenes y deseos; las decisiones sobre su vida matrimonial
solo le concernían a él, en más de una ocasión lo dejó cla-
ro: Ella le debía obediencia absoluta. Mariana, de pronto,
percibió todo claramente; debía decidir si el amor era más
importante que su libertad y su dignidad de mujer… no fue
necesario que lo pensara mucho, ahora sus pensamientos se
enfocaron hacia lograr su preciada liberación. Calculó que
su partida sería aparentemente fácil en uno de esos días que
la dejaba sola, pero necesitaba un lugar en su natal Veracruz
donde cobijarse, pues su familia jamás aprobaría su deci-
sión e incluso corría el riesgo de que la desconocieran como
hija. También necesitaría encontrar trabajo, pero esa función
quedaba por el momento descartada, pues nadie contrataba
a una mujer embarazada; y aunque no había confirmado aún
su estado con pruebas de laboratorio, habían transcurrido ya
dos períodos de retraso, así que era muy probable que den-
tro de poco su abdomen empezara a crecer. Se sintió depri-
mida al contemplar sus limitadas posibilidades de lograr su

370
Cascabel

independencia, también hizo sus cálculos en cuanto a sus


finanzas, poseía algunas joyas que Arnulfo le había obse-
quiado, pero con ellas solo lograría sobrevivir unos cuantos
meses; eso, si las vendía bien. Mariana hubiera podido aho-
rrar algo en sus pocos meses de casada, pero había confiado
plenamente en su esposo y gastaba todo lo que le daba; se
odió por ser tan tonta. Después de unos minutos sintió detrás
de ella la presencia de su marido y el corazón se le parali-
zó, creía que él podía leer sus pensamientos; respiró con la
boca abierta para controlar la ansiedad y nerviosismo, en
esos momentos sus manos jabonosas soltaron un vaso de
cristal que lavaba y éste se golpeó en el fregadero rompién-
dose. Uno de los pedazos tocó la piel de Mariana causándole
una leve cortada. Al brotar la sangre, Arnulfo detrás de ella,
tomó rápidamente la mano de su mujer y la enjuagó en la
llave abierta, hasta que la sangre dejo de fluir; era una herida
pequeña y la joven no le dio importancia, pues era mayor su
preocupación por ocultar sus pensamientos y su embarazo.
Arnulfo, preocupado por la herida, rápidamente la condujo
hasta el baño. Abrió el armario y tomó una gaza estéril para
cubrir la herida, mientras lo hacía, permanecía concentrado
sin demostrar su anterior enojo. Su esposa en actitud sumisa;
se dejaba curar concentrada en fingir completa rendición.
Apretaba los labios callada, su instinto le indicaba que no era
el momento para ninguna confrontación. Inconscientemente
se portó cauta y recelosa; ya había recibido claros y suficien-
tes avisos de advertencia del extremo dominio y posesividad
de su marido en cuanto a ella se refería. Esto había cambiado
sus expectativas y en momentos como éste, ansiaba no haber
sido tan ingenua de haberle entregado su corazón.
Esa noche por primera vez, fingió estar profundamen-
te dormida; cuando Arnulfo después de bañarse se recostó

371
Teresita Islas

junto a ella, permaneció quieta, aun cuando sintió los labios


de él besar con ternura su frente.
Mariana le había costado dormirse y solo hasta que escu-
chó la acompasada y profunda respiración de Arnulfo, logró
relajarse. Pensaba en sus disparatados planes de huir y entre
más los analizaba más difícil le parecían, pero de todas
formas, no los descartó. Empezó a preparar su estrategia;
intentaría comunicarse con su mejor amiga, Idalia, la próxi-
ma vez que fuera a Tres Zapotes, pues estaba segura que
ella la ayudaría; también comenzaría a ahorrar, pero sobre
todo, Arnulfo no debía descubrir su embarazo, porque de ser
así todo se complicaría más. Mariana cavilando en sus pla-
nes no sintió cuando el sueño ocupó su mente para hacerla
descansar.
Unos golpes en la puerta de entrada la despertaron, abrió
los ojos y la luz entraba a raudales por la ventana; el reloj
marcaba las nueve de la mañana; se había quedado dormida.
Los golpes continuaron en la puerta y ella de un salto se
puso sus sandalias y se asomó a la ventana aun adormilada;
era Fela la muchacha que trabajaba con su suegra. Con la
voz ronca por el reciente despertar le contestó:
—¡Fela! ¡Qué pasa?
—Doña Mariana, me manda don Arnulfo pa’ que la
ayude.
Mariana un poco confundida por el apelativo de “Doña”
le contestó:
—¿Para que me ayudes?
—Sí, ahora voy a trabajar acá, eso me dijo.
—¡Ah!
Mariana contestó con asombro y procedió a abrir la puer-
ta, al hacerlo sintió un leve dolor en su dedo y recordó su
pequeña herida, tal vez la ayuda solo era por eso.

372
Cascabel

La joven Felipa sonreía tímidamente al entrar, luego


se dirigió a la cocina y esperando las órdenes de su nue-
va patrona se paró junto a la estufa, Mariana no sabía que
decirle, cerró la puerta y se sentó en la sala, la sirvienta le
preguntó:
—¿Quiere que le haga unoj huevoj?
Mariana la miró con sorpresa, pues aunque era una ado-
lescente se notaba que dominaba mejor que ella las artes
culinarias, entonces respondió:
—Sí, sí, ahí fíjate en el refri, prepara algo…
Después de la escueta orden, la joven patrona se levantó,
necesitaba urgentemente una ducha para quitarse el sueño;
Arnulfo no tardaría en llegar.
El agua caliente le caía en el rostro despejando las telara-
ñas y los malos pensamientos, a la luz del día no parecía tan
trágico lo que le ocurría, tomó el jabón untándolo lentamen-
te en su esbelto cuerpo, al pasarlo por sus senos, sintió un
ligero dolor y notó que éstos habían crecido cuando menos
una talla más, su abdomen antes totalmente plano; parecía
ahora estar inflamado, sabía, que dentro de poco su emba-
razo se empezaría a notar. Mariana abrió de nuevo la llave
de la regadera y enjuagó su cuerpo jabonoso; se volvió de
espaldas para sentir el golpe del agua, cerrando sus párpa-
dos para disfrutar el delicioso masaje, de pronto, abrió los
ojos sorprendida al sentir unas manos tocar con avidez sus
pechos, mientras un cuerpo desnudo se plegaba a ella con
urgente necesidad, Arnulfo se despegó solo para decirle al
oído:
—¡Eres tan bella! Mi amor, ¡Eres mía!
Arnulfo se inclinó y besó sus labios, mientras explora-
ba con sus manos el cuerpo de su mujer en forma íntima.
Mariana, al sentir sus caricias, pensó con infinito dolor; que

373
Teresita Islas

si ella lo abandonaba, jamás volvería a sentir el placer que


le procuraba cuando le hacía el amor; era como una droga,
siempre anhelaba más y más, borrando de su mente sus pro-
pósitos primordiales, su ideología y su ansiada libertad.
Con extremada ternura y cuidado, Arnulfo pasó el jabón
por el cuerpo de su esposa y de pronto le preguntó:
—Amor ¿Cuándo fue tu última menstruación?
Mariana sintió que su corazón se le saldría e instintiva-
mente se cubrió el busto y frotó su cuerpo para enjuagarse,
mientras le contestaba sin verlo a los ojos:
—Creo que la semana pasada… ¿Por qué?
—Pues, porque te noto diferente, tus senos están más
grandes ¿No te parece?
Mariana precipitadamente salió de la ducha, enrollán-
dose en su toalla, mientras le contestaba tratando de sonar
despreocupada:
—No, estás equivocado, creo que estoy…, igual, bueno,
nuestro cuerpo cambia después de casarse ¿No?
Mariana huyó con rapidez del baño, mientras Arnulfo la
observaba con fijeza.
Fela había preparado unos exquisitos huevos acompaña-
dos de tocino, había calentado el comal y ya tenía hechas
una docena de tortillas, además había exprimido unas naran-
jas y sobre la mesa estaba lista una jarra llena de jugo; en
la estufa hervía ya el café despidiendo un exquisito aroma.
Mariana y Arnulfo se sentaron en la mesa y ávidos degus-
taron todo lo que la muchacha había preparado, Arnulfo le
sonreía con una mirada extraña, su mujer pretendió no darse
cuenta, al finalizar, Arnulfo le preguntó:
—¿Te gustaría ver como hierran el ganado?
Mariana ni siquiera lo pensó, se aburría inmensamente
en la casa.

374
Cascabel

—¡Sí! Sí me gustaría.
—Muy bien, ponte un pantalón y botas porque hay lodo
en el corral.
Mariana, como siempre se puso sus pantalones holgados,
su camisa de cuadros y sus botas. En unos minutos ya estaba
lista y siguió a su marido rumbo a la faena, olvidando el
resentimiento del día anterior.
El corral construido de recia madera de corazón de moral
y chicozapote aún tenía una treintena de animales esperando
ser herrados. Antes de entrar, Arnulfo le indicó a su mujer:
—Súbete a la baranda para que veas mejor, pero no te
vayas más allá de la cerca pues en la vega estamos soltando
a los toretes.
Mariana obediente, se subió a los travesaños del recio
corral, emocionada por presenciar algo que nunca antes
había visto.
Con mucho interés siguió paso a paso el procedimiento.
El enorme corral estaba dividido en dos, de un lado esta-
ban los novillos sueltos; un vaquero a caballo lazó uno y lo
jaló llevándolo a través de la “manga” (un estrecho pasaje
que conduce al corral principal) para posteriormente atarlo
al bramadero; un recio palo clavado en el centro del mismo,
en cuya parte superior le habían dejado dos pequeños brazos
que formaban una Y para facilitar el amarre. Entonces otro
vaquero de “a pie” con una reata corta realizó un maneo, es
decir, primero ató las patas traseras y después las delante-
ras con la misma reata, de tal forma, que el animal caía sin
poderse mover, los dejaban así unos cuantos minutos, mien-
tras lazaban otros para hacerles la misma operación. En una
esquina del corral, en leña seca, se calentaban los fierros,
éstos con leña debajo y por encima, se calentaban de forma
uniforme. Después de unos diez minutos cuando ya tenían

375
Teresita Islas

seis toretes maneados, el tío “Mocho” con un guante de cue-


ro (el mismo que usaba para lazar) tomó uno de los fierros
que irradiaba un color rojo debido a la alta temperatura y
lo pegó en el costado trasero del primer torete, para seguir
con el segundo y el tercero. Cuando el fierro se enfriaba lo
cambiaba por otro. Los animales bramaban espantosamente
cuando sentían la candente tortura y algunos hasta defeca-
ban del dolor. Mariana empezó a sentirse mal, pues el vien-
to estaba contra ella y le llevaba el olor a pelo quemado.
Las náuseas la inundaban y se bajó del travesaño del corral,
intentando controlarse. Permaneció ahí viendo a pesar de su
malestar, después, el Tío Fidencio tomó una filosa navaja y
cortó la bolsa de los testículos de uno de los toretes, con la
mano sacó el huevo, haciendo la misma operación con el
otro testículo, finalmente les echaba sal para cauterizar la
herida. Mariana al ver la sangrienta escena no pudo más, su
exquisito desayuno se había malogrado. Caminó unos cuan-
tos pasos, con la intención de alejarse de ahí, se agachó y
volvió el estómago, estaba pálida y sentía que se iba a des-
mayar. Los vaqueros concentrados en su labor no se percata-
ban del estado de la joven y proseguían la faena, Arnulfo, sin
embargo, de vez en cuando la observaba y al verla alejarse
del corral se dio cuenta de la situación, llegando junto a ella
enseguida:
—¡Mariana! ¿Te sientes bien?
—Sí. Ya me siento mejor —Le contestó aún pálida,
Arnulfo la tomó de la cintura y le dijo:
—Creo que te llevaré a la casa, no te ves bien.
—¡No! ¡No! Estoy bien, fue el olor del pelo quemado lo
que me revolvió el estómago ¡Pues acabamos de desayunar!

376
Cascabel

Arnulfo la sujetó con ambos brazos y pudo apreciar como


el color regresaba a las mejillas de su mujer y aunque no
estaba conforme añadió:
—Está bien, pero si te sientes mal, me haces una seña y
te llevó a la casa, ya falta poco para terminar.
Mariana asintió y se acercó a la baranda pero no se subió
en ella. Arnulfo se alejó para seguir con su tarea, la voz de
don Apolinar se escuchó fuerte del otro lado del corral:
—¡Lencho! ¡No pierdas el tiempo! ¡Que’l tiempo es oro!
Como dicen los gringos ¡Chingadamadre!
El Cacique regañaba a los vaqueros que aún no desem-
peñaban la faena correctamente, como aquel que supiera
mucho al respecto.
—¡Tú, Jordán lázate de una vez los que faltan! Que el
que temprano se moja, lugar tiene de secarse.
El tío Fidencio se acercó a la baranda del corral en direc-
ción a Mariana, llevaba en una mano una cubeta y pasando
ésta por entre los travesaños del corral, le pidió:
—Mariana, ten la cubeta con las criadillagh llévala a la
casa y dilegh que te den otro traghte por favó.
Mariana tomó el recipiente por el asidero del mismo, sabía
que contenía los testículos de todos los toretes que habían
castrado. Apretó los labios y sin verlos, caminó en dirección
a la casa grande, tratando de contener las náuseas. Apenas
había dado unos cuantos pasos, cuando de pronto, un golpe
seco hizo retumbar la tierra. Un grito fuerte y desesperado se
escuchó en el llano, segundos después los vaqueros gritaban
y el tío Fidencio junto con todos los que estaban en el bra-
madero se volaron hacia el otro lado del corral donde estaba
la entrada de la “manga”. Rufino gritaba pidiendo ayuda.
Mariana, puso la cubeta en el piso y corrió hacia la parte tra-
sera del corral, lo que vio fue horrible; Jordán se encontraba

377
Teresita Islas

tirado y convulsionaba; sacudiendo su cuerpo incontrolada-


mente; los hombres trataban de reanimar al vaquero:
—¡Jordán! ¡Jordán!, aguanta ¡Jordán!
—¡Denle aire, denle aire!
Con los sombreros le soplaban, pero éste no dejaba de
sacudirse; de repente, abrió desorbitadamente los ojos y la
boca con desesperación, para tomar aire y se dio un grotes-
co estirón, para después quedarse quieto. La sangre empezó
a escurrir por sus labios entreabiertos; todos los que esta-
ban presentes, comprendieron que Jordán había muerto.
Un silencio espantoso inundó el lugar… Mariana temblaba
como una hoja y de pronto todo le dio vueltas, las piernas
se le doblaron y cerró los ojos sintiendo que se desvanecía,
pero un poco antes de caer inconsciente, sintió los brazos de
Arnulfo que la levantaron, después se sumió en una profun-
da oscuridad y no supo nada más…
Mariana abrió los ojos, se encontraba en su cama y
Arnulfo junto a ella le hablaba, un fuerte olor a alcohol se
percibía en el ambiente, en aquel instante recordó el acci-
dente del corral. Se llevó las manos al rostro y comenzó a
llorar, Arnulfo se sentó junto a ella y la abrazó. Le murmu-
raba al oído palabras tiernas y se culpaba por haberla dejado
estar en la faena. Mariana se refugió en su pecho, mientras
derramaba abundantes lágrimas con un profundo sentimien-
to; el rostro del desgraciado vaquero quedo grabado en su
mente, y sin poderlo evitar revivió aquella noche de hechi-
cería, donde seguramente la negra Joaquina había marcado
el destino de su consorte.
*
Oí zumbar la cabrestilla
cuando el toro hizo estampida,

* Décima de José Ángel Gutiérrez Vázquez

378
Cascabel

dispuesto a jugar la vida


le chorreó el humo a la silla;
con un ocho en la canilla
el toro jaló de frente,
Jordán arrendó muy fuerte
y la suerte lo determina:
Pues se echó el caballo encima
y ahí mismo encontró la muerte.

379
Capítulo XX
La Venta

Los gritos eran enloquecedores y las mentadas de madre se


escuchaban hasta los cobertizos. Eran cerca de las seis de la
tarde, Mariana pretendía ignorar el escándalo que se desata-
ba en la casa “grande”.
Como siempre, se dirigió hasta el pastizal para ayudar a
Arnulfo con los becerros, abrió la “puerta de golpe” y los
dóciles animales enfilaron rumbo al corral, ya Arnulfo los
esperaba; cuando entró el último, cerró éste, amarrándolo
con la reata. Mariana estaba cada vez más nerviosa, de pron-
to, se escuchó el estridente sonido que hace una silla al caer,
los gritos de doña Hortensia y de don Apolinar se confundían
con el llanto de Alba. Arnulfo con el ceño fruncido negaba
con la cabeza sin pronunciar palabra; los gritos continuaban.
Arnulfo, advirtió que su mujer lo veía con preocupación y
azoro por lo que se dirigió hacia ella y la abrazó; con seguri-
dad y convicción intentó sosegarla:
—¡No pasará nada! Quédate tranquila, será mejor que me
esperes en la casa, tengo que ayudar a aligerar un poco la
situación, no te preocupes.
—¿Que no se preocupara? ¿Había escuchado bien?
¡Dios! ¡Esa casa era de locos!
—Pero… ¡Tú! ¿Por qué vas a entrar? ¡Tengo miedo!

383
Teresita Islas

Arnulfo le sonrío, a pesar de escuchar el altercado en la


casa de sus padres, seguro de sí mismo, le garantizó a su
mujer que todo estaría bien, logrando que se apaciguara,
Mariana entonces le contestó:
—Está bien ¡No tardes! Te espero en la casa.
Arnulfo como siempre le besó la frente y ella se retiró del
lugar, caminaba lentamente, escuchó la puerta del mosqui-
tero cuando se cerró después de que Arnulfo había entrado.
Mariana sabía el porqué de dicho escándalo, estaba segu-
ra que todo tenía que ver con el extraño y repulsivo visitante
de la semana anterior…
Arnulfo sin extenderse en explicaciones, le había comu-
nicado a su mujer que almorzarían en casa de sus padres
y que probablemente llegarían algunas visitas, así que su
joven esposa se vistió con sumo cuidado ese día, eligiendo
un sencillo y femenino vestido que le llegaba cerca de los
tobillos, se calzó con unos cómodos zapatos de piso y se ató
el rebelde cabello en una cola. Arnulfo la esperaba impa-
ciente, hecho que sorprendió a Mariana y le hizo analizar
el raro comportamiento de su esposo; era claro que algún
asunto le estaba molestando. Por supuesto le hubiera gusta-
do saber más al respecto, pero no deseaba recibir una mala
contestación, pues Arnulfo insistía en separar los problemas
familiares de su matrimonio. Así, sin atreverse a cuestionar
nada, observaba todo, siempre callada como simple espec-
tadora. Tomados de la mano se dirigieron hacia la antigua
casa. Estaban a solo unos metros de la misma, cuando el
ruido de un motor les hizo voltear, apresuraron el paso y
llegaron al mismo tiempo que la poderosa camioneta de
ocho cilindros, con cristales polarizados que por su aspec-
to parecía recién comprada. La puerta del acompañante se
abrió y de ahí bajó un hombrecito pequeño como de sesenta

384
Cascabel

años; vestía una camisa descolorida y gastada; iba descalzo


mostrando unos pies con los talones partidos y muy mal-
tratados; en la cabeza usaba un sombrero de pajita y en su
mano izquierda, sujetaba unos botines de mejor aspecto que
la demás indumentaria. Mariana no le prestó mayor atención
suponiendo que era algún trabajador del conductor; éste,
bajó con calma del vehículo. Era un hombre rollizo de unos
treinta años con un bigote ancho y espeso que usaba pan-
talones de mezclilla; ostentaba un cinturón con una hebilla
enorme en forma de herradura; la camisa se notaba recién
planchada. Sin duda su apariencia no fue lo que más impre-
sionó a la mujer de Arnulfo, sino el revolver que ostentaba
en su cintura. Ambos se dirigieron hacia la entrada y don
Apolinar salió a recibirlos:
Con su voz pastosa y gruesa les dio la bienvenida:
—¡Don Eleazar Espinoza! ¡Gusto de recibirlo en ésta su
casa!
La sorpresa de la recién casada se dibujó en su rostro
cuando don Apolinar estrechó la mano del hombre mayor
que vestía con harapos, Arnulfo en voz baja le dijo a su
mujer a manera de explicación:
—El señor es Eleazar Espinosa, uno de sus ranchos colin-
da con el Cascabel.
Mariana en anteriores conversaciones, había escuchado a
don Apolinar hablar con resentimiento de dicho personaje;
el tema giraba siempre alrededor de la cuantiosa fortuna que
poseía y la forma en que no aprovechaba tal ventaja. Don
Eleazar era un hombre riquísimo, tenía como seis ranchos y
cientos de cabezas de ganado, pero por su apariencia; podía
haber pasado por un mozo de ordeña.
El viejillo sonrió mostrando que le faltaban algunos dien-
tes, su mirada era recelosa y ladina volteó a ver al joven

385
Teresita Islas

matrimonio; extendió su brazo, saludando primero a Arnulfo


y después a su mujer, quien levemente rozó la encallecida
mano, para retirarla apresuradamente, pues sentía sobre ella
su mirada lujuriosa. Por supuesto, el impropio proceder no
pasó desapercibido por su marido; ya que con prontitud se
interpuso bloqueando con su cuerpo la lasciva mirada, des-
pués con aparente amabilidad, empujó levemente al invita-
do para dirigirlo hacia la entrada. El viejo sonriendo ante la
clara manifestación de celos de Arnulfo, entró seguido de su
acompañante, quien mantenía una expresión adusta y ape-
nas y había meneado la cabeza en señal de saludo.
El viejillo agradeció el recibimiento sin dejar de sonreír:
—Graciaj, graciaj, mira Polo, ya conocej a mijo Andréj.
Trabaja conmigo puej en estoj tiempoj ej difícil confiar en
alguien.
—Como no, don Eleazar, mucho gusto Andrés —Doña
Hortensia adelantándose dijo:
—Pero ¡Pasen, pasen que están en su casa! —Don Eleazar
contestó—. Nomás péreme tantito que me voy a poner laj
botajg.
El hombre se dejó caer en uno de los sillones de la sala
y sin vergüenza, como si hubiera estado en su casa se puso
sus botines, mientras todos observaban el proceso. Arnulfo
se notaba molesto y su mujer sorprendida, en cambio don
Apolinar y Hortensia parecían cascabelitos alegres y ner-
viosos. Don Apolinar sacó su mejor coñac y lo ofreció a
sus invitados, quienes aceptaron con gran alegría y se los
bebieron de golpe, como quien toma una cerveza fría en un
día caluroso. Mariana sentada a un lado de su esposo los
observaba, en ese momento su suegra con una deslumbrante
sonrisa se dirigió a ella:

386
Cascabel

—¡Mariana! Hija ¿Me ayudas acá con la comida por


favor?
Con extrañeza Mariana vio a su esposo, esperando su
aprobación y éste le dijo en voz baja:
—Ve con mi mamá y quédate en la cocina.
La joven se levantó siguiendo a su suegra y ya en la coci-
na, se percató que no había servidumbre, pero la comida
estaba lista y no había nada que hacer; era obvio que doña
Hortensia pretendía entretenerla para dejar a los hombres
solos. Hortensia puso todos los cubiertos recién lavados en
la mesa y le pidió a su nuera que los secara, ésta se sentó en
la cocina y con calma pasaba el paño por cada uno de los
utensilios, mientras escuchaba la rara conversación que se
suscitaba en la sala:
—…sí, Polo, el gana’o orita caba de bajar, así que ej
tiempo de hacerse de novilloj, yo acabo de comprar unaj
cuantaj, nomaj pa’ aprovechar, porque como decía mi apá
“Si te compran: Vende y si te venden: Compra”, así me he
hecho de algunos cientoj de cabezaj que tengo aquí nomáj
en mi rancho que colinda con el tuyo. Por cierto que había
unaj vacaj tuyaj en mi terreno, pero le dije a mi mayoral que
nomaj te avisara y que compusiera la cerca.
Don Apolinar se hizo el desentendido y cambió la pláti-
ca, pues sabía de sobra que muchas veces había engordado
becerros en el terreno de su invitado, maniobras que Arnulfo
reprobaba y que derivaban en agrestes discusiones.
—Y dígame don Eleazar como va todo por allá por Mata
de Cañas, me dijeron que está muy seco, todavía no se han
deja’o venir las lluvias…
—Así ej, Polo, pero el tiempo egjta muy cambia’o, dicen
que egte año va cair maj agua que nunca.

387
Teresita Islas

—Pues si es así, hay que prepararse, yo este año sembré


unas hectáreas de caña, si se viene el agua espero que la
agarre arriba, ¡Claro!, que eso no es nada cuando uno tiene
otras inversiones y bien repartido todo, también acabo de
comprar un hato de novillos a Filemón Castillo y lo tengo
engordando en la vega del “trapiche”, la ordeña nomás sirve
pa’completarse uno.
—Así ej Polo, yo también me he cuidao mucho de no
gajtar maj, vivo a lo pobre pa’ahorrar y que mij hijoj tengan
herencia, como sabej mi mujer se murió… Que Dioj la ten-
ga en su gloria (Se persignó con actitud mustia e hipócrita) y
ora… ¡Maj que nunca me hace falta una mujer! que me sepa
querer y atender, uno no sabe eghtar sin hembra… ¡Claro!,
que la mujer que bujco debe ser de por acá que sepa laj cog-
tumbrej, pero debe ser joven, porque la vida del campo ej
dura, yo egtoy dijhpuejhto a dejarla bien, si llego a faltar,
por supuejhto a su familia le daría unoj pocoj de novilloj que
a mí me sobran…y también le dejaría un rancho... ¡Ejte que
colinda con el tuyo! ¡Faltaba máj!
—¡Claro que se comprende! ¡Don Eleazar, usté necesita
una mujer que lo atienda bien y que sea de clase! ¡Que sepa
administrarse pa’que la riqueza no se pierda!
—¡Ujté si me comprende don Polo! yo ya no ejtoy muy
joven que digamos, así que quiero llevar una vida tranquila
y feliz loj añoj que me queden, que ejpero sean varioj, por-
que como hombre: ¡Puedo responder toavía!, no se crea, a
veces, ¡Me siento de veinte!
Al escuchar el sesgo que estaba tomando la conversación,
Mariana frunció el ceño pensando en que el hombre estaba
trastornado ¿Quién se casaría con él aunque tuviera mucho
dinero? A ella le parecía asqueroso; tenía la apariencia de
¡un cadáver viviente!, sus ojos se asemejaban a los de un

388
Cascabel

gavilán; hundidos entre unos pómulos salientes y huesudos;


su enorme nariz curva y caída casi tocaba el labio superior y
que decir de su sonrisa que era más bien una mueca grotesca
con esos dientes picados y amarillos; su apariencia era de
completo desaseo. Mariana estaba convencida que su rique-
za la había amasado por ahorrar en jabón y pasta de dientes
¡Solo una bruja desesperada se casaría con él!
Mariana continuó con su tarea de secar los cubiertos,
tratando de tardarse lo más posible. La conversación se vio
interrumpida por doña Hortensia quien los invitó a pasar a
la mesa. Las dos mujeres sirvieron los alimentos y después,
se sentaron a la mesa. Mariana junto a Arnulfo, observaba
de soslayo como el hombre devoraba la comida sin ningún
atisbo de civilidad. Masticando con la boca abierta y usando
las tortillas como servilletas mismas que después ingería.
Tal escrutinio le costó tener que levantarse como un resorte,
debido a las profundas náuseas que en ese momento la inva-
dieron. Para disimular, tomó su plato vacío y fue directo al
lavadero. Doña Hortensia se encargó de recoger el resto de
la vajilla y Mariana se encargó de lavar con extrema calma
los trastes, no deseaba de ninguna forma regresar al come-
dor, en donde la conversación ahora se volvía nebulosa y
dantesca:
—Puej, como le decía mi apreciao Polo, ya ej tiempo
de que me bujque una nueva ejposa ¡Pa que mande en mij
propiedadej!
Andrés, el hijo de Don Eleazar seguía malhumorado y sin
opinar nada, su silencio se traducía en inconformidad por las
intenciones de su padre; de cualquier forma su malestar pare-
cía no inhibir en lo absoluto a su progenitor quien seguro de
sí mismo continuaba con su intencionada conversación. Don

389
Teresita Islas

polo parecía perseguir el mismo propósito y su voz contenía


una profunda emoción y nerviosismo.
—Yo también le he dicho a mi hija Alba: ¡Quiero que te
cases con un hombre maduro!, que sepa cómo tratar a una
mujer, alguien ya sazón que no te va’ndar con falsedades,
que te tratará como te lo mereces, pues eres una Mendoza,
así moriría yo tranquilo… sabiendo que estarás bien, econó-
micamente hablando ¿verdad?…, pues hoy en día hay una
chamacada que no tiene oficio ni beneficio y nomás quieren
burlarse de las muchachas y que los mantengan.
Arnulfo apretaba los labios y respiraba entrecortadamen-
te. Mariana desde la cocina podía ver a su esposo en un esta-
do de desasosiego, que se reflejaba en su incomoda postura.
Don Eleazar estimulado por la atinada respuesta de su inter-
locutor, respondió con más confianza y emoción:
—Puej ¡Polo! Precisamente…, de ese asunto, quería
hablarte…., yo conojco a tu hijita Alba desde hace mucho…,
¡Siempre me ha parecido una mujer recatada, sobria en su
vejtir y muy inteligente! y ahora que ya ej mujer…, se ha
puejto maj hermosa que nunca…, te lo digo con ¡Mucho
rejpeto! si ella…, acektara ser mi ejposa yo con gugjto
pondría uno de mij ranchos a su nombre…., como te dije,
por supuesto si tú ejtaj de acuerdo…., y solo… ¡Si ella lo
desea!…, yo ya biera podido hacerme de cualquiera otra
mujer …, pero tu sabej ¡Que el matrimonio!, ej algo muy
serio…, solamente a una verdadera mujer hay que darle el
apellido y todo lo que viene con él…
Mariana creyó que no había escuchado bien, su corazón
tembló y su rostro se encendió ¡No podía dar crédito a lo que
estaba presenciando! estaban hablando de casar a Alba con
ese asqueroso sujeto, quien parecía ¡Estar adquiriendo una

390
Cascabel

vaca más, para su rancho! Don Apolinar con la satisfacción


pintada en el rostro se apresuró a contestar:
—Pero... Eleazar ¡Claro que me gustaría emparentar con-
tigo! Eres un hombre cabal y sé que la tratarías ¡como una
Mendoza se lo merece! ¡Estoy seguro que mi hijita Alba se
sentirá muy honrada en recibir esta propuesta!
Don Eleazar mostró una vez más la sonrisa desdentada y
amarillenta, en su mirada se apreciaba ya la expectante ansía
de quien se saborea anticipadamente un exquisito manjar.
Arnulfo ante los acontecimientos se levantó de su silla y sin
añadir nada, se retiró de la sala conteniendo su disgusto, a
nadie le incomodó su arrebato, éste se dirigió a la cocina y
llamó a su mujer:
—¡Mariana! ¡Vámonos!
Mariana lo siguió y ya afuera tomó su mano como siem-
pre, los dedos de Arnulfo la asieron con fuerza, ella per-
maneció callada, llegaron a su hogar y él se encerró en el
estudio. Mariana en su recámara, encendió la televisión tra-
tando de distraerse. Ya era de noche cuando la puerta del
cuarto se abrió, Arnulfo con una copa en la mano se sentó en
el lecho matrimonial, su mujer bajó el volumen del monitor
y esperó a que él le hablara:
—Hace años…, le advertí a Alba, que se portara bien…,
que no le diera motivos a mi padre para casarla, como hizo
con Luz…, nunca me escuchó, siempre encontraba la forma
de enfurecerlo y llevarle la contraria. Ayer todavía, traté de
intervenir, de convencer a mis padres para que desistieran
de sus intenciones de casarla con Eleazar, pero los rumores
sobre las…digamos, preferencias sexuales de Alba ya se han
regado, Tule ahora dice que Alba la obligó a tener relaciones
con ella y ya mis padres se enteraron, a toda costa quieren
callar las habladurías de la gente y creen que casándola con

391
Teresita Islas

Eleazar, ya nadie se atreverá a seguir chismorreando, nadie


quiere problemas con ese cretino.
Mariana le respondió intrigada:
—Pero… don Eleazar ¿No sabe lo que se dice de Alba?
—¡Claro, que lo sabe! Pero ¿Tú crees que le importa?
Un tipo como él, que ya está en la vejez, con su apariencia y
con pretensiones de emparentar con alguien de cierta clase
¡Claro que no le importa! Estoy seguro que desde hace años
la quiere para él y ahora es su oportunidad, así que no la iba
a desaprovechar. Sé que mi hermana no es lo que digamos
una virgen casta y pura, pero no se merece que la obliguen
a casarse con quien no lo desea, pero…, si no acepta lo que
mi padre le propone, no podrá continuar bajo este techo.
Ella deberá por su cuenta salir adelante, yo la podría ayu-
dar, incluso hasta darle un empleo…, pero la conozco, está
acostumbrada a tenerlo todo, a las comodidades. Tú viste
como mis padres le han pagado lo que ha querido, estudios
en colegios caros que desaprovechó, ropa, viajes ¡No creo
que le agrade depender de un sueldo y sufrir incomodidades!
Me duele decirlo, pero mi hermana es sumamente vanidosa
y floja, hará un gran escándalo cuando le digan que se tie-
ne que casar, pero casi estoy seguro…, que aceptará con tal
de no trabajar. Si se resiste…, tendrá que mantenerse, por
supuesto, yo la apoyaré; pero no creo que tenga la voluntad
y la fuerza para ser independiente.
Arnulfo bebió su trago pensativo y triste, puso el vaso
en la mesa de noche y se recostó junto a su mujer. Mariana
con solidario gesto lo abrazó cariñosamente y se alegró de
que Arnulfo confiara en ella y compartiera por primera vez
su opinión sobre su familia. También se permitió congra-
tularse de que ellos hubieran podido elegirse uno al otro,
se sintió segura en sus brazos y recordó al pequeño ser que

392
Cascabel

se anidaba en su vientre, entonces estuvo tentada, al sentir


su abatimiento, de confesarle su estado, pero en los últimos
segundos se arrepintió, se acurrucó a su lado, cerró los ojos
y decidió esperar.
Mariana orientó sus pasos hacia su hogar deseaba no
escuchar los gritos de Alba y menos los de don Apolinar,
pero aún no se alejaba lo suficiente como para no escuchar
como abofeteaba a su hija mientras le gritaba:
—¡Chingadamadre! Si yo digo que te casas con Eleazar,
es porque ¡Así será!, y no quiero más discusiones, debes
sentirte afortunada que un viejo tan rico como él te quie-
ra como su esposa, después ¡de las cochinadas que todo el
mundo habla de ti! Con el tiempo aprenderás a tolerarlo, ¡No
sé dónde tienes la cabeza! ¡No seas pendeja! ¡Si él se muere,
tú quedas dueña de todo! ¿Que no ves que ya tiene una pata
en el panteón? ¡Dicen que tiene cirrosis!
El llanto de Alba se escuchó más callado, como si el
orgullo y el coraje dieran paso a la impotencia, o tal vez,
como había dicho Arnulfo, ella era un ser pusilánime que no
podía lidiar con la responsabilidad de tener que mantenerse.
Sin duda, esos eran los pensamientos de la descompuesta y
llorosa muchacha, su materialista ser, encontró consuelo en
las posibilidades económicas que le conferiría ser la dueña
de las posesiones de Eleazar Espinoza. También consideró
la posibilidad de que en unos años la muerte le otorgara el
regalo de dejarla viuda y con gran fortuna, para hacer lo que
le viniera en gana. Por su parte don Apolinar también tenía
sus planes y la codicia se reflejaba en ellos, descubriéndole a
su mujer sus pretensiones aun antes de que su hija estuviera
de acuerdo con el destino escogido para ella:
—¡Por fin, se me va hacer tener las tierras de la laguna
de Teponahuazapan! Además ahora vamos a emparentar con

393
Teresita Islas

Eleazar Espinosa, que tiene ¡tantísimo dinero! Ah, pero eso


sí, antes de darle a mi hija, tendrá que poner el rancho a
su nombre y casarse por bienes separaos ¡A mí no me va a
agarrar de tarugo! Porque ese Eleazar dicen que es… ¡Muy
re mañoso!
Doña Hortensia por su parte, solo manifestaba que tenía
mucho que hacer, tendría que ver lo de la fiesta, la lista de
invitados, el banquete, el pastel, la iglesia y los adornos,
también planeó que irían a México para que Alba escogiera
su vestido de novia. De repente entre sus disertaciones y pla-
nes señalaba nerviosa:
—¿Y si Alba no quiere?
Don Apolinar declaraba tajante:
—¡Claro que va a querer! Faltaba más, que una hija mía
no me obedezca, cuando la he mantenido ¡Desde que nació!
Mariana se tendió en la cama, hundió la cabeza en la
almohada, cerró su mente y sus ojos hacia el exterior, la
desolación la invadió, sentía un profundo temor, no estaba
segura si su amor sería suficiente para soportar vivir junto
a esos seres monstruosos. No deseaba compartir el mismo
aire que ellos respiraban. Se quedó muy quieta, mientras las
lágrimas resbalaban por su rostro. Angustiada y aprensiva
esquivó los sórdidos hechos que presenciaba en su actual
vida de casada; regresó el tiempo a su infancia y como cuan-
do era niña, entonó apenas con un susurro una dulce melodía
que le cantaba su abuela, dejándose después arrullar por el
sonido de su propia respiración.

Ya no te asombre mi canto
que entre tanto desvarío,
al querer llorar, yo canto,
al querer cantar, yo río.

394
Cascabel

Surge con poder y brío


ese canto, no esperado
y es de mi espíritu aliado
y me permite sin prisa;
Confundirme con la brisa
¡En un cielo Anubarrado!

395
Capítulo XXI
Secretos Revelados

Mariana se había levantado pese a que experimentaba una


extraña sensación en su estómago, se lavó el rostro y aún
en bata, se dirigió a la cocina. Preparaba el desayuno, inten-
tando concentrarse. Felipa su ayudante, aun no llegaba, con
cuidado quebró el huevo para dejar caer el contenido sobre
el aceite caliente, tapándolo enseguida antes de que alguna
explosión del mismo saltara sobre ella quemándola; después
de unos segundos extrajo el huevo frito y lo colocó en un
plato. Se disponía a repetir la misma operación, cuando el
aroma del huevo cocinado llegó hasta su nariz, de pronto
una profunda repulsión y unas incontenibles ganas de vomi-
tar se hicieron presentes, no sabía que le acontecía, pero la
horrible sensación la hizo correr hasta el baño y comenzó a
volver el estómago, expulsando los jugos gástricos ya que
ni siquiera había probado alimento a esa hora. Se enderezó
agotada y se enjuagó la boca, regresó a la cocina, el olor
del huevo le parecía insoportable, era increíble la terrible
afectación que la acometía, corrió al baño de nueva cuenta
y esta vez se hincó sujetándose de la taza mientras volvía el
estómago por las incontenibles náuseas; el olor del aceite
quemado llegaba hasta ella; había olvidado apagar la estufa,
eso le provocó nuevos espasmos imposibles de controlar, la
joven en su desesperada situación; no escuchó el sonido de

399
Teresita Islas

la cerradura al abrirse, ni a su esposo que entraba sorprendi-


do al ver el espeso humo que saturaba el ambiente y que pro-
venía de la cocina, él de inmediato cerró la llave de la estufa
y cuando se preguntaba donde estaba su mujer, escuchó los
inconfundibles accesos de vómito. Arnulfo se apresuró para
llegar hasta donde ella se encontraba. Mariana no podía ni
hablar porque de nuevo le asaltaban las ganas de vomitar.
Arnulfo mojó una toalla de manos y la puso en su frente, le
dio a oler alcohol y eso pareció ayudar a que disminuyera el
horrendo malestar que soportaba, con cuidado, la ayudó a
levantarse, a la sazón y sin ningún esfuerzo la levantó entre
sus brazos y la llevó a su lecho. Mariana sostenía con su
mano la torunda mojada en alcohol muy cerca de su nariz,
su esposo junto a ella, la abrazaba con ternura; en ese ins-
tante, Mariana se sobresaltó, su cerebro comenzó a dilucidar
la causa de su malestar y se sintió expuesta, había tenido
especial cuidado en ocultar su embarazo y ahora el mareo
quizás la había delatado. No estaba segura que tanto conocía
su marido sobre los síntomas, así que haciendo un último
intento por disfrazar la verdad le dijo cerrando los ojos para
que él no percibiera lo que deseaba ocultar:
—¡No debí de haber comido tanto queso, ayer en la
cena!, creo que me hizo daño.
Arnulfo lanzó una profunda carcajada y la besó en la fren-
te, mientras la acomodaba entre sus piernas, sentado detrás
de ella; con ambas manos comenzó a sobar con mucho cui-
dado el abdomen de su amada, ella tragó en seco antes de
preguntarle:
—¿Por qué te ríes?
Arnulfo le murmuró cerca de su oído:
—¡Mi amor! Te amo tanto ¿No te has dado cuenta que
vamos a ser papás? Tu cuerpo ha cambiado, amor, hace días

400
Cascabel

que lo sé, tus caderas, tus senos, incluso hasta tu carácter,


solo que no me habías querido decir que te ha faltado tu
período o ¿No?
Mariana no sabía que contestar, solo asintió y agregó con
culpabilidad:
—Yo no quería..., decirte, hasta no estar segura.
Arnulfo experimentaba una gran felicidad, así que ni
siquiera le refirió al respecto, solo le indicó con ternura que
debía haber confiado en él, cuestionándola con inmenso
cariño:
—Mi amor ¿Hace cuánto tuviste tu último período?
Mariana no quiso parecer como una mentirosa, así que
solo le contestó sin certeza.
—No lo sé, tal vez…, veinte días o no sé…, perdí la
cuenta.
Arnulfo sonriente, la acariciaba, mientras le decía:
—¡No importa! cuando te examine el doctor, sabremos
con seguridad las semanas de gestación de nuestro pequeño,
ahora solo tenemos que cuidarte, no debes preocuparte de
nada.
Mariana escuchó las últimas palabras y apesadumbrada
reflexionó que en esos momentos estaba más intranquila que
nunca, si antes, Arnulfo había sido intimidante, totalitario y
posesivo ¿Cómo la trataría a partir de ahora? Esperaba que
no se volviera obsesivo y enervado, temía que la sofoca-
ra con alguna de sus tácticas de dominación o con algunas
otras “reglas” y sanciones, aún más difíciles de soportar que
su soledad y reclusión.
Un suave beso la despertó, Mariana abrió los ojos, su
marido la miraba embelesado y ella se enderezó en la cama;
solo bastaron unos segundos para que las horribles náuseas
se presentaran, el baño se había convertido en su segundo

401
Teresita Islas

hogar, estaba exhausta y no podía comprender como es que


nacían tantos chiquillos con tan desagradables síntomas.
Arnulfo le proporcionó de inmediato un pequeño limón par-
tido a la mitad que ella succionó con ansias, el ácido de la
fruta le alivió un poco la molestia y le evitó correr al baño,
también le alcanzó una torunda empapada en alcohol para
aspirar, después de unos minutos el mareo cesó, su dichoso
esposo le anunció que esa mañana viajarían hasta el puerto
de Veracruz, para que hicieran su primer visita al ginecólogo
y además para darles la gran noticia a su familia.
Mariana encantada por ver a su parentela, dejó pasar los
incómodos pensamientos sobre la molesta experiencia que
significaría ver a un doctor, de inmediato trató de apresu-
rarse, Arnulfo le indicó un poco ansioso que lo tomara con
calma:
—Tranquila amor, no tan rápido, te puedes caer si te vie-
ne un mareo, ven te ayudo a llegar al baño.
La joven se sentía exageradamente cuidada, situación
que la inquietaba un poco, pues su esposo había insistido en
bañarla y en vestirla, como si estuviese enferma, ya Felipa
había preparado el desayuno omitiendo los huevos que el
día anterior le habían estimulado los inoportunos síntomas.
En su lugar había fruta picada, galletas saladas, sándwiches
y jugo de naranja, pero de cualquier modo no le apetecía
desayunar, empero Arnulfo con firmeza insistió en que lo
hiciera por el bien del bebé, ella probó un poco de todo para
complacerlo, esperando no tener que vomitar todo después.
Doña Emilia y doña Bertha armaron una gran alhara-
ca al saber que serían abuela y bisabuela respectivamente,
ambas le sobaban con cariño el pequeño bulto que apenas
se insinuaba en su abdomen. Mariana estaba feliz y les
platicaba que el doctor consideraba que todo estaba bien,

402
Cascabel

que aproximadamente tenía once semanas de embarazo y


que pronto pasarían las desagradables náuseas y mareos.
También les enseñó la larga lista de alimentos nutritivos
que debía comer, los que además debían complementarse
con algunas vitaminas y calcio. Don Enrique sonreía enter-
necido y aunque fue menos expresivo se le notaba muy
satisfecho. Arnulfo la observaba divertido e inmensamente
emocionado, en esos momentos era muy feliz y vislumbra-
ba su matrimonio con mayor certidumbre y bienestar. Doña
Bertha animada presagiaba un tranquilo embarazo:
—¡Que dicha hija mía de poder esperar a tu bebe en un
lugar tan tranquilo y sano como es el campo! ¡Donde nunca
pasa nada! ¿Verdad Emilia?
—¡Claro que sí! Estoy segura que estos meses de no ser
por Arnulfo mi pequeña se hubiera muerto de aburrimiento,
además la gente del campo es muy sencilla, amable y sin
malicia.
Mariana estuvo a punto de responderles que las únicas
sencillas, amables y sin malicia ¡Eran ellas! Pero se abstuvo
al ver la mirada de advertencia de Arnulfo, quien de inme-
diato intervino cambiando la plática.
Arnulfo había resuelto regresar inmediatamente des-
pués de comer. Mariana y su familia aunque algo desilusio-
nados no se atrevieron a sugerir que se quedaran, pues ya
les habían mencionado las indicaciones médicas. Debía de
reposar cuando menos las primeras semanas, con el fin de no
poner en peligro la preciada vida en el recién ocupado útero
de la joven. Después de recibir innumerables recomendacio-
nes; se despidieron. Doña Emilia y doña Bertha prometieron
hacer un viaje para visitarlos y cuidar un poco a su querida
niña.

403
Teresita Islas

Mariana con su limón en la mano y su torunda de alcohol,


se recostó en el inclinado asiento del automóvil bajo la mira-
da preocupada de su marido, quien le preguntaba a menudo
si se sentía bien. Una profunda tristeza embargó el corazón
de Mariana cuando su auto recorrió el malecón del puerto; el
olor a brisa marina le trajo hermosos recuerdos y sin poderlo
evitar, las lágrimas escaparon delatando el gran amor por
aquel mar que había sido testigo de su feliz infancia…
Ven popozcala dorada
que anuncias vientos de luz,
ve y trae de mi Veracruz
mi hermosa tierra encantada
brisa y espuma salada,
el vuelo de la gaviota
y si el mar azul explota
en pasional desafío,
roba para el verso mío:
¡El vendaval que te azota!

La incertidumbre de pronto se apoderó de Arnulfo, mien-


tras conducía de regreso a su hogar; había lidiado con muchas
situaciones de toda índole en su vida. Su amplio conoci-
miento sobre las mujeres le había desarrollado un instinto
casi de nigromante para saber con exactitud lo que deseaban
y él se los proporcionaba sin problema. Una que otra mujer
se había rodeado de misteriosos aires enigmáticos que des-
pertaron su interés pero invariablemente tarde o temprano la
atmosfera ocultista había terminado por desaparecer.
Había dado por hecho al casarse con Mariana, que lo
sabía todo de ella y así había sido hasta poco después de su
boda, pero algo había cambiado desde entonces. Por alguna
razón su instinto fallaba en cuanto intentaba descubrir lo que

404
Cascabel

ella procuraba ocultar, no sabía cuál era la razón o la causa


de su cambiante carácter, de su hermetismo y su tristeza.
Estas complicaciones lo llenaban de impotencia y aunque
estaba feliz de saber que pronto sería padre, le incomoda-
ba que ella no le hubiera confiado sus sospechas a sabien-
das que la paternidad era lo que él más anhelaba en la vida.
Realmente estaba muy preocupado que su apreciada mujer
no pudiera confiar en el amor que le profesaba. Arnulfo por
ella era capaz de cualquier cosa, pero sospechaba que quizás
su esposa no sentía la misma desesperada necesidad de per-
manecer unidos por toda una vida; pues en ocasiones había
penetrado su coraza y había descubierto sentimientos ambi-
valentes en su interior. Ahora parecía que las aguas se habían
aquietado y ella había recobrado la alegría y la espontanei-
dad pero aún percibía algunos fantasmas rodeando su rela-
ción. Nunca antes había sentido tal azoro y aprensión por la
posibilidad de perderla.
El regreso transcurrió sin novedad y la joven se quedó
profundamente dormida. El rostro de Mariana permanecía
relajado y sereno, a su lado su marido la observaba con
inmensa ternura. Quitando la vista del camino por algunos
segundos, comprendió en esos momentos que la vida sin
ella no tendría ningún sentido, debía encontrar la forma de
hacerla totalmente feliz.
El camino de terracería agitaba ligeramente el auto, a
pesar de que ahora; él conducía a mucha menor velocidad
que la acostumbrada, evidentemente por la preciosa carga
que llevaba a bordo. El cansancio de la futura madre duró
hasta llegar a Tres Zapotes, despertando al escuchar cuan-
do el motor se había apagado. Arnulfo se había estacionado
frente a la tienda principal, pues necesitaba comprar algunos
enseres para el rancho y sonriendo le preguntó:

405
Teresita Islas

—Preciosa, ¿Estás bien? ¿Te quieres bajar? O me


esperas…
—Me siento entumida me gustaría bajarme. Contestó
cubriéndose la boca para ocultar un bostezo.
Arnulfo le abrió la puerta como siempre, pero esta vez en
lugar de darle la mano, la sujetó por la cintura. Al entrar al
establecimiento Mariana percibió una extraña sensación que
la inquietó, sus ojos chocaron con una oscura y desagradable
mirada. El dueño de semejante energía inicua era un joven
de unos 25 años; tenía los labios gruesos y la nariz grande y
redonda como un pimentón; su rostro le resultaba a la joven
algo familiar. Ella analizó con disimulo su apariencia; usa-
ba un sombrero de pajita, su complexión era robusta y no
llegaba a medir uno sesenta. El desagradable sujeto detuvo
un momento la mirada en Arnulfo y ambos parecían desa-
fiarse sin palabras; después de unos segundos, aquel hombre
reviró los ojos, en los que se reconocía el odio, la envidia
y el resentimiento acumulados, tomó del mostrador el bul-
to de frijoles y puso en su lugar unas monedas, se dio la
media vuelta y se fue cantoneándose de una extraña manera.
Arnulfo esperó a que saliera y en ese momento le pidió a la
dueña de la tienda lo que necesitaba, doña Petronila se apre-
suró a despacharle y ellos después de tomar la bolsa con los
enseres salieron, Mariana sin poder contenerse le cuestionó:
—¿Quién era ese hombre que estaba en la tienda cuando
llegamos?
Arnulfo hizo un gesto de desagrado y respondió:
—Dicen que es mi hermano, se llama Darío, hijo de una
mujer que trabajó para mi madre.
Eso fue todo lo que Arnulfo le mencionó sin entrar en
detalles, así que su mujer sospechó que la historia era algo

406
Cascabel

escabrosa. Abrió la puerta del auto y la ayudó a sentarse,


después le indicó:
—Espérame, no tardo voy a la veterinaria.
Mariana pensativa lo miró alejarse.
Sentada en una banca fuera de la tienda, Elpidia una
mujer rolliza y chaparrita había presenciado el incómodo
encuentro. Tenía mirada de lince y sus astutos ojitos vislum-
braron a la recién casada y se arrimó a la ventanilla del auto,
se le notaba ansiosa, como si estuviera a punto de reventar,
seguramente por algún morboso comentario que deseaba
sacar de su ronco pecho, así que mostrando una sospechosa
sonrisa abordó a la aun somnolienta joven:
—¡Muchacha, erej la mujer de Arnulfo! ¿Cómos’tas?
Sorprendida y recelosa Mariana contestó por educación,
sin deseos de mantener conversación alguna con la mujer:
—Bien…, gracias —¿Y mi comadre Horteeensia?
Al notar la desconfianza en la joven añadió a manera de
explicación:
Soy Elpidia Zapot, yo conojco a tu marido ¡Dende
chiquito!
Mariana solo asintió y observó a la mujer, ésta se explayó
consiguiendo su objetivo:
—¡Ah! Solo Dioj sabe porque hace laj cosaj, ora Arnulfo
se encuentra a cada rato a la “cepilluda”.
La asombrada joven se percató que se refería al herma-
nastro de su marido, pero permaneció callada, situación que
no interrumpió el siguiente comentario de la malsana mujer:
—¡Probe de mi comadrita! Como le ha sufrido a mi com-
padre, tener que ver de cerquitita a suj entenadoj, porque
aunque mi compadre lo niegue ese muchacho ej igualitito a
él, sacó sus mismoj peloj paraoj, pero ni por eso ¡Mi compa-
dre lo quiere tantito!, a poco no sabíaj eso…

407
Teresita Islas

La expresión de la muchacha lo decía todo, situación que


Elpidia disfrutó con gran beneplácito, su letal lengua esta-
ba acostumbrada al chismorreo y al arguende, con aíres de
quien cuenta un enorme secreto se acercó aún más a la ven-
tana del auto, con intenciones de meter la cabeza dentro; con
un halo de misterio bajó el tono de su voz:
—Bueno, mi compadre como va a decir que ej su hijo si
el probecito ¡Salió maricón! Ora dicen ¡Que corta el pelo!
Que a vecej lo visita un hombre que dicen que ej ¡estranje-
ro! sabrá Dioj ¡Donde queda eso! Pero eso ¡Sí!, ya le puso su
salón de belleza con ¡Todaj suj cosaj! ¡Ay pobre don Polo!,
¡Tan hombre que ej él! y ¡Arnulfo también! pero ni modo,
sacó la mala semilla por parte de su madre Leocadia, puej
un hermano de ella, ej así, también con el mijmo problema.
Mariana escuchó la historia sorprendida, repentinamente
la mujer se enderezó y apresurada se despidió:
—Bueno muchacha, ya me demoré, te dejo porque llevo
prisa, ahí me saludaj a mi comadre ¡Tencha!
Casi de inmediato la figura de Arnulfo apareció frente al
auto, tenía un gesto que denotaba contrariedad al encontrar
a la mujer platicando con su esposa. Entró a su auto y le
preguntó:
—¿Quería algo Elpidia?
—¡No! Ya sabes…, quería saber de tu madre, si andaba
por aquí.
Mariana pensaba que ese asunto era algo personal y
escandaloso, que además no era de su incumbencia y en lo
que concernía a su marido; tal parecía que él no le confe-
ría mayor importancia, puesto que solo le había dado una
escueta explicación de ese personaje, aunque una pregunta
surgió en su cerebro a propósito del hecho; con el transcurrir

408
Cascabel

del tiempo ¿Algún día dejaría de descubrir secretos de los


Mendoza?
Durante apenas los seis meses que llevaba casada, había
presenciado y descubierto situaciones inimaginables y esca-
lofriantes que habían despertado una serie de emociones y
sentimientos que de alguna forma estaban transformando su
antes apacible, honesto y confiado carácter, por cierta displi-
cencia, temor y falsedad. Eso le engendraba cierta amargura
e inconformidad por estar en contra de sus principios y su
forma natural de ser. Las poco ortodoxas decisiones y prácti-
cas de su nueva familia, provocaban que a menudo mintiera
o se reservara su opinión, presagiaba que su matrimonio se
volviera una quimera y temía que con los años ella se pare-
ciera a su detestable suegra.
Eso la desalentó mucho, su mente estaba en completa
confusión, pensaba ahora en su hijo o hija, sería capaz un
día de ¿casarla o casarlo a la fuerza? Mariana inmersa en sus
especulaciones se notaba triste y ausente, su marido observó
que de nuevo su estado de ánimo había cambiado y le pre-
guntó alarmado:
—¿Te pasa algo? ¿Te sientes bien?
—Sí, sí… estoy bien, solo estaba… pensando.
No transcurrieron muchos días para que la pregunta
sobre los secretos de los Mendoza le fuera revelada. La vieja
Chana en una visita a su joven amiga, se encargó de ponerla
al tanto sobre todo el semillero regado de don Apolinar.
Nadie escapaba de las “redes” de Apolinar pues hasta las
sirvientas de doña Hortensia habían tenido que ver con él,
precisamente una de ellas, Leocadia, vivió tórrido romance
con su patrón; mujer morena con rasgos notoriamente indí-
genas, carecía de busto, cintura y nalgas; podría decirse que
su único atractivo era el hecho de ser un “fruto prohibido”.

409
Teresita Islas

La mujer estaba casada con Epifanio Grajales el entonces


Mayoral de Apolinar con quien tenía dos hijos.
Epifanio se había criado en el rancho de los Mendoza,
decían que era un hombre íntegro que no se merecía tal trai-
ción. Las murmuraciones de la gente y por la boca de la
misma doña Hortensia quien le recordaba a su marido en
cada pleito sus traiciones: se sabía que Apolinar y Leocadia
aprovechaban cualquier salida de ella para estar juntos.
Una semana en que doña Hortensia había ido con su
madre a Tlacotalpan, pues estaba a punto de “dar a luz” a
su tercer hijo, Leocadia se encontró con su amante y patrón,
ambos muy confiados retozaban en el mismo lecho que com-
partía con la esposa. Sabían que Epifanio tardaría en regre-
sar varios días pues había acompañado a la patrona hasta
Tlacotalpan y don Apolinar le había encomendado a pro-
pósito hacer múltiples “quehaceres”, pero el destino tiene
sus bemoles y cuando llegaron a la ciudad, doña Hortensia
comenzó a padecer los dolores de parto, por lo tanto envió
de regreso a Epifanio para que le avisara a su marido que el
niño estaba por nacer. El joven mayoral llegó a galope ten-
dido y se apeó rápidamente, pues traía un mensaje urgente
que entregar; doña Hortensia le había recomendado que se
apresurara. Nadie pudo avisarle al patrón del regreso ines-
perado de Epifanio, éste sin detenerse en la entrada ingresó
tocando con fuerza la puerta del dormitorio de don Apolinar
quien contestó desde adentro con voz fuerte:
—¡Con un carajo! ¡Quién se atreve a interrumpirme!
Enojado abrió la puerta y se topó frente a frente con el
burlado marido, afortunadamente Chana la cocinera, al ver
entrar a Epifanio corrió tras él; se interpuso entre ambos
hombres y Apolinar aprovechó para cerrar la puerta tras
de sí. Con tan solo los calzoncillos puestos, le ordenó a

410
Cascabel

su mayoral que lo esperara afuera que se iba a vestir. Así,


aunque Epifanio logró ver un bulto de mujer en la cama
del patrón, no supo en ese momento, que se trataba de su
Leocadia.
Don Apolinar salió al patio con la mirada confundida y
recelosa, sin estar seguro si el marido de su amante había
visto algo, pero, por si las dudas, traía clavada en la cintura
su pistola calibre treinta y ocho especial. Epifanio ni se las
olió por el momento, pues daba atropelladamente el men-
saje, don Polo, mañosamente, lo entretenía preguntándole
todos los detalles, mientras, Chana para evitar una tragedia,
sacaba por la parte de atrás de la cocina a Leocadia que para
entonces ya se había vestido. Dice un refrán que: “tanto va el
cántaro al pozo hasta que se rompe”. Leocadia quedó emba-
razada, no sabía quién era el padre, pero su condición de
mujer casada cubría perfectamente su estado. No obstante,
con el paso del tiempo al nacer la criatura, la gente comenzó
a murmurar pues el niño era igualito a don Apolinar, incluso
para mala suerte había sacado los pelos parados y la nariz
de pimentón. En ese lugar no podía haber secretos, no faltó
quien la viera meterse a la casa del patrón mientras su mari-
do iba a dar la “vuelta” al rancho. Los rumores llegaron a
oídos del pobre Epifanio y de doña Hortensia. El hombre
enfurecido amenazó de muerte a don Apolinar, entonces,
tuvo que intervenir don Francisco Mendoza a quien Epifanio
le tenía “ley”. Don Chico fue a hablar con él para calmarlo
y convencerlo que no valía la pena pelear por esa mujer y
que ciertamente su hijo Polo había hecho mal, pero… ¿Qué
otra cosa podía hacer un hombre cuando una hembra se le
presentaba desnuda en su cuarto? ¿Acaso debía dejar que
lo tacharan de maricón? Don Polo era: ¡hombre!, también
le recordó cuantas veces los Mendoza le habían echado la

411
Teresita Islas

mano, aconsejándole que no valía perder la amistad por una


mala mujer.
Como los Mendoza tenían varios ranchos, enseguida don
Francisco le ofreció mandarlo como mayoral a su rancho en
“mata loma” cerca de Isla; con un mejor sueldo, también le
dijo que si quería, se tomara unas vacaciones para “pensar-
lo”. Así, “Pifo” Grajales con su orgullo herido prefirió irse,
al fin y al cabo si se ponía al brinco; le iría peor, pues lo más
probable era que don Chico hubiera tomado ya sus precau-
ciones. Afuera de su casa estaban apostados sus inseparables
pistoleros; como muda advertencia por si algo no salía como
estaba planeado.
Leocadia, por supuesto, no se salvó de la golpiza que le
dio su marido, que estuvo a punto de enviarla al panteón,
pues a Epifanio no le importaron los gritos de sus otros hijos.
Afortunadamente los cuñados estaban cerca y lo sujetaron
sacando a la hermana de ahí. La pobre mujer pagó caro su
desliz quedándose “Como el perro de las dos tortas”. Doña
Hortensia, por su parte también tomó represalias contra la
pecadora, pues en cuanto se enteró, fue hasta donde vivía y
la abofeteó.
Leocadia se fue a vivir al pueblo con su madre, el niño
creció y por desgracia cargaba ahora un doble estigma; ser
hijo natural y homosexual. Triste destino que soportar en la
cerrada sociedad de un pueblo machista y prejuicioso. Don
Apolinar por supuesto siempre negó que fuera su hijo y el
joven creció sintiéndose rechazado y marginado. Su madre
encontró otro hombre y a sus hijos los dejó a cargo de su
abuela materna, ahí creció Darío, pero solo logró terminar
la primaria y se dedicó a aprender cosmetología y cortes de
cabello.

412
Cascabel

Como ese hijo, existían muchos otros: Joaquín hijo de


Adolfina, una cantinera, que había llegado al pueblo en una
feria. Isidora hija de Sagrario, la cual aseguraba se había
enamorado de él y por ello había perdido su honra; aunque
después tuvo otros retoños de más enamoramientos. Tobías
y Hermelando, eran otros descendientes que supuestamente
eran de Apolinar, sin embargo, existían dudas al respecto,
pues don Francisco había compartido a su amante Luzdivina
con su propio vástago. Ella con descaro aseguraba haber
estado con ambos, por tal razón ni siquiera la propia madre
sabía quién de los dos era el padre. Luzdivina, con cinismo
se jactaba que de todas formas eran hijos de un “Mendoza”.
Basilicia; era hija de Perpétua la costurera la cual tenía una
tiendita que le había ayudado a surtir doña Lucha, ella había
sido vendida por su pérfida madre a don Apolinar. Así con
hijos regados por todos lados, él se sentía satisfecho pues
demostraba su hombría y su fama de semental.
Don Apolinar, todo un personaje reconocido por sus
artes “amatorias”, también era considerado un artista, pues
tocaba espléndidamente la Jarana y la Guitarra Sexta o de
“canciones” como se le decía en los ranchos. Cantaba sones
jarochos, corridos y por si fuera poco, bailaba muy bien, se
iba con otros músicos a los huapangos y cuando llegaban
al lugar, ya los estaban esperando con el famoso “velador”
que era un tamal muy grande de “ochol” (chicharrón) hecho
expresamente para los músicos. Era costumbre, cuando lle-
gaban, cantarle al “velador”, hasta que la dueña de la casa
lo sacaba para ofrecérselos en retribución por la música que
habían llevado, después se armaba el fandango que duraba
hasta el amanecer.
Don Apolinar también era un tomador experimentado
pues le entraba a todo, desde el torito de alcohol hasta el

413
Teresita Islas

whisky, aunque prefería éste último pues decía que no le


dejaba resaca. Con todo lo anterior, don Apolinar poseía los
suficientes atributos y defectos para ser amado y odiado…
un poco más lo último, pues sin reconocer a ninguno de sus
hijos naturales, éstos habían crecido inmersos en la pobreza,
marginación y resentimiento.
Mariana, después de conocer tan turbulentas referencias
de su suegro, agradeció infinitamente por el padre amoro-
so, responsable y cariñoso que Dios le había dado, nunca
antes se había sentido tan amada como en esos momentos,
los recuerdos de su niñez eran un tesoro y deseaba ferviente-
mente que el hijo que esperaba, nunca tuviera que sufrir por
causa de Arnulfo y de ella.

Mis lágrimas solas brotan


con solo añorar mi sueño,
he puesto todo mi empeño
y mis fuerzas ya se agotan.
Turbiones mil que me azotan:
(Ave herida en un encino),
sé que largo es mi camino
y muy triste lo recorro:
Bajo el manto del chinchorro…
Aletea mi destino.

414
Capítulo XXII
Premonición

El olor a cera invadía el cuarto y un frío de muerte recorría el


cuerpo de Mariana. Veía rostros llorosos y un miedo profun-
do la penetró. Con pasos muy lentos caminaba hacia lo que
parecía un cuerpo inerte sobre una mesa. Cerró los ojos y los
abrió enseguida pensando que quizás se trataba de una pesa-
dilla, la imagen por la distancia se apreciaba nebulosa y no
lograba ver el rostro del cadáver, su instinto le indicaba que
debía alejarse, así que comenzó una fiera batalla en donde
luchaba contra una extraña fuerza que la sometía, obligán-
dola a moverse en dirección a aquel despojo. El pánico de la
joven no tenía igual, sentía unas manos detrás que la empu-
jaban, ella se resistía empleando toda su fuerza, pero con
impotencia advertía que la energía la abandonaba; sus pier-
nas eran ahora de atole y podía sentir que sus pies no toca-
ban el piso. La gente la veía con tristeza y le murmuraban
cosas ininteligibles a sus oídos. Muchos de los rostros eran
grises y marchitos como si careciesen del aliento energético
de la vida. Alguien la tomó del brazo y la jaló hacia sí, un
escalofrío tras otro la recorrían por entero, exacerbando sus
recónditos temores primitivos. El extraño ser cuyo aspecto
no podía distinguir por la penumbra; se pegó a su oído y su
aliento fétido le provocó espasmos, de pronto entendió cla-
ramente lo que su voz le ordenaba:

417
Teresita Islas

—¡Debes darle un beso de despedida! Porque si no lo


haces ¡nunca descansará en paz!
Una mezcla de repugnancia, angustia y terror se apoderó
de Mariana, la cabeza le daba vueltas y sin poder controlarse,
se desplomó sobre aquel cuerpo sin vida que tenía enfrente.
Despertó sobresaltada y nerviosa, algo mojaba su ros-
tro, abrió los ojos, la lluvia caía finamente sobre ella empa-
pando su ropa, estaba tan oscuro, que no se veía las manos.
Tambaleante se levantó. Más allá de esa oscuridad vislum-
braba algo que parecía una tumba, su corazón dio un vuelco
y el tremendo deseo de escapar de ahí, se volvió su prio-
ridad. Los pies de Mariana tropezaban entre lo que pare-
cían piedras y el lodo le cubría los zapatos que se hundían,
haciéndole muy difícil avanzar, con indescifrable desespe-
ración trató de alcanzar la salida de ese espeluznante lugar.
Ahora se daba cuenta claramente que se encontraba en un
cementerio, los latidos de su corazón los escuchaba como
tamborazos que le repicaban en las sienes y la respiración
agitada hacía que su boca jalara aire con profunda agonía.
Empezó a correr, saltaba entre las tumbas, tropezaba, se caía
y se levantaba, intentaba ver algo pero la oscuridad era total.
Cuando creía que alcanzaba la puerta, ésta de repente desa-
parecía y en su lugar un enorme muro de piedra le impedía
continuar. Las lágrimas se confundían con la llovizna que
no se detenía, logró encontrar un camino entre las tumbas y
creyendo que conducía a la salida; lo siguió sin detenerse.
Comenzó a cansarse, cada zancada le quitaba el aliento y
le agotaba, totalmente abatida llegó hasta el enorme y alto
enrejado de la entrada y se afianzó a él; empujándolo hasta
desfallecer, pero una gruesa cadena le daba varias vueltas.
Sus uñas escurrían sangre pues se habían roto en su desespe-
rada huida. Mariana comenzó gritar con la esperanza de que

418
Cascabel

alguien le abriera, pero su voz se ahogaba, la lluvia comenzó


a caer con inusitada fuerza acompañada de fuertes ráfagas
de viento. Su llanto y el cielo eran ahora uno solo, con las
pocas fuerzas que aún le quedaban se empeñó en salir de
ahí y comenzó a escalar la reja; era en vano su apoteósi-
co esfuerzo, pues cuando subía unos pocos centímetros, se
resbalaba por una extraña substancia gelatinosa que cubría
el hierro. La tormenta estaba ahora en todo su apogeo y el
terror de la prisionera era ilimitado, jadeaba completamen-
te oprimida, de repente, entre las tumbas vio una insólita
luz; trató de calmarse y pensó que quizás el velador había
escuchado sus gritos y venía en su ayuda, pero el miedo la
había paralizado. Los rayos caían muy cerca de ella. Presa
del pánico se agazapó abrazando sus piernas, temblaba de
frio y de espanto, esperó sin atreverse a levantarse y transcu-
rrieron los minutos, pero nada sucedía. Venciendo el terror
se enderezó para acercarse a la fuente de aquel resplandor.
Lentamente avanzaba entre los árboles del antiguo cemente-
rio. Estaba totalmente mojada y el agua le escurría; después
de algún tiempo, ya estaba lo suficientemente cerca para vis-
lumbrar con absoluta claridad la fuente de tal luminosidad.
Mariana comenzó a agitarse y su cuerpo se sacudió en un
paroxismo tal que llegaba al más elevado clímax de terror,
erizando los vellos de todo su cuerpo; frente a ella, se encon-
traba sobre una tumba de grandes proporciones, el cuerpo
sin vida de don Apolinar, vestido completamente de negro.
En las esquinas de la misma había cuatro velas encendidas;
las cuales le imprimían un toque espectral y diabólico, los
largos cirios, extrañamente, no los apagaban ni el fuerte
aire ni la lluvia. El grito que escapó de la garganta de la
horrorizada muchacha despertó al siniestro cadáver, que se
enderezó y abrió sus ojos para mirarla con odio, segundos

419
Teresita Islas

más tarde, unos brazos la sacudieron con fuerza, a lo lejos


escuchaba la voz de Arnulfo que le decía:
—¡Despierta! Mariana ¡Despierta!
Mariana despertó bañada en llanto, Arnulfo la miraba
con preocupación, mientras la confortaba con tiernos besos
y palabras amorosas:
La tormenta se había alejado, el fuerte viento había abier-
to la ventana de la habitación dejando entrar la lluvia y el
frio…
Mariana renuente entreabrió sus ojos a pesar de haber
dormido más de diez horas, se sentía cansada y con ánimo
de volver a dormir, con lentitud se sentó en la cama, Arnulfo
la observaba atento y afligido, las náuseas la obligaron a ir
al baño, él como siempre, la auxilió con desmedido esmero
y cuidado. La pesadilla que había tenido la noche anterior, le
había dejado un fuerte dolor de cabeza, teniendo que sopor-
tarlo sin analgésicos debido a su embarazo, decidió quedarse
en cama a instancias de su marido, después de una hora se
sintió mejor como para desayunar algo. Felipa había pre-
parado el desayuno y al parecer Arnulfo se le había adelan-
tado, pues sobre la mesa solo estaba su habitual fruta y su
jugo; Mariana le sonrío a su esposo, que la contemplaba con
una extraña expresión, ella con más ánimo, se terminó su
ración y tomó sus complementos alimenticios recetados por
su médico, después de haber desayunado, notó algo extraño
en la actitud de Arnulfo, Mariana adelantándose se disculpó:
—Creo que te desvelé anoche con mi pesadilla ¿Verdad?
Arnulfo le contestó enseguida:
—En lo absoluto, amor, yo cuidaré de ti y de nuestro hijo
mientras viva.
A ella le pareció la más extraña respuesta, entre tanto,
Fela comenzó a levantar los platos apresurada y cabizbaja.

420
Cascabel

Mariana en aquel momento advirtió que algo había ocurri-


do, Felipa siempre estaba sonriendo y hablaba en ocasiones
demasiado, ahora permanecía inusualmente callada. Arnulfo
por su parte desviaba la vista; ya eran cerca de las once de la
mañana y no se había ido a trabajar. Su corazón se aceleró
y pensó en su querida Abuela, inmediatamente cuestionó a
su marido:
—¿Qué está ocurriendo? ¿Mi abuela está bien? ¡Dime
que está pasando!
Arnulfo enseguida le respondió tranquilizándola:
—¡No pasa nada mi amor, tu familia está bien! Es solo
que hoy deseo quedarme en casa cuidándote, ven, te amo
preciosa.
Expresó abrazándola con ternura mientras la llevaba a la
sala y la sentaba en el confortable sofá, Mariana seguía sin
creerle y ansiosamente le solicitó:
—¡Por favor! ¡Llévame a Tres Zapotes, necesito saber
que mi familia está bien!
—¡Te aseguro Mariana que están bien! ¡Cálmate! Que
debes estar tranquila por el bien de nuestro hijo ¿De acuerdo?
Le conminó Arnulfo. Ella inquieta lo miró suplicante y
en aquel momento él tuvo que tomar una decisión, encucli-
llado frente a ella, le tomó las manos, Fela callada se arrimó
a ellos, acto que puso aún más nerviosa a la joven.
—Mariana mi amor ¡Tu familia está bien! quiero que te
calmes y me escuches sin alterarte… recuerda que todo lo
que tu sufres lo recibe nuestro hijo. Debes ser fuerte y tratar
de controlarte… ocurrió un accidente, aquí en el rancho…
una desgracia…
Mariana se llevó las manos al rostro, sin comprender,
arrugó el ceño y ansiosa preguntó:
—¿Tu papá?

421
Teresita Islas

No amor, a… Matilde y… Francisca.


¿Qué les pasó?…, están…, están…
Mariana analizó el rostro de su marido, su expresión lo
decía todo, ella comenzó a llorar incontrolablemente y entre
sollozos le decía:
—¡Por qué!... ¡Por qué ellas!... ¡Dios mío!... Que les
ocurrió ¿Se ahogaron?
—¡No, no se ahogaron! te voy a platicar, pero necesito
que te calmes ¡Felipa!, trae el alcohol.
Arnulfo preocupado por la angustia de su mujer, la abra-
zó, intentando consolarla, mientras, con su mano, derramaba
el alcohol en su frente y en su pecho, ahora no estaba seguro
de haber tomado la decisión correcta, sin embargo, él dedu-
cía que tarde o temprano, ella se iba a enterar y quizás él
no pudiera estar presente para auxiliarla, además de que su
embarazo estaría más avanzado y podían presentarse com-
plicaciones. Mariana sollozaba inconsolable, por tal razón él
con voz firme le exigió:
—¡Mariana, debes calmarte o de lo contrario te llevaré al
médico en estos momentos! ¿Me escuchas? Anda preciosa,
respira, respira profundo, eso es… tranquila… Fela tráele
agua.
Las palabras de Arnulfo hicieron efecto y Mariana respi-
rando entre sollozos se calmó un poco, reflexionando en que
Arnulfo tenía razón, su bebé no debía escuchar su llanto,
tomó el agua que le ofrecían y le preguntó con voz apagada.
—¿Qué sucedió?
—Te voy a contar, pero por favor prométeme que no te
vas a alterar otra vez…
Mariana asintió y se limpió las lágrimas con el pañuelo
que su marido le daba:

422
Cascabel

—Me contó Rufino… que ayer en la tarde, María se dio


cuenta que las niñas tenían piojos, empezó a quitárselos…
pero ya necesitaban algún jabón especial pues eran demasia-
dos y doña Clara le dijo, que vendían un líquido especial en
la farmacia… María pensó que el “Garrol” que es un líqui-
do para bañar al ganado y que sirve para las garrapatas; le
serviría igual, así que ayer en la noche antes de acostarlas
hizo la mezcla y se las puso en el cabello a las dos niñas…
se acostaron con un trapo en la cabeza, para que el líquido
reposara toda la noche. Hoy en la mañana… María las fue a
despertar: Ellas dormían juntas en un catre… ya las encontró
muertas, el líquido las envenenó…
Mariana sintió mucha frustración, enojo y tristeza. La
marginación y la ignorancia habían hecho que la desgracia-
da mujer matara a sus propias hijas, mil preguntas se agolpa-
ban en su cabeza ¿Por qué Dios había permitido que pasara?
¿Por qué no se murió su maldito padre y en su lugar unas
inocentes habían dejado de existir? No era justo, de pronto
a su mente vino la imagen del pequeño Checho y preguntó
ansiosa a Arnulfo:
—¿Y Checho? ¿Está bien?
—Sí, como él está peloncito no tenía piojos, así que se
salvó. María está enloqueciendo y dice que va a matarse, su
dolor debe ser insoportable. Ya le llevé al doctor, el mismo
expedirá las actas de defunción.
—¿Dónde están las niñas?
Quiso saber su mujer.
—Las tienen en su casa, yo fui muy temprano… pues lle-
gó Rufino con la noticia a la ordeña, querían que yo las lleva-
ra en mi carro al doctor, así que fui y las vi en su catre, pero,
ya no había nada que hacer, de todas formas ya arreglé que

423
Teresita Islas

no molesten a la familia, pues querían mandarlas al forense,


también les ofrecí pagar todos los gastos del funeral.
Las lágrimas rodaban por el rostro de Mariana, Arnulfo
la abrazó y sin darse cuenta los ojos se le mojaron también,
sentía al igual que Mariana una terrible impotencia, ante tan
desgraciada pérdida, carente de sentido. Con calma se sepa-
raron y ella quiso saber si la llevaría al velorio, aunque se
imaginaba la respuesta.
—Mariana, sabes que las indicaciones son que tengas
reposo y calma, lo que les sucedió a las pequeñas es algo
muy triste y desgarrador, no puedes en tu estado presenciar
nada de esto ¿Comprendes?
Mariana, entendió que él tenía razón, por ello solo
asintió. Arnulfo la llevó hasta la cama y se recostó junto a
ella. Felipa pidió permiso para irse pues quería ir a ayudar
a María, Arnulfo se lo concedió sin problema y quedaron
solos recordando los hermosos momentos vividos con las
pequeñas inocentes.
El feliz acontecimiento de la próxima visita de la cigüe-
ña, se vio nublado por la espantosa tragedia de la muerte de
Francisca y Matilde. Solo hasta esa mañana, cuando Arnulfo
regresó del funeral de las pequeñas, fue que se lo comunicó
a sus padres. Mariana lo había esperado en la casa de sus
suegros siguiendo sus recomendaciones, durante ese lapso
tuvo que ir al baño tres veces, doña Hortensia con mirada
escrutadora intuyó inmediatamente la causa de su malestar,
empero guardó silencio sin cuestionarle nada.
Mariana aguardaba a su marido deprimida por el espan-
toso suceso y su aspecto físico era deplorable, estaba pálida
y descompuesta por las repetidas náuseas que se le presenta-
ban durante casi todo el día.

424
Cascabel

La noticia no causó el mismo revuelo que en la casa de la


madre de Mariana, doña Hortensia le dio un tibio abrazo a su
nuera y don Apolinar como siempre, sacó a relucir el cobre
expresando con orgullo mientras le palmeaba la espalda a su
vástago:
—¡Eso Mijo! ¡Ya era hora! Tenías que salir a los
Mendoza y no a la jodida familia de tu madre, tu dijunto
aguelo Artemio, nomás pudo hacerle a su mujer una hem-
bra y nació tu madre que está más loca ¡que la chingada!...
¡Pues felicidades! Ora si vas a saber ¡Lo que es bueno! Criar
a los hijos pa’ que luego ¡Se te salgan del huacal! Pero así
es esto… ¡Yo había pensa’o que esta muchacha era mula,
o no quería que le pegaras un chamaco! Así como me hizo
tu mama, que la muy rechingada sabrá Dios que menjurjes
tomaba pa’ no preñarse, acuérdate que tu nacites ¡Después
de muchos años!
Arnulfo lanzó un profundo suspiro de resignación al
escucharlo hablar. Doña Hortensia frunció la boca ante el
comentario, dio la vuelta y se metió a la cocina mientras
agregaba:
—¡Pues ojalá que coma mejor! Pa’ que la criatura se
logre ¡Porque está rete flaca!
Mariana se sentía extremadamente cansada para respon-
der siquiera, su marido la tomó de la mano y rápidamente se
despidió:
—Bueno, nos vamos. Nos vemos al rato, tengo que vacu-
nar unos animales.
Don Apolinar no le respondió, como siempre se ocupó de
atormentar a su mujer:
—¡Hortensia! ¡Te dije que me tuvieras lista mi ropa que
voy a salir, carajo!

425
Teresita Islas

Arnulfo y su mujer se alejaron rumbo a su hogar, ella


estaba muy callada y Arnulfo comenzó a inquietarse, el ros-
tro de su mujer presentaba profundas ojeras, sus labios se
notaban resecos y su rostro estaba desencajado, la vivacidad
recién adquirida después de la visita al puerto había desapa-
recido, para animarla Arnulfo le propuso:
—¿Qué te parece si vamos a Santiago? compraremos fru-
ta o lo que te haga falta. Sirve que nos distraemos un poco y
seguimos al pie de la letra lo que el doctor recomendó para
tu dieta…
Mariana cabizbaja respondió apática y desganada:
—Yo… como quieras, pero… me gustaría mejor
acostarme.
Arnulfo se sentía frustrado e insistió tomándola de los
brazos con suavidad.
—Mi amor ¡has estado durmiendo desde ayer! Tampoco
quisiste comer bien, tienes que hacer un esfuerzo por nues-
tro hijo, yo me siento terriblemente mal por lo que le pasó
a esas pequeñas, siento dolor e impotencia pero desgracia-
damente ¡No podemos hacer nada ante la muerte!, en cam-
bio en tu vientre, está nuestro bebé, sintiendo tu sufrimiento
¡Necesita alimentarse y solo tú puedes hacerlo! ¿Me escu-
chas Mariana? Tú no quieres que lo perdamos… ¿Verdad?
La miró con ojos suplicantes y con la desesperación refle-
jada en sus palabras. Ella de inmediato se tocó su abdomen
sobándolo amorosamente:
—¡Claro que no lo quiero perder! ¡Yo lo amo, no quiero
que le pase nada! Es que… no me siento bien, tengo náuseas
casi todo el tiempo ¡No sé cuándo se me quitará esta sensa-
ción! Y… no puedo dejar de sentirme triste, aunque sé que
¡No puedo hacer nada por ellas!

426
Cascabel

Dijo refiriéndose a Francisca y Matilde, después levantó


el rostro hacia el cielo y empezó a traer a su memoria la últi-
ma vez que las vio, Arnulfo comprendió que quizás el hablar
de ellas desahogaría un poco la pena, haciendo que pronto
encontrara la resignación.
—¿Recuerdas? La semana pasada aquí estuvieron… fui-
mos a pescar en la playita que está frente al frutal… había
mucha “pepesca”. Matilde traía un anzuelito amarrado a un
hilo de plástico y pescaba uno a uno con su dizque caña
de pescar, yo la ayudaba a poner una bolita de masa en el
anzuelo y ella lo lanzaba al agua, en cuanto caía, las pepes-
cas se apilaban y cuando ella sentía que una picaba jalaba
el hilo rapidísimo, el pescadito caía en la arena y Checho lo
agarraba… ese día, entre Matilde y Francisca lograron llenar
una latita de sardinas…, era como un cuarto de kilo cuando
mucho, pero estaban felices.
Mariana sintió que las lágrimas escurrían por sus mejillas
pero ahora el llanto era suave, evocar los momentos feli-
ces con las niñas le infundía cierta resignación a su alma y
entonces, miró hacia el firmamento y le agradeció a Dios
que le hubiera concedido la dicha de conocerlas y disfrutar-
las aunque solo fuera por corto tiempo. Arnulfo la abrazó
cariñoso.
—Sí, mi amor, nosotros contribuimos dándoles amor y
haciéndolas felices cuando estaban con nosotros, ahora ellas
están bien, son dos angelitos más en el cielo.
Si bien Mariana sonrió ante el comentario, nunca podría
dejar de sentir congoja al recordar ese día, cuando sus mani-
tas le decían adiós mientras se alejaban por el camino.
Pudiera alguien decirme:
¿Cómo contengo mi llanto?
¿Cómo oculto el desencanto

427
Teresita Islas

de pisar la tierra firme?


En la fosa quiero hundirme
sin ver ya jamás el cielo,
incumplido está mi anhelo
que mis retoños florezcan;
¡Una palabra me ofrezcan!
Que me dé paz y consuelo

428
Capítulo XXIII
El Toloache

Los días transcurrieron y Mariana era atendida por su mari-


do con dedicación y esmero, por las mañanas ya estaba listo
para ayudarla a llegar al baño, verificaba con sumo detalle
que tomara sus medicamentos y que siguiera la dieta pres-
crita por su médico, le daba masajes para relajarla y la con-
sentía en todo, los pequeños rencores surgidos por el inicial
dominio y posesividad de su esposo, habían desaparecido
del corazón de la joven, se sentía extremadamente amada
y protegida, la tristeza por la inesperada partida de sus dos
pequeñas amigas, había aminorado también y resignada se
las imaginaba corriendo felices en un enorme jardín colma-
do de flores y frutos, rodeadas de amor y cuidados sin nada
a que temer.
Después de casi dos semanas de haber ocurrido la trage-
dia, una mañana Checho llegó acompañado de su hermano
mayor, tocó tímidamente el mosquitero de la puerta, Mariana
se asomó a la puerta y al verlo se le iluminó el rostro y lo
abrazó llorando, él se apretó contra ella con mucha fuerza y
después con su inocente voz le preguntó:
—Mariana ¿Me ponesh la tele?
Mariana emocionada le contestó:
—Sí mi niño, ven.

431
Teresita Islas

Arnulfo detrás de ellos sonrió y le dio indicaciones a


Ramiro; el hermano de Checho:
—Aquí déjalo, lo llevaremos por la tarde, dile a su mamá
que lo cuidaremos bien.
—Sí, don Arnulfo, no hay problema, ella me dijo que se
lo trajera, porque el niño taba muy trijte.
Ramiro entonces se despidió.
Mariana y Checho se sentaron juntos en el sofá, ella
prendió la televisión, sentía en su corazón una inmensa ter-
nura. Arnulfo sonriendo le ordenó a Fela que preparara el
desayuno para todos, de pronto, la puerta del mosquitero
se entreabrió dejando entrar una corriente de aire, Mariana
sorprendida percibió en la extraña brisa un aroma de rosas
exquisito, su corazón de pronto se aceleró y la inundó una
felicidad plena, la presencia de las niñas se hizo patente de
muchas maneras, miró a su esposo y se dio cuenta que él
también percibía el aroma, suavemente la paz inundó sus
almas, Arnulfo conmovido se sentó junto a ella y le murmu-
ró al oído:
—Vinieron a despedirse, están bien.
La besó con ternura y como siempre le tocó su abdomen,
en ese momento sintieron por primera vez el pequeño golpe-
cito de una patada, que los hizo saltar, ambos estallaron en
alegres risas, que confundieron al pequeño Checho, que los
miraba sin comprender.
Pasaron las vísperas y con ellas las náuseas de la pri-
migesta joven, su apetito mejoró y Arnulfo se mostraba
complacido, de igual forma los indicios de su embarazo se
empezaron a notar y pronto tendrían su segunda visita al
ginecólogo. Mariana le hubiera gustado mucho emprender
sus acostumbradas caminatas en el frutal, en cambio, tuvo
que permanecer la mayor parte del día encerrada debido al

432
Cascabel

mal tiempo, ya que las continuas lluvias ablandaron el cami-


no convirtiéndolo en un tembloroso e intransitable lodazal.
El auto de Arnulfo permanecía guardado en la cochera y
únicamente usaban la camioneta, para lo extremadamente
necesario. Mariana parada frente a su ventana, fue testigo
del continuo arreo de ganado para las tierras altas que los
Mendoza poseían muy cerca de Santa Teresa a varios kiló-
metros de ahí. Arnulfo, en varias ocasiones la dejó en com-
pañía de su hablantina sirvienta y ella aprovechaba el tiempo
escuchando música y leyendo con avidez hasta que el sueño
la vencía, despertando cuando los besos de su amado le indi-
caban que su solitaria reclusión había finalizado.
Mariana abrió el libro de Leyendas Jarochas, el cuento de
“Matanga” la había cautivado y se propuso leer las siguien-
tes leyendas de los llanos de Sotavento. Dichas historias
habían abastecido a los sones jarochos de sustancia y con-
tenido y en ocasiones hasta habían provocado el nacimiento
de uno nuevo.
“Fuertes golpes se escucharon en el portón de recia
madera de Moral la cual aún mostraba los signos de la
pasada revolución: varios disparos habían herido la fibrosa
pulpa, dando cuenta de las diversas luchas armadas coman-
dadas por caudillos conocidos, asaltantes y oportunistas
que desfilaron por la región; había resistido con estoicis-
mo, cuando más de una vez quisieron traspasar el límite
que celosamente protegía, por dentro una pesada tranca de
hierro reforzaba su invulnerabilidad.
Martina, con su pesado andar se apresuró, estaba acos-
tumbrada a levantarse a mitad de la noche como consecuen-
cia de la profesión que desempeñaba su patrón don Ramón
Hernández Gallo, honorable y reconocido doctor de la

433
Teresita Islas

ciudad. Con cierto grado de incertidumbre respondió desde


adentro:
—¡Momento, momento! ¡Ya voy!, ¡Quién vive!
Desde afuera una voz conocida por la sirvienta respondió:
—Soy Cipriano, Martina. Me manda don Luis
—Voy, voy —respondió la anciana.
Con dificultad destrabó la pesada tranca abriendo la
puerta del zaguán de la enorme casa colonial propiedad
de la familia desde hacía muchas generaciones. Una tenue
luz iluminaba la entrada y las baldosas reflejaban tétrica-
mente las figuras que sigilosas recorrían el largo corredor
que conducía al salón, Martina envuelta en su rebozo y
con sus acostumbradas enaguas oscuras se volvió hacia el
muchacho:
—Espera aquí.
Se alejó con premura dirigiéndose hacia una de las puer-
tas, mientras el mozo le daba vueltas al estropeado sombre-
ro que sostenía en sus manos, respiraba entrecortadamente
ansiando por fin entregar su apremiante mensaje del cual
dependía la vida de su patrón. Los minutos transcurrían y el
hombre parado se balanceaba nerviosamente sobre sus gas-
tados huaraches, un jorongo lo cubría parcialmente dejan-
do ver las valencianas de sus pantalones de manta, por fin,
se escuchó el rechinar de una puerta y apareció la elegante
figura de un hombre de mediana edad con una impresionan-
te barba muy bien cuidada la cual le llegaba hasta el pecho,
su elevada estatura lo hacían parecer más delgado, llevaba
en su mano derecha un pequeño y gastado maletín de piel
de color café, en donde seguramente llevaba lo necesario
para ejercer su ilustre profesión, con cuidado lo depositó
sobre la alta mesa de la sala y con paso firme se dirigió al
mozo que impaciente sacaba de entre sus calzones un sobre

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Cascabel

arrugado el cual le extendió al recién llegado mientras


hablaba precipitadamente:
—Doctor, mi General don Luis Mier y Terán, me ha
pedido le entregue esta carta y que es urgente la lea cuanto
antes.
Don Ramón sin decir palabra extendió la mano y tomó
el sobre arrugado, sacó de entre su saco unos espejuelos,
rasgó el sobre y extrajo la carta, volviéndose de espaldas.
Caminó unos pasos y junto a la lámpara que yacía sobre una
mesita, comenzó a leer; transcurrieron algunos minutos,
don Ramón levantó el rostro el cual denotaba una marcada
preocupación, a sus espaldas los pasos lentos de Martina lo
sacaron de su abstracción:
—Don Ramón ya está listo su caballo, Juan está espe-
rando afuera.
El mozo se apresuró a responder:
—No es necesario doctor, le he traído ya una bestia y
está lista para que regresemos.
Tomó de inmediato el sombrero y abrigo que le ofrecía
Martina y se dispuso a cubrirse. Con la rapidez que le per-
mitían sus casi setenta años la anciana sirvienta le alcan-
zó el maletín, don Ramón, hombre de pocas palabras solo
advirtió:
—Cierra bien cuando salga y dile a Jacinta cuando des-
pierte, que regresaré en cuanto pueda.
El frío de la noche y la densa niebla los abrazó, el doctor
montó diestramente su caballo, mientras Cipriano hacía lo
mismo, los cascos de los caballos resonaron en el empedra-
do camino alejándose en la oscura noche septembrina.
Don Ramón seguía a buen paso a su guía, mientras
sopesaba la vida y tragedia de su paciente a quien había
conocido años atrás, cuando en exacerbado patriotismo el

435
Teresita Islas

pueblo de Orizaba ayudó a liberar a los prisioneros que


conducía el invasor ejército Francés hacia Veracruz, pro-
porcionándoles disfraces y recursos para que se dieran a
la fuga, pues al no haber contraído compromiso alguno con
sus custodios, podían ejercer su derecho legítimo a la liber-
tad burlando la escasa vigilancia con la que eran traslada-
dos. Todo esto por la intercesión de su cliente y ahora amigo
general Mier y Terán, que también era en aquellos tiempos
un prisionero, pero al contrario de sus compatriotas, había
dado su palabra de no fugarse, pues al ser considerado un
oficial de alto rango tenía el deber de no manchar el buen
nombre del Ejército Mexicano.
El General Mier y Terán, había servido con lealtad y
disposición a su patria bajo la fuerza de sus ideales, había
estado al borde de la muerte y sin embargo, en vano había
sido su sangre derramada en aras de la justicia. Ahora
enfrentaba el oprobio y la descalificación de los que él con-
sideraba traidores a la patria sumando entre sus detractores
a poetas liberales y seguidores Lerdistas.
Su oposición a reconocer otro gobierno legítimo para
su país que no fuera el de la república, le habían valido el
reconocimiento y estima de sus superiores y la admiración
de sus enemigos. Fue célebre en su época de teniente coro-
nel, cuando expresó con extraordinario arrojo y convicción
ante el invasor que: “Si solo Juárez fuese el único hombre
defendiendo la independencia de la nación, le acompañaría
resuelto hasta perder la vida”, su lealtad iba más allá del
metódico juicio del comportamiento habitual en hechos de
armas, arriesgándose en actos temerarios con audaz valen-
tía. Ahora, al final de su vida, esa misma lealtad le había
acarreado el menosprecio y la ruina moral, así como la

436
Cascabel

terrible enfermedad que lo agobiaba y de la cual se decía


era el producto de la traición.
Don Ramón se acercaba a su destino, sabía por las
lenguas punzocortantes y mal intencionadas: Que el
Presidente de la nación, don Porfirio Díaz, había ordenado
envenenar a su amigo y excompañero de armas Luis Mier
y Terán, empleando para tal fin a personas ruines y des-
preciables. Decían que con artilugios y mentiras le habían
dado a beber “Toloache” una poderosa planta que aunque
tiene usos medicinales; cuando se administra en demasía
provoca alucinaciones, daño cerebral irreversible y hasta la
muerte. El resultado de este complot ocasionó los insólitos
síntomas que aquejaban en gran manera al excombatiente,
sus estados de lucidez eran cada vez menores en tiempo,
siendo la locura lo que predominaba considerablemente en
su ser, convirtiéndole en una piltrafa humana que alucinaba
profiriendo escandalosos gritos.
Don Ramón bajó de su montura y con prisa se dirigió
a la entrada del antiguo caserón de la enorme hacienda,
misma que estaba franqueada por la presencia de una de
las hijas de su apreciado amigo, ella con gesto agradecido
lo guio hasta los aposentos de su desventurado padre, sin
tardanza se introdujo a la habitación y doña Ernestina al
verlo entrar, respiró aliviada, el enfermo desde la cama per-
cibió la presencia de su doctor y amigo, éste se acercó y con
palabras que denotaban afecto le aseguró:
—Don Luis, ya estoy aquí, no se preocupe, lo voy a exa-
minar y en unos momentos estará usted bien.
El General esbozó una débil sonrisa y con la mano le
indicó a su mujer que los dejara solos, ella con el rostro
compungido musitó:
—Doctor, estaré afuera por si se le ofrece algo.

437
Teresita Islas

—Gracias, doña Ernestina.


Respondió el médico, a la par que tomaba su estetosco-
pio del maletín que antes había depositado sobre la mesa
de noche. Se trataba de una formalidad pues sabía de sobra
que nada podía hacer por el desafortunado enfermo, ya
que a esas alturas, eran mínimos sus momentos de lucidez
y su deterioro físico y mental se advertía en su consunción.
El doctor Hernández Gallo, había probado múltiples tra-
tamientos desde el primer episodio de perturbación, pero
nada había dado resultado, por tal razón, cada vez estaba
más cerca de creer que había sido envenenado tal y como la
gente murmuraba. Las razones eran bien conocidas; había
ordenado el fusilamiento de nueve hombres que habían sido
señalados como conspiradores para derrocar a su amigo
el General Díaz, el pueblo entero ardiendo en indignación,
se manifestaba mediante levantamientos y protestas, tenien-
do que ser sustituido de su cargo como gobernador. El fun-
damento de tan horrendos crímenes en donde las víctimas
habían carecido de un juicio y habían sido tratados como
traidores, se atribuía al presidente de la republica Porfirio
Díaz quien había enviado un telegrama con la consigna
de asesinarlos, el General Mier y Terán acató la orden de
inmediato y esa madrugada extrayendo de sus hogares a los
supuestos conspiradores, los fusiló uno a uno hasta que el
juez de distrito Rafael de Zayas Enríquez detuvo las ejecu-
ciones salvando a cinco que estuvieron a punto de correr
con la misma suerte que sus predecesores. El general Díaz
se molestó muchísimo con su gobernador por haber infor-
mado que tal mandamiento provenía de él, pues incluso
había señalado exactamente las mismas palabras conteni-
das en el último de los tres telegramas “Cogidos infragan-
ti, mátalos en caliente”. El incidente desencadenó serias

438
Cascabel

críticas y reprobación hacia el mandatario que amenaza-


ron su naciente dictadura, fue entonces que para evitar que
se hiciera pública la correspondencia entre ambos, ordenó
registrar la casa de su excompañero y amigo para extraer
las pruebas, sin lograr conseguirlo, así había nacido poste-
riormente la idea de envenenarlo para que todos los argu-
mentos careciesen de sustento y credibilidad.
El general Terán levantó su mano en señal de alto ante
la auscultación del médico y habló con voz temblorosa y
queda:
—Ya no…, amigo, necesito…, entregarte, algo…, ahí…
Dijo señalando la voluta del remate de la piecera de
su muy ornamentado lecho. Frunciendo el ceño el doctor
tocó el torneado remate y el enfermo le ordenó haciendo un
esfuerzo por hacerse entender:
—Levántalo...ahí dentro…están.
Don Ramón quitó el pesado adorno de la cama y descu-
brió un hueco en cuyo interior se hallaban tres sobres ama-
rillos, los extrajo con cuidado y los entregó en las manos de
su paciente, quien estaba a punto de colapsar.
—Llévatelos…, son la prueba…, que no fui yo quien los
mandó matar. Encárgate…, de limpiar mi nombre…, cuan-
do…lo consideres, conveniente… aghhh, aghhh…
El hombre comenzó a boquear, cerró sus ojos y la agonía
apareció como preámbulo a la inminente partida.
Los años transcurrieron y los telegramas se perdieron en
la nebulosidad de los aconteceres, más no en la memoria del
pueblo. Naciendo el Son del “Toloache” donde se hace alu-
sión al lamentable hecho ocurrido la madrugada del 25 de
Junio de 1879 en la comandancia militar del heroico puerto
de Veracruz”

439
Teresita Islas

El Toloache
El amo corrió a su criado
De palos por el zaguán
Porque quería bailar
Con la niñita el can can

Sopa de vino, sopa de pan


Quiere Porfirio
Para Terán

Me llevan al Paredón
Me llevan a fusilar
Por orden de un cobarde
que le llamaban Terán

Sopa de vino, sopa “e” mapache


Quiere Porfirio
darme “Toloache”

Mariana concluyó su lectura aun inmersa en el tiempo y


las circunstancias de la misma, razonando sobre las implica-
ciones políticas que sofocaban las protestas de la época, así
mismo, su lectura le dejaba ver “el otro lado de la moneda”,
pues para su abuela, Porfirio Díaz había sido un ejemplo de
integridad, elogiando su desempeño como mandatario, atri-
buyéndole múltiples mejoras al país en materia de fomento
a la educación, desarrollo tecnológico y de infraestructura.
La joven ante la evidencia presentada por la narradora no
pudo menos que sentirse indignada sobre la suerte de las
“Víctimas del 25 de junio”, ella había caminado por esa
calle en su querido puerto, nombrada así en honor a los
caídos en esa fatídica noche, pero en la inconciencia de la

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Cascabel

juventud, jamás se había preguntado cual era el hecho por el


cual habían perdido la vida. Ahora comparó los aconteceres
y las personas de esa lejana época con su actual situación,
concluyendo; que el corazón de las personas no era blanco
ni negro sino gris con tintes densos y articulados. La lectu-
ra retribuyó a su pensamiento razonando que el miedo obra
en pos del mal, tan frecuentemente que en ocasiones sirve
de argumento y excusa para asegurar una paz sepulcral y
totalitaria que con el paso de los años estalla en alaridos de
rebelión. Mariana se preguntaba cuanto tiempo sería nece-
sario en el “Cascabel” para que alguno de los empleados
pusiera en su lugar a su patrón, pues se estaba acercando el
fin del milenio y no parecía que hubiera cambiado gran cosa
la situación de las mujeres, los jornaleros y del campo en
general, ella misma se sentía atrapada en ese embudo pla-
gado de hipócritas eufemismos, cuando la realidad era otra.
Mariana suspiró y puso su libro a un lado, mientras espe-
raba paciente pero inconforme a su marido, su ser vibraba
culpándose por la frigidez de ánimo y su carencia de agallas
y por representar la parodia sutil y elocuente de la mujer de
un ranchero.
La oquedad de tus palabras
me saben a aburrimiento,
cual velero contra el viento
ya la razón descalabras.
Negro destino te labras
pretender con necedad:
Que mujer sin libertad
para decir lo que siente;
¡Es feliz con ser silente
y no añora la equidad!

441
Capítulo XXIV
La Tormenta

¡El cielo se estaba cayendo! Desde la madrugada no había


dejado de llover, torrenciales aguaceros acompañados de
una furiosa tempestad habían despertado al joven matrimo-
nio. Eran las tres de la mañana, Arnulfo se levantó y entrea-
brió la ventana, a la luz de un rayo vislumbró el agua en el
camino, sin pensarlo dos veces se vistió rápidamente y tomó
su “manga de agua” (un impermeable) y le dijo a su mujer:
—Tengo que sacar el ganado, parece que ya desbordó el
arroyo, ¡Voy a buscar a la gente!
Mariana nunca había presenciado una tormenta de tal
magnitud, el cielo se desgarraba y el camino real parecía un
tormentoso río, la fuerte descarga eléctrica del último rayo
había dañado el transformador, a oscuras Arnulfo llegó has-
ta la cocina encendiendo una veladora y regresando con la
misma hasta la habitación, donde la depositó en la pequeña
mesa de noche junto a la cama, su esposa atemorizada le
pidió:
—¡Por favor! No te vayas ¡Tengo miedo!
Él, con voz pesarosa le aseguró para tranquilizarla.
—Mi amor, te aseguro que no ocurrirá nada, es normal
en esta época la crecida del arroyo ¡Pasa todos los años! Tú
estás a salvo aquí, solo trata de tranquilizarte y no le abras la

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Teresita Islas

puerta a nadie ¿Entendiste? Ahora necesito irme, es urgente


que saquemos el ganado que queda.
Arnulfo tomó su sombrero y se inclinó hacia su esposa
depositando un rápido beso en su frente, ella angustiada solo
añadió:
—¡Por favor, cuídate!
Él le sonrió para brindarle seguridad y se despidió:
—¡Claro, mi pequeña!
El sonido de la puerta al cerrarse le taladró sus sentidos y
un escalofrío la invadió como presagio de algún cataclismo
por venir. Mariana no pudo quedarse en la cama, se levantó
y con la temblorosa y opaca luz de la veladora buscó su ropa
en el armario, palpando con sus manos hasta encontrar sus
pantalones y una playera, mientras lo hacía, deseaba con toda
su alma haberlo podido acompañar. Pero tal situación aun
sin estar embarazada era imposible, pues lejos de una ayuda
sería un estorbo ya que no tenía idea de lo que debía de hacer.
La caída de un rayo cimbró la tierra, Mariana espantada se
envolvió en una sábana y se acurrucó. El corazón se le salía
del pecho, respiró profundamente. Poco después se levantó
y se asomó en la ventana de la sala, a través del cristal que
era azotado por la lluvia podía ver algunas linternas que se
movían en la oscuridad. El paso del ganado que bramaba
le anunció la partida de los vaqueros, quienes montados a
caballo arriaban con premura a las reses. La lluvia seguía
cayendo con fuerza y las ráfagas de viento cambiaban el cur-
so de la abundante precipitación en forma casi horizontal,
castigando el rostro de los jinetes, finalmente se alejaron.
Mariana llegó hasta su cocina y abrió un anaquel de donde
extrajo un antiguo Quinqué (lámpara de petróleo) el cual
había sido regalo de su abuela, “para que nunca te falte la
luz” había dicho, lo encendió y se sintió reconfortada por la

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Cascabel

llama que alumbró superando en fluorescencia a la pequeña


mecha de la veladora. Con cuidado lo llevó a su habitación
y se recostó en la cama, la tormenta se alejó y solo quedó la
lluvia que arrulló a Mariana hasta quedar dormida.
Los incesantes golpes en la puerta de la entrada desper-
taron sobresaltada a la aislada esposa de Arnulfo, ella de
inmediato le echó un vistazo al reloj, eran apenas las siete
y media de la mañana, se levantó con cautela, continuaba
lloviznando y aunque ya había amanecido estaba oscuro por
los nubarrones que se vislumbraban amenazantes, de nuevo
la puerta se cimbró por los golpes, asustada Mariana se aso-
mó a la ventana, la figura de don Apolinar se encontraba en
el exterior, el agua le escurría y furioso gritó:
—¡Ábreme la puerta jija e tu chingá madre!
La pobre muchacha no podía creer lo que escuchaba, un
espantoso terror la dominó, el tono imponente y amenazador
la instaban a obedecer, pero su sentido común y su instinto
de supervivencia, le hicieron reflexionar sobre la situación
en que se encontraba, el aire le faltaba y se sentía sofoca-
da, aspiró con fuerza y con determinación le contestó desde
adentro:
—¡Qué quiere!
—¡Que me abras jija de la gran puta! Que te has creído
¡Perra! ¡Voy a tumbar la puerta!
Los violentos empellones y patadas destrozaron el mos-
quitero y arremetió contra la puerta, Mariana desesperada
imploró la ayuda divina, en ese momento recordó la esco-
peta que su esposo guardaba en el armario y corrió hacia
donde estaba, el pánico la dominaba, temblorosa extrajo el
arma que se encontraba descargada y trató de recordar don-
de estaban los cartuchos, los puntapiés parecían derribar la
puerta de un momento a otro. Mariana se apresuró y corrió

447
Teresita Islas

al estudio, las lágrimas escurrían por sus mejillas, con extre-


ma agitación abrió uno a uno los cajones del escritorio de su
marido, finalmente encontró los cartuchos y sin dudar cargó
la escopeta como su esposo le había enseñado, blandiendo el
arma, se acercó a la sala y gritó con todas sus fuerzas:
—¡Lárguese de aquí! ¡No le voy abrir y cuando venga
Arnulfo le diré lo que ha hecho!
—¡Qué te aj creído Maldita bruja! ¡Ábreme Hortensia
dejgraciada! ¡Ahorita me la vas a pagar!
Mariana se dio cuenta que su suegro estaba borracho y
que ya no sabía ni donde ni a quien reclamaba. Muy aturdi-
da, pero sin bajar el arma, le gritó:
—¡Yo no soy Hortensia! ¡Y le advierto que tengo la
escopeta cargada! ¡Lárguese ahora mismo! ¡Porque no voy
a dudar en dispararle! ¡No se atreva a golpear esa puerta otra
vez!
El cuerpo de la joven comenzó a sufrir pequeños espas-
mos nerviosos, la pesada arma temblaba en sus manos, espe-
ró unos segundos, entonces, escuchó el porrazo seco de un
cuerpo al caer, Mariana con gran precaución se asomó por la
ventana del estudio sin bajar el arma, en ese momento vis-
lumbró el cuerpo inmóvil de Apolinar Mendoza que yacía
sobre el húmedo corredor de su casa. Sabía que su suegro
tenía un problema en su corazón y que podía estar muriendo,
pero su temor era muy grande. Sin saber qué hacer, se quedó
junto a la ventana, mientras su cuerpo se estremecía por el
llanto. Después de unos minutos, bajó con lentitud el arma
y la depositó con cuidado sobre el escritorio. Don Apolinar
seguía tirado sin moverse, de pronto, un chapoteo se escu-
chó en el inundado camino que contenía por lo menos medio
metro de agua, un hombre a caballo se acercaba en esos
momentos, Mariana comenzó a gritar desesperada:

448
Cascabel

—¡Auxilio, por favor! ¡Auxilio!


El hombre era un trabajador del rancho que llegaba para
ver en que ayudaba, con rapidez se bajó de la montura y lle-
gó hasta donde estaba su patrón, mientras, Mariana, obser-
vaba sin atreverse a abrir la puerta, el joven tocaba y movía
a don Apolinar con fuerza tratando de reanimarlo, mientras
le hablaba:
—¡Don Polo! ¡Don Polo! ¡Dejpierte! ¿Qué le pasa?
¡Dejpierte!
Dirigiéndose a la joven le señaló:
—¡Ejtá rejpirando, pero creo que ejta dejmayao! Le voy
avisá a la patrona y voy a bujcar quien me ayude pa llevarlo
a la casa ¡Orita vengo!
Mariana junto a la ventana de la sala permaneció atenta,
se hallaba considerablemente atribulada por todo lo que le
había acontecido, pero aun en esas circunstancias sus pen-
samientos se dirigieron hacia Arnulfo. Le constaba que él
amaba a sus padres a pesar de todos los defectos que tuvie-
ran y que si algo le ocurría a don Apolinar le causaría un gran
dolor. Entristecida asumió que probablemente la culparía a
ella. Mortificada, analizó que si hubiera abierto la puerta,
podía haber convencido a su suegro que doña Hortensia no
se encontraba ahí, pero el terror la había paralizado. Aunque
a decir verdad, ni aun ahora estaba segura de que en el esta-
do de ebriedad en que se encontraba pudiera entender eso.
Afligida, se imaginó a doña Hortensia cuando se enterara
donde se encontraba su marido tirado e indudablemente el
trabajador le informaría también que ella no se había atre-
vido a salir a prestarle ayuda. Su mente era un caos, se ator-
mentaba al especular sobre la reacción de la familia pero
especialmente le asustaba la reacción de Arnulfo.

449
Teresita Islas

El chapoteo del agua se escuchó ahora con mayor fuerza,


tres trabajadores se acercaron a caballo y apeándose junto
a la entrada, corrieron en dirección a don Apolinar, sin tar-
danza lo levantaron con cuidado para subirlo a uno de los
caballos mientras otro de ellos lo sostenía. Mariana contrita
observó la operación desde su ventana hasta que al fin se
alejaron hacia la “casa grande”.

En la sala, Mariana desesperada caminaba de un lado a


otro. Parecía que la lluvia se había detenido y se escuchaba
el agua correr escurriendo poco a poco para desahogar el
camino, al cabo de dos horas el nivel había bajado conside-
rablemente. Ella se asomó a la ventana por enésima vez, mil
preguntas se agolpaban en su mente, tenía ahora un extre-
mado temor de enfrentar a Arnulfo. Pensó en su hijo y en su
deber como madre de brindarle protección. Llorosa y cons-
ternada tomó una resolución; se dirigió a su habitación tomó
sus botas de lluvia y se las puso. Abrió su tocador extrayen-
do las alhajas que Arnulfo le había obsequiado guardándolas
en una bolsa. Del armario sacó su mochila y en ella guardó
sus prendas, dos mudas de ropa, así como sus tenis. Se puso
su impermeable y con determinación y sin pensarlo más, se
colocó su mochila en la espalda. Tomando su bolsa de mano
salió de su casa cerrando la puerta tras de sí.
El agua le llegaba diez centímetros debajo de las rodi-
llas. Sus botas altas la mantenían seca, pero el esfuerzo por
vencer la corriente mientras trataba de guardar el equilibrio
causó que escurriera por su frente el sudor. En varias ocasio-
nes se detuvo pensando que era una locura lo que intentaba
hacer, pero al recordar los momentos en que su esposo se
había enfurecido por situaciones de relevancia muy infe-
rior a la que ahora acontecía, le engendró un sentimiento de

450
Cascabel

renovada valentía. Resuelta a conseguir librarse del inelu-


dible enfrentamiento o maltrato prosiguió con su intrépida
huida. En varias ocasiones estuvo a punto de caer en las res-
balosas piedras del camino, que se mostraban desnudas y
tambaleantes por la fuerza del torrente. Luego de media hora
de ir arronzando agua llegó a la bifurcación de la ranchería
más cercana, estaba totalmente exhausta. Ahí el agua le daba
al tobillo y pudo descansar un poco, del caserío cercano se
asomaron varias cabezas que con sorpresa la miraron. Ella
sin detenerse se alejó caminando por lo menos media hora
más, su propósito era llegar hasta Tres Zapotes para tomar
un taxi hacia Santiago Tuxtla. Ensimismada no escuchó el
ruido del motor que se detenía junto a ella, un hombre y su
mujer desde adentro le hablaron:
—¡Muchacha! ¡Onde vaj ¡Nojotroj vamoj a Trej Zapotej
si quierej te llevamoj!
Mariana sorprendida reconoció a uno de los vecinos de
don Apolinar. Sin pensarlo dos veces aceptó y la mujer le
abrió la puerta de la pequeña camioneta, haciéndole un lado
para que se sentara. Ella agradecida le sonrió y meditó sobre
su aspecto, seguramente la mujer había podido percibir sus
ojos inflamados por el llanto, así que no tardaría mucho en
empezar el interrogatorio. Esperó nerviosa sin saber qué les
diría, pero curiosamente permanecieron callados hablando
únicamente sobre el mal tiempo, después de un rato llegaron
al poblado y Mariana les agradeció el traslado. Con rapidez
se dirigió hacia la calle principal y se embarcó en un taxi
que la llevaría a Santiago Tuxtla para poder escapar hacia su
natal Veracruz.
Arnulfo se encontraba inexplicablemente nervioso y
afectado sin que al parecer hubiese razón para ello. Para tra-
tar de calmarse a sí mismo, pensó que quizás su angustia

451
Teresita Islas

se debía a la contrariedad de haber dejado a su mujer sola.


Por tal razón, cuando el ganado ya estaba en terreno seco, le
ordenó al mayoral que continuaran sin él, hasta llegar al ran-
cho “De los espinos” propiedad de su padre. Acto seguido
espoleó a su caballo y regresó inmediatamente, la distancia
era considerable pero calculó, que a buen paso en tres horas
más estaría junto a su esposa.
El cielo se hallaba resuelto a derrumbarse, el color plomi-
zo oscuro de las abultadas nubes presagiaba más lluvia, los
goterones comenzaron a caer en el momento que Arnulfo se
acercaba al pie de la entrada del “Cascabel”. Con premura
espoleó a su caballo para dirigirse hacia su hogar, pero en
ese momento, los hombres a la entrada de la antigua casa
le gritaron para llamar su atención, presintiendo que algo
nefasto había sucedido no tardó en desmontar frente al case-
rón. Los jóvenes se acercaron tomando las riendas de la can-
sada montura al mismo tiempo que le informaban:
—¡Arnulfo, tu apá está muy malo! ¡Lo encontramoj
tirao cerca de tu casa!
Arnulfo entró a la habitación de sus padres, su madre llo-
rosa se arrojó a sus brazos, gritando afligida:
—¡Arnulfo! ¡Tu papá no responde, no despierta! ¡Algo le
está pasando! ¡Dicen que estaba afuera de tu casa tirado en
el corredor! Estuvo tomando desde anoche y salió temprano
pero ya no supe que pasó, lo trajeron los mozos en el caballo
desde hace como cuatro horas… ¿Qué vamos a hacer? ¡La
camioneta no se puede sacar!
Don Apolinar Mendoza estaba totalmente inconsciente y
respiraba con dificultad produciendo los inequívocos soni-
dos de los estertores de la muerte, agonizaba en su lecho,
cada minuto que pasaba su respiración era más pausada,

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Cascabel

Arnulfo abrazó a su madre y le murmuró al oído tratando


de calmarla:
—¡Cálmate, mamá, por favor! Nosotros sabíamos que
esto le podía ocurrir en cualquier momento, él decidió no
seguir las indicaciones del doctor, no podemos hacer nada…
está agonizando… no lo podemos mover, debes ser fuerte.
Doña Hortensia asintió y por primera vez en muchos
años asumió con madurez y serenidad lo inevitable, abatida
comenzó a llorar suavemente. Arnulfo la sujetó y la llevó
hasta una silla en la habitación, el silencio reinaba interrum-
pido solo por la entrecortada respiración del moribundo,
afuera la lluvia se desplomaba incontenible y la violenta
tempestad se desataba, un rayo cayó tan cerca, que los muros
se cimbraron al mismo tiempo que don Apolinar Mendoza
se contraía para exhalar su último aliento.
El llanto de Hortensia cesó y sintió un profundo descan-
so, su hijo se acercó a ella y le dio un suave beso en la frente
para confortarla, mientras le indicaba:
—Le diré a Juana que te venga ayudar a vestirlo, mien-
tras organizo todo lo demás, vamos a estar bien…
El último comentario pareció dicho para él mismo, pre-
ocupado por el curso de los acontecimientos salió hacía la
torrencial lluvia, estaba afligido por la muerte de su padre
pero algo lo tenía incomodo desde que le contaron los
hechos ¿Que hacía su padre afuera de su casa?
Arnulfo ni bien había llegado a su hogar, cuando evaluó
desde la entrada el mosquitero destrozado de su vivienda,
así como los claros golpes que habían quedado marcados en
la madera de la puerta, con desesperación llamó a su amada:
—¡Mariana! ¡Mariana, ábreme!
Sacó la llave de su bolsillo y la insertó en la cerradura con
intempestiva rapidez, a grandes zancadas recorrió la casa sin

453
Teresita Islas

encontrar a su mujer, exacerbado ante la clara ausencia, se


percató de la escopeta sobre el escritorio y no tardó mucho
en comprender lo que había ocurrido. Desesperado colapsó
en medio de la habitación, las lágrimas fluyeron libres por
su rostro, su corazón estaba lacerado, la mujer que amaba lo
había abandonado con su hijo en las entrañas, y ni siquiera
sabía si estaba a salvo. Con fiereza, limpió con el dorso de
su mano el salado líquido y de rodillas juró encontrarla para
resarcirle por todo el sufrimiento que había padecido.

¡Dame siquiera un motivo


para vivir con tu ausencia!,
¡Dame tu mística esencia
que estar sin ti no concibo!
Ni un solo beso recibo
como muda despedida.
¡Hazme siquiera una herida,
márcame con tu estilete!
Como oleaje que arremete.
¡Aunque me cueste la vida!

454
Capítulo XXV
El Reencuentro

Mariana tocó con insistencia el timbre del edificio de depar-


tamentos. Deseó con toda su alma que su amiga estuviera
en casa, finalmente la puerta se abrió. Idalia se asomó y
solo le bastó ver el rostro desencajado y la tristeza pintada
en su amiga, para imaginar que algo desagradable le había
acontecido:
—¡Mariana! ¡Dios mío, que te pasó! ¡Pasa, entra!
Mariana se abrazó a ella y rompió en un profuso llanto,
Idalia la abrazó al mismo tiempo que le murmuraba palabras
de consuelo:
—¡Todo estará bien! ¡Vamos “hermanita”, no llores!
Después de algunos minutos se tranquilizó lo suficien-
te como para poder intentar hablar. Idalia le hizo un gesto
para indicarle calma, quitándole al mismo tiempo la mochila
de la espalda. Juntas ascendieron por la escalera hasta lle-
gar al departamento que se encontraba en el segundo piso.
Una vez dentro, Idalia le ayudó a quitarse la arrugada ropa,
el abdomen de Mariana delató su estado, su amiga agregó
emocionada:
—¡Mariana, estás esperando un bebé! ¡Cuando me lo
ibas a decir! Tonta, no llores que eso le hace daño... todo
va a salir bien, en la noche me cuentas que te ocurrió, ahora

457
Teresita Islas

¡Debes dormir! Vamos al cuarto… ten toma una bata, te ayu-


do a ponértela…
Mariana obedeció sin chistar se quitó sus sucios panta-
lones y las pesadas botas y con ayuda de Idalia se acabó de
poner la bata limpia y fresca que le ofreció. Como si estuvie-
ra viviendo una pesadilla Mariana cerró sus ojos imaginan-
do que al abrirlos todo lo vivido desaparecería. Pero no fue
así, Idalia la arropó con cariño, eran cerca de la una y media
del día, ella trabajaba por las tardes, así que le dio un beso a
su amiga y se despidió:
—¡Trata de dormir! Si necesitas algo, ya sabes… en el
refri hay comida, todo va a salir bien, me tengo que ir a tra-
bajar, no hagas nada tonto ¿eh? ¡Te quiero Chiquis!
—Yo también Dali.
Murmuró a su amiga, ésta tomó su bolsa y salió de la
recámara, la puerta de la entrada se cerró y la joven quedó
sola con sus pensamientos.
El camino a su tierra natal había transcurrido sin sobresal-
tos. Apenas se había bajado del taxi cuando pasó el autobús
que iba rumbo al puerto, ella se acomodó junto a la ventani-
lla mirando hacia afuera sin ver. Las lágrimas resbalaban por
sus mejillas, ocultó el rostro volviéndolo hacia afuera para
evitar las miradas curiosas de los demás pasajeros. Deseaba
regresar el tiempo y evitar que Arnulfo la hubiera dejado
sola. No sabía que había ocurrido, esperaba que su espo-
so llegara a tiempo para salvar a su padre, de lo contrario
seguramente la odiaría eternamente. Con infinita suavidad
se tocó el pequeño bulto en su vientre y su corazón enterne-
cido lo abrazó con subliminal amor. Su deber como madre
era protegerlo y en esos momentos dudaba de la ecuanimi-
dad y cordura de Arnulfo al enfrentar los hechos. Era abso-
lutamente necesario poner tierra de por medio y dejar pasar

458
Cascabel

unos días antes de hablar con él. Cuando él se enterara de las


circunstancias seguramente jamás volvería a tener la ante-
rior adoración que le prodigaba y el esmero en sus cuidados.
El extremo cansancio provocado por su intrépida osadía,
contribuyó a que la joven mujer durmiera profundamente
y solo hasta que escuchó lejanamente algunos sonidos de
trastos en la cocina, se enderezó. Confundida por no reco-
nocer su entorno; sufrió un gran sobresaltó y tuvieron que
transcurrir algunos segundos, para que finalmente ella recor-
dara su espantosa experiencia, descalza se levantó al baño y
cuando salió, su amiga ya la esperaba con gesto amable y
benevolente:
—¡Mariana, ya te levantaste! ¡Por fin! ¡Estaba preocupa-
da! Son las doce de la noche así que has dormido ¡Más de
diez horas! Mira, te he hecho algo de cenar, porque con ese
bebé, debes de comer bien, anda ¡Vamos!
Mariana sorprendida observó el reloj sobre la pared:
—¡Es en serio! Estaba tan cansada que enseguida que te
fuiste me dormí y ahora que me dices creo que ¡Tenemos
hambre!
Agregó tocándose su vientre. Idalia había preparado
pechugas de pollo asadas con algunos vegetales, el aroma
despertó aún más el apetito de la joven embarazada.
Las dos mujeres se sentaron a la mesa y entre bocado y
bocado Mariana le relató lo sucedido. Omitiendo por ver-
güenza los anteriores arrebatos de Arnulfo. Tampoco hizo
referencia a su carácter posesivo y autoritario. Idalia la escu-
chaba atenta, solo hasta que llegó al final de su odisea, su
amiga le puntualizó convencida, llamándola por el sobre-
nombre que cariñosamente utilizaba siempre que se refería
a ella:

459
Teresita Islas

—¡Chiquis! ¡Si a mí me hubiera golpeado la puerta ese


infeliz borracho! ¡Tampoco se la hubiera abierto! ¿Tú crees
que Arnulfo no va a comprender el terrible peligro que
corrías? Cuando alguien esta alcoholizado ¡No reconoce
nada ni a nadie! ¡Estuvo bien que no abrieras! ¡Qué tal si
entra y te golpea creyendo que eras su mujer! ¡Hasta quizás
hubiera lastimado a tu bebé! ¡Creo amiga que te expusis-
te demasiado precipitándote en huir por algo que no tenía
razón de ser! ¡Imagínate, venirte en medio del torrental que
era ese camino! ¡Por Dios! En serio que ¡No lo puedo creer!
El escuchar la opinión de su amiga, fue un bálsamo para
su alma, despertando una sensación de ansiedad mezclada
con algo muy parecido a la esperanza. Si Idalia estaba en
lo cierto, lo único que se ganaría sería la reprimenda por
la huida y no el odio que creía merecer. Pero ¿Cómo estar
segura de ello?
Pero Idalia, si su padre muere… ¡Yo seré la culpable!
Idalia respondió enseguida:
—¿Tú por qué? ¡Aquí no hay más culpable que él mis-
mo! Si sabe que el alcohol le hace daño ¡Para qué chingao
se emborracha! ¡No, Mariana estas equivocada! Estoy segu-
rísima que Arnulfo no es tan tonto como para ¡creerte cul-
pable! Y si lo cree pues… no vale la pena que sigas con
él… pero hay algo que me asombra de todo esto… ¿Por qué
razón huiste? ¿Por qué no lo enfrentaste? No sé… me parece
¡que le tienes miedo!
Mariana respiró profundamente, reconocer ante su amiga
el temor que le causaba su esposo, no era un asunto que le
enorgulleciera ¿Cómo explicarle que intentó ser ella misma
y que las circunstancias y su soledad le ganaron el ánimo?
Abatida solo expresó con cansancio:

460
Cascabel

Dali… ¡No sé qué hacer! ¡No sabes la cantidad de cosas


que he pasado en tan solo unos meses! La gente, las costum-
bres, las historias son… ni siquiera existe la ley para que
¡tengas idea! ¡Es como si hubieran quedado atrapados en
el tiempo, es muy diferente a como vivimos en la ciudad!
Ha sido un cambio total en mi vida, no estoy segura ya ni
de ¡Quién soy! ¡La muerte rondaba a mi alrededor! Por eso
vine contigo, no quiero que mi familia se entere por lo que
estoy pasando y además… no estoy segura que me den la
razón, lo más seguro es que me presionen para regresar con
Arnulfo… tú sabes que ¡nunca consentirían que hubiera un
divorcio en la familia!
Mariana comenzó a llorar muy atribulada, Idalia la abra-
zó con el cariño de hermanas que siempre habían comparti-
do manifestándole su solidaridad:
—¡Ya no llores chiquita! Todo saldrá bien, tómate tu
tiempo para decidir lo que quieres hacer, tú sabes que aquí
te puedes quedar hasta que quieras… pero, piensa en tu bebé
y dale por lo menos el beneficio de la duda a tu marido. No
estoy diciendo ¡Que mañana lo llames! Primero, debes repo-
nerte del susto que llevaste, con los días te sentirás mejor,
más segura, más tranquila y además, podremos disfrutar
estar de nuevo juntas, iremos a muchos lados… vas a ver.
Mariana sonrió a pesar de su llanto, Idalia era experta en
diversión, siempre habían sido inseparables y ahora que la
necesitaba le brindaba su cariño y afecto imperecederos.
Frente al amplio ventanal del pequeño departamento, las
dos amigas platicaron entre tanto sobre viejas amistades y
sucesos hasta que el reloj dio las tres de la mañana, después
se fueron a la cama, compartiéndola como hacía algún tiem-
po lo habían hecho en su ahora lejana época de estudiantes.

461
Teresita Islas

Arnulfo totalmente desmedrado, pero con el firme pro-


pósito de encontrar a su mujer cuanto antes. Salió decidi-
do hacia la persistente lluvia que ahora caía. Al llegar a la
entrada de la antigua casa ya algunos de los trabajadores se
habían reunido, incluso bajo la garita de la ordeña algunos
vecinos lo esperaban, él se dirigió a ellos con el fin de dar las
órdenes pertinentes y que se hiciera lo necesario para darle
sepultura a su padre:
—¡Amancio y Simeón! Vayan a la loma donde quedaron
la veintena de vacas y cojan dos novillonas, las vamos a
matar, para que se haga la comida para velar a don Polo.
—¡Como ujté mande patrón!
Los en otros tiempos compañeros de faena que lo tutea-
ban e incluso contradecían, ahora mostraban un respetuoso
trato que caía en la más completa subordinación. Las muje-
res que se encontraban presentes se arrimaron expresándole
sus condolencias con rostros contritos y por supuesto con
toda la disposición para ayudar en la cocina en la prepara-
ción de la gran comilona que representaba el funeral de don
Apolinar Mendoza.
Desde afuera Arnulfo llamó a la cocinera que de inme-
diato asomó la cabeza entre la puerta:
—¡Juana! ¡Dile a Amado que mate tres cochinos y man-
da a Salvador a Tres Zapotes a buscar lo necesario para
guisarlos!
—Sí, Patrón enseguida ¡Vénganse pa’ ca, pa’ que me
ayuden!
Dijo la vieja Juana a las mujeres, ellas, enseguida se
acomidieron desapareciendo por la puerta de la entrada de
la cocina. Arnulfo, con paso firme se dirigió al interior de
la casa, su madre permanecía en la habitación con el cadá-
ver de don Apolinar que se encontraba ya ataviado con su

462
Cascabel

guayabera blanca y su pantalón de casimir negro, en sus


pies destacaban sus botines relucientes y nuevos que nunca
estrenó en vida. Su mandíbula estaba sostenida por un fino
pañuelo, sus manos entrelazadas sobre el pecho sujetaban un
rosario y un gran crucifijo, sobre el piso en las cuatro esqui-
nas de la cama, yacían encendidas cuatro veladoras. Doña
Hortensia se encontraba tranquila, parecía que todo el sufri-
miento se había quedado en el pasado. Sentada en la única
silla del cuarto con su vestido negro esperaba con paciencia
a que su hijo se encargara de los preparativos. Como si des-
pertara de un trance alzó la vista al percibir la presencia de
Arnulfo y le preguntó con actitud obsecuente:
—¡Hijo, dile a Mariana que disponga de lo necesario en
la cocina, ella es ahora la que manda en lo que se debe hacer,
yo no tengo cabeza para nada!
Arnulfo con la desdicha a cuestas solo asintió, no tenía
caso, mencionar en esos momentos la última barrabasada
que había hecho su padre antes de morir. En ese instante
algunas vecinas tocaron con discreción la puerta y Arnulfo
las invitó a entrar, una de ellas con rosario en mano se dis-
puso a comenzar con el primer rezo por el descanso del alma
de don Apolinar, Arnulfo se acercó a su madre y le indicó:
—Mamá, tengo que salir a arreglar lo del entierro y ver
lo de la caja, también debo avisar a mis hermanas y algunas
otras cosas, ya todo se está preparando, solo te pido te man-
tengas calmada, en cuanto pueda regreso.
—¡Sí, Hijo! Yo estoy bien… no te preocupes.
Arnulfo se retiró, dejando que las mujeres hicieran lo
propio por el espíritu de su progenitor, el tiempo había mejo-
rado levemente cuando salió, a su paso se encontraba con
personas que seguían llegando de todos lados, deteniéndolo

463
Teresita Islas

para darle sus condolencias con extraordinaria reverencia,


Rufino se acercó solícito para informarle:
—Patrón ya ejta lijto su caballo, pa’ lo que tenga que
hacer.
Rufino había ensillado el caballo que había sido de don
Apolinar, un brioso corcel Alazán del cual siempre presu-
mía. Arnulfo montó enseguida y se dirigió con premura a
la vecina congregación del espinal, al llegar ya lo espera-
ban varios vecinos para mostrar sus respetos. Don Rosalino
Teoba enseguida le ofreció las llaves de su camioneta para
que Arnulfo hiciera sus diligencias mientras bajaba el agua,
él enseguida agradeció su solidaridad y las tomó dejando
el caballo en el lugar. Ya de salida doña Chana se acercó
misteriosa a la ventanilla del vehículo informándole lo que
Arnulfo ansiaba averiguar:
—¡Don Arnulfo! Yo vide a su mujé caminando solita hace
ya como doj horaj, iba muy sofocá, traté de alcanzala pero
iba muy recio con to’o y el agua que había, dejpuej pasó don
Juventino Mulato en su camioneta, ejtoy segura que se la
han de ber lleva’o.
Arnulfo agradeció la información y arrancó el motor
apresuradamente conduciendo con cuidado debido al agua
que todavía seguía escurriendo y acelerando en los tramos
que el camino lo permitía. Sus pensamientos estaban pues-
tos en Mariana, sufría una extrema ansiedad, abrigando una
leve esperanza de encontrarla aún en Tres Zapotes. Solo de
imaginarla caminando entre el agua y el lodazal en su esta-
do, lo angustiaba de la forma más extrema. Sus obligaciones
ahora le pesaban como nunca antes, pues debía arreglar el
funeral antes de correr en su búsqueda. A lo lejos divisó una
camioneta que venía en sentido contrario y reconoció al con-
ductor, aminoró la marcha hasta detenerse. Don Juventino

464
Cascabel

se bajó de su vehículo y saludó a Arnulfo sentado frente al


volante y de inmediato le expresó sus pésames. Las noticias
corrían muy rápido en el llano y en tan solo una hora ya la
comarca sabía del deceso… y de la huida de la esposa del
ahora patrón del “Cascabel”. Con mucho tiento y deshacién-
dose en disculpas don Juventino tocó el tema:
—¡Yo le pido dijculpaj don Arnulfo! Es que la probe de
su mujercita ya iba rete cansada y se me hizo feo no llevala,
no sabíamoj que le ocurría, si a lo mejó su familia la nece-
sitaba o algo, toncej la llevamoj a Trej Zapotej, allí luego,
luego se embarcó en el taxi de Santoj Chagala de’so hará
maj o menoj hora y media! ¡Ojalá la halle tovía en Santiago!
Arnulfo profundamente desilusionado se despidió y ace-
leró el vehículo sin detenerse hasta toparse con el taxista que
le informó lo que él ya esperaba:
—Sí, don Arnulfo yo la llevé a Santiago, nomás se bajó y
enseguida vi cuando se subió a un camión de “segunda”, así
que ahorita ya tiene media hora que se jué rumbo al puerto.
—Arnulfo continuó su viaje, hasta Santiago. Allí con
suma rapidez hizo todos los trámites con la funeraria. Ellos
se encargarían de hacer llegar la caja y los autobuses para el
sepelio, así como al doctor que prepararía el cuerpo y que
además extendería el certificado de defunción. Una vez con-
cluido su compromiso se dirigió a la casa de su tío Matías
para darles la mala noticia y de ahí condujo con urgencia
hasta la casa que tenían en Santiago. Avisó por teléfono a
toda la familia incluyendo a sus hermanas, quienes prome-
tieron trasladarse cuanto antes. El tiempo había transcurrido
y Arnulfo impotente tuvo la certeza de que no lograría alcan-
zar el autobús, menos, en la antigua camioneta que le habían
facilitado. Decepcionado hasta el límite, regresó al rancho

465
Teresita Islas

para continuar con los arreglos para el funeral y sacar su


vehículo a como diera lugar.
Eran cerca de las cuatro de la tarde, la lluvia tenía ya
algunas horas que había cesado. Las hijas de don Apolinar
ya se encontraban acompañando a su madre y el cuerpo del
difunto estaba ya dentro de la lujosa caja que su hijo había
dispuesto para él. El mayoral y los vaqueros ya habían regre-
sado del arreo y se encontraban ayudando a enterrar los gran-
des tambos de barbacoa y moviendo las pailas con la carne
de puerco que habían guisado las más de veinte mujeres que
había en la cocina. Amplias lonas habían sido colocadas en
el área aledaña a la casa, y un camión descargaba las sillas
y bancas al otro lado del todavía tempestuoso arroyo con
la intención de trasladarlas en los botes hasta el velorio. La
orquestal labor se llevaba a cabo sin ningún contratiempo, el
rostro adusto e intranquilo de Arnulfo era notorio, la gente
conocía el motivo, pero nunca se hubieran atrevido a men-
cionárselo. El camino ya escurrido se encontraba lodoso,
Arnulfo encontró a su madre sola en su habitación; estaba
muy tranquila se acercó a ella y le informó:
—Todo está arreglado, mañana, si todo sale bien; ente-
rraremos a mi papá a las dos de la tarde. Ahora me tengo que
ir a arreglar un asunto personal, tal vez regrese hasta mañana
en la mañana.
Doña Hortensia con total sujeción, asintió añadiendo:
—Sí, hijo, como tú digas.
Las hermanas de Arnulfo habían informado ya a su madre
sobre la huida de su cuñada. Los rumores de la posible causa
de tan inusitado hecho, eran la comidilla y el chismorreo
del momento, sin embargo, todo se comentaba con extremo
cuidado entre los peones y mayorales, pues ahora sus tra-
bajos dependían de otro amo. Por tal razón, al final de las

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Cascabel

murmuraciones siempre agregaban frases cargadas de adu-


lación y de comprensiva solidaridad a su nuevo patrón.
Arnulfo sin decir más depositó un beso en las sienes de
su madre. Ella enternecida le balbuceó:
—¡La encontrarás hijo! El volvió su mirada hacia su pro-
genitora y respondió:
—¡Lo sabes! Ella asintió con lágrimas en los ojos,
Arnulfo no pudo evitar sacar su desesperación y ansiedad,
abrazó a su madre y quedamente sentenció:
—¡La he perdido! Nunca podrá perdonarme, he sido tan
arrogante con ella que no ha podido quedarse para explicar-
me lo ocurrido ¡Soy peor que mi padre!
Doña Hortensia lo abrazó aún más fuerte y con desgarra-
dor llanto le refutó desde lo profundo de su alma.
—¡Noooo! ¡Nooo hijo! ¡Tú nunca podrás ser como fue
tu padre! ¡Jamás! ¿Escuchaste? ¡Jamás! ¡Eso es imposible!
Escúchame… escúchame tengo que decirte algo… pero
¡Prométeme que no me odiaras! ¡Prométemelo por favor!
—Hortensia lo miraba con mirada suplicante y angustiada.
—¡Mamá yo nunca te odiaría por nada! Arnulfo la separó
y la miró de frente presintiendo que escucharía algo trascen-
dente, algo íntimo que lo inquietaba desde hace mucho. La
voz de Hortensia se escuchó entonces clara y serena, como
si estuviera a punto de descargar todo el peso de un secreto
bien guardado.
—Hijo mío ¡Perdóname! Pero debo decirte… que…
¡Apolinar no fue tu padre! ¡Yo en ese entonces lo odiaba
con toda mi alma! ... Por lo que me había hecho…, él fue
muy cruel conmigo… yo era apenas una niña y fui ultrajada
¡brutalmente!

467
Teresita Islas

Arnulfo no hizo ningún gesto solo miraba impávido y


expectante a su madre, esperando escuchar toda la historia,
ella continuó su relato en medio de conmovedoras lágrimas:
—Yo, a instancias de mi madre… tu abuela, tomaba
cosas para no quedarme embarazada y mi suegra y tu padre
sospecharon, cortaron el árbol de cedro que me servía para
prepararme el brebaje ¡Yo me puse muy mal! y fue entonces
que doña Lucha… me mandó a Tlacotalpan unos días para
que me repusiera. Ahí me encontré con Carlos Manuel… tu
padre; mi primer y único amor. Nos citamos y mi madre le
permitió la entrada a la casa, ella sabía lo desgraciada que
era y quiso dejar que yo conociera lo que era la ternura y
el cariño del ¡verdadero amor! ¡Fueron los días más feli-
ces de mi vida hasta que llegó el momento de separarnos,
porque después jamás nos volvimos a ver! Al principio creí
que Apolinar me había dejado embarazada, sufrí mucho…
pero cuando te vi y te tuve en mis brazos… ¡Eras igualito
a mi Carlos Manuel! Salté de alegría y mi gozo fue enorme
¡Hijo mío! ¡Tú nunca podrás ser tan ruin y malvado como lo
fue Apolinar! Carlos Manuel, tu padre; es todo lo contrario.
¡Por favor Arnulfo! ¡Di algo! ¡Perdónameeee! ¡Tienes que
perdonarme!
Hortensia se lanzó a su hijo llorando en convulsivo llan-
to, él la sostuvo y después de unos momentos la envolvió en
un cálido abrazo borrando todos los sinsabores de la pobre
vieja. Pasados los minutos tras la terrible confesión Arnulfo
le aseguró a su progenitora con ternura:
—¡No hay nada que perdonarte mamá! Estaremos bien,
ahora tengo que ir por mi esposa, espero en Dios que ella y
mi hijo se encuentren bien.
—¡Lo están hijo! Dios y la Virgen los están cuidando ¡Ve
por ellos y tráelos contigo!

468
Cascabel

Arnulfo se despidió con un beso e inexplicablemente la


revelación lejos de deprimirlo le infundió un sentimiento de
sosiego y una buena dosis de ánimo a su atribulado espíritu.
Con determinación, Arnulfo ordenó enganchar la camio-
neta a los cables del poderoso tractor, todos se alistaron para
ayudar en caso de ser necesario. Con lentitud el coloso se
dirigió a la salida maniobrado por su propio dueño, mien-
tras, un conductor guiaba la camioneta únicamente para
alinearse. La máquina avanzaba jalando la camioneta por
el camino, que aunque había sido anegado; conservaba par-
te de la gravilla que año con año los Mendoza derramaban
para darle mantenimiento. Esa labor ahora sería de mucho
provecho para sacar el vehículo de ahí. Después de treinta
minutos Arnulfo llegó a la bifurcación en donde dejó su trac-
tor, estacionándolo junto a las camionetas de sus cuñados y
algunos familiares. Al fin se sintió libre y pudo manejar el
que ahora era su vehículo, sin tardanza se dirigió en busca
de su amada, deseando con toda su alma que ella y su hijo
estuvieran bien.
Ensimismado en sus pensamientos Arnulfo recorrió la
carretera hasta llegar al puerto de Veracruz. Eran cerca de
las ocho de la noche cuando se estacionó frente a la casa de
sus suegros. Ansioso se bajó y con confianza abrió la reja de
la entrada, el jardín delantero despedía un fragante aroma a
“Galán de noche”. Apresuró el paso con la zozobra reflejada
en el rostro y dispuesto a suplicarle si fuera necesario de
rodillas que volviera con él. Ya no le cabía en sí, el orgullo
ni la dominación, la amaba profundamente, incluso más que
a su propia vida. Sus sentimientos eran superiores a los dog-
mas sobre el rol que debía desempeñar la mujer en la vida de
su esposo. Por primera vez desde que se habían casado, con-
sideró todo lo que ella había renunciado por seguirlo a un

469
Teresita Islas

mundo donde nada se parecía a lo que ella estaba acostum-


brada. Su autocrática forma de afrontar todo en su relación,
había logrado herir de alguna forma a la mujer que adora-
ba, disminuyendo su autoestima e infundiéndole temor. No
había valorado su absoluta confianza y su total entrega. Se
daba cuenta de su error y temblaba tan solo de imaginar per-
derla junto con su deseado y amado hijo.
Tocó la puerta y se asomó en el amplio ventanal saludan-
do para llamar la atención:
—¡Buenas noches!
Desde la cocina las mujeres respondieron y doña Bertha
salió a su encuentro con el rostro iluminado mientras abría
la puerta invitándolo con un gesto a pasar:
—¡Arnulfo que sorpresa! y mi niña ¿Viene contigo?
El alma de Arnulfo se le fue a los pies y de pronto se puso
pálido. Estaba viviendo una espantosa pesadilla. Con deses-
peración se pasó la mano en la cabeza, su ademán no pasó
desapercibido para la anciana señora a la que se le unió doña
Emilia con su mandil amarrado a la cintura.
—¡Dime que pasa! ¡Qué sucede! ¿Mariana está bien?
—¡Arnulfo! ¿Dónde está Mariana?
Las mujeres angustiadas lo cuestionaron, Arnulfo sabien-
do que nada arreglaría con angustiarlas, mintió lo mejor que
pudo, diciendo solo la verdad a medias para no sentirse tan
desalmado:
—¡No sucede nada, Mariana está bien! Es solo que… mi
padre falleció esta mañana y vine a hacer algunos trámites y
bueno…, pasé a avisarles para que… supieran y… además
necesitaba descansar un rato.
Las señoras pusieron rostros de tristeza y abrazaron con
cariño al marido de su pequeña, acompañándolo con frases

470
Cascabel

de extrema conmiseración, para luego invitarlo a sentarse a


cenar.
Arnulfo mientras se dejaba atender, discernía sobre el
lugar donde Mariana había decidido esconderse, pues era
obvio que su afán era el de permanecer fuera de su alcance,
con astucia cuestionó a sus Anfitrionas que sin desconfiar le
informaron:
—Doña Emilia, fíjese que Mariana me recomendó mucho
que pasara a buscar unos libros a la casa de su amiga Idalia,
pero por las prisas se le olvidó darme su dirección ¿Usted no
sabe dónde vive?
—¡Ah! Dali, ¡Sí! Ella vive en el centro en un edificio de
departamentos, a veces Mariana se quedaba con ella a estu-
diar, ¡Son muy amigas! ¡Su familia es de Tlacotalpan! Su
mamá de Dali es parienta lejana mía por lo Fuster ¿Verdad
mamá?
—¡Sí! ¡El bisabuelo de Idalia era primo segundo de mi
papá! Y su familia fue invitada a la boda de Mariana ¿No la
recuerdas Arnulfo?
Preguntó doña Bertha al mismo tiempo que le pasaba la
canasta del pan. Arnulfo tomó una pieza y retomó la plática
sobre el mismo sesgo:
—¡Ah! ¡Claro que la recuerdo! Platiqué con ella muchas
veces, pero nunca le pregunté donde vivía, entonces dice
que vive ¿En el centro?
Doña Emilia le explicó con detalle:
—Sí, vive en la calle de Juárez a media cuadra del regis-
tro civil, es un edificio que está junto al estacionamiento del
hotel Colonial, ella vive en el segundo piso, pero no recuerdo
el número del departamento, pero ahorita ¡ya es muy tarde
para que la visites, pues siendo ella señorita, no se vería bien

471
Teresita Islas

que un hombre tocara a estas horas a su puerta! Además, me


imagino que regresarás a velar a tu señor padre ¿No?
Arnulfo calculó su estrategia mientras terminaba de
cenar; pasándose los alimentos a fuerzas pues hasta el apeti-
to había perdido, ante la pregunta inmediatamente aseguró:
—¡Por supuesto! ¡Claro! Solo pensé que si estaba de
paso le recogía los libros, pero como vive hasta el centro,
mejor lo dejaremos para otro día.
—Sí, creo que es lo mejor, nosotras avisaremos a Enrique
y a toda la familia y saldremos mañana temprano para llegar
al entierro ¿A qué horas será?
Arnulfo tosió ahogándose con su café al escuchar los pla-
nes de su suegra, por tal razón con extrema habilidad las
disuadió, explicando en parte la caótica situación en que se
encontraban por la inesperada tromba que se había precipita-
do sobre la región, su suegra comentó un poco preocupada:
—¡Dios mío! y Mariana ¿Está ahora sola en medio de
tanto desorden? ¿Adentro de la casa no se les metió el agua?
—¡Oh no! Nuestra casa está construida sobre un pequeño
cerro y no hay forma de que el agua suba tanto. Tampoco a
mi madre le entró, pero la verdad, ahora los caminos no son
muy recomendables para transitar. No sabemos si a lo mejor
llueve más… y quizás, después no puedan regresar ense-
guida, yo le expresaré a mi madre sus intenciones y le lle-
varé sus condolencias, porque creo en verdad que no deben
arriesgarse.
Las mujeres estuvieron de acuerdo en que lo que sugería
Arnulfo, era lo más razonable. Doña Bertha, como siempre,
hizo una remembranza al respecto:
¡Que terrible situación! También cuando murió mi tía
Eugenia en Tlacotalpan, estaba inundado, fue en el cuarenta

472
Cascabel

y cuatro, además del agua que nos entraba ¡Había un fuertí-


simo viento!
Al terminar de cenar, Arnulfo se levantó apresurado y
con la excusa perfecta por la desafortunada pérdida, se reti-
ró recibiendo innumerables muestras de afecto de su familia
política.
El desesperado joven entró al estacionamiento del Hotel
Colonial, ubicado en el corazón del puerto de Veracruz, dejó
su camioneta y procedió a registrarse. La recepcionista le
extendió la llave de su habitación percatándose que care-
cía de equipaje. Arnulfo sin perder tiempo fue en busca del
edificio, que no tardó en encontrar, pues era el único que
tenía departamentos para vivienda. Tocó uno de los timbres
de los departamentos del segundo piso, esperó y después de
unos momentos un muchacho de aproximadamente diecisie-
te años, abrió la pesada puerta de la entrada, Arnulfo en tono
de disculpa le explicó:
—¡Disculpe la molestia, estoy buscando a mi prima
Idalia! Ella me dio su dirección, pero desconozco el número
de su departamento.
El joven de inmediato le informó:
—¡No hay problema, ella vive en el seis, pero llega hasta
como a las diez porque trabaja en el turno de en la tarde, ya
no ha de tardar! ¡Pero si quiere pase! ¡En la tarde llegó una
amiga de ella y ha de estar ahí, porque no la he visto bajar!
Arnulfo le dio gracias al altísimo por la existencia de
la gente chismosa, estaba feliz por la información, pero no
conforme, quiso asegurarse:
—¡Ah, sí, una amiga! De casualidad no era delgada,
blanca y ¿Con el cabello largo?
El muchacho levantó el dedo pulgar para afirmar:

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Teresita Islas

—Exacto, pero vestía muy raro ¡Con unas botas de hule!


Dijo sonriendo.
—¡Sí, por supuesto, es que la conozco, a veces acompaña
a Idalia cuando me visitan en México!
Arnulfo mintió descaradamente; estaba muy satisfecho
del resultado de sus pesquisas.
—¡Vaya! ¡Qué suerte tiene! ¡Está linda la chava!
Hizo una mueca algo desilusionado por no poder conse-
guir una compañía igual.
Arnulfo se encogió de hombros y sonriente le compartió.
—Sí, es muy hermosa, pero no quiero importunarla,
mejor esperaré a Idalia… ¡Un favor!
Si ves a mi prima, no le digas que vine ¡Quiero que sea
una sorpresa!
Le guiñó el ojo en señal de complicidad y el joven le
contestó con su lenguaje juvenil:
—¡Juega! No hay pedo ¡Ahí nos vidrios!
Arnulfo levantó la mano y le enseñó el pulgar hacia arri-
ba, el joven cerró la puerta mientras él se alejaba y regresaba
al hotel. Ya en su cuarto se paseaba nervioso y desespera-
do, su mujer estaba a tan solo unos pasos, podía ir en cual-
quier momento y tocar a su puerta, pero quería hacer las
cosas bien, de diferente forma, quería planear una estrategia,
deseaba que ella no tuviera ninguna duda sobre el amor tan
grande que le profesaba.
Arnulfo se sentó en la confortable cama y tomó el telé-
fono oprimiendo el número de la recepción la encargada le
contestó casi de inmediato:
—Recepción ¿En qué le pudo servir?
—Señorita, hablo de la habitación cuatrocientos doce,
necesito un arreglo floral para mañana muy temprano, quiero

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Cascabel

que sean rosas rojas, un arreglo grande, el más grande que


puedan hacer.
—¡Claro señor! ¿Se lo cargo a la habitación?
—¡Sí, por favor!
—Usted dijo temprano ¿Cómo a qué horas lo necesita?
—Como a las siete y media más o menos.
—No hay problema, enseguida se lo encargo y mañana
cuando baje estará aquí en la recepción, ¿Necesita que se lo
envíe a algún lado?
—No, en la recepción está bien. ¡Gracias, señorita!
—Para servirle ¡Buenas noches!
Arnulfo deseaba tener el bello cuerpo de su esposa junto
a él, la deseaba de tantas formas que era imposible respirar
sin tenerla a su lado, pensó en el que creía que había sido
su Padre y en la total desdicha que sembró a su paso, nada
hubiera ocurrido si él no se hubiera atrevido a hostigar y
amedrentar a Mariana, pero reconoció que en parte el mismo
era culpable del temor y falta de confianza de ella.
Cansado, pero satisfecho, Arnulfo después de darse una
ducha se metió bajo las frescas sábanas intentando dormir, a
lo lejos escuchaba la alegre música Veracruzana tocada con
arpa y jarana en los portales del antiguo puerto.
Doña Hortensia estuvo casi todo el tiempo acompaña-
da de sus hijas, tarde en la madrugada, Alba aprovechó que
nadie estaba cerca de ellas y abordó a su madre con determi-
nación aunque un tanto temerosa:
—¡Mamá! Tengo que contarte algo, en verdad me cues-
ta decírtelo, sé que ahora estamos viviendo momentos muy
tristes pero… ¡Ya no puedo más! Soy muy infeliz… mi
marido me golpea si no hago lo que él quiere, me insulta y
me maltrata, he tratado de escapar pero no he podido, estoy
aquí porque Arnulfo llamó y se aseguró que viniéramos ¡Por

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Teresita Islas

favor ayúdame! ¡Ya no quiero regresar con él! Estoy segura


que si se lo pides a Arnulfo él puede intervenir para que éste
hombre me dé el divorcio… ¡Ayúdame mamá!
Alba se había expresado con infinita humildad, su sober-
bia había sido abatida por las humillaciones del enfermizo
y cruel marido, las lágrimas escurrieron indiscretas y bajó
el rostro. Su madre comenzó a llorar, sus pensamientos via-
jaron hasta esa primera noche de su infortunado rapto, su
soledad y su infame entrega. Hubiera preferido vivir en la
deshonra pero cerca de sus seres queridos y no en el abando-
no en manos de su atacante. Eso era algo que nunca le per-
donaría a su padre. Al razonar en ello, Hortensia sintió que
el corazón le sangraba ¡Ella había hecho lo mismo con sus
hijas! Desgarrador llanto le acompañaba en esos momentos,
abrazó a su hija y le murmuro al oído:
—¡Perdóname mi niña! ¡No debí permitir que tu papá te
casara a fuerzas! ¡Claro que te ayudaré y no esperaré a que
sea mañana!
Doña Hortensia reunió todo el coraje y la frustración de
años de ignominia y se levantó de su silla, Alba le preguntó:
—¿Qué vas a hacer mamá? ¡Mamá, espera a que venga
Arnulfo! ¡Mamá!
Doña Hortensia llamó al mayoral, éste se presentó ense-
guida y ella le ordenó:
—Reúne a la gente de “confianza” ya sabes cuál y no te
hagas el idiota que muchas veces le serviste por ese lado a
mi marido, los necesito ahorita mismo que ¡Tengo un asunto
que arreglar! El hombre de inmediato se retiró y en pocos
minutos cerca de veinte hombres rodeaban a la viuda de
Apolinar Mendoza frente a la caja del extinto patrón espe-
rando sus instrucciones:

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Cascabel

—¡Escuchen! ¡Eleazar Espinoza se ha aprovechado de


una Mendoza! ¡Ha humillado a mi hija, como ha querido el
desgraciado! pero ¡Solo hasta hoy! ¡Voy a sacar a esa alima-
ña ponzoñosa de aquí! Necesito que me cubran y si se pone
bruto él o sus acompañantes… ¡Ya saben que hacer! ¡Alba,
Graciela! ¡Quédense aquí adentro!
Doña Hortensia empuñando el revólver calibre treinta y
ocho especial del difunto, se plantó frente al sádico y ruin de
Eleazar Espinosa:
—¡Desgraciado hijo de puta te di a mi hija para que la
cuidaras! ¡No para que fuera tu trapo de cocina! ¿Crees que
porque no está Polo te saldrás con la tuya? Te me largas
¡Pero ya! ¡Maldito sinvergüenza! ¡Mi hija no regresará con-
tigo y te espero en San Andrés para que firmes el divorcio si
no, te va a pesar!
El Viejillo se levantó con el afán de poner en su lugar a la
viuda, pero al ver los hombres que la flanqueaban, lo pensó
mejor, él solo venía acompañado de su hijo y de un pistole-
ro, no obstante tuvo el descaro de gritarle a su mujer:
—¡Perra dejgraciá te quedaj…, pero ¡Sin nada! jija e la
chingada tovía que le tape su puteriaj!
Doña Hortensia le contestó furiosa:
—¡Lárgate viejo sádico apestoso y no se te ocurra inten-
tar algo, porque nosotros también tenemos con qué!
El hombrecillo se alejó seguido de su hijo y su acompa-
ñante, los insultos plagados de veneno salían de su desden-
tada boca y con las manos seguía haciendo ademanes. Doña
Hortensia enseguida les ordenó a sus hombres:
—¡Síganlo, asegúrense que se marcha y fíjense hacia
donde agarra no sea que se apertreche en el camino para
“venadearnos” mañana!

477
Teresita Islas

Su otra hija asustada se reunió con su madre


cuestionándola:
—¡Mamá que ocurre! ¿Qué pasó?
—¡No pasó nada! ¡Solo puse las cosas en su lugar!
El esposo de Luz se arrimó también, para enterarse del
incidente. La gente asombrada al percatarse que había pro-
blemas; se había retirado a buen recaudo. Después de algu-
nos minutos todo volvió a la calma y los acompañantes
regresaron de nuevo a ocupar sus sillas. Hortensia entró a su
casa del brazo de su hija mayor, dentro, solo estaban algunas
mujeres velando el cuerpo, Hortensia les habló a sus hijas:
—Vamos a la recámara necesito decirles algo:
Ellas la siguieron cerrando la puerta de la habitación, doña
Hortensia se sentó en su cama y ellas hicieron lo mismo:
—Quiero que me escuchen…, yo…, quizás ¡No he sido
una buena madre! No porque no me haya dado cuenta que
lo que hacía estaba mal, sino porque me faltó valor para
enfrentarme a Polo…
—¡No mamá! No digas…eso
Empezaron a decir las muchachas pero con un gesto de la
mano Hortensia las calló.
—Déjenme terminar, no necesito que disculpen mis erro-
res, sé que soy culpable de su infortunio, pero quiero decir-
les que a partir de ahora, no quiero saber que se limpien las
manos en ustedes. Tú, Luz ¡Dime si eres feliz con tu marido
o es también un patán!
—No, mamá yo estoy bien con Remigio, él siempre me
ha querido, si no, yo ya te lo hubiera dicho, no te preocupes
por mí.
Doña Hortensia respiró aliviada y les expuso:
—Hijas, como saben Arnulfo se hará cargo ahora del ran-
cho, al morir Polo, todo pasó a ser propiedad de él, yo lo

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Cascabel

supe apenas hace unos meses… a nosotras ¡No nos heredó


nada! pero estoy segura que su hermano no nos dejará des-
protegidas, hace unos días ya me había dicho que él no pre-
tendía quedarse con todo y que vería que ustedes estuvieran
bien, yo lo único que deseo es regresar a vivir a Tlacotalpan.
Quiero arreglar la casa donde crecí y que Arnulfo heredó
de mi padre. Estoy segura que él no tendrá inconveniente.
Ustedes dos se quedarán conmigo a no ser que su herma-
no sugiera alguna otra solución, pues ahora está también la
opinión de Mariana, que desgraciadamente se marchó por
el último disparate de su padre de ir a patearle la puerta.
Ella es una buena mujer… espero en Dios que regrese con
él… mañana, después del entierro, quiero que me ayuden a
empacar mis cosas, porque me largo de este lugar ¡Donde
nunca debí haber llegado! Pero ustedes saben que… ¡No fui
yo la que tomé esa decisión!
Hortensia volvió a llorar y sus hijas con ella, abrazadas se
animaron y sonrieron de empezar una nueva relación, pare-
cía que lentamente Hortensia recobraba su autoestima y su
sensibilidad, aun no era demasiado tarde para ella.
Arnulfo apenas y pudo dormir, se despertaba continua-
mente pensando en su esposa y en su hijo. Tan solo eran las
seis y media de la mañana y se metió al baño, la ducha fresca
lo reanimó. Mientras se bañaba maduraba la mejor forma
de abordar a Mariana, pensaba en lo que le diría cuando la
tuviese enfrente. Terminó de vestirse con la misma arruga-
da ropa, se sentía alterado como nunca antes lo había esta-
do. Temía que ella no pudiese perdonarlo o que se negara a
aceptar su amor en cuyo caso la perdería para siempre. Su
vida dependía de tan solo unas palabras, repasaba la forma
de convencerla, finalmente determinado a resolver su con-
flicto salió de su habitación.

479
Teresita Islas

En la recepción otra empleada le entregó el bellísimo


arreglo floral que había solicitado, las hermosas rosas rojas
llamaban la atención de los turistas. Arnulfo lo tomó en sus
manos y se dirigió al edificio de departamentos. En la entra-
da una señora se afanaba en lavar las escaleras y el corredor
exterior, por lo que no necesitó tocar el timbre para lograr
entrar, únicamente le dijo a manera de explicación:
—¡Buenos días! Vengo a ver a Idalia…, departamento
seis.
La mujer asintió, con curiosidad lo siguió con la mirada.
Frente a la puerta del departamento, Arnulfo tocó con
suavidad, no escuchaba ningún sonido. Insistió por segunda
vez, al fin después de unos minutos, Idalia aun en pijama
asomó la cabeza medio dormida; en un segundo su expre-
sión cambió, quedando boquiabierta al ver el arreglo y a su
visitante. Sin tardanza lo hizo pasar, tocándose con un dedo
la boca en señal de silencio, Arnulfo entró y ella le señaló
el dormitorio. Él se introdujo y al ver a su amada sintió que
las lágrimas asomaban a sus ojos, se arrodilló junto a ella,
poniendo el arreglo sobre la mesa de noche, allí la observó
unos instantes con infinito amor, Idalia con cuidado cerró la
puerta de la habitación para darles privacidad y se sentó en
la sala.
Mariana estaba profundamente dormida, entre sueños
escuchaba la voz de Arnulfo murmurándole palabras amoro-
sas y pidiéndole perdón. También sentía sus labios en su ros-
tro, todo parecía tan real, que se negaba a abrir sus ojos para
no sentir la decepcionante realidad, un húmedo beso en sus
labios la convenció de hacerlo y su sorpresa no tuvo límites;
frente a ella su esposo la veía sonriente. Mariana se enderezó
de inmediato, él estaba sin rasurar, se notaba cansado y tenía
una mirada de angustiada súplica, no pudo más y se lanzó a

480
Cascabel

sus brazos, él la recibió conmovido, mientras le suplicaba,


con el arrepentimiento colmado en su voz. Había olvidado
todo el largo discurso que había ensayado para convencerla
de regresar con él y solo salían cinco palabras de su boca:
—¡Perdóname mi amor! ¡Te amo!... ¡Perdóname! ¡Te
amo tanto!
Mariana lloraba y a su vez también le pedía perdón por
haberlo abandonado. Él la besaba con irrefrenable pasión y
las lágrimas de ambos se confundían. Finalmente ella entre
sollozos le contó lo sucedido. Él la abrazó y con tiernos
besos le aseguró que ella no tenía la culpa de nada, que había
hecho lo correcto y añadió a manera de disculpa:
—¡Mi amor perdóname tú, sé que huiste de mí porque he
sido injusto contigo, he sido posesivo y autoritario y te he
ocasionado tristeza y temor, cuando lo único que siempre he
deseado en mi vida es hacerte feliz!
Mariana se sentía emocionada y radiante, amaba a
Arnulfo y el escucharlo aceptar sus errores engrandecía su
imagen y su hombría ante ella, al mismo tiempo que refle-
jaba su incalculable amor. Las hermosas rosas llamaron su
atención, el exquisito aroma se esparcía en la habitación
envolviéndolos con su fragancia. Después, cuando ya esta-
ban serenos, él le mencionó lo ocurrido a su padre y que el
entierro sería en Tres Zapotes a las dos de la tarde. En los
ojos de ella vislumbró una leve sombra que provocó que él
agregara de inmediato:
—¡Mi amor! No tienes que ir si no lo deseas, tampoco
quiero que regreses al rancho si no eres feliz allá, yo estaré
contigo donde tu decidas que quieres vivir, los negocios los
puedo manejar desde cualquier lado ¿Me entiendes? ¡No te
quiero perder de nuevo! ¡Te amo demasiado!

481
Teresita Islas

Mariana en ese momento descubrió un nuevo horizon-


te para ellos, donde el tiempo, el lugar y el modo no eran
importantes, lo único realmente sustancial era el estar juntos,
toda la inseguridad, el temor, la angustia y la desconfianza
se habían marchado, dejando desnudo su ser, cargado única-
mente con incesante amor, segura de sí misma le sentenció:
—¡Estás loco! ¡Jamás me volveré a separar de ti! A partir
de ahora iré a donde tu vayas ¡No me importa donde sea! ¡Te
amo! —Antes de tomar de nuevo su boca él le reiteró:
—¡Yo te amo más, mi dulce esposa!

482
Epílogo

Era una hermosa fiesta, los niños corrían por doquier alrede-
dor de la amplia piscina y los adultos reposaban en sus sillas
alrededor de las mesas instaladas en el precioso jardín de la
mansión frente al mar.
Se encontraban reunidos todos los miembros de la gran
familia de Arnulfo y Mariana y la razón lo ameritaba. El
pequeño Arnulfo disfrutaba de su segundo cumpleaños
mientras saboreaba el delicioso pastel sentado en las piernas
de su abuela Hortensia; quien orgullosa, lo besaba expresan-
do lo bien parecido que era.
—¡Es igualito a Arnulfo a esa edad! ¡Tan guapo!
Su consuegra le daba toda la razón, pero añadió para no
quedarse atrás:
—¡Sí! ¡Pero también mi Mariana puso lo suyo! ¡Siempre
fue una niña preciosa!
Mariana tumbada en un sofá y rodeada por los brazos de
su esposo contemplaba la escena complacida, él con ternura
acariciaba su abultado abdomen, a la vez que le murmuraba
al oído palabras colmadas de cariño:
—¿Te he dicho mi preciosa flor cuánto te quiero?
— Sí, esposo, pero ¡Me gusta que me lo repitas muchas,
muchas veces! –respondió ofreciéndole sus labios.

483
Teresita Islas

—Entonces lo haré ¡Mi tesoro! —Arnulfo le dio un pro-


longado beso que como siempre; hizo que Mariana perdie-
ra la noción del tiempo y el lugar. Después del prolongado
beso, Arnulfo separó sus labios y ella lo miró arrobada y
sedienta. Idalia se aclaró la garganta para hacer sentir su pre-
sencia y preguntó entusiasmada:
—¿Creen que ya es hora de repartir los dulces?
La madrina del pequeño Arnulfo se encargaba de orga-
nizar todo y no cabía en sí de felicidad. Ahora que iba a ser
parte de la familia, pues estaba por casarse con Enrique el
hermano de Mariana; se sentía con mayor obligación y com-
promiso. Mariana le respondió despreocupada:
— Como tú quieras hermanita, pero sugiero que formes
una fila porque si no, ¡Te caerán todos encima!
—¡Ah! ¡Pero aquí estaré yo para salvarla! —respondió
Enrique abrazándola desde atrás con fuerza.
Idalia lanzó un pequeño grito y correspondió dándole un
suave beso para luego escapar hacia donde estaban los tre-
mendos chiquillos.
La calma después de la tormenta se había asentado y el
Cascabel sonaba derrochando languidez y armonía. Aunque,
Arnulfo en ocasiones lo hacía zumbar cuando ejercía su
poder y dominio. Tales ímpetus de posesión con respec-
to a Mariana no disminuyeron en absoluto pero de alguna
manera, intentaba restituirla soslayando algunas de sus ideas
autocráticas; por ejemplo permitiendo que Mariana trabajara
en su oficina medio tiempo. Ella se sentía satisfecha con tal
concesión pues tampoco le gustaba tener que dejar a su hijo
muchas horas; aun cuando eran las abuelas las que se dispu-
taban el cuidado del pequeño. Ahora en su avanzado estado
de gestación y con la eminente llegada de su adorada hija
solo se dedicaba a dejarse amar y consentir por su marido.

484
Cascabel

Las hermanas solteras de Arnulfo también habían madu-


rado. Alba era ahora una comprometida gerente de una de
las empresas de su hermano y Graciela viendo el sesgo y
problemas de su hermana mayor había retomado en serio sus
estudios dejando atrás su disoluta vida.
El sol tiñó con suaves pinceladas naranjas y rojas el hori-
zonte, entre tanto, la brisa del mar alborotaba el cabello de
Mariana. Ella cerró sus ojos aspirando el delicioso aroma de
caracolas que tanto le gustaba. Arnulfo la abrazó y de nuevo
las promesas brotaron de sus labios, Mariana creyó escuchar
la voz de doña Lucha diciéndole: ¿Ves hija? ¡Todo está bien
ahora! Una radiante sonrisa se dibujó en sus labios y Arnulfo
pensó que era el hombre más afortunado de la tierra, juntos
contemplaron los últimos rayos de ese hermoso atardecer.

485
Impreso en Lisboa, Portugal, por:

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