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Miguel Herrero de Miñón

XXI ENSAYOS
de Derecho Constitucional
comparado

Boletín Ofcial del Estado


Centro de Estudios Políticos y Constitucionales

Derecho Público
XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
CONSEJO ASESOR DE LA COLECCIÓN
DE DERECHO PÚBLICO

Directora
Yolanda Gómez Sánchez
Catedrática de Derecho Constitucional de la Universidad Nacional de Educación a Distancia,
Catedrática Jean Monnet, ad personam, de la Unión Europea

Manuel Aragón Reyes, Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Madrid.


Enrique Arnaldo Alcubilla, Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Rey Juan Carlos.
Francisco Balaguer Callejón, Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Grana-
da y Catedrático Jean Monnet, ad personam, de la UE.
Andrés Betancor Rodríguez, Catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Pompeu
Fabra de Barcelona.
María José Ciáurriz Labiano, Catedrática de Derecho Eclesiástico del Estado de la UNED.
Miguel Ángel Collado Yurrita, Catedrático de Derecho Financiero y Tributario y Rector de la
Universidad de Castilla-La Mancha.
Juan Damián Moreno, Catedrático de Derecho Procesal de la Universidad Autónoma de Madrid.
Carlos Fernández de Casadevante Romani, Catedrático de Derecho Internacional Público de la
Universidad Rey Juan Carlos de Madrid.
Teresa Freixes Sanjuán, Catedrática de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de
Barcelona y Catedrática Jean Monnet, ad personam, de la UE.
Eugeni Gay Montalvo, Abogado.
José María Gil-Robles Gil-Delgado, Catedrático Jean Monnet, ad personam, de la UE y Presiden-
te de la Fundación Jean Monnet pour l’Europe.
Vicente Gimeno Sendra, Catedrático de Derecho Procesal de la UNED.
Doctora Tania Groppi, Catedrática de Derecho Público de la Universidad de Siena.
Emilio Jiménez Aparicio, Abogado.
Diego Manuel Luzón Peña, Catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Alcalá de Henares.
Fernando Martín Díz, Profesor Titular de Derecho Procesal de la Universidad de Salamanca.
Elisa Pérez Vera, Catedrática de Derecho Internacional Privado de la UNED.
Doctor Nuno Piçarra, Professor of EU Justice and Home Affairs Law de la Nova Universidad de Lisboa.
Miguel Recuerda Girela, Profesor Titular de Derecho Administrativo de la Universidad de Granada.
José Suay Rincón, Catedrático de Derecho Administrativo y Magistrado de la Sala de lo Contencioso
Administrativo del Tribunal Supremo.
Antonio Torres del Moral, Catedrático Emérito de Derecho Constitucional de la UNED.
Lorenzo Martín-Retortillo Baquer, Catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad
Complutense.
Miguel Herrero de Miñón

Miguel Herrero de Miñón


XXI ENSAYOS
de Derecho Constitucional
comparado

XXI Ensayos de Derecho Constitucional comparado

Boletín Oficial del Estado


Centro de Estudios Políticos y Constitucionales

Derecho Público
XXI ENSAYOS de Derecho Constitucional comparado

MIGUEL HERRERO DE MIÑÓN

12
DERECHO
COLECCIÓN

P Ú B L I C O

AGENCIA ESTATAL BOLETÍN OFICIAL DEL ESTADO


CENTRO DE ESTUDIOS POLÍTICOS Y CONSTITUCIONALES
MADRID, 2020
Primera edición: noviembre de 2020

En sobrecubierta: Alegoría de la libertad, por Ponciano Ponzano, frontón del Congreso de los
Diputados, Madrid.

En contraportada: Pórtico del Congreso de los Diputados, león modelado por Ponciano Ponzano
y fundido en Sevilla en 1872.

Esta obra está sujeta a licencia Creative Commons de Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada


4.0 Internacional, (CC BY-NC-ND 4.0).

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Depósito legal: M-27122-2020
IMPRENTA NACIONAL DE LA AGENCIA ESTATAL
BOLETÍN OFICIAL DEL ESTADO
Avenida de Manoteras, 54. 28050 Madrid
ÍNDICE

Páginas

PRÓLOGO DEL AUTOR ............................................................................... 9


ORIGEN DE LOS TEXTOS .......................................................................... 13
1. Mi positivismo ..................................................................................... 15
2. Constitucionalismo y nacionalismo ..................................................... 21
3. La recepción: el elemento germánico en el moderno constitucionalis-
mo español ........................................................................................... 27
4. Autoctonía............................................................................................. 43
5. Tipología de la transición constitucional ............................................. 81
6. Sobre la mutación constitucional ......................................................... 95
7. Balance de un siglo de constitucionalismo .......................................... 105
8. Tres vidas de la Constitución aragonesa .............................................. 129
9. Un precedente del estado autoritario: la Polisinodia del Antiguo Régimen .... 145
10. El valor constitucional de identidad ..................................................... 161
11. Las funciones del Jefe de Estado parlamentario .................................. 175
12. Monarquía y desarrollo democrático ................................................... 199
13. Territorio estatal y territorio colonial ................................................... 213
14. El territorio como espacio mítico ......................................................... 255
15. Preámbulos ........................................................................................... 275
16. Seis décadas después de la Declaración Universal de Derechos
Humanos .............................................................................................. 287
17. El relieve constitucional de la identidad religiosa ............................... 303
18. ¿El Estado social amenazado por la Unión Europea? .......................... 337
19. Los derechos históricos ........................................................................ 359
20. El retorno del pactismo ........................................................................ 373
21. Los derechos entrañables ..................................................................... 387

7
PRÓLOGO DEL AUTOR

En este mes de junio cumplo 80 años y he dedicado muchos de ellos al


estudio y la práctica del derecho constitucional. Esa rama del derecho que
organiza el poder y garantiza la libertad. Es decir, establece quién manda, hasta
dónde se manda, e incluso para qué se manda. Es en ese marco en el que en el
estado constitucional se plantean las opciones y se toman las decisiones polí-
ticas que el derecho no puede ni debe sustituir sino condicionar, marcando
formas y límites y estableciendo metas.
Jaime Guasp, de quien tanto aprendí, señalaba dos funciones en el dere-
cho: la conservación social que requiere la paz y el progreso de la sociedad que
demanda la justicia.
Así el derecho constitucional al proscribir la arbitrariedad y dar estabili-
dad y orientación a la política contribuye a la conservación de la paz y la pro-
moción de la justicia y a evitar que la acción política sea fútil como las ocurren-
cias del iluminado de turno y lo fútil cuando de cosas serias se trata resulta fatal.
En mi caso, ¿azar o vocación? Sin duda ambas nutridas por un halagüeño
destino. Porque como jurista profesional al servicio del Estado, Letrado de su
Consejo desde 1966 y desde el 2009 Consejero Permanente y durante más de
tres lustros (1977-1993) político en activo, tuve la muy honrosa fortuna de con-
tribuir, con dosis no escasa, a la transición política de España hacia la democra-
cia coronada por la Monarquía. Ya preparándola doctrinalmente, ya instrumen-
tándola técnicamente, ya participando en su culminación como uno de los
ponentes de la Constitución de 1978 y autor de las normas electorales aún
vigentes. Después, al hacer política siempre he recurrido a la argumentación
jurídica y eso ha dignificado, en la medida en que se ha hecho, la vida parla-
mentaria. Una tesis doctoral presentada en la Complutense en 1966 y publi-

9
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

cada en 1971 con el título de Nacionalismo y Constitucionalismo, el Derecho


Constitucional de los Estados Descolonizados (Tecnos 1971) me abrió al com-
paratismo entendido no como mera yuxtaposición de resúmenes esquemáticos
sino como el análisis textual de sus paralelismos, recíprocas influencias y del
sentido de ellas. El Principio Monárquico, un estudio de la soberanía del Rey
en las Leyes Fundamentales (Edicusa 1972) que sirvió de herramienta principa-
lísima de la transición desde el estado autoritario a la democracia gobernante.
Dos libros, Idea de los Derechos históricos (Austral 1991) y Derechos históricos
y Constitución (Taurus 1998), glosas de la Disposición Adicional Primera de la
Constitución de la que me precio en ser coautor y que ha servido y confío en
que servirá para integrar aún más la plurinacionalidad estructural de la monar-
quía española. El valor de la Constitución (Crítica 1993), recopilación de 25
estudios de exégesis constitucional del texto de 1978. Tras crear las institucio-
nes era preciso contribuir a criarlas. Cádiz a contrapelo (Taurus 2014) y Tres
conferencias sobre la reforma constitucional (Tirant 2016). Tales son los prin-
cipales hitos de mi contribución doctrinal a la materia entre más de un centenar
de textos de ligera envergadura, pero no todos ellos de menor cuantía, dispersos
en obras colectivas y revistas jurídicas.
De estos últimos, ya con un pie en el estribo, he seleccionado 21, más por
reverencia al consejo aritmético del admirado Virgilio que por respeto al siglo
que comenzamos. No los he actualizado ni siquiera en su estructura formal ni
apenas enmendado. Confío en que el lector no encuentre contradicciones y le
ruego excuse las reiteraciones incluso textuales.
Por su temática, varia pero armónica trenzada en la creciente reiteración de
un mismo motivo: la integración del cuerpo político como esencia de la Constitu-
ción y el correlativo relieve constitucional del valor de identidad. Por su origen,
mi propia experiencia personal como jurista español de hoy que los ha pensado y
escrito con las manos para atender y pretender contribuir a resolver problemas
concretos y urgentes; y por su método, abierto al comparatismo e interesado en la
construcción dogmática, creo que son representativos de toda mi obra.
Algunos de esos ensayos son prometedores fragmentos de una teoría ge-
neral que no supe escribir a su tiempo. Unos son de historia constitucional
comparada, otros analizan categorías redorando las ya olvidadas e incluso in-
tentando dar a luz categorías nuevas para iluminar fenómenos jurídicos y polí-
ticos nuevos. He dejado al margen los ensayos un tanto críticos relativos a la
deriva de la integración europea. Si el euroescepticismo es en España política-
mente incorrecto también lo es la expresión popular no menos cierta que acon-
seja evitar dar gran lanzada a moro muerto, pero aun así he incorporado como
texto número 18, uno del 2017 en el que reiterando lo que vengo diciendo desde

10
PRÓLOGO ■

hace veinte años y ahora actualiza la Sentencia del Tribunal Constitucional alemán
de 5 de mayo de 2020.
Todos ellos pretenden atenerse solo al derecho porque, al decir de Jellinek,
solo a través del derecho se llega al derecho. Pero a juicio de tan ilustre jurista
a cuya obra mucho debo, la interpretación del derecho no puede prescindir de
lo que le antecede y condiciona y, modestamente, me atrevo a añadir aquello a
lo que sirve, provoca o continúa. Lo que Ihering denominó el fin en el derecho.
En el constitucional, una realidad política al margen de la cual sus normas
positivas, su aplicación jurisprudencial y su construcción doctrinal no pasa de
ser un cascarón vacío.
Pero seamos prudentes. Por un lado, si el derecho encauza y racionaliza
la política como hace con las relaciones familiares o mercantiles no la sustitu-
ye. Las fórmulas jurídicas son instrumentos para construir la realidad pero no
una triaca máxima que basta enunciarla para crearla. Creer tal cosa es caer en
el más burdo pensamiento mágico. Por otro lado, huyamos de disolver las
normas y su dogmática en el reino de los valores suprapositivos o de las raíces
sociales de las instituciones. La realidad inmediata que al jurista le es dada
analizar y manipular no es la realidad completa, pero es suficiente y es a la que
me atengo para evitar ser frívolo y conseguir ser útil.

Madrid, junio del 2020

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ORIGEN DE LOS TEXTOS

1. Fragmentos del Discurso de recepción del Premio Pelayo el 15 de


noviembre del 2007 (inédito).
2. Versión española de la conferencia pronunciada en la Universidad de
París III en octubre del 2005 (texto inédito).
3. e-Legal History Review 27 (2018).
4. Autoctonía Constitucional y Poder Constituyente (Con referencia a
algunos casos recientes en la historia de la descolonización)». Revista de Estu-
dios Políticos, 169-170, (1970), pp. 29-122.
5. «Tipología de la Transición». Res publica Revista de Filosofía Polí-
tica número 30; año 16. 2013. Versión inglesa en Rocha Carcel (ed) Transi-
tions, The Fragility of Democracy, Berlín (Logos Verlag) 2016, p. 54 y ss.
6. Luciano Parejo (coord.) Los retos del Estado y la Administración en
el siglo XXI. Homenaje al Pfr. Tomás de la Quadra; Valencia (Tirant), 2017.
7. Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas LII, 77
(1999-2000), página 449 y ss. con importantes adiciones.
8. Lección Lluch, Universidad de Valencia, Madrid 2012.
9. Estudios en homenaje a José Antonio Maravall, Madrid, Centro de
Investigaciones Sociológicas, 1986, II, p. 279 y ss.
10. Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, LXXI, 96,
(2018-2019), p. 425 y ss. con adiciones procedentes de la Conferencia dada
el 28 de enero de 2020 en el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.
11. Revista española de Derecho constitucional, número 110 (2017),
p. 13 y ss.

13
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

12. Versión española del original francés publicado en Pouvoirs, número 78


(1996), p. 7 y ss.
13. Libro Jubilar del Consejo de Estado, Estudios de derecho adminis-
trativo, Madrid 1974.
14. Libro en honor de Manuel García Pelayo. Caracas (Universidad
Autónoma de Venezuela), II, p. 279 y ss.
15. Rodríguez Piñero y Casas Bahamonde, (eds.) Comentarios a la
Constitución española, XL Aniversario, Madrid, BOE, 2018, I, p. 3.
16. LX aniversario Declaración Universal Derechos Humanos, Madrid,
Instituto de España, 2009, p. 17 y ss.
17. Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, LXX, 95
(2017-2018), p. 353.
18. Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas,
LXXV, 90 (2012-2013), p. 387 y ss.
19. Iura Vasconiae, Revista de Derecho Histórico y Autonómico
vascongado, número 16 (2019).
20. Texto inédito.
21. Anales de Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, XXVI,
(2013-2014), 91, p. 245 y ss.

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1. MI POSITIVISMO

¿Qué significa ser de veras positivista? ¿Qué es en realidad el positivis-


mo? No teman, no se lo voy a contar. Baste decir que, sintetizando los rasgos
comunes a las muy diferentes corrientes de este modo de entender el derecho,
creo posible afirmar que, para el positivista, la normatividad jurídica no es una
noción formal, sino predicado empírico de un orden concreto. «Cuando se
habla, por ejemplo, del derecho italiano o del derecho francés –dice Roma-
no–... en lo que se piensa… en primer lugar es en la compleja y variada orga-
nización del Estado italiano o francés». El derecho, para el positivista, no de-
biera ser un sistema lógico formal de estructura racional, cognoscible a través
de categorías inmanentes y carente de «color, olor y sabor», sino, como decía
Savigny, «la vida humana considerada desde cierta perspectiva». Lo que hay
de necesario en las relaciones sociales.
Pero el derecho así concebido no solo es el contenido en las leyes vigentes
–positivismo de la ley– es el positivismo del derecho que toma en considera-
ción junto a las normas, los valores que les dan sentido y se proyectan a través
de todo el ordenamiento como el sabio Smend dijo al reformular los derechos
fundamentales. Es el que atiende a los hechos de la práctica jurídica cuya
«fuerza normativa» es la principal fuente de producción jurídica al decir del
gran positivista que fue Jellinek.
Pero la cuidadosa atención a la misma no se reduce a las decisiones del
legislador sino a la pluralidad de actores, que no meros operadores, que la sub-
yacen, encuadran y se siguen acordando entre sí. Ya decía el viejo Papiniano
repitiendo una fórmula romana lex est communis rei publicae sponsio (Dig 1,3,1)
a conciencia de que la sponsio es la esencia del viejo contrato romano. Una
sponsio de todos los miembros del pueblo y como éste no es nunca monolítico
sino plural, de las diversas identidades que lo integran.

15
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

Mi positivismo no fue fruto de una opción metodológica ni menos aún


filosófica, sino que, una vez más, la práctica resultó ser la mejor crítica depu-
radora de la teoría y la justificación doctrinal, si acaso, vino después. Porque,
como práctico del derecho, modesto abogado, legista de Estado y político que
nunca olvidó su condición de jurista, el derecho que encontré y apliqué, el
derecho que contribuí a elaborar, desde el Título Preliminar del Código Civil a
la Constitución, el derecho que propugné y glosé, a lo largo de muchas, tal vez
demasiadas páginas, se caracterizó por las siguientes tres notas: temporalidad,
identidad y afectividad, algo especialmente valioso en un siglo de siglas glo-
balizadas y abstrusas como el presente. Lo que Sohm denominaba el palacio
encantado del derecho, no tiene por qué ser, a mi juicio, gélido como una
fábrica, puede y debe ser cálido y confortable como un hogar. De ahí la impor-
tancia de la estética en la Teoría del Estado y en general del Derecho y mi
preocupación por la belleza evocadora del lenguaje jurídico y el diseño y de-
nominación de las instituciones.
Primero, la temporalidad, porque el derecho «no es, sino que llega a ser»,
en un proceso donde «nunca hay un comienzo ni un fin absoluto, sino un per-
manente desenvolvimiento, acumulativo en que nada se pierde ni permanece».
La prescripción, institución jurídica de la temporalidad, es a la vez, constitu­
tiva e extintiva. El tiempo que no deja nada sano es también constituyente. El
derecho así concebido sirve para abordar los problemas, pero no da cabida a
las temibles «soluciones finales», ni a las decisiones arbitrarias. En el derecho,
como del bosque decía el poeta, «reina el antecedente» y no para trabar la ini-
ciativa del jurista, porque su misión no es negar el pasado, sino asumirlo para
construir con él un mejor futuro. La transición del autoritarismo a la democra-
cia a la que tuve el honor de contribuir y en la que el derecho fue instrumento
principal de la política, consistió precisamente en eso. Mis lucubraciones so-
bre los derechos históricos, que pretenden reconocer e integrar más eficazmen-
te la plurinacionalidad española, responden a esta visión del derecho constitu-
cional. Un derecho, el constitucional, mero cascaron vacío si se entiende como
fruto de la decisión instantánea, unilateral e incondicionada de un mítico cons-
tituyente y no como la expresión jurídica de la integración histórica del cuerpo
político. Un cuerpo político que, para ser verdadero «demos», ha de surgir del
«ethnos» prepolítico, decantado por el tiempo y «basado –dirá Puchta– en
circunstancias de hecho, a saber en la afinidad física y espiritual, en la de las
facultades y las convicciones».
Ello me lleva al segundo de los rasgos atrás enunciados, la identidad
singular que nunca es individual sino colectiva. Cuando en la poesía homérica
se pregunta a Glauco o al mismo Eneas por su nombre, responden preciándose

16
1. MI POSITIVISMO ■

de pertenecer a un determinado pueblo, por que, en efecto, la intersubjetividad


es condición trascendental de toda subjetividad. Cuanto aparece como indivi-
dual –dirá Savigny– puede pensarse, mejor desde otra perspectiva, como
miembro de una totalidad superior. Y eso, en derecho supone, entre otras co-
sas, la revalorización de lo institucional y comunitario como imprescindible
horizonte de la autonomía individual. Y, sobre todo, la consideración del «pue-
blo» –un concepto que implica no solo identidad, sino cohesión social y con-
cordia política– como piedra angular de la jurisprudencia. Como decía Savigny,
el derecho se halla «en conexión orgánica con la esencia y el carácter del pue-
blo… crece y se forma con él y muere cuando este pierde su individualidad».
Cuando tuve la fortuna de contribuir como jurista y como político a la factura
de la Constitución, me sentí instrumento de la «conciencia común del pueblo»
y creo que el gran consenso constitucional que permitió tal empresa fue expre-
sión de lo que von Gierke denominaba la «convicción de la comunidad».
Por eso, mi reticencia hacia la unificación supranacional del derecho.
Porque, parafraseando de nuevo a Savigny, de la misma manera que sería
absurdo «querer inventar un idioma», así lo es también que el ingeniero social
pretenda inventar un derecho «que se extienda vigoroso y suave sobre una
comunidad, al igual que el surgido de la propia tierra».
Lo que al glosar el Título Preliminar del Código Civil del que me precio
ser coautor, denominé «aurora de la ley Local», esto es, la primacía de la ley
del grupo social en el que el individuo realmente vive, algo avalado por la
evolución del derecho positivo y la jurisprudencia, responde a este carácter.
Después he insistido en la identidad al analizar la práctica comparada respecto
de las minorías y los Estados exiguos, de uno de los cuales, Andorra, la más
antigua y estable democracia de la Península Ibérica, soy ahora magistrado. A
mi entender, lo identitario es un fenómeno emergente al que los juristas deben
prestar creciente atención, aunque todavía pase por políticamente incorrecto.
Porque la identidad no supone el cierre de la sociedad, como si de un retorno
a la mítica Ciudad Antigua se tratara, sino de fortalecer los factores funciona-
les, materiales y simbólicos de integración, torrente vital del cuerpo político.
Tercero, en íntima relación con lo anterior, la afectividad, porque el dere-
cho tutela e instrumenta no solo intereses y voluntades o, lo que es más cierto,
voluntades al servicio de intereses, sino también sentimientos. De ahí, mi in-
sistencia en la importancia de los símbolos, puesto que si los conceptos sirven
para la aprehensión intelectual del objeto, los símbolos son los instrumentos
para la aprehensión y manipulación de los afectos. Y de ahí, también mi insis-
tencia en aplicar a lo jurídico la categoría kantiana de «magnitud intensiva»,
para expresar lo que no basta con medir, sino que es preciso poder sentir. Ello

17
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

me ha llevado a calificar ciertos derechos como «entrañables», algo que espero


seguir elaborando y profundizando. Así, por ejemplo, el territorio calificado de
nacional es más que el ámbito espacial de las competencias estatales y por eso,
hace ya muchos años, lo califiqué de «espacio mítico». Y, saltando al derecho
privado, es claro, para poner otro ejemplo al que he dedicado atención, que el
derecho sobre la vivienda, ya en propiedad o arrendamiento e incluso el mero
derecho de habitación, no es un derecho real equiparable a la propiedad de
solares o de valores cotizables en bolsa. Ni los contratos de servicios que la
vivienda genera son homologables a los que no se articulan en torno al hogar.
Si los juristas no somos capaces de tematizar y categorizar como entrañables
tales realidades, ni nuestra práctica será eficaz ni nuestras doctrinas ciertas.
Ahora bien, si la facticidad del derecho, es decir, su consideración como
«ser» y no como mero «deber ser», constituye la característica común de todo
verdadero positivismo, temporalidad, identidad y afectividad son, al decir de
Meinecke, las piedras angulares del historicismo. Por ello, el positivismo al
que me ha llevado, no la especulación doctrinal, sino la práctica, es el positi-
vismo de la Escuela Histórica cuyos valores esenciales creo debieran ser res-
catados y reconstruidos a la altura que nuestro tiempo requiere. Los de la pri-
mera Escuela Histórica, que valoraba el «espíritu del pueblo», expresado en
las diferentes identidades nacionales, las lenguas propias y los derechos autóc-
tonos, extremos todos ellos a los que he dedicado atención y que en la hora de
la globalización son indispensable salvaguarda de la talla humana de las rela-
ciones sociales, esto es, del verdadero humanismo. Y los de la Nueva Escuela
Histórica, la que valora la finalidad de las normas y a su consecución somete
la utilización de las categorías.
En efecto, mi personal «lucha por el derecho» –todo jurista, cual Neftalí,
ha de librar la suya propia– ha consistido en buscar su realidad más allá del
espíritu de geometría propugnado por todo formalismo, en términos a veces
literalmente idénticos, desde Grocio hasta Kelsen. Una realidad que, si puede
y debe categorizarse, no debe someterse a la rigidez de las categorías, como el
cuerpo de un condenado al torturante lecho de Procusto, sino que exige cate-
gorías a su medida, sea flexibilizando las antiguas, sea generando otras nuevas.
Una realidad que, por su índole teleológica, exige, ante todo, pragmatismo, de
manera que, a mi entender, lo importante es el fin a determinar y procurar y
para cuya consecución las categorías y argumentaciones lógicas son herra-
mientas tan útiles como accesorias, que lo demás se dará de añadidura. Por
ello, a la hora de interpretar la Constitución y de distinguir sus buenos y malos
usos, he atendido, más que a las categorías de la teoría de la Constitución, al
«telos» constitucional de integración, no solo democrática sino «demôoncratica».

18
1. MI POSITIVISMO ■

Al tiempo de analizar sus conceptos fundamentales, como es el de «sobera-


nía», no he dudado de conectarlos con la realidad a tutelar, a mi juicio, la
identidad del respectivo cuerpo político. Y, cuando he creído que la realidad
vital del derecho exigía nuevas formulaciones, he osado acuñar o resucitar, ya
nuevas, ya olvidadas categorías, como es el caso de la de «fragmentos de
Estado» o la de «pactismo».
¿Supone tal actitud renunciar al imperativo racionalizador propio del
derecho? Creo que no. Antes bien, supone buscar, más allá de la disyuntiva
entre vitalismo y racionalismo, una racionalidad más amplia, como la propug-
nada por el raciovitalismo orteguiano, capaz de dar cuenta de esa realidad, por
temporal, no permanente, por identitaria, no generalizable, por afectiva, no
cuantitativa y que, por lo tanto, excede los moldes de la racionalidad raciona-
lista con pretensiones de permanencia, universalidad y matemática exactitud.

19
2. CONSTITUCIONALISMO Y NACIONALISMO

El derecho constitucional puede ser concebido de varias maneras sobre


las cuales no es éste el momento de teorizar. Pero baste señalar que histórica-
mente el constitucionalismo moderno ha sido función del nacionalismo.
La historia de las formas políticas en los últimos doscientos años de-
muestra la constante vinculación entre la universalización de la constitución
escrita, esto es, la más depurada versión de la constitución formal entendida
como racionalización del poder, y la difusión del nacionalismo como raciona-
lización de la comunidad política.
Con ello se demuestra que, de los diversos sentidos que la Constitución
tiene, el primordial es servir de pauta al proceso fundamental de la dinámica
del Estado que Rudolf Smend llamó integración. El nacionalismo es un inte-
grador fundamental, y la Constitución es su herramienta.
No cabe abordar en estas breves páginas qué es la Nación. Más allá de las
concepciones puramente objetivas que la identifican con la raza, la lengua, la
religión o cualesquiera otros factores materiales de integración, y de las con-
cepciones subjetivistas que la reducen a una voluntad de vivir juntos, creo que
la Nación es el correlato noemático de la conciencia nacional que es su polo
noético. En cuya virtud o a cuya luz, elementos muy diversos –recuerdos y
proyectos, creencias y costumbres, instituciones y recetas de cocina– se con-
vierten en factores de integración, como demostrara Shaffer. Existe Nación allí
donde un pueblo adquiere conciencia de su identidad y la despliega como volun-
tad de ser, autodefiniéndose primero, autodelimitándose después, autodetermi-
nándose, en fin. La Nación supone el acceso a una forma superior de vida, la
vida política, mediante una permanente integración: el plebiscito cotidiano.
Y si la Nación es el correlato de la conciencia nacional el nacionalismo
es el fermento de dicha conciencia. Y eso es lo importante, no un partido o

21
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

formación política. En efecto, de las múltiples descripciones y definiciones


que del nacionalismo se han dado resulta un común denominador. Se trata de
un movimiento de integración política, protagonizado por una minoría, desa-
rraigada de la cultura tradicional y que ha asumido valores «modernos», que
toma conciencia de pertenecer a una comunidad diferente y que propaga esa
conciencia en el seno de dicha comunidad. Cuando la conciencia nacional está
suficientemente desarrollada, no hay un nacionalismo reivindicativo y políti-
camente articulado, sino un nacionalismo difuso aunque no menos firme. En la
India de ayer, el Congreso encarnaba el nacionalismo; hoy todas las fuerzas
políticas son nacionalistas e, incluso, el partido nacionalista es rival victorioso
del Congreso.
El nacionalismo tiene hoy y especialmente en España pero incluso en
Francia «mala prensa» y resulta políticamente correcto calificarlo de retrógado,
superado y peligroso. Pero lo cierto es que, guste o no, para bien o para mal, el
siglo del nacionalismo que pareció ser el pasado xix, lo ha sido el presente xx
y a mi juicio va a serlo aun más el xxi. Lo fue el xix cuando el nacionalismo
apareció íntimamente vinculado a los movimientos liberales, especialmente en
Centroeuropa, esto es, a lo que entonces era la modernización política. Lo ha
sido y es durante el siglo xx porque el proceso de modernización se ha exten-
dido a Asia y África a través de la constitución de Estados nacionales cuya so-
lidaridad nacional sustenta un sistema político que pretende ser democrático. Y
todo permite pensar que la «glorificación de las naciones» –título con el cual
Hélène Carrère d’Encausse describe el mundo post-soviético– va a ser la carac-
terística del siglo xxi. Los Estados Unidos, Rusia, India o Japón son extrema-
damente nacionalistas en sus actitudes. Lo son las principales potencias euro-
peas, como demuestra su reticencia frente a los intentos supranacionales de
la UE y nacionalista parece ser el despertar de China. Por ello, cuando menos,
es preciso aproximarse sin prejuicios a tan importante fenómeno histórico, y
no juzgarlo por sus manifestaciones patógenas, como la violencia, la xenofo-
bia o el imperialismo, sino por sus características sustanciales. Ahora bien,
dichas características lo asocian estrechamente a la modernidad.
Qué haya de entenderse por «moderno», «modernidad» y «moderniza-
ción» en política no es asunto claro y tanto menos cuanto más frecuente ha
llegado a ser el uso de tales vocablos, hasta el punto de que un experto en la
cuestión, Lapalombara, ha tildado de equívoco el término y ambiguo el con-
cepto que tras él se supone subyace. Pero ciertamente que, cuando menos,
parece que «moderno» se opone, en la sociología y la ciencia política postwe-
beriana, a «tradicional». Así resulta de todas las tipologías acuñadas por la
ciencia política norteamericana, heredera de Weber a través de Parsons.

22
2. CONSTITUCIONALISMO Y NACIONALISMO ■

Ahora bien, frente a la sociedad «tradicional», caracterizada, según decía


Varagnac, por la estabilidad de las situaciones, la movilidad social aparece
como lo propio de la modernidad en cuanto categoría, sea atendiendo, como
hace Deutch, a indicadores demográficos y de comunicación, a la estructura
económica industrial, como propone Sutton, al grado de desarrollo, según Bin-
der, aunque este concepto no sea, por cierto, menos ambiguo, o al laicismo,
cientismo e igualitarismo de Shelley. Los grandes teóricos de la noción de
desarrollo político como Almond y Coleman han utilizado todos estos indica-
dores para caracterizar el proceso de modernización política. De ahí que pueda
decirse que la modernidad social y política es, cuando menos, concurrencia y
movilidad, esto es, pluralismo, mercado y democracia. Pero es claro que este
orden por concurrencia no ha surgido sin el estrato protector de un orden por
dominación que es el Estado titular de la soberanía política. Sin el Estado no
hay mercado o como sugeriría el título utilizado por un gran historiador espa-
ñol, don Ramón Carande, en Sevilla, Fortaleza y Mercado y, por ello, el proce-
so de modernización política ha consistido, de hecho, en la construcción de
Estados, primero en Europa, después en América, más tarde en el resto del
planeta. La forma de la modernidad política es la estatalidad. Y sin esa racio-
nalidad política no se da la racionalidad económica, utilizando el término en el
sentido que le diera Weber.
Ahora bien, ni el orden por dominación que es el Estado ni el orden por
concurrencia que es el mercado se bastan a sí mismos. El primero plantea el
problema de su legitimidad, cuyas soluciones el propio Weber sintetizara en
una genial y famosa trilogía. Pero si la legitimidad carismática y la legitimi-
dad tradicional subsisten por sí, la legitimidad legal-racional propia del Esta-
do moderno requiere, a su vez, otra instancia legitimadora capaz de convertir
la voluntad de la mayoría en voluntad general y el mando de algunos en re-
presentación de la totalidad. Y, a su vez, el mercado, esto es, la concurrencia,
requiere una instancia que ponga límites y modere el conflicto, de manera
que el combate entre enemigos se convierta en certamen amistoso. Precisa-
mente lo que Cicerón denominaba «concordia». Sin esa concordia básica no
existe posible concurrencia en lo económico tanto como en lo social o en lo
político.
De ahí que la modernidad suponga, junto al orden por dominación que es
el Estado y el orden por concurrencia que es el mercado, lo que Javier Conde
llamó un tercer orden por comunión que legitima el primero y posibilita el
segundo. Y ese orden por comunión que es el cuerpo político, el body politic
de los anglosajones, es hoy día la Nación. Por ello la modernidad es nacional
y, políticamente, la modernización del mundo ha consistido en la sustitución

23
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

de los imperios por las naciones. Rupert Emerson dedicó a la cuestión una
obra para mí seminal y, a la vez, difícilmente superable: From Empire to Na-
tions (Cambridge, Mass., 1960).
Sólo sobre esa base y la solidaridad y homogeneidad fundamental que
implica es posible la democracia. Cuando todos se sienten miembros de un
solo cuerpo la mayoría representa a la minoría y ésta se sabe representada por
aquélla. Cuando dicha solidaridad y homogeneidad básica no se da, la demo-
cracia no decanta una voluntad que pueda calificarse de general sino que pro-
voca la secesión. Así lo demuestra la experiencia reciente de aquellas comuni-
dades nacionales homogéneas donde la democratización ha provocado un
proceso de «recuperación de la identidad nacional» (casos de Hungría y Polo-
nia), esto es, una más intensa integración y, a sensu contrario de aquellas otras
donde la democratización ha llevado a la secesión (casos de URSS, Yugoslavia
y Checoslovaquia).

¿Cómo surge el nacionalismo?

Para comenzar, el nacionalismo es una reacción frente a la erosión de la


sociedad tradicional. Más aún, cuando ésta se ve por primera vez amenazada,
reacciona en términos no nacionalistas, sino casticistas o tradicionalistas, y es
sólo al entrar en quiebra sus estructuras fundamentales cuando aparece el na-
cionalismo. Así, por ejemplo, no hay nacionalismo alemán propiamente dicho
hasta la desaparición de la venerable estructura imperial a través de la expe-
riencia napoleónica, el moderno nacionalismo francés surge con la ruptura de
la sociedad tradicional a lo largo del Segundo Imperio que tantas nostalgias
provocara en Renan y, para buscar ejemplos más remotos, el nacionalismo
indio es fruto de la modernización provocada por el Raj británico y el negro
africano es producto de las revoluciones que la explotación colonial supone.
Es el cacao el que mata la familia, decían en Ghana, lo que ha permitido que,
frente a las viejas solidaridades tribales, se afirme la nueva solidaridad nacio-
nal. La modernización destruye un tipo de sociedad y desenraiza; la nación y
su motor el nacionalismo proporcionan una nueva forma de identificación co-
lectiva y de legitimación de la autoridad.
Tal vez ésta sea una de las claves para explicar la anomalía española,
donde sólo en las regiones más tempranamente modernizadas, sobre todo Ca-
taluña, surge una conciencia nacionalista, mientras que escasea un nacionalis-
mo gran español. La «patria mayor» que propugnara, por ejemplo, un conser-

24
2. CONSTITUCIONALISMO Y NACIONALISMO ■

vador regeneracionista como Sánchez de Toca, carecía de la base social que,


por el contrario, sí tenían los furores agraristas de la meseta castellana.
Por eso, en segundo lugar, el nacionalismo, aun cuando puede recurrir a
símbolos del pasado, no es arcaizante e, incluso, su utilización de la tradición
supone, en expresión de Hobsbawm, una «invención de la tradición». Los na-
cionalistas alemanes o franceses –ni siquiera Maurras– no querían una vuelta
al Antiguo Régimen, los nacionalistas chinos destruyeron el régimen imperial
para salvar a China del peligro extranjero, el nacionalismo indio nada tiene que
ver con el motín de los cipayos de 1851 ni el gahanés con la resistencia de los
jefes ashanti en la Costa de Oro. Al contrario, todos los nacionalismos supo-
nen un, proceso de identificación con un modelo exterior que se estima mejor
y ello supone la antítesis del casticismo.
Así, en la génesis del nacionalismo alemán puede distinguirse una línea
de identificación con Gran Bretaña y de recepción de su pensamiento conser-
vador –de ahí la gran influencia de Burke sobre el romanticismo político
prenacionalista alemán– y otra línea de identificación con la Francia napoleó-
nica y recepción de sus valores. El proceso es aún más claro en el nacionalis-
mo francés posterior a 1870 que toma como modelo la Alemania bismarkiana,
como revelan los nombres de Taine y de Renan entre otros. «La reforma moral
e intelectual de Francia» sería un proceso de identificación con lo que se esti-
ma mejor aun siendo exterior. Y todo el nacionalismo americano, asiático y
africano es fruto de la recepción de los valores occidentales. Los Meiji,
Sun-Yat-Sen, Ataturk, Nehru, Ho-Chi-Min o Senghor, desde muy diferentes
perspectivas, son modernizadores y occidentalizadores –porque el marxismo
también lo es– no casticistas. Como ha señalado el gran Díez del Corral el
nacionalismo extraeuropeo es fruto de una «Europa raptada».
Por último, el nacionalismo es un agente de modernización política, al
menos, en tres planos. Primero, porque racionaliza el poder y la política en
general al reconducirlos a la Nación como última instancia. La trascendencia
de lo sagrado, la ejemplaridad del carisma, el peso de la tradición, todo eso, si
no se niega, se subsume en la Nación, instancia inmanente histórica y empírica.
Segundo, porque como dijera Menheim democratiza el poder al legitimar-
lo sobre una base estrictamente nacional. Sin duda podrá haber formas naciona-
les escasamente democráticas. Pero su carácter nacional ya es un paso por la vía
de la democratización. Sin duda, el checo Palacky no era un demócrata, pero su
reivindicación de los derechos de Bohemia, como entidad histórica, frente a la
autoridad imperial, sí suponía legitimar el poder sobre una base comunitaria
que, a su vez, ofrecía el marco para una ulterior democratización. Y los ejem-
plos podrían multiplicarse. Por eso el nacionalismo aparece en Europa vincu-

25
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

lado al liberalismo como afirmación de los derechos ciudadanos, entre otros, el


de legitimar el poder y participar en él. Y, por doquier, en Europa y fuera de ella,
la dinámica nacionalista ha sido profundamente igualitarista y anti-aristrocrati-
zante. A demostrarlo empíricamente dediqué un largo capítulo de mi ya vieja
tesis doctoral titulada Nacionalismo y Constitucionalismo (Madrid, 1971).
Tercero, el nacionalismo, al acentuar la integración de un cuerpo político,
la Nación, reclama la igualdad de todos sus miembros y la solidaridad entre
todos ellos. Las jerarquías políticas y sociales se diluyen en una sola comuni-
dad nacional y la pertenencia a ésta da títulos para exigir no ser marginado por
el juego libre de la concurrencia. De ahí el efecto necesariamente socializador
del nacionalismo y su oposición a un liberalismo radical. No se trata de protec-
cionismo, sino de que ciertos bienes públicos, más aún, ciertos valores y, desde
luego, la propia identidad nacional y lo que para su salvaguarda sea necesario,
quedan más allá de la oferta y la demanda».
El nacionalismo aparece así como movimiento de racionalización de la
sociedad y, por ello, su exigencia primaria se expresó en el establecimiento de
un Estado y, desde la India de Tilak a los primeros «destourianos» de Túnez, en
la reivindicación constitucional. Esta función nacionalismo-constitucionalis-
mo ha sido una constante, y su estructura podría analizarse desde los albores de
ambos fenómenos en el siglo xviii, pasando por el liberalismo decimonónico y
Las modernas constitucionales del mundo», hasta la floración de textos consti-
tucionales y el triunfo nacionalista en el círculo de Estados descolonizados.

26
3. LA RECEPCIÓN: EL ELEMENTO GERMÁNICO
EN EL MODERNO CONSTITUCIONALISMO ESPAÑOL

Pocos días después de comenzar mis estudios de derecho en la Facultad


madrileña en el curso 1957-1958, Pérez-Prendes, entonces joven profesor ayu-
dante de historia del derecho en la cátedra de Torres López, me presto el libro
del venerable Hinojosa sobre El elemento germánico en el derecho español (1915)
y me recomendó su lectura. Lo hizo con la pasión que le era característica y yo
quedé prendado para siempre del tema y del talante que el docto texto traslucía.
Aquello fue determinante en mi vida intelectual y, por eso, creo adecuado, como
póstumo homenaje al muy querido amigo que tuteló mis primeros pasos en la
Universidad, esbozar modestamente, en la senda trazada por el viejo patrón de
la materia, las líneas maestras de la influencia del constitucionalismo germáni-
co, tanto de sus textos positivos como doctrinales, en el moderno constituciona-
lismo español. Una influencia que ha ido en aumento, invirtiendo la anterior
dinámica según la cual eran los autores españoles e incluso la Constitución de
Cádiz, los que, para bien o para mal, tuvieron influencia allende el Rhin (1).

1. GERMANISMO VS. DOCTRINARISMO

Desde sus albores a comienzos del siglo xix hasta muy entrada la centuria,
constituyentes y constitucionalistas españoles, perdiendo la originalidad que
habían mostrado durante el Antiguo Régimen, dependieron casi exclusivamen-
te de modelos extranjeros, principalmente franceses en un principio y, mucho
más tarde, alemanes. Se trata de un caso paradigmático de recepción doctrinal
e incluso normativa, categorías que hace años acuñé y analicé y a las que ahora
me remito (2). Recepción caracterizada porque los modelos recibidos desem-

27
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

peñan una función política inversa a las que tuvieron en su país de origen. La
influencia francesa, de raíz revolucionaria, se muestra, superado el «momento
gaditano» (3), conservadora en España; mientas la alemana que, desde la recep-
ción de Burke a través de von Gentz y sobre todo del conservadurismo luterano
posterior a 1851, era de tendencia fundamentalmente conservadora y autorita-
ria, ha tenido por lo general, en España, efectos liberalizadores.
Si la Constitución española de 1812 siguió fielmente la francesa de 1791,
raíz de toda una estirpe constitucional calificable de revolucionaria (4), su
segunda generación de exégetas, los llamados «doceañistas» frente los «exalta-
dos», fueron mucho más moderados que el propio texto gaditano e, incluso,
propugnaron su reforma. Iniciaron así la fase doctrinaria de nuestro constitu-
cionalismo, trasunto del doctrinarismo francés como en su día mostrara Luis
Díez del Corral (5), tanto en el pensamiento político como en los textos consti-
tucionales, desde el Estatuto Real de 1834 y sus frustrados intentos de revisión
en adelante.
Fue sin duda lamentable que los doctrinarios españoles solamente cono-
cieran el magisterio de los franceses, porque la versión germánica del doctri-
narismo, por ejemplo el austriaco Adrian von Werburg, entre otros (6), y su
elaboración categorial de las entidades histórico-políticas de la Monarquía
habsburguesa podrían haber sido de grande utilidad en España a la hora de
insertar la vieja foralidad en el moderno constitucionalismo. Máxime cuando
el propio concepto de derechos históricos, invocados por el nacionalismo vas-
co, traducción del Historische Staatsrecht después consagrado en la vigente
Constitución de 1978, procede de aquellas latitudes, aunque recibido a través
del irredentismo irlandés, hasta 1916 en gran medida favorable a seguir el
ejemplo de la doble monarquía danubiana (7).
En principio parece que el desconocimiento del doctrinarismo austriaco
se debiera a dificultades lingüísticas de los españoles. El ensayo de Juretschke (8)
sobre la influencia cultural alemana en el siglo xix español abunda en testimo-
nios sobre el carácter indirecto de dicha influencia y es a través de los doctri-
narios franceses y aun de autores italianos como los españoles de la época
conocen los clásicos del gran idealismo alemán. Quienes han estudiado el
ingrediente historicista de nuestro constitucionalismo, valga por todos el
nombre y la importante obra de Varela Suances-Carpegna (9), con razón no lo
han vinculado a influencia germánica alguna, sino a la herencia jovellanista.
En oposición al doctrinarismo filofrancés, la influencia germánica en
España, cuyo panorama general trazó magistralmente el propio Pérez-Pren-
des (10), se inicia con la recepción de la filosofía de Krause, heredera o mejor
legataria del gran idealismo alemán, que merced al tenaz magisterio de Sanz

28
3. LA RECEPCIÓN: EL ELEMENTO GERMÁNICO EN EL MODERNO... ■

del Río renueva el panorama cultural español y afecta muy mucho al derecho
público. Especialmente a través del Cours de Droit Naturel ou de philosophie
du Droit, fit d’apres l’etat actuel de cette science en Allemagne (Bruselas 1838)
de H. Ahrens traducido al español en 1841.
Cualquiera que fuese el talante inicial del krausismo, cuestión sometida a
discusión (11), ciertamente su versión española, el «krausismo españolizado»
que dijera Unamuno y ponderara su brillante epígono Adolfo Posada (12),
inspiró un humanismo liberal de connotaciones organicistas, como expuso Reus
Bahamonde en su Teoría Orgánica del Estado (1880), un claro ingrediente
socializante (13) y un indiscutible impacto modernizador.
El krausismo, como «filosofía de la libertad» se desarrolla en España al
hilo de la «excitación política del constitucionalismo» y si, a través de Gierke
y de Preuss es posible ver alguna influencia suya en la constitución de Weimar (14),
es claro que la tuvo en la española de 1869 e incluso en la idea canovista del
Senado, que no se desarrolló después (15). Sin embargo no es menos cierto
que los constituyentes de 1868 se orientaron, hacia modelos anglosajones, mo-
delos que siempre tuvieron vigencia en el krausismo español. Esta aparente
paradoja no carece de cierta lógica, porque las ideas propias del krausismo,
que bien podían haber complacido a Möser, no tenían su correlato en el cons-
titucionalismo postrevolucionario alemán. Y si los anglosajones nunca las to-
maron en cuenta, ciertamente el espíritu de sus instituciones estaba menos
alejado que el de las germánicas de El Ideal de la Humanidad para la vida,
obra capital de Krause, reelaborada en español, más que traducida, por Sanz
del Rio (Madrid, 1860).
En cualquier caso, las obras doctrinales más representativas del derecho
público de la Restauración alfonsina responden a los presupuestos krausistas.
Primero, el Curso de Derecho Político de Santamaría de Paredes (Madrid, 1882),
reiteradamente editado y después el Curso de Derecho Político de Posada
(Madrid, 1893-1894), sobre las bases iusfilosóficas expuestas más adelante en
su Idea Pura del Estado (Madrid 1944).
A comienzos del siglo xx, Alemania sustituye a Francia como meca cul-
tural de los, con razón, llamados «educadores de la España moderna», capaces
de beber en fuentes tan ricas y sabrosas como de diferente orientación política.
Así, La Teoría General del Estado (1900) de Jellinek se traduce en 1914 por
Fernando de los Ríos, exponente de la convergencia entre krausismo y socia-
lismo; la Teoría General del Derecho de Kelsen (1925) por Legaz en 1932,
seguida de un profundo estudio crítico; La defensa de la Constitución de
Schmitt en 1931 por Sánchez Sarto; y, por Ayala en 1934, la Teoría de la Cons-
titución del mismo Schmitt (1928), autor al que Legaz dedicó sus fervores.

29
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

A Alemania fueron los más distinguidos profesores bajo la orientación de José


Castillejo, piloto en este campo de la Junta para Ampliación de Estudios. La
ciencia del momento era germánica, dirá Ortega.
Paralelamente, la profunda recepción del krausismo en España tuvo un
efecto no querido: impedir el desarrollo de un derecho público semejante al
de otros países europeos. La preferencia dada por Krause y sus seguidores a
la filosofía jurídica como clave del conocimiento del derecho –sin ella,
decían, se podrá ser legista, no jurisconsulto– llevó a una oposición al positi-
vismo jurídico del que son buena prueba los Principios de Derecho Natural
de Giner (1874) y, los artículos de Azcárate sobre El positivismo y la civiliza-
ción publicados en la Revista Contemporánea en 1876 (IV, II, p. 230 y ss., en
especial (vol. IV p. 286 y ss.). Ello llevó a la construcción de un derecho po-
lítico, más reivindicativo que analítico, ajeno a la realidad jurídica y propenso
a las consideraciones éticas y sociológicas como muestra el enciclopédico
Curso de Posada atrás citado. Las instituciones políticas y, sobre todo adminis-
trativas, no fueron analizadas y, menos aún, dogmáticamente construidas, sino
meramente descritas. La separación, en 1900, de las cátedras de derecho admi-
nistrativo de las de derecho político expresa bien esta escisión metodológica
que condenó para muchos años el derecho político a la vaciedad jurídica y,
pese a intentos valiosos, retrasó hasta época bien reciente, la construcción de
un derecho administrativo semejante al que ya en aquellos años se construía en
Francia, Alemania e Italia. Aun así, en la España del injusta y frívolamente
criticado Royo Vilanova (1909), como en la Alemania de Otto Mayer según
señala Stolleis (16), el derecho administrativo consiguió ser, en un contexto
autoritario, escuela de ciudadanía, fenómeno que se repetirá aquende los Piri-
neos a partir de los años cincuenta del pasado siglo.
Influencia menor pero muy significativa fue la de Stahl en Enrique Gil
Robles y su Tratado de Derecho Político según los principios de la filosofía y
del derecho cristianos (Salamanca 1890-1901), prueba del arcaísmo doctrinal
de la derecha tradicionalista española, excepción hecha del ingenio de Vázquez
de Mella.
Coincidiendo con la crisis de la restauración alfonsina tiene lugar la re-
cepción de cinco importantes elementos del constitucionalismo germánico en
el proyecto constitucional de Primo de Rivera de 1929, intento de superar el
doctrinarismo y que, sin embargo, se incrusta y convive con él. Primero, el
organicismo krausista y regeneracionista engarza con el tradicionalismo repre-
sentado en la Asamblea Consultiva por Víctor Pradera y ambos coinciden con
el corporativismo puesto de moda por el fascismo italiano (17). Segundo, el art. 28
del proyecto es un eco, sin duda un tanto retórico, del constituciona­lismo so-

30
3. LA RECEPCIÓN: EL ELEMENTO GERMÁNICO EN EL MODERNO... ■

cial de Weimar, a su vez más nominal que normativo. Tercero, la soberanía del
Estado, propugnada por Jellinek, como negación de la soberanía popular. Cuar-
to, la idea de «monarquía constitucional» como «monarquía limitada» frente a
la versión parlamentaria, es de filiación alemana y así fue señalado por su pro-
pios defensores (18). Por último, todo ello se da en un ambiente favorable al
fortalecimiento del ejecutivo (19) cuya primera manifestación se encuentra en
la Constitución alemana de 1919 y, más todavía, en su práctica favorable al
poder presidencial, si bien en las Actas de la Asamblea no se la menciona.

2. EL ESPÍRITU DE WEIMAR

Los constituyentes españoles de 1931 dijeron inspirarse fundamentalmente


en tres constituciones madres: mexicana de 1917, soviética de 1924 y alemana
de 1919 (20) que, efectivamente, inauguran lo que se ha denominado constitu-
cionalismo social. Pero en realidad el principal modelo es el texto alemán, cuyo
germanismo avala su principal autor, Preuss, fiel a la inspiración de von Gierke.
A ello hay que añadir otras fuentes filogermánicas, las constituciones austriaca y
checoeslovaca, ambas inspiradas por Kelsen. Así lo puso de relieve Pérez Serra-
no en su comentario a la nueva constitución española (21) y así lo atestiguan las
numerosas referencias a Weimar en los Diarios de Sesiones. La traducción del
texto alemán y de su comentario sistemático por Ottmar Bühler (1931) y la opor-
tuna publicación por de Luis Ortiz del repertorio Los Problemas del Día en las
Constituciones extranjeras ayudaron eficazmente a ello.
Sin embargo, más importante que las numerosas trasposiciones e imitacio-
nes textuales es su raíz: la recepción de la elaboración doctrinal de lo que el gran
comparatista Boris Mirkine Guetzevitch denominaría en 1932 Nuevas Tenden-
cias del Derecho Constitucional, un esbozo de las cuales había sido traducido al
español durante lo trabajos de las Constituyentes (22). La amistad de Mirkine con
los constitucionalistas españoles, desde finales de la década anterior, principal
aunque no solamente con Posada, de la que queda un rastro epistolar digno de
investigarse, explica la influencia de su obra hasta el punto de considerar la Cons-
titución española como la perfecta comprobación empírica de sus tesis: soberanía
del pueblo, monocameralismo, parlamentarismo, derechos sociales, técnicas de
democracia directa, autonomización territorial, justicia constitucional, derecho
constitucional de la paz, todo ello construido mediante una racionalización jurí-
dica del poder y la política. Tales tendencias se dan en el texto español de 1931,
alguna como la autonomía territorial más tímidamente; otras, como las normas
constitucionales de derecho internacional, con especial fecundidad (23).

31
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

La Constitución de Weimar era el origen de dichas «nuevas tendencias»


y de la atmósfera doctrinal así creada a la cual, aunque difundida en francés,
puede aplicarse el calificativo de «espíritu de Weimar» cuya influencia se
extiende a lo largo de toda Europa.
Sobre ese telón doctrinal, la Constitución alemana estuvo siempre pre-
sente en la obra de 1931, incluso a la hora de rechazar sus opciones, por ejem-
plo, la elección del Jefe del Estado por sufragio universal (24) y las trasposi-
ciones textuales son numerosas.
En cuanto al Título Primero, «De la Organización Nacional», los arts. 7, 9, 20
y 21 españoles se corresponden, casi literalmente a los 1, 127, 14 y 13 respectiva-
mente del texto alemán y los artículos 14 y 15 del primero se inspiran en los arti-
culo 7 a 10, 14 y 15 del segundo. En el Título segundo sobre «Derechos y deberes
de los españoles», las correspondencias son aun mayores. Así el 25 español con el
109 alemán, el 41 con el 129, el 43 con los 119,120 y 121 alemanes, el 44 con los
153 a 156, el 46 con los 157 a 163, el 47 con el 155, el 48 con los 142 a 149. En
cuanto a la parte orgánica, los artículos 53, 58, 62, 63, y 66 españoles relativos a
las Cortes, penden, respectivamente, de los artículos 21, 23 y 24, 35, 33, 73 y 75
alemanes. La organización de la presidencia de la República, sigue, atenuándolo
por influencia checa, el modelo de Weimar en los artículos 67, 69, 76, 80 81, 82,
85 que penden respectivamente de los arts. 41, 45,46 y 48, 25, 43 52 a 56 alema-
nes. En cuanto al Gobierno, los artículos 86, 87, 91 y 92 del texto español mues-
tran la influencia de los artículos 52, 56, 91 y 92 del alemán. La organización de
la justicia siguió, tanto en Alemania como en España, sus respectivas pautas tra-
dicionales y por ello la recepción parece limitarse a la supresión de la jurisdicción
militar en el artículo 106 alemán por el art. 95 español.
Mención aparte merece la creación del Tribunal de Garantías Constitu-
cionales que responde a la idea kelseniana de justicia constitucional y que es
un hito relevante en la configuración europea de dicho sistema (25). Los cons-
tituyentes españoles conocieron los ejemplos austriaco y checoeslovaco y, se-
gún Pérez Serrano (26), el del Tribunal de Conflictos francés y el Tribunal de
Estado alemán (jurisdicción contenciosa). Pero la redacción del art. 121 espa-
ñol muestra la influencia de la ley alemana de 9 de julio de 1921 (RGB, I,
p. 905) que desarrolló el escueto art. 108 de la constitución de 1919.

3. POSTDAM Y MÁS ALLÁ

El «espíritu de Postdam» ha sido torticeramente opuesto al espíritu de Wei-


mar por quienes prostituyeron la grande herencia prusiana. Es lo que Ortega­

32
3. LA RECEPCIÓN: EL ELEMENTO GERMÁNICO EN EL MODERNO... ■

ya intuyó, en dos textos proféticos de 1908 y 1924, al distinguir entre «las dos
Alemanias»: la de los filósofos y la de los filisteos (27). Una y otra se hicieron
presentes en el pensamiento jurídico español a través de los becarios españoles
en Universidades alemanas, atrás mencionados y de visitas oficiales e inmigra-
ciones complacientes de ilustres juristas alemanes a España. Si Herman Heller
se exilió y enseñó en la Universidad de Madrid hasta su muerte en 1934 y Hans
Morgenthau dio cursos en 1935, Schmitt, hispanófilo desde los años 20, vino
reiteradamente como huésped. Todos ellos, perseguidos y perseguidores, están
lejos del espíritu de Weimar y se encuadran en la denominada literatura jurí-
dica de crisis. Y una y otra Alemania, bajo la común etiqueta de Postdam,
influyeron en el constitucionalismo español. Una de ellas, al hilo de nuestra
guerra civil; la otra en las postrimerías del régimen político surgido de la con-
tienda. Las dos, frente a lo que de sus orígenes podía esperarse, en sentido libera­
lizador.
Tras la designación del General Franco como Jefe del Estado, su pronto
y diáfano rechazo a considerar dicha situación como provisional y su mixtión
con la Jefatura Nacional de FET y de las JONS, surgió el problema de cómo
calificar dicho régimen. La dictadura es por definición provisional, la diarquía
fascista suponía una vinculación con la monarquía histórica, en España a la
sazón rechazada por la Falange, y el nacionalsocialismo, por definición, no
podía ser conceptualmente importado. ¿Cómo calificar al Estado Nuevo?
Intentarlo y en gran parte conseguirlo fue la tarea de Javier Conde, inte-
lectual de gran envergadura, cuya influencia en la progresiva configuración del
sistema autoritario no se ha valorado todavía debidamente. Conde pretendió,
como en Alemania proponía Höhn, hacer tabla rasa de las interpretaciones que
querían reconducir el régimen nuevo a las categorías clásicas del derecho cons-
titucional a las que no dudó en calificar de «beatería positivista». En su lugar,
insuflando categorías filosóficas heideggerianas y aun zubirianas en el derecho
naciente, una ontología de las realidades histórico-sociales en el marco de una
ontología existencial, propuso «dar un giro radical, de arriba a abajo, desde la
metafísica» (28) que concretó en cuatro conceptos políticos, publicados entre 1939
y 1945 (29). Primero, el destino universal de un pueblo que lo convierte en
Nación. Un pueblo sin fisuras internas y que, en consecuencia, podía proyectar
al exterior su voluntad de Imperio, esto es «la voluntad de cumplir una empresa
de alcance universal». Segundo, tarea semejante corresponde a las grandes
potencias, cuya forma política, impuesta por la competencia existencial entre
ellas, es el Estado totalitario. Esto es, el capaz de realizar una total movilización
de la sociedad en torno a un determinado fin. Tercero, el Estado totalitario re-
quiere la unidad de mando, esto es el caudillaje. Un caudillaje, carismático en

33
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

su origen que, al institucionalizarse, ha de optar entre la racionalidad democrá-


tica del cesarismo plebiscitario o el engarce con una tradición redescubierta,
esto es, inventada. A juicio de Conde, a partir del discurso del Jefe del Estado
de 6 de septiembre de 1939 ante el Consejo Nacional, discurso probablemente
redactado por el propio Conde, se optó por este segundo término de la alterna-
tiva, caro a los residuos del tradicionalismo carlista, fundamental para el Régi-
men, sin renunciar al elemento carismático y a la racionalidad burocrática y
cesarista. Cuarto, el caudillaje emana de la comunidad y actualiza su unidad. En
ello consiste, a juicio de Conde, la esencia de la representación.
Una vez más, las ideas anuncian la realidad como, en frase de Ortega, el
soplo primerizo el huracán. El caudillaje carismático explica el carácter vitali-
cio de la magistratura y sus competencias constituyente reconocidas en las
leyes de 30 de Enero de 1938 y 8 de Agosto de 1939, conservadas hasta el
último día. Su versión cesarista, la ley del Referéndum de 1945. Su engarce
con el pastiche pseudotradicional, las leyes de Cortes de 1942, de Sucesión
de 1946 y de Principios Fundamentales de 1958; e incluso la instrumentación
de la burocracia como aparato de poder explica la construcción, a partir de
1954, de lo que se ha denominado un Estado Administrativo de Derecho.
Augur o profeta, es indudable que el despliegue institucional del régimen
autoritario responde a las ideas formuladas por Javier Conde. Y es ahí donde
se detecta la recepción de doctrinas alemanas. Nuestro autor se esfuerza en
distinguir conceptualmente el caudillaje español del Duce fascista y de la
Führung nacionalsocialista, por su origen, bélico en España y legal en Italia y
Alemania, y por su legitimación, inmanente en esos dos casos –el espíritu del
pueblo y la nación respectivamente– y transcendente en el primero –la lúcida
(sic) prosecución de un destino–. Pero lo cierto es que su construcción pende
de fuentes filosóficas y juspublicistas germánicas. No solo en cuanto a los ins-
trumentos analíticos, la tipología de las formas de legitimación que toma
expresamente de Weber, sino en sus elementos substanciales. Así, su idea de
nación, aunque de filiación joseantoniana, tiene mucho parecido con la de
«pueblo político» expuesta por Hüber (30); las nociones claves de destino y
decisión son netamente heideggerianas y su reelaboración jurídico-política
procede de Schmitt en Der Begriff des Politischen, traducido al castellano por
el mismo Conde; las de gran potencia, de Imperio y su correlato con el Estado
totalitario, habían sido elaboradas por el propio Schmitt (31) y Dakalakis (32);
la idea de representación como emanación espontánea es típica del citado
Hüber y de Heller; y la valoración de la burocracia como instrumento racional
de mando está en Weidemann (33).

34
3. LA RECEPCIÓN: EL ELEMENTO GERMÁNICO EN EL MODERNO... ■

¿Supone esto una desvalorización de la obra intelectual de Conde? En


modo alguno. Su correspondencia cuando no incidencia en la realidad atrás
destacada ya bastaría para acreditar su importancia; pero, además, las ideas
recibidas se reelaboran, con inusitada brillantez. Se latinizan –no en balde pro-
pone a Eneas y no a Odín como héroe paradigmático del caudillaje (34) y se
ponen al servicio de un poder orientado hacia la institucionalización jurídica
en vez de al «ocultamiento en el torbellino», como correspondería al Ser
heideggeriano que late tras la práctica de la Führung. La institucionalización
del autoritarismo para dejar todo «atado y bien atado», paradójicamente facilitó
su pacífica superación «de la ley a la ley».
En efecto, la institucionalización política del régimen autoritario surgido
de la guerra civil culmina con la Ley Orgánica del Estado de 1966 cuyos
redactores, a más de otras influencias, tuvieron muy presente el proyecto atrás
mencionado de 1929 en el que ya detectamos influencias germánicas. Pero lo
más importante es que la escasa doctrina jurídico-constitucional española
construida a partir de dicha Ley Fundamental se remitió al constitucionalismo
alemán anterior a 1918 aunque con intenciones políticas diferentes, ya para
consolidar el régimen autoritario, ya para superarlo.
Los primeros no dudaron en señalar el precedente germánico de la monarquía
limitada (35) e incluso mencionaron expresamente el Principio Monárquico ca-
racterístico del Konstitutionellerecht (36), si bien, siguiendo el precedente de 1929,
trataron de condicionar las competencias regias a través de un Consejo del Reino
de composición oligárquica, insinuando un a modo de parlamentarismo 37.
Pero el mismo Principio Monárquico que en la Alemania decimonónica
había servido para superar la concepción patrimonial al hacer soberano al
Estado –como siguiendo a Jellinek afirmaba Fernández Miranda (38)– y
convertir al príncipe en un órgano, sin duda central, del mismo (39), había de
desempeñar en España una función análoga: permitir a un «Rey patriota» for-
zar la legalidad en el sentido que al término diera Lukács y transitar del auto-
ritarismo a la democracia «de la ley a la ley». Así lo expuse precozmente en mi
obra El Principio Monárquico. Un estudio sobre la soberanía del Rey en las
Leyes Fundamentales (40). Propugnaba allí que al personificar el Rey la sobe-
ranía del Estado, corresponderle el poder indivisible del mismo y una supre-
macía jerárquica sobre el Gobierno sólo ante él responsable, cuyo refrendo
expresaba un compromiso de ejecución, podía tomar la iniciativa de la reforma
de las Leyes Fundamentales y forzar la necesaria aquiescencia de las Cortes
mediante el recurso a un referéndum prospectivo. Las tesis de Bornhak (41)
Stengel (42) y Meyer (43) servían respectivamente para argumentar los dos

35
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

primeros extremos y la interpretación plebiscitaria de la Monarquía formulada


por Naumann (44) para avalar el último.
Las leyes 27 y 28 de 14 de julio de 1972 que contemplaban los diversos
supuestos de sucesión, trataron de cortacircuitar las potencialidades reformis-
tas del Principio Monárquico así formulado e interpretado. Pero dicho Princi-
pio Monárquico fue alegado por el Rey ante el Consejo del Reino en marzo
de 1978 (45), se mencionó expresamente en el Informe preceptivo del Consejo
Nacional de 16 de Octubre del mismo año (46), se citó por el Ministro de
Justicia al cerrar en nombre del Gobierno el debate sobre el proyecto de ley
«para la reforma política» (47) y su tecnificación mediante el referéndum pros-
pectivo se incluyó en el artículo 5 de dicha Ley en relación con las normas
procedimentales para su tramitación (48), como último recurso ante una even-
tual resistencia de las Cortes a la aprobación de la ley completa.
La efectividad práctica de dicho Principio Monárquico, su «activa provi-
sionalidad», a la hora de dirigir y forzar la transición ha sido puesta de mani-
fiesto por la más solvente historiografía (49).

4. EL ESPÍRITU DE BONN

Los constituyentes de 1978 tuvieron muy presente la Ley Fundamental


alemana de 1949. La constitución de 1978 y su interpretación se construyeron en
gran medida a partir de doctrinas jurídico-administrativas de filiación germáni-
cas. Y son numerosas las referencias que a su texto y a su práctica se hicieron en
los debates parlamentarios. Sin ser el modelo principal (50), dio lugar a transpo-
siciones de la máxima importancia, relativas a la caracterización del Estado, a la
parte dogmática y a instituciones fundamentales de la parte orgánica (51).
Tras el dramatismo de Weimar y de Postdam, Bonn y su Ley Fundamen-
tal de 1949 sugieren un pacífico y pacificador relato costumbrista dominado por lo
que, con razón, se ha llamado «complejo de Weimar» (52). Esto es, a la vez que los
constituyentes de la República Federal incorporaron, incluso textualmente, mu-
chas de las instituciones y las técnicas de la Constitución de 1919, quisieron huir
de lo que, a la luz de la perversión del sistema ocurrido en la década de los treinta,
consideraron vicios latentes de la constitución weimariana, Por ello fortalecieron
la posición de los Länder en el sistema federal declarado intangible, redujeron los
poderes presidenciales, aseguraron la estabilidad parlamentaria y declararon la su-
premacía e intangibilidad de los derechos fundamentales garantizados por un Tri-
bunal Constitucional de raíz kelseniana. Cada país tiene sus «demonios familia-
res». Y el constituyente español que reaccionaba frente al autoritarismo del régimen

36
3. LA RECEPCIÓN: EL ELEMENTO GERMÁNICO EN EL MODERNO... ■

anterior y el recuerdo del «inmoderado poder del poder moderador» que denunciara
Ortega (53) bajo Alfonso XIII y continuó el primer Presidente de la II.ª República,
combatió sus propios demonios al hilo de la demonología alemana.
Es de la Ley Fundamental alemana, aunque invirtiendo los términos, de
donde procede la definición del Estado como «social y democrático, de derecho»
(art. 1 cf. 20,1 GG ), harto polémica en el momento constituyente.
Las partes dogmáticas de ambos textos tienen notables paralelismos. Si el
español es más amplio que el alemán por insistir en los derechos sociales y
recoger derechos de tercera y cuarta generación desconocidos a la hora de
elaborarse la Ley Fundamental o que, aun incoados en ella, fueron desarrolla-
dos en el texto español (v.gr. arts. 73,5 y 16 GG y art. 51 CE), muchos de sus
artículos parecen directamente influidos por ésta. Sin embargo, de la semejan-
za no puede concluirse una transposición, sino que debe explicarse atendiendo
a cinco supuestos diferentes. Primero, la propia tradición constitucional espa-
ñola, incluso conservada en las Leyes Fundamentales del sistema autoritario.
Segundo, uno y otro responden al fenómeno general de racionalización del
poder desarrollado a partir de 1919. Así, por ejemplo la constitucionalización
de los partidos en el art. 21 GG y en el 6 CE. que se da en otras muchas cons-
tituciones (v.gr. art. 4 Francia 1958). Tercero, la recepción en España de la
Declaración Europea de 1950, a su vez muy influida por la Ley Fundamental
alemana. Cuarto, las disposiciones españolas heredadas de la Constitución de 1931
que, a su vez, las tomó del texto alemán de 1919 reiteradas por la propia GG
(v.gr. arts. 78 de 1978 =62 de 1931 = 35 W =45,1 GG), a más de 157-160
de 1812. Quinto, las verdaderas transposiciones harto numerosas.
Tales son los casos muy relevantes de los artículos 10 CE y 5,1 y 33 GG,
11,2 CE y 16,2 GG, 18 CE y 10, 1 GG 23 CE y 33,2 GG, 25,3 CE y 104,2 GG,
16 CE y 4.1 GG, 27 CE y 6,2 y 7,1 GG, 28 CE y 9,3 GG, 29 CE y 17 GG, 39
CE y 6,1 GG. O el evidente, pero lejano eco del art. 12 GG en el art. 35 CE.
A mi juicio las aportaciones alemanas más importante en este campo fue-
ron el carácter plenamente normativo de la Constitución (art. 9,1), eco directo y
amplificado del art. 1,3 GG (revisado en 1956) y 20,3 GG. Sus inmediatas con-
secuencias fueron la constitucionalización de todo el derecho público, la consi-
guiente primacía y aplicación directa de los derechos fundamentales en la línea
el art. 1 de la Ley para la Reforma Política de 1976, obra personal del Pfr. Meilán
(art. 53,1 CE), la exigencia de su desarrollo legal y la garantía de su contenido
esencial (art. 19,1 y 2 GG y 53 CE). La doctrina y la jurisprudencia han seguido
las pautas del Tribunal de Karlsruhe a la hora de interpretar estos preceptos, así
como para adoptar la categoría de garantía institucional (STC 32/1981), de espe-
cial utilidad para ordenar las frondosas declaraciones del Título I.

37
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

Más discutible es si la garantía judicial de los derechos y el principio de


legalidad, considerada cláusula áurea del Estado de derecho (arts. 53,2 y 106,1 CE)
responden al modelo alemán (art. 19,4 GG) o llegaron a la Constitución a
través de la doctrina y la práctica administrativa preconstitucional, confirman-
do así lo antes dicho sobre la función pedagógica y liberalizadora del derecho
administrativo y de sus cultivadores (54).
Como es sabido, la Ley Fundamental es en principio neutral en cuanto al
modelo económico se refiere, si bien la doctrina y la jurisprudencia han puesto
de relieve que el mercado se deduce de una serie de derechos en ella consagra-
dos (55). Una recepción doctrinal no bien asimilada llevó a hacer creer al
Presidente Suárez que la Ley Fundamental consagraba expresamente la eco-
nomía social de mercado y que así debía hacerlo nuestra Constitución como
garantía frente a futuras mayorías socializantes. El resultado fue un agrio
debate entre UCD y el PSOE y el abigarrado art. 38 CE y su compensación con
la iniciativa pública en la economía, reconocida en el artículo 128, y ha costa-
do no pocos esfuerzos, doctrinales más que jurisprudenciales, reconocer, tras
la ambigüedad de los textos, un modelo económico para cuya constitucio-
nalización hubiera bastado el silencio (56).
En cuanto a la parte orgánica, el texto de 1978 se aleja del de 1931 tanto
como la Ley Fundamental del de 1919. Se debilitó la Jefatura el Estado, más
que en el propio modelo alemán de 1949 (57), se fortaleció la Presidencia del
Gobierno y racionalizó al máximo el parlamentarismo. Las principales trans-
posiciones son tres: la moción de censura constructiva (arts. 67,1 GG y 113 CE),
que ha contribuido, tanto en España como en Alemania, a una excesiva rigidez
del sistema. Con mayor ambigüedad y deficiente técnica, el sistema de compe-
tencias exclusivas y concurrentes entre la Federación y los Länder que la doc-
trina y la jurisprudencia constitucional proyectaron sobre los términos del
art. 149,1 CE y la articulación entre Estado y autonomías territoriales (VII y
VIII GG y arts. 150, 153), incluida la ejecución federal (art. 37 GG y 155 CE).
En cuanto al Tribunal Constitucional, se siguió el modelo alemán, pero
responde más a la inspiración austro-kelseniana que Nawiasky defendió para
la Republica Federal en un principio y que terminó prosperando en gran medi-
da tras la reforma de 1969 por influencia de los sistemas austriaco e italiano.
La reforma constitucional del 2011 modificó el art. 135 CE, para introdu-
cir la «cláusula de oro» de la estabilidad presupuestaria, siguiendo, con euro-
corruptelas, el modelo alemán de los arts. 109.3 115 y 143. d/ GG. Pero, dada
la extensión de la formula a través de la UE, parece una recepción más doctri-
nal, de las tesis de Buchanan, que normativa.

38
3. LA RECEPCIÓN: EL ELEMENTO GERMÁNICO EN EL MODERNO... ■

Si ciertamente el modelo alemán no fue el único que los constituyentes


tuvieron presente, la doctrina lo destacó desde el primer momento. El flujo de
estudiantes y estudiosos de estas materias hacia Alemania ha sido continuo, y
las traducciones de constitucionalistas alemanes han sido numerosas. Una vez
más se demuestra que el goticismo ha sido una constante, siempre importante
y nunca excluyente, de nuestro derecho. También del constitucional.

NOTAS
(1) Dippel, «La significación de la Constitución española de 1812 para los nacientes liberalismos
y constitucionalismos alemanes» en Iñurritegui y Portillo (eds.). Constitución en España: orígenes y
destino, Madrid, 1998, p. 287 y ss.
(2) Nacionalismo y Constitucionalismo, Madrid, 1971, pp. 71 y ss.
(3) Portillo y Lorente (eds.), El Momento Gaditano. La Constitución de 1812 en el Orbe
hispánico, Madrid, 2012.
(4) Herrero, Cádiz a contrapelo, Madrid, 2013, p. 18.
(5) El Liberalismo Doctrinario (1945), en Obras Completas, Madrid, 1998, t. I pp. 117 y ss.
(6) Cf. Redlich, Das Osterreichische Staats und Reichsproblem, Leipzig, 1920, I, p. 226.
(7) Herrero, Idea de los Derechos Históricos, Madrid, 1991, pp. 52 y ss.
(8) Juretschke, «La recepción de la cultura y la ciencia alemana en España durante la época
romántica» Estudios Románticos(Casa Museo Zorrilla de Valladolid), 1975, pp. 63 y ss.
(9) Varela y Suárez Carpegna, Política y Constitución en España, (1808-1978), Madrid, 2007,
pp. 417 y ss.
(10) «Ein Urbarium. Algunas consideraciones sobre las relaciones entre la ciencia jurídica alemana
y la española hasta mediados del siglo xx» en Herrero y Scholz (eds.) Las Ciencias sociales y la moder-
nización. La Función de las Academias, Madrid, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, p. 321 y ss.
Cfr. del mismo Pérez Prendes «El influjo del krausismo en el pensamiento jurídico español» en Ureña
y Álvarez Lazo (eds.) La actualidad del krausisimo en su contexto europeo, Madrid, 1999, p. 187 y ss.
(11) Cf. Ureña, Philosophie und gesellschaftliche Praxis. Wirkungen dr. Philosophie KCF Krause
in Deutschland (1933-1881), Stuttgart, 2001-2007.
(12) Cf. Posada, Breve Historia del Krausismo Español, Oviedo, 1981. El texto parece redactado
entre 1929 y 1936.
(13) Cf. Elías Díaz, La Filosofía Social del Krausismo, Madrid, 1973.
(14) Cf, Posada, Op. cit. p. 26 y 44.
(15) Ibid. pp. 81 y 109 cf. Pérez Ledesma, La Constitución de 1869, Madrid,2010, p. 42 y ss. Una
síntesis de los proyectos de reforma del Senado de inspiración krausista en Posada, La Reforma Consti-
tucional, Madrid, 1931.
(16) Stolleis, «Allmeine Staatslehre und politische Wissenschaft in Deutschland des 19 jahrhunderts»
en Herrero y Scholz (eds.), cit, p. 313 y ss.
(17) Cf. Morodo, «La proyección constitucional de la dictadura: la Asamblea Nacional Consultiva I»
Boletín de Ciencia Política n.º14, 1973 p. 83 y ss.
(18) Cf. García Canales, El problema constitucional en la Dictadura de Primo de Rivera,
Madrid, 1973, p. 110.
(19) Cf. Dendias, Le renforcement des pouvoirs du Chef de l’Etat dans la democratie parlamentaire,
Paris, 1932.
(20) Jiménez de Asúa, El proceso histórico de la Constitución de la República Española, Madrid,
1932, p. 47.
(21) Pérez Serrano, La Constitución Española (8 de diciembre de 1931), Madrid, 1933, pp. 28,
29, 134, 184, 274.
(22) Las nuevas Constituciones del Mundo, Madrid (Rrivadeneyra) 1931, Introducción.

39
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

(23) Mirkine Guetzevitch, l’Espagne, Paris, 1933, p. 54 y El derecho constitucional internacional


trad. esp. Madrid, 1936, prólogo.
(24) Jiménez de Asúa, Op. Cit. p, 150.
(25) Cf. Cruz Villalón, La formación del sistema europeo de control de constitucionalidad
(1918-1939), Madrid, 1987.
(26) Pérez Serrano. Op. Cit. p. 324.
(27) Obras Completas, (ed. Madrid, 2010) I, p. 133 y III, p. 703.
(28) Conde, Introducción al Derecho Político Actual, Madrid, 1953, p. 287.
(29) Conde, Escritos y Fragmentos Políticos, Madrid, 1974, I p. 351 y ss.
(30) Verfassungsrecht des Grossdeutschen Reiches, Hamburgo, 1937.
(31) «Hacia el Estado Total» Revista de Occidente n.º 95, 1931, p. 140 y ss. «El concepto de Impe-
rio en el Derecho Internacional» en Revista de Estudios Políticos n.º 1.
(32) Dakalakis «Das totale Staat als Moment des Staates» Arch. F. Rechts-u Sozialphilosophie
Bd 31, 1937.
(33) Weidemann Führertum in der Verwaltung, Hamburgo, 1936.
(34) Escritos y Fragmentos cit, I, p. 394.
(35) Fernández Carvajal, La Constitución Española, Madrid, 1969.
(36) Valdeiglesias, «El Jefe del Estado en la Ley Orgánica» Revista de Estudios Políticos, n.º 152
1967, p. 35.
(37) Carro «Relaciones entre los altos órganos del Estado (Ensayo sobre el titulo IX de la Ley
Orgánica del Estado)», Revista de Estudios Políticos n.º 152,1967, p. 13.
(38) Fernández Miranda, Estado y Constitución, Madrid, 1975.
(39) Como visión de conjunto, fin de época, cf. Hintze, «Das monarchische Prinzip und die kons-
titutionelle Verfassung» (1911) hoy recogido en Staat und Verfassung, Gotinga, 1962.
(40) Madrid (Edicusa) 1972.
(41) Bornhak. Das Preussische Staatsrecht, Friburgo, 1888, I, p. 127.
(42) Stengel, Staatsrecht der Königreichs Preussische, Friburgo, 1894, p. 36.
(43) Meyer, Lehrbuch der deutschen Staatsrechts, Leipzig, (4.ª ed.), 1895, p. 216.
(44) Nauman, Demokratie und Kaisertum, Berlin, 1900, (ed. Wurzburgo, 2012).
(45) «… la Ley del Referéndum Nacional, en su preámbulo es muy especifica y elocuente a este
respecto al evocar el caso de que, en momentos de crisis, determinadas minorías se presenten, sin verdad,
como expresión de la voluntad del pueblo. Hacer que la voluntad del pueblo se exprese de modo auténtico
y desenmascarar posibles desviaciones y falseamientos es decisivo. Cobra entonces significado trascen-
dental esta potestad del Rey de acudir al pueblo a través del referéndum» (Discurso de S. M. el Rey el 2
de Marzo de 1978; texto en Juan Carlos I Discursos 1975- 1995 Madrid, Cortes Generales, 1998, I, 25 ss.),
cf. El Principio Monárquico. cit. cap. III.
(46) Acuerdo adoptado por el Pleno del Consejo Nacional del Movimiento en sesión celebrada el
día 16 de octubre de 1976. Puntos 4.3.b y 55. (Texto en Boletín Oficial de las Cortes españolas 26 de
Octubre de 1976, pp. 3718-a y 37111-a, cf. El Principio Monárquico… cit. cap. I.
(47) Diario de Sesiones de las Cortes, 28 de octubre de 1976, cf. El Principio Monárquico cit…
cap. I.
(48) Cf. Boletín Oficial de las Cortes Españolas, 21 de octubre de 1976, texto regulador del proce-
dimiento de urgencia, artículo 9 y 10. La no inclusión de estos artículos en el subsiguiente Reglamento
Provisional muestra la excepcionalidad del caso.
(49) Cf. Palacio Attard, Juan Carlos I y el advenimiento de la Democracia, Madrid, 1989.
(50) Herrero, «Les sources etrangères de la constitution», Pouvoirs l’Espagne, n.º 8, 1978, p. 4 y ss.
Addenda de esta edición. En el trabajo un tanto primerizo, donde los recuerdos personales del ponente
constitucional se mezclan en exceso con la erudicción textual se señalan con toda objetividad otras in-
fluencias paralelas a la germánica. Así, la mención de las nacionalidades en el artículo segundo, para res-
ponder a las demandas del nacionalismo catalán se inspiran no en las constituciones del círculo socialista,
que ciertamente los ponentes socialista (Peces Barba) y comunista (Solé) no conocían, sino en el informe
Killbrandon sobre la «devolution» a Escocia y Gales de 1973 (Cmnd 5460, I, página XXXII). Y la ley
húngara 30 de 1868, artículos 45, 60 y 61 (Steindach, Die ungarischen verfassungs gesetze, segunda edi-
ción, pág 103). La parte dogmática revela importantes influencias de la italiana de 1948 (arts 3 y 22 a 35)
y portuguesa (art. 16 en el art. 10), y otras menores, así griega (art 106 en el 135) y sueca (capítulo segundo,
art. 5 en el art. 37.2). La distinción entre derechos y principios rectores (capítulo segundo y tercero del

40
3. LA RECEPCIÓN: EL ELEMENTO GERMÁNICO EN EL MODERNO... ■

título segundo) que sigue el precedente en su día innovador del sistema irlandés de 1937 inspirado en el
español de 1931 llegó a través del largo camino de Birmania, (1948) e India (1950) frente al furor anticom-
paratista de Peces-Barba (cf. Nacionalismo y Constitucionalismo, p. 410).
(51) Cruz Villalón, «La recepción de la Ley Fundamental de la República Federal de Alemania»
en La curiosidad del jurista persa y otros estudios sobre la Constitución. Madrid,1999, p. 53 y ss.
(52) Cf. Ulrich, Der Weimar Complex, Gotinga, 2009.
(53) Obras Completas, ed.cit. I, p. 698 y ss.
(54) V. gr. García de Enterría, Legislación Delegada y Control Judicial, Madrid, 1970.
(55) Cf. Nipperdey, Soziale Marktwirtschaft und Grundgessetz, Colonia, 3.ª ed. 1965.
(56) Cf. Herrero en El Valor de la Constitución, Barcelona, 2003, p. 203 y ss. síntesis de estudios
anteriores al hilo de la polémica.
(57) Cf. Herrero Revista de Estudios Políticos, n.º 110 (2017), p. 26.

41
4. AUTOCTONÍA CONSTITUCIONAL Y PODER CONSTITUYENTE
(Con referencia a algunos casos recientes en la historia
de la descolonización)

A la memoria de mi buen amigo el doctor Saturnino lbongo

INTRODUCCIÓN

Hace ya más de un siglo la Teoría General del Estado –entendida: como


«aquella que se ocupa del Estado lógicamente deducido», en contraposición a
«la ciencia empírica del Estado, cuyo objeto es proporcionado, por los Estados
efectivos: ya uno en particular, ya la comparación entre varios»– fue declarada
«caduca» (1). Sin embargo, el estudio del fenómeno de poder y de su expre-
sión jurídica sigue dominado por principios que no son sino el fruto de la es-
peculación abstracta. La consecuencia es que el desarrollo de los temas discu-
rra en gran parte, por los cauces de un pensamiento dogmático», que, como tal,
piensa hasta el fin, agotando todas sus posibilidades y sin salirse de él, un
dado, que en este caso, y frente a lo propio del recto dogmatismo jurídico no
goza de autoridad objetiva alguna (2).
Sirva de ejemplo el tratamiento clásico del tema del nacimiento del
Estado. Con la excepción, más adelante comentada, de la escuela de Viena,
la doctrina afirma, casi unánimemente, la naturaleza fáctica de la aparición
del nuevo Estado, el carácter originario de éste y la identidad de su aparición
como tal Estado y su autoconstitución material. En efecto, a partir de Jelli-
nek (3), el Estado se considera una realidad nomo-poética, y por tanto, en
sí misma meta-jurídica, puesto que siendo el Derecho, en tanto que institu-
ción humana, posterior al Estado, es decir, siendo su origen el mismo Poder
estatal una vez configurado éste, el Derecho no puede encontrarse en, ni

43
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

aplicarse a, la formación misma del Estado. De todo ello la doctrina clásica


puede concluir, con Carré de Malberg, que «la ciencia jurídica no debe, por
tanto, investigar el fundamento del Estado: el nacimiento del Estado no es,
desde su punto de vista, más que un simple hecho insusceptible de califica-
ción jurídica» (4).
De otra parte, y por la razón anteriormente expuesta, el fenómeno estatal
es originario, es decir, tiene la cualidad de no derivarse ni estar determinado
más que por sí mismo, sin que pueda vinculársele genéticamente a un orden
jurídico anterior. «De una parte, el orden jurídico, único objeto de la ciencia
del Derecho, no va más allá de la organización estatal, y los actos que han
producido y fundamentado esta organización se encuentran fuera de la esfera
del Derecho y escapan, por tanto, a toda denominación jurídica, y de otro lado,
cuando incluso fuera posible dar una construcción jurídica a los actos en virtud
de los cuales se ha creado un Estado, dicha construcción sería también inútil,
puesto que cualquiera que sean los acuerdos y operaciones que hubiesen podi-
do preparar la formación del Estado, éste, una vez formado, encuentra las cau-
sas jurídicas de su personalidad y su poder única y esencialmente en su Esta-
tuto orgánico, que le hace capaz de voluntad y acción propia», concluyéndose
de ello que «los actos ... anteriores a esta organización no deben tomarse más
en consideración» (5).
Este carácter fáctico y originario del fenómeno estatal se enraíza en la
consideración de que «resulta del hecho natural de la formación nacional» (6),
o lo que es lo mismo, en la interpretación de su nacimiento como expresión de
una voluntad política de base, normalmente la voluntad nacional. Así, «para
que un Estado, incluso un Estado no soberano, nazca se requiere un acto origi-
nario, primario y espontáneo por parte de la colectividad que debe constituir el
nuevo Estado»; voluntad que se entiende plasmada en la Constitución política
del mismo (7). En esta perspectiva, históricamente avalada (8), cobra pleno
sentido la afirmación clásica de que «el Estado debe su existencia ante todo al
hecho de que posee una Constitución..., es decir..., del Estatuto que por prime-
ra vez da a la colectividad órganos que aseguran la unidad de su voluntad y la
convierten en personalidad estatal» (9).
Ahora bien, así planteado, el tema del origen del Estado se vincula ínti-
mamente con el tema del Poder Constituyente, y sin perjuicio de que en las
conclusiones de este trabajo se intente avalar la distinción lógica entre crea-
ción del Estado y ejercicio de dicho Poder, no cabe duda de que ambos proble-
mas ofrecen importantes puntos de contacto. Prueba de ello es que la «destruc-
ción de la Constitución» por cambio del titular del Poder constituyente,
verdadero creador no instantáneo, sino continuo de la forma política, pueda

44
4. AUTOCTONÍA CONSTITUCIONAL Y PODER CONSTITUYENTE... ■

aparecer como una novación tan radical del Estado que atente a su identidad (10),
o de otra parte, la fundamentación de la plena originariedad del Estado en la
autoctonía de su constituyente primordial (11).
Sin embargo, incluso los mantenedores a ultranza de la facticidad jurídi-
ca del nacimiento estatal están obligados a reconocer que «a veces el origen
del Estado se encuentra en un acto jurídico» (12), concesión cuya verdad harto
frecuente se encarga de demostrar la práctica; la ingente temática de la suce-
sión de Estados obliga a restringir un tanto el carácter originario, afirmado en
principio por la teoría, y la descolonización ha desmentido en muchos casos
que el Estado y su Constitución «no dependan de ningún orden jurídico ante-
rior» (13). Demostrarlo es el objeto de este trabajo.
Por ello, aun sin dejar de admirar el «palacio de conceptos» de las cons-
trucciones doctrinales, entrar en el cual exigiría, sin duda, mayor bagaje que
la simple erudición de que aquí se hace gala, tal vez sea útil examinar algu-
nos aspectos de la práctica del Poder Constituyente en los nuevos Estados
nacidos de la descolonización. Ningún campo mejor para analizar la apari-
ción del Estado que la disolución del fenómeno colonial; ningún tema más
idóneo tampoco que el Poder Constituyente, tanto por ser el hasta ahora
menos estudiado, al menos desde el ángulo aquí adoptado, como por su po-
sición central en la doctrina clásica del nacimiento del Estado, ya antes seña-
lada. Como en tantas otras ocasiones, el gran Léon Duguit no erraba al seña-
lar la importancia que para el Derecho público tenía el estudio de génesis de
la Constitución (14).
Ahora bien, el estudio del Poder Constituyente es problemático en sí
mismo. Baste aquí señalar someramente la disyuntiva metodológica que
desde un principio se presenta. Como señala G. Burdeau, «o bien se consi-
dera al Poder Constituyente fuera de toda regla de Derecho positivo relativa
a su institucionalización y su ejercicio, o bien se considera tal como el De-
recho positivo prevé y organiza su intervención» (15). Mientras la segunda
de estas perspectivas permite el estudio de la cuestión por el Derecho cons-
titucional, aunque a riesgo de eliminar la verdadera noción de constituyente
en beneficio de la instancia constituida competente para la reforma de la
Constitución, la primera excluye tal perspectiva y exige en su caso un tra-
tamiento de la materia por la Ciencia Política. Sin por ello confundir el acto
constituyente con la simple revisión de la Constitución, el punto de vista
aquí adoptado tiende a ser el jurídico-formal, y ello por dos razones. De una
parte, la Teoría de la Constitución no parece ganar nada con la identifica-
ción del constituyente originario y la opinión pública, sospechosamente en-
tendida como moderna versión de la «aclamación», prescindiendo de los

45
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

cauces formales de decisión política y de producción de la Constitución (16).


De otro lado, la creencia de que la génesis de la Constitución es un puro
hecho refractario a toda calificación jurídica y a toda dependencia respecto
de un orden jurídico anterior es desmentida por la circunstancia de que el
nuevo Estado es creado desde otra instancia, casi siempre otro Estado, que
ejerce en numerosas ocasiones el Poder Constituyente. En el contexto de la
descolonización, un estudio jurídico-formal del Poder Constituyente, pro-
blema capital del Derecho público, versa necesariamente sobre lo que los
británicos han denominado «autoctonía constitucional», cuestión que, sur-
gida de la práctica jurídico-política anglosajona, ha de ser necesariamente
expuesta en términos tópicos, sin perjuicio de plantearla más adelante, con
carácter abstracto.
La plena independencia dentro de la Commonwealth se alcanza a través
de un proceso de progresiva autonomía, cuya fuente son las leyes del Parla-
mento británico y las Convenciones constitucionales (17).
Ahora bien, algunos de los miembros de la Commonwealth, y espe-
cialmente los países no blancos independizados a partir de 1947, han aspi-
rado no sólo a una autonomía garantizada por el Status of Westminster, las
leyes de independencia respectivas y las Convenciones constitucionales res-
trictivas de la competencia del Parlamento Imperial, sino a una plena autoc-
tonía. Mientras en el campo constitucional la autonomía supone la imposi-
bilidad de que el Parlamento británico legisle para los nuevos Estados
(salvo, en algunos casos, cuando éstos lo requieran) y la posibilidad de los
Parlamentos de éstos de modificar y abrogar el ordenamiento jurídico here-
dado de la metrópoli, la autoctonía es algo más. Supone la autosuficiencia y
autarquía del Estado en cuanto al ejercicio del Poder Constituyente, de ma-
nera que el origen formal de su Constitución no se encuentre, directa o in-
directamente, en una institución extranjera o su fundamento legal en un
ordenamiento distinto.
Tres han sido las grandes cuestiones en torno a las cuales políticos y
juristas de estirpe británica han planteado el tema de la autoctonía.
En primer lugar, la supremacía del Parlamento Imperial sobre todas las
posesiones de la Corona, que ni el propio Parlamento puede autolimitar,
parece amenazar lo que Sir Arthur B. Keith denominara, no sin reticencia, The
Sovereignity of the British Dominions (18), y en este sentido la autoctonía
preocupó ya a los nacionalistas de la vieja Commonwealth, apenas tranqui-
lizados por la interpretación del Status of Westminster como una ruptura de
la cadena normativa entre el Parlamento Imperial y los Dominios Británicos
de Ultramar (19). En segundo término, la Constitución no autóctona, al te-

46
4. AUTOCTONÍA CONSTITUCIONAL Y PODER CONSTITUYENTE... ■

ner su origen en una ley del Parlamento británico o en una Order in Council
de la Corona, se considera extranjera. Refiriéndose al texto constitucional
otorgado a Ghana cuando este país alcanzó el status de Dominio, señala K.
Nkrumah que «la Constitución fue impuesta al pueblo de Ghana por una
potencia imperial..., y tres años después de la independencia no podemos
seguir estando gobernados por una Constitución que nos ha sido impuesta
por una potencia extranjera» (20). En fin, una y otra preocupación se refle-
jan técnicamente en la aspiración a convertir el propio orden constitucional
no sólo en autónomo e incluso en autárquico, sino también en originario,
esto es, fruto de un acto constituyente que ni directa ni indirectamente pue-
da vincularse ni a la Corona ni al Parlamento Imperial a través de una cade-
na de normas (21).
Dos han sido las soluciones ofrecidas al problema del ejercicio autóctono
del Poder Constituyente en los nuevos Estados. Una de ellas, de carácter emi-
nentemente político, consistente en negar el problema formal, «del que sólo
confusión cabe esperar» (22), para atenerse a la, por otra parte indudable, na-
cionalización de la Constitución por vía de mutación constitucional que, man-
teniendo el mismo texto, verbigracia, la British North America Act de 1867, lo
transforma en cuanto a su fundamento, que no será ya, en el ejemplo citado, la
potestad del Parlamento de Westminster, sino el consenso del pueblo cana-
diense (23).
Sin embargo, esta forma de resolver o, mejor, de negar el problema de la
autoctonía no es admisible por dos razones. De una parte, la mutación consti-
tucional no resuelve todas las cuestiones derivadas del planteamiento formal,
y buena prueba de ello es la necesaria intervención del Parlamento británico en
la reforma de la Constitución canadiense. De otra parte, la cuestión de la
autoctonía, si en los viejos Dominios Británicos tuvo un fundamento jurídico
práctico, en la nueva Commonwealth, y más aún fuera de los Estados filobri-
tánicos, se plantea por motivos estrictamente políticos.
En efecto, la Constitución no es tan sólo una ley rituaria del proceso políti-
co, sino una decisión consciente del cuerpo político, en la que se asume el pasa-
do, se proyecta el futuro y se integra la propia realidad presente (24). La Consti-
tución no es sólo un instrumento de gobierno, sino la autoafirmación de la propia
entidad nacional y estatal constituida. Ahora bien, este sentido de la Constitución
no se adquiere sino cuando, como fruto de la ideología liberal y democrática, la
voluntad estatal obligatoria se concibe como «voluntad general» y la empresa de
liberación del súbdito convertido en ciudadano se convierte en el «telos» consti-
tucional por excelencia. Hoy como ayer, la Constitución es, de una vez y para
siempre, símbolo del autogobierno de una comunidad (25). Por esto, y dentro de

47
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

una perspectiva histórica, la aspiración constitucional aparece íntimamente liga-


da al nacionalismo, empresa de democratización y liberalización, de modo espe-
cial, aunque no exclusivo, en el caso de la descolonización (26). De aquí que, en
los nuevos Estados del Tercer Mundo, el constitucionalismo sea no sólo en su
contenido material normativo, sino en su misma existencia, función directa del
nacionalismo. Es la raíz nacionalista del movimiento constitucional la que plan-
tea el problema de la autoctonía de la Constitución.
Resulta, pues, que el problema formal de la autoctonía, de esta manera poli-
tizado, puede tener graves consecuencias, también políticas. Una Constitución
elaborada antes de la independencia puede verse tachada de no autóctona si de
una u otra manera aparece vinculada al legislador colonial, y por ello, ser objeto
de un proceso de revisión o de sustitución tan pronto como se alcance la indepen-
dencia, con no pocos riesgos para la estabilidad política (27). De otra parte, retra-
sar el proceso constitucional hasta después de la independencia, ni satisface a la
antigua metrópoli (28) ni es conveniente para el nuevo país, cuya primera época
de vida se vería turbada por las tensiones de un período constituyente.
Por otra parte, son numerosos los casos en que el problema de la autocto-
nía se ha tratado de resolver jurídicamente con técnicas varias, y tal será el
objeto de nuestra investigación.
En las páginas que siguen se reúnen algunas notas referentes a las di-
versas formas de ejercicio del Poder Constituyente en la descolonización de
los nuevos Estados afroasiáticos, centradas en torno al caso de Guinea Ecua-
torial, y ello al menos por dos razones, aparte de las obvias de carácter per-
sonal. En primer lugar, la fórmula guineana de «autoctonía» constituye un
ensayo de superación técnica de los problemas teóricos planteados por la
práctica jurídico-politica de la descolonización en otros países, circunstancia
a la que, sin duda, no es ajena la tardanza de la emancipación de Guinea,
ocho años posterior a «los nuevos vientos de cambio», que permitió a los
responsables de la descolonización de aquel territorio proceder con criterio
de historiadores. En segundo lugar, en la corta pero ya densa historia de la
descolonización, el caso de Guinea es a todas luces «patológico», y como tal
permite comprender mejor, por encima de lo puramente episódico y de las
distorsiones de una evolución, la génesis estructural de los problemas y de
las fórmulas.
En consecuencia, en una primera parte se tratará de reconstruir la tipología de
los procesos constituyentes en los nuevos Estados (I), y en otra posterior se estu-
diará detenidamente la fórmula utilizada en Guinea, atendiendo a su decantación y
aplicación (II). Ello permitirá obtener unas conclusiones generales, que pretenden
aportar algo a una Teoría General del Estado, concebida empíricamente.

48
4. AUTOCTONÍA CONSTITUCIONAL Y PODER CONSTITUYENTE... ■

I. TIPOLOGÍA

Desde el punto de vista del presente estudio pueden distinguirse dos


grandes modelos en el ejercicio del Poder Constituyente en el Estado descolo-
nizado. De una parte, la fundamentación del proceso constitucional en el pro-
ceso de independencia, de manera que, sea cual sea la fuente formal de la
Constitución, actúa con la potestad que le atribuyen las normas del ordena-
miento metropolitano (A). De otro lado, el paralelismo y consiguiente separa-
ción de ambos procesos, lo que permite que, aun siendo el de independencia
heterónomo, al basarse ésta en normas de ordenamiento necesariamente dis-
tinto al del Estado naciente, el proceso constituyente pueda ser autónomo (B).
A) Tres son los grandes tipos que en este grupo cabe distinguir, y co-
rresponden a la práctica jurídico-política de cuatro grandes potencias colonia-
les: Gran Bretaña, Bélgica, Francia y U. S. A.

a) El modelo anglo-belga

En la descolonización de los territorios del Imperio Británico, la capaci-


dad para vivir con arreglo a una Constitución, Constitución «ideal» en el sen-
tido que C. Schmitt (29) diera a este término, se considera el signo necesario y
suficiente de la capacidad para el autogobierno, y por tanto, requisito previo a
la independencia (30). De aquí que el proceso constituyente aparezca íntima-
mente imbricado con el proceso descolonizador, hasta el punto de ser ambos
distintas caras de una misma evolución jurídica y política. No es, pues, casual
que haya sido la doctrina británica la que, ha planteado en el terreno del Dere-
cho constitucional el tema de la autoctonía.
Los territorios británicos contaron desde muy pronto (paradojas de la
Historia) con una Constitución escrita y hasta puede decirse que han accedido
a la independencia en virtud de su propia evolución constitucional. Constante
de la política colonial británica ha sido el progresivo establecimiento del
Westminster Model –un régimen de gobierno parlamentario más o menos
adaptado a las circunstancias, un sistema de garantías individuales y una tutela
judicial de las mismas– como condición previa a la independencia. Todo ello
gracias a la evolución del régimen de gobierno colonial. Partiendo de una con-
centración de poderes en el Gobernador responsable tan sólo ante el Colonial
Office, y a su través, ante el Parlamento británico, se llega, mediante el esta-
blecimiento de un Consejo Legislativo, de composición progresivamente de-

49
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

mocratizada al extender el número de miembros electos y aumentar el cuerpo


electoral hasta llegar al sufragio universal, al sistema parlamentario, en el que
el equivalente del Jefe del Estado, el Gobernador, actúa, salvo en materias re-
servadas, según el consejo de los ministros responsables (31). Esto es, de una
parte, el Poder pasa progresivamente a manos de la mayoría electa, y de otra,
el ámbito de este Poder se amplía hasta que, al cesar toda reserva en favor de
las autoridades metropolitanas, la colonia accede a la plena soberanía.
La independencia tiene así lugar por una doble vía. De una parte, una ley
del Parlamento Imperial autocercena sus competencias sobre el territorio que
va a acceder a la independencia, excluye la responsabilidad del Gobierno del
Reino Unido respecto del mismo, y en el caso de que el territorio en cuestión
deje de ser dominio de la Corona, para adoptar la forma republicana, prevé la
extinción de la soberanía de S. M. De otro lado, una Orden de S. M. en Conse-
jo establece la organización constitucional del nuevo Estado (32).
Desde un punto de vista formal, la única autoridad constituyente es la
Corona, en virtud de la British Settlements Act (1843, 1887 y 1945) para las
colonias, y de la Foreign jurisdiction Act (1843, 1890 y 1913) para los protec-
torados y territorios bajo mandato y fideicomiso, y, de acuerdo con la misma
Constitución británica, el Parlamento Imperial. A la hora de la independencia,
la autoridad metropolitana es la que, salvo en el caso de Birmania, del que más
adelante nos ocuparemos, ejerce el Poder Constituyente, en el territorio en
trance de convertirse en nuevo Estado. Frente a la práctica seguida respecto de
los viejos Dominios e India y Pakistán, no ha sido el Parlamento Imperial, sino
la Reina en Consejo, quien ha estatuido, mediante Orden, las Constituciones
de las colonias emancipadas desde 1948.
Si formalmente es la Corona, ya en Consejo, ya en Parlamento, la que
ejerce el Poder Constituyente a través de toda la evolución de la colonia hasta
llegar a la independencia, de hecho la Constitución es elaborada por el Colonial
Office a partir de las propuestas presentadas por la propia colonia, de modo que
las autoridades metropolitanas instrumentan de manera técnica y legalizan las
aspiraciones constitucionales de las fuerzas políticas de aquélla (33). La expre-
sión de estas aspiraciones en forma de asesoramiento al Colonial Office es la
función de la Conferencia Constitucional, reunión de representantes del Go-
bierno colonial, del Gobierno del Reino Unido y de los movimientos políticos
de la colonia, y cuya composición, en lo que se refiere a los representantes in-
dígenas, queda notablemente facilitada por la existencia de miembros elegidos
del Consejo Legislativo, de cuya representatividad política no cabe dudar (34).
Así, en la Conferencia constitucional, en la que se decidió la independencia de
Tanganica en 1961, la delegación africana estaba compuesta por los ministros

50
4. AUTOCTONÍA CONSTITUCIONAL Y PODER CONSTITUYENTE... ■

del Gobierno y otros miembros del Consejo Legislativo, todos ellos elegidos
por sufragio universal (35). En la Conferencia Constitucional de Nyasaland,
después Malawi, celebrada en Londres en 1962, la representación indígena se
repartía entre los dos grandes partidos políticos del Protectorado en proporción
a los escaños obtenidos por cada uno de ellos en la elección general celebrada
en 1961, añadiéndose, para obtener la máxima representatividad posible, el
único diputado independiente (36). Análogo fue el caso de la Conferencia
Constitucional que precedió a la independencia de Zambia (37).
El proceso de emancipación del Congo Belga, aunque no responde a nin-
gún plan estructurado y, por tanto, solamente puede ser descrito como pura
sucesión de acontecimientos, se inspira en la práctica británica. Anunciada la
independencia en el mensaje real de 13 de enero de 1959, a fines del mismo
año tiene lugar la celebración de elecciones locales que permiten evaluar la
fuerza de los diversos movimientos políticos de la colonia, cuyos representan-
tes, junto con una delegación, belga, se reunieron en conferencia constitucio-
nal pintorescamente llamada Mesa Redonda (38). Aunque dicha conferencia
no obtuvo las funciones constituyentes que para ella solicitaran algunos de sus
delegados, se decidió que sus resoluciones serían llevadas ante las correspon-
dientes instancias belgas para su conversión en Ley, compromiso facilitado por
la composición mixta gubernamental-parlamentaria de la delegación belga en
la conferencia. La Mesa Redonda adoptó diversas resoluciones, «en el espíritu
de cuyos principios generales» el Gobierno preparó un proyecto legislativo
que, votado por las Cámaras y aprobado por el Rey, de acuerdo a la Constitu-
ción belga, se convirtió en la Ley Fundamental de 19 de mayo de 1960, primera
Constitución del Congo y en la que se preveía los órganos constituyentes y el
procedimiento para llegar a una Constitución definitiva (39). Es claro que ni
este texto provisional era autóctono, puesto que emanaba del legislador bel-
ga, ni lo hubiera sido el texto definitivo elaborado de acuerdo a lo en él dis-
puesto, dado que hubiera sido obra de un poder constituyente, a su vez consti-
tuido por el legislador metropolitano. El caos político que en el Congo siguió
a la independencia impidió que las previsiones constituyentes de la Ley Fun-
damental se llevasen a la práctica y la segunda no menos efímera Constitución
congoleña de 1964 puede considerarse autóctona, puesto que se elaboró, in-
cluso formalmente, a través de un proceso revolucionario y se adoptó mediante
referéndum (40).
Lo dicho sirve para poner de relieve que, desde un punto de vista político,
las Constituciones que presiden el acceso a la independencia no son impues-
tas por la metrópoli y, hoy como ayer, resulta en el fondo cierta la afirmación
del primer ministro Attlee: «The constitution is drafted and decided by the

51
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

Dominion, the Imperial Parliament takes such steps as may be necessary to


legalize these decision» (41). Sin embargo, es en este plano de la legalización
formal donde se plantea el problema de la autoctonía, puesto que, sea cual sea
el contenido material de la Constitución, el Poder Constituyente de que ema-
na es extranjero.
Dicho problema, tal como lo hemos expuesto al principio de este trabajo,
parece plantearse necesariamente, dado el sistema británico de descoloniza-
ción. El Parlamento del Reino Unido no puede, al dar autonomía a un territo-
rio, dejar de dotarle de una Constitución, autorizar a su Legislatura a adoptarla
o prever su otorgamiento por la Corona (42). Con ello la Constitución depen-
derá, de una u otra forma, de un acto del legislador imperial y la autoctonía
sólo será asequible mediante la remoción de esta dependencia expresada en
una cadena de normas, introduciendo una solución de continuidad entre los
eslabones de la misma.
Del planteamiento inicial de la cuestión, con ocasión de la creación del
Irish Free State –en cuya descripción no vamos a entrar–, cabe subrayar los
siguientes aspectos: La Constitución de 1922, aunque se inicia con un preám-
bulo de sabor autóctono en el que se afirma la doctrina tomista del origen del
Poder, no se legaliza, es decir, no adquiere fuerza de tal Constitución, sino en
virtud de una ley del Parlamento Imperial como la doctrina británica ha puesto
cuidadosamente de relieve (43). La Constitución del Eire, de 1937, adquiere su
autoctonía introduciendo una solución de continuidad en la cadena de normas
al no ser sometida a la sanción real y derivar del Poder Constituyente popular
expresado por referéndum. Aparecen así tres técnicas de autoctonía: La prime-
ra y más débil se reduce a una mera declaración verbal del preámbulo, en el
que el orden «legal» se niega buscando un nuevo origen, mediante el recurso a
nociones metafísicas como Dios, la soberanía popular o los valores éticos,
todo ello irrelevante jurídicamente, pero útil a la hora de expresar la irracional
facticidad de la creación de un nuevo orden jurídico estatal. Sin negar en lo
más mínimo el valor jurídico de los preámbulos, resulta indudable que las me-
ras expresiones de éste no pueden anular el procedimiento formal de produc-
ción de la Constitución y cortar la cadena de las normas. Más aún, la utiliza-
ción posterior de tales fórmulas por las Constituciones de Pakistán (1956) o
Tanganica (1961), prueba que preámbulos del mismo tipo pueden integrarse
sin inconveniente alguno en la legalidad anterior sin implicar, por tanto, verda-
dera autoctonía constitucional.
En segundo lugar, la eliminación de la sanción real –esencial en el proce-
dimiento legislativo de estirpe británica– aparece como la técnica idónea para,
a la vez, excluir a la Corona de la producción de la nueva Constitución, afirmar

52
4. AUTOCTONÍA CONSTITUCIONAL Y PODER CONSTITUYENTE... ■

la plena y exclusiva soberanía del cuerpo constituyente y romper el orden legal


preexistente, haciendo del constituyente en vez de una autoridad ya constitui-
da, un poder plenamente originario, esto es, llevando a cabo una revolución (44).
Por último, esta misma tendencia se acentúa, con ocasión de la primera
Constitución del Eire de 1937, mediante el recurso al referéndum popular. La
intervención popular supone, en primer lugar, un factor irreductible a los cáno-
nes constitucionales británicos y, por tanto, la ruptura del orden legal constitui-
do; pero, además, e independientemente del sistema con el que se trata de
romper, la intervención popular directa, por su misma naturaleza y por el modo
incondicionado de su actuación, reclama para sí una potestad originaria (45).
Las tres técnicas de autoctonía esbozadas en el proceso constitucional
irlandés han repercutido en las diversas fórmulas utilizadas a este fin por
las antiguas dependencias británicas. Dichas fórmulas son fundamentalmente
tres.
En primer lugar, la autoctonía se busca elaborando una nueva Constitu-
ción cuyo «casticismo» se exprese en el preámbulo (46). Ahora bien: el proce-
dimiento formal del que surge el nuevo texto sedicentemente autóctono es el
de reforma de la Constitución anterior, y como tal previsto en la misma. Así, la
Constitución paquistaní de 1956, elaborada por una Asamblea, heredera de la
Constituyente de 1946, fue sometida a la sanción del gobernador general para
cumplir todos los requisitos exigidos por la Indian Independence Act de
1947, tal como la había interpretado la jurisprudencia paquistaní (47). Análo-
gamente, la Constitución nigeriana de 1963 fue aprobada de acuerdo al proce-
dimiento de reforma previsto en la Constitución de 1960, y el mismo sistema
siguieron las reformas constitucionales de Uganda de 1963, Kenia 1964 o
Malawi 1966, aunque en estos tres casos parece haberse abandonado todo in-
tento de autoctonía (48). Aunque marginal al campo de este estudio, resulta
especialmente significativo el caso de Sudáfrica, cuya constitución en Repú-
blica en 1961 tuvo lugar mediante ley del Parlamento de la Unión, en la que,
tras un preámbulo autoctonista, se incluye la tradicional fórmula legislativa
británica, en la que se hace expresa mención de la intervención de la Corona (49).
Es cierto que los juristas paquistaníes, nigerianos y sin duda también los
sudafricanos podrían defender el carácter autóctono de las nuevas Constitucio-
nes alegando que la intervención de la Corona no es la de un elemento extran-
jero, sino la de una institución nacional, de manera que la sanción de la Reina
a la Constitución de la República de Nigeria en 1963, sería su último acto
como Reina de Nigeria, sin que ello suponga en modo alguno la, intervención
de la Corona británica (50). Esta tesis, dando por establecida la divisibilidad de
la Corona en la Commonwealth, parece, sin duda bastante convincente (51);

53
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

pero lo que resulta indiscutible es que la base legal de las nuevas Constitucio-
nes se encuentra en la Constitución anterior, y por ello derivan en último tér-
mino del Parlamento Imperial, a través de la Indian Independence Act de 1947
respecto de Pakistán, la Union of South Africa Act de 1909 y la Nigeria Inde-
pendence Act de 1960 y Nigeria (Constitution) Orden in Council subsiguiente.
La autoctonía de estas Constituciones es, por tanto, más que dudosa,
puesto que la Constitución «casera» es, en cuanto mera reforma de la anterior,
obra de unos órganos de revisión creados por el Parlamento Imperial y en ejer-
cicio de las competencias que les fueron atribuidas por éste en cuanto consti-
tuyente originario. La mera declaración de un preámbulo, por muy grande que
sea su valor normativo, no puede ocultar esta circunstancia.
La segunda fórmula, consistente en excluir de la nueva legislación consti-
tucional la sanción por la Corona, fue la seguida por India en 1950. De acuerdo
a la Indian Independence Act de 1947, la Asamblea Constituyente tenía compe-
tencia para hacer la Constitución del Dominion y competencia legislativa ordina-
ria (52). De acuerdo a la misma ley había también un Gobernador General «who
shall represent His Majesty for the purpose of the government of the Dominion»,
y a estos efectos «shall have full power to assent in His Majesty’s name to any
law of the legislature» (53). Ahora bien: la Constitución india de 1950 fue adopta-
da por la sola Asamblea, sin intervención alguna del Gobernador, cuya sanción
no fue requerida, al parecer, con la intención de obtener así plena autoctonía.
Sin embargo, la doctrina se ha planteado el problema de si la Indian
Independence Act de 1947 exigía o no la sanción real para los actos constitu-
yentes de la Asamblea. Si se entiende lo primero, la adopción de la Constitu-
ción en enero de 1950 por el mero voto de la Asamblea y la firma de su presi-
dente con el fin de autentificarla equivale a una solución de continuidad en la
cadena de las normas. Sería el pueblo indio «en» su Asamblea Constituyente el
que, en ejercicio de un poder originario e incondicionado, se da a sí mismo una
Constitución (54). Sin embargo, en favor. de la segunda interpretación doctri-
nal militan poderosas razones. En primer lugar, la Asamblea Constituyente,
reunida desde noviembre de 1946, se concibió siempre como un Cuerpo sobe-
rano (55), que en cuanto tal actuaba en capacidad distinta al de legislatura del Domi-
nio, y en este sentido puede señalarse la práctica de más de un trienio (56).
Mientras que la legislación ordinaria, es decir, la emanada de la Asamblea en
su capacidad de Legislatura del Dominio, fue sometida regularmente al Gober-
nador General para obtener la sanción real, los actos constituyentes tan sólo se
autentificaron, mediante la firma del presidente de la Asamblea. Ahora bien: si
la sanción real se explica perfectamente cuando se trata de la legislación ordi-
naria, obra de una Legislatura integrada por la Asamblea y por el propio

54
4. AUTOCTONÍA CONSTITUCIONAL Y PODER CONSTITUYENTE... ■

Gobernador de acuerdo a una constante tradición británica (57), no resulta fá-


cil justificar, dentro de la misma tradición constitucional, por qué razón el
Gobernador habría de sancionar los actos de la Constituyente.
En segundo término, toda la competencia del Gobernador General, inclui-
da la de sancionar las leyes, aparece teleológicamente determinada «for the pur-
pose of the government of the Dominion» (58), que claro es, no incluye la Cons-
titución de lo que ya no iba a ser Dominio, la República de la India.
De aceptarse tal interpretación (59), la autoctonía de la Constitución india
sería ilusoria, puesto que, al prever la Indian Independence Act de I947 la adop-
ción de la misma y su propia abrogación por la sola constituyente, los actos de
ésta se apoyan en aquella ley del Parlamento Imperial y, el caso indio reduce al
anteriormente estudiado. No es ya el pueblo indio quien se autodetermina en
ejercicio de un poder constituyente originario, sino un órgano investido de com-
petencias legales constitucionales (60) por la Indian Independence Act, es decir,
por el legislador británico, y que, de acuerdo al procedimiento establecido en esta
ley, adopta una Constitución.
La tercera fórmula es la utilizada por Ghana en su búsqueda de la autoc-
tonía, seguida más tarde por Tanganica. La Constitución ghanesa de 1957 ex-
cluía la ambigüedad imputable a la Indian Independence Act de 1947, exigien-
do para todo acto legislativo la sanción real (61); sanción que a fortiori era
necesaria para la reforma de la propia Constitución (62). En su búsqueda de la
autoctonía constitucional, la Asamblea Nacional adoptó en febrero de 1960 la
Constituent Assembly and Plebiscite Act, que fue sancionada por el Goberna-
dor General en debida forma y en la que se atribuía a la Asamblea competen-
cias constituyentes, sin necesidad de que las disposiciones adoptadas en virtud
de las mismas requiriesen la sanción real. Se trataba, pues, de una reforma
constitucional en la que se cumplieron los requisitos formales de la Ghana
Independence Act de 1957 y de la Constitución del Dominio de 1957, tal como
había sido ya modificada en 1958. Una vez revisada la Constitución en este
sentido, la Asamblea Nacional, convertida en constituyente, adoptó en junio
de 1960 una Constitución republicana, cuyo proyecto había sido aprobado en
plebiscito popular en abril del mismo año (63).
De todo este proceso, dos años después repetido en Tanganica (64) en lo
que se refiere a los trámites esenciales, debían subrayarse tres aspectos. De una
parte, la intención de obtener una Constitución autóctona es patente hasta en la
fórmula misma del preámbulo de la Constitución (65). En segundo término, la
cadena de normas se mantiene cuidadosamente intacta a través de la Consti-
tuent Assembly and Plebiscite Act de 1960, que engarza con la Ghana (Constitu-
tion) Order in Council y la Ghana Independence Act de 1957. Por último, la

55
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

técnica plebiscitaria se introduce con una timidez tal que la hace irrelevante.
No es el pueblo de Ghana directamente el que adopta por votación la nueva
Constitución, sino «a través de sus representantes» (66). Esto es, el Poder
Constituyente lo ejerce formalmente una Asamblea previamente constituida,
de acuerdo a las normas del constituyente originario, el Parlamento Imperial.
Si, por tanto, las Constituciones republicanas de Ghana y Tanganica fueron la
obra exclusiva de las Asambleas constituyentes, la atribución a éstas de tales
competencias a partir del ordenamiento constitucional anterior, esto es, de
competencias legal-constitucionales, excluye una verdadera autoctonía.
De los tres modelos ofrecidos por la evolución constitucional del Eire,
tan sólo el tercero, basado fundamentalmente en el principio plebiscitario,
garantizaba una plena autoctonía. Sin embargo, la solución de continuidad que
introducía en la cadena de normas requería técnicas excesivamente chocantes
con el Derecho constitucional de estirpe británica, y de aquí que, aun los Esta-
dos que han seguido las huellas irlandesas, no hayan llevado a sus últimas
consecuencias el recurso al pueblo, que ni en la República sudafricana ni en
Ghana ha llegado a ser el Poder Constituyente en sentido formal (67). A la
pregunta planteada por Sieyès sobre quién es el autor de la Constitución en
ambas Repúblicas debe responderse en favor de las Asambleas. Las técni-
cas de autoctonía utilizadas en el Eire suponían una flagrante violación del
orden constituido y el respetuoso temor a las leyes no ha dejado de influir en
la no imitación del ejemplo irlandés. La interpretación paquistaní de la Indian
Independence Act de 1947 y la vía seguida por Ghana en su búsqueda de la
autoctonía, caracterizada por el escrupuloso respeto a la integridad de la cade-
na de las normas, es buena prueba de ello.
Tan sólo, pues, las dos primeras técnicas utilizadas en el Eire, afirmación
de autoctonía en el preámbulo y no intervención de la Corona en la producción
formal de la Constitución, han hecho escuela, pero, según se ha subrayado, sus
resultados en cuanto a una total autoctonía son muy escasos. Tal vez ello
explique la decadencia de la cuestión en la Nueva Commonwealth, manifiesta
no sólo en los ya citados ejemplos de Uganda, Kenia o Malawi, sino especial-
mente en las nuevas Constituciones republicanas o de Monarquías indepen-
dientes otorgadas directamente por la Corona (68).

b) Modelo americano

La fórmula utilizada por los Estados Unidos en el caso de Filipinas es en


sus líneas fundamentales, análoga a la británica, es decir, la potencia adminis-

56
4. AUTOCTONÍA CONSTITUCIONAL Y PODER CONSTITUYENTE... ■

tradora crea el nuevo Estado y le dota de una Constitución. Sin embargo, los
rasgos peculiares del imperialismo americano influyen en las técnicas jurídi-
cas adoptadas, de modo que el modelo británico se deforma en dos direcciones
en apariencia contrarias, pero realmente convergentes en su raíz. De una parte,
la población colonizada se asocia a la tarea constituyente, de manera que apor-
te a través de sus representantes un cierto contenido material a la decisión
constituyente y que directamente contribuya a la legitimación política de dicha
decisión. Por otro lado, el legislador metropolitano adopta decisiones de fondo
de envergadura tal que su acción no es meramente legalizante, como, según
hemos visto, pretende ser la del Parlamento británico respecto del progreso
constitucional de las dependencias de la Corona, sino de verdadero constitu-
yente material. En último término, y ello es interesante señalarlo, la indepen-
dencia se identifica con la Constitución, aunque de forma que, de adoptarse
ésta, aquélla se otorga a plazo (69).
En el período que se extiende desde 1900 a 1946 la organización político-
administrativa del archipiélago fue establecida por leyes de la Unión (70), y el
mismo sistema se siguió a la hora de elaborar la Constitución de la indepen-
dencia.
En efecto, la Tydings-Mc Duffie Act de 1934 preveía, de una parte, el
procedimiento constituyente. Así, se autorizaba a la legislatura creada en Fili-
pinas por la Jones Act de 1916 para convocar una Convención encargada de
elaborar una Constitución (sec. 1), que debería ser sometida a la aprobación
del Presidente de U. S. A. (sec. 3), y una vez obtenida ésta, adoptada mediante
votación popular (sec. 4). Además, en la misma Ley Tydings-Mc Duffie se pre-
veía el contenido material de la Constitución en lo que hace a la forma de go-
bierno, la parte dogmática, disposiciones transitorias durante el período de
protectorado y obligaciones del futuro Estado independiente (sec. 2).
De lo expuesto resulta que ni la Constitución filipina de 1934 ni sus ulte-
riores revisiones pueden considerarse autóctonos. De una parte, el fundamento
jurídico de la Constitución es una ley de la Unión, sin que la Convención
Constitucional, reunida en virtud de lo prescrito en dicha ley, ni la aprobación
del texto mediante referéndum, función atribuida por la ley de la Unión a los
filipinos, que actuaban así como instancia decisoria, pero constituida y condi-
cionada, desvirtúen este origen formal. De otro lado, las supremas decisiones
constitucionales materiales las adopta el legislador americano y la Constitu-
ción filipina sólo se entiende válida en cuanto se adapta a ellas (71). Por ello,
el constituyente originario, quien «decide sobre el modo y la forma de la pro-
pia existencia política» (72), es el Congreso de los Estados Unidos. El caso es
análogo al de aquellos supuestos en que en la elaboración de la Constitución,

57
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

establecida, al menos en cuanto a sus líneas fundamentales, por una instancia


internacional, colaboran, ya directamente, ya a través de sus representantes,
las poblaciones interesadas, sin que ello impidiese a la doctrina ver en tales
ocasiones una verdadera «internacionalización del Poder Constituyente» (73).

c) El modelo francés

La descolonización de los antiguos territorios franceses de África Occi-


dental y Ecuatorial es fruto de un largo proceso jurídico de orden interno pri-
mero y comunitario después, que lleva a la constitución de entidades estatales
autónomas, dotadas, entre otras, de competencias constituyentes y que acce-
den a la plena independencia por vía de Tratado.
Tres son las fases estructurales de este proceso: la territorialización y
democratización de la Administración colonial, primero; la autodeterminación
que llevó a la creación de Estados, en segundo lugar, y por último, la transfe-
rencia convencional de competencias, que determinó el acceso a la plena sobe-
ranía. El proceso constituyente de los nuevos Estados se inicia en la segunda
fase y su génesis se encuentra en la autonomía constitucional, a su vez basada
en el derecho de autodeterminación y que formalmente no se interfiere con el
acceso a la independencia, que en el proceso francés de descolonización puede
considerarse un tanto secundario (74).
Aunque es indudable que las Asambleas de los TOM, creadas por la ley
de 7 de octubre de 1946 y Decretos complementarios del 25 del mismo mes y
año, son un precedente de máxima importancia a la hora de estudiar la introduc-
ción de las instituciones democráticas en las colonias francesas de África (75),
desde el punto de vista que aquí interesa, la territorialización de la Administra-
ción colonial y la génesis del parlamentarismo africano, se inicia con la ley de 16
de abril de 1955, que da a Togo su régimen cuasi-autónomo y «diárquico»,
inspirado en el modelo británico y reformado en sentido parlamentario por el
Decreto de 25 de agosto de 1956, a su vez retocado por el Decreto de 22 de
marzo de 1957 (76). Durante toda esta fase Togo ha funcionado como terri-
torio piloto (77) en la evolución del África francesa hacia el autogobierno.
Así, eco inmediato del Estatuto de 195 fue la Loi Cadre de 23 de junio de 1956,
y el Estatuto de marzo de 1957 sirve de modelo al sistema de los Consejos
de Gobierno (78).
De las reformas de 1956 y 1957, dos son los rasgos a destacar. En primer
lugar, al realizar una descentralización a nivel de Territorio e instaurar el sufra-
gio universal en la elección de las Asambleas Territoriaies, sustantiviza políti-

58
4. AUTOCTONÍA CONSTITUCIONAL Y PODER CONSTITUYENTE... ■

camente los TOM en perjuicio de los conjuntos federales África Occidental


Francesa y AEF, convirtiéndolos así en marco, tanto de la acción administrati-
va como de la reivindicación política y del desarrollo constitucional. De otra
parte, el respeto a la Constitución francesa de 1946, que preveía la existencia
a nivel local de Asambleas, pero nunca de Gobiernos, y el deseo de continuar
la tradición referente a la organización de colectividades administrativas des-
centralizadas llevó a los autores de los Decretos de 4 de abril de 1957 a con-
vertir los Consejos de Gobiernos, órganos de asistencia al representante del
Poder central en materia ejecutiva, en un Comité elegido por la misma Cámara,
ante la que «tenía la facultad de dimitir», caso de perder la confianza de la
misma (79). Es claro que la conjunción de factores tales como el sufragio uni-
versal, la estilización de la vida política por la existencia de partidos fuerte-
mente organizados, la formación parlamentaria de los nuevos líderes, etc., de-
bían convertir este sistema en algo muy semejante al parlamentarismo monista,
y tal parece ser el sentido tácito de las Ordenanzas de 26 de julio de 1958 (80).
Pero lo que aquí más interesa destacar no es este cauce de recepción de los
regímenes constitucionales nacidos en Occidente, sino la creación, a nivel de
cada Territorio, de una Asamblea que por su origen, funcionamiento, personal
y competencias era en todo, salvó en el nombre, el legislativo de una entidad
protoestatal.
El paso hacia la conversión de los TOM, así organizados por las reformas
de 1956-1957, en Estados autónomos se da con la Constitución francesa de 1958,
libremente adoptada por dichos territorios en el referéndum de 28 de septiem-
bre de 1958, y cuyos artículos 76 y 77 les atribuían una plena autonomía cons-
titucional, sin otra limitación que el carácter democrático de sus instituciones
y el respeto al derecho comunitario (81). Los TOM, que, salvo en el caso de
Guinea, aceptaron la Constitución de 1958, hicieron uso de la opción señalada
en el artículo 76 de la misma y las Asambleas Territoriales, ya existentes bajo
el régimen de 1956, se autoerigieron en Asambleas Legislativas y Constituyen-
tes (82). Fueron estas Asambleas las que, al menos formalmente, adoptaron un
texto constitucional, cuyo sometimiento ulterior a referéndum sólo estaba pre-
visto en Alto Volta y Chad (83).
Del proceso descrito resulta que las Constituciones de los nuevos Estados
no fueron «otorgadas» por la antigua potencia administradora, como ocurría
en el tipo anglo-belga y, aunque en términos distintos, en el tipo americano.
Las Constituciones son, por el contrario, obra de las Asambleas en el ejercicio
de sus competencias constituyentes. Ahora bien: lo dicho respecto de Nigeria,
la India o Ghana impide concluir, sin más, la plena «autoctonía» del carácter
«no otorgado» de dichas Constituciones, puesto que, eliminado el origen in-

59
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

mediato no autóctono, surge el problema de la autoctonía de su origen media-


to o remoto. ¿Acaso sería la ley francesa la que atribuyese competencias cons-
tituyentes a las Asambleas de los Estados no autónomos?
Dichas Constituciones fueron formalmente obra de las Asambleas de los
nuevos Estados, en virtud de la autonomía constitucional reconocida por el
artículo 77 de la Constitución de la República de 1958, pero el tránsito de la
autonomía a la autoctonía del proceso constituyente no puede tener lugar a
partir de ninguno de ambos términos, la norma metropolitana habilitante, de
una parte, y la institución constituida como autónoma y habilitada, de otra. En
la descolonización de los territorios franceses de África Occidental y Ecua­
torial la distancia entre autonomía y autoctonía se salvó fundamentando aqué-
lla en ésta mediante la autodeterminación. La autodeterminación de cada
TOM mediante el referéndum de 28 de septiembre fue la que decidió la adop-
ción por cada uno de ellos de la Constitución de 1958, y una vez que ésta
había sido adoptada era de aplicar la opción del artículo 76 y la consiguiente
autonomía constitucional reconocida en el artículo 77. De esta manera la
Constitución de 1958, atributiva de la autonomía constitucional, no fue en sí
misma una norma extraña a los TOM, sino autóctona a cada uno de ellos. Así
lo afirman en sus preámbulos las Constituciones de 1959 de los Estados
Autónomos.
La prueba de lo expuesto la ofrece, a contrario, el caso de Guinea. Al
rechazar este antiguo TOM la Constitución de 1958 en ejercicio de su derecho
de autodeterminación, la soberanía francesa deja de ejercerse sobre la misma,
sin que ello suponga reconocimiento y menos creación de un nuevo Estado.
Este sólo aparece días después y adopta una Constitución de indiscutible
autoctonía algún tiempo más tarde. La solución de continuidad, teórica al me-
nos, entre el cese del dominio francés y el nacimiento de la República de
Guinea y el carácter meramente negativo de la opción guineana impiden con-
siderar que la independencia de este país, y menos su proceso constituyente,
encuentran su fundamento en el ordenamiento metropolitano (84). Dicho fun-
damento es más bien la opción guineana en el referéndum, expresión de su
autodeterminación.
B) La plena separación entre la independencia y el proceso Constitu-
yente es normal, en el supuesto de que la situación colonial no ha extinguido
el carácter estatal de la entidad colonizada. Tal es el caso de los protectorados
internacionales, cuya teoría no cabe hacer aquí in extenso; pero en los que
tiene lugar una distribución de competencias por vía de Tratado, que sí puede
afectar a la autonomía constitucional del Estado protegido, en nada afecta a

60
4. AUTOCTONÍA CONSTITUCIONAL Y PODER CONSTITUYENTE... ■

su autoctonía (85). Así, los protectorados franceses de Indochina accedieron


a la independencia al extinguirse mediante Tratado la relación de protectora-
do, de origen también contractual, sin perjuicio de que años antes se hubiese
llevado a cabo un proceso constituyente en el que la potencia protectora no
tuvo formalmente intervención alguna (86). En cuanto a los protectorados nor-
teafricanos, la Constitución surgió con posterioridad a la independencia (87).
Algo análogo sucedió en Ruanda y Burundi (88), y más aún en el Irak, donde
la relación de mandato, regulada por instrumentos internacionales, no se in-
terfirió con el proceso constituyente, que culminó en el texto de 1922 (89).
Sin embargo, a los fines de este trabajo lo que nos interesa destacar es el
caso de dos territorios no autónomos –dependencia británica uno de ellos,
Birmania; fideicomiso italiano de las Naciones Unidas el otro, Somalia–, en
los que se consiguió compaginar perfectamente el acceso a la independencia
de un nuevo Estado sin anterior carácter de tal, el término del proceso consti-
tuyente con anterioridad a la misma y una completa autoctonía constitucional (90).
En uno y otro caso la Constitución es obra de una Asamblea Constituyente,
que se reúne, actúa y ultima su trabajo antes de la independencia, de manera
que la Constitución entra en vigor el día de la misma pero que ni en su actua-
ción ni en su origen está vinculada a la legislación colonial metropolitana. La
convocatoria de las elecciones y la reunión subsiguiente de la Asamblea cons-
tituyen una solución de continuidad con la situación anterior. Así, la convoca-
toria de la Constituyente birmana reconocía de facto la plena autosuficiencia
del pueblo birmano para darse una Constitución, sin que fuera necesario la
atribución de competencias constituyentes a la Asamblea por parte del Parla-
mento británico ni que éste legalizase ulteriormente sus decisiones. La Cons-
tituyente birmana es un cuerpo extraño en el ordenamiento colonial, irreducti-
ble a toda previa Constitución y de competencia plenamente originaria (91).
Sin embargo, a la vez que la Constitución encuentra su fuente en sólo el
constituyente birmano, la Asamblea, la independencia se basa legalmente en la
Burma Independence Act (92) del Parlamento británico. Independencia y
Constitución son, pues, fruto de procesos formalmente distintos y sus fuentes
de producción, respectivamente, el Parlamento Imperial y la Constituyente na-
cional. Tal será el modelo desarrollado mutatis mutandis en Guinea Ecuatorial.

II. LA FÓRMULA GUINEANA DE AUTOCTONÍA

La autoctonía constitucional de Guinea no ha sido el resultado de la pre-


sión nacionalista, sino más bien la solución técnica arbitrada a los problemas

61
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

políticos de Orden interno surgidos, tanto en España como en Guinea, con


ocasión de la descolonización de aquellos territorios.
Durante todo el periodo colonial el régimen político de Guinea fue es-
tablecido por disposiciones metropolitanas de rango diverso (93). Este régi-
men perdura incluso después de la ley de Autonomía de 1964, que si bien
atribuye a la Asamblea General un derecho de iniciativa en cuanto a la modifi-
cación de la legislación en vigor (94), ni le otorga potestad para modificar el
régimen autónomo, ni supeditaba las iniciativas que en este campo pudiese
adoptar España a los acuerdos de dicha Asamblea. El problema no es pura-
mente teórico, puesto que de hecho se planteó a la hora de preparar el acceso
a la independencia. En efecto, las estructuras del régimen de autonomía (95),
de una parte, al inspirarse en los principios corporativos propios de la metró-
poli, determinaban que las fuerzas políticas de los partidos discurrían al mar-
gen de ellas. De otro lado, la rivalidad entre las Provincias continental e insular
y el consiguiente separatismo latente en Fernando Poo había plasmado en una
composición paritaria de la Asamblea y el Consejo del Gobierno que dificulta-
ba al máximo su funcionamiento. Por todo ello, cuando España optó por la
descolonización de Guinea, no consideró impedimento alguno la inactividad
de la Asamblea autónoma, pese a no haber faltado protestas en este sentido (96),
y decidió dar cauce a las aspiraciones guineanas al margen del régimen autó-
nomo, ante todo mediante la celebración de una Conferencia constitucional, en
cuya segunda fase se abordó ya la elaboración de una Constitución (97).
Ahora bien, si la elaboración material de la Constitución corría a cargo de
la Conferencia constitucional, simple órgano asesor del Gobierno español, el
problema surge al plantearse la cuestión de la fuente formal de producción de
la misma Constitución, esto es, del Poder Constituyente.
El modelo anglo-belga, en el que parecía inspirarse España, exigía que las
resoluciones de la Conferencia fuesen legalizadas por las competentes instan-
cias españolas, es decir, las Cortes o el Jefe del Estado, en uso de la prerrogati-
va de las leyes de 1938 y 1939. Así parecieron entenderlo los mismos dirigentes
guineanos, que insistieron en mantener la cadena de la legalidad, aunque, sin
duda, con la intención de hacer de la ley constitucional resultante un texto tran-
sitorio a sustituir por otro «autóctono» después de la independencia (98).
Aparte de que la solución favorable a la provisionalidad en nada favorecía
la estabilidad política del futuro Estado, surgieron pronto otras dificultades. La
explicable desconfianza del Gobierno hacia unas Cortes de imprevisibles actitu-
des, y el eco nacional de una Constitución de tipo liberal-democrático aconseja-
ban la exclusión de la Cámara del proceso constituyente y razones de prestigio
exterior hacían descartar un acto de prerrogativa por parte del Jefe del Estado.

62
4. AUTOCTONÍA CONSTITUCIONAL Y PODER CONSTITUYENTE... ■

De esta doble inhibición guineana y española surgió la autoctonía consti-


tucional, mediante el juego del principio plebiscitario (A) y la separación del
proceso constituyente y el proceso de independencia (B).
A) La afirmación del principio plebiscitario es fruto de posiciones polí-
ticas contrarias entre sí. En primer lugar, la posición española fue favorable,
desde que en 1963 se inicia la etapa de autonomía, a que la independencia sólo
tuviera lugar en caso de que el pueblo guineano así lo demandase en ejercicio
de su derecho de autodeterminación (99). Ahora bien, como las instituciones
autónomas no ejercieron la competencia que en este sentido les atribuía la ley
de 1964, se consideró que la consulta popular directa era la única manera de
que los guineanos optaran por la independencia. Tal principio parece deducirse
de los acuerdos del Gobierno de 15 de noviembre y 15 de diciembre de 1966,
ratificados por el Consejo de Ministros de 22 de diciembre del mismo año, se
afirma repetidamente por parte española en la primera fase de la Conferencia
constitucional y se reitera por la Delegación española en las Naciones Unidas,
especialmente ante la IV Comisión de la Asamblea en diciembre de 1967 (100).
Por parte guineana el recurso a la votación popular directa como medio
de autodeterminación era visto de dos maneras distintas. El nacionalismo gui-
neano consideraba el plebiscito cuando menos inútil (101); por el contrario, el
separatismo de Fernando Poo estimaba que el referéndum separado en cada
una de las Provincias era requisito fundamental para la autodeterminación de
las mismas (102). Una vez más, la sociedad plural plantea la cuestión del suje-
to político que ha de autodeterminarse (103).
En cuanto a las Naciones Unidas, su posición fue adversa a la celebración
de un referéndum sobre la cuestión de la independencia, por entender que el
pueblo guineano había ya manifestado claramente su deseo (104). Frente a la
práctica española de lentos trabajos preparatorios de la autodeterminación, las
Naciones Unidas urgieron reiteradamente que se señalase una fecha tope para
la independencia sin que España accediese nunca a ello «puesto que el pueblo
guineano aún no ha sido directamente consultado» (105).
En vísperas de inaugurarse la segunda fase de la Conferencia constitu-
cional, el referéndum anunciado aparecía, pues, preñado de ambigüedad en
cuanto a su alcance. Buena prueba de ello es el Decreto-ley de 17 de febre-
ro de 1968, cuya Exposición de Motivos, tras reconocer «que los represen-
tantes del pueblo de Guinea aspiran a completar con la independencia su
personalidad política», decide que «ha acordado tomar en consideración las
declaraciones formuladas en aquella conferencia sin perjuicio de la ratifica-

63
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

ción que en su día habrá de realizar el pueblo de Guinea en una consulta


electoral» (106).
Dicha ambigüedad, sin embargo, no podía, lógicamente, mantenerse
durante mucho tiempo, y la situación, en cuya infraestructura sociológica y
supraestructura política no puede entrarse aquí, evolucionó rápidamente. En
efecto, el 29 de marzo de 1968 el Gobierno adopta un acuerdo, hecho público
por el ministro de Asuntos Exteriores al inaugurar el 17 de abril la segunda
fase de la Conferencia constitucional, en la que se distingue claramente la
concesión de la independencia, decidida por el Gobierno español, y la consulta
electoral que habría de celebrarse en Guinea sobre materias constitucio­nales (107).
Dicha toma de posición fue reiterada por la delegación española en la segunda
fase de la Conferencia, haciendo de la independencia algo irrevocable e inde-
pendiente de los resultados del referéndum, cuyo objeto parecía ser ya exclu-
sivamente constitucional (108).
La decisión del Gobierno en favor de la independencia sin exigir ya un
pronunciamiento formal del pueblo guineano, podía apoyarse en sobrados mo-
tivos. De una parte, la constante presencia de peticionarios guineanos en las
Naciones Unidas desde 1959, la petición unánime de independencia recibida
por la Subcomisión del Comité Especial de los Veinticuatro, que en 1966 visitó
Guinea (109), y los resultados de la primera fase de la Conferencia constitucio-
nal, cuya «mayoría solicita la independencia total y unitaria para antes del 15 de
julio de 1968» (110), parecen ser suficiente aval del deseo guineano de inde-
pendencia. De otra parte, se impone el criterio, por razones más políticas que
jurídicas, de que la descolonización es competencia de la potencia administra-
dora, cuya formación corresponde al orden jurídico internacional, con lo que
la actitud de España queda determinada más por sus obligaciones frente a las
Naciones Unidas que por los deseos de la población guineana. Así pareció
entenderlo el Consejo de Estado español cuando en su consulta sobre el tema
afirmaba: «Solamente España tiene competencias, sin perjuicio de que dichas
competencias se encuentren internacionalmente regladas, para transformar el
estatuto jurídico de territorios de su soberanía», y más adelante: «La indepen-
dencia de Guinea, decidida en ejercicio de sus competencias por España, como
potencia administradora, es un principio ya definitivamente adquirido», mien-
tras que lo que al pueblo guineano se le somete en el referéndum es la acepta-
ción o no aceptación de la Constitución (111).
Sin embargo, aun reducida a estos límites la materia de la consulta elec-
toral, surge una nueva dificultad de los términos de la declaración ministerial
de 17 de abril.

64
4. AUTOCTONÍA CONSTITUCIONAL Y PODER CONSTITUYENTE... ■

Frente a la práctica seguida por los británicos en materia de descoloniza-


ción –consistente fundamentalmente en fijar una fecha tope para la independen-
cia, comunicada como tal a las Naciones Unidas, sin perjuicio de reservarse
exclusivamente todo lo referente al procedimiento y las fases de establecimien-
to de un Gobierno democrático, la elaboración de una Constitución y la trans-
misión de poderes– la negativa española a fijar la fecha de la independencia de
Guinea Ecuatorial, dio pie a la intervención en estas materias del Comité de los
Veinticuatro durante su sesión de febrero y marzo de 1968. La desconfianza del
Comité estaba motivada, de otra parte, por el carácter «orgánico» y «corporati-
vo» de las instituciones políticas españolas y guineanas autonómicas, por lo
que, y siguiendo los pasos marcados por la Asamblea General, insistiese en la
necesidad de que el Gobierno al que se transfiriesen los poderes fuese resultado
de unas elecciones celebradas por sufragio universal directo (112). Ello explica
que durante los primeros meses de 1968 el Comité citado comenzase a conside-
rar el referéndum como la única garantía de que los textos constitucionales y
electorales elaborados en Madrid fuesen de corte democrático. El deseo espa-
ñol «de probar una vez más la limpieza de sus propósitos» (113), dio lugar a la
antes citada declaración gubernamental de 29 de marzo, según la cual la Cons-
titución y la ley Electoral elaboradas en la Conferencia constitucional se so-
meterían «a consulta electoral del pueblo guineano por el sistema del sufragio
universal de los adultos y bajo la supervisión de las Naciones Unidas».
La puesta en práctica del citado acuerdo ofrecía notables dificultades de
orden técnico, referentes tanto al mismo procedimiento de la consulta como a
la posición de la ley Electoral, así adoptada en el ordenamiento del nuevo
Estado. Respecto de lo primero, todo parecía aconsejar la celebración de un
único referéndum; ahora bien, el desglose de la consulta en varias preguntas, a
más de la complejidad resultante podría dar lugar a respuestas afirmativas para
algunas de ellas y negativas para otras, eventualidad no simplemente teórica,
tanto más en el supuesto de un electorado de escasa experiencia y disciplina
política como el guineano. Si, optando por la inversa, se planteaban en una
sola pregunta los temas de la independencia, la Constitución y el régimen elec-
toral, el referéndum lindaba con lo verdaderamente caricaturesco, comprome-
tiéndose así innecesariamente el carácter «auténticamente democrático» del
proceso de descolonización de Guinea Ecuatorial.
El segundo de los inconvenientes técnicos se refería al carácter anómalo
de una ley Electoral aprobada por referéndum popular juntamente con la Cons-
titución, puesto que, o bien la ley Electoral se asimilaría al texto constitucio-
nal, lo que no era de desear si la Constitución debía ser nada más, pero nada

65
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

menos, que una estructura fundamental y estable, o bien las dos perderían en
jerarquía, si no jurídica sí política.
Para soslayar los citados inconvenientes sin dejar de cumplir la declara-
ción del Gobierno y los compromisos frente a Naciones Unidas, solamente un
procedimiento parecía factible: incorporar a la Constitución guineana las ba-
ses de la legislación electoral. De esta manera sería el legislador guineano,
quien desarrollase dichas bases de acuerdo al procedimiento previsto en la
misma Constitución; sin embargo, ello no obstaba para que las autoridades,
españolas promulgasen antes de la independencia una legislación electoral que
permitiese constituir las autoridades y asambleas representativas previstas en
la Constitución. Ahora bien, esta legislación electoral podía ajustarse ya a las
bases acordadas en la Conferencia constitucional, con lo cual, al llegar la inde-
pendencia y convertirse dicha ley en ley de Guinea, por los principios genera-
les que rigen la sucesión de Estados, el nuevo país se encontraría ya con una
Ley Electoral, perfectamente acorde con sus presupuestos constitucionales y
que sólo podría ser modificada, si en el futuro los responsables de Guinea lo
estimasen conveniente, de acuerdo a los procedimientos establecidos para ello
en la Constitución misma.
Tal fue el sistema que prevaleció al final, si bien no faltaron los errores de
procedimiento. La declaración española sobre el régimen electoral en la Con-
ferencia constitucional (114) afirma que las disposiciones de la Constitución
referentes a las elecciones y la nacionalidad deberían ya aplicarse al referén-
dum, y ello es manifiestamente insostenible, puesto que el proyecto elaborado
por la Conferencia sólo sería Constitución una vez adoptado en dicho referén-
dum. El régimen por el que éste se rigió no fue previsto en el proyecto consti-
tucional, sino el establecido por la potencia administradora sin perjuicio de
que materialmente coincidieran ambos (115). En cuanto a la legislación elec-
toral dictada con ocasión de las elecciones inmediatamente anteriores a la in-
dependencia, celebradas en septiembre y octubre de 1968, se trata, claro está,
de una norma española en cuanto a su origen, aunque de hecho concorde con
las previsiones constitucionales del futuro Estado independiente, y después ya
guineana y como tal, esto es como parte del Derecho de Guinea, modificable
de acuerdo a lo previsto en la Constitución del nuevo país (116).
B) La solución adoptada, decidida en la Comisión interministerial
preparatoria a propuesta de los asesores técnicos de la presidencia de la
Conferencia, y que el autor tuvo el honor de exponer al pleno de la misma en
su tercera sesión plenaria (117), partía de dos datos ineludibles: la celebración
de un referéndum y la conveniencia de mantener la cadena de la legalidad;

66
4. AUTOCTONÍA CONSTITUCIONAL Y PODER CONSTITUYENTE... ■

pero trataba de conseguir, por las razones políticas y jurídicas anteriormen-


te expuestas, que la Constitución fuera, desde un principio, sólo norma gui-
neana y con una fuente de producción autóctona.
A este fin se ideó una fórmula que, en su primera fase, seguía el modelo
anglo-belga, para atenerse después al modelo birmano, aunque sustituyendo la
Asamblea Constituyente, cuya reunión y funcionamiento era de todo punto
imposible en la Guinea colonial, por el recurso directo al pueblo mediante el
referéndum.
En consecuencia, la Constitución fue elaborada en la Conferencia constitu-
cional, en cuyas funciones cabe señalar una progresiva sustantivación. Si en un
principio puede considerarse inspirada en las Conferencias constitucionales bri-
tánicas de carácter exclusivamente informativo y de asesoramiento, y en verdad
nunca perdió su naturaleza de tal (118), la presidencia de la misma y la delega-
ción española no dejaron de insistir, durante toda la segunda fase de sus trabajos,
en que a ella correspondía elaborar la Constitución y los mismos textos positivos
reconocen esta su función redactora (119). Ahora bien, sin perjuicio de atribuirle
una tarea de elaboración material, le fue negada toda competencia constituyente
formal, reconocida tan sólo al pueblo guineano (120). Como se puso de relieve
en la misma Conferencia, la Constitución no debía ser «un acto de decisión del
legislador español, esto es, una ley española, sino un acto del constituyente gui-
neano, que será siempre el pueblo de Guinea, a partir de los planteamientos que
sus líderes y representantes políticos adopten reunidos en esta conferencia» (121).
La conferencia fue, pues, una especie de comité de redacción y sus trabajos pue-
den considerarse como preparatorios, mientras que la intervención del pue-
blo guineano mediante referéndum no fue una mera prospección preparatoria,
como en el caso de Ghana en 1960, ni el trámite de un procedimiento legisla-
tivo complejo, como ocurrió en Filipinas en 1934, ni la sanción que transforma
en definitiva una norma provisional, pero ya vigente, como en Somalia en 1961,
sino más bien la única decisión constituyente autora de la Constitución.
El proceso formal fue, en sus líneas generales, concorde con estos princi-
pios. Siguiendo el parecer del Consejo de Estado (122), la Constitución elabo-
rada en la Conferencia no se presentó a las Cortes Españolas, limitándose
el Gobierno a someterla al constituyente guineano (123) y a declarar la deci-
sión de éste (124). En esta perspectiva, y como aval de lo dicho, pueden subra-
yarse dos hechos. En primer lugar, la Constitución guineana nunca se entendió
que fuera una ley española, ley que hubiera contradicho los fundamentos del
sistema constitucional español, y por ello ni siquiera se publicó en el Boletín
Oficial del Estado (125); por otra parte, la soberanía constituyente que se reco-
noce al pueblo de Guinea da lugar a que su intervención, introduciendo una

67
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

radical solución de continuidad con el sistema anterior, produzca la caducidad


del mismo. Por ello las instituciones del Gobierno autónomo cesan tras el re-
feréndum, asumiendo las tareas administrativas, en la etapa transitoria hasta la
independencia, el Comisario español (126).
El proceso de independencia fue paralelo, y por ello simultáneo y dife-
rente, del proceso constituyente. Una ley de las Cortes autorizaba al Gobierno
para conceder la independencia a Guinea Ecuatorial (127), lo que se hizo en
virtud de dicha autorización, mediante Decreto y con exótica fórmula (128).
Sin embargo, lo que aquí interesa destacar es la total separación formal de
ambos procesos y su simultaneidad, que permitieron cerrar el período consti-
tuyente antes de la independencia, con las ventajas antes señaladas y, a la vez,
obtener un texto constitucional autóctono, puesto que el ejercicio del Poder
Constituyente, reservado en su totalidad al pueblo de Guinea, para nada se
apoyaba ni era afectado por la declaración de independencia y la creación del
nuevo Estado por las instancias españolas (129). Como afirmara el Consejo de
Estado español en su dictamen ya citado, la solución dada «constituye una
novedad en la tipología del Derecho comparado, que permite conjugar armo-
niosamente la plena autoctonía constitucional de Guinea independiente con las
responsabilidades asumidas por España como potencia administradora».

CONCLUSIÓN

El anecdotario recogido en las páginas anteriores no cubre más que uno


de los supuestos ofrecidos por un cuadro general de la descolonización. En
efecto, el nuevo Estado puede nacer por vía de hecho, de manera que su ulte-
rior reconocimiento carezca de efectos constitutivos de acuerdo a la teoría clá-
sica en la materia, y tal sería, por ejemplo, el caso de Indonesia, o bien en
virtud de un acto jurídico. A su vez en éste pueden distinguirse diversos subti-
pos, según se trate de un tratado o un acto unilateral que puede ser ya de la
comunidad colonizada, ya del Estado colonizador, ya de un organismo inter-
nacional (130). Sin embargo, la independencia de hecho, normal en la disgre-
gación de los antiguos imperios mercantiles, es en la descolonización poste-
rior a 1945 extremadamente rara; la independencia paccionada sólo puede
darse cuando la entidad colonizada es de naturaleza estatal como fue el caso
de los protectorados internacionales antes citados; y la independencia por
decisión de una instancia internacional sólo ha ocurrido, en puridad, en el
caso de las colonias italianas y, con modalidades diversas, en los territorios
bajo fideicomiso (131). Por el contrario, el supuesto normal al que correspon-

68
4. AUTOCTONÍA CONSTITUCIONAL Y PODER CONSTITUYENTE... ■

den la inmensa mayoría de los casos es el de creación del nuevo Estado por un
acto unilateral del Estado colonizador, acto de cuya naturaleza, interna o inter-
nacional, y régimen, discrecional o reglado, no cabe ocuparse aquí, pero que
en todo caso supone una relación de creador a criatura.
Esta relación puede graduarse a través de tres fórmulas. La primera, a la
que corresponden la práctica británica (salvo en el caso de Birmania), esta-
dounidense en Filipinas, y belga, implica que el nuevo Estado es creado y
dotado de una Constitución por la potencia administradora. La vinculación
entre creador y criatura es muy estrecha, hasta el punto de que, como de
muestra el Derecho interimperial británico, el orden constitucional de los nue-
vos Estados encuentra su fundamento en el orden de la metrópoli, y en un
planteamiento kelseniano de la cuestión, pudiera dudarse si la pirámide nor-
mativa no tiene su cúspide, pese a la independencia, en la Constitución britá-
nica, a través de las Leyes del Parlamento Imperial (132). La dificultad de
cambiar tal situación, una vez establecida, sin recurrir a procedimientos revo-
lucionarios, y la urgencia con que algunos nuevos Estados han vivido la nece-
sidad del cambio, muestra lo erróneo del criterio clásico, según el cual, una vez
constituido el Estado, poco importa la vía por la que los individuos que le sir-
ven de órganos hayan adquirido tal capacidad o cualidad (133).
Una segunda fórmula, representada fundamentalmente por el modelo bir-
mano y su variante guineana, si bien hace del nuevo Estado la obra de la po-
tencia administradora, puesto que es ésta la que lo crea como tal Estado, rom-
pe toda vinculación entre el orden constitucional de la metrópoli y el orden
constitucional de la colonia independizada, que es obra exclusiva del constitu-
yente autóctono, ya asamblea, ya pueblo.
Por último, la tercera fórmula, a la que corresponde la práctica francesa
en los TOM africanos, a la autoctonía constitucional une que el nuevo Estado
nace, no en virtud de un acto de la metrópoli, sino de la autodeterminación de
la misma comunidad que se constituye en Estado, si bien las bases de la auto-
determinación y las consecuencias de la misma son creadas y formalizadas por
la antigua metrópoli (134). Por otra parte, el procedimiento utilizado por Fran-
cia sólo es viable cuando una asimilación teóricamente completa y el recono-
cimiento del principio de autodeterminación como base del Estado-nación,
hace posible que una misma norma, la Constitución de 1958, fuera autóctona
en Francia y en cada uno de los TOM (135).
Esas breves constataciones de hecho permiten obtener ciertas conclusio-
nes teóricas referentes a tres cuestiones diversas: la teoría clásica del naci-
miento del Estado; la teoría del Poder Constituyente y la noción misma de
descolonización.

69
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

Respecto de la primera, tres eran las tesis medulares de los autores clási-
cos en la materia: la facticidad del Estado, su carácter originario y la vincula-
ción entre nacimiento del Estado y proceso constituyente. Sin embargo, el
somero análisis realizado demuestra que la mayoría de los nuevos Estados
nacen en virtud de un acto jurídico, ya de procedencia interna, como es el caso
de las leyes británicas, belgas y americanas o españolas, ya, lo que es más raro,
de orden internacional, en supuestos que no hemos considerado aquí.
Ahora bien, Kelsen y la Escuela de Viena, y, desde otros supuestos, An-
zilloti, habían ya negado la facticidad del nacimiento del Estado en pro de su
regulación por el Derecho internacional, pero ello supone dos tesis absoluta-
mente ajenas a los resultados del análisis realizado. En primer lugar, la califi-
cación de un hecho por el Derecho internacional no supone para Kelsen que el
orden derivante «proceda a la creación del mismo (Estado) en su existencia
natural, cuando lo que acontece es que le toma como es y le imputa una con-
secuencia jurídica» (136); por ello, en segundo término, la determinación del
nacimiento del Estado por el Derecho internacional se da para Kelsen en el
plano de la acronía lógica de un sistema, es decir, en la Teoría Pura del Dere-
cho y del Estado, de evidente filiación kantiana. Por el contrario, las conclusio-
nes a que hemos llegado suponen que el acto jurídico que crea el Estado no
califica un hecho natural ya existente, sino que produce el hecho y por ello la
relación de determinación entre el orden derivante y el orden derivado, espe-
cialmente importante en cuanto a la génesis de la Constitución, se da en la
diacronía de la historia jurídica. Evidentemente hacer de este resultado empí-
rico un argumento contra la teoría pura, sería tanto como impugnar las tesis
kantianas del origen trascendental del conocimiento a partir de los nuevos ha-
llazgos psicológicos en torno al comienzo experimental del conocer.
Al negar la facticidad empírica del nacimiento del Estado, se niega tam-
bién su carácter originario, de manera que no será ya imposible buscar más allá
de la aparición de un Estado los fundamentos jurídicos del mismo. Las dificul-
tades para alcanzar la autoctonía constitucional provienen esencialmente de
que dichos fundamentos se imponen por sí solos.
En cuanto a la identificación del nacimiento del Estado y su proceso
constituyente, cuya última raíz se encuentra en la fundamentación de ambos en
el principio de autodeterminación, su consideración exige tratar, aunque sea
brevemente, el problema del Poder Constituyente. Si tomamos como ejemplo
la exposición clásica de Carré de Malberg (137), resulta que las alteraciones de
la Constitución se producen de dos maneras. Hay, de una parte, cambios vio-
lentos llamados, según los casos, revoluciones o golpes de Estado, y en los
cuales la Constitución resultante no será producida de acuerdo a lo previsto en

70
4. AUTOCTONÍA CONSTITUCIONAL Y PODER CONSTITUYENTE... ■

la Constitución anterior. Hay de otro lado, la revisión de la Constitución que,


cualquiera que sea su importancia, deberá tener lugar de acuerdo a las reglas
establecidas en la Constitución anterior. En el primer caso, la cuestión del Po-
der constituyente es una mera cuestión de hecho intematizable jurídicamente
«car, il n’y a point place dans la science du Droit Public pour un chapitre con-
sacré a une théorie juridique des coups d’Etats ou des revolutions...» En el
segundo supuesto se puede, propiamente, afirmar que no existe órgano consti-
tuyente, sino solamente órganos constituidos.
Llevando estas categorías sobre los datos antes expuestos, resulta que, sin
abandonar el campo de la legalidad, encontramos frecuentemente un constitu-
yente originario, anterior al Estado mismo y, por tanto, a toda previa constitu-
ción de éste, no sólo en los casos en que otro Estado, la potencia administrado-
ra, ejerce el Poder Constituyente, sino cuando el pueblo o una Asamblea,
cuerpo soberano, adopta una Constitución. Por otra parte, se observa que la
simple revisión constitucional no responde a la problemática de la autoctonía,
sin que la lucha por ésta suponga «buscar los principios constitucionales fuera
de las constituciones positivas» (138): los ejemplos indio y ghanés son, en este
caso, especialmente significativos. De lo dicho resulta que el esquema clásico
resulta insuficiente y al constitucionalista se le ofrece la posibilidad de inves-
tigar el origen absoluto de la Constitución, esto es el verdadero Poder Consti-
tuyente. De los datos reunidos parece deducirse que este origen absoluto que
trasciende la mera revisión constitucional sólo se encuentra en la soberanía
popular. La plena autoctonía se da allí donde el pueblo directamente, o simbó-
licamente «en» una Asamblea constituyente de tipo convencional, adopta una
Constitución, por la razón de que la soberanía popular introduce una solución
de continuidad en el orden constituido. Cuando no se recurre a la soberanía
popular para hacerla fuente formal de la Constitución, el resultado es perderse
en una serie de remisiones sin fin, hacia un origen inalcanzable (139).
Volviendo al tema de la relación entre creación del Estado y proceso
constituyente abordamos un punto de interés para la teoría de la descoloni-
zación. La doctrina clásica identificó uno y otro momento, porque hacía del
Estado fruto del principio de autodeterminación y a la vez consideraba que
este principio se manifestaba en la decisión constituyente. La misma doctri-
na sobrevive en las dos interpretaciones clásicas que se dan de la descoloni-
zación como deber de la potencia administradora y como derecho de los
pueblos descolonizados. No es posible abordar en estas líneas la problemáti-
ca que supone optar por una de ambas posiciones, pero una vía de solución
puede apuntarse al rechazar el principio común que pervive en ambos térmi-
nos de la alternativa y que constituye la raíz de su oposición. Que la creación

71
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

del Estado no depende formalmente en la mayoría de los supuestos más que


de la competencia de la potencia administradora ha quedado sobradamente
puesto de relieve, e incluso se ha excluido la posibilidad de declaraciones
unilaterales de independencia (140). Es la metrópoli la habilitada, en las
condiciones establecidas por el ordenamiento internacional, para dar a luz el
nuevo Estado, y ello tiene lugar normalmente por un acto unilateral (verbi-
gracia, la ley española de 27 de julio de 1968), y, por tanto, puede decirse
que la independencia de los territorios no autónomos pueden constituir un
deber de la potencia administradora. Por otra parte, la lucha por la autoctonía
y los supuestos en que ésta se consigue a través de la intervención de la so-
beranía popular, muestran que la Constitución es la expresión de la autode-
terminación en cuanto contiene la decisión sobre el modo y la forma de la
propia existencia política (141). Ello permitiría afirmar que el ejercicio del
Poder Constituyente sobre sí mismo es un derecho de los pueblos.

NOTAS
(1) Rehm: Alligemeine Stdatslehre, Handbuch, des off. Rechts, I, 1899, p. I.
(2) Sobre los eventuales abusos del pensamiento dogmático (entendido en el sentido de Viehweg:
Studium Generale, 1958, pp. 354 y ss.), cfr. García de Enterría: Revista de Administración Pública,
núm. 40, 1963, pp. 189 y ss., Cuya posición tiene validez para el Derecho constitucional comparado.
(3) Cfr. Lehre von den Staatenverbindungen, 1882, pp. 262 y ss.
(4) Carré de malberg: Contribution a la theorie generale de l’État, 1, 1920, p. 62. Tal es la doc-
trina usual de autores como Strupp, Cavaglieri, o, desde una perspectiva bien diferente, Le Fur. Por
todos, cfr. Erich: «La naissance et la reconnaissance des Etats», Rec. des Cours, 1926. III. p. 442.
(5) Carré de Malberg: Op. cit., p. 64.
(6) Esmein: Elements de Droit Constitutionnel, 5. 4 ed., p. 351.
(7) Erich: Op. cit., pp. 443, 450-451. Erich cita el ejemplo de la constitución prevista para Dantzig
por el artículo 103 del Tratado de Versalles.
(8) Cfr. Duclos: La notion de constitution dans l’oeuvre de l’Assemblée constituante de 1789,
París, 1932.
(9) Carré de Malberg: Op. cit., p. 65. Desde otra perspectiva, pero atendiendo también a la forma
de institucionalización del Poder que es el Estado, puede afirmar G. Burdeau: «Et cette forrnation de
l’État se concretise dans un acte juridique, qui est la constitution» (Traité de Science Politique, II, 1949,
p. 208).
(10) Cfr. Schmitt: Teoría de la Constitución, trad. esp., 1934, pp. 109 y ss., sobre la noción de
«destrucción». Los ejemplos bien conocidos son los casos de Francia en 1794 y Rusia soviética en 1922.
(11) Tal es el caso de Israel, en el que se sucedieron dos acciones plenamente independientes entre
sí: la Palestine Act, de 15 de mayo de 1948, mediante la cual el Parlamento Británico disponía el cese de
la Administración británica en Palestina; la creación del Estado de Israel por el Consejo Judío Provisional
de Gobierno, mediante la declaración de 14 de mayo de 1948 (cfr. Materials on Succession of States, ST.
LEG. SER. B. 14, p. 39). La Ley británica no crea, como en otros casos, un nuevo Estado, verbigracia:
Indian Independence Act., 1947, sec. I, o Burma Independerice Act., 1948, sección I, sino que establece
simplemente que, a partir del 15 de mayo, «all jurisdiction of H. M. in Palestine shall termínate and H. M.

72
4. AUTOCTONÍA CONSTITUCIONAL Y PODER CONSTITUYENTE... ■

Government in the United Kingdbm shall cease to be responsible for the government of Palestine». Por su
parte, la proclama del Consejo Judío (cfr. Laws of the State of Israel, Tel-Aviv, 1948, pp. 3-7) «establece
el Estado judío de Palestina, que se llamará Israel», con una fórmula de autoctonía especialmente dura y a
partir de la cual se convalida provisionalmente el Ordenamiento jurídico, entonces existente, se organiza
el Gobierno provisional del Estado y se afirma la absoluta originariedad de Israel en el plano de la sucesión
(cfr. Materials...., cit. pp. 40-41.
(12) Rousseau; Tratado de Derecho Internacional Público, trad. esp., 1957; p. 278.
(13) Carré de Malberg: Op. cit., II, 1922, p. 490.
(14) Cfr. Études de Droit Public, II; L’État..., 1903, pp. 51, 52. 78.
(15) Traité de Science Politique, III, 1950, p. 203.
(16) Cfr. Schmitt: Teoría, p. 96.
(17) Por todos, cfr. la obra clásica de Dawson: The Development of Dominion Status, 1937 (reim-
presión, 1965).
(18) Londres, Macmillan, 1929.
(19) Así Cowen cfr. Wheare: The Constitutional Structure of the Commonwealth, 1960, p. 110.
(20) Cit. Mansergh: Speechs and Documents on British Commonwealth 1952-1962, Londres, 1963,
p. 295. Esta motivación «xenófoba» explica la frecuente vinculación de la lucha por la autoctonía, con las
aspiraciones republicanas de la nueva Commonwealth. Así, en el caso indio: «India is bound to be sovere-
ing and is bound to be republic... If it is to be an independent and sovereing state we are not going to have
an external monarch...» (Nehru, 13-12-1946, en Indian Constitucional Assembly Deb., vol, 1, núm. 5,
páginas 57.61, cit. Mansergh: Speechs and Documents..., II, p. 656). El texto de Krumah, citado, perte-
nece a la presentación ante el Parlamento de una moción republicana, y lo mismo pulde decirse de Tan-
ganyka (cfr. Manserch: Speechs and Documents..., 1952.1962, p. 304). Cfr. Jennings; Problems of the
New Commonwealth, Durham, 1958.
(21) Cfr. Wheare: Constitucional Structure..., cit., chap. 4; K. Rob1nson: Constitucional Auto-
chthony in Ghana, «Journal of Commonwealth Political Studies», 1961, 1, página 41; K. Roberts-Wray:
The Legal marchiney for transition from dependence to independence, en Anderson (ed.): Changing Law in
Developing Countries, Londres, 1964, pp. 60-62.
(22) Cfr. Bryce: Studies in History and Jurisprudence, II, p. 57.
(23) Cfr. Wheare Op. cit., pp. 108 y ss. Sobre la noción de «mutación», confróntese Loewens-
te1n: Teoría de la Constitución, trad. esp.. 1965, p. 164. Respecto del problema canadiense citado a guisa
de ejemplo, British North America Act., 1967, sec. 9t, British North America Act (núm. 2), 1949. Ahora el
ensayo n.º 6 de este volumen.
(24) Cfr. Schmitt: Teoría, pp. 86 y ss. Sobre la decantación histórica, cfr. Duclos: La notion de
constitution, cit., y, en general, G. Burdeau: Traité, III, 1950, páginas 49 y ss.
(25) Cfr. Loewenstein: Teoría, pp. 222-231. Un buen ejemplo fue el de Túnez. donde la reivindi-
cación nacionalista se identificó y redujo a la reivindicación constitucional (cfr. Tournau: L’evolution.
poIitique de l’Afrique du nord musulmane, 1920-1961. París, 1962, pp. 58 y ss.), y su triunfo tiene lugar a
través de un proceso constituyente (cfr. Debbasch: La Repubique Tunisienne, París. 1962, pp. 41-42 y 46).
A través de los movimientos nacionalistas liberales del Oriente Medio, como los de Egipto y Persia, no
parece imposible remontarse a la identificación de nacionalismo y constitucionalismo en la Europa del
siglo xix.
(26) Cfr. por todos, Emerson: From Empine to Nation, Cambridge (Mass.), 1962. El carácter fun-
cional del constitucionalismo, respecto del nacionalismo con referencia a los países descolonizados lo he
puesto de relieve en otros lugares; v. gr., en «Revista Española de Derecho Internacional», XIX (1966), 2,
pp. 3-37. (1965).
(27) Tal fue el caso de Ghana en 1960. Cfr. Tixier: Le Ghana, París, 1965, pp. 53 y ss.
(28) Sobre la importancia de la constitución en diversas prácticas coloniales, confróntese G. Fis-
cher: La Décolonisation et le rôle des traités et des constitutions, AFDI, 1962, pp. 809 y ss.
(29) Schmitt: Teoría, pp. 41 y ss.
(30) Cfr. S. A. de Smith: The new Commonwealth and its Constitutions, Londres, 1964, pp. 38 y ss.
(31) Sobre la exportación del Westminster Model, cfr. S. A. de Smith: The New Commonwealth
and its Constitutions, cit., pp. 77 y ss. En cuanto a la evolución de las estructuras constitucionales colonia-
les, la serie de monografías sobre los Consejos Legislativos, editadas por M. Perham y encabezadas por
Wight: The Development of Legislative Council, 1606-1945, Londres, 1954. Una esquematización de los
sistemas en Wight: British Colonial Constitutions, Oxford, 1952, p. 40.

73
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

(32) Cfr. Roberts-Wray: The Legal Machinery... cit., pp. 43 y ss. Así, verbigracia, respecto del
caso de Ghana, cfr. «Journal of African Law», 1 (1957), pp. 99-112.
(33) Jennings y Young: Constitutional Laws of the Commonwealth, Londres, 1952, p. 41. A ve-
ces, la preparación de la redacción de los instrumentos constitucionales se encarga a importantes Comités;
así, en el caso de Malaya, Cmnd 7.171/1947, parágrafos 4-9, y Cmnd 210/1957, parágrafos 1-2, y en
Malasia, Cmnd 1.794/1962, App. F. y Cmnd 1.954/1963.
(34) Hood-Phillips: The making of a colonial constitution, Law Quarterly Review, 1955, pp. 51-78.
Cfr. Elias: British Colonial Law, Londres, 1962, pp. 47 y ss. A veces, la constitución colonial prevé ella
misma la reunión de este tipo de conferencias como instrumento de la evolución constitucional; tal es el
caso del texto federal de Rhodesia y Nyasaland de 1953 (art. 99) y del de las Indias Occidentales de 1957
(art. 118).
(35) Cmnd. 1.360, p. 9.
(36) Cmnd. 1.887, p. 20.
(37) Cmnd. 2.365, p. 4..
(38) Cfr. Dumont: La Table Ronde belgo-congolaise, París, 1961.
(39) Cfr. Chronique de Politique Étrangère, XIII (1960), 4-6, pp. 48o y ss. El procedimiento cons-
tituyente se establece expresamente en la Ley Fundamental (artículos 85-105), y se atribuye al Parlamento
Nacional y a las Asambleas provinciales, con exclusión de toda intervención popular directa.
(40) Cfr. Dabin: L’Elaboration du project de constitution «Etudes Congolaises», VI (1964), 2, pp. 27-38.
(41) 1949, H. C. Deb, 59, col. 42,
(42) Wheare: Op. cit., p. 95.
(43) Ib., pp. 91 y ss.
(44) Sobre la revolución así entendida, cfr. Burdeau: Traité, III, 1950, pp. 213 y ss.
(45) Cfr. Schmitt: Teoría, p. 96.97, et infra.
(46) V. gr., Nigeria (1963): «We the people of Nigeria by our representatives here in Parliament
assembled do hereby declare, enact and give to ourselves the following constitution».
(47) Cfr. Federation of Pakistan vs. Moulvi Tamituddin Khan, PLR, 1956, WP, página 306 (texto y
comentario en Jemings, Constitucional Problems in Pakistan, Londres, 1957, pp. 79-238).
(48) Constitution of Uganda (First Amendment) Act 1963 (núm. 61, 1963). El nuevo texto provi-
sional Ugandés del 15 de abril de 1966 es marcadamente autóctono, más que por el tono de su preámbulo
(«... We the people of Uganda resolve and is hereby resolved...»), por su carácter revolucionario que supo-
ne la ruptura con la legalidad constituida [cfr. Chronologie Politique Africaine, 7 (1966), 1, pp. 87-90, y 2,
pp. 82-86] The Constitution of Kenya (Amendment) Act 1964. Cfr. Singh: The Republican Constitution of
Kenya, ICLQ, 14 (1965), 3, pp. 926.928.
(49) «In humble submission to Almighty God, Who controls the destinies of nations and the history
of peoples; Who gathered our forebears together from many lands and gave them this their own; Who has
guided them from generation to generation; Who has wondrously delivered them from the dangers that
beset them; We who are here in Parliament assembled, DECLARE that whereas we/ARE CONSCIOOUS
of our responsibility towards God and man; /ARE CONVINCED OF THE NECESSITY TO STAND
UNITED/To safeguard the integrity and freedom of our country; To secure the maintenance of law and
order; To further the contentment and spiritual and material welfare of all in our midst; /ARE PREPARED
TO ACCEPT our duty to seek world peace in association with all peace, loving nations; and ARE
CHARGED WITH THE TASK of founding the Republic of South Africa and giving it a constitution best
suite to the traditions and history of our land: BE IT THEREFORE ENACTED by the Queen’s Most
Excellent Majesty, the Senate and the House of Assembly of the Union of South Africa, as follows» (Act
to constitute the Republic..., núm. 32, 1961).
(50) Así refiriéndose a la sanción real de la Constitution of the Federation (núm. 20 de 1963), afir-
ma Elias: «the final act is not legally foreign to Nigeria: by this last act as Queen of Nigeria... H. M. was
for this purpose Queen not of the United Kingdom but of Nigeria» (Nigeria, The development of its laws
and Constitution, Londres, 1967, pp. 120-121).
(51) Para una discusión del problema, por todos, Wheare: The Status of Westminster and Dominion
Status, Oxford, 1953. Cfr. O’Connell: Tre Crow in the British Commontwealth, ICLQ, 6 (1957), p. 103.
(52) India Independence Act, 1947, sets. 6 (2) y 8 (1).
(53) Ib., sets. 5 y 6 (3).
(54) Cfr. Wheare: The constitutional structure..., p. 96, destaca la ficción simbólica de esta expresión.
(55) Cfr. Mansergh: Speechs and Documents..., II, pp. 648 y ss.

74
4. AUTOCTONÍA CONSTITUCIONAL Y PODER CONSTITUYENTE... ■

(56) CH. Wheare: The constitucional..., p. 98.


(57) Cfr. Anson: The Law and Custom of the Constitution (4.ª ed., Keith), Oxford, 1953. I, pp. 323, 334.
En el caso indio, la sanción corresponde al Gobernador, porque junto con la Asamblea, compone la legis-
latura (Government of India Act, 1935, sec. 18-I), puesto que ésta, como el Parlamento, «es más un acto
que una institución» (Jennings, Parliament, Cambridge, 1939, pp. 2-3).
(58) Indian Independence Act 1947, sec. 5.
(59) Wheare: The constitutional..., pp. 96-99, considera tal eventualidad como posible, aunque se
inclina por extender a la India la interpretación dada por la jurisprudencia pakistaní, ya citada, a la Indian
Independence Act 1947.
(60) Cfr. Schimitt: Teoría, pp. 113-114. Por la misma razón, la abrogación de la Indian Indepen-
dence Act 1947 no es una solución de continuidad, puesto que la competencia para tal abrogación viene
dada por la misma Ley y el Status of Westminster 1931. Lo mismo puede decirse de los otros Estados
de la Commonwealth.
(61) Ghana (constitution) Order in Council, 1957, sec. 42.
(62) Ibid. sec. 32; Ghana Independence Act, 1957, First Sch. Paragrafh. 2 y 6. Constitution (repeal
of restriction) Act, 1957, 38.
(63) Cfr, K. Rob1nson: Constitutional autochtony in Ghana, cit., y también Bennion: Constitu-
tional Law of Ghana, Londres, 1962, cap. 2.º, para un planteamiento teórico de la cuestión.
(64) Constitution (Amendrnent) Act, 1962, núm. 1; Constituent Asentbly Act, 1962, número 66;
Constitution (C. A. Act, núm. I). Cfr. Mc Auslan: The Republican Constitution of Tanganyka, ICLQ, XIII
(1964), 2.
(65) «WE THE PEOPLE OF GHANA, by our Representatives gathered in this our Constituent
Assembly, IN EXERCISE of our undoubted right to appoint for ourselves the means whereby we shall be
governed..., DO HEREBY ENACT and give to ourselves this constitution» (Preámbulo).
(66) No parece, por tanto, exacta la interpretación de Gonidec: Les droits africains. Evolutions et
sources, París, 1968, p. 87.
(67) Análogo procedimiento parece que tiende a seguirse en Rhodesia para el establecimiento de la
República secesionista, sin duda por influencia sudafricana. La timidez de la intervención popular se hace
aún más evidente en Malawi, donde, al decir del doctor Banda, con la reforma constitucional de 1966 el
Parlamento no hace sino legalizar («puting into legal form») la decisiones populares expresadas en la
Convención del Malawi Congress Party (citado por S. Roberts: The Republican Constitution of Malawi,
Public Law, 1966, p. 305, nota 5). Desde un punto de vista estrictamente jurídico, esto quiere decir que el
Parlamento es la única autoridad formal que interviene en el procedimiento de reforma, con exclusión de
todo recurso, también formal, a la soberanía popular. Algo bien distinto es que el Parlamento actúe domi-
nado por un partido mayoritario, que se inspire en los deseos de la opinión pública que le apoya.
(68) Cfr. S. I., 1964, núm. 1.652; S. I., 1966, núm. 1.171; S. I., 1966, núm. 1.172, y 5. I., 1968,
núm. 1.377, referente a Zambia, Botswana, Lesotho y Swazilandia, respectivamente. En el caso de Chipre,
la elaboración material de la constitución, mediante un acuerdo internacional ajeno a toda intervención
británica, el de Zurich de febrero de 1959 (cfr. Cmnd. 679, 1959), no impidió que formalmente la consti-
tución fuera promulgada y adquiriese fuerza de tal mediante una «Order in Council» (cfr. S. I., 1960, nú-
mero 1.368, y Cmnd,, 1.093, 1960). El caso malayo es especialmente nebuloso (confróntese Wheare: The
Constitutionai Structure..., pp. 106-107). La soberanía de los Estados malayos se mantuvo a través de toda
la fase de protectorado y dio lugar a una génesis convencional de la constitución de la independencia (cfr.
P. Deb. Com., vol. 573, col. 633), constitución ratificada por la Legislatura federal y la de cada uno de los
Estados malayos. Sin embargo, una Ley imperial, la Federation of Malaya Independence Act (5 y 6,
Eliz., 2, cap. 60), previó que, tras obtener dichas ratificaciones, «H. M. may direct that the said Federal
Constitution shall have the force of law within the said Settlements and, so far as She has jurisdiction in
that behalf, elsewhere within the Federation...». Sobre las ambiguas palabras subrayadas, la Reina, en
Consejo, dictó una Orden (S. I., 1533), que ponía en vigor la constitución federal (First Sched.). El problema
no se presenta respecto a Pennag y Malacca (Ibid. Second and Third Sched.), ni en Sabah, Sarawak y
Singapore (S. I.. 1963, núm. I, 493), donde la única soberanía era de la Corona. La constitución de Malasia
(cfr. Malaysia Act 1963, F. 26, 1963) fue formalmente una revisión de la constitución federal de Malaya
de 1957, ajena a la Malaysia Act 1963 británica (Elz., 2, 1963, cap. 35), pero no al Parlamento Imperial a
través de la Federation of Malaya Independence Act 1957 e instrumentos constitucionales consecuentes.
Por ello, ni la constitución de Chipre, ni la malaya de 1957 ni la malásica de 1963, ni, la del hoy indepen-
diente Singapur, pueden considerarse autóctonas.

75
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

(69) Cfr. G. Fischer: Un cas de decolonisation: Les Etats Unis et les Philipines. París, 1960.
(70) 1) Instrucción presidencial, 7-IV-1900; 2) Philippine Bill 1902 (Act of the USA Congress
of July 1, 1902), 3) Jones Law 1916 (Act of the USA Congress of August 24, 1916; 4) Tydings-Mc
Duffie Act 1934.
(71) Tydings-Mc Duffie Act, sec. 3.
(72) Cfr. Schmitt: Teoría, p. 86.
(73) Cfr. Mirkine-Guetzévitch: Droit Constitutionnel International, París, 1933, pp. 40 y ss. o
más recientemente el caso eritreo (Cfr. A. Schiller: Eritrea: Constitution and federation with Ethiopia.
American Journal of Comparative Law, II, 1953, pp. 375 y ss.).
(74) Para los datos concretos de esta evolución y una indicación bibliográfica, cfr. Luchaire: Droit
d’Outre-mer, París (Themis), 1967 y ediciones posteriores.
(75) Cfr. Gonidec: L’evolution des Territoires d’outre-mer depuis 1946, París, 1958.
(76) Cfr. Gonidec: La republique autonorne de Togo, París, 1958.
(77) Cfr. Lacouture: Togo. Etat pilote, Paris, 1963.
(78) Cfr. Gonidec: Droit d’Outre-rner, París, 196o, 1, pp. 462 y ss.
(79) Ibid, p. 472.
(80) Cfr. P. Lampué: Les constitutions des etats africains d’expression francaise, «Revue Juridique
et Politique», XV, 1961, 4, p. 516 sobre el carácter proto-parlamentarjo de estos textos. Sobre la función
de los partidos en este punto, véase por todos la magistral obra de R. Schachter Morgenthau: Political
Parties in French-Speaking West Africa, Oxford, 2.ª ed., 1967. En cuanto a la función de las Asambleas, la
historia constitucional puede hacer luz, verbigracia, cfr. Greene: The Quest for Power. The Lower Houses
of Assembly in the Southern Royal Colonies 1685-1776. Chapel Hill, 1963.
(81) Cfr. Gonidec: Droit d’Outre-mer II, pp. 138-143 y 154 ss. «Cette Communauté, France la
propose personne n’est tenu. d’y adhérer» (De Gaulle, cit. Gonidec: Cours d’institutions publiques
africaines el malgaches, «Les Cours de Droit», 1966-67 p. 81), comentario «cuasi» auténtico al art. 1 de
la Constitución de 1958.
(82) V. gr. J. O. Madagascar, 18 Oct. 1958, Loi const., núm. 1.
(83) Sobre la elaboración y promulgación de estas constituciones, cfr Gonidec: Les Droits Africa-
ins, cit. p. 73 y ss.
(84) Cfr. Fischer: L’independence de Guinée et les accords Franco-Guineans, AFDI. 1958, p. 711 y ss.
(85) Tal es el sentido de la refutación de la tesis francesa de la co-soberanía, cfr. Gonidec: Droit
d’Outre-mer, 1, pp. 398 y ss. En realidad el protectorado no se ha revelado como un régimen transitorio y
preparatorio de la anexión (Despagnet: Essai sur les protectorats, París, 1856), sino como un sistema que
ha permitido conservar la plena personalidad estatal y autonomía del protegido, que, al cesar el «control»
del protector ha recuperado la plenitud y exclusividad de su competencia. Cfr. Flory: La notion de
protectorat et son evolution en Afrique du Nord, París, 1955.
(86) Así, en Camboya el protectorado iniciado en 1863, reestructurado por tratado en 1884 y mante-
nido por el modus vivendi de 7-I-1946 no desaparece hasta la convención franco-Khemer de 8-XI-1949 y la
plena independencia no se alcanza hasta 1953 sin perjuicio de que el Rey otorgue una constitución el 6-V-1947,
Análogamente, en Laos el protectorado iniciado en 1853 y mantenido en el modus vivendi de 27-VIII-1946,
no desaparece hasta la convención franco-laosiana de 19-VII-1949, mientras que la constitución de la
monarquía data de 1947. La transformación de la Asamblea Consultiva en soberana en Camboya en 1947
no fue sino una reivindicación de autoctonía, frente a los trabajos del comité franco-Khemer (Cfr. Lachè:
L’evolution du statut du Cambodge, París. Thèse, 1948 passim).
(87) En Túnez, único protectorado norteafricano donde podría plantearse el problema, la Constitu-
yente rompe con el D. beylical de convocatoria de 6-I-1956 y actúa como cuerpo soberano (cfr. Debbasch:
La Republique Tunisienne, cit., p. 46). En Marruecos las constituciones datan de 1962.
(88) Burundi, independencia de 1-VII-1962 y constitución de 16-X-1962. Más claro aún es el caso
de Ruanda independiente, el 1-VII-1962, y cuya constitución de 24-XI-1962 no hizo sino ratificar lo acor-
dado tras el golpe de Estado de Gitarama, el 26-I-1961, sancionado mediante plebiscito. Cfr. Chronique
de Politique Étrangère, XVI (1963), número 46.
(89) Cfr. Longrigg: Iraq 1900 to 1450, Londres, 1953, pp. 148-153. Sin embargo, los manda-
tos A, aparente tierra de elección de la autoctonía constitucional, no alcanzan ésta en los demás casos.
En Jordania, la Constitución de 1928 fue otorgada por el Emir, en cumplimiento del artículo 2 del
Tratado anglo-transjordano de 20-II-1928 y en ejercicio de las competencias que en él delegara Su
Majestad Británica (cfr. M. Barondi: Les Problèmes juridiques concernant l’administration des comu-

76
4. AUTOCTONÍA CONSTITUCIONAL Y PODER CONSTITUYENTE... ■

nantes saus mandat, Genève, 1949, pp. 107 y ss.). En Siria y Líbano, las respectivas constituciones
de 1930 y 1924 no son evidentemente autóctonas (Ib., pp. 117 y ss.), si bien la supresión solemne del
artículo 116 por la Asamblea siria de 1943 podría considerarse una solución de continuidad suficiente
para alcanzar la autoctonía. En cuanto a los territorios sometidos a régimen de fideicomiso no puede
señalarse un criterio general. Así, Togo y Camerún fueron dotados por Francia de Estatutos que, si
garantizaban la autonomía, incluso constitucional, excluían la autoctonía (cfr. Gonidec: Droit
d’Outre-mer, II, pp. 118-119); pero mientras Togo se limitó en un primer momento a modificar el
texto de 30-XII-1958 (cfr. Ley núm. 60-10, de 22-IV-1960, J. O. T. de 25-IV-1960, p. 1) antes de ac-
ceder a la independencia (27-IV-196o), el Camerún adoptó, mediante referéndum (21-11-1960), un
texto constitucional, después de acceder a la independencia (1-I-1960). Cfr. D. 60-1 bis, de 14-I-1960
(J. O. C. de 3-II-1960, p. 13).
(90) Para una descripción del proceso, cfr. Chronique de Politique Etrangere, XIV (1961), 1.3,
pp. 292 y ss., y 298 y ss., respecto de Somalia y para Birmania, Maung Maung: The Burma’s Constitu-
tion, La Haya, 1961.
(91) Cfr. Acuerdo de 27-I-1947, Cmnd 7.029, en Mansergh: Speech and Documents, II, p. 766.
(92) VI Geo, Ch. 3, cfr. Mansergh: Loc. cit., pp. 779 y ss. Sobre las elecciones de la Asamblea,
cfr. Survey of International Affairs, 1947-48, p. 443.
(93) V. gr., Ordenanza de 27-VIII-1938, Ley de 30-VII-1959, Ley de 20-XII-1963, Decreto de 3-VII-1964.
Respecto de la legislación propia de aquellos territorios durante la Administración española, cfr. las reco-
pilaciones de A. Miranda Junco: Leyes Coloniales, Madrid, 1945; J. M. de la Peña y Goyoaga: Legis-
lación Colonial, Madrid, 1955; A. Fraile y Román: Legislación Regional, Madrid, 1961: y A. E. Millán
López: Legislación de Guinea Ecuatorial, Madrid, 1967.
(94) Cfr. arts. 17, I, c), y 17, 2, del texto articulado de 1964.
(95) Falta todavía un buen estudio sobre la dinámica política de la Guinea autónoma.
(96) Cfr. Actas de la Primera Fase de la Conferencia Constitucional (citaremos CCPF), 4.ª sesión
de la Comisión Política, pp. 39 y ss. (señor Gori Molubela), y Actas de la Segunda Fase de la Conferen-
cia Constitucional (citaremos CCSF), 7.ª sesión pp. 22 y ss. (señor Gori Molubela), entre otras muchas.
(97) El Gobierno español y sus representantes en la Conferencia Constitucional entendieron que
«España previó que la Asamblea General pudiera ser un cauce de reforma legislativa, pero jamás dijo España
que las posibilidades de reforma de las estructuras políticas de Guinea pasasen exclusivamente a los órganos
representativos de la autonomía» (declaración presidencial, CCPF, 5.ª sesión de la Comisión Política, p. 42).
(98) Cfr. CCSF, 2.ª sesión, pp. 11-14 (señor Ndongo). Relaciónese con la petición, por parte del
mismo señor Ndongo, de la convocatoria de una Asamblea Constituyente en CCPF, 5.ª sesión de la Co-
misión Política, pp. 20 y 26-27. Esta declaración es especialmente importante por ser a la sazón Atana-
sio Ndongo el indiscutible caudillo del nacionalismo guineano en su reivindicación por la independencia.
(99) Una relación de textos especialmente autorizados en los discursos inaugurales de ambas fases
de la Conferencia por el Ministro de Asuntos Exteriores. Cfr. Cast1ella: España y la Descolonización,
Madrid, 1967.
(100) 0Cfr. CCPF, 1.ª sesión plenaria, p. 18; 2.ª sesión plenaria, p. 26: 5.ª sesión de la Comisión
Política, p. 43.
(101) 1Cfr. CCPF de la Comisión Política, 1.ª sesión, p. 29 (señor Grange); 2.ª sesión, p. 3 (señor
Ngomo), y 6.ª sesión, p. 19 (señor Eñeso). Nada significan en contra las confusas palabras del señor
Econg (4.ª sesión, p. 5) o Mba (7.ª sesión, p. 16), en que el referéndum se concibe polémicamente con
efecto confirmatorio.
(102) 2Cfr. CCPF, 1.ª sesión de la Comisión Política, p. 11 (señor Gori); 3.ª sesión, id., p. 4 (señor
Jones); 8.ª sesión, id., pp. 1-13 (señor Copariate), entre otras muchas. Durante la segunda fase se repi-
tieron las mismas tomas de posición por parte de los isleños. Sirven de ejemplo entre los documentos in-
corporados a las actas los titulados «Primera Sugerencia que presenta el Consejero Nacional, don Alfredo
Jones, a los Puntas Básicos para un borrador de Constitución de Guinea Ecuatorial, integrada por la aso-
ciación de Fernando Poo y Río Muni, de 23-IV-1968, el escrito dirigido por un grupo de representantes de
Fernando Poo al Excelentísimo señor Presidente de la Conferencia de 8 de mayo de 1968 y el escrito
elevado a la Jefatura del Estado (cfr. CCSF, 7.a sesión, pp. 55-56, anejo 1.º).
(103) Emerson: From Empire to nation, pp. 329 y ss. Cfr. Nicholson: Self Government and
Communal Problem, Londres, 1944.
(104) Cfr. Res. 2.355 (XXII), de 19 de diciembre de 1967, y A/AC 109/289.
(105) Reserva formulada por la delegación española al explicar su voto favorable a Res. 2.355 (XXII).

77
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

(106) Cfr. Boletín Oficial del Estado de 19-II-1968, p. 1.


(107) «El Gobierno español reafirma hoy el propósito de conceder en 1968, y en la fecha más
próxima posible, la independencia de Guinea Ecuatorial como una unidad política, sin perjuicio de salva-
guardar la personalidad de la isla de Fernando Poo. El Gobierno, al encargarme de inaugurar este 17 de
abril la segunda fase de la Conferencia Constitucional, manifiesta que esta reunión tendrá por objeto la
elaboración de una Constitución para Guinea Ecuatorial y la preparación de una Ley Electoral, que ambas
serán sometidas a la consulta electoral del pueblo guineano por el sistema del sufragio universal de los
adultos, bajo la supervisión de las Naciones Unidas, y que, tras esa consulta, se constituirá un Gobierno
provisional, con el fin de que pueda presidir la celebración de unas elecciones organizadas, de acuerdo con
la Ley Electoral previamente aprobada, para que, de conformidad con la Constitución, se pueda dar paso
al establecimiento de todas las Magistraturas del Estado y de un Gobierno definitivo que acceda a la inde-
pendencia en la fecha que mutuamente acordemos» (C.C.S.F., 1.ª, pp. 16-17).
(108) C.C.S.F., 15.ª, pp. 13 y ss. (señor Cabanas).
(109) Cfr. Chroniques des N. U., 1966 (III), 7, págs, 24-25 y p. 34.
(110) Informe de la Delegación Española, en la Primera Fase de la Conferencia Constitucional.
Conclusiones: a).
(111) Dictamen núm. 36.017, de 20 de junio de 1968.
(112) Cfr. Res. 2.230 (XXI); Res. 2.355 (XXII); A/AC 109/289.
(113) E. de M. del D-L. 3/1968, de 17 de febrero, ya citado.
(114) Cfr. Declaración española sobre el régimen electoral el Guinea Ecuatorial (C.C.S.F., 30.ª
sesión, pp. 26 y ss.). En los dos primeros párrafos de dicha declaración se afirma contradictoriamente: «La
Constitución, elaborada en la Conferencia Constitucional, será sometida a referéndum del pueblo guinea-
no, y una vez aprobada y establecido el sistema institucional de nuevo Estado, con arreglo a sus preceptos,
entrará en vigor en la fecha que se señale para la independencia. El referéndum será oportunamente con-
vocado por el Gobierno español y para respetar las normas de la Constitución... Tanto el referéndum como
las primeras elecciones se celebrarán siguiendo el sistema establecido en la propia Constitución...»
(115) Cfr. Decreto de 27 de julio de 1968 (B. O. de 29-VII).
(116) Cfr. Decreto de 16 de agosto de 1968 (B. O. de 19-VIII), sin embargo, perdura aquí el mismo
equívoco ya señalado en la declaración sobre régimen electoral hecha en la última sesión de la Conferen-
cia. El artículo 4.º del citado Decreto dispone la celebración de elecciones «con arreglo a las normas de la
Constitución adoptada», ¡pero dicha Constitución no era todavía en aquella fecha una norma en vigor!
(art. 3.º, D. de 27-VII-1968).
(117) C.C.S.F, 3.ª sesión, pp. 2 y ss. y apéndice: «Puntos básicos para un borrador de Constitu-
ción». No se trata de entrar aquí en un examen de Constitución guineana –cuya eficacia política, por otra
parte. no afecta al eventual interés de este estudio que pretende versar sobre aspectos exclusivamente
formales de su génesis–, pero las Actas de la segunda fase de la Conferencia y, en su caso, otros documen-
tos, demuestran que los asesores técnicos de la Presidencia de la Conferencia –señores Condomines y
Herrero de Miñón–, cuya función terminó oficialmente el día 27 de mayo de 1969 (C.C.S.F., sesión,
pp. 26-27) no tienen ninguna responsabilidad en la elaboración del extraño texto Constitucional que dio a
la luz la Conferencia, ni en la legislación electoral concordante.
(118) C.C.S.F., 15.ª sesión, pp. 40 y ss. (señor Cañadas). Cfr. Consejo de Estado, dictamen
núm. 36.017, de 20 de junio de 1968.
(119) Cfr. E. de M. L. de 27 de julio de 1969, Decreto de 27 de julio de 1968, artículo 1.º Cfr.
C.C.S.F., en especial la posición española en las sesiones 2.ª y 15.ª
(120) C. C. P. S., 5.ª sesión de la Comisión Política, p. 43; C.C.S.F., sesión 15.ª, p. 14 (señor Cabanas).
(121) C. C. S, F., 3.ª sesión, p. 3 (señor Herrero).
(122) Dictamen núm. 36.017.
(123) Decreto de 27 de julio de 1968, arts. 1.º, 3.º y 18.
(124) Decreto de 16 de agosto de 1968, art. 1.º
(125) Pero sí en el Boletín Oficial de Guinea de 24 de julio de 1968.
(126) Decreto de 16 de agosto de 1968, arts. 2.0 y 3.1) El «Gobierno provisional» a que hacia re-
ferencia la citada declaración ministerial de 17 de abril (cfr. supra, nota 107). fue prontamente desechado
ante la anomalía que hubiese supuesto en un sistema pacífico de transmisión de poderes y las dificultades
prácticas de su constitución.
(127) Ley de 27 de julio de 1968.
(128) Decreto de 11 de octubre de 1968, art. 2.º

78
4. AUTOCTONÍA CONSTITUCIONAL Y PODER CONSTITUYENTE... ■

(129) Pese a los términos de la citada declaración española sobre el régimen electoral, que se hacen
eco de la ambigüedad primitiva entre la cuestión constitucional y la opción por la independencia como
materia de referéndum.
(130) Cfr. Gonidec: Cours d’institutions..., cit., pp. 76 y ss. Siempre me refiero, claro es, al Estado
aparato y no al Estado sociedad: para esta distinción acuñada por la doctrina italiana, cfr. Lucas Verdú:
«P. B. di R. y la ciencia italiana del Derecho Constitucional», en la versión española de Biscaretti di
Ruffia: Derecho Constitucional (Technos), pp. 47-48.
(131) Cfr. Yturriaga: Participación de la O.N.U. en el proceso de descolonización, Madrid, 1967,
caps. 1.º y 3.º
(132) Para un planteamiento kelseniano de la Autoctonía véase Latham: The Law of the Common-
wealth, Londres, 1949.
(133) Carré de Malberg: Op. cit., I, pág. 62.
(134) Ordenanza 6-X-1058.
(135) El principio de autodeterminación se consagra en el preámbulo de la Constitución de 1958 y
en el art. 1.º de la misma. Es interesante señalar que la participación de los guineanos en el referéndum
español de 1966 (cfr. Instrucción 29-XI-1968, B. O. G. de 30-XI) no tuvo efectos análogos a los del refe-
réndum constitucional francés, sino que, por el contrario, constituyó un notable entorpecimiento a la hora
de instrumentar la autodeterminación de Guinea como territorio no autónomo, ajeno a la nación española
aunque bajo su soberanía. Cfr. mi estudio de próxima aparición, La delimitación del territorio nacional en
la reciente doctrina del Consejo de Estado. Ahora ensayo n.º 13 de este volumen. La razón fundamental
debe encontrarse en que el referéndum español no fue un acto de autodeterminación, sino de adhesión a la
decisión previa del Jefe del Estado, que no admitía alternativa.
(136) Rec. des Cours, XLII, p. 263.
(137) Op. cit., II, pp. 495 y ss.
(138) Ib., pp. 499-500.
(139) Por ello es tarea del constitucionalista estudiar la expresión formal y adecuada de esta sobe-
ranía. Cfr. Loewenstein: Political Reconstruction, Nueva York, 1946, pp. 212 y ss. La potencia innova-
dora e irreversible del constituyente popular que ya pusiera de relieve Schmitt, tiene graves consecuen-
cias de trascendencia práctica inmediata. Así, en Marruecos, posibilita el control jurisdiccional de la
actividad administrativa. [Cfr. Rousset: Reflexions sur la competence administrative du Roi dans la cons-
titution marocaine, en «Revue juridique et Politique», XXI (1967), 4.]
(140) Respecto al caso de Rhodesia del Sur. Cfr. «Commonwealth Survey», 1964, p. 1085, y 1965, p. 489.
(141) En este sentido pueden citarse los principios que deben regir la descolonización mediante
libre asociación contemplados en la Resolución 1.541 (XV).

79
5. TIPOLOGÍA DE LA TRANSICIÓN: EL PARADIGMA ESPAÑOL

Ante todo, acotaré el campo al que este ensayo debe ceñirse. Me referiré
a las transiciones políticas de nuestros días, más concretamente a las habidas a
partir de la segunda postguerra. Sobre su pluriforme historia trataré de trazar
una tipología en el sentido que Weber daba a los tipos ideales y, para ello,
atenderé al aspecto jurídico-institucional de la propia transición. Es imposible
–afirmaba un clásico en la materia– llevar a cabo una reforma efectiva y dura-
dera sin reducirla a unos cánones legales (1) y ello es cierto tanto de los regí-
menes a superar, incluso cuando utilizan el derecho para pervertirlo, como de
aquellos otros a instaurar. No ignoro que la transición no solo es jurídica; más
aún, lo jurídico solo se explica, según decía un jurista tan ilustre como Jellinek,
a partir de «lo que hay detrás del derecho, lo que le antecede y le condiciona».
Pero ello no empece a que lo jurídico, por sí solo, tenga una importancia capi-
tal cuando de instituciones se trata y, según el mismo Jellinek, «sólo desde el
derecho puede llegarse y entenderse el derecho». Como se puso de manifiesto
en el coloquio celebrado en Estambul por el Consejo de Europa el 10 de octu-
bre de 1992, un coloquio tan analítico como prescriptivo, El proceso constitu-
cional era y es el principal instrumento para la transición democrática (2).

LOS TÉRMINOS DE LA TRANSICIÓN

Tres son los tipos de transiciones ocurridas en el último medio siglo:


Primero, la transición del Imperio al Estado nacional, lo cual ha supuesto el
nacimiento de numerosos Estados cuya afirmación como tales ha plasmado de
inmediato en una constitución escrita. Tal ha sido el caso de la disolución de
los grandes Imperios coloniales, británico, francés, holandés y belga y de la
disolución del Imperio Otomano y de la Unión Soviética. La especificidad de

81
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

estos fenómenos consiste en el nacimiento del Estado, algo que corresponde al


derecho internacional, pero cuyos mecanismos constitucionales internos tam-
bién son relevantes. Así, cabe distinguir diferentes vías constitucionales de
emancipación:
a) La evolución de la legalidad imperial. Sea, como es típico del mode-
lo británico, ya mediante la decantación progresiva de convenciones constitu-
cionales que transformaron las colonias en Dominios, después legalmente re-
conocidos como tales (Status of Westminster de 1931). Ya mediante sucesivas
leyes del Parlamento imperial que formalizan los acuerdos pactados en confe-
rencias constitucionales previas que establecen sistemas autonómicos cada vez
más amplios hasta llegar a la independencia. Ya la concesión unilateral de la
independencia, fijando los principios de la futura constitución, alternativa a la
incorporación a la potencia imperial, como fue la práctica de los Estados Uni-
dos en Filipinas y Hawai respectivamente. Ya la autodeterminación mediante
referéndum en la práctica francesa de la descolonización (3).
b) La destrucción de la legalidad imperial mediante un movimiento se-
paratista revolucionario que impone la fuerza normativa de los hechos, como
ocurrió en Yugoeslavia.
c) El acuerdo de la disolución jurídicamente formalizado, como fue el
caso de la URSS y, después, de Checoslovaquia.
Segundo, la transición de las economías de planificación central a las
economías de mercado, cambio de modelo con su consiguiente instrumenta-
ción jurídica incluso constitucional, puesto que constitucionalizada estaba la
socialización y ha llegado a estarlo la economía de mercado como valor social
susceptible de cristalizar en una garantía institucional. Los aspectos jurídicos
de esta transición son más relevantes en el nivel de la normativa legal y regla-
mentaria.
Tercero, la transición desde un sistema autoritario a un sistema democrá-
tico. Es de las transiciones de este tipo de las que me ocuparé, teniendo en
cuenta que en muchos casos el cambio de modelo, desde el autoritarismo has-
ta la democracia liberal, acompaña el tránsito de la planificación al mercado y
que las transiciones desde el totalitarismo comunista al Estado democrático de
derecho plantean suplementarias complejidades a la hora de reconstruir no
solo la constitución estatal sino la configuración social (4).
A mi juicio, convendría distinguir entre la sustitución de una mera dicta-
dura y la transición a partir de un verdadero régimen autoritario, una vez que
la experiencia práctica y los análisis teóricos permiten diferenciar ambos fenó-
menos políticos. Pero lo cierto es que las dictaduras de larga duración tienden

82
5. TIPOLOGÍA DE LA TRANSICIÓN: EL PARADIGMA ESPAÑOL ■

a institucionalizarse en formas políticas autoritarias más o menos elaboradas y


así ha ocurrido en el periodo objeto de estudio. Sirva de ejemplo Argentina
en 1976 y Chile en 1980. Por el contrario, no examinaré aquellos supuestos en
que el poder personal e, incluso, la dictadura se camufla tras apariencias de
democracia clásica. Por ejemplo el México del primer PRI. Una cosa es el uso
del autoritarismo y otra el abuso de la democracia.
Por su total singularidad que agota su propia especie, también excluiré de
mi análisis aquellos cambios de régimen político que se producen por la debe-
llatio de un Estado, como fue el caso de la derrota y reparto del Reich alemán
en 1945, y por la absorción de un Estado por otro, como ocurrió al reunificarse
Alemania en 1989 mediante la inclusión de los reconstruidos länder de la RDA
en la República Federal.

TIPOS DE TRANSICIÓN

Así acotado el terreno, cabe articular una tipología en torno a tres crite-
rios fundamentales: el sujeto de la transición, su objeto y su actividad.
En cuanto a los sujetos que la protagonizan, las transiciones pueden ser
autónomas y heterónomas. Las primeras son aquellas en que el proceso cons-
tituyente se protagoniza por las propias instituciones y fuerzas políticas. Las
segundas aquellas en que son instituciones y fuerzas terceras las que dirigen e
incluso protagonizan el proceso de transición política.
El tránsito de la dictadura a la democracia en Brasil tanto en 1964 como
en 1985 protagonizado por el ejército e impulsado por la presión de la socie-
dad civil es un buen ejemplo de transición autónoma.
El proceso constituyente de Bosnia, un ejemplo de transición heterónoma
dirigido por Naciones Unidas. Se trata, en este caso, de un supuesto de inter-
nacionalización del poder constituyente del que no faltan precedentes en la
primera postguerra, bajo la égida de la Sociedad de Naciones –Memel y Danzig–
y en algunos casos de descolonización –Eritrea, Libia y, en menor medida,
Ruanda– (5). Surgiría aquí la cuestión de la «autoctonía» constitucional. Si el
constitucionalismo democrático no solo supone la formalización del proceso
político sino también la autointegración política de la comunidad, es preciso
nacionalizar la constitución, lo cual puede llevar a la apertura de un proceso
constituyente formal (6).
La autoctonía del proceso constituyente, sin embargo, nada tiene que ver
con el carácter originario o derivado de la constitución (7). Un proceso consti-
tuyente autóctono puede y es frecuente que tome en cuanta experiencias y

83
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

fórmulas constitucionales ajenas y es precisamente entre las democracias de


nueva factura donde se expanden las estirpes constitucionales fruto de la re-
cepción de modelos foráneos (8).
Al considerar la autoría de la transición, cabe plantearse, más allá de la
identidad de sus sujetos formales, la de sus actores reales. No es esta la ocasión
de analizar pormenorizadamente las fuerzas políticas y aun sociales que con-
tribuyen a cada concreta transición democrática; pero sí el de señalar la even-
tual relevancia de los partidos políticos. Cuando una pluralidad de partidos
protagoniza la transición en pie de igualdad, la estabilidad democrática ulte-
rior parece más accesible. Y así ocurrió en Europa Central y Oriental. Cuando
la protagoniza uno solo, es más fácil la sustitución del autoritarismo por el
ejercicio monopólico del nuevo poder democrático y la «primavera árabe» está
ofreciendo ejemplos de ello. Y el caso español demuestra que el liderazgo de
la transición por un solo partido –la UCD– dentro de un régimen competitivo
le reserva un lugar preeminente en la historia pero contribuye decisivamente a
su rápida erosión y disolución.
En cuanto al objeto cabe distinguir dos grandes tipos de transiciones po-
líticas, según tiendan a instaurar lo que Burdeau denominaba una democracia
gobernante o una democracia gobernada.
Una democracia gobernante es una democracia plena en la que las deci-
siones políticas de todo tipo se someten a la opción y control de los goberna-
dos a los que nada se prescribe ni proscribe. La democracia gobernante es la
propia de una sociedad políticamente abierta, en la que, si existen límites y
condicionamientos, estos no son jurídico-institucionales sino sociales. Tal es
el caso de Grecia cuando transita desde la dictadura de los Coroneles hasta la
democracia.
Una democracia gobernada, por el contrario, es aquella en que las deci-
siones de las instituciones representativas y, en último término, las opciones
electorales, no pueden afectar a determinados extremos y tales límites se
garantizan mediante el control de determinadas instituciones no democráticas,
ya procedentes del régimen autoritario previo, ya surgidas del propio proceso
democratizador y autoconvertidas en sus guardianes.
Turquía y Portugal son buenos ejemplos de uno y otro supuesto. En Tur-
quía la Constitución de 1982 reservaba a las Fuerzas Armadas, protagonistas de
la dictadura militar establecida en 1980, una función transitoria de control de
larga duración (Parte Sexta. Artículos Provisionales). En Portugal, tras la Revo-
lución de Abril de 1973, el MFA detentó un poder transitorio que, aun dejando
paso a un gobierno civil y a unas elecciones democráticas, introdujo en la Cons-
titución de 1976 unas cláusulas de control (arts. 3,2; 10; 142 y ss.; 273-274;

84
5. TIPOLOGÍA DE LA TRANSICIÓN: EL PARADIGMA ESPAÑOL ■

cfr. ley 3/74 de 14 de Mayo). Es significativo el paralelismo de estas fórmulas,


especialmente las de la Constitución turca, con las utilizadas en la Constitu-
ción de la República Islámica del Irán de 1979, pese al antagonismo de las
ideologías que en uno y otro caso se pretende servir.
En cuanto a la actividad cabe, a su vez, distinguir diferentes tipos, aten-
diendo al tiempo, a la forma y a la meta de la transición.
El factor temporal, permite diferenciar entre transiciones rápidas y tran-
siciones lentas (9). Las primeras nunca son instantáneas, pero sustituyen el
sistema autoritario previo por otro con pretensiones democráticas o, al menos,
democratizadoras, en un breve lapso de tiempo, ya sea por obra de una revolu-
ción (caso en nuestros días de la «primavera árabe»), de contragolpe (caso del
frustrado intento del Rey Constantino en Grecia en diciembre de 1967) o dimi-
sión del propio sistema autoritario (caso de Grecia y Argentina, respectiva-
mente, tras las fracasados aventuras militares de Chipre en 1974 y las Malvi-
nas en 1983). Las segundas se dilatan a través del tiempo. Tal fueron los casos
de Chile, Polonia, Portugal o Turquía.
Si aquellas, las rápidas, pese a lo que pudiera parecer en un principio,
pueden permitir controlar mejor el alcance del cambio que toda transición
supone, evitando la eclosión y multiplicación de reivindicaciones; las segun-
das, facilitan la elaboración sicológica del propio cambio hacia la democracia,
sea este desde el previo régimen autoritario, sea desde la dictadura no menos
autoritaria surgida de una primera fase de la transición y que es necesario pur-
gar de radicalismos como fue el caso de Portugal.
Una transición rápida puede evitar que, tras las reivindicaciones políticas,
proliferen las sociales o que se multipliquen las apetencias autonómicas. Una
transición lenta facilita la integración en el régimen político resultante de ele-
mentos procedentes tanto del sistema anterior como de la oposición al mismo.
Los casos citados avalan este diagnóstico.
En cuanto a la forma, las transiciones pueden ser violentas o pacíficas.
Las primeras, temporalmente rápidas, sin perjuicio de que el nuevo sistema sea
un autoritarismo en muchos aspectos semejante al anterior, dan lugar a regíme-
nes transitorios que abren un proceso constituyente. La «primavera árabe»
ofrece ejemplos de ello y el caso de Egipto resultaría elocuente, tanto si conti-
nuara siendo una «sociedad militarizada» como si sustituye a ésta por un auto-
ritarismo islámico (10).
Las transiciones pacíficas pueden, a su vez, ser legales o ilegales, según
el proceso de transición se realice o no de acuerdo con la misma legalidad
autoritaria que se pretende superar. Las transiciones ilegales, esto es con rup-
tura de la legalidad anterior, siguen la misma dinámica que las transiciones

85
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

violentas. El gobierno provisional que de ellas surge bien trata de perpetuarse


(caso de los gobiernos militares tras la caída de Goulart en Brasil, 1952), bien
abre un periodo constituyente. Las transiciones legales plantean cuestiones
más complejas.
Su morfología pende en gran medida del tipo de autoritarismo que traten
de superar. Si se ha configurado como una situación confesadamente transito-
ria, el cambio puede consistir en la restauración de una previa constitución
democrática ahorrando así los avatares de un proceso constituyente. Así ocu-
rrió en Grecia en 1973 con el llamado «cambio de régimen» tras la caída de los
Coroneles, mediante la restauración de la Constitución monárquica de 1952
–derogada mediante plebiscito poco después– y en Argentina con la restaura-
ción, en 1983, de la Constitución de 1853 (reiteradamente revisada). Si se
trata de un autoritarismo capaz de haber cancelado la situación anterior hasta
el punto de hacer imposible su restauración, lo relevante es si el régimen auto-
ritario tiene resortes adecuados para posibilitar su propia reforma. Si el régi-
men es «pétreo», esto es si no prevé ni posibilita su revisión en sentido demo-
cratizador, la transición romperá necesariamente la cadena de la legalidad
establecida. Para que la transición sea legal es preciso que el sistema autorita-
rio sea flexible en el sentido que desde Bryce tiene este término o, al menos
elástico, en la acepción de Rossi, esto es, capaz de muy diferentes interpreta-
ciones susceptibles de dar cabida a muy diversos desarrollos y prácticas y así
facilitar el tránsito. Las cláusulas de revisión constitucional, susceptibles, a su
vez, de revisión, pueden permitir transformar el autoritarismo en democracia.
Así lo propuse en su día para Cuba (11) y tal fue el caso español en el que des-
pués insistiré.
Si el sistema autoritario ha respetado o generado en su seno una institu-
ción capaz de trascenderlo y como tal portadora de una legitimidad ajena al
propio sistema que se trata de superar, dicha institución puede servir de polo
de referencia en la inevitable crisis que supone sustituir una legitimidad auto-
ritaria por otra democrática. La misma función puede llegar a desempeñar una
personalidad carismática y no es imposible, antes al contrario, que sea carismá-
tico el titular de la magistratura en cuestión que adquiera el carisma por el uso
que de la institución hace. Este fue el caso del ejército en la Polonia que tran-
sitó del comunismo a la democracia o de la función que en la Checoslovaquia
de la «primavera de Praga» trató sin éxito de desempeñar el general Svoboda
y, en la ya libre, ejerció el presidente Havel. Tal fue el caso de Juan Carlos I en
España.
La transición legal, ya por restauración ya por revisión, permite evitar el
vacío de poder que se produce en caso contrario. La comparación de la transi-

86
5. TIPOLOGÍA DE LA TRANSICIÓN: EL PARADIGMA ESPAÑOL ■

ción argentina después de la dictadura con la situaciones cubana –tras la caída


de Batista–, iraní –tras el derrocamiento del Sha– o nicaragüense, así lo de-
muestran.
Por último, la transición legal, plantea la posibilidad del pacto entre quie-
nes detentan el poder autoritario y quienes se oponen a él. Esto es la transición
pactada. Ciertamente si la transición violenta e ilegal suele ser arrancada e
impuesta por la fuerza, en la mayor parte de los casos la transición legal suele
ser consensuada. Pero también cabe la posibilidad de una transición a la demo-
cracia otorgada por el propio sistema autoritario o, lo que es más lógico, otor-
gada en un principio a través de medidas que cabe considerar como arras de un
verdadero cambio político que da pie a sucesivos pactos hasta llegar a una
transición consensuada. Este es el caso español en el que insistiré después.
Para que una transición pueda ser realmente pactada e, incluso, efectiva-
mente pacífica, debe implicar cierto grado, cuanto mayor mejor, de reconcilia-
ción nacional, expresado, de una u otra manera, en una especie de amnistía
mutua entre el autoritarismo que se va y sus oponentes. El carácter pacífico de
la transición se diluye si el régimen entrante toma represalias con sus antece-
sores. El caso argentino es un buen ejemplo de ello. La Ley de Punto Final
obra del presidente Alfonsín expresó ese intento de reconciliación nacional. Su
ulterior derogación no ha contribuido a la estabilidad del sistema. La hábil
tramitación del caso Pinochet en Chile, tras una larga elaboración de la propia
transición hacia una democracia «gobernada» primero y gobernante después,
ofrece la prueba «a contrario». En la «primavera árabe» ha sobrado sentimien-
to de revancha. La transición española se inició, como después expondré, con
la amnistía del 30 de julio de 1976.
La meta de la transición es el establecimiento de un régimen democrático,
algo que a la altura del tiempo presente supone una constitución formal, nor-
malmente escrita. Ello plantea dos cuestiones: la forma de elaboración y apro-
bación de la Constitución y su contenido.
En cuanto a lo primero es evidente que una transición democrática re-
quiere una Constitución democrática, ya sea elaborada por una asamblea cons-
tituyente, ya sea aprobada por vía de referéndum, ya se sume el referéndum a
la obra de la asamblea. En ambos casos es claro que el anteproyecto es elabo-
rado por una comisión reducida en la que a la representación política, desea-
blemente plural, puede añadirse el asesoramiento de los técnicos, sean estos
nacionales, sean extranjeros. En este sentido, cabe destacar la importante labor
de la Comisión de Venecia, órgano consultivo creado en el seno del Consejo de
Europa, en la orientación de las transiciones constitucionales de los países de
Europa central y oriental. Si los trabajos de esta comisión se someten directa-

87
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

mente a referéndum, es indiscutible el carácter democrático de la Constitución


sin los riesgos que supone en un país sin experiencia democrática la apertura
de una asamblea constituyente.
En cuanto al contenido de la Constitución, es claro que ha de responder a
la triple finalidad de la misma: integrar la comunidad política, asegurar las
libertades públicas y organizar el proceso político. La primera se proyecta
sobre las otras dos. La integración es una función simbólica y un aura simbó-
lica rodea todo el aparato estatal, incluso el más racionalizado.
La importancia de la función integradora de la Constitución ha sido puesta
de relieve por Smend y por cuantos hemos seguido su huella y, hoy está fuera de
discusión. Pero su relieve es aun mayor cuando de dar cima a una transición
democrática se trata. Ello requiere que la Constitución asuma expresamente los
factores de integración política, materiales, funcionales y simbólicos (12).
Comencemos por los materiales. Tal es el caso de aquellos valores com-
partidos por la gran mayoría de la ciudadanía y que, además, son expresivos de
su propia identidad; valores que, en muchos casos, matizan las declaraciones de
derechos clásicas. Las partes dogmáticas de las constituciones de las más re-
ciente democracias así lo revelan (13). Por la misma razón, la Constitución re-
sultante de la transición debe recoger lo que son factores simbólicos de integra-
ción siempre que estos tengan efectiva capacidad de movilizar el sentimiento de
los ciudadanos, como son los emblemas, blasones, banderas e himnos. Pero
también aquellas instituciones capaces de simbolizar la entidad estatal y su
identidad histórica. Así, la paulatina emancipación nacional y la transición a la
democracia se simbolizó en los países en su día satélites de la Unión Soviética
mediante la restauración de la Jefatura del Estado y, en Polonia, por el restable-
cimiento de una institución típica de las dos primeras Repúblicas, el Senado (14).
Establecer en la Constitución efectivos factores funcionales de integra-
ción política supone importantes opciones, entre otras, las tres siguientes:
La política de reconocimiento de minorías con propia identidad y que
contribuyen positivamente a la identidad global, ya tengan o no una proyec-
ción territorial mediante sistemas autonómicos o federales. Las constituciones
húngara y polaca, tras la restauración nacional, son muestra de ello y también
el neoindigenismo de las más recientes constituciones democráticas de Hispa-
noamérica (15).
La articulación de la participación política a través de sistemas mayorita-
rios o de representación proporcional. Si el sistema mayoritario a una o dos
vueltas con distritos uninominales es idóneo para proporcionar mayorías sóli-
das, ello únicamente ocurre donde existen partidos suficientemente extensos,
coherentes y disciplinados. Su corrección mediante candidaturas de listas blo-

88
5. TIPOLOGÍA DE LA TRANSICIÓN: EL PARADIGMA ESPAÑOL ■

queadas es susceptible de proporcionar mayorías más sólidas todavía, pero con


total marginación de las minorías que no estén territorialmente agrupadas e
incluso a éstas se las priva de representación en un colegio electoral único. Por
ello la opción preferente cuando de veras se quiere transitar a una democracia
real, es el sistema proporcional (16).
En cuanto a la forma de gobierno la gran opción es entre presidencialis-
mo y parlamentarismo. El modelo de los Estados Unidos que, en realidad, solo
ha funcionado bien en su país de origen, goza de gran predicamento tanto por
su simplicidad como por responder adecuadamente a las apetencias de lideraz-
go político. Si embargo, como ha mostrado Juan J. Linz (17) con referencia a
las nuevas democracias, tiene inmensos inconvenientes al tajar al electorado
en torno a candidatos radicalmente excluyentes, contribuir así a la hipertrofia
de los liderazgos amortizando en gran medida a los que no triunfan y dificultar
los consensos políticos entre ejecutivo y asambleas, entre los diferentes parti-
dos y en el seno de estos.
Por el contrario, el sistema parlamentario de acuerdo con el cual el go-
bierno se constituye sobre la mayoría de la asamblea impide, por definición, el
enfrentamiento entre el ejecutivo y la representación popular, facilita las coa-
liciones que instrumentan los consensos y permite un mayor aprovechamiento
de las capacidades políticas, incluso de aquellas que han quedado en minoría.
La fórmula que parece abrirse paso para compatibilizar ambos sistemas
es el semipresidencialismo (18) que compagina una jefatura del Estado fuerte
aunque no ejecutiva con un gobierno parlamentario. Ello permite aprovechar
la institución tradicional de la monarquía allí donde existe y, en todo caso, in-
cluir en el sistema figuras capaces de representar la continuidad del Estado y
arbitrar las instituciones más allá del proceso político ordinario. Los casos de
Polonia, Checoeslovaquia –y después la República Checa– y Portugal, sirven
de ejemplo.

EL PARADIGMA ESPAÑOL

La transición política española desde una forma autoritaria de Estado a la


democracia se consideró en su día como un modelo digno de estudio y de imi-
tación y, pese a las críticas de que es objeto desde pagos políticos muy diferen-
tes, la realidad es que fue coronada por el éxito y ha dado lugar al más largo
periodo de estabilidad política democrática y progreso económico y social de
los españoles. Por ello su estudio a la luz de la tipología antes esbozada –un

89
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

estudio cuyo índice apenas aquí cabe esbozar– puede servir para validar dicho
análisis tipológico (19).
Pero antes de examinar el proceso de la transición española a la luz de la
dicha tipología, es preciso subrayar aquellas condiciones que posibilitaron el
éxito de la operación.
Primero, en 1975 España era económica y socialmente semejante al
resto de Europa occidental. Tan solo difería en su sistema político muy se-
mejante a los que se difundieron en el Sur y centro de Europa en la década
de los treinta del siglo xx y es claro que no me refiero al régimen nacional-
socialista y ni siquiera al fascismo cuyo modelo se abandonó en España a
partir de mediados los años cuarenta, sino a los autoritarismos conservadores
como el portugués, el austriaco o el polaco. Un régimen que correspondía en
gran medida al grado de desarrollo económico y social propio de aquellos
años. Un grado de desarrollo que impidió el éxito de la II.ª República en los
años treinta y que España había superado desde los años sesenta. El desarro-
llo que permite el dominio cuantitativo y cualitativo de la clase media, requi-
sito indispensable a la estabilidad democrática. Resumiendo, el autoritaris-
mo era ya arcaico a la muerte del general Franco y, por ello, la transición se
hizo inevitable, cualesquiera que fueran las dificultades coyunturales con
que tropezase, lógicamente exageradas por aquellos de sus muy meritorios
actores deseosos de protagonizar una gigantomaquia. Por eso, suscitó el con-
senso más o menos expreso, pero evidente de todas las instituciones –desde
la Corona a las Comisiones Obreras –sindicato clandestino de obediencia
comunista– y todas las fuerzas sociales –desde la Iglesia a la Patronal, pasando
por el Ejército–.
Segundo, en España no se puso en cuestión la subsistencia del Estado.
Antes bien, la transición aseguró su continuidad. La del Estado como comuni-
dad y la del Estado como organización. Durante la transición ninguna fuerza
política de las que concurrieron a las elecciones de 1977 y tuvieron presencia
en las Cortes planteó una opción separatista. Incluso los nacionalismos radica-
les que propugnaban la autodeterminación no afirmaron su vocación indepen-
dentista. La continuidad del Estado comunidad estuvo siempre garantizada e
incluso el sistema autonómico alumbrado durante la transición se concibió y
comprendió en gran medida como un antídoto frente a las tentaciones separa-
tistas.
Y lo que es tanto o más importante, tampoco se puso en cuestión a lo
largo de todo el proceso la continuidad del Estado-organización, la de sus
estructuras y sus magistraturas. Frente a lo ocurrido en las transiciones de
algunas de las antiguas democracias populares donde la disolución del partido

90
5. TIPOLOGÍA DE LA TRANSICIÓN: EL PARADIGMA ESPAÑOL ■

que había dominado al Estado provocó la disolución de muchas de sus institu-


ciones, por ejemplo la función pública, en España la disolución del Movimien-
to Nacional en nada afectó a la función pública plenamente profesionalizada
desde 1858 y como tal respetada por los diferentes regímenes políticos que
desde entonces se sucedieron. Otro tanto puede decirse de las instituciones
administrativas muy desarrolladas desde 1954.
Tercero, la transición se planteó como vía de homologación con nuestro
entonces envidiable entorno europeo y occidental. Se suponía, y con razón,
que la España constitucional y democrática ganaría en protagonismo interna-
cional, frente a aquellas transiciones que, antes en Portugal o después en la
URSS y Yugoeslavia, el cambio político supuso la disolución o al menos la
degradación internacional. El ingreso en la Comunidad Europea como homo-
logación y garantía democrática funcionó como imán político y económico de
la transición.
Es claro que tales circunstancias se dieron en el caso de España y no en
otras transiciones anteriores o posteriores y, por ello, resulta falaz proponer a
terceros el ejemplo español y propugnar la exportación del modelo.
Pasemos ahora a la tipología atrás expuesta.
En cuanto al factor tiempo, la transición española fue una transición rela-
tivamente lenta. Su inicio puede situarse en Julio de 1976 con la formación del
segundo gobierno de la monarquía y su terminación con la aprobación de la
constitución en diciembre de 1978.
En una primera fase, se desmontan los principales resortes del Estado
autoritario (Junio-Noviembre de 1976) y se elabora el principal resorte de la
transición, la Ley para la Reforma Política (diciembre de 1976). En una se-
gunda fase se reconocen los partidos políticos, se elaboran las normas electo-
rales (marzo de 1977) y se celebran las primeras elecciones democráticas
(junio de 1977). En una tercera fase, se elabora la Constitución (agosto de 1977
a diciembre de 1978).
La lentitud del ritmo de la reforma política tuvo el inconveniente de
aplazar el tratamiento de otras cuestiones, apenas paliado en el campo eco-
nómico por los Pactos de la Moncloa, elaborados en paralelo a la tercera
fase de la transición. Y, lo que es más grave, dio tiempo a la eclosión de
múltiples reivindicaciones autonómicas hasta entonces inexistentes y cons-
truidas por imitación de las vascas y catalanas y abrió un espacio –las pro-
pias Cortes constituyentes– a la eclosión de reivindicaciones sociales que
hipertrofiaron la parte dogmática de la Constitución. Pero, de otro lado, la
lentitud de la transición permitió la costosa elaboración psicológica de la
misma.

91
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

En cuanto a su autoría, la transición española, a lo largo de todas sus


fases, fue autónoma y lo fue no solo formalmente, algo evidente, sino mate-
rialmente. Las influencias foráneas, en la escasa medida en que las hubo, fue-
ron, si acaso, retardatarias y no determinaron ni su ritmo, ni sus fórmulas, ni su
contenido. Los líderes europeos que después han alardeado de su papel deter-
minante en el cambio político español, no lo conocieron mejor que los repor-
teros de prensa (me refiero, conscientemente, a Giscard d’Estaing, Wilson y
Scheel). El Rey Balduino de los Belgas sí influyó positivamente y de forma tan
discreta que esta es la primera vez que creo se publica el hecho. El Rey Balduino
influyó en la atribución constitucional al Rey de España de la designación del
candidato a la formación del gobierno (20). Ello no empece, como antes seña-
lé, a la escasa originalidad de la Constitución de 1978 que es a todas luces una
constitución derivada.
En cuanto al objeto, la transición española construyó mediante una cons-
titución abierta una democracia gobernante para una sociedad abierta en la que
nada esté prescrito ni proscrito, salvo la violencia.
En cuanto a la forma, la transición española fue pacífica, legal y pactada.
Lo primero es evidente. Lo segundo constituyó uno de sus rasgos principales:
el tránsito de la ley a la ley, esto es de la legalidad autoritaria a la democrática
mediante la reforma de las Leyes Fundamentales del régimen autoritario, uti-
lizando las cláusulas de revisión contenidas en las mismas, a su vez revisadas
mediante la octava Ley Fundamental, la Ley para la Reforma Política.
La legalidad de la transición española estuvo presidida por el Rey que,
como «piloto del cambio», desempeñó una triple función: motor de la transi-
ción, polo de referencia de la legitimidad en la crisis y estrato protector de la
democracia.
El Rey impulsó la transición hacia la democracia desde el discurso de su
proclamación ante las Cortes hasta la designación de un gobierno, presidido
por Adolfo Suárez con esta precisa tarea y lo hace en ejercicio de las compe-
tencias que le atribuían las Leyes Fundamentales autoritarias basadas en el
Principio Monárquico cuya función democratizadora yo anuncié en 1973. El
propio Rey invocó dicho Principio ante el Consejo del Reino en marzo de 1976
y así lo reconoció el dictamen del Consejo Nacional del Movimiento de 16 de
octubre de 1976 (21) (parágrafos 4.3.b. y ss.)
El Rey no interfirió para nada –y soy testigo especialmente autorizado de
ello– en el proceso constituyente. Pero durante el mismo y aún antes, cuando
la marcha hacia la democracia ponía en tela de juicio las instituciones y la
legitimidad del sistema autoritario en vías de remoción sin que todavía se
hubiera consolidado una legitimación democrática de las nuevas instituciones

92
5. TIPOLOGÍA DE LA TRANSICIÓN: EL PARADIGMA ESPAÑOL ■

en vías de instauración, el Rey era el único polo de referencia para la lealtad de


la administración, las fuerzas armadas, la judicatura, las instituciones autonó-
micas y la propia ciudadanía. Así se puso de manifiesto, ya ultimada la transi-
ción, con motivo de la crisis del 23 de Febrero de 1981 (22).
El Rey, en fin, fue y es el estrato protector de la democracia a la que la
transición condujo, no solo en ocasiones tan críticas como la citada, sino me-
diante el ejercicio de sus funciones de moderación y mediación entre las insti-
tuciones y las fuerzas políticas.
Por todo ello, por su ritmo pausado, su respeto a la legalidad y la función
integradora del Rey, la transición española que se inició ante la desconfianza
de la mayor parte de la oposición con medidas unilaterales del gobierno toda-
vía autoritario –fundamentalmente la amnistía del 30 de julio de 1976–, califi-
cables de arras del cambio político, continuó siendo dirigida por el gobierno
con contactos cada vez más estrechos con la oposición hasta pactar el recono-
cimiento de los partidos políticos –aunque no las normas electorales– y culmi-
nar en el pacto constitucional. Fue una transición inicialmente otorgada y pro-
gresivamente acordada hasta ser finalmente consensuada.
Como es bien sabido, la elaboración de la Constitución se hizo sobre un
anteproyecto elaborado por una ponencia pluripartidista, debatida en las dos
Cámaras de las Cortes y después sometida y aprobada en referéndum.
La Constitución reconoció identidades nacionales territorialmente asen-
tadas y con derecho a la autonomía política, un sistema electoral proporcional
y la monarquía parlamentaria como forma de Estado.

NOTAS
(1) Mc Ilwain, Constitutionalism. Ancient and Modern, Ithaca, Cornell University Press, 1947,
p. 145.
(2) Estrasburgo (Conseil de l’Europe), 1993. He incorporado lo principal de mi contribución (pp. 20-31)
al presente ensayo. También hubo contribuciones de Vedel (p. 36 y ss.) y Linz (p. 68 y ss.). Me honró
mucho estar en su compañía.
(3) Sobre esta tipología preliminar cf. mi estudio «Autoctonía Constitucional y Poder Constituyen-
te» en Revista de Estudios Políticos, 1970, pp. 87-105. Ahora en este volumen. Ensayo n.º 4.
(4) Cf. mi ensayo Las transiciones de la Europa central y oriental, Madrid (Tecnos), 1990, p. 27 y ss.,
cuyo único mérito fue el ser temprano y premonitorio.
(5) Sobre la categoría general y los precedentes cf. Mirkine Guetzevicht, Droit Constitutionnel
International, París, 1933, p. 40. Sobre el caso libio de 1951, donde se enfrentaron una opción cirenaica
de tendencia monárquica y otra tripolitana más democrática y triunfante en la redacción final de la consti-
tución cf. Kalidi, Constitucional Development in Lybia, Beirut, 1956. En cuanto a Eritrea cuya constitu-
ción se elaboró sobre la base del Acta Federal con Etiopía aprobada por la AG de NNUU (A/RES/390 (V)
de 2 de diciembre de 1950, cf. Schiller en American Journal of Comparative Law II (1953) p. 375 y ss.

93
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

(6) Sobre la categoría general cf. Fawcwett, The British Commonwealth in Internacional Law,
Londres (Stevens), 1963, p. 9393 y ss. y su desarrollo en mi ensayo ya citado «Autoctonía Constitucional...»,
n.º 4 de este volumen.
(7) Cf. Löwenstein, Teoría de la Constitución, trad. esp. Barcelona (Ariel), 1964, p. 209 y ss.
(8) Cf. mi ya viejo libro Nacionalismo y Constitucionalismo, Barcelona (Tecnos), 1971. Sobre la
noción de recepción (p. 71 y ss.) y de estirpes (p. 89 y ss.) y después cf. Anales de la Real Academia de
Ciencias Morales y Políticas, LII, 77 (1999-2000), p. 449 y ss. Ahora n.º 7 de este volumen.
(9) Cf. Linz Obra Escogida, IV, Madid (CEPyC), 2009, p. 227 y ss.
(10) Cf. A. Andel Malek, L’Egypt Societé Militaire, Paris, 1961.
(11) «Modelos de transición del autoritarismo a la democracia: Ideas para Cuba», en Ideas jurídi-
cas para la Cuba futura, Madrid (Fundación Liberal José Martí), 1993, p.80 y ss.
(12) Cf. mi ensayo «Símbolos políticos y transiciones políticas.» En Atenea Digital, 10 (2006),
p. 172 y ss.
(13) Cf. Mi ensayo «Seis décadas después. En el 60 aniversario de la Declaración Universal de los
Derechos del Hombre», El LX aniversario de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre,
Madrid, Instituto de España, 2009. Ahora n.º 16 de este volumen.
(14) Cf. Brunner, «Constitutional models in communist States. A typological overview», en Pe-
láez (ed.) European Constitutional Law/Derecho constitucional Europeo. Homenaje a A. F. Valls I Taber-
ner, Barcelona (PPU), 1988, p. 2112 y ss.
(15) Cf. mi ensayo «Minorities and Historical Titles: the Search of Iidentity», Revista Internacio-
nal de Estudios Vascos, n.º extra 3, 2008, p. 189 y ss.
(16) Algunas muestras ya lejanas en el tiempo en mi libro Nacionalismo y Consitucionalismo, cit. p. 232 y ss.
(17) Cf. Linz, Obras Selectas, cit. p. 450 y ss.
(18) Cf. Duverger (ed.). Les regimes semipresidentiels, Paris (LGDJ), 1986, cf. mi ensayo «Las
funciones interconstitucionales del Jefe de Estado parlamentario» Revista Española de Derecho Constitu-
cional núm 110 (mayo-agosto 2017), p. 15 y ss., en especial pp. 23 y ss. Ahora en este volumen n.º 11.
(19) Cf. mi ensayo «Los instrumentos jurídicos de la transición española» ahora recogido en El
Valor de la Constitución, Barcelona, Crítica, 2003, p. 1 y ss.
(20) Cf. mis Memorias de Estío, Madrid, 1993 (ediciones temas de hoy), pág 135-136,
(21) Informe del Consejo Nacional, 4,3.b; 5,3 (Texto en Herrero ed. La transición democrática en
España, Bilbao (BBV), 1999, II, pp. 41 y 119.
(22) Además de la conocida actitud de las Fuerzas Armadas, ha dejado un testimonio de ello la
actitud del presidente Pujol y, entre otras instituciones la del Consejo de Estado (cf. mi ensayo en Luis
Jordana de Pozas, creador de la ciencia administrativa, Madrid, 2000, p. 93 y ss.).

94
6. SOBRE LA MUTACIÓN CONSTITUCIONAL

1. La mutación consiste en la modificación del sentido normativo de la


Constitución al margen de su texto, mediante actos no normativos realizados
por los sujetos y los actores del proceso público en el que la práctica constitu-
cional se inserta, con el fin de reordenar las relaciones institucionales previstas
en la Constitución.
La convención es una categoría gestada en la práctica constitucional
británica (1) y después desarrollada en los Estados Unidos.
El interés de Paul Laband por el derecho comparado y, un estudioso ale-
mán del constitucionalismo británico, Hatscheck (2), son el eslabón, lógico si no
cronológico, entre esta categoría, y la filogermánica de mutación, como alterna-
tiva a la reforma constitucional. Una categoría acuñada por Paul Laband (3) y
desarrollada por Georg Jellinek en una famosa conferencia pronunciada en Viena
en 1906 y después editada en Berlín (4). La convención puede considerarse así
como una de las posibles vías de mutación constitucional: la mutación conven-
cional.
Los agentes de la convención pueden ser tanto las propias instituciones
constitucionales, esto es los denominados sujetos del proceso político, como
las fuerzas políticas no constitucionalmente formalizadas, esto es, los partidos,
los grupos de presión e incluso individuos, es decir, actores y no sujetos del
proceso político, pero capaces de influirlo y aun de determinarlo. Sin duda, el
proceso político puede decantar determinadas opciones normativas, pero no
son éstas las que realizan la mutación, sino que es la mutación la que las hace
posibles. Así, la norma convencional puede alcanzar tal consistencia en la con-
ciencia social, que termine convirtiéndose en norma de derecho estricto, espe-
cialmente para evitar su olvido. Tal fue la génesis de la XII Enmienda a la
Constitución de los Estados Unidos, introducida en 1951, prohibiendo el tercer

95
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

mandato presidencial consecutivo, una convención seguida desde la fundación


de la República y rota en 1941 por el Presidente Roosvelt.
En sentido contrario, la carencia de una firme convención relativa a la
vicepresidencia, capaz de suplir lo que se entendía como lagunas del texto
constitucional, dio lugar a la XXV Enmienda, relativa a dicha institución.
Introducida en 1967 responde a los acuerdos Eisenhower-Nixon de años antes.
Sin embargo, las convenciones que completan y llegan a modificar radi-
calmente la normativa constitucional no pueden prescindir de ella. La conven-
ción, subraya Jennings (5), solo se da en la Constitución. Por ello, la Constitu-
ción puede permanecer idéntica a través del tiempo y, sin embargo, funcionar
de manera distinta a como fue en otro tiempo. Eadem sed aliter. Tal es el caso
de las instituciones británicas.
La convención puede generarse por costumbre o por acuerdo y, si la pri-
mera es la fuente de numerosas convenciones históricas, en el constitucionalis-
mo contemporáneo lo más usual es la génesis consensuada de la convención.
Esto es, ya acordada por los diferentes protagonistas del proceso político, ya,
al menos, realizada por uno de ellos sin oposición formal del resto. Si el Libro
Blanco belga de 1949 sobre las potestades regias (6) es ejemplo de lo primero;
la presidencialización de la V.ª República francesa lo es de lo segundo (7). En
el primer supuesto, además, las fuerzas políticas consensuantes, formalizaron
su acuerdo en un largo documento; en el segundo no se hizo tal y bastó la prác-
tica comúnmente aceptada.
Se trata de un fenómeno clave en la historia del constitucionalismo moder-
no. Si sus hitos miliares son los grandes procesos constituyentes a partir del de
Filadelfia en 1787, no es menos cierto que su piedra angular, el parlamentarismo
acuñado en Westminster, es fruto del acarreo de múltiples convenciones y con-
vencional fue su recepción en el Continente a partir de la Carta francesa de 1814.
Constatarlo no revela ninguna anomalía en el constitucionalismo contem-
poráneo dada la génesis convencional y consensuada de gran parte de importante
instituciones constitucionales de que da cuenta el derecho y la práctica compara-
dos. Desde los intentos «convencionales» de los acuerdos Eisenhower-Nixon,
cuya falta de continuidad dieron lugar a la mencionada XXV Enmienda de la
constitución de los Estados Unidos, hasta las numerosas convenciones consen-
suadas que han completado las normas de constituciones tan detalladas y rígidas
como las de Austria y la República Federal de Alemania. En este último caso, en
extremos tan importantes como las elecciones de las Presidencias del Bundestag
y del Bundesrat (Acuerdo de Königstein de 1949, revisado en cada ampliación
de la Federación) y de la Comisión de Presupuestos, la participación de los Länder

96
6. SOBRE LA MUTACIÓN CONSTITUCIONAL ■

en el poder exterior de la federación (Acuerdo de Lindau de 1957) o elección de


los magistrados del Tribunal Constitucional Federal (8).
Rescigno (9), uno de los principales tratadistas continentales del fenóme-
no convencional, ha distinguido cuatro posibles contenidos normativos de las
convenciones: la práctica substitución de las normas constitucionales que solo
formalmente siguen en vigor; el complemento de la normativa constitucional
abierta; el desarrollo de una normativa independiente; la superposición de un
significado político a un acto jurídico que sigue produciendo sus propios efec-
tos en derecho.
Ejemplo de lo primero, a juicio de Rescigno, es la convención en virtud
de la cual la Reina del Reino Unido no pude negar la disolución de los Comu-
nes requerida por el Primer Ministro. Y ello es así, en principio. Pero un más
profundo análisis de la práctica británica en la materia, la del Reino Unido y la
de «otros Reinos y Territorios» de los que la Reina es Soberana, muestra no
solo el contenido de la convención, sino su flexibilidad, porque la pervivencia
de la prerrogativa regia permite y ha permitido hasta nuestros días la denega-
ción de la disolución en determinados supuestos (10). Otro tanto puede decirse
de la competencia presidencial en la República Federal de promulgar las leyes
aprobadas en el Bundestag (11).
Buen ejemplo de lo segundo es el desarrollo de los mensajes regios en
España al margen de art. 62 CE sobre la base de las cláusulas generales del
art. 56,1 CE (12).
Ejemplo de lo tercero es la convención, introducida por decisión del Rey
Jorge V, según la cual el Primer Ministro británico, debe de pertenecer a la
Cámara de los Comunes y no a la de los Lores.
Un cuarto ejemplo es la convención italiana según la cual el rechazo par-
lamentario del presupuesto no solo tiene un efecto jurídico directo, la no apro-
bación de éste, sino la censura al Gobierno y su correspondiente dimisión.
Las convenciones son muestra temprana de lo que hoy se denomina soft
law, es decir, se trata de normas, salvo raras excepciones, no enjuiciables por
los tribunales ni apoyadas por sanciones jurídicas, pero, como frente al ini-
cial formalismo de Dicey (13) se ha afirmado con base en la práctica consti-
tucional británica, sí por las políticas y sociales. La convención, por tanto, es
un derecho vinculante, pero flexible hasta al extremo de que puede ser rever-
sible (14).
2. Como el Prf. Cruz Villalón (15) señaló en un precoz ensayo de 1981,
rasgo peculiar de nuestra Constitución de 1978 es que parte muy substantiva
de la constitución material, esto es, la organización territorial del Estado, no se

97
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

contuviera en la constitución formal. «Este país –afirma– carece de constitu-


ción en un aspecto tan fundamental como el de la estructura del Estado». Es
decir, un elemento clave de lo que Schmitt denominaría constitución positiva,
la proyección espacial de la opción sobre el modo y forma de la vida y el ser
colectivo, no se decidió por el constituyente y, en consecuencia no figurara en
el texto constitucional. Lo que el constituyente decidió no fue una estructura
territorial del Estado, sino un proceso para configurar tal estructura.
La consecuencia fue que, los primeros Estatutos de Autonomía, leyes de
ocasión, los pactos políticos, la jurisprudencia e incluso la doctrina, suplieron
la falta de normas constitucionales configuradoras del llamado Estado de las
Autonomías. Muestra de ello fueron leyes como la LOTRAVA, LOTRACA y
la Ley del Proceso Autonómico; los intentos doctrinales de racionalización,
especialmente el llamado Informe de la Comisión de Expertos sobre Autono-
mías de 1981 (16), los subsiguientes Acuerdos Autonómicos del mismo año,
su fruto más sazonado, la frustrada LOAPA, los nuevos Acuerdos Autonómi-
cos de1992 o el concepto de «bloque de constitucionalidad» (17), categoría
importada de la doctrina francesa.
Así, el vacío que causaba la «curiosidad de jurista persa» fue colmado
por una profunda mutación, capaz de causar no curiosidad sino temeroso pas-
mo. El provocado por el paso desde la constitucionalización de un proceso, al
de una estructura distinta de aquella hacia la que el proceso se dirigía, sin alte-
rar las prescripciones de aquel. Esto es, la alteración del contenido normativo
de la Constitución mediante su desarrollo en sentido ajeno al en ella previsto y
la ablación de sus prescripciones por medio de convenciones. Así lo ha descri-
to con ejemplar rigor documental el Prf. Meilán Gil (18). El resultado fue lo
que el italiano Zangara (19) llamó «constitución convencional».
No se trata de un fenómeno extraño a nuestro constitucionalismo. Ni al
histórico, como muestra la introducción del parlamentarismo en el reinado de
Isabel II (20), ni al presente. En efecto, la constitución española de 1978 ha
sido objeto de significativas mutaciones, en cerca de su medio siglo de vigen-
cia. Mutaciones, tanto heterónomas por la pertenencia de España a la UE,
según mostraran en su día los profesores Pérez Tremps y Muñoz Machado (21),
como autóctonas. Si todavía se desconoce la desuetudo de normas constitucio-
nales, es evidente la consolidación de prácticas contrarias al mandato constitu-
cional expreso (v. gr. la aparición de un mandato neoimperativo a favor de los
partidos políticos pese al tenor del art. 67, 2 CE); el cambio de significado de
los términos de la Constitución por la dinámica del proceso público del que la
jurisprudencia constitucional ha sido eco (v. gr. el sentido de «vida» art. 15 CE, o
de «matrimonio» art. 28,1 CE a la luz de las consideraciones hechas por el

98
6. SOBRE LA MUTACIÓN CONSTITUCIONAL ■

Consejo de Estado en su dictamen n.º 6208/2004 sobre el proyecto de ley de


reforma del Código Civil y la correspondiente STC 198/2012); la actuación
institucional no prevista en la Constitución (v. gr. los mensajes del Rey a las
Cortes, otras instituciones y al pueblo, no contemplados en el art. 62 CE) o la
interpretación expansiva de algunos derechos fundamentales en la doctrina del
Tribunal Constitucional (v. gr. art. 23,2 CE a partir de la STC 751983).
Ahora bien, esta breve exposición de la vigencia de la mutación en nues-
tra vida constitucional plantea la cuestión de hasta dónde puede llegar la mu-
tación convencional y cuál es su finalidad.
Konrad Hesse (22) ha puesto de relieve la dificultad suprema de conciliar
la «fuerza normativa de los hechos» teorizada por Jellinek (23), subyacente a
otras formulaciones doctrinales sobre la materia, llámense «realidad constitu-
cional» o «ámbito normativo de la constitución» (24) y la función estabiliza-
dora del texto constitucional, sin que de su propio análisis resulte una solución
satisfactoria. En efecto, señalar como límite a la mutación la literalidad del
texto constitucional descalifica como inconstitucionales y deja al margen del
fenómeno de la mutación gran número de fenómenos políticos de los que un
constitucionalismo vivo está llamado a dar cuenta ¿Cómo dejar al margen de
una constitución viva las trasformaciones hacendísticas ocurridas en el II Reich,
bajo el texto de 1871, la cláusula Frankenstein, que analizara Laband o la evo-
lución del mando militar del Jefe del Estado, sea monárquico o republicano,
desde el control operacional al mando eminente, en los sistemas parlamenta-
rios de nuestros días?
Desde un punto de vista dogmático, me parece lo más acertado proseguir
la vía incoada por Hsü-Dau-Lin de atender a la visión, acuñada por Smend, de
la Constitución como versión jurídica del proceso de integración política en
que consiste el Estado (25). Desde tal perspectiva, el límite de la mutación
constitucional estaría en la función integradora de la Constitución, que Karl
Löwenstein (26) denominará su «telos». Una vez más, la finalidad como prin-
cipio rector de la norma y fundamento de su interpretación teleológica, algo
que está claro en las convenciones constitucionales británicas (27). Sería, en
consecuencia, aceptable la mutación que sirviera a la finalidad integradora de
la Constitución.
De las diferentes vías de mutación constitucional, a los efectos que aquí
interesan, cabe destacar dos: la interpretación jurisdiccional de la constitución
y lo que Jellinek denominó la mutación convencional.
La incidencia de la jurisprudencia constitucional en la configuración del
presente Estado Autonómico es bien conocida y su importancia valorada allen-
de el juicio que merezca su calidad y oportunidad. Cualesquiera que ésta sea,

99
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

«resulta indiscutible que la aportación del Tribunal Constitucional a la defini-


ción del sistema autonómico ha sido de primera magnitud; tan relevante ha
sido esa contribución que, con razón, se ha podido calificar a la nueva estruc-
tura territorial del Estado surgida de la Constitución de 1978 como Estado
Autonómico jurisdiccional» (28).
En cuanto a la mutación convencional, fue el profesor de Bolonia Luciano
Vandelli, en obra avalada por la autoridad de García de Enterría sobre El Orde-
namiento Español de las Comunidades Autónomas (29), quien primero propuso
la aplicación de tal categoría dogmática a los Acuerdos Autonómicos de 1981
y a ella conviene recurrir a la hora de esclarecer los fundamentos constitucio-
nales del Estado autonómico y de contribuir a despejar su futuro
En efecto, todos los caracteres de la convención constitucional atrás
señalados coinciden en dichos Acuerdos Autonómicos de 1981. Fueron los
principales actores del proceso político del momento, UCD y PSOE, los que
concluyeron unos acuerdos, fijados por escrito, en virtud de los cuales se desa-
rrollaron toda una serie de programas normativos que si mutaron la Constitu-
ción lo hicieron a partir de la misma, substituyendo la violación de la letra por
su marginación. Así se abandonó el principio dispositivo previsto por el art. 143 CE,
para la constitución de Comunidades Autónomas, cerrando al mapa autonómico;
se prescindió del calendario previsto en el art. 148,5 CE; se optó por configurar
las CCAA sobre el modelo previsto por el art. 152 y se inició un proceso de
homologación de competencias de las mismas. La jurisprudencia constitucio-
nal completó tan importante mutación. Los Acuerdos de 1992 y la consi-
guiente ley 9/1992 continuaron la mutación y el primer gobierno Aznar
(1996-2000) abrió la puerta a su culminación mediante una ola de reformas
estatutarias (30).
No cabe duda, en consecuencia, que el presente Estado de las Autonomía
no tiene su efectivo fundamento en la Constitución formal, esto es en el desarrollo
y aplicación del título VIII de la Constitución, sino en la mutación convencional
consensuada de dicha Constitución. Lo que Cruz Villalón denominó nuestra
Constitución territorial es, utilizando los ya citados términos de V. Zangara, una
constitución convencional.
3. Ahora bien, si el poder de reforma de la constitución puede, salvo en
el supuesto de una constitución expresamente «pétrea», modificar gran parte
de las opciones que en su día adoptara el constituyente, es lógico que las mu-
taciones constitucionales puedan ser, a su vez, objeto de mutación. Esto es,
una convención consensuada puede ser revisada mediante un nuevo consenso.
En ello consiste la reversibilidad de las convenciones. La fuerza normativa y

100
6. SOBRE LA MUTACIÓN CONSTITUCIONAL ■

el poder vinculante de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, vía


de mutación como la convención lo es según antes señalé, ofrece un paralelo
irrefutable: el Tribunal Constitucional puede modificar su propia doctrina
(art. 13 LOTC) y así lo hizo en la S 31/2010 al superponer las Leyes Orgánicas
estatales al Estatuto de Autonomía de Cataluña del 2006, en oposición a la
doctrina mantenida en la Sentencia 247/2007 (FJ. 6) del mismo Tribunal y que
respondía a la categoría de «normas interpuestas», en su día formulada por
Ignacio de Otto (31).
Si, para un mejor servicio a la finalidad integradora de la constitución,
fuera preciso reordenar la vigente constitución territorial para un satisfactorio
acomodo de Cataluña, sin perjuicio de la integridad del Estado, podría y debe-
ría ponderarse las ventajas de una mutación convencional por consenso que
culminase en una adición a la vigente Constitución (32).
El reconocimiento constitucional de la identidad nacional catalana con
vistas, no a su secesión, sino a reafirmar su voluntaria integración dentro de un
proceso secular de autodeterminación histórica es problema suficientemente
complicado y de difícil tratamiento como para enredarlo más abordándolo a
través de una reforma de la Constitución y de una reforma global como la que
desde algunos pagos políticos y académicos se ha propuesto. Antes al contra-
rio, el problema catalán, aunque afecte a España entera, debe ser aislado y
tratado singularmente y de forma cuanto más sencilla mejor. Si se inserta en
una reforma global, la opción catalana tenderá a generalizarse y perderá la
capacidad singularizadora que el reconocimiento de una realidad tan singular
como es la catalana, requiere.
A mi juicio, la apertura hoy día de un proceso constituyente ofrece más
desventajas –incremento del disenso político, inestabilidad institucional, cre-
cientes tensiones sociales, probable frustración ante los resultados– que venta-
jas. Y quien lo dude piense cuál sería la actitud de los partidos y de la propia
sociedad civil a la hora de optar por la forma de Estado y de gobierno, la exten-
sión de los derechos fundamentales o la administración de justicia, cuando no
puede consensuar una reforma laboral o educativa, sin duda importantes, pero
de mucho menor calado que aquellas otras. Por eso, creo que hay que depurar
la líbido constituyente y, aplazando otras cuestiones sin duda importantes, cen-
trarse en lo que, además de importante, es urgente: Cataluña. Me explico.
En lugar de abordar una reforma de la Constitución, política y técnica-
mente preñada de riesgos, intentemos una mutación constitucional: la altera-
ción de la Constitución sin modificar su texto.
Lo hecho en 1981 por vía de pacto, esto es la generalización y homoge-
neización de las Autonomías, puede invertirse por vía de pacto y singularizar

101
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

una o varias Comunidades Autónomas e incluso pasando de la mutación a una


prudente revisión, formalizarlo en una Disposición Adicional. Si existiera la
voluntad política para pactar no sería difícil añadir por la vía del art. 167 una
nueva Adicional sobre el modelo de la ya existente, como no lo fue la reforma
del art. 135 en el 2011.
El Consejo de Estado, entre 1987 y 1993 propugnó la extensión a Catalu-
ña y Galicia de la Adicional Primera, al considerar sus respectivos derechos
forales como derechos históricos y proyectando en lo público la previsión
constitucional para el derecho privado (33).
Ciertamente el Tribunal Constitucional negó esta posibilidad en ulterior
Sentencia 88/1993 de 12 de marzo. Pero es claro que la doctrina sentada por el
Tribunal Constitucional también puede dar pie a otras mutaciones. Si la
S. 31/2010 sobre el Estatuto Catalán del 2006 invirtió anteriores doctrinas del
mismo Supremo intérprete de la Constitución y mutó en determinado sentido
nuestra constitución autonómica (34), la revisión de dicha doctrina para aten-
der a las evidentemente nuevas y bullentes «circunstancias sociales del tiempo
en que la norma a de ser aplicada» (art. 3 CC), está en manos del propio Tribu-
nal (arts. 13 LOTC) Esta revisión doctrinal podría inaugurar una nueva muta-
ción eliminando cuanto en ellas se negaba de retórico a la identidad nacional.
Y, en todo caso, no faltan a Cataluña derechos históricos reconocidos en
el bloque de constitucionalidad: La Transitoria segunda de la Constitución,
puesto que Cataluña plebiscitó un Estatuto de Autonomía y lo mantuvo en
vigor desde 1932 a 1936, Disposición Transitoria que podría recalificarse
como nueva Adicional (35). Y los derechos históricos invocados en el art. 5 del
Estatuto del 2006 que no anuló la citada STC 31/2010, aunque limitó su efec-
tividad a los territorios forales ¿por qué esta categoría va a ser aplicable sola-
mente a la foralidad vasca y navarra y no a otro hecho histórico generador de
derecho como es la experiencia estatutaria más reciente?
¿Acaso nuestra actual doctrina constitucional ha de estar prisionera de la
de 5 de Abril de 1938, texto en absoluta contradicción con los principios de
nuestra Constitución? Baste para comprobarlo subrayar su tenor: «… el Esta-
tuto de Cataluña, en mala hora concedido por la República dejó de tener vali-
dez en el orden jurídico español desde el día 17 de julio de 1936. Importa por
lo tanto restablecer un régimen de derecho público que, de acuerdo con el
principio de unidad de la patria, devuelva a aquellas provincias el honor de
ser gobernadas en pie de igualdad con sus hermanas del resto de España».
Sobre la nueva Disposición Adicional, podría elaborarse para Cataluña un
Instrumento de Gobierno donde se blindasen competencias estratégicas tales como
las económico-financieras, educativas, lingüísticas y culturales. Un Instrumento

102
6. SOBRE LA MUTACIÓN CONSTITUCIONAL ■

de Gobierno formalmente pactado con el Estado –¿Acaso no lo está el Amejora-


miento del Fuero de Navarra?– y como tal inmodificable unilateralmente, inclu-
so por vía de hecho, de normativa básica o de jurisprudencia, que se sometiera
en su día al referéndum del pueblo catalán de acuerdo con el art. 152.2 CE.
Esto sería, de verdad, tanto integrar como decidir. En integrar consiste el
verdadero españolismo, en decidir la voluntad de los catalanes y para que am-
bos coincidan sirve la mutación.

NOTAS
(1) Cf. Marshall, Constitutional Conventions, Oxford (Clarendon Press) 1984. En la doctrina
española es fundamental, sobre todo lo que sigue, Pedro de Vega, La Reforma constitucional y la proble-
mática del poder constituyente. Madrid (Tecnos), 1988.
(2) Hatscheck, «Konventionalzegeln oder über die Grenzen der Naturwisenchaftlich Begriffsbil-
dung in öffentlichhen Recht» Jaharbuch des Gegenwart, III, 1909, p. 1ss.
(3) «Die Wandlungen der deutschen Reichsverfassung», Jahrbuch d. Gehestiftung zu Dresden,
1/1895, p. 149 y ss.
(4) Verfassungsänderung und Verfassungswandlung, Berlin, 1906 (trad. española de Lucas Verdú,
con amplio y docto estudio preliminar, Madrid, CEC, 1991). Adda. Cf. Löwenstein, Erscheinungsformen
der Verfassungsänderung, Tubinga,1931.
(5) Jennings, Cabinet Government, 3.ª ed., Cambridge (University Press) 1959, p. 5 y ss.
(6) Moniteur Belge, 6 Aout 1949. p.7589 y ss.
(7) A partir de experiencias históricas de la propia Francia (cf. Gilson, La découverte du régime
présidentiel, Paris (LGDJ), 1968, p. 293 y ss. y 337 y ss.), cf. Vedel, «Vers le régime présidentiel» Revue
Francaise de Science Politique, XIV )1964) 1, p. 20 y ss., Últimamente cf. Aromaterio, «La dérive des
institutions vers un régime présidentiel», Revue de Droit Public, 2007, 3, p. 731 y ss.
(8) G. Taylor, «Convention by consensus: Constitutional conventions in Germany» International
Journal of Constitutional Law, 2014, vol. 12, n.º 2, p. 303 y ss. y la bibliografía sobre Austria allí citada.
Contrasta con el volumen y orientación de la bibliografia anterior cf. Hesse, loc. cit., p. 87, nota 1.
(9) Cf. Rescigno, Le convenzioni costituzionali, Padua, CEDAM, 1972.
(10) Es clave Jennings, Cabinet Government, cit. p. 412; cf. de Smith, The New Commonwelh
and its Constitutions, Londres (Stevens & Sons) 1964, p. 90 y ss. y en especial 98 y ss. Un ejemplo
en Hickling «The first five years of Malaya Constitution en Malaya Law Review 4, 1962, 2 p. 186 y ss.
Una síntesis de la cuestión doctrinal en Blackburn, «Monarchy and the Personal Prerogatives», Public
Law, Autom 2004 n.º 74, p. 546 y ss.
(11) Así ocurrió a la hora de ratificar el Tratado de Maastricht cuando el Presidente Federal aplazó
su decisión hasta la Sentencia del Tribunal Constitucional.
(12) Mi trabajo «Los mensajes regios» en Libro Homenaje a Jaime Guasp, Granada (Colmares),
1984, p. 315 y ss.
(13) Cf. Introduction to the Study of the Law of the Constitution. III (ed, Wade, Londes 1959).
(14) Walter Bognador (The Monarchy and the Constitution, Oxford, Clarendon, 1997, p 91-93),
pone como ejemplo de la reversibilidad de las convenciones el que el nombramiento de Baldwin en lugar
de Curzon en 1922 no significa la definitiva exclusión de los Pares del cargo de Primer Ministro.
(15) «La curiosidad de un jurista persa», Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad
Complutense 4 (1981), p. 53 y ss., recogido en La curiosidad de un jurista persa y otro estudios sobre la
Constitución, Madrid (CEPyC) 1999 p. 381 y ss.
(16) Informe de la Comisión de Expertos sobre Autonomías, Centro de Estudios Constitucionales,
Mayo 1981 (Madrid, CEC, 1981Colección Informes n.º 32).
(17) Rubio, La Forma del Poder (Estudios sobre la Constitución), Madrid, CEC, 1993, p. 99 y ss.
(18) El itinerario desviado del Estado Autonómico y su futuro, A Coruña (Bubok), 2014, en espe-
cial pp. 62 y 134 y ss. Las consecuencias políticas las denuncie yo en una temprana conferencia, pronun-

103
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

ciada en el Ateneo de Madrid, el 9 de abril 1981 y publicada en un libro que sobran razones para olvidar,
Ideas para Moderados, Madrid (Unión Editorial) 1982, p. y en especial p. 303 y ss.
(19) Zangara, «Costituzione materiales e Costituzione convenzionale. Notazione e spunti», Scrit-
ti in onore G. Mortati, Milan (Giuffré) 1977, t. I.
(20) Marcuello, La práctica parlamentaria en el reinado de Isabel II, Madrid, 1986, p. 41 y ss.
(21) Muñoz Machado, Le Unión Europea y las mutaciones del Estado, Madrid (Civitas), 1993.
(22) «Limites de la mutación constitucional» Escritos de Derecho Constitucional (Selección), trad.
esp. Madrid (CEC), 1983, p. 85 y ss.
(23) Jellinek no utiliza en el texto citado de 1906 esta categoría a la que da especial realce en su
Teoría General de 1900.
(24) Estas categorías son utilizadas por Laband (vd. supra nota 3) y Müller («Thesen zur
Struktur von Rechtsnormen» en Archiv für Rechts- und Sozialphilosophie LVI (1970), p. 503.
(25) Cf. Hsü Dau Lin, Die Verfassungswandlung, Berlín y Leipzig, 1932, desarrollando el pensa-
miento de Smend, expuesto en 1928.
(26) Cf. Teoría de la Constitución, trad.esp. Barcelona (Ariel), 1964, p 162 que recoge del mismo
autor Über Wessen, Thechnik und Grenzen der Verfassungsänderung, Berlin, 1961.
(27) Las convenciones tienen por finalidad hacer efectivo, más allá de las formas, el poder del so-
berano: el pueblo (Dicey).
(28) Fernández Farreres, La contribución del Tribunal Constitucional al Estado Autonómico,
Madrid (Iustel) 2005, p. 17 y passim.
(29) Madrid (IEAL), 1982, p. 403 y ss.
(30) Cf. Meilán Op. cit., p. 196 y ss.
(31) Cf. de Otto, Derecho Constitucional. Sistema de fuentes. Barcelona (Ariel) 1989, p. 94.
(32) Expuse esta tesis en el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales en el otoño del 2012 y
la reitere en el Círculo de Economía de Barcelona el 9 de abril del 2013 («Para el reconocimiento consti-
tucional de Cataluña» La reforma de la democracia española. Las dimensiones políticas de la crisis,
Circulo de Economía, 2013, p. 47 y ss. La idea fue descalificada por el Gobierno con el argumento «¡Ya
están los listos!» ¿Era acaso mejor que se quedaran los tontos?
(33) Cf. Recopilación de Doctrina Legal 1987, p. 87-95; 1988, p. 65-103, los recopiladores no
recogieron la mención de la Adicional Primera que sí está en el original del dictamen n.º 50.452; 1989, p. 61-66;
1991, p. 146-163; 1992. p. 153-176; 1993, p. 66-103).
(34) Entre otros muchos análisis que muestran el alcance del cambio de doctrina jurisprudencial
cf., el ponderado y, por ello mismo, más elocuente ensayo de Tornos «El Estatuto de Autonomía de Cata-
luña y el Estado Autonómico. Tras la Sentencia del Tribunal Constitucional 31/2010» El Cronista del
Estado Social y Democrático de Derecho, n.º 15. Octubre 2010, p. 18 y ss.
(35) Meilán, Op. cit. p. 233.

104
7. BALANCE DE UN SIGLO DE CONSTITUCIONALISMO
De la racionalización al neohistoricismo

La razón del presente ensayo es atender la insistente sugerencia de nues-


tro Presidente para centrar los trabajos de esta Casa durante el presente curso
en torno a un balance finisecular. Esto es, cuál sea el estado, a lo largo de la
centuria que ahora termina, de la disciplina especialidad de cada cual, o, en mi
caso, por razones evidentes, mera afición.
La dimensión de la tarea obliga a ser selectivo y en ello va implícito algo
de prescriptivo. Lo primero me permite, por esta vez, limitar la erudición en
beneficio de la intuición y seleccionar aquellos datos positivos y, excepcional-
mente, jurisprudenciales y doctrinales, de donde, en el más ortodoxo «more
husserliano», tomar conciencia de ejemplo para explicitar el sentido de una
realidad que, por extenderse a lo largo de un siglo, sólo puede ser comprendida
como proceso. No se menciona todo, ni siquiera lo más importante o mejor
(nadie se ofenda, pues, por no ser citado) sino lo más relevante como indicio
de una tendencia o como ilustración documental de la misma.
En cuanto a lo segundo, por sinceros que sean los propósitos de objetivi-
dad, es obvio que, al seleccionar fenómenos y dar cuenta de sus interpretacio-
nes, el relator atiende a lo que estima más significativo y lo hace, inevitable-
mente, de acuerdo con sus preferencias, viendo en el ser que nace o declina
indicios de lo que estima debiera llegar a ser o desaparecer.
El constitucionalista no puede renunciar a la vocación más o menos cons-
ciente de constituyente y su análisis, sea el de Sieyès o el de Hamilton, el de
Preuss, Debré, Jennings o el mío propio –y no somos tantos los que hemos
tenido una constitución entre las manos– tiene siempre algo de manifiesto pro-
gramático.

105
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

¿Cuáles son los límites históricos del siglo? El término ad quem está claro;
puesto que se trata de hacer un balance en el año 2000. Pero, ¿y el término a quo?
A muchos efectos, el siglo xix termina con la Primera Guerra Mundial y, en
cuanto hace al Derecho constitucional, el xx comienza con la primera postgue-
rra y los nuevos textos constitucionales que en ella ven la luz. Incluso uno
novedoso, ajeno a esa circunstancia, el mejicano de 1917, en opinión de mu-
chos origen del moderno constitucionalismo social, coincide cronológicamen-
te con la eclosión de nuevas constituciones en Europa.
Este hito fundamental en la historia del moderno constitucionalismo es el
punto de referencia para interpretar la reflexión doctrinal. Así, aunque Kelsen
delimitara el método jurídico frente al sociológico desde 1911, su obra funda-
mental, Problemas capitales de la Teoría del Estado es de 1923, cuando ya su
autor ha inspirado la Constitución austríaca de 1920 y las que le son paralelas.
Por el contrario, la Teoría General del Estado de Jellinek, publicada en 1900,
sólo está vigente directamente hasta la caída del II Reich, sin perjuicio de su
influencia a lo largo de todo el siglo, tanto sobre el propio Kelsen –recuérdese
el Prólogo a la Teoría General de 1925– como, por ejemplo en Francia, a través
de la reacción de Duguit –cuyas obras más importantes se inician con el siglo–
o de la recepción por Carré de Malberg, y en los países de habla española, a
partir de la traducción por Fernando de los Ríos en 1924.
Este es el período más fecundo del moderno Derecho constitucional, no
sólo cuantitativa sino cualitativamente. Primero, porque el siglo que ahora aca-
ba ha visto lo que, con razón, Löwenstein denomina la universalización de la
Constitución escrita. Tanto porque el Estado moderno es la forma política que
ha llegado a extenderse a todo el planeta, como porque, casi sin excepción, los
Estados han adoptado una Constitución. Algo que no es casual sino debido a un
mismo proceso de racionalización de la vida política que, por una parte, hace de
la Nación el cuerpo político que justifica al Estado frente a los Imperios de an-
taño y, de otra, codifica los valores básicos y las reglas de procedimiento de la
vida colectiva. Como traté de mostrar en mi ya vieja tesis doctoral, Nacionalis-
mo y Constitucionalismo (1971) son, así, polos correlativos de un proceso de
modernización. No hay modernización sin Estado nacional y todo Estado
nacional se da una Constitución. Así ocurrió en la Europa decimonónica y des-
pués en América y así ha ocurrido en este siglo tanto en Centroeuropa primero
como en Asia y África después.
Ciertamente que esta universalización de la Constitución escrita va al paso
de su desvalorización y relativización. El rigor propio de lo simbólico corre el
peligro de disolverse en mera retórica si el símbolo se toma como metáfora. Por
eso, muchas de las constituciones adoptadas como emblema de modernidad,

106
7. BALANCE DE UN SIGLO DE CONSTITUCIONALISMO... ■

son, en el sentido que al término diera el propio Löwenstein, Constituciones


sólo nominales e incluso meramente semánticas y muchas, aunque no todas, de
las normas fundamentales africanas y asiáticas son buen ejemplo de ello.
Sin embargo, también en este caso, incluso la mera retórica constitucio-
nal tiene su incidencia en la realidad. Porque toda Constitución de nuestro
tiempo tiende o simula tender hacia una cierta pretensión de validez. Esto es,
las Constituciones son normativas e incluso las nominales y semánticas apa-
rentan serlo e, invirtiendo el proceso antes descrito, lo retórico termina aspi-
rando a conseguir la plena eficacia de lo simbólico. Así por ejemplo, las Cons-
tituciones democráticas de la segunda postguerra y, en general, las nacidas de
la descolonización y de la disolución del Imperio Soviético, acentúan la pre-
tensión integradora que el sagaz Rudolf Smend intuyera en los años veinte
como esencia del constitucionalismo. Así lo revela el llamado patriotismo
constitucional propugnado por Habermas respecto de la GG; la búsqueda de la
autoctonía constitucional en Irlanda primero y, después, en los Estados naci-
dos de la descolonización; o la llamada recuperación de la identidad nacional
a través de emblemas e instituciones constitucionales, cargados todos ellos de
valores simbólicos, en los países de Europa Central y Oriental a partir de 1989.
Y, más aún, se acentúa el sentimiento constitucional que no consiste sólo
en lealtad a las instituciones constitucionales, sino en la confianza, a veces
excesiva, en sus capacidades, rayana en ocasiones en magia constitucional.
En fin, muchas Constituciones y de los más importantes países de toda
latitud, pretenden ser y son realmente normativas, es decir, someten el proceso
político a reglas de Derecho que, si bien no lo substituyen, sí lo encauzan, ga-
rantizando su eficacia con un sistema de controles judiciales. La difusión de la
jurisdicción constitucional, tanto en Europa continental como en América,
Asia y África, es buena prueba de ello. Las Constituciones no son, pues, mero
programa, sino todo un complejo normativo con pretensiones de validez su-
prema y, en muchos casos, inmediata. Por ello es posible desarrollar en torno
a ellas no sólo una mera descripción institucional, sino toda una construcción
dogmática. Si la doctrina había acuñado conceptos político-constitucionales
desde comienzos del siglo xix, la categorización jurídica es obra del xx, fun-
damentalmente alemana e italiana.
Ello ha dado lugar a una tercera característica del constitucionalismo
finisecular: su desdramatización. El Derecho constitucional continental como,
desde siempre, el anglosajón, es o aspira a ser, según su grado de madurez,
sólo derecho, esto es, la vida misma considerada desde una determinada pers-
pectiva: la resolución de conflictos entre los gobernantes y de sus relaciones

107
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

con los gobernados para conseguir la paz, la justicia y, lo que es presupuesto


de ambas, la integración política.
Ello da lugar, al menos, a las siguientes consecuencias. Primero, lo que
Maunz denomina Constitución viva, desborda los límites de la Constitución
escrita y se integra por amplios grupos normativos, prácticas consuetudinarias
e interpretaciones jurisprudenciales e incluso doctrinales. El Derecho constitu-
cional es base del Derecho público tanto como del Derecho privado. Pero, por
ello mismo, ha hecho cuerpo con ambos. Si el Derecho administrativo, desde
la recepción por el Conseil d’État francés de los derechos sociales proclama-
dos en 1946 hasta lo que García de Enterría ha denominado Hacia una nueva
justicia administrativa se explica sobre la base de imperativos constituciona-
les, el iusprivativista sólo puede analizar los llamados derechos de la persona-
lidad o los derechos patrimoniales, a la luz de los Derechos Fundamentales
proclamados en la Constitución.
Esta substantivación tiene el coste doctrinal de primar el Derecho consti-
tucional particular sobre el general y el comparado, hasta el punto de que la
teoría de la Constitución no es ya Teoría del Estado sino parte general de un
concreto sistema constitucional, y el Derecho procesal constitucional se con-
viene en el sector más cultivado por la doctrina como correlato a la rampante
judicialización de la política constitucionalizada.
Ello nos aleja de las doctrinas de la crisis, tan en boga en los años treinta
y cuarenta de este siglo, y da pie al auge del neoconstitucionalismo o neoposi-
tivismo representado, v. gr., por Faverau, que tanto ha influido en España. Fren-
te a la calificación de la Constitución como mera supervivencia, enunciada
en 1955 por la más autorizada doctrina francesa (Burdeau), el neopositivismo
anuncia su resurrección, pero transmutada en jurisprudencia constitucional.
La judicialización hace de la polémica protagonizada por Kelsen y Schmitt
en torno a la defensa de la Constitución una pieza de museo. Pero Finlandia
(en los años treinta), Francia (1958, 1961) y España (1981) han conocido en
las últimas décadas candentes ejemplos de la defensa política del orden cons-
titucional. Los factores simbólicos de integración han sido minusvalorados por
la doctrina y aun por la jurisprudencia, pero la práctica demuestra su eficacia
por doquier, desde Bélgica a Australia. La transformación del constitucionalis-
mo en metafísica con Schmitt, en sociología con Heller o en epistemología con
Kelsen, qué caracterizara, a juicio de nuestro compañero Javier Conde, el De-
recho político actual, es agua definitivamente pasada. Pero los legados de estos
autores, enterradas ya sus disputas, siguen vigentes y la Constitución es norma
gracias a Kelsen, porque, como dijera Schmitt, supone una decisión existencial

108
7. BALANCE DE UN SIGLO DE CONSTITUCIONALISMO... ■

de lo que Smend calificara como cuerpo político, fruto de un permanente proceso


de integración.
La antes señalada universalización de la Constitución escrita, caracterís-
tica del siglo xx, tiene lugar a través de diferentes oleadas, para cuya clasifica-
ción acudiré a la tipología de Biscaretti di Ruffia, entre Estados de democracia
clásica, Estados autoritarios y Estados socialistas.
La estirpe socialista que tanta importancia ha tenido, especialmente
entre 1946 y 1989, parece definitivamente agotada al terminar el siglo. Si hoy
abundan los regímenes autoritarios, no utilizan ya las fórmulas propias de un
constitucionalismo que arranca de la Constitución consular francesa de 1799 y
llega a la Ley Orgánica del Estado española de 1966, sino que se escudan bajo
las instituciones, a veces deformadas, de la democracia clásica. Reduciré por
lo tanto a esta mi examen.
La primera postguerra vio el nacimiento de lo que Boris Mirkine Guetzé-
vitch, Académico correspondiente de esta Casa, denominó Las nuevas Consti-
tuciones de Europa, nacidas de los escombros de los Imperios alemán, austríaco
y ruso destruidos por la guerra, y de las que es epígono muy tardío la española
de 1931. Paralelamente, la disolución del Imperio Otomano dio lugar a toda una
generación de constituciones árabes, de corte liberal hasta la egipcia de 1956.
En la década siguiente tuvo lugar el fortalecimiento del ejecutivo e incluso la
emergencia de regímenes totalitarios, pero si el nacionalsocialismo repelía
cualquier noción de Constitución, los autoritarismos europeos y sus paralelos
americanos y asiáticos plasmaron en importantes constituciones (Leyes ita-
lianas de 1925, proyecto español 1929, Portugal 1932, Brasil y Austria 1934,
Polonia 1935, etc., de todo lo cual son epígonos las Leyes Fundamentales es-
pañolas de 1937 a 1966), algunas de las cuales, especialmente las leyes italia-
nas, dieron lugar a importante literatura técnico-jurídica.
La segunda postguerra dio lugar a tres tipos de Constituciones. Las reacti-
vas frente a los regímenes vencidos (Francia, 1946; el Japón, 1946; Italia, 1948);
las de las repúblicas populares, que iniciaron una frondosa estirpe prolongada
hasta la década de los ochenta; y aquellas constituciones que no sólo reaccio-
nan frente al autoritarismo, sino frente al desgobierno que se supone estuvo en
su origen. Tal es el caso de la propia Constitución alemana de 1948 y de la
francesa de 1958.
En paralelo, tuvo lugar la primera fase de la descolonización con una
serie de constituciones de corte socialdemócrata, cuyos exponentes más prin-
cipales son la birmana de 1948, la india de 1950 y la de Pakistán de 1956.
En la misma década, se inicia la segunda fase de la descolonización, que
se prolonga durante veinte años a través de los procesos constituyentes subsi-

109
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

guientes a la independencia de los nuevos Estados asiáticos y africanos, en las


que se optan por fórmulas presidencialistas de tendencia autoritaria, a partir de
la Constitución marfileña de 1960 y de la paquistaní de 1962.
Por último, la disolución del Imperio Soviético, primero, y de la propia
URSS después, ponen fin al constitucionalismo propio del socialismo real y
dan lugar a una serie de constituciones liberal-democráticas, que en ocasiones
ocultan sistemas políticos autoritarios.

La racionalización del poder

¿Cómo puede caracterizarse tan abigarrado conjunto? El rasgo funda-


mental del constitucionalismo del siglo que acaba es la racionalización del
poder, entendida en un triple sentido.
Primero, como reacción frente al historicismo de la época inmediatamen-
te anterior. Si constituciones y códigos fueron desde el comienzo empresas de
racionalización, ciertamente la permanencia del Antiguo Régimen hasta 1918,
se refleja, entre otros extremos, en el historicismo imperante en el Derecho
constitucional. Baste pensar en construcciones características de la escuela
alemana del Derecho público, como el Principio Monárquico o los Fragmen-
tos de Estado, vigentes hasta 1919. Es este carácter reactivo del constituciona-
lismo de la primera mitad del siglo el que lleva a acentuar la laicidad, por
ejemplo en España en 1931, o establecer repúblicas sin republicanos, como en
Alemania, Austria, Bohemia o Finlandia. En el resto de Europa, salvo en Es-
paña, la república hubo de esperar para ser proclamada a la ocupación militar
extranjera. Por el contrario, años después, en los Estados nacidos de la desco-
lonización, el nacionalismo, salvo en raros casos, impuso la forma republicana
y eliminó las aristocráticas tradicionales, tachadas de arcaizantes.
No se trata de oleadas constitucionales inconexas entre sí. La ya acuñada
tipología de Biscaretti permite construir estirpes (v. gr., democrática, autoritaria o
socialista) y tangentes a cada una de ellas, generaciones, caracterizadas por rasgos
comunes. Por ejemplo, el fortalecimiento constitucional del Ejecutivo sucede al
parlamentarismo en África en los sesenta, como en Europa en los treinta, o, por
doquier, la socialdemocracia de las declaraciones dogmáticas a las liberales. En
fin, es posible detectar entre tales fenómenos influencias recíprocas que permiten
establecer filiaciones de lo originario a lo derivado y hablar de recepción consti-
tucional. La vigente Constitución española es buen ejemplo de ello.
Segundo, la racionalización se manifiesta ante todo en la negación de la
autonomía del poder político y en su sometimiento al derecho. En ello insisten

110
7. BALANCE DE UN SIGLO DE CONSTITUCIONALISMO... ■

las nuevas constituciones, desde la alemana de 1919 hasta la vigente Ley Fun-
damental de la República Federal, especialmente a través de la llamada cláu-
sula de oro del Estado de derecho –el pleno sometimiento del poder al derecho
y una garantía jurisdiccional– seguida después por otras constituciones, v. gr.,
la española vigente.
Ciertamente, lo que diferencia la nueva legalización del poder de la
recepción del Derecho romano o de la recepción ulterior del Derecho natural
racionalista, es que ahora la ley es expresión de la voluntad general. Raciona-
lización equivale a democratización. Esta es la primera tendencia del nuevo
Derecho constitucional que enunciara Boris Mirkine Guetzevitch y cuyo inter-
no dinamismo, como veremos más adelante, hace evolucionar el Derecho
constitucional en novísimas direcciones. Pero la Constitución democrática,
precisamente por expresar con suma radicalidad la voluntad del pueblo sobe-
rano y condicionar a ella cualquier otra manifestación constituida de la volun-
tad general, se considera plena, esto es, comprensiva en su literalidad, de la
regulación normativa de los valores fundamentales de la comunidad política y
de la estructura y procedimientos de las instituciones básicas del Estado.
Por eso, y ésta es la tercera dimensión de la racionalización, las constitu-
ciones estudiadas pretenden reducir toda facticidad política a normatividad y
regularlo todo. En expresión de Antonio de Luna, maestro de la entonces Uni-
versidad de Madrid, convertir la política en derecho procesal. Hay instituciones
de relieve constitucional, como los Consejos Económico-sociales, que procu-
ran racionalizar el diálogo social, y categorías como la garantía institucional o
el mandato del legislador, que expresan, respectivamente, la racionalización de
la seguridad o de la dinámica política. No hay política fuera de la Constitución.
Es lo que Stern denomina empeño de remitirse a la ejecución constitucional;
postulado susceptible de funcionar como pretexto o máscara.
La dogmática constitucional clásica, especialmente la de raíz kelseniana, y
la escuela constitucionalista italiana, responden a esta visión de la Constitución
literal, plena y normativa. Sin embargo, el impacto de la ciencia política sobre
los juristas, la decantación de las visiones substancialistas de la Constitución
(Schmitt, Mortati, Lucas Verdú) y la mayor complejidad de la vida político-so-
cial de la que las jurisdicciones constitucionales hubieron de dar cuenta, han
llevado en las últimas tres décadas a una concepción distinta de la Constitución.
Esta ya no aparece en un sólo texto, sino dispersa a través de todo un «bloque de
constitucionalidad»; renuncia a la plenitud y pretende ser un mero «punto de
Arquímedes» que permita la integración jurídica de la realidad sociopolítica; y
su «normativa se abre a la facticidad», ya para ampararla y respetarla –v. gr,
Disposición Adicional Primera de la CE respecto de los Derechos Históricos de

111
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

los Territorios Forales– ya para asumirla –v. gr., art. 10 CE respecto de las decla-
raciones internacionales de Derechos–, ya para, incluso, transformarla –v. gr. la
llamada cláusula de transformación de la Constitución italiana, art. 3, seguida
por el art. 9.2 CE–. Se trata, pues, de una Constitución abierta.
Ahora bien, si la Constitución en cuanto norma está formalmente abierta
hasta el punto de que opciones inherentes a la Constitución que Schmitt denomi-
nara positiva se contienen en normas que ni siquiera son formalmente parte de la
Constitución, ello se debe a que el sistema constitucional es, no ya formal, sino
substancialmente abierto, y ello en un doble sentido. Por una parte, como señala
Häberle, abierto al proceso, no ya político sino público, del que son actores una
pluralidad de intérpretes, desde los tribunales constitucionales a la doctrina ius-
publicista y la propia opinión pública, y que a partir de unos principios constitu-
cionales y de acuerdo con unas reglas procedimentales, reelabora esos valores y
reinterpreta esas reglas. Así, por ejemplo, es claro que, hoy día, el derecho a la
vida proclamado en numerosas constituciones y otros instrumentos del mismo o
mayor rango, como son las declaraciones internacionales de derechos, significa
algo distinto a lo que significaba muy mayoritariamente hace varias décadas. Y
los valores consagrados en el denominado Derecho constitucional económico
significan cosas diferentes interpretados a la luz de un pensamiento único, aun-
que sea alternativo, o a la luz del pacto y del consenso.
De otro lado, como señala Schneider, la apertura del sistema constitucional
es de carácter estructural. Esto es, se abre tanto a realidades infra y para estatales
como supra e internacionales. Y tal es el sentido de las nuevas vías del federalis-
mo o el nuevo Derecho internacional constitucional que más adelante expondré.
En instrumentar esta apertura vertical tanto como horizontal, radicarán, al decir
de Häberle, Los retos actuales del Estado Constitucional. Gustavo Zagrebelsky,
en su obra sobre El diritto mitte (1992), ha esbozado una crítica transcendental
de esta nueva concepción de la Constitución y de su Teoría.
La dinámica de la racionalización así esbozada y cuyos últimos avatares
son tan distintos de los que hubiera podido imaginar el citado Boris Mirkine
Guetzevitch, se explicitan en cinco principales dimensiones, correspondientes a
las otras tantas Nuevas tendencias del Derecho Constitucional que el mencio-
nado autor señalase en 1931 como propias de la primera postguerra mundial.

Democracia

La primera es, sin duda, la opción democrática. Frente al Principio


Monárquico que caracterizaba el constitucionalismo de Europa Central y

112
7. BALANCE DE UN SIGLO DE CONSTITUCIONALISMO... ■

Oriental hasta 1918, o la ambigua versión doctrinaria que inspiraba expresa o


tácitamente el Estatuto Albertino de 1848, la Constitución sueca de 1866 y la
española de 1876, el principio democrático podía considerarse todavía minori-
tario hasta la I Guerra Mundial.
El primer carácter de las nuevas constituciones es afirmar, sin ambages,
la soberanía nacional. Y, en un estadio posterior, la soberanía popular o, en
fórmula mixta, la soberanía nacional del pueblo (España, 1978). La tendencia,
claramente marcada a partir de la Constitución de Weimar de 1919 y que en
España se introduce en 1931, se extiende en la segunda postguerra tanto en
Europa, donde incluso inspira los textos autoritarios, como es el caso de las
Leyes Fundamentales españolas, como fuera de Europa, empezando por el
Japón y siguiendo por todos los Estados fruto de la descolonización.
Consecuencias de este nítido principio democrático es la difusión del
referéndum como instrumento de democracia directa, la decadencia del bica-
meralismo por el debilitamiento de las Cámaras Altas cuando no por su supre-
sión, y la consagración constitucional del Estado de Partidos.
Al terminar el siglo, el principio democrático se ha generalizado y hecho
indiscutible e indiscutido. Hoy, son democráticas todas las constituciones
vigentes. Y las últimas manifestaciones del Principio Monárquico en España
(1976), Camboya (1955, sobre el artículo 21 de la Constitución de 1947),
Bután (2008) y Nepal (entre 1959 y 1962), han sido instrumentos de demo-
cratización. Sin embargo, lo que hace unas décadas parecían manifestaciones
evidentes de la democracia no siempre se han desarrollado en la dirección
prevista.
El referéndum legislativo no ha tenido la difusión que se esperaba. Por el
contrario, se ha desarrollado como instrumento constituyente y como herra-
mienta de consulta sobre grandes problemas que, constitucionales o no, supo-
nen decisiones políticas de gran calado, ya por su proyección axiológica (v. gr.
aborto), ya porque afectan a la propia existencia de la comunidad política
(v. gr. integración en la Unión Europea).
El mayor valor del referéndum consiste, sin duda, en reducir el control de
la clase política sobre las decisiones populares. Así, por poner sólo algunos
ejemplos, fue el referéndum el que permitió eliminar paulatinamente las insti-
tuciones heredadas de la IV República Francesa, la capacidad regia de recurrir
a él aceleró la transición española, sus resultados moderaron el euroentusias-
mo de la clase política francesa y ha salvado la Monarquía en Australia. Por
eso mismo, allí donde la clase política considera imprescindible mantener su
control, el referéndum se excluyó conscientemente de la Constitución. Por
ejemplo, en la Ley Fundamental alemana (vid. art. 20.2 GG).

113
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

La ardorosa defensa que hiciera Hans Kelsen en su opúsculo Esencia y


valor de la democracia (1928) de los partidos como principalísimos órganos
constitucionales, portadores, cada uno de ellos, de una fracción de la soberanía
popular, dieron su fruto. Primero mediante ley, después, en la segunda postguerra
y en adelante, dando cumplimiento al esquema enunciado por Triepel, a través de
las mismas constituciones. Los partidos adquieren así rango constitucional.
El Estado de Partidos se ha consolidado por doquier, si bien en el Continen-
te más que en los países de raíz anglosajona, e incluso revestido formas patoló-
gicas calificadas de partitocracia. Pero esta misma hipertrofia del protagonismo
y poder partidista, ha generado tendencias contrarias. De entre todas ellas, la más
característica de este fin de siglo es la extensión e incluso constitucionalización
de las Administraciones Independientes, potenciada, por vía comunitaria, en la
Unión Europea. Esto es, de aquellas instituciones encargadas de garantizar la
gestión objetiva y eficaz de determinadas parcelas de la cosa pública considera-
das especialmente sensibles, como por ejemplo la política monetaria o la energé-
tica. En determinados países se encarga a Administraciones Independientes el
control electoral –tanto en Estados surgidos de la descolonización británica
como, más recientemente, iberoamericanos– y es patente la tendencia a configu-
rar así la gestión de la justicia, como alternativa a su autogobierno, la función
pública y aun la política presupuestaria. Si la neutralización del Estado, puesta
en tela de juicio por su propia democratización, sé pretendió en un principio
asegurar a través de la distribución y consiguiente equilibrio de poder entre los
partidos, las sospechas que éstos levantan por doquier llevan, una vez que los
partidos han monopolizado la democracia, a buscar la neutralización por la vía
no democrática de la burocratización. Resucita así el Oberkeitstaat en determi-
nados sectores. Por ejemplo, algo tan importante como la inspección del sistema
financiero por el Banco Central, en España.
En España la doctrina legal del Consejo de Estado ha tratado al parecer
con éxito inicial de poner freno a estas tendencias mediante una serie de dictá-
menes sintetizados en la Memoria del Consejo, correspondientes al 2019 (p. 193),
y según la cual la potestad normativa de las autoridades administrativas inde-
pendientes constitucionalmente admisible y legalmente reconocida, tienen ca-
racteres propios frente al reglamentario del Gobierno. Se trata de una potestad
no uniforme y de carácter limitado y técnico sometida al derecho administra-
tivo general y que no puede derogar las normas reglamentarias dictadas por el
gobierno o sus miembros, incluso cuando se trate de disposiciones que regulan
materias asumidas por ellas. En su actuación deben acomodarse a los princi-
pios de buena regulación, sus actos y normas deben elaborarse de manera
transparente y con la colaboración de los agentes interesados. La índole técni-

114
7. BALANCE DE UN SIGLO DE CONSTITUCIONALISMO... ■

ca de su fundamento comporta que la memoria del impacto normativo que


debe acompañarlas sea un instrumento primordial justificativo de su legitimi-
dad y corrección y útil en consecuencia para su interpretación.
Doy por supuesto que los diseñadores de estas administraciones descono-
cían sus precedentes aunque sí intuían su futuro, extremos ambos que merecen
un amplio estudio aún por hacer. La meta es evidente, un redivivo estado auto-
ritario, es decir, exento de todo control democrático y jurisdiccional.
Lo primero, la independencia se pretende respecto del gobierno e incluso
del ordenamiento todo, de manera que las citadas administraciones establez-
can sus propias competencias y procedimientos.
Dicha independencia para ser del todo eficaz a mi juicio debería exigirse
interprivatos cumpliendo la vieja formulada canónica que exigiera la separa-
ción «del lecho, la mesa y la habitación».
Pero los intentos más o menos, exitosos, de colonización de las adminis-
traciones independientes por las tecnoestructuras de los sectores empresariales
y laborales afectados, fenómenos que se inician en los propios Estados Uni-
dos, cuna de estas instituciones, es difícilmente evitable porque es claro que
los especialistas que requieren las instituciones de control se han formado o
proceden de los propios sectores a controlar.
Lo segundo, la exclusión del control democrático porque la dominación
legitimada por la representación se sustituye por el «poder legitimado por el
saber», atendiendo a la definición de burocracia que da Weber. Saber del que
carece el electorado. El reciente libro del Profesor Esteve sobre Los orígenes
del pensamiento antiparlamentario (2019), desde mediados del siglo xix da
luz sobre los fundamentos y los perfiles ideológicos de tan importante hito en
el pensamiento político.
Lo tercero, la marginación del control jurisdiccional porque se niega a los
jueces el saber técnico para ejercer un control responsable sobre los criterios y
decisiones de unas administraciones altamente especializadas. Los responsa-
bles de las mismas no se recatan de afirmarlo a la hora de huir de los tribunales.
Tales metas son plenamente coherentes con los orígenes institucionales
de esta tendencia: la génesis del estado autoritario en la constitución francesa
del año VIII (1779), origen de toda una estirpe constitucional que sustituye la
política por la administración.
La misma formación reactiva frente a la partitocracia es una de las prin-
cipales causas del resurgir del bicameralismo. Si la mayor parte de los Senados
sigue apareciendo como instrumento de participación de los elementos de un
Estado complejo, aunque en algunos casos, empezando por los Estados Uni-
dos, ello sea más apariencia que realidad, los principales argumentos hoy uti-

115
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

lizados para el mantenimiento e incluso fortalecimiento de las Segundas


Cámaras son su utilidad para llevar a la vida política elementos, que la dinámi-
ca de los partidos excluye (reforma de la Cámara de los Lores británica y otras
fórmulas de senaduría vitalicia) o ponderar y moderar los inestables equili-
brios partidistas (función del actual Senado francés).
Pero la mutación más importante se refiere al mismo concepto de sobera-
nía que la democracia había dinamizado. De la soberanía como plenitud de
potestad que, hacia el interior, supone la inconmensurabilidad del Estado fren-
te a otras realidades para e infra estatales y, hacia el exterior, la mera coordina-
ción de potestades, se pasa a otra concepción muy distinta. El pluralismo polí-
tico y social interno, la formación de centros de poder alternativos al propio
Estado. La integración no sólo ínter sino supranacional, plantean la cuestión
de si Althusio no ha triunfado sobre Bodino y no existe ya soberano alguno.
Pero, la soberanía –decía De Gaulle– «c’est quelque chose», el instrumen-
to de defensa de la propia identidad, y su erosión puede suponer la disolución de
todo cuerpo político y la evanescencia de toda legitimidad del poder. De ahí re-
acciones soberanistas que la «corrección política» obliga a silenciar, como la
marcada por el Tribunal Constitucional alemán en su Sentencia de 12 de octubre
de 1993 cuya difusión en España se dificultó y retrasó desde el propio gobierno.

Racionalización del parlamentarismo

La segunda tendencia a analizar es la denominada por Mirkine Guetzevitch


racionalización del parlamentarismo. En efecto, durante todo el siglo xix los
regímenes parlamentarios fueron, en uno u otro grado, duales. Esto es, el go-
bierno se basaba tanto en la confianza de la o las Cámaras, como en la del Jefe
del Estado. Frente a esta concepción del parlamentarismo dualista, el parla-
mentarismo monista supone que el gobierno se corresponde con la mayoría de
la Cámara y, de hecho, es designado por ella. Esta es la concepción que se ra-
cionaliza, es decir, se lleva a la letra de numerosas constituciones de este siglo,
precisamente como reacción frente a un dualismo que, acertada o equivocada-
mente, se estimaba residuo del Principio Monárquico. Así ocurre en las cons-
tituciones inmediatas a la Primera Guerra Mundial, algunas de las cuales lle-
gan a suprimir incluso la Jefatura del Estado y encargan a la Asamblea la
elección directa del Presidente del Gobierno. Después, en la segunda postgue-
rra, en Francia, Japón y Alemania, como reacción frente a los autoritarismos
inmediatamente anteriores, dando mayor protagonismo a la Cámara sobre el
Jefe del Estado. Y, por último, en España en 1978 y, por influencia suya, en

116
7. BALANCE DE UN SIGLO DE CONSTITUCIONALISMO... ■

algunas constituciones balcánicas, racionalizando mediante un procedimiento


constitucional de investidura parlamentaria, el sistema de confianza positiva.
Allí donde la vida democrática se apoyaba en fuerzas políticas sólidas, la
primacía jurídico-constitucional de las Asambleas ha llevado a la primacía po-
lítica del Ejecutivo sobre las mismas. Y la conocida autoridad del Premier
británico sobre los Comunes se ha repetido en otras latitudes. Por el contrario,
donde no existían mayorías ni claras ni estables, la primacía constitucional de
la Asamblea ha llevado a la inestabilidad y debilidad política del Ejecutivo
parlamentario. La Segunda República Española, la IV Francesa y la italiana,
son ejemplos de ello.
Ello llevó, ya en los años veinte, a favorecer el fortalecimiento jurídico
del Ejecutivo democrático, añadiendo a la racionalización del parlamentaris-
mo otros elementos racionalizadores, en este caso favorables a los poderes del
gobierno, v. gr., la legislación de urgencia, la legislación delegada, etc. Pero,
además, en la misma primera postguerra se inicia una tendencia a fortalecer la
Jefatura del Estado, en directa relación con el pueblo. Algo que en los sistemas
presidencialistas, especialmente, fuera de su país de origen, los Estados Uni-
dos, ha llevado a la hipertrofia que cabe denominar ultrapresidencialismo en
Iberoamérica y exageradamente en los países árabes y africanos.
Si se compara la racionalización del parlamentarismo establecido en la
V.ª República Francesa por la Constitución de 1958 y en la Segunda Restaura-
ción española veinte años después, se muestra la ambigüedad de las fórmulas
jurídicas y de su eficacia política. La racionalización francesa fue calificada de
humillación del parlamentarismo (Duverger) y, como tal, ha funcionado, al
menos hasta las cohabitaciones de los últimos tiempos. Por el contrario, la ra-
cionalización española, si pretendió eliminar los peligros de una inestabilidad
gubernamental, quería garantizar también la primacía del Congreso de los Di-
putados (y como redactor de la Constitución, puedo asegurar que ahí radicó la
polémica en el seno de la Ponencia). Sin embargo, la realidad muestra que hoy
en día la Cámara francesa, con todas sus limitaciones, es mucho más viva y
poderosa que las Cortes Generales, donde la primacía política del Ejecutivo se
ha afirmado totalmente
A partir del fortalecimiento del Ejecutivo basado en la preeminencia del
Jefe del Estado, pueden distinguirse dos tendencias. Una, que lleva a la cons-
trucción de Estados autoritarios, ya sea con fórmulas monárquicas tradiciona-
les o diárquicas (v. gr. Italia fascista, Yugoslavia y proyecto español de 1929),
ya bajo formas republicanas (Portugal, 1932; Austria, 1934, y Polonia, 1935).
Otra, netamente democrática, iniciada por la Constitución de Weimar
de 1919 y su interpretación schmittiana de la presidencia del Reich como

117
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

Defensor de la Constitución y la finlandesa del mismo año y resucitada mucho


tiempo después por la francesa de 1958. Frente al Ejecutivo presidencial o
formas monocráticas de parlamentarismo que Duverger, sin demasiado rigor,
ha denominado Monarquías Republicanas (1974), el semipresidencialismo
hace del Jefe del Estado el titular de lo que los doctrinarios habían denominado
poder moderador, como efectivo arbitraje, e incluso en algunos casos, respon-
sable de la dirección política del Estado pero no de su Gobierno, que pende,
incluso, de la confianza parlamentaria de la Cámara.
Tal es la fórmula a la que responden las constituciones y la práctica políti-
ca de Francia y Finlandia, Irlanda, Portugal y Austria, después extendida la
Rusia postsoviética y a otras nuevas democracias de Europa Central y Oriental.
El semipresidencialismo puede considerarse una racionalización del po-
der moderador de la Monarquía doctrinaria, pero también muestra la tendencia
a la recuperación de los denominados por Smend factores personales de inte-
gración a los que la Jefatura del Estado sirve de pedestal, algo por otra parte
manifiesto en el significado de la propia Jefatura –más representativa que eje-
cutiva– del Estado. Tanto a la hora de suprimirla –Irlanda hasta 1937 y debate
alemán sobre la presidencia de los Länder– como de restablecerla –opción de
los Estados de la Communauté en 1960 y de Estados socialistas en trance de
emancipación–.
Sin llegar al semipresidencialismo, la evolución del parlamentarismo
monista no se ha demostrado incompatible, antes al contrario, con el mante­
nimiento e incluso fortalecimiento de la Jefatura del Estado, tanto electiva
como hereditaria (v. gr. Italia)
Si a comienzos de siglo la presidencia de la República parlamentaria era
la de «las festividades oficiales» (Barthelémy) y, a mediados de la misma cen-
turia, se la calificaba de –magistratura moral– (Berlia), la experiencia de la
República Federal Alemana y, más aún, la italiana, demuestran que la presi-
dencia «no es un sillón vacío». Otro tanto puede decirse de la Corona en las
Monarquías Parlamentarías. Frente a las versiones meramente ceremoniales o
–imponentes– de la institución, la práctica apunta en otra dirección. Monarcas
meramente simbólicos como el Tennio nipón, según la Constitución de 1946,
o el Rey de Suecia, según la de 1974, tienden de facto cuando no mediante un
proyecto de revisión, a una recuperación competencial. En la estirpe constitu-
cional filobritánica, la experiencia ha dado la razón a Jennings frente a Bage-
hot. Y en el continente, la mejor versión de lo que se entiende por Monarquía
Parlamentaria sigue siendo el Informe belga de 1949 sobre las competencias
regias, que se opone frontalmente a la disolución de las mismas en actos debi-
dos (ver ensayo n.º 11 de este volumen).

118
7. BALANCE DE UN SIGLO DE CONSTITUCIONALISMO... ■

Racionalización del federalismo

La tercera de las tendencias atrás enunciadas es la racionalización del


federalismo. La organización federal es, simplemente, un principio de organi-
zación espacial de las competencias de los poderes públicos, sin otra justifica-
ción que una mejor prestación de servicios.
Esta es, en efecto, la característica que Mirkine Guetzevitch señaló en las
constituciones alemana de 1919 y austríaca de 1920, calificada como la última
etapa del proceso de la racionalización del federalismo. Y no cabe duda de que,
siguiendo esa misma tendencia, ha habido numerosos intentos en los propios
Estados Unidos, pero especialmente en Alemania y en la Unión India, para re-
plantear su organización federal de acuerdo a criterios estrictamente funcionales.
Sin embargo, ya en la primera postguerra, la realidad plurinacional de la
Unión Soviética dio lugar a un federalismo de base eminentemente política
(lingüística, cultural, etc.) que se situaba así en los antípodas de la denominada
racionalización, y es éste el modelo que en la segunda postguerra se recibe,
sigue y desarrolla en la Federación Yugoslava. También es eminentemente his-
tórico el sistema regional, esbozado en la Constitución española de 1931, cuyo
modelo se recibe en la italiana de 1948. Por otra parte, a la hora de construir la
República Federal Alemana, el peso histórico de sus diversos Países, fue deter-
minante y la reunificación de 1989 supuso la reconstrucción de los Länder
suprimidos en la antigua República Democrática Alemana. Otro tanto ocu-
rrió en la Unión India. En el mismo sentido puede señalarse que la descen-
tralización política de nuevo cuño, llevada a cabo en algunos Estados de la
Unión Europea como es el caso de, España, Bélgica o Gran Bretaña, no sigue
criterios de racionalidad funcional, sino de reconocimiento de personalidades
políticas, culturales, lingüísticas, etc., diferentes.
Y otro tanto ocurre en la nueva Constitución de Rusia, por obvias razones
de importancia extrema.
Ahora bien, este retorno al federalismo histórico frente al llamado racio-
nal ha llevado a abandonar la igualdad entre las unidades federadas, puesto que
se ha entendido que sus diferentes personalidades debían ser objeto de un re-
conocimiento también diferente. Tal es la raíz del denominado federalismo
asimétrico, cuyo planteamiento doctrinal hace por primera vez Tarlton en 1965
y que ha dado lugar a una amplia literatura en este último cuarto de siglo. En
efecto, la Unión India, Malasia y, después, la mayor parte de los Estados que
han adoptado estructuras autonómicas, como el Canadá, Bélgica y los propios
casos de España e Italia, responden a principios de asimetría. Y allí donde
éstos no se reconocen plenamente, como es el caso del Canadá respecto de

119
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

Quebec o de España respecto de sus nacionalidades históricas, la realidad


política de una sociedad diferencial crea tensiones que la homogeneidad
formal no puede ocultar. El reconocimiento de personalidades diferentes, el
mayor volumen de competencias o, mejor, la adecuación de las competencias
a esta personalidad diferente, las distintas formas de participación en los pode-
res del Estado global y las garantías, incluso paccionadas, respecto de las
reformas constitucionales, son las principales fórmulas propuestas en la doc-
trina por el federalismo asimétrico o adoptadas en la práctica.
Tan asimétrico y polimórfico que su concepción formal se disuelve en lo
que A. Lapergola ha denominado Nuevos senderos del Federalismo. La tipolo-
gía del Estado unitario, regional y federal que la doctrina italiana (Ambrosini)
construyó racionalizando formas históricas decimonónicas, cede el paso a un
continuo. El Estado unitario y sus diferentes formas de descentralización coin-
ciden así con los residuos confederales en el federalismo y éste con formas de
confederación.

Los derechos humanos

La evolución del constitucionalismo durante el siglo que acaba es espe-


cialmente rica en lo que hace a las declaraciones de derechos, cuya formula-
ción marca una cuarta tendencia.
El siglo xix que, a estos efectos, comienza en 1789, es el de las declara-
ciones de Derechos del Hombre y del Ciudadano. Se trata, de derechos natura-
les del individuo y es tal fermento el que alimenta el liberalismo individualista
de todo el siglo xix. El hombre abstracto es la única realidad política funda-
mental. Sin embargo, las mismas declaraciones habían dado carta de naturale-
za al sujeto colectivo por excelencia: el pueblo, titular de la voluntad general y
su expresión, el Estado, cuya personificación será la obra de los constituciona-
listas decimonónicos. Por otra parte, la realidad político-social –v. gr. mani-
fiesta en la incipiente legislación de protección laboral y social de fines del
siglo xix y primeros del xx– pone de relieve las dimensiones concretas del
hombre que exceden a la propia individualidad como es el caso de la familia,
de las relaciones de trabajo, la educación o la salud, Y estas dimensiones so-
ciales que la política ya había comenzado a atender, son objeto de racionaliza-
ción constitucional, esto es, de regulación normativa, al menos como progra-
ma, de nuevos ámbitos de la vida.
Si el siglo xix legó al xx los clásicos derechos límite, derechos-oposición
y derechos de participación política, a lo largo de la centuria las declaraciones

120
7. BALANCE DE UN SIGLO DE CONSTITUCIONALISMO... ■

de derechos se han ampliado hasta comprender nuevos campos, como es la


dimensión económico-social, familiar, cultural y ambiental en la que el indivi-
duo se proyecta. Así, puede señalarse que, a partir de la Constitución mejicana
de 1917, de la alemana de 1919 y, por supuesto, a lo largo de toda la estirpe del
constitucionalismo soviético, se desarrolla una gama de derechos sociales de
los que apenas había precedentes. A esta segunda generación de derechos eco-
nómico-sociales sucede una tercera de disfrute y aun titularidad colectiva de lo
que, a juicio de muchos, ya no son tales derechos, sino bienes jurídicos y,
como tales, indisponibles. La irrupción de los Derechos Colectivos como bie-
nes jurídicos en cuyo horizonte son posibles los Derechos Fundamentales del
individuo, no es, como se ha querido ver, una involución comunitarista, sino la
aportación de una teoría liberal de los Derechos de las minorías (Kymlicka),
que permite construir toda una política de reconocimiento de las identidades
colectivas. Y las más recientes constituciones no son ajenas a ello. Desde un
derecho al medio ambiente natural y cultural (arts. 45 y 46 CE) a interpretar
como horizonte de una identidad histórica, esto es, concreta y colectiva (arts. 3,
148.16.a y 17.a CE y correspondientes normas estatutarias), al expreso recono-
cimiento de las mismas e incluso de su carácter nacional –así en Iberoamérica
respecto de los derechos de los Pueblos Indígenas –doctamente documentado
y analizado en España por B. Clavero–.
Esta ampliación cuantitativa de las declaraciones de derechos va acompa-
ñada de su profundización cualitativa, manifiesta a su vez en una triple dimen-
sión. En primer lugar, los derechos dejan de ser límites a la acción del poder en
pro de una voluntad o de un interés individual, esto es, derechos públicos sub-
jetivos, para convertirse en valores objetivos, inspiradores de todo el ordena-
miento, de los que resulta no sólo la libertad de los individuos, sino las pautas
de sus recíprocas relaciones y las propias metas de la acción de los poderes
públicos (Smend). De esta manera, la parte dogmática de la Constitución no es
ya una tabla de derechos, sino un orden material axiológico que funciona como
ratio de todo el ordenamiento. Haciendo honor a una raíz kantiana, la garantía
de los Derechos Fundamentales es el telos constitucional. Por ello la parte
dogmática prima sobre el resto de la Constitución y es por doquier objeto de
una laboriosa construcción conceptual, tierra de elección de la doctrina.
En segundo término, así considerados los derechos fundamentales, es
imprescindible distinguir diferentes grados de imperatividad. Si todos vincu-
lan a poderes públicos y ciudadanos como parte de una Constitución normati-
va, no puede tener la misma energía la pretensión de validez del derecho a la
integridad física que el derecho a la salud. Porque mientras el primero es abso-
luto e inmediatamente exigible y lo único que excluye es la mutilación, la

121
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

tortura o la muerte, el segundo es relativo, puesto que depende de condiciona-


mientos sociales y culturales y sólo puede ser instrumentado a través de un
complicado sistema normativo e institucional. De ahí que las constituciones
con más amplias declaraciones de derechos, cuando no son meramente retóri-
cas, distinguen entre derechos stricto sensu y lo que ha dado en denominarse
«principios rectores», distinción técnica incoada en la Constitución española
de 1931 (Tít. III, Cap. II), de donde pasó a la irlandesa de 1937, de ahí a los
textos birmano e indio, para regresar a la española vigente, caso paradigmático
de recepción constitucional múltiple.
En tercer término, la segunda postguerra presenció, tras los intentos falli-
dos de la primera, la internacionalización de la declaración y garantía interna-
cional de los derechos fundamentales, primero en el plano universal por obra
de las Naciones Unidas, después en ámbitos regionales entre los que destaca la
Convención Europea de Derechos del Hombre y su garantía por un Tribunal
Internacional. Pero, precisamente, esa formulación internacional da lugar a
que, por una parte, las fórmulas internacionales se reciban en las nuevas cons-
tituciones y, por otra, democracias avanzadas substituyan una propia declara-
ción nacional por la remisión a un instrumento internacional. Así, la Declara-
ción Europea fue imitada por el constituyente nigeriano de 1960 y de ahí
difundido en una multitud de constituciones postcoloniales. Y, por otro lado, la
propia Gran Bretaña, a la hora de racionalizar su sistema de Derechos Funda-
mentales ha optado por asumir la Declaración Europea en vez de elaborar una
declaración propia.
Además, el derecho convencional relativo a los Derechos Humanos goza
de especial relevancia en algunas constituciones recientes –v. gr., España 1978
y Brasil 1984–. Pero la universalización de la formulación de los Derechos
Humanos va de la mano de su interpretación en función de los standards
culturales particulares y de su ejercicio en el horizonte de determinadas iden-
tidades colectivas. Tal es el resultado del fermento de la matriz nacionalista
que A. Cassese detectaba en la elaboración de la Declaración Universal (ver el
ensayo n.º 16 de este volumen).
Por último, la racionalización de las declaraciones de derechos ha llevado
a la extensión de sus garantías. La principal es sin duda la jurisdiccional, que
tutela los derechos fundamentales frente a todos los poderes públicos, incluido
el legislador. En la primera postguerra Irlanda, Rumania y Grecia siguieron el
sistema de garantía judicial norteamericana, que ya había sido seguido en nu-
merosas constituciones iberoamericanas, como después lo sería por otras asiá-
ticas –v. gr. el Japón y la India– y africanas –v. gr. Nigeria–. Por el contrario,
Austria y Checoslovaquia, por influencia directa de Kelsen, crearon un órgano

122
7. BALANCE DE UN SIGLO DE CONSTITUCIONALISMO... ■

especial de control constitucional. Su evolución, difusión y depuración en Ale-


mania, Italia y España, entre otros ha dado lugar a lo que Cruz Villalón ha
denominado Sistema Europeo de Control de Constitucionalidad; seguido,
frente a la influencia norteamericana, en algunos países iberoamericanos. Se
trata de órganos de composición eminentemente política, que actúan cada vez
más de acuerdo con pautas y criterios judiciales –la evolución del Consejo
Constitucional francés es muy expresiva de ello–. A ellos se encomienda fun-
damentalmente la defensa del orden de valores y competencias establecido por
la Constitución frente al legislador, el gobierno, los poderes autonómicos y,
allí donde, de una u otra manera, existe un recurso de amparo, el poder judi-
cial, hasta el punto de poderse decir que la jurisdicción constitucional encuen-
tra su principal función en la revisión de las decisiones de la jurisdicción ordi-
naria.
La importancia de este sistema de jurisdicción constitucional en la evolu-
ción del constitucionalismo contemporáneo es fundamental. Los Tribunales
Constitucionales, sometidos exclusivamente a la norma fundamental y a su
propia ley constitutiva, son importantísimos órganos de creación del derecho,
cuya doctrina da lugar a profundas mutaciones constitucionales, hasta el punto
de afirmarse por los neopositivistas que es Constitución lo que, en cada mo-
mento, el Tribunal Constitucional dice. Surge así el amenazador fantasma del
gobierno de los jueces como alternativa a la rigidez de la Constitución como
garantía de seguridad.
Otra garantía que se extiende por doquier en Europa, Asia y América, es
el Ombudsman sueco, que adquiere especial relevancia a partir de su versión
española como Defensor del Pueblo. Se trata de una institución cuya dinámica
comparada tiende a configurarla como un mixto de mediador –para el adminis-
trado, puesto que no excluye su recurso ulterior ante los Tribunales– y árbitro
–frente a los poderes públicos, cada vez más vinculados por su actuación–.

El Derecho constitucional internacional

La última de las tendencias constitucionales a destacar es lo que el tantas


veces citado Mirkine Guetzevitch denominó en su día Derecho constitucional
internacional, esto es, las disposiciones constitucionales relativas a las relacio-
nes y normas internacionales.
El Derecho constitucional decimonónico, salvo menciones excepcionales
en las constituciones revolucionarias, sólo se ocupó a estos efectos de la regu-
lación de los órganos estatales encargados de las relaciones internacionales,

123
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

fundamentalmente del derecho a celebrar tratados y hacer la guerra, de acuer-


do con la definición que del poder exterior del Estado se diera a partir de Locke.
Pero las constituciones de la primera postguerra innovaron profundamente la
materia al pretender, desde un punto de vista ideológico, garantizar la paz a
través de la constitucionalización del Derecho internacional. Lo que se deno-
minó Derecho constitucional de la paz.
Es bien sabido que mientras la regulación constitucional de las compe-
tencias internacionales del Estado tiene una importancia capital puesto que el
Derecho internacional general se remite a ellas, la validez de las normas gene-
rales de Derecho internacional no depende de su reconocimiento constitucio-
nal y, por ello, no ha faltado quien, como Ch. de Visscher, señale la inutilidad
e incluso peligrosidad de recogerlas expresamente en normas de Derecho in-
terno. Sin embargo, si el Derecho internacional no depende del Derecho inter-
no, éste sí puede y debe ser, tanto un instrumento de aquél, en cuanto el prime-
ro se remite al segundo, como su expresión, porque el Derecho constitucional
refleja lo que el Estado cree respecto del orden internacional. De aquí que los
progresos de la conciencia internacionalista y del propio Derecho internacio-
nal se reflejen en las normas constitucionales. Y viceversa, éstas expresen e
instrumenten los avances de aquél.
Así, la democratización de las relaciones internacionales tiene lugar
mediante las normas constitucionales que transforman el viejo Derecho de
representación omnímoda del Príncipe en una serie de controles parlamenta-
rios sobre la política exterior, el recurso a la fuerza y el derecho de hacer trata-
dos. Y la mayor institucionalización de las relaciones internacionales a partir
del establecimiento de la Sociedad de Naciones se refleja en normas constitu-
cionales relativas de la limitación del derecho de guerra, o la solución pacífica
de los conflictos internacionales. Por ejemplo, la Constitución Checoslovaca
de 1919 y la helvética reformada por estas fechas, constitucionalizan la perte-
nencia a la Sociedad de Naciones. Dando un paso más, el texto español de 1931
no sólo constitucionaliza y garantiza la pertenencia de España a la Liga (art. 78),
sino que asume los procedimientos del pacto para la solución pacífica de conflic-
tos (art. 77) y, con la fórmula del Pacto Briand-Kellogg de 1928, renuncia a la
guerra como instrumento de política nacional (art. 7). El Japón en 1946 (art. 9)
e Italia en 1948 (art. 11) seguirán la misma línea.
Igualmente, la reafirmación sobre bases monistas del orden jurídico in-
ternacional ha llevado a que algunas constituciones reciban sus reglas genera-
les como normas propias de rango supralegal (v. gr. Alemania 25) y que, al
menos este criterio se generalice respecto del Derecho internacional conven-
cional en el que el Estado sea parte, v. gr., España 15 CC y 96 CE.

124
7. BALANCE DE UN SIGLO DE CONSTITUCIONALISMO... ■

Por último, transformación de las relaciones internacionales y adecuación


de las disposiciones constitucionales coinciden en lo que cabría denominar de-
recho de la integración. Esto es, cuando el Estado, a través de la Constitución,
expresa su disponibilidad a la cesión de competencias soberanas. Algo que pue-
de ocurrir, ya mediante expresiones meramente retóricas, ya mediante las lla-
madas cláusulas de apertura del orden estatal a la integración supranacional. Lo
primero es propio de las constituciones árabes o africanas, que llegan a insinuar
la vocación de provisionalidad del Estado en aras de la unidad que la nación
árabe o del continente africano. Lo segundo es el caso de las existentes en la
Ley Fundamental de Bonn (art. 24) o la que Bélgica introdujo en 1970 (art. 25
bis) para regularizar el acceso de aquel país a las Comunidades Europeas y que
después fue recibida en la vigente Constitución española (art. 93).
Ello ha dado lugar a lo que cabría denominar, en paralelo a la vieja noción
de poder exterior, un poder de integración como categoría autónoma, cuyas
consecuencias pueden suponer grandes mutaciones en la Constitución interna,
como han estudiado en España los profesores Muñoz Machado y Pérez Tremps.
Se puede hablar de un proceso de internacionalización de las constituciones
nacionales, favorable a la internacionalización de las Declaraciones de Dere-
chos, el incremento de los poderes judiciales de control de legalidad y el desa-
poderamiento del poder legislativo en beneficio de otras instancias normativas.
Sin embargo, estas tendencias, dominantes en el Derecho constitucional
de la primera y segunda postguerras, parecen quebrarse, primero en las consti-
tuciones de los países fruto de la descolonización; después, a partir de los años
setenta, en la propia Europa. En efecto, por una parte, las nuevas constituciones
árabes y africanas afirman con radicalidad el principio de soberanía e indepen-
dencia. En los más que abundantes microestados de nuestros días, se constitu-
cionalizan instrumentos para preservar frente al extranjero la propia identidad.
Las constituciones de los países ex socialistas dan especial importancia a la
recuperación de la identidad nacional y a la reivindicación de soberanía sobre
sus recursos naturales, y hay constituciones, como la turca de 1980, que decla-
ran valor supremo la propia «identidad nacional», concepto muy análogo al
kokutai que se excluyó expresamente de la Constitución japonesa de 1946.
De la prohibición de la guerra de agresión que todavía se esboza en la
Ley Fundamental alemana (art. 26) y expresamente figura en las Constitucio-
nes japonesa de 1946 e italiana de 1948, se pasa a su reconocimiento expreso.
Así, por ejemplo, en Suecia, que en 1916 debatió la constitucionalización de
renuncia a la guerra, el Instrumento de Gobierno de 1974 lo reconoce expre-
samente y otro tanto hacen la griega de 1975, la española de 1978, la croata
de 1990 y prácticamente cuantos los han seguido. Si, por poner un ejemplo,

125
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

en la vigente Constitución española se interpretan conjuntamente los artícu-


los 8, 63 y 97, resulta una clara opción política realista, basada en el interés
nacional que asume la legitimidad del uso de la fuerza, cuya máxima expre-
sión es el ius ad bellum.
Por último, el control parlamentario de la política exterior se ve amenaza-
do por un retorno al derecho de representación omnímoda del Ejecutivo demo-
crático. Así ocurre necesariamente en una época de diplomacia directa y rápida,
y baste el ejemplo de cómo el uso de la fuerza en 1991 en el Golfo o en 1999 en
Kosovo se hizo, en muchos casos, al margen de las previsiones constitucionales
previstas para el caso. Una época en la que predomina la flexibilidad procedi-
mental en la celebración de compromisos internacionales, sin que los induda-
bles avances del derecho constitucional para garantizar la competencia parla-
mentaria por razón de materia, con independencia de que ésta se regule
mediante norma internacional o interna, sea suficiente. Una época, en fin, en
que es determinante en muchos aspectos, no sólo de la vida internacional sino
de la interna, la negociación multilateral en instituciones integradas, entre las
que destaca la Unión Europea. Si los representantes estatales en los Consejos de
la Unión son, en último término, responsables ante sus Asambleas y electora-
dos, y en todos los Parlamentos de la Unión se han establecido instrumentos de
control sobre la política estatal en la Comunidad, la informalidad, tecnicismo y
opacidad de las relaciones comunitarias disminuyen muy mucho su efectividad.
La democratización de las relaciones internacionales se afirmó de la
mano de una visión liberal de las mismas y, a la vez que la estructura de la
sociedad internacional terminaba imponiendo, cuando de la última ratio del
interés nacional se trata, una visión realista.

La rehistorización

Lo expuesto permite elevar un poco el tono a la hora de extraer conclu-


siones. La racionalización fue el denominador común de las nuevas tenden-
cias del derecho constitucional, muy en consonancia con la fe en la razón
heredada del liberalismo decimonónico y que soñó con imponerse por do-
quier una vez liberada de los factores, supuestamente inhibitorios, que, en
realidad, eran sus estratos protectores. En este sentido es revelador el optimismo
de quien fue ilustre miembro de esta Academia, Don Adolfo Posada, en su
texto de 1931, Hacia un nuevo Derecho Político, parafraseando las citadas
tesis de Mirkine Guetzevitch.

126
7. BALANCE DE UN SIGLO DE CONSTITUCIONALISMO... ■

Así se ha puesto de manifiesto en lo dicho sobre la racionalización del


parlamentarismo, que elimino en pro de la pura mecánica parlamentaria los
elementos tanto arbitrales como simbólicos de la totalidad e integridad estatal,
esto es, de la Jefatura del Estado. O en la racionalización del federalismo, re-
ducido a mera distribución espacial de competencias para su mejor prestación.
O en la recepción constitucional de una interpretación «liberal» de las relacio-
nes internacionales, que niega la legitimidad del recurso a la fuerza como últi-
ma ratio del interés estatal.
Ahora bien, esta racionalización suponía la deshumanización, en el sen-
tido orteguiano del término, esto es, una huida, una negación, de lo humano
como medida y paradigma. Si esa deshumanización se da en ámbitos de la
cultura tan diferentes como el arte y el urbanismo, la economía o la teología,
no es de extrañar que también se dé en el Derecho.
La razón que sirve de motor al proceso no es pura sino mecánica y mane-
ja magnitudes meramente extensivas, esto es, cuantitativas, que a mi entender
son meramente cartesianas, pero, aun así, no dejan de enraizarse en un cierto
neokantismo. En el caso de Kelsen, máximo racionalizador de la Teoría del
Estado con influencia prominente en tantas constituciones, ello es evidente.
Pero también Duguit engarza con el kantismo a través de Durkheim. Y ambos,
a comienzos de siglo, concluyen en la extinción de ese supremo bien de la
existencia humana que, según Aristóteles, era el Estado.
Si éste se reduce, en la Escuela de Viena, a un sistema de normas e impu-
taciones que, sin solución de continuidad, se extienden desde la norma funda-
mental universal al individuo, ciertamente puede decirse con Duguit que
–l’État est mort ou plutót il est en train de mourir–. Ahora bien, una vez que el
Estado pierde su entidad espiritual y se disuelve en el más abstracto de los
derechos o en la más aséptica prestación de los servicios públicos, la historici-
dad humana no se reconoce en él.
Si el Estado no es sino una máquina cuya única expresión externa consiste
en –expedir leyes, acuerdos diplomáticos, sentencias o actos administrativos–,
no manifiesta el misterioso existencial de vivir-con-los-otros de manera tan
intensa que puede llegar a morir-por-los-otros. Pero, sólo en virtud de ese
existencial, el Estado expresa una identidad colectiva, posibilita una represen-
tatividad democrática, garantiza una solidaridad social.
A falta de ello, surgen por doquier formas alternativas de vida en común
cuyo reflejo son, entre otros, la llamada por Conde literatura de crisis, cuya
frustración histórica muestra lo inadecuado de la respuesta, pero no desautori-
za la pregunta en sí misma.

127
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

Para responderla, la doctrina y la experiencia constitucional apuntan hoy


una tendencia a la rehistorificación, esto es, al redescubrimiento de la comuni-
dad como horizonte de lo humano y a la revalorización de la Constitución
como instrumento de integración de esa comunidad. Por eso los procesos de
racionalización constitucional, descritos más atrás, invierten su tendencia ini-
cial. El Derecho constitucional internacional substituye el liberalismo por el
realismo; los derechos individuales se encuadran en los colectivos; la política
de reconocimiento de la diferencia modula el principio de igualdad, tanto res-
pecto de los individuos como de las comunidades de una sociedad diferencial;
se restablece la Jefatura del Estado representativa y arbitral; y la integración
política recupera su condición de telos constitucional porque el cuerpo políti-
co, cuyo paradigma es la Nación –clave de la misma plurinacionalidad– vuel-
ve a ocupar su lugar central.
Lo singular, temporal y afectivo, que Meinecke señalara como categorías
fundamentales del historicismo, es lo que late en el redescubrimiento del cuer-
po político por el constitucionalismo finisecular. Así, la estima de lo singular
lleva al federalismo asimétrico, basado en la política de reconocimiento de
diferencias originarias frente al igualitarismo predicado por el liberalismo in-
dividualista; la relevancia de lo temporal permite valorar la propia identidad
histórica y los factores institucionales y simbólicos de integración que la ex-
presan; lo afectivo a revalorizar la dimensión colectiva de los derechos y el
hecho irreductible de la identidad nacional y de la plurinacionalidad en el seno
de un Estado.
Y, sin embargo, nada de eso puede suponer un «retorno a la ciudad anti-
gua», sino, antes al contrario, una apertura a realidades diferentes con la que
se está llamado a un permanente debate y pacto, esto es, al diálogo que es la
forma suprema de racionalidad.
La racionalización del poder, tal como se entendiera en los años veinte,
ha tocado techo, técnica y políticamente, como probablemente en urbanismo o
economía todas las formas de deshumanización. Y la gran cuestión que deja el
siglo xx planteada al xxi, en política no menos que en otros campos, es si los
límites del racionalismo ingenuo son frágiles en exceso ante la permanente
amenaza del irracionalismo o, si cabe un racionalismo más amplio y auténtico,
capaz de ser epidermis y no prótesis de la vida. De nuevo el ya viejo «Tema de
nuestro tiempo».

128
8. LAS TRES VIDAS DE LA CONSTITUCIÓN ARAGONESA

Pronunciar esta lección en memoria de mi grande amigo el Prf. Ernest


Lluch y hacerlo en ésta su tan querida Universidad de Valencia constituye para
mí un gran honor teñido de tristeza y de gozo. El honor es evidente y no hay
que explicarlo, sino agradecerlo a las autoridades académicas que tan genero-
samente me lo han ofrecido y que nos honran con su presencia y muy especial-
mente a la Fundación Lluch aquí representada por el Pfr. Almenar. La tristeza
es comprensible y, además, compartible por muchos de los presentes, compa-
ñeros, amigos y discípulos de Lluch, porque bien podría éste encontrarse entre
nosotros si no nos lo hubiera arrebatado prematuramente la violencia asesina.
Gozo el propio de toda actividad académica, acrecentado por el hecho de de-
mostrarnos, una vez más, que, doce años después de su muerte, Lluch sigue
vivo en nuestra memoria y, sobre todo, en la memoria objetiva de su magisterio
y de su obra, ciertamente muy ligada al tema que voy a tratar hoy aquí: la triple
vida de la constitución política de la Corona de Aragón.
El título de mi intervención me lleva a recordar las palabras rotundas con
que Ihering comienza su obra El Espíritu del Derecho Romano –«Tres veces
dio Roma leyes al mundo»–, porque la estructura política generada en este
rincón del Mediterráneo ha sido una pieza clave en la historia constitucional
comparada. Lo ha sido como realidad idealizada hasta la mitificación; lo ha
sido como ocasión perdida; lo ha sido como modelo en sus albores y en sus
postrimerías.

LA CONSTITUCIÓN ARAGONESA: DE LA HISTORIA AL MITO

Mito no es equivalente a falso. Supone otro modo de pensar que histórica


e incluso genéticamente precede y fundamenta al logos racional y en una acep-

129
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

ción vulgar que es la aquí empleada equivale a idealización. Los mitos, en todo
caso, nunca son arbitrarios, parten de unos hechos, reales o imaginarios, físi-
cos o psíquicos que se prestan a la idealización. No hay que ser evemerista
para reconocer lo que Gaston Bachelard, tratando de las potencia simbolizan-
tes, denominaba la solicitación semántica de la materia. Y no faltaban solicita-
ciones semánticas a la estructura política de la Corona de Aragón.
Primero, la original politerritorialidad, hecho sobradamente conocido. El
Reino de Aragón y el principado de Cataluña desde 1163, el Reino de Valen-
cia, constituido en 1239, el de Cerdeña y el de Mallorca quedan definitivamen-
te vinculados desde Jaime II y Pedro IV. A ello habrá que añadir paulatinamen-
te los Reinos de Sicilia y de Nápoles.
En segundo término, todos estos territorios tienen su propia identidad y
una personalidad política plena. No son meras terrae como ocurre en Castilla,
sino «Reinos de suyo» y por eso, más allá de su específica titulación, tienen su
propio derecho y sus propias instituciones representativas como correspondía
a la altura de su tiempo, y como tales limitativas del poder real. Todas ellas
caracterizadas, como algunos de los territorios de la cornisa cantábrica, por
una organización jurídico-política que Lalinde (1) denominó «normativista»
frente al «decisionismo» jurídico político propio de Castilla.
En tercer lugar, esto es lo que configura el denominado por el ilustre profe-
sor siciliano Andrea Romano «modelo mediterráneo», determinante en la confi-
guración a partir del siglo xv de la Monarquía Hispánica. El español no menos
ilustre Ion Arrieta, tras las huellas de Lalinde, ilustra con continuas investigacio-
nes esta relación genética, una de cuyas mejores muestras en el plano doctrinal
es, entre otras muchas, la influencia de un jurista valenciano Crespí de Valldaura
en la obra paradigmática de un gran foralista vizcaíno, Salazar y Fontecha (2).
Si, como dice Maravall (3), el concepto hispano medieval de Monarquía de cor-
te castellano es antecedente de lo que fue la Monarquía Católica, ciertamente en
su organización práctica, la práctica del Imperio, intervinieron decisivamente a
partir del reinado de los Reyes Católicos los juristas de filiación aragonesa.
La Monarquía Católica fue durante cerca de tres siglos prototipo de lo
que Sir John Elliot (4), ha categorizado como «monarquía compuesta» y su
relieve en la historia política e intelectual europea y universal, sobradamente
conocido, pone de manifiesto la importancia del modelo aragonés (5).
No en balde, el a mi juicio mejor teórico de aquella forma política, Don
Juan de Palafox y Mendoza (6), era un aragonés de nación y ejercicio que, de
una parte formuló los principios que, a su juicio, debían inspirar la estructura
politerritorial de la Monarquía y de otra propugnó su extensión transatlántica.
Los principios eran tres Primero, un gobierno no arbitrario sino consensuado

130
8. LAS TRES VIDAS DE LA CONSTITUCIÓN ARAGONESA ■

mediante el pacto; segundo, un gobierno organizado mediante las magistratu-


ras intermedias, esto es, constitucional; y tercero, un gobierno respetuoso de
las diferente identidades territoriales. Su extensión a la organización de las
Indias, «aquellos reinos» en expresión de la época, da idea de lo que hubiera
sido la reorganización efectiva de toda la Monarquía Católica sobre el modelo
aragonés, el que Felipe V consiguió suprimir
Y, para seguir en la Corona de Aragón, conviene recordar que son juristas
valencianos quienes se esfuerzan en compaginar las propias instituciones fora-
les características de la Corona con el imparable crecimiento del poder regio
propio del desarrollo del Estado moderno. Lo que con acierto se ha denomina-
do «libertad bien entendida» (7).
La solicitación semántica de tales hechos es evidente y sobre ello se gene-
ra un mito. El de la constitución aragonesa como paradigma de libertad enraiza-
da en algo no menos mítico, el origen germánico, patente a lo largo y lo ancho
de toda la Corona, desde el goticismo de la historiografía aragonesa al norman-
dismo del constitucionalismo siciliano, pasando por la reivindicación catalana
de su raíz carolingia (8). Sobre un fabulador Tácito (9) que proyecta en los oscuros
bosques de allende el Rhin los Primordia Civitatis romanos, Montesquieu podrá
decir, años más tarde, que «la libertad nace en los bosques de Germania».
Los historiadores y juristas aragoneses y valencianos a partir del siglo xvi
idealizan sus propias estructuras constitucionales, tanto los favorables al poder
regio como sus críticos. Baste señalar desde la Crónica de Vagad (1492) hasta la
Apología de algunos escritores sobre el antiguo de Sobrarbe de Águila (1795)
pasando por los Anales de Zurita (1585) a los de Dormer (1697), por las Histo-
rias Eclesiásticas y Seculares de Blasco (1622) o, respecto de Valencia la casi
hagiográfica Historia de Escolano (1610). El prestigio de los Fueros en el
imaginario colectivo aragonés es tal que incluso tras las Cortes de Tarazona y
la modificación filipina de los mismos, un autor aragonés como Argensola (10)
afirma que siguen en vigor las instituciones y libertades del Reino y que su
modificación se ha realizado por los cauces en ellos previstos
Pero, a mi juicio, es fuera de España donde la idealización raya en la
mitificación, favorecida por la distancia física de la realidad y por un factor
político determinante: la oposición monarcómaca a Felipe II que instrumenta
y carga –en el sentido psicológico del término– la oposición aragonesa a
Castilla y al Rey.
En efecto, a la hegemonía castellana sobre los demás reinos hispánicos
por razones geográficas, demográficas, económicas, militares y aun políticas
se añade un importante factor institucional: los mayores poderes del rey en
Castilla. De ahí que el malestar aragonés ante la primacía castellana se doblase

131
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

con una afirmación de sus libertades forales. Los episodios protagonizados por
Micer Miguel Donlope en 1541, los sucesos de Ariza, Monclus y Ayerbe, la
reivindicación del Fuero de Sepúlveda –castellano– por Teruel y Albarracín
son otros tantos reflejos jurídicos de esta tensión que jalonan, desde los co-
mienzos, el reinado de Felipe II, y a las que no dejaran de sumarse otros más
hasta la Cortes de Tarazona (11).
La intensidad del tráfico franco-aragonés a través del Condado de Riba-
gorza que llevo a la incorporación el mismo a la Corona en 1554, facilitó el
conocimiento y la explotación de semejante situación por parte de Francia,
tanto más cuanto que a la oposición política entre «los dos luminares», como
en su día se llamaron los tronos español y francés, se añadió un enfrentamien-
to religioso, desde 1570, fecha de la paz de St. Germain entre el Rey de Fran-
cia y los calvinistas, a 1598, fecha de la evacuación de París por las tropas de
Felipe II tras la conversión de Enrique IV. La expedición bearnesa y protestan-
te de 1591 en Aragón, instigada por el ya exiliado Antonio Pérez, es la mejor
prueba de ello.
Pues bien, es en esos años cuando el policratismo tan caro a los monarcó-
macos encuentra un ejemplo candente en Aragón enfrentado al Rey y aparece
una literatura monarcómaca que cifra en Felipe II la tiranía regia a combatir y,
al hilo de ello, elogia las libertades constitucionales aragonesas. El tratado de
Hotman, titulado Franco-Gallia (12), editado en latín en 1571 y después en
francés en 1573 aborda la cuestión que es tratada con mayor amplitud en el
mas importante libro monarcómaco, la Vindiciae contra tyrannos (1579-1581)
de quien se denominaba Junius Brutus (13) y de ahí se difunde en la literatura
directa o indirectamente calificable de monarcómaca. Sirva por todos el trata-
do De rege et regis institutione, del P. Juan de Mariana (14).
La Ilustración europea abundó en el tópico, como ha estudiado el italiano
Magoni (15) y la participación británica en la Guerra de Sucesión, una con-
tienda caracterizada por su proyección en la opinión publica a través de abun-
dante propaganda escrita, dio a conocer entre los ingleses, sobre todo los
whigs, una versión idealizada del sistema de gobierno de la Corona aragonesa,
especialmente de Cataluña. A mi juicio el aprecio ilustrado de la constitución
aragonesa es el que inspira los textos de Leibniz, sabio indiscutible de su tiem-
po, enfrentando los derechos constitucionales que se imputaban a la España
austriaca con los modos franceses de gobernar (16).
En el primer caso «la voluntad de las naciones no se expresa por los ma-
gistrados o regentes, sino por las asambleas de estamentos de los reinos y
provincias»; en el segundo «se han reducido a la nada las libertades de los
grandes y del pueblo y el capricho del Rey lo domina todo». Por ello, a la hora

132
8. LAS TRES VIDAS DE LA CONSTITUCIÓN ARAGONESA ■

de atribuir la herencia de Carlos II a una nueva dinastía «sería preciso, pues,


que quienes se habían erigido en regentes convocaran las llamadas Cortes o
estamentos tanto en Castilla como en Aragón antes de tomar el más mínimo
acuerdo acerca de la sucesión».
Pero aquí interesa más destacar el eco español del mismo que coincide
con la nostalgia foralista posterior a la Nueva Planta y que da lugar a lo que
el siempre y hoy especialmente añorado Ernest Lluch estudió, entre los
Claroscuros de la ilustración bajo el título de La alternativa catalana (17). Un
personaje asaz misterioso, el Conde Juan Amor de Soria, al que Ernest Lluch
dedico sus últimos estudios es el mejor ejemplo de un programa político para
España entera, basado en la idealización, casi mítica, de la politerritorialidad
de la Corona aragonesa.
Los hispanistas franceses Morangue (18), Demerson (19) y Dufour (20) han
señalado en este sentido, entre otros impresos de finales del siglo xviii, la obra
del Conde de Teba, Discurso sobre la autoridad de los Ricos-Hombres sobre
el Rey y como la fueron perdiendo hasta llegar al punto de opresión en que se
hayan hoy (1794), ejemplo de reacción nobiliaria antiabsolutista que recuerda
el germanismo de Boulainvilliers en Francia o el normandismo propugnado
por los barones sicilianos y, en sentido democratizador las Cartas político-
económicas al Conde de Lerena, redactadas entre 1786 y 1790 por León de
Arroyal (21) y la Carta de un religioso español amante de su patria escrita a
otro religioso amigo suyo sobre la Constitución y abuso del poder, del obispo
Fr. Miguel de Santander fechada en Toro en 1798 (22). En todos ellos la anti-
gua constitución aragonesa se expone como el mejor ejemplo de un régimen
político mixto en el que las asambleas representativas controlan el poder regio
y el Justicia garantiza las libertades de los vasallos, si bien no aparece, sobre
todo en los últimos ejemplos citados, como alternativa a la castellana sino, más
bien, como exponente, tal vez más elaborado, pero junto con ella, de la ances-
tral constitución hispánica. La Constitución aragonesa se presentaba así, como
ya se apuntara en el citado texto de Leibniz, no solo valiosa por sí misma sino
recordatorio de la castellana que Carlos V destruyera, expresión ambas de la
denominada por el P. Burriel la «constitución de los mil años».
Es esta su segunda versión democratizante, el mito inspirador de los his-
toriadores liberales del siglo xix que imputan a Felipe II, curiosamente más
que a Felipe V, la liquidación de las libertades aragonesas (23). Y los constitu-
yentes de 1856 no dudan en hacer el elogio del Justicia y equiparar el «habeas
corpus» de los anglosajones con el derecho aragonés de manifestación. Así
consta en el Dictamen mayoritario sobre el proyecto de la que fue constitución

133
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

non nata (24). El eco de un Justicia de Aragón mitificado llega a nuestros días,
a través de la doctrina, y se recoge en el moderno derecho estatutario aragonés.
En resumen, la idealización de los datos históricos mitifica la antigua
constitución de la Corona aragonesa destacando tres elementos: Primero, la
politerritorialidad, esto es el mantenimiento de las personalidades diferencia-
das de los distintos Reinos y del Principado catalán en el seno de una misma
estructura. Segundo, la representación estamental en las Cortes de amplias
competencias codecisorias junto con el Rey, expresadas en una formula más
mítica que histórica: «Nos que valemos tanto como vos…» (25). Tercero, la
defensa de las libertades resultante de este sistema de gobierno mixto y de sus
instituciones más típicas, como es el Justicia.

LA CONSTITUCIÓN ARAGONESA Y LA FRUSTRACIÓN GADITANA

Este imaginario llega hasta las Cortes de Cádiz en tres momentos diferen-
tes y con distinto resultado. En la Consulta al país decidida por la Junta Central
en 1809; en los debates de las propias Cortes; y, finalmente, en la opción cons-
tituyente que culmina en 1812.
Si se examinan las diferentes Informaciones a que da lugar la consulta,
muchas de las cuales se han salvado y han sido publicado por Miguel Artola y
sobre todo por un importante grupo de historiadores de la Universidad de
Navarra dirigidos por el pfr. Suárez Verdaguer y el acervo doctrinal que las
acompaña, resulta que el constitucionalismo de la Corona aragonesa aparece
en tres versiones distintas, las tres sobre un fondo común: la afirmación de la
identidad de los respectivos territorios, en el seno de una comunidad política
indisoluble.
De una parte como modelo de lo que debe ser una monarquía moderada.
No se trata ya de restaurar la politerritorilidad, sino de organizar la nación es-
pañola y se propone hacerlo como monarquía moderada por unas Cortes repre-
sentativas tan potentes como fueron en su día las aragonesas o las valencianas.
Esto es lo que, por ejemplo, propone el obispo de Teruel o, en el Reino de
Valencia, el P. Ribelles cuyas opiniones, con ligeros matices, son endosados
por la Junta Suprema en su correspondiente Informe (26).
De otro lado como principio politerritorial. La mejor muestra de ello es
la celebración en 1808 de unas Cortes estamentales aragonesas, las suprimidas
un siglo antes por la Nueva Planta, convocadas por el Virrey Palafox para legi-
timar su nombramiento revolucionario. En estas Cortes se afirma rotundamen-
te que debe Aragón «mantener relación con los demás reinos y provincias de

134
8. LAS TRES VIDAS DE LA CONSTITUCIÓN ARAGONESA ■

España que deben formar con nosotros una misma y sola familia» (27). Y en el
mismo sentido se pronuncian las Instrucciones que la Junta Suprema del Prin-
cipado de Cataluña da a sus diputados en las Cortes Generales y Extraordina-
rias ya convocadas: «no sería sino muy útil el que a ejemplo de ese gran con-
sejo representante de toda la nación que ha de residir en la Corte, se formase
en cada una de las provincias una Junta o cuerpo de representación que tuviese
el mismo objeto con relación y sujeción a aquel y con limitación a la esfera de
su provincia» (28).
Por último, la reafirmación del identitarismo que cristaliza en la politerri-
torialidad y que fundamenta las instituciones representativas e incluso su com-
posición estamental. A ello responden las instrucciones catalanas ya citadas
–«debe Cataluña no solo conservar sus privilegios y Fueros actuales sino tam-
bién recobrar los que disfrutó el tiempo en que ocupó el Trono español la
augusta casa de Austria»– y obras tan significativas como las del valenciano
X. Borrul, Discurso sobre la Constitución que dio al Reino de Valencia su
invicto conquistador el Señor Don Jaime Primero (Valencia, 1810), después
un importante constituyente en Cádiz (29).
En un segundo momento, en los trabajos preparatorios de las Cortes, en
la fundamental Comisión redactora del proyecto de Constitución y en los de-
bates plenarios de las Cortes, los elementos austracistas señalados son sumer-
gidos en lo que Portillo Valdés ha denominado Revolución de Nación (30),
esto es en la opción constituyente en pro de una nación única y homogénea de
ciudadanos sin diferencias estamentales ni territoriales. Unitarismo y unifor-
mismo se imponen así a la politerritorialidad y al estamentalismo. La razón
abstracta se impone sobre el sentimiento historicista.
La evolución del pensamiento de Jovellanos es el mejor ejemplo de ello.
Quien en 1808 había defendido enérgicamente la constitución provincial del
Principado de Asturias frente a las intromisiones del Marques de la Romana,
afirma un año después, en sus Instrucciones a la Junta de Legislación, «como
ninguna constitución política puede ser buena si le faltare unidad y nada sea
más contrario a esa unidad que las varias constituciones municipales y privile-
giadas de algunos pueblos y provincias que son partes constituyentes del cuer-
po social… la Junta de Legislación investigará y propondrá los medios para
mejorar esa parte de nuestra legislación, buscando la más perfecta uniformidad
así en el gobierno interior de los pueblos y provincias como en las obligacio-
nes y derechos de sus habitantes» (31). Así quedo claro en los trabajos repara-
torios de las Cortes, bajo la firma de Argüelles (32).
Frente a este principio unitarista que desde el comienzo tuvo un apoyo
mayoritario en las Cortes, no deja de reivindicarse la politerritorialidad. Tal es

135
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

el caso, ente otros, de diputados catalanes como Aner d’Esteve y de Noguera y


de los valencianos Borrul, Sombiella y Martínez (33) y, algo de especial
importancia, de los diputados de Indias.
En efecto los diputados procedentes de América, regnícolas unos, esto es,
partidarios de la substantivación política de los virreinatos y provincialistas
otros, es decir partidarios de más reducidas circunscripciones administrativas (34),
eran en general partidarios de amplias autonomías territoriales. En algunos
casos, como es el de las Instrucciones del Reino de Guatemala a su diputado
Don Antonio Larrazábal se propone una verdadera federalización de la Monar-
quía (35). Actitudes que van desde las del diputado peruano Morales en 1810 (36)
hasta las de los representantes novohispanos en el trienio liberal apuntan (37),
con diferente matices según avanza el proceso emancipador, se orientan en ese
sentido y siempre chocan con el muro unitarista de la opción liberal. Y es re-
velador que, continuando una tendencia ya apuntada en el trámite de consulta
previa a las propias Cortes, sean los diputados de la Corona de Aragón, Aner y
Borrul principalmente, los más sensibles a tales aspiraciones precisamente
porque consideran que la monarquía es un conjunto de Reinos (38).
La mayoría unitarista impuso su criterio al discutir la organización territo-
rial de lo que aun se denominaba Monarquía. La constituciones de la Corona de
Aragón junto con la de Navarra y la foralidad vasca aparecen encomiástica-
mente mencionadas en el Discurso Preliminar, atribuido a Argüelles y en el que
se ve la influencia de Espiga y Ranz Romanillos. Pero ni su entidad territorial
ni sus fórmulas representativas son tenidas en cuenta. La constitución aragone-
sa se menciona doce veces en el citado Discurso y aparece reiteradamente en
los debates del pleno de las Cortes, pero se trata de disolver su entidad territo-
rial, porque, dirá el conde de Toreno, «todas esas diferencias deben desapare-
cer» (39) y nada queda de su estructura representativa estamental ni siquiera en
la versión bicameralista. Según afirmaba el citado Discurso preliminar y rema-
chó Argüelles «no reuniendo ya en el día los grandes, títulos y prelados… inte-
reses diferentes a los del procomunal de la nación…ha llamado a los españoles
a representar a la nación sin distinción de clases ni estados.». Una sola nación
de solo ciudadanos –«los españoles de uno y otro hemisferio» según el art. 1 del
texto definitivo– no admite ni diferencias territoriales ni estamentales.
El déficit representativo que en una sociedad como la española a primeros
del siglo xix suponía el monocameralismo basado en una supuesta homogenei-
dad del cuerpo político fue uno de los graves defectos de la constitución españo-
la de 1812. Ya en 1819 y, más aun a partir del trienio liberal, los propios «docea-
ñistas», esto es los gaditanos moderados por la experiencia y el exilio frente a
los denominados «exaltados», acariciaron proyectos bicamerales de corte esta-

136
8. LAS TRES VIDAS DE LA CONSTITUCIÓN ARAGONESA ■

mental que terminaron imponiéndose a partir del Estatuto Real de 1834 (40).
Pero la negación de la politerritorialidad frustró todas las tentativas de encauzar
la Emancipación americana por vías que los británicos habían de explorar poco
después. La España vertical y ensimismada se impuso sobre la España horizon-
tal y alterada. El resultado fue una España menor (41).

LA CONSTITUCIÓN ARAGONESA COMO MODELO

Como señalé al comienzo de mi intervención, la Constitución politerrio-


rial y policrática aragonesa sirvió de modelo para organizar el conjunto de la
Monarquía Hispánica desde los Reyes Católicos y dicha organización entra en
paulatina crisis a partir de la destrucción del modelo por los Decretos de Nue-
va Planta. Pero, coincidiendo con la culminación de tal proceso a partir de las
Cortes de Cádiz, la politerritorialidad y policracia aragonesa sirve de modelo
a otra empresa imperial no menor que la española de siglos antes, la británica
En efecto, el interés británico por las islas mediterráneas se remonta,
cuando menos, a comienzos del siglo xviii y la ocupación de Gibraltar y
Menorca durante la Guerra de Sucesión española es buena prueba de ello. La
opinión pública, tanto de los sectores económicos como militares reivindica-
ron con énfasis la expansión imperial por las islas mediterráneas (42). Pero el
interés eminentemente comercial en un principio, adquiere un mayor relieve
estratégico, primero ante la amenaza de una significativa presencia rusa en el
Mediterráneo cuya manifestación más llamativa fue la asunción por el Zar
Pablo del Gran Maestrazgo de los caballeros de San Juan a los que Napoleón
había arrebatado Malta, y, después, durante las guerras de la Revolución y del
Imperio en las que Inglaterra lucha frente a un modelo de organización social
ajeno a su identidad y a un temido intento de dominio universal que amenaza
su independencia: «el avance de los ejércitos y de los principios franceses» en
expresión de un moderado como Granville. Como fue propio de aquellas gue-
rras, probablemente las primeras guerras ideológicas de la modernidad, se lu-
cho no sólo con las armas sino con las propuestas políticas (43).
Los franceses expandieron por los antiguos Países Bajos y por Italia sus
modelos constitucionales. Primero el revolucionario de los años iii y v y, des-
pués, el bonapartista autoritario del año viii. Pero, además, a partir de 1812, la
Constitución gaditana, tan estrechamente dependiente de la francesa de 1791
ya condenada y no sin sobrados motivos por la opinión pública británica, al-
canzó una gran popularidad en los sectores radicales del liberalismo europeo
que se oponía aunque con menor brío que los españoles a la dominación napo-

137
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

leónica. A todos estos modelos tenidos por demagógicos los primeros y el úl-
timo y por autoritarios los impuestos por Bonaparte los británicos opusieron
otro modelo liberal. Según los ingleses, si los franceses vencían para oprimir,
ellos dominaban para liberar y como había de ocurrir dos siglos después, el
país que se preciaba de no tener constitución escrita se convirtió en el más fe-
cundo inspirador cuando no redactor de constituciones. Primero, la del reino
anglo-corso de 1794 (en pie hasta 1798), después los frustrados proyectos
constitucionales de Malta desde 1801 a 1807; más adelante la constitución de
Sicilia de 1812; en fin la de las Islas Jónicas de 1818. La idea de liberar Italia
de la dominación francesa y unificarla se vinculó para algunos estrategas in-
gleses al establecimiento de un régimen constitucional (44).
A los ensayos constitucionales que van desde 1794 a 1818 a lo largo del
Mediterráneo subyace un austracismo latente del que hay claros testimonios,
por ejemplo, en Nápoles, Malta y Córcega. La organización politerritorial del
Imperio Hispánico, configurada sobre el modelo de la Corona de Aragón, es-
taba aún demasiado próxima en el tiempo para no ser recordada con nostalgia
y a ello se sumaba la experiencia desarrollada en Irlanda hasta 1800 de una
Monarquía compuesta asimétrica, esto es la de un Reino sometido a la Corona
ajena, pero que guardaba su personalidad diferente y las correspondientes ins-
tituciones. Así se hizo en Córcega y se soñó –el sueño de Lord Bentinck al que
después me referiré– hacerlo en Sicilia y, bajo la forma de un precoz protecto-
rado, en las Islas Jónicas.
Pero puede buscarse una raíz todavía más profunda en determinados ras-
gos comunes a los regímenes políticos de todas las islas del Tirreno y el Egeo:
el gobierno mediante una asamblea que controla al poder gubernamental que,
incluso, surge de ella y cuyos últimos ecos se encuentran en la constitución
Jónica de 1818. El paralelismo entre el Grand e General Consell mallorquín y
otras asambleas baleares, la Consulta General de Córcega y la ancestral Asam-
blea Popular de Malta, suprimida por considerarla fermento subversivo,
en 1775 por el Gran Maestre jerosomalitano, de Rohan, cuya restauración los
malteses no dejan de reclamar de sus sucesivos ocupantes, así lo demuestra.
Con todas las tensiones, desviaciones y corrupciones propias de la vida políti-
ca, lo cierto es que los territorios tanto continentales como insulares de la
Corona de Aragón vincularon su constitutiva identidad a la existencia de asam-
bleas representativas. Baste mencionar las Cortes valencianas. A ello habrá
que sumar, cuando el Reino Unido asuma la hegemonía mediterránea y preten-
da organizar políticamente tal espacio, su propia tradición de Consejo Legisla-
tivo en las colonias (45).

138
8. LAS TRES VIDAS DE LA CONSTITUCIÓN ARAGONESA ■

Que los británicos recurrieran al antecedente español, tan vivo todavía en


la región, no debe de extrañar. A ello conducían motivaciones de dos tipos.
Desde una interpretación geopolítica como la que en su día propugnara
Vicens Vives, debe señalarse que Gran Bretaña estaba en trance de asumir la
función mediadora y equilibradora entre franceses, rusos y otomanos que
España había desempeñado hasta Utrecht entre Francia, potencias italiana
como la Santa Sede y Venecia y el Imperio Otomano. Esta posición que los
británicos alcanzaron merced a su hegemonía naval, trataron de proyectarla,
como hicieran en su día los españoles, en una organización territorial. Reite-
rando la intuición de Vicens Vives cabe señalar que españoles y británicos
siguieron en su expansión un eje horizontal hacia el Este los aragoneses y ha-
cia el Oeste los castellanos, como hicieran los romanos, frente al eje expansivo
vertical Norte-Sur cultivado por los franceses hasta su más reciente expansión
colonial y que recuerda la expansión Sur-Norte intentada por Cartago.
Y, de otra parte, la estructura compleja que la Monarquía española heredó
de la Corona de Aragón fue, por dos razones, muy bien conocida en Inglaterra
y Escocia a la hora de vincular primero y fusionar después ambos reinos.
De un lado, Ion Arrieta (46) ha analizado los juicios emitidos al respecto
por autores tan distinguidos e influyentes como Craig, Pot, Doddridge, Saville,
Gentile, Bacon o Duck. Incluso quienes, como Bacon, señalan las deficiencias
estructurales de la Monarquía Hispánica, no dejan de admirarla y aun de envi-
diarla. Ya en pleno siglo xviii, los jacobitas se mostraron favorables al carácter
compuesto de la Monarquía británica y un disidente como Richard Price (47),
definía el «imperio» en términos semejantes a como los españoles habían con-
cebido el concepto de Monarquía, esto es pluralidad de pueblos con sus pro-
pias instituciones unidos por el gobierno de un mismo soberano.
De otro lado, la participación británica en la Guerra de Sucesión y su
alianza con los austracistas, acentuó y politizó este conocimiento, especial-
mente entre los whigs, partidarios del apoyo a los catalanes y sus reivindica-
ciones constitucionales.
La decadencia de las Monarquías compuestas iniciada en 1707 con la
unión de Inglaterra y Escocia, debía acentuarse en 1800 con la incorporación
de Irlanda al Reino Unido. Si el reino anglocorso se fundamentaba en el ante-
rior modelo irlandés, esto es en la mixtión de autonomía y subordinación que
caracterizaba las relaciones entre los reinos de Irlanda y Gran Bretaña a lo
largo del siglo xviii y que suprime la fusión de 1800, a la hora de celebrar la
Paz de Amiens (1802), dicho modelo no gozaba de excesiva popularidad en
Westminster. Fueron necesarias varías décadas para que la pluralidad de terri-
torios progresivamente autogobernados bajo una misma Corona se adoptase

139
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

como forma de organización del Imperio Británico. Sin embargo, no faltó,


como ya he señalado, especialmente en la opinión filojacobita, quien propusie-
ra la opción contraria disolviendo la unión de 1707 con Escocia y restablecien-
do los derechos de Irlanda y, en todo caso, la experiencia mediterránea no dejo
de influir en el constitucionalismo británico.
Si el proyecto británico sobre el Mare Nostrum, se frustró por razones
estratégicas –la recuperación militar francesa en 1794– y de política interna-
cional –el entendimiento austrobritánico frente a Rusia en 1815– sin perjuicio
de su dominio marítimo entre Gibraltar y Egipto, apoyado en Malta y, después,
en Chipre, el ensayo, especialmente el del reino anglo-corso de los años 1794
a 1798, fue precedente directo del Informe Durham de 1839.
Es aquí donde tienen especial importancia las influencias ideológicas y las
relaciones personales. Los hombres clave de la política whig de fines del xviii
y comienzos del xix muy influidos por el pensamiento de Burke, favorables al
mantenimiento y desarrollo orgánicos de las instituciones tradicionales fueron
los protagonistas del despliegue inglés en el Mediterráneo. Tal es el caso de
Elliott en Córcega, de Windham y Ball en Malta o de Bentinck en Sicilia (48).
Años más tarde aparece otra importante figura de raíz whig cuya correspon-
dencia muestra su relación con los anteriores y que, lógicamente, dadas sus
tareas políticas, conoció sus despachos diplomáticos. No dudo en que una in-
vestigación directa en los archivos correspondientes así lo demostraría. Me
refiero a John George Lambton, primer conde de Durham (49). Hijo de un
acérrimo partidario de Fox y casado en segundas nupcias con la hija del conde
de Grey, se caracterizó siempre, además de por su mal carácter, por su radica-
lismo político, hasta el punto de ser uno de los principales autores de la refor-
ma de 1832 y abandonar el gobierno al año siguiente por parecerle insuficien-
te. Tras una larga temporada de embajador en Rusia, Lord Melbourne le envía
a Canadá como Gobernador y Alto Comisario. Es allí donde elabora el famoso
Durham Report en el que aboga por la autonomía de un territorio que no deja-
ba de ser por ello dominio de la Corona. El informe Durham ha sido tenido por
«Carta Magna del segundo Imperio Británico», si bien no han faltado visiones
críticas que reduzcan su importancia (50). En todo caso, esta transición hacia
el gobierno responsable y autónomo de los Dominios de la Corona sobre el
modelo de Westminster que había de culminar en el Status de 1931, se inicia y
difunde a partir de este Informe que responde a una tradición whig, ensayada
años atrás en el Mediterráneo sobre los precedentes españoles. La vieja polite-
rritorialidad y policracia de la Corona de Aragón y de la Monarquía Hispánica
revivió en el tránsito del Imperio Británico a la vieja Commonwealth en tanto
se mantuvo el dogma de la indivisibilidad de la Corona (51).

140
8. LAS TRES VIDAS DE LA CONSTITUCIÓN ARAGONESA ■

A MODO DE EPÍLOGO

De esta triple vida de la vieja Corona de Aragón el elemento más perma-


nente es la politerritorialidad. Esto es, la articulación de una serie de Estados
en torno a un solo poder monárquico, sin mengua de su propia personalidad
con lo que ello supone de identidad religiosa, lingüística, jurídica y cultural y
la correspondiente autonomía política concretada en una asamblea representa-
tiva con competencias legislativas y de control que tratan de legitimarse me-
diante el engarce cuando no la actualización de las antiguas instituciones
protoparlamentarias propias del modelo. Una politerritorialidad que no se pro-
duce por mera asociación de elementos originariamente extraños, sino por una
a modo de cariocinesis de cuerpos políticos de la que es motor el propio poder.
La erección de los Reinos de Valencia y de Mallorca por el conquistador Rey
de Aragón son ejemplos paradigmáticos al efecto y ello genera una intimidad
entre los miembros de la Corona que hace de ella otro cuerpo pluriterritorial
del que las Cortes simultáneas de Monzón y Jaca dieron elocuente testimonio.
A la tematización de ello siglos después es a lo que Ernest Lluch denomi-
no en obra póstuma que me dedicó, Aragonesismo Austracista (52). Nada más
lógico que traerlo a colación al terminar una lección dada en su memoria.
¿Y acaba todo aquí? ¿Basta con recordar al amigo desaparecido y a ins-
tituciones devoradas por la historia? Comencé citando el Espíritu del Derecho
Romano de Ihering y quiero terminar remitiéndome a las lecciones de Vino-
gradoff sobre el derecho romano en la Edad Media, que califica de historia de
fantasmas, porque el viejo derecho de los quirites cobraba su vigencia una y
otra vez siglos más tarde ¿No cabrá a nuestro tiempo, tan necesitado de articu-
lar identidades diferentes cuya coincidencia exige la historia, recuperar el le-
gado de la Corona de Aragón?

NOTAS
(1) «La creación del derecho entre los españoles» Anuario de Historia del Derecho Español, XXXVI,
1966, p. 359 y ss.
(2) «Las autoridades jurisprudenciales de la Corona de Aragón en el Escudo de Fontecha y Sala-
zar» en Initium. Revista Catalana de Historia del Dret, 1, 1996, p. 207 y ss. y «Los fundamentos jurídico-
políticos del Escudo de Pedro de Fontecha y Salazar» en Notitia Vasconiae. Revista de Derecho Histórico
de Vasconia 1/2001, p. 142 y ss. Por ahora culminados en el estudio preliminar a su edición del Escudo de
la más constante fe y lealtad del muy noble y muy leal Señorío de Vizcaya VPV, 2013. Cf. Lalinde, La
Corona de Aragón en el mediterráneo medieval 1229-1479, Zaragoza (Institución Fernando el Católico) 1979.
(3) «El concepto de Monarquía en la Edad Media española» en Estudios de historia del pensamien-
to español. I.ª Serie Edad Media. Madrid, (Ediciones cultura hispánica) 3.ª ed. 1983, p. 65 y ss.
(4) «A Europe of Composite Monarchies» en Past and Present, n.º 187 1992 pp. 48 y ss.

141
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

(5) Cf. Díez del Corral, La Monarquía hispánica en el pensamiento político europeo, De
Maquiavelo a Humboldt, OOCC, Madrid (CEPyC) 1998, III, p. 2049-2493 passim.
(6) Obras del Excelentísimo e Ilustrísimo y Venerable Siervo de Dios Don Juan de Palafox y Men-
doza… Madrid (Imprenta de Don Gabriel Ramírez), 1762, I, p. 628 y ss., V p. 295 y ss. y X p. 36 y ss.,
45-46 y 77. Cf. Álvarez de Toledo, Politics and Reform in Spain and Viceregal Mexico, Oxford Univer-
sity Press, 2004 passim.
(7) Cf. Casey, «Una libertad bien entendida. Los valencianos y el Estado de los Austria» en
Manuscrist 17, 1999, p. 237 y ss.
(8) Cf. Navarese (ed.) La tradizione «inventata», La constituzione dell’ideologia parlamentare in
Sicialia fra XVI e XIX secolo Milan (Giuffre), 2012.
(9) Ultimamente cf. Krebs, A Most Dangerous Book: Tacitus’ Germania from the Roman Empire
to the Third Reich Nueva York/Londres (WW Norton & Company) 2011, capítulos 4 y 6.
(10) Información de los sucesos del Reino de Aragón en los años 1590 y 1591 en que se advierten
los yerros de algunos autores, Madrid, 1808, p. 187.
(11) Cf. Marañón, Antonio Pérez, Madrid (Espasa), 1998, p. 530 y ss. (la obra es de 1947).
(12) Franco-Gallia, ed. Lucas, Aix en Provence (Université), 1991, p. 105.
(13) Ed. y traducción de B. Pendás, Madrid (Tecnos), 2008, p. 99 y 153 ss.
(14) Toleti, Apud Perum Rodericum Typo. Regium, 1599, p. 82. Cf. Fava Le teorie dei monarco-
machi e il pensiero politico di Juan de Mariana, Reggio Emilia, 1953.
(15) Fueros y libertà. Il mito della consituzione aragonese nell’Europa moderna, Roma (Carocci
Editore), 2007.
(16) «Manifiesto en defensa de los derechos de Carlos III rey de España y de los justos motivos de
su expedición» (1703) en Salas (ed.) Leibniz Escritos de filosofía Jurídica y Política, Madrid (Biblioteca
Nueva), 2001, p. 291 y ss., los textos citados en pp. 309 y 314.
(17) Títulos de dos obras de Lluch, Barcelona (Crítica), 1999 y Vic (Eumo) 2000.
(18) «El Conde de Montijo. Reflexiones en torno al “partido” aragonés aristocrático de 1794 a
1814» en Trienio, Ilustración y Liberalismo n.º 4 (1984) p. 33 y ss.
(19) «Un escrito del conde de Teba: el “Discurso sobre la autoridad de los Ricos-Hombres”»en
Hispania XXXI (1971), p. 137 y ss. El texto de Teba editado en p. 148 y ss.
(20) «El tema de la constitución antigua de Aragón en el pensamiento político de la Ilustración
española» en Actas del I Symposium del Seminario de Ilustración Aragonesa, Zaragoza (Diputación
General de Aragón), 1987, p. 215 y ss.
(21) Ed. Elorza Madrid (Biblioteca Nueva), 1968, p. 139.
(22) Ed. Elorza en Pan y Toros y otros papeles sediciosos de fines del siglo XVIII, Madrid, (Ayuso)
1971, p. 97 y ss. Las referencias a Aragón en p. 106 ss.
(23) V.gr. Mignet, Antonio Pérez et Philipe II, Paris, 3.º ed. 1854, p. 292 y en España Lafuente,
Historia General de España, III.ª parte, libro 2.º, capitulo XXIII (ed. Barcelona, Muntaner y Simon, 1883,
t. III, pp. 171 y ss.)
(24) Texto en Sevilla, Constituciones y otras Leyes y Proyectos Políticos en España, Madrid (Edi-
tora Nacional), 1969, I, p. 438.
(25) Cf. Giesey, If not not. The Oath of Aragonese and the Legendary Laws of Sobrarbe, Princeton
University Press, 1968.
(26) Cf. Ribelles, Memorias histórico-críticas de las antiguas Cortes del Reino de Valencia, Valen-
cia (Miguel Domingo) 1810 y Cortes de Cádiz I, Informaciones Oficiales sobre Cortes. Valencia y Aragón.
Edición del Seminario de Historia Moderna de la Universidad de Navarra. Pamplona, 1968, p. 70 y ss.
(27) Peiró Arroyo, Las Cortes aragonesas de 1808. Pervivencias forales y revolución popular,
Zaragoza (Corte de Aragón) 1985, p. 99 y ss. y 109 y ss.
(28) Rahola, Los diputados de Cataluña en las Cortes de Cádiz, Barcelona (Casa de Caridad), 1912,
Apendice I, p. 53.
(29) Cf. Ardit, Els valencians de las Corts de Cadis, Barcelona (Dalmau), 1968.
(30) Portillo Valdés, Revolución de Nación. Orígenes de la cultura constitucional en España
1780-1812, Madrid (CEPyC) 2000.
(31) Artola, Archivium n.º 12, 1962 p. 210 Texto recogido en Artola y Flaquer, La Constitución
de 1812, Marid, 2008, p. 293-b.
(32) Junta de legislación, 5 de Noviembre de 1809, ed. Tomás y Valiente Anuario de Historia del
Derecho Español, LXV, 1995, pp. 108-109.

142
8. LAS TRES VIDAS DE LA CONSTITUCIÓN ARAGONESA ■

(33) Cf. Ardit, Op. cit. pp. 19 y ss.


(34) Cf. Estrada «Regnícolas contra provincialistas. Un nuevo acercamiento a Cádiz con especial
referencia al caso de Nueva España» en Historia Constitucional (Revista electrónica) n.º 6, 2005, p, 125,
muy superficial, pero certero en el título.
(35) El pensamiento constitucional hispanoamericano hasta 1830. Compilación de constituciones
y proyectos constitucionales, Caracas (Academia nacional de la Historia), 1961, III, p. 53. Ejemplo análo-
go en Cundinamarca 1811 cf. Ib. p. 103.
(36) Cf. Ramos «El peruano Morales, ejemplo de la complejidad americana de tradición y reforma
en las Cortes de Cádiz» en Revista de Estudios Políticos, n.º 146 (Marzo-Abril) 1966, p. 139 s.
(37) Diario de Sesiones 25 de junio de 1821, p. 2476 y ss., cf. 26 de junio de 1821 p. 2496 y 2541
y 24 de enero de 1822 p. 1975.
(38) Diario de Sesiones 2 septiembre de 1811, p. 348 y 1742, cf., Informaciones cit. p. 156, 196 y
219 y Baleares p. 229, 368 y 287.
(39) Diario de Sesiones 2 de septiembre de 1811, p. 1745.
(40) Cf. Fernández Sarasola, La Constitución de Cádiz. Origen, contenido y proyección inter-
nacional, Madrid (CEPyC), 2011, p. 198 y ss. y las referencias allí dadas.
(41) Cf. mi ensayo «Ensimismamiento y alteración constitucional» en Anales de la Real Academia
de Ciencias Morales y Políticas, LXII, n.º 87 (2009-2010), p. 531 y ss., ahora recogido en mi libro Cádiz
a Contrapelo, Madrid, Taurus (2014).
(42) Cf. Crawley «England and the Sicilian Constitution of 1812» English Historical Review,
1940, 256 y ss.
(43) Cf. Heydemann, Konstitution gegen Revolution Die Britische Deutschland- und Italien Poli-
tik.1815-1848, Gotinga (Rutingen van der Hoeck) 1995.
(44) Cf. la serie de trabajos de Ricotti recogidos en Il constituzionalismo britanico nel Mediterra-
neo (1794-1818), Milan (Giuffre), 2005, passim y los ecos de los mismos p. LI.
(45) Cf. Wight, The Development of Legislative Council,1606-1945, Londres (Faber & Faber), 1954.
(46) «Forms of Union: Britain and Spain. A comparative Analysis» en Elliott and Arrieta
(eds.) Forms of Union: the British and Spanish Monarchies in the Seventeenth and Eighteenth Centuries.
RIEV 2009 Cuadernos n.º 5 p. 23 y ss.
(47) Cf. D. Szechi, The Jacobits. Britain and Europe 1688-1788, Manchester (Faber & Faber)
1994, en especial p. 97 y 143. La cita de Price en Observations on the Nature of Civil Liberty. The Princi-
ples of Government and the Justice and Policy of the War with America, Londres 1776, p. 28 vd. las refer-
encias de Maravall supra nota 3.
(48) Respecto de Elliott cf. Mino (ed.) Life and Letters of Sir Gilbert Elliott First Earl of Minto,
Londres, 1874. Su experience corsa analizada por D. Gregory, The Ungovernable Rock. A History of
Anglo-Corsican Kingdom and its Role in Britain’s Mediterranean Strategy During the Revolutionary War
1793-1797, Oxford (Dickinson) 1985. Respecto de Bentinck cf. Rosselli Lord Bentinck. The Making of
a Liberal Imperialist 1774-1839, Brighton (Sussex University Press) 1874 y Lord William Bentinck and
the British Occupation of Sicily 1811-1814, Cambridge (Cambridge University Press), 1956. En general
cf O’Gorman, The Whig Party and the French Revolution, Londres, (MacMillan) 1967.
(49) Sobre lord Durham cf. la gran biografía de New, Lord Durham. A Biography of John George
Lambton, First Earl of Durham, Oxford (Clarendom) 1929 y la correspondencia piublicada por Reid, Life
and Letters of the First Earl of Durham 1792-1840, Londres (Longsman and Green), 1906.
(50) Coupland (ed.) The Durham Report. Oxford (OUP), 1945 p. XLVI. Cf. Martin «Attacking
the Durham Myth: seventeen years on» en Journal of Canadian Studies, 25 (1990) p. 39 y ss.
(51) Cf. O’Conell «The Crown in the British Commonwealth», International and Comparative
Law Quarterly, 1957, p. 111.
(52) Aragonesismo Austracista. Escritos del Conde Juan Amor de Soria, Zaragoza (Institución Fernan-
do el Católico), 2000, nueva edición 2010.

143
9. UNA RAÍZ DEL ESTADO AUTORITARIO: LA POLISINODIA
DEL ANTIGUO RÉGIMEN

Si en la historia importa, más que los hechos, su significado, la obra de


José Antonio Maravall se ofrece como paradigma metodológico, pues los he-
chos se conectan no para reconstruir una imagen, sino para diseñar un sentido.
El historiador, e incluso el historicista, saben cuán ambiguos y equívocos son
los sentidos trazados por el hombre y hasta qué punto son senderos que no
conducen a parte alguna. Pero si es en la exploración de tales sendas donde
radica el mayor interés de las investigaciones históricas, a la hora de rendir el
merecido tributo a José Antonio Maravall, me ha parecido idóneo ordenar cier-
tos materiales, no del todo ajenos a las propias investigaciones del homenajea-
do, para descubrir, más allá de los hechos, su sentido.
Los materiales en cuestión son las instituciones polisinodales de la anti-
gua Monarquía española y la doctrina en torno a ellas construida, y a la que
Maravall dedicara muchas páginas de sus primeras investigaciones. El sentido,
sólo desde las postrimerías contemplable, es su influencia en lo que Félix Pon-
teil denominara «Organización autoritaria de Francia» (1) por el primer Bona-
parte, origen, a su vez, de toda una estirpe constitucional.
En efecto, si el constitucionalismo histórico español, y especialmente el
navarro, influyeron de manera importante en el Estatuto de Bayona de 1808 (2)
y, a su vez, este texto es clave para la recta comprensión del derecho constitu-
cional del Gran Imperio, e influye definitivamente en la constitución napolitana
del mismo año (3), existe una influencia todavía mayor del Antiguo Régimen en
la génesis napoleónica del Estado Autoritario, y en ella ocupa un lugar central
la práctica y la doctrina española. Baste, ahora, ocuparnos de tal extremo.

145
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

II

En efecto, la Constitución del año VIII, donde se articulan por primera vez
las instituciones autoritarias, crea un Consejo de Estado (art. 52), calificado con
razón de «resurrección del Consejo del Rey» (4), y un Senado Conservador
(tít. II), prototipo de los organismos gerontocráticos inherentes a la estirpe
autoritaria. Ambas figuras, moduladas por los esquemas bonapartistas de or-
ganización militar, proceden de los proyectos constitucionales de Sieyès, que, a
su vez, es heredero de dos grandes tradiciones doctrinales e institucionales, la-
pidariamente descritas por Montesquieu cuando, al tratar del indispensable
«Depósito de las leyes», atribuye esta función a los Parlamentos, puesto que, en
expresión ya célebre, «el Consejo del Príncipe es el depósito de su voluntad
momentánea y ejecutiva, y no el depósito de las leyes fundamentales» (5).
Pero, a su vez, una y otra corriente responden a los avatares del principio
de colegialidad consultiva. Esto es, aquella forma institucional en la cual el
poder, aun siendo monocrático, actúa mediante instituciones colegiales cuya
intervención, de derecho, es un trámite pero no un límite, porque el soberano,
aun obligado a solicitar la opinión de sus consejeros, no se ve obligado a
seguirla y, de hecho, aun siendo grande e incluso amenazante, nunca llegó a
confiscar los poderes del príncipe, esto es, a convertirse en colegialidad de
dirección (6).
Tal fue el sistema, muy difundido desde los albores del Estado Moderno,
hasta lo que Otto Hintze (7) denominara «Revolución comisarial», y su origen
histórico no es otro que el deber vasallático de consilium (A) y la racionaliza-
ción de la función áulica (B).
A) Las consecuencias institucionales del deber vasallático de Consejo
son bien conocidas, y no es éste el momento de insistir en ellas. De la Curia
ordinaria derivó el Consejo Real, «cuando al soberano no le basta la consulta
ocasional de algunas personas de confianza o de una asamblea de las mismas,
convocada intermitentemente en las situaciones difíciles» (8).
Ahora bien, este deber vasallático que, sin duda, impregnaría las prime-
ras manifestaciones del Consejo Real, y del que subsisten reliquias en la legis-
lación, la práctica administrativa y la opinión pública de la España barroca
–el deber de decir al rey la verdad (9)–, sufre una transformación de importan-
cia capital en los últimos siglos de la Edad Media.
Se trata, en un principio, de un Consejo de índole protoparlamentaria, fiel
reflejo de la estructura estamental de las Cortes y titular, como ellas, de la
representación del Reino. El Consejo aparece así, al decir de Piskorski (10),

146
9. UNA RAÍZ DEL ESTADO AUTORITARIO: LA POLISINODIA DEL ANTIGUO RÉGIMEN ■

como una Diputación Permanente de las Cortes. Tal es el caso de los Consejos
organizados en las Cortes de Guadalajara de 1297, de Valencia de 1313 y de
Burgos de 1315 (11).
Dicha pauta es evidente cuando las Cortes de Burgos de 1367 solicitan de
don Enrique el Doliente la composición de un Consejo sobre base territorial,
con dos miembros por cada una de las partes sustantivas de la Monarquía,
«porque los usos e costumbres e los fueros de las ciudades e villas e lugares de
nuestros reinos puedan ser mejor guardados e mantenidos» (12). Años
después, las Cortes castellanas celebradas en Valladolid en 1385, en las cuales
puede considerarse definitivamente establecida la institución, son contunden-
tes al respecto. En un emocionante Ordenamiento, don Juan I afirma reiterada-
mente la vinculación entre la necesidad del Consejo y la imposición al Reino
de pechos o tributos, a la vez que atribuye a la institución una función de con-
trol y la opone al ejercicio solitario del poder: «... porque de nos se dice que
facemos las cosas por nuestra cabeca e sin consentimiento, lo cual no es así...
porque no entre ninguna cosa en nuestro poder de lo que nos da el reino et otrosí
que se nos despienda si no por vuestro mandado [a las Cortes] e ordenación de
los de dicho Consejo...» (13).
Late allí, nada menos, que el principio más tarde, y con mejor fortuna,
desarrollado por el constitucionalismo anglosajón: la participación de los go-
bernados en el poder, a través del necesario consentimiento a las cargas públi-
cas: «no taxation without representation». Así parecen entenderlo los contem-
poráneos cuando afirman, para explicar la participación en el Consejo de
Tutores del Rey Niño, don Enrique III, que la «cosa más necesaria es haber
gran Consejo e bueno, en el cual Consejo es necesario haber de toda gente,
especialmente de aquellos a quienes atañe la carga y el provecho del bien co-
munal del Reino» (14). Quedan así sentadas las bases de una concepción
«protoparlamentaria» del Consejo del Rey. Cuando esta concepción alcanza
pleno desarrollo, el Consejo se convierte en un comité ejecutivo de las Cortes,
como ocurrió con ocasión de las de Madrid de 1391 (15).
En los Estados orientales de la Península el fenómeno es análogo, y las
Cortes aragonesas de la Unión tienen como objetivo principal imponer al rey
unos consejeros designados por ellas (16).
Sin duda, los elementos estamentales sobrevivieron largo tiempo en el
seno del Consejo Real y de sus múltiples derivaciones. Pero ya en las mismas
postrimerías del siglo xiv, frente a lo que se ha denominado concepción proto-
parlamentaria del Consejo del Rey, aparece y se afirma otra concepción que
llamaré áulica, según la cual el Consejo no está llamado a controlar el poder
real ni a representar a los Estamentos del Reino, sino a hacer más efectivo el

147
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

poder del monarca. Así se pone de manifiesto en la respuesta de don Enrique II


a las Cortes de Toro de 1371 –continuación de las de Burgos, antes citadas–,
según la cual basta con que de su Consejo formen parte los oidores de las au-
diencias y los alcaldes de las provincias (17). Años después, cuando el país
busca tranquilidad y orden bajo la autoridad real, son las propias Cortes de
Briviesca de 1387 las que solicitan la eliminación del principio estamental,
petición a la que don Juan I, al que tanto gustaba estar en Consejo, según el
canciller Ayala, responde tajante: llevará consigo «aquellos que le entendiere
que cumplen a servicio de Dios e suyo e provecho de sus reinos» (18).
Esta disyuntiva entre las dos versiones del Consejo (la concepción proto-
parlamentaria y la concepción áulica) es una constante en el otoño de la Edad
Media occidental. La historia comparada de las instituciones demuestra que el
Consejo era el organismo consultivo y ejecutivo, a la vez que controlaba e
impulsaba el naciente aparato burocrático en sus diversos aspectos, hacendís-
tico, militar y jurídico-social. Por ello puede afirmarse que «quien era dueño
del Consejo era dueño del Estado» (19), y de ahí la lucha por su control. Cuan-
do el príncipe dominaba la situación, el Consejo fue hechura suya, y no faltan
casos en Italia y Alemania en los cuales el príncipe formaba un Consejo de ex-
tranjeros para mejor controlarlos (20). Por el contrario, a partir del siglo xiv, el
rey de Hungría había perdido el dominio sobre su Consejo, en favor de los
magnates del Reino (21). En casos así, tal vez sea aventurado hablar de un
constitucionalismo preparlamentario, como hacía el obispo Stubbs (22), al ocu-
parse del Consejo Privado en Inglaterra, bajo los monarcas de la dinastía de
Lancaster. Sin embargo, no puede negarse que tal era la dirección hacia la cual
apuntaban los esfuerzos de los barones y de los comunes al pretender imponer
al rey unos consejeros que fueran garantía de un gobierno «bueno y abundoso».
Si, como revelan los más recientes estudios históricos sobre el tema (23), los
testimonios documentales respecto de estos intentos de parlamentarizar el
Consejo son oscuros e insuficientes, la historia comparada arroja nueva luz. En
Francia, donde los Estados Generales de 1355-1358 y 1484-1485 pretenden,
de modo muy semejante al Parlamento inglés, determinar la composición del
Consejo, la Monarquía francesa se afirma, como la de los Tudor, a través de la
concepción áulica del Grand Conseil: el Consejo ha de ser libremente designa-
do por el rey, como fiel instrumento de su poder (24). Por el contrario, los
países escandinavos demuestran el otro término de la alternativa. En Dinamar-
ca, el Consejo, órgano de la nobleza, se enfrentó al poder regio y aumentó
constantemente, hasta 1648, la autonomía de su composición y la importancia
de sus competencias (25). En Suecia, el Consejo, dominado por la nobleza, el
estamento realmente autónomo, se convirtió desde el siglo xvi en verdadero

148
9. UNA RAÍZ DEL ESTADO AUTORITARIO: LA POLISINODIA DEL ANTIGUO RÉGIMEN ■

órgano de gobierno colaborador del rey, cuando éste era hábil y fuerte como
Gustavo Adolfo, pero capaz también de absorber sus competencias. Así, tras el
establecimiento, en 1720, de «las libertades suecas», el Consejo, órgano cole-
giado de gobierno en el que el rey tan sólo tenía voto de calidad, era nombrado
previa presentación por los Estamentos reunidos en Dieta (Ridsdag) y sólo
responde ante éste (26). El Consejo constituía, como en 1751 expondría el
máximo teórico del sistema, obispo de Abo, «el órgano ejecutivo de los Esta-
mentos» (27). Tal es la esencia del parlamentarismo.
B) Exceptuando Escandinavia, de ambas concepciones, protoparla-
mentaria y áulica, había de triunfar la segunda, merced a la introducción en el
Consejo de un nuevo elemento: los letrados. Su aparición, uno de los más im-
portantes episodios culturales de la historia moderna, da lugar a un rápido
proceso de burocratización, «dominación gracias al saber», dirá Weber (28),
de las instituciones áulicas, que, como a la burocracia corresponde, sustituye
el principio de representatividad por el de jerarquía.
Volviendo al caso castellano, frente a las potestades de las Cortes, la ten-
dencia general en el siglo siguiente a la creación del Consejo Real es triple: se
incrementa constantemente el número de letrados –ya presentes en 1387 y
mayoritarios desde 1459–; se excluye la representación ciudadana –sustituida
por los letrados desde 1406–; se reduce el elemento privilegiado. Así, cuando
los Reyes Católicos organizan el Consejo Real en las Cortes de Toledo de
1480, lo componen ocho o nueve letrados, tres caballeros y un prelado, mien-
tras que los próceres eclesiásticos y laicos, aunque ostentan el título de conse-
jeros, carecen de voto en sus deliberaciones (29).
Esta es la situación que, consolidada en los años sucesivos, había de pro-
vocar la protesta de los comuneros. En un texto de especial interés (30), co-
mentado por el profesor Maravall, los comuneros, aun reconociendo que los
oidores del Consejo deben ser «letrados de ciencia y de conciencia», pretenden
volver por los fueros de la representatividad contra la jerarquía inherente a la
burocracia anterior. «En el Consejo –afirman– haya de haber tantos oidores
como obispados hay en estos reinos de Castilla, en esta manera que en cada un
obispado elijan tres letrados de ciencia e de conciencia e de edad de cada cua-
renta años e que el Rey o un Gobernador escoja él uno de ellos e que este sea
oidor por aquel obispado toda su vida... e que el Rey no pueda poner otros ni
quitar estos...» Por otra parte, en el mismo documento se trata de atribuir a este
Consejo y al gobernador elegido con su intervención la regencia en caso de
minoría, incapacidad o ausencia del rey. Se trata del mismo sistema de las.
Cortes de 1391, ya mencionadas. Cuando, en el bando contrario, se tacha a los

149
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

comuneros de recabar para los procuradores la potestad de «echar a los del


Consejo» (31), podemos, por consiguiente, afirmar que se enfrentaban la con-
cepción áulica, mantenida por los fieles a don Carlos I, y la vieja concepción
protoparlamentaria, fracasada ya en Castilla, pero cuyo desarrollo en otras la-
titudes ha quedado señalado más atrás.
La burocratización, patente en numerosos caracteres de la vida de los
Consejos –baste pensar en el procedimiento escrito o en la constitución de una
plantilla de funcionarios siempre en aumento–, se muestra especialmente en la
organización racional de competencias y funciones. Ya Hernando del Pulgar (32)
nos describe las cinco secciones en que se divide el Consejo Real organizado
en 1480 por los Reyes Católicos, y que tienen su paralelo un siglo después en
Francia (33). La estructuración interna había de acentuarse en los años si-
guientes, desdoblándose el Consejo de Castilla en tres órganos con propia sus-
tantividad. Pero en nuestro país el tema recibe una especial orientación, al in-
corporar el naciente Estado la tradición politerritorial y pluriadministrativa de
la Corona de Aragón. Como señala Vicens Vives (34), el momento capital del
proceso indicado es la creación del Consejo de Aragón (1494), que marca el
camino para sumar diversos órganos de competencia territorial y, siguiendo la
misma pauta, a una ulterior especialización funcional sobre el mismo modelo
sinodal. El corolario de todo ello, no en la sucesión cronológica pero sí en la
lógica, es la creación del Consejo de Estado como órgano colegial supremo
para los asuntos comunes: «... de la manera que sobre todo este mundo y sobre
los cielos que se mueven hay uno que se llama Empíreo... para dar firmeza y
constancia a los demás... hay un Consejo muy alto, que se llama de Estado
porque trata de la estabilidad y conservación de esta Monarquía e influye tam-
bién en los demás cielos que son los otros consejos» (35).
Así se llega a lo que Juan de Madariaga llama, enfáticamente, el «Supre-
mo Senado de España», de cuyo prestigio en Europa son el mejor exponente
las tesis del abate de Saint Pierre sobre la polisinodia.
Paralela a esta tecnificación de las instituciones áulicas es la racionali-
zación de la función de «consejo», en el sentido no político, sino ético. Este
proceso es ya patente en las Leyes de Partidas, donde se define el «Consejo»
como «buen anteveimienío que omme toma sobre las cosas dudosas porque
no pueda caer en yerro» (36), y se continúa a través de toda una corriente
doctrinal que no hace del «consejo» función de la representación, sino de la
prudencia política de quien lo da, puesto que «todas las cosas que omme face
en su tiempo e en su razón dan mejor fruto que las otras e mayormente las
que se han de facer con consejo de omme sabidores» (37). Para apreciar cuan
profundamente esta visión del «consejo» había impregnado la institución de

150
9. UNA RAÍZ DEL ESTADO AUTORITARIO: LA POLISINODIA DEL ANTIGUO RÉGIMEN ■

este nombre, basta atender a la Real Pragmática, ya citada, que lo organiza


en 1480. Su preámbulo afirma: «Como quiera que en el estado humano nin-
guna cosa es firme porque los pensamientos de los mortales son dudosos e
temerosos e incierta es la providencia de los hombres por prudentes que sean
estimados... grande es la firmeza de las cosas que por buen consejo son
gobernadas... y por esto conviene a los Reyes tener cerca de sí compañía de
buen consejo...» La comparación de este texto con los antes citados, relativos
a la paralela creación de Juan I, no deja lugar a dudas sobre la evolución que
entretanto había tenido lugar: de la afirmación de la «representatividad» al
encomio de la «prudencia».
Ahora bien, esta racionalización ética necesariamente había de confun-
dirse, sobre todo tras la Contrarreforma, con una racionalidad religioso-confe-
sional. Ya desde Pedro IV el Ceremonioso se introducen en el Consejo Real
aragonés los «enderezadores de la conciencia regia», maestros en teología y
derecho canónico, a quienes correspondía ilustrar al rey sobre la rectitud moral
de sus empresas, y en la época inmediatamente posterior abundarán los ejem-
plos de consultas colegiales de teólogos y moralistas. La ratio status tiende a
hacerse ratio confessionis (38); la voluntad política se transforma en juicio
moral, en el sentido del intelectualismo aristotélico que, al decir de Maravall,
domina nuestra Contrarreforma (39) y la función de «consejo» sigue una nue-
va pauta de todo ajena al principio de representatividad que animaba en el si-
glo xiv a las Cortes de Valladolid. Su fundamentación se encuentra en la Sa-
grada Escritura (40) y su modelo es el confesor (41). Una investigación general
del espíritu de la época pondría de manifiesto la raíz común de muy diversas
instituciones: desde el criado confidente, que a través del «gracioso» se asoma
a los corrales de comedias, como tipo harto conocido del público, hasta el Re-
trato del Privado Cristiano, pasando por la figura del director espiritual; la
confidencia de quien tiene autoridad para decidir con quien tiene buen sentido
para asesorar. Un autor tan leído en su época como Castillo Bobadilla señala
cómo el príncipe ha de tener el primer y más importante consejo con Dios y,
después, para defender la conveniencia de la institución, afirma que «el enemi-
go del Consejo es aborrecedor de la razón» (42). En los mismos años, obras
mucho más populares, las comedias, harán del Consejo o Senado, repitiendo
la fórmula ciceroniana, el entendimiento del cuerpo político (43).
Tal es la representación colectiva que subyace a la abundante literatura
sobre el Consejo y consejero de príncipes, inaugurada por Furió Ceriol en 1556 (44).
A la grande biblioteca «de re aulica» que podría constituirse habría que añadir
las referencias de toda la literatura política de la época, incluidas las obras
clásicas. Pero, además, el teatro, fiel exponente de la conciencia popular, ­puesto

151
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

que, ya trate de influirla, ya pretenda tan sólo reflejarla, ha de manejar las ca-
tegorías que son familiares a aquélla, nos ofrece la apologética descripción de
los Consejos en que se encomia la valía personal de sus miembros, sin una sola
referencia a su carácter representativo (45). «El dar consejo es del inferior y
tomarle del superior», dirá Saavedra Fajardo (Empr., LV).
En la literatura política y en la creación dramática, y por lo tanto en la
conciencia colectiva que sustenta ambas, los Consejos son, de acuerdo a una
fórmula de raíz aristotélica (Política, 1287 b) utilizada en las Partidas, ojos y
oídos del príncipe (46), al que sirven de eficaz instrumento de poder y nunca
de freno. ¡Cuan lejos estamos de aquellas asambleas representativas del Reino
y fiscalizadoras del poder real que todavía reunidas en Monzón, en 1585, tanto
habían de irritar a los cortesanos de Castilla! (47). Pero, a la vez, ¡cómo se
corresponde esta nueva visión racional de la función de «Consejo» con la or-
ganización racional por excelencia de las funciones públicas, la burocracia! La
aristocracia intelectual sería la primera versión de una nuda dominación gra-
cias al saber.

III

Así reconstruida la génesis del sistema de gobierno sinodial, pueden


subrayarse tres rasgos característicos del mismo. En primer lugar, es un instru-
mento del absolutismo; sin embargo, y ésta es su segunda característica, se
presenta como un límite o control del poder; por último, sirve de cauce a un
proceso de estamentalización de las funciones gubernamentales.
Las razones por las cuales la administración colegial sirve de instrumento
al absolutismo son varias. Por una parte, se trata de una poderosa técnica de
racionalización burocrática, capaz de objetivar y despersonalizar la función.
Fue –dirá Max Weber (48)– «una de las primeras instituciones que permitieron
llegar al concepto moderno de magistratura, concebida como una forma peren-
ne e independiente de la persona», porque «siempre estuvo unida a la separa-
ción entre la oficina y el hogar de sus titulares». Los consejeros se diluyen en
la impersonalidad del Consejo, y así lo entendieron los propios contemporá-
neos de esta nueva forma administrativa: «repartían entre sí los casos –cuenta
Hernando del Pulgar– para hacer relación en aquel Consejo y después, todos
juntos, veían las relaciones de los procesos y daban secretamente sus votos y
pronunciaban todos juntos las sentencias definitivas en las causas, habiéndolas
primeramente platicado» (49).

152
9. UNA RAÍZ DEL ESTADO AUTORITARIO: LA POLISINODIA DEL ANTIGUO RÉGIMEN ■

En segundo término, la organización colegial proporciona al príncipe la


asistencia de una pluralidad de expertos que suplen los conocimientos y el
tiempo que necesariamente han de faltar a una sola persona. En este sentido,
puede considerarse ejemplar la introducción de formas colegiales en la refor-
ma administrativa que el emperador Maximiliano I llevó a cabo en sus Estados
hereditarios, obligado, principalmente, por la dificultad creciente de los pro-
blemas económicos (50). De hecho, los Consejos, especialmente los superio-
res, como el Consejo de Estado o el de Guerra en España y el Consejo d’en
haut en Francia, actúan más como Estado Mayor que como órgano consultivo.
Presididos por el propio soberano, preparan la resolución que sólo de la volun-
tad de éste depende. Así lo demuestra un examen de la preceptiva contempo-
ránea de los Consejos (51).
Por ello la administración colegial nunca constituyó un límite a la autori-
dad del príncipe, sino tan sólo un trámite al que las decisiones de éste debían
ajustarse. El rey debe consultar al Consejo, y la obligación moral tiende pro-
gresivamente a plasmarse en un procedimiento reglado. Pero, como subraya el
cronista Hernando del Pulgar (52) tras describir minuciosamente la organiza-
ción sinodal, «de todos estos Consejos recurrían al Rey y a la Reina con cual-
quier cosa de Facultad que ante ellos venía... e en esta manera el Rey y la
Reina proveían en todas las cosas de sus reinos y señoríos». A través de largas
disquisiciones doctrinales sobre la coparticipación o no coparticipación del
Consejo en el oficio del monarca, sabemos que, salvo opiniones aisladas, «no
consulta el Príncipe al Consejo...; como quién está obligado a hacer lo que le
dicen ni su suprema potestad está atada a esto» (53). Tal era la opinión docta a
la que hacían eco, ante el público, los autores dramáticos y de cuya vigencia
práctica dan cuenta los cronistas.
Ahora bien, a la vez que sirve de instrumento del poder absoluto, la orga-
nización sinodal enmascara esta realidad, presentándose como un control y
límite del poder, a través de una pseudorrepresentatividad, que los teóricos de
la organización no dejaron de subrayar y que, más tarde, pasaría como un lugar
común al programa constitucional de los tradicionalistas. Si, como antes que-
dó dicho, el origen del Consejo es el mismo que el de las Cortes (la Curia
Regia apoyada en el deber vasallático de consilium que luego evoluciona hacia
la asistencia estamental a la Corona como miembros de un solo cuerpo), no
cabe tampoco duda de que el Consejo, y más aún los Consejos, habían evolu-
cionado hacia formas burocráticas en las que ya no rige el principio de repre-
sentación, sino el principio de jerarquía. Baste, en este sentido, comparar el
Consejo Real establecido por Juan I con el Consejo de Indias organizado por
Carlos I (54). En éste, como en todos los demás, la preeminencia, cuando no

153
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

monopolio, de los letrados, o al menos de hombres con formación jurídica, era


total, y en el mismo sentido no debe de olvidarse el importante papel del pre-
sidente del Consejo de Castilla, cargo frecuentemente atribuido a un procer
eclesiástico de sólida formación canónica.
Sin embargo, esta poderosa organización burocrática, que antes vimos
calificar de ojos y oídos del príncipe, pretende ser la representación del Reino.
Castillo de Bobadilla parece ser el autor qué más enfáticamente expresa seme-
jante punto de vista, pero en modo alguno es el único. Para Bobadilla (55), el
Consejo tiene su fundamento en el origen popular de la soberanía, que, por lo
tanto, puede restringirse y condicionarse al ejercicio en determinadas condi-
ciones. Para Juan de Madariaga (56), el Consejo o Senado es nada menos que
el órgano de representación de la comunidad. Para Fernández de Medrano (57),
el Consejo Real de España desempeña, por voluntad del propio monarca, la
función de Eforado encargado de contradecir y limitar la potestad real. No
faltan en la comedia ecos de esta doctrina.
Se trata, en todo caso, de una versión extremadamente intelectualizada de
la idea matriz de la institución, de acuerdo con la cual la voluntad política se
expresa en términos de racionalidad. Por ello, la «sabiduría» goza de una es-
pecial auctoritas que, si no puede ni quiere competir con la potestas del rey, la
aureola de su prestigio y la descarga de responsabilidad: «Uno de los mayores
fundamentos de su reputación [la del príncipe] será la fama de que ha juntado,
al juicio e inteligencia propia, su fiel y prudente consejo, teniendo gran cuida-
do en hacerle tal», dice, por ejemplo, Juan Pablo Mártir Rizo (58).
En frase del autor a quien se dedican estas páginas, a la aristocracia inte-
lectual, en la que creen los españoles de los siglos xvi y xvii, «incumbe con-
seguir que el Rey, siendo libre y soberano, se mantenga, sin embargo, en la
medida justa de su poder... al Consejo, como reunión de varones sabios y pru-
dentes que ayudan al Monarca y esclarecen su criterio antes de su soberana
decisión» (59). Hasta qué punto esta concepción se emparenta con la idea del
viejo y buen derecho a descubrir e interpretar por un colegio de ancianos, lo
demuestran los mismos textos legales. En la citada pragmática de 1480, los
Reyes Católicos motivan su reorganización del Consejo Real exigiendo que
sus miembros «sean personas sabias, viejos y expertos y doctos en las leyes y
el derecho porque, según dice la Escritura, en los antiguos es la sabiduría y en
el mucho tiempo es la prudencia y la autoridad y pericia de las cosas». Dos
siglos después, eliminada ya la cita bíblica, Felipe V había de reiterar el mismo
argumento al ordenar a su Consejo atenerse a la doctrina de los precedentes (60).
Esta idea ancestral no debe subestimarse a la hora de valorar el conservaduris-
mo de las instituciones colegiales de este tipo.

154
9. UNA RAÍZ DEL ESTADO AUTORITARIO: LA POLISINODIA DEL ANTIGUO RÉGIMEN ■

El abismo que mediaba entre la composición burocrática de los Consejos


y su pretendida función representativa y limitadora del poder real trata de
salvarse por una vía que hará fortuna más adelante: el neoestamentalismo,
consistente en la vinculación de la representación social a cuerpos públicos,
meros organismos, cuando no órganos administrativos.
Tal es el criterio que mantienen autores como Cerdán de Tallada o Saavedra
Fajardo. El primero, recomendando la incorporación de los presidentes letra-
dos de los diversos Consejos al de Estado, para reforzar de este modo la unidad
de la Monarquía (61). Saavedra Fajardo, sugiriendo la conveniencia de unas
Cortes decenales, compuestas de dos diputados por cada provincia y dos
consejeros por cada uno de los distintos órganos de la Polisinodia (62). De esta
manera, la decadencia de las Cortes por la atrofia representativa de los Esta-
mentos (de los cuales en Castilla tan sólo se convocaba al popular) se trata de
paliar por una nueva representación, la de los propios organismos burocráticos
del Estado. Es éste el rasgo que, potenciado por técnicas comisariales proce-
dentes del Antiguo Régimen y radicalizadas por la Revolución, caracterizó al
constitucionalismo napoleónico que se prolonga a lo largo de toda la estirpe
constitucional autoritaria.
Pero si el sistema colegial evita la feudalización de las magistraturas es,
en cambio, fácil presa a su estamentalización. Se entiende por tal la vincula-
ción de privilegio y servicio y la apropiación de ambos por un grupo con ten-
dencia al hermetismo, reclutado por herencia o, lo que es equivalente, por
cooptación, y que hace de su tarea forma de vida, y a la inversa. Los Consejos
llegan a ser, de esta manera, monopolio de un Estamento (63), tanto por la
específica estructura de la sociedad del Antiguo Régimen (64) como incluso
intencionalmente en algunas situaciones; v. gr., en Francia (65).
Sin embargo, más importante que el monopolio o la utilización del régi-
men sinodal por un estamento privilegiado es el nacimiento de un nuevo esta-
mento en el seno del propio órgano, esto es, lo que Otto Hintze (66) ha deno-
minado un «estamento de funcionarios», en sentido muy amplio. Se trata, en
este caso, de un grupo social determinado por una tarea muy específica, y que
se caracteriza por una conciencia homogénea y una posición social también
homogénea, con independencia de la procedencia social de cada uno de sus
miembros.
Así lo demuestra en España la formación de la conciencia estamental de
los letrados, paralela a la introducción y difusión de la administración colegial,
y que tan brillantemente ha estudiado el propio José Antonio Maravall (67).
Los siglos posteriores no hacen sino confirmar esta interpretación. Quienes
entran en los altos organismos administrativos como meros auxiliares técnicos

155
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

llegan a convertirse en médula de los mismos. En Francia, bajo el régimen sino-


dal organizado para potenciar la aristocracia castrense, la incompetencia de ésta
en los quehaceres administrativos aumenta la importancia de los secretarios y
maîtres de requetés (numéricamente dominantes desde Enrique IV) de los
Consejos, hasta el punto de irritar a los grandes feudales padrinos del sistema.
En España, bajo Carlos III, el «partido aragonés», de tendencia claramente nobi-
liaria, cae en la cuenta que el absentismo de los títulos y Grandes del trabajo,
peyorativamente calificado de «covachuela», ha transferido la realidad del poder
administrativo a una nueva clase de baja nobleza (68).
Dos son las consecuencias principales de este proceso de estamentaliza-
ción. En primer lugar, el nuevo estamento de funcionarios desarrolla la tenden-
cia al hermetismo propia de esta forma social, y ello se manifiesta a través de
su reclutamiento por cooptación. El monopolio de la función y de la formación
exigida para desempeñarla coinciden. Ahora bien, y en ello consiste la segunda
de las consecuencias más atrás señaladas, el Estamento de Funcionarios, como
todo estamento, une a la idea de servicio la de privilegio. Su posición monopo-
lística y hermética es el fundamento para edificar una situación privilegiada,
no sólo en el sentido negativo (exención), sino especialmente en el positivo,
como es el caso de la participación exclusiva en las tareas de gobierno o el
ejercicio de una representación vinculada. La última época de los Austrias
conoció los inconvenientes de este proceso en la administración sinodal y trató
de paliarlo a través del nombramiento de consejeros nobles «de capa y espa-
da». Entonces, ya los representantes del viejo estamento aristocrático resulta-
ban más dúctiles al poder que los del nuevo estamento, creado a la sombra del
poder en el seno del propio órgano. Además, estos gentilhombres eran caste-
llanos e instrumentos de castellanización frente a los letrados, apegados a sus
tradiciones forales (69).
Los institutos sinodales, en consecuencia, son firmes soportes del orden
político establecido, y de aquí que su posición ante el poder, agente de cambio
tanto como de conservación, sea muy ambivalente. El estamento de funciona-
rios lo debe todo al príncipe, y su estilo de vida consiste en «servir al señor con
el cuerpo y la vida, con los bienes y la hacienda, con honradez y conciencia, y
darlo todo por él, menos la salvación» (70). Como tal, el estamento de funcio-
narios y las instituciones, por él monopolizadas, son un dócil instrumento en
manos del poder. Tomando como ejemplo el Consejo de Castilla, puede decir-
se con Desdevices du Dezert (71): «su acción será considerable, sin que ello
supusiera límite alguno a la voluntad del Soberano, tanto porque en cada caso
concreto la decisión última correspondía al Rey, como porque toda oposición
era imposible en una asamblea en la que todos los miembros habían sido nom-

156
9. UNA RAÍZ DEL ESTADO AUTORITARIO: LA POLISINODIA DEL ANTIGUO RÉGIMEN ■

brados por el Rey, estaban pagados por él y podían libremente ser revocados o
destinados a otras funciones».
Sin embargo, en la medida en que, mediante una amortización de plazas
y un sistema autónomo de reclutamiento por cooptación, el estamento y las
instituciones estamentalizadas se convierten en una realidad social indepen-
diente, la biología política lleva a la ineludible oposición entre poder y contra-
poder. El Estamento creado a la sombra del soberano pretende confiscar la
soberanía. Tras la apropiación de la función al servicio del poder se intenta la
apropiación del poder mismo, si los derroteros de éste aparecen como peligro-
sos a los intereses estamentales. Históricamente, sabemos que el más poderoso
estamento de príncipes, el alemán, nació de un estamento de funcionarios e
hizo de los Consejos su órgano de expresión preferente, y la Fronda parlamen-
taria francesa intentó, en más de una ocasión, una operación análoga. Otro
tanto intentaría, en 1814, el Senado napoleónico y, tras él, muchas institucio-
nes autoritarias.
Mousnier e investigadores paralelos como Bluche y Egret, entre otros,
han señalado cómo en Francia esta ambivalencia se plasma, incluso, en una
diferencia social dentro de la nobleza de toga: por un lado, las familias de con-
sejeros leales a la Corte; de otro, las familias parlamentarias provincianas,
siempre proclives a la defensa de privilegios estamentales y locales.
El gran partero constitucional que fue Sieyès recogió y diferenció con el
nombre de poder gobernante y poder conservador ambos legados, y la raciona-
lización jurídica llevada a cabo por la Revolución y su obra constituyente
reconoció la sustantividad de uno y otro. A la vez, el Antiguo Régimen legaba
también las técnicas comisariales –nombramiento de personal libremente re-
vocable para el desempeño de comisiones concretas– que habían permitido, en
el campo de la administración, someter estrechamente los funcionarios al prín-
cipe. Estas mismas técnicas habían de permitir modular ambas tradiciones al
servicio del poder autoritario.
Las más doctas investigaciones sobre los orígenes de la Constitución
del año VIII se detienen en las Constituciones francesas y filofrancesas pos-
teriores a 1791 y en las doctrinas de Sieyès, pero allende estas doctrinas, y
como fundamento de las mismas, los datos expuestos permiten vislumbrar
cuán grande era la continuidad entre aquel docto e influyente ideador de fór-
mulas constitucionales y la práctica y la doctrina del Antiguo Régimen. Una
vez más, como certeramente señalara Tocqueville, la Revolución y su legata-
rio Bonaparte se constituían como los más fieles herederos del Antiguo Ré-
gimen.

157
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

NOTAS
(1) Napoleón et l’organisation autoritaire de la France, París, 1956.
(2) Cfr. Sanz Cid, La Constitución en Bayona, Madrid, 1922.
(3) Cfr. Bulletino delle leggi del Regno de Napoli, t. IV.
(4) Barthelemy, Droit Administratif, 13 ed.; cfr. Le Conseil d’Etat. Livre jubilaire, París, 1952,
pp. 31 y ss.
(5) I, IV.
(6) Max Weber, Economía y Sociedad, traducción española, México, 1966, I, pp. 217 y ss., en
especial p. 219.
(7) «Der Comisarius und seine Bedeutung in der allgemeine Verwaltungsgeschichte. Eine
vergleichende studie», en el volumen Staat und Verfassung, 2: ed., Gottinga, 1962.
(8) Weber, op. cit., II, p. 747. Cfr. Prendes en Revista de Estudios Políticos, núm. 126, 1962. Frente
a la interpretación general acuñada por Sánchez Albornoz y divulgada por García de Valdeavellano, Curso
de Historia de las Instituciones Españolas, Madrid, 1961, pp. 450 y ss, se enfrentan más recientes inves-
tigaciones. V. gr., Salustiano de Dios, El Consejo de Castilla, Madrid, 1982, pp. 9 y ss.
(9) Vid., Antequera, Historia de la legislación española, Madrid, 1884, p. 347; otro testimonio
en Nov. Rec., IV, III, 15. El tópico aparece constantemente en la literatura dramática del siglo xvii; cfr.
Herrero García, «La Monarquía Teorética de Lope de Vega», en Fénix, núm. 3, pp. 343 y ss.
(10) Las Cortes de Castilla en el período de tránsito de la Edad Media a la Moderna (1183-1520),
traducción española, Barcelona, 1930, p. 178.
(11) Cfr. Torreanaz, Los Consejos del Rey en la Edad Media, Madrid, 1884, I, pp. 128 y ss.
(12) Cortes de los antiguos Reinos de León y Castilla, ed. R. A. H., Madrid, 1883, II, p. 148.
(13) Ibid., II, p. 332.
(14) Crónica de Don Enrique III de Castilla e de León, año 2.º (1392); Crónicas de los Reyes de
Castilla, II, ed. B. A. E., cap. VI, p. 188 b.
(15) Cortes de los antiguos Reinos de León y Castilla, I, pp. 384-385.
(16) Zurita, Los cinco libros primeros de la. 1.» parte de los Anales de la Corona de Aragón,
Zaragoza, 1585, t. I, p. 321 vto. Gfr. González Antón, Las Uniones Aragonesas y las Cortes del Reino
(1283-1301), Zaragoza, 1975.
(17) Cortes de los antiguos Reinos..., II, p. 208.
(18) Ibid.
(19) Guerée, Occident au XIV et XV siècles: Les Etats, París, col. Nouvelle Clio, núm. 22, cap. II.
(20) Vid., el panorama constitucional comparado trazado por Elton en New Cambridge Modern
History, II, The Reformation, Cambridge, 1958 (ed. 1975), pp. 444 y ss. Cfr. el ejemplo típico de Nápoles
bajo la dinastía aragonesa en Ryder, The Kingdom of Naples under Alfonso the Magnanimous, Oxford,
1976, pp. 91 y ss.
(21) Eszlary, Histoire des institutions publiques hongroises, París, 1959, I.
(22) The constitutional history of England, 5.ª Ed., Oxford, 1898, III, pp. 5 y ss.
(23) Cfr. Jlliffe, The constitutional history of Medieval England, Londres, 1937. Últimamente
Brown, «The Commons and the Council in the Reign of Henry IV», en Fryde Miller (ed.), Historiad
Studies of íbe English Parliament, II, Cambridge, 1970, pp. 31 y ss.
(24) Cfr. Doucet, Les institutions de la France au XV siècle, París, 1948, y Elton, The Tudor
revolution in Government, Cambridge, 1953.
(25) Ellehoj en Dantrup y Koch (eds.), Danmarks Historie, Copenhague, 1964-1965, vol. 7, pp. 397 y ss.
(26) Carlsson y Rosen, Svensk historia, I, Estocolmo, 1961, pp. 96 y ss.
(27) Citado por Jutikkala, A history of Finland, New York, 1962, p. 145.
(28) Op. cit., I, p. 179.
(29) Los datos de este proceso están resumidos en García Valdeaveilano, op. cit., p. 459.
(30) Colección de Documentos Inéditos para la Historia de España, 1, p. 273.
(31) Citado por Danvila, Historia crítica y documentada de las Comunidades de Castilla,
Madrid, 1897, II, p. 502. Cfr. Maravall, Las Comunidades de Castilla, Madrid, 1963, p. 132.
(32) Crónica de los Reyes Católicos, ed. Carriazo, Madrid, 1941, I, p. 421.
(33) Cfr. Oliver Martín, Le Conseil d’Etaí du Roi (Les cours de Droit, 1942-1943), pp. 13 y ss.
(34) «Estructura administrativa estatal en los siglos XVI y XVII» (1960), recopilado en Obra
Dispersa, Barcelona, 1967, pp. 359-377.

158
9. UNA RAÍZ DEL ESTADO AUTORITARIO: LA POLISINODIA DEL ANTIGUO RÉGIMEN ■

(35) Juan de Madariaga, Del Senado y de su Príncipe, Valencia, 1616, p. 35. Para un primer
testimonio sobre el Consejo de Estado, cfr. Miscelánea di Storia Italiana, tercera serie, t. XVII, Torino,
1915, pp. 426-427.
(36) III, XXI, 1.a. Cfr. Ferrari, «La secularización de la Teoría del Estado en las Partidas», en
Anuario de Historia del Derecho Español, XI, 1934, pp. 449-456; Vid. p. 452.
(37) III, XXI, 2.ª; cfr. XXVIII, 9, 2.ª
(38) Cfr. García Pelayo, «Sobre las razones históricas de la razón de Estado», en el volumen’ Del
mito y de la razón de Estado en el pensamiento político, Madrid, 1968, pp. 279 y ss.
(39) Cfr. Maravall, Teoría española del Estado en el siglo XVI, Madrid, 1944, cap. V. Los autores
que pueden citarse a guisa de ejemplo son innumerables; así, Ramírez de Prado: «consejo es aprobación
que el entendimiento hace de lo que parece más conveniente al fin que se pretende» (Consejo y consejero
de Príncipes, Madrid, 1617, inicio).
(40) Cfr. Maravall, op. tit., p. 276.
(41) V. gr.: Fray Juan de la Cruz: «A ninguno toca este oficio más propiamente que al confesor,
que se ha de presumir que ha de ser hombre de letras y no como quiera sino con amplia enciclopedia de
facultades. Buen teólogo escolástico, mucho mejor moral que es lo que más importa, con noticia de dere-
cho positivo y con grande extensión de historias y, sobre todo, de juicio cuerdo y prudente y de conocida
virtud, para que lo que resolviese con la Teología lo sacase del conocimiento de los casos sucedidos en los
siglos pasados, sin cuyo conocimiento parece caso imposible que se pueda gobernar bien una Monarquía»
(Job estoico ilustrado, Zaragoza, 1638, p. 83).
(42) Política para corregidores y señores de vasallos, Madrid, 1597, pp. 497 y 506.
(43) V.gr.: Brances Candamo, El esclavo en grillos de oro, II, B. A. E., XLIX, p. 317.,
(44) Esta literatura fue someramente analizada.por Maravall en la citada obra, cap. VIL
(45) V.gr.: Lope de Vega, La Octava Maravilla, I, ed. R. Ac, N., VIII, p. 251.
(46) Partidas, II, IX, 5.ª Ejemplos del tópico en Merriman, The rise of the Spanish Empire, III,
Nueva York, 1925, p. 144, y Maravall, op. cit., p. 279.
(47) Cfr. Menéndez Pidal en Bol. R. Ac., II, 1915, pp. 460 y ss. En este sentido han de interpre-
tarse las polémicas en torno a las funciones del Consejo Real en Navarra desde el siglo XVII.
(48) Op. cit., II, p. 747.
(49) Op. cit., I, pp. 421-422.
(50) Cfr. Mayer Die Verwaltungsorganisation Maximilians, 1. s.l., 1920. Cfr. Escudero, en A. H:
D: E: XXXVI, 1966, pp. 255 y ss.
(51) Madariaga, op. Cit., caps. XXII y ss.
(52) Op. cit., 1, p. 422.
(53) Cfr. Maravall, op. cit., pp. 228 y ss. (la cita es del P. Rivadeneyra). En la perspectiva comparada
para Francia, cfr. M. Antoine, Le Conseil du Roi sur le règne de Louis XV, París-Ginebra, 1973, pp. 217 y ss.
(54) Cfr. Bernard, Le Secrétariat d’Eíai et le Conseil espagnol des Indes, 1700-1808, París, 1972,
pp. 165 y ss.
(55) Op. cit., I, pp. 380 y ss.
(56) Op. cit., p. 479.
(57) Política Mixta. Madrid. 1602. p. 13
(58) Norte de Príncipes, Madrid, 1626, cap. XVIII.
(59) Maravall, op. cit., pp. 275-276.
(60) R. C. de 9 de junio de 1715, Nov. Rec., IV, III, 4, 17.
(61) Veroloquium de las Reglas de Estado, Valencia, 1604.
(62) Idea de un Príncipe Político-Cristiano, Empresa LV.
(63) Cfr. García de Enterría, La Administración española, 2.ª ed., Madrid, 1964, p. 188, que
hace una sugerente aplicación de esta categoría a la administración colegial.
(64) Cfr. para Francia, las investigaciones inauguradas por Mousnier: Le Conseil du Roí de Louis
XII a la Revolution, París, 1979, pp. 37 y ss. En España, los datos aportados por Fallard: Les membres du
Conseil de Castille a l’époque Moderne (1621-1746), Ginebra, 1979.
(65) Cfr. Oliver Martín, op. cit., pp. 23 y sst) con numerosos materiales. Un paralelo en Suecia,
cfr. Roberts, Gustavus Adolphus. A history of Sweden, 1611-1632, I, Londres, 1953, pp. 260 y ss.
(66) «Der Beamtenstand» (1911), en el volumen citado.
(67) «Los hombres de saber o letrados y la formación de su conciencia estamental», en el volumen
Estudios de historia del pensamiento español, 1.a serie, Madrid, 1967, p. 347. Un precedente en Moxo,

159
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

Hispania, 129, 1975, pp. 5 y ss. Para matizar lo apuntado en el texto, ofrecen especial interés los estudios
de Maravall recogidos en la segunda parte de su obra Poder, honor y élites en el siglo XVII, Madrid, 1979,
pp. 149 y ss., y en especial pp. 251 y ss. Últimamente P. Molas Ribalta, Consejos y audiencias durante el
reinado de Felipe II, Valladolid, 1984, pp. 82 y ss., con las referencias allí contenidas.
(68) Cfr. García Pelayo, «El Estamento de la Nobleza en el despotismo ilustrado español», Mo-
neda y Crédito, 17, 1946, pp. 37 y ss.
(69) Batista i Roca, prólogo a Koenigsberger, La práctica del Imperio, traducción española,
Madrid, 1975, pp. 39-40. Ver también la relación descrita en pp. 75 y ss.
(70) Frase de Federico Guillermo de Prusia, citada por Hintze.
(71) «Le Conseíl de Castille au XVIII siècle». Revue Historique, 1902, 69, p. 23.

160
10. EL VALOR CONSTITUCIONAL DE IDENTIDAD

1. Comenzaré aclarando los términos sobre los que voy a disertar:


valor, constitución e identidad.
Valor es un término difícil de definir y prueba de ello es el raudal de
docta tinta al que los intentos de tal definición han dado lugar especialmente a
partir de la Conferencia de Brentano de 1889 precozmente traducida al caste-
llano (1). Pero lo cierto es que las más valiosas lucubraciones españolas sobre
el tema se han desarrollado en esta Real Academia. Desde el non nato discurso
de Ortega con ocasión de su frustrada doble elección como miembro de la misma
en 1918, culminado en su Introducción a una Estimativa publicada en 1923 (2),
hasta el de nuestro compañero Gracia Guillén en 2011 (3), que reelabora la
tesis de Ortega mediante una penetrante exégesis de la noología acuñada por
Zubiri, pasando por el de García Morente en 1932 (4). Nada me honra más que
situarme al término de tan ilustre fila y de los tres autores mencionados con-
cluyo que los valores no son ni meramente subjetivos ni totalmente objetivos
sino, en expresión orteguiana, cualidades de las cosas. «Unas cualidades que
tienen su propia estimación y dignidad que le conviene no menos a sí mismas
que a la apreciación del hombre» (5).
En cuanto a la Constitución son tres las principales acepciones de la
Constitución que ha formulado el moderno constitucionalismo: normativismo,
decisionismo e integracionismo (6).
Según la primera, protagonizada por Hans Kelsen y su escuela, la Cons-
titución es una norma, norma suprema de la que se deriva lógicamente todo el
ordenamiento jurídico y que como, a juicio de la Teoría Pura, es propio de todo
derecho, predica un «deber ser».
De acuerdo con la segunda, cuyo principal formulador y defensor fue
Carl Schmitt, la constitución es una decisión sobre la forma de la existencia

161
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

política de la comunidad. Y si plasma en una o varias normas, no es por deduc-


ción lógica, sino por la fuerza de esta decisión. Decisionismo y normativismo,
en la historia de las ideas jurídicas acérrimos rivales, son en realidad, faz y
envés de la misma posición. La decisión produce la norma, la norma existe en
virtud de una decisión, porque como dice el mismo Kelsen, tras la hipotética
norma fundamental existe la, a su juicio, metajurídica realidad del poder. La
decisión opta por un «deber ser»; la norma lo proclama e impone. La constitu-
ción es así un instrumento de innovación. Un programa de acción política. Así
lo demuestra el constitucionalismo comparado de nuestros días. Baste señalar
en el ámbito iberoamericano lo que el ilustre jurista profesor Alberto Dallavía (7),
correspondiente argentino de esta misma Academia, denomina el proyecto
económico de la Constitución que va desde la «cláusula de progreso» del gran
Alberdi hasta hoy.
Pero la Constitución puede también entenderse, no como un «deber ser»,
sino como un «ser».
La constitución, en efecto, no es solo norma ni solo decisión, sino un
orden concreto que condiciona las decisiones y da sentido a las normas. Un
orden concreto fruto de la concurrencia de valores, de normas y de prácticas,
de relaciones y afectos. Un orden concreto en el que participan una pluralidad
de sujetos. Lo que Lasalle (8) denominó, en su famosa conferencia berlinesa
de 1862, «fragmentos de constitución», en cuyo equilibrio dinámico consiste
la integración que Rudolf Smend consideraba esencia de la Constitución y que
ha de ser capaz de unir la pluralidad sin destruirla. En ello consiste, decía otro
ilustre miembro de esta Real Academia, Javier Conde (9), la «constitucionali-
zación» de la cosa pública frente a su «totalización», como vías alternativas de
acceso a la integración política a la altura que nuestro tiempo exige. Tal es la
meta, el telos en término de Löwenstein de la constitución y que como finali-
dad orienta la creación y rige la interpretación de la constitución como de todo
el derecho.
Ahora bien, lo concreto es singular y la singularidad, si por una parte in-
tegra y por otro lado distingue, exige identificarse.
La identidad, sea hétero o auto, es, para expresarlo con toda brevedad, la
manera auténtica y, por auténtica radical, del existencial heideggeriano ser-
con-los-otros-en-el-mundo. Es la versión concreta de la intersubjetividad, con-
dición trascendental de toda subjetividad.
En efecto, la identidad, toda identidad, supone una diferencia frente a los
otros, pero, además la identidad se da en relación con otros. Como pone de
relieve la más autorizada antropología social, sirva por todos el nombre y la
obra de nuestro docto colega, el Profesor Lisón, la identidad fue y es siempre

162
10. EL VALOR CONSTITUCIONAL DE IDENTIDAD ■

colectiva. Si entre los antiguos griegos hay individualidades especialmente


fuertes, estas son sin duda alguna, las de los héroes. Pero cuando en la poesía
homérica se pregunta a Glauco y al mismo Eneas por su nombre, responden
preciándose de pertenecer a una determinada estirpe, y el Edipo de Sófocles
anda como anda por no estar seguro de su genealogía. La famosa sentencia de
Hegel en la Fenomenología del Espíritu, «el yo que es nosotros, el nosotros
que es yo» describe un invariante de la humanidad.
Ahora bien ¿Quiénes somos nosotros? Hay identidades sectoriales e
identidades globales. Las primeras, como son, por poner algunos ejemplos, las
religiosas, étnicas, lingüísticas, de género, de orientación sexual o de minusva-
lía atienden a un solo factor de identidad que por relevante que sea, puede re-
querir ciertas políticas de reconocimiento, hoy en alza merced a la hipervalo-
rarización de la que se ha denominado la «experiencia vivida», pero no
determina toda la vida pública del sujeto. Tal es el caso de las denominadas
novísimas minorías o movimientos sociales. Las identidades globales son emi-
nentemente políticas y abarcan y sintetizan los diferentes factores materiales
de integración –lengua, cultura, historia, etc.– que provocan la voluntad de
vivir juntos en que, en la famosa definición de Renan, consiste la Nación, el
cuerpo político, el body politic de los anglosajones.
Esa «voluntad de vivir juntos» no es arbitraria y no puede inventarse ni
improvisarse. Se quiere vivir juntos porque hay razones para ello. Porque, en
expresión de Puchta, referente al espíritu del pueblo, hay comunidad de prác-
ticas y sentimientos, porque hay factores de integración, cuestión sobre la que
volveré más adelante. Y esas razones no basta con desearlas y proyectarlas; es
preciso constatarlas porque proceden del fondo de los siglos, pero no cristaliza
en una estructura fija como es propio de los minerales. Evoluciona orgánica-
mente: eadem sed aliter. Y como tal es constituyente, incluso a través de la
Revolución como mostrase Tocqueville en su famosa obra L’ancien régime et
la révolution. Por ello mismo, porque la identidad es constitutiva del sujeto, es
indisponible por el propio sujeto.
La identidad de la comunidad política trasciende todas las identidades
sectoriales. No es perceptiva, como lo es el color de la piel o la comunidad
cultual, atienda o no a una fe común. No responde a ninguna sensibilidad físi-
ca. No es perceptiva, sino metaempírica aunque no de orden matemático, esto
es abstracto y homogéneo, como sería el caso de la «ciudadanía mundial»,
establecida ratione imperii, sino simbólico, entendiendo por símbolo la apre-
hensión afectiva de un objeto, ya real ya ideal que, dando sentido a una situa-
ción límite, permite el acceso a otro plano de la realidad. Como al decir de
Aristóteles el vivir político en la Ciudad regida por leyes trasciende las relacio-

163
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

nes conyugales, paterno filiales y dominicales, esto es domésticas y aun veci-


nales (Política I, 2.5.3b, 2.5.5b).
Esa identidad tiene de correlato una homogeneidad de base que señaló
Heller es indispensable a la vida democrática. Javier Conde dirá que es el or-
den por comunión que posibilita un orden por concurrencia que no desgaja la
sociedad. Por eso, según demuestra la experiencia, la democracia que, para ser
real no solo supone participación inclusiva sino equitativa distribución de bie-
nes económicos y culturales, funciona únicamente en el marco de los estados
nacionales.
2. La identidad del cuerpo político es tan vieja como el mundo. Pero la
decantación filosófica del concepto es obra de las Luces. Las Luces de la Ilus-
tración que, a base de iluminar la realidad, descubren la historicidad. Lo que
Meinecke tituló Génesis del Historicismo (10).
Ernest Cassirer en su bella obra Filosofía de la Ilustración (11) diseña un
sugestivo esquema tripartito de tan capital proceso de decantación intelectual.
Primero, la inmanencia de todo conocimiento, en paralelo a lo que, desde Ga-
lileo, rige en las Ciencias naturales. Así lo pone de manifiesto la historia filo-
sófica cultivada en el siglo xviii por ilustrados como Voltaire, que llega al
apogeo en el Dictionaire historique et critique de Bayle. Esto es, el aprecio de
cada hecho singular, contemplado y estimado como tal singularidad.
Segundo, fue Leibniz, a juicio de Cassirer, quien, al contemplar la unidad
singular, la mónada como energía y articularla en el binomio sustancia fecun-
da y cambio sin ruptura, introduce la idea de continuidad de lo idéntico y
sienta las bases filosóficas que aprovechará Herder.
Tercero, el mismo Cassirer sostiene que la idea de religión natural propia
de la Ilustración clama por un contenido concreto, esto es histórico, que, como
demuestra el caso paradigmático de Lessing, se vincula al pietismo por un lado
y a la religiosidad popular por otro. Esto es, a la afectividad.
Y es la identidad del cuerpo político, llámese o no nacional, porque «la
rosa cualquier que fuera su nombre tiene siempre el mismo aroma», cristalice
o no en un Estado o en la pretensión de serlo, sacada a luz por la Escuela His-
tórica, así caracterizada por lo individual, temporal y afectivo, la que, como
mostraré a continuación, el constitucionalismo contemporáneo estima valiosa.
Otro ilustre miembro de esta Corporación, ya desaparecido pero nunca
olvidado, mi admirado Pablo Lucas Verdú, escribió en 1984 un ensayo titulado
Estimativa y política constitucionales (12) donde, en la senda orteguiana, se-
ñala que los valores no son creados por la constitución sino que la constitución
los reconoce y estima. Tal es el caso de la identidad objeto de mi disertación,

164
10. EL VALOR CONSTITUCIONAL DE IDENTIDAD ■

siempre ya ahí, pero que la doctrina constitucionalista más reciente y autoriza-


da no ha creado, pero sí ha destacado hasta el punto de hacerla condición de la
eficacia de los derechos fundamentales, del gobierno democrático y de la vi-
gencia del ordenamiento jurídico. Es, incluso, para muchos, en función de la
identidad como ha de entenderse la soberanía (13). Por ello, la identidad de ese
orden concreto, que para identificar de verdad ha de ser singularizadora, es
algo que la Constitución debe expresar.
¿Y por qué la actualidad del valor de identidad? (14) Porque, como en su
discurso de ingreso en esta Real Academia pusiera de relieve el Prof. González
Seara (15), la alternativa a las hoy puestas en tela de juicio identidades singu-
lares más concretas, es la todavía más ambigua globalización y sus pródromos
supranacionales. Y eso no lo dice Seara sino yo, los hombres, todos y siempre,
prefieren la singularidad de lo concreto a la ambigüedad de lo porvenir. El gran
pedagogo de la España moderna, Ortega, lo decía rotundamente: «El individuo
no ha existido nunca, es una abstracción. La humanidad no existe todavía: es
un ideal. En tanto que vamos y venimos la única realidad es nuestra nación».
En su discurso del mes de agosto del 2018 ante los embajadores de Fran-
cia, el Presidente de la República, convencido y activo europeísta, lo ha dicho
de forma contundente: «la identidad profunda de los pueblos ha regresado y
eso está bien». En efecto, la más racional expresión de una deseable civiliza-
ción cosmopolita, la hecha por Kant, se pretende construir a través de la «inso-
ciable sociabilidad» inherente a la diversidad de identidades con la finalidad
no de suprimirlas en aras de una borreguil homogeneidad, (la expresión es del
mismo Kant), sino de conservarlas, de manera que la más pequeña y débil de
ellas no tenga nada que temer (16).
3. Pasemos ahora del plano de las ideas al de los textos constitucionales
y a su práctica jurisprudencial y construcción doctrinal. La valoración consti-
tucional de la identidad se inicia como tantas otras categorías dogmáticas, en
la Alemania de Weimar sometida a las presiones del internacionalismo, tanto
burgués como proletario, y se desarrolla en tres pasos sucesivos (17).
Primero, por obra de dos autores señeros: Bilfinger, cuyos errores políti-
cos le sepultaron en el olvido y Schmitt, merced a las ideas de coherencia del
orden constitucional y de constitución positiva. Esto es, de una opción existen-
cial que no pueden alterar sin destruirla, las que denomina leyes de la consti-
tución. Tal es la idea que, quince años más tarde, cristaliza en la denominada
«cláusula de eternidad» del artículo 79 GG que establece límites absolutos
–derechos fundamentales y organización federal– a la reforma de la propia
constitución. Cláusula que la más autorizada doctrina consideró identificadora

165
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

de la Constitución como una salvaguarda frente a una ocasional mayoría sufi-


ciente para reformar la Ley Fundamental y «pervertir», según dijera von Hippel,
el orden jurídico como había hecho la Ley de autorización de plenos poderes
al Führer en 1933. No deja de ser paradójico que quien erosionó doctrinalmen-
te la democracia de Weimar y proclamó al Führer «protector de la justicia», tras
la criminal «noche de los cuchillos largos», Carl Schmitt, «vencido, pero no
convencido» según se autodefinía tras el correspondiente proceso de desnazifi-
cación, inspirara las máximas garantías de la democracia de Bonn. La tesis doc-
toral que en 1982 presentara Brun-Otto Bryde (18), en su día magistrado del
Tribunal Constitucional Federal, es la primera y más elocuente muestra de esta
con razón llamada recepción canónica de Schmitt por el constitucionalismo de-
mocrático. Una vez más, la malevolencia del talento no empece su genialidad.
Entre tanto, un segundo paso lo dio el Tribunal Constitucional Federal
alemán cuando, por sentencia de 29 de Mayo de 1974 (Solange I), muy influ-
yente en los Estados del este de Europa (19) interpretó la «cláusula de eterni-
dad» del art. 79 GG como límite a la transferencia de competencias a una
instancia supranacional, concretamente a las instituciones europeas. El fenó-
meno tuvo su paralelo en Francia, ya desde 1973, pero especialmente a partir
de lo que el Consejo Constitucional denomina «principios inherentes a la iden-
tidad constitucional de Francia» que incluye los valores declarados en los
preámbulos constitucionales de 1946 y 1958 (n.º 2006-540 DC de 27 de Julio)
y después en otros Estados miembros de la actual Unión como muestra el
reciente estudio comparado de Derosier (20) sobre la situación en Francia,
Italia y Alemania. La identidad constitucional es así una garantía no frente a la
destrucción de la Constitución, sino frente a la mutación radical del Estado por
vaciamiento competencial y desde entonces hasta ahora se ha planteado en
relación con la supremacía del derecho europeo sobre el nacional. Baste para
ilustrarlo el reciente de Del Vecchio (21).
El Prof. Rodríguez Iglesias y yo mismo señalamos (22), a fines de los 90,
frente a las ambigüedades del Tribunal Constitucional español en su Decisión
1/2004 tan distante de la anterior 1/1992, que las jurisdicciones constituciona-
les de los Estados miembros, aceptaban la supremacía del derecho europeo
sobre las normas estatales infraconstitucionales, pero la rechazan sobre las
propias constituciones. Negaban así lo que el Tribunal de Justicia de la Unión
afirmara desde los casos Handelgesselschaft de 1970 y Politis de 1971. La
tendencia ha continuado hasta ahora.
La entonces Comunidad Europea hubo de reaccionar ante semejante deri-
va y tras ocuparse sin concluyente éxito de la deseada identidad europea desde
la década de 1970, el Tratado de Maastricht de 1992 introdujo la garantía de la

166
10. EL VALOR CONSTITUCIONAL DE IDENTIDAD ■

«identidad nacional de los Estados miembros» (artículo F, hoy al artículo 4.2


del TUE reformado) extremo reiterado en el Tratado de Amsterdam (artículo 6.3
del TUE) que enfatizó el frustrado Tratado Constitucional del 2004 (art. I,5) a
partir de la fórmula Chritophersen –así llamada por el nombre de su proponen-
te en la Convención Constitucional de Roma. El Tratado de Lisboa del 2006
acentuó la expresión del citado artículo 1,5 en los siguientes términos: «La
Unión respetará la… identidad nacional, inherente a las estructuras fundamen-
tales políticas y constitucionales de éstos, también en lo referente a la autono-
mía local y regional. Respetará las funciones esenciales del Estado, especial-
mente las que tienen por objeto garantizar su integridad territorial, mantener el
orden público y salvaguardar la seguridad nacional. En particular, la seguridad
nacional seguirá siendo responsabilidad exclusiva de cada Estado miembro»
(art. 3.2).
Un tercer paso se da en la jurisprudencia constitucional comparada cuan-
do se trata de esclarecer qué ha de entenderse por «estructuras constitucionales
básicas» como núcleo fundamental de la Constitución. Un concepto surgido
en la jurisprudencia norteamericana, depurado, reelaborado y difundido en
sentido identitario después en el sudeste asiático a partir de la jurisprudencia
de la Unión India, la más grande democracia del planeta, servida por excelen-
tes iuspublicistas (23).
El tema requiere un breve excurso doctrinal, antes de coronarlo con una
crónica jurisprudencial. En efecto, la identidad constitucional puede concebir-
se de dos maneras que cabe vincular a dos categorías reiteradamente populari-
zadas por Habermas en su profusa obra y que expresan dos diferentes y opues-
tas concepciones de la fundamentación de la cosa pública: el demos y el ethnos.
De acuerdo con la primera, el demos, la identidad constitucional, consiste en
una serie de valores éticos y de las instituciones de democracia procedimental que
se corresponden con ellos. La conquista civilizadora en general de una conducta
conforme al derecho y procedimientos eficientes para la producción y control de
la voluntad del poder público, fruto de un pacto tácito more rousseauniano. Se
trata de las instituciones del Estado de derecho democrático y de los derechos y
libertades fundamentales, tal como se acuñaron en 1789 y han sido desarrollados
en los más importantes textos constitucionales e internacionales. Son las «prácti-
cas constitucionales comunes a los Estados europeos» a que se refieren los textos
del derecho de la Unión que, precisamente por ser comunes y cada vez más com-
partidas a lo largo de todo el planeta, al menos en el nivel de la retórica propio de
las constituciones que Löwenstein califica de «nominales», pierden su capacidad
identificatoria. Se trata de un orden puramente normativo, un «deber ser» deter-

167
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

minado por valores universales o, al menos, con pretensiones de universalización


que, por ello mismo, no es un orden concreto singular e identificador.
El derecho comparado ofrece pruebas evidentes de ello. Por ejemplo, las
partes dogmáticas, esto es las declaraciones de derechos de muchas constitu-
ciones subsaharianas, siguen el modelo del texto nigeriano de 1960. Fruto, a su
vez, de la recepción del Convenio Europeo de Derechos del hombre de 1950 y
de la influencia del texto indio del mismo año (24). Lo que es común puede ser
muy valioso y sin duda lo es, pero carece de fuerza identificadora. En pagos
más próximos, es sin duda importante que nuestra Constitución consagre en su
artículo 1.1 los valores de libertad, igualdad, justicia y pluralismo político,
pero esos valores, un tanto ideales en el sentido neokantiano del término, pién-
sese en Stamler y su metáfora de la Estrella Polar, están constitucionalizados,
expresa o tácitamente, por la práctica de la mayor parte de los países europeos
sin que España, Alemania y Noruega dejen de ser distintos y diferentes entre
sí. No son esos valores, por importantes que sin duda resulten, los que consti-
tucionalmente identifican a España. Por eso me parece un cascarón vacío el
concepto de «patriotismo constitucional» acuñado en 1973 por el politólogo
Dolf Stermberger y después popularizado por Habermas (25).
El famoso «Españoles ya tenéis patria» con que el entusiasta doceañista
saludara el nacimiento de «la Pepa» no pasa de ser una alegre necedad. No fue
la Constitución de 1812 la creadora de la patria de los españoles. Fue la patria
secular de los españoles la que hizo posible que se dieran una Constitución. Y
el equívoco estuvo en trance de repetirse en 1978. Los franceses, punto de
lanza del moderno constitucionalismo europeo, nunca confundieron lo que
Braudel llamó L’Identité de la France (París, 1986), especialmente atenta al
espacio y otros factores físicos, con ninguna de sus veintitantas constituciones
vigentes desde 1789 a la fecha. La inestable España va solamente por la deci-
moctava.
En el demos, por lo tanto, se trata de un orden puramente normativo, un
«deber ser», determinado por valores universales o, al menos, con aspiración
de universalidad, que, por ello, no es un orden concreto integrador e identifica-
dor, es decir un «ser».
De acuerdo con la segunda, el ethnos, la identidad se refiere a la realidad
prepolítica de un cuerpo social determinado, de su historia, su composición y
estructura, sus sentimientos y sus símbolos. Es decir un «ser». Esta realidad
prepolítica, el ethnos, que no depende de una decisión constituyente ideal,
como el demos, sino que hace posible tal decisión, es lo que la Constitución,
como orden verdaderamente concreto, tiene que reflejar y que da sentido a sus

168
10. EL VALOR CONSTITUCIONAL DE IDENTIDAD ■

declaraciones dogmáticas y estabilidad a las instituciones reguladas en su par-


te orgánica.
La profesora napolitana Barbara Guastaferro, entre otros (26), ha estudia-
do la gestación del texto del citado Tratado de Lisboa y la interpretación juris-
prudencial de dicha fórmula en las instituciones estatales y en el Tribunal de
Justicia de la Unión. Este Tribunal frente a su anterior doctrina y siguiendo
pautas del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, ha reconocido el
creciente margen estatal de apreciación de lo que supone en cada caso la iden-
tidad nacional. Una identidad que según la sentencia del mismo Tribunal en el
caso Sayn-Wittgenstein del 2010 se entiende determinada por la propia tradi-
ción histórica, no solamente jurídica sino cultural, de cada Estado, si bien en
el caso solo se remonta hasta 1919. La emergencia del protagonismo de los
estados miembros en la Unión ha señalado voz tan autorizada en estas lides
como la de nuestra compañera la profesora Mangas (27).
Ha sido el Tribunal Constitucional alemán en su Sentencia de 30 de junio
de 2009, (caso Lisboa) el que ha ido más lejos a la hora de concretar el conteni-
do material de lo que ha de entenderse por identidad nacional recogiendo las
fórmulas propuestas por los delegados alemanes en la Convención del 2004 y
allí entonces rechazadas a instancias de la representación de la Comisión
Europea.
En efecto, la identidad del Estado, su estatalidad, se concreta en funcio-
nes esenciales, infranqueables por parte de la Unión, «esencialmente las que
tienen por objeto garantizar la integridad territorial, mantener el orden público
y salvaguardar la identidad nacional» (artículo 4.2 TUE). La jurisprudencia
constitucional alemana, checa y polaca, por citar solo tres casos relevantes,
han coincidido en señalar que la estatalidad supone «un ámbito suficiente para
la ordenación política de las condiciones de vida, económicas, culturales y
sociales... entre otros la ciudadanía estatal, el monopolio de la fuerza civil y
militar, los ingresos y los gastos incluyendo el endeudamiento, así como los
supuestos de vulneración que son relevantes para la realización de los dere-
chos fundamentales, en especial en caso de injerencias de gran intensidad tales
como la privación de libertad en el ámbito del derecho penal o las medidas de
internamiento. Entre dichos ámbitos materiales se encuentran también las
cuestiones culturales como las decisiones sobre la lengua, la configuración de
las relaciones familiares y educativas, la ordenación de la libertad de opinión,
prensa y reunión o el tratamiento de las creencias religiosas o de las posiciones
ideológicas» (Lisboa, párrafo 149). Lo mismo se transluce en las Sentencias
de 6 de julio de 2010, 14 de enero y 30 de marzo de 2014, de manera que tales
materias constituirían otros tantos contralímites ante la Unión.

169
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

¿Cómo se concreta constitucionalmente la identidad que justifica esa in-


declinable reserva competencial?
Porque la identidad es fruto de la integración política, los factores que
concurren a ella son lo que Rudolf Smend denominó factores de integración
simbólicos, materiales y funcionales (28).
Entre los simbólicos son bien conocidos los heráldicos y dexvicológicos
que precisamente cuando son nuevos o han sido discutidos se constitucionali-
zan. Baste pensar en la constitucionalización de la bandera en el vigente texto
español, artículo 4, o en la Ley fundamental de Bonn, artículo 23. Es interesan-
te destacar que, como ocurre en el caso alemán, al constitucionalizar una ban-
dera se recurre a una vieja tradición de la que tal vez los propios constituyentes
no fueron conscientes. La bandera de la República Federal es la de Weimar
establecida en 1919, que a su vez recuperaba la que quiso constitucionalizar la
Asamblea Nacional de 1848 en la Paulskirche, pero esta bandera que recurre
como color significativo al oro lo que hace es recoger la herencia del viejo
Imperio disuelto en 1806.
Ahora bien, a mi juicio son todavía más importantes los elementos insti-
tucionales, por ejemplo, el Senado, establecido en Polonia nada más emanci-
parse de la tutela soviética, en la «pequeña Constitución» de donde pasó a la
definitiva como símbolo histórico de la identidad nacional.
Lo mismo y más aún puede decirse de la Jefatura de Estado al que se
dedican otros dos ensayos recogidos en este volumen.
Entre los factores materiales puede señalarse la lengua, por ejemplo en la
Constitución española, artículo 3, y las lenguas propias en diferentes estatutos
autonómicos integrantes de nuestro bloque de constitucionalidad donde su
condición de «propia» se afirma en atención a su índole identitaria.
Como he señalado en texto también recogido en este volumen la religión
tiene un creciente relieve constitucional plenamente compatible con la secula-
rización porque no responde a una confesión de fe sino a una afirmación iden-
titaria.
Y el territorio es, a todas luces como elemento del Estado, un factor de su
identidad cuya conservación decía Hans Morgenthau es su tarea primordial. El
territorio tiene sin duda una base física, la tierra concreta en la que real o vir-
tualmente se asienta una comunidad. Pero es algo más. El territorio no es physis
sino nomos. El nomos de la tierra teorizado por Schmitt (29) y que se despliega
en la ocupación, distribución y utilización de ese espacio por la comunidad.
En cualquier teoría del Estado, el territorio es un elemento fundamental
del mismo, sea como objeto de un derecho real en la arcaica doctrina dominical,
sea, superadas por la fuerza normativa de los hechos, en las diferentes versiones

170
10. EL VALOR CONSTITUCIONAL DE IDENTIDAD ■

de la teoría de la competencia, o como un factor esencial del proceso vital de


integración en que el Estado constitucional consiste. En mi contribución al ho-
menaje académico que se tributó a García Pelayo también recogido en este
volumen, insistí largamente en esta interpretación y a ello ahora me remito.
En cuanto a los factores funcionales pueden distinguirse dos, los proce-
sos democráticos, fundamentalmente las elecciones que cuando son libres y
limpias con resultados nunca discutidos y por todos aceptados contribuyen
decisivamente a la integración del cuerpo político. Y por las políticas de reco-
nocimiento.
El reconocimiento de las identidades minoritarias por parte del Estado ha
sido una de las más importantes novedades que la política y el derecho compa-
rado ofrece desde los últimos decenios del siglo xx (30). Politólogos y juristas
de muy diferentes orientaciones así lo subrayan. Basta para comprobarlo aten-
der al renacer de un régimen de minorías que, al contrario del establecido en
los tratados de paz de 1919, no es una creación del derecho internacional, sino,
una reacción de las constituciones estatales ante la propia realidad multiétnica
de cada país que, desde el derecho estatal se proyecta a la esfera internacional
(baste pensar en los trabajos y convenciones del Consejo de Europa) y ello aún
descartando de nuestra exposición aquellos casos en los que el reconocimiento
ha llevado a una federalización, en sentido amplio, del Estado, como es el caso
de Bélgica, Gran Bretaña o España. Estados unitarios como Holanda, Norue-
ga, Polonia, Hungría, Croacia, Eslovaquia y Eslovenia, entre otros, han desa-
rrollado, a través de su legislación y jurisprudencia, un interesante sistema, de
reconocimiento y protección de minorías y Austria y Alemania yuxtaponen
dicho sistema a su estructura federal clásica. En América y Asia el fenómeno
es paralelo y en países como Canadá y Malasia, respectivamente, ha alcanzado
un amplio y eficaz desarrollo.
Los miembros de nuevas minorías étnicas fruto de las recientes migracio-
nes son protegidos e incluso promocionados sobre la base de la igualdad ciu-
dadana. No pueden ser discriminados en razón de su identidad étnica o religio-
sa e incluso pueden ser promocionados para superar las desigualdades fácticas
de origen. Pero no se tutela su identidad colectiva. Otro tanto puede decirse de
los miembros de las «minorías transversales» o nuevos movimientos sociales
por razón del género, la orientación sexual, etc. Por el contrario, existen ciertas
minorías a las que se atribuyen derechos en función de su identidad como tales
minorías y cuya finalidad no es la promoción para superar la diferencia sino la
conservación y desarrollo de dicha diferencia que se estima valiosa en sí mis-
ma. La identidad como valor, la reconoce expresamente, por ejemplo, la juris-
prudencia constitucional austriaca desde 1981.

171
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

Los testimonios son múltiples. En algunos casos, como Noruega –con


relación a los lapones– o en Eslovenia –con referencia a italianos, húngaros y
gitanos– con relieve constitucional. En otros, mediante instrumentos interna-
cionales –como es el caso del Tratado de Estado Austriaco–. En otros en fin,
por obra del legislador que desarrolla los enunciados constitucionales, como
es el caso de Holanda y Hungría. Siempre, mediante la doctrina decantada por
los jueces, especialmente los constitucionales, allí donde existen.
¿Qué resulta del análisis de este conjunto normativo y jurisprudencial?
No se estima igualmente valiosa toda identidad minoritaria, sino aquellas que
se enraízan históricamente en la propia identidad global del Estado y en la
medida en que lo hacen hasta llegar a ser «partes constitutivas» del mismo y,
como tales, «participantes en el poder soberano del pueblo», según reza la
Constitución húngara (art. 685). La jurisprudencia polaca que diferencia entre
minorías nacionales, cuando su tronco se encuentra en otra nación más allá de
las fronteras de la República, (v.gr. alemanes) y grupos étnicos (v.gr. silesia-
nos) es paradigmática de esta singularidad del objeto del reconocimiento. A
estas minorías, normalmente especificadas en la legislación «ad hoc» (v.gr.
Eslovaquia) o, incluso en la Constitución (v. gr. Eslovenia), se les reconocen
en medida diversa según su entidad, pero con notable generosidad, derechos
culturales y aún políticos –desde la utilización de símbolos nacionales hasta el
autogobierno, pasando por especiales derechos de representación–.
Se valora su enraizamiento temporal de larga duración (así especificado
en las leyes austriaca y húngara de 1993) hasta poder ser calificada de inme-
morial (así la jurisprudencia constitucional eslovena S23/3/2001). La larga
presencia y su correspondiente imbricación en la sociedad global y no otra
razón, explica, de esta manera, que una comunidad manifiestamente inmigran-
te y víctima de tantos prejuicios como los gitanos sea asimilada a las minorías
autóctonas (v.gr. art. 65 Constitución eslovena). Al margen de su importancia
demográfica o económica, como la Constitución eslovena establece expresa-
mente. Por ello en Holanda se reconoce y apoya más a los frisones que al resto
de los minorías lingüísticas y autóctonas y, a éstas más que a las no autóctonas
o en Alemania se reconoce la minoría soraba y no los derechos colectivos de
los mucho más numerosos inmigrantes turcos y otro tanto puede decirse de los
diferentes estados mencionados cuya práctica es contundente al respecto.
Todos estos factores contribuyen a la identidad pero a su vez son califica-
dos como tales por la voluntad colectiva del cuerpo político: su voluntad de
ser. Se establece así una relación dialéctica entre los factores que la voluntad
de ser califica de tales contribuyen y fundamentan esa voluntad.

172
10. EL VALOR CONSTITUCIONAL DE IDENTIDAD ■

De lo expuesto se deduce que la identidad del cuerpo político es un valor


constitucional en alza. Así lo he intentado mostrar en esta ya larga intervención
cuyo único mérito es desarrollarse al hilo de lo dicho por otros académicos de
ayer y de hoy. La identidad pertenece al reino de lo simbólico y, como del
símbolo decía Kant, la identidad pretende dar que ser y, por ello, da que
pensar; y más aún, para cuidarla, como bien muy preciado, da mucho, pero
mucho que hacer.

NOTAS
(1) El origen del conocimiento moral, traducción española de García Morente, Madrid, 1927.
(2) Ortega: Obras completas, Madrid (Taurus) 2005, III, pp. 531 y ss. y VII pp. 723 y ss.
(3) La cuestión del valor, Madrid (Real Academia de Ciencias Morales y Políticas), 2011.
(4) Morente: «Ensayo sobre el progreso» Obras completas, Barcelona (Antropos), 1996.
(5) Ortega: Loc cit. III, p. 542.
(6) Schimitt, Über des drei Arten des Rechtswissenchaftlichen Denkes, Hamburgo 1934.
(7) «El programa económico de la constitución nacional», Discurso de ingreso en la Academia
Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires. Anales LXII, n.º 55, octubre 2017, cf. del mismo
Derecho Constitucional Económico, 2.ª edición, Buenos Aires (Lexis nexis) 2006, p. 97 y ss. y p. 124 y ss.
(8) Verfassungswesen I, 2 trad. esp. W. Roces.
(9) Escritos y fragmentos políticos, Madrid (IEP 1974), II, p. 379 y ss.
(10) El historicismo y su génesis, trad. esp. México (FCE) 1936.
(11) Trad. esp. México (FCE) 1972, p. 224 y ss.
(12) Lucas Verdú, Estimativa y política constitucionales, Madrid, Universidad Complutense, 1984.
Sobre la preexistencia y progresivo descubrimiento académico de las identidades, cf las referencias de
P. Bon en «La identidad nacional o constitucional, una nueva noción jurídica» en Revista Española de
Derecho Constitucional, número 100 (2014), p. 167 y ss.
(13) Ver por ejemplo las contribuciones a Veröffentlichungen der Vereinigung der Deutschen
Staatsrechtslehrer, vol. 62.
(14) Buena muestra de la actualidad de la cuestión es Gallies y Vander Schyff (eds). Constitutional
identity in a Europe of multilevel constitutionalism. Cambridge University Press de inminente aparición
con una importante contribución española del profesor Martín Pérez Nanclares.
(15) De la identidad nacional a la globalización insegura, Madrid (Real Academia Ciencias
Morales y Políticas), 2008. Cf. Ortega, Obras Completas, I, p. 87.
(16) Idea de una historia universal en sentido cosmopolita (1784), trad. esp. Eugenio Imaz, Méxi-
co (FCE), 1941, principios Cuarto y Séptimo. Así lo reconoce el propio Schimtt en su texto El concepto
de lo político.
(17) Cf. Polzin, «Constituional Identity: The Development of the Doctrine of Constitutional Identity
in German Constitutional Law». International Journal of Constitutional Law, 14,2, abril 2016, p. 415 y ss.
(18) Ibidem p. 416, nota.
(19) Cf. Laulhe Shalou, «Nous les peuples: l’identité constitutionnelle dans les iurisprudence
constitutionnelles tchèque, lettone et polonaise» Burgorgue-Larsen (eds) L’identité constitionelle saisie
pour les jujes en Europe Paris (Pedone) 2011 y Central European Constitutional Courts in Faces of EU
Memberships Leiden-Boston, (Nijhoff) 2013.
(20) Les limites constitutionelles à la integration européenne, Paris (LGDJ) 2015
(21) Primacía del derecho europeo y salvaguarda de las identidades nacionales, Madrid (BOE) 2015.
(22) Rodríguez Iglesias, «Tribunales constitucionales y derecho comunitario» Hacia un nuevo
derecho internacional y europeo. Homenaje al profesor Díez de Velasco, Madrid, 1993, p .1175 y ss. y mi
ensayo «Desde el “mientras qué” al “sí salvo”» (La jurisprudencia constitucional ante el proceso euro-
peo)», Revista Española de Derecho Internacional LVII, 205, I, p. 89 y ss., y nota 19.

173
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

(23) Cf. Krishnaswany, Democracy in India, a Study of Basic Structure Doctrine, Nueva Delhi
(Oxford University Press) 2008. Sobre la recepción de esta categoría cf Jacobsohn y Shankar «Constitution-
al Borrowing in South Asia: India, Sri Lanka and Secular Constitutional Identity» en Khalnani, Kaghavan y
Thiruvengadan Comparative Constitutionalism in Asia. Delhi (Oxford University Press), 2016, p. 180 y ss.
(24) Cf., mi libro Nacionalismo y constitucionalismo, Madrid, Tecnos, 1971, p. 98.
(25) A partir de Lepsius en Interessen und institutionen, Opladen, 1990, p. 247 y ss., Stermberger
«Verfassung patriotismus» Schriften, Francfort, 1990 y Habermas Identidades nacionales y postnaciona-
les, trad. española, Madrid Technos, 1989, p. 94 y 112, véase mi crítica ante este concepto en Anales de la
Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, LIV (2001-2002), n.º 79, p. 251 ss.
(26) Cf., Guastaferro, «Beyond the Exceptionalism of Constitutional Conflicts: The Ordinary
Functions of the Identity Clause», Yearbook of European Law, vol. 31, n.º 1 (2012), pp. 263-318.
(27) «Configuración del Estatuto Internacional del Estado en la Unión Europea: el respeto a la
identidad nacional», Santiago Torres Bernárdez (ed), El derecho internacional en el mundo multipolar del
siglo XXI: Obra homenaje al profesor Luis Ignacio Sánchez Rodríguez. Madrid, 2013. pp. 449 y 456.
(28) Smend, Constitución y derecho constitucional, trad. esp. Madrid (CEPyC) 1985, pese a que hay
prestigiosos autores que los consideran caducos (Bogdandy, Revista española derecho constitucional, n.º 72,
p. 26, nota) creo tienen mayor eco en la conciencia ciudadana que la refracción hegeliana del legado helénico
o la similitud de la bandera de la Unión con las 12 estrellas del Apocalipsis, 2,12. sic. (ibíd. p. 32 y ss.).
(29) «Apropiación, partición, apacentamiento» Traducción española de Truyol, Boletín informati-
vo del Seminario de Derecho Político de la Universidad de Salamanca, 1955.
(30) He desarrollado más largamente este punto con relación a los Estados miembros del Consejo
de Europa en mi colaboración al homenaje tributado al profesor Julio D. González Campos, Pacis artes.
Madrid (UAM), 2005.

174
11. LAS FUNCIONES INTERCONSTITUCIONALES DEL JEFE
DEL ESTADO PARLAMENTARIO

1. La esencia del parlamentarismo consiste en que el encargado del go-


bierno debe contar con la confianza de la Asamblea representativa y, en virtud
de su decantación y evolución histórica, al gobierno parlamentario se superpo-
ne otra institución como órgano supremo del Estado: su jefatura. Ahora bien,
la doctrina constitucionalista lleva un siglo preguntándose por la necesidad de
tal institución y ha llegado a impugnarla sin que falten formas de parlamenta-
rismo acéfalas de las que después daré muestras. Esto es, sin jefe del Estado.
Tras las huellas de Kelsen (1), los alemanes Kimminisch (2) y Ehmke (3), entre
otros, seguidos brillantemente en España por el Prof. de Sevilla Javier Pérez
Royo (4), han planteado clara y rigurosamente la cuestión, para responderla en
sentido negativo.
A su juicio, la Jefatura del Estado en la democracia parlamentaria es una
reliquia de fases políticas ya superadas que solo por inercia o por circunstan-
cias transitorias de oportunidad se conserva en numerosos países. Pero las fun-
ciones con que se ha tratado de justificarla, no resisten la crítica. Lo que desde
Benjamin Constant se llamó «poder neutro», esto es, el juez de los otros pode-
res, es incompatible con el dogma democrático de la unicidad de la soberanía
popular; su supuesta representación de la unidad del «demos», no responde al
pluralismo de éste y desplaza la representatividad parlamentaria; su condición
de órgano de representación internacional del Estado es un tanto secundaria y
depende más bien del derecho internacional y solo por remisión de éste a las
diferentes opciones constitucionales estatales. Más aun, las funciones típicas
de la Jefatura del Estado, pueden distribuirse entre otras instituciones del mis-
mo sin mengua de su eficacia y no faltan constituciones que sirvan de ejemplo:
Tal es el caso del Instrumento de Gobierno sueco de 1974.

175
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

A ello se añade la muy extendida interpretación del parlamentarismo,


según la cual, el sistema evoluciona necesaria y linealmente, desde fórmulas
dualistas en las que el Jefe del Estado desempeña una función activa, a fórmu-
las monistas en las cuales lo único políticamente relevante es la relación entre
la Asamblea y el Gobierno y la Jefatura del Estado se convierte en «un sillón
vacío», cuya «racionalización» exige su supresión.
A mi entender, tan brillantes tesis olvidan extremos fundamentales, que
desmienten la citada evolución y avalan la utilidad e incluso la necesidad del
Jefe del Estado parlamentario. A mostrarlo se dirige el resto de mi ponencia.
La merecida autoridad de los tres autores citados, la relevancia de la
cuestión y la altura de su argumentación, requiere, iniciar la mía con un cordial
saludo de cortesía, especialmente dirigido al docto profesor sevillano. Y evita-
ré referencias a la génesis y evolución de la Jefatura del Estado en la vigente
Constitución española, por cierto la única en Europa que califica de «parla-
mentaria» la monarquía. Ésta es una disertación académica, no un alegato po-
lítico, sin que ello obste a que una política sensata debiera prestar atención a lo
que digan los académicos.
2. Comenzaré examinando la evolución histórica del moderno parla-
mentarismo. Su esencia consiste, como antes dije, en que el encargado del
gobierno, llámese como se llame, debe contar con la confianza de la Asamblea
representativa y ser controlado por ésta. Eso y no otra cosa es el parlamentaris-
mo. De ahí que surjan diferentes versiones «neo» de la instrumentación del
principio parlamentario, si bien no me ocuparé de ellas en este ensayo (5). Y
que, a la inversa, a la búsqueda de precedentes, no falten historiadores que, con
razón, han visto un régimen parlamentario en las «libertades suecas», cuando,
desde 1729, los cuatro estamentos elegían en la Dieta al Consejo que asistía al
Rey (6) o en el gobierno revolucionario de la I.ª República Francesa por el
Comité de Salud Pública, elegido y solo responsable ante la Convención
Nacional (7). Incluso el docto Obispo Stubbs (8), calificó, en 1898, de prepar-
lamentario el gobierno de los últimos Lancaster. El parlamentarismo se opone,
así, radicalmente al presidencialismo o cualquier otra forma de desconexión
entre el ejecutivo y el legislativo. Utilizando las categorías de Löwenstein (9),
mientras el parlamentarismo imbrica órganos horizontales de control, el presi-
dencialismo los separa y hace complementarios. Ello debiera ser tenido en
cuenta por quienes exigen una rigurosa separación de poderes a la vez que
alaban el sistema parlamentario.
Sabido es que el parlamentarismo surge, aquende tales precedentes, en el
seno de la Monarquía, en Gran Bretaña primero, en el continente después, para

176
11. LAS FUNCIONES INTERCONSTITUCIONALES DEL JEFE DEL ESTADO... ■

hacer compatible la autoridad del Rey hereditario con el gobierno representa-


tivo. En una primera fase, el parlamentarismo es dualista y el gobierno requie-
re, expresa o tácitamente, la doble confianza del Jefe del Estado y de la o las
asambleas y el primero tiene el derecho de disolución de las segundas Es el
parlamentarismo llamado «orleanista», porque, aun gestado en la Restaura-
ción francesa, se consolidó bajo la Monarquía de Julio (10).
Muchos años después, cuando, salvo en España donde el dualismo estuvo
en vigor hasta 1931, ya el sistema basculaba desde el dualismo hacia el monis-
mo, Redslob (11), en un libro famoso publicado en 1918, se hizo eco de las
críticas formuladas en 1903 por Duguit (12) a la práctica constitucional de la
III.ª República francesa y calificó al dualismo de parlamentarismo auténtico
frente al «falso parlamentarismo» monista. Una vez más, la académica lechuza
de Minerva volaba al son de Completas, pero fueron las tesis de Redslob las
que inspiraron a Hugo Preuss al diseñar la Constitución alemana de Weimar
que, como mostraré más adelante, inició la recuperación del parlamentarismo
dualista.
El parlamentarismo monista, esto es, aquél en el que el gobierno depende
principalmente de la confianza de la Asamblea y no de la confianza regia, se abre
paso merced a la técnica del refrendo ministerial de los actos regios. Cualquiera
que sea su origen, el refrendo ministerial se convierte en el instrumento para
cubrir la irresponsabilidad política del Jefe del Estado, substituyéndola por la del
ministro refrendante que responde políticamente ante la Cámara cuya confianza
necesita para gobernar y, sabido es que poder y responsabilidad van unidos.
Las leyes constitucionales de la III.ª República Francesa de 1873-1877,
establecieron un sistema «orleanista», en espera de una pronta restauración
monárquica, pero, a la vez, lo hicieron de acuerdo con una versión whig del
parlamentarismo británico entonces de moda (13) y abrieron la puerta a la
primacía de la Asamblea Nacional sobre el Presidente de la República, fórmu-
la que, como antes dije, el gran León Duguit criticó acerbamente como «falso
parlamentarismo». La figura del Presidente de la República parlamentaria se
esfumó progresivamente frente a la del gobierno responsable ante la Asamblea
Nacional, la exigencia de refrendo ministerial debilitó el derecho presidencial
de disolución y el veto suspensivo sobre las leyes. Y durante la I.ª G.M. y a la
hora de la paz, la primacía del Presidente del Consejo, Clemenceau, sobre fi-
gura tan prestigiosa como Poincaré, Presidente de la República, mostró la de-
bilidad de la Jefatura del Estado parlamentaria, como señaló en escritos auto-
biográficos el mismo Presidente (14).
La experiencia política francesa pesó en lo que Mirkine Guetzevitch deno-
minó «Las Constituciones de la Nueva Europa» (15), posteriores a la I.ª G.M.

177
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

Así se puso de manifiesto en diferentes procesos constituyentes de las nuevas


repúblicas de Europa Central y Oriental, iniciados por constituciones provisio-
nales que establecen gobiernos de asamblea. La doctrina, a la luz de la estrella
ascendente de Hans Kelsen, avaló la debilitación de la Jefatura del Estado e
incluso su desaparición. Surgen así, con pretensiones de definitivas en los Län-
der alemanes, parlamentarismos sin Jefe del Estado (16) y en dos repúblicas
bálticas, Estonia y, hasta cierto punto, también Letonia, parlamentarismos mo-
nistas en los que el Presidente de la República, efectivo dirigente del gobierno,
es elegido por la Cámara y responsable ante ella (17).
El emergente constitucionalismo soviético que propugnaba la provisio-
nalidad del Estado, sustituido por el autogobierno de los consejos, siguió la
misma línea. A ello me referiré después con más detalle (18).
Donde se conserva un ejecutivo bicéfalo, con Jefe del Estado y Primer
Ministro, se debilita al primero en favor del segundo. Así, la primera constitu-
ción austríaca, obra del propio Kelsen, rechazada la idea inicial de un sistema
directorial análogo al helvético, estableció un régimen de asamblea, con un eje-
cutivo elegido y responsable ante ella, y un Presidente elegido cada cuatro años
por la misma Asamblea e investido de potestades meramente honoríficas. En
Polonia, la constitución de 1921 recortaba muy mucho las competencias de Jefe
del Estado y otro tanto ocurrió en Lituania con la constitución de 1922 (19).
Tales sistemas no soportaron a partir del inicio de los años veinte lo que
Keynes había anunciado como «Las consecuencias económicas de la paz»,
dobladas con la agudización de los conflictos nacionales fomentados por los
tratados de Versalles y del Trianon. En pocas palabras, crisis, inestabilidad y
temor a la expansión de la revolución soviética. A los regímenes de asamblea
sucedió por doquier lo que Michel Dendias (20) denominó el fortalecimiento
de los poderes del Jefe del Estado, no del Gobierno, en las democracias parla-
mentarias.
Así, en Checoeslovaquia que, por influencia kelseniana, había contem-
plado en 1919 un proyecto constitucional inspirado en el modelo suizo, esto es
un gobierno directorial elegido y responsable ante la asamblea, sucedió, ya
en 1920, una constitución con un ejecutivo bicéfalo directamente inspirado en
la III.ª República Francesa, pero donde se reforzaba la Jefatura del Estado,
cuya influencia no dejó de crecer (21). Y el modelo alemán de Weimar de 1919,
cuyo autor Hugo Preuss, siguiendo las tesis del citado Redslob sobre el autén-
tico parlamentarismo, había equilibrado la Dieta con un presidente elegido
directamente por el pueblo e investido con importantes competencias como el
nombramiento del gobierno, la disolución de la Asamblea, la convocatoria del
referéndum y la legislación de urgencia, inspiró la nueva constitución lituana

178
11. LAS FUNCIONES INTERCONSTITUCIONALES DEL JEFE DEL ESTADO... ■

de 1928 y, muy especialmente, la reforma austríaca de 1929. Incluso la Cons-


titución española de 1931, cuyos críticos señalaron la debilidad de la Jefatura
del Estado ante las Cortes, configuró una presidencia de la República dotada
de poder propio, fundamentalmente y por clara influencia de Weimar, el nom-
bramiento del presidente del Gobierno (22).
Al hilo de esta evolución constitucional se fue decantando la autonomía
institucional de la Jefatura del Estado frente al Gobierno y viceversa. Lo pri-
mero supone la exclusión de los poderes propios del Jefe del Estado de la
exigencia del refrendo ministerial y lo segundo se concreta en la atribución al
Gobierno de potestades ejecutivas, ajenas formal y substancialmente a la inter-
vención del Jefe del Estado. Más adelante insistiré y aclararé este extremo.
Semejante movimiento pendular en favor de la Jefatura del Estado llegó
al límite del abandono del parlamentarismo. Las reforma constitucional polaca
de 1926, fruto del denominado «pilduskismo», condujo al sistema cuasi auto-
ritario consagrado en la constitución ultrapresidencial de 1935 y la austriaca
de 1934 previó un sistema autoritario y corporativo inspirado, en el fascismo
italiano (leyes de 1925 a 1939), a su vez, inspirador de la Constitución portu-
guesa de 1933, centrada en los poderes del Presidente de la República, si bien
dirigida en la práctica por el Jefe del Gobierno responsable solamente ante
aquel (23).
Como, al examinar el constitucionalismo de su época, puso de relieve el
comparatista Ezequiel Gordon (24), las monarquías parlamentarias siguieron
la misma tónica. Ya de hecho, al volver o mejor acentuar en la práctica, al par-
lamentarismo dualista, por ejemplo en Rumanía bajo la constitución de 1926,
ya de derecho, con fórmulas constitucionales autoritarias, Así, en 1929, el gol-
pe de estado regio impuso la dictadura en Yugoslavia; años después se procla-
ma la constitución autoritaria de 1938 en Rumanía que establece una «diar-
quía» entre el Monarca y el Jefe del Gobierno. Allí, como el Duce en Italia, el
Conducatur Antonescu marginó al Jefe del Estado, Carlos II, si bien ambos
dictadores fueron depuestos en su momento por el Rey, para evitar lo peor de
la derrota militar. Por las mismas fechas, en España, el General Primo de Ri-
vera hizo elaborar un proyecto constitucional que, frente al parlamentarismo
dualista decantado bajo la Constitución de 1876, reforzaba el ejecutivo basado
en la sola confianza regia (25).
El fracaso de los excesos de parlamentarización condujo a lo que Barthé-
lemy, calificó como «crisis del parlamentarismo» y la excesiva racionalización
del poder que pretendía sustituir la política por el derecho procesal, abrió la
puerta a lo que, en famoso título, Paul Barres había denominado «la entroniza-
ción del guerrero» (L’appel au soldat).

179
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

Tras la II.ª G.M., dos experiencias paralelas y contradictorias que marca-


ron el fin de una época, determinaron la reconfiguración constitucional de la
Jefatura del Estado. Por una parte, la experiencia francesa de 1940 que mostró
las carencias del poder presidencial de la III.ª Republica; por otro lado, la crisis
del sistema de Weimar en 1933, por la interpretación ultrapresidencial que a su
práctica dieran Hindenburg y sus acólitos. Ambas contribuyeron a radicalizar
los planteamientos democráticos en la inmediata postguerra, pero ambas mos-
traron que la defensa de la constitución democrática no podía quedar en manos
de solo el Parlamento.
En el campo de la Resistencia francesa abundaron los proyectos en tal
sentido, que habían de cristalizar en el discurso gaullista de Bayeux (1946),
antecedente doctrinal de la constitución francesa de 1958. Pero la IV.ª Repú-
blica se organizó en sentido contrario sobre la radicalización del principio par-
lamentario. La constitución de 1946 fue un fruto tardío y extemporáneo de la
época anterior y, abocada desde su nacimiento al fracaso, sirvió de vacuna a las
siguientes experiencias constitucionales europeas.
Así, el mal recuerdo de Weimar, llevó en la nueva República Federal ale-
mana a la reacción proparlamentaria y procancilleral de la Ley Fundamental
de Bonn. Pero tanto ésta como, sobre todo, la constitución italiana, de 1948,
reconocen la importancia funcional de la Jefatura del Estado.
Ello es evidente en los debates de la constituyente italiana de 1947 que
decanta la noción de poderes propios del Presidente de la República, reconoce lo
que en los mismos debates y en su exégesis doctrinal se denominó expresamen-
te la «prerrogativa presidencial» y ello da lugar a la ambigua configuración y
más ambigua interpretación del refrendo en el artículo 89 del texto definitivo.
Una ambigüedad que se ha ido disipando mediante la progresiva expansión de
las competencias presidenciales por mutación constitucional (26).
Por su parte, la Ley Fundamental alemana, aunque limita muy mucho las
competencias presidenciales con relación al texto de 1919, se hace eco de la
polémica doctrinal abierta en la década anterior. Por ello, excluye del refrendo
ministerial las competencias presidenciales que considera eminentemente ar-
bitrales (art. 58 GG) y, de acuerdo con un principio general del derecho germá-
nico, abre el paso a un fortalecimiento del derecho de examen del Presidente
antes de formalizar una serie de actos de Estado. Desde el nombramiento de
altos funcionarios, hasta la promulgación de las leyes, pasando por la ratifica-
ción de Tratados Internacionales y los decretos gubernamentales. Pero,
además, una cuidadosa interpretación de los artículos 63,3, 67, 68 y 81 GG
pudiera dar lugar a la hipótesis de un gobierno dotado de competencias legis-
lativas, fundado en la sola confianza del Presidente Federal (27).

180
11. LAS FUNCIONES INTERCONSTITUCIONALES DEL JEFE DEL ESTADO... ■

Es en esta circunstancia, cuando, hasta el propio Mirkine Guetzevitch (28)


está de vuelta de ingenuidades pacifistas y racionalizadoras, en la que la
V.ª República Francesa de 1958 abre nuevas vías al constitucionalismo. Sabi-
do es que la Constitución ultraparlamentaria de 1946, si bien no impidió el
desarrollo económico y social de Francia y la consolidación de una adminis-
tración que, como en tiempos de Tocqueville, Europa sigue envidiando, dio
paso a una inestabilidad política, todavía mayor que la característica de las
postrimerías de la III.ª República, incapaz de gestionar la política exterior y, en
especial, los problemas de la descolonización. El General De Gaulle, inves-
tido de la legitimidad carismática del 18 de Junio de 1940, asumió el poder
y elaboró una nueva constitución, la de 1958, donde es evidente la herencia
de Weimar y que está en la génesis de lo que se ha denominado semipresiden-
cialismo (29).
Se entiende por tal aquel sistema que mantiene el régimen parlamentario,
como atrás lo definí, la responsabilidad política del gobierno ante la Cámara,
junto con una Jefatura del Estado, ajena a las Cámaras parlamentarias e inves-
tida de efectivas competencias propias de finalidad moderadora y arbitral. Tal
es el sistema hoy vigente, además de la V.ª República Francesa, en otros muchos
Estados: Finlandia (1997, desde 1919), Austria (1926), Irlanda (1937), Islan-
dia (1947), Portugal (1974) y Grecia (1975). Las nuevas repúblicas democrá-
ticas de Europa central y oriental también han establecido, a partir de 1991,
regímenes neopresidenciales, en Polonia, Croacia, Rumanía, Bulgaria, Serbia,
Eslovenia, Eslovaquia y Lituania.
Maurice Duverger, inventor de tan afortunado término (30), consideró
fundamental característica del semipresidencialismo la elección del Jefe del
Estado por sufragio universal directo. Las abundantes críticas a tan simplista
caracterización, insisten en tres extremos importantes (31).
Por un lado, la legitimación del Jefe del Estado por el sufragio directo no
es exclusiva ni excluyente y con ella pueden concurrir otras fuentes de legiti-
mación capaces de sumar o restar a la posición del presidente. Pendiente tam-
bién, y en ello consiste el segundo extremo olvidado por Duverger, de la cam-
biante situación del escenario político y de la tradición político-constitucional
de cada Estado. No es lo mismo que el Presidente, elegido por sufragio univer-
sal directo sea heredero del Emperador Alemán, como ocurría en la Constitu-
ción de Weimar, que del lejano Rey de Dinamarca, como es el caso de Islandia.
Y, por último, aun aceptando la caracterización de Duverger, las competencias
presidenciales pueden ser muy variadas, como muestran los casos extremos de
Francia e Irlanda y de ahí que el propio autor deba distinguir entre semipresi-
dencialismos de práctica parlamentaria y de práctica semipresidencial (32).

181
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

A mi juicio, en un orden racional-normativo como el que es propio de los


Estados constitucionales a los que este ensayo se refiere, la legitimación de las
instituciones tiene su base en la propia Constitución y no en la dinámica popu-
lar. El «pueblo» legitimó la Constitución, pero ésta y solo ésta, mientras está
vigente, es la que atribuye y distribuye las competencias en las instituciones
que crea o relegitima. Por eso, el Rey, igual que un Presidente, se legitima no
por su origen histórico o electivo, sino por la propia normatividad de la cons-
titución. Lo otro corresponde a lo que M. Fioravanti (33) denomina «modelo
constitucional radical», lejano al que ha regido y rige en occidente.
En consecuencia, lo decisivo en el semipresidencialismo no es la elección
popular del Jefe del Estado, sino sus poderes propios (34). Esto es, aquellos que
se le atribuyen, no solo formal sino efectivamente y que en consecuencia llegan
a ejercerse sin refrendo del gobierno parlamentario o haciendo de éste una ins-
titución prácticamente auxiliar de la Presidencia y del refrendo, no un instru-
mento de control, sino de garantía de cumplimiento. Grecia desde 1975 y,
desde 1991 la República Checa y las repúblicas bálticas atribuyen importantes
poderes propios al Presidente sin perjuicio de su elección parlamentaria.
Como señalaron los trabajos preparatorios de la vigente constitución croa-
ta de 1990 (35), el semipresidencialismo tiene mucho de retorno al «parlamen-
tarismo dualista» –la citada constitución croata estable expresamente la exigen-
cia de doble confianza presidencial y parlamentaria del Gobierno (art 111)– que
Redslob calificara de «auténtico» y en su evolución cabe señalar tendencias ya
incoadas en tales precedentes.
Por una parte, el semipresidencialismo supone un equilibrio dinámico y así
el francés ha evolucionado convencionalmente en sentido presidencial (36) y el
portugués en sentido parlamentario poniendo freno, desde la reforma constitu-
cional de 1982, al ultrapresidencialismo hacia el que había derivado la práctica
constitucional, sin que en ningún caso se haya renunciado, antes al contrario, a
la autonomía institucional ni del Presidente ni del gobierno parlamentariamente
responsable, cuyas competencias se reconocen expresamente (37).
Por otro lado, si las primeras constituciones semipresidenciales fortalecen
en exceso las competencias del Jefe del Estado, las posteriores constituciones
revelan una reacción proparlamentaria. Así lo muestra la comparación de los
textos fineses de 1919, con la reforma de 1992 y el nuevo texto de 1997. Y las
constituciones de los más pequeños Estados, como Eslovenia, Eslovaquia, Es-
tonia, Letonia, Lituania, a más de la revisión portuguesa de 1982 antes citada.
En Rumania, la constitución de 1991 se califica por la doctrina como cuasi-se-
mi-presidencial y la serbia del 2002 es claramente parlamentaria (38).

182
11. LAS FUNCIONES INTERCONSTITUCIONALES DEL JEFE DEL ESTADO... ■

Esta tendencia en pro de las competencias parlamentarias se extiende


más allá de las relaciones con la Jefatura del Estado y, por ello, no cabe exami-
narla aquí. Uno de los grandes dilemas que se presentan a la democracia de
nuestros días radica en cómo mantener la estabilidad de un ejecutivo discipli-
nadamente apoyado por la mayoría de una asamblea representativa y, a la vez,
garantizar el eficaz control de ésta y de sus representados sobre aquél. Lo que
en la I.ª postguerra se denominó parlamentarismo racionalizado, procuró lo
segundo; con el mismo nombre, la Constitución francesa de 1958 y los siste-
mas que siguieron su ejemplo, buscaron lo primero. Hoy se vuelve por los
fueros de las asambleas, frente al peligro de un hipertrófico e incontrolado
ejecutivo democrático. La Fixed-term Parliaments Act 1911 británica, fue
la más reciente, avanzada y significativa muestra de ello. Pero, incluso en
esta, el legislador que quiere limitar los poderes del Primer Ministro, se mues-
tra extremadamente prudente a la hora de erosionar los poderes regios de pre-
rrogativa (vd. sec. 6,1 de dicha ley). Una vez más, se muestra que la Jefatura
del Estado no es el ejecutivo; es algo distinto y superior.
La búsqueda del equilibrio entre lo que Duverger llama las versiones
proparlamentarias y propresidenciales del semipresidencialismo tiene su me-
jor exponente en la participación de la Jefatura del Estado en la designación
del Gobierno. Desde el inicio del fortalecimiento de aquella en el texto de
Weimar, quedó claro que las principales competencias presidenciales eran,
junto con el derecho de disolución y, en su caso, la convocatoria de un referén-
dum y el planteamiento de cuestiones de constitucionalidad ante la jurisdic-
ción ad hoc, la designación del Canciller y, a través de él del Gobierno todo,
frente a la fórmula, atrás expuesta, de su elección por la asamblea. El lógico
temor a que una sucesión de gobiernos presidenciales eliminaran de hecho el
régimen parlamentario, como ocurrió en los últimos años de la República de
Weimar, llevó a los constituyentes alemanes de 1948 a idear un sistema mixto
(art. 63 GG). El Presidente Federal designa un candidato a la Cancillería que
la Dieta elige por la mayoría absoluta, sin debate. Si no se reúne dicha mayoría
ni, la Dieta elige otro Canciller, ni, días después, se obtiene una mayoría sim-
ple, el Presidente disuelve el Parlamento o nombra al más votado.
La fórmula trata de compaginar la primacía de la opción de la Dieta con
una iniciativa formal del Jefe del Estado y con una intervención arbitral del mis-
mo en caso de bloqueo parlamentario. Dicha fórmula ha tenido influencia en las
constituciones nuevas y reformadas, tanto monárquicas como republicanas. En-
tre las primeras tal es el caso de la española de 1978 (art. 99, 3, 4 y 5) alargando
excesivamente los plazos y eliminando la competencia regía de desbloqueo, y

183
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

de la reforma belga de 1993. Entre las segundas, las de Grecia de 1975 (art. 36),
de Eslovenia de 1991 (art. 111) y de Finlandia de 1997 (art. 61).
3. Esta breve reseña del derecho y la práctica constitucional comparada
nos permite trazar un cuadro bastante completo y fiel de las posibles compe-
tencias de un Jefe del Estado parlamentario, sea monárquico o republicano.
Partamos para ello de las categorías acuñadas por un ilustre constituciona-
lista italiano, Esposito (39), que, siguiendo la definición kelseniana de la Jefatura
del Estado como uno de los órganos supremos del mismo, esto es, sin superior,
distingue tres tipos de supremacía: la de posición, la de mando y la de tutela.
3.1. La supremacía de posición atribuye al Jefe del Estado la primacía
entre todas sus instituciones y en la sociedad que les da vida, con independen-
cia de las competencias que cada Constitución le atribuya y que la costumbre
y el protocolo se encargarán de subrayar. Que el primero en Francia sea el
primero de los franceses, dijo Rene Coty, como eco de la Roma de Augusto,
refiriéndose a De Gaulle. Pasando desde tan elocuente anécdota a la categoría,
que el primer magistrado sea también el primer ciudadano. Y esta primacía
institucional y social sirve para hacer de la Jefatura del Estado lo que Smend (40),
denominó un factor de integración política, en un doble sentido.
Por un lado y en función de las cualidades personales del titular de la
magistratura, un factor personal de integración que actualiza formas más afec-
tivas que racionales de legitimidad, ya tradicional (Isabel II en el Reino Unido,
Aki Ito en el Japón), ya carismática (Mannerheim en Finlandia, De Gaulle en
Francia). Una integración simbólica que la experiencia comparada demuestra,
las ceremonias y el ornato resaltan y fortalecen.
Cuando el Jefe del Estado tiene solo funciones simbólicas y de mera re-
presentación y formalización de actos procedentes de la voluntad de terceros,
conserva esta supremacía de posición y, aun careciendo de toda competencia
jurídica es una magistratura reverenciada e influyente. Tal es el caso del
Emperador del Japón según la vigente Constitución de 1946 y del Rey de Suecia
según al Instrumento de Gobierno de 1974 (41). La comparación con Presi-
dentes de República en situación semejante, incluso elegidos por sufragio
directo, v. gr., el Presidente irlandés, muestra que el Monarca hereditario
garantiza mejor que el electivo la supremacía de posición. Los juristas y poli-
tólogos británicos consideran que es la experiencia acumulada a través de un
largo reinado lo que fundamenta la influencia del monarca sobre el gobierno
parlamentario de turno (42).
La Jefatura del Estado simboliza la identidad del Estado como tal Estado
y no se requiere ser hegeliano confeso para reconocer en el Estado algo más

184
11. LAS FUNCIONES INTERCONSTITUCIONALES DEL JEFE DEL ESTADO... ■

allá de un mero organismo administrativo. Como decía el citado Smend, algo


que trasciende la producción de leyes, tratados, sentencias y actos administra-
tivos Más allá de las competencias jurídicas y del relieve político de la institu-
ción, significa, en un plano siempre ambiguo, pero innegable, la soberanía e
infungibilidad del mismo Estado. De ahí que la Convención de Viena de 1969,
sin perjuicio de remitirse a las Constituciones estatales, le presuma la condi-
ción de órgano central de representación internacional. Así resulta de la mayo-
ría de las definiciones constitucionales de tal magistratura, tanto monárquicas
como republicanas.
El realismo de tal definición lo prueba el que, cuando se quiere negar la
condición estatal de una organización política, se elimina la Jefatura del Estado.
Así ocurrió en los Países alemanes (Länder) en 1919 y en 1948 al configurarlos
sin Presidencia y otro tanto ocurrió en 1958 con los miembros de la Communauté
francesa organizada por la V.ª República, con la excepción de Madagascar que
nunca perdió la memoria de su estatalidad precolonial. Tal fue, también, el caso
del constitucionalismo soviético y filosoviético doctrinalmente orientados hacia
la extinción del Estado y el gobierno colegial. En la URSS desde 1917 y, tras un
breve periodo de transición hasta la consolidación del sistema (Hungría desde
1946 a 1949, Polonia desde 1947 a 1952 y RDA 1949 a 1960) en todas las
Repúblicas Populares, salvo en Checoeslovaquia que conservó la institución
desde la primera de sus constituciones socialistas en 1948 hasta la de 1968 (43).
A la inversa, cuando los miembros de la Communauté acceden a la inde-
pendencia en los años de 1959-1960, reforman sus instituciones para estable-
cer Presidencias de la República y las Repúblicas Populares en vías de eman-
cipación se apresuraron, aun bajo la férula soviética, a restablecer sus Jefaturas
de Estado. Primero en Yugoslavia desde 1953 que, bajo Tito, pronto comenzó
su vía alternativa; después en la Rumanía de Ceaucescu desde 1974; al final,
en Polonia como símbolo de la restauración nacional, desde la reforma pactada
de 1989, después incorporada a la «Pequeña Constitución de 1992» de donde
pasa a la vigente de 1997. En la estirpe constitucional británica, el Irish Free
State, once años antes de convertirse en República en 1948, quiso afirmar su
condición de Estado soberano. Para ello, en la Constitución de 1937 sustituyó
en la Jefatura del Estado al Gobernador General, representante del Monarca
británico, por un Presidente de Irlanda. Paralelamente, la estatalidad de los
antiguos Dominions va de la mano con la divisibilidad de la Corona, expresa-
da, a partir de 1953, en los títulos regios (44).
El poder identificatorio de la Jefatura del Estado es tan grande que, inclu-
so su forma, monárquica o republicana, tiene su trascendencia cómo expresión
de estatalidad. La Monarquía en Canadá, frente al poderoso vecino del Sur, y

185
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

la República en la India, que una vez independiente no podía tener un Jefe de


Estado extranjero, son buenos ejemplos de ello (45).
Símbolo de la identidad estatal, es lógico que el Jefe del Estado se esfuer-
ce en aparecer como paradigma ético y estético del cuerpo político. No se
trata de convertirlo en museo viviente de las tradiciones, antes bien, debe re-
presentar los valores vigentes en la sociedad de su tiempo, sin confundir la
vigencia con la moda del instante y fomentando la solidaridad sentimental in-
tergeneracional, base de la continuidad del Estado que su Jefatura expresa y
garantiza, según afirman los textos constitucionales.
3.2. La supremacía de mando se atribuye al Jefe del Estado parlamenta-
rio cuando éste es parte del poder ejecutivo. Tal es el caso del clásico ejecutivo
bicéfalo en el que el gobierno se encomienda a un Jefe del Estado, Rey o Presi-
dente, asistido por un gobierno colegiado, sea éste el clásico Gabinete o haya
evolucionado hacia una forma cancilleral, siempre responsable ante la Asamblea
y controlado por ella. Fórmula paulatinamente superada a partir del texto italiano
de 1948, mediante la progresiva autonomía de las dos instituciones, Gobierno y
Jefatura del Estado, haciendo de ésta una magistratura supra­ejecutiva.
Como ya señalé más atrás, la institución del refrendo ministerial de los
actos del Jefe del Estado ha tendido a trasladar de hecho las competencias de
la Jefatura del Estado al gobierno parlamentariamente responsable. Pero la
mera titularidad formal de la supremacía de mando tiene tres consecuencias de
gran importancia.
En primer lugar, a esa supremacía formal de mando, por parte muy signi-
ficativa de la más autorizada doctrina se vincula la condición de «magistrado
para la crisis», esto es, defensor político de la Constitución cuando fallan las
restantes instituciones del Estado, sin que proceda ahora examinar las diversas
construcciones doctrinales al efecto (46).
De otra parte, el refrendo se entiende por doquier, salvo por la ucrónica
doctrina española, como acto complejo en el que concurren la voluntad del
refrendante con la del refrendado (47). Ello exige la colaboración del Monarca
o Presidente en la formalización de aquellos actos que, aun siendo guberna-
mentales, como el poder reglamentario o el nombramiento de altos funciona-
rios, se formalizan por un acto del Jefe del Estado que nadie puede suplir.
En fin, esta intervención del Jefatura del Estado, aun formal, exige que
ésta sea informada de lo que se le somete y pueda y deba examinarlo. Las fa-
mosas «cajas rojas» que diariamente el Gabinete británico hace llegar a la
Reina con documentación e información para su despacho es la expresión plás-
tica de ese deber de información. Un deber de información que subsiste incluso
en aquellas constituciones que niegan al Jefe del Estado monárquico, toda com-

186
11. LAS FUNCIONES INTERCONSTITUCIONALES DEL JEFE DEL ESTADO... ■

petencia gubernamental (v. gr., Suecia 1974, IG 5,1). Es ahí donde cabe ejercer
más intensamente la función moderadora del Jefe del Estado parlamentario, de
advertir y animar. Si el deber gubernamental de información al Jefe del Estado
se convierte en un mero trámite formal, la función moderadora se esfuma.
Ello ha dado lugar a que, en paralelo a la atribución al Jefe del Estado de
competencias propias, incluso exentas del refrendo ministerial, se atribuyan al
gobierno, y concretamente a su Presidente o Primer Ministro, competencias
ajenas a la formalización por parte del Jefe del Estado. En ello radica la auto-
nomía institucional de ambas magistraturas.
Además, es de notar que la mayoría de las constituciones parlamentarias
atribuyen el Jefe del Estado la Jefatura de las fuerzas armadas y una especial
intervención en la acción exterior del Estado, tendencia que se refuerza en los
sistemas semipresidenciales, hasta constituir, en algunos de ellos, dominios
reservados al Monarca o Presidente. Hacen excepción los casos de Japón y la
Republica Federal donde la experiencia de Weimar lleva a atribuir el mando de
las Fuerzas Amadas al Ministro de Defensa (art. 65a/ GG) y en caso de estado
de defensa (cf. art.115 a/ GG) al Canciller (art. 115b/ GG).
La tradicional orientación de los Jefes del Estado, especialmente los prín-
cipes, pero también los Presidentes de la República, al cultivo de la diplomacia
al más alto nivel, fundamental en las relaciones internacionales hasta la I.ª GM,
se mantiene después, como hábito, por doquiera exista un ejecutivo bicéfalo
Su utilidad en la época de la diplomacia directa, es grande. Pero son numero-
sas las constituciones que prevén expresamente el deber guber­namental de
informar al Jefe del Estado de las negociaciones internacionales, su protago-
nismo en el derecho de legación e, incluso, su coparticipación en el ejercicio
del poder exterior del Estado.
En cuanto al mando militar que suele reconocerse al Jefe del Estado par-
lamentario y semipresidencial, sin perjuicio de su posible delegación en un
Comandante en Jefe para la guerra, ha evolucionado, más por razones técnicas
que políticas, desde el mando operativo, ejercido todavía en la II.ª G.M. por los
Reyes de Noruega y Bélgica, hacia un mando eminente.
Ese mando eminente va más allá de lo simbólico. Significa la despolitiza-
ción de las Fuerzas Armadas y su condición de institución estatal y se concreta
en situar al Jefe del Estado a la cabeza de la jerarquía militar (48), su presidencia
y activa participación en los organismos superiores de la defensa nacional, y en
su especial atención a la mejor dotación y organización de los ejércitos. La auto-
nomía institucional del gobierno responsable para dirigir la política de defensa y
la administración militar no puede llevarle a prescindir de estas competencias
del Jefe del Estado y la práctica comparada muestra su posible y eficaz articula-

187
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

ción. La crisis francesa que puso fin a la IV.ª República en 1958 mostró la efica-
cia de esta posición del Jefe del Estado cuando el Presidente Coty invocó, frente
a los militares sublevados, su título, nada más que título, no ejercicio, de Jefe de
las Fuerzas Armadas que la constitución de 1946 le atribuía. En caso de suprema
crisis constitucional el Jefe del Estado como cabeza de las Fuerzas Armadas está
habilitado e incluso en virtud de su juramento obligado a utilizarlas en defensa
del propio orden constitucional (infra nota 69).
3.3. La tutela institucional corresponde al Jefe del Estado como Defen-
sor de la constitución.
Fue Carl Schmitt quien, en 1929 (49), acuñó el concepto con relación al
Presidente del Reich, iniciando una famosa polémica con Hans Kelsen sobre
la defensa política o jurídica de la Constitución que no vamos a abordar aquí.
Pero el concepto tuvo una proyección doctrinal menos dramática que la dise-
ñada por su inventor. Mientras Schmitt construyó su concepto sobre el supues-
to de la dictadura presidencial, así rezaba su famoso título de 1924 (50), en
virtud de los poderes de excepción previstos en el artículo 48 del texto de
Weimar, autores de filiación francesa buscaron su fundamentación en las fun-
ciones de autentificación y formalización de los actos de Estado que normal-
mente corresponden al Monarca o Presidente.
En efecto, por limitadas que sean sus competencias les corresponde la for-
malización de una serie de actos cuyo origen e incluso cuyo contenido está en la
voluntad de terceros, sean éstos las Cámaras o los Ministros. Pues bien, su con-
sideración como defensor de la Constitución da un contenido substantivo a estas
atribuciones formales que dejan de ser meros actos debidos como «si de estam-
par un sello se tratase», para utilizar una expresión famosa. Si el Jefe del Estado
ejerce una función análoga a la notarial, es lógico reconocerle, como es propio
del notariado latino, la conformación jurídica de lo que el tercero, Gobierno o
Asamblea, que solicita su preceptiva intervención propone. Así lo entendió la
más autorizada doctrina con la siguiente argumentación (51).
La Constitución puede ser violada por dos tipos de actos jurídicos. Aqué-
llos que se producen sin los requisitos constitucionalmente exigidos –ya sea la
autoría, ya la competencia, ya el procedimiento– y aquéllos que violan el or-
den material de valores inherente a la Constitución. Sirvan de ejemplo los su-
puestos de una ley no debidamente votada por las Cámaras parlamentarias o
una disolución de las mismas cuando por haberse declarado el estado de sitio
lo prohíba la Constitución o un Decreto Ley que afectase gravemente a los
derechos fundamentales.
El Jefe del Estado, monárquico o republicano, al tomar posesión de su
cargo, jura lealtad a la Constitución y, por lo tanto, cuando menos, no puede

188
11. LAS FUNCIONES INTERCONSTITUCIONALES DEL JEFE DEL ESTADO... ■

dar forma, sea expresando, sea dando fe de su constitucionalidad, a actos in-


constitucionales. La no intervención del Rey impediría su consumación. La
facultad de impedir sería una eficaz técnica de defensa de la Constitución.
No se trata en tales casos del veto suspensivo o incluso absoluto que mu-
chas constituciones otorgan al Rey o Presidente como vieja herencia del cons-
titucionalismo doctrinario (52), sino de una consecuencia de su obligación de
cumplir la Constitución que lógicamente le impide colaborar a su violación.
Cuando se ha suprimido en el más reciente derecho penal la eximente de obe-
diencia debida si se trata de los delitos contra la Constitución, sería absurdo
exigir del Jefe del Estado colaborar activamente a su expreso quebrantamiento.
El Jefe del Estado en tal caso no sigue un criterio político sino estrictamente
jurídico. La alternativa más depurada, adoptada, entre otras, por las vigentes
constituciones de Francia, la República Checa y Finlandia, consiste en atribuir
en tales casos un reenvío de la cuestión por parte del Jefe del Estado ante la
correspondiente jurisdicción constitucional. Un reenvío que, para ser efectivo,
ha de tener efectos suspensivos en tanto no resuelva la dicha jurisdicción.
Y aparte de esta defensa jurídica de la Constitución, compete al Jefe del
Estado, monárquico o republicano, en virtud de su juramento, un deber de
defensa política. Una defensa política que en circunstancias normales se pro-
yecta en el ejercicio de sus competencias de manera que sirvan al buen funcio-
namiento de las instituciones constitucionales.
a) Tales son los supuestos en los que los constitucionalistas británicos
invocan el ejercicio de la prerrogativa regia, on Her own deliberated judge-
ment. Fórmula que merece un breve comentario.
Sabido es que en virtud de las convenciones constitucionales establecidas
a lo largo del siglo xix, el Monarca británico ha de actuar, en todo caso, de
acuerdo con el consejo (advice) de los ministros responsables ante los Comu-
nes. En consecuencia, de acuerdo con la versión vulgarizadora del constitucio-
nalismo inglés que diera W. Bagehot (53), el Rey tan solo podía «advertir ani-
mar y ser consultado» y, en consecuencia, «ser informado» por el Gobierno,
pero estaba inhabilitado para cualquier actividad política autónoma.
Sin embargo, los más acreditados constitucionalistas británicos siguie-
ron otro camino, al rescatar el concepto de prerrogativa regia, definida como
«los poderes remanentes en el Rey sujetos a las leyes que haya aprobado el
Parlamento en virtud de su supremacía». Poderes concretados en la designa-
ción y remoción del Primer Ministro, en la posible negación de la sanción
regia a una ley votada en el Parlamento y en la discrecionalidad de la disolu-
ción del Parlamento y que siguen vivos y son utilizables para garantizar en

189
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

casos de crisis, más o menos graves, el funcionamiento democrático del sis-


tema. Esto es, el gobierno de acuerdo con la voluntad del verdadero sobera-
no, el pueblo.
Tal fue la tesis defendida por acreditados constitucionalistas de cuatro
generaciones hasta el presente. Amson (54) a fines del xix, Sir Ivor Jennings (55)
en la década de los cincuenta, Sir Vernon Bogdanor (56), en la de los ochenta
y Rodney Brazier (57) de cara al siglo xxi. Los estudios realizados a la sombra
del Partido Laborista para eliminar toda discrecionalidad en el ejercicio de la
Prerrogativa y alentados desde la misma Corte para descargar de trabajo a la
Reina –olvidando el proverbio de que vivir no es necesario, pero reinar sí lo es–
culminaron en la New Agenda for Democracy. Labour’Proposal for constitutional
Reform de 1993 (58) cuyas propuestas, descartadas en la Plataforma electoral
laborista de 1997, nunca se llevaron a cabo, pero reconocieron la existencia de
dichos poderes de prerrogativa.
Ha sido la Fixed-term Parliament Act 2011 la que, en apariencia, ha eli-
minado la prerrogativa de disolución y convocatoria del Parlamento, no las
otras dos (59). Sin embargo, la más autorizada doctrina considera que dicha
ley no ha cancelado tal competencia regia, sino que la ha dejado en suspenso,
pudiendo reactivarse en supuestos de crisis y restablecerse en el caso, no im-
probable, en que dicha ley del 2011 fuera derogada.
La difusión del constitucionalismo británico (60), a través del Imperio
primero, y de la Commonwealth después, y la recepción y racionalización de
sus convenciones, incluso en las Repúblicas parlamentarias, como es el caso
de la India, ha permitido avalar prácticamente tal interpretación. Los anti-
guos poderes de prerrogativa se ejercen por el Jefe del Estado, Gobernador
General o Presidente según los casos, no de acuerdo con el consejo (advice)
ministerial, sino según su propio y meditado criterio (61).
b) Lo dicho abre la vía a la consideración de los actos del Jefe del Esta-
do que Vedel denominó interconsitucionales, porque el fiel cumplimiento de la
Constitución que su juramento exige del Jefe del Estado supone que las com-
petencias que formalmente se le atribuyen se ejerzan de manera que las insti-
tuciones funcionen normalmente y, cuando su funcionamiento se interrumpa,
la normalidad sea restablecida.
La Constitución francesa de 1958 prevé las medidas de excepción (art. 58)
y la fórmula ha sido seguida por muchas constituciones parlamentarias.
Los sistemas semipresidenciales, cuyo paradigma es la V.ª República
Francesa, han racionalizado, esto es, han convertido en derecho estricto tales
interpretaciones y, como antes dije, han hecho de los actos interconstituciona-
les competencias propias, como tales exentas de refrendo del Jefe del Estado.

190
11. LAS FUNCIONES INTERCONSTITUCIONALES DEL JEFE DEL ESTADO... ■

c) Esta vía de fortalecimiento de la Jefatura del Estado puede detectarse


también en sistemas netamente parlamentarios tanto republicanos como mo-
nárquicos. Sirvan de ejemplo los casos de Bélgica e Italia.
En Bélgica los constituyentes de 1831 quisieron configurar «una monar-
quía republicana», atribuyendo al Rey competencias expresamente tasadas y
potenciando las del Parlamento (62). Pero la evolución política del país y de su
régimen ha matizado con la práctica las fórmulas constitucionales.
La personalidad del primer monarca Leopoldo I le convirtió en verdadero
árbitro político de su Reino, sin mengua de un régimen parlamentario y otro
tanto ocurrió bajo el reinado de su sucesor Leopoldo II, si bien éste supo com-
binar su protagonismo internacional, tan ventajoso para la expansión colonial
de Bélgica, con una escrupulosa imparcialidad en los más graves conflictos in-
ternos, especialmente los derivados de la guerra escolar entre liberales y católi-
cos. La brillante conducta de Alberto I al frente de su ejército durante la I.ª G.M.,
cuyo paralelo en Noruega con el Rey Haakon se dio en la II.ª G.M. incrementó
muy mucho el prestigio de ambas Monarquías. Ello dio lugar en Bélgica a una
importante corriente doctrinal favorable a una afirmación extraconstitucional
(63) de la preeminencia regia, no compartida por la doctrina mayoritaria, pero
que muestra las tendencias de una época cuyo extremo ejemplifican las fórmu-
las ensayadas en 1929 en España y Yugoslavia, atrás mencionadas.
La substitución, a partir de 1916 y hasta el presente, de un práctico bipar-
tidismo por un multipartidismo que forzó los gobiernos de coalición, potenció
lógicamente la figura del Jefe del Estado como punto de referencia e impulsor
de pactos y coaliciones.
La conducta de Leopoldo III en la II.ª G.M. dio lugar a la crítica Question
Royale que, sin embargo, se saldó, tras el referendum favorable al Rey, con el
consensuado Informe de 1949, «sobre el ejercicio de los poderes regios» (64).
En él se reafirmó la Monarquía parlamentaria declarando expresamente que, si
bien el Rey no puede obrar solo, sino siempre de acuerdo, expreso o tácito, con
el Gobierno que asume la correspondiente responsabilidad, su actitud no es
simplemente pasiva. En caso de insuperable desacuerdo con los ministros, son
estos los que deben ceder o dimitir, remitiendo al electorado, mediante la co-
rrespondiente disolución de las Cámaras (65), la decisión última. La autoridad
moral de Balduino I, «el confesor», reconocida por los partidos políticos, dio
especial substantividad a esta interpretación que requiere, por parte de todos,
la prudencia necesaria para evitar las situaciones de crisis constitucional.
La posterior evolución política y constitucional del país que ha llevado a
permanentes y no muy estables gobiernos de coalición y, en último término, a
la federalización de Bélgica, con la reforma constitucional de 1993, ha reforza-

191
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

do la función mediadora e integradora del Rey. La adopción de la moción de


censura constructiva en dicha reforma que, en principio, supone la abrogación
de la importante designación regia del primer ministro, no ha modificado la si-
tuación (66).
La reciente doctrina constitucionalista belga (67) ha cifrado en tres con-
ceptos esta función regia, a parte de la permanente consulta con el Gobierno y
la actuación paralela, pero coordinada con el mismo (68).
Corresponde al Jefe del Estado, dar fe de los actos de Estado cuyo conteni-
do fije el Parlamento, el Gobierno o la Magistratura y, como a un notario con-
cienzudo corresponde, ha de asegurarse, previo el correspondiente examen, de la
constitucionalidad formal y substancial del acto en cuestión. Le corresponde, en
segundo lugar exteriorizar y dar forma al acto de Estado. Le corresponde, en fin,
en supuesto de crisis contribuir a la defensa de la Constitución, con todas sus
competencias, incluso las militares (69).
La tendencia al reforzamiento de las competencias del Jefe del Estado
parlamentario es aun más evidente en la República italiana.
La Asamblea Constituyente reunida en 1947, a la hora de diseñar la Jefa-
tura del Estado republicana, optó por un Presidente «ni demasiado fuerte ni
demasiado débil» (70). Se quiso huir del precedente de Weimar, sin caer en la
mera «magistratura moral» de la IV.ª República Francesa y fue importante el
ejemplo de la Constitución española de 1931, por más que algunos analistas
italianos traten de olvidarla. Baste pensar en la definición de la magistratura,
en su forma de elección y en sus competencias.
Ahora bien, tanto en la elaboración del nuevo texto constitucional, según
resulta de los trabajos constituyentes, como en su aplicación, fue determinan-
te, por acción y reacción, la práctica del Estatuto albertino de 1848 anterior a
la interpretación fascista desde 1923, es decir, una Constitución monárquica.
Ya en los mismos debates de la Asamblea se invocó la denominada «prerroga-
tiva presidencial» (71), calcada sobre la prerrogativa regia, y monárquico con-
feso fue el primer Presidente de la República Luigi Enaudi. Por otro lado, una
serie de convenciones constitucionales, detenidamente analizadas por la doc-
trina (72), han incrementado las competencias del Presidente de la República
configurando una «dirección constitucional», dirigida a la salvaguarda de los
valores constitucionales y la garantía del correcto funcionamiento institucio-
nal, a cargo del Presidente, junto a una «dirección política» correspondiente al
Gobierno. La «dirección constitucional» se ejerce expresamente en lo que, si-
guiendo a Vedel, he denominado poderes interconstitucionales, pero también
de manera más discreta pero no menos eficaz. Así, la sustitución del Primer
Ministro Berlusconi, que contaba con la confianza parlamentaria, por un can-

192
11. LAS FUNCIONES INTERCONSTITUCIONALES DEL JEFE DEL ESTADO... ■

didato presidencial cuya investidura parlamentaria estaba previamente asegu-


rada, ha sido doctrinalmente interpretada como el último acto de esta exten-
sión de las competencias presidenciales.
El Presidente italiano, elegido por un colegio que suma a los parlamenta-
rios los representantes de las Regiones, es parte del Ejecutivo y como tal tiene
notables competencias administrativas cuidadosamente analizadas por la doctri-
na italiana (73). Pero se configura en su génesis y más aún en su desarrollo prác-
tico como una magistratura de garantía, tanto jurídica como política, de la fiel
observancia y del normal funcionamiento de las instituciones constitucionales.
Así se distinguen entre sus competencias, las que se ejercen mediante
actos formalmente presidenciales, sustancialmente presidenciales y sustan-
cialmente complejos (74). Las primeras son aquellas cuyo contenido es elabo-
rado por otro u otros órganos, gubernamentales, parlamentarios o judiciales;
pero que dan lugar a que el Jefe del Estado, antes de su formalización, ejerza
un derecho de examen, al menos para garantizar la constitucionalidad de los
mismos. Los segundos, los sustancialmente presidenciales, son de competen-
cia exclusiva del jefe el Estado, como los mensajes y, en general, los actos in-
formales de exposición. Y los sustancialmente complejos, como el nombra-
miento del primer ministro o la disolución de las Cámaras, son de competencia
presidencial, pero requieren la colaboración, en principio no vinculante, de
terceros, como es el caso de la consulta preceptiva de los Presidentes de las
Cámaras para proceder a la disolución del Parlamento.
Es esta distinción la que permite clarificar los diferentes alcances, simé-
tricos o asimétricos del refrendo ministerial de todos los actos presidenciales,
previsto en el art. 89 de la Constitución.
La categoría de «acto debido», que la doctrina española, fiel devota de la
penúltima moda, sigue invocando a la hora de calificar las relaciones del Jefe
del Estado y el Gobierno parlamentario, tiene una extensión harto reducida,
puesto que no cubre más que el primero de los tipos señalados, esto es, los
formalmente presidenciales y, aun así, el «acto debido» no es nunca automáti-
co, por el previo derecho de examen que se reconoce al Presidente.

CONCLUSIÓN

Esta larga exposición permite extraer del derecho y la práctica compara-


dos las siguientes conclusiones.
Primero, aunque la esencia el parlamentarismo es la responsabilidad polí-
tica del Gobierno ante la Cámara, en las más importantes y estables democracias

193
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

parlamentarias el sistema supone un equilibrio, sin duda asimétrico, entre la


Asamblea elegida y el Jefe del Estado. Esto es lo que Redslob calificó de parla-
mentarismo auténtico. Ello contradice la tesis según la cual, el parlamentarismo
tiende desde el dualismo originario al monismo y reduce la Jefatura del Estado a
una mera función representativa y simbólica, algo que también es importante.
Segundo, desde fines del siglo xviii hasta el presente, la evolución del
parlamentarismo y la correspondiente posición del Jefe del Estado no han sido
lineales. A sistemas dualistas en los que el Jefe del Estado, Rey o Presidente,
desempeñaba funciones muy activas (orleanismo) sucedió, en las constitucio-
nes de la I.ª Posguerra, un auge del parlamentarismo monista y una capitidis-
minución cuando no desaparición de la Jefatura del Estado. Y, años después,
como reacción, un fortalecimiento del ejecutivo en torno a las competencias
del Jefe del Estado, doble fenómeno que se repite tras la II.ª Postguerra, más
por vía de mutación que de revisión constitucional.
Tercero. La fórmula típica de este fortalecimiento de la Jefatura del Esta-
do es, en las repúblicas, el semipresidencialismo, susceptible de diversas mo-
dulaciones, pero cuya característica fundamental es la autonomía institucional
de la Jefatura del Estado que ostenta formalmente y ejerce una serie de com-
petencias propias no sometidas a refrendo gubernamental. En paralelo a esa
autonomía institucional del Jefe del Estado, las constituciones semipresiden-
cialistas reconocen una autonomía institucional del gobierno parlamentaria-
mente responsable que ostenta competencias propias que ejerce sin interven-
ción el Jefe del Estado, salvo ciertas materias, usualmente defensa y política
exterior y un deber general de información hacia el Jefe del Estado.
En las Monarquías se da un fenómeno paralelo, ya porque se mantenga
viva la prerrogativa regia, sin perjuicio de la excepcionalidad de su utilización
–constitucionalismo británico–, ya por una mutación convencional de la Cons-
titución –caso belga–.
En ambos supuestos y al margen de la letra de los textos constitucionales,
pero de acuerdo con su espíritu, el de los constituyentes cuando son recientes,
el de la exégesis constitucional más solvente en todo caso, la Jefatura del
Estado, monárquica o republicana, se configura como una magistratura de
garantía de las formas y los valores constitucionales.
Cuarto, el refrendo es un acto complejo en el que concurren refrendante
y refrendado, como exige el respeto hacia la autonomía institucional de uno y
otro.
Quinto, el Jefe del Estado, parlamentario y, a fortiori, semipresidencial,
representa la unidad y continuidad de éste, garantiza en virtud de sus compe-
tencias interconstitucionales el funcionamiento de los poderes públicos y su

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11. LAS FUNCIONES INTERCONSTITUCIONALES DEL JEFE DEL ESTADO... ■

sometimiento a la voluntad popular. Dichas competencias propias, que Vedel


calificó de interconstitucionales, son, fundamentalmente, el nombramiento del
Gobierno, sin perjuicio de requerir éste la confianza de la o la Cámaras, la di-
solución de éstas, la convocatoria del referéndum y la remisión de cuestiones
ante el Tribunal Constitucional. El Jefe del Estado es el defensor de la Consti-
tución, tanto en situaciones de crisis como porque le corresponde su formali-
zación y, con ello, acreditar, tras el debido examen, la constitucionalidad de los
actos de Estado a cargo de las Asambleas y del Gobierno.

NOTAS
(1) Cf. Teoría General del Estado, trad. esp. Legaz, México (Editora Nacional) 1979, p. 393 y ss.
Sobre la posición de Kelsen de cara a sus primeras construcciones positivas, las iniciales constituciones
austriacas de postguerra, cf. Die Vefassungsgesetze der Republik Deutschösterreich, Viena 1919.
(2) O. Kimminich, Das Staatsoberhaupt in der parlamentarischen Demokratie VVDStRL, 25, 1967,
pp. 48 y ss.
(3) Ehmke, Ibid., p. 239 y ss.
(4) Pérez Royo, «Jefatura del Estado y Democracia Parlamentaria», Revista de Estudios Políticos
(Nueva Epoca). 39 (1984), pp. 7 y ss.
(5) Cf. mi viejo estudio Nacionalismo y Constitucionalismo. El derecho constitucional de los nuevos
Estados Madrid, (Tecnos) 1971, pp. 121 y ss.
(6) Cf. Carlson & Rosen, Svensk Historia, I, Estocolmo, 1961, p. 96 y ss. Sobre el panorama com-
parado cf. mi contribución al Libro Homenaje a José Antonio Maravall, Madrid (CEC), 1986, pp. 309 y ss.
Ahora en este volumen n.º 9.
(7) Mirkine Guetzevitch, «Le parlamentarisme sous la Convention nationale» Revue de Droit
Publique et de la Science Politique, 1935, pp. 671 y ss.
(8) Stubbs, The Constitutional History of England, 5.ª ed. Oxford, 1898, III, pp. 5 y ss.
(9) Löwenstein, Teoría de la Constitución, trad. esp. Barcelona (Ariel), 1965 p. 103 y ss. y 131 y
ss. Sobre la posición del Jefe del Estado, en general, cf. Löwenstein en Revue de Droit Public, LXV,
1949, p. 161y ss. y parlamentario, Ibid. 9. 204 y ss. y Kaltefleiter, Die Funktionen des Staatoberhaupts
in der parlamentarischen Demokratie, Colonia, 1970.
(10) Cf. Díez del Corral, El Liberalismo Doctrinario, OOCC Madrid (CEPyC), 1998, I,
p. 195 y ss.
(11) Redslob, Die Parlamentarische Regierung in ihrer wahren und in ihrer unrechten Form,
Tubinga, 1918, trad. francesa Paris, 1924. Sobre la influencia de esta obra en los redactores del texto de
Weimar a la que después haré referencia cf. Lucas, Die organisatorischen Grundgedanken des deutschen
Verfassung, …. 1920.
(12) Duguit, L’ Etat, les gouvernants, les agents, París, 1903.
(13) La última y más popular muestra del constitucionalismo «whig» es la conocida obra de Walter
Bagehot (The English Constitution Londres,1867), antes de cuya 2.ª edición, en 1872, hubo dos tempranas
traducciones francesa y alemana. La primera, publicada en la prestigiosa Bibliotheque d’Histoire Contem-
poraine (Paris, 1868) con la intención de arropar doctrinalmente y con el prestigio de las instituciones
británicas, los proyectos de parlamentarización al amparo de la última Constitución del II.º Imperio del
mismo año (Senados consulta de 8 de septiembre de 1869 y 21 de mayo de 1870). Prevost-Parandol,
epígono del doctrinarismo y que se había destacado en la oposición al autoritarismo bonapartista, antes de
suicidarse en 1870, se convirtió en defensor del II.º Imperio y de su evolución liberalizadora, propugnando
un parlamentarismo, compatible con la monarquía imperial (vd. su obra La France Nouvelle, Paris, 1868,
p. 143 y ss) De ahí su reiterada mención en el inusitado prólogo de Bagehot a la edición francesa de su
obra. La traducción alemana (Berlin, 1868.), del mismo signo liberal, no tuvo, desgraciadamente, fortuna
frente a los defensores germánicos del principio monárquico (cf. Jellinek, Teoría General del Estado, trad.

195
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

esp. p. 516). Sobre la versión francesa, Posada hizo una traducción española publicada en 1902, tal vez con
análoga intención pedagógica respecto del joven Rey Alfonso XIII, recientemente proclamado mayor de
edad. Que Posada no utilizó el original inglés, sino la traducción francesa, lo revelan, ciertas equivalencias,
v.gr. traducir «dignified parts» por «partes imponentes» ( p 47), tomado de «imposantes parties» (p 68) y
que no utilizara la segunda edición inglesa de 1872. Sobre la proyección española de la obra de Bagehot,
vd el docto estudio preliminar de Varela Suárez-Carpegna a la reedición de la traducción española de Po-
sada de Madrid (CEPyC) 2016.
(14) Deux letters au sujet du role du President de la Republique, Le Temps, 9 y 25 Agosto de 1920. Cf.
Röpke, Vom Gambetta bis Clemenceau. Fünfzig Jahre Franzonischen Politik und Geschichte, Stuttgart, 1922.
(15) París (Delagrave) 1928, versión española actualizada Madrid, (Editorial España) 1931.
(16) V. gr., Baviera (1919), 4, 57 y 58; Prusia (1920) arts 7, 44 y 45 Cf. Kollreutter, Das parlamen-
tarische System in den deutschen Landesverfasungen, Tubinga, 1921.
(17) Vd. Estonia (1920) arts 58 y 59. Cf. Rolnik, Die baltischen Staaten Lituanen, Letland und
Estand und ihr Verfassunsrecht, Leipzig, 1927.
(18) La bibliografía sobre la teoría soviética del Estado y de su futura extinción es inmensa. Como
muestra cf. Zolo, La teoria comunista dell’estinzione dello Stato, Bari, 1974. En español es útil García
Álvarez. Construcción del comunismo y Constitución, León, 1978, p. 37 y ss.
(19) Poyulicki, La Constitution de la République de Pologne de 17 mars 1921, Varsovia-París, 1921,
cf Rolnik, Opus cit.
(20) Le renforcement des pouvoirs du Chef de l’Etat dans la democratie parlementaire, París
(Boccard), 1932
(21) Cf. Vernet, Le pouvoir executif en Droit Constitutionel tchecoeslovaque, Ginebra, 1922 y
para la ulterior evolución política y consiguiente mutación constitucional cf, Pesca, «Apres dix ans de
developpément de la Constitution tchecoeslovaque (1920-1930)». Revue de Droit Public, 3, 1930.
(22) Cf. Robinson « Der liautische Staat und sein Verfassungsentwicklung», en Jahrbuch des
öffentlichen Rechts ds Gegenwart, VI, 1928; Mirkine Guetzevitch, «La revisión constitutionelle en Autri-
che», l’Europe Nouvelle, 18 Enero 1930. Alcalá Zamora, Los defectos de la constitución española de 1931,
Madrid, 1936, p. 143 y ss.
(23) Trentin, Les transformation recentes du droit public italien, Paris, 1929 CF. Ghisalberti, Storia
constituzionale d’Italia 1848-1948, Bari, 1974, p. 23 y ss. Respecto de Polonia 1934 arts. 1 a 25 y espe-
cialmente la definición que de la institución da el at.1; Portugal (1933) arts. 72, 78, 81 y 82.
(24) Cf. Gordon, Les nouvelles constituions europeennes et le role du Chef de l’État, París (Sirey)
1931, p. 311 y ss.
(25) Con más detalle cf. Jovanovitch, Le régime absolu jougoslave institué le 6 janvier 1929, París,
1930. Respecto de España los textos en Varela Suances Carpegna (ed.), Constituciones y Leyes Fundamen-
tales, Madrid (Iustel), 2012, p. 375 y ss y una síntesis del contexto en Fernandez Segado, Las constituciones
históricas españolas, Madrid (Civitas), 1986, p. 418 y ss.
(26) Cf. Caporali, Il Presidente della Repubblica e l’emanazione degli atti con forza di legge, Turín
(Giappichelli Editore), 1999, p. 11 y ss.
(27) Una síntesis de la doctrina alemana sobre la materia en Leissner «Le Président de la Républi-
que et le Gouvernement dans las Constitution de Bonn», Revue de Droit Public, LXXIV, n.º 6, p. 65 y ss.
(28) Les Constitutions Européennes, Paris (PUF), 1952, I, prefacio.
(29) Cf. Duverger, Les régimes semiprésidentiels. Paris (LGDJ), 1986. Esa influencia se debe
principalmente a la doctrinal que Schmitt ejerció sobre René Capitant, uno de los constitucionalistas de
cámara del general De Gaulle cf. G. Le Brazidec, René Capitnt, Carl Schmitt: crise et reforme du parla-
mentarisme, De Weimar a la Cinquieme République, Paris (l’Harmattan), 1998.
(30) Duverger, Institutions politiques et droit constitutionnel, Paris (PUF), col Themis, 11.ª ed.,
1970, p. 277.
(31) Cf. Colliard, Les régimes palementaires contemporains, Paris,1978, p. 39, El análisis, a todas
luces sectario, pero extremadamente detallista de Gicquel (Essai sur la practique de la Vemme Republique,
Bilan d’un septenat, Paris, LGDJ, 1968) revela, tal vez incluso frente a la intención del autor, que la pre-
ponderancia presidencial se dio, desde el principio, en virtud de carisma gaullista, al margen de la elección
del Jefe del Estado por sufragio directo, establecida en 1962.
(32) Duverger, Les régimes cit, p. 8 y 12 (vd. infra nota 38).
(33) Fioravanti, Constitucionalismo. Experiencias históricas y tendencias actuales, trad. esp. Madrid
(Trotta), 2002, p. 74 y ss.

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11. LAS FUNCIONES INTERCONSTITUCIONALES DEL JEFE DEL ESTADO... ■

(34) Francia 1958, art. 19, Grecia 1975, art. 35, Rep. Checa 991, art. 63,3, Bulgaria 1991,
art. 102, Rumanía 1991, art. 100, Lituania, 1991, art. 85, Polonia 1997, art. 144, Finlandia 1997, art. 58.
(35) Cf. el discurso del Presidente F. Tudman el 22 de diciembre de 1990 ante el Parlamento croa-
ta con ocasión de la proclamación de la constitución (Rapport du Parlement, n.º 15)
(36) Cf. Vedel, «Vers le régime présidentiel» Revue Francaise de Science Politique, XIV (1964),
1, pp. 20 y ss.
(37) C. Gomes Canotiho-Vital Moreira, Os poderes do Presidente da Republica, Coimbra,
1991 passim.
(38) M. Gutan («Romanian semi-presidentialism in historical context» Romanian Journal Compa-
rative Law, 212, 2, p. 275) destaca las diferentes actitudes del pasivo Presidente Contantinescu y del activo
Presidente Besescu que avalan la distinción de Duverger entre semipresidencialismo de práctica parlamen-
taria y de práctica presidencial (vd. supra nota 32) La correspondiente tensión llega a tener un reflejo juris-
prudencial . Cf. Selejn Gutan, The Constitution of Romania: A contextul analysis, Oxford (Hart), 2016.
(39) Esposito, «Capo dello Stato». Enciclopedia Italiana di Diritto.
(40) Cf., Smend, Verfassung und Verfassungrecht, Berlin, 1928, trad. esp. Madrid (CEPyC), cuyas
tesis sigo.
(41) Cf. Rodríguez Artacho, La Monarquía Japonesa, Madrid (CEPyC), 2003.
(42) Jennings, Cabinet Government, Cambridge, 5.ª ed., 1959, p. 372 y ss.
(43) Cf. Brunner, «Constitutional Models in Communist States. A Typological Overview», en
VVAA. European Constitutional Law. Derecho Constitucional Europeo. Homenaje a F. Valls i Taberner,
Barcelona (PPU) 1988, p. 2079 y ss.
(44) Cf. Fawcett, The Commonwealth and International Law, Oxdord, 1963, pp. 1 y ss.
(45) Cf. los datos y referencias reunidos en mi obra ya citada Nacionalismo y Constitucionalismo, p. 529.
(46) Cf. Crisafuli. Jus, 1958, p. 69.
(47) Cf. mi estudio «El refrendo, art 64» en Alzaga (ed), Comentarios a la Constitución Española
de 1978, Madrid (EDERSA), 2.º ed, 1996, V, p. 22 y ss. y la bibliografía allí citada. En contra cf. Gonzá-
lez Trevijano, El Refrendo, Madrid (CEPyC), 1998.
(48) Así ocurre en Suecia, donde el Rey no tiene el mando supremo de los ejército, pero ostenta el
más alto grado en los mismos y preside el Comité de Asuntos Exteriores elegido por la Dieta y que, junto
con el Gobierno, analiza estas materias (IG 1974, art. 10,7).
(49) Schmitt, Der Hütter der Verfassung, en Archiv des öffentlichen Rechts, 1929.
(50) Die Diktatur, 1924, ed. Berlin 1964 (vd. Paragrafo final).
(51) Gordon, Les nouvelles, cit., p. 207 y ss.
(52) Cf. Bompard, Le veto du Président de la République et la sanction royale, Paris, 1909.
(53) Op. cit. vd. supra nota 13.
(54) Law and Custom of the Constitution, Oxford, 1886.
(55) En especial, Cabinet Governement, Oxford, 1936, 3.ª ed. 1953.
(56) The Monarchy and the Constitution, Oxford, 1988.
(57) «The Monarchy» en Bognador (ed), The British Constitution in the Twenteeth Century, Oxford,
2003, pp. 69 y ss, vd. la relación de episodios señalados por Hennesy en «The Throne Behind the Power»
The Economist (Dic. 1994-Enero 1995, pp. 53-55).
(58) Blackburn Plant, Constitutional Reform, The Labour Government’ Constitutional Reform
Agenda, Londres (Longman) 1999, pp. 139 y ss.
(59) Cf. Ryan, «The Fixed-term Parliaments Act 2011» Public Law, 2 April 2012, pp. 213 ss.
(60) Cf. de Smith, The New Commonwealth and its Constitutions, Oxford, (Stevens), 1964, pp. 86 y ss.
(61) Cf. Forsey, The Royal Power of Dissolution of Parliament in the British Commonwelth,
Toronto, 1943 y otros datos posteriores reunidos en mi obra. Nacionalismo y Constitucionalismo… cit.,
p. 147. En 1974 el Gobernador General de Australia negó la disolución solicitada por el Primer Ministro
porque consideró que existía una mayoría alternativa en el Parlamento.
(62) Constitucion de 1831, art. 78 cf., Snelle, La Constitution belge comentée, Bruselas, 1974.
(63) Wodon, «Sur le rôle du Roi comme Chef de l’État dans le cas de defaillances constitutionne-
lles», Bulletin d l’Academie Royale, 1939.
(64) Moniteur Belge, 6 de agosto de 1949, pp. 7589 y ss.
(65) Ibid. III, p. 7592.
(66) Cf. Delperee, La formation du Gouvernement. Texte et Contexte (ponencia presentada en
Rouan en junio del 2016.

197
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

(67) Cf. Delpérée, «La fonction du Roi» Pouvoirs, n.º 78, 1996 Les Monarchies, p. 43 y ss y en
Pouvoirs, n.º 54, 1990, p. 19. Cf. Molitor, La Fonction Royale en Belgique, Bruselas (CRISP) 1966 y
Stengers, L’action du Roi en Belgique depuis 1831, Pouvoir et influence. Essai de typologie de mode
d’action du Roy. París. Louvain, 1974.
(68) Cf. Molitor, opus cit., p. 73.
(69) Cf. Moniteur Belge… cit. p. 7595.
(70) Cf. Caporali, Il Presidente della Repubblica e l’emanzione degli atti con forza di legge, Turin
(Giappichelli) 200, p. 1.
(71) Tosato (ed.) Asamblea constituente, Roma, 1951, IV, p. 336 y ss.
(72) Por todos cf. (Branca (ed.) Comentario della constituzione. Il presidente della Repubblica (arts
83 a 91), Bolonia, Roma (Zanichelli Editores-Foro Italiano), 1978. En especial M. Midiri La contrafirma
ministeriale nel sistema di reporti tra Presidente dell Repubblica e Governo, Padua (CEDAM), 1988.
(73) Cf. Santaniello (ed), Trattato di diritto Amministrativo Padua (CEDAM), 1990.
(74) Cf. Vergotini, Diritto Constituzionale, Padua (CEDAM) 5.ª ed, 2006, pp. 506 y ss.

198
12. MONARQUÍA Y DESARROLLO DEMOCRÁTICO

MONARQUÍA Y DEMOCRACIA

La primera cuestión a dilucidar es conceptual y debe ser planteada en el


plano de la historia, la historia de las ideas y de las formas políticas. ¿Cómo es
posible que la Monarquía tenga una función democratizadora si durante siglos,
Monarquía y Democracia han aparecido contrapuestas en todas las clasifica-
ciones hechas de las formas políticas, desde los griegos para acá? Herodoto,
Platón o Aristóteles, Polibio o Cicerón y, tras ellos, escolásticos medievales y
teóricos modernos, con escasísimas excepciones consideraron que la Monar-
quía, como gobierno de uno, se opone a la Democracia, como gobierno del
pueblo. Y, sin embargo, ya en nuestros días el francés Alain podía intuir que
«les democraties ne tuerot point l’idée monarcbique; mais plutôt elles las sau-
veront» (1).
Fue G. Jellinek (2) quien en la escuela alemana del derecho público
innova la clasificación tripartita tradicional y opone Monarquía, no a De-
mocracia o Aristocracia sino a República definiendo la primera mediante
dos rasgos de la Jefatura del Estado. La supremacía del poder, que no sig-
nifica, por cierto, absolutismo ni plenitud, sino más supremacía de posi-
ción que supremacía de mando (3); y su personalización, que no excluye la
integración de lo que el propio Jellinek considera una voluntad física, en
un sistema jurídico-institucional (4).
Pero a esto hay que sumar un tercer rasgo, el carácter hereditario, que
distingue la Monarquía , en el sentido convencional del término en el derecho
constitucional moderno, de otro tipo de monarquías, v. gr. lo que se ha deno-

199
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

minado la «monarquía republicana» (5). La herencia, al substraer la Jefatura


del Estado de la competencia política, es lo que da a esta magistratura la inde-
pendencia de toda facción, partido o mayoría. Pero es también lo que al privar-
la de representatividad electiva, atenúa su vigor político. Por hereditaria la
Corona es más independiente, pero menos potente que una magistratura elegi-
da. La condición hereditaria puede, pues, ser una constante e incluso determi-
nante, pero más como consecuencia que como esencia.
La emergencia de la institución monárquica como un poder capaz de cum-
plir la función democratizadora, aparece enraizada en la doctrina clásica del
gobierno mixto como justo medio entre los diversos tipos puros de formas de
Estado, capaz de equilibrar sus respectivos defectos y evitar así su corrupción.
Cabe discutir si es Platón quien primero formula la tesis, como lógica
consecuencia de los presupuestos de su filosofía, si ha de remontarse aún más
atrás en la historia de la ideas, si es tan sólo la tesis que de retirada formula el
anciano autor de Las Leyes al ver frustrados sus anteriores proyectos (6). Pero,
en todo caso, la tesis del gobierno mixto como fórmula ideal se consagra por
Polibio y se difunde por Cicerón cuya filiación platónica, en este extremo, no
deja lugar a dudas (7). Y de ahí, a través de la tradición medieval, llega a Locke
y Montesquieu para cristalizar en el moderno pensamiento liberal. Sabine (8)
ha dedicado profundas páginas a iluminar la transmisión de esta constante en
el pensamiento político moderado.
Ahora bien, en esta tesis del gobierno mixto late el germen de lo que ha-
bía de ser la moderna Monarquía. En efecto, es bien sabido cómo Cicerón,
intuyendo lo que después había de ser el Principado, propugnó en su tratado
Sobre el Estado (9) una especie de tutor de la República, ciudadano óptimo y
primero, bajo cuya moderación y arbitraje discurriese el funcionamiento de las
instituciones monárquicas, aristocráticas y democráticas. Tal fue la esencia
jurídica del Principado. Plinio el Joven, al hacer el Panegírico del Príncipe
óptimo, había de reiterar tal interpretación (10). Es esta tesis la que está en la
raíz de la distinción medieval entre «imperare», como moderación y arbitraje
entre los poderes territoriales, y «regnare» que equivale a «gubernare», distin-
ción de la que a mi juicio es heredera la noción doctrinaria del poder modera-
dor, clave en la moderna concepción de la Monarquía constitucional (11).
Frente al absolutismo, si realmente lo hubo, la monarquía de Bodino a Mon-
tesquieu aparece ligada al régimen mixto y eso da espacio a otra cosa. El Rey
reina, pero no gobierna; esto es, utilizando la distinción de la doctrina italiana
no ejerce la dirección política (el indirizzo politico) que corresponde al gobier-
no democráticamente responsable, sino la dirección constitucional (el indirizzo
constituzionale).

200
12. MONARQUÍA Y DESARROLLO DEMOCRÁTICO ■

Porque el Rey reina, pero no gobierna, es plenamente compatible con un


proceso político plenamente democrático. Pero, además, porque aun sin go-
bernar, el Rey reina, la magistratura regia puede ser útil al buen funcionamien-
to de la democracia como regulador y rector de la misma y, más aún, a la hora
de expresar como símbolo eficaz el fenómeno de integración política que da
ser al propio cuerpo político.
Volviendo a Jellinek, lo importante a estos efectos no es analizar y valo-
rar los criterios de su mencionada dicotomía entre Monarquía y República,
sino señalar que cuando formula su distinción entre ambas formas de Estado,
lo hace en un ambiente en el que la Monarquía ha ido ya de la mano de proce-
sos democratizadores tan profundos corno la unidad nacional cuya proyección
teórica no es ajena a la revitalización del Principio Monárquico y a las mismas
consideraciones teóricas de Jellinek (12). Y la vinculación de Monarquía y
Democracia así entendida puede remontarse hasta Rousseau, alguno de cuyos
exegetas más lúcidos han reducido la democracia al momento constituyente y
la Monarquía al gobierno constituido (13).
En efecto, durante todo el siglo xix, la Monarquía ha aparecido en Alema-
nia e Italia íntimamente vinculada al proceso eminentemente democrático y de-
mocratizador de la unidad nacional, y en los Balcanes a la liberación frente al
dominio extranjero y, mucho después, fue sin duda la Monarquía el agente de-
mocratizador en latitudes tan lejanas entre sí como España en 1977 y Camboya
en 1993. Su caída privó de un importante estrato protector a las nuevas democra-
cias alemana, austríaca y checa establecidas en 1919, algo que sirvió de lección
a los vencedores del Japón en 1945. Y el establecimiento de la forma republicana
de gobierno en las antiguas democracias populares no ha sido, antes al contrario,
un triunfo de la democracia ni, al parecer, su mantenimiento tampoco. Tales da-
tos, por sabidos, no tienen por qué ser marginados y sirven para iluminar con la
práctica la teoría, aunque recordarlos no resulte siempre políticamente correcto.
Ahora bien, la democracia moderna tal como hoy la conocemos, requiere
tres ingredientes fundamentales. Un orden por comunión, esto es una solidari-
dad de base que le sirva de fundamento, cuya homogeneidad y coherencia
pone límite a las discrepancias y legitima la representación de las minorías por
las mayorías o más aún, la imputación a la voluntad general de la decisión de
unos pocos. Sin cuerpo político a representar no hay representación ni, en con-
secuencia, democracia representativa. Un orden por concurrencia de liberta-
des, incluso políticas, Y, en fin, un orden de gobierno.
Pues bien, la Monarquía ha contribuido en la práctica, de manera capital,
a expresar la integración, a tutelar la concurrencia e, incluso, a imponer, desde
el gobierno, la democracia. Como símbolo, estrato protector y agente demo-

201
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

cratizador, la Monarquía aparece vinculada a la democracia. Analizaré cada


uno de estos aspectos.

LA MONARQUÍA COMO FACTOR DE INTEGRACIÓN

La democracia requiere un cuerpo político integrado que, en nuestros días,


suele ser nacional y, sólo excepcionalmente, pluri o supranacional. Por las razo-
nes atrás apuntadas si no se da el orden por comunión que la Nación es no hay
democracia nacional posible y, por ello, integrar la Nación es proporcionar el a
priori material de la democracia misma. Integrar es, pues, democratizar.
La integración, tal como la categorizara Rudolf Smend (14), es el proceso
permanente que da vida al cuerpo político, reduciendo la pluralidad social a una
unidad existencial. Los factores de integración pueden ser múltiples. Así, los
funcionales, como es el caso de las elecciones en la democracia; los materiales,
como aquellos elementos físicos –v. gr., el territorio–; morales –v. gr., los valo-
res– o culturales –v. gr. recuerdos y proyectos–; la comunión, en los cuales
fundamenta la voluntad de vivir juntos; y también los simbólicos y personales.
La Monarquía es un factor de integración tanto simbólico como personal, en
el que siempre sigue latiendo la dualidad que en la concepción medieval de los
dos cuerpos del Rey señalara Kantorowicz. Es claro que la Corona, tanto en su
acepción mítica inicial como en versiones más racionalizadas, es un símbolo del
cuerpo político, y sobre ello hay abundante literatura histórica, politológica y aun
jurídica (15); esto es, un objeto cargado de tal manera por los afectos que expresa
no sólo conocimientos, sino sentimientos, y en virtud del cual se tiene acceso a un
orden distinto de la realidad, en este caso el orden de la integración política.
Pero también es un factor de integración personal en cuanto que el Rey,
como individuo físico, es objeto de lealtad, pero no como la que caracteriza al
dirigente carismático en el sentido weberiano del término, puesto que «cuando
se ovaciona al Soberano no se pretende honrar una persona concreta, sino que
se trata más bien de un acto de autoconciencia de un pueblo políticamente
unido» (16). De ahí que el sentido de la Jefatura del Estado monárquica estriba
en la representación, en la encarnación de la unidad política del pueblo de
manera análoga a las banderas, escudos e himnos nacionales.
La utilidad de la Corona y de su titular para acceder al orden diferente de
la realidad que es la integración política, lo expresó con grande claridad el in-
glés Bagehot (17) cuando señalaba que la realeza apelaba a sentimientos difu-
sos y la república al entendimiento, concluyendo de ahí la fortaleza de la Mo-
narquía y la debilidad de la república, mientras el corazón predomine sobre la

202
12. MONARQUÍA Y DESARROLLO DEMOCRÁTICO ■

razón. Pero hoy sabemos, mejor que los liberales victorianos, que tal predomi-
nio no es temporal, sino inherente a la condición histórica y vital de la razón
humana.
Todo ello es claro que no depende tanto de las cualidades personales del
Monarca, esto es, de su ejemplaridad, como de su posición institucional. Pero
de la actitud del príncipe e incluso de su dinastía respecto de los valores en
juego a la hora de promover la integración política puede deducirse unas u
otras consecuencias. Así, los Habsburgo desaparecieron el Danubio por su es-
pecial capacidad de enemistarse con diversas reivindicaciones nacionales, sal-
vo algunos sectores del imperialismo magiar, mientras que los Saboya, adop-
tando la bandera de la unidad y la libertad, protagonizaron el nacionalismo
italiano, y otro tanto puede decirse de las más importantes monarquías balcá-
nicas a la hora de la independencia frente a Turquía.
Un párrafo aparte merece la experiencia postcolonial (18), donde la repú-
blica ha substituido a la Monarquía cuando ésta ha aparecido incompatible con
las aspiraciones nacionalistas por su arcaísmo político y social (Birmania, cer-
cano y medio oriente árabe, Ruanda, Burundi), su oposición a la unidad nacio-
nal (India), o su contubernio con las autoridades coloniales (v.gr. Túnez). Sin
embargo, no faltan casos en que las Monarquías tradicionales han servido de
símbolo de identidad (v.gr. Malaya) o incluso otros como Marruecos y Cam-
boya en que mediante una «Cruzada regia por la independencia» el titular de
la legitimidad tradicional haya asumido el liderazgo de la empresa nacionalis-
ta reforzando su condición de símbolo de la Nación con los carismas propios
de su libertador (19).
La cuestión reviste hoy especial interés a la vista de la efervescencia nacio-
nal y nacionalista de nuestros días, cuando a la par y como indispensable com-
pensación a la globalización de la economía, las comunicaciones y la política,
las naciones reafirman su identidad con mayor intensidad que nunca hasta hacer
de este siglo y, probablemente del próximo, la época de los nacionalismos.
En situación semejante, la búsqueda de fórmulas que permitan expresar
tales identidades, no directamente a través de la sangre y la tierra, sino simbó-
licamente, con la moderación que toda refracción simbólica implica, y, ade-
más, permitiendo más fácilmente su recíproca articulación, como revela toda
la doctrina de las unciones de Estados, hace pensar en la utilidad de nociones
tales como la Corona.
En efecto, todas las experiencias reseñadas revelan que la Monarquía
puede, por una parte, expresar con mayor vigor que otras formas de Estado, la
identidad de sus respectivas naciones y, por otro lado, articular en formas po-
líticas complejas, una pluralidad de tales identidades, asumiendo los corres-

203
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

pondientes títulos históricos y expresándose en las diferentes lenguas habladas


por los súbditos que ha de representar (20). Lo primero es especialmente im-
portante en épocas en que la mencionada globalización exige la renuncia a lo
que hasta ahora han sido factores materiales de integración nacional cargados
de afectos y valor simbólico, v. gr. la moneda o los ejércitos estrictamente na-
cionales. La fuerza identificadora de la Monarquía permitiría pues una mayor
integración competencial de los Estados porque su capacidad de integración
simbólica permitiría prescindir de los factores materiales de integración, pro-
pios de la organización estatal clásica. Lo segundo permitiría resolver impor-
tantes conflictos interfronterizos e interétnicos al permitir salvaguardar las
respectivas identidades en una sola forma política. La Monarquía significa, en
efecto, históricamente no sólo una forma de Estado sino, a la vez, una totalidad
territorial formada por la reunión de varias partes substantivas cuya represen-
tación suprema aparece atribuida a una sola institución, la Corona.

LA MONARQUÍA COMO ESTRATO PROTECTOR

La democracia es, además, un orden por concurrencia de derechos y liber-


tades. Esto es, en último término, de intereses contrapuestos y de sus respecti-
vos titulares. En ello consiste el pluralismo, cuya dimensión política ha de co-
rresponderse, para ser auténtica, a un verdadero pluralismo económico y social.
Ahora bien, la pluralidad y contraposición de intereses supone un conflicto. Si
el mercado puede alcanzar un alto grado de armonía, no cabe olvidar que su
ratio no es la cooperación sino la competencia, raramente perfecta, tanto en lo
económico como en lo social, cultural o político, con todo lo que ello supone de
posiciones privilegiadas y subordinadas entre las partes en conflicto.
¿Cuál es y puede ser la posición de la Monarquía ante esta situación?
Para algunos, al haberse transformado la Corona en una parte meramente
decorativa del sistema político, se sitúa por definición al margen del conflicto
y en ello consiste su fuerza y su virtud. Las discrepancias de intereses y las
tensiones entre los mismos, ni la contaminan ni son afectados por ella en su
planteamiento y su solución. Tal es la tesis que respecto de la Monarquía vic-
toriana formulara Bagehot, en la cual han insistido sus continuadores y que ha
llegado a tener reflejo constitucional en Japón y Suecia.
Para otros, el enraizamiento social de la Corona la hace, quiérase o no,
parte muy principal en el conflicto social en cuanto baluarte y sostén de las
posiciones más conservadoras y privilegiadas. Tal es la principal crítica que a

204
12. MONARQUÍA Y DESARROLLO DEMOCRÁTICO ■

la Corona británica dirigiera Harold Laski (21) y no ha faltado quienes abun-


daran en ello.
Por último, desde Lorenz von Stein (22) se ha desarrollado la interpreta-
ción de la Monarquía social como institución compensadora y arbitral. En
efecto, a juicio de tan ilustre autor, a cuya tesis no son ajenas sus propias expe-
riencias vitales, la Corona y su titular están situados por encima del conflicto
entre las clases sociales, sus intereses satisfechos hasta la saciedad no entran
en competencia y, en consecuencia, tampoco en alianza con los de aquéllas y
puede, por lo tanto, arbitrarlos e, incluso, compensar la posición de los más
débiles respecto de los más fuertes. El Príncipe, mejor que nadie, realizaría de
esta manera, en la práctica, la idea del Estado puro, emancipado de los conflic-
tos sociales, como la libertad debe estarlo respecto de la necesidad.
A mi juicio, la Monarquía, más que árbitro activo en los conflictos socia-
les, puede y debe ser un estrato protector, en el sentido weberiano del término,
del orden por concurrencia inherente a la democracia. Si el conflicto se radica-
liza en su planteamiento o en sus consecuencias, el sistema entra en crisis y eso
es lo que ha de evitar el estrato protector que es la Corona, a través de dos di-
mensiones a cual más importante.
De un lado, el Monarca ha de moderar e incluso arbitrar a las fuerzas
políticas y sociales en concurrencia. A esto se corresponden las funciones
constitucionales que expresa o tácitamente se encomiendan al Príncipe. El
advertir y alentar que subrayara Bagehot; el mediar que ha destacado la doctri-
na más reciente; el arbitrar, incluso. Cuando en las más recientes constitucio-
nes monárquicas se encomienda al Rey velar por el buen funcionamiento de
los poderes públicos, se le encomienda no sólo el cuidado de la mecánica
constitucional sino de su recta utilización por las fuerzas políticas y sociales...
Para que todo esto sea posible, las competencias del Rey son incluso más
importantes que la preminencia institucional de la Corona. El trono no puede
ser un «sillón vacío». El rey debe cumplir sus funciones sin perjuicio que su
ejercicio debe caracterizarse siempre por la discreción. Más aún, la reducción
de las funciones reales a lo puramente ceremonial es el comienzo de la extin-
ción de la monarquía (23).
Por otra parte, la función de estrato protector es aún más profunda cuan-
do la Monarquía expresa la vigencia y, en consecuencia, garantiza tácitamente
el respeto a determinados valores que o bien hacen posible la propia concu-
rrencia de intereses o pudieran sentirse radicalmente amenazados por la misma
y, entonces, reaccionar violentamente contra ella.
Lo primero ocurre porque la concurrencia, ya lo dije antes, es imposible
sin la integración de base. Y la Corona expresa y actualiza dicha integración.

205
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

El Rey de todos, por el hecho de serlo, pretende expresar que el conflicto que
todos protagonizan no empece que todos sigan sintiéndose miembros de un
solo cuerpo político. Y es claro que sin esta vivencia de base, el conflicto se
radicaliza hasta hacerse inviable. El Rey de los belgas, lo es de todos, flamen-
cos y valones y ese es, según se ha visto recientemente, el más operativo factor
de configuración de lo que el propio Monarca denominó una «ciudadanía fe-
deral». El sistema quiebra cuando el Rey lo es sólo de una parte y así ocurrió
en la Yugoslavia anterior a la II.ª Guerra Mundial.
Por otra parte, y en ello consiste el segundo de los aspectos enunciados,
la Monarquía puede, al asumirlos, incluso con escaso énfasis, garantizar la
vigencia de unos valores que pudieran sentirse amenazados y, en consecuen-
cia, amenazar por reacción defensiva la propia concurrencia. Tal sería el aspec-
to positivo del enraizamiento conservador que Laski denunciara en toda insti-
tución monárquica. En efecto, ya señalaba el citado von Stein que la clase
social privilegiada no contestará el poder supremo de la Corona, de su titular y
de su dinastía, porque de una u otra manera comprende que el título de la po-
sesión del poder supremo del Estado es el mismo en el que basa su propia si-
tuación de dominación en la sociedad: A saber, la inviolabilidad de los dere-
chos adquiridos y por lo tanto verá en la misma existencia la mejor garantía de
su situación.
La realidad histórica no ha sido siempre así, y baste pensar en la actitud
del Regente de Hungría, Almirante Horthy, frente a los Habsburgo o del repu-
blicanismo de los gobiernos derechistas tras la caída del comunismo en la
misma Hungría, Bulgaria, Rumanía y Serbia. Y más claramente aún en el re-
publicanismo de los propietarios esclavistas brasileños que ocasionó la caída
del Emperador y del Imperio a raíz de la liberación de los esclavos. Pero, in-
cluso ese caso, prueba la capacidad compensadora de la Monarquía en el sen-
tido preconizado por von Stein, en situaciones donde los privilegiados hubie-
ran ofrecido mucha mayor resistencia ante un poder con menores avales de
conservadurismo. Así se comprueba si se comparan las medidas de tímida re-
forma social adoptadas por el efímero Maximiliano I en Méjico y lo que fue la
política del «Porfiriato» (24).
En el terreno político, esta función de la Monarquía puede ser aún mayor,
y el caso español es el más reciente y exitoso ejemplo de ello.
En efecto, en España, por los recuerdos de la I Restauración y el legado
franquista, la Monarquía restablecida en 1975 estaba teñida de derechismo e
incluso de reacción. Esta era su cruz y hacía, a juicio de muchos, difícil
cuando no imposible su consolidación. Pero el envés de tal cruz, la cara de la
Monarquía española, era que precisamente, tales connotaciones le daban es-

206
12. MONARQUÍA Y DESARROLLO DEMOCRÁTICO ■

pecial autoridad ante los más fervientes mantenedores de tales valores (25).
Ello permitió al Rey de España, por una parte, vencer las resistencias conser-
vadoras a las reformas. Pero, a la vez, garantizar que por ser la Corona quien
acometía o avalaba dichas reformas, éstas no pondrían en juego la esencia de
los valores que la Monarquía encarnaba más y mejor que ninguna otra insti-
tución. El Rey Católico era garantía de que la secularización no impedía una
relación amistosa entre la Iglesia y el Estado; el Rey soldado podía mejor
que nadie garantizar la disciplina militar ante el poder civil; y el heredero de
tres dinastías unificadoras podía propiciar las autonomías nacionales y regio-
nales. Precisamente porque nadie podía presentar a la Corona como una ins-
titución disgregadora del Estado, anti militarista o anti religiosa, calificativos
que en España, podían imputarse a las dos experiencias republicanas. En
consecuencia, porque la Monarquía y su titular, pese a resistencias y ambiva-
lencias, tenían autoridad frente a los sectores más inmovilistas y les inspira-
ba menos desconfianza que la República, la Monarquía fue una instancia
democratizadora. Al ser el máximo exponente de la integración, funcionó
como estrato protector de la concurrencia.

EL RECURSO AL PUEBLO

Ahora bien, dice Smend al tratar de la Monarquía como factor de integra-


ción política, la capacidad integradora del Monarca puede consistir no sólo en
la encarnación institucional de los valores políticos tradicionales, como acabo
de exponer, sino en la creación y desarrollo de nuevos valores. Este es el caso
cuando el Príncipe actúa como agente democratizador de una forma política
autoritaria a cuyo frente se encuentra por una u otra razón y que transforma en
una democracia. En efecto, es más que raro un Estado Autoritario creado por
la Monarquía tradicional y tal vez tan sólo puedan citarse en tal sentido la dic-
tadura regia en Yugoslavia en 1939 y la experiencia nepalí de 1962.
El Estado Autoritario es una forma política poco estudiada todavía cuyos
orígenes se remontan a la Constitución francesa de 1799 y del que periódica-
mente aparecen versiones de uno u otro signo. No se trata ahora de analizar
este tipo de Estado, pero sí de señalar que tiende siempre a substituir el cesa-
rismo que suele estar en su origen por el poder de una oligarquía de gerontes
–la vieja guardia del régimen– y de estatócratas –aquéllos cuyo poder procede
simplemente de la posición que ocupan en el aparato estatal–. Los Senados y
Consejos son su órgano predilecto de expresión y aun respetando, formalmen-
te un poder monocrático, tratan de vaciarlo de contenido pasando como señala

207
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

Weber, la colegialidad consultiva a la colegialidad de decisión. Por eso tras la


fase fundacional del Estado Autoritario, surge una tensión entre el titular del
poder monocrático y los oligarcas nacidos a su sombra. Sumisos al poder
mientras éste ha sido la fuente y el mantenedor de sus privilegios, los oligarcas
han pretendido consolidar sus posiciones, pasando de beneficiarios a propieta-
rios de la situación. Por eso mismo, los oligarcas son contrarios a un titular del
poder monocrático que, por una u otra razón, les sea ajeno y nada más ajeno a
una oligarquía de nuevo cuño que un príncipe que debe su posición a otras
fuentes de legitimidad, v. gr. la dinástica. De ahí la reticencia de los modernos
autoritarismos hacia la Monarquía, incluso de los aparentemente más conser-
vadores. Así se puso de relieve en la negativa de Salazar en Portugal y Horthy
en Hungría a los intentos de restauración monárquica pese a su propia forma-
ción personal, en la permanente tirantez en el seno de la diarquía italiana entre
la Corona y el Duce y en las ambivalencias del franquismo en España frente a
la Monarquía que proclamaban las propias Leyes Fundamentales del Régi-
men. Si se atiende a los golpes de Estado regios contra Antonescu en Rumania
y contra Mussolini en Italia, protagonizados por los Reyes Miguel I y Víctor
Manuel III y a la suerte corrida en España por las instituciones franquistas bajo
el reinado de Juan Carlos I, se explican dichas reticencias.
En efecto, en el moderno Estado Autoritario no existe otra legitimidad
que el carisma de su fundador, por definición no rutinizable, y que, en conse-
cuencia, no puede transmitirse una vez desaparecido o debilitado éste, a las
instituciones por él mismo creadas. El carisma no es reutilizable. Dichas insti-
tuciones no tendrán otra legitimidad que su mera legalidad algo que en la tipo-
logía de Weber puede ser suficiente, pero en la realidad política de nuestros
días no lo es. Y esa falta de legitimidad afecta al príncipe colocado a la cabeza
del Estado, sea con la complacencia del Caudillo autoritario, sea como sucesor
de éste. El caso español es el mejor ejemplo de ello.
Ahora bien, el Monarca que se encuentra a la cabeza del Estado Autori-
tario en esta situación de precaria legitimidad estrictamente legal, está llamado
a buscar para sí, para la institución que encarna y la dinastía que pretende
asegurar, nuevas fuentes de legitimidad. El carisma no puede heredarse sino
adquirirse y la legitimidad tradicional es hoy precaria y, frecuentemente, d
propio Estado Autoritario la ha erosionado aún más. En consecuencia, el Mo-
narca necesita encabezar un proceso democratizador, que, por un lado. relegi-
time las instituciones y entre ellas la Corona y, por otra parte, le permita acce-
der al carisma propio de los fundadores. De carecer de legitimidad, adquirirá
para sí un carisma, para su Corona un fundamento democrático y para su di-
nastía una tradición renovada. Se trata, simplemente, de aplicar, en una socie-

208
12. MONARQUÍA Y DESARROLLO DEMOCRÁTICO ■

dad y en una época en que la democracia es la única fuente aceptada de legiti-


midad, lo que Maquiavelo dijera del Príncipe Nuevo (26).
Para ello el Rey utilizará los propios poderes que el sistema autoritario le
atribuye. Así ocurrió en Italia, donde a la hora de desembarazarse de Mussoli-
ni se invocó la literalidad del Estatuto Albertino de 1848, depurado de su inter-
pretación parlamentaria por el propio autoritarismo fascista. Y el caso español
es paradigmático. El Rey, órgano de soberanía del Estado según las Leyes
Fundamentales del Régimen, utilizó y expresamente invocó el Principio
Monárquico para designar un gobierno sólo ante el responsable, impulsar una
política de reformas democratizadoras, invocar su capacidad de recurso direc-
to al pueblo mediante referéndum y así vencer las resistencias de quienes,
atrincherados en la polisinodia propia del sistema autoritario –Consejo del
Reino, Consejo Nacional, Cortes– se oponían a las reformas (27).
En una situación diferente, en Camboya ocurrió algo semejante. El titular
de la legitimidad tradicional, allí especialmente fuerte, optó sin embargo por
un baño de legitimación democrática, recurriendo directamente al pueblo por
encima de las instituciones de la Constitución de 1947 que dadas las circuns-
tancias locales podían considerarse pseudorrepresentativas (28).
En todos los casos el proceso es el mismo. Actualizando el prototipo de
«Rey patriota» teorizado por Bolingbroke, el Príncipe quiebra la resistencia de
los privilegiados en alianza con el pueblo llano y abre el sistema a la participa-
ción democrática a la vez que adquiere para sí, la Monarquía y la dinastía,
nuevas legitimidades. Es clara la importancia que en aconteceres como los
descritos tiene la propia individualidad del Príncipe, su formación política y su
actitud psicológica. Cuando la figura del Rey es una personalidad creadora,
dice Smend citando a Schlozer, su función integradora además de estimulante
es creativa. Pero aún más importante que el carácter individual es la lógica
institucional que hace en nuestros días a la Monarquía y su titular aliado e in-
cluso protagonista de la democratización por su propio interés personal, fami-
liar e institucional. Una vez más resulta cierta la vieja formula según la cual la
Monarquía es aquel sistema que identifica los intereses de una familia con los
del Estado.

***

Todo lo hasta aquí expuesto sobre la capacidad integradora, tutelar y de-


mocratizadora de la Corona en nuestros días presupone su independencia res-
pecto de los partidos políticos y las fuerzas sociales. Para integrar la comuni-

209
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

dad, tutelar la concurrencia y democratizar el Estado, el Rey no puede ser el


jefe de una facción, ni siquiera la de la mayoría, sino representar una totalidad
más histórica que política y una generalidad que transciende, incluso, a la
suma de todos. Invirtiendo lo dicho al principio, cabe afirmar que el Príncipe
es el representante por excelencia, más allá de la mecánica electoral, porque
representar significa hacer presente y la Corona y su titular actualizan algo que
transciende la suma de los votos y la conjunción, incluso favorable de las opi-
niones: la transcendencia del orden político respecto de la cotidianidad social.
En eso consiste la grandeza de la monarquía y a la vez su mayor debilidad en
un tiempo propio de las inmanencias.

NOTAS
(1) Politique, LXXXIII.
(2) Allgemeine Staatslehre, Tubinga, 1905, chap. XX.
(3) «Non pas tant dans le sens qu’il participe effectivement à toutes les fonctions, ou que tous les
organs sont néccesairement dans sa subordination […] Il n’est peut-être aucune sphere de l’activité
étatique dnas laquelle le chef de l’État puisse tout faire de sa seule volonté la mais il n’en est aucune non
plus dans laquelle sa volonté n’apparaisse comme la volonté la plus haute qui soit dans l’État» (Carré de
Malberg, Contribution à la théorie de l’État, Paris, 1920, II, p. 184). Sobre la supremacía de posición,
categoría de la doctrina italiana (Esposito, «Capo dello Stato», Enciclopedia Italiana del Diritto, p. 226
s), voir Hauriou, Principes de droit public, Paris, 2ª éd., 1916, p. 674.
(4) Carré de Malberg, op, cit., p 185.
(5) Duverger, La Monarchie républicaine, Paris, 1974.
(6) Tales son respectivamente las tesis de Morrox, Plato’s Cretan City. A Historical Interpretation
of the Laws, Princeton University Press, 1960, sobre todo el capítulo X; y Crossman, Plato today, Oxford,
1937, sobre todo chap. 10, «Why Plato failed?».
(7) Cf. Von Fritz, The Theory of the Mixed Constitutional in Antiquity. A Critical Analysis of
Polibius Political Ideas, New York, Columbia University Press, 2º ed., 1958; y también la introducción de
Sabine a su edición de Cicerón, On the Commonwealth, Ohio University Press, 1929.
(8) A History of Political Theory, New York, 1937, passim.
(9) «… bonus et sapiens et peritus utilitatis dignitatisque civilis quasi tutor et procurator reipubli-
cae […] rector et gubernator civitatis […] iste est enim quasi consilio et opera civitatem tueri potest» (De
republica II, 51 cfr. De Officiis, I. 85).
(10) Desde Augusto en 27, av. J.-C., la esencia del principado fue «cura et tutela reipublicae uni-
versa» cuya función y autorictas eran totalmente diferentes de las otras magistraturas republicanas (von
Premerstein, Vom Werden und Wesen des Prinzipats, Munich, 1937, sobre todo p. 117-133 et 166-175).
Ver el texto de Plinio en Panegyricus, p. 61 s. surtout p. 63.
(11) Díez del Corral, El liberalismo doctrinario, Madrid, 1946, sobre todo chap. VI.
(12) Sobre el principio monárquico como categoría histórica del constitucionalismo moderno ver
O. Hintze, «Das Monarchische Prinzip und die Konstitutionelle Verfassung», Presussische Jahrbucher, 1911,
recogido en Staat und Verfassung, Göttingen, 1962; pero hace falta subrayar su relación desde el punto de
vista político con la democratización de base (ver Naumann, Demokratie und Kaisertum, 1900).
(13) Ver J.-M. Benoist. «la Constitution de la Vª République, du mythe maurrassien à une genèse
rousseauiste..», Les Monarchies (dir: E. Le Roy Ladurie), Paris, PUF, 1986, pp. 307 y ss.
(14) Verfassung und Verfassungsrecht. Munich-Leipzig, 1928.
(15) Ver las diferentes monografías de la colección, Corona Regni, Studien über die Krone als
Symbol des Staaten im späteren Mittelalter, Weimar, 1961. Para una visión de conjunto, García Pelayo,

210
12. MONARQUÍA Y DESARROLLO DEMOCRÁTICO ■

Del Mito y de la Razón en el pensamiento político, Madrid, 1968, pp. 13-64. La alusión simplemente
metafórica, à Kantorowicz se refiere a su estudio, ya clásico, The King’s Two Bodies, Princeton, 1957.
(16) Smend, op. cit., lª, 5.
(17) The English Constitution (1867), chap. II.
(18) Ver mi libro, Nacionalismo y Constitucionalismo. El derecho constitucional de los nuevos
Estados, Madrid, 1971, pp. 328 y ss.
(19) Ver el folleto del Ministerio camboyano de Educación Nacional, La Monarchie cambodgienne
et la Croisade royale pour l’indépendance, AKP, 1962.
(20) Kunz, Die Staatenverbindungen, Stuttgart, 1929, la exposición más completa.
(21) Ver la introducción de R.H.S. Crossman a la edición de Cornell University Press, New York,
1981, pp. 16 y ss. Op. cit. Parliamentary Government in Great Britain: A Commentary, Londres, 1938.
(22) Von Stein, Geschichte der sozialen Bewegung in Frankreich von 1789 bis auf unsere Tage,
Kiel, 1850, t. III, p. 1-41 et 89-103 (ed. preparada por G. Salomon, Munich, 1921). Este texto (Madrid,
1956), parcialmente traducido por el socialista Tierno Galván y comentado por el liberal Díaz del Corral
dio argumentos a los partidarios de la restauración monárquica en España.
(23) Jennings, Cabinet Government, Cambridge, 1959, p. 382 s et 394 s., para los Anglo-Saxons
et Molitor, La Fonction royale en Belgique, Bruxelles, 1979. En general, para el continente, ver Fussilier,
Les Monarchies parlamentaires, París, 1960.
(24) A más de las intuiciones, como es el caso de Lord Acton («The rise and fall of the Mexican
Empire», 1868, incluido en Historical Esays and Studies, Londres, 1907), hay testimonios que dan que
pensar, ver Arragoiz, Apuntes para la Historia del Segundo Imperio Mexicano, Madrid, 1870. La mayor
investigación hasta el presente es la de Corti, Maximilian und Charlotte von Mesiko, 2 vol., Vienne-Zu-
rich-Leipzig, 1924. Sobre el caso brasileño, ver Williams, Don Pedro The Magnanimous, Second Emper-
or of Brazil, Chapman Hill, N.C., 1937.
(25) Ver Aranguren, La cruz de la Monarquía española actual, Madrid, 1974. La monarquía
como horizonte de reformismo democrático ha estado analizada en España por Jiménez de Parga (Las
Monarquías europeas en el horizonte español, Madrid, 1966) y Ollero (Dinámica social, desarrollo
económico y forma Política, Madrid, 1966).
(26) Ver mi artículo «El Rey Legítimo», Sistema, 6, 1974, pp. 119 y ss. donde yo anunciaba la ne-
cesaria actitud democratizante del futuro Rey de España.
(27) Ver mi libro El Principio Monárquico. Un estudio sobre la soberanía del Rey según las Leyes
Fundamentales, Madrid, 1972; un estudio que ha dado instrumentos jurídicos para la transición democrá-
tica después de la muerte de General Franco. (cf. Palacio Attard, Juan Carlos I y el advenimiento de la
democracia, Madrid, 1988, pp. 27 y ss).
(28) Cf. Gour, Institutions constitutionnelles et politiques du Cambodge, Paris, 1965, pp. 137 y ss.

211
13. TERRITORIO ESTATAL Y TERRITORIO COLONIAL

INTRODUCCIÓN

En ocasiones anteriores, y siguiendo pareceres e intentos de autoridad y


envergadura mayores, he señalado la necesidad de reconstruir una Teoría
Tópica del Estado, si es que, según ya añoraba Barthélemy, el «estudio del
Derecho público ha de ser una ciencia de realidades» (1). Se trata, sin más, de
abandonar el pensar deductivo y examinar la solución concreta que la práctica
jurídica ofrece a cada problema político. De acuerdo con este ambicioso pro-
yecto, en las páginas que siguen trato de abordar una de las cuestiones más
clásicas, debatidas y oscuras de la Teoría General del Estado –la naturaleza de
su territorio– sobre la base de la reciente doctrina del Consejo de Estado espa-
ñol, calificando como distintos el territorio metropolitano de un Estado y el
colonial, que administra con plena competencia soberana.
La raíz de la cuestión no es, evidentemente, la especulación teórica, sino
que fue impuesta por «los nuevos vientos de cambio» que en el último decenio
han conmovido la presencia europea en África. En efecto, la política colonial
española en África Ecuatorial y Occidental ha discurrido entre la omnipotencia
narcisista y el duro principio de la realidad, y las normas jurídicas no dejaron
de reflejar dicha tensión y sus no siempre saludables manifestaciones. Así, en
una primera fase, dichos territorios se consideraron simples colonias de explo-
tación; en una ulterior, llamada de provincialización, se intentó asimilarlas a la
Metrópoli en los mismos años en que todas las potencias europeas, con excep-
ción de Portugal, renunciaban a instrumentar su dominio a través del imperio
político; por último, sobre la base de las enfáticas fórmulas provincializadoras,

213
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

la descolonización impuesta por la presión exterior e interior revistió el carác-


ter de independencia en Guinea Ecuatorial, de cesión en Ifni y se apunta hoy
como autodeterminación en el Sahara (2).
En los dos primeros casos (3), el Consejo de Estado se vio llamado a in-
tervenir para dilucidar los problemas formales creados por el hecho de que los
territorios a ceder, o a independizar aparecían a primera vista como provincias
españolas integrantes del territorio nacional. En ambos, el Alto Cuerpo hubo
de ocuparse de problemas de la más diversa índole, como declarar la no vigen-
cia actual de la Constitución de 1876, interpretar literal y sistemáticamente los
preceptos de la Ley Orgánica del Estado de 1967, recordar algo tan elemental
como la independencia del carácter plenario de las competencias soberanas
del Estado respecto de su extensión territorial, examinar el espinoso problema
de la autoctonía constitucional de los nuevos Estados nacidos de la descoloni-
zación (4) y, sobre todo, configurar la noción del territorio nacional.
Que el más Alto Cuerpo Consultivo de la Administración del Estado haya
sido requerido en cuestiones simplemente formales y sobre puntos como los
tres primeros de los citados revela –entre otras muchas cosas lamentables– la
actual situación del Consejo, que contrasta con la función desempeñada anta-
ño con relación a casos análogos. Que, a partir de consultas de carácter proce-
dimental y de muy rudimentario nivel, el Consejo haya sentado unos criterios
de calificación del territorio nacional bastante precisos es una buena muestra
de las posibilidades de acción de dicho Cuerpo Consultivo si sus servicios
fueran debidamente utilizados por la Administración activa.
Creo, por tanto, tema adecuado para contribuir al Libro Jubilar, con el
que esta institución celebra una importante efemérides, la noción de territorio
nacional, tal como resulta de los dos dictámenes citados, prolongando sus
líneas de argumentación, examinando a su luz la condición de otros territorios
españoles –especialmente el del Sahara– y señalando algunas consecuencias
de interés teórico, a mi parecer, notables Con este fin trataré, en primer lugar,
el status quaestionis de la distinción entre territorio colonial y metropolitano,
tal como hasta la intervención del Consejo la aceptaban o rechazaban doctrina
y práctica de las potencias coloniales (I); en segundo término, la configura-
ción formal del territorio que se desprende, de los citados dictámenes (II); y,
por último, los criterios materiales de calificación, más esbozados que for-
mulados por el Alto Cuerpo (III). Unas conclusiones tratarán de exponer las
consecuencias de esta elaboración doctrinal para la Teoría General del Estado
in fieri.

214
13. TERRITORIO ESTATAL Y TERRITORIO COLONIAL ■

I) TERRITORIO METROPOLITANO Y TERRITORIO COLONIAL:


DISTINCIÓN Y CALIFICACIÓN

1) La calificación homogénea contrariada por los hechos

Para el Derecho internacional clásico, la homogeneidad jurídica del terri-


torio sometido a la soberanía del Estado resulta de la responsabilidad única de
dicho Estado por los hechos acontecidos en el espacio en que ejerce sus com-
petencias. Territorializado el poder político y depurado su titular institucional
de toda concepción patrimonial, la calificación que el Derecho interno haga
del territorio en cuestión resulta, para esta doctrina, irrevelante, puesto que,
cualquiera que sea la condición que se le atribuya, «metropolitano o colonial,
el territorio sólo es uno» (5).
Si la tesis de la calificación homogénea, acuñada entre los internaciona-
listas, pasa de éstos a los tratadistas de Derecho público interno, es en el orden
internacional donde su revisión en pro de la calificación heterogénea obtiene
una más rotunda consagración, primero, en el artículo 22 del Pacto de la
Sociedad de Naciones y, después, en el Capítulo XI de la Carta de las Naciones
Unidas. Sin embargo, ha sido en el plano del Derecho constitucional y admi-
nistrativo de cada Estado donde la calificación heterogénea se ha impuesto,
siempre materialmente y, frecuentemente también, con carácter formal. Tal es
el ángulo desde el que abordaré la cuestión, prescindiendo de los aspectos
paralelos que ofrece el Derecho internacional.
Un examen de la práctica seguida por las potencias coloniales modernas
–Gran Bretaña, Francia, Portugal, Holanda, Bélgica, Estados Unidos, Italia y
Alemania– muestra la doble interpretación que se ha dado del territorio ultra-
marino sometido a dominación colonial (6). De una parte, dicho territorio se
considera sujeto a la plena competencia del Estado colonizador, pero en cuan-
to específico territorio colonial y no como parte del territorio metropolitano.
Este es el sistema seguido en el Imperio Británico, donde las colonias son do-
minios de la Corona, a la que deben fidelidad y en las que ésta ejerce jurisdic-
ción y, por tanto, también el Parlamento, pero que nunca se han calificado
como parte integrante del Reino Unido (7). La evolución ulterior del Imperio
ha permitido comprobar que la extensión de los dominios de la Corona excede
con mucho a la del territorio británico e, incluso, no faltan casos –v. gr., Tan-
ganyka– en los que la cancelación de las competencias metropolitanas sobre
un territorio no autónomo se obtiene mediante la conversión del mismo en
parte de los dominios de Su Majestad. Así, la suprema instancia en materia
judicial no es la Cámara de los Lores, sino el Consejo Privado, y la introduc-

215
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

ción más allá de la Common Law, eventualmente importada por los colonos, de
derecho escrito, no tiene lugar mediante una Ley del Parlamento Imperial, sino
por Órdenes de la Corona. Análogamente, el legislador italiano distinguió
entre territorio colonial y metropolitano (8), y el mismo sistema siguió el
Segundo Reich respecto de las posesiones ultramarinas del Imperio (9). En
cuanto a los Estados Unidos, la distinción inicial y, la asimilación progresiva
encuentran su fundamento histórico en la Northwest Ordinance de 1787, y su
más claro exponente ha sido la evolución de la condición jurídica de Alaska o
Hawai hasta convertirse en Estados de la Unión. Entre ambos extremos, ha
sido la práctica y, especialmente, la jurisprudencia de la Corte Suprema quien
construyó las diversas categorías –Possessions, Unincorporated territories,
Incorporated territories, Commonwealth o Estado Libre Asociado—, expresi-
vas todas ellas de la situación de territorios que, sin ser extranjeros a la Unión,
no forman parte de ella (10).
Frente a esta posición, mantenida oficialmente por las cuatro potencias
mencionadas, las restantes –Francia, Portugal, Holanda y Bélgica– dedujeron
de la plenitud de la competencia territorial del Estado sobre sus posesiones
coloniales la homogeneidad jurídica del espacio sobre el que se ejerce dicha
competencia. Esta tendencia se enraíza en las aspiraciones igualitario-anexio-
nistas de la Revolución Francesa (11), revive en la era del Imperialismo y sir-
ve, en la última fase del colonialismo, para camuflar, so capa de asimilación,
una situación de dominación. Así, las Constituciones de Portugal y de Holanda
incluyen las colonias en la definición territorial del Estado (12); en Bélgica, la
Ley de 1908, relativa a la anexión del Congo, supone, según la más autorizada
interpretación, la conversión del suelo congoleño en territorio belga (13), y en
Francia, hasta 1958, fue dogma el carácter francés del territorio de las «colo-
nias incorporadas» (14). Sin embargo, un examen detenido de los sistemas
jurídicos amparados bajo estas etiquetas asimilacionistas demuestra que ni el
ejercicio de una competencia territorial plena ni la misma integración formal
convierten el territorio colonial en idéntico al territorio metropolitano. En
efecto, tomando por guía a uno de los más doctos expositores de la tesis asimi-
lacionista (15), pueden señalarse como consecuencias lógicas de la pretendida
homologación del territorio, nacional y el colonial la nacionalidad común de
los naturales de ambos, la común organización política y administrativa, la
carencia de personalidad internacional por parte de las colonias y –siguiendo
siempre al autor citado– la libre disposición del territorio colonial por parte
del Estado. Ahora bien, la realidad concreta de cada sistema colonial demues-
tra que, atendiendo a tales criterios de calificación, la tesis favorable a la asi-
milación resulta insostenible.

216
13. TERRITORIO ESTATAL Y TERRITORIO COLONIAL ■

Así, en cuanto a la nacionalidad, lo que es evidente es que los naturales


del territorio colonial carecen de una nacionalidad distinta a los del Estado
colonizador, dado que no poseen una organización estatal propia, pero la cons-
tatación no pasa de este aspecto negativo. Sin embargo, en la nacionalidad, no
sólo se expresa la situación de dependencia respecto de un Estado, sino, como
señala Makarov, el fundamento de ciertos deberes y derechos entre los cuales
destacan los inherentes al status civitatis. Ahora bien, si la nacionalidad es
función de una determinada condición jurídica, a la pluralidad de éstas no
puede corresponder una nacionalidad homogénea. Si la población de un Esta-
do es homogénea –afirma el autor citado–, no hay motivo para descomponer la
nacionalidad en varios estatutos jurídicos diferentes. Si, por el contrario, se
compone de una pluralidad de grupos distintos sometidos a órdenes jurídicos
especiales, es preciso construir dos o más especies de nacionalidades, para
afectar a cada una de ellas diversos derechos y deberes (16). Este es, precisa-
mente, el caso de los Estados coloniales donde, ya se distinga entre súbditos y
nacionales, reservando solamente a los metropolitanos esta segunda calidad,
ya existan diferentes ciudadanías jerarquizadas, ya se extienda, incluso, la na-
cionalidad a todos los súbditos, es constante la restricción del status civitatis a
un sector de la población, que coincide con la metropolitana. Ello es así hasta
el punto de que, a efectos de calificar una situación como colonial, sería índice
muy valioso el grado de extensión de la ciudadanía plenaria entre los súbditos;
el caso sudafricano resultaría el más llamativo en esta valoración, pero en ma-
nera alguna el único.
Atendiendo exclusivamente al status civitatis, es obvio que los sistemas
coloniales asimilacionistas no lo han extendido a través del territorio nominal-
mente incorporado. Así, en las Indias Holandesas se distinguió entre Staat van
Naderlanden (= nacionalidad metropolitana) y Nederiansdie Onderdanen
(= sujección colonial); en el sistema italiano había, aparte de los ciudadanos
metropolitanos, citadini coloniali, sudditi coloniali y, desde 1934, citadini
italo-libici, naturalizables en Italia; en el Congo Belga, la Carta de 1908 dis-
tinguía entre belgas congoleños inscritos y extranjeros, de una parte, y, de otra,
indígenas no inscritos, distinciones todas ellas que servían de base a status
jurídicos muy diferentes (17).
Sin embargo, el exponente más claro del distinto alcance de la condición
de nacional en la Metrópoli y en las colonias lo ofrece Francia, donde la incor-
poración no supuso la extensión de la ciudadanía a todos los nacionales fran-
ceses de Ultramar hasta la Ley Lamine Gueye de 7 de mayo de 1946. Aun así,
en materia de «derechos y libertades inherentes a la cualidad de ciudadano
francés», la paulatina y rápida equiparación en cuanto a los derechos-límite y

217
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

oposición –trabajo, reunión, asociación, sindicación, prensa, enseñanza– con-


trastaba con la discriminación respecto al status activae civitatis, especialmente
en materia de derecho de sufragio, que perduró en los Territorios de Ultramar
hasta 1956 y en Argelia, reiteradamente calificada de «prolongación de Fran-
cia», hasta 1958. En este caso, la comunidad de nacionalidad definitivamente
adquirida en 1953 sobre la base del Código de 1945 no llegó a suponer una
homogeneidad en cuanto a la ciudadanía (18).
Por último, en Portugal, la integración formal de los territorios ultramari-
nos no ha impedido que, hasta fecha muy reciente, la condición jurídica de los
súbditos-indígenas fuese muy distinta de la de los ciudadanos y asimilados,
especialmente en materia de trabajo forzado y toda clase de derechos políticos (19).
La situación legal, sin embargo, ha evolucionado en un sentido notoriamente
asimilacionista a partir del Estatuto del Indígena de 1954, que considera dicha
situación como «transitoria», hasta la abolición del «indigenato» en 1961,
según revela, entre otras normas, el Código de Trabajo Rural de 1964, en el
que se elimina, de iure, toda discriminación (20).
En todos estos casos y, a fortiori, el de aquellos que no pretenden la asi-
milación, la condición de súbdito no implica para el indígena del territorio
colonial los derechos-límite, de participación y de crédito que caracterizan, en
el Derecho público contemporáneo, la ciudadanía. Sin pecar de generalidad
excesiva, puede afirmarse que, en conjunto, tales derechos no existen en la
colonia o son muy restringidos, salvo en algunos casos, y nunca en pie de
igualdad con los ciudadanos metropolitanos, para lo que Sir Ivor Jennings
denominara «oligarquía importada» y los escasos elementos indígenas asimi-
lados (21).
Respecto de la organización político-administrativa común, la tesis asimi-
lacionista abarca dos aspectos. De una parte, el territorio en cuestión no debe
gozar –ni sufrir– una organización política propia, sino que debe extenderse a
él la organización metropolitana. De otro lado, en contrapartida a la inexisten-
cia de un aparato político propio, la participación política en el Estado debe
organizarse en el territorio supuestamente asimilado en pie de igualdad con los
territorios asimilantes. Ahora bien, la práctica de los sistemas asimilacionistas
supone la quiebra de ambas exigencias. Las peculiares circunstancias del terri-
torio en cuestión exigen una Administración local peculiar de carácter marca-
damente autoritario e incluso una especialización de los órganos centrales. La
extensión de la organización administrativa local de la Metrópoli no deja de ser
puramente nominal o, cuando se pasa de los solos nombres a las instituciones,
discurre por caminos muy distantes a los del territorio de origen. Es, sin duda,
el caso francés el más significativo en este sentido (22). Cuando, universalizada

218
13. TERRITORIO ESTATAL Y TERRITORIO COLONIAL ■

la ciudadanía, se intenta por la Loi-Cadre de 1956 configurar los TOM como


entidades locales autónomas dentro de los esquemas de la Constitución de 1946
y de la tradición administrativa de la República, el resultado es crear en cada
uno de los territorios instituciones protoestatales de carácter parlamentario,
cuya conversión en Estados, aptos para la independencia, se daría, sin solución
de continuidad, dos años más tarde.
Análogamente, la anexión constitucional de las posesiones ultramarinas
de Portugal, Holanda y Bélgica no oculta la dualidad entre la organización
política metropolitana y la de los territorios coloniales cuyo exponente formal
es el constante principio de no aplicación a las colonias de la Constitución del
Estado (23). Es cierto que, en Portugal, el asimilacionismo lleva a incluir en el
mismo texto constitucional el Acta Colonial en 1951, pero dicha tendencia es
de hecho paralela a una mayor desconcentración administrativa, que compagi-
na las peculiaridades de la Administración ultramarina con su rígido someti-
miento al Gobierno metropolitano (24).
Es cierto que, en numerosos Estados, porciones de su territorio nacional
se encuentran sometidas a una situación especial, tanto en cuanto a la organi-
zación político-administrativa de las mismas como al ordenamiento jurídico
en ellas vigente, sin que en manera alguna pueda concluirse de ello la condi-
ción colonial del territorio en cuestión: baste pensar en los territorios federales
de la India o la Unión Soviética, o en la especial situación de Escocia, en el
Reino, Unido, y de Navarra o las Islas Canarias, en España. Ahora bien, todos
estos casos, y otras peculiaridades análogas de carácter territorial que ofrece el
Derecho público comparado, pueden reconducirse a dos grandes grupos. De
una parte, aquellos supuestos en los que el subdesarrollo político, económico
o social de un territorio impide extender al mismo la organización político-
administrativa general y aconseja su promoción acelerada a través de un deter-
minado sistema de gobierno. Tal es, v. gr., el supuesto de los territorios some-
tidos a la administración central en la India o en la Unión Soviética. De otra
parte, no es raro que existan en un Estado unitario «diversidades locales de
legislación sin pluralidad de legisladores» (25), situación normalmente com-
plementada con instituciones administrativas específicas, dotadas de cierta au-
tonomía. Tal es el sistema de la «unión incorporada», cuya finalidad consiste
en preservar peculiaridades históricas, como demuestran los ejemplos antes
citados de Gran Bretaña o España.
Frente a la finalidad de ambos sistemas –promoción y conservación,
respectivamente–, el Estado colonial pretende instrumentar jurídicamente una
situación de dominación y, por tanto, lo que el viejo Ihering denominara «el fin
en el Derecho» impide equipararlos a efectos de la calificación jurídica del

219
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

territorio. Los intereses que sirve el régimen jurídico administrativo colonial


se ponen de manifiesto de maneras diversas –una de ellas la no equiparación
de los súbditos coloniales a los ciudadanos metropolitanos–, pero aquí interesa
destacar su carácter autoritario y oligárquico, esencial a un sistema que, en
frase de Ziegler, es «incapaz de ceder sin perecer». En efecto, normalmente,
las colonias están gobernadas preponderante, cuando no exclusivamente, por
un cuerpo de burócratas, dirigidos por un Gobernador civil y militar, responsa-
ble ante el Gobierno de la Metrópoli, a través de un órgano especializado de la
Administración central. La autonomía, cuando se configura mediante la devo-
lución de competencias a Magistraturas y Asambleas representativas, nunca
puede ir más allá de las fórmulas diárquicas esto es, de la reserva de las com-
petencias fundamentales –y de la decisión última– al representante de la Me-
trópoli (26). Ahora bien, el gobierno no representativo o, a lo más, diárquico,
lleva como consecuencia que los elementos indígenas sean excluidas de los
puestos de mando, reservados a funcionarios coloniales.
El autogobierno, que parece, pues, reñido con el sistema colonial, no
se obtiene tampoco, en la práctica, mediante la participación de la colonia
en la vida política del Estado colonizador. Las dependencias coloniales bri-
tánicas, neerlandesas, belgas, estadounidenses, alemanas e italianas nunca
han enviado representantes a las Asambleas legislativas de sus respectivas
Metrópolis, pese a la integración preconizada por los textos constituciona-
les holandés y belga. Pero incluso los Estados que se han decidido por la
representación colonial en sus respectivos Parlamentos –Portugal y Fran-
cia– han llegado, en la práctica, a una solución muy semejante. Así, los te-
rritorios portugueses de Ultramar, que miden 2.095.050 kilómetros cuadra-
dos, frente a 88.620 de la Metrópoli, y su población excede a la de ésta en
cerca de cuatro millones de habitantes, envían veintidós diputados a la
Asamblea Nacional, compuesta de ciento veinte (27). En cuanto a Francia
–la potencia que más lejos ha llevado el principio de asimilación real–, los
territorios extraeuropeos, constitucionalmente integrados en la República,
se hallaban claramente subrepresentados desde un punto de vista simple-
mente cuantitativo –cuarenta y tres diputados por cuarenta y ocho millones
de habitantes en el caso más favorable–, sin perjuicio de que la restricción
del sufragio o el mantenimiento del doble colegio redujese en gran medida
el carácter democrático de la representación. Así, Argelia, anexionada en
1834 al territorio metropolitano, departamentalizada en 1848, con organi-
zación municipal desde 1868, mantiene el doble colegio electoral hasta
1958 y nunca alcanzó la representación proporcional con el territorio fran-
cés europeo en la Asamblea Nacional (28).

220
13. TERRITORIO ESTATAL Y TERRITORIO COLONIAL ■

En tercer lugar, las dependencias coloniales nunca han carecido de toda


personalidad internacional, aunque ésta aparezca restringida por las compe-
tencias de la Metrópoli. Buena prueba de ello son : la cláusula colonial hoy en
desuso, determinante de un régimen convencional especial, la participación
en uniones administrativas, la doble representación de las potencias adminis-
tradoras en ciertas Organizaciones internacionales y, fundamentalmente, los
artículos 1 y 22 del Pacto de la Sociedad de Naciones y el Capítulo XI de la
Carta de las Naciones Unidas, tal como ha sido interpretado por la práctica de
la Organización (29).
De los criterios de calificación homogénea arriba apuntados, sólo el
último de ellos parece realizarse plenamente; pero la libre disposición de los
territorios «anexionados» más bien parece avalar la heterogeneidad de su
condición jurídica respecto del territorio metropolitano. Los territorios han
servido de moneda de cambio en el mercado de una política de poder, en
tanto en cuanto, en la Europa del siglo xviii y del Directorio, imperó la me-
cánica del principio del equilibrio, que reducía los espacios al soporte mate-
rial de un Imperio. Sin embargo, en la medida en que el principio de las
nacionalidades introdujo un criterio de legitimidad material en las relacio-
nes de los Estados europeos, el territorio –convertido en territorio nacional y
como tal garantizado frecuentemente en la Constitución– se consideró ina-
lienable y, por imprescriptible, reivindicable, resultando inconcebibles, res-
pecto del «solar patrio», las transacciones territoriales frecuentes en las po-
sesiones ultramarinas, donde seguía rigiendo el principio del equilibrio en
toda su crudeza (30). Es curioso señalar que, cuando se quiso excluir los te-
rritorios coloniales del libre comercio de los Estados, fue en razón de un
principio de legitimidad de la Administración colonial, destinado a conver-
tirse en principio de las nacionalidades.
De esta manera, la libre disposición del Estado sobre sus posesiones
territoriales se convierte en argumento en pro de la llamada calificación hete-
rogénea, puesto que no se da respecto del territorio metropolitano y contrasta
con las frecuentes garantías constitucionales de este último. Así, para citar el
solo ejemplo francés, mientras las anexiones territoriales al «hexágono» de
Tende y la Brigue se han realizado en virtud de plebiscito, de acuerdo con la
Constitución republicana de 1946 (art.º 27) (31), la cesión de los establecimien-
tos franceses en la India, a excepción de Chandernagor, tuvo lugar mediante
Tratado, sin que mediara plebiscito alguno y en contra de la voluntad presunta
de la población (32). Análogamente, los TOM, integrados en la República, se
transformaron en Estados, autónomos primero e independientes después, sin
que se entendiera aplicable el artículo 53 del texto de 1958, cuyos anteceden-

221
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

tes en la historia constitucional francesa nunca se han estimado aplicables a las


fronteras coloniales (33). En todos estos casos se consideró, pues, que la ga-
rantía constitucional de la integridad del territorio nacional no se extendía a los
espacios que, aun incorporados a la República, constituían materialmente de-
pendencias de la misma.

2) Las doctrinas de la calificación heterogénea

Esta realidad palmaria exige concluir que la condición jurídica del te-
rritorio colonial no es la misma que la del territorio metropolitano, cualquie-
ra que sea la denominación de aquél. Sin duda que la descolonización puede
tener lugar por la fusión de la colonia con la Metrópoli en una entidad supe-
rior; los ejemplos no escasean y así lo ha reconocido el anticolonialismo
militante de las Naciones Unidas (34); pero la integración del antiguo terri-
torio colonial en el metropolitano no puede resultar de una mera denomina-
ción formal, sino de una calificación material. Concluir la homogénea condi-
ción de ambos territorios, aun reconociendo que «la legislación dictada para
las diversas, poblaciones difiere... y el grado de participación de las pobla-
ciones coloniales en la designación de los gobiernos nacionales puede ser
débil o incluso nula» (35), no deja de constituir una «expresión notoriamen-
te carente de sentido» (36).
Sentada la tesis de la calificación heterogénea, tres han sido las princi-
pales posiciones doctrinales a la hora de construir jurídicamente la diversa
condición del territorio metropolitano y del colonial. Para unos, este último
constituye una «dependencia estatal» sobre la que se exterioriza la compe-
tencia del Estado colonizador, sin llegar en ningún caso a la fusión. Como
en su día señalara Laband respecto de las posesiones ultramarinas alemanas,
«los territorios protegidos pertenecen al Imperio..., pero no están incorpora-
dos a él; no forman parte de esta porción del globo que constituye la base
material de la personalidad política del Imperio ; no son sus elementos, sino
dependencias de su territorio» (37). Otros, por su parte, han considerado
que el territorio colonial es objeto de dominación, pero no elemento consti-
tutivo del Estado. Tal parece ser la posición dominante entre los italianos
que, citando frecuentemente las tesis políticas de Jules Harmand, distin-
guen, con terminología diversa, dentro del territorio sometido a soberanía
del Estado, un territorio metropolitano –que llamaré nacional– y un territo-
rio colonial (38). El primero, esencial e inmanente al Estado, se halla cons-
titucionalmente garantizado; el segundo está en relación de trascendencia

222
13. TERRITORIO ESTATAL Y TERRITORIO COLONIAL ■

respecto del mismo Estado y constituye «una dependencia exterior y sepa-


rada, cuya adquisición y pérdida no aumenta o disminuye la verdadera con-
figuración estatal» (39).
Tales concepciones se basan en la ficción tradicional de los elementos
esenciales del Estado y conducen a conclusiones antropomórficas inacepta-
bles a una aproximación realista al fenómeno jurídico. Como señala el gran-
de G. Scelle, el territorio no es sino el límite de la competencia estatal. Aho-
ra bien, si «no tiene otra justificación jurídica que delimitar las competencias...,
la explicación del fenómeno jurídico colonial es mucho más simple y se re-
suelve en un reparto y superposición de competencias» (40); esto es, el cen-
tro de gravedad para calificar el territorio se traslada desde su materialidad
física a la competencia, es decir, siguiendo al mismo Scelle, «un poder de
producir actos con eficacia social» (41). Un clásico como Jellinek apuntaba
una solución análoga cuando, en oposición a las viejas doctrinas dominica-
les, afirmaba que, en relación con el territorio, correspondía al Estado un
imperium, esto es, «poder de mando... sólo referible a los hombres», conclu-
yendo que «el derecho al territorio de que habla el Derecho político no es,
pues, sino un reflejo de la dominación sobre las personas...» (42). Volviendo
desde este planteamiento general al tema estudiado, resulta que la califica-
ción –homogénea o heterogénea– del territorio dependerá de la calificación
de la competencia. La condición del territorio colonial será distinta de la del
metropolitano, aun cuando los mismos gobernantes y agentes ejerzan com-
petencias en uno y otro, cuando dichas competencias sean heterogéneas,
porque, en términos de Scelle, «la colectividad colonizada es distinta de la
colectividad metropolitana» y, en consecuencia, «los sistemas jurídicos de
ambas comunidades son necesariamente diferentes, porque se dirigen a gru-
pos cuyas necesidades –y habría que añadir intereses– se encuentran recípro-
camente en los antípodas» (43).
Tal es la doctrina –válida para una tesis monista como la del propio Scelle
y para una posición que atienda exclusivamente al solo ordenamiento estatal–
que se intuye en la raíz de los dictámenes del Consejo de Estado a la hora .de
calificar los territorios de Guinea Ecuatorial e Ifni como nacionales o colonia-
les y de ella pueden extraerse importantes consecuencias.

3) El problema de la calificación de los territorios españoles en África

La doctrina española anterior a los dos dictámenes del Consejo no pa-


rece haberse planteado el problema de la condición jurídica del propio terri-

223
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

torio nacional y, por tanto, tampoco de su identidad o distinción respecto del


colonial.
El tradicional asimilismo castellano, acuñado en la reconquista peninsu-
lar y trasplantado a las Indias, permitió inventar una tradición imperial favora-
ble a la calificación homogénea del territorio, por más que, en el antiguo ré-
gimen, los territorios ultramarinos no dejaran de ser distinguibles y aun
separables; pero, en todo caso, el problema de la calificación jurídica no puede
remontarse, en la historia de la Teoría del Estado, más atrás de la racionaliza-
ción jurídica que supone el constitucionalismo, cuya instauración coincide, al
menos en España, con el tránsito desde una fórmula arcaica a un tipo moderno
de imperialismo cuasicapitalista (44). Durante la mayor parte del siglo xix –
desde 1836 a 1898– la calificación que en España se da a las posesiones ul-
tramarinas es sumamente ambigua (45), incluso a nivel de las normas (46),
salvando los períodos de vigencia de la Constitución de 1812 y el proyecto
federal de 1873. Sin embargo, dos puntos aparecen suficientemente claros. Por
una parte, la «incorporación» a la Monarquía no excluía la condición de colo-
nial, ni la condición jurídica de la Península e islas adyacentes –incluyendo
Canarias– era equiparable a la de los otros territorios de soberanía española,
tanto en lo referente a su ordenamiento jurídico como a la condición de sus
habitantes. De otro lado, según ha puesto de relieve la investigación histórica
esbozada por Roberto Mesa (47), la «colonia» se entiende como una situación
radicalmente distinta a la de la provincia y consiste en una forma de domina-
ción y explotación en beneficio de la Metrópoli.
Tal es la situación que, perdidas las Antillas y las posesiones del Pacífico,
se prolonga con relación a los territorios africanos. Por razones obvias, los
aspectos diferenciales de las viejas «provincias de Ultramar» se intensifican en
este caso. Los pocos tratadistas de asuntos coloniales siguen insistiendo en la
importancia económica de aquellas zonas como campo de explotación e inclu-
so sus tesis plasman en el Derecho positivo (48), pero no parece preocuparles
el tema de su calificación jurídica (49). Si ciertamente no faltan posiciones
doctrinales favorables a la calificación heterogénea, aunque sin referencia al
caso español, solamente por vía negativa puede inducirse la no integración (50).
En esta situación de ambigüedad, las normas, provincializadoras más adelante
citadas, interpretadas por la doctrina unánimemente en el sentido de la plena
integración (51), parecen suponer una consagración de la tesis favorable a la
homogeneidad, a partir de la cual la ineludible descolonización podía dificul-
tarse, primero, y servir, después, como precedente a la desmembración territo-
rial del Estado.

224
13. TERRITORIO ESTATAL Y TERRITORIO COLONIAL ■

II) LA CONFIGURACIÓN FORMAL DE LOS TERRITORIOS


METROPOLITANO (NACIONAL) Y COLONIAL

1) La calificación durante la fase colonial: encuesta terminológica

En el período de tiempo que se extiende desde la ocupación española


hasta la llamada provincialización –en Guinea desde 1778, en Sahara desde
1885, en Ifni desde 1934, hasta 1956 en los tres casos–, los territorios del
Golfo de Guinea y de África Occidental se consideraban formalmente como
colonias.
Con relación al primero, estimó el Consejo que dicha condición supone
la alteridad del territorio colonial respecto del nacional, «según se deduce
claramente de la normativa española en la materia, especialmente del Bando
del Gobierno General de 27 de mayo de 1858, del Real Decreto de 13 de
diciembre del mismo año, del Real Decreto de 11 de julio de 1904 y de la
Ordenanza General de 27 de agosto de 1938, cuya Exposición de motivos ca-
lifica las citadas posesiones como “territorios que, sin formar parte del suelo
de la patria, están sujetos a su imperio”» (caso de Guinea). A conclusión aná-
loga llega el dictamen relativo al caso de Ifni sobre la base de la calificación
colonial atribuida por las correspondientes normas, como, v, gr., el Decreto de
19 de agosto de 1934, que contempla la organización colonial como la defini-
tiva que ha de corresponder al enclave, y el Decreto de 20 de julio de 1946.
La importancia de las denominaciones es siempre grande, especialmente
en el Derecho, forma de lenguaje, y por ello me parece adecuada en extremo
la atención dedicada por el Consejo a la terminología utilizada por el legisla-
dor con relación a los territorios en cuestión, máxime cuando el problema
suscitado por la «provincialización» tiene su raíz en una mera cuestión termi-
nológica, a saber: el cambio de denominación de una Dirección General. Sin
embargo, una encuesta como la esbozada por los citados dictámenes, aun lle-
vada a su término, no es concluyente, si bien parece apoyar la calificación he-
terogénea, al menos durante la fase anterior a la provincialización, y, en todo
caso, a desvalorizar el alcance normativo de las denominaciones.
En efecto, disposiciones tan distintas como la Ley de 7 de junio de 1940,
relativa a la concesión en exclusiva de vuelos a la Compañía Iberia; las Órde-
nes de 21 de noviembre de 1941, referentes a la autorización de investigacio-
nes científicas ; el Decreto de 30 de noviembre de 1944 o el de 29 de diciembre
de 1948, relativos a los yacimientos de uranio y minerales radiactivos, asimi-
lan, como distintos del metropolitano, los territorios colonial y de protectora-
do, es decir, territorios que España administra con plenitud de competencias,

225
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

pero sin confundirlos con el propio nacional (52). Esta heterogeneidad de con-
dición jurídica entre ambas clases de territorio se pone de manifiesto en las
más diversas ocasiones, ya sea al regular la caza, los aprovechamientos fores-
tales o —con fórmula enigmática— los honores militares (53).
Es cierto que durante la misma fase colonial pueden rastrearse testimo-
nios verbales favorables a la calificación homogénea (54), enfáticamente afir-
mados tras la provincialización; pero también es verdad que, con posterioridad
a ésta, se siguen dictando normas que distinguen Metrópoli y colonia como
diferentes categorías formales. El Consejo citó por vía de ejemplo, en el caso
de Guinea Ecuatorial, el Reglamento de Pesas y Medidas de 18 de junio de
1959, y en el mismo sentido podría mencionarse, entre otros, el Reglamento
de Explotación de Hidrocarburos de 12 de junio de 1959 (55).
Sin embargo, el más valioso resultado de esta encuesta terminológica tal
vez sea poner de manifiesto la irrelevancia de la denominación provincial a
efectos de la calificación jurídica del territorio. Se tropieza aquí con el carácter
ambiguo de todo lenguaje y, en consecuencia, también del jurídico. Cuando
los términos no se definen, es decir, ni se precisa su referencia semántica ni sus
reglas de utilización, tienen el sentido que les da su acepción vulgar; pero,
incluso cuando se lleva a cabo una definición, el lenguaje legal incide en el
vulgar (56).
Como señala Ross, «las palabras son vagas, esto es, tienen un campo de
referencia indefinido consistente en un foco o zona central y una nebulosa de
incertidumbre» (57) que sólo concreta su significado en un contexto. Ahora
bien, en el caso de «provincia», el foco o zona central es su acepción vulgar de
«circunscripción administrativa» y, a partir de ella, diversas estructuras pueden
dar lugar, sin salir del campo del Derecho, a otras tantas acepciones técnicas.
Sirvan a modo de comprobación introductoria dos ejemplos tomados de órde-
nes jurídicos bien diferentes. En la organización colonial de la India británica,
«province» significaba –con notable rigor etimológico– una circunscripción
para la administración directa de los territorios sometidos, subsiguiente a la
debellatio; pero, desde la Government of India Act de 1935, el término adqui-
rió la significación de unidad federada, en muchos puntos análoga a la de su
homónima canadiense, y éste es el sentido que ha conservado en el Derecho
constitucional pakistaní. El mismo término de «provincia», en el Código de
Derecho Canónico, significa, ya la reunión de varias diócesis bajo la presiden-
cia de un Metropolitano –provincia eclesiástica (canon 272)–, ya «la unión de
varias Casas entre sí bajo un mismo Superior formando parte de una religión»
–provincia religiosa (canon 488-6.º)–. Los ejemplos podrían multiplicarse
fácilmente.

226
13. TERRITORIO ESTATAL Y TERRITORIO COLONIAL ■

En el Derecho español, «provincia», desde 1833, tiene una acepción de


división territorial de carácter unitario para el ejercicio de la competencia del
Gobierno nacional y otras más que recoge la Ley de Régimen Local; pero esta
significación, con ser indudablemente la principal; no es la única, de manera
que, en distintas estructuras normativas, «provincia» (= circunscripción admi-
nistrativa) puede referirse a realidades bien diferentes. Así, por ejemplo, sobre
la división departamental del litoral de las Ordenanzas Generales de la Armada
de 1793 (Tít. 3.º, art. 2.º), la Ordenanza de Matricula de 12 de agosto de 1802
introdujo una división, en «provincias o tercios» que aún hoy subsiste como
circunscripciones fundamentales de la jurisdicción de las Autoridades maríti-
mas (58). Claro es que dichas circunscripciones, aunque con igual nombre, son
de origen distinto a las creadas por todo el territorio en 30 de noviembre de 1833
y en muchos casos no coinciden con ellas. La denominación de «provincia»
no equivale necesariamente, por tanto, a la provincialización en el sentido que
da al término la Ley de Régimen Local.
Esta concreción del significado por la estructura es notoria en el caso de
los territorios africanos. Así, el Decreto de 4 de julio de 1958, referente a la
organización marítima del litoral, afirma en su Exposición de motivos «Los
Decretos de 23 de marzo de 1946 y 12 de diciembre de 1947 fijaron la división
del Africa Occidental Española en una provincia y varios distritos marítimos.»
El Decreto de 10 de enero de 1958 establece, en su artículo 1.º, que los territo-
rios del A.O.E. «se hallan integrados por dos provincias, denominadas Ifni y
Sahara Español. El dictado de esta última disposición obliga a adaptar la orga-
nización del litoral a la nueva división...». Esto es, el citado texto supone que,
con anterioridad a la norma a la que usualmente se atribuye la «provincializa-
ción», ya existía en A.O.E. una «provincia» –unidad de administración de lito-
ral por la Autoridad de Marina– y se limita a modificar una división anterior.
La utilización del término en cuestión, con independencia de las normas pro-
vincializadoras, es aún más clara en la Ordenanza del Gobierno General del
A.O.E. de 3 de febrero de 1955, referente a la organización postal, es decir, un
año anterior al Decreto que cambió el nombre de la Dirección General, en
cuya Exposición de motivos se consagra a la vez la calificación heterogénea
del territorio colonial respecto del nacional y se utiliza, para ambos, la deno-
minación de «provincia»: «... a fin de que su organización provincial y local
responda lógicamente a la establecida en todo el territorio nacional y colonias
españolas...».
De lo expuesto resulta que la denominación provincial se utiliza frecuen-
temente en el Derecho administrativo y particularmente con referencia a los
territorios africanos en diferentes acepciones y sin prejuzgar su condición

227
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

jurídica. Si «provincia» significa o no lo mismo que en la Ley de Régimen


Local, sólo es posible determinarlo atendiendo a la estructura normativa en la
que el término esté insertado, planteamiento que justifica las consideraciones
que siguen. A falta de rigor formal, las palabras sólo obtienen referencia
semántica en cuanto síntomas –en este caso, desde 1956, de una intención
política (59)–; pero no tratamos aquí de hacer arqueología de las expresiones
jurídicas, sino de someter las normas a un análisis técnico.

2) El rango de las normas provincializadoras

A partir de esta situación, la «provincialización» fue, a juicio del Conse-


jo, irrelevante para modificar la calificación jurídica de aquellos territorios y
afectar a la integridad del nacional por insuficiencia formal de las normas pro-
vincializadoras.
En efecto, la supuesta integración tuvo lugar mediante un Decreto de 21
de agosto de 1956, en el que se modificaba el nombre de un Centro adminis-
trativo, el de la hasta entonces denominada Dirección General de Marruecos y
Colonias por el de Dirección General de Plazas y Provincias Africanas. Meses
después, por simple Aviso (60) –disposición de difícil colocación en la jerar-
quía normativa–, la Presidencia del Gobierno deducía del citado Decreto que
«los territorios españoles del Golfo de Guinea se denominarán, de ahora en ade-
lante, Provincia del Golfo de Guinea, de conformidad con lo dispuesto en el
Decreto de 21 de agosto de 1956».
Aparte de que el proceso lógico que deduce el Aviso del Decreto es
manifiestamente incorrecto, no se trata hasta ese momento más que de un
cambio de nombre, de acierto más bien dudoso, pero que no podría tener otras
consecuencias que las puramente toponímicas, como las de la ya mencionada
Ordenanza General relativa a la organización postal en el África Occidental
Española. Sin embargo, es a estas normas a las que se atribuye la transforma-
ción de los antiguos territorios coloniales en partes integrantes del nacional, en
cuanto provincias españolas «unidas –con las restantes– en una misma comu-
nidad de destino» (61). Así lo prueba el legislador en reiteradas ocasiones,
v. gr., respecto de Guinea, al motivar la reorganización administrativa de 1959
en la circunstancia de que «con el Decreto de 21 de agosto de 1956 culminó
una etapa... de la vida de las provincias españolas del Golfo de Guinea» (62);
respecto de Ifni y del Sahara, es preciso esperar al Decreto de 10 de enero
de 1958 para poder inducir un proceso análogo. En efecto, tanto la Ley de 30 de
julio de 1959, respecto de Guinea, como la de 19 de abril de 1961, relativa al

228
13. TERRITORIO ESTATAL Y TERRITORIO COLONIAL ■

Sahara, no pueden interpretarse como convalidatorias de la provincialización,


sino como simplemente destinadas a «estructurar la organización y régimen de
gobierno» de dos entidades administrativas ya existentes desde el Decreto de
agosto de 1956 (63). No es esta reiterada afirmación del legislador lo que los
dictámenes del Consejo de Estado ponen en tela de juicio, sino el carácter de
las mencionadas entidades administrativas más allá de su denominación, es
decir, el de partes integrantes del territorio nacional.
Como señala el Consejo en los dictámenes referentes a uno y otro caso,
«las citadas normas carecen del rango necesario para alterar el territorio nacio-
nal». En efecto, según puso de relieve el dictamen relativo a Ifni, la alteración
del territorio nacional es materia reservada a Ley e incluso a la preceptiva
intervención de las Cortes en Pleno. Hoy día, ello es indudable, a tenor de lo
dispuesto en el artículo 9.º de la Ley Orgánica del Estado de 1967 y en el nuevo
artículo 14, 1 de la Ley de Cortes, puesto que, según señalara el Consejo, la
necesaria autorización por la Cámara de los tratados que afecten a la integridad
territorial española lleva a la conclusión de que dicha intervención es precepti-
va cuando la integridad del territorio es afectada por vía distinta del tratado,
v. gr., la Ley, y, es preciso señalarlo, tanto substrayendo como añadiendo nue-
vos espacios (64). Ahora bien, a la misma conclusión se llegaba en la época de
la provincialización, en que se hallaba vigente el artículo 10 de la primitiva
Ley de Cortes, el cual, aun sin mencionar expresamente las modificaciones del
territorio nacional, las incluye en dos de sus incisos, que abarcan claramente el
supuesto de creación de nuevas provincias, En efecto, ambos problemas afec-
tan a «las bases de la Administración pública» (k) y a las «bases del Régimen
local» (h). Pero, además, detalle al que inexplicablemente no descienden los
citados dictámenes del Consejo, aunque se halla implícito en su argumenta-
ción, la Ley de Régimen Local impone directamente esta solución. El texto,
vigente a la sazón, dispone que «el territorio de la Nación española se divide
en cincuenta provincias, con los límites, denominaciones y capitales que tie-
nen actualmente» (artículo 203), fórmula de rango legal que define el territorio
nacional como integrado por el territorio español peninsular y el de los archi-
piélagos canario y balear. Ahora bien, para alterar, añadiendo una nueva pro-
vincia, el territorio nacional así delimitado por una Ley, será preciso una nueva
Ley, en virtud del principio de jerarquía normativa consagrado en el Código
Civil y cuyo fundamento constitucional se encuentra en el artículo 17 del Fue-
ro de los Españoles. Sin embargo, dicha Ley no existe en todo el proceso de
provincialización de Ifni; respecto de Guinea, la Ley de 30 de julio de 1959 se
limita a dividir en dos la provincia, que ya supone establecida por el Decreto
de agosto de 1956, y organizarlas administrativamente; y otro tanto puede de-

229
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

cirse de la Ley de 1961, referente al Sahara. De ello resulta que «la sedicente
provincialización, cualquiera que pudiese ser su significado, no afectó a la
extensión del territorio nacional, materia esta regulada por normas cuya modi-
ficación exigía una Ley y no normas de rango inferior, como un Decreto, y,
menos aún, un simple Aviso».

3) Los actos propios de España

A solución idéntica llega el Consejo al examinar la configuración de Guinea


e Ifni por España como Territorios no Autónomos, de acuerdo con el artículo 73
de la Carta de las Naciones Unidas. No cabe entrar aquí a examinar toda la
problemática surgida en torno al Capítulo XI de la Carta sobre qué sea el
Territorio no Autónomo. Es, sin embargo, evidente que «los territorios cuyos
pueblos no han alcanzado todavía la plenitud del gobierno propio», aunque
sometidos a la competencia del Estado administrador, no constituyen una mera
circunscripción administrativa de éste, como lo prueban la especificidad de sus
intereses, predominantes sobre los de la Metrópoli en caso de conflicto, según
el propio artículo 73, las obligaciones contraídas por el administrador y el fin
reglado de la competencia ejercida, fin que puede llegar a suponer –en el su-
puesto del autogobierno contemplado en el artículo 73,b– la vocación de pro-
visionalidad de la citada competencia.
Si el Estado español, uno de cuyos fines fundamentales (65) es el mante-
nimiento de la propia integridad territorial, asume, al ingresar en las Naciones
Unidas, la tarea de «desarrollar el gobierno propio..., tener debidamente en
cuenta las aspiraciones políticas de los pueblos y ayudarles en el desenvolvi-
miento progresivo de sus libres instituciones políticas», hasta el punto de que
ello pueda suponer la cancelación de la competencia territorial española, es
claro que tal posición equivale a calificar a dichos territorios de exteriores y
distintos del propio territorio de España. El problema consiste, por tanto, en
determinar hasta qué punto España consideró que la genérica «Declaración re-
lativa a los Territorios no Autónomos» era aplicable a sus posesiones africanas.
Atendiendo exclusivamente a la posición española, dicha aplicabilidad la dedu-
jo el Consejo de Estado del principio general de buena fe que impone una obli-
gación, aun sin haber mediado consentimiento negocial y atendiendo tan sólo a
la conducta del obligado. Tal es la esencia de la no siempre bien entendida
doctrina de los actos propios, de valor tanto interno como internacional (66).
En efecto, el Estado español, a juicio del Consejo, ha calificado de no
autónomos –esto es, exteriores a él– a Guinea y África Occidental Española

230
13. TERRITORIO ESTATAL Y TERRITORIO COLONIAL ■

–concretamente Ifni–, tanto por su conducta internacional como por sus actos
de Derecho interno. Respecto de lo primero, recuerda el Consejo, en el dicta-
men referente a Guinea, que «en noviembre de 1958 y agosto de 1959 España
se negó a informar a las Naciones Unidas... negándoles la condición de no
autónomos, pero desde 1960 el Gobierno español ofreció proporcionar dicha
información a la Organización internacional enviándola regularmente
desde 1961...» ; ello supone, a juicio del Consejo, «que claramente se acepta
el carácter de no autónomos de los citados territorios» (67).
Esta calificación heterogénea realizada por la Carta de las Naciones Unidas,
España no sólo la ha sancionado respecto de Guinea e Ifni en su conducta
internacional, sino que, respecto de Guinea, la ha incorporado a su propio
ordenamiento interno. La Ley de Bases de diciembre de 1963, desarrollada por
el texto articulado de 1964, en los que se establecía el régimen autónomo de
Guinea Ecuatorial, no sólo suponía el fin de la provincialización en cuanto a la
denominación y las instituciones, sino, sobre todo, en cuanto abandonaba la
idea de asimilación y reconocía a aquellos pueblos el derecho de autodetermi-
nación, según puntualizara la misma interpretación gubernamental de los
citados textos legales y confirmará la evolución jurídico-política ulterior. Aho-
ra bien, la Ley de Autonomía, al reconocer a los guineanos un derecho de
autodeterminación independiente del que a España corresponde como Nación,
lo hacía a partir de la calificación de territorio no autónomo –esto es, distinto
del metropolitano–, sentada por la Carta de San Francisco. Así lo señaló el
Consejo al poner de relieve que el Preámbulo de la Ley de Bases de 1963
recoge textualmente los términos de la famosa Resolución de la Asamblea
General 1541 (XV), según la cual se presume no autónomo «el territorio
geográficamente separado del país que lo administra y étnica o culturalmente
distinto del mismo».
Ahora bien, es a partir de este planteamiento formal como el Consejo de
Estado establece, con relación al ordenamiento español, la distinción entre
territorios de soberanía y territorio nacional. «Si España –afirma el segundo de
los dictámenes citados– ha dado a Ifni la calificación de no autónomo, tanto en
su ordenamiento interno como en sus actos internacionales, ello debe conside-
rarse a la luz del artículo 73 de la Carta de las Naciones Unidas y de su ulterior
interpretación por las Resoluciones de la Asamblea General de dicha Organi-
zación. Ahora bien, la Resolución 1514, de 15 de diciembre de 1960, en la que
se contempla la descolonización de los territorios no autónomos..., considera
«que la descolonización puede restaurar una integridad territorial mutilada por
la situación colonial, pero no quebrantar la integridad territorial del Estado
descolonizador, la salvaguarda de la cual es uno de los principios capitales de

231
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

la misma Carta de la Organización de las Naciones Unidas, y ello sólo puede


deducirse lógicamente de que la calificación de un territorio como no autóno-
mo supone su calificación como territorio ajeno al del Estado administrador,
de manera que la secesión de aquél respecto del ámbito espacial de la sobera-
nía de éste, ya por adquirir su independencia, ya por cederlo a un tercero, no
afecta a la integridad territorial del mismo Estado...».
Por razones obvias, la misma tesis es perfectamente aplicable al Sahara,
respecto del cual los actos de España frente a las Naciones Unidas, terceros
Estados –Marruecos, Mauritania y Argelia– y los mismos habitantes del terri-
torio, afirman constantemente su derecho a la autodeterminación y consiguien-
te condición de no autónomo, postura que, al menos en su aspecto jurídico,
choca con la provincialización entendida como integración en un territorio
nacional único.

III) LOS CRITERIOS MATERIALES DE CALIFICACIÓN


DEL TERRITORIO

En los casos de Guinea e Ifni, el planteamiento formal de la cuestión


constituyó la base de la argumentación desarrollada por el Consejo y ello
bastaba para excluir ambas «provincias» del territorio nacional español. Sin
embargó, el Alto Cuerpo, en los dos dictámenes comentados, apuntó unos cri-
terios de calificación materiales que permitiesen determinar cuándo un terri-
torio es o no colonial, con independencia de la denominación que se le atribu-
ya y la forma en que ello se haga. Se aborda de esta manera el aspecto
técnicamente más importante de la cuestión, sentando una doctrina útil para
resolver puntos de mayor complejidad. En efecto, la solución, atendiendo a
criterios meramente formales, sólo es posible cuando el proceso no ha revesti-
do el menor rigor técnico y la mera apariencia geográfica es insuficiente. Un
Estado, sin perjuicio de la unidad jurídica del mismo, puede tener su territorio
disperso y la contigüidad geográfica no garantiza la integración con la Metró-
poli, según pusiera de relieve ante las Naciones Unidas la famosa these beige (68)
y ha demostrado el caso del Sudoeste africano.
Los criterios para determinar la condición jurídica de un territorio –colo-
nial o autónomo– fueron largamente discutidos desde la época de la Sociedad
de Naciones. Los trabajos realizados en el seno de la actual Organización
mundial han culminado en un sistema de presunciones e índices que, si bien no
eximen de la necesidad de estudiar «las circunstancias de cada caso concreto»,
constituyen una tabla general de módulos de evaluación (69). La separación

232
13. TERRITORIO ESTATAL Y TERRITORIO COLONIAL ■

geográfica y la diferencia étnica o cultural es un primer criterio de presunción


de no autonomía, esto es, de distinta condición jurídica del territorio en cues-
tión. A partir de él «se pueden tener en cuenta otros elementos» para concluir
la no autonomía cuando el territorio se encuentra colocado en una situación
de subordinación respecto del Estado que lo administra. La integración con la
Metrópoli –forma de descolonización– solamente se presume cuando concu-
rren determinadas circunstancias referentes a los siguientes extremos Primero,
posibilidad de optar libremente por dicha integración, que ha de ser fruto de la
decisión de la colectividad en cuestión; segundo, plena asimilación en cuanto
a las personas; tercero, idéntica organización administrativa, no en cuanto a la
estructura y funcionamiento de las instituciones, sino en cuanto a las garantías
de acceso y participación que ofrecen a los administrados y, por último, parti-
cipación en el gobierno del Estado, en pie de igualdad.
El Consejo de Estado, al abordar la cuestión, tuvo muy en cuenta los tra-
bajos de las Naciones Unidas y la especulación doctrinal a la que han dado
ocasión; pero, renunciando, por razones que cabría llamar coyunturales, a for-
mular criterios generales, se limitó a examinar algunas de las circunstancias
sustantivas útiles para poner de manifiesto la heterogeneidad entre las sedicen-
tes «provincias» africanas y las españolas. Sistematizando los criterios utiliza-
dos y examinando a su luz un mayor volumen de material jurídico, es posible
distinguir tres grandes índices de calificación, relativos a la condición jurídica
de los habitantes de dichos territorios, a su organización político-administrativa
y, por último, a su personalidad internacional.
Al abordar cada uno de ellos, prescindo –por razones varias, entre otras
la del espacio disponible y la competencia necesaria– de las cuestiones afectas
de Derecho comparado e internacional, tratando, sin más, de describir la tesis
sentada en los dictámenes del Consejo y comprobarla analizando la normativa
de los citados territorios. No hago, por tanto, referencia ni a la Administración
colonial comparada, ni a los problemas de nacionalidad y estatuto personal de
los indígenas, ni a la posición española ante la descolonización.

1) La condición jurídica de los habitantes

La presencia española en los territorios de África Ecuatorial y Occidental


se justifica oficialmente mediante la invocación de su misión tutelar y civiliza-
dora. Ahora bien, precisamente esta noción básica lleva a la lógica consecuen-
cia de que el indígena es un menor cuya tutela ejerce la autoridad colonial (70).
En Guinea ello fue claro durante la fase de colonización, en la que el nativo

233
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

estaba sometido a un sistema de tutela ejercido por una institución de Patrona-


to y, en el mejor de los casos, emancipado, sin que la misma emancipación plena
lo equiparase al ciudadano español 71). Baste pensar en la extensión a todos
los indígenas del régimen de trabajo obligatorio discrecionalmente exigible
por la Autoridad colonial (72). El mismo espíritu tutelar, correlativo a una si-
tuación diferencial del indígena, puede detectarse en la escasa normativa del
territorio de Ifni (73). En toda esta primera fase es claro que el estatuto del
indígena se caracteriza por su sujeción a la potencia colonial y la condición de
español indica, en primer lugar, la dependencia propia de la situación de súb-
dito, complementada por la tendencia hacia una mayor y más íntima adhesión (74).
No es ésta la ocasión para historiar la evolución del indigenato en las pose-
siones españolas de África; baste señalar que la supresión del Patronato sola-
mente tiene lugar cuatro años después de la provincialización en Guinea (75) y
que la equiparación nunca fue plena, no ya de hecho, sino tampoco de derecho.
A colectividades distintas, por responder a solidaridades diferentes, correspon-
den necesariamente sistemas jurídicos también diversos y –como señala Scelle–
«un sudanés, un malgache o un tonkinés no son franceses, como un hindú no es
un inglés, ni un melanesio un holandés» (76).
Tras la provincialización de Guinea e Ifni, los indígenas de ambos territo-
rios, súbditos españoles indudablemente, no se equiparan a los ciudadanos me-
tropolitanos, e incluso la colectividad metropolitana establecida en el territorio
colonial se diferencia tanto de los naturales de éste como de los residentes en
la Metrópoli (77). Centrando la atención en la primera de estas cuestiones,
resulta que la diferencia es tanto de estatuto personal, con efectos principal,
aunque no exclusivamente jurídico-privados, como de carácter territorial
afectando a la posición del indígena e incluso del ciudadano metropolitano y
del extranjero cuando, se halla en el espacio de cuya condición jurídica se
trata. El Consejo soslaya la primera cuestión, centrándose exclusivamente en
la segunda, y ello permite apuntar hacia una determinada idea de Nación. La
Nación es claro que no puede identificarse con una comunidad jurídica, y los
mismos derechos forales son la prueba muy deteriorada de ello; pero, por el
contrario, constituye o tiende a constituir una forma de vida política en común.
Por ello, y tal es el criterio que puede mantenerse a la vista de los dictámenes
del Consejo, se participa en la Nación en cuanto ciudadano.
Sentado esto, resulta que los súbditos españoles de Guinea e Ifni, cual-
quiera que sea su origen o por el solo hecho de hallarse en el citado territorio,
sufren una capitidisminución en su ciudadanía.
En efecto, el status civitatis puede caracterizarse por una serie de dere-
chos –objeto normalmente de la parte dogmática de la Constitución, en España

234
13. TERRITORIO ESTATAL Y TERRITORIO COLONIAL ■

el Fuero de los Españoles– que, de acuerdo con un criterio ya clásico, se clasi-


fican en tres categorías: la libertad en cuanto límite; la libertad en cuanto par-
ticipación; la libertad en cuanto crédito a una prestación. Es imposible, en los
límites de este trabajo, abarcar en su totalidad la cuestión de en qué medida los
derechos individuales de estas tres clases, reconocidos por el Fuero de los
Españoles, se modifican en el territorio africano; pero sí es significativo resal-
tar, al menos, la restricción que sufren algunos –de los más importantes–
dentro de cada categoría.
Entre los derechos-límite, el inmediatamente relacionado con el espacio
es, sin duda, el de «fijar libremente su residencia dentro del territorio nacio-
nal», que reconoce en su artículo 14 el Fuero. Ahora bien, la entrada, residen-
cia y permanencia de los españoles en África Ecuatorial y Occidental, antes y
después de la provincialización, ha estado sometida a un estricto régimen de
autorización administrativa previa (78). Es ya muy significativo, a efectos de
determinar la condición del territorio, que este derecho fundamental se extinga
ante sus fronteras; pero, además, de la misma redacción del texto podría dedu-
cirse que no se trata de territorios nacionales. En efecto, el Fuero establece la
libertad de residencia en todo el ámbito del territorio nacional y el carácter
fundamental de dicha Ley hubiera exigido la abrogación de las limitaciones
establecidas por las normas de la Presidencia del Gobierno, tanto más cuanto
que el artículo 14 no exige desarrollo legislativo alguno y se ha aplicado y
aplica directamente desde el primer momento. Si dichas limitaciones subsisten
es porque no contravienen las normas fundamentales, y ello sólo es posible si
los territorios a que se refieren no forman parte del nacional, a la totalidad de
cuyo ámbito solamente alude el artículo 14 del Fuero.
Es posible afirmar que, con relación a los demás derechos-límite previs-
tos en el Fuero de los Españoles y que han llegado a tener vigencia en la
Península, existe en los territorios africanos una restricción análoga a la apun-
tada, aunque menos llamativa, por no haber obtenido una consagración norma-
tiva. Esta situación diferencial se obtiene –sin entrar en el examen de factores
sociológicos de importancia capital– a través del principio de peculiaridad del
régimen jurídico colonial, instrumentado a través del requisito de publicación
especial (79). Análoga es la situación en el campo de las normas sociales,
ejemplo global de la expresión jurídica de los derechos-crédito (80).
La situación es aparentemente distinta en cuanto a la libertad-participa-
ción, dada la notoria homogeneidad cuantitativa y cualitativa de los derechos
democráticos que corresponden a los ciudadanos españoles y a la mayoría de
los súbditos africanos. Sin embargo, también en este punto existían diferencias
en el territorio de Ifni, que, como señalara el Consejo, nunca llegó a tener

235
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

representación en Cortes. Por el contrario, a Guinea Ecuatorial –incluso


durante el régimen de autonomía– y todavía hoy al Sahara se les reconoce «los
mismos derechos de representación en Cortes que a las demás provincias
españolas» (81). Que los mandatarios de un pueblo en vías de autodetermina-
ción, como fue notoriamente el caso de los Procuradores guineanos desde 1964,
representen a la totalidad del pueblo español (82), no es, sin más, una ficción
de la democracia representativa fundamentada en la unidad nacional, sino, cla-
ramente, una grave inconsecuencia de técnica constitucional que, como los
actos fallidos, es, en el campo de la interpretación, un elocuente discurso sobre
las nociones de representación nacional.
Por otra parte, los súbditos de las cuatro provincias participaron en el
referéndum de 1966, relativo a la Ley Orgánica del Estado (83). Si el citado
referéndum fue el acto constituyente de la Nación, la participación en el mismo
equivale al supremo exponente de la ciudadanía, Ahora bien, como ya apunté
en ocasión anterior, el referéndum de 1966 no fue la opción de la Nación en
pro de una determinada decisión constituyente, sino la adhesión a una decisión
constituyente ya perfecta en sí, la del Jefe del Estado, en virtud de las compe-
tencias autoatribuidas por las Leyes de 1938 y 1939. La ambigüedad, por lo
demás habitual, de que adolece el Decreto de convocatoria no puede ocultar
las exigencias de la interpretación sistemática. En efecto, la Ley de 22 de
diciembre de 1945 prevé el referéndum como técnica de garantía de la volun-
tad nacional frente al «juicio subjetivo de sus mandatarios» y contempla como
objeto de la consulta «los proyectos de Leyes elaborados por las Cortes»
(artículo 1.º). Ahora bien, el texto sometido a referéndum el 14 de diciembre
de 1966 no era un proyecto, sino una Ley aprobada por la Jefatura del Estado
en virtud de su prerrogativa, con independencia de las Cortes, que fueron aje-
nas al proceso legislativo. En efecto, si «el acuerdo de las Cortes adoptado en
sesión plenaria», a que se refiere la Exposición de motivos de la Ley, hubiese
sido de carácter legislativo, según lo previsto en su Ley Constitutiva, habría
significado una flagrante violación del artículo 11 de la misma. Ley, que exige
el previo informe y propuesta de la Comisión; la contradicción es, sin embar-
go, salvable si se considera el acuerdo de las Cortes como no legislativo, según
prevé el último, párrafo del artículo 10 de su Ley Constitutiva. Ahora bien, si
no hubo proyecto de Ley elaborado por las Cortes, el acto de diciembre de 1966
no fue el «referéndum entre todos los hombres y mujeres de la Nación»
(artículo 2.º, Ley de 1945), sino una prospección –cuyo carácter superfluo
señaló el propio Jefe del Estado en su mensaje del día 13 de diciembre de 1966–
en torno a la decisión constituyente ya tomada. La fórmula contradictoria uti-
lizada por el Decreto de convocatoria, de 23 de noviembre de 1966, es conclu-

236
13. TERRITORIO ESTATAL Y TERRITORIO COLONIAL ■

yente en favor de esta tesis. La Exposición de motivos justifica la consulta de


acuerdo con los principios de la democracia directa que inspiran la Ley de 1945,
a fin de que el pueblo español «exprese formalmente su voluntad constituyen-
te»; pero el primer artículo de su parte dispositiva establece, sin lugar a dudas,
qué «se somete a referéndum de la Nación el proyecto de Ley Orgánica del
Estado aprobado por la Jefatura del Estado en el ejercicio de la potestad legis-
lativa que le otorgan las Leyes de 20 de enero de 1938 y 8 de agosto de 1939».
Ahora bien, esta potestad legislativa, que vuelve a mencionarse en la fórmula
de promulgación de la Ley Orgánica de 10 de enero de 1967, es, de acuerdo
con los textos de las mismas Leyes y con el Preámbulo de la Constitutiva de
Cortes de 1942, plenaria y, por tanto, excluye la actividad constituyente tanto
del pueblo como la de las Cortes.
En consecuencia, ni los guineanos, ni los ifeños, ni los saharauis partici-
paron en la decisión constituyente de la Nación, por la razón de que el referén-
dum no puede considerarse como tal.
Pasando, por último, de la participación a la integración, se manifiesta
nuevamente la exterioridad de los indígenas de los territorios en cuestión res-
pecto de la comunidad nacional. Baste citar, como ejemplos más significati-
vos, su exoneración respecto de las cargas públicas del Estado y del servicio
militar (84).
Si de los derechos sustantivos se pasa a las garantías de que goza el indi-
viduo, aún queda más de manifiesto la heterogeneidad entre el súbdito español
de las sedicentes provincias y el ciudadano peninsular, puesto que, atendiendo
solamente a lo que Jellinek denominó garantías jurídicas, no son las mismas
las de uno y otro.
Adoptando el esquema clásico de Hauriou, puede decirse que en Espa-
ña se concretan en el procedimiento administrativo y su sistema de recursos,
en la responsabilidad de la Administración y la Jurisdicción contenciosa.
Ahora bien, es significativo que ninguna de las grandes Leyes «básicas, pero
no fundamentales» (85) que regulan estos extremos eran de aplicación, tras
la provincialización, en Guinea e Ifni, a excepción de la Ley de Expropiación
Forzosa. Ni la Ley de Procedimiento Administrativo, ni la reguladora de la
jurisdicción Contenciosa, ni la de Régimen jurídico eran aplicables a dichos
territorios, faltas del requisito de extensión especial, y, sin embargo, todas
ellas llegaron a alcanzar una relativa vigencia, planteando una más profunda
cuestión: la seguridad jurídica.
El derecho a la seguridad jurídica, instrumentado mediante la inalterabili-
dad de un orden jerárquico de las normas, se consagra en el artículo 17 del
Fuero de los Españoles y constituye la clave de bóveda del régimen jurídico de

237
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

la Administración del Estado. Ahora bien, sin exageración alguna, puede afir-
marse que dicho principio quebraba y quiebra en los territorios españoles de
África Ecuatorial y Occidental. En efecto, reconocida la especialidad del orde-
namiento jurídico de aquellos territorios con relación a los sujetos a la legisla-
ción peninsular, el Centro directivo de la Presidencia del Gobierno es su princi-
pal fuente de producción. A partir de la vieja tradición colonial española de «la
especialidad combinada con la autorización a los Gobiernos para extender la
legislación metropolitana con o sin variantes» (86), la Dirección General de
Plazas y Provincias Africanas es competente para decidir la extensión a aque-
llos territorios de las normas generales y de las modificaciones a introducir, en
su caso. Ninguna disposición regía ni rige, en principio, sino tras su publicación
en el «Boletín Oficial» de la «provincia» correspondiente, lo que no ocurría
frecuentemente, y a ello había que añadir la potestad suspensoria del Goberna-
dor General de Guinea y la continuación en vigor de las normas anteriores a la
provincialización (87). El resultado es una inextricable «maraña de legalidad»
en la que no rige ni el principio de publicidad ni el de jerarquía (88).
En consecuencia, el examen breve de algunos aspectos de los derechos
individuales de los indígenas y los naturales de la Metrópoli demuestra que
«solamente mediante un abuso de los términos se puede calificar en los dos
casos a los individuos de nacionales» (89). La Ordenanza General ya citada de
agosto de 1938 declaraba, en el artículo 14, que «los derechos de los españo-
les... en el Golfo de Guinea serán los reconocidos en la Nación», pero lo que
entonces fue una irónica realidad, a la hora de la provincialización era ya una
afirmación, al menos en parte, desmentida por el desarrollo del sistema admi-
nistrativo español.

2) La organización administrativa

Por otra parte, el Consejo de Estado insistía, especialmente en el caso de


Ifni, en la heterogeneidad de la organización de las provincias españolas y la
de los nuevos territorios «provincializados», a pesar de la identidad reiterada-
mente afirmada en las normas básicas de estos últimos.
Tres son, en efecto, los rasgos comunes a la estructura administrativa de
las posesiones españolas en África Ecuatorial y Occidental. Primero, su admi-
nistración a distancia por un órgano especializado, la Dirección General de
Plazas y Provincias Africanas de la Presidencia del Gobierno, cuya acción en
dichos territorios es directa y cuya competencia es universal en cuanto a la
materia y exclusiva en el espacio. A dicho Centro corresponde la responsabili-

238
13. TERRITORIO ESTATAL Y TERRITORIO COLONIAL ■

dad inmediata del gobierno y administración de aquellos territorios y el


Gobernador de cada uno de ellos le estaba jerárquicamente subordinado en
cuanto a las competencias que la Ley les atribuía (90). Por otra parte, en dicho
Centro concurren no sólo todas las potestades propias de la Administración
Central, tanto directas como indirectas, sino la potestad legislativa formal aje-
na a la Administración misma. Es a la Presidencia del Gobierno a la que co-
rresponde dictar normas generales de rango inferior a la Ley, que, al no fijar
ninguna reserva, pueden cubrir todo el ámbito legislativo, pero, además, al
mismo Centro corresponde determinar cuándo y en qué medida se extienden a
los territorios de él dependientes las Leyes generales del Estado. A la univer-
salidad de la competencia se une su exclusividad, puesto que ningún Departa-
mento ministerial intervenía directamente en las cuestiones relativas a Ifni o
Guinea, ni interviene en el Sahara. Cualquiera competencia que en los territo-
rios sujetos al régimen peninsular correspondería a un órgano de la Adminis-
tración Central se atribuye en aquéllos a la Presidencia del Gobierno y, concre-
tamente, a la citada Dirección General (91).
Segundo, la figura central de la Administración de los territorios africanos
fue, antes como después de la provincialización, el Gobernador General, here-
dero directo de los Gobernadores coloniales y que en nada, salvo el nombre,
puede equipararse a su homónimo del artículo 38 del Decreto de 10 de octubre
de 1958 (92). En efecto, mientras esta inédita figura se prevé con carácter ex-
cepcional, el Gobernador General fue en Ifni y en Guinea, como hoy lo es en el
Sahara, la primera autoridad permanente y ordinaria del territorio (93). Sus
funciones en África Ecuatorial no eran las de coordinación entre ambas provin-
cias, sino que a él correspondía la suprema autoridad en una y otra, apareciendo
los Gobernadores civiles respectivos como meros, auxiliares estrictamente su-
bordinados (94). En cuanto a sus competencias, son sumamente amplias, tanto
en lo civil como en lo militar, hasta el punto de que, al menos en el Sahara, se
configura como universal de principio, mientras que las entidades locales ejer-
cen una competencia delegada o vicaria que, por tanto, permite la avocación por
parte del Gobierno General (95). Todos los funcionarios y organismos del terri-
torio le están jerárquicamente subordinados, con la sola excepción de los Jueces
en la instrucción y resolución de los asuntos, y a su través ha de realizarse toda
comunicación entre la Administración provincial y cualquier otra Autoridad
ajena a la misma (96).
Tercero, la articulación entre las Administraciones periférica y local se
rige por unos cánones propios. Atendiendo al conjunto de los tres territorios,
puede decirse que la organización local, introducida como técnica de asimila-
ción, o bien permanece en una situación de inmadurez, estrechamente subor-

239
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

dinada a los organismos periféricos, o bien se desarrolla de acuerdo con líneas


totalmente diferentes de las imperantes en la Metrópoli, hasta adquirir relieve
político dentro de un sistema diárquico. Buen ejemplo de lo primero ofrece el
caso de Ifni, donde la Administración local no se organiza a nivel provincial ni
se generaliza a escala municipal. Por otra parte, el único Ayuntamiento cuya
jurisdicción no se extendía a todo el territorio era designado por el Gobernador
General (97). En fin, allí donde existen Municipios, Diputaciones y Cabildos,
la tutela se intensifica tanto que, prácticamente, se transforma en verdadera
subordinación jerárquica al Gobernador, a quien corresponde la suspensión de
acuerdos y resoluciones, la aprobación de presupuestos, la decisión en cuanto
a intervención y asistencia provincial e incluso, según quedó señalado más
atrás, la avocación, propia de la jerarquía, y la designación de titulares de fun-
ciones representativas.
Al segundo supuesto corresponden la organización provincial en Guinea
Ecuatorial y en el Sahara. En los territorios de aquélla, las Diputaciones tuvie-
ron su periodo de vida más activo no durante la fase de «provincialización»
(1959-1964), sino bajo el régimen autónomo (1964-1968), en el cual sirvieron
para sabotear con notable éxito el funcionamiento de la Asamblea General, en
cuanto cauces de representación y expresión de las aspiraciones políticas
anexionistas –de Río Muni– y separatistas –de Fernando Poo (98)–. En el Sa-
hara, hoy día, la principal institución «provincial» es la Yemaa General, asam-
blea representativa de marcado carácter político sobre la que tiende a centrarse
la evolución constitucional del territorio (99). Como es propio de todo esque-
ma diárquico de gobierno colonial, la estricta subordinación a la Metrópoli en
las decisiones a través de los servicios centrales desconcentrados no empece
una autonomía de las aspiraciones, encarnada en instituciones que desconoce
la Administración metropolitana centralizada.
Es evidente que la organización de Guinea e Ifni, ayer, como hoy la de Saha-
ra, no corresponde a la prevista para las provincias españolas por la Ley de Régi-
men Local. El problema está en interpretar las diferencias señaladas como exorbi-
tantes del régimen provincial o como simples modalidades forales del mismo,
formalmente análogas a las de Navarra, Álava, Tenerife o Las Palmas (100). A este
fin, son intrascendentes las declaraciones de los textos legales de tendencia inte-
gradora, según los cuales «el régimen jurídico-administrativo debiera inspirarse
en los principios de la Ley de Régimen Local en cuanto sean aplicables a la es-
pecial índole de aquellas provincias» (101), puesto que la cuestión consiste en
determinar si dicha índole no era tan peculiar que exigía algo más que lo que la
Ley de Régimen Local entiende por «régimen especial», ni tampoco por la fre-

240
13. TERRITORIO ESTATAL Y TERRITORIO COLONIAL ■

cuente transposición de fórmulas de la legislación común española a las especí-


ficas normas de aquellos territorios.
En España, la provincia es actualmente una circunscripción territorial
para los servicios administrativos del Estado, una agrupación de Municipios y
una entidad local. Lo último nunca pudo aplicarse a Ifni y escasamente a Fer-
nando Poo y Río Muni. Lo segundo no era el caso de Ifni, donde sólo existe un
Municipio, y resulta contradictorio en Guinea y en el Sahara, puesto que en
aquellos territorios la organización municipal es posterior en varios años a la
provincialización y, además, nunca cubrieron de manera continua y uniforme
toda la extensión del territorio (102). Por último, la condición de «circunscrip-
ción uniforme de carácter unitario para el ejercicio de la competencia del Go-
bierno nacional», previsto en el artículo 2.º de la Ley de Régimen Local, tam-
poco puede predicarse absolutamente de las dos provincias guineanas, de
hecho administradas conjuntamente por unos servicios periféricos únicos bajo
un solo Gobernador General.
Sin embargo, es el carácter de circunscripción administrativa el más claro
en la reorganización provincial aquí estudiada y, paradójicamente, ello supone
saltar por encima de una historia más que centenaria y volver al sentido que a
la demarcación provincial diera la Instrucción de Javier de Burgos y el Decre-
to de 30 de noviembre de 1833.
Es esta referencia histórica la que permite apreciar el significado que, a
mediados del siglo xx, tiene la «provincialización» de los antiguos territorios
de soberanía. En primer lugar, si es propio de la historia el no olvidar nada, la
evolución o, si se prefiere, la deformación de la demarcación provincial ha
configurado esta entidad al sustantivarlo como entidad local, algo muy distinto
de la circunscripción administrativa, carácter al que, según lo dicho, responde
principalmente el régimen establecido en Ifni en 1958 y en Guinea en 1959.
Por fas o por nefas, el hecho es que la provincia española es algo más que esto
y su homónima africana no es ni siquiera eso. No se trata, pues, de una simple
especialidad en el régimen, sino de una total heterogeneidad (103).
En segundo término, esta inconsciente vuelta a los orígenes pone de mani-
fiesto el sentido de la provincialización. La reforma de 1833 da a la provincia un
carácter centralizador que, como señala García de Enterría, es «no sólo visible,
sino exclusivo», configurándola como instrumento al servicio del Gobierno cen-
tral en su lucha contra las fuerzas centrífugas del privilegio y la autonomía. Pues
bien, la provincialización, ciento veintitrés años después, de las posesiones espa-
ñolas en Africa Occidental y Ecuatorial parece buscar un fin análogo: excluir
toda intervención ajena y someter estrechamente la Administración de dichos
territorios al Estado, esto es, instrumentar una dominación sobre territorios que

241
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

el mismo legislador reconoce diferentes a España por la naturaleza y la cultura.


En otras palabras, perfeccionar el régimen colonial.
Sustantivamente, a ello responde la organización administrativa de los
citados territorios. En Ifni, como señala el Consejo, y en gran medida en el
Sahara, «la Administración es de marcado carácter militar». En Guinea, las
Leyes de 1963 y 1964 crearon una apariencia de autonomía –incompatible,
según dije, con la provincialización– y ello fue la causa de que el Consejo no
se ocupara de la organización administrativa; pero el régimen provincial esta-
blecido en 1959 y 1960 era también sobradamente autoritario, especialmente
a nivel regional. Utilizando las categorías de Merkl, puede calificarse a ambos
sistemas de autocráticos, esto es, regidos por los principios de la burocratiza-
ción, de la designación superior y la dependencia jerárquica (104).

3) La personalidad internacional

Por último, el Consejo señaló en ambos dictámenes la personalidad inter-


nacional distinta de la del Estado español con que cuentan los territorios afri-
canos y que resulta inconcebible en una provincia de las contempladas por la
Ley de Régimen Local.
Dicha personalidad fue ya aludida al tratar de la configuración de Ifni y
Guinea como territorios no autónomos, por los actos propios de España. A ello
hay que añadir, en una perspectiva material, que «la práctica internacional del
régimen convencional propio de las colonias y... la práctica de las Organiza-
ciones internacionales en las que frecuentemente dichos territorios [colonia-
les] están representados, sea directamente, sea a través de su potencia adminis-
tradora», ha sido seguida por España con relación a los mismos. Así, en el caso
de Guinea, recuerda el Consejo que «en la Carta constitutiva de la Organiza-
ción Internacional del Trabajo (O.I.T.) se distingue entre Estado y Territorio
cuya representación internacional asegura otro Estado [artículo 3.º, d) y e)],
participando España a título de Estado y Guinea Ecuatorial a título de Territo-
rio cuya representación asegura España. Análogo es el caso de la Unión Inter-
nacional de Telecomunicaciones respecto de las llamadas provincias españolas
de África». En el mismo sentido, en el caso de Ifni, cita el Consejo las reservas
formuladas y compromisos contraídos como administrador del territorio al
que expresamente alude la Exposición de motivos de la Orden de 20 de octu-
bre de 1966.
Por último, dentro de la misma perspectiva, es preciso señalar las compe-
tencias internacionales del Gobernador General de Guinea, tácitamente reco-

242
13. TERRITORIO ESTATAL Y TERRITORIO COLONIAL ■

nocidas también a los del África Occidental y directamente heredadas bajo el


régimen provincial de su antecesor colonial (105).

CONCLUSIONES

1) Garantía formal de la integridad territorial y calificación material

La primera consecuencia de la doctrina Sentada por el Consejo, en los


dos dictámenes citados, ha sido garantizar la integridad territorial española,
poniendo un valladar a las anexiones improvisadas y eliminando de la historia
política contemporánea el precedente de la desmembración territorial. Por una
parte, dicha garantía se obtiene en el plano formal al exigir la intervención del
legislador en aquellos actos que afecten a la integridad del territorio, tanto en
uno como en otro sentido. Configurado por Ley, solamente a la Ley correspon-
de modificarlo o, sucedáneamente, a aquellas normas de jerarquía superior a
las del Derecho interno.
Simultáneamente, y desde una perspectiva material, el Consejo ha senta-
do unos criterios o índices de calificación a efectos de decidir si un territorio
es metropolitano –nacional– o colonial. De acuerdo con la doctrina examina-
da, no bastaría que una Ley declarase provincia española no importa qué terri-
torio, si en su régimen político-administrativo no concurriesen determinadas
circunstancias. Según el Alto Cuerpo, solamente puede considerarse territorio
nacional aquel que, poblado de una colectividad de ciudadanos españoles en la
plenitud de sus derechos constituye una unidad administrativa –o parte de
ella– de la Administración local española y que, cualquiera que sea su organi-
zación, no goce de otra personalidad internacional ni de otro derecho de auto-
determinación que el que a la Nación corresponde como un todo.
Conjugando ambas perspectivas, formal y material, se obtiene una base
adecuada para calificar los diversos territorios bajo soberanía española. La Penín-
sula y los archipiélagos balear y canario son territorio nacional, y cualquier
alteración de su integridad ha de ser decidida o autorizada por Ley, de acuerdo
con la vigente Constitutiva de las Cortes. El Sahara español –como Ifni y
Guinea Ecuatorial– es, pese a su denominación provincial, un territorio no
autónomo y, por tanto, distinto del territorio nacional. En cuanto a su secesión
del ámbito de la soberanía española, el procedimiento formal a seguir sería
distinto, según los casos. Si se tratase, como en Guinea, de una modificación
unilateral de su estatuto de territorio no autónomo administrado por España, es
claro que debería ser objeto de Ley, al menos para respetar el principio de

243
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

jerarquía normativa, ya que su situación actual está regulada por una Ley, la de
abril de 1961. Por el contrario, si se tratase de una cesión mediante Tratado,
como fue el caso de Ifni, su ratificación no ha de ser previamente autorizada
por Ley, al no caer bajo ninguno de los supuestos previstos en la Ley Orgáni‑
ca del Estado –artículo 9-a y concordante artículo 14,1 de la Ley Constitutiva
de Cortes–. Es cierto que el Alto Cuerpo aconsejaba la intervención de las
Cortes e incluso que la forma legislativa resultase posible al amparo de lo pre-
visto en los artículos 10-m y 12,I de su Ley Constitutiva y deseable —piénsese
en las reservas de Ley indirectamente afectadas, verbigracia, artículo 62 de la
del Patrimonio del Estado–; pero nunca esta conveniencia equivaldría a la ne-
cesidad. Solamente fórmulas más depuradas impiden evadir por vía de Conve-
nio internacional la distribución de competencias que en lo interior realiza la
Constitución. Sin embargo, lo más importante a destacar de su calificación
jurídica colonial es que el porvenir del territorio para nada compromete la in-
tegridad territorial nacional de España.
Por último, la condición jurídica de Ceuta y Melilla no se aclara afirmando,
como es usual, su calidad de «plazas de soberanía», puesto que la actual pleni-
tud de competencias del Estado español es una cuestión de hecho que nadie
discute, ni recurriendo a la ficción de la «segregación geográfica», puesto que
la unidad jurídica del territorio, con independencia de su dispersión física, so-
lamente puede afirmarse tras el examen del proceso formal de su integración,
su posición internacional, organización administrativa y condición jurídica de
sus habitantes.

2) La provincialización funcional

En segundo término, y con referencia concreta a los dos casos en cues-


tión, el Consejo permitió salvar el hiato creado por la utilización en lo interior
de técnicas de asimilación formal –aunque no idóneas–, el mantenimiento de
estructuras materiales de índole colonial y el beneplácito exterior al principio
de autodeterminación. Las contradicciones inherentes a este tratamiento es-
quizoide del problema colonial, apoyado en la dispersión de competencias en
dos Departamentos ministeriales, pudieron ser formalmente superadas me-
diante la noción de provincialización funcional, ya adelantada en vacío por la
doctrina (106) y que el legislador español recogió del dictamen del Consejo
relativo a Guinea en la Exposición de motivos de la Ley de 27 de julio, de
1968. «La provincialización –señala el Alto Cuerpo– no es sino una etapa en
el camino de la autodeterminación, etapa que ha permitido el establecimiento

244
13. TERRITORIO ESTATAL Y TERRITORIO COLONIAL ■

de estructuras político-administrativas modernas...; no es, por tanto, una técni-


ca de asimilación política, sino un instrumento de mejor organización adminis-
trativa». Doctrina tal supone un comprensible avance frente a la posición am-
bigua que reflejan los dictámenes del Consejo con ocasión de la emancipación
americana, y sólo es posible merced a la precisión de lo que en Derecho colo-
nial significa «provincia», algo muy distinto, según he señalado más atrás, de
la acepción que el mismo término recibe en la Ley de Régimen Local.

3) La noción de territorio nacional

El presente estudio, que comenzó examinando las tesis contrapuestas de


calificación homogénea y heterogénea del territorio, concluye, al hilo de los
dictámenes del Consejo, denominando «nacional» al territorio metropolitano
y poniendo especial énfasis en la defensa de su integridad. Ello exige replan-
tear el tema de la naturaleza del territorio en la Teoría General del Estado.
A través de un largo proceso histórico de depuración, la más autorizada
doctrina ha terminado considerando que «el territorio del Estado no es, en
realidad, otra cosa que el ámbito espacial de validez del orden jurídico llamado
Estado» (107). Ahora bien, si no se trata más que de un ámbito cuantitativo de
competencias, es inexplicable por qué se configura, en parte, como infungible
o al menos garantizado en su integridad por especiales técnicas de rigidez y,
según quedó expuesto más atrás, en parte, como de libre disposición, puesto
que dichas garantías no tutelan la integridad del territorio colonial. Tampoco la
mencionada construcción técnico-jurídica sería satisfactoria para explicar la
reivindicación frecuente que un Estado hace, incluso en fórmulas constitucio-
nales, de un determinado territorio no como aumento cuantitativo de su ámbi-
to competencial ni, de acuerdo con la fórmula de Jellinek, más atrás utilizada,
porque pretenda ejercer un imperium sobre quienes lo habitan, sino porque, con
independencia de su utilidad, lo estima valioso en su concreta materialidad (108).
Por último, y siempre por vía de ejemplo, si, más allá de la teoría de la compe-
tencia, el territorio es, como afirma Verdross, el espacio atribuido por el orden
internacional a la soberanía de un Estado (109), es lógico que del respeto mu-
tuo la integridad territorial la Carta de las Naciones Unidas haga principio
rector de la vida internacional. Pero no puede explicarse el que la práctica de
esta Organización amplíe su tutela a casos en que se afirma, frente a la actual
distribución de competencias, el valor de una integridad territorial cuya titula-
ridad se atribuye a un pueblo, no a un Estado (110).

245
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

En todos estos casos, el territorio no aparece como delimitación espacial


de una competencia, es decir, en cuanto medición cuantitativa, sino como un
«lugar» cualitativamente valioso. En los dictámenes citados, el Consejo, tras
apoyar la calificación jurídica del territorio en la condición de la colectividad
que sobre él se asienta, señala que «la integridad territorial española... abarca
no todo el territorio en el que España ejerce sus competencias soberanas, sino
el territorio propiamente español, asiento de la comunidad nacional» (caso de
Ifni). De acuerdo con esta tesis, el territorio no es sólo importante físicamente,
como defendería el moderno realismo, sino en cuanto «solar patrio», por ser la
Nación una entidad de base territorial (111). En efecto, históricamente, la
Nación –entendiendo por tal el simple correlato noemático del nacionalismo–
implica siempre un enraizamiento territorial, incluso cuando éste, desde la
diáspora o el exilio, aparezca como «paraíso perdido» o como «tierra prometi-
da». El sionismo anterior a 1948 y los éxodos serbio y belga de 1914 –pese a
citarse frecuentemente como exponentes del carácter aterritorial de la Nación–
son dramáticos ejemplos de la gravitación de las comunidades nacionales
hacia su propio solar. En la historia del nacionalismo, la territorialidad aparece
como carácter permanente, no como espacio sobre el que la Nación puede
organizarse, sino, en su elaboración simbólica, en cuanto dimensión de la
nacionalidad. Tal idea la entrevió ya Carré de Malberg cuando, confundiendo
Nación y Estado, consideraba que el territorio no correspondía al haber o tener
de éste, sino a su ser (112).
De esta manera, en los dictámenes comentados, el Consejo de Estado dio
la solución técnica al problema planteado por las fuerzas políticas, apuntando,
al mismo tiempo, hacia la formulación de una categoría de Derecho público de
notoria utilidad. Una vez más, fueron ciertas las palabras de Sir Ivor Jennings:
«Si cada problema se considera como una cuestión práctica, los constituciona-
listas podemos, siempre, proporcionar una solución viable. Frecuentemente,
en momentos de exasperación, se constata cuán fáciles serían los problemas de
la política si no fuera por los políticos» (113).

NOTAS
(1) Précis de Drorit public.
(2) El proceso de autodeterminación de Guinea Ecuatorial se inicia con la Ley 191/1963, de 20 de
diciembre, y el Decreto de 3 de julio de 1964 (Régimen autónomo), culminando con la Ley 49/1968, de 27
de julio, y Decreto de 12 de octubre del mismo año (independencia). En Ifni, la descolonización tuvo lugar
mediante la «retrocesión» del territorio al Reino de Marruecos por Convenio de 4 de enero de 1969, rati-
ficado el 20 de abril (cfr. B.O. del E. de 5 de junio).

246
13. TERRITORIO ESTATAL Y TERRITORIO COLONIAL ■

(3) Dictámenes núms. 36.017, de 20 de junio de 1968 (caso de Guinea), y 36.227, de 7 de noviem-
bre de 1968 (caso de Ifni) publicados casi íntegramente en los volúmenes de Recopilación de doctrina
legal, 1967-1968 y 1968-1969, Madrid, 1971.
(4) Cfr. mi trabajo «Autoctonía constitucional y Poder constituyente», en Revista de Estudios Polí-
ticos, núm. 169-170, pp. 79 y ss. Ahora en este volumen n.º 4.
(5) Cfr. La Pradelle: «Le territoire», en Encyclopedie Francaise, tomo X (ed. 1935), p. 10.
(6) No he podido abordar el terna con relación a las colonias japonesas anteriores a 1945, en las
que, al parecer, se siguieron criterios asimilistas, ni examinar en detalle la práctica de los Dominios britá-
nicos respecto de sus posesiones, generalmente inspirada en la de Gran Bretaña. Por razones obvias, se
excluye de este estudio toda referencia al territorio de los Mandatos o sometidos a fideicomiso, respecto
de los cuales –incluso en el caso de los Mandatos «C»– nunca se ha pretendido la anexión. Salvo referen-
cia en contra, utilizo los textos –ya viejos– publicados en Les Lois Organiques des Colonies, Bruselas,
1906-1927 (6 vols.) y, para los posteriores, el Annuaire de Documentation Coloniale Comparée, Bruselas.
En general, confróntese Moresco: Organisation politique et administrative des Colonies, Bruselas, 1936, y,
del mismo autor : Les rapports de Droit public entre la Metropole et les colonies, dominions et autres
territoires d’Outremer, en «Rec. des Cours», 55 (1936-I), y Van Asbeck: Le statut actuel des pays non
autonomes d’Outremer, en «Rec. des Cours», 71 (1947-1).
(7) La colonia británica se define «any part of H. M. dominions exclusive the British Islands...»
(Interpretation Act 1889, 52 & 53; Vict. c. 63, sec. 18-2), definición que, en principio, abarca los Dominios
excluidos por el Status of Westminster. Sobre el ejemplo que sigue, cfr. Tanganyka Independence Act.
1961, 10 y 11 Eliz. 2 c. 1, sec. 1-1.
(8) Real Decreto-ley de 20 de agosto de 1923 y Real Decreto-ley de 9 de enero de 1939, en los que
se consideran «parte integrante del territorio del Reino de Italia» las provincias líbicas del litoral.
(9) Ley de 17 de abril de 1889.
(10) Sobre la gestación del sistema, cfr. Randolf: Law and Practice of the Annexation, 1901.
Respecto del caso de Filipinas, confróntese Hackworth: Digest of International Law, Washington,
1940, I, p. 497. En general, para la práctica americana en la materia, confróntese Hackworth: Ib.,
pp. 477 y ss., y Whiteman: Digest of International Law, Washington, 1952, II, pp. 1321-1322,
(11) El ideal igualitario es más propio de los convencionales (Constitución de 1795-III, art.º 6.0,
cuyo espíritu recogen los constituyentes de 1848 (art.º 109 de la Constitución). Cfr. G. Martín: La doc-
trine coloniale en France en 1789, París, 1935.
(12) Portugal: Constitución de 1826, art.º 2.º, al que se remite el artículo 1.º del texto de 1911; hoy,
Constitución de 1933, art.º 1.º También, en Holanda, todas las Constituciones desde 1815.
(13) Cfr. Wigny: Droit constitutionnel, Bruselas, 1952, I, p. 77,
(14) Para la práctica, cfr. Kiss: Répertoire Français de Droit International Publique, París, 1966,
II, pp. 128 y ss., y las referencias allí dadas.
(15) Cfr. Gonidec: Cours d’institutions publiques africaines et malgaches, Licence, «Les Cours
de Droit», París, 1966-1967, pp. 59-60.
(16) Makarov: Régles générales du Droit de la Nationalité, en «Rec. des Cours», 74, 1949-I,
pp. 288-290.
(17) Cfr., respecto de estos casos coloniales, Makarov: Allgemeine Lehren des Staatsangehörigkeit
Rechts, Sttutgart, 1962, pp. 42 y siguientes. Respecto de los ciudadanos italo-líbicos, cfr. Real Decreto-ley
de 3 de diciembre de 1934.
(18) Sobre el problema de la nacionalidad, cfr. Boulbés: Droii francais de la Nationalité, París,
1956, pp. 36 y ss. En cuanto a la ciudadanía, cfr. Gonidec: Droit d’Outre-mer, París; 1960, I, pp. 418-421,
con referencias también a los diversos estatutos de Derecho privado.
(19) Cfr. el Decreto-ley de 9 de febrero de 1929 (texto en Annuaire, citado, 1929, I, pp. 515).
(20) Respectivamente, Decreto-ley 39.666, de 20 de mayo de 1954, Decreto-ley 43.893, de 6 de
noviembre de 1961 y Decreto 44.309, de 27 de abril de 1962 (textos en Diario Oficial). Cfr. Willensky:
Tendencias de la legislación ultra-marina portuguesa en Africa, Braga, 1968, pp. 193 y ss.
(21) Es interesante destacar la proporción de los asimilados en África Occidental Francesa: en 1959,
el 0,50 por 100 de la población (Gonidec: Droit d’Outre-mer, I, p. 120). En el Imperio Portugués, en 1950,
tras quinientos años de asimilismo, había 295.148 asimilados frente a 8.601.663 indígenas (Cordero:
Política colonial, Madrid, 1953, página 762, nota).
(22) Cfr. Lampue : «Les Constitutions des États africains d’expression française», en Rev. Juridi-
que et Politiquee, XV (1961), 4, pp. 515-516.

247
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

(23) Así lo prevén expresamente los textos constitucionales holandés, belga y portugués. También
las Constituciones españolas del siglo xix, salvo la de 1812, llegan a resultados análogos mediante el cri-
terio de la aplicación especial.
(24) Cfr. Willensky: Opus. cit. La Ley 2.048, de 11 de junio de 1951, lleva a cabo la integración
en el texto constitucional.
(25) Prelot: Institutions politiques et Droit Constitutionnel, París, 1963, pp. 230-231.
(26) Cfr. Wight: British Colonial Constitutions, Londres, 1952, página 40.
(27) Estos datos me han sido amablemente proporcionados por la Embajada de Portugal en Madrid.
(28) Cfr. Gonidec: Droit d’Outre-mer, I, pp. 420-421 y 423.
(29) Cfr. Yturriaga: Participación de la O.N.U. en el proceso de descolonización, Madrid, 1963, p. 73.
(30) Sobre la configuración europea de esta dinámica, cfr. Nippold : Le développement histori-
que du Droit International depuis le Congrés de Vienne, en «Rec. des Cours», 2 (1924-I), pp. 22 y si-
guientes. Ejemplos varios de distribuciones, territoriales en las colonias, en Cornevin: Histoire de
l’Afrique, II, pp. 532-533.
(31) Cfr. Bastide: «Le rattachement de Tende et la Brigue», en Rev. Générale de Droit International
Public, 1949, pp. 321-340.
(32) En Chandernagor, el Referéndum, autorizado y organizado por Ley de 27 de mayo de 1949 y
Decreto de la misma fecha, se celebró el 19 de junio y la cesión tuvo lugar por el Tratado franco-indio
de 2 de febrero de 1951. Cfr. Coret: «La cession de l’Inde Francaise», en Rev. de l’Union Française,
1955, pp. 577 y ss. y 697 y ss.
(33) El art.º 8.º de la Ley Constitucional de 16 de julio de 1875 exige la autorización mediante Ley
para la alteración de los limites territoriales, pero la práctica entendió que esta disposición no regía con
relación a las colonias incorporadas. Ejemplo, la decisión del Conseil d’Etat en el caso Villes de Cradaia
(1925), Recueil d’Arréts du C. d’E., 1925, p. 472.
(34) Resolución 1.541 (XV), de 15 de diciembre de 1960. Cfr. Robinson: «Alternatives to inde-
pendence», en Political Studies, t. IV, 3, páginas 225-249. Retrospectivamente, para un caso concreto, es
interesante R. Emerson: American’s Pacific dependencies: a survey of american colonial polticies and
administration and progress toward self‑rule in Alaska, Haway, Guam, Samoa and the Trust territory,
Nueva York, 1949.
(35) La Pradelle: loc. cit., p. 10.
(36) Moresco: Les rapports..., p. 531.
(37) Laband: Le Droit Public de l’Empire Allemand, París, 1901. tomo II, pp. 690-691.
(38) Biscaretti di Ruffia: Derecho constitucional (traducción española), pp. 109 y 6611 Esta
posición es tradicional en la doctrina italiana, a más del famoso Manuale, de Santi Romano, de autores
de muy distinta tendencia: Así, Castamagna: Elementi di Diritto publico fascista, Turín, 1934, XII, pp. 83-84,
y Crossa: Diritto Constituzionale, Turín, 1955 (4.ª ed.), p. 176. Sobre la raíz política de esta posición, cfr.
J. Harmand: Domination et colonisation, París, 1910.
(39) Biscaretti di Ruffia: Opus cit., p. 110: «derecho personal público del Estado sobre sí mismo
y derecho real público del Estado sobre el territorio dominado, que, en esta interpretación, no sería parte
del cuerpo político, sino cosa». Sin perjuicio de rechazar esta tesis, por antropomórfica, es preciso recono-
cer que responde plásticamente a la diferente posición del territorio, que se refleja en el Derecho español
con referencia, v. gr., a la Administración de Justicia en nombre del Jefe del Estado –en España– y del
Estado español –en las colonias–. Así, en Guinea, incluso durante la provincialización, cfr. Decreto de 16
de noviembre de 1961; respecto del A.O.E.,. confróntese Decreto de 23 de enero de 1953, art.º 1.º
(40) Précis de Droit des gens, París, 1932, I, pp. 76 y 146.
(41) Ibídem, pp. 7-8.
(42) Teoría general del Estado (traducción española), Buenos Aires, 1954, pp. 299-301.
(43) Précis..., p. 146.
(44) Utilizo la tipología de Strachey: The end of Empire, Londres, 1959. Cfr. Mesa (Roberto): El
colonialismo en la crisis del XIX español, Madrid, 1967; en especial, pp. 35 y ss.
(45) Es frecuente la afirmación de criterios asimilistas por vía de comparación polémica con la
práctica colonial británica u holandesa (v. gr., Blanco Herrero: Política de España en Ultramar, Madrid,
1888, pp. 192 y ss.), y el primer tratadista español de Derecho colonial moderno afirma paladinamente que
el territorio ultramarino es territorio nacional español [R. España (Gabriel): Tratado de Derecho adminis-
trativo colonial, Madrid, 1894, t. I, p. 12] ; pero opinión contraria mantuvo otro sector doctrinal respecto
al caso de Filipinas (Moret: El problema colonial contemporáneo, Madrid, 1879) y esta posición la hizo

248
13. TERRITORIO ESTATAL Y TERRITORIO COLONIAL ■

suya ante las Cortes el propio Gobierno –debo estas tres referencias a la amistosa generosidad del docto
Letrado del Consejo señor Cordero Torres–. Sin embargo, cuando se contempla la cuestión desde una
postura más aséptica, es notoria la ambigüedad. Así, para Colmeiro (Derecho administrativo español,
Madrid, 1865, tomo I, pp. 52-53): «el territorio español se compone de la Península e islas adyacentes y
los preciosos restos de los dominios de Ultramar. De éstos no hablaremos, porque como nuestro régimen
colonial constituye una legislación excepcional que llaman de Indias, fundada en la especialidad de los
intereses que allí prevalecen, forman también un estudio aparte»; y análogo criterio mantiene, v. gr.,
Ferran (Extracto metódico de un curso completo de Derecho político y administrativo, Barcelona, 1873,
p. 200). La misma ambigüedad es evidente desde un punto de vista no jurídico en una obra tan importante
como la de Macanaz: Principios generales del arte de colonización, Madrid, 1873, pp. 27, 36, 266 y ss.
Un discurso de Alejandro Oliván, recientemente exhumado por el profesor L. Martín Retortillo («Un
retrato y un discurso de Alejandro Oliván», en Revista de Administración Pública, núm. 57, págs 379-406),
pone de relieve la raíz de esta ambigüedad. Defendiendo la esclavitud, es decir, un sistema de trabajo liga-
do a los intereses de los colonos, dice Oliván: «Las posesiones españolas de Ultramar no son colonias,
pues no se hallan sujetas al sistema colonial o prohibitivo, son provincias de la Monarquía» (edición cita-
da, p. 389). «¿Quedará ya la más pequeña duda de que nuestras Leyes políticas, que sólo libertad y patria
respiran, no pueden serles aplicadas?» (ed. cit., p. 395).
(46) Así, una Circular de 27 de marzo de 1857 proscribe el término «colonial», por considerarlo
improcedente para las provincias de Ultramar, pero tal denominación pervive, incluso a nivel superior,
hasta 1898, cfr., v. gr., Real Decreto de 26 de noviembre de 1897 (Gaceta, del 27). Solamente los dos
textos constitucionales citados organizan la integración territorial en una forma político-administrativa
homogénea, ya centralizada, ya federal.
(47) Cfr. R. Mesa Garrido: «Algunos problemas coloniales del siglo XIX», en Revista Española
de Derecho Internacional, XLIII, (1965), 3, pp. 380 y ss.
(48) Sobre la teoría colonial del Estado nuevo ofrece interesante material el asombroso libro de
Castiella y Areilza: Reivindicaciones de España, Madrid, 1942. Cfr. Ley de 15 de mayo de 1945, art.º 1.º
(49) Es significativo el silencio de Cordero Torres: Tratado elemental de Derecho colonial espa-
ñol, Madrid, 1943. Una transición «asimilacionista» de los dominios americanos a los africanos en Posada,
Tratado de Derecho Administrativo, Madrid, 1897 pp. 280 y siguientes.
(50) Al definir constitucionalmente el territorio nacional en 1931 (artículo 8.º de la Constitución)
no se admitió la enmienda tendente a integrar en el mismo las posesiones de A.O.E. y A.E.E.; por el con-
trario, se incluían las plazas de Ceuta y Melilla (cfr. Pérez Serrano: La Constitución española de 1931,
Madrid, 1932, p. 84). Desde un punto de vista doctrinal, se conoce la doctrina de la calificación heterogé-
nea, cfr., v. gr., Useros: Derecho colonial, en «Nueva Enciclopedia Jurídica Seix», I, pp. 351-355.
(51) En la doctrina, sirva de ejemplo García Oviedo que, partiendo de la calificación heterogénea
(Tratado de Derecho administrativo, ed. 1957, II, pp. 349 y ss.),. considera que la provincialización eleva
dichos territorios «al rango del territorio nacional» (Tratado, edición 1962, II, p. 346). También la Juris-
prudencia, v. gr., Sentencia (A. T. Valencia) de 15 de enero de 1964; cfr. nota González Campos, en
Revista Española de Derecho Internacional, XIX (1966), 1, páginas 77-79, destacando la extraña pro-
vincialización «por razones de alta conveniencia nacional».
(52) «... territorio español o en territorio de colonias o protectorado» (Ley de 7 de junio de 1940,
art.º 1.º); «territorios coloniales o de protectorado» (Orden de 21 de noviembre de 1944); «... nuestros te-
rritorios de África, comprendiendo en esta denominación los territorios de Guinea Ecuatorial, Ifni, Sahara
y Protectorado español de Marruecos» (Decreto de 30 de septiembre de 1944, art.º 1.º); «... todo el terri-
torio nacional y en las zonas de soberanía de Marruecos y colonias» (Decreto de 29 de diciembre de 1948,
art.º 1.º), etc. El último texto citado pone de manifiesto que el territorio sometido a plena soberanía ‘puede
ser otro que el «nacional».
(53) Cfr. Orden de 4 de julio de 1949, Orden de 30 de abril de 1951, Orden de 12 de febrero de 1947,
art.º 16: (... territorios de soberanía y colonial», fórmula que la Orden de 18 de marzo de 1950 sustituye
por los nombres de Sahara e Ifni.
(54) Por ejemplo, cfr. Decreto de 9 de mayo de 1951, art..º 1.º
(55) «... territorio peninsular e insular español, así como en los territorios africanos» (Decreto
de 12 de junio de 1959, art. 1.º). Si este precepto se pone en relación con el art.º 1.º de la Ley de 26 de
diciembre de 1958 («... yacimientos en territorios nacionales constituyen el patrimonio inalienable e
imprescriptible de la Nación»), puede servir de argumento en favor de una pluralidad de calificaciones,

249
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

porque la diversidad de territorios no puede ser equivalente en Derecho a la dispersión geográfica, y así, el
texto reglamentario considera uno –español– los espacios peninsular e insulares.
(56) Cfr. sobre el tema J. R. Capella: El Derecho como lenguaje, Un análisis lógico, Barcelona,
1968, pág. 257 y ss.
(57) Ross: On Law and Justice, Londres, 1958, página 134.
(58) Desde el Real Decreto de 27 de noviembre de 1867, creador de las Comandancias.
(59) Así, al iniciarse en Guinea la autodeterminación en 1963, se sustituye la denominación de
«provincias» por la de «territorios» en algunos casos; sin embargo, las disposiciones que emanan de la
Administración propiamente colonial siguen utilizando el término de «provincia». Otro tanto se apunta en
el Sahara con el Decreto de 11 de mayo de 1967. El Decreto de 5 de diciembre de 1969 cambia de nuevo
el nombre a la Dirección General, llamándola de Promoción del Sahara.
(60) Aviso de 2 de enero de 1957 (B. O. del E. de 15 de enero).
(61) Exposición de motivos de la Ley de 30 de julio de 1959. Tal fue la interpretación habitual:
«... con esta Ley que desarrolla el Decreto de 21 de agosto de 1956» (Cola y Cordero: La evolución de
la España de Ultramar, en el volumen colectivo «El Nuevo Estado Español», Madrid, 1961, p. 186).
(62) Exposición de motivos de la Ley de 30 de julio de 1959. Análoga la fórmula de la de 19 de
abril de 1961, referente al Sahara.
(63) Cfr. Exposición de motivos del Decreto 3.160/1963, de 21 de noviembre. También hace refe-
rencia al Decreto de agosto de 1956 el Decreto de 4 de julio de 1958.
(64) «... un detenido examen de la génesis estructural de las formas constitucionales demuestra
indudablemente que el control jurídico y político de las competencias internacionales del Estado por los
órganos internos del mismo no tiene otro objeto que evitar que, por vía internacional, se atente a la distri-
bución de competencias que en el orden jurídico interno realiza la Constitución... las competencias inter-
nacionales y las competencias internas del Estado no son sino dos aspectos de una misma atribución de
potestad que en favor de las mismas instituciones realiza el ordenamiento jurídico, de manera que a quien
corresponde la competencia de legislar en lo interno corresponde la competencia internacional en materia
legislativa...» (caso de Guinea). Esta tesis encuentra apoyo en las novísimas formas constitucionales
(cfr. mi trabajo: «El Derecho Constitucional Internacional de los nuevos Estados», en Revista Española
de Derecho Internacional, XIX, 1966, 2, pp. 20-23). El proyecto constitucional español de 1929 –tan in-
fluyente en la gestación de la vigente Ley Orgánica del Estado– reserva a la Ley «la incorporación de un
territorio al territorio nacional» (art.º 63,5). El Consejo matizó esta doctrina con relación al vigente Dere-
cho español en el dictamen número 37.068, de 3 de julio de 1970.
(65) Ley Orgánica del Estado, art.º 3.º Sin embargo, ello no equivale a una prohibición formal de
enajenación del territorio, puesto que, según señala el Consejo de Estado en el mismo dictamen número
36.017, tanto este artículo como la Ley de 17 de mayo de 1958 no contienen normas, sino principios rec-
tores de la política estatal.
(66) Cfr. Venturini: La Portée et les effects juridiques des attitudes et des actes unilateraux des
États, en «Rec. des Cours», 112 (1964-II), páginas 367-368.
(67) Lo mismo puede decirse con relación al Sahara. A la petición inicial del Secretario General
(Doc. ONU A/C. V/331) siguió una dilación española (A/C. 4/SR. 670, 14 de diciembre de 1957, p. 95) y,
tras el Decreto «provincializador», la negativa (Cfr. Doc. ONU A/C. 4/385, 10 de noviembre de 1958;
A/C. 4/SR 832, 5 de diciembre de 1958; A/C 4/406, 5 de agosto de 1959). Ante la amenaza de un proyec-
to de resolución en el que se enumeraban los territorios no autónomos administrados por España y Portu-
gal (Doc. A/C 4/L 649) y tras una entrevista hispanolusitana a nivel de Ministros de Asuntos Exteriores
(marzo de 1961), España proporciona información y «de antemano y por su libre voluntad», según ya
había anunciado su representante (Cfr. A/C, 4/SR, 1046, pp. 289 y 291).
(68) Cfr. Chronique de Politique Etrangère, VI (1953), 6, p. 715,
(69) En cuanto a la Sociedad de Naciones; cfr. Doc. S. d. N. C. 422, M. 176, 1931, VI, relativo al
Irak. Respecto de las Naciones Unidas, confróntese Yturriaga, Opus cit., p. 88 con las referencias allí
contenidas.
(70) «... sujetos a tutela por cristiana y clarividente previsión de España» (Ordenanza del Gobierno
General de Guinea de 17 de marzo de 1953). Sobre el Patronato, cfr. Cordero Torres: Tratado Elemen-
ta1, cit., pp. 178 y ss.; posteriormente fue reorganizado por Decreto de 7 de marzo de 1952. El tema de la
misión civilizadora y tutelar es lugar común en las Exposiciones de motivos de Leyes y otras normas de
rango inferior, ya se trate de la ordenación financiera (Ley de 15 de mayo de 1945, art. 1.º), de una norma

250
13. TERRITORIO ESTATAL Y TERRITORIO COLONIAL ■

procedimental (Ord. G. G. de 9 de febrero de 1951), o de establecer un signo heráldico (Orden de 17 de


mayo de 1955).
(71) Cfr. Ley de 21 de abril de 1949.
(72) Cfr. Cordero Torres: Tratado Elemental, cit., p. 175. Es interesante poner en relación la
detención gubernativa con el trabajo forzado a través de la institución de brigadas disciplinarias de trabajo
(Circulares de 29 de octubre de 1949 y 22 de noviembre de 1949. Cfr. Ord. G. G. de 9 de noviembre
de 1953, art.º 1.º).
(73) Verbigracia, Orden de 12 de febrero de 1947, art.º 10,2.
(74) Cfr. Ord. G. G. de 22 de diciembre de 1954, art.º 3.
(75) Decreto 623/1960, de 7 de abril, Disposición final.
(76) Scelle: Précis..., I, p. 148.
(77) Cfr. Ibidem, p. 147, nota 1. En este sentido, es de destacar que la situación restrictiva de los
extranjeros –residuo de la vieja cláusula colonial– (cfr. Van Asbeck: Le régime des étrangers dans le
colonies, en «Rec. des Cours», 61, 1938, pp. 1-95) se hallaba tanto en A.O.E. (Orden de 27 de noviembre
de 1950) como en Guinea (Orden de 24 de octubre de 1947, prohibiendo el trabajo de extranjeros de raza
blanca; Ley de 4 de mayo de 1948, sobre el régimen de la propiedad territorial, art.º 7.º; Orden de 23 de
julio de 1948, prohibiendo establecer a los extranjeros empresas en la colonia; Orden de 30 de noviembre
de 1949, sobre participación extranjera en el capital de empresas coloniales). La liberalización de las in-
versiones no alcanza a estos territorios.
(78) Respecto de Guinea, Ord. G. G. 28 de diciembre de 1942 y las reformas ulteriores, en especial,
Circular de 16 de diciembre de 1965, sólo respecto de los nativos. En cuanto al A.O.E., a partir del Decre-
to-ley de 9 de abril de 1934, art.º 5.º, y de la Orden de 12 de febrero de 1941; art.º 14, la Orden de 23 de
octubre de 1954 –expresamente recordada tras la provincialización por la Instrucción de 11 de junio
de 1960– prevé la «concesión de autorizaciones».
(79) Cfr. Infra. No parece que se hayan publicado las Leyes de Asociaciones ni de Prensa, que, por
lo tanto, no regirán en aquellos territorios. El régimen de asociaciones se extendió por Orden de 13 de abril
de 1970.
(80) La adecuación no comienza hasta cinco años después de la provincialización –Orden de 3 de
julio de 1961–. Cuando se aborda el tema, la afirmación del principio de identidad no excluye. la modula-
ción especial de la legislación común –Orden de 20 de octubre de 1966, arts. 1.º, 2.º y 3.º– y el criterio de
«realidad laboral» –Orden de 17 de julio de 1968, art.º 1,1–, instrumentado mediante la potestad normati-
va del Gobernador General, permite el establecimiento de situaciones diferenciales –Instrucción. de 14 de
enero de 1969.
(81) En cuanto a Guinea, Ley de 30 de julio de 1959, art.º 4.º y Decreto de 3 de julio de 1964,
art.º 4,1; respecto de Sahara, Ley de 19 de abril de 1961, art.º 4.º
(82) Ley de Cortes art.º 2, II.
(83) Cfr. Instrucción de 29 de noviembre de 1966.
(84) Decreto de 3 de julio de 1964, arts. 3,1 y 44,1, a la luz del cual deben interpretarse los intereses
de la Ord. G. G. de 17 de marzo de 1953 y la Ord. G. G. de 18 de septiembre de 1954 –ambas relativas a
Guinea–.
(85) Utilizo esta categoría acuñada por Pérez Serrano (Estudios en honor del profesor Barcia
Trelles, Santiago de Compostela, 1958) y que introduce criterios de realidad en el análisis del vigente
ordenamiento.
(86) Cfr. Cordero Torres: «Las normas administrativas en las dependencias españolas», en
Estudios García Oviedo, Sevilla, 1954, página 364. Como antes las coloniales, las normas provincializa-
doras mantienen el principio de publicación especial (Ley de 30 de julio de 1959, art.º 2.º, y Ley de 19 de
abril de 1961, art.º 2.º), que opone estos territorios a la legalidad peninsular (art.º 1.º del Código Civil). De Cas-
tro, sin embargo, afirma, contra el tenor estricto de las normas, «los territorios a que se alude en el artículo
son los de plena soberanía española, comprendiéndose entre los territorios de Africa a todas las posesiones
de plena soberanía» (Derecho civil de España, I, p. 626).
(87) Ley de 30 de julio de 1959, Disposición adicional –respecta de Guinea–, y Orden de 12 de
noviembre de 1958 –respecto de Ifni y Sahara–. Cfr. Decreto de 31 de marzo de 1960, art.º 10 (Guinea) y
Decreto de 14 de diciembre de 1961, art.º 13.
(88) Principio de clandestinidad: ejemplo: no publicación en el «Boletín Oficial de la Colonia», de
acuerdo con lo dispuesto en el art.º 13 de la Ord. General de 1938, de la Ley de 15 de marzo de 1945,

251
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

sobre ordenación financiera de Guinea. Tampoco –ya en régimen de provincialización– se publicó, entre
otras, la Ley de Procedimiento Administrativo, que, sin embargo, se entendió siempre vigente.
Principio de anarquía normativa: ejemplo: la Orden de 16 de enero de 1962 declara aplicable a
Guinea, entre otras normas, el Código Civil, la Ley de Régimen Jurídico de Sociedades Anónimas, la Ley
de Hipoteca mobiliaria, la Ley de Aguas, etc., pero «todas las antedichas disposiciones se entenderán
aplicables en cuanto no se opongan a lo dispuesto en las Órdenes de esta Presidencia del Gobierno...». Los
casos podrían multiplicarse.
(89) Scelle: Précis..., I, p. 148.
(90) «Bajo la inmediata dependencia de la Presidencia del Gobierno» –Decreto de 31 de marzo
de 1960, art.º 2.º–. En cuanto a la evolución de este Centro, cfr. Cordero Torres: «Problemas de la Ad-
ministración a distancia: la organización metropolitana de las dependencias», en Revista de Administra-
ción Pública, núm. 3, pp. 28 y sigs: Por ello se dan ante este organismo los recursos de alzada y la avoca-
ción propia de la relación jerárquica.
(91) Decreto de 31 de marzo de 1960, art.º 7.º –respecto de Guinea–; Decreto de 10 de enero de 1958,
art.º 2.º –respecto de Ifni–; Decreto, de 14 de diciembre de 1961, art.º 8.º» –respecto de Sahara–. Es inte-
resante señalar que en el A.O.E. se exigía la previa comunicación a la citada Dirección General para la
entrada en dichos territorios de toda Autoridad a la que el Gobernador General no estuviese inmediata-
mente subordinado (Orden de 23 de noviembre de 1954, art.º 12).
(92) Así lo hace F. Martín González: «La división administrativa española y los acontecimien-
tos africanos: Cuatro nuevas provincias de régimen especial», en Rev. Est. Vida Local, XIX (1960), 114,
página 843.
(93) Decreto de 31 de marzo de 1960, arts. 9.º a 14 y 16 –respecto de Guinea–; Decreto de 10 de
enero de 1958, art.º 5.0 –Ifni–; Ley de 49 de abril de 1961, art.º 14, y Decreto de 14 de diciembre de 1961,
artículos 2.º y 15 a 22 –Sahara.
(94) Ley de 30 de julio de 1959, art.º 11, y Decreto de 31 de mayo de 1960, arts. 2.º y 14.
(95) Cfr. Decreto de 29 de noviembre de 1962, arts. 14, 29, 65,n, 66, 68...
(96) Cfr. Instrucción G. G. de 20 de marzo de 1962, art.º 3.º
(97) Orden de 28 de noviembre de 1968, que modifica la de 5 de diciembre de 1944.
(98) Merced a la composición paritaria de la Asamblea General: por las dos Diputaciones (De-
creto de 3 de julio de 1964, art.º 13). Confróntese el Reglamento de la Asamblea de 10 de octubre de 1964.
Todavía falta un estudio en profundidad sobre el funcionamiento del régimen de autonomía en Guinea
Ecuatorial, tema sobre el que prepara una investigación muy amplia el señor Gard, de la Universidad de
Los Angeles.
(99) Creada, por el Decreto 1024/1967, de 11 de mayo, que añadió un Capítulo XX al «Ordena-
miento de la Administración Local en el Sahara» de 29 de noviembre de 1962. Su composición es, en gran
parte, fruto de «elecciones libres» (= sufragio universal directo de los mayores de edad de las fracciones
nómadas, art.º 168). Sus competencias fundamentales son políticas: «1.º examinar y emitir dictamen en
todos aquellos asuntos de interés general del territorio; 2.º ser informada de las disposiciones con rango de
Ley o de Decreto que deben regir en el Territorio, pudiendo, a este respecto, formular las objeciones o
sugerencias que se consideren oportunas para su adaptación, a las necesidades del mismo; 3.º proponer al
Gobierno, por propia iniciativa, la adopción de las medidas y normas jurídicas necesarias para el cumpli-
miento y desarrollo de las Leyes del Estado» (artículo 173). Es evidente la analogía de este precepto con
el art.º 17 del Decreto de 3 de julio de 1964, referente a Guinea Ecuatorial.
(100) Tal ha sido la interpretación del propio legislador, al situar el régimen sahariano entre «la
diversidad de instituciones y de regímenes administrativo-económicos actualmente existentes en España,
las variedades económico-forales y la especial configuración de los Cabildos insulares» (Exposición de
motivos de la Ley de 19 de abril de 1961). Tal ha sido la posición unánimemente sostenida por los autores
que en España han abordado el tema.
(101) Ley de 30 de julio de 1959, art.º 13. «Aucune des slogans integrationistes n’a pu transformer
une société profondement différente de celle de la Metropole» [Flory: Loi Cadre, en «Encyclopedie Fran-
caise», X ed. 1964, pp. 68,a)].
(102) En Guinea, por el Decreto 623/1960, de 7 de abril; en el Sahara, por el ya citado de 29 de
noviembre de 1962. En este segundo caso, la organización municipal no es continua. Atendiendo a lo
dispuesto en la Ley de Régimen Local, art.º 1.º (cfr. Reglamento de Población y Demarcación, de 17 de
mayo de 1952), la Sentencia (Audiencia Territorial de Pamplona) de 19 de octubre de 1965 afirmaba que
«el territorio nacional se divide en su integridad en términos municipales y no en términos municipales, de

252
13. TERRITORIO ESTATAL Y TERRITORIO COLONIAL ■

una parte, y, de otra, en territorios de dominio público, pues tal tesis... llevaría al resultado absurdo, y por
ello rechazable, de que las zonas demaniales no integran el territorio del Estado español», con lo que
permitía concluir que el territorio nacional era exclusivamente territorio municipalizado, de acuerdo con
la Ley de Régimen Local y con la tradición constitucional, excluyendo, por lo tanto, los territorios extra-
vagantes africanos; sin embargo, el Tribunal Supremo, al confirmar la Sentencia citada, puntualizó que
«... el territorio nacional en la Península e islas adyacentes está totalmente distribuido en términos muni-
cipales contiguos entre sí» (Sentencia de 2 de octubre de 1967), dando a entender de esta manera que
fuera de dichas zonas, había territorio nacional ajeno a la organización municipal. El «fetichismo de los
kilómetros cuadrados» de que hace gala el señor Cordero Torres –ponente de dicha Sentencia– (Tratado,
p. 7), tal vez no sea ajeno al tenor de la Sentencia, manifiestamente contraria a los términos de la Ley de
Régimen Local.
(103) Cfr. García de Enterría: La Provincia en el Régimen Local español, recogido en su libro
«Problemas actuales del Régimen Local», Sevilla, 1957. Por ello, no creo procedente tomar el régimen
autonómico de Guinea Ecuatorial como piloto para la necesaria regionalización de España, como propone
Montoro Puerto: «La región ecuatorial y las provincias españolas», en La Provincia, Barcelona, 1966,
II, páginas 115-128.
(104) Merkl: Derecho administrativo, traducción española, Madrid, 1935, p. 432.
(105) Como antecedente colonial baste citar la Ord. General de 1938, arts. 10 y 11. Como ejemplo
concreto y posterior a la provincialización, el Convenio entre la Federación de Nigeria y la provincia de
Guinea sobre reclutamiento de braceros (Boletín Oficial del Estado de 1 de octubre de 1957).
(106) Cfr. Flory: Loc. cit., p. 69-a.
(107) Kelsen: Teoría general del Estado, traducción española, página 219. En cuanto a la evolución
doctrinal, cfr. Schoenborn: La nature jurídique du Territoire, en «Rec. des Cours», 1929, IV, pp. 85-189.
(108) Verbigracia: Constitución de Marruecos de 1970, art.º 19; Constituciones de Pakistán de
1956, art.º 203, y de 1962, art.º 221. Como ejemplo de un Estado dividido, Constitución de la República
Democrática del Vietnam de 1959, art.º 72.
(109) Tratado de Derecho Internacional Público, traducción española, ed. 1967, p. 72.
(110) «... convencida de que todos los pueblos tienen un derecho inalienable a la libertad absolutas
al ejercicio de su soberanía y a la independencia de su territorio...» (Res. A. G. 1.514 (XV) del 15 de di-
ciembre de 1960).
(111) Sobre este aspecto, cfr. Gottmann: La politique des États et leur geographie, París,
1952, pp. 70-120. Así parece intuirlo Colmeiro cuando dice: «El ciudadano dentro del territorio nacional
vive como el hombre privado en la casa que habita y en el campo que cultiva» (Derecho administrativo
español, 1, p. 47).
(112) Contribution a la Théorie Générale de l’État, I, p. 4, nota 4.
(113) The Approach to Selfgovernment, Londres, 1958, p. 58.

253
14. EL TERRITORIO NACIONAL COMO ESPACIO MÍTICO
(Contribución a la teoría del símbolo político)

«La vida se agosta si se abandonan los templos de los


dioses y las tumbas de los antepasados».
(Plutarco, Temístocles, 9)

INTRODUCCIÓN

Quienes nos asomamos al Derecho Constitucional Comparado a través


de la obra ejemplar de Manuel García-Pelayo, admiramos al geógrafo de los
sistemas jurídicos, expositor de rigor metodológico tanto más apreciado cuan-
to que su obra apareció en un medio y una época en la que los estudios de
derecho público eran sofocados por la maleza político-lógica, ya pseudofilosó-
fica, ya pseudopositivista.
Sin embargo, García-Pelayo supo ver cómo «toda construcción y modifica-
ción del derecho procede primeramente de lo que hay antes y detrás del derecho,
de le que condiciona» (1). Precisamente, una de estas dimensiones que sostienen
y condicionan el mundo jurídico son los factores irracionales, tema de dos bellas
monografías del autor a quien estas páginas se dedican (2). En ellas se señala,
siguiendo la Filosofía de las formas simbólicas de Cassirer, la coexistencia Del
Mito y la Razón en el pensamiento político, según corresponde a dos maneras de
instalación en el mundo, a dos formas de conocimiento y operación sobre los
objetos. Así, por ejemplo, señala nuestro autor (3),cómo entre los británicos o en
la Hungría prerrepublicana la racionalización jurídica de la Corona, instrumento
legal, no excluye la noción mítica de la misma, destinada a operar en el campo
emocional. Sin embargo, este enfoque lleva a mantener un paralelismo de las

255
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

formas de expresión e incluso a rehabilitar o, lo que es inverso pero análogo, a


condenar un extraño y peligroso lenguaje de lo inefable (4).Reprimido por la
Razón en el imperio de lo oculto, «el mito sigue siempre ahí, acechando en la
tiniebla, esperando su hora y su oportunidad» (5).
La experiencia cotidiana y, en este caso, el derecho y la política compa-
rados demuestran, por el contrario, cómo razón y emoción aparecen íntima-
mente entremezcladas –¿Acaso la corona británica en el status of Westminster
es una figura plenamente racional?–. Cuáles son los límites, a veces pasmosa-
mente estrechos, de la fecunda racionalización del poder y, en fin, cuán equí-
voca, insegura y reversible es la senda que va del Mitos hasta el Logos. Ambas
categorías no son ni paralelas en una morfología del pensar ni sucesivas en su
historia. Los más recientes análisis fenomenológicos de las experiencias natu-
rales y culturales nos los muestran como estratos superpuestos (6),no tanto
porque el «logos» supere al «mito» sino porque éste cimienta a aquél por do-
quier, incluso en una esfera tan racionalizada como es el derecho.
La finalidad de las páginas que siguen es comprobar esta tesis tomando
lo que Husserl denominaba «conciencia de ejemplo», es decir, el examen de
un problema general a través de un tema concreto, en el análisis de una de las
categorías clásicas de la clásica Teoría del Estado, el territorio.
En efecto, el territorio, tanto por lo que es –elemento del Estado en senti-
do estricto y ámbito de su competencia en sentido amplio– como por lo que no
es –espacios en los que el Estado ejerce competencias específicas de diferente
índole– (7),ha sido tematizado hasta la saciedad por los estudiosos del derecho
público y convertido en una categoría sumamente racional. Sin embargo, las
articulaciones de esta categoría, v. gr., la distinción de las dos acepciones del
territorio mencionadas, no pueden ser explicadas por y desde la pura raciona-
lidad y sí, en cambio, desde el campo simbólico. Para comprobarlo examina-
remos, en primer lugar, la decantación doctrinal del concepto jurídico del
territorio estatal y los problemas planteados por esta misma decantación (I);
esbozaré, en segundo término, una interpretación de dicho territorio como
«espacio mítico» (II); y aplicaré, por último, los resultados así obtenidos tanto
a reconstruir una teoría jurídica del territorio en que la razón aparezca fundada
por la realidad emotiva, como a deducir unas tesis generales sobre los símbo-
los políticos que pueda, en su día, servir de jalón a la Crítica de la Razón Mí-
tica (8) todavía in fieri (III).
Si, al decir de Heidegger, cuanto más grande es un pensador más impor-
tante es la parte impensada de su obra de pensamiento, nada mejor, para rendir
el merecido homenaje a Manuel García-Pelayo, que proseguir, allende sus
obras pioneras, las líneas en ellas incoadas.

256
14. EL TERRITORIO NACIONAL COMO ESPACIO MÍTICO... ■

1. LA CONCEPCIÓN JURÍDICA DEL TERRITORIO

Tres son las principales interpretaciones jurídicas del territorio estatal:


Las doctrinas de la propiedad, o del objeto; las doctrinas de la calidad, o del
elemento; las doctrinas de la competencia (9).
Para las primeras, el territorio es objeto de un derecho real del Estado. Su
último y más agudo representante, Donati, afirma: «la potestad de imperio del
Estado no es una sola potestad... sobre el mundo exterior. Junto a la potestad
de imperio como potestad sobre los individuos se halla, distinta, la potestad de
dominio territorial como potestad sobre el territorio» (10).
Para la segunda el territorio es un «momento» del Estado, «un elemento
constitutivo de su estructura» (11) ... y no es su menor argumento la fácil crí-
tica que puede hacerse a la tesis dominicalista atendiendo a la imposibilidad de
mantener la identidad del Estado en el supuesto de un cambio total o, lo que es
más probable, una pérdida del territorio. En la medida en que éste es esencial
al Estado no puede oponerse como un objeto a un sujeto sino que, ajeno al
haber estatal, corresponde más bien al ser del Estado.
Por último, en la medida que la teoría de la calidad considera al territorio,
en expresión de Jellinek, como «al mismo Estado en su limitación territorial» (12),
de manera que en modo alguno es objeto de la dominación estatal, sino «lími-
te espacial de esta dominación» (13), se abre paso la doctrina de la competen-
cia, iniciando paralelamente por Radnitzky y Duguit (14) a comienzos de siglo
y, de acuerdo con la cual, el territorio no es el elemento de una inexistente
personalidad, sino, al decir de los debeladores de esta personalidad, «el límite
de la acción de los gobernantes» (Duguit), o, para la Escuela de Viena, el «es-
pacio de vigencia del orden jurídico» (Kelsen). En esta línea el más ilustre
representante de dicha Escuela en este campo, Alfredo Verdross (15), saca la
consecuencia de la tesis kelseniana sobre la primacía del orden internacional y
concluye definiendo al territorio como ámbito espacial sobre el cual el derecho
internacional reconoce al Estado soberanía territorial.
Ahora bien, esta noción técnico-jurídica, en muchos aspectos hoy domi-
nante, es notoriamente insuficiente a la hora de explicar fenómenos de raíz
política, pero cuya juridicidad es indudable, como la heterogénea calificación
del territorio y las diversas manifestaciones de su infungibilidad.
Si en principio el territorio es el ámbito de la soberanía estatal, no se ex-
plica la distinción avalada por la doctrina y la práctica universales entre el terri-
torio metropolitano y el territorio colonial, máxime cuando se trataba de colo-
nias en el sentido estricto y no de otras formas de territorio no autónomas (16).
Se ha pretendido que la diferencia entre uno y otro ámbito de la misma sobera-

257
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

nía estatal radica en las diferentes competencias fácticas que en cada uno de
ellos ejerce el Estado (17). Sin duda esto es cierto y a la hora de saltar por enci-
ma de las denominaciones y atender a las condiciones de un territorio, es piedra
de toque la condición jurídica de sus habitantes, pero detenerse en tal explica-
ción es responder la cuestión con otra nueva, puesto que cabe preguntarse el
porqué las competencias difieren en ámbitos distintos. En el fenómeno colonial
ello podía explicarse, porque en términos de Scelle (18), «la colectividad colo-
nizada es distinta de la colectividad metropolitana» y en consecuencia «los sis-
temas jurídicos de ambas comunidades son necesariamente diferentes porque
se dirigen a grupos cuyas necesidades se encuentran recíprocamente en las an-
típodas». Pero ni ello ocurre, necesariamente, siempre, ni la explicación es vá-
lida en aquellos supuestos, ajenos al mundo colonial, en los que existe una
pluralidad de territorios sin que se dé una pluralidad de poblaciones.
Tal es, precisamente, uno de los casos típicos de la categoría de «fragmen-
to de Estado», hoy en vías de resurrección (19). Basta pensar en el Reino de
Croacia desde 1868 hasta 1918, y actualmente en Escocia y el País de Gales.
En todos estos casos existió y existe un territorio propio, pero no hubo en el
Reino de Croacia una específica naturaleza croata, de la misma manera que en
Gran Bretaña no hay sino una sola nacionalidad británica (20). De hecho, otro
tanto ocurre en el llamado Estado Federal Unitario, donde la nacionalidad es
única y el ejercido del derecho electoral en un determinado país depende de
esta nacionalidad única más el criterio de la simple residencia (21).
En todos estos casos está fuera de dudas que existe un territorio bávaro o
escocés, dotado de una entidad infungible, como hasta 1918 existió un territo-
rio nacional croata (22), pero ello no puede explicarse como lo haría Jellinek o
Romano en atención a un peculiar pueblo bávaro, escocés o croata, que no
existe como tal. La diversidad de tales territorios es independiente, hoy, de la
existencia de un solo pueblo alemán o británico, como ayer lo fue de una sola
ciudadanía húngara.
En consecuencia la heterogeneidad de territorios sometidos a una única
soberanía estatal, es incompatible con la interpretación del territorio como
mero ámbito competencial.
Por otro lado, la teoría de la competencia se ha afirmado señalando que
un territorio concebido como elemento de la personalidad del Estado no sería
susceptible de cesión sin alterar la naturaleza de aquél, lo cual contradice la
práctica general de los Estados (23). Sin embargo, no resulta infrecuente que
las constituciones de cada Estado prohíban la cesión territorial o la sometan a
especiales condiciones de rigidez e incluso delimiten ellas mismas el territorio
nacional sometiendo, por tanto, su alteración al procedimiento de revisión

258
14. EL TERRITORIO NACIONAL COMO ESPACIO MÍTICO... ■

constitucional (24). Ciertamente estas garantías son irrelevantes frente a terce-


ros o al menos no podrán ser invocadas más que en los términos generales en
que la violación de las normas internas reguladoras del poder exterior pueden
viciar el consentimiento del Estado (25). Pero, en todo caso, revelan la inter-
pretación que el propio Estado hace de su territorio. Curiosamente, estas ga-
rantías no se extienden a todo el territorio soberanamente administrado por el
Estado, sino sólo a una parte del mismo al que aparece íntimamente vinculado
y que se considera territorio nacional. Incluso, cuando se trata de su defensa,
se distribuyen de manera distinta las competencias de los órganos del Estado,
y disminuyen los controles sobre el ejecutivo como si la salvaguarda de este
mero ámbito de competencia fuera ley suprema, mientras que el mismo ata-
que, realizado contra ámbitos de las mismas competencias, no da lugar a esta
situación de urgencia o excepción (26). Si el territorio nacional no es más que
una dimensión cuantitativa de la competencia estatal, es difícil de explicar por
qué una parte se configura como vinculada y otra puede considerarse objeto de
libre disposición; por qué la defensa de la primera es, como la misma salvación
del pueblo, ley suprema, y por qué la otra se rige por principios de mayor me-
canicidad y racionalidad.
Por último, existen casos en los que el Estado reivindica, incluso consti-
tucionalmente (27), un determinado territorio, no como ámbito cuantitativo de
su competencia, ni porque pretenda ejercer su imperio sobre quien en tal terri-
torio habita, sino porque lo estima valioso en sí mismo con independencia de
su dimensión, noción fundamental en una interpretación del territorio como
ámbito, o de su utilidad material, noción fundamental en una interpretación del
territorio como objeto. Desde esta perspectiva el territorio así reivindicado
aparece estrechamente vinculado al ser de Estado que se encontraba incomple-
to mientras dicho territorio se mantenía irredento.
Más aún, si como afirma Verdross, el territorio es el espacio atribuido por
el orden internacional a la competencia del Estado, es lógico que del respeto
mutuo a la integridad territorial se haga principio rector de la vida internacio-
nal, por la Carta de las Naciones Unidas, pero será absolutamente inexplicable
e ilógico el que la práctica de esta organización amplíe su tutela a casos en que
se afirma, frente a la actual distribución de competencias, el valor de la integri-
dad territorial del Estado que todavía no existe, esto es, de un pueblo en vía de
autodeterminación (28).
Sin duda, la práctica internacional contemporánea exige para la atribu-
ción del territorio a la competencia del Estado su ejercicio efectivo, aunque no
falten síntomas de decadencia de este principio, pero no es menos cierto que la
vieja tesis de la ocupación simbólica sigue latiendo en el supuesto no frecuen-

259
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

te, pero tampoco excepcional, de títulos históricos, residuo de derechos más


antiguos que los vigentes, creados por la aquiescencia, en cuanto que la protes-
ta de un Estado impide que se consolide respecto de él una determinada situa-
ción jurídica (29). Se trata, pues, de la afirmación de un derecho que interrum-
pe la prescripción de terceros y que no exige la posesión de facto.
En todos estos casos, muy frecuentes en la práctica internacional y com-
parada, y cuyas implicaciones son de importancia suma, el territorio no apare-
ce como la delimitación espacial de una competencia, es decir, una medición
cuantitativa, sino como un valor cualitativo vinculado a un concreto «lugar».
Se da lo que Scelle denominaba sin poder explicarlo, obsesión por el territorio.
No es la teoría de la competencia ni por supuesto la vieja tesis dominica-
lista el instrumento capaz de explicar estos fenómenos y, por lo tanto, deben de
ser desechadas, puesto que la única e indispensable exigencia que de una teo-
ría jurídica puede y debe predicarse es su capacidad para explicación lógica de
los hechos. No es lícito, como resulta frecuente en muy respetables sectores
doctrinales, acantonar la validez de la explicación teórica a una sola perspecti-
va, normalmente la de la propia disciplina jurídica, reconociendo su insufi-
ciencia a la hora de dar cuenta de otros aspectos no menos jurídicos del mismo
fenómeno y sirvan de ejemplo los brevemente enunciados más atrás.
Sin embargo, antes de ensayar un retorno hacia la doctrina de la cualidad,
es útil atender al denominador común de los fenómenos descritos. Todos ellos
tienen un profundo contenido político y remiten a la dimensión «integradora»
que Rodolfo Smend señalara como substancia del Estado y de su derecho
constitucional. Ahora bien, para Smend (30), el Estado y sus elementos, el te-
rritorio entre ellos, «son» sólo en la medida en que «integran», y estos factores
de la integración, momentos de la existencia estatal, sólo se comprenden en la
trama de vivencias en que la realidad social consiste. Es preciso, por lo tanto,
atender a esas vivencias, al «territorio» tal como se vive, y ello es lo que nos
lleva a su consideración emotiva.

II. LA CONCEPCIÓN MÍTICA DEL TERRITORIO

E. Cassirer (31) ha puesto de relieve a través de laboriosos análisis las


diferencias entre espacios matemático, mítico y perceptivo. Aquí sólo interesa
destacar las características del segundo. Ante todo, el espacio mítico es antro-
pométrico: en él, el hombre se sitúa y autolimita frente a la naturaleza. Ello
lleva a dos consecuencias fundamentales. Por una parte, el espacio mítico,
como el espacio perceptivo y a diferencia del espacio matemático, es un espa-

260
14. EL TERRITORIO NACIONAL COMO ESPACIO MÍTICO... ■

cio heterogéneo. No hay diferencia entre posición y contenido, de modo que


cada ente se define por el sitio que ocupa en la síntesis cósmica espacializada.
Si la representación cósmica del espacio es, en la terminología de Cassirer, una
elaboración simbólica, nosotros podemos decir que la visión mítica del mundo
es una representación cartográfica, esto es, espacializada, de cuanto existe, sea
real o no.
Esta heterogeneidad da lugar a que el espacio mítico sea cualitativamen-
te valorado, esto es, objeto de una carga energética; pero el fundamento de esta
valoración cualitativa consiste en que el antropometrismo supone referencia a
una situación límite, aquellas conceptualizadas en lo que Heidegger llama
«existenciales» y que el hombre ha de resolver situándose en el cosmos. Por
ello, el espacio mítico, como hogar o raíz, o centro, o pilar, o escala, o tantos
signos más de que la fenomenología de la religión da cuenta (32), no es una
magnitud meramente física sino, ante todo, una magnitud emocional o, en len-
guaje kantiano, una magnitud intensiva, esto es, aquellas que se obtienen apli-
cando a las intuiciones puras –espacio–, no las categorías de calidad –exten-
sión–, sino las de calidad –energía–. La psicología profunda ha ilustrado cómo
esta noción apriórica puede extrapolarse más allá de la física.
De otro lado, el espacio mítico es, frente al espacio perceptivo y como el
espacio matemático, un espacio metaempírico. Esto es, no se trata, como en
aquél, de un «sitio» determinado por la presencia, sino de una ordenación es-
pacial del cosmos todo. Pero esta ordenación no se obtiene, como en el espacio
matemático, de un modo genético formal, es decir, engendrado a partir de sus
elementos de acuerdo a una regla determinada –punto, línea, plano, etc.–, sino
que aparece como una relación de inherencia estructural en la que cada parte
reproduce el todo y viceversa. De aquí que, como señala Merleau-Ponty (33),
lo simbólico en cuanto tal, y por ello el espacio simbólico, sea reversible.
Pues bien, todas estas características aparecen en el Territorio Nacional,
incluso cuando esta noción se depura a través de la Teoría del Estado y del
Derecho Público. Más aún, las categorías de aquélla y las técnicas de éste no
hacen sino reflejar esta naturaleza simbólica,
El territorio nacional no es un mero soporte espacial del poder estatal.
Basta para comprobarlo, observar la diferencia que media entre la concepción
del territorio propio del viejo principio del equilibrio, cuando cada milla, como
cada alma, resultaba perfectamente mensurable y fungible con las demás y la
nueva idea de territorio como «solar propio» vigente tras el triunfo del princi-
pio de las nacionalidades. El grupo expresa con su territorio, a través de térmi-
nos espaciales, lo que no es espacial: su propia identidad.

261
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

Buena prueba de ello es el que en las relaciones internacionales, antes de


surgir el principio de las nacionalidades, el territorio sometido al Estado era,
en razón inversa a su protonacionalidad, mero soporte de poder, regido, como
magnitud cuantitativa, por el principio del equilibrio. Así, tras el incumplido
Tratado de Madrid (1526), los Estados de Borgoña protestaron de su separa-
ción de la Corona de Francia y ello es prueba de la protonacional emergente
frente a los derechos dinásticos que en su favor podía alegar Carlos I; pero
todavía dos siglos después el Emperador José II se proponía canjear sus pose-
siones de Flandes por Baviera al Príncipe Elector de este país, y sabido es
cómo durante el período napoleónico funciona el principio de compensación
territorial allende la frontera francesa. Fue la interpretación nacionalista del
territorio, es decir, su toma en consideración como uno de los elementos iden-
tificatorios de la comunidad, la que transforma al mismo, ya poseído, ya rei-
vindicado, en una magnitud intensiva, afectivamente cualificada, que deja de
ser homogénea con los demás y por ello mismo fungible. La integridad terri-
torial llega a ser, de esta manera, un dogma irrenunciable y los territorios per-
didos se convierten en horizonte de permanente reivindicación, «herida siem-
pre abierta» que la literatura e incluso la cartografía no dejan cicatrizar (34);
aspiración territorial jurídicamente calificada como tal.
El principio del equilibrio no rige ya entre estas magnitudes que por lle-
var una carga afectiva dejan de ser homogéneas. Así la expansión colonial no
compensa a Francia de la pérdida de Alsacia-Lorena ni Libia a Italia de los
irredentos territorios del norte. Por el contrario, en el mundo colonial, donde
no rige el principio de las nacionalidades, se aplica el equilibrio entre territo-
rios suceptibles de intercambio y respecto a los cuales caben derechos de pre-
ferencia (35). Cuando el nacionalismo hace aparición en este campo, surgen
los mismos fenómenos de reivindicaciones e irredentismos propios de la Euro-
pa Nacional y hasta los límites administrativos de las colonias se cargan de
afecto nacionalista. Basta recordar la constitucionalización de las fronteras
determinadas por el uti possidetis (36). Es pues, la visión nacionalista la que
convierte en nacional el territorio como a los demás aspectos de anatomía na-
cional. En ello consiste el antropometrismo del territorio nacional.
Esta característica antropométrica explica la radical heterogeneidad del
territorio nacional respecto de cualquier otro espacio, incluso cuando ambos,
como quedó señalado atrás, son desde el punto de vista jurídico límite de la
misma competencia estatal. Porque el territorio, merced al cual la comunidad
se identifica frente a terceros, es un espacio vital, y como señala el autor al que
estas líneas van dedicadas, éste «no es algo que nos sea exterior sino algo que

262
14. EL TERRITORIO NACIONAL COMO ESPACIO MÍTICO... ■

penetra en el interior de cada uno de nosotros mismos... y contribuye a confi-


gurarle de una determinada manera» (37).
A su vez esta heterogeneidad da cuenta de su valoración cualitativa, es
decir, de su magnitud afectiva y García-Pelayo ha puesto de relieve que la
propia tierra, al igual que en las concepciones míticas, aparece como, la loca-
lización de un espíritu, el genius loci vinculado al propio ser y que ni puede
habitar fuera de ella ni abdica de su celo por ella (38). Por todo ello, el territo-
rio nacional se limita a un espacio único, pleno frente al vacío exterior, califi-
caciones éstas de todo punto ajenas a la geometría y de las que solamente es
capaz de dar cuenta la fenomenología de los sentimientos y de su expresión
poética (39). Por eso, a su vez, el territorio nacional es infungible y ello expli-
ca que frecuentemente el derecho constitucional lo califique de inalienable.
De otro lado, el territorio nacional, frente al carácter perceptivo de los
demás espacios afectivos, desde el seno materno a la propia casa y la propia
tierra, es un espacio metaempírico. Sus límites no los determina la geografía
sino la historia, es decir; una, reconstrucción ideal tanto del pasado como del
futuro. El establecimiento de las fronteras antiguas y modernas («cierre de los
Estados», catecsis nacionalista del uti possidetis), la misma noción de «fronteras
naturales», mera consecuencia de una unidad nacional reivindicada a priori,
confirman sobradamente lo dicho.
Vidal de la Blanche y Ancel, en trabajos ya clásicos (40), han señalado
cómo no es la naturaleza sino la historia quien fija, entre las naciones, fronteras
sedicentemente naturales. El mundo prenacional conoció las fronteras que La-
visse denominó «blandas». El nacionalismo las endureció, pero no sólo por-
que el Estado consolidara simultáneamente sus competencias, sino porque en
ellas se delimitaban dos identidades nacionales. Por ello, la frontera conserva
su importancia emotiva incluso cuando, como ocurre hoy, se hace osmótica y
el derecho fronterizo se convierte en un derecho de vecindad (41).
A la vez, el territorio nacional es un espacio que excede con mucho al
lugar al cual el nacimiento o la vecindad vinculan, esto es, la lealtad felina de
la que tan frívolamente hablaba Carlton Hayes (42) como ingrediente del pa-
triotismo. Más aún, históricamente, el territorio se constituye como nacional
cuando, lenta o súbitamente, los vínculos con el lugar y la oposición corres-
pondiente con los lugareños del villorrio cercano se diluyen en una entidad
que, por su amplitud, escapa necesariamente a toda sensibilidad física; cuando,
por ejemplo, al decir de los franceses de 1789, «no hay ya provenzales, ni bre-
tones, ni hijos del Delfinado, sino leales súbditos de un mismo Imperio». La
lucha de los más recientes nacionalismos contra las fidelidades étnicas y loca-
les, obstáculos a salvar para construir una nación, abunda en los mismos tópi-

263
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

cos. También aquí puede recordarse el paralelismo entre esta configuración de


territorio nacional y la plena homogeneidad interior de los espacios afectivos.
Sin embargo, la inherencia estructural del todo y de las partes, y la con-
siguiente reversibilidad del territorio nacional comprobada a través de los irre-
dentismos y del mismo principio, jurídicamente consagrado, de la integridad
territorial, demuestra que el carácter metaempírico señalado no es de orden
matemático sino simbólico. El espacio matemático es divisible hasta el infini-
to; por el contrario, un espacio mítico, como el Territorio Nacional, es absolu-
tamente indivisible y por ello, su mutilación, incluso cuando afecta a la más
pequeña de sus partes, equivale a su pérdida. Así, el nacionalismo francés de
principios de siglo consideró la recuperación de Alsacia-Lorena como requisi-
to indispensable para el restablecimiento nacional, el nacionalismo indio de
los años cincuenta exigía la integración de los minúsculos enclaves portugue-
ses, y España proclama su derecho sobre Gibraltar (43).
¿Qué es lo que convierte en espacio mítico la materialidad del territorio?
Sin duda alguna, la potencia simbólica de la comunidad, que se afirma como
un ente terrícola y carga su sede de afectos colectivos. No faltan paralelismos
en otras especies animales, hasta el punto de que cabría hablar del imperativo
territorial como a priori biológico. El espacio es así condición de toda comu-
nidad que, desde la pareja más primaria, exige para constituirse un asenta-
miento territorial.
Pero aquí no interesa sino el territorio nacional convertido en tal por la
carga afectiva que el nacionalismo supone. En la fase protoestatal de Occiden-
te el territorio adquiere paulatinamente un relieve corporativo. En la Alta Edad
Media la terra era la comunidad de señores efectivos de la tierra que viven de
acuerdo con el mismo derecho del lugar y mantienen allí la paz. De esta comu-
nidad de derecho y paz surge la conciencia de pertenecer a un mismo país (44).
Cuando la sociedad feudal es superada por la organización estamental y corpo-
rativa surgen por doquier las comunidades territoriales (las universitates terrae
del derecho inglés) y, para reducirnos al ámbito hispánico, basta recordar
cómo, al menos desde Alfonso X, la tierra propia «que llaman en latín patria»
(Partida l.ª, I, 2.ª), adquiere relieve corporativo como elemento de la totalidad
política en la cual «los omes han mayor sabor de vivir e morar» (IIª, XI, 1.ª) y
con el cual «por nascer en ella» tienen la mayor obligación (IIª, XX, 1.ª). Otro
tanto ocurre en la Corona de Aragón, y por toda Europa abundan los paralelis-
mos (45). La disolución, en fin, del orden corporativo a partir del Renacimien-
to, redundó en un fortalecimiento del Estado territorial (46).
Ciertamente, una consideración histórica del territorio estatal no deja lugar
a dudas sobre su inicial condición de objeto de un derecho real, concepción esta

264
14. EL TERRITORIO NACIONAL COMO ESPACIO MÍTICO... ■

que perdura hasta muy entrado el siglo xix y aún más adelante» (47). Pero ello
es así en virtud, precisamente, de las reminiscencias feudales que perduran junto
con el antiguo régimen y sus residuos. Ahora bien, los derechos reales feudales
poco tienen que ver con las asépticas categorías jurídicas construidas por los
pandectistas. La tierra es la carne del feudalismo como la relación de vasallaje es
su sangre y su espíritu. La tierra no es sólo objeto de una relación, sino que su
condición reviste gran importancia y llega a objetivizarse e independizarse de su
propietario que, inversamente, recibe de ella su status. De esta manera, la adqui-
sición de tierras nobles ennoblece, como la propiedad de tierra plebeya somete a
obligaciones de pechero e, incluso, ya entrado el siglo xviii, para ser un rey sin
superior, el de Prusia necesita un territorio exterior al Imperio Germano (48).
El territorio funciona, pues, como expresión espacial, física, del cuerpo
político. Es allí y no en el poder donde radica la unidad política. Cuando este
cuerpo político lo constituyen el rey y los estamentos o su valentior pars, «rey
y nobles» (49), no es de extrañar que el territorio de la comunidad se constitu-
ya sobre categorías feudales y dominicales. La comunidad nacional que histó-
ricamente toma su relevo, también encuentra en el territorio su dimensión y
carga éste su elemento corporativo de afectos todavía más intensos, como más
intenso es su grado de integración. Contemplado así, sub specie patriae, el
territorio se convierte en parte del ser nacional, en territorio nacional.

III. HACIA UN DERECHO DE LO SIMBÓLICO

Analizando una vez más los rasgos y características del «espacio mítico»
se pone de manifiesto su condición de espacialidad de situación. Pero resulta
indudable que si de algún lugar puede decirse, con el poeta, «soy el sitio en que
estoy», este es el cuerpo propio.
En efecto, tal como ha sido explicitado por la fenomenología existencial (50),
el cuerpo propio es el factor antropométrico por excelencia al que no puede
atribuirse una cualidad espacial de índole puramente geométrica (partes extra
partes) y resultaría eminentemente grotesco afirmar que «si mi brazo está so-
bre la mesa... se encuentra al lado del cenicero, como éste se halla junto al te-
léfono». El cuerpo no está solamente entre las casas, sino que es «mi acceso a
las cosas», y este ser origen de todas mis percepciones sobre el mundo es lo
característico del cuerpo convertido, de tal manera, en «aquí fundamental».
Por eso, el cuerpo propio es radicalmente heterogéneo respecto de todo otro
volumen, como raíz de toda espacialidad, en tomo al cual se articula lo exten-
so, lo lleno y lo vacío.

265
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

Por otro lado, el espacio corporal no es perceptivo, puesto que «no estoy
ante mi cuerpo sino en mi cuerpo, o mejor aún, soy mi cuerpo» y, sin verlo, lo
contemplo desde dentro tanto en su totalidad como en su posibilidad.
En fin, la «síntesis del cuerpo propio» nos revela, en vez de la coordina-
ción de sus partes, una total inherencia estructural de las mismas, que hace al
todo estar presente o mejor ser totalmente en cualquiera de ellas, porque no es
el ojo quien ve ni la mano quien aprehende, sino yo en esa mi omnipresente
dimensión corporal.
Ahora bien, en páginas anteriores ha quedado expuesto que éstos son
precisamente los rasgos del espacio mítico del cual el cuerpo propio es, por lo
tanto, el análogo fundamental. ¿Por qué esta analogía? Por su común pertenen-
cia al campo de la simbólico cuyo a priori constitutivo es, precisamente, el
cuerpo, la carnalidad del hombre. La tradición kantiana nos enseña que en las
determinaciones espaciales reside la esencia del objeto como tal objeto; pero
«la experiencia nos muestra bajo la espacialidad objetiva una espacialidad pri-
mordial de la cual aquélla es mera envoltura». La intuición pura de toda sensi-
bilidad descansa en último término en mi carnalidad, que, antes de estar en el
espacio, «es al espacio». En esta carnalidad el sentimiento lo es todo; el con-
cepto ruido y ceniza. Esta función inaugural del símbolo permite afirmar que
los símbolos «dan ser» y por ello en términos del viejo Ihering no pertenecen
al «haber» de los hombres; no se tienen símbolos, se es en y por los símbolos.
Ello supone la necesidad de distinguir entre los símbolos y las cosas, en
el sentido jurídico del término. La cosa puede caracterizarse por tres rasgos
fundamentales. En primer lugar, es cosa aquello que no es sujeto, la no perso-
nalidad, diría Bierling. En segundo término, la cosa ha de ser autónoma, es
decir, no mera parte de otra. Por último, la cosa como bien jurídico, ha de estar
en el comercio de los hombres, es decir, dentro de la posibilidad de ser objeto
de relaciones jurídicas (51).
El símbolo no se opone como objeto al sujeto, no se incluye en la cate-
goría de patrimonialidad. En el viejo derecho romano el deudor podía librar a
su persona entregando toda su hacienda, porque precisamente el cuerpo de la
persona no forma parte de aquélla y, en expresión muy posterior de la glosa,
dominus membrorum suorum nemo videtur (52). Por el contrario, ya la última
Escolástica conoció un ius in se ipsum (53) que, desde el pasado siglo, la ci-
vilística alemana ha tematizado largamente, considerándolo como derecho de
la personalidad, absolutamente irreductible a un derecho real (54). Análoga-
mente, el territorio es la forma física del ser social, como el cuerpo lo es de la
persona. «El territorio no es un accesorio fortuito o un anexo separable o
intercambiable de la personalidad del Estado, sino un contenido de su natura-

266
14. EL TERRITORIO NACIONAL COMO ESPACIO MÍTICO... ■

leza, contenido que en muchos aspectos determina los actos de esta persona-
lidad y todo su desarrollo» (55), y esta ineludible conclusión de la Teoría
General del Estado es avalada por el análisis del derecho positivo. Así, Preuss
recordará cómo «una violación del territorio del Imperio es una violación del
Imperio mismo, no de un objeto de su posesión, correspondiéndose más a una
lesión personal que a un delito contra la propiedad» (56).
Con ello se cumple también el rasgo general según el cual es imposible
autonomizar el símbolo de lo simbolizado. Mientras la metáfora expresa algo
que fuera de ella también podría ser comprendido, el símbolo revela lo que sin
él resultaría inaprehensible, hasta tal punto que si llega a separarse la faz sim-
bolizante de la simbolizada, el símbolo deja de serlo. Ello permite explicar la
peculiaridad de los derechos reales sobre el territorio. Estos pueden ser de dos
tipos, ya derechos reales sobre partes individualizadas del territorio en favor
del propio Estado o de tercero –y a ellos son asimilables los derechos reales
sobre las cosas singulares que en el territorio se encuentran–, ya los llamados
derechos reales internacionales. El objeto de los primeros, por su misma indi-
viduación, puede considerarse ajeno al espesor simbólico del territorio. El pro-
pietario posee una tierra y la hacienda estatal puede adquirir un derecho real
preferente sobre un inmueble, pero es claro que estos derechos se dan en un
plano distinto al de la soberanía territorial del Estado, y ha sido precisamente
el derecho público del Estado Constitucional quien ha emancipado esta última
categoría de la de patrimonio estatal, que puede darse, por supuesto, y con la
misma intensidad fuera del propio ámbito territorial (57).
En cuanto a los derechos reales internacionales limitados sobre el territo-
rio, su análisis revela una trascendencia simbólica que los hace muy diferentes
de sus homónimos civiles (58). Si los derechos del Estado sobre sus pertenencias
militares, sus archivos y sus naves, especialmente las de guerra, pueden ser cali-
ficados de reales, esta denominación no oculta que se trata de un tipo de derecho
muy distinto del de la mera propiedad, puesto que supone una prolongación es-
pacio-temporal de la personalidad del Estado, y, desde el punto de vista contra-
rio, quien ha padecido una concesión o servidumbre internacional sabe que se
trata de una capitidisminución de su propia personalidad estatal (59).
Por último, es claro que los símbolos, en la medida que lo son, caen fuera
del comercio de los hombres. El mismo derecho de la personalidad, por su tras-
cendencia simbólica, supone más una exclusión de la actividad ajena que un po-
der de disposición. Por ello, el derecho a la vida, primero de los derechos de la
personalidad, no es tanto un derecho de disposición –eutanasia, suicidio, etc.–,
como la exclusión de la actividad ajena que pudiera serle fatal, y el derecho al
nombre es más una exclusión del uso individual por terceros que un derecho de

267
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

disposición contradicho por la imperatividad del mismo nombre. Los datos reco-
gidos en la primera parte de este estudio revelan cómo el territorio nacional es
cada vez más un elemento ajeno al tráfico o, lo que es lo mismo, ajeno a las po-
sibilidades de ser objeto de relaciones jurídicas, y la potestad del Estado en el
mismo se caracteriza por su exclusividad frente a toda intervención de terceros.
El símbolo, por tanto, es inherente al sujeto. Tal es la base subyacente a
la diferencia tematizada por la doctrina italiana entre entes locales y entes te-
rritoriales (60). Mientras los primeros desarrollan su actividad en un determi-
nado espacio que es límite de su competencia, pero que les es estructuralmen-
te ajeno, por ejemplo, una institución docente de ámbito geográfico preciso, en
los segundos el territorio tiene el carácter de elemento material, esencial, del
cual resulta la vida del propio ente. Tal es, sin duda, el caso del Estado, pero
también de comunidades infraestatales, como el municipio, la provincia, el
«país»; y precisamente en el caso en que las reivindicaciones autonómicas son
más firmes, aparecen vinculadas a la infungibilidad de una personalidad terri-
torial (61). Ahora bien, si este ente territorial se halla de tal manera definido y
controlado por la dimensión espacial que «sin ésta no existiría», es porque el
territorio es uno, cuando no el principal, de los elementos corporativos.
En esta misma dirección apunta la doctrina socialista. Como es bien sabi-
do, la teoría marxista del Estado no dio excesiva importancia al territorio, y a ello
responden los primeros planteamientos soviéticos en la materia, puesto que la
«clase» es una categoría sin especial enraizamiento territorial. Incluso los prime-
ros intentos de síntesis entre marxismo y nacionalismo dan importancia predo-
minante, cuando no exclusiva, al elemento personal de las naciones, con inde-
pendencia de su localización territorial; baste recordar los nombres de Renner,
Bauer y, en general, el austro-marxismo (62). Sin embargo, cuando el socialismo
en un solo país abre las puertas al llamado «patriotismo socialista», que transfor-
ma al comunismo en un «nacionalismo pintado de rojo», la situación cambia.
Así, en un texto ejemplar de esta segunda fase, el Tratado de Y. A. Korovin, se
critican las doctrinas clásicas del territorio, y, muy especialmente, la doctrina de
la competencia, puesto que «la ciencia jurídica soviética parte del significado
social del territorio» (63). Un observador superficial podría creer que se trata de
una valoración económica del espacio, pero, antes bien, se trata de una valora-
ción simbólica, y el territorio adquiere especial importancia como «base material
de la supremacía, la independencia y la inviolabilidad del pueblo establecido en
él (64). De ahí la importancia que tienen las reivindicaciones territoriales dentro
del círculo de países socialistas y en China. Para Hsin Wo (65) el territorio es
fundamentalmente expresión física de la soberanía, manifestación, a su vez, de
la identidad de un pueblo amenazado por el imperialismo.

268
14. EL TERRITORIO NACIONAL COMO ESPACIO MÍTICO... ■

La doctrina más reciente ha reconocido esta posición especial del territorio,


recurriendo para ello a la categoría de derechos absolutos, ya in re, cuando el
objeto es ajeno al propio sujeto, ya «de la personalidad», cuando el objeto no
puede considerarse como cosa separada (66). Pero antes de aceptar la noción de
derecho absoluto de la personalidad, es preciso atisbar cuál es la montaña que
subyace a esta cumbre emergente muy erosionada por el uso civilístico.
El derecho absoluto del Estado con relación a un territorio –y otro tanto
cabría decir de los diferentes derechos de la personalidad, incluso cuando de la
persona natural se trata– son relaciones jurídicas evidentemente complejas.
Más aún, su carácter institucional viene demostrado por la jerarquía que cuali-
fica estas relaciones, por la indisponibilidad, rigidez y permanencia de su con-
tenido (67). ¿Qué es lo que les da este carácter? Frente a la estipulación, la
institución es aquella relación jurídica compleja en la que el factor explicativo
de su unidad la transciende. En este caso, el derecho está al servicio de un
elemento objetivo ajeno a los elementos de la propia relación. La persona
transciende la personalidad, y otro tanto puede predicarse del Estado; los su-
puestos elementos significan algo más que ellos mismos. Pero precisamente
este exceso de significación, latente en el cuerpo o en el territorio, y que remi-
te allende su materialidad a un orden distinto, el de la dignidad humana o, en
el tema estudiado, la identidad espacial del vivir colectivo, es lo propio del
orden simbólico: La irrupción del símbolo en el derecho da lugar –y los ejem-
plos podrían multiplicarse– a la formación de instituciones.

CONCLUSIÓN

La exégesis del territorio nacional como categoría jurídica primero, como


realidad política solamente explicable a través del mito después, permite extraer
conclusiones diversas.
En primer lugar, si a primera vista el planteamiento hecho parece coinci-
dir con el dominante en la doctrina italiana, según la cual «el territorio ha de
considerarse como elemento del Estado en cuanto que contribuye a hacerle ser
como es, proporcionándole una individualidad propia..., viniendo a asumir una
posición análoga a la del cuerpo para la persona humana» (68), la reinterpreta-
ción de esta posición va mucho más allá. Al reconducir la condición del terri-
torio como la del cuerpo a su raíz común, el campo simbólico, a la vez que se
elude todo antropomorfismo, se alcanza a comprender la índole institucional
de las relaciones jurídicas que de dicho campo dimanan, tanto en el derecho
público como en el privado.

269
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

Sin embargo, lo que aquí interesa más es esbozar la estructura del símbo-
lo político y destacar su relación con la Teoría General del Estado.
El territorio nacional, como todo símbolo, parte de elementos de suyo
evocadores y esta materia, llena de solicitaciones semánticas, se carga de emo-
ciones enraizadas en la afectividad arcaica. Sus fuentes son las exigencias con-
fusas y elementales de los deseos humanos y solamente a la psicología profun-
da corresponde trazar la arqueología de la madre-patria. Por ello mismo,
detenerse en describir la nostalgia por el propio terruño es pararse en la fasci-
nación de las imágenes sin llegar al nivel de lo simbólico.
El símbolo, cómo corresponde a su naturaleza social, únicamente se da
en una historia, pero una historia vivida, esto es, interpretada, es decir, inven-
tada. Las imágenes espaciales más solemnes son ya fruto de una dimensión
temporal: en la inmensidad íntima del bosque, diría Bachelard, reina el antece-
dente. Fuera de esta historia el símbolo se diluye en imágenes polivalentes. El
territorio, en su dimensión simbólica, no es propio por la fuerza de las queren-
cias infantiles, sino por la razón de una historia, es decir, de una reinterpreta-
ción del propio pasado colectivo, siempre mítica, puesto que, de una u otra
manera, explica el porqué del presente. A guisa de ejemplo, la Declaración de
Independencia del Estado de Israel de 1942, menciona «el país... cuna del pue-
blo judío, hogar de su intimidad espiritual, religiosa y nacional... al que en el
exilio han permanecido fieles... al que ha regresado para construir un Estado
sobre la tierra de sus padres», y la Constitución de la República de África del
Sur, de 1960, comienza invocando la tierra «dada en propiedad por Dios a los
primeros colonos venidos de distintos países».
Esta historia introduce en un orden distinto y por eso, al situar la expe-
riencia del ser terrícola del hombre y de su vida en común, en relación de alte-
ridad, frente a los antepasados o incluso frente a Dios, le da sentido. Por ello
puede decirse que el símbolo es una epifanía de transcendencia. Ahora bien,
como señala J. Wahl (69), la transcendencia supone dos perspectivas harto di-
ferentes. Por un lado la transascendencia hacia lo totalmente distinto, v. gr., en
la fe; por otra parte, la transdescendencia que se prolonga en la horizontalidad,
v. gr., considerando la tierra el transcendente por excelencia. La simbología
política responde a esta segunda dimensión en la que, como toda simbología
existencial, pretende ofrecer un sentido, en este caso relativo pero no menos
último, a las situaciones límite, esto es, a los grandes existenciales que señalara
Heidegger, el «ser-ahí», el «ser-con-los-otros», el «ser-para-la-muerte». La co-
munidad política terminal, la nación, da sentido al vivir colectivo, integra y por
eso, tanto ella como su anatomía, es de índole simbólica.

270
14. EL TERRITORIO NACIONAL COMO ESPACIO MÍTICO... ■

El símbolo puede y debe ser asumido, en un discurso conceptual «tiende


a realizarse yendo más allá de sí mismo», y así lo pone de manifiesto la depu-
ración jurídica de la noción de territorio; pero la insuficiencia de ésta para dar
cuenta de su propia dinámica técnica demuestra que el mito nunca puede ser
plenamente racionalizado y subyace y nutre al logos como el cimiento al edi-
ficio o la raíz al vegetal. El proceso de simbolización, dirá Ed. Ortigues (70), y
el símbolo político no constituye una excepción, «se despliega entre dos polos,
un dintel mínimo de apertura, lo imaginario, y un dintel máximo de realiza-
ción, que es la relación social a reconocer formalmente en el discurso». El
símbolo se sitúa, pues, entre la imagen y el concepto, capaz como aquélla de
evocar; posee, como éste, el poder de representar; y remite a una historia que
es vida en común: integración.

NOTAS
(1) Jellinek: Teoría General del Estado, trad. esp. de la 2.ª ed. Buenos Aires, 1954, p. 14.
(2) Cf., Mitos y Símbolos Políticos. Madrid, 1964; y Del Mito y de la Razón en el pensamiento polí-
tico. Madrid, 1968.
(3) Del Mito y de la Razón..., pp. 2 y ss.
(4) Cf., Mitos y Símbolos… pp. 162 y 93.
(5) Cassirer: El Mito del Estado, trad. esp. México, 1947, p. 331.
(6) Cf., Ortigues: Le dircours et le Symbole. Paris, 1962.
(7) Cf., S. Romano: Principii di Diritto Constituzionale Generale. Milán, 1947, pp. 181 y ss.
(8) Seldmayr («Idee einer kritischen Symbolik», Archivo di Filosofia, 1953). Sólo acierta en el
título.
(9) Cf., Schönborn: «La nature juridique du territoire», Rec. des Cours de l’Academie de Droit
International de la Hay e, 1929. IV, pp. 92 y ss.
(10) Stato e Territorio, Roma, 1924, p. 59.
(11) Romano: Corso di diritto internazionale. Padua, 1929, pp. 152 y ss. Cf., Ghirardini, La so-
vranita territoriale nell diritto internazionale. Cremona, 1913.
(12) Loc. cit., p. 301.
(13) Meyer-Anschutz: Lehrbuch des deutschen Staatsrechts, 7.ª ed., pp, 236 y ss.
(14) Radnitzky: en Arch. für öffentliches Recht XX (1905), pp. 313 y ss. XXII (1907), pp. 416 y ss.,
y XXVIII (1912), pp. 454 y ss.; Duguit, Traité de Droit Constitutionnel 1914, II.
(15) «Staatsgebiet, Staatsgemeinschaftgebiet und Staatengebiet», Niemeyers Zeitschrift für
lnternationales Recht XXXVII (1927), pp. 293 y ss., tesis recogida después en su Tratado.
(16) Cf., mi trabajo: «La configuración del territorio nacional en la doctrina reciente del Consejo
de Estado Español», Estudios de Derecho Administrativo. Libro Jubilar del Consejo de Estado. Madrid,
1972, pp. 357 y ss. Ahora en este volumen n.º 13. Sobre el tema han insistido en España; Guaita, División
Territorial y Descentralización. Madrid, 1975; y Ramiro Bretons, Territorio Nacional y Constitución
1978. Madrid, 1978.
(17) Radnitzky: loc. cit., pp, 339 y ss.
(18) Precis de Droit des Gens. París, 1932, I, p. 146.
(19) Jellinek: Über Staatsfragmente, Heidelberg, 1896. Sobre la actualidad de esta figura, vid. mi
estudio preliminar a la traducción española de tan raro opúsculo (Madrid, 1978).
(20) Cmnd. 6.348, p. 5, Cf., Ley húngara de 1868, art. 30, 1 (Steinbach, Die hungarische Verfas-
sung Gesetze. 2.ª ed., pp. 103 y ss.

271
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

(21) No se ha aplicado la competencia concurrente prevista en el art. 74, 8 de la Ley Fundamental


Alemana. Cf. Hoffman, Staatsangehörigkeit, 3.ª ed., 1966.
(22) Ley Croata. 1 de 18 de noviembre de 1868; igual a Ley Húngara. 30 de 19 y 23 de noviembre
de 1968, arts. 56 y 59 (en Steinbach). Cf., Jellinek, Über Staatsfragmente.
(23) Duguit: Traité de Droit Constitutionnel, II, p. 53; Cf. Fricker: Vom Staatsgebiet, Tubinga, 1867,
p. 27.
(24) Ejemplo de descripción del territorio, España 1812, de gran importancia en Hispanoamérica,
y Portugal desde 1820 a 1976; ej. de descripción por remisión a tratados, Colombia 1974, art. 3; ej. de ri-
gidez, Noruega 1814.
(25) Verzijl: International Law in Historical Perspective, Leyden, 1970, Cf., Convención de Vie-
na sobre el derecho de los tratados. Art. 46, 1.
(26) V. gr., Dinamarca, 1953. Art. 19, 2.
(27) Por ejemplo, en África: Somalia, 1960, art. 6 - 4.º; Marruecos, 1962, art. 19, que se mantiene
en los textos de 1970 y 1972; Camerún, 1960, Preámbulo; en Asia: Pakistán, 1956 - 203, y 1962 - 221; en
América, Guatemala; a partir de la Constitución de 1945, art. transitorio 1.º reiterado en el Estatuto Polí-
tico de 1954, art. 8.º, y en la Constitución de 1956, art. transitorio. 1.º, reclama Belice como parte integran-
te de su territorio.
(28) Res. 2.625 (XXV), Cf., Starke: «The acquisition of title to territory by newly emerged Sta-
tes», Bybil XLI (1965-66), pp. 411 y ss.
(29) Cf., Blum: Historic Titles in International Law. La Haya, 1965, p. 55.
(30) Verfassung und Verfassungsrecht. Munich, 1928, pp. 55 y ss. Cf., Litt. Individuum und Ge-
meinschaft, 3.ª ed., 1926.
(31) Filosofía de las Formas Simbólicas (trad. esp.). México, 1971, II, pp. 116 y ss.
(32) Cf., Van der Leuw: Phenomenologie der Religion. Tubinga, 1956.
(33) Phenomemologie de la Perception. Paris, 1945, p. 173. Cf., Le visible et l’invisible. Paris, 1964,
p. 193.
(34) Cf., Duchacek: Power Mass: Comparative politics of Constitutions, Oxford, 1973, cap. I, vd.
Los ejemplos literarios reunidos por Girardet, Le nationalisme française, 1871-1914, 2.ª ed., París, 1966.
(35) Verzijl: op. cit., pp. 480 y ss.
(36) Es frecuente la referencia expresa a las antiguas divisiones coloniales (v. gr, Ecuador desde 1830,
art. 6), o la expresa mención del uti possidetis (Colombia, 1886, art. 3). Más recientemente la Carta de la
Unidad Africana.
(37) Mitos y símbolos políticos, pp. 173 y ss.
(38) II Reyes, 17, 23-26, es un elocuente ejemplo de la visión arcaica de este extremo.
(39) Bachelard: La poétique de l’espace. París, 1957.
(40) Cf. Rec. des Cours de l’Academie de Droit International de la Haye, 55 (1936), pp. 203 y ss.
(41) Cf. Rec. des Cours de l’Academie de Droit International de la Haye, 79 (1951), pp. 73 y ss.
(42) Nationalism. A religion. Nueva York, 1960, p. 5.
(43) Sobre la dimensión continental del patriotismo francés, cf., los significativos textos reunidos
por Girardet, op. cit., pp. 107 y ss.
(44) Brunner: Land und Herrchaft, ed. Viena-Wiesbaden, 1943, pp. 124 y ss., 240 y ss.
(45) Cf. Maravall: «Del régimen feudal al régimen corporativo en el pensamiento de Alfonso X»
y «La formación del régimen político territorial en Cataluña», ambos en Estudios de Historia del Pensa-
miento Español. Madrid, 1967, y en especial pp. 119 y ss., 147 y ss.
(46) Lousse: La Société d’Ancien Règime. Lovaina, 1943.
(47) Verzijl: op, cit., pp. 1 y ss.
(48) Ganshof: El Feudalismo, pp. 190 y ss.; para una perspectiva general, Díez del Corral, El
rapto de Europa, cap. 5º.
(49) Cf. Hertz: Nationality in History and Politics, Oxford, 1944, citas en pp. 274, 314, 317 y ss.
(50) He atendido sobre todo a Merleau-Ponty: Phénomenologie de la perception. París, 1945,
pp. 81 y ss., y a mi maestro, De Waelhens, La philosophie et les expériences naturelles. La Haya, 1961,
pp. 59 y ss.
(51) Cf. Guasp: Derecho. Madrid, 1971, pp. 146 y ss.
(52) Cf. Neson: Les droits extrapatrimoniaux. Paris, 1939, p. 129. Existen paralelos en todo el
derecho antiguo. Cf. Köhler, Shakespeare von der forum der Jurisprudenz. Würzburg, 1883, pp. 13 y 21.

272
14. EL TERRITORIO NACIONAL COMO ESPACIO MÍTICO... ■

(53) Gómez de Amescua: Tractatus de potestate in se ipsum, 1604. El derecho natural racionalis-
ta y la primera pandectística elaboraron este concepto.
(54) Desde la tesis de Kramer en Berlín en 1887 y Klusemann en Leizpig en 1907. Cf. Cas-
tan: Los derechos de la personalidad, 1952, como visión de conjunto en la doctrina española.
(55) Kjellen: Der Staat als Lebensform. Estocolmo, 1917, p. 80.
(56) Gemeinde, Staat, Reich als Gebietskörperschaften. Berlín, 1889, p. 394.
(57) V. gr. El dominio exterior del Estado. Por eso también pueden distinguirse desde Planiol y
Hauriou derechos reales administrativos de corte civil.
(58) Ubertazzi: I Diritti reali nell’ordine internazionale. Milán, 1949, pp. 73 y ss.
(59) Hsin Wu: «A Criticism of Bourgeois International Law on the Question of State Territory»,
Kuo-Chi Wen - t’i yen-chiu (Estudios sobre problemas internacionales), 1960.
(60) Romano: «Observazioni sulla natura giuridica del territorio dello Stato» en Scritti Minori.
Milán, 1950, p. 173. Cf., Alessi, « Intorno alla nozione di ente territoriale», Rivista Trimestrale di Diritto
Publico, 1960, p. 290.
(61) Así, en España, el proyecto de Constitució per l’Estat Catalá de 1883, establece «Cap poder te
la facultat de rompre la unitat de la regió, ni d’enagenar per cap concepte el tot o part de dit territori»
(art. 2.º), y la misma preocupación late en las bases de 1918 (1º B) y en las textos siguientes, tanto tradi-
cionalistas (1930) como de otro signo. En cuanto al País Vasco la preocupación se apunta ya en el Estatu-
to de Estella (1931) y es muy claro en el anteproyecto de Constitución de Euskadi de 1941 (art. 5) y más
aún en el proyecto de estatuto de 1940, art. 1.º (textos de Santa María, Orduña, Martín Artajo, Documento
para la historia del regionalismo en España. Madrid, 1977), Un paralelo importante en el reconocimiento
húngaro de la integridad territorial de Croacia-Slovenia (leyes citadas de 1868, art. 65).
Este relieve del elemento territorial es también patente cuando se hace del territorio fundamento de
la representación política, así, en la reciente Constitución española «se garantiza la representación de las
diferentes áreas del territorio» (art. 152, 1), se hace del Senado cámara de representación territorial
(art, 69, 1), y se asegura mínimos de representación provincial (art. 68, 2).
(62) Cf., García Pelayo: La teoría de la Nación en Bauer. Caracas, 1978.
(63) Derecho Internacional Público (trad. española). México, 1963, pp. 173 y ss.
(64) Ibidem, p. 182, cf. Para el planteamiento paralelo en las democracias populares y especial-
mente en Alemania. Völkerrechet Lehrbuch, I , Berlín, 1973, pp. 354 y ss., y 357-59.
(65) Loc. cit., p. 323, Cf., Shao-Chuang Leng: «The Sino-Soviet Border Dispute» en Law in Chi-
nese Foreign Policy: Comunist China and Selected Problems of Inter. Law. N. York, 1972, pp. 263 y ss.
G. Ginsburg y C. Pinkele, «The genesis of the territorial issue in the Sino-Soviet Dialogue: Substan-
tive dispute or ideological as de Deux?» en China’s Practice of International Law, Some Case Studies
(Ed. J. A. Cohen) Cambridge, Mass. 1972, pp. 167 y ss. People’s China and International Law. A Docu-
mentary Study (Ed. by J. A. Cohen y Hungdag Chiu), vol. 1, Princeton, New Jersey, 1974. Cfr., especial-
mente pp. 315 y ss., 503 y ss.
(66) Barile: I Diritti Absoluti nell’ordinamento Internazionale. Milán, 1951, pp. 40 y ss.
(67) Guasp: loc. cit., pp. 281 y ss.
(68) Mortati: Istituzioni di Diritto Publico, Padua, 1960, p. 102.
(69) Transcendance et condition humane. París, 1942.
(70) Loc. cit., pp. 195 y ss. Estos símbolos que «dan que pensar» exceden con mucho los que «sir-
ven para pensar». V. gr.: J. Laponce, «Temps, espace et politique». Soc. sci. inform. 14 (¾), pp. 7-28.

273
15. PREÁMBULOS

1. ¿Qué es el Preámbulo de la Constitución? Sin duda, un texto que la


precede: esto es, a tenor del DRAE, y dado que la Constitución es una norma,
«lo que se dice antes de dar principio a lo que se trata de mandar». Por eso, al
final del Preámbulo, el constituyente se remite a «la siguiente Constitución».
De ahí que una primera conclusión fuera que el Preámbulo no es parte de la
Constitución misma. No fue ni es esa mi tesis, como vera el atento lector de
este ensayo, que en nada ha variado en tal extremo su inicial versión. Pero doy
cuenta de ella y señalo, aun sin participar en la misma, que no cabe menospre-
ciarla, cuando el inspirador del Preámbulo de nuestra Constitución, el Profesor
Tierno Galván, daba por supuesto su carácter no normativo ¿Cuál es, por lo
tanto, su función? Si atendemos a la génesis –la enmienda presentada por el
PSP y reelaborada en la Ponencia constitucional– y a la exégesis autorizada
que de ella se ha hecho por los enmendantes, profesores también, pretendía
marcar lo que, parafraseando a Rawls, cabe denominar «momento constitu-
yente». A juicio de aquellos, caracterizado por la ruptura con la situación polí-
tica anterior, el autoritarismo.
Tal es la función que el Preámbulo ha desempeñado en otras Constitucio-
nes, especialmente en las que marcan un radical cambio de régimen o el trán-
sito a otra fase del mismo o, incluso, el nacimiento de un Estado.
A la postre, en el caso español, dicho momento no se caracterizó por la
ruptura propugnada, sino que reflejó la continuidad. No ya la formal, «de la ley
a la ley», propia de nuestra transición política, sino, repitiendo fórmulas de
nuestra historia constitucional, las de 1812 y 1869 y tácitamente el paradigma
canovista, lo que cabría denominar «continuidad de la historia de España»
hasta la apertura a la plenitud democrática. Precisamente por eso, el Preámbu-
lo anuncia lo que he llamado «la dinámica de una Constitución abierta».

275
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

La diversas Constituciones históricas españolas han carecido de un


Preámbulo en sentido estricto, si bien las fórmulas de promulgación que las
encabezaban cumplían gran parte de las funciones de éste, de consuno con los
respectivos Discursos Preliminares o, en su caso, Dictámenes parlamentarios.
En tales textos se planteaba, de modo tácito, pero elocuente, la cuestión del
titular de la soberanía y del poder constituyente, en su momento calificada de
«metafísica constitucional» desde pagos no menos «metafísicos», y esa tenta-
ción no era tampoco ajena a los iniciales proponentes de 1978. Sin embargo,
el carácter rigurosamente normativo de nuestra Constitución y la ambigua po-
sición que respecto de ella mantiene el Preámbulo lleva el debate desde el
análisis de su intencionalidad política al de su interpretación jurídica.
La doctrina española y comparada parece haber evolucionado desde las
tesis que negaban valor jurídico al Preámbulo de la Constitución, hasta quienes
lo identifican con el articulado de la misma. Pero dicha evolución sólo adquie-
re sentido si se contempla, tanto a la luz de los textos concretos como, sobre
todo, a la de la jurisprudencia, administrativa primero, constitucional más ade-
lante.
Desde semejante perspectiva, la jurisprudencia comparada puede agru-
parse en torno a tres tipos, descartando aquellos casos en los que se niega todo
relieve jurídico al Preámbulo, o aquellos otros en los que se equipara expresa-
mente el Preámbulo al resto de la Constitución, como es el caso de Turquía
(1980, sec. 176).
Así, por ejemplo, la jurisprudencia constitucional portuguesa no conside-
ra al Preámbulo, ciertamente muy frondoso en la Constitución de 1976, pese a
sus ulteriores reformas, parámetro de constitucionalidad, aunque sí un ele-
mento de interpretación e integración de las normas constitucionales, aunque
en dos ocasiones, al menos (las decisiones del Tribunal Constitucional luso,
las 3/1984 y 88/1984), se hace referencia al «principio de Estado de derecho
reconocido en el Preámbulo». La solución dada por la jurisprudencia constitu-
cional eslovena es análoga, y otro tanto puede decirse de la checa, en la que el
Preámbulo se utiliza como norma, pero siempre junto con el artículo 1 de la
Constitución, cuyos términos reitera (v. gr., US 70/1997; 3/2002, 7/2002 –especial-
mente importante– US 254/2002; US 455/2003; 412/2004; 303/05; 87/077/06).
Sin embargo, el valor de «fermento» del Preámbulo se pone de relieve en el
caso portugués, en el cual «el principio de Estado de Derecho», reconocido en
aquél desde 1976, pasa al texto articulado en la reforma de 1982 (art. 2).
De otro lado, en pagos, como Alemania, donde el derecho constitucional
maduró antes, se reconoce el valor del Preámbulo, no como norma, pero sí
como cláusula interpretativa que permitía conocer «el espíritu y la tendencia

276
15. PREÁMBULOS ■

que habrá de dominar la posterior evolución de su aplicación». Tal fue el crite-


rio de la doctrina más templada en la República de Weimar, sin que faltase
quien situase en el Preámbulo la Constitución en sentido positivo. La jurispru-
dencia constitucional de la época –v. gr., la Sentencia del Staatsgerichtshof
de 18 de junio de 1927– anunció esta interpretación al considerar que las
opciones políticas expuestas en el Preámbulo exigen determinadas interpreta-
ciones jurídicas. Criterio seguido por el Tribunal Constitucional de la Repúbli-
ca Federal al considerar el Preámbulo «parámetro de la actividad política del
Estado» (S 17 de agosto de 1956). La jurisprudencia contencioso-administra-
tiva (v. gr., S de 30 de mayo de 1960) dio un paso más en pro del valor, no ya
político interpretativo, sino jurídico vinculante del Preámbulo que hoy recono-
ce el propio Tribunal Constitucional Federal y en el que abunda la doctrina,
identificándolo, ya con los mandatos constitucionales, ya con sus normas pro-
gramáticas.
El caso francés es diferente, pero en cierta medida paralelo. La Constitu-
ción de 1946 contenía un amplio Preámbulo, para algunos de mero valor indi-
cativo e interpretativo, para otros norma directamente aplicable, al menos en
parte, y que, en la práctica, sirvió para la decantación, por la jurisprudencia del
Consejo de Estado, de principios generales del Derecho, especialmente fecun-
dos a la hora de novar la propia interpretación jurisprudencial. Pero es bajo la
V.ª República, cuya Constitución no sólo tiene un Preámbulo, sino que se re-
mite al de 1946, cuando la cuestión alcanza mayor relieve, dada la puesta en
marcha de una jurisdicción constitucional que paulatinamente ha ampliado sus
competencias. Tras reiterarse por la doctrina las dos tesis atrás expuestas, el
Consejo Constitucional viene afirmando a partir de 1971 (71-44 DC de 16 de
julio) el valor de las disposiciones del Preámbulo como parte integrante del
bloque de constitucionalidad con igual rango que el texto articulado. Pero, de
hecho, la jurisprudencia del Consejo Constitucional ha distinguido, como ya
se propugnaba por la doctrina y por el Consejo de Estado bajo la Constitución
de 1946, lo que resulta inmediatamente aplicable, como son los derechos reco-
nocidos en 1789, de otros supuestos. Tal es el caso de «los principios funda-
mentales reconocidos por las leyes de la República», vinculados, en cuanto
hace a su determinación, a un texto legislativo «republicano» a partir de la
decisión núm. 88-244 DC de 20 de julio de 1988, y los «principios particular-
mente necesarios en nuestro tiempo», cuya aplicación requiere la mediación
del legislador.
Una posición intermedia entre ambos tipos, el representado por la prácti-
ca portuguesa y el representado por la práctica franco-alemana, la ofrece la
doctrina y la jurisprudencia constitucional polaca, según las cuales el Preám-

277
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

bulo tiene un significado eminentemente político, pero que le permite servir de


canon interpretativo. Tal fue la actitud del Tribunal Constitucional iniciada a
fines de la década de los noventa respecto de la actitud del legislador hacia la
memoria histórica, desde las Sentencias K 3/1998 y K 3/1999 hasta la más
reciente K 2/2007. La misma actitud mantiene la jurisprudencia ante los prin-
cipios de solidaridad, subsidiaridad y fidelidad institucional. El primero afir-
mado en el Preámbulo (K 20/2000) cuya extensión entre particulares propugna
el mismo Tribunal (v. gr., K 57/2004). El segundo a la hora de legitimar las
entidades locales (K 24/2002). Y el tercero a la de controlar la eficacia de las
instituciones en relación con la meta, el «telos» diría Löwenstein, constitucio-
nal (K 14/2003). Esta jurisprudencia culminó en la Sentencia K 18/2004,
según la cual, si del Preámbulo no pueden derivarse reglas de Derecho en el
sentido estricto del término, sí expresa el sistema de valores propios del cons-
tituyente, fijando con ello las direcciones interpretativas de la parte normativa
de la Constitución.
Más recientemente, el frondoso y fecundo constitucionalismo del sudeste
asiático, frondoso por la abundancia de textos constitucionales, fecundo por la
riqueza de su creativa interpretación jurisprudencial, revela la ambigüedad de
la fuerza normativa de los preámbulos constitucionales. El texto tiene lo que
Bachoff llamó una «enérgica pretensión de validez»; pero en la práctica ello no
va más allá de una orientación interpretativa de las prescripciones contenidas
en los textos articulados. Y en ocasiones, como en la enmienda constitucional
india n.º 42 de 1976, el paso de un texto del articulado, referente a la laicidad
del Estado, al Preámbulo, puede interpretarse como una reafirmación o un
debilitamiento de su normatividad. El derecho y más aún la práctica jurispru-
dencial comparada muestran un creciente valor normativo de los preámbulos
si bien moderado por su prudente articulación con el texto articulado.
Dos son los paralelos de esta tendencia: el constitucionalismo filosovié­
tico en vigor hasta la disolución de la URSS y la transición democrática de las
democracias populares y los intentos de constitucionalización de la Unión Eu-
ropea. En ambos extremos la constitución que inicialmente se concibe como
balance de la situación alcanzada y que se constitucionaliza precisamente para
hacerla irreversible, evoluciona hasta hacerse programa imperativo de acción
e institucionalización. De ahí el valor en ambos campos de los preámbulos
como claves de una interpretación teleológica de los textos.
2. Este panorama sirve para interpretar la evolución de nuestra propia
jurisprudencia constitucional. En una primera Sentencia de 28 de enero de 1982
(1/1982), el Tribunal se refirió al «orden económico y social justo», propugnado

278
15. PREÁMBULOS ■

en el Preámbulo y cuyo contenido no se ha concretado jamás, como valor enten-


dido para apoyar el principio unitario que, según la citada sentencia, también se
deducía del Preámbulo (FJ 1). En posterior Sentencia de 4 de noviembre del
mismo año (64/1982), se menciona otro concepto un tanto oscuro, «la calidad de
vida», para relacionarlo con la preservación del medio ambiente al que se refiere
expresamente el art. 45 de la Constitución (FJ2), criterio reiterado en las Senten-
cias 329/1993, 102/1995 y 106/2014 con referencia a otras anteriores. Más am-
bigua todavía es la referencia a la «sociedad democrática avanzada» que hace la
Sentencia 236/2007. Esa expresión procedente de la inicial propuesta del PSP
fue interpretada por los profesores Tierno y Lucas Verdú como apertura a la ra-
dicalización política y social de la democracia. Pero tras algunos votos particu-
lares, el Tribunal Constitucional en la sentencia citada la vinculó al derecho a la
educación en relación con los valores del artículo 10 de la Constitución y en
sentencia de marzo de 2009 a la igualdad de género. Se trata, por lo tanto, de
referencias que no fundamentan decisión alguna, sino que, a lo más, sirven para
arropar y enfatizar la decisión ya tomada sobre otros preceptos de la propia
Constitución. Incluso la, por tantas razones, relevante Sentencia 31/2010 relativa
al Estatuto catalán del 2006, las numerosas referencias que hace al Preámbulo,
solo reiteran, eso sí enfatizándolo, lo que meridianamente establecen los artícu-
los 1 y 2 del texto: la indisolubilidad de la Nación titular de la soberanía y otro
tanto hace la Sentencia 137/2010.
Distinto es el tenor de la Sentencia de 26 de junio de 1986 (82/1986),
donde la voluntad de «proteger a todos los españoles y pueblos de España en
el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e
instituciones» del Preámbulo, se homologa con la referencia a las «diversas
lenguas de España» del art. 20.3, si bien el juzgador apoya su decisión sobre el
preciso y rotundo art. 3 (F1), lo que reitera la Sentencia 134/1997. Desde la
sentencia 134/2018 (antecedentes) el Tribunal presta atención a la pluralidad
de identidades culturales de los diferentes pueblos de España que no supone
autodeterminación (Sentencia 114/2017), pero que se reitera más enfáticamen-
te en las sentencias 130/1991, 34/2011 y 31/2010.
Una serie de Sentencias iniciadas en la 108/1986, de 29 de julio, y que se
prolonga en las Sentencias 206/1992, 233/1999, 73/2000, 104/2000, 120/2000,
123/2001, 124/2001, 173/2002, 58/2004 y 47/2005, 196/2011, 238/2012, 177/2013,
2016/2014 –con referencia expresa a otras muchas análogas y que continúa
hasta fecha muy reciente– utilizan el concepto de Ley «como expresión de la
voluntad popular» contenida en el párrafo tercero del Preámbulo de la Consti-
tución, para deducir de ello consecuencias en torno al poder configurador del
legislador frente a su tacha de hipotética arbitrariedad y, en las últimamente

279
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

citadas, para recordar la disciplina parlamentaria a través de la cual debe ex-


presarse dicha voluntad. Se trata de un concepto dogmático como el propio
Tribunal reconoce, pero cuya eficacia en la jurisprudencia se despliega al mar-
gen de los concretos preceptos del articulado. La reiteración de la fórmula
y la explicitación de su utilidad para salvaguardar la libertad del legislador
amenaza con convertirse en mera cláusula de estilo. Sin embargo la «invoca-
ción de la voluntad popular» tiene un profundo calado que se remonta a fases
preconstitucionales de la transición democrática.
La opción entre soberanía nacional (propuesta por UCD) y soberanía del
pueblo (propuesta del PSOE) en la ponencia redactora de la Constitución se
resolvió en el artículo 1.1 de la Constitución, con la fórmula «la soberanía
nacional reside en el pueblo español». Pero la tentación populista propia de lo
que Fioravanti denomina constitucionalismo radical explicitada en las inter-
venciones publicadas y no publicadas de Tierno Galván y caras al Presidente
Suárez, se hizo presente ya en la elaboración de la Ley para la Reforma Políti-
ca. En el denominado borrador sin padre (Borrador de la Ley Básica de la
Reforma Política), entregado por el Sr. Fernández Miranda, Presidente de las
Cortes, al del Gobierno, Sr. Suárez, el 23 de agosto de 1976 y presentado por
éste al Consejo de Ministros, se calificada la ley como «expresión de la volun-
tad mayoritaria del pueblo» (párrafo tercero del preámbulo) aunque en el texto
articulado (art. 1) solo se decía «expresión de la voluntad del pueblo». En la
reelaboración del texto en el Ministerio de Justicia el Sr. Lavilla cambió la
expresión por «la voluntad soberana del pueblo» y así figuró en el texto del
proyecto de ley enviado a las Cortes, extremo no enmendado y que pasó al
texto definitivo (art. 1).
Avanzando en la misma dirección, la Sentencia de 28 de septiembre de 1995
(140/1995) considera «derecho» vinculante para los poderes públicos «los con-
cretos objetivos, mandatos y facultades que la misma Constitución consagra»,
tanto en el Preámbulo como en los artículos 10, 63, 93, etc., sin hacer diferen-
cias entre ellos (FJ 9). Y, como tal objetivo, señala la «voluntad de la nación
española, proclamada en el Preámbulo, de colaborar en el fortalecimiento de
unas relaciones pacíficas y de eficaz cooperación entre todos los pueblos de la
tierra» para interpretar la finalidad del poder exterior del Estado (FJ 8). El paso
que el Tribunal Constitucional da en esta última sentencia, desde el concepto
meramente redundante a la determinación de los objetivos constitucionales, es
inmenso, y está por ver si se consolidará o no tal doctrina lo que hasta ahora,
en marzo del 2020, no se ha hecho.
De lo expuesto resultan varias conclusiones. Por una parte, los Preámbu-
los, incluido el nuestro, han pasado de tener mera importancia política a alcan-

280
15. PREÁMBULOS ■

zar relieve jurídico, primero como cláusulas interpretativas, después como


verdaderas normas, aunque con diferencias notables en cuanto a la intensidad
normativa se refiere. Y, por otra, la invocación de los Preámbulos raramente se
hace, en el caso español como en la práctica comparada, al margen de otros
preceptos de la Constitución. Son éstos los directamente aplicables y el Preám-
bulo aparece como su fundamentación, o explicitación.
Una jurisprudencia que, sobre el control difuso de la constitucionalidad,
ha desarrollado una amplia doctrina, la de la Corte Suprema argentina, lo ha
expresado claramente: «el valor del Preámbulo como elemento de interpreta-
ción no debe ser exagerado. Sería desde luego ineficaz para dar a la Norma a
la que se aplica un sentido distinto del que fluye de su claro lenguaje. Sólo
constituye un efectivo factor de interpretación cuando el pensamiento de los
autores no aparece nítido ni definido» (FSJN T.º 164 FJ 344). En el mismo
sentido puede citarse la jurisprudencia constitucional brasileña (STF - Pleno -
Adin núm. 2076/Ac 15/08/2002 informativo STF núm. 277). La doctrina más
autorizada en ambos casos ha señalado que el Preámbulo solo no basta para
fundamentar un recurso, pero sirve para fundamentar la oposición a una nor-
ma, incluso legal, que violara alguno de los valores en él proclamados.
No es otra la práctica española, si bien la invocación de la definición dog-
mática que de la Ley hace el Preámbulo en las diferentes sentencias atrás citadas,
y sobre todo la configuración del poder exterior del Estado sobre los objetivos
marcados en el Preámbulo en la Sentencia 140/1995, fuerzan a considerar que el
Preámbulo en el caso español puede llegar a alcanzar mayor valor. Analizar sus
posibilidades lleva a distinguir, al menos someramente, los diferentes géneros
del lenguaje jurídico.
3. Si partimos de la distinción entre el lenguaje descriptivo, que tiende
a registrar y comunicar hechos, y el lenguaje dinámico, que sirve para crear
estados de ánimo (poesía) o incitar la conducta de terceros, es evidente que el
lenguaje jurídico pertenece a esta última categoría. Ahora bien, dentro de los
lenguajes dinámicos e incluso de los formulados en términos jurídicos, cabe
distinguir los prescriptivos, institucionales y catárticos. Los primeros exigen o
prohíben una determinada conducta y, a su vez, pueden ser ya normativos, ya
no normativos, como las indicaciones y las valoraciones. Los institucionales,
establecen, organizan y regulan una institución, esto es, un haz de relaciones
jurídicas jerarquizadas y orientadas al cumplimiento de un fin. Y los catárti-
cos, expresan los estados de ánimo propios del locutor, como es el caso de las
interjecciones, pero pueden también tanto regular y justificar la propia conduc-
ta, como influir en la de un tercero.

281
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

En general, puede decirse que la parte dogmática de la Constitución se


expresa en lenguaje de tipo prescriptivo en la formulación de los derechos
fundamentales, y valorativo, como es el caso de la mayoría de los principios
rectores, que formulan mandatos constitucionales. La parte orgánica, por el
contrario, suele formularse en lenguaje de tipo prescriptivo e institucional.
Pero en una y otra hay proposiciones manifiestamente catárticas, esto es, aque-
llas que pretenden tan sólo expresar el estado de ánimo del constituyente dan-
do más énfasis a sus disposiciones prescriptivas e institucionales. Cuando, por
ejemplo, en el art. 2 CE se califica a la nación española como «patria indivisi-
ble de todos los españoles» no se introduce en la Constitución ningún nuevo
elemento normativo. El principio de unidad que, junto con el de autonomía ha
deducido de dicho art. 2 el Tribunal Constitucional (v. gr., en S 1/1982, reite-
rada en otras posteriores) se afirma rotundamente en el primer inciso del art. 2,
sin necesidad de ulteriores calificativos, y la indivisibilidad de la «patria», que
en los mismos se proclama, más que se enuncia, no impide la posibilidad téc-
nica de la división del territorio para lo cual la propia Constitución prevé ex-
presamente un procedimiento en su art. 94.1.c). Sin embargo, no es menos
cierto que la enfática expresión del art. 2 CE no es irrelevante, sino que sirvió
y sirve, en el plano afectivo, para compensar los sentimientos, en este caso de
recelo, que el propio legislador constituyente abrigaba al introducir en el mis-
mo artículo la expresión «nacionalidades». El lenguaje catártico, en conse-
cuencia, pretende, tan sólo, ser enunciado. Su finalidad se agota en sí mismo.
A primera vista puede parecer contradictorio considerar las proposicio-
nes catárticas como un subgénero del lenguaje jurídico. Pero el Derecho, espe-
cialmente el Derecho público, no sólo establece relaciones jurídicas, atribuye
derechos y prohíbe conductas. Sabemos que es organización antes que otra
cosa, que su «telos» es la integración, y comprobamos que muchas importan-
tes proposiciones jurídicas contienen lo que Stevenson denominó «el áura
inmediata de sentimiento que se cierne en torno a las palabras», sin la cual la
propia palabra y la organización que establece o las conductas que exige care-
cen de sentido. Como dice un agudo analista polaco, Winczoreck, al referirse
al importante Preámbulo de su Constitución, éste expresa tanto ideas como
sentimientos y emociones, y tiene también una función pedagógica y autoi-
dentificatoria del Estado. Tal es el caso de las referencias históricas y religiosas
de las constituciones musulmanas y de numerosas naciones cristianas, católi-
cas (v.gr. Irlanda y la propia Polonia), ortodoxas (v.gr. Grecia) y reformadas
(v. gr., en Polinesia). Por lo tanto, este tipo de proposiciones no deben excluir-
se del discurso jurídico reduciéndolas a la retórica política.

282
15. PREÁMBULOS ■

4. A tenor de lo expuesto, el Preámbulo de la Constitución española


de 1978 aparece como tierra de elección de los lenguajes valorativo y catártico.
Tanto en su intención primera –la ruptura por sus proponentes, la apertura,
prescindiendo del pasado, en la redacción final– como en sus propios términos
que pueden clasificarse en los siguientes grupos.
Primero, aquellos que se reiteran, a veces literalmente, en el texto del
articulado constitucional y que, dado como se redactó el Preámbulo, son mera
síntesis de lo que en el proyecto de Constitución se había ya dicho. Así, la
referencia a la soberanía de la nación (párrafo primero) reitera el art. 1.2 y la
mención de la seguridad reafirma el principio consagrado en el art. 9.3. El
párrafo tercero repite conceptos que se corresponden con el principio de lega-
lidad y con el carácter normativo de la Constitución que establece el art. 9 del
texto.
Segundo, aquellos que enuncian valores inmediatamente desarrollados
en el texto constitucional. Tal es el caso de la correlación entre la referencia a
los derechos individuales y colectivos del párrafo cuarto del Preámbulo con lo
establecido en el art. 3, Título I, 143, 147.2.a) y Adicional Primera de la Cons-
titución. Al mismo tipo puede considerarse que corresponden las referencias a
«un orden económico y social justo», contenido en el párrafo segundo del
Preámbulo, y al «progreso de la cultura y de la economía», en el párrafo quinto
del mismo (vd., STC 259/2005).
El «orden económico y social justo» y el «progreso de la economía» son
la meta de los Principios Rectores establecidos en el Capítulo Segundo del
Título I de la Constitución, que «informarán la actuación de los poderes públi-
cos». Nadie debería poder reclamar, en virtud del Preámbulo, un «progreso de
la economía» de acuerdo con un modelo diferente al diseñado por los tales
Principios. La «calidad de la vida» se reitera en el texto constitucional con
referencia al medio ambiente (art. 45.2) y a las prestaciones de la Seguridad
Social (art. 129.1), pero el concepto es tan amplio que podría ser invocado por
el legislador o el juzgador a la hora de tomar una decisión en campos distintos
a éstos. En cuanto al «progreso de la cultura», es la meta de un Estado de Cul-
tura cuyas huellas en la Constitución ha rastreado la doctrina y consagrado la
jurisprudencia Su función es, en consecuencia, enfatizar el texto constitucional
y en ocasiones permitir al legislador dar satisfacción a su «vocación de ejecu-
ción de la Constitución».
Por último, se contienen en el Preámbulo intenciones y valoraciones
como la de «establecer una sociedad democrática avanzada», según acreditada
interpretación casi auténtica ya citada, un compromiso apócrifo entre los pro-
ponentes de una transformación del modelo de sociedad y quienes preferían

283
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

conservarlo. Al mismo género de lenguaje prescriptivo no normativo pertenece


el último inciso del Preámbulo, relativo a las relaciones internacionales, si bien
es el único que una jurisprudencia audaz ha convertido en determinante de un
objetivo constitucional, capaz de orientar el poder exterior del Estado (vid. la
citada STC 140/1995). Ahora bien, es significativo que, frente a lo caracterís-
tico de otras Constituciones, incluso anteriores a la nuestra, en dicho párrafo
no se dice absolutamente nada de la integración europea que, sin embargo, el
propio Tribunal Constitucional (Decisión 1/2004) y gran parte de la doctrina
en la que yo no participo, han considerado un expreso objetivo constitucional
en virtud de lo previsto en el art. 93. Ello muestra tanto que el Preámbulo es
testimonio del «momento constituyente», desbordado por la dinámica de una
Constitución abierta, como que el propio proceso constituyente desborda la
tesis de sus protagonistas. Tal es el sentido del consenso: unión de voluntades,
más que transacción y los «silencios apócrifos» son vías idóneas para alcan-
zarlo… y para mantenerlo. Tras las huellas de Wittgenstein, sobre lo que no
cabe concordar es mejor callar.
De lo expuesto se deduce que en el Preámbulo, no por sí mismo, sino por
su correlación con preceptos del texto articulado, pueden distinguirse diferen-
tes contenidos constitucionales, algo que ha hecho en Alemania y Francia la
más acreditada doctrina. Hay aparentes «directrices constitucionales», que el
intérprete termina coordinando con los correspondientes artículos constitucio-
nales, como es el caso del último párrafo; hay conceptos que reiteran, resu-
miéndolo, el contenido de la Constitución, como es el caso del párrafo prime-
ro, y hay valoraciones e intenciones de diferente intensidad normativa. El
intérprete puede utilizar el Preámbulo y, en la práctica, lo utiliza, ya para enfa-
tizar el texto, ya para suplir sus lagunas, pero no para desvirtuarlo o contrade-
cirlo en nombre de una inexistente supraconstitucionalidad.

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15. PREÁMBULOS ■

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285
16. SEIS DÉCADAS DESPUÉS DE LA DECLARACIÓN
DE DERECHOS HUMANOS

Festejamos el 60 aniversario de la Declaración Universal de Derechos


Humanos, aprobada por la Asamblea General de Naciones Unidas en 1948 y
lo hacemos meditando en torno a ella, con la brevedad, simplicidad y audacia
propia de una conferencia a cuya publicación apenas he añadido un mínimo
soporte bibliográfico.
La Declaración Universal puede considerarse desde diferentes puntos de
vista y, anteayer, el Profesor Peces Barba les ha ilustrado sobre lo que a ella
antecede y subyace: la historia de los derechos del hombre hasta su formula-
ción en 1948. A mí me toca ocuparme de su evolución a partir de dicha formu-
lación y ello puede hacerse, ya desde una perspectiva material, esto es, anali-
zando su contenido, ya desde una perspectiva formal, esto es, atendiendo al
mismo fenómeno de la internacionalización de los Derechos del Hombre. Lo
primero supone explicitar el contenido de la Declaración, algo que ofrece
escasa novedad respecto de lo que ya en 1948 era la tradición constitucional.
Lo segundo algo que ha dado lugar a todo un nuevo capítulo del Derecho
Internacional, y transformado una sociedad interestatal en otra que reconoce la
subjetividad de individuos y pueblos, limita en su favor las competencias esta-
tales clásicas y subyace a las denominadas intervenciones humanitarias, tan
relevantes, cualquiera que sea el juicio que su práctica merezca en nuestros
días. Incluso si se las califica y no le faltan motivos para ello, como «Imperia-
lismo Humanitario» (1).
Sus principales epígrafes serían los aspectos normativos, ya universales
como la denominada «Carta Internacional de los Derechos Humanos», a la que
más adelante me referiré, ya regionales, en los que después insistiré; los aspec-
tos institucionales –desde el denominado «Programa de Derechos Humanos»

287
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

de Naciones Unidas, a la emergencia de nuevas jurisdicciones internacionales


para la tutela de tales derechos–; y en fin, su influencia e incluso recepción en
el derecho interno en la materia que se internacionaliza o, al menos, se unifor-
miza, merced al impacto en legisladores y jueces de la formulación internacio-
nal de los Derechos Humanos, iniciada en 1948 (2).
A mi entender, sin embargo, lo más importante de la internacionalización
de los Derechos Humanos es su proclamación como una «norma cultural»
universal que cumple las mismas funciones que el viejo Derecho Natural, si
bien se trata de un Derecho Natural histórico «de contenido variable y progre-
sivo» (3). Y como tal, engarzando con la tradición de las Revoluciones ameri-
cana y francesa –«los hombres nacen libres e iguales»– sirve para superar el
positivismo decimonónico según el cual los derechos y libertades eran efecto
de la organización estatal (von Gerber), esto es reglas de la normativa del
Estado (Laband). Si los derechos públicos subjetivos son meras potestades
atribuidas por la norma, Statuta (Jellinek), es fácil disolverlos en la función
social (Duguit) o en la propia norma jurídica individualizada (Kelsen). Si, por
el contrario, son, como dice la Declaración de 1948, reiterando los términos de
la Declaración de Derechos de Virginia, «inherentes e inalienables», es claro
que no quedan a disposición del legislador y ni siquiera del constituyente esta-
tal, sino que se imponen al mismo como exigencia de una «higher law» que los
Estados deben de hacer eficaz.
La Declaración de 1948 no deja de ser una declaración y, como vere-
mos más adelante, solo los Convenios de 1966 que la desarrollan imponen
obligaciones jurídicas directas a los Estados. En ellos parte e incluso todo el
grupo normativo que denominamos Carta Internacional de Derechos Huma-
nos, puede ser parte integrante del ordenamiento estatal como, por ejemplo,
ocurre en España (4). Pero, aun así, existe una relación dialéctica entre las
norma internacionales, que proclaman o incluso que establecen derechos y la
normativa estatal que crea el polo objetivo que permite la eficacia de tales
derechos. No es lo mismo, para poner un ejemplo entre otros muchos posi-
bles, proclamar el derecho «a buscar y disfrutar del asilo» (art. 14 Declara-
ción Universal) que organizar un sistema de asilo territorial o, incluso confi-
gurarlo como un derecho público subjetivo de configuración legal (5). Tal es
la cuestión de la institucionalización de los Derechos. Ahora baste señalar
que los Estados han respondido, al menos formalmente, con rara unanimidad
a la exigencia que la proclamación internacional de los Derechos del Hom-
bre supone, y que todas las Constituciones de nuestro tiempo incorporan, de
una u otra manera, declaraciones de derechos, aunque, en muchos casos, sea
exclusivamente con carácter nominal (Löwenstein). La parte dogmática ha

288
16. SEIS DÉCADAS DESPUÉS DE LA DECLARACIÓN DE DERECHOS HUMANOS ■

llegado a ser elemento indispensable de la Constitución «ideal», haciendo


realidad el art. 16 de la declaración de 1789.
Pero entre la perspectiva material y la formal, yo prefiero seguir ante us-
tedes una tercera vía y examinar la propia dinámica de la génesis y desarrollo
de la Declaración cuyo sesenta aniversario conmemoramos. Al hacerlo, es po-
sible que detectemos transformaciones no previstas por los redactores de 1948 e,
incluso, orientaciones y tendencias, aún vacilantes y en agraz, pero que, exa-
minadas con atención y sin prejuicios, permiten vislumbrar evoluciones que
hace seis décadas parecerían inverosímiles y, aún hoy, pudieran resultar políti-
camente incorrectas. ¿Pero no es el primer imperativo académico reconocer la
verdad allí donde esté, y no es propio de la más profunda verdad manifestarse
in statu nascendi? La estrella de Epifanía es siempre precoz y sólo se deja
vislumbrar por los ojos dignos de ella.

2. LAS RAÍCES

Uno de los más ilustres especialistas contemporáneos en materia de dere-


chos humanos, Antonio Cassese (6), ha identificado tres raíces en la génesis de
la Declaración de 1948: la iusnaturalista, la socialista y la nacionalista, que
yo, para mayor exactitud, denominaré identitaria.
A) La primera, mantenida por los Estados occidentales, incluidos los
iberoamericanos que tan importante papel desempeñaron en tal ocasión, es, sin
duda, la más influyente. De ella deriva la consagración de los derechos indivi-
duales clásicos. Esto es, los derechos límite (vr. gr., arts. 3, 4, 5, 9, 11, 12, 13,
17, 18), los derechos oposición (vr. gr., arts. 4, 8, 16, 19, 20, 23) y los derechos
a la participación política (vr. gr., arts. 21 y 27). Lo que el viejo Jellinek (7)
denominó, respectivamente, Status Negativus Libertatis, Status Positivus
Libertatis y Status Activae Civitatis.
A su reconocimiento y formulación concurrieron, como señala R. Cassin (8),
dos corrientes doctrinales. El iusnaturalismo cristiano y basta por todos citar el
nombre de Maritain. Y el iusnaturalismo racionalista subyacente al pensa-
miento del Presidente Roosevelt cuyo legado e incluso cuya viuda tuvo en la
elaboración de la declaración una influencia determinante (9). Ambas corrien-
tes coinciden en la valoración del individuo al que, como tal, se reconocían
dignidad igual y derechos inherentes de valor absoluto. Pero los matices dife-
renciales son importantes. Para la tesis de raíz católica «la persona humana se
realiza solo en una comunidad democrática y solidaria» y tal sería después uno

289
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

de los lemas democristianos. Por otra parte los anglosajones, en especial los
americanos, trataron de hacer de la Declaración Universal un calco de su pro-
pia Declaración de Derechos.
B) La segunda raíz o fuente de la Declaración es la ideología socialista
que aportan fundamentalmente la representación de la URSS y los Estados por
aquel entonces bajo influencia soviética. Frente al individualismo dominante
ya señalado, la raíz socialista insiste en cuatro aspectos de capital importancia,
que, por otra parte, resultan próximos al pensamiento iusnaturalista católico.
Primero, porque, como quedó plasmado en el artículo 22 de la Declara-
ción que hace de introducción a toda una serie de derechos económicos y so-
ciales, «cada uno, en tanto que miembro de la sociedad, tiene derecho a...». Es
decir, las delegaciones de los países socialistas insistieron y obtuvieron que se
atendiera no sólo al individuo aislado en un universo metahistórico muy pro-
pio del iusnaturalismo racionalista, sino inserto en determinado ambiente
social que concreta y condiciona su vida. Por ello, en segundo término, la in-
fluencia socialista es patente en la inserción de los derechos económicos,
sociales y culturales de los artículos 22 a 27, después desarrollados en el Pacto
de 1966. En tercer lugar, la influencia socialista llevó a afirmar, junto a los
derechos del individuo, los deberes del ciudadano cara a la sociedad (art. 29.1).
Por último, el sentido del ejercicio de los derechos en forma solidaria y de
acuerdo con los propios principios de Naciones Unidas (arts. 29 y 30).
Lo que de tal planteamiento interesa ahora destacar es que los Derechos
proclamados en 1948 no se dan con independencia de un aquí y ahora concre-
tos y que tales aquí y ahora son una determinada sociedad y Estado. Que el
titular de derechos en tal sociedad también lo es de deberes frente a la misma
y que su ejercicio no puede ser arbitrario, sino dirigido a un fin lícito. Extre-
mos todos ellos importantes de recordar cuando se trate de articular los dere-
chos humanos y el interés e identidad de la comunidad nacional en cuyo seno
se ejercen.
C) Junto a la matriz iusnaturalista y la matriz socialista, la Declaración
de 1948 tiene también una matriz identitaria. En un primer momento, al redac-
tar la Declaración de 1948, la única identidad que se afirma es la expresada a
través de la soberanía de los Estados, que llevó a eliminar el derecho de peti-
ción, a difuminar el de rebelión apenas aludido en el Preámbulo, a negar el
derecho de las minorías nacionales y, sobre todo, a eludir el carácter jurídica-
mente vinculante de la propia Declaración. Pero ya en la elaboración de la
misma los países socialistas, no menos defensores de su soberanía estatal que
los occidentales, insistieron por razones tácticas en los derechos de los pue-
blos. Estados recién descolonizados como la India, aún alienándose con los

290
16. SEIS DÉCADAS DESPUÉS DE LA DECLARACIÓN DE DERECHOS HUMANOS ■

occidentales, mantuvieron posiciones favorables a la emancipación colonial y


países musulmanes como Pakistán y Arabia Saudí manifestaron sus reticen-
cias y reservas en función de sus tradiciones religiosas y culturales. Del prin-
cipio abstracto de la Soberanía estatal, más jurídico que político, se pasaba así
a atender al titular legítimo de tal soberanía, cuestión más política que jurídica.
Esta matriz identitaria fue más adelante asumida por los Estados fruto de
la descolonización y resultó determinante en los Pactos de 1966 y posteriores.
En ellos se afirmó el derecho a la autodeterminación, a la identidad cultural y
a la independencia económica que, pasando por una larga práctica de las
Naciones Unidas en materia de descolonización (10), llevó a la formulación de
un nuevo orden económico internacional (Res. 3202 S-IV y Res. 3281, XXIX)
basado en el derecho al desarrollo (11), y que, después, ha llevado a propugnar
los derechos de las minorías a la conservación y desarrollo de su propia iden-
tidad.

3. LOS FRUTOS

Hasta aquí la aportación de Cassese, en la que fundamentalmente me he


inspirado, para, llegados a este punto, proponerles un salto adelante hacia tie-
rras no siempre bien exploradas. Porque no basta con descubrir una serie de
grupos normativos. Es preciso buscar el rojo fadián de una genética estructu-
ral. Lo que Montesquieu, al principio de su magna obra, llama «espíritu» del
derecho ¿Cuáles son los frutos de semejantes raíces?
Para responder a tal pregunta, partamos de constatar que, en el proceso de
universalización de los derechos humanos inciden tres factores de transforma-
ción que han afectado decisivamente a los titulares, al contenido y a la puesta
en práctica de dichos derechos. Lo que utilizando las categorías de Jaime
Guasp (12) cabe denominar sus sujetos, objeto y actividad.
En efecto, la universalización de los derechos humanos ha coincidido con
la masificación de una sociedad progresivamente global y la globalización tie-
ne una consecuencia cuantitativa y otra cualitativa de la máxima trascenden-
cia. En cuanto a la primera, es evidente que el significado de los derechos se
trasforma cuando sus efectivos titulares son multitud. No es lo mismo el dere-
cho de libre circulación (art. 13 DU) de un individuo que la migración de
cientos de miles, por no hablar de millones de personas. De ahí las ambigüe-
dades y contradicciones de las normativas internacionales y estatales sobre la
inmigración, asilo y extranjería y la frecuente ingenuidad de su revisión judi-
cial, por ejemplo en España. Y, respecto de la segunda, no pueden obviarse las

291
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

peculiares características del hombre-masa dominado por la voluntad de supe-


rar a toda costa sus carencias y presto, en consecuencia a considerar sus ape-
tencias como necesidades y exigir sus necesidades como derechos (13). Los
derechos se han convertido así en lo que P. Schneider ha denominado «preten-
siones legítimas a la protección jurídica» (14), entendiendo que la protección
que se pretende no es formal, sino prestacional. Lo que Burdeau, adelantándo-
se a su tiempo, llamo «la medida de una necesidad».
En cuanto a la puesta en práctica de los derechos fundamentales es indis-
pensable tomar en consideración el impacto de la técnica que potencia extraor-
dinariamente su alcance y, en consecuencia, agudiza el conflicto entre los mis-
mos. La concepción clásica de los derechos vio su límite en el derecho de los
demás como afirma el art. 10,1 de nuestra Constitución. Pero ello respondía a
un estadio de la técnica en el que las herramientas de los hombres y su radio
de acción estaban hechas a la talla y medida humanas. El hacha y la sierra,
incluso la mecánica, como la pluma e incluso la linotipia, no son más que la
proyección de la mano y por ello el alcance de los derechos del individuo era
de suyo limitado. Pero los avances de la técnica han rebasado tales medidas.
Por ejemplo, las nuevas formas de comunicación a través de la Red han tras-
formado el derecho a la información al hacerla potencialmente anónima y en
consecuencia irresponsable y de alcance ilimitado y ello ha llevado a primer
plano el conflicto entre los derechos y la asimetría entre los valores que a los
mismos subyacen (Berlin). Entre libertad de expresión y derecho a la intimi-
dad; entre libre circulación y derecho a la participación (15).
Respecto del contenido de los derechos fundamentales, que va a centrar
el resto de esta conferencia, en la universalización de los Derechos del Hombre
se cumple un principio lógico formidable en estos términos: la comprensión de
un concepto está en razón inversa a su extensión. Es decir, cuando más amplia
es la significación de un concepto, menor es su concreción, y mayor la necesi-
dad de reducir su extensión, localizándolo, para hacerlo preciso y operativo.
De ello derivan tres consecuencias prácticas: una, la formulación univer-
sal fue necesariamente poco concreta, de ambigua la tacha Cassese (16), y
demandaba un desarrollo concretizador. A ello respondieron los Pactos de
Nueva York de 1966. Otra, la extensión universal de los derechos llevó, a la
hora de pretender hacerlos efectivos en contextos sociales muy diferentes, a
reformularlos, interpretarlos y aplicarlos de manera distinta, en función de las
diferentes culturas y de las distintas posibilidades de institucionalización. De
ahí, la regionalización de los mismos. En fin, la localización de los derechos en
diferentes sociedades ha potenciado la raíz identitaria ya latente en la Declara-
ción Universal. A continuación desarrollaré cada uno de estos tres puntos.

292
16. SEIS DÉCADAS DESPUÉS DE LA DECLARACIÓN DE DERECHOS HUMANOS ■

A) Concreción e inflación

El Pacto de Derechos Civiles y Políticos y el Pacto de Derechos Econó-


micos y Sociales se denominan también Pactos de Nueva York por el lugar de
su elaboración y firma en 1966. Junto con la Declaración de 1948 como cabe-
cera, constituyen el grupo normativo denominado Carta Internacional de los
Derechos del Hombre (17).
La adopción de los dos Pactos constituye un cambio cualitativo en el
tratamiento de los derechos humanos, puesto que se trata de instrumentos con-
vencionales que imponen obligaciones jurídicas directamente vinculantes para
los Estados partes. Sin embargo, el tipo de obligaciones impuestas por uno y
otro Pacto son diferentes, como lógica consecuencia de la distinta naturaleza
de los derechos reconocidos. Así, mientras que el Pacto de Derechos Civiles y
Políticos define obligaciones automáticas, asumiendo el Estado el deber de
reconocimiento y garantía inmediata de los derechos enunciados en el mismo
(art. 21), el Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales se concibe
como un instrumento progresivo, que define derechos cuyo disfrute sólo se
garantiza en un determinado horizonte. En el primero el Estado reconoce un
derecho y no tiene más que respetarlo. En virtud del segundo, el Estado única-
mente asume el compromiso de «adoptar medidas, tanto por separado como
mediante la asistencia y la cooperación internacionales, especialmente econó-
micas y técnicas, hasta el máximo de los recursos de que disponga, para lograr
progresivamente, por todos los medios apropiados, inclusive en particular la
adopción de medidas legislativas, la plena efectividad de los derechos aquí
reconocidos» (art. 2). Ello no supone una jerarquización entre unos y otros
derechos y la Conferencia de Viena de 1993 en su Declaración y Programa de
Acción afirmó que «Todos los derechos humanos son universales, indivisibles
e interdependientes y están relacionados entre sí. La comunidad internacional
debe tratar los derechos humanos en forma global y de manera justa y equita-
tiva, en pie de igualdad y dándoles a todos el mismo peso». Pero es claro que,
en la práctica, no es lo mismo el derecho límite al poder, que impone a éste una
mera abstención, que el derecho crédito frente al poder, que exige del mismo
una acción positiva y ello se refleja claramente en los mecanismos de control.
La experiencia del constitucionalismo social desde 1917 en adelante, especial-
mente los textos irlandés de 1937, birmano de 1948 e indio de 1950, influyeron
decisivamente en ésta estrategia redaccional (18).
Los Pactos de Nueva York recogen la práctica totalidad de los derechos
humanos enunciados en la Declaración Universal, desarrollándolos y dotándo-

293
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

los de unidad y, extremo capital, el artículo 1 de ambos instrumentos proclama


la libre autodeterminación de los pueblos como un derecho humano.
A ello hay que añadir numerosos instrumentos preparados en el seno de
las Naciones Unidas de carácter sectorial, sea porque se refieren a personas
concretas, por ejemplo las mujeres, los niños, las personas pertenecientes a
minorías étnicas, religiosas o lingüísticas, las personas discapacitadas o a temas
igualmente concretos, por ejemplo la protección en caso de secuestro, o la lu-
cha contra la tortura o la pena de muerte. A ello hay que sumar los textos rela-
tivos a los Derechos Laborales preparados en el seno de la O.I.T. y la Decla-
ración de 1993 de la Conferencia mundial sobre los Derechos Humanos y el
correspondiente programa de acción en la materia (19).
Todo ello sugiere una triple consideración. De una parte, es claro que la
concreción de los Derechos Humanos a partir de 1948 ha llevado a una infla-
ción de los mismos y no sólo en el plano internacional como acabamos de ver,
sino también en el doméstico, puesto que se multiplican las Cartas y declara-
ciones constitucionales sobre la materia. Sin duda, hoy el fenómeno tiene una
motivación y cumple funciones positivas: una función de eficacia al hacer nor-
mativo lo que en principio fue una pura declaración de intenciones y de ahí la
conversión de la Declaración de 1948 en pactos jurídicamente vinculantes e
instrumentos de garantía jurídica para su cumplimiento, y también una función
pedagógica que este tipo de declaraciones cumple, incluso cuando no pasan de
ser meramente nominales (Löwenstein).
Pero de otro lado hay motivaciones más impuras y con consecuencias
menos positivas, puesto que la hiperinflación de las declaraciones de derechos
no ha dejado de contribuir a la devaluación de los mismos. El paso del ciuda-
dano al hombre concreto cuyos derechos son proyección de sus singulares
apetencias, hace que no baste la Declaración de Derechos del hombre, sino que
es preciso especificar la del anciano, el niño, el agricultor y el habitante de la
montaña. Lo que revelan tantos textos internacionales tiene su paralelo en las
partes dogmáticas de las Constituciones de nueva redacción, entre otras la
nuestra.
Simultáneamente, lo que Schmitt denominaba constitución «ideal» que,
por una parte simboliza la estatalidad y, por otra, se vincula históricamente a
las declaraciones de derechos americana y francesa, hace que, quien quiera
afirmar su estatalidad o, de una u otra manera pretenderla, estime preciso for-
mular una Declaración de Derechos, aunque esta sea redundante con otros
instrumentos ya vigentes. Baste señalar, para poner dos ejemplos recientes, la
Carta de Derechos acordada por la Unión Europea en Niza o la parte dogmáti-
ca del reciente Estatuto de Autonomía de Cataluña.

294
16. SEIS DÉCADAS DESPUÉS DE LA DECLARACIÓN DE DERECHOS HUMANOS ■

No han faltado intentos de poner coto a esta tendencia y legisladores es-


pecialmente sabios como los austríacos en 1970 o, más recientemente, los bri-
tánicos, en vez de elaborar una tabla de derechos, tarea siempre difícil, han
constitucionalizado en su propio ordenamiento, instrumentos internacionales
ya vigentes como es la Convención Europea de 1950. Así lo propugné yo, sin
éxito, a la hora de elaborar la Constitución Española (20).

B) Regionalización

La regionalización de los Derechos Humanos es, en sentido lógico que


no cronológico, la segunda, línea de desarrollo de la Declaración Universal y
supone que dicho desarrollo y concreción se adecua a las especificidades de
cada área de civilización. La Conferencia de Viena en su citada Declaración ya
levanto acta de tal situación al señalar que «debe tenerse en cuenta la impor-
tancia de las particularidades nacionales y regionales, así como de los diversos
patrimonios históricos, culturales y religiosos».
El primer hito de este proceso es la Convención Europea de 1950 y el
grupo normativo que dicha convención encabeza, elaborado en el marco del
Consejo de Europa.
La Convención Europea y sus Protocolos adicionales constituyen la ca-
becera de un importante grupo normativo al que, en virtud de su propia remi-
sión, deberá añadirse la Carta de Derechos aprobada en Niza y cuyo status es
tan ambiguo como la del antiguo Tratado de Lisboa. Un conjunto normativo,
interpretado por el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, de la máxi-
ma importancia en razón de su eficacia directa, de su influencia como canon
hermenéutico de interpretación jurisprudencial en los Estados miembros del
Consejo de Europa y en otros que no lo son, incluso en la Corte Suprema de
los Estados Unidos.
Por el contrario la Carta Social Europea de 1963 ha tenido mucha menor
trascendencia práctica, por centrarse en derechos económicos y sociales un
tanto ambiciosos que, por las razones antes señaladas, son más objetivos a
conseguir que derechos directamente exigibles. Por ello, los mecanismos de
control previstos en la propia Carta no contemplan instancias jurisdiccionales
sino informes políticos de los Estados parte, a examinar por instancias no me-
nos políticas.
En el marco europeo, de una Europa que aspira a llegar a los Urales, tam-
bién ha de señalarse la recepción y afirmación de los derechos civiles, políticos

295
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

y sociales en la declaración de Helsinki (1975), en el contexto de la Guerra


Fría y, a su término, en la Carta de París (1991).
El segundo gran hito del proceso regionalizador se da en América. La
elaboración de una Carta Americana de derechos constituyó uno de los prime-
ros objetivos del sistema interamericano. Dicho objetivo, que se proclama ya
en Chapultepec, se plasmó en 1948 en la Declaración Americana de los Dere-
chos y Deberes del Hombre, En 1969, se elabora la Convención Americana
sobre Derechos Humanos, también conocida como Pacto de San José, en vigor
desde 1978, que constituye, junto a la Declaración Americana, el principal
texto de referencia del sistema interamericano, tanto desde una perspectiva
material como procesal.
Se reconocen en tales instrumentos los Derechos Civiles y Políticos y, en
el Protocolo del Salvador de 1988, los Derechos Sociales en paralelo con los
modelos europeos y los Pactos de Nueva York. Y a ello debe añadirse varios
instrumentos de protección sectorial. Sus redactores no imaginaron que pocos
lustros después, en 1989, vería la luz el Convenio 169 de la OIT sobre Pueblos
Indígenas y Tribales en Países Independientes que inaugura una amplia co-
rriente internacional y constitucional, hoy en intenso desarrollo, en pro de los
derechos de los pueblos indígenas que engarza con la tendencia identitaria
antes mencionada y a la que más adelante me referiré (21).
El tercer hito es la Carta Africana de 1980 adoptada el 27 de junio de 1981,
en la 18.a Asamblea General de Jefes de Estado y Gobierno de la O.U.A., y que
entró en vigor en 1986. Dos Protocolos, uno para establecer un Tribunal de
garantías y otro sobre los derechos de la mujer y una Carta sobre los derechos
de los niños completan este grupo normativo.
En ella se aprecian ya claramente pruebas de una sensibilidad muy distin-
ta a la del individualismo imperante en 1948. A parte del enfático Preámbulo,
se insiste en la autodeterminación (art. 20), el derecho al desarrollo y la dispo-
sición sobre los propios recursos (art. 21) ya explícitos en los Pactos de Nueva
York, en los valores comunitarios, desde la familia (art. 27 y ss.), a los pueblos
(art. 19) y en la identidad étnico-cultural (arts. 22 y 29).
Ya sabemos, ustedes y yo, o al menos sospechamos, que una Carta de
Derechos Humanos no tiene demasiada efectividad en un continente sumido
en la miseria, la corrupción y la violencia. Se trata de una norma que, según la
terminología de Löwenstein no pasa de ser «nominal». Pero lo nominal no es
irrelevante cuando expresa, como en este caso, la sensibilidad esperanzada de
cien millones de humanos.
El último hito de este proceso de regionalización es la Carta Árabe de
Derechos Humanos formulada por la Liga Árabe en 1994.

296
16. SEIS DÉCADAS DESPUÉS DE LA DECLARACIÓN DE DERECHOS HUMANOS ■

Se repite allí el modelo de los Pactos de Nueva York, pero con importan-
tes matizaciones harto significativas. Así, los derechos se configuran por ley
(art. 4), y muchos de ellos se reservan a los ciudadanos. La libertad de religión,
referida con especial énfasis a las minorías (art. 37), se matiza en cuanto a
Derecho individual (art. 27) con el respeto al derecho de las demás, lo que en
el mundo musulmán a cuyos valores se hace reiterada referencia en el Preám-
bulo, tiene un especial significado y se reconoce expresamente el valor del
nacionalismo árabe (art. 35). En todo ello apunta el valor emergente de la
identidad.

C) ¿Hacia la colectivización de los derechos?

Esta inserción de los Derechos proclamados en 1948 en la realidad social


concreta remite a la identidad comunitaria cuyo reconocimiento se vislumbró
primero y negó después, como antes dije, en la génesis de la Declaración de 1948
y, más tarde, se afirmó en los Pactos de Nueva York, a través del derecho de
autodeterminación (art. 1 de ambos Pactos) y del reconocimiento del derecho
de las minorías (art. 27 del Pacto de Derechos Civiles y Políticos) y se ha de-
sarrollado en numerosos instrumentos internacionales ¿Se trata acaso de supe-
rar el individualismo por la identidad colectiva? No es mi intención propug-
narlo, sino subrayar una tendencia, harto evidente, en la evolución de declara-
ciones de derechos expuesta.
Tres son los pasos lógicos que llevan a la progresiva primacía de lo iden-
titario comunitario en el desarrollo y aplicación de una Declaración en cuya
redacción inicial lo identitario colectivo desaparecía ante los derechos indivi-
duales y el principio de no discriminación. Primero, la toma en consideración
de la dimensión colectiva de los derechos humanos fundamentales, incluso los
más íntimos. Segundo, la resultante nueva interpretación de la igualdad. Ter-
cero, la relevancia de la afectividad.
a) En cuanto a lo primero, es evidente que la realización práctica de los
derechos fundamentales del individuo tiene una dimensión colectiva e incluso,
institucional, extremo, éste último, de la máxima importancia, pero imposible
de abordar hoy aquí. Si volvemos a la trilogía, antes señalada, resulta que los
derechos que Jellinek llamaría status negativus y status positivus libertatis
solo tienen sentido en un horizonte de identidad colectiva determinada. Reco-
nocerlo así es la gran aportación doctrinal del más consecuente liberalismo de
nuestros días (22).

297
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

La esencial dimensión colectiva, no se da sólo en aquellos derechos que


el individuo ejerce necesariamente con-los-otros, como el derecho de reunión,
asociación o sindicalización, sino de derechos tan íntimos como la libertad de
conciencia y de religión que, para ser efectivos, requieren una dimensión pú-
blica y colectiva para proclamar la Fe y organizar el culto y el servicio, dimen-
siones sin las cuales la libertad de conciencia es meramente negativa. Y es
claro también que derechos fundamentales tan clásicos como la libertad de
expresión y los llamados derechos culturales de tercera generación, remiten al
uso y transmisión de la «lengua propia» y nada hay tan colectivo como la len-
gua. Aunque el reconocimiento a nivel universal de lo que la jurisprudencia
suiza acertadamente denominó «derecho fundamental no escrito» haya de es-
perar hasta 1992. (Declaración sobre los derechos de las personas pertene-
cientes a minorías nacionales, étnicas, religiosas y lingüísticas de las Nacio-
nes Unidas y Carta Europea de las minorías regionales y lingüísticas).
Es claro, igualmente, que los derechos de participación política, el Status
Activae Civitatis, remiten al problema de en qué se participa y en calidad de
qué. Si se hace a título individual o en cuanto miembro de una determinada
comunidad y si la garantía de dicha participación pretende superar la discrimi-
nación de tal comunidad o, por el contrario, garantizar su identidad separada
en el seno de la comunidad global en la que se inserta. Topamos aquí con la
peliaguda cuestión de los derechos de las minorías que sólo cabe apuntar.
Existe ya al respecto una densa trama de normas internacionales y regio-
nales y una abundante jurisprudencia constitucional. De su estudio compara-
do, que ya he abordado en otras ocasiones (23), surge el concepto de «minoría
histórica», como tal reconocido en los más importantes Estados. Tales mino-
rías son titulares de derechos y acreedoras de protección en cuanto colectivi-
dad en las que se encuadra el ejercicio de los derechos fundamentales de sus
miembros. La solución es de todo punto diferente respecto de los miembros de
minorías no históricas que no gozan de derechos colectivos, sino tan solo de
los derechos fundamentales que como individuos les corresponden.
El derecho a la autodeterminación de los pueblos, consagrado en los artícu-
los 1 de los dos Pactos de Nueva York es piedra angular en la construcción de los
derechos colectivos (24). En efecto, si autodeterminación significó, en principio,
«gobierno con el consentimiento de los gobernados», esto es autodeterminación
interna, el principio de las nacionalidades lo configuró como autodeterminación
externa y así fue recibido, como instrumento descolonizador en los Pactos
de 1966. Pero, conseguida la descolonización, se ha pretendido cercenar su pro-
yección externa en atención al principio de integridad territorial de los Estados
como uno de los fundamentos del orden internacional. En tal sentido apuntan la

298
16. SEIS DÉCADAS DESPUÉS DE LA DECLARACIÓN DE DERECHOS HUMANOS ■

propia práctica de las Naciones Unidas que pretende reducir al marco colonial el
mencionado derecho, el Acta de Helsinki que afirma la inmodificabilidad de las
fronteras y, más aun, la Carta de París que supedita el reconocimiento de los
PEGOS, surgidos de la secesión, al establecimiento y funcionamiento de un
sistema democrático. Esto es, la autodeterminación externa a la interna. La prác-
tica posterior muestra que la realidad es otra. La autodeterminación se impone,
en la URSS, en Yugoeslavia y en Checoeslovaquia, con lo que Jellinek denominó
la «fuerza normativa de los hechos».
Ahora bien, desde nuestro punto de vista lo que importa no es describir la
proyección colectiva de unos u otros derechos, sino desvelar en qué consiste esa
su naturaleza colectiva. Y así resulta que los derechos son colectivos no solo
cuando su titular es una colectividad, sino cuando el bien a tutelar es un bien
colectivo (25). La autodeterminación de un pueblo es un bien colectivo y, por
ello, su titular no es individuo alguno, sino el pueblo en cuestión. La lengua es
un bien colectivo y, por ello, puede calificarse de derecho colectivo el que sus
hablantes tienen a utilizarla. Y la identidad étnica y cultural es un bien colectivo
y, por ello, no está a disposición de quien quiera optar por ella o incluso abando-
narla, sino que es un derecho a ejercer por quienes, objetivamente, pertenecen a
la colectividad en cuestión. Los derechos colectivos lo son en función de su ob-
jeto y es el objeto el que determina al sujeto hasta confundirse ambos como
ocurre en los derechos de la personalidad y otros derechos existenciales.
Que la tutela del objeto prima sobre la libertad del sujeto se pone de ma-
nifiesto en las diversas medidas de protección externa e interna que garantizan
determinado bien colectivo frente a la erosión exterior y la disidencia interior.
Ello es especialmente cierto en cuanto se refiere a la protección de minorías
históricas y pueblos indígenas. Como señalara Mirkine Guetzevitch en los
albores del régimen de minorías, se trata de un «control social de la libertad».
b) El segundo paso de los atrás enunciados es la idea de igualdad resul-
tante de todo lo dicho y que ahora solo cabe apuntar. La Declaración Universal
enuncia en su comienzo la igualdad de todos ante la ley, con independencia de
edad, raza, sexo, lengua o religión y lo mismo se reitera en los Pactos de Nue-
va York y en las múltiples declaraciones regionales atrás citadas. Se trata de la
noción kantiana de igualdad, basada en la común dignidad de los seres huma-
nos. Pero, poco después de Kant, Herder introdujo el principio de valoración
de las diferencias y las ideas de dignidad e igualdad recibieron progresivamen-
te otro significado.
Topamos aquí con el problema filosófico de la fundamentación de los
Derechos Humanos que no es el momento de abordar. Baste señalar con Charles
Taylor (26), un importante teórico de las políticas de reconocimiento, que con-

299
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

frontando ambos legados, el de Kant y el de Herder, la dignidad de todos, esto es


la de cada uno, exige que cada cual sea igualmente valorado en su singularidad
y en la correspondiente dimensión colectiva de aquella su singularidad, la raza,
el sexo, la lengua y la religión entre otras. En consecuencia, la igualdad verdade-
ra no consistirá ya en tratar por igual a los individuos haciendo abstracción de
tales características, sino tratar con igual respeto las dichas características.
Esta nueva versión de la igualdad es a la que responden hoy día la mayor
parte de las políticas de discriminación positiva. Su meta no es tanto la promo-
ción sino el reconocimiento. Es la que está en la raíz de los derechos a la iden-
tidad colectiva, por definición derechos colectivos.
Ya no serían aceptadas las previsiones del art. 1,4 de la Convención de
1965 contra la discriminación según el cual se adoptarán « medidas especiales
con el único propósito de asegurar el adecuado progreso de determinados gru-
pos raciales o étnicos que requieren tanta protección como sea necesaria en
orden a garantizar a dichos grupos o individuos igual goce o ejercicio de los
Derechos Humanos y libertades fundamentales, garantizando que tales medi-
das no tendrán como consecuencia el mantenimiento de derechos separados
para diferentes grupos raciales y que no deben ir más allá del cumplimiento de
los objetivos para los cuales fueron adoptadas». Hoy prima el derecho a la di-
ferencia como se expresa, por ejemplo, en el art. 3 de la Convención sobre los
derechos de las personas con discapacidad, adoptada en el 2006 por la Asam-
blea General de las Naciones Unidas, entre cuyos principios generales estable-
cidos en art. 3 se establece «el respeto por las diferencias y la aceptación de las
personas con discapacidades como parte de la diversidad humana» (apartado d)
así como el respeto hacia «el derecho de los niños con discapacidades a preser-
var sus identidades» (apartado h). Tales principios inspiran diversos instru-
mentos sectoriales y regionales relativos a la discapacidad. Y es claro que tam-
bién inspiran los instrumentos relativos a minorías étnicas y pueblos indígenas.
En una palabra, prima el derecho a la diferencia y la promoción tiende a con-
servarla y desarrollarla en vez de superarla.
c) Ahora bien y éste es el tercero de los pasos atrás enunciados, ¿Cómo
se explica esta valoración de la identidad sin atender a las cargas de afectividad
en ella invertida?
El extremo caso de los colectivos de minusválidos que no solicitan una
discriminación positiva para compensar la minusvalía y salir de ella, sino para
perpetuarla y que así han sido tomados en consideración por la normativa cita-
da, la práctica y la jurisprudencia comparadas, pone de manifiesto, con la pre-
cisión propia de la caricatura, un fenómeno más general y profundo: la pasión
por la búsqueda y conservación de la propia identidad. La práctica de los dere-

300
16. SEIS DÉCADAS DESPUÉS DE LA DECLARACIÓN DE DERECHOS HUMANOS ■

chos del hombre, de los individuales y colectivos, requiere cada vez más aten-
der al valor de identidad, algo que la sociedad global de nuestros días amenaza
más que nunca. Y ello exige medidas de protección externa e interna que, en
ciertos casos, refractan los derechos clásicos.
Los microestados, sociedades cuya pequeña talla hace especialmente
vulnerable su identidad, ofrecen ejemplo de ello y otro tanto cabe decir de re-
giones de estructura identitaria muy frágil (27). Derechos como los de propie-
dad, circulación y residencia se limitan y condicionan por su peligrosidad para
el mantenimiento de una identidad que se estima más valiosa, no sólo que la
riqueza o el progreso, sino que la misma autonomía de la voluntad.
El primero de los derechos que llega a condicionar a los demás es el de-
recho a la identidad, y ésta siempre trasciende al individuo; es colectiva. A eso,
llamaba Wahl «transdescendencia».
Algún día se elaborará una Teoría del Estado atenta a los sentimientos de
la que hoy tan solo conozco atisbos. Entonces se pondrá de relieve cómo los
derechos humanos, al pasar de las declaraciones a la práctica, han dejado de
ser fruto de la razón universal, de donde surgen los derechos subjetivos, la
autonomía de la voluntad y el Pacto, para referirse a los sentimientos. Ello es
así porque en el hombre, decía Ortega, la razón es la mera cima de un iceberg
de instinto, pasión y deseo: esto es, de afectividad y la afectividad, para no
desembocar en la neurosis, requiere la comunidad.
La cuestión no es saber si hay ya y habrá más comunitarización de los
derechos en el futuro. Eso me parece indudable y a los teóricos corresponde
acuñar las categorías dogmáticas para dar cuenta de ello. Las cuestiones más
graves están en otro lugar: Por una parte, en establecer los límites de dicha
colectivización y garantizar en ella los valores esenciales del individualismo
en el derecho, como rezaba el título, ya clásico de Marcel Walin (28). Por otra,
en esclarecer cuál es la instancia que, por ofrecer el anclaje identitario adecua-
do, puede servir de polo colectivizador. ¿Será una instancia sectorial, como la
religión, según la tradicional reivindicación de las sectas o como el género o la
orientación sexual, según proponen los llamados nuevos movimientos sociales
o novísimas minorías? ¿O será una instancia política? Y, en tal caso ¿serán las
minorías, o las naciones sin Estado, o los Estados Nacionales, o los plurinacio-
nales con suficientes factores de integración, o lo que Díez del Corral deno-
minó supernaciones o, por hipótesis, una comunidad supranacional?
De analizar los derechos se llega así a toparse con las Instituciones; pero
eso es materia para otras muchas disertaciones porque de ser así, supondría
una inversión radical de los actuales planteamientos del Derecho constitucio-
nal más atento a los primeros que a las segundas.

301
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

NOTAS
(1) Cf., v. gr., Carrillo, Permanencia y Cambio en Derecho Internacional, Madrid (RACM y P), 2005.
(2) Cf. por todos, Díez de Velasco, Instituciones de Derecho Internacional Público. Madrid
(Tecnos) 14.º Ed. 2003, p. 583 y ss.
(3) La expresión es de Stammler y Coing. Cf., Kaufmann, Naturrecht und Geschitlichkeit,
Tubinga (Mohr) 1957.
(4) Art. 96 CE. Cf. BOE núm. 103, de 30 de abril de 1977.
(5) V. fr., en España Ley 9/1994 de 4 de mayo que reforma la Ley 5/1984 de 26 de marzo. Cf. Conse-
jo de Estado, Memoria 1995, Madrid (BOE) 1996, p. 127 y ss. En el mismo sentido el ante proyecto de ley
que el Gobierno tiene en estudio. Cf. Dictamen del Consejo de Estado, núm. 1870/2008, 27 de noviembre
del 2008.
(6) Los Derechos Humanos en el mundo contemporáneo, trad. esp. Ariel (Barcelona), 1991, p. 43 y ss.
(7) System der subjektiven Öffentlichen Rechte, Tubinga, 1892.
(8) Cf. Recueil des Cours de l’Academie de Droit International de la Haye, 79 (1951-H, p. 237 y ss.).
(9) Cf. Johnson, «The Contribution of Eleanor and F. Roosevelt to the development of International
Protection of Humans Rights». The Human Rights Quarterly, 9 (1987), p. 35 y ss.
(10) Cf., por todos, Yturriaga, Participación de la ONU en el proceso de descolonización,
Madrid (CSIC), 1967.
(11) Cf. en español la obra pionera y todavía útil de García Amador, El Derecho Internacional al
desarrollo, una nueva dimensión del Derecho Internacional Económico, Madrid (Civitas), 1987. En
general, Díez de Velasco, op. cit., p. 596 y ss. y la bibliografía así citada.
(12) Derecho, Madrid, 1971.
(13) Me remito a los planteamientos de Ortega (La rebelión de las masas, 1930) y de Röpke (La
crisis social de nuestro tiempo, 1946).
(14) Schneider, «Droit sociaux et doctrine des Droits de Thomme». Archives de Philosophie du
Droit, 1967, 12, p. 327 y ss.
(15) Cf., el capítulo 11 de mi obra El valor de la Constitución, Barcelona (Crítica), 2003, p. 169 y ss.
(16) Op. cit., p. 48.
(17) El primero, el de Derechos Civiles y Políticos, se complementa con dos Protocolos Facultati-
vos. Uno del mismo 1966, que establece como garantía un sistema de peticiones. Otro de 1989, destinado
a abolir la pena de muerte.
(18) El paralelo constitucional tiene su origen en el texto irlandés de 1937. Cf. Herrero. Naciona-
lismo y constitucionalismo. El derecho constitucional de los nuevos Estados, Madrid (Tecnos), 1971,
pp. 410 y ss.
(19) Cf. El repertorio publicado por el Consejo de Europa Human Rights in International Law,
Estrasburgo, 7.ª ed., 2007.
(20) Cf. mis Memorias de Estío, Barcelona (Temas de Hoy), 199, p. 139 y ss.
(21) Cf. La compilación documental con estudios preliminares de Clavero (ed). Derechos de los
Pueblos Indígenas, Vitoria (Gobierno Vasco), 1988, y Aparicio, Los pueblos indígenas y el Estado. El
reconocimiento constitucional de los derechos indígenas en América Latina, Barcelona (Cedecs), 2002.
(22) Por todos, cf., Kymlika, Ciudadanía multicultural, trad. esp. Barcelona (Paidós), 1996.
(23) Cf. Pentassuglia, Minorities in Internacional Law, Estrasburgo (Consejo de Europa), 2002.
Abordé la cuestión en un seminario celebrado en St. Anthony’s College (Oxford) en 2004, cuyo texto,
«Minorities and Historical Titles: the Search of Identity», se publica en la Revista Internacional de Estu-
dios Vascos, 2008, p. 191 y ss. Más ampliamente, «Protección de minorías e identidades históricas en la
práctica constitucional europea». Pacis Artes. Obra Homenaje al Profesor Julio D. González Campos,
Madrid (UAM), 2005,II, p. 1919 y ss.
(24) Sobre lo que sigue, cf. Cassese, Selt-determination of Peoples. A legal Reappraisal, Cam-
bridge University, Press, 1995.
(25) Cf. Raz, The Morality of freedom, Oxford (Clarendon), 2008, p. 208.
(26) Taylor, El multiculturalismo y la política del reconocimiento, trad. esp., Madrid (FCE), 2003.
(27) Cf. mi estudio «Els Drets Humans ais microestats: dues crisis de creixement», en Recull i
comentari deis articles de la Declaración Universal de Drets Humans. 50é aniversari, Andorra (Col-legi
d’Advocats), 1999, p. 293 y ss.
(28) L’ lndividualisme et le droit, París (Sirey), 1945.

302
17. EL RELIEVE CONSTITUCIONAL DE LA IDENTIDAD
RELIGIOSA (UN ENSAYO DE DERECHO
CONSTITUCIONAL COMPARADO)
Cfr. Mc. 9, 38-40

1. SECULARIZACIÓN Y CONFESIONALIZACIÓN

La secularización es concepto harto polémico que ha hecho correr ríos de


tinta entre los más afamados especialistas en la materia. A los efectos pura-
mente instrumentales que aquí interesan, puede definirse como un fenómeno
social, antes que político y jurídico, consistente en que la sociedad establece
sus propios valores autónomamente. Esto es, sin referencia alguna a las doctri-
nas y autoridades religiosas. Se trata de un proceso de larga duración, al pare-
cer inherente a la modernidad, tal como la caracterizara Weber, y es, sin duda,
el rasgo más destacado por la sociología religiosa de nuestro tiempo. La secu-
larización no excluye la religión. Antes al contrario, es terreno fértil para el
desarrollo de nuevas formas de religiosidad como la «religión invisible» que
teorizara Luckmann (1) e incluso la sincera confesión convencional no practi-
cada. Pero tiende a reducir e incluso a excluir las religiones clásicas del espa-
cio público, diluyendo su dogmática, relativizando su enseñanza y devaluando
la presencia social de sus símbolos y sus ministros. Un texto clásico en la
materia, el libro de Wilson, Religion in Secular Society (2) dio, hace ya años,
elocuente cuenta de ello.
Por el contrario, la confesionalización es un fenómeno político y jurídico,
consistente en una intensa relación e interpenetración de los poderes y las ins-
tituciones públicas con las confesiones religiosas, fundamentalmente con una,

303
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

que, en último término impregna con sus categorías, especialmente las dogmá-
ticas, simbólicas y rituales, las instituciones y los espacios públicos. La Res
Publica es así Res Sacra y como tal se ha considerado formalmente al Estado
prolongación de la Iglesia en el cristianismo oriental (3). Pero, a la vez, la re-
ligión se convierte en materia eminentemente política y la correspondiente
Iglesia en un servicio público, dando nueva vida a la vieja formula ciceronia-
na, una cuique civitati religio est, nostra nobis (Pro Flaco XXVIII), que el
evangélico Cesaris Cesari, Dei Deo (Mc. 12, 17) parecía haber cancelado ¿Es
la nacionalización, incuso de la religión, como dijera André Hauriou, un retor-
no a la Ciudad antigua?
La confesionalización de los Estados, su identificación con una confesión
religiosa –católica, luterana, anglicana, reformada–, ha sido una constante en la
historia europea, cuna y patrón del moderno constitucionalismo. Primero, en
España e Inglaterra; después, por doquier, desde Westfalia hasta entrar en crisis
con el constitucionalismo liberal (4). En una u otra medida, todos los Estados
europeos siguieron análogo proceso, si bien el tipo de organización religiosa
que adoptan indujo uno u otro resultado. Lo que Milton Yinger (5) denomina
religión universal institucionalizada –v. gr., los católicos– no llevaron la sim-
biosis al extremo de los Estados que, como los protestantes, organizaron sus
confesiones como Ecclesiae estrictamente nacionales. Los rasgos confesiona-
les del constitucionalismo extraeuropeo siguen las mismas pautas y las formas
religiosas que Yinger denomina universales difusas, esto es no institucionaliza-
das, v. gr., el Islam, son más proclives a la nacionalización que las instituciona-
lizadas y confunden sus instituciones con las del Estado (v. gr., Malasia, 2010,
sec. 3,2 y Brunei, 1959, sec. 3, 2 y 3).
Lógica e históricamente secularización y confesionalización parecen fe-
nómenos antitéticos, de modo que la secularización social debiera excluir la
confesionalización de los poderes públicos y así lo afirma como un hecho in-
contestable una doctrina más prescriptiva que analítica (6). Y es claro que una
opción jurídico-política que pretenda favorecer la secularización adopta posi-
ciones laicistas. Un caso reciente y extremo de ello serían, las políticas antirre-
ligiosas de los regímenes comunistas, primero en la URSS, después en las
llamadas democracias populares y cuyo máximo ejemplo fue el ateísmo oficial
de la República Popular de Albania en 1976 (arts. 7 y 55).
Pero atendiendo a lo que el ilustre sociólogo lovaniense Karel Dobbelaere (7)
denomina macronivel y, sin duda, lo es el análisis de las normas constituciona-
les hoy vigentes relativas a la religión, muestra lo contrario.
La secularización es evidente en las sociedades europeas, pero también
en otros ámbitos culturales. Y, sin embargo, a lo largo y ancho de los cinco

304
17. EL RELIEVE CONSTITUCIONAL DE LA IDENTIDAD RELIGIOSA... ■

continentes, entre las más diferente culturas, puede comprobarse que los Esta-
dos conservan y desarrollan importantes elementos neoconfesionales y así lo
hacen constar en sus constituciones. Calificarlos de residuos en vías de supe-
ración, como es frecuente se haga, es, sin paliativos, una enorme frivolidad y
pretender forzar su eliminación es confundir las tareas del comparatista con las
ilusiones constructivistas de un megalománico legislador universal. Pero
tampoco me parece acertado tomarlos como muestra de una antisecularización
en curso. No se tata de una prueba más de lo que Gilles Kepel denominó
La Revancha de Dios (8) a través de formas fundamentalistas. Antes bien,
como expondré más delante, salvo en algunos países musulmanes, estas decla-
raciones constitucionales de neoconfesionalidad van de la mano con el recono-
cimiento de la más amplia libertad religiosa e, incluso, de la separación entre
la Iglesia y el Estado.
El objeto de este breve ensayo no es, claro está, un análisis exhaustivo de
tan compleja materia y de las cuestiones con ella conexas. Pretende, simple-
mente, llamar la atención sobre tales elementos confesionales y esbozar, de
manera forzosamente elusiva, su funcionalidad para explicar su compatibili-
dad con la secularización social.

2. TRABAJO DE CAMPO

Para mostrarlo he analizado al efecto los ciento noventa y un textos cons-


titucionales hoy vigentes en el mundo y muchos de sus precedentes que he
conseguido localizar (9). Entre ellos, hay algunos correspondientes a microes-
tados, apenas veinte entre los más de doscientos tomados en consideración y
expresamente citados, pero el comparatista, decía Arminjon, ilustre y fecundo
pionero de este tipo de estudios, haría mal en despreciar cualquier anécdota,
por pequeña que sea, capaz de ilustrar una categoría.
Un conocimiento cabal del tratamiento constitucional de la religión re-
queriría ir más allá de los textos y atender a su desarrollo legislativo y a su
interpretación jurisprudencial. Lo primero solo lo he hecho muy parcialmente
y de ello doy cuenta a continuación. Lo segundo excedería con mucho los lí-
mites de este ensayo de cuyas carencias soy muy consciente. Solo en contadas
ocasiones he recurrido a la jurisprudencia. Sin embargo, creo que los solos
textos constitucionales, aun sin desarrollo normativo y administrativo y sin
interpretación jurisprudencial, son de sobra elocuentes para ilustrar el relieve
constitucional que alcanzan los temas religiosos. Un relieve que muestra una
cierta pulsión social, porque el constituyente no es un fantasma, sino, como de

305
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

todo legislador decía Ph. Heck, la diagonal resultante de los intereses en pre-
sencia, incluidos, claro esta, los sentimientos. Pero esta innegable pulsión so-
cial no tiene que estar directamente vinculada a la «fe y devoción que solo
Dios conoce», como dice la formula litúrgica. Pongo entre paréntesis husser-
lianos lo que los anglicanos o los cingaleses creen y practican y me limito a
comprobar que la Iglesia anglicana es, en Inglaterra, una religión de Estado y
que los shinaleses han luchado hasta la muerte para preservar la identidad bu-
dista de Ceylan.
Las constituciones abordan la religión desde dos perspectivas diferentes.
Una, los objetos religiosos, desde el concepto de Dios hasta las instituciones
eclesiásticas; y, otra, la libertad religiosa. En cuanto a la primera, más de un
centenar de textos constitucionales vigentes contemplan el hecho religioso en
sí mismo. Desde la invocación de la divinidad hasta la configuración de Igle-
sias de Estado o la plena confesionalización de éste y la consiguiente creación
de instituciones estatales de función religiosa –por ejemplo los Consejos de
expertos islámicos en Malasia o Brunei atrás citados y de Comoras o la juris-
dicción del Cadí para la aplicación de la sharia de Kenia o Nigeria o la garan-
tía político constitucional de bienes económicos religiosos– por ejemplo en
Chipre.
Respecto de la segunda, la libertad religiosa, sea una norma efectiva, sea
una declaración meramente nominal, figura en la mayoría de las constitucio-
nes vigentes y se proyecta en campos muy diversos. Desde la no discrimina-
ción individual de los creyentes y la colectiva de las religiones, hasta la auto-
nomía de estas, pasando por la libertad de cultos, de enseñanza o la presencia
religiosa en los servicios públicos. Me ocuparé principalmente de la primera
de las perspectivas indicadas y solo en relación a ella de la segunda, por las
razones que verá el lector.
La distribución geográfica y adscripción dogmática de tales constitucio-
nes es significativa. En Europa treinta y una constituciones vigentes prestan
atención a aspectos varios del hecho religioso, sin contar las referencias a la
libertad religiosa. De ellos, doce (Irlanda, Andorra, España, Portugal, Italia,
Hungría, Eslovaquia, Polonia, Lituania, Malta, Mónaco, Lichtenstein) corres-
ponden a sociedades católicas; seis (Reino Unido, Islandia, Noruega, Suecia,
Dinamarca y Finlandia) a sociedades protestantes; siete a sociedades cristiano-
ortodoxas (Ucrania, Bulgaria, Macedonia, Grecia, Georgia, y Chipre), inclu-
yendo entre ellos a Armenia sin desconocer la peculiaridad de su Santa Iglesia
Apostólica; tres (Alemania, Países Bajos y Suiza) a sociedades bi o multicon-
fesionales; y dos (Albania y Bosnia) a sociedades musulmanas en vías de ex-
pansión.

306
17. EL RELIEVE CONSTITUCIONAL DE LA IDENTIDAD RELIGIOSA... ■

El caso de Francia merece un párrafo a parte. Estado prácticamente con-


fesional desde la restauración napoleónica, la III.ª República abre una profun-
da crisis a partir de la penúltima década del siglo xix que culmina con la ley de
separación de 1905. Pero ésta, pese a su indiscutible hostilidad laicista, conte-
nía ya, frente al inicial proyecto radical de Cambon en 1904, semillas de pac-
tismo que fructificaron a partir de los años 1920 con la substitución de las
Asociaciones Cultuales previstas en dicha ley y rechazadas por la Iglesia
Católica, por la asociaciones diocesanas, presididas por el Obispo local. Los
acuerdos Poincaré-Ceretti de 1924 y la asistencia oficial a la canonización de
Juana de Arco fueron otros tantos hitos significativos en un proceso que culmi-
na en lo que se ha considerado como paradigma de la laicidad positiva carac-
terizada por una intensa cooperación de las autoridades civiles y religiosas.
Proceso en el que ha desempeñado una función capital la jurisprudencia admi-
nistrativa del Consejo de Estado, proclive a una interpretación liberal de las
normas laicizadoras y siempre atenta al sentir popular, a la cual más adelante
haré referencia. Tal es la laicidad de la República, constitucionalizada desde
1946 y que se considera un rasgo de la identidad francesa (10). Se trata de una
laicidad sobre un fondo cristiano y, más aún, católico (11). Ello convierte, de
hecho, la laicidad en un instrumento de defensa de dicha identidad frente a
confesiones foráneas, el Islam y las asiáticas.
De las constituciones de los dieciocho Estados americanos, todos menos,
México y Cuba, abordan el hecho religioso, atendiendo al contexto, desde una
perspectiva tácitamente cristiana. Así la vigente Constitución de Colombia, se
inicia con una invocación a Dios, rompe con la tradición seguida por sus ante-
cesoras y declara la separación entre la Iglesia y el Estado que presta a la Igle-
sia Católica grandes facilidades patrimoniales y funcionales y otro tanto hace
la de Uruguay. Es original la formula nicaragüense de 1987 cuyo Preámbulo
rinde tributo a «los cristianos que, desde su fe en Dios se han comprometido e
insertado en la lucha por la liberación de los oprimidos», clara referencia a la
«teología de la liberación».
En cuanto a los Estados Unidos, sabido es que la primera enmienda a la
Constitución prohíbe la oficialización de cualquier confesión (non establish-
ment clause). Pero la interpretación mayoritaria de tal fórmula se ha venido
inclinando por la versión non preferential, que excluye la opción de los pode-
res públicos por una determinada confesión religiosa, pero no niega la rele-
vancia de la religión y, más aún, de la tradición judeocristiana, en la identidad
de la nación. La proliferación de confesiones no cristianas, el auge de los
movimientos agnósticos y las denominadas «guerras culturales» entre una
modernidad racionalista y libertaria y dogmas y éticas religiosas, ha replan-

307
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

teado la cuestión en los últimos años en diversos campos. Desde la jurispru-


dencia –a partir del caso Employment Division vs. Smith de 1990– al periodis-
mo de opinión –baste pensar en los grandes reportajes sobre la cuestión
religiosa en el New York Times en los años 2006 y 2007– pasando por la críti-
ca académica radical, en el sentido de desvincular la identidad política ame-
ricana de cualquier connotación religiosa. Sin embargo, la reacción que pue-
de considerarse hoy mayoritaria, trata de restaurar valores y símbolos
religiosos insistiendo en su carácter de tradición cultural, vinculada a la iden-
tidad nacional (12).
En el Asia no islámica pueden distinguirse los siguientes tipos de trata-
miento constitucional de la religión, excluyendo los Estados aún formalmente
comunistas, como es el caso de China, Mongolia y Vietnam.
Primero, el laicismo propio de las dos grandes democracias, Japón y la
India, si bien de acuerdo con dos pautas diferentes: la nipona y la hindú.
La constitución japonesa de 1946 secularizó plenamente el Estado, deso-
ficializó el Shinto, hasta entonces religión oficial y desacralizó la figura del
Emperador. Sin embargo, la práctica oficial de las instituciones, por ejemplo,
la entronización imperial, sigue respondiendo al ceremonial shintoísta y gozan
de amplio apoyo en la opinión pública. Como el propio Hiro-Ito explicó sin
demasiado éxito al general MacArthur, jefe supremo de las tropas de ocupa-
ción del Japón vencido, la concepción nipona de la divinidad era muy distinta
de la judeocristina y, en consecuencia, la desacralización del Emperador tam-
poco se correspondía con la tradición de los Estados Unidos, expresada en la
Primera Enmienda atrás citada y se refería mas bien a una expresión simbólica
de la identidad nacional (kokutai) y eso es lo que hoy, tras la desdivinización
del Tenno, sus residuos siguen expresando. En todo caso, debe tenerse en
cuenta que la oficialización del shintoísmo como formulación de la identidad
nipona, a fines del siglo xix y la consiguiente marginación del budismo por
obra de la restauración Meiji, coincide con el auge nacionalista que presidió
dicha empresa.
En cuanto a la India, los constituyentes optaron por el laicismo de corte
occidental y así fue entendido como uno de los pilares estructurales de la
Constitución de 1950 (13). Sin embargo, la declaración constitucional del
laicismo se ha interpretado en dos sentidos diferentes. Por un lado, fieles a la
idea que del laicismo tenía Nehru, interpretes muy autorizados del texto con-
sideran que «cuando se dice que la India es un Estado laico no significa que
rechacemos la idea de un espíritu invisible o la importancia de la religión para
la vida ni que exaltemos la falta de la religión o que la laicidad se convierta en
una religión positiva, sino que no debe darse una situación preferente a reli-

308
17. EL RELIEVE CONSTITUCIONAL DE LA IDENTIDAD RELIGIOSA... ■

gión alguna… y ese criterio de imparcialidad en materia de religión o de com-


prensión y abstención tiene que desempeñar una función profética en la vida
nacional» (14). Que el Estado no tenga religión, no supone su indiferencia
religiosa, sino la estima por igual de todas las religiones. La libertad religiosa
y el aprecio de sus diversas instituciones eran consecuencias de ello (15).
Sin embargo, tal visión del laicismo, no solo tropezó desde el principio
con reticencias prácticas, sino con una importante y docta corriente de opinión
que propugna la función identitaria del hinduismo como instrumento de cons-
trucción nacional (16) y su primer resultado fue la reforma del citado texto de
la Constitución en 1976 mediante la Enmienda n.º 42, para eliminar el adjetivo
«laico» que caracterizaba al Estado en el artículo 1 y pasarlo al Preámbulo,
cuyo valor normativo, enfatizado por la doctrina del Tribunal Constitucional,
no está, sin embargo, claro al margen del texto articulado.
El segundo tipo es el de la religión de Estado seguido con relación al
budismo en Camboya (art. 43), y prácticamente en Thailandia cuyo Rey ha de
ser budista y «protector de todas las religiones» (sec. 9).
Un tercer tipo, es el representado por Filipinas cuya Constitución de 1947
repite en su art. II, 6 y III, 5 la formula estadounidense de la non establishment
clause, pero en su preámbulo invoca la protección divina
Un cuarto tipo es el de Bután. Este pequeño reino es una creación de los
monjes budistas procedentes del vecino Tíbet; pero que, muy temprano,
hacia 1616, estableció una distinción conceptual entre gobierno y religión
que, actualizada, ha llegado al presente (17). En él, la Monarquía, aun sacrali-
zada, ha desempeñado una función secularizadora y algún antropólogo ha se-
ñalado el paralelismo entre la experiencia de Bután y la no menos sacral y a la
vez secularizadora Monarquía davídica. Primero, sustituyendo la teocracia
inicial; después limitando la intervención monacal en el gobierno, al reformar
el poderoso Consejo de los Monjes; últimamente, constitucionalizando el
Estado sobre la base de la soberanía nacional, los derechos fundamentales y la
división de poderes y todo ello manteniendo las formas de una legitimación
religioso-tradicional de la que da abundante testimonio la literalidad del
preámbulo de la vigente Constitución de 2008. En él y en otros textos norma-
tivos claramente innovadores, se utiliza un lenguaje arcaico y unas fórmulas
arcaizantes que sirven para hacer más aceptable una innovación que no rompe
la identidad.
El budismo no es la religión oficial de Bután sino su «herencia espiritual»
que promueve «los valores de paz, no violencia, compasión y tolerancia» (art. 3, 1).
El Monarca (Druck Gyalpo), él mismo budista, debe ser «el protector de todas
las religiones de Bután» (art 3,2). Las instituciones y personalidades reli­giosas,

309
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

especificadas en la constitución (art. 3, 3.ª 6) que se renuevan por cooptación


y son financiadas por el Estado (art. 3, 7) deben quedar al margen y por encima
de la política y promocionar la herencia budista.
Esta función identitaria que la religión ha cumplido y cumple en el sudes-
te asiático como muestran los ejemplos citados, no es estática ni siempre pací-
fica. La pluralidad de creencias, cultos e identidades no ha cesado ni cesa de
provocar conflictos y reequilibrios que cabe ilustrar con los casos paradigmá-
ticos de Nepal y Ceilán (Sri Lanka).
El Nepal (18) fue, desde su nacimiento a mediados del siglo xviii, un
Estado hindú y su identificación como tal se intensificó bajo el gobierno Rana
(1846-1951) y su Constitución de 1948. La restauración de los poderes del
Rey Shah en 1951 y su radicalización desde 1962, tras la breve experiencia
constitucional de 1959, vinculó unidad lingüística, monarquía e hinduismo
como factores de identificación, situación mantenida en la Constitución de
1990, pero que no resistió la presión del potencial revolucionario de las mino-
rías que llevó a la proclamación de la república en el 2008, junto con la orga-
nización federal del Estado, el reconocimiento del poliidentitarismo, plurietni-
cismo y plurilingüismo de Nepal y la libertad religiosa establecida en la última
Constitución del 2015. La radicalización de los factores de identificación con-
dujo, así, a la disolución de la identidad buscada.
Ceilán (19) ofrece la experiencia inversa. La identidades sinalesa (mayo-
ritaria) y Tamil (minoritaria), revestidas respectivamente de budismo e hinduis-
mo, convivieron pacíficamente durante el régimen colonial y la Constitución
Soulbery (20) que presidió los primeros años de independencia (1948-1956).
Pero el conflicto llevó a una sangrienta guerra civil y las dos constituciones re-
publicanas de 1972 (Preámbulo y art. 6) y 1978 (art. 9) han consagrado una
preeminencia del budismo como factor identitario del Ceilán, al hilo de la supre-
macía lingüística del singalés. Es la fórmula anunciada por la Constitución bir-
mana de 1947 que tras establecer la libertad religiosa (art. 20), reconoce la posi-
ción especial del budismo como fe profesada por la mayoría de los ciudadanos.
En el Caribe y en el Índico existen numerosos Estados, medios y micro,
cuyas constituciones ofrecen un importante muestrario de expresiones religio-
sas. Algunas constituciones revelan la impronta protestante de las potencias
administradoras hasta la independencia. Las fórmulas utilizadas responden a
dos o tres modelos que son repetidos a lo largo de toda la zona, mostrando la
identidad del redactor de muchas de ellas. La mayoría reconocen, con fórmula
filobritánica inaugurada en Canadá, la dependencia de Dios (21). Otras se
constituyen «bajo la mano de Dios que nos guía» (Papúa), confían en «la divi-
na providencia de Dios Todopoderoso» (Palau) y reconocen «a Dios como el

310
17. EL RELIEVE CONSTITUCIONAL DE LA IDENTIDAD RELIGIOSA... ■

Señor Todopoderoso y Eterno y el dador de todos los bienes» (Nauru). Fórmu-


las semejantes cuando no idénticas se encuentran en las vigentes constitucio-
nes de Tuvalu, Tonga, San Cristóbal y Nieves, Barbados, Dominica, Santa
Lucía, Granada, San Martín y Granadinas. La constitución de las Seychelles
considera a Dios como integrador de su comunidad y la de las Islas Marshall,
origen de su identidad. La de Fidji, a la que después haré referencia, es aún
más enfática.
Las constituciones de países musulmanes se proclaman en nombre de Alá
«el Clemente el Misericordioso» y algunas, a partir de la pakistaní de 1956
enfatizada en 1972, señalan el carácter vicarial de toda potestad e institución
humana, puesto que «a Dios corresponde el dominio directo de todo el univer-
so». Son excepción, por un lado, Indonesia, el Estado con mayor volumen de
población musulmana del mundo, cuya Constitución de 1945, reiteradamente
enmendada, hace varias invocaciones aconfesionales de Dios (Preámbulo y
art. 29), sin identificar nominalmente a un Dios único y omnipotente. Y, por
otro, Mali, fiel al laicismo de la República Francesa.
Es la total dependencia respecto de Dios, esencia del Islam, lo que cons-
tituye la Umma, la comunidad musulmana, a la vez social, política y religiosa
y, en consecuencia, también, su signo de identidad, una identidad colectiva que
repercute negativamente sobre la libertad individual. Son las constituciones de
los Estados musulmanes las más reacias a reconocer la libertad religiosa. Sea
ignorándola (v. gr., Arabia Saudí, Irán), sea escondiéndola bajo la libertad de
pensamiento o creencia que, claro está, deja fuera la libertad de culto y de en-
señanza (v. gr., Argelia), sea sometiéndola a limitaciones (v. gr., Malasia, sec. 11,4).
La Constitución tunecina de 1956 fue una precoz excepción y reconoció la li-
bertad religiosa y la nueva Constitución del 2014, menos laicista que su antece-
sora, ha seguido la misma fórmula y marcado una senda en el constitucionalis-
mo emergente y harto ambiguo de la denominada «primavera árabe».
En Azerbaiyán, Kazajstán, Kirguizistán, Tayikistán, Turkmenistán y
Uzbekistán, mayoritariamente musulmanes y con importantes minorías orto-
doxas, que en su día fueron, por ello, pesadilla para la política antirreligiosa
de Moscú (22), la herencia soviética ha sido ambivalente. Por una parte, la
declarada laicidad del Estado y la no mención constitucional de la divinidad.
Por otro lado, el rígido control político de la religión mediante la organización
administrativa de sus manifestaciones y actividades como el culto, la predica-
ción, la enseñanza, las asociaciones e instituciones. Solamente se reconocen
las confesiones, como tales inscritas en el correspondiente registro (23). Ello
supuso la administrativización de la vida religiosa que ha evolucionado en la
práctica hacia una cuasi neoconfesionalización del Estado. A ello hay que aña-

311
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

dir un tercer legado soviético, la creación ex novo de estos países mediante la


ingeniería político-constitucional impuesta por la tesis leninista del federalis-
mo étnico, desarrollada por Stalin. Ello supuso la emergencia de seis entidades
estatales cuya independencia al disolverse la URSS, coincidió con la eclosión
islamista gestada de tiempo atrás. Los seis «tanes» fortalecieron su identidad
política con la homogeneidad religiosa, si bien la función identitaria del Islam
en un marco estatal está siempre debilitada por el carácter transnacional de la
Umma. En todo caso, es significativo que a la tolerancia hacia las comunidades
cristiano-ortodoxas y cualquier otra religión tradicional, se opone la intoleran-
cia hacia confesiones extranjeras, cristianas o no, desde los requisitos para su
registro a la prohibición del proselitismo (v. gr., Uzbekistán, Ley 14 de Junio
de 1991).
El caso del Pakistán, tras Indonesia, el país con mayor población musul-
mana, es ejemplar. Su origen está en la identidad de la comunidad islámica del
Indostán que cristalizó en vísperas de la retirada británica, en la teoría de las
«dos naciones», musulmana e hindú, que aspiraban independizarse como dos
Estados diferentes. El neonacionalismo pakistaní trató de desconfesionalizarse
y pese a la importante población hindú que alberga, trató de negar en el interior
del nuevo Estado la existencia de las dos naciones. «Todos nosotros, musulma-
nes y no musulmanes, somos pakistaníes y nada más» declaraba en 1956 el
Primer Ministro Suhrawardy (24). Pero la Constitución del mismo año, fruto
de su primera Asamblea constituyente, donde abundaron los intentos de isla-
mización, estableció una República, «basada en el principio islámico de la
justicia social» (Preámbulo), que sin oficializar el Islam como religión del
Estado y reconocer la libertad religiosa (art. 18), abundaba en rasgos religiosos
identitarios (Preámbulo, y arts. 24, 25, 32 (2), 197 y 198). La siguiente Cons-
titución de 1972 reiteró este carácter (Principios Rectores del Ordenamiento, 1
Principios de política: 1 (modo de vida islámico), 21 (solidaridad islámica) y
garantías institucionales (arts. 199-206) (25).
La identidad religiosa creo el Pakistán, pero no bastó para mantener su
unidad, frente a las diferencias de raza y lengua, entre sus dos provincias sepa-
radas por miles de kilómetros y, en 1973, lo que era Pakistán Oriental se inde-
pendizó como Estado de Bangladesh. Su primera constitución, muy influida
por la india, declaró la secularidad principio fundamental (art. 8,1), pero la
V.ª Enmienda restauró la confesionalidad a través de una nueva redacción del
Preámbulo y del art. 2-A, que declarada inconstitucional en sede jurisdiccional
fue reafirmada por el Parlamento y mantenida en el actual texto constitucional.
Una prueba, entre otras, del progresivo distanciamiento de la jurisprudencia de
los jueces y la política popular (26).

312
17. EL RELIEVE CONSTITUCIONAL DE LA IDENTIDAD RELIGIOSA... ■

En las treinta y dos constituciones hoy vigentes en el África subsahariana


cabe distinguir dos estirpes. Una de origen francés y portugués y otra filobritá-
nica. La primera, presente en el África francófona, con excepción de Madagas-
car, que se extiende al Congo, a Guinea Ecuatorial, Angola, Mozambique,
Guinea Bissau y Santo Tomé, guarda silencio sobre Dios y proclama, a veces
reiteradamente, la laicidad del Estado, aunque las filolusitanas valorando po-
sitivamente las religiones. Paralelamente, Estados que, por recepción del mo-
delo francés, se afirman laicos, dan grandes facilidades a la enseñanza religio-
sa, so capa de privada (Burkina 27, Burundi 32, Congo 37, Gabón 1, 16.º
y 19.º, Guinea 21, Guinea Ecuatorial 23, Mali 18, Liberia 15, b Namibia 20,4
Senegal 17 y 18 Togo 30).
La segunda estirpe menciona a Dios en los preámbulos de Gambia,
Nigeria, Sudáfrica y Uganda. En esta segunda estirpe, la libertad religiosa y su
proyección en la enseñanza se introducen por recepción de la declaración de
derechos nigeriana (sec. 38), a su vez fruto en 1960, de la recepción de la
Convención Europea de 1950 y su Segundo Protocolo y de la fórmula pakista-
ní de 1956. En muchos de ellos la invocación a Dios se prescribe, sin alterna-
tiva, en las fórmulas constitucionalizadas de juramento. Zambia se proclama
«nación cristiana». Etiopía guarda las huellas de la revolución filomarxista que
destruyó el orden monárquico-confesional de su primer constitucionalismo
dependiente del japonés de 1898.
Muchas de las sociedades a las que corresponden estas constituciones se
encuentran profundamente secularizadas. Tal es el caso de las de Europa
Occidental donde, sin embargo, existen numerosas Iglesias de Estado firme-
mente insertas en la sociedad y apoyadas por la opinión pública; en la Europa
central y oriental el proceso de secularización inherente a su inserción en la
sociedad liberal y capitalista va de la mano de una revitalización religiosa que
alcanza expresión institucional y normativa; y otro tanto ocurre en países islá-
micos donde el número de creyentes no practicantes crece en proporción
directa al de quienes no solo se confiesan creyentes, sino que utilizan signos
externos de identificación como tales. Por otra parte, es evidente que no se
trata de textos y declaraciones impuestos a las sociedades respectivas, sino
adoptados y apoyados democráticamente, en muchos casos, como reacción a
situaciones laicistas a todas luces antidemocráticas e incluso a la herencia
secularizadora del colonialismo.
¿Cuál es el significado de tales expresiones? Ello depende, en primer
lugar, de los diferentes géneros lingüísticos utilizados.

313
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

3. LOS GÉNEROS LINGÜÍSTICOS

Las Constituciones utilizan diferentes géneros lingüísticos al abordar los


temas religiosos. No es esta la ocasión para profundizar en los diferentes géne-
ros lingüísticos del derecho. Básteme repetir lo que vengo señalando hace
años (27). Existe un lenguaje descriptivo, un lenguaje dinámico y un lenguaje
catártico. El primero reproduce la realidad, el segundo trata de modificarla, el
tercero expresa el ánimo de quien habla, ajeno a cualquier descripción o con-
ducta de tercero. El lenguaje dinámico que es el más propio del derecho, puede
ser normativo (ordenando, prohibiendo u organizando), axiológico (al proponer
ciertos valores y exhortar su puesta en práctica, como es el caso de la hoy de-
nominada soft law), y emotivo, que no ordena ni exhorta, sino que conmueve.
Es claro que no todas las expresiones jurídicas de contenido religioso
tienen un alcance equivalente. No es lo mismo invocar a Dios, como hace la
Ley Fundamental alemana, que organizar una Iglesia como hace la Constitu-
ción noruega; propugnar unos valores, como la constitución samoana, que
establecer una religión oficial del Estado, como hace la camboyana.
Lo primero –la mención de la divinidad– utiliza formas vocativas, de
finalidad catártica o dinámico-emotivas que no afectan al objeto invocado,
pero sí expresan la actitud del constituyente invocante, cuando no suplicante,
y lo identifican. Poco, cuando simplemente se alude a Dios. Más, si la referen-
cia es a una determinada divinidad, como es el caso de la mención de «Alá,
el Clemente, el Misericordioso» en las Constituciones islámicas o de las invo-
caciones a la Santísima Trinidad de las constituciones griega e irlandesa.
Es importante señalar que las menciones de la divinidad son siempre
monoteístas y las restantes referencias religiosas son a ritos, instituciones o
normas de conducta.
Lo último –la institucionalización, directa o por remisión a la ley, de una
confesión–, no afirma una hipótesis de fe, sino que establece unas normas de
conducta u organiza una realidad institucional al declarar una confesión del
Estado (v. gr., Dinamarca, art. 4) o proscribirla (v. gr., España, art. 16); es decir
un lenguaje prescriptivo. Se trata de un lenguaje axiológico si promueve unos
valores, v. gr., la sumisión a Dios « a quien han de referirse los actos de los
hombres y de los Estados» (Irlanda) o los principios del cristianismo (Kiribati).
En las constituciones islámicas, la referencia a la sharia, como principal
fuente de derecho, pese a la rotundidad normativa de las fórmulas utilizadas,
se corresponde más al género axiológico exhortativo, porque su aplicación
práctica suele exigir una mediación normativa o jurisprudencial y su alcance

314
17. EL RELIEVE CONSTITUCIONAL DE LA IDENTIDAD RELIGIOSA... ■

varía según la materia. Mucho más limitada en temas económicos que en lo


referente a la libertad religiosa (28).
Esclarecer por qué se utilizan tales géneros exige explicitar el significado
de la Constitución.

4. LA CONSTITUCIÓN COMO INTEGRACIÓN: EL VALOR


CONSTITUCIONAL DE LA IDENTIDAD

Las vías que se han seguido para definir la constitución política son
fundamentalmente tres: normativismo, decisionismo e integracionismo (29).
De acuerdo con la primera, protagonizada por Hans Kelsen y su escuela,
la Constitución es una norma, norma suprema de la que se deriva lógicamente
todo el ordenamiento jurídico y que como, a juicio de la teoría pura, es propio
de todo derecho, predica un «deber ser».
De acuerdo con la segunda, cuyo principal formulador y defensor fue
Carl Schmitt, la Constitución es una decisión sobre la forma de la existencia
política de la comunidad. Y si plasma en una o varias normas, no es por deduc-
ción lógica, sino por la fuerza de esta decisión. Decisionismo y normativismo,
en la historia de las ideas jurídicas acérrimos rivales, son en realidad, faz y
envés de la misma posición. La decisión produce la norma, la norma existe en
virtud de una decisión, porque como dice el mismo Kelsen, tras la hipotética
norma suprema existe la, a su juicio, metajurídica realidad del poder. La deci-
sión opta por un «deber ser»; la norma lo proclama e impone. La constitución
es así un instrumento de innovación. Un programa de acción política.
Pero la Constitución puede también entenderse, no como un «deber ser»,
sino como un «ser». Esto es, como instrumento de conservación. Tal fue el
sentido de lo que Fioravanti (30), en su magistral síntesis histórica del consti-
tucionalismo, denomina «constitucionalismo primigenio», «constitucionalis-
mo liberal» y, en gran medida, al constitucionalizar los móviles y procedi-
mientos de cambio, del «constitucionalismo democrático».
La constitución no es solo norma ni solo decisión, sino un orden concreto
que condiciona las decisiones y da sentido a las normas. Un orden concreto
fruto de la concurrencia de valores, de normas y de prácticas, de relaciones y
afecciones. Un orden concreto en el que participan una pluralidad de sujetos. Lo
que Lasalle denominó, en su famosa conferencia berlinesa de 1862, «fragmentos
de constitución» (31), en cuyo equilibrio dinámico consiste la integración que
Rudolf Smend (32) consideraba esencia de la Constitución y que ha de ser capaz
de unir la pluralidad sin destruirla. En ello consiste la «constitucionalización» de

315
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

la cosa pública frente a su «totalización», como vías alternativas de acceso a la


integración política a la altura que nuestro tiempo exige (33).
Es claro que el orden concreto, para integrar una pluralidad de partícipes,
necesita identificarse. De ahí que la doctrina constitucionalista más reciente y
autorizada ha destacado el valor de la identidad, hasta el punto de hacerlo condi-
ción del gobierno democrático y de la vigencia del ordenamiento jurídico y es en
función de la identidad como ha de entenderse la soberanía (34). Desde Herder
al moderno liberalismo identitarista –sirva de ejemplo el nombre de Kymlicka (35)–
la identidad del individuo, condicionante de sus derechos más fundamentales, se
da en un horizonte de intersubjetividad. Hegel lo expreso rotundamente en la
Fenomenología del Espíritu, «el yo que es nosotros y el nosotros que es yo». Por
ello, la identidad de ese orden concreto, que para identificar de verdad ha de ser
singularizadora, es algo que la Constitución debe expresar.
Ahora bien, la identidad constitucional puede concebirse de dos maneras
que cabe vincular a dos categorías reiteradamente popularizadas por Habermas
en su profusa obra y que expresan dos diferentes y opuestas concepciones de
la cosa pública: el demos y el ethnos.
De acuerdo con la primera, el demos, la identidad constitucional, consis-
te en una serie de valores éticos y de las instituciones de democracia procedi-
mental que se corresponden con ellos. La conquista civilizadora en general de
una conducta conforme al derecho y procedimientos eficientes para la produc-
ción y control de la voluntad del poder público (36). Se trata de las institucio-
nes del Estado de derecho democrático y de los derechos y libertades funda-
mentales, tal como se acuñaron en 1789 y han sido desarrollados en los más
importantes textos constitucionales e internacionales. Son las «prácticas cons-
titucionales comunes a los Estados europeos» a que se refieren los textos del
derecho comunitario que, precisamente por ser comunes y cada vez más com-
partidas a lo largo de todo el Planeta, al menos en el nivel de la retórica propio
de las constituciones que Löwenstein califica de «nominales», pierden su
capacidad identificatoria.
Es significativo que muchas de las nuevas constituciones, especialmente
las del África subsahariana, invocan como fundamento en los respectivos
Preámbulos la Declaración Universal de Derechos Humanos. Es claro que
dada la situación económica, política y social de tales países, se trata de decla-
raciones más nominales que normativas, pero que, además, por la pretendida
universalidad de su alcance –derechos de todos en todo lugar– y ser comunes
a muchos de ellos, carecen de capacidad identificadora. Un caso más cercano
y no menos elocuente se encuentra en el Reino Unido donde la identidad co-
mún a la diversidad racial, cultural y religiosa, esto es étnica, en el sentido que

316
17. EL RELIEVE CONSTITUCIONAL DE LA IDENTIDAD RELIGIOSA... ■

Habermas da al término, se busca en el mutuo respeto, la tolerancia recíproca,


la igualdad y la participación, esto es en valores procedimentales insuficientes
para identificar un orden concreto. Es lo que se ha denominado «paradoja del
universalismo» (37).
Se trata de un orden puramente normativo, un «deber ser», determinado
por valores universales o, al menos, con aspiración de universalidad, que, por
ello, no es un orden concreto integrador e identificador, es decir un «ser».
De acuerdo con la segunda, la identidad se refiere a la realidad prepolítica
de un cuerpo social determinado, de su historia, su composición y estructura,
sus sentimientos y sus símbolos. Es decir un «ser». Esta realidad prepolítica,
el ethnos, que no depende de una decisión constituyente ideal, como el demos,
sino que hace posible tal decisión, es lo que la Constitución, como orden ver-
daderamente concreto, tiene que reflejar y que da sentido a sus declaraciones
dogmáticas y estabilidad a las instituciones reguladas en su parte orgánica.
Las constituciones de primera generación al enunciar valores, después
universalizados, pero en su día novedosos y singulares, se identificaron con
ellos y por ellos y los respectivos Estados los han conservado como señas de
identidad en sucesivas constituciones. Así los Estados Unidos con su Constitu-
ción y Francia con los derechos proclamados en 1789, reiterados en 1946
y 1958. Otras posteriores como la alemana de Weimar se autoidentificaron
mediante la actualización de un poder constituyente democrático. «El Pueblo
Alemán, unido en sus estirpes, y con la voluntad de renovar y consolidar su
Reich…», inicia el texto de 1919 y análogamente, la Ley Fundamental de 1948
se identifica como obra del «pueblo alemán en los Países de...».
Para Francia los derechos del hombre tanto directamente como encarna-
dos en las leyes de la República forman parte de su identidad constitucional y
así se han considerado por el Consejo de Estado y por el Consejo Constitucio-
nal. «El pueblo alemán» que encabezaba la Constitución de Weimar y la
vigente Ley Fundamental, ha sido reiteradamente invocado por el Tribunal
Constitucional de la República Federal. Ambos son muy concretos órdenes
que una y otra jurisdicción francesa y alemana han esgrimido para defender la
inderogabilidad de su respectivo Estado y la infungibilidad del correspondien-
te ordenamiento jurídico frente a los excesos de la supranacionalidad (38).
Los textos de última generación aparecidos en la Europa central y orien-
tal a raíz de la disolución de bloque soviético y de Yugoslavia, sin perjuicio de
reflejar valores universales, sin duda eficaces, pero no identificadores, optan
claramente por esta segunda concepción de la identidad constitucional que
puede orientarse en dos direcciones diferentes aunque compatibles: la trans-
descendencia histórica y las transascendencia religiosa (39). Tal es el tenor de

317
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

los Preámbulos, cuya creciente valoración normativa y axiológica es constante


en el reciente constitucionalismo, y de artículos fundamentales de numerosas
constituciones. La jurisprudencia constitucional de Tribunales tan diferentes y
significativos como los de la República Federal Alemana, la Unión India y
España han insistido en ello (40).
En el primer caso, la Constitución identifica a la comunidad política, la
nación, rememorando su pasado, sea de gloria, de opresión o de liberación, es
decir, con un ayer más o menos mitificado que da sentido al presente y permite
orientar el futuro. Tal es el caso paradigmático de la Constitución croata de 1990
que se autofundamenta en «los principados croatas del siglo vii, en el Estado
fundado en el siglo ix, en el Reino creado en el siglo x, en su continuidad en
la unión personal croato-húngara, en la decisión de la Dieta de 1527 de elegir
Rey en la dinastía de los Habsburgo, en la Pragmática Sanción de 1712, en la
renovación en 1848 sobre la base del derecho histórico del Reino unitrino, en
los acuerdos croato-húngaros de 1868, en la decisión de la Dieta de 1919, en
la constitución del Banato de 1939, en la resistencia antifascista durante la
II.ª G.M., en el rechazo del sistema comunista…». En análogo sentido pueden
citarse las referencias del Preámbulo de la Constitución polaca de 1991 a «los
antepasados por su combate en pro de la independencia alcanzada a cambio de
grandes sacrificios… y recordando los mejores valores de la Primera y Segun-
da Repúblicas», o las del Preámbulo de la constitución checa a «las mejores
tradiciones de la Corona de Bohemia y del Estado checoeslovaco». Menciones
análogas más o menos elaboradas se encuentran en otras muchas constitucio-
nes, ya se trate de reafirmar una identidad plural como la del «pueblo plurina-
cional» de Rusia en el texto de 1993, ya de restaurar una estatalidad antaño
perdida, por ejemplo Armenia, ya se invoque una identidad de antiguo imagi-
nada como en Eslovenia, Ucrania o Moldavia. Una abundante literatura cien-
tífica de la que es buen epítome la obra de Benedict Anderson, sobre las Comu-
nidades imaginadas (41), muestra que menospreciar el relieve político y, en
consecuencia constitucional de tales invenciones es un error hermenéutico fatal.
Pero no es infrecuente que dicha identidad histórica vaya de la mano de
una identidad religiosa. Tal es el caso de Irlanda cuya Constitución, tras invo-
car a la «Santísima Trinidad de quien procede toda autoridad y a quien como
destino último deben referirse todas las acciones, tanto de los hombres como
de los Estados», afirma: «Nosotros el Pueblo de Irlanda, en reconocimiento
humilde de todas nuestras obligaciones con N. S. Jesucristo, quien mantuvo a
nuestros padres durante siglos de pruebas» y continúa «en recuerdo agradeci-
do de su heroica e incesante lucha por recobrar la legítima independencia de
nuestra nación». El valor identitario de esta declaración se pone en evidencia

318
17. EL RELIEVE CONSTITUCIONAL DE LA IDENTIDAD RELIGIOSA... ■

cuando se mantiene idéntico a la vez que, a iniciativa del nacionalista De Valera,


se reformó la redacción inicial del artículo 44,1 para eliminar la posición pre-
ponderante de la Iglesia Católica. Y la jurisprudencia, la legislación y la prác-
tica administrativa han ido eliminando las disposiciones constitucionales
influidas por la moral confesional católica de manera que lo identitario prima
sobre cualquier otra interpretación.
En el mismo sentido, el Preámbulo de la Constitución de Polonia, enraíza
la cultura «en la herencia cristiana de la nación» y la eslovaca, junto con «la
herencia de la Gran Moravia» en el «legado espiritual de los Santos Cirilo y
Metodio».
La vigente Constitución húngara del 2013, que tanto escándalo ha causa-
do más allá de sus fronteras, enfatiza la religión cristiana como factor material
de identificación histórica de la nación: «Nos enorgullecemos de que nuestro
Rey San Esteban fundó el Estado húngaro… e hizo de nuestro país parte de la
Europa cristiana… reconocemos la función del cristianismo en la preservación
de nuestra nacionalidad y valoramos las diversas tradiciones religiosas de
nuestro país… honramos los éxitos de nuestra Constitución histórica y la San-
ta Corona que encarna la continuidad histórica de la estatalidad de Hungría y
la unidad de la nación», dice el Preámbulo y la Constitución termina recono-
ciendo la responsabilidad de los constituyentes ante Dios.
Un paso significativo, incluso mayor que el de las Constituciones que
establecen una confesionalidad de Estado como las escandinavas, dan aquellas
que, declarando la separación entre la Iglesia y el Estado, afirman la capital
función identificadora que respecto de la nación tiene la Iglesia nacional. Tal
es el caso de Georgia (art. 9) y de Armenia. Así dice esta última: «la República
de Armenia reconoce la insubstituible misión histórica de la Santa Iglesia
Apostólica de Armenia como Iglesia nacional en la vida espiritual, el desarro-
llo de la cultura nacional y la permanencia de la identidad nacional del pueblo
armenio» (art. 8,2). Las propuestas parlamentarias suecas de 1994 que dieron
lugar a la nueva situación de la Iglesia Evangélica de Suecia, regulada en la ley
sobre la Iglesia de Suecia de 1998 y que algunos han interpretado como deses-
tablecimiento, insisten en términos paralelos en la función de dicha Iglesia en
la sociedad y el Estado sueco. Otro tanto y aún más, puede decirse de la ley
noruega del 2017 que regula la posición de le Iglesia luterana de Noruega (42).
En el mismo sentido pueden citarse los textos constitucionales de peque-
ños Estados del Pacífico. Así dice la Constitución de Kiribati, «reconociendo a
Dios como Padre Todopoderoso en quien depositamos nuestra confianza y con
fe en los valores duraderos de nuestro patrimonio y tradiciones». La de Fidji
comienza «rememorando los sucesos de nuestra historia que ha hecho que

319
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

seamos lo que somos… la conversión de los habitantes indígenas del paganis-


mo al cristianismo por el poder del nombre de Cristo, la permanente influencia
del cristianismo en estas islas y su contribución, junto con otras confesiones a
la vida religiosa de Fidji.». Y la de Samoa «como quiera que el dominio sobre
el Universo pertenece Dios Omnipotente y la autoridad que ha de ejercerse por
el pueblo de Samoa dentro de los límites establecidos en sus mandamientos es
una herencia sagrada… Samoa será un Estado basado en los principios cristia-
nos y en las costumbres y tradiciones de nuestro pueblo…»
Ahora bien, es significativo, y los textos constitucionales traídos a cola-
ción así lo prueban, que mientras las referencias históricas pueden darse sin
conexión religiosa alguna, las referencias religiosas lo son junto a la expresa
mención de una herencia y unos valores culturales que se consideran identifi-
cadores de la nación. La identidad religiosa, incluso cuando es determinante,
no es suficiente según demuestra el caso pakistaní atrás citado. Es decir, la
religión aparece en los Preámbulos y artículos iniciales de los textos constitu-
cionales como uno, el principal, pero no único, factor material de identifica-
ción integradora y es en calidad de tal como es estimada por el constituyente.
En este sentido es significativo que son las constituciones autóctonas (43), es
decir, las que afirman la identidad soberana del Estado, las que hacen tales
afirmaciones religiosas. Frente al silencio de la Constitución provisional here-
dada de los británicos en 1947 (Pakistan –Provissional Constitution Order in
Council– que adapta la Government of India Act 1935), la primera Asamblea
Constituyente de 1951 hizo del islamismo del Estado el símbolo de la autocto-
nía y la primera Constitución pakistaní autóctona de 1956 calificó de «islámi-
ca» la República. Frente al texto inicial de 1964, fue la constitución autóctona
de 1991 la que hizo de Zambia una «nación cristiana». Análoga experiencia es
la de Gambia, Malawi. Y en Fidji, fue la Constitución de 1999, derogatoria de
los textos inaugurados en la Conferencia constitucional de 1970 (44), la que
introdujo las fórmulas atrás citadas.
Otro tanto ocurre entre los Estados musulmanes. Con escasas excepcio-
nes, sus constituciones se inician usualmente con invocaciones a Alá, «el
Clemente, el Misericordioso», pero, a continuación se califica al Estado de
islámico en pie de igualdad con su condición de miembros de «la nación árabe».
Así, por ejemplo, la constitución del Sultanato de Omán de 1996 invoca «la
herencia nacional, sus valores y su Sharia islámica y orgullo de su historia»
(art. 10). Y la reciente Constitución egipcia de julio del 2014 se inicia con un
muy largo Preámbulo –tanto que es difícil de reproducir– en el cual se sinteti-
za lo que el texto de la propia Constitución denomina «sus distintos afluentes
de civilización» (art. 47), como corresponde a la cuna de »las tres religiones

320
17. EL RELIEVE CONSTITUCIONAL DE LA IDENTIDAD RELIGIOSA... ■

divinas» Desde la revelación mosaica y »la buena acogida a la Virgen María y


su Niño», hasta las revoluciones de 1919 al 2014, culminando en «Mahoma,
Sello de los Profetas» que abrió «a la luz del Islam nuestros corazones e inte-
ligencias y fuimos calificados como los mejores soldados de la tierra por nues-
tra lucha en defensa de la religión musulmana y la difusión de la verdad y las
ciencias de la religión musulmana en el mundo».
Esta función identificadora de la religión se muestra en el régimen cons-
titucional de minorías gestado a partir de la II.ª G.M. ante el fracaso del régi-
men internacional de protección de las mismas establecido en los tratados de
paz elaborados en la primera postguerra y que ha desarrollado el más reciente
constitucionalismo (45). La religión identifica a la minoría, tanto como la len-
gua o la raza y se protege como característica esencial de la misma y el último
constitucionalismo islámico surgido de la malograda primavera árabe también
coincide con ello.
Prolongando esta tendencia se llega a la organización comunitarista del
Estado, basada en la religión más que en otros criterios vinculados como acce-
sorios a la mima. Tal fue, en la práctica paraconstitucional, el caso libanés a
partir de su peculiar proceso de modernización que sectorializó al pueblo
sobre bases confesionales en substitución de las identidades tradicionales (46)
y después, en el texto constitucional de Chipre de 1960, en el que la identidad
comunitaria se basa en la religión, pero es la identidad la que llega a determi-
nar la adscripción confesional (at 2).

5. LIBERTAD RELIGIOSA Y ASIMETRÍA CONSTITUCIONAL

Es lógico que una función identificadora como la descrita suponga un


tratamiento especial para la confesión que la desempeña. Así ocurre, al margen
de previsión constitucional alguna, allí donde hay una confesión dominante o
incluso, una tradición religiosa dominante ya secularizada y que tiene su refle-
jo en la correspondiente normativa de rango legal o, incluso, inferior. Por
ejemplo en Irlanda o Rumanía, por citar dos casos, católico uno y ortodoxo el
otro. O, como ocurre en algunos Länder alemanes que, mediante una prohibi-
ción selectiva, excluyen del espacio público los símbolos religiosos no cristia-
nos y aceptan los que expresan la base cristiana de la propia sociedad, esto es,
su identidad (47). Pero abundan los supuestos en que dicho tratamiento espe-
cial alcanza relieve constitucional de acuerdo con uno de estos modelos.
Primero, la previsión de la vía pacticia entre el Estado y las confesiones
religiosas que tiene, a su vez dos niveles. El concordatario, que con fórmulas

321
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

diferentes prevén las Constituciones italiana, española, polaca y, de hecho,


lituana, reconociendo expresamente su naturaleza jurídico internacional. Y el
de los acuerdos de naturaleza interna con las diferentes confesiones, incluso
con la que se considera nacionalmente identificadora, como es usual en los
Estados de Europa oriental y confesión ortodoxa dominante, reconozcan cons-
titucionalmente la Iglesia nacional o no (48).
Segundo, la referencia constitucional a una confesión religiosa como do-
minante (Grecia) o tradicional (Bulgaria) o destacando su implantación social
(España).
Tercero, destacando el carácter «nacional» de una confesión, aun mante-
niendo el principio de separación con el Estado. Tal es el caso de las mencio-
nadas constituciones de Armenia y Georgia.
Cuarto, la constitucionalización de Iglesias de Estado, en el Reino Unido
y los países escandinavos.
La transcendencia de esta tipología en el tratamiento de las distintas con-
fesiones solo pude aclararse a la luz de los diferentes bloques normativos
internos. He examinado la legislación eslovaca del 1991, la búlgara de 1996,
la rusa de 1997, la sueca de 1998, la checa y la rumana de 2002 por ser casos
especialmente significativos para ilustrar este punto y estimo que la posición
constitucional de las confesiones tiene un alto valor simbólico a la hora de
destacar su función identificadora, pero esta función desborda su reconoci-
miento en el texto constitucional y emerge en normas de rango inferior y en
prácticas, en muchos casos calificables de mutaciones constitucionales, con-
suetudinarias o convencionales (49). Bélgica y los Países Bajos, prototipos del
laicismo, financian los cultos. Una confesión «dominante», como la Iglesia
ortodoxa en Grecia es íntegramente financiada por el Estado, mientras que la
confesión luterana es la Iglesia nacional de Noruega y se autofinancia plena-
mente. La Iglesia nacional de Armenia está separada del Estado, pero accede
en exclusiva al sistema de enseñanza pública, mientras que en el Reino Unido,
donde «Iglesia de Inglaterra» es el prototipo de la Iglesia de Estado, «todas las
confesiones están presente en la escuela».
Eso muestra, de una parte, que la confesionalidad del Estado es plena-
mente compatible con la libertad religiosa y, de otro lado, que el peso de la
identidad social –el ethnos– va más allá de la declaración constitucional y se
manifiesta en los más diversos campos, desde las relaciones laborales, a la
policía del espacio público, sin olvidar las inevitables y permanentes tensiones
entre la libertad religiosa de individuos y grupos y las libertades de terceros.
Pasaré breve revista estos tres extremos y a su incidencia en la cuestión de la
identidad.

322
17. EL RELIEVE CONSTITUCIONAL DE LA IDENTIDAD RELIGIOSA... ■

Las relaciones laborales son un sector profusamente regulado y lo que a


partir de 1917 se denominó constitucionalismo social da abundante fundamen-
to para ello. Hoy la doctrina señala que dicha regulación ha evolucionado des-
de la protección al trabajador a la protección a la empresa de cuyo equilibrio
pende la calidad y estabilidad del puesto de trabajo. Pero cabe también señalar
una creciente atención a la identidad religiosa tanto de la empresa como del
trabajador. Así, en los países socialmente más avanzados, temas tan sensibles
como el atuendo de los trabajadores o las fiestas laborales, se remiten a la au-
tonomía de la voluntad, a su vez condicionada por factor tan objetivo como el
«carácter propio» de la empresa o la confesión del trabajador. Pero, lo que es
mas significativo, la costumbre local tiene carácter supletorio en caso de silen-
cio de las partes. En algún país, por ejemplo Alemania, se constitucionaliza la
festividad dominical (50).
La libertad religiosa es un derecho fundamental proclamado práctica-
mente en todas las Constituciones que se proyecta en los más diversos campos.
Como tal derecho, es tan inderogable, al menos en su contenido esencial como
coordinable con otros derechos fundamentales y valores constitucionales y, en
consecuencia, relativizable y limitable. Así, por ejemplo, la práctica jurispru-
dencial ha puesto de manifiesto los potenciales conflictos y tensiones entre la
libertad religiosa y la libertad de expresión (51) y, en análogo sentido, determi-
nados valores constitucionales como puede ser la laicidad «en una sociedad
democrática» –caso de Francia y Turquía– y los «sagrados principios del Islam»
en un sociedad musulmana –desde una tan liberal como Malasia a la autocra-
cia iraní, pasando por las islas Maldivas– han llevado a limitar dimensiones
tenidas por esenciales de la libertad religiosa como es la de cultos o la de pro-
selitismo. Así, en el sudeste asiático, mosaico de religiones, es frecuente la
prohibición jurisprudencial de las conversiones tachadas de «deshonestas»,
esto es las que surgen al hilo de gozar de ciertas atenciones sanitarias y educa-
cionales proporcionadas por la confesión proselitista y que suele ser una con-
fesión extranjera que se estima erosiona la identidad comunitaria (52).
En su formulación clásica, la libertad religiosa tiene dos dimensiones,
una positiva y otra negativa. La libertad religiosa positiva supone el derecho
al ejercicio individual y colectivo, público y privado de una religión y a cam-
biar de religión y a no tener ninguna. La libertad negativa supone el derecho
a no ser obligado a tener una religión y a no practicar su culto. Ahora bien, es
frecuente interpretar esta libertad negativa como el derecho a no ser importu-
nado por el público ejercicio de una religión distinta de la propia creencia o
increencia y ello supone la neutralidad de los poderes públicos en materia
religiosa, de manera que no manifiesten preferencia por ninguna confesión y,

323
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

más aún, la neutralización del espacio público eliminando del mismo toda
actividad religiosa.
Esta interpretación de la libertad religiosa incide en dos importantes
aspectos de la función identitaria de la religión. Por un lado la pretendida
simetría confesional en una sociedad multirreligiosa; por otro la presencia re-
ligiosa en el espacio público.
En cuanto a lo primero, una importante corriente doctrinal entiende que
el tratamiento diferencial de las confesiones afecta al ingrediente igualitario de
la libertad porque, en la senda de Rousseau, se estima que la desigualdad oprime.
La lógica consecuencia de tal planteamiento, y así se ha propugnado por sus
defensores, es la exigencia de una absoluta neutralidad estatal ante el hecho
religioso que, en la práctica, conduce al desconocimiento del mismo y a su
eliminación de los servicios y espacios públicos.
Sin embargo la práctica es otra. Los poderes públicos que no interfieren en
la libertad religiosa individual, establecen criterios para determinar lo que es
una confesión religiosa y valoran su arraigo histórico y social o, alternativa-
mente exigen un trámite registral, nominalmente declarativo pero de efectos
prácticos constitutivos y, en función de todo ello, prevén un tratamiento dife-
rente de lo que es diferente. La jurisprudencia, tanto internacional como com-
parada, ha avalado tal planteamiento. Ya cerrada la última versión de este ensa-
yo conocí la importante colección de trabajos recopilados por Martínez Torrón
y Cañamares Arribas Libertad, religión, neutralidad del Estado y educación.
Una perspectiva europea y latinoamericana. Pamplona, Aranzadi 2019.
Así en los países ortodoxos, formalmente laicos, la primacía de la otrora
Iglesia nacional se reconoce expresamente por ley, aunque no se mencione en
la constitución (v. gr., Rumanía y Serbia) y las »confesiones tradicionales»
(católica, evangélica, evangélica eslovaca, reformada, musulmana y hebrea),
gozan en Hungría y Serbia de un trato diferente del dispensado a las demás.
Por ejemplo no requieren registrase. Lituania y Bielorrusia también distinguen
entre confesiones tradicionales o arraigadas y otras.
En cuanto a la presencia religiosa en el espacio público físico, esto es en
plazas, calles y romerías, ha dado lugar a viejas polémicas. Baste pensar en la
autorización de templos protestantes en 1781 por la Toleranzpatent de José II,
siempre que no tuvieran campanario y la entrada fuera lateral. El referéndum
suizo del 2009 que limitó la construcción de minaretes cuya proliferación
amenazaba la identidad del paisaje helvético «bien entrañable de su comuni-
dad nacional», muestra la permanencia de la cuestión.
El problema se agudizó en Francia tras la ley de separación de la Iglesia y
el Estado de 1905 y su evolución legal, jurisprudencial y doctrinal ha hecho de

324
17. EL RELIEVE CONSTITUCIONAL DE LA IDENTIDAD RELIGIOSA... ■

la laicidad francesa, formalmente constitucionalizada desde 1946, un paradig-


ma de su alcance identitario. Conocidos son los antecedentes de la mencionada
ley de 1905, especialmente la secularización de la escuela por la legislación
Ferry de 1885, así como su carácter virtualmente pactista, como demuestra la
evolución marcada por las leyes de 1907 y 1908 y los acuerdos Poincaré-
Briand-Ceretti de 1924, hasta llegar a la ley Debré de 1959. Pero aquí interesa
destacar la función moderadora desempeñada por la doctrina del Consejo de
Estado (53) al dar una interpretación liberal de la normativa laicista en atención
al carácter identitario de los elementos religiosos en el espacio público. Tal in-
terpretación, ya apuntada en cuanto a las procesiones y tañido de campanas en
el asunto Morel et autres de 1908, se formalizó en el asunto abbé Olivier de 9
de Febrero de 1909, base de ulterior jurisprudencia relativa a los cortejos fúne-
bres, cuyos elementos religiosos se habían excluido del espacio público. En
este caso, el Alto Tribunal dijo que «en materia de pompas fúnebres la intención
manifiesta del legislador no era otra que garantizar en lo posible el respeto de
las costumbres y tradiciones locales evitando todo menoscabo de las mismas
salvo cuando sea manifiestamente necesario para mantener el orden público».
El respeto a «las costumbres ancestrales», categoría claramente identitaria, llevo
a la anulación de numerosos reglamentos municipales de tinte laicista (Sens, 1906
y Prothée, 1934).
Si la laicidad se cifra en la neutralidad, pero no en el desconocimiento del
hecho religioso, esto es en el pluralismo religioso propio de una sociedad
moderna, es preciso reconocer y tutelar la libertad religiosa y eso requiere
aceptar su expresión pública, sin otro límite que el orden público.
Especial interés y actualidad tiene la utilización en dicho espacio de indu-
mentaria religiosa. La cuestión fue caballo de batalla en la reforma kemalista de
Turquía, que pretendía construir una nación laica y el revival islámico de los
años setenta provocó una normativa prohibitiva de atuendos de significado reli-
gioso impugnada ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos como contra-
rios a la libertad religiosa proclamada en el art. 9 de la Convención.
La cuestión era manifiestamente identitaria, pero ni en el propio recurso
ni menos en la Sentencia del Tribunal se planteó en tales términos. Por el con-
trario, en el recurso S 1/A/o14, que impugnaba la ley francesa que prohibía de
los atuendos religiosos en el espacio público, el único motivo que el Tribunal
estimó en las alegaciones del Gobierno francés fue que los atuendos religiosos
erosionaban la «comunidad de vida», noción claramente referente a una deter-
minada identidad nacional. Así lo demuestra la paralela polémica surgida en el
Reino Unido en torno al velo integral de las mujeres islámicas en relación con
la identidad británica (Britishness) (54).

325
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

Así, lo que puede aparecer como un conflicto entre libertad e identidad,


es en realidad un conflicto entre identidades. El docto libro de Areces Piñol
sobre La Prohibición del Burka en Europa y en España (55), donde se muestra
la superposición de un significado religioso con otro de cohesión social, inter-
pretación avalada por posteriores normas de Estados europeos, Austria el más
reciente de ellos, obliga a dar esta interpretación.
Otro tanto cabe decir de los monumentos religiosos en el espacio públi-
co. Es evidente que en la erección y demolición cuando no profanación de
numerosas estatuas y monumentos religiosos ha predominado el carácter polí-
tico-religioso sobre cualquier referencia identitaria. Sirvan de ejemplo ente
otros muchos, los avatares del Cerro de los Ángeles en España en uno y otro
sentido, ya fuera la consagración de la imagen en 1929, como su profanación
en 1936. Pero en otros muchos casos la referencia identitaria es clara y prima
sobre la religiosa y ejemplo de ello es la damnatio memoriae del dominio
habsbúrgico mediante la destrucción de la columna mariana erigida en la Plaza
principal de Praga y sustituida en 1920 por la estatua de Juan Huss, convertido
en héroe nacional checo (56). Que fuera durante la laica y laicista III.ª República
cuando más estatuas a Juana de Arco se elevaran en Francia, tras su canoniza-
ción en 1920 con honores públicos, muestra como, en otros casos, lo identita-
rio llega a eclipsar lo religioso.
Recientemente la polémica se ha reavivado en Europa en cuanto a la pre-
sencia de símbolos religiosos, especialmente, crucifijos, dentro de espacios
físicos adscritos a funciones públicas, como escuelas, hospitales y locales ad-
ministrativos y judiciales. A la radicalización de la libertad religiosa negativa
atrás señalada debe añadirse el derecho de los padres y tutores a educar a sus
hijos y pupilos de acuerdo con sus propias convicciones religiosas cuando esas
repelen a los símbolos cristianos y el hipotético impacto negativo de la tortu-
rada imagen del Crucificado en la sensibilidad infantil, al parecer, no curada de
espanto por los sangrientos videojuegos al uso.
La cuestión adquirió nueva actualidad y polemicidad a raíz del caso Lautsi
vs. Italia (57) en el cual, en 2009 la primera instancia del TEDH, frente a la
reiterada jurisprudencia nacional italiana, resolvió en pro de la reemoción de
los crucifijos de las escuelas públicas, tanto para afirmar la neutralidad de los
poderes públicos en materia religiosa, como para no ofender la libertad nega-
tiva de los alumnos no creyentes. La Grande Chambre del mismo Tribunal
Europeo resolvió en sentido contrario la cuestión en el 2011 señalando la
polisemia de la Cruz que, a la altura de nuestro tiempo tiene un significado no
solo religioso para los cristianos, sino cultural e identitario. La primera senten-
cia provocó en Italia una durísima polémica social, mayoritaria pero no uná-

326
17. EL RELIEVE CONSTITUCIONAL DE LA IDENTIDAD RELIGIOSA... ■

nime, contra la retirada del crucifijo que llevo provocar reacciones antieuro-
peístas y propuestas de revisión del Concordato.
En el resto de Europa, a la vez que hubo un movimiento de solidaridad
contra la eliminación de la cruz y diez Estados, la mayor parte de ellos cristia-
no-orientales, Rusia entre ellos, comparecieron ante el Tribunal Europeo como
amicii curiae para apoyar la tesis del gobierno italiano recurrente, la jurispru-
dencia influyó en otros muchos Tribunales desde Grecia a Lituania, y la juris-
prudencia inferior española.
La polémica en torno a la presencia de los crucifijos en los espacios
públicos se ha extendido por toda Europa y ha descubierto lo que Genoveva
Zubrycky (58) denominó la apertura semiótica del símbolo de la Cruz que
puede cobijar significados muy diversos. Los estrictamente religiosos para los
cristianos, los valores puramente humanísticos que ya Kant señalara en el
Crucificado y se estiman inherentes a la civilización occidental y base del
Estado democrático de derecho, y la tradición constitutiva de la propia identi-
dad nacional. Los estudios reunidos por Stanisz, Zawislak y Ordon (59), rela-
tivos a esta cuestión en la actualidad de Inglaterra, Francia, Alemania, Gracia,
Irlanda, Polonia, Italia, Lituania, Rumania, España y Suiza, muestran que la
jurisprudencia constitucional y la práctica administrativa han rechazado por
doquier la pretendida exclusión de los símbolos religiosos de los espacios
públicos destacando su valor identitario de la comunidad nacional respectiva.
La laicidad tiene así una doble acepción: la de la jurisprudencia concep-
tual de los juristas y la de la práctica administrativa popular. La primera, tanto
más manifiesta cuanto más alta y, consecuentemente lejana, es la instancia
jurisdiccional, como es el caso de los Tribunales internacionales, pone el acen-
to en la neutralidad ante el pluralismo religioso e, incluso, en el desconoci-
miento del hecho religioso. La segunda, al margen de toda lucubración y más
pegada al terreno, es inconscientemente fiel a la etimología de «laico», del
griego «laiós», pueblo. Laico no equivale a irreligioso, sino «popular» y lo que
en cada caso ello supone (60).

6 «LAS DOS FUENTES DE LA RELIGIÓN»

De todo lo expuesto resulta, como señalé al comienzo de estas líneas, que


las Constituciones tratan lo religioso desde dos perspectivas diferentes. Por un
lado, garantizan la libertad tanto individual como colectiva de los creyentes.
Por otro, abordan la función identificadora de una determinada religión como
factor de integración material de la comunidad, dada su contribución a la iden-

327
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

tidad social de la misma. Mientras la primera perspectiva conduce al reconoci-


miento y tutela de un derecho, la segunda afecta a la autoconciencia de la
comunidad política y a la identificación del Estado. Una y otra se proyectan en
el espacio público. La garantía de un derecho en múltiples y muy varias
dimensiones, desde la presencia en los servicios públicos a las relaciones labo-
rales. La afirmación de una identidad, además, en la estructura del Estado y su
simbología.
La primera de estas perspectivas supone una apertura a lo universal; la
segunda, como toda identificación, el acotamiento de una particularidad. Es
evidente su correspondencia con las grandes categorías decantadas por Berg-
son en Les deux sources de la moral et de la religion (1932): la religión estáti-
ca y la religión dinámica y su doble consecuencia que Bergson calificaba
respectivamente de mecánica y mística. Los dos valores en juego, la libertad y
la identidad, aparecen en la realidad entreverados y, por lo tanto, son compati-
bles; pero el identitario, el vinculado a la sociedad natural –cerrada– y a la
religión natural –estática– es el más relevante, porque sirve de inexcusable
matriz de la dinámica de la libertad, como la comunidad lo es del individuo. El
mismo Bergson reconoce que toda religión es una religión situada y, como tal,
circunscrita y no podía ser de otro modo en un pensador judío proclive al
catolicismo. Esto es, transitante desde la conciencia de elección colectiva, a la
fe, por excelencia, encarnada. Solamente cuando la función identificadora de
la religión es omnicomprensiva, como fue el caso de las versiones preliberales
de la confesionalización estatal y hoy lo es de algunas variantes del Islam, el
cierre religioso excluye la libertad y atrás hay sobradas muestras de la expre-
sión constitucional de este fenómeno.
Los datos expuestos no demuestran una tendencia hacia la eliminación
de la religión de la esfera pública para asegurar la plena asepsia de los poderes
públicos y la total igualdad de todas las creencias. Por ello, los partidarios de
dicha tendencia, al dar cuenta del derecho positivo de nuestros días, se decla-
ran «no resignados» ante la relevancia alcanzada por el hecho religioso en las
normas y en la práctica constitucional (61).
Las razones de dicha relevancia son fundamentalmente tres: Primero, la
dimensión colectiva de la libertad religiosa que fuerza al poder público a con-
dicionar lo que se entiende por confesión religiosa y tener en cuenta su entidad
cuantitativa –número de fieles– y cualitativa –presencia histórica y cultural– a
la hora de reconocer derechos y establecer relaciones, incluso de cooperación,
con diferentes confesiones.
Segundo, la valoración positiva del hecho religioso, tanto desde un punto
de vista ético como cultural y que lleva a los poderes públicos, sin dejar de

328
17. EL RELIEVE CONSTITUCIONAL DE LA IDENTIDAD RELIGIOSA... ■

reconocer la libertad de creencias, a acotar la licitud de su manifestación pú-


blica «en el respeto a la moral y las buenas costumbres», una expresión clásica
que las constituciones de nuevas democracias tienden, dada su experiencia
histórica, a dramatizar (v. gr., Rusia, sec. 29,2: «no admite la propaganda que
incite al odio o la hostilidad», Moldavia se. 31, 3; «… está prohibido incitar al
odio o la enemistad»).
Tercero y, a mi juicio, fundamental, el valor identitario de la confesión
religiosa que demuestra la literalidad de los textos traídos a colación.
Mientras las dos primeras razones son generalizables y refuerzan el prin-
cipio de libertad religiosa que, como todo derecho, no solo debe ser reconoci-
do sino promovido por el Estado Social de nuestros días, la segunda es parti-
cularizadora y remite a identidades determinadas donde se refractan, como
ocurre en todos los órdenes concretos, los principios generales, incluidos los
derechos fundamentales.
Con razón se ha señalado la permanente tensión entre universalismo y
particularismo de estas declaraciones, tanto nacionales como internacionales (62)
y el caso de la libertad religiosa proclamada en ambos es paradigmático.
Es bien sabido que la Declaración Universal de 1948, al llevarse a la
práctica, ha mostrado una tendencia a la particularización en dos ámbitos dife-
rentes y coincidentes. Por un lado, en las propias Naciones Unidas, desde los
Pactos de 1965 hasta la Conferencia de Viena de 1993 y, más aun la Conferen-
cia sobre Población celebrada en El Cairo en 1995 que concluyeron supeditan-
do la aplicación de la Declaración Universal al «pleno respecto a los valores
éticos y religiosos y las diferentes tradiciones culturales de las naciones». Con
sobrada razón la doctrina más inclinada al universalismo ha visto en esta evo-
lución un triunfo del particularismo identitario.
De otro lado, las Declaraciones de Derechos de ámbito regional mues-
tran la misma tendencia. En Europa, desde la Convención de 1950 a la Carta
de Niza, incorporada al Tratado de Lisboa; en el americano, desde la Declara-
ción Americana de los Derechos y Deberes del Hombre de 1948 al Protocolo
de El Salvador de 1988; en el africano con la Carta de 1980, con sus protocolos
adicionales y la Carta sobre los derechos de los niños; y en el árabe con la
Carta de 1994 (63). A ello debe añadirse el Convenio 169 de la OIT sobre
Pueblos Indígenas y Tribales en Estados Independientes que inaugura un fron-
doso grupo normativo sobre el reconocimiento de los derechos indígenas que
tiene un amplio eco constitucional, especialmente en Hispanoamérica. A lo
largo de todo este proceso, lo religioso acentúa su valor identitario (64).
Un exponente muy significativo de esta tendencia es el tratamiento de la
libertad religiosa en Europa e incluso en la Unión Europea, donde el particu­

329
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

larismo religioso frena su tendencia homogeneizadora. En efecto, el paradig-


mático artículo 18 de la Declaración Universal ya fue matizado en el artículo 9
del Convenio Europeo de 1950 cuyo texto pasó al art. 18 del Pacto de Dere-
chos Civiles de 1966. Dicho art. 9 añadió a la fórmula incondicionada de 1948,
un segundo párrafo según el cual «la libertad de manifestar su religión, no
puede ser objeto de más restricciones que las previstas por la ley, constituyan
medidas necesarias en una sociedad democrática… para la protección de los
derechos y libertades de los demás». La fórmula se reitera en el art. 10 de la
Carta Europea de Derechos Fundamentales. Ahora bien, la interpretación ju-
risprudencial que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos y, a su rastra, el
Tribunal de Justicia de la Unión Europea han hecho de los citados idénticos
artículos responde a los siguientes tres rasgos (65):
Primero, una versión liberal de la libertad religiosa que se centra solo en
el individuo y únicamente a partir del mismo considera los derechos de las
confesiones en cuanto asociaciones voluntarias y nunca coactivas.
Segundo, una interpretación de la igualdad como el tratamiento diferente
de lo que es diferente.
Tercero un amplio margen de discrecionalidad del Estado nacional a la
hora de adecuar el principio de libertad religiosa.
Un paso más en la misma dirección se da en el derecho primario de la UE.
A partir del tratado de Ámsterdam de 1997 –Declaración n.º 11– y ahora en el
Tratado de Funcionamiento de la Unión que dispone «La Unión respetará y no
prejuzgará el estatuto reconocido en los Estados miembros a las Iglesias y
asociaciones o comunidades religiosas» (art. 17,1).
Esto es, frente la tendencia homogeneizadora del derecho de la Unión y
frente a la tendencia universalizadora de los derechos humanos, el factor reli-
gioso introduce una excepción en pro de un ámbito de discrecionalidad estatal
que se justifica para tutelar lo que se estima inherente a la identidad de su res-
pectiva sociedad, de su propio pueblo. Los antecedentes del citado art. 17
TFUE demuestran esta vinculación entre el margen de discrecionalidad estatal
y la salvaguarda de la propia identidad.

7. LA RELIGIÓN COMO FACTOR MATERIAL DE INTEGRACIÓN


POLÍTICA

La religión es, sin mengua de sus otras dimensiones, especialmente la


sobrenatural, en expresión de Harnack, «la relación del alma con Dios», un

330
17. EL RELIEVE CONSTITUCIONAL DE LA IDENTIDAD RELIGIOSA... ■

fenómeno social –«Sobre lo social en la religión», titula su cuarto famoso dis-


curso Schleiermacher (66) teólogo de filiación individualista–. Tan social que
ha podido explicarse como una proyección de la propia sociedad.
Tal es la visión funcionalista cuya mas señera manifestación fue la obra de
Émile Durkhein sobre Les formes elementaires de la vie religieuse (1912),
donde formula la tesis de que la religión, cada religión, es la expresión simbó-
lica de la integración social, de cada sociedad. El fiel, afirma Durkheim, vive la
religión como una superación de su debilidad individual, algo, añado yo, que
puede afirmarse de la identidad. Y considera que la causa universal de ese sen-
timiento se encuentra en su inserción social ¿De que sociedad? No de una so-
ciedad «ideal», sino de su propia sociedad «real», pero «idealizada». «Los dio-
ses –afirma Durkheim– no son sino la expresión simbólica de la sociedad»;
«los ritos –continúa– son ante todo los medios por los cuales la sociedad se
reafirma periódicamente», algo evidente en el significado de las coronaciones
regias allí donde se han mantenido (v. gr., en Hungría hasta 1918; en Japón y el
Reino Unido hasta la actualidad). «No es que la sociedad cree la religión, sino
que la experiencia religiosa le permite tomar conciencia de sí misma». Los
textos de la tesis sobradamente conocida podrían reiterarse. En síntesis, la reli-
gión, sus dogmas y más aun, sus ritos, serían así la expresión simbólica de la
sociedad tenida como propia, la que proporciona identidad social. Esta es la
función que Bergson, buen conocedor de la obra de Durkheim, atribuye a la
religión que el califica de «natural», la religión estática propia la sociedad ce-
rrada.
La contestación de las tesis de Durkheim ha sido abundante. Pero no es
menos cierto que su fecundidad se ha comprobado por otros análisis funciona-
listas tanto de las religiones primitivas como por el microestudio de concretas
formas religiosas en que la función de integración social es manifiesta. De las
formas elementales se ha llegado así a analizar Las formas complejas de la
vida religiosa, v. gr., Caro Baroja (67).
Ahora bien, igual función de integración o confirmación social de la reli-
gión encontramos en el análisis de lo que, con terminología de Dobbelaere,
denominamos macronivel. El tratamiento actual de lo religioso en las vigentes
constituciones políticas de unos Estados constitutivamente seculares y que, en
muchos casos, corresponden a sociedades eminentemente seculares o en tran-
ce de acelerada secularización. La identidad a la que la religión ha contribuido
y contribuye decisivamente es lo que más interesa, consciente o inconsciente-
mente, al constituyente. Y esta explicación funcionalista remite a una sociolo-
gía genética que da cuenta de los procesos históricos de confesionalización
atrás mencionados. La identidad no se inventa ni su ingrediente religioso pue-

331
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

de, ni improvisarse ni amortizarse. En esta materia, como del bosque dice el


poeta, «reina el antecedente».
En un texto famoso de Über Judenfrage, Marx acierta y se equivoca por
mitad al decir: «La religión ha dejado de ser la esencia del Estado, para ser la
esencia de la diferencia». Porque lo que constituye al Estado, hoy a un número
creciente, lo que los integra, es la diferencia a la que la confesión tenida como
propia contribuye en gran medida.

NOTAS
(1) The Invisible Religion, Nueva York (Macmillan) 1967.
(2) Religion in Secular Society, A Sociological Comment, Londres, (Watts & Co.) 1966.
(3) Esta idea de cuya popularidad da muestra el texto de Los hermanos Karamazoff, está avalada
por ejemplo en el constitucionalismo histórico rumano (Cf. Iordace «Church and State in Romania» en
Ferrari, Durham, Cole (eds.) Law and religion in Post Communist Europe, Lovaina-Paris, 2003.
(4) Un útil estudio introductorio y ensayos monográficos sobre los diferentes casos europeos de
confesionalización y abundante y seleccionada bibliografía en Haupt y Langewiesche (eds.) Nación y
religión en Europa. Sociedades multiconfesionales en los siglos XIX y XX, trad, esp. Zaragoza (Inst.
Fernando el Católico) 2010.
(5) The Scientific Study of Religion, Londres (Macmillan) 1970, p. 251 y ss.
(6) Un ejemplo bien autorizado de tal posición es interpretar «las tradiciones constitucionales
comunes» a las que se remite el derecho y la jurisprudencia de la Unión Europea, no como el balance de
los textos vigentes y de su práctica, sino como la hipotética tendencia de todos ellos, por diversos que sean
su modelos, hacia un objetivo común, el «Estado laico», dogmáticamente afirmado (Dionisio Llamazares,
«Libertad religiosa, aconfesionalidad, laicismo y cooperación con las confesiones religiosas en la Europa
del siglo XXI» en Estado y Religión en la Europa del siglo XXI, Actas de la XIII Jornadas de la Asocia-
ción de letrados del Tribunal Constitucional, Madrid (CEPyC), 2008, p. 18 y ss.
(7) Secularisation. An Analysis at three Levels, Bruselas (Peter Lang) 2002.
(8) Paris, du Seuil, 1991.
(9) He utilizado como guía el repertorio de Vega Gutiérrez (ed.) Religión y libertades fundamenta-
les en los países de Naciones Unidas. Textos constitucionales, Granada (Comares), 2003 completando y
actualizando los textos con las versiones que figuran en las paginas web de los diferentes Parlamentos
nacionales. (Cf. Blaustein & Flanz (eds.) Constitutions of the Countries of the World, Oceana Publications
inc., Nueva York (Ahora en www.worldoceanreview.com). Las constituciones se citan por el nombre del
Estado, su fecha entre paréntesis y el número del artículo o sección.
(10) Cf. la espléndida y aguda síntesis de Vázquez Alonso, Laicidad y constitución, Madrid
(CEPyC) 2012, p. 169 y ss.). Más adelante abundaré en el tema. Cf. Ramband, Le princip de separation
des cults et de l’état en droit civil comparé, París (LGDJ) 2004 y El estudio clásico de Trotabas La laicité,
París (PUF) 1960. Es significativo el proidentitario a pesar suyo Tonzil, Dix mites de droit public, París
(LGDJ) 2018, p. 53 y ss.
(11) Desde Briand, en pleno debate sobre la separación (Quand on a lutté contre… l’Eglise… on
finit pour éprouver une sorte d’affeection pur elle et l’on se resout difficilment a s’en séparer) cit. Conseil
d’Etat Rapport Public 2004. Un siecle de laïcité Etudes & Documents n.º 55, p. 254, hasta el Presidente
Macron, en plena reconciliación (Ce qui importe c’st la sève et je suis convancu que la sève catholique doit
contribuer encore et toujours a faire vivre notre Nation). Discours du Président de la République devant
les Evêques de France 10 de Abril 2018).
(12) Cf. Novac, «Faith and American Founding. Its Religion’s Influence» First Principles, n.º 7,
p. 1 y ss. Cf. Herberg, Catholics, Protestants and Jews, Nueva York, 1955 (trad. esp. México, 1964).
Sobre los últimos planteamientos, Vd. Witte & Nichols, La libertad religiosa en Estados Unidos. Historia
de un experimento constitucional, trad. esp. Pamplona (Thomson-Aranzadi) 2018, en especial caps. X, XI
y XII.

332
17. EL RELIEVE CONSTITUCIONAL DE LA IDENTIDAD RELIGIOSA... ■

(13) Cf. Krishnaswany, Democracy in India. A Study of the Basic Structure Doctrine, Nueva Delhi
(OUP) 2008.
(14) Radhakrishnan, Recovery of Faith, Londres, 1956, p. 148. Esta misma es la tesis del gran
constitucionalista indio Basu (Constitutional Law of India, Bombay, 1998), que, sin embargo ya apoya
cierto rasgos del identitarismo hindú v. gr., el respeto a la vaca sobre el art. 48 de la Constitución.
(15) Vid. art. 14 a 16, 19 y 21, 25 a 30 Constitución India.
(16) Cf. Madan, «Secularism in its Place» en Shagari (ed.) Secularism and its Critics, Nueva
Delhi (OUP) 1998. Una vision global de la cuestión en Amartya Sen, The argumentative Indian Writtings
on Indian History, Culture and Identitty, New York, 2005.
(17) Cf. Whitecross, «Separating Religion and politics? Buddhism and the Buthanese Constitu-
tion» en Khilnany, Raghavan, Thiruvengadam (eds.) Comparative Constitutionalism in South Asia, Oxford,
2018, p. 116 y ss. y las referencias ally dads.
(18) Cf. Kalagadi, «Constitutional Development in a Himalayan Kingdom. The Experience of
Nepal» en Khilnany et al. (eds) Op. cit. p. 86 y ss.
(19) Cf. Udagama «The Democratic State and Religious Pluralism. Comparative Constitutionalism
and Constitutional Experience of Sri Lanka» en Khilnany et alii (eds.) cit., p. 145 y ss., y Jcobsohn y
Shankar «Constitutional Borrowingin in South Asia. India Sri Lanka and Secular Identity» Ibid. p. 180 y ss.
(20) Cf. Jennings, The Constitution of Ceylon, Oxford, 1949, 3.ª ed. 1953, p. 51 y ss.
(21) Tras una larga experiencia provincial, hoy recogida a la cabeza de la Constitution Act 1982
«Where as Canada is founded upon principles that recognize the supremacy of God and the rule of law».
(22) Cf. Carrère d’Encausse, L’Empire Éclaté. La Revolte des Nations en URSS, Paris (Flama-
rion), 1979, p. 225 y ss. y las referencias allí dadas.
(23) Cf. Newton, The Constitutional Systems of the Independent Central Asian States. A Contex-
tual Analysis. Oxford and Portland, 2017, en especial p. 284.
(24) Cit. Emerson, From Empire to Nations, Cambridge Mss. 1962, p. 349.
(25) Sobre las visicitudes de esa primera constituyente, cf. Keith Calard, Pakistan. A Political
Study, Londres, 1957, pp. 85-101. Sobre los proyectos de islamización del nuevo Estado Ibid. p. 93 y ss. y
cf. Kemal A. Faruki, Islamic Constitution, Karachi, 1952. Más reciente Sadaf Aziz, The Constitution
of Pakistan, Oxford (Hart), 2018, en especial caps. 2 y 8.
(26) Cf. Hoque, «Constitutionalism and Judiciary in South Asia» en Kihlnany, op. cit. p. 303. Al
cerrar la redacción no he podido consultar directamente la sentencia en cuestión.
(27) A partir de los trabajos de Hare (The lenguage of Morals,1952), Hierro (Problemas del aná-
lisis del lenguaje moral, 1970), Capella (El derecho como lenguaje, 1968) y Stevenson («El significado
emotivo de los términos éticos «en Mind, 1937, reproducido en la antología de Ayer, El positivismo lógico,
trad. esp., Mexico, FCE, 1985, p. 269) vengo distinguiendo, a conciencia de su provisionalidad, entre
lenguajes descriptivos, lenguajes dinámicos y lenguajes catárticos. A su vez, los lenguajes dinámicos
pueden ser axiológico o exhortativo, normativo (que manda, prohíbe u organiza) y emotivo (que conmueve).
Cf. mi viejo ensayo «En torno a la aplicación de la Constitución» en vv.aa. La constitución española y las
fuentes del derecho, Madrid. (Instituto de Estudios Fiscales), 1979.
(28) Así, algo tan importante como la autorización de préstamos bancarios con interés, algo prohi-
bido por el Islam. Igualmente en el derecho de familia, se emancipa, tímida pero eficazmente a la mujer y
se autoriza la adopción plena frente a la única autorizada por la sharia, la kafala. Tales son, entre otras, las
«aperturas» a las que se refiere el preámbulo de la vigente constitución tunecina.
(29) Über Die drei Arten des Rechtswissenchaftlichen Denkes, Hamburgo, 1934.
(30) Fioravanti, Constitucionalismo. Experiencias históricas y tendencias actuales, trad. esp. Madrid
(Trotta), 2014.
(31) Verfasungswessen (ed. Bernstein). I, p. 425 y ss.(versión española de W. Roces con introduc-
ción de E. Aja, Barcelona, Ariel, 1984) Vd. mi ensayo «La Constitución como Pacto» en Revista de Dere-
cho Político (UNED) 1988, n.º 44, p. 17 y ss. ahora en El Valor de la Constitución, Barcelona (2000).
(32) Verfassung und Vefassungsrecht, Munich, 1928 (trad. esp. en IEPyC) y, como última versión,
en Evangelische Staatslexikon, 1966, p. 803 y ss.
(33) Cf. Conde, Escritos y fragmentos políticos, Madrid (IEP), 1974 II, p. 329 y ss.
(34) Así lo muestran las diversas aportaciones a Veröffentlichungen der Vereinigung der Deutschen
Staatsrechtslerer t. 62 (2003).
(35) Kymlicka, Ciudadania Multicultural, trad. esp., Barcelona, 1996.

333
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

(36) Ejemplo en Von Bogdandy, «Identidad constitucional. Exploración de un fenómeno ambi-


guo con ocasión de la política de identidad europea de lege lata y de lege ferenda» en Revista Española de
Derecho Constitucional, n.º 75 (2005) 2005-I, LVII, p. 89 y ss., p. 21. Sobre bases tan sólidas, el autor
propone la erección de una identidad europea cf. por el mismo autor en dicha Revista n.º 72 (2004) p. 25.
(37) Vd. los datos reunidos por Innerarity en Revista de Estudios Políticos, n.º 162 p. 149 y ss., es
especial p. 165 y ss.
(38) Vd. lo datos concretos en mi ensayo en Revista Española Derecho Internacional 2005-I, LVII
p. 89 y ss.
(39) La distinción es de Wahl, Trascendance et condition humaine, Paris, 1942.
(40) Cf. mi estudio sobre el preámbulo de la Constitución en Casas y Rodríguez Piñero (eds.)
Comentarios a la Constitución Española XXX Aniversario, Barcelona (Fundación Wolters Flüwer), 2009,
2.ª ed. 2018, pp. 3 y ss., ahora en este volumen, número 15. La constitución tunecina, como la turca a que
hice referencia en el texto citado, concede al preámbulo el mismo valor normativo que al texto. La cuestión
se ha planteado con gran relieve doctrinal y jurisprudencial con relación a la constitución india, como
antes hice referencia. Pero está por ver si el Preámbulo se aplica al margen del texto articulado o no,
extremo que señalé como fundamental en mi estudio citado.
(41) Trad. esp. Madrid (FCE España), 2003.
(42) Cf. respecto de Suecia Staten och trossamfunden, Slutneyänkande av Kyrkoberedningenn,
SOU, 1994, y, en cuanto a Noruega la reciente Lov om endringer i kirkeloven (omdanning av Den norske
kirke til te rettssubjekt m.m.) que modifica la Lov om Den norske kirke (kirkeloen), no afecta al texto cons-
titucional que además declara como básicos los «principios cristianos» (art. 2) y declara la oficialidad de la
Iglesia luterana de Noruega. La citada ley acentúa el carácter identitario de la Iglesia al restringir su feligre-
sía, salvo declaración en contra o pertenencia a otra confesión, a los nacionales noruegos, incluso si habitan
en el extranjero, y a los residentes en Noruega y la extendería a los hijos menores de 15 años (art. 3).
(43) Vd. mi estudio «Autoctonía Constitucional y Poder Constituyente» en Revista de Estudios
Políticos, n.º 169-170 (1970), p. 79 y ss.
(44) Cmnd. 4389.
(45) Mi primera aproximación a la cuestión en mi vieja tesis doctoral de 1965 (Nacionalismo y
Constitucionalismo, El Derecho Constitucional de los Nuevos Estados, Madrid, Tecnos 1971, p. 241 y ss).
Después he insistido en la cuestión en «Protección de minorías e identidades históricas en la práctica
constitucional europea» en Pacis Artes. Obra homenaje al Profesor Julio D. González Campos. Madrid
(UAM-Eurolex) 2005, II, p. 1919 y ss. Ahora n.º 3 de este volumen.
(46) Tamara el Khoury, Constitución Mixta y modernización en el Líbano, Madrid (Dikynson), 2013.
(47) Cf. Innerarity, loc. cit.
(48) Cf. Hollerbach, «El sistema de concordato y convenios eclesiásticos» en vv.aa., Constitución y
relaciones Iglesia-Estado en la Actualidad, Salamanca (Bibliotheca Salmanticense, Estudios 24), 1978, p. 179
cuyas tesis generales siguen teniendo utilidad. Cf. Santos «El factor religioso en Bulgaria y Rumania, Nuevos
miembros de la Unión Europea», UNISCI Discussion Papers, n.º 14 (mayo/may, 2007) p. 132 y 139 y ss.
(49) Sobre estas categorías Vd. mi ensayo «El fundamento y el futuro convencional del estado
Autonómico» en Los retos del Estado de Derecho Homenaje el Profesor Cuadra Salcedo, Madrid
(U. Carlos III Pons) 2016, II, p. 1820 y ss., y las referencias bibliográficas y de la práctica comparada allí
dadas, ahora en este volumen, número 6.
(50) Art. 139 de la Constitución de 1919 declarado en vigor por el art. 140 de Ley Fundamental de
la República Federal. Como fundamento de lo dicho en el texto cf. Auvergnon y Camas Roda (eds.) El ejer-
cicio del derecho de la libertad religiosa en el trabajo en el ámbito internacional y europeo: estudio
comparado del Reino Unido, Francia, Bélica y España, Barcelona (Huygens), 2016, avalado por Montilla
(ed.). La jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en torno al derecho de libertad reli-
giosa en el ámbito laboral, Granada, 2016. Visión contraria desde una perspectiva más dogmática da
K. Aparicio Aldana, Derechos a la libertad ideológica, religiosa y de conciencia en las relaciones jurídi-
co-laborales, Madrid (Thomson). 2016.
(51) Cf. Martínez Torrón y Cañamares Arribas (eds.), Tensiones entre libertad de expresión y
libertad religiosa, Valencia (Tirant lo Blanc) 2014.
(52) Por ejemplo en Sri Lanka y Pakistan e incluso India, cf. Khilnany et alii (eds.) cit. p. 171 y ss.
y p. 247 y ss. de donde se extiende a otros Estados musulmanes, v. gr., Malasia.
(53) Cf. Conseil d’Etat, Un Siècle de laicité – Rapport public 2004 Êtudes et Documents n.º 55,
p. 245 y ss. La decisión del Conseil d’État del 2017 sobre la Cruz que coronaba el monumento a Juan

334
17. EL RELIEVE CONSTITUCIONAL DE LA IDENTIDAD RELIGIOSA... ■

Pablo II en Ploërmal, contraria al deseo expreso de la población y del alcalde favorables al monumento,
parece marcar una dirección contraria.
(54) Vd. los datos reunidos por Innerarity, loc. cit. p. 165 y ss.
(55) Pamplona, 2014.
(56) M. Schulze Wessel, «La confesionalización de la nación checa» en Haupt & Langewesche,
Nación y Religión en Europa, cit. pp. 161 y ss.
(57) Un planteamiento general de la cuestión en J. Temperman, Th Lautsi Papers: Multidisiplinary
Reflections on Religious Symbols in the Public School Clasroom, La Haya, 2012. Cf. El Cronista del Es-
tado Social y Democrático de Derecho, n.º 27, p. 28-34.
(58) Zubrzydky. The Crosses of Auschwitz. Nationalism and Religion in Postcommunist Poland,
Chicago University Press, 2006.
(59) Stanisz, Zawislak, Ordon (eds.), Presence of the Cross in Public Spaces Experience of
Selected European Countries, Cambridge Scholars Publishing, 2016.
(60) Setién, Laicidad del Estado e Iglesia, Madrid, 205. Cf. Murgoitio, Igualdad religiosa y
diversidad de título de la Iglesia Católica, Pamplona (EUNSA) 2008.
(61) Polo Sabau, El estatuto de las confesiones religiosas en el derecho de la Unión Europea.
Entre el universalismo y la peculiaridad nacional, Madrid, 2014, pp. 19 y 97.
(62) Cf. Arenal, «Homogeneidad y heterogeneidad en la sociedad internacional como base de las
tendencias hacia la integración y la desintegración» en Rodrigo y García (eds.) Unidad y pluralismo en
el derecho internacional público y en la comunidad internacional, Madrid, 211, p. 64.
(63) Cf. mi ensayo «Seis décadas después» en LX Aniversario de la Declaración Universal de los
Derechos Humanos, Madrid (Instituto de España), 200, ahora recogida en este volumen n.º 16.
(64) Bartolomé Clavero (Derechos de los Pueblos Indígenas, Vitoria- Gasteiz, 1998) y Aparicio
(Los Pueblos indígenas y el Estado. El reconocimiento constitucional de los derechos indígenas en Amé-
rica Latina), Barcelona, CEDECS, 2001 «Derechos y pueblos indígenas: avances objetivos y debilidades
subjetivas» en Revista de Antropología Social, 2015, 24, p. 127y ss.) iniciaron sabiamente el desbroce de
tan frondosa mata.
(65) Cf. Arlettaz, Religión libertades y Estado. Un estudio a la luz del Convenio Europeo de
Derechos Humanos, Barcelona (Icaria), 2014, p. 193.
(66) A los efectos de este ensayo es significativa la evolución de Schleiermacher hacia el institucio-
nalismo y la comunidad a partir de su inserción en el romanticismo alemán y especialmente en la reacción
patriótica que produjo la crisis de Prusia tras la derrota de Jena (1807) y que culmina en su incorporación
a la nueva Universidad de Berlín.
(67) Cf. Las formas complejas de la vida religiosa (religión, sociedad y carácter en la España de
los siglos XVI y XVII), Madrid 1978.

335
18. ¿EL ESTADO SOCIAL ESTÁ AMENAZADO POR LA UNIÓN
EUROPEA?

I. EL ESTADO SOCIAL EN LA CONSTITUCIÓN

El calificativo de «social» aplicado al Estado es una categoría de uso


corriente en el constitucionalismo contemporáneo. Sin embargo, no es tarea
fácil definir qué es lo que se entiende por Estado Social, e intentarlo ha he-
cho correr ríos de tinta tanto desde una perspectiva descriptiva, irremediable-
mente histórica, como desde un punto de vista conceptual, tampoco ajeno al
devenir de los dogmas. A los efectos que aquí interesan, considero preferible
esta última que hace derivar el concepto de Estado Social del de Estado libe-
ral como su consecuencia lógica, una consecuencia, para muchos, antítesis
de los orígenes.
En efecto, el Estado liberal, tal como lo definiera a priori Kant y tratara
de llevarlo a la práctica el constitucionalismo decimonónico «... esta funda-
mentado sobre los siguientes principios... 1. La libertad de todo miembro de
la sociedad en cuanto hombre. 2. La igualdad del mismo respecto de todos los
demás en cuanto súbdito. 3. La independencia de cada miembro de la comu-
nidad en cuanto ciudadano.» Esto es, la libertad tanto civil como política en
pie de igualdad para todos los miembros de la comunidad. Ello supone que el
poder público ha de crear un orden jurídico formal para el libre desarrollo de
un orden por concurrencia de libertades entre iguales, tanto en lo civil como
en lo político.
Ahora bien, la realización práctica de dicha definición requiere que la
igualdad ante la ley se corresponda con una igualdad real, merced a la cual se
hagan efectivas las mismas posibilidades de libertad civil y política. Es claro, por

337
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

ejemplo, que sin dicha igualdad real en términos económicos no existe la liber-
tad civil de contratar entre, si no iguales. sí pares equivalentes. En la miseria no
existe autonomía de la voluntad y otro tanto puede decirse del ejercicio efectivo
de las libertades políticas. Esto es, que el orden de convivencia por concurrencia
que denominamos mercado se dé entre iguales y que su práctica no destruya la
hipotética equivalencia entre quienes concurren al mercado.
Pero en la práctica ni todos los que concurren al mercado son iguales ni la
afectación de recursos ni distribución de beneficios que el mercado produce,
cualesquiera que sea su eficiencia, produce igualdad, antes bien, al contrario.
Por ello, cuando la comunidad política incluyó al «cuarto estamento» y preten-
dió hacer efectivos para todos sus miembros los principios del Estado liberal,
hubo de arbitrar los mecanismos para ello. En términos de uno de los primeros
y principales teóricos del fenómeno, Ernesto Forsthoff, compensando mediante
la correspondiente prestación de un ámbito vital efectivo, la carencia de un
ámbito vital de dominio a quienes así lo requirieran. En ello consiste el Estado
Social y por eso digo que es la consecuencia lógica del propio Estado liberal.
Cuando para la realización de sus fines –la libertad– no basta un Estado regula-
dor y garante de un orden formal, sino algo más: un Estado prestador.
El Estado Social toma conciencia del conflicto que la mano invisible del
mercado es incapaz por sí sola de resolver, pretende abordarlo a partir de cri-
terios de justicia material y, en consecuencia, supone la primacía de la política
sobre la economía, esto es, la subordinación de los criterios de ésta a las opcio-
nes de aquélla. Cuando la política económica toma como objetivo la erradica-
ción de la pobreza y vincula este concepto al de desigualdad, como ha señala-
do recientemente el Pfr. Novales Cinca (1) es posible que a la larga incluso
mejore la eficiencia económica en pro de un mayor y mejor desarrollo, pero la
opción contra la pobreza no es sólo una opción económica, sino, ante todo, una
opción política que responde a un determinado valor material de justicia.
Solamente así, decía Marx, la economía es de verdad economía política.
Y en tal sentido el Estado Social supone la negación del Estado liberal en
cuanto no sólo organiza el mercado, sino que corrige su dinámica y distribuye
sus beneficios atendiendo a criterios que son ajenos al propio mercado. Por
ello, quienes propugnan una estricta ortodoxia liberal y, en nombre de la moral
del mercado impugnan la idea de justicia material, consideran el Estado Social
como la antítesis del Estado liberal.
La Constitución española de 1978 en su artículo 1.1 define el Estado como
de «derecho social y democrático» y a los efectos de este ensayo es el califica-
tivo de «social», como rasgo determinante de nuestra identidad constitucional,
lo que importa.

338
18. EL ESTADO SOCIAL AMENAZADO POR LA UNIÓN EUROPEA ■

A su luz debe de interpretarse el artículo 38 de la misma Constitución que


consagra «la libertad de empresa en el marco de una economía de mercado»,
economía que ha de ser, en consecuencia, «social de mercado». Esto es, aquel
sistema en que, sin perjuicio de la autonomía de la toma de decisiones por
parte de productores y consumidores y del libre acceso de los mismos al mer-
cado, los poderes públicos intervienen a efectos de garantizar la efectividad de
la libre competencia, realizar políticas de fomento y de estabilización de pre-
cios e incluso redistribuir los beneficios que el mercado produzca.
No se trata, por lo tanto, de una economía de libre mercado ni de una eco-
nomía dirigida o controlada de mercado. En la primera, los poderes públicos se
limitan a crear un orden jurídico objetivo para la acción privada sin mayor in-
tervención en el mismo. En la segunda, el poder público, no solo garantiza el
orden objetivo de la concurrencia, sino que interviene directamente en ella me-
diante técnicas diversas como es el condicionamiento de las inversiones, la re-
serva de actividades a la financiación o regulación públicas e incluso la planifi-
cación, cuando menos, indicativa. Los mismos términos del propio artículo 38 CE
y la previsión de reservas sectoriales y el principio de compatibilidad entre la
iniciativa pública y la privada en el seno del mercado, proclamada en el art. 128 CE,
podrían inclinar la balanza en este segundo sentido. Pero una interpretación
sistemática del propio texto y «la realidad social del tiempo en que la norma ha
de ser aplicada» (art. 3 CC) forzó otra opción (2).
La Constitución española como la ley fundamental alemana, pretendió
parecer económicamente neutral, pero aquí como allí una recta interpretación
obliga a reconocer que la opción del constituyente no fue en la dirección de
una economía intervenida, ni en la de la inhibición de una economía plena-
mente liberal, sino en pro de la economía social de mercado tal como ha
quedado definida y como, en el momento constituyente se entendía en las
grandes democracias de nuestro entorno. En pocas palabras, el mercado pro-
duce; es lo que se ha denominado «la increíble máquina de hacer pan». Y el
Estado Social garantiza, más allá de la racionalidad económica, la razonabili-
dad política de la producción. Para ello aplica criterios más políticos que eco-
nómicos, pero entre los cuales lógicamente han de incluirse el respeto a la
misma racionalidad económica que hace eficiente el propio mercado. No bas-
ta con acumular hornadas de pan, es preciso distribuirlo; pero hacerlo de ma-
nera que no se destruya la tahona.
El Tribunal Constitucional, a partir de las Sentencias 19/1982 y 83/1084,
seguido en este punto por la más acreditada doctrina, considera que el
artículo 1.1 CE al definir a nuestro Estado como social y democrático de dere-
cho, no propugna una organización específica del mismo, sino una determina-

339
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

ción de sus fines, que son los previstos en el artículo 9.2 CE. Esto es, hacer
efectivas la libertad y la igualdad entre ciudadanos y colectivos, removiendo
las obstáculos pertinentes. Y, todo ello, a la luz del valor de justicia proclamado
en el artículo 1.1 CE. El camino ha de ser justo y la meta, el orden social al que
se refiere el artículo 10 CE, también justo.
Ello se articula en la propia Constitución a través de:
Primero, la libertad de empresa proclamada en el art. 38 CE cuyo conte-
nido procede de la autonomía de la voluntad personal y patrimonial consagra-
da en diferentes artículos de la Constitución y que supone la visión dinámica
de la propiedad reconocida en el art. 33 CE.
Segundo, la corrección sobre criterios de justicia material, proclamados
en el art. 1.1 CE, de los costes de la competencia y de la distribución de sus
beneficios.
Tercero, el reconocimiento de una serie de derechos sociales que, repi-
tiendo las categorías en su día acuñadas por Jellinek en un contexto liberal,
cabe clasificar en iura activae libertatis –v. gr. las medidas de conflicto co-
lectivo (arts. 28.2 y 37.2 CE)–, iura activae civitatis –v. gr. la asociación
sindical (art. 28.1 CE) y la negociación colectiva (art. 37.1 CF.)– y, parafra-
seando al propio Jellinek, de Status creditoris –v. gr. arts. 39.1, 41, 43.2, 44,
49, 50, etc.– contenidos en el título I de la Constitución, ya como derechos
fundamentales, ya como Principios Rectores, en muchos casos polo objetivo
de aquellos.
Cuarto, la pieza central del sistema de prestaciones públicas es un siste-
ma público de seguridad social objeto de una garantía institucional establecida
en el artículo 41 CE.
Quinto, una organización de las cargas fiscales capaz de distribuir equita-
tivamente la riqueza y de financiar las prestaciones en que se concretan los
derechos sociales. Tal es el sentido del art. 31 CE, en relación con los citados
en el párrafo anterior, especialmente el art. 40.1.
Sexto, como ha señalado el Tribunal Constitucional en las Sentencias 18
y 23/1984, entre otras, la condición «social» del Estado no supone una inter-
vención totalizadora del poder público en la economía, sino una interrelación
dialéctica entre tales poderes y los propios agentes sociales que va desde el
encuadramiento del mercado mediante regulaciones por parte de los primeros,
hasta la autorregulación a cargo de los segundos, pasando, respectivamente
por las acciones de fomento a cargo de aquellos y el ejercicio privado de fun-
ciones públicas por parte de estos. De ahí que, como ha dicho el propio Tribu-
nal «es propio del Estado Social de derecho la existencia de entes de carácter

340
18. EL ESTADO SOCIAL AMENAZADO POR LA UNIÓN EUROPEA ■

social no público que cumplen funciones de relevancia constitucional o de


interés general» (S. 18/1984 FJ 3.º reiterada en S. 23/1984). Instituciones tales
como los Colegios Profesionales (art. 36 CE) o la Administración Pública de
Derecho Privado (art. 149.1.8.º CE) cumplen esta función de contribuir a la
ordenación del mercado, no substituyéndolo ni superponiéndose al mismo,
sino insertándose en él.
Séptimo, todo ello en un ambiente vital, fruto de una comunidad de valo-
res, prácticas, convicciones, normas e instituciones, sin la cual el mercado es
rastro; la autonomía de la voluntad y la responsabilidad inherente a la misma
una ficción; la distribución rapiña y las normas, si algo, instrumento de fraude.
Un ambiente vital en cuya importancia capital insiste la moderna teoría insti-
tucional de la economía y que en términos jurídicos supone la revalorización
de la categoría schmittiana del «orden concreto». Espero poder dedicar próxi-
mos ensayos a la fecunda coincidencia de juristas y economistas en torno a
dicho concepto.
El Estado Social proclamado en el Título Primero de la Constitución, en
el mismo artículo que establece la Monarquía como forma de Estado, y las ins-
tituciones que al mismo son inherentes forman parte substancial del pacto cons-
titucional que, como todo pacto, es sintético, esto es no pueden descomponerse
desvinculando las obligaciones recíprocas. Si el Estado es de derecho, es por-
que es social, si se garantiza la propiedad y la herencia es porque existen dere-
chos sociales y afectar unilateralmente cualquiera de estos elementos es poner
en tela de juicio todo el edificio constitucional, sus instituciones y sus valores.
Por eso, dije al comienzo que el carácter Social es uno de los rasgos distintivos
de la identidad constitucional del Estado configurado en 1978.
Esto no quiere decir que el Estado Social, en su versión actual, sea un
sistema blindado inmune a toda reforma. Sus defectos no son menores que sus
virtudes y unos y otros son sobradamente conocidos para tener que insistir en
ellos ahora.
El Estado Social que aspira lógicamente a ser un Estado de bienestar ha
de tener en cuenta la elasticidad ilimitada de este concepto. Una elasticidad
especialmente peligrosa cuando la cultura hedonística de nuestros días tien-
de a convertir las apetencias en necesidades, las necesidades en derechos y,
en consecuencia, los derechos en créditos frente a los poderes públicos. Pero
es claro, por poner algunos ejemplos prácticos bien conocidos, que la aten-
ción a la tercera edad exigida por nuestra Constitución, si impone un sistema
de pensiones suficientes (art. 50), no requiere organizar viajes de lujo para
los ancianos desvalidos; que la previsión, tratamiento, recuperación e inte-
gración de los disminuidos físicos y mentales (art. 49 CE) no equivale a la

341
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

promoción de paraolimpiadas locales; y que el legítimo gusto por el deporte


no debiera convertirse en derecho al uso gratuito de polideportivos construi-
dos con fondos públicos.
Por otra parte, el Estado Social puede incrementar cuantitativa y cualita-
tivamente sus prestaciones vitales como intentó hacer no hace mucho la Ley de
Dependencia y puede innovar sus fórmulas de gestión como, en los últimos
años, ha hecho un país pionero en este campo, Suecia.
Sin duda también, la evolución de la demografía y las restricciones de la
economía pueden forzar a redimensionar el Estado Social precisamente para
hacerlo viable. Tal vez haya de renunciar a tener un Estado Social opulento,
capaz de proporcionar un bienestar lujoso; pero debe seguir siendo un Estado
de bienestar solidario, capaz de proporcionar lo que, a la altura de nuestro
tiempo, la dignidad de una ciudadanía democrática requiere: un bienestar
digno y una reducción de la desigualdad de oportunidades.
Lo primero requiere erradicar la pobreza no ya en sentido absoluto, sino
en el relativo, que la doctrina suele situar en una renta menor al 60% de la
renta mediana de la población considerada.
Lo segundo exige distinguir entre la igualdad en los resultados, y la igual-
dad de oportunidades que supone el que la renta monetaria y no monetaria de
los individuos dependa solo de factores derivados de decisiones personales, sin
perjuicio de que en el resultado final influyan otros factores ajenos a su capa-
cidad y voluntad. Es la movilidad económico-social intergeneracional la que
permite, indirecta pero eficazmente, medir el grado de realización de la igual-
dad de oportunidades puesto que, a mayor movilidad, es claro que el origen
socio-económico de los individuos es menos relevante que su propia capaci-
dad para determinar las oportunidades de que dispone.
Todo ello puede exigir mayor recaudación fiscal (lo cual no supone nece-
sariamente mayores impuestos sino más eficaz recaudación) y, sobre todo,
mejor distribución del gasto público y gestión más racional de las prestaciones
sociales. Por poner un ejemplo concreto, el buen sentido exige que la financia-
ción pública del ocio disminuya si ello permite incrementar, hasta un nivel
aceptable, las hoy exiguas pensiones no contributivas.

II. EL OPUESTO MODELO ECONÓMICO DE LA UNIÓN EUROPEA

La integración europea, cualquiera que fueran sus metas políticas explí-


citas e implícitas, se configuró como un proyecto estrictamente económico. La
integración trató de legitimarse y organizarse, exclusivamente, sobre la base de

342
18. EL ESTADO SOCIAL AMENAZADO POR LA UNIÓN EUROPEA ■

la racionalidad económica dejando al margen los aspectos político-constitu-


cionales que se entendía interferían con el tabú de la soberanía estatal.
El Tratado de Roma, constitutivo de la Comunidad Económica Europea
previó una cooperación más estrecha, pero en ningún caso obligatoria, respec-
to de ámbitos específicos como el empleo, las condiciones laborales, la segu-
ridad social, la protección contra los accidentes y enfermedades profesionales
etc., pero limitándose a preveer la espontánea aproximación de las disposicio-
nes legislativas reglamentarias y administrativas al efecto (arts. 117 a 119
antiguos). La Cumbre de la Haya de 1969 continuó esta senda mediante la
propuesta de armonizar las políticas laborales de los Estados miembros para
evitar efectos de dumping. En 1974 se aprobó un programa comunitario de
acción social con el fin de erradicar la pobreza con el éxito que hoy podemos
comprobar. En 1981 se propone una política de empleo y en 1989 se adopta,
con la excepción del Reino Unido, una «Carta Social de los Derechos Básicos
de los trabajadores» que no pasa de ser una declaración de principios comunes.
El Acta Única Europea de 1986 amplió esta vía al transformar la libre circula-
ción de trabajadores en libre circulación de personas en general, la higiene en
el trabajo se convirtió en mejora general de las condiciones laborales y se
propugnó la intensificación del diálogo entre los agentes sociales. Y además
introdujo el nuevo concepto de cohesión económica y social, susceptible de
ser interpretado en dos sentidos bien diferentes: más competencias comunita-
rias o más financiación comunitaria. En la práctica se puso el acento en la fi-
nanciación, que en realidad se orientó hacia inversiones en infraestructuras fí-
sicas e incluso capital humano. El resultado ha sido una cohesión interestatal
con proyección interregional, pero no intersocial. La dimensión interterritorial
ha primado sobre la dimensión interclases y basta para comprobarlo atender a
quiénes son, en la práctica, los grandes beneficiarios de la Política Agrícola
Común que consume la parte del león en el presupuesto comunitario.
La mayor integración política, patente desde el Acta Única, explica el
creciente impulso de lo que Christian Joerges (3) denomina «la búsqueda de la
Europa Social» a partir del Tratado de Maastricht o, en expresión de Delors
«la dimensión social del mercado único», concretada primero en el Acuerdo 14
–llamado así por la no participación del Reino Unido– que dio lugar al Proto-
colo Social. A ello siguieron los tímidos intentos en este campo del Tratado de
Ámsterdam que integró en el propio Tratado el mencionado Protocolo Social,
la Carta de Derechos acordada en Niza muchos de cuyos preceptos (arts. 26 y ss.)
son programáticos y que Cruz Villalón (4) calificó de inocua, por transparente
–hacia las declaraciones y prácticas nacionales y la Convención Europea–.
Después, la inclusión de la «Europa Social» en los trabajos de la Convención

343
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

Europea que dio lugar a las retóricas menciones que al efecto contenía el
proyecto de Constitución del 2004 y, en fin, las más rotundas y no menos retó-
ricas expresiones del Tratado de Lisboa (art. 3.3).
Todas estas declaraciones tienen el mismo carácter: se limitan a fijar ob-
jetivos, tanto las declaraciones iniciales, como las llamadas cláusulas horizon-
tales y los mismos derechos sociales cuyo carácter programático puede llegar
a erosionar la normatividad de los derechos civiles y políticos allí también
declarados. En efecto, estas declaraciones comunitarias no han tenido en cuen-
ta la sabia distinción que el derecho constitucional comparado ha acuñado
entre derechos de inmediata aplicación, incluso cuando puede tratarse de dere-
chos de configuración legal, y lo que nuestro texto de 1978 denominó Princi-
pios Rectores. Unos y otros revelan un orden material de valores inherente a la
Constitución y, en consecuencia, como tiene declarado el Tribunal Constitu-
cional, son vinculantes para los poderes públicos y los Principios pueden ser el
indeclinable polo objetivo de los derechos. No se trata, en consecuencia, antes
al contrario, de desvalorizar los Principios Rectores; pero es evidente que su
grado de ejecutividad no es el mismo que el de los derechos. Nuestro texto
constitucional así lo dice expresamente (art. 53.3) y así se deduce claramente
de su propio enunciado. No es lo mismo el derecho a expresarse libremente
que el derecho a la salud, porque para el primero basta un orden formal de
libertad y el segundo requiere una complicada organización sanitaria. Ahora
bien, esta diferencia cualitativa de su respectiva pretensión de eficacia debe
llevar a distinguir su formulación como hizo el constituyente español. Los
textos comunitarios, por el contrario, no introducen tal diferencia ni en la
redacción ni en la sistematización, con lo cual se corre el peligro de que la
menor intensidad de las declaraciones de intenciones contaminen el resto de la
declaración y la conviertan toda ella en un benevolente desiderátum más que
en una norma efectiva. El «soft law» permite ser extremadamente generoso.
Pero la verdadera identidad del modelo comunitario de mercado procede
de otro lado, a saber la reconceptualización de las cuatro libertades económi-
cas afirmadas en los tratados fundacionales –circulación de personas, bienes,
servicios y capitales–. De concebirse como meras consecuencias del principio
de no discriminación por razón de nacionalidad, lo que suponía la recíproca
apertura de los diferentes mercados nacionales, pasan, fundamentalmente por
obra de la jurisprudencia del Tribunal de Justicia comunitario a partir de los
casos Dassonville (1974) y Cassis de Dijon (1979), a ser libertades individua-
les. Estas, según dijo el Tribunal de Justicia, se proyectan «sobre cualquier otra
restricción aunque se aplique indistintamente a los prestadores de servicios
nacionales y a los demás Estados miembros, cuando pueda prohibir, obstacu-

344
18. EL ESTADO SOCIAL AMENAZADO POR LA UNIÓN EUROPEA ■

lizar o hacer menos atractiva las actividades del prestador establecido en otro
Estado miembro en el que presta legalmente servicios análogos» (S. de 15 de
marzo del 2001 que se remite a una abundante jurisprudencia anterior). Las
libertades económicas propias del mercado –un mercado interior único–
excluyen las limitaciones propias de los diferentes Estados miembros en cuan-
to Estados Sociales.
Es claro que la Europa Social podría construirse sin perjuicio del merca-
do único si una normativa «social» única o al menos uniforme se impusiera en
todo el ámbito de la Unión. Es decir, uniformando las normativas laborales,
sanitarias, de seguridad social, corporativas, interventoras y ordenadoras del
mercado, etc. y lógicamente fiscales. Y no faltan intentos en el sentido de crear
sobre el núcleo de la ciudadanía de la Unión una identidad social europea pro-
moviendo la participación de los ciudadanos europeos en los sistemas socia-
les de los respectivos Estados miembros,
Las dificultades prácticas para ello son de dos tipos. Por un lado, la Unión
carece de competencias al efecto. Por otro, si las tuviera, como reiteradamente
se ha intentado a partir del tratado de Maastricht, la diferencia entre las econo-
mías de los Estados miembros daría como resultado una asimetría entre los
costes de producción de los mismos que falsearía toda la competencia sobre la
que pretende asentarse el mercado único. Si la deslocalización allende Europa
de plantas industriales de los miembros más competitivos de la Unión ya hace
asimétrico el propio mercado único, la homologación de sus costes lo haría
aún mayor. Ello explica las excepciones británica y danesa y las denominadas
«Preocupaciones» del pueblo irlandés ante el Tratado de Lisboa que dio lugar
al correspondiente Protocolo firmado en junio de 2012 (en especial art. 2 rela-
tivo a fiscalidad).
A ello hay que sumar las diferentes «culturas» jurídicas coexistentes en
la Unión y que solo un voluntarismo ciego es capaz de no ver. Algunas, más
favorables a la libre competencia y por ello bien vistas en la Unión –desde el
informe Monti a la Directiva de servicios 2006/123– resultan más costosas
para el consumidor y degradan la calidad del servicio a cambio del ingreso en
el mercado de nuevos protagonistas. Sirva como ejemplo de lo primero la
alternativa anglosajona –certificado de tercero de confianza más seguro de
riesgo– a la administración pública de derecho privado a cargo del notariado
latino-germánico, cuya práctica, sin duda, hay que perfeccionar, pero que sería
fatal destruir. Y, como muestra de lo segundo, la liberalización de los estable-
cimientos farmacéuticos para convertirlos en supermercados. La libre compe-
tencia que tome como paradigma el rastro, no garantiza ni la mejor calidad de
los servicios ni siquiera su más bajo coste.

345
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

El resultado de todo ello es que la Unión ha adoptado un modelo de eco-


nomía de mercado no social, sino estrictamente liberal según el cual el poder
público comunitario garantiza un orden de libre competencia sin mayor
correctivo que la imposición de dicha libre competencia. Frente a lo afirmado
por el más ortodoxo liberalismo, pienso en el famoso epílogo de Hayek a su
obra Derecho, Legislación y Libertad, para el cual el mercado y sus instrumen-
tos no derivan ni de los determinismos biológicos ni de las decisiones políticas
sino de la espontánea práctica de los hombres, en la Unión Europea, el merca-
do único se ha creado a golpe de directiva –baste pensar en la Directiva de
Servicios citada– y, más aún, de sentencia. Es, en expresión de Joerges, en el
ensayo atrás citado, un «liberalismo autoritario». De donde el paradójico con-
traste entre la libre competencia que se trata de conseguir y la minuciosa inter-
vención de la normativa comunitaria que llega a extremos caricaturescos,
como en su día puso de relieve el Consejo de Estado (5).
Documentar exhaustivamente la tesis expuesta excede con mucho los
límites del presente ensayo. Pero baste, como muestra de qué tipo de mercado
es el que propugna la jurisprudencia comunitaria, atender a las siguientes
Sentencias del Tribunal de Justicia de la Unión.
El 22 de noviembre del 2005, el Tribunal de Justicia de la Unión dictó la
Sentencia sobre el caso Mangold (C. 144/04). La normativa alemana para
paliar las dificultades laborales de los mayores introdujo medidas de fomento
a su contratación y, a su amparo, se celebró un contrato de trabajo a tiempo
parcial con el Sr. Mangold de 56 años de edad. La Sentencia de 22 de noviem-
bre del año citado lo consideró incompatible con la Directiva 2000/78 CE que
establecía condiciones generales de igualdad en la contratación. En Sentencias
posteriores el Tribunal se ha mostrado más sensible a la hora de justificar
modulaciones a la igualdad en razón de fines sociales como es el fomento del
empleo, especialmente del juvenil. Pero no es menos cierto que las excepcio-
nes previstas al efecto en la Directiva 2000/78, de suyo muy restrictivas, han
sido interpretadas con notable rigidez.
El 11 de septiembre del 2007, el Tribunal dictó Sentencia en el caso Schwarz
(C. 76/05). Una familia alemana acomodada envió a estudiar a sus hijos a un
exclusivo colegio escocés muy costoso y pretendió deducir los gastos así oca-
sionados de su impuesto sobre la renta. Las autoridades alemanas se negaron a
admitir dicha deducción, alegando que las previsiones correspondientes de la
normativa tributaria alemana limitaban tal beneficio al supuesto de menores
escolarizados en un centro alemán homologado, señalando que la finalidad de
dicha norma era facilitar la integración de escolares procedentes de familias
con diferentes niveles de renta en un mismo tipo de educación. El Tribunal de

346
18. EL ESTADO SOCIAL AMENAZADO POR LA UNIÓN EUROPEA ■

Justicia de la Unión decidió que tal normativa violaba el derecho de los Schwarz
a circular por todo el territorio comunitario en busca de la mejor opción edu-
cativa y la libertad de libre prestación de servicios en toda la Unión.
El 10 de febrero del 2010 el Tribunal dictó Sentencia en el caso Vicoplus
(C-307/09) en el sentido de considerar que si una empresa contrata trabajado-
res en un Estado y los desplaza para prestar servicios en el territorio de otro
Estado de la Unión, el desplazamiento es el objeto de la prestación del servicio
realizado por la empresa proveedora aunque el trabajador preste sus servicios
bajo el control de la empresa usuaria. El resultado es que el contrato laboral se
celebra entre el trabajador y aquella y no ésta, con lo cual es la segunda la que
se beneficia de las diferencias salariales entre ambas.
El 21 de enero del 2010, el Tribunal dictó Sentencia en el caso Comisión
vs. Alemania (C 546/07) en la que, aun aceptando la alegación alemana para el
caso concreto objeto del litigio, excluyó la posibilidad de que pudieran adop-
tarse nuevas medidas de defensa del mercado laboral para promover el empleo
en situaciones de alto nivel de paro.
Pasando de la libertad de circulación de personas a la de establecimien-
to, la Sentencia Uberseering de 5 de noviembre del 2002 (C 208/2000) cuyas
tesis confirmaría, después de significativas vacilaciones, la Sentencia Carte-
sio (2010/06) de 16 de diciembre del 2008, identificó la libertad de estable-
cimiento con la libertad de decidir de acuerdo con qué legislación nacional
puede constituirse una empresa con independencia de en qué Estado tenga su
sede y dónde opera. El resultado fue que, en un plazo de tres años, se cons-
tituyeron en el Reino Unido, al amparo de su normativa tributaria, numero-
sas empresas cuyo capital y centro de actividad eran alemanes, pero que
eludían así el sistema tributario alemán, sin dejar de beneficiarse de sus ser-
vicios públicos.
En cuanto a la libre circulación de capitales que el propio Tribunal ha
calificado de «metalibertad», la Sentencia recaída el 23 de octubre del 2007 en
el caso Volkswagen (C 112/05) consideró contrarias a la misma las normas
dictadas en el Land de la Baja Sajonia sobre la gobernanza corporativa de la
citada empresab¡, que ponderaba los derechos de voto de los accionistas para
evitar mayorías hegemónicas, garantizar los derechos minoritarios y asegurar
la representación pública en el Consejo superior de la compañía.
Respecto de los derechos que no limitan el poder sino que se oponen al
mismo, incluidas las relaciones inter privatos, como en el campo laboral son
los derechos de asociación, sindicación y conflicto colectivo, cuatro Senten-
cias, dos del año 2007 (Viking C 438-05 y Laval 431/05) y dos del 2008
(Ruffen 3/16/06 y Luxemburg Case 319/06) dieron prevalencia a la libertad de

347
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

establecimiento (caso Viking) y de prestación de servicios (casos Laval y


Ruffen) sobre los derechos de acción colectiva (casos Viking y Laval) y sobre
la normativa en defensa de los derechos sociales (Ruffen).

III. EL IMPACTO DEL DERECHO COMUNITARIO EN EL MODELO


CONSTITUCIONAL DE ESTADO SOCIAL Y SUS POSIBLES
LIMITACIONES

El resultado de la orientación jurisprudencial ejemplificada en las


Sentencias citadas y de su correspondiente glosa doctrinal ha sido la decanta-
ción de un canon de constitucionalidad europeo, harto distante y diferente del
nacional, pero cuya fuerza expansiva afecta decisivamente a los fundamentos
del Estado Social, tanto en el nivel estatal como de la Unión. Porque no se
trata de excluir toda discriminación entre nacionales de los Estados miembros,
sino de desplazar y consiguientemente inaplicar cualquier norma de cualquier
nivel que contradijese las libertades económicas arriba enunciadas. Como ha
señalado entre nosotros de modo magistral el Pfr. José Agustín Menéndez (6),
ello tiene un doble efecto en el plano constitucional. Uno procesal, al convertir
la cuestión prejudicial en una vía para el control de la normativa estatal desde
la constitucionalidad europea. Otro substantivo, al promover la europeización
de los ordenamientos jurídicos estatales al margen del proceso de formación
de la voluntad política pretendidamente supranacional.
La Unión, carente de una constitución democrática en el sentido «ideal»
del término, está generando una «gobernanza» jurisdiccional que potencia la
desde siempre denunciada gobernanza burocrática resultante del déficit demo-
crático de la Unión. Tal déficit y la consiguiente hegemonía burocrática nadie
los discute y prueba de ello son los reiterados y siempre frustrados intentos de
superar ambos defectos, por la simple razón que no es posible superar un défi-
cit democrático cuando no existe un «demos» que representar. Pero el resulta-
do es un impacto potencialmente desnaturalizador sobre el modelo constitu-
cional del Estado miembro que puede afectar a la identidad constitucional
cuyo respeto, paradójicamente dice garantizar la misma Unión (TUE art. 4.2).
La vía de semejante proceso es doble. Por un lado, la presión política de
instrumentación jurídica un tanto dudosa a la luz de la propia jurisprudencia
constitucional comparada, que más adelante expondré y que, al hilo de la crisis
económica, ha impuesto recortes presupuestarios que afectan a elementos
esenciales del Estado Social. La cuestión, sin duda de máxima gravedad, exce-
de los límites del presente ensayo.

348
18. EL ESTADO SOCIAL AMENAZADO POR LA UNIÓN EUROPEA ■

Por otro, la interpretación jurisprudencia] de la primacía del derecho de


la Unión, cuestión de la que paso a ocuparme.
Sabido es que la jurisprudencia del Tribunal de Justicia, hoy de la Unión,
ha decantado dos caracteres fundamentales de la normativa europea: su efecto
directo y su primacía sobre el derecho de los Estados miembros, primacía
sobre toda norma estatal, incluso las de derecho constitucional. Tal es la
doctrina iniciada en el asunto Costa/ENEL de 1964 y culminada en los asuntos
Handelgesselschaft de 1970 y Politi de 1971 y que llega hasta nuestros días
incluso a costa de la distorsión del propio derecho primario de la Unión.
Sirva de ejemplo la reciente Sentencia del TJUE de 26 de febrero del 2013
en el caso Melloni (C-399/11) respuesta a la primera cuestión prejudicial plan-
teada por el Tribunal Constitucional español. El art. 53 de la Carta de los De-
rechos Humanos de la Unión Europea dispone que «Ninguna de (sus) disposi-
ciones podrá interpretarse como limitativa o lesiva de los derechos humanos y
libertades fundamentales reconocidos por las Constituciones de los Estados
miembros». Y el Tribunal Constitucional español planteó la cuestión de si el
art. 4 bis,1 de la Decisión Marco 2002/584 JAI en la redacción dada por la
Decisión Marco 2009/299 JAI, impide condicionar por las autoridades judicia-
les nacionales la ejecución de una orden europea de detención a la mejor ga-
rantía del derecho de defensa del reclamado tal como se reconocen en la propia
Carta y resulta del art. 24 de la Constitución Española. El Tribunal Europeo lo
negó, porque dicha interpretación «menoscabaría el principio de primacía del
derecho de la Unión, ya que permitiría que un Estado miembro pusiera obstá-
culos a la aplicación de actos del derecho de la Unión plenamente conformes
con la Carta si no respetaran los derechos garantizados por la Constitución de
ese Estado» (parágrafos 56 a 58), remitiéndose a la doctrina ya afirmada por el
Tribunal en la jurisprudencia antes citada (parágrafo 59). Esto es, la norma
comunitaria de derecho derivado prima sobre la propia Constitución estatal.
Que doctrinalmente los efectos de dicha primacía se califiquen de despla-
zamiento y no de derogación es irrelevante, porque el resultado es la aplica-
ción de la norma comunitaria y no de la estatal. Lo importante es que dicha
doctrina somete la Constitución estatal, no sólo al derecho originario de la
Unión, sino al derivado, de manera que una norma comunitaria del mínimo
rango, algo difícil de determinar en un ordenamiento que no siempre responde
al principio de jerarquía, podría convertir en irrelevante, no derogándola, pero
sí desplazándola, a una norma o una institución constitucional.
Como después expondré esta doctrina, verdadera revolución judicial, al
decir de europeísta tan distinguido como Pescatore, contestada por la mayoría
de las jurisdicciones constitucionales europeas, ha tratado de imponerse en el

349
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

frustrado Tratado Constitucional de Roma del 2004 (art. I-6), para poner uni-
lateralmente fin a dicha oposición. Y, rechazado dicho tratado por los referenda
de Francia y Holanda, se ha pretendido reintroducirla en el Tratado de Lisboa,
por vía de declaración que, como tal no forma parte del Tratado (art. 51 a con-
trario) y que se limita a copiar un Dictamen del servicio jurídico del Consejo
de 22 de junio del 2007, dictamen que reitera los términos de la jurisprudencia
citada (Declaración n.º 17) y cuyo relieve examinaré más adelante, a la luz de
la jurisprudencia comparada.
Como señalé reiteradamente desde el año 2004 en adelante (7), la más
grave consecuencia de esta tesis era la comunitarización del poder constitu-
yente –al menos del constituyente constituido– de los Estados miembros,
con el inmediato efecto práctico de dejar en manos de cualquier instancia
comunitaria, incluido el colegio de comisarios, y al margen de todo control,
instituciones y garantías institucionales establecidas en la Constitución estatal.
Dado el modelo económico de la Unión atrás descrito, ello pondría en grave
riesgo las instituciones propias del Estado Social, como la experiencia práctica
está demostrando. Así lo avala la experiencia empírica de los análisis de la
decreciente movilidad social de aquellos países que adoptan pautas económi-
cas neoliberales como el Reino Unido o los Estados Unidos, si bien en el pri-
mero de ellos no pueden olvidarse otros factores metaeconómicos de rigidez,
característicos de su sociedad.
Sabido es que, como en su día analizara brillantemente el Prf. Muñoz Ma-
chado (8), la integración estatal en la Unión abre la vía de importantes mutacio-
nes constitucionales en el sentido que desde Jellinek se da a este término. El
desplazamiento o el vaciamiento de las instituciones del Estado Social se podría
incluir en el capítulo de tales mutaciones. Ahora bien, ¿hay límites a las mutacio-
nes constitucionales? La cuestión ha hecho correr ríos de tinta desde Laband y
Jellinek hasta la fecha. Pero baste ahora señalar que una concepción integradora
del derecho constitucional como la incoada por Smend y desarrollada en este
punto por Hesse (9) puede concluir que la mutación constitucional tiene dos lí-
mites. Por un lado, la normatividad de la propia Constitución que debe excluir la
mutación por normas inconstitucionales; de otro, la finalidad –el «telos» decía
Löwenstein– de dicha normatividad que no es otro que la integración política de
la comunidad estatal. Si hay alguna disposición de nuestra Constitución que
exprese dicha meta integradora, es la definición de nuestro Estado como «social
y democrático de derecho» y lo que de ello se deriva. La mutación encuentra ahí
su límite infranqueable, salvo que se renuncie a toda idea de Constitución y se
pase de contemplar su mutación a propugnar su destrucción.

350
18. EL ESTADO SOCIAL AMENAZADO POR LA UNIÓN EUROPEA ■

Dos son las vías para garantizar tales límites y de ambas ofrecen ejem-
plos el derecho y la jurisprudencia constitucional comparada. Por una parte, se
han introducido contralímites al proceso y alcance de la integración, ya exi-
giendo procedimientos especiales, como ocurre en la mayoría de las constitu-
ciones de los Estados miembros de la Unión, ya, lo que aquí más interesa,
declarando intangibles determinados elementos de la constitución estatal fren-
te a cualquier reforma y, en consecuencia, también a cualquier mutación, sea
ésta autónoma o heterónoma (v. gr., en la Ley Fundamental de la República
Federal art. 23 en relación con el 79 y en el Instrumento de Gobierno Sueco
de 1974, art. 5 del capítulo 10). Por otro lado, las jurisdicciones constituciona-
les, convertidas en los defensores del Estado constitucional que es el Estado
Social y Democrático, han puesto primero caveats y después limites al proceso
de mutación. Si, como señalara Weiler, hasta ahora se ha seguido la vía de la
integración mediante el derecho, ahora parecen ser quienes aplican el derecho
los encargados de frenar un proceso político que amenaza con discurrir a su
margen, instrumentado por una normativa heterónoma obra de instituciones
que adolecen de un indiscutido y, por la razón atrás apuntada, irremediable
déficit democrático.
La reacción frente al activismo judicial prointegrador del Tribunal de Jus-
ticia se apunta ya en la doctrina y aún en la jurisprudencia ordinaria, pero es aún
más claro en el «diálogo de los jueces» entablado por los Tribunales Constitu-
cionales de los más importantes Estados miembros de la Unión Europea. Si no
han tenido reparo alguno en reconocer la primacía del derecho europeo sobre
las normas de rango legal e infralegal, también han afirmado la supremacía de
la propia Constitución estatal sobre la normativa europea, tanto el derecho ori-
ginario como el derivado. Rodríguez Iglesias (10), de cuyo más solvente euro-
peísmo no cabe dudar, en 1993 y yo mismo (11) en el 2005 señalamos esta
larga evolución que ahora cabe sintetizar desde el «mientras que» de la doctrina
«Solange», afirmada por el Tribunal Constitucional alemán en 1974, hasta el
«sí salvo que» de las resoluciones del Conseil Constitutionnel francés a partir
del 2004. Las Sentencias italianas de 1973 (Frontini), 1984 (Granital) y 1989
(Fragd), donde se afirman los contralímites constitucionales a la integración
mediante la reserva hipotética de control de constitucionalidad sobre la norma-
tiva comunitaria y, sobre todo, las reiteradas Sentencias polacas, desde la de 27
de mayo del 2003 (K 11/03) hasta la de II de mayo del 2005 (K 16/04), donde
se establece rotundamente la supremacía de la Constitución y el consiguiente
control de la jurisdicción nacional sobre la constitucionalidad del derecho inter-
nacional o comunitario, hasta culminar en la Sentencia alemana sobre el Trata-
do de Lisboa de 30 de junio del 2009, marcan los frutos de esta evolución.

351
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

Así, el Consejo Constitucional francés, a través de una larga decantación


doctrinal, cuyos antecedentes están en la doctrina Matter sobre la relación ley-
tratado internacional, formulada por el Consejo de Estado, allá en 1931, ha
afirmado el imperativo constitucional de incorporar el derecho europeo, «sal-
vo» que, como señaló en 1992, contradiga «las condiciones esenciales al ejer-
cicio de la soberanía nacional» (92-309 IX de 9 de Abril 1992), concretadas en
«el deber general del Estado de garantizar el respeto a las instituciones de la
República, la continuidad de la vida de la nación y la garantía de los derechos
y libertades de los ciudadanos». Para, más adelante, en el 2001, referirse como
causa de excepción a «las leyes fundamentales de la República», «una dispo-
sición expresa de la Constitución» (DC 19 de junio del 2004) o, en el 2006,
que atente «contra reglas o principios inherentes a la identidad constitucional
de Francia» (n.º 2006-540 DC del 27 de julio del 2006). Identidad que incluye
los valores consagrados en el Preámbulo de la Constitución de 1946 a la que
se refiere la de 1958.
La posición francesa es en consecuencia clara. El Conseil d’État desde 1996
(Koné) y más explicitamente en 1998 (Sarran el Levacher) ha afirmado la
primacía de la Constitución. El derecho primario, los tratados comunitarios,
no pueden ser celebrados si contradicen la Constitución salvo previa reforma
de ésta. El derecho derivado prima sobre las normas infraconstitucionales,
pero «no puede primar en el orden interno sobre los principios y disposiciones
de valor constitucional» (Consejo de Estado, Societé Arcelor Atlantique 8 de
febrero del 2007 y Conseil Constitutionnel 2007-560 de 20 de diciembre
del 2007). El juez nacional y, muy especialmente, el juez constitucional han de
velar por el respeto a la supremacía de la Constitución.
Más reveladora todavía es la evolución de la jurisprudencia constitucio-
nal alemana, cada vez más reticente en esta materia ante las tesis del Tribunal
de Justicia de la Unión. Una reticencia que se desarrolla en paralelo al intergu-
bernamentalismo asimétrico que, por iniciativa de Berlín, tiende a substituir el
antiguo «método comunitario» en la dirección política de la Unión.
En efecto en la Sentencia de 29 de mayo de 1974 (Solange I) inicia una
doctrina continuada —aun con matices en 1979 (Vielleigt)— y en 22 de octu-
bre de 1983 (Solange II) según la cual el propio Tribunal Constitucional se
reservaba el control sobre el derecho europeo en relación con la propia Ley
Fundamental «en tanto que» los niveles de protección comunitarios de los
derechos fundamentales no sean al menos análogos a los alemanes y no se
superase la falla de un Parlamento ante el que sean plenamente responsables
políticamente los órganos comunitarios competentes para dictar normas. La
primacía del derecho comunitario sobre la Constitución nacional se condicio-

352
18. EL ESTADO SOCIAL AMENAZADO POR LA UNIÓN EUROPEA ■

naba a la maduración democrática de la propia Comunidad aunque, y ésta es


la matización introducida en Solange II, el Tribunal la daba en aquella ocasión
por suficiente. La Sentencia de 12 de octubre de 1993 (Maastricht), entre otras
muchas consideraciones soberanistas, reiteró la supremacía de la Constitución
estatal y fundamentó dicha doctrina en una tesis que ya trascendía la mera
ingeniería constitucional: la identidad política del Estado expresión de un
pueblo soberano. La Sentencia de 30 de junio de 2009, antes citada, ha insisti-
do en tales conceptos e incluso ha sugerido expresamente la instrumentación
de un control de constitucionalidad estatal de la normativa europea, tanto ultra
vires como en defensa de la propia identidad constitucional.
Y, lo que a los efectos de este ensayo es aún más importante, enfrentado
con la cuestión de la primacía del derecho comunitario afirma dos cosas. Por
una parte, que dicha primacía se basa en las previsiones de la propia ley nacio-
nal. «Ya que en Alemania, la primacía del derecho de la Unión solamente es
aplicable en virtud del mandato de aplicación del derecho dado por la ley
mediante la cual se autoriza la ratificación de los tratados... la primacía de
aplicación solamente rige en la medida en que la República Federal de Alema-
nia haya aceptado tal norma de resolución de conflictos y se le permita acep-
tarla» (parágrafo 343). Y, por otra, enfrentado con la ya citada Declaración
n.º 17 del Tratado de Lisboa, afirma rotundamente que «la República Federal
de Alemania no reconoce primacía de aplicación del derecho de la Unión
incondicional y dudosamente inconstitucional... no es correcta la afirmación...
de que con la aprobación del Tratado de Lisboa la primacía ilimitada del dere-
cho creado por las instituciones de la Unión sobre el derecho de los Estados
miembros se convertiría en la práctica en un elemento mas de los tratados y
que con ello se estaría concediendo una primacía de validez estatal-federal
inadmisible que incluso posibilitaría la derogación del derecho constitucional
de los Estados miembros que resultara incompatible» (parágrafo 331).
En torno a esta tesis, el diálogo horizontal entre los jueces –baste pensar
en las citadas resoluciones del Tribunal Constitucional polaco, en las opiniones
informales del húngaro y en las Sentencias del checo (PL. ÚS 19/ de 26 de no-
viembre, 08, parágrafo 85 Cf. PL, ÚS 29/09 de 11 de marzo)– ha confirmado
esta negativa a supeditar la propia Constitución al derecho de la Unión, tanto al
derecho primario, como, lo que es más importante a la hora de instrumentar su
control jurisprudencial, al derivado. La primacía de éste se configura sobre la
base de las propias cláusulas de integración de las respectivas constituciones
estatales, como una primacía condicionada frente a la primacía incondicionada
de aquellas, algo rotundamente contradicho por la constante doctrina del TJUE
como muestra la antes citada sentencia de 26 de febrero del 2013.

353
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

En consecuencia, se abran dos vías de control nacional sobre el derecho


de la Unión. De un lado, un control «ultra vires» si el derecho de la Unión
excediera los términos de la atribución competencial que a favor de aquella
hizo el Estado. De otra, una salvaguarda de la identidad constitucional del
propio Estado, en su estabilidad y en su identidad constitucional.
Como tal Estado soberano, al afirmar inalienables algunas competencias
que se le consideran inherentes, la doctrina alemana y, siguiéndola, la francesa
han insistido en la cuestión. La citada sentencia del «tribunal alemán de 12 de
octubre de 1993 (Maastricht I) insistió en la permanencia de la estabilidad de
la República Federal como sujeto soberano de derecho internacional y ello no
supone solamente la «competencia de la competencia» sino una serie de cam-
pos de competencia estatal no susceptibles de atribución a la Unión. Así lo
concreta la Sentencia del mismo Tribunal de 30 de junio del 2009 consideran-
do que el Estado debe conservar su «capacidad de organización autónoma
política y social de las condiciones de vida» (parágrafo 226), «condiciones de
vida económicas culturales y sociales», concretadas en la ciudadanía estatal
y los correspondientes derechos fundamentales, así como la injerencia penal o
administrativa de gran intensidad en los mismos, el monopolio de la fuerza
civil y militar, los ingresos y los gastos incluyendo el endeudamiento, así como
las cuestiones culturales (parágrafo 249). Es evidente que la presurosa reforma
española del art. 135 CE en agosto del 2011 que, por presiones comunitarias,
pretendió seguir el ejemplo alemán, no tuvo en cuenta lo dicho por el Tribunal
Constitucional Federal sobre la soberanía fiscal.
Y como un Estado concreto con una específica identidad constitucional,
son muchos los ejemplos que de ello cabe poner. Así lo ha subrayado la
doctrina francesa poniendo como ejemplo la forma republicana de gobierno al
hilo de la decisión del Conseil Contitutionnel de 2 de septiembre del 2002
(92-312 DC) y el Tribunal Constitucional alemán viene subrayando desde 1993
al 2009, el carácter federal y una determinada concepción de los derechos
fundamentales como indeclinables características de la propia identidad cons-
titucional. ¿No es su condición de Social, atrás explicitada, una característica
de nuestra identidad constitucional tal como los españoles decidimos en 1978?
En resumen, según los más autorizados exponentes de la jurisprudencia
constitucional comparada, si por opciones políticas legítimas se quiere hacer
compatible la Constitución con normas que le son discrepantes, la Constitu-
ción puede y debe ser reformada, como se hizo en la República Federal en el
caso relativo al servicio militar de la mujer; pero no puede prescindirse de ella
en tanto este en vigor, ni revisarla, sin atenerse al procedimiento formal de
reforma. Un procedimiento que, por ejemplo, en España presupone un alto

354
18. EL ESTADO SOCIAL AMENAZADO POR LA UNIÓN EUROPEA ■

grado de consenso político, análogo cuando menos al que caracterizó el


«momento constituyente». Y tampoco puede atentar contra lo que la propia
Constitución califica de inalterable.
La argumentación que latía tras dicha tesis es la siguiente. La Constitu-
ción es, expresa o tácitamente, la norma suprema del Estado; es en su virtud,
como el Estado se integra en la Unión; en consecuencia dicha integración no
puede derogar la Constitución o, lo que es lo mismo a efectos prácticos,
desplazar sus normas. La integración supranacional no permite disponer de la
Constitución estatal. Esta fue la doctrina de nuestro Tribunal Constitucional en
la Decisión 1/1992, desafortunadamente aguada, frente a toda la experiencia
comparada, en la Decisión 1/2004. Y, lo que me parece de importancia capital,
la supremacía de la Constitución no se deduce de una mera posición jerárquica
afirmada en la misma, que el poder constituyente constituido, esto es la revi-
sión constitucional, podría modificar, sino porque la Constitución expresa la
infungible identidad de un pueblo soberano. Se trata de una dimensión políti-
co-existencial que la instrumentación jurídica de la propia Constitución puede
y debe servir, pero que los constitucionalistas no pueden escamotear mediante
la propia argumentación jurídica.
Tal es la doctrina expresamente formulada por los Tribunales Constitu-
cionales alemán desde 1993, polaco desde el 2005 y checo en el 2007 entre
otros –influidos todos ellos entre sí– y reiterada con énfasis que ha escandali-
zado a tantos euroentusiastas, en la Sentencia alemana ya citada de 30 de junio
del 2009 sobre el Tratado de Lisboa.
Sería deseable la más profunda incorporación de nuestro supremo intér-
prete de la Constitución a este fecundo «diálogo entre los jueces» que debe ser
horizontal y no sólo con la Corte de Justicia de la Unión, atendiendo a lo que
Pescatore denominó la articulación constitucional del poder de integración,
tarea ésta que tan solo cabe esbozar aquí a través de las siguientes tesis.
Primera, el artículo 93 CE es el fundamento de la participación de España
en la UE. En consecuencia, el poder de integración allí configurado no puede
ir más allá de atribuir el ejercicio, como tal revocable, de determinadas, como
tal limitadas, competencias, a la Unión. Tesis que concuerda perfectamente
con el principio de atribución y la revocabilidad de la Unión reconocidos en
los Tratados de la misma (arts. 1 y 5 y 50 TU) y que fue expresamente mante-
nida en su día, frente a la doctrina canónica dominante, primero por la Cámara
de los Lores, y, después por el Tribunal Constitucional alemán.
Segunda, esta atribución realizada mediante Ley Orgánica no puede
exceder las propias competencias del legislador orgánico al que el art. 93 cita-
do habilita para autorizar dichas atribuciones competenciales. Es decir, no

355
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

puede reformar la propia Constitución, algo sólo factible mediante los proce-
dimientos previstos en el título X de la misma, ni afectar al contenido esencial
de los derechos fundamentales, ni derogar la imagen social identificadora de
aquellas instituciones garantizadas por lo que la doctrina y la jurisprudencia
conocen como garantías institucionales.
Tercera, la Constitución, sistemáticamente interpretada, obliga al cumpli-
miento de las obligaciones derivadas de la pertenencia de España a la UE,
entre otras, a la incorporación del derecho derivado. Un derecho derivado cuya
compatibilidad con la Constitución estatal no viene garantizada por la confor-
midad del derecho primario y la propia Constitución y que, por tanto, debiera
ser sometido a un control de constitucionalidad, un control regido por una
voluntad integradora, esto es, lo que cabría denominar un prejuicio favorable
al derecho de la Unión y, a la vez, un respeto, no sólo formal sino substancial,
a la supremacía de la Constitución afirmada en el art. 9 de la misma y tantas
veces reiterada en foro legislativo, jurisdiccional, doctrinal y político. La juris-
prudencia constitucional comparada, especialmente las ya citadas de los tribu-
nales de Polonia y la República Checa han insistido en ello. Un control que se
facilitaría, si, mediante la reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Constitu-
cional, se incorporase el derecho comunitario al bloque de constitucionalidad
e interpretarlo así a la luz de la propia Constitución.
Si la pertenencia de los Estados a la Unión, entre ellos la de España, se
basa en las cláusulas de integración de las respectivas constituciones, entre
ellas el artículo 93 de la vigente Constitución española, es evidente que ello no
puede conducir a la destrucción de la propia Constitución estatal. Ahora bien,
bajo la norma suprema que la Constitución, nuestra Constitución, es, late un
pacto, uno de cuyos ingredientes fundamentales es el carácter Social del Estado.
Erosionar tal carácter es atentar contra el pacto y contra lo que el pacto sustenta,
la Constitución. Los partidarios de la permanencia de España en la Unión
deberían ser los más decididos partidarios de poner, en defensa de nuestra
identidad constitucional, límites políticos en Bruselas y jurídicos en España a
la ilimitada primacía del derecho de la Unión.

NOTAS
(1) La lucha contra la pobreza como objetivo de política económica. Lección inaugural del Curso
Académico 2012/2013. Madrid (Universidad Complutense) 2012.
(2) Cf. mi libro El Valor de la Constitución, Barcelona (Crítica), 2003, p. 203 y ss.
(3) «Rechtsstaat y Europa social» en El Cronista, n.º 32, Noviembre 2012, p. 60 y ss.
(4) La Constitución inédita, Madrid (Trotta), 2003, p. 111 y ss.
(5) Cf. Memoria 1993, Madrid, 1994, p. 176.

356
18. EL ESTADO SOCIAL AMENAZADO POR LA UNIÓN EUROPEA ■

(6) Agustín Menéndez. «La Unión Europea en el espejo de Lisboa» en Vidal Prado (ed.), Sentencia
Lisboa del Tribunal Constitucional Alemán, Madrid (CEPyC), 2011, p. 59 y ss. y es especial, 96 y ss.
(7) Constitución Española y Constitución Europea, Madrid (Instituto de España), 2004.
(8) La Unión Europea y las mutaciones del Estado, Madrid (Civitas) 1993.
(9) Cf. Escritos de Derecho Constitucional, trad. esp. Madrid (CEC) 2011, p. 95 y ss.
(10) «Tribunales Constitucionales y Derecho comunitario» en Hacia un nuevo orden internacional
y europeo. Homenaje al prf. Díez de Velasco, Madrid, 1993, p. 1175 y ss.
(11) «Desde el «mientras que» al «sí salvo» (la jurisprudencia constitucional ante el proyecto europeo)»
en Revista Española de Derecho Internacional, LVII, 2005, 1, p. 89.

357
19. DERECHOS HISTÓRICOS

Muchas gracias a los organizadores de ese importante seminario por


hacerme el honor de ofrecerme la lección de clausura con un título del que yo
solamente restaría el calificativo de original. Los derechos históricos no son
una categoría original sino que se desarrollan en Europa, al menos desde el
siglo xviii, cuando las Luces de la Ilustración iluminan la realidad humana
hasta descubrir que su estructura básica es la historicidad y extraer las conse-
cuencias políticas de ello; pregúntenselo si no a los Caballeritos de Azcoitia.
Desde finales del siglo xix, los Derechos Históricos son de sobra conoci-
dos por el vasquismo, nacionalista o no, y para mí son tema permanente de
investigación y exposición desde hace cuarenta años, la edad de la Constitu-
ción de 1978, cuyo 40 aniversario celebramos ahora. Su Adicional Primera
dice que los »reconoce y ampara», primera vez desde 1812 que la Constitución
se abre al reconocimiento de los derechos históricos y de la foralidad y hace
posible el más alto nivel de autogobierno vasco que hasta ahora ha habido. Si
hoy se plantea la profundización de este gobierno es gracias a esa Constitu-
ción.
Por ello, no pueden extrañarse de encontrar, a lo largo de mi exposición,
no solo ideas sino textos que ya figuran en anteriores publicaciones mías. Para
servir la finalidad de la citada Disposición Adicional inventé la categoría de
«constitucionalismo útil», que también figura en el título de mi lección.
1. ¿Qué significa constitucionalismo útil?
Hay en efecto, dos maneras de entender el derecho y su función. Bien,
una ratio scripta a la que ha de plegarse la realidad; bien como una flexible
aproximación a la vida para encauzarla, sin estancarla, de la manera más pací-
fica posible. En el primer caso, el derecho funciona como un torturante lecho
de Procusto que ha de ajustar el cuerpo social a sus medidas et pereat mundus.

359
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

En el segundo, requiere una lógica de lo razonablemente eficaz; un ejercicio de


finura más que de mecánica, ut non pereat mundus.
La primera reitera, en pro de unas normas exaltadas allende el cielo de las
estrellas fijas y allí, en consecuencia, congeladas, las rígidas construcciones y,
más aún, las estimaciones del viejo Derecho Natural, por más que nieguen tal
filiación.
La segunda concepción es más modesta. Considera que el derecho es un
mero utillaje para la resolución de conflictos, como tal, obra de cultura y, en
consecuencia, siempre relativa a su circunstancia y finalidad. Es decir, a su
utilidad.
De la misma manera que el derecho mercantil sólo se explica si sirve para
resolver los problemas del tráfico comercial y los conflictos de intereses que
suscita, el derecho constitucional ha de servir para encauzar el proceso políti-
co, garantizando la paz que requiere estabilidad y el progreso obra de la Justi-
cia y salvaguardar los derechos individuales y colectivos susceptibles de entrar
en conflicto entre sí y con aquellos que ejercen el poder. Convertir el conflicto
en consenso, la disparidad en unión, es la esencia de lo que R. Smend señaló,
acertadamente, como finalidad última de la Constitución y del derecho consti-
tucional: la integración política, haciendo, en consecuencia, de las institucio-
nes constitucionales otros tantos factores de integración.
La Disposición Adicional Primera y sus categorías es claro que tampoco
son revelación de un orden trascendente a la propia realidad histórica, sino otra
herramienta susceptible de utilización para resolver un problema. Un proble-
ma que nadie podrá negar: el largo conflicto de raíz constitucional que se vive
en el País Vasco, si bien debemos felicitarnos de que parece superada la fase
violenta de dicho conflicto. La confirmación abolitoria de 1839 que culminará
en las leyes de 1878 viene precedida de toda una larga ofensiva antiforal. Para
ilustrarla basta señalar las agudas premoniciones del P. Larramendi y la obra
bien conocida de Llorente. La ofensiva tiene sus raíces en el abandono, a partir
de los Decretos de Nueva Planta, del politerritorialismo de la monarquía. Si,
por su fidelidad a la dinastía borbónica en la Guerra de Sucesión, Navarra y los
restantes territorios vascos se libraron de la suerte corrida por la Corona de
Aragón, era claro que su excepcionalidad en la nueva Monarquía española
estaba condenada.
Sin embargo, el conflicto no surge hasta la eclosión del moderno consti-
tucionalismo. Según ha expuesto magistralmente Gregorio Monreal, primero,
en la Junta de Bayona y la consiguiente Constitución de 1808 cuyo art. 144,
nunca desarrollado, anuncia ya la fórmula de 1839; después, en las Cortes de
Cádiz donde se perdió, como Bartolomé Clavero ha señalado, la ocasión de

360
19. DERECHOS HISTÓRICOS ■

organizar, en la península y en las Indias una Monarquía federal; en fin, a par-


tir del Estatuto Real y la Constitución de 1837, que no parecen dejar cabida a
la organización foral. El Código y el Fuero como reza el título de Clavero y lo
que tras ambos términos late, de un lado el Estado constitucional basado en el
principio de legalidad, esto es en la decisión soberana de la «voluntad general»
y, de otro lado, la organización foral basada en el pluralismo y el pactismo,
resultaban incompatibles. Como recientemente ha puesto de relieve el Pfr. Laporta
una y otra concepción responden a dos planteamientos filosóficos diferentes.
La foralidad, a la constatación empírica del pluralismo de identidades y
cuerpos sociales; el moderno constitucionalismo, a la hipótesis de una volun-
tad abstracta, la voluntad general, que decide unilateralmente sobre el conjun-
to cuya unidad se garantiza mediante la uniformidad. Es importante retener
esta disyuntiva fundamental porque sirve para explicar no solo el conflicto
inicial entre foralidad y constitucionalismo moderno, sino para iluminar el
futuro de los Derechos Históricos, objeto de esta sesión.
Uno de los más brillantes y tardíos exponentes de la Escuela Histórica,
Bachofen, reiterando la antítesis planteada por Savigny en 1815 en el frontis-
picio de la Zeitschrift für geschlichtliche Rechtswissenschaft, los sintetizaba
así en una famosa lección magistral pronunciada en Basilea en 1841: «La his-
toria de todas las ciencias nos muestra una división de la parte reflexiva de la
humanidad en dos partidos principales cuyas distintas concepciones se han
combatido siempre y es seguro que nunca dejaran de hostigarse. Uno de ellos
se considera a sí mismo como la única fuente de todo conocimiento y en todas
sus creaciones apela a la propia razón como juez supremo y la única autori-
dad… los otros, con menos fantasía y menor arrogancia, no adoran ningún
ídolo creado por ellos mismos, no convierten a su razón en su divinidad, sino
que se sirven de ella tan solo como instrumento para el conocimiento de lo que
ha creado la razón de toda la humanidad y el esfuerzo conjunto de todos los
siglos… Aquellos se figuran ser los defensores de la independencia y la digni-
dad del espíritu humano y maestros de la verdadera filosofía; estos, con menos
ambición pero mayor esfuerzo, no apartan su vista de lo dado, no se burlan ni
se lamentan de ello, sino que tratan de comprenderlo».
Y, tras este planteamiento general, continúa: «En ninguna rama del saber
humano se ha desarrollado de manera tan evidente esta diversidad espiritual y
en ninguna ha llevado a oposiciones tan tajantes como en la ciencia del dere-
cho. Los juristas filósofos tratan de extraer de las ideas insertas en ellos un
sedicente derecho natural absolutamente perfecto, valido por igual para todas
las zonas y todos los tiempos. Con una sonrisa y elegante desprecio contem-
plan todo lo que la historia ha creado; a los empíricos los consideran como a

361
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

servidores cuyo cometido es procurarles todo el material positivo que se com-


padece con sus teorías a priori y desaparecer enseguida con aquel resto que no
es susceptible de adaptarse a ellas…. Para el empírico, por el contrario, la ra-
zón es la luz con la que trata de indagar los secretos de lo creado por la historia.
Su escenario es la vida y su cometido el conocimiento del espíritu de las insti-
tuciones jurídicas. Para el empírico no hay en el derecho ni en ninguna de las
otras manifestaciones del espíritu humano ni la absoluta perfección ni un co-
mienzo radical y primario: todo es desarrollo sucesivo, todo un devenir ininte-
rrumpido, todo se concatena en una sucesión natural formando una cadena
cuyo último eslabón, como en la célebre alegoría poética, está fijado en el es-
cabel de Júpiter».
Es claro que la noción de derecho histórico que trato de oponer a un
derecho supuestamente racional corresponde a la visión historicista y que lo
que he llamado derecho racional se me ofrece como un nuevo derecho natural
¿Pero acaso los racionalistas de hoy cuyo normativismo es plenamente positi-
vista pueden considerarse neoiusnaturalistas? ¿No han abominado una y otra
vez del derecho natural e incluso han intentado positivizarlo, para no tener que
invocarlo, a través de la noción de valores superiores como demuestra el
art. 1.1 de nuestra Constitución? Yo más bien los calificaría, utilizando la
terminología de González Vicen, de criptoiusnaturalistas por lo que, parafra-
seando un título famoso, podría denominarse «El recurrente problema del
Derecho Natural». Esto es, de un hipotético derecho que no se da en la vida
sino sobre la vida, porque pretende regularla a partir de una razón caracteriza-
da por tres rasgos: universalidad, generalidad y normatividad.
Se trata de una razón universal tanto por su origen –Dios o la naturaleza-
como por su alcance, pues todo lo abarca al reducirlo a la unidad, esto es al
sistema que es la unidad de la pluralidad. Por eso, la razón universal es siste-
mática y, en consecuencia, por universal y sistemática, generalizadora. Con-
templa los objetos no atendiendo a la individualidad de cada uno de ellos, esto
es a su realidad, sino a lo que tienen de general y, por lo tanto los iguala, aun a
costa de su realidad. En consecuencia, esa razón es normativa, porque no acep-
ta las cosas como son, sino que les impone su propia estructura racional. La
rotunda expresión de Spinoza –el orden y conexión de las ideas es el mismo
que el orden y conexión de las cosas– que pudiera pasar por ingenuo realismo,
lo que en verdad revela es el imperialismo racionalista, porque la coincidencia
de órdenes y conexiones ideales y reales resulta no de ver los objetos como en
realidad cada uno es, sino de imponerles cómo deben de ser. No es el entendi-
miento el que ha de regirse por el objeto, sino el objeto por el entendimiento,
diría Kant una generación después.

362
19. DERECHOS HISTÓRICOS ■

Lo que Ortega consideró El tema de nuestro tiempo, el tema de todos los


tiempos, ha sido la rebelión de la realidad vital contra esta razón raciocinante,
abstracta y normativa que, cien veces expulsada hacia «el abismo de la nada»,
resurge de sus cenizas tratando de sustituir el árbol verde de la vida por una
teoría siempre gris y siempre imperialista.
Tal como se deduce del título de mi lección y del sentido entero de este
Seminario la cuestión radica en la disposición Adicional Única del EAPV que
reza así: «La aceptación del régimen de autonomía que se establece en el pre-
sente Estatuto no implica renuncia del Pueblo Vasco a los derechos que como
tal le hubieran podido corresponder en virtud de su historia, que podrán ser
actualizados de acuerdo con lo que se establezca en el ordenamiento jurídico».
2. ¿Cómo identificar a ese nuevo sujeto, el Pueblo Vasco, titular de de-
rechos adquiridos en virtud de su historia? Esto es, los Derechos Históricos
¿Cuáles son?
Ahora que el valor de identidad adquiere creciente relieve en el constitu-
cionalismo contemporáneo, atendamos en la senda abierta por el profesor
Castells, a los factores más objetivos de identificación de una comunidad polí-
tica: el territorio, la lengua y el derecho.
En primer lugar los factores físicos: territorio y población y aquí surge ya
una peculiaridad. El EAPV es contundente en cuanto al territorio de Euskadi
al configurarlo abierto a la Comunidad Foral de Navarra (art. 2) y, eventual-
mente a otros territorios (art. 8) Y ello se conecta con el otro factor físico, la
población, como es sabido desde la obra de Brunner, generadora y calificadora
del territorio a través de la identificación de un orden jurídico de acuerdo y
paz. Porque el pueblo vasco, concepto que el EAPV recoge hasta hacer del
mismo piedra angular de su sistema político (art. 1 y adicional única), excede
de la población de los Territorios Históricos. Y tal asimetría y la consecuente
tensión constituye una importante peculiaridad vasca. La entidad política orga-
nizada en el Estatuto de Autonomía que comentamos, tiende a ir más allá de sí
misma, sea expandiéndose, sea articulándose con otras entidades o territorios
que no se consideran ajenos al pueblo vasco. En todo caso un factor material,
diría Smend, para la integración de su identidad.
Pero ésta misma vis expansiva del espacio vasco, en función de una po-
blación étnica dispersa, le lleva a asumir una estructura politerritorial, perma-
nente a lo largo de la historia y que hoy consagra el Estatuto en su artículo 2.
Una complejidad que no impide una paralela vocación centrípeta (Irurak bat)
que ha analizado y documentado el profesor Aguirreazkuenaga.

363
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

Ahora bien, esa politerritorialidad es una policracia, porque los «territo-


rios históricos» en el sentido de la Adicional Primera de la Constitución, muy
distintos de las provincias, son otras tantas personalidades políticas, titulares
de derechos (arts. 3, 24,2 y 37,2) por sus estructuras y competencias califica-
bles como «fragmentos de Estado». No son la mera determinación espacial de
la vigencia de una especialidad normativa como parecía deducirse del texto de
las antiguas Compilaciones forales. Han pasado de ser «espacio» a ser «lugar»
y se han substantivado en otros tantos corpora politica, eco de los viejos «cuer-
pos de provincia», que no son partes sino miembros integrantes de Euskadi
(art. 2.1). La policracia fruto de la politerritorialidad se supera mediante el
pacto que ya es una institución jurídica de corte foral.
Tras lo físico, lo cultural. El Estatuto destaca dos factores identificadores
de un pueblo que harían las delicias de Savigny: el derecho civil foral, llamado
así, según el Preámbulo de la ley vasca 3/1992, para indicar su condición de
derecho «propio» y el euskera como lengua «propia» del pueblo vasco. En uno
y otro cabe también señalar tensiones.
En el caso del derecho la tensión se produce entre el derecho foral prees-
tatutario y el derecho civil postestatutario. El primero era, fruto de la hiberna-
ción producida por los viejos artículos 12 y 13 del Código Civil antes y después,
respectivamente, de la reforma de 1974. Un derecho foral fragmentado por las
Compilaciones y configurado como una ley personal determinada por la vecin-
dad civil según los artículos 14 y 16.1 CC. El segundo, sobre la base del
art. 10.5 EAPV, se determina por la vecindad administrativa que se adquiere
por residencia y tiende, por un lado, a potenciar el «realismo» de la ley local al
que responde la reforma del Título Preliminar del Código Civil de 1974 (dic-
tamen del Consejo de Estado número 38.990, de 4 de abril de 1974); por otro,
a la territorialización como factor material de integración. La ley vasca 3/1992
de Derecho Civil Foral, en su art. 10 y su interpretación tanto por el Consejo
de Estado (dictamen n.º 1537) como por el Tribunal Constitucional (AATC
196/1993 y355/1993), avala estas interpretación a las que, en su día, dediqué
algunas páginas.
Pero, además, ese derecho, foral por «propio», se emparenta con el muy
elaborado derecho civil navarro recogido en el Fuero Nuevo de 1973, y sus
rasgos más característicos, como la autonomía de la voluntad y la defensa de la
propiedad familiar, saltan los Pirineos y se revelan en los derechos de Iparralde
anteriores a la codificación francesa y aún vivos en residuos consuetudinarios
allí vigentes. No hay que ser filosabiniano de estricta observancia, basta con
seguir las huellas de Savigny, para poder repetir con los historiadores Font Rius
y Gregorio Monreal, «es evidente que existe a nivel jurídico el hecho ­étnico».

364
19. DERECHOS HISTÓRICOS ■

La lengua vasca no es materia de la vieja foralidad, la antecede, es tan


natural como ella y se desarrolla junto con la misma. El mito historiográfico
del tubalismo reivindica su antigüedad españolista. De lengua legítima-
mente española la califica el padre Lerramendi en su Coreografía de Guipúz-
coa (edición Tellechea Idígoras, página 279) y sólo la neoforalidad provin-
cial del siglo xix y primer tercio del xx tuvo el acierto de fomentar mediante
la enseñanza su promoción como factor identitario.
En este caso la tensión asimétrica señalada respecto del territorio es aún
más evidente. El euskera, hablado por menos de la tercera parte de la pobla-
ción de Euskadi es allí lengua oficial (art. 6.1 EAPV) y calificada como «len-
gua del pueblo vasco» que excede el territorio del propio Euskadi (art. 6.5
EACAPV), adquiere cooficialidad en Navarra (art. 9.2 LORAFNA y por ley
foral 18/1986, de 15 de diciembre, modificada por la ley foral 2/2010, de 23 de
febrero, y ley foral 9/2017, de 27 de junio) y la creciente presencia social en
Iparralde al amparo de la normativa del Consejo de Europa sobre las lenguas
minoritarias y la nueva normativa que responde a la reforma del artículo 75.1
de la Constitución francesa.
La doctrina distingue en la oficialidad de un idioma cuatro funciones: la
forma jurídicamente relevante de los actos, el signo de la pertenencia voluntaria
a una comunidad cultural, factor objetivo de reconocimiento de dicha pertenen-
cia, bien cultural a tutelar, y en todas ellas resulta claro que su función identifi-
cadora es determinante. Ello es evidente cuando se trata de afirmar la pertenen-
cia a una comunidad o de tutelar uno de sus factores de identificación como es el
patrimonio lingüístico. Pero lo es más todavía cuando la reglamentación jurídica
de la lengua como forma relevante de los actos jurídicos supone substituir el
criterio económico de la mayor utilidad de un idioma por el criterio legal de
preferencia por otra lengua. Esa opción legal no responde a criterios de utilidad
sino de identidad. La lengua no se oficializa por ser más útil al grupo para su
comunicación exterior e interior. Para ello bastaría dejar la opción a la libre com-
petencia interlingüística, sino para la autoidentificación del propio grupo y a ello
responde la política lingüística postestatutaria. Es, sin duda, más útil aprender
inglés en la escuela local, que euskera, pero éste, como el danés, holandés o no-
ruego en sus respectivos países, sirven para identificarse como miembros del
propio pueblo y aquel solo a los pueblos de habla inglesa. El que la lengua mi-
noritaria sea tenida y estimada como propia no es raro. Así fue el caso del hebreo
en Israel durante varios años, hoy lo es del gaélico en Irlanda y del luxemburgués
en Luxemburgo desde 1984, y, sobre todo, del hindi en la India, la más grande
democracia del mundo. Pero no debe olvidarse que el énfasis excesivo en una
lengua minoritaria aun considerada como propia e identificadora de la comuni-

365
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

dad plurilingüe puede provocar reacciones adversas que erosionen esa misma
condición identificadora de la lengua propia.
El futuro de ambos factores de identificación y posible integración tam-
poco es evidente. Si el euskera se ha normalizado y expandido y considerado
«lengua propia» incluso por quien no lo habla, es minoritario en toda Euskal
Herría, y respecto al derecho privado siguen vigentes las reiteradas admonicio-
nes de un gran conocedor de la materia, Adrián Celaya, respecto al déficit de
su práctica y análisis doctrinal.
Pero la mayor amenaza que hoy sufre el derecho civil foral y no solo en
Euskadi es la extensión de las normas mercantiles, exclusiva competencia del
Estado según el artículo 149.1.6.º de la Constitución a lo que tradicionalmente
han sido relaciones civiles. Tal fue el tenor del proyecto de Código Mercantil
elaborado por la Comisión General de Codificación que no prosperó gracias al
dictamen contundente del Consejo de Estado (837/2014 aprobado el 29 de
enero de 2015).
3. El examen, por somero que sea, de estos factores de identificación e
integración arrojan un balance ambivalente lleno de «evidencias e incertidum-
bres» como reza el subtítulo del importante libro del profesor Castells sobre
El hecho diferencial de Vasconia.
El territorio es indispensable e indiscutible, pero aparece fraccionado y
siempre incompleto; la lengua propia es, a la vez, minoritaria; el derecho aun
en vías de recuperación, trasformación y asentamiento Y, pese a tamaña fragi-
lidad todos ellos aparecen nimbados de un plus de significado, de un superávit
de sentido. El territorio supera su fraccionamiento, irurak bat; la lengua se
hace «propia» entre quienes la desconocen; y el derecho civil se territorializa.
Más allá de su materialidad, territorio, derecho civil foral y lengua, se ca-
racterizan por su singularidad –de ahí el calificativo de «propio»–, su mutabili-
dad –en función de las diferentes circunstancias temporales– y la pasión afectiva
que suscitan en el imaginario colectivo. Como señaló Castells en la obra antes
citada, se enraízan en el indispensable sustrato foral. Y es en esa foralidad, aun
trascendiéndola como el árbol trasciende a la raíz, donde tienen su origen los
Derechos Históricos mediante una doble novación. Novación tanto objetiva por-
que cambia su contenido, como subjetiva porque cambian sus titulares.
Primero la novación objetiva, porque de la reivindicación de determina-
das instituciones forales, pasando por la del statu quo anterior a 1841, se pasa
a transformar la foralidad, esto es, un conjunto de normas (muchas de ellas de
derecho privado), instituciones y atribuciones, en «derechos históricos»,
expresión nunca plenamente concretada en un determinado conjunto normati-

366
19. DERECHOS HISTÓRICOS ■

vo en la que se apunta lo que denominaré su versión existencial: la expresión


jurídica de la personalidad política de un pueblo. No se trata ya de dónde se
ponen las aduanas o cómo se eligen las Diputaciones ni de la extensión de las
competencias sanitarias por importante que hoy ello sean sino de una identi-
dad diferenciada. Por eso, las tres tradiciones que cabe distinguir en el autogo-
bierno vasco, a saber, la estrictamente foralista, la estatutaria o autonomista y
la concertista, coinciden en la categoría de «Derechos Históricos». La foral,
porque los Derechos Históricos aluden expresamente a ella y de ella desciende
genealógicamente; la autonomista, porque se articula como subsidiaria de
aquella desde la propuesta de las Diputaciones en 1918 y se plantea como
forma de actualización de estos; y la concertista, porque el Concierto es un
Derecho Histórico de raíz foral, según dice expresamente su normativa sobre
la base del art. 41 del Estatuto. Los derechos así novados no son derechos sub-
jetivos. Su analogón son lo que los civilistas han denominado derechos de la
personalidad o el derecho internacional clásico llamaba derechos de los Esta-
dos en los que sujeto y objeto coinciden y se confunden. Como tales son indis-
ponibles y por lo tanto irrenunciables e intransmisibles. La disposición del
objeto supondría la extinción del sujeto, puesto que sujeto y objeto son uno.
Segundo la novación subjetiva. En efecto, desde 1839 acá los sujetos de
la foralidad han cambiado. De tener una base eminentemente municipal, la
foralidad se provincializó primero y se ha comunitarizado después. La doctrina
ha descrito el proceso de provincialización de la foralidad a lo largo del siglo xix
y primer tercio del siglo xx. Son las instituciones de las tres provincias vascas
«cuerpos de provincia» junto con el Reino de Navarra lo que, al final del Anti-
guo Régimen, constituyen el entramado del sistema foral y su protagonismo es
ya entonces mucho más relevante que el de los municipios que lo componen.
Lo que preocupa a Larramendi es Guipúzcoa y no Andoniain ni sus otros mu-
nicipios. Y es lógico que las instituciones centrales de cada Provincia, Juntas y
Diputaciones adquieran cada vez mayor protagonismo y suprimidas las prime-
ras, la Diputación foral adquiera plena hegemonía como ocurre en Navarra
cuando desaparecen las Cortes del Reino. Por otra parte, las investigaciones
del pfr. Aguirreazkuenaga han señalado el proceso de convergencia entre los
territorios vascos a través de las Conferencias de Diputaciones ya en el siglo xviii,
proceso que se continúa y acentúa a lo largo del siglo xix y que plasma en
todos los proyectos autonómicos que ven la luz en la centuria siguiente.
La novación subjetiva así incoada culmina en el Estatuto de Autonomía
del País Vasco de 1979 en la que el territorio de Euskadi resulta ser, en sí mismo,
un territorio foral como sus integrantes Vizcaya, Álava y Guipúzcoa. Tesis que

367
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

yo defendí en 1987, sobre la base del propio Estatuto (v. gr. arts. 16, 17, 22.1.a/)
y fue reconocida por el Tribunal Constitucional al año siguiente (STC 76/1988).
Los territorios forales que en el Código Civil, incluso tras la reforma de 1974,
eran «espacio» de vigencia de una normas, se sustantivan en la Adicional
Primera de la Constitución, haciéndose «lugar» titular de derecho y más aún
en el Estatuto de Gernika de 1979, como integrantes de Euskadi (arts. 2 y 37)
y se subliman, después, en una magnitud no ya territorial sino popular, no ex-
tensiva sino intensiva, en la Adicional única de dicho Estatuto que hace al
Pueblo Vasco titular de los Derechos Históricos. Quienes se escandalizan de
tales términos deberían leer a Kant, el ilustrado por excelencia.
Los derechos históricos no se identifican claro está con las instituciones
y las normas de los viejos Fueros, pero surgen de su historicidad. Esa categoría
decantada, como antes dije, en la Ilustración y cuyos rasgos característicos son
la singularidad de lo fáctico, su capacidad de mutación temporal y la afectivi-
dad ¿No es acaso su infungibilidad, su adaptación a las más diferentes circuns-
tancias, algo en lo que más adelante insistiré y la pasión que ha suscitado y aun
suscitan en el imaginario colectivo, lo que caracterizó la foralidad madura?
4. El resultado de todo ello es que el Pueblo Vasco se identifica, es decir
se autodefine por su secular titularidad de unos derechos históricos. De nación
foral le ha calificado recientemente el Lehendakari Urkullu. Unos derechos
históricos de contenido en permanente evolución, pero con tres rasgos cons-
tantes, la identidad, la originariedad y su carácter paccionado.
Primero, la identidad propia y diferenciada del cuerpo político. Una iden-
tidad propia que no significa superioridad ni extrañeza, pero sí heterogeneidad
e infungibilidad. La identidad es, en este como en otros casos, constituyente.
No es sin duda inmutable. La identidad de una comunidad política evoluciona
orgánicamente, pero no acepta la subitaneidad del tránsito ni es disponible. La
identidad ni se inventa ni se improvisa ni se puede renunciar porque ello elimi-
naría la propia subjetividad de quien lo hiciera. Un cuerpo político no puede
saltar al margen de su sombra sin perder sombra al amparo de la que cobijarse.
¿Imagínense ustedes al Parlamento Vasco sustituyendo el euskera como len-
gua propia por cualquier otra lengua europea?
Segundo, el carácter originario de la foralidad, esto es, mitos historiográ-
ficos aparte, su espontaneidad, como espontánea es la vida de un pueblo, diría
Savigny. Y de ahí viene la originariedad que hoy se predica, incluso en el
vigente bloque de constitucionalidad, de los derechos históricos. La disposi-
ción adicional primera de la Constitución «reconoce y ampara» los derechos
históricos como ya preexistentes. No los crea, como crea al Tribunal Constitu-

368
19. DERECHOS HISTÓRICOS ■

cional, entre otras tantas instituciones. La expresión paralela del artículo 10 de


la Constitución Española, relativa a «derechos y libertades» que la Constitu-
ción «reconoce» pero evidentemente no crea, permite acuñar una nueva cate-
goría a insertar en el bloque de constitucionalidad.
El ilustre y malogrado Ignacio de Otto señaló en su día que existían en di-
cho bloque «normas interpuestas» que condicionaban la creación de otras del
mismo rango, primaban sobre ellas y servían de parámetro de constitucionali-
dad. Tal era el caso de los Estatutos de autonomía, aprobados por leyes orgánicas
y que, sin embargo, priman sobre otras leyes orgánicas. Gran parte de la doctrina
ha considerado que esta tesis ha sido rechazada por la Sentencia del Tribunal
Constitucional 31/2010 de 26 de junio, relativa al recurso de inconstitucionali-
dad contra la reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña por la LO 6/2006,
de 19 de julio. Sin embargo, a mi juicio dicha interpretación compartida por ti-
rios y troyanos no es exacta. La citada sentencia puede interpretarse en otro
sentido porque literalmente dice «Los Estatutos de Autonomía se integran en el
ordenamiento bajo la forma de un específico tipo de ley estatal: la ley orgánica…
La ley orgánica es en definitiva jerárquicamente inferior a la Constitución y su-
perior a las normas infralegales dictadas en el ámbito de su competencia propia
y es condición de la invalidez causada desde la Constitución respecto de aquellas
normas que desconociendo la reserva de ley orgánica infringen mediatamente la
distribución competencial ordenada desde la norma jerárquicamente suprema…
Así las cosas, la posición relativa de los Estatutos respecto de otras leyes orgáni-
cas es cuestión que depende del contenido constitucionalmente necesario y, en
su caso, eventualmente posible de los primeros». Esto es, la Sentencia no aplica
mecánicamente la relación entre leyes orgánicas atendiendo a que la posterior
deroga la anterior sino que se remite al principio de competencia tal como se
establece o pudiera establecerse por el Estatuto de Autonomía respectivo en vir-
tud de la distribución competencial basada en la Constitución siempre jerárqui-
camente superior» (FJ 3). Y la misma Sentencia recuerda que como ya estable-
ció la 247/2007, de 12 de diciembre, el Estatuto puede tener un contenido
adicional a lo que resulta expresamente de un mandato constitucional o de una
autorización explícita del constituyente (FJ 4).
Sobre esta pauta, yo propuse años ha, la categoría de «normas super-
puestas», ajenas a la Constitución, a las que la Constitución se remite pero que
ni el propio constituyente puede derogar, porque tampoco las creó. Tal sería el
caso de la Declaración Universal de Derechos del Hombre a que se remite el
artículo 10.2, la foralidad reconocida en la Disposición Adicional primera. Y
el profesor Clavero señala el paralelo canadiense que reconoce este tipo de
normas en los tratados con las naciones aborígenes.

369
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

Tercero, su condición paccionada se da en su autodisposición interna y


externa, mediante pacto interior y exterior. Prueba de lo primero es la génesis
del Consejo General Vasco en 1979 y los artículos 2.1 y 3 del mismo Estatuto,
que muestran lo que un gran comparatista italiano, Antonio Lapergola, deno-
minaría «huellas de pactismo en un texto unitario». Y prueba de lo segundo la
misma relación con el Estado, como queda claro en el carácter paccionado de
la ley de 1841 de Navarra, el otro territorio foral, carácter mucho tiempo
discutido y formalmente reconocido en el vigente Amejoramiento del Fuero
de 1983 y en la decantación del Concierto Económico vasco, resto de la fora-
lidad en tiempos abolitorios y, con razón, calificado ya por la doctrina de «nue-
vo derecho histórico. Expresamente reconocido en el Amejoramiento navarro
está implícito respecto del Estatuto vasco en lo dispuesto en el artículo 152 de
la Constitución.
En cuanto a su actualización y desarrollo, son un a priori formal que exi-
ge pactar su contenido. Exigen el pacto, y su contenido es lo pactado, afirmó
García de Enterría a la hora de reconocer como vigentes categorías tales como
las de derechos históricos y leyes paccionadas, concepto este último cada vez
más difundido en el Derecho público.
El principio pacticio exige, primero, negociar y acordar lo que hay que
decidir; segundo, lealtad a lo pactado de acuerdo al principio de buena fe; y,
tercero, que la interpretación, y más aún la modificación de lo pactado, no
puede quedar, directa o indirectamente, al arbitrio de una de las partes, sino
ser, a su vez negociada y acordada.
Ahora bien ¿el pactismo, esencia del derecho privado, es compatible con
el derecho público del Estado constitucional construido sobre el principio de
legalidad? La pregunta resulta ociosa ante la evolución del derecho público de
nuestros días, en gran medida supradeterminado por un derecho internacional
cuya institución fundamental, incluida su versión comunitaria es el pacto. Y
las principales ramas del derecho del Estado optan en extremos capitales por
las técnicas negociales y las soluciones pactadas (en este volumen n.º 20).
5. ¿Y cuál es la incidencia de todo ello en el derecho a decidir? ¿Qué es
en realidad éste? La autoidentificación, autodelimitación y, sobre todo la auto-
decisión sobre la forma del propio vivir colectivo. Es decir la decisión sobera-
na que hoy se define como la competencia de la competencia. Esto es, la capa-
cidad de decidir sobre qué competencias se tienen, cuáles se delegan, cuáles se
comparten, cuáles se recuperan. Y este es el concepto más acorde con la reali-
dad política y jurídica de nuestros días; un concepto que requiere dos matiza-
ciones, relativas tanto a su finalidad como a su ejercicio.

370
19. DERECHOS HISTÓRICOS ■

En cuanto a lo primero, la competencia, toda competencia supone una


atribución de potestad, esto es, una capacidad de hacer –lo que Duguit califi-
caba de «energía»– y es claro que todo hacer es intencional, esto es, responde
a una causa final. El actuar es teleológico. A mi juicio, que comparto con el
padre del realismo americano Hans Morgenthau, hoy la soberanía tiene como
principal objetivo la defensa de la propia identidad, valor en alza en el consti-
tucionalismo comparado.
Volviendo a los términos y las categorías antes expuestos, resulta que la
autodecisión garantiza la autoidentificación que en el caso vasco pende de los
Derechos Históricos. Y los Derechos Históricos se actualizan mediante pacto,
esto es codecisión. Una palabra peligrosamente erizada de pico y garras cuya
peligrosidad la esteriliza. Al principio pacticio capaz de hacer del derecho a
decidir una pacífica y fecunda expresión «de tiro», útil al cultivo de la propia
identidad en el seno de la convivencia.
¿Así entendidos qué es lo que los Derechos Históricos del Pueblo Vasco
pueden aportar a la profundización de su autogobierno, objeto último de este
Seminario? A mi juicio cinco importantes elementos a desarrollar en la futura
actualización del régimen autonómico de Euskadi.
Primero, el reconocimiento, en el bloque de constitucionalidad del Esta-
do de la identidad del Pueblo Vasco, una identidad singular, diferenciada,
constituida, esto es determinada y configurada, por la titularidad de tales dere-
chos. Los Derechos Históricos servirían así –y no fue otra la intención de los
redactores de la Adicional Primera de la Constitución– de engranaje entre el
sustrato foral y el constitucionalismo del Estado moderno.
Segundo, mediante su completa actualización los derechos históricos de-
jarían de ser un impreciso horizonte reivindicativo para dar una definitiva legi-
timación al autogobierno vasco.
Tercero, la bilateralidad de la relación con el Estado.
Cuarto, el carácter pacticio de tal relación. Esto es su inderogabilidad e
inalterabilidad unilateral de lo pactado, tanto por parte del Estado como por
parte de las instituciones vascas. De ahí que la actualización prevista en la
Adicional única debería hacerse, previa cuidadosa y prudente preparación po-
lítica, doctrinal y jurisprudencial, por la vía prevista en el artículo 152 de la
Constitución.
Quinto, se trata de un pacto de Estado que inserta a las partes en un nuevo
orden de vida. El Estado y el Pueblo Vasco, institucionalizado en Euskadi,
asumen la existencia de un cuerpo político, Euskadi, inescindible del Estado
español concurrente y partícipe en sus instituciones que son comunes, pero
nunca disuelto en el mismo.

371
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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Las conferencias firmadas por los representantes de Álava, Vizcaya, Guipúzcoa
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Smend, Verfassung und Verfassungsrecht, Munich, 1928.

372
20. EL RETORNO DEL PACTISMO

«El universo ha perdido de la noche a la mañana su centro


y al amanecer tenía miles, de manera que ahora, cada uno
y ninguno será su centro. Repentinamente ha quedado
muchísimo lugar. Nuestras naves se atreven mar adentro,
mis astros dan amplias vueltas en el espacio y, hasta en el
ajedrez, las torres saltan todas las filas e hileras»
(Brecht, Galileo Galilei, Acto I)

Entiendo por pacto la relación jurídica, ya simple, ya, más frecuentemente,


compleja, caracterizada por los siguientes rasgos. En cuanto a los sujetos,
equilibrio; respecto del objeto, disponibilidad; en relación a la forma, elastici-
dad. Sin duda, el negocio jurídico privado cuya más importante manifestación
es el contrato, constituye el ejemplo típico del pacto. Pero es claro que seme-
jante figura es susceptible de muy diversas posibilidades, sea por la asimetría
estructural de las partes, la estabilidad del objeto y el grado de elasticidad en
la creación y mantenimiento de la relación. La conocida distinción entre el
contrato y la unión de voluntades como formas distintas del pacto es buena
prueba de ello.
Es claro que nunca ha podido identificarse el pacto con el derecho priva-
do, porque toda una rama del derecho público, el internacional, ha tenido has-
ta hace poco y aún tiene como idea central la del pacto entre los Estados y si
cabe definir el Derecho Público como el conjunto de relaciones orgánicas arti-
culadas por un principio de jerarquía y al servicio de una meta trascendente
(Guasp, 1971, p. 459), la adhesión a la meta y la sumisión a la jerarquía pueden

373
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

establecerse mediante pacto y así ocurre cada vez más frecuentemente como
muestra la expansión de la figura del contrato administrativo en sus varias
formas. Pero no es menos cierto que el derecho público interno moderno y aún
contemporáneo, construido sobre la noción de soberanía, expresada a través de
la ley, parecía excluir de su seno todo posible pacto, puesto que es propio de la
soberanía imponerse unilateralmente a todos y todo en su propio ámbito terri-
torial. Ni cabe que la soberanía pacte ni puede pactarse sobre la decisión sobe-
rana de acuerdo al brocardo «ius publicum privatorum pactis mutari nequit».
Y semejante concepción, elevada a categoría de dogma en lo que se denominó
Estado legal (Carré de Malberg, 1923) y en su posterior versión de Estado
constitucional, ha tenido importantes consecuencias. Desde dificultar la géne-
sis del contrato administrativo, puesto que parecía contradictorio que el poder
público pudiera contratar con particulares, hasta considerar vitanda la idea de
ley paccionada. Y es claro que, como la experiencia demuestra, de los prejui-
cios doctrinales pueden seguirse importantes dificultades políticas para alcan-
zar soluciones satisfactorias a los conflictos que el derecho y sus cultivadores
deben tratar de solucionar, nunca empeñarse en empecinar.
El propósito de estas líneas es señalar cómo, en el derecho público de
nuestros días, el pacto es algo frecuente y que, por tanto no puede oponerse a
su utilización, allí donde la conveniencia o incluso la necesidad lo aconseje, el
dogma de su incompatibilidad con la idea de unidad de la soberanía estatal.
Antes al contrario, de su aceptación se podrá deducir una idea más realista y
funcional de ésta.
Con tal fin, partiré de distinguir las tres ramas principales del derecho
público interno –el procesal, el administrativo y el constitucional (Guasp, 1971
p. 469 y ss)– para señalar, con toda la brevedad del caso, la presencia en las
mismas del principio pacticio. No pretendo descubrir nada, sino señalar, a tra-
vés del derecho positivo, de la jurisprudencia constitucional y de la doctrina
más autorizada y pacífica, lo que es pacífica evidencia, permitiéndome tan solo
extraer las lógicas consecuencias de ello: la formulación de un principio gene-
ral, el Principio Pacticio, de especial incidencia en el derecho constitucional.
En cuanto al derecho procesal, aquella rama del derecho público ordena-
da a la satisfacción de pretensiones de acuerdo con el derecho objetivo, sabido
es que el más arcaico fue, por doquier, de naturaleza arbitral, esto es pactada.
Solamente la experiencia de las ciudades lombardas, las figuras canónicas y la
recepción del derecho romano tardío («extraordinaria cognitio») permitió
construir una jurisdicción ajena y heterónoma respecto de las partes en litigio.
Merced a ello, hoy día, las relaciones jurídico-procesales pueden caracterizar-
se por rasgos que están en las antípodas del pacto. Frente a la igualdad subje-

374
20. EL RETORNO DEL PACTISMO ■

tiva, disponibilidad objetiva y flexibilidad formal de éste, son desiguales, dada


la superioridad del juez sobre las partes, indisponibles y rígidas.
Ahora bien, dicho esto, como ha puesto de relieve la doctrina, al menos
desde Kohler (1894), existen normas procesales que solo pueden completarse
e integrarse atendiendo a la voluntad de las partes. Por ello se ha hablado y se
habla de contratos procesales. Y junto al proceso, y como alternativa al mismo,
para la satisfacción de autenticas pretensiones, al menos en el sentido socioló-
gico del concepto, aparecen, cada vez con mayor fuerza, las instituciones y
procedimientos arbitrales de clara naturaleza contractual (Guasp, 1956, p. 24,
Hinojosa 1991, p 56), y la capitidisminución que respecto de todo ello suponía
la garantía de la tutela judicial efectiva se retrae poco a poco. Así resulta, en
el caso español de la comparación entre las leyes reguladoras del arbitraje
de 1953, 1988 y 2003 y de la propia interpretación que al efecto el TC hace del
art. 24 CE.
En el derecho administrativo, paradigma del Estado legal, la realidad
muestra el progresivo auge del principio pacticio en lo que cabe considerar los
cuatro grandes pilares de esta rama del derecho público: la legalidad, la pres-
tación de servicios, el procedimiento, incluidos los recursos, y la responsabili-
dad de la administración.
En cuanto a la legalidad, la denominada autorregulación ha supuesto el
retraimiento del poder público de ámbitos en los que tradicionalmente interve-
nía, ya como regulador al fijar las normas, ya como prestador de los servicios
públicos, para que sean los propios administrados quienes establezcan, asu-
man y garanticen las normas reguladoras del sector o preste, en régimen de
competencia al público, lo que antes era propio de la actividad administrativa.
Se dirá, no sin razón, que, en último término es la ley la que sanciona la auto-
rregulación, necesitada siempre de una ultrarregulación, ya, a su vez, en vías
de autorrealizarse. Pero, en todo caso, el contenido de la regulación nacerá del
acuerdo entre las partes y a ello se remite la norma que «reconoce la fuerza
vinculante de los convenios» (art. 37.1 CE), principio que la práctica muestra
va mucho más allá de las relaciones laborales, puesto que es consecuencia del
pluralismo proclamado con carácter general en el art. 1.1 CE (cf. STC 39/1986,
FJ 4.º). No es ya la ley la que formaliza la voluntad de las partes dándole
carácter de norma, sino que la ley estatal se limita a reconocer como norma lo
que las partes han decidido, remitiéndose a ellas (Muñoz Machado 2006,
p. 1267 y ss).
Por otro lado, el desarrollo de las clásicas técnicas de fomento que trata-
ban de implicar al administrado en la consecución de los objetivos estableci-
dos por la administración y la gestión indirecta de los servicios y las obras

375
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

públicas mediante técnicas concesionales, son los precedentes inmediatos de


lo que se denomina administración concertada, característica de la interven-
ción administrativa actual en la prestación de servicios, el urbanismo, las rela-
ciones sociales o la ordenación de la economía. Sin duda, su naturaleza es
discutible desde el punto de vista de las categorías y, a quienes la consideran
netamente contractual, se opondrán las tesis cuasicontractualistas –lastradas
por la propia crisis del concepto de cuasicontrato– e incluso quienes conside-
ran que las cláusulas concertadas son meras cláusulas modales que articulan la
adhesión a reglamentaciones unilateralmente establecidas por la administra-
ción. Pero es indudable que, cualquiera que sea la calificación doctrinal, se
trata de una colaboración entre la administración y los administrados, presidi-
da por la autonomía de la voluntad. Un concierto de voluntades cuyas motiva-
ciones psicológicas nunca pueden desvirtuar una causa netamente contractual,
incluso cuando de contratos de fijación se trate. El entusiasmo con el que la
más autorizada y ortodoxa doctrina ha recibido la noción de administración
concertada es el mejor aval, si no de su acierto, sí de su actualidad (García de
Enterría-TR Fernández, 1977, I, p. 647).
En cuanto al procedimiento, tercer gran pilar del derecho administrativo,
la evolución del derecho español es paradigmática. El procedimiento se con-
cibe por el legislador, desde la precoz Ley de 1889 a la de 1958, como una
institución en la cual la producción del acto administrativo, incluso cuando
responde a la instancia de los administrados, se supraordina a estos como algo
heterónomo, unilateral y rígido. Hay, incluso, explícita voluntad de independi-
zar la acción administrativa respecto de los administrados, considerando la
objetividad del procedimiento garantía fundamental de aquellos. Si se compa-
ran la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958 con la Ley de Contratos
de 1965 es evidente que el acto, fruto del procedimiento y el contrato, son dos
formas opuestas del actuar administrativo, oposición hoy superada tanto por la
expansión de la figura contractual, desde la ley de 1965 y de su reforma en 1993
y la Ley 9/2017, como por la introducción de formas convencionales en el
procedimiento.
En efecto, pese a la escasa elaboración doctrinal al respecto, la práctica
sectorial desarrolló técnicas convencionales que sustituían la decisión unilate-
ral de la administración a través del procedimiento, por el concierto con los
administrados, no solo de hecho, sino formalmente, como es el caso de los
convenios expropiatorios y urbanísticos, de los conciertos fiscales o de la ne-
gociación colectiva en la función pública. La ley 30/1992 de 30 de Noviembre,
en su artículo 88 y después la Ley 39/2015 en su artículo 86 extraen la conse-
cuencia de todo ello y generalizan la posibilidad para las Administraciones

376
20. EL RETORNO DEL PACTISMO ■

Públicas de «celebrar acuerdos, pactos, convenios o contratos con personas


tanto de derecho público como privado… pudiendo tales actos tener la consi-
deración de finalizadores de los procedimientos administrativos o insertarse en
los mismos…» Con ello, al admitir con carácter general la terminación con-
vencional del procedimiento administrativo, el derecho español, que tan pre-
coz fuera a la hora de codificar las instituciones procedimentales, termina
siguiendo una tendencia comparada de la que son buenas muestras la ley
alemana de 1976 o la italiana de 1990.
No me interesa ahora, por considerarlo innecesario, investigar los posi-
bles fundamentos constitucionales del art. 88 y 86 citados sino señalar lo que,
con razón, se ha calificado de significado institucional en función del carácter
estructural –«básico aunque no fundamental», diría Pérez Serrano– de la cita-
da ley destacado por la doctrina. Un significado institucional consistente, tanto
en la permanencia en el derecho público de la autonomía negocial de la admi-
nistración pública, como en el reconocimiento de los terceros en cuanto partes
de dicha negociación y subsiguiente pacto.
Una consecuencia directa de esta afirmación general del principio pacti-
cio es su expansión al campo de la responsabilidad patrimonial de la adminis-
tración, de lejanos precedentes en la vieja administración militar y que, sobre
la base del citado art. 86 de la Ley 39/2015, generaliza el Reglamento de 26 de
Marzo de 1993 (cap. II y III). A tenor de lo dicho, el principio pacticio puede
considerarse emergente y aún pujante en nuestro derecho administrativo.
Lo dicho sirve para señalar la progresiva expansión del principio pacticio
en ramas del derecho público, conceptualmente secundarias, pero de la mayor
importancia tanto práctica como doctrinal. En cuanto a la primera, los jueces
y funcionarios acompañan la vida del ciudadano «de la cuna a la tumba» y les
hacen sentir su buen o mal hacer más cercano que el de las instituciones cons-
titucionales. Respecto de la segunda, no puede olvidarse lo que la teoría gene-
ral del Estado debe, especialmente en España, a procesalistas y, más todavía, a
los administrativistas. Que en ambos campos se acepte, incluso con entusias-
mo, el pactismo, debería hacer reflexionar a quienes cultivan el derecho cons-
titucional.
Porque, en efecto, es allí donde mayor importancia tiene la emergencia
del principio pacticio, hasta el punto de que, como traté de mostrar en un par
de libros (Herrero, 1991, p. 110 y ss. y 1998, p. 317 y ss.), su aceptación supo-
ne la renovación de muchos de los conceptos de la Teoría de la Constitución
clásica. Pero es en derecho constitucional donde mayor polémica suscita el
reconocimiento del principio pacticio, puesto que allí se sigue afirmando más
vigorosamente la noción de soberanía (cuyo auténtico sentido no se opone,

377
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

antes al contrario, al pacto), aunque sea bajo el eufemismo de «soberanía de la


Constitución», vacía ilusión potenciada por la disolución, propugnada por
Kelsen, del poder en norma, de la voluntad en lógica.
Y, sin embargo, es en derecho constitucional, llamado ineluctablemente
en nuestros días a dar cuenta del policratismo del propio Estado y de su inser-
ción en órdenes supraestales (cf. Häberle, 1996), donde el principio pacticio
puede dar sus mejores frutos. Por ello es importante rastrear sus huellas en el
campo constitucional.
Primero, en el mismo origen de la Constitución cuya consideración realista
obliga a disolver la noción clásica de poder constituyente como unitaria, unilate-
ral e incondicionada, en ácido pactista y a reconocer lo que Lasalle denominó
«fragmentos de constitución», actores cuando no sujetos del proceso constitu-
yente cuya importancia política obliga a darles relieve jurídico si la doctrina del
poder constituyente ha de responder a la realidad. La pérgola, ha rastreado, en el
espíritu de Calhoun, las huellas del pactismo en las Constituciones federales y
aun menos federales (1994). Las constituciones, en apariencia otorgadas, fueron
pactadas y la ruptura del pacto acabó con ellas (v. gr. Francia 1814-1830); el
doctrinarismo, que inspiró gran parte del constitucionalismo decimonónico, era
una versión del pactismo y hoy día el consenso constitucional supone un pacto
todavía más amplio. Si la constitución es integración (Smend), su factura y per-
manente vitalización solo puede ser obra de la concurrencia de voluntades de los
integrados. En anteriores ocasiones he abundado sobre tal extremo (Herrero, 2003,
p. 34 y ss. y 75).
Segundo, atendiendo al sentido mismo de la Constitución. La II.ª postgue-
rra, continuó, ingenuamente, algunas de las frustradas «nuevas tendencias» del
constitucionalismo posterior a la I.ª G.M., y concibió la Constitución como
una superlegalidad omnicomprensiva, organizadora de todos los poderes
públicos, reguladora de su actividad y garante de la sociedad toda, cuya efec-
tividad se aseguraba mediante una jurisdicción constitucional. No solo el dere-
cho descendía en majestuosa cascada desde la Constitución a los actos de eje-
cución administrativa, sino que la propia política era mera ejecución de las
directrices constitucionales y el legislador, no menos que el juez o la adminis-
tración, la invocaba para justificar cada una de sus actuaciones o medidas. Se
trata de una verdadero «empeño en remitirse a la ejecución de la Constitución»
(Stern), fruto de la doctrina kelseniana de reducir política a derecho. Fue en
pleno triunfo del kelsenianismo cuando, paradójica y significativamente, el
propio Kelsen debía de optar por el exilio y la enseñanza en una Facultad de
Letras. Para comprobarlo basta atender, como fruto tardío de dicha tendencia

378
20. EL RETORNO DEL PACTISMO ■

–siempre a la penúltima moda, decía Clarín–, a los preámbulos de muchas de


nuestras leyes postconstitucionales.
Sin embargo, pronto la realidad volvió por sus fueros y una sociedad
abierta exigió una interpretación abierta de la Constitución. Como he señalado
en otro lugar (Herrero, 2003, p. 45 y ss.), abierta en dos sentidos. Por un lado,
Constitución abierta a un proceso público de interpretación, del cual no es la
menor de las manifestaciones la concertación política que en tantas ocasiones
sustituye cuando no vincula al propio legislador y que es de índole claramente
convencional (Aparicio, 1985, p. 195 y ss.). Baste pensar, por solo poner ejem-
plos españoles, desde los Pactos Autonómicos de 1982 –generadores de una
verdadera «convención constitucional» a juicio de Vandelli (1982)– a los
pactos antitransfuguismo, pasando por el AISS o los diferentes pactos locales.
Por otro lado, lo que aquí interesa aún más, Constitución abierta estructural-
mente a realidades supra, para e infra estatales, como es el caso de la integra-
ción inter y supranacional, los derechos humanos y los nuevos regímenes de
minorías. Es evidente que dicha apertura se realiza frecuentemente por vía de
pacto, porque el Estado se entiende con entes distintos a él mismo. Así se
reconoce doctrinal y jurisprudencialmente en cuanto al ejercicio mancomuna-
do de la soberanía en la Unión Europea (vd. STC alemán 12 de Octubre de 1993,
con ecos en el Conseil Contitutionnel francés y, a veces roncos, en el TC espa-
ñol, Declaración 1/2004 de 13 XII) y sería absurdo negar la posibilidad entre
los miembros de una comunidad que se autocalifica de nacional como la espa-
ñola, de lo que se acepta en una sociedad internacional. Las cláusulas de aper-
tura constitucional serán, así, permanentes ofertas de integración, de manera
que la Constitución, al decir de Zagrebelsky (1997), aparece más que como un
centro del que partir, un centro por alcanzar, una construcción permanente, en
cuanto faz jurídica de un constante vivo proceso de integración política.
Tercero, la mejor prueba en este sentido la ofrece nuestro propio bloque
de constitucionalidad que expresamente reconoce el carácter paccionado de las
relaciones de Navarra con el Estado. En efecto, la naturaleza paccionada de la ley
de 1841, siempre impugnada desde fuera del antiguo Reino, fue constante-
mente afirmada por los foralistas navarros cuya «vigorosa tenacidad» –la expre-
sión es de García de Enterría (1987, p.13)– consiguió, desde el RD de 21 de
enero de 1971 hasta el de 26 de Enero de 1979, pasando por el Fuero Nuevo de 1974,
reafirmar una categoría doctrinal que sentó plaza de convención constitucional
(Santamaría Pastor, 1992, p. 49) hasta ser formalmente recibida en la LORA-
FNA de 1983 (arts. 1, 2, 64, 71 ect.). El pactismo navarro, guste o no, es hoy
una realidad positiva que solo puede poner en duda si se prescinde del derecho
positivo.

379
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

Sin embargo, la inercia de la vieja dogmática ha impedido y aún impide


reconocer lo evidente. Se está dispuesto a aceptar que la concertación política
sustituye de hecho al legislador, pero se insiste en atribuirle solo a éste la fuer-
za de obligar. Se está dispuesto a admitir que el régimen jurídico-político na-
varro ha sido pactado y no puede variarse unilateralmente sino mediante pacto,
pero se ponía y aún se pone énfasis en la afirmación de que la fuerza normativa
de la ley de 1841 procedía de la decisión soberana de las «Cortes con el Rey»
y otro tanto parece afirmar el Tribunal Constitucional respecto del Amejora-
miento del Fuero de 1983. Lo mismo ocurre con el Concierto vasco o el Con-
venio navarro. Se reconoce jurisprudencialmente el carácter pactado de su
contenido (Herrero, 1998 p. 250), pero se insiste en el carácter unilateral de la
ley. Es, por tanto, extraño que, aún reconociendo el pacto político que subyace
a los Estatutos de Autonomía, especialmente a los elaborados a través del pro-
cedimiento previsto en el art. 151 CE, no se quiera aceptar en el plano jurídico
su carácter pactado. Se reconoce, de manera explícita, incluso jurisprudencial-
mente, v. gr. STC 372/2007 (F.J. 6) que el contenido es fruto de un acuerdo de
voluntades y la propia ley exige dicho acuerdo para su modificación. Pero,
paradójicamente, se sigue afirmando que su fuerza de obligar procede exclusi-
vamente de la voluntad unilateral del legislador estatal, abriendo así la puerta
a malentendidos sobre su posible interpretación y modificación unilateral.
A mi juicio, el distanciamiento entre las categorías dogmáticas y la reali-
dad solo puede corregirse plegando aquellas a ésta e incluso, como proponía el
viejo Jellinek, creando nuevas categorías. Como en los albores, que no en sus
dogmáticas postrimerías, del «usus modernus pandectarum» hicieran sus in-
ventores, es preciso atender a la «nova practica» que muestra la vigorosa emer-
gencia del pacto en el derecho público y no tener empacho en aceptar el prin-
cipio pacticio y su concepto clave, la ley paccionada, en nuestro derecho
constitucional. Frente a la invención racionalista de un nuevo derecho natural
more kelsesiano, es preciso reafirmar, como en tiempos de Bachofen el realis-
mo del derecho histórico que no es solo el de la antigüedad, sino el realmente
existente hoy –las «hodiernae mores» (Stryck)–, que revelan pactos por
doquier. ¿Por qué no extraer de ello, de la realidad, una categoría general?

II

Sin duda el pactismo es una categoría procedente del derecho antiguo y


ciertamente de gran tradición en España como instrumento de libertad y con-
trol del poder. Lo segundo debiera hacer al concepto, al menos respetable, y lo

380
20. EL RETORNO DEL PACTISMO ■

primero, si no le da ningún aval, tampoco puede considerarse como una tacha.


Lo antiguo no es por ello mismo valioso, pero tampoco, sin más despreciable,
sino que, para rescatarlo, ha de probarse su utilidad a la altura del tiempo
presente y de lo expuesto se deduce que la práctica cotidiana está suficiente-
mente madura para que, a partir de ella, se pueda extraer y formular un princi-
pio pacticio.
¿Qué fue y qué es el pactismo en la Teoría del Estado? Los historiadores
y teóricos del derecho han distinguido dos acepciones principales: la histori-
cista y la filosófica. Respectivamente, en expresión de Vicens Vives, «como
mecanismo constitucional y como comprensión racional de los hechos relati-
vos al Estado» (1966, P. 96). En efecto, el pactismo filosófico, desde la anti-
güedad a Rousseau pasando por el P. Suárez, trata de explicar la legitimación
del poder. En el pactismo historicista, a su vez, cabe distinguir entre una ver-
sión mítica y una acepción jurídica. La primera ocupada fundamentalmente de
las cuestiones propias del pactismo filosófico, pero en relación con una deter-
minada entidad política, reivindica lo que, en su día, Mañaricua (1973, p. 135
y ss.) denominara «mitos historiográficos», sean estos el pacto de los vascones
con Juan Zuria o los «pactos de Sobrarbe». El pactismo jurídico, único que
aquí interesa, se centra en la articulación técnica de determinadas normas, las
normas paccionadas, en su gestación, jerarquía, interpretación y condiciones
para su modificación. Se justifica sobre una previsión normativa, fruto de una
opción política, que toma en serio la policracia del cuerpo político y nada tiene
que ver con orígenes míticos que hoy solo invocan quienes pretenden descali-
ficar la misma idea de pacto.
Basta, a los efectos que aquí interesan, destacar los siguientes tres extre-
mos, relativos, respectivamente, a la naturaleza del pactismo, al concepto de su
instrumento clave, las leyes paccionadas, y a su función político-jurídica.
El pactismo que Vicens calificaba de mecanismo constitucional no supo-
ne un acuerdo inter-partes como sería el caso de un tratado internacional, sino
de un pacto supra-partes, porque no se da con el Estado, sino en el Estado y el
ejemplo de la LORAFNA es elocuente al respecto (arts. 1 y 64). No se trata de
un pacto-contrato, sino de un pacto de unión de voluntades en el que todos los
partícipes acceden a una nueva forma de vida, concepto bien conocido en teo-
ría general del derecho, cuando menos desde Binding a Duguit, pasando por
Triepel. Se trata de un pacto de integración –la «entrega voluntaria»– sin men-
gua de la identidad y consiguientes competencias de las entidades integradas.
Tal es, precisamente, el sentido con el que se propuso, sin éxito, en las Cortes
Constituyentes (Cf.. DSCD, Comisión de Asuntos Constitucionales 20 /6/1978
p. 3494-b Cf. 5/5/1978 p. 2063 y en especial 2065-b y 9/5/1978 p. 2115-a).

381
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

En efecto, como señala Guasp (1971, p. 535), en una teoría general del
pacto, cabe distinguir, junto a aquellos que establecen relaciones de intercam-
bio, supuesto típico del pacto-contrato, y los disolutorios de relaciones previa-
mente existentes, aquellos otros en cuya virtud las partes ascienden a un estado
de unión que anteriormente no existía entre ellas. Y en dichos pactos de unión
cabe a su vez distinguir una multiplicidad de figuras.
Así, atendiendo al criterio de la temporalidad. La instantaneidad propia
del contrato y de las relaciones así creadas (Guasp 1971, p 284) cede el paso
a una vocación de duración mayor o menor que puede llegar hasta la de
permanencia. Es claro que la dimensión temporal no es la misma en una
Unión Temporal de Empresas que en una Sociedad Anónima constituida por
tiempo indefinido, ni en una Alianza temporal (vgr. tratado de Washington
de 1949) que en una Organización Internacional de integración (v. gr. TUE
de 1992). El pactismo que hemos denominado constitucional tiene, lógica-
mente, vocación de permanencia, como es propio del Estado: Lo Stato, lo
que permanece.
Atendiendo al alcance de la unión pactada pueden distinguirse dos gran-
des tipos. Aquellas uniones meramente funcionales con un objetivo social,
más o menos amplio, pero siempre preciso y determinado, como es el caso de
las sociedades mercantiles y de todas las organizaciones internacionales con
competencias expresamente atribuidas en función de un fin. Y aquellas otras
que afectan al completo ser de los participantes añadiendo a su identidad, ca-
racteres con vocación de irreversibilidad, como es el caso del pacto constituti-
vo de una federación, en principio, indisponible
Por último, atendiendo a la causa, en el contrato las partes se encuentran
en una relación de oposición de manera que cada una de ellas quiere una cosa
distinta cuya recíproca compensación es la meta del contrato, de manera que
la prestación de una es causa de la otra. Por el contrario, en el pacto de unión,
las voluntades de las partes, cualquiera que sean sus respectivos fines subjeti-
vos, tienen el mimo objeto: la creación de una nueva situación objetiva. Esto
es, el pacto de unión pretende conseguir una meta trascendente a la propia re-
lación pactada. Ahora bien, la trascendencia, junto con la indisponibilidad y la
permanencia, dan a la figura un carácter marcadamente institucional, puesto
que tales son los caracteres de la institución (Guasp, 1971, p. 285). A tales
pactos se les denomina Pactos de Status «porque verdaderamente de ellos
surge una regla objetiva de derecho, un status» (Duguit, I, p.410)
Así entendido el pactismo, su instrumento clave es la ley-paccionada.
Esto es, aquella norma de rango superior, cualquiera que sea su aprobación
formal, cuya contenido material es producto de un acuerdo entre dos o más

382
20. EL RETORNO DEL PACTISMO ■

instancias de poder. En una sociedad policrática, el pacto subyace a toda ley,


desde la antigüedad a nuestros días (McIlwain). «Lex est communis reipu-
blicae sponsio», decía Bracton, y ello pudiera repetirse de toda verdadera
democracia consociacional. Pero la génesis del concepto moderno de ley
paccionada puede retrotraerse y justificarse a partir de la distinción entre ley
material y ley formal que, como es bien sabido, en su origen, prescindiendo
de antecedentes clásicos, por obra primero de Laband y, seguidamente, de
Jellinek, pretendió dar cuenta de aquellos actos del legislador cuyo conteni-
do era singular, ya por la materia, ya por el destinatario. Distinción que pudo
proyectarse en las normas cuya fuerza de ley procedía de una autoridad dife-
rente de aquella que fijaba su contenido. Ahora bien, una vez establecido que
el autor formal de la ley y el de su contenido pueden ser diferentes, es fácil
concluir, ya que pacten entre ellos, ya que uno se limite a sancionar y, even-
tualmente, a controlar lo pactado entre los otros. Ello supone, en todo caso,
abandonar la concepción clásica de la ley, como expresión de una voluntad
unilateral e incondicionada, ya sea del Príncipe, ya como, repitiendo a Rous-
seau, afirmaba Carré de Malberg, al teorizar el Estado legal «la expresión de
la voluntad general» (1931).
De este carácter paccionado resultan importantes consecuencias. Prime-
ro, tales leyes no pueden ser modificadas unilateralmente, sino que su deroga-
ción o reforma requiere el acuerdo de las dos partes que intervinieron en su
creación. Segundo, tampoco debieran ser unilateralmente interpretadas puesto
que la interpretación de lo acordado no puede quedar al arbitrio de una de las
partes y eso debería hacer meditar sobre la organización del Tribunal Consti-
tucional. Tercero, las leyes paccionadas tienen una jerarquía, como normas
interpuestas, superior a las no pactadas (De Otto, 1989, p. 96).
La función de la ley paccionada en consecuencia es triple. De una parte,
limitar el poder de quienes pactan, puesto que mediante el pacto limitan su
capacidad de decisión sobre lo pactado; de otra y, por ello mismo garantizar a
ambas partes una situación que no puede modificarse sin su consentimiento;
en fin y como consecuencia, dotar de estabilidad a lo pactado. El pacto, por lo
tanto, no solo es instrumento de integración de voluntades, sino, también de
estabilidad. El pacto no necesariamente «desgarra la unidad estatal» como pre-
tendiera Schmitt (1928/1934, p. 69), autor cuya recepción canónica entre los
demócratas españoles no deja de ser paradójica, sino que puede ser cauce de
una integración tan voluntaria como permanente. ¿No es el pactismo una ga-
rantía mutua más limpia y eficaz que las diversas técnicas de blindaje compe-
tencial hasta ahora intentadas?

383
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

III

¿Cuáles son las consecuencias del retorno del pactismo al derecho consti-
tucional sobre el concepto de Soberanía con el que se decía era incompatible?
La soberanía del Estado es una realidad indeclinable en el derecho públi-
co y por muy polémico que su concepto sea, resulta clave de bóveda en el
constitucionalismo contemporáneo y principio estructural del orden jurídico
internacional. Por eso mismo no puede reducirse a una abstracción lógica,
sino, como mostró Herman Heller (1927), ha de entenderse como voluntad de
la realidad que es el Estado, una voluntad por suprema autónoma. Ahora bien,
una voluntad autónoma puede ser una voluntad situada y relacionada, suscep-
tible de comprometerse, obligarse y asumir responsabilidades. Una voluntad
que, por definición, puede pactar renunciando así a la unilateralidad de sus
decisiones. La voluntad real no es nunca solipsista y la voluntad libérrima lo
es por autónoma, en el sentido kantiano del término, no por desencarnada. Así
ocurre en el orden internacional y, como he esbozado antes, cada vez más en
el interno (Herrero 2007).
La exclusión de la unilateralidad introduce insensiblemente una noción de
cosoberanía a la altura del tiempo presente. En efecto, una expresión de «pico y
garras» como decía Ortega, la soberanía se reduce en derecho a la competencia
sobre la propia competencia, esto es a la decisión última sobre la propia identi-
dad del cuerpo político. Así coinciden los asépticos conceptos de Laband y Jelli-
nek con los existenciales de Schmitt, tal como se actualizan hoy en día a la luz
del concepto de identidad. Pero la competencia sobre la propia competencia, en
virtud del pacto se limita a la hora de decidir por el necesario previo acuerdo con
la otra parte del pacto. Ahora bien, si la decisión es una codecisión y la compe-
tencia una cocompetencia o competencia compartida, la soberanía se torna en
cosoberanía. La soberanía compartida de la que hablaba un especialista tan cons-
picuo y alérgico al secesionismo como J. Marías (1966, p. 184)
No es distinta la conclusión a que se llega aplicando a la cuestión la
categoría un tanto arcaica de inmunidad, a juicio de algunos ilustres teóricos
del derecho compatible con el moderno Estado constitucional, compatibili-
dad que niegan a las nociones de pacto y cosoberanía. Así lo propugna el
Pfr. J. F. Laporta (2006, p. 27), siguiendo las categorías de Hohefeld, en un
docto y brillante estudio cuyas tesis no comparto, pero en el que admiro su
rigor y agradezco, a más de que dedique a rebatirme su mayor parte, el tono
serio y académico que le es propio y que, por infrecuente en estos temas,
resulta todavía más valioso. La inmunidad de un actor, dice Laporta se co-
rresponde o es equivalente a la no-competencia o no-poder de otro actor, es

384
20. EL RETORNO DEL PACTISMO ■

decir que cuando un actor cualquiera es inmune jurídicamente respecto de


otro, eso significa que éste otro carece de la competencia necesaria para pro-
ducir un cambio legal adverso en la situación del primero. Oponer inmuni-
dad a sujeción y deducir de la no sujeción la coordinación mediante la nego-
ciación y el pacto es lo mismo que hablar de cosoberanía. Pero esta última
palabra tiene lo que los lógicos del lenguaje llamaron un halo emotivo (Ste-
vens), útil a la hora de movilizar y encauzar los afectos y aún las pasiones. Y
de pasiones y afectos que no de fríos conceptos doctrinales, se construye la
integración política, «telos» último de la Constitución y al que el constitu-
cionalista debe servir. En ocasiones la estética del lenguaje jurídico puede
ser eficaz herramienta de concordia.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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386
21. LOS DERECHOS ENTRAÑABLES

1. RASTREO DE CAMPO

Hace tiempo adopté como lema de mi modesta especulación jurídica, un


texto de Savigny relativo a los juristas romanos: «Cuando consideraban un
caso jurídico, partían de su viva intuición… como si tal caso debiera ser el
punto inicial de toda la ciencia que del mismo había de deducirse…sin una
distinción clara entre la teoría y la práctica. Aquella, la teoría, se lleva hasta su
más inmediata aplicación y la práctica veíase siempre elevada a la altura del
discurso científico». En efecto, si, al decir del mismo prócer del pensamiento,
el derecho no tiene substantividad propia sino que es la vida misma considera-
da desde una determinada perspectiva, la cristalización normativa de su nor-
malidad, no puede, como no puede serlo la vida, tematizarse como un todo y
deducir lo particular de lo general. Antes al contrario, tiene que ser vivido paso
a paso, como el buen vino bebido sorbo a sorbo. Es de lo concreto como el
jurista puede ascender más alto. Por ello, para abordar por primera vez el es-
bozo de lo que considero una nueva categoría jurídica, he de comenzar recons-
truyendo el rastreo de campo que me ha llevado a vislumbrarla.
La práctica del derecho –como legislador en las Cortes, en el Consejo de
Estado y en mi consulta privada– me ha permitido analizar una serie muy he-
terogénea de fenómenos jurídico-públicos y jurídico-privados en los que late
un principio común: la primacía de los sentimientos, algo a lo que las más
autorizadas versiones de la teoría general no suelen prestar atención. Claro
está que soy consciente de la pobreza de mis datos y lo rudimentario de mi
análisis. Por ello, solo pretendo suscitar la curiosidad de juristas, pero también

387
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

de otros cultivadores de ciencias humanas más expertos y animosos que yo,


sobre unos fenómenos que merecen la máxima atención porque, desde el futu-
ro ya inmediato, como el Zaratrusta de Nietzsche, nos hacen señas con las alas.
En efecto, de acuerdo con una construcción clásica, la del propio Savigny,
los derechos subjetivos tutelan ya una voluntad, ya un interés, y la doctrina
más pegada a la realidad ha tendido a interpretar el interés en un sentido eco-
nomicista. La «vuelta a las fuentes» propugnada por Savigny, llevó a conside-
rar, sobre la base de un texto de Gayo, que los contratos y las obligaciones
resultantes solo podían versar sobre objetos patrimoniales, lo cual hizo ignorar
durante mucho tiempo los denominados intereses inmateriales. Sin duda, el
concepto de derecho subjetivo se amplió rápidamente, incluyendo primero los
derechos de la personalidad, a partir del propio Puchta, y llegando a cobijar
bajo tal epígrafe derechos tales como los de autor. A partir de Ihering, el «inte-
rés» adquiere una posición principal en la dogmática del derecho subjetivo.
Pero si en Ihering se concibe como interés cuanto contribuye a la vida buena
de los hombres, poco a poco el concepto se economiza como muestran los
propios ejemplos planteados por Philip Heck al frente de la denominada «ju-
risprudencia de los intereses». Cuando se toman en cuenta los sentimientos, es
para valorarlos económicamente como «precio de afección». Ahora bien, los
sentimientos ni se identifican con los intereses así entendidos ni están a mer-
ced de la voluntad; trascienden a ambos, movilizando a ésta y poniendo énfasis
en aquéllos.
¿Qué es lo que puedo aportar de nuevo a esta cuestión? Permítanme la
breve reseña de cinco fenómenos de los que tengo directa experiencia. A fines
de la década de los 60 y primeros años de la siguiente, hube de lidiar en el
Consejo de Estado con el problema de la naturaleza jurídica del territorio esta-
tal al hilo de la descolonización del Guinea Ecuatorial y del Sahara Occidental
y la retrocesión de Ifni a Marruecos. Hoy son cuestiones para muchos olvida-
das, pero entonces se trataba de saber «lo que era España» y «lo que era de
España». Esto es, lo que afectaba a su substantiva integridad, cuestión entur-
biada por la frívola provincialización de dichos territorios pocos años antes
siguiendo el poco afortunado ejemplo portugués.
El Consejo emitió dos dictámenes, los n.º 36017 de 20 de junio de 1968 y
n.º 36227 de 7 de noviembre del mismo año, de los que fui ponente y en ellos se
decantó una doctrina a la que dediqué un largo estudio de derecho y práctica
comparada, bien acogido por la doctrina y que mereció ser citado, muchos años
después, por la jurisprudencia del Tribunal Supremo a la hora de resolver con-
flictos de nacionalidad (Cf. STS 7 de Noviembre de 1999, Recurso 6266/19959
FJ cuarto). Vd. en este volumen n.º 13.

388
21. LOS DERECHOS ENTRAÑABLES ■

Ello me llevó a profundizar en la construcción jurídica de este elemento


del Estado para concluir que el territorio no es ni objeto de su propiedad, como
propugnara una arcaica versión patrimonialista, ni, lo que viene a ser lo mis-
mo, de su potestad, como afirmaban desde Jellinek a Romano, ni el ámbito
espacial de sus competencias, según propugnaran desde Duguit a Kelsen y su
Teoría Pura. Ninguna de esas construcciones explican por qué la misma Francia
que sangró cuarenta y nueve años –desde la Paz de Frankfurt de 1870 a la de
Versalles de 1919– por la herida de Alsacia-Lorena, pudo renunciar sin pesta-
ñear a sus departamentos de Ultramar o, en el caso español, por qué reclama-
mos Gibraltar desde el día siguiente a su cesión y nada objetamos a la retroce-
sión de Ifni que, según la normativa entones en vigor, era provincia española.
Guinea era ámbito espacial de las competencias estatales españolas, pero su
autodeterminación no afectó a nuestra integridad territorial, mientras que
Gibraltar, ajena a tales competencias, afecta a dicha integridad, según han re-
conocido las propias NN.UU. Y en términos más generales, las doctrinas al
uso no explican porqué el territorio colonial, el británico, el francés, el holan-
dés, el belga o el portugués, cualquiera que sea su calificación formal, que
puede ser muy varia, es heterogéneo respecto del metropolitano, hasta el punto
de que el primero, frente al segundo que la descolonización ha desmembrado,
es frecuentemente definido en la Constitución estatal y blindado, cuando no
prohibida formalmente su cesión o cómo son posibles diferencias cualitativas
entre los territorios habitados por una población jurídicamente homogénea,
como, en su día, pusiera de relieve la doctrina de los fragmentos de Estado.
Un análisis de tales extremos me llevó a concluir, y así lo expuse en mi
contribución al libro homenaje a García Pelayo, (n.º 14 de este volumen) que el
territorio no es un elemento del Estado, sino, utilizando las categorías de Smend,
un factor de integración material del mismo, porque se carga de sentimientos
hasta revestir los caracteres que la antropología filosófica –valga por todas la refe-
rencia a Cassirer– ha señalado como propios del espacio mítico: heterogéneo
como el espacio perceptivo, puesto que el territorio nacional se siente diferente
de todos los demás, de ahí su consagración constitucional y su inviolabilidad
internacional, y metaempírico como el espacio matemático, puesto que el terri-
torio nacional no es el pegujal que se pisa y palpa, sino lo que se siente como
tal, incluso cuando nunca se ha tenido y se reivindica como tierra prometida o
paraíso perdido. El territorio que integra al Estado no es todo aquel sobre el que
ejerce sus competencias, sino el que lo identifica como tal y a la población que
en él se enraíza y cuyos sentimientos lo califican así. Y eso ocurre según de-
muestra la práctica histórica comparada que en su día analicé en los trabajos
atrás citados, por las cargas afectivas que en él invierten quienes lo contemplan

389
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

«sub specie patriae» y así se autoidentifican. Si el hombre es un ser terrícola,


sus comunidades también lo son o tienden a serlo con el fervor propio del irre-
dentismo. Mi estudio tenía por lema una frase de Plutarco muy expresiva de la
tesis aquí mantenida: «la vida no florece lejos de los templos de los dioses y de
las tumbas de los antepasados» (Themistocles, 9).
De lo expuesto resulta que el derecho relativo al territorio estatal y los
denominados derechos reales internacionales, vividos ya como prolongación,
ya como mutilación del propio territorio (sirvan de ejemplo la doble faz de las
servidumbres internacionales), tienen de contenido fundamental un sentimien-
to. El sentimiento de identidad de un cuerpo político que se establece en corre-
lación con el citado espacio.
Muchos años después, al hilo de la lectura de unos textos de Heidegger y
de Ortega relativos al paisaje de las riberas del Rhin y de Medinaceli respecti-
vamente, textos cuyo conocimiento sería de grande utilidad a los urbanistas,
detecté la misma correlación identificadora que las normas constitucionales y
administrativas, tanto españolas como comparadas y más estas que aquellas,
toman progresivamente en cuenta. Así lo publiqué en la hermosa revista El
Cronista del Estado de Derecho Social y Democrático que dirige nuestro com-
pañero el pfr. Muñoz Machado. El paisaje no es, sin más, un espacio, sino,
como dijo el Tribunal Constitucional en Sentencia 102/1995 de 26 de Junio,
«un modo de mirar», versión jurisprudencial de la permanente intuición poéti-
ca: «La mirada es quien crea/ por el amor el mundo», decía Cernuda.
Y un espacio cuya contemplación no es la propia del visitante ocasional,
sino del residente natural. Porque, como sigue diciendo la citada Sentencia,
«clava su mas honda raíz en su carácter simbólico por tratarse de una realidad
topográfica singular… signo distintivo en suma que identifica a un país y con
el que se identifica como les ocurre también a ciertas instituciones o monu-
mentos bien conocidos, unidos indisolublemente a la identidad de un ciudad o
de un nación» (FJ 21). Se trata de lo que Rudolf Smend denominó un factor
material de integración de la comunidad política.
Así se reconoce expresamente en el Convenio Europeo del 2000, pieza
clave en la materia, al definir el paisaje como «cualquier parte del territorio tal
como lo percibe la población» (art. 1 a/), «fundamento de su identidad» (art. 5 a/).
Así lo avala el que la Unión Europea reconoce la existencia de áreas cuya es-
pecial fragilidad motiva un régimen especial de asentamiento de la población.
En efecto, el principio de libre circulación de personas, de capitales y de ser-
vicios (arts. 18, 56 y 59 CEE), tal como lo viene interpretando la jurispruden-
cia del TJUE, exige una ilimitada libertad de circulación y de residencia, así
como el libre acceso a la propiedad inmobiliaria por todos los ciudadanos de

390
21. LOS DERECHOS ENTRAÑABLES ■

la Unión. Sin embargo, la singularidad cultural del Tirol, su fragilidad y el


atractivo de su paisaje para terceros no naturales, ha bastado para justificar las
limitaciones que Austria ha impuesto a la libertad de residencia y de adquisi-
ción de propiedad inmobiliaria en algunas de sus zonas. Algo semejante ocurre
en áreas ultraperiféricas de la Unión como es el caso de las Azores y debiera
ser el de Canarias, o de territorios ajenos a la Unión, pero íntimamente vincu-
ladas a ella, como las islas de Man y Aland. Fuera de Europa, la normativa y
jurisprudencia pro indigenista –no siempre observada en la práctica– de países
iberoamericanos abunda en esta dirección y en el mismo sentido puede seña-
larse la tendencia restrictiva de la propiedad extranjera en todos los microesta-
dos europeos y extraeuropeos, de cuyos avatares tuve una experiencia no pe-
queña con ocasión de mi trabajo de Magistrado constitucional del Principado
de Andorra, como instrumento de defensa de la propia identidad vinculada a
determinada configuración paisajística.
El paisaje y la comunidad que lo contempla porque ante él se asienta, no
el mero visitante, están en recíproca relación de identificación. El derecho am-
biental en el que se inserta la normativa y la doctrina sobre los extremos ex-
puestos, responde así a lo que Parodi ha denominado «un espacio para el hom-
bre». La regulación jurídica del turismo pretende, aunque es claro que no
siempre consigue, insertar al hombre en el espacio sin destruirlo e incluso, por
unos momentos, hacer que el visitante se sienta un residente. La identidad que
así pretende tutelarse es un sentimiento.
Veamos ahora un típico derecho público subjetivo, ese que la jurispru-
dencia comparada ha considerado, por excelencia, «libertad no escrita» (S. 31
de Marzo de 1965, del Tribunal Federal Suizo): la libertad lingüística, una
cuestión de especial importancia en un Estado plurilingüe como España es, a
tenor del art. 3 CE. Desde hace años me vengo ocupando de ello. Primero, a
partir de 1966, en el Consejo de Estado que acuñó la expresión «lenguas de
España» decisiva en la génesis del citado art. 3 CE; después, como constitu-
yente; y, por encargo de la Generalitat de Cataluña, en un dictamen de 1998,
por cierto gratuito y que evitó un recurso del Defensor del Pueblo ante el
Tribunal Constitucional.
Como ha señalado un importante constitucionalista italiano que ha pres-
tado especial atención a esta cuestión, Alessandro Pizzorusso, la regulación
jurídica de la lengua en un contexto plurilingüe puede responder a una o varias
de estas cuatro funciones: a) forma relevante de los actos jurídicos; b) signo de
la voluntad subjetiva de pertenecer a determinada comunidad; c) signo de per-
tenencia objetiva a una determinada comunidad; d) elemento del patrimonio
cultural. La primera, la condición de forma relevante de los actos jurídicos,

391
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

supone substituir por imperativo legal el criterio económico, esto es, el que
atiende al mayor o más utilitario uso de una lengua, por un criterio identitario,
patente en las otras tres funciones enunciadas. Funciones que expresan una
pertenencia voluntaria o incluso involuntaria a una comunidad o, en registro
mucho más débil, desatascan un factor material de identidad comunitaria como
es el patrimonio cultural.
En la España autonómica es claro que el plurilingüismo, íntimamente re-
lacionado con los hechos diferenciales que las Comunidades Autónomas tratan
de institucionalizar, se concreta en determinadas lenguas españolas (art. 3,2 en
relación con la Disposición final) que los respectivos Estatutos catalán (art. 6),
vasco (art. 6), gallego (art. 5) y balear (art. 4,1), califican de «lengua propia». Una
lengua de vigencia territorial, no personal como la oficial de todo el Estado
(Preámbulo del Estatuto Balear), que identifica la personalidad histórica, social y
política de la respectiva comunidad (Preámbulo del Estatuto gallego) y que,
como tal, no solo por razones de fomento, goza de determinada preeminencia
en el marco de la cooficialidad. Y eso aun cuando se trate de una lengua mino-
ritaria en el seno del respectivo territorio, pero, por su valor identificatorio, ca-
lificada de «propia», incluso por quienes la desconocen. El caso del Euskera,
calificado como «lengua del pueblo vasco» (art. 6 Estatuto vasco) y conocida
por no más del 25% de los ciudadanos de Euskadi es un ejemplo paradigmático
pero no único del fenómeno. El Estado de Israel durante muchos años, respecto
del hebreo, y hoy Irlanda, respecto del gaélico y la India respeto del hindi ofre-
cen casos análogos. Como decía Humboldt en su famosa obra, Latium und
Helas «En la lengua se manifiesta y acuña la totalidad del carácter nacional a la
vez que en ella, como en medio del entendimiento general del pueblo, se enraí-
zan las diferencias individuales». Por ello, el Tribunal Constitucional ha desta-
cado el carácter simbólico de la lengua propia (STC 205/1990).
El individuo tiene el derecho de usar de la lengua en cuestión como
miembro de una comunidad lingüística, según los artículos estatutarios cita-
dos. Pero, junto a los derechos lingüísticos, existen los deberes lingüísticos a
cargo tanto de los poderes públicos y de sus agentes como de los ciudadanos a
quienes se impone la obligación de conocer una lengua determinada, empe-
zando por los nacionales españoles respecto del español (art. 3,1 CE) y si-
guiendo por los ciudadanos de las diferentes comunidades con lengua propia
respeto de ésta (art. 6,2 Estatuto Catalán, declarado inconstitucional en la STC
31/2010 frente al criterio seguido en la STC 84/1986 de 26 de junio, FJ II,2
sobre la Ley Gallega 3/1983 art. 2). El ciudadano es usuario de la lengua, pero,
a su vez, está poseído por una lengua que le antecede, le sobrevivirá, contribu-

392
21. LOS DERECHOS ENTRAÑABLES ■

ye decisivamente a la configuración de su personalidad y determina, en gran


medida, su identidad, necesariamente enraizada en una colectividad.
Es evidente que tales procesos y conceptos responden a sentimientos y
emociones. Los derechos públicos subjetivos lingüísticos no tutelan una mera
voluntad, puesto que no son plenamente disponibles y así lo demuestra su co-
rrelación con los deberes lingüísticos. Pero tampoco tutelan un interés concre-
table en la utilidad de la lengua o incluso la voluntad de conocerla. Tutelan un
sentimiento de pertenencia a una comunidad, esto es a una identidad colectiva.
Pero pasemos ahora al derecho privado y a una de sus ramas aparente-
mente ajena a los sentimientos, los derechos reales y su concepto angular, el
concepto de cosa.
La «cosa» es lo no-persona, la naturaleza-no-libre, dirá Savigny, siguiendo
las pautas del derecho común, y, como tal, objeto de la subjetividad cuya
voluntad libre dispondrá sin trabas para usarla e incluso abusar de ella. Según
el Code Napoleon al definir el derecho de propiedad, «disponer de la cosa en
los términos más absolutos» (art. 544). Cuando los derechos reales y funda-
mentalmente el de propiedad se han moderado en aras de su función social, la
interpretación al uso de dicha expresión atiende a los intereses de sujetos
terceros, pero no a las cualidades del objeto.
Ahora bien, hay algunas formas de propiedad que, en razón de la cuali-
dad del objeto, no dan tanto derecho a disponer como obligación de cuidar. El
pastoreo del Ser por el hombre, explicitado por Heidegger, es su tácito funda-
mento. El disfrute del objeto cede ante el deber del sujeto a tutelarlo. La pau-
latina mutación de los derechos reales hacia un derecho medioambiental que
ha señalado la reciente civilística, especialmente la alemana, al hilo de la gran
revolución biológica decantada a partir de la década de los 60, sería la mejor
ilustración de ello.
La propiedad de los animales ofrece un buen ejemplo de lo dicho y nues-
tro compañero Muñoz Machado ha señalado su evolución desde la considera-
ción jurídica del animal como cosa y como energía hacia un tratamiento espe-
cifico muy alejado del reservado a las cosas, sin que ello tenga nada que ver
con las doctrinas animalistas. Es, en efecto, el derecho administrativo el que
rompe con el clásico tratamiento iusprivatista de los animales heredado del
derecho romano. Son razones económicas y sanitarias las que mueven a ello a
lo que se suma una mayor sensibilidad ética y estética de la sociedad de la que
en España es muestra precoz la Circular del Gobernador Civil de Cádiz de 3 de
Mayo de 1875 en la que recomienda a las autoridades locales incluir en sus
Ordenanzas y Bandos la protección animal. Y las más recientes codificaciones
civiles se hacen eco de ello y, abandonando la asimilación de los animales a los

393
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

muebles que hacia el Code, reconocen que el animal no es una cosa. Así el
Código Civil suizo tras la reforma del 4 de octubre del 2002 (art. 641-a,1) o la
Ley catalana 5/2006 de 10 de Mayo (art. 511-1,3). Su bienestar, ajeno al con-
cepto de cosa, es un valor ya muy reconocido en la normativa, la jurispruden-
cia y la doctrina comparadas.
Pero permítanme que vuelva a mi experiencia de campo. Un complejo
dictamen sobre el comercio internacional de animales me llevó a concluir que
un buen ejemplo de un nuevo tipo de propiedad es la relación con el animal de
compañía, figura que, por cierto, tanto incomoda a los forofos de la liberación
animal. Concepto, el de animal de compañía, irreductible a las categorías ro-
manistas clásicas de salvaje, doméstico y domesticable y distinto tanto del
animal de granja como de la mascota. Así lo esbocé, hace años, en la ya citada
Revista con muchos errores que ahora intento depurar. ¿Acaso no desdice ésta
de las cuestiones antes tratadas?¿Como abordar los animales caseros junto con
la lengua o el territorio de la Nación? Responderé con el Poeta: «sic parvis
componere magna solebam» y pediré paciencia; a la Égloga I.ª sigue pronto la IV.ª
El concepto de animal de compañía no tiene en España medio siglo de
antigüedad y se decanta a partir del concepto de animal doméstico. La excesiva
extensión de este concepto en la Ley de Caza de 1902 y en su correspondiente
Reglamento, donde se equiparaba toro, cerdo, gato, gallina «y análogos», ha
sido corregida en la normativa posterior comenzando por la local y autonómica.
La Ordenanza mallorquina de 1973 sobre la «Inserción de los animales de com-
pañía en la sociedad urbana» fue una de las primeras muestras de ello seguida
por la ley Catalana 3/1988 de Protección Animal. Las Comunidades Autónomas
han abundado en la misma dirección y el derecho administrativo de nuestros días
define los animales de compañía como «animales domésticos o domesticados a
excepción de los de renta y los criados para el aprovechamiento de sus produc-
tos, siempre y cuando a lo largo de su vida se les destine únicamente a este fin»;
esto es la compañía (Ley castellano-leonesa 5/97 art. 2).
Por lo tanto, es la convivencia generadora de afectos la que hace al ani-
mal doméstico, domesticado o salvaje, sin mengua incluso de su ferocidad,
animal de compañía. Se quiebra así la clasificación trimembre de los animales
en salvajes, domesticados y domésticos heredada del derecho romano, olvida-
da en la codificación civil y que resucitó en la citada Ley de Caza de 1902
(art. 1), porque la compañía no es una categoría caracteriológica del animal,
sino una función en relación con el acompañado. Es la vinculación afectiva
recíproca entre el dueño y el propio animal, la que hace «de compañía» al ani-
mal cualquiera que éste sea. Las grajillas tertulianas del etólogo Lorenz o la

394
21. LOS DERECHOS ENTRAÑABLES ■

Milana, protagonista de la novela de Delibes Los santos inocentes son buenas


muestras de ello.
El animal de compañía, así configurado por los afectos, no es objeto aná-
logo a cualquier otro mueble y ello afecta a su propiedad, a su posesión y a su
transmisión.
La propiedad se caracteriza por, al menos, los siguiente tres rasgos que la
distinguen de otras formas dominicales: la imprescriptibilidad, la extracomer-
cialidad y la funcionalidad. Me explico.
Primero, el animal de compañía no puede ser objeto de apropiación por
terceros, de manera que en el supuesto de pérdida, entra en conflicto la no
apropiabilidad declarada por la normativa administrativa con lo dispuesto en el
art. 465 CC. En efecto el art. 5 Ley de Caza de 1902, siguiendo la de 1879,
estableció claramente la inapropiabilidad del animal doméstico; pero la Ley de
Caza de 1970, parece en su art. 4,1, abandonar este criterio al considerar piezas
de caza, en consecuencia apropiables por quien las cobre según el art. 22,1,
»los animales domésticos que pierdan su condición» remitiéndose a la corres-
pondiente lista reglamentariamente establecida. Dicho criterio resulta avalado,
en cuanto a los animales domésticos se refiere, en el art. 4,3, a/ del D. 506/1971
de 15 de marzo que aprobó al Reglamento al que se remitía la ley. Pero, a su
vez, ese artículo fue derogado por el RD 1095/1989 de 8 de septiembre, norma
a su vez derogada por la Ley de biodiversidad del 2007. Hoy la solución debe
buscarse en la normativa de caza autonómica. Así, la ley gallega 13/2013 no
considera al animal doméstico «pieza de caza» (art. 3,3) y, entre otras, la ley
vasca 2/2011(art. 3,1) o la riojana 9/1998 (art. 10) lo consideran como tal
cuando está «asilvestrado», es decir «el doméstico que ha perdido esta condi-
ción y deambula por el medio natural sin control de su dueño» (ley balear
6/2006 art. 2, b,3).
Segundo, no resulta transmisible en términos mercantiles, de acuerdo con
lo dispuesto, entre otras muchas normas, por el art. 3,3 de la Ley 8/2003 de
Sanidad Animal. No faltan normas, como por ejemplo la ley balear 1/1992 que
prohíbe convertir a dichos animales en objeto de juegos de azar, e incluso sus
despojos, en algunas legislaciones, se consideran ajenos al comercio de los
hombres. Sin duda, existen establecimientos mercantiles dedicados a la com-
praventa de animales de compañía, pero estos, en el establecimiento, no son de
compañía más que potencialmente y solo se convierten en tales cuando son
adquiridos por el definitivo dueño. Así lo demuestra el diferente régimen jurí-
dico que les es aplicable a los establecimientos mercantiles destinados a dicho
tráfico y a la tenencia de animales de compañía por dueños ajenos al mismo.

395
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

Tercero, es una propiedad eminentemente funcional puesto que está ca-


racterizada por una finalidad exclusiva y excluyente, la compañía, e impone al
dueño una serie de obligaciones de cuidados cada día más exigentes. En efec-
to, aparte de la obligación general de todo poseedor de animales de mantener-
los en adecuadas condiciones higiénico-sanitarias, lo cual supone tanto debe-
res como prohibiciones, la relación persona-animal supone en la normativa
actual una serie de obligaciones concretas. Tales como el alojamiento y ali-
mentación adecuados a su raza y especie y a las necesidades etólogicas que de
ello se derivan, algo que en un medio urbano, denso como son los actuales, ha
dado lugar a una notable complejidad tanto en su formulación como en su
aplicación.
La bilateralidad que esta funcionalidad de la tenencia de animales de
compañía supone ha llevado a exigir ciertas condiciones en su tenedor. Ya el
Convenio Europeo para la protección de los animales de compañía de 13 de
noviembre de 1987 prohibió la venta de los mismos a menores de diez y seis
años sin la aquiescencia y correspondiente responsabilidad de sus padres o
tutores y en España numerosas normativas autonómicas han seguido la misma
dirección y en varias de ellas se prohíbe igualmente la donación de dichos
animales a menores e incapacitados. La finalidad de tales normas es garantizar
en quien adquiere el animal la capacidad de cuidarlo debidamente. Por ello en
Navarra, Cataluña, Aragón, Andalucía y Castilla-La Mancha lo que se prohíbe
es su tenencia por menores o incapacitados. Esto es, la posesión cualquiera
que sea el título que la sustente.
Y todo ello, funcionalidad, extracomercialidad e impresciptibilidad, por-
que se trata de una relación cargada de afectos que el derecho protege al margen
de todo interés económico e, incluso, al margen de la autonomía de la voluntad.
Esta relación identifica tanto al animal en cuanto compañero del hombre
como, sin duda con menor intensidad, al propio propietario del animal.
Nuestra compañera Adela Cortina puso de relieve en esta misma Casa
hace pocas semanas que la condición jurídica de los animales, deja traslucir
cuestiones de alto bordo. Pero parafraseemos al poeta y no cuidemos de cosas
que puedan parecer minúsculas. Hay, en todo caso, derechos reales más dignos
de un cónsul: por ejemplo, la propiedad del propio hogar ¿Acaso no es el hogar
un espacio antropomórfico y la casa contrapunto del Universo en la imagina-
ción poética, como mostrara Gaston Bachelard en su genial Poética del Es-
pacio? ¿Y no es la Casa, en el derecho antiguo y en algunos derechos forales
hoy vigentes y aun renovados, el centro material de la institución familiar?
En el VIII Congreso Nacional del Notariado en el año 2003 tuve ocasión
de calificar de entrañable el derecho de la familia sobre su hogar, porque en-

396
21. LOS DERECHOS ENTRAÑABLES ■

contré en esta noción en la que la moderna civilística pone cada día mayor
atención, los mismos rasgos antes expuestos: la recíproca identificación me-
diante las cargas afectivas del sujeto en el objeto y su tutela jurídica.
El hogar familiar es, en términos de nuestro Tribunal Supremo «el reduc-
to donde se asienta y desarrolla la persona física, como refugio elemental que
sirve a la satisfacción de sus necesidades primarias (descanso, aseo, alimenta-
ción, vestido, etc.) y protección de su intimidad» (STS 16 de Diciembre de 1996).
Definición que muestra tanto la complejidad del hogar que, como la exégesis
doctrinal y jurisprudencial del artículo 47 CE ha puesto de manifiesto, no es
solo el habitáculo, sino los servicios que lo hacen habitable, como su valor
afectivo hasta suponer según reconoce el derecho español y comparado un
valor moral.
La literatura ofrece infinitos testimonios de cómo son los sentimientos
los que convierten el habitáculo en hogar con independencia de sus cualidades
físicas. Baste, por todos, el siguiente fragmento de Knut Hamsun: «En otoño
construyó una choza de turba, impermeable y cálida, resistente a las tormentas
y al fuego. Isak era libre de entrar en ella, en su hogar, de cerrar la puerta y
permanecer en su morada o bien de quedarse fuera en la losa que había delan-
te de la entrada y mostrarse como dueño de toda la casa ante cualquiera que
pasase por allí» (Markens Grode I.º, 1).
Los artículos 33 y 47 CE son el fundamento del derecho constitucional a
la vivienda. La propiedad que el primero de ellos consagra, se fortalece o
debilita según coincida o no con su utilización hogareña, ratio del segundo. La
condición de hogar fortalece la propiedad. Baste pensar en la defensa de la
vivienda habitual dada en garantía hipotecaria a que responden los Reales
Decretos Leyes 8/1011 de 1 de Julio, 6/2012 de 12 de Marzo y 27/2012 de 15
de Noviembre. Y, a la inversa, la propiedad se debilita en favor del tercero que,
sin ser propietario, tiene allí su hogar. Por ejemplo, el inquilino y la prórroga
del contrato por sus familiares más directos. O los artículos 525 CC y 108.3.º
LH relativos al derecho personalísimo de habitación. Es la afección de tal
derecho sobre piezas de la casa ajena a las necesidades del titular del derecho
de habitación «y de las personas de su familia» (art. 524 CC) lo que tal derecho
protege. Es el ingrediente familiar el que lo justifica.
De ser un «derecho terrible» como reza, siguiendo las huellas de Becca-
ria, el famoso titulo de Stefano Rodotá, la propiedad se hace íntima y cordial y
el mismo Rodotá pone como ejemplo de lo que denomina «propiedades favo-
recidas» la normativa y jurisprudencia sobre la vivienda.
El ingrediente afectivo atrás citado al hilo de la jurisprudencia del Tribu-
nal Supremo, convierte la casa en vivienda y la institucionaliza. Es decir, hace

397
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

del derecho real sobre la vivienda y de otros derechos reales y obligacionales


conexos que la hacen habitable, por ejemplo los derivados de contratos relati-
vos a determinados servicios y suministros necesarios cuando no imprescindi-
bles, relaciones jerarquizadas a un fin superior por estimarse más valioso: el
derecho al hogar. Y esto y no otra cosa es la institución
Ahora bien ¿de quién es el hogar? Más allá de su titularidad individual e
incluso conyugal, el verdadero titular del hogar es la familia. Así resulta del
bien conocido art. 1320 CC, pero también del art. 12 LAU, tras la reforma
de 1994 determinada por la jurisprudencia inaugurada por la STS de 31 de
octubre de 1986 que reconoce la titularidad arrendaticia de la familia y los
artículos 91,1 y 144, 5 RH. Que el interés familiar prima sobre el individual de
su titular formal, propietario, usufructuario o inquilino, se demuestra atendien-
do a la exigencia de consentimiento del cónyuge para actos de disposición o de
gravamen, consentimiento especialísimo que excede el genérico de los artícu-
los 1377 y 1378 CC. Normas como las del art. 1353 CC (sobre la presunción
del carácter ganancial de las donaciones) o el 1357 (sobre bienes comprados a
plazos por un cónyuge antes de la sociedad de gananciales), ambos de especial
relieve en cuanto a los inmuebles se refiere, muestran la tendencia a afectar a
la familia el hogar y sus pertenencias. La preferencia del art. 1406,4.º CC en
favor del cónyuge supérstite de la vivienda habitual es otro signo del carácter
institucional de la vivienda, contaminado así de la índole institucional que ya
Cicu señalara como característico del derecho de familia. La más reciente
práctica del derecho de familia en cuanto al destino de la vivienda habitual en
supuestos de crisis matrimonial, no hace sino acentuar ese carácter institucio-
nal, si bien son los hijos menores y en función de ello la madre, quienes tien-
den a protagonizar lo que se considera como interés familiar. Lo mismo revela
la contribución notarial al derecho sucesorio potenciando la figura del usufruc-
to viudal y atribuyéndole funciones comisariales (nuevo art. 831 CC). Es el
habitar heideggeriano y no el mero estar lo que constituye el hogar.

2. LA CONSTRUCCIÓN JURÍDICA

A lo largo de la exposición de cinco importantes fenómenos jurídicos he


tratado de hacer lo que Ihering denominó «química del derecho». Esto es su
desmenuzamiento. Ahora toca, a partir de tales elementos construir el concep-
to con extensión suficiente para comprenderlos a todos ellos y con la compren-
sión precisa para identificar su identidad categorial. Tal es la tarea de lo que el
mismo Ihering denominó jurisprudencia superior.

398
21. LOS DERECHOS ENTRAÑABLES ■

Los derechos, entre otros muchos, así ejemplificados responden a la es-


tructura general del derecho subjetivo. Si, como he dicho y repetido a lo largo
de esta intervención, sujeto y objeto se identifican recíprocamente, no dejan de
ser distintos el residente y el paisaje, el animal de compañía y su dueño, la
familia y su hogar. Incluso si el territorio nacional, como factor material de
integración política configura la nación, constituye un polo objetivo con el que
la comunidad nacional, polo subjetivo, se relaciona. Son distintos y por ello
contribuyen a su recíproca identificación. La inmortal obra de Otto Brunner,
Land und Herrschaft, ofrece importantes testimonios de ello.
Pero, a la vez, los fenómenos atrás analizados no son, frente a los dere-
chos subjetivos comunes, tanto públicos como privados, una situación de
poder concreto exclusivo y excluyente sobre un ámbito de la realidad. Antes
bien se identifican en función de dicha realidad que requiere su tutela y, por
ello, se caracterizan por su condición extraeconómica y por su transdescen-
dencia.
Los derechos que acabo de ejemplificar contribuyen, en grados diversos
claro está, a la autoidentificación del sujeto a través del objeto también identi-
ficado. Entre uno y otro se establece una relación noético-noemática cargada
de sentimientos en la cual el sujeto constituye afectivamente al objeto y, a su
vez, se reconoce en él y así se identifica con el frente a terceros. La literatura
ha dejado elocuentes testimonios de ello. Baste como muestra recordar
que Don Quijote, dirigiéndose al misterioso encantador que había de ser su
futuro cronista, exclama: «Ruégote no te olvides de mi buen Rocinante, com-
pañero eterno mío en todos mis caminos y carreras» (Quijote I.ª, 2). Se trata de
lo que la fenomenología existencial, rescatando un viejo término, denominó
«intencionalidad», que no es ciertamente la mera contemplación intelectual,
sino, a través de una decantación teórica, al menos desde Brentano a Merleau
Ponty pasando por Husserl, un proyecto de experiencia vivida.
Pero no cumplen esta función mediante el dominio sobre un objeto. No son
el poder de un sujeto sobre una cosa. El territorio no es el objeto de la potestad
estatal ni, lo que a los efectos sería lo mismo, su delimitación espacial, ni el pai-
saje es disponible por sus vecinos y, menos aún, por sus visitantes, ni la lengua
el objeto del poder de quienes la hablan ¿Podría Don Quijote por ventura vender
a Rocinante o el Parlamento de Cataluña suprimir la lengua catalana? Antes
bien, hemos visto que el territorio nacional identifica al Estado tanto como la
lengua propia a la comunidad de sus hablantes y el paisaje a su vecindario.
Reciprocidad que volvemos a encontrar en la relación del hombre con su animal
de compañía y en la de la familia con su hogar, sin duda, más en el derecho an-
tiguo, pero también, con relación al hogar conyugal, en el más reciente. Los de-

399
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

rechos en cuestión, por lo tanto, identifican. Al sujeto y al objeto en la intersub-


jetividad. Y al generar un haz de relaciones jurídicas jerarquizadas en torno a
un fin común, tienden a institucionalizar el objeto y, en función del mismo, al
sujeto. ¿No son típicamente institucionales las relaciones y las normas relativas
al territorio nacional y al domicilio familiar, incluso en el nuevo derecho de fa-
milia, aparentemente más contractual que institucional?
Esta íntima vinculación entre sujetos y objeto que, como quedó expuesto
más atrás, humaniza al objeto: al espacio convertido en «lugar» por la comu-
nidad humana que en él se asienta; a la lengua, hecha «propia» por quienes, la
hablen o no, porque así la sienten; al inmueble convertido en «hogar»; al ani-
mal de compañía por la especial relación que le une a quien, a falta de otra
palabra, seguimos llamando su dueño. Tal relación hace del objeto una magni-
tud intensa, frente a la cosa, objeto clásico de los derechos reales, que es una
magnitud extensa. Y permítanme que utilice una y otra categoría kantiana
(prolongando la analítica trascendental de la primera Crítica con el concepto
de sublime dinámico de la tercera) incomprensiblemente olvidadas por los
juristas y a mi entender claves par explicar fenómenos como los que acabo de
exponer. Las magnitudes extensas se miden, las intensas se sienten; aquellas se
pueden contar, dividir, distribuir y compensar; estas no. Por existenciales son
infungibles e irreductibles a valoraciones económicas.
Como señalara Nussbaum en su famosa Teoría Jurídica del Dinero, éste
sirve para homogeneizar el valor de las cosas más diferentes y, en consecuen-
cia, permitir su compensación e intercambio. Así quedo claro desde el texto de
Gayo IV, 48. Pero el hecho es que hay objetos cuya especial humanización, no
otra cosa, los coloca «extra commercium» y no pueden ser económicamente
valorados. El territorio nacional no se vende, aunque sí se vende el colonial y,
volviendo a la magistral novela de Miguel Delibes, el desdichado gañán no se
deja compensar, mediante el regalo de otros pájaros, la muerte de su Milana.
El derecho de propiedad, tan paradigmático en el campo privado como en
el público, ha sido visto en su versión clásica como un factor de individualiza-
ción y aislamiento. Así lo entendieron desde Rousseau a Marx. Pero, en los
fenómenos de los que he dado cuenta, la relación de los hombres con el objeto
de su derecho no los individualiza sino que los identifica, como ya he expues-
to, y no los aísla sino, antes al contrario, los abre a la intersubjetividad.
La apertura tiene lugar porque la relación noético-noemática, al descosi-
ficar el objeto, permite que el sujeto se trascienda en otro y aun más en otros.
Desde la comunidad lingüística a la conyugal. Baste pasear por un parque al
atardecer para comprobar la función sociabilizadora de la propiedad de un

400
21. LOS DERECHOS ENTRAÑABLES ■

perro. Una propiedad que identifica al propietario y no lo aísla sino que lo re-
laciona no solo con su perro, sino con los otros propietarios de perros.
Una reciente tesis doctoral presentada en la Politécnica de Madrid ha
señalado la posibilidad de crear o incluso de apropiarse de un paisaje suburba-
no como instrumento de autoidentificación mediante la espacialización de lo
que Veblen en su Teoría de la clase ociosa denominó «gasto ostentoso». Si
mediante tal recurso se consigue la autoidentificación colectiva de un determi-
nado sector social, es claro que surge un orden concreto en el que el propieta-
rio se trasciende, cualquiera que sea el juicio que el fenómeno merezca. Pero
si el gasto ostentoso espacializado tan solo pretende la autoafirmación del su-
jeto, la alteridad desaparece.
Ahora bien, todo ello, la función recíprocamente identificadora, la infun-
gibilidad y la sociabilidad, son resultado de la afectividad que impregna la
relación noético-noemática de los nacionales con su territorio, de los vecinos
con su paisaje, de los hablantes con su lengua propia, de la familia con su
hogar. En tales derechos lo que está en juego no es la autonomía de la voluntad
ni las magnitudes extensas que denominamos intereses, sino unas magnitudes
intensas tan íntimas como cordiales.
Las magnitudes extensivas son, según Kant, aquellas que se nos revelan
cuando a las intuiciones puras de espacio y tiempo aplicamos las categorías de
cantidad. El resultado no es distinto al extenso cartesiano: las partes extra-
partes. Pero, junto a estas magnitudes extensivas, Kant señalaba otras magni-
tudes intensivas, resultantes de aplicar a las intuiciones puras las categorías de
cualidad. Mientras las de cantidad nos obligaron a pensar los objetos como
magnitudes extensivas, las de cualidad nos llevan a pensarlos con un cierto
grado de intensidad, es decir, como reales y limitados.
A mi juicio, esta noción kantiana es susceptible de dos interpretaciones.
Una física y otra afectiva. Una, referida a la primera de las Críticas, y otra, a la
tercera. Aquélla, ceñida a la materia que tiene que llenar la figura geométrica
para convertirla en un objeto físico capaz de producir una sensación. Ésta,
vinculada a la dimensión existencial de las categorías de cualidad: la realidad,
la negación y la limitación.
En efecto, las categorías según la cualidad son existenciales, porque afir-
mando o negando la realidad y reconociendo la limitación, el hombre se en-
frenta con lo sublime. Lo sublime, según la Crítica del Juicio, es aquel objeto
de la naturaleza cuya representación conduce al espíritu a pensar la inaccesibi-
lidad de la propia naturaleza como exposición de ideas, porque al conocimien-
to como facultad de los conceptos se opone, superándolo, la razón como facul-

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■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO

tad de las ideas. A la experiencia categorizada de lo sensible, la intuición de lo


ilimitado que hay detrás.
Ahora bien, para Kant lo sublime puede ser matemático o dinámico, según
se refiera a la ilimitación de lo extenso o la inconmensurabilidad de lo intenso.
Para explicar lo que este último es, el pacifista Kant recurre a ejemplos como
la guerra, donde el hombre es capaz de dar una plenitud de sentido incluso a lo
que había de llamarse la certeza de toda imposibilidad que es la muerte y, en
consecuencia adquirir una plenitud de libertad. En expresión de Kant, aquellos
casos en los cuales el espíritu puede hacerse sensible a la propia sublimidad de
su determinación, incluso por encima de su naturaleza. Es dulce y honroso
morir por la patria, decía Horacio, y cuando en tan suaves palabras notamos el
acento de lo sublime es porque nos hiere la libertad suprema de disponer con
sentido, con referencia a la trascendencia, de la propia vida.
Sólo la trascendencia proporciona este sentido, y en ella cabe distinguir
entre lo que en una dimensión vertical es trasascendente, y que «no a todos es
dado entender» (Mt. 19, 10), y una dimensión horizontal que, sin ninguna
connotación peyorativa, cabría denominar transdescendente y que no puede
ser otra que la intersubjetividad, condición trascendental de nuestra subjetivi-
dad. El martirio y la guerra son dos ejemplos sangrantes y extremos de esta
decisión, en pro de algo que, por sernos distinto y, sin embargo, raíz de noso-
tros mismos, nos permite orientarnos y adquirir con ello plenitud de sentido.
Pero volvamos a la intimidad y cordialidad de las magnitudes intensivas
que, junto con la trasdescendencia de «unirse estrechamente con alguien, de
todo corazón», son las principales acepciones que el Diccionario de la Real
Academia nos da de «entrañable». Por eso propongo llamar «entrañables» a
estos derechos: los derechos que tutelan un sentimiento, pero no un sentimien-
to cualquiera, sino el de identificarse en relación con un objeto afectivamente
cualificado y en el seno de una colectividad.

3. UNA NUEVA CATEGORÍA

¿Tiene ello alguna utilidad? ¿Estas lucubraciones son algo más que la
pobre versión de lo que despectivamente Gierke llamaba las fantasías de los
artistas del derecho? Las categorías, decía Kant, sirven para iluminar los he-
chos que sin ellas están ciegos. Pero las categorías no crean los hechos ni las
normas. Propugnar lo contrario fue lo que Rumelin denominara el «pecado
contra el Espíritu Santo» de la jurisprudencia conceptual. Pero, al iluminarlos,
permiten identificarlos y utilizarlos. Son lo que el citado Heck denominó «con-

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21. LOS DERECHOS ENTRAÑABLES ■

ceptos clasificatorios». La razón categorizante no crea la realidad, pero permi-


te ordenarla, conocerla y dominarla.
Lo primero, el conocimiento categorial, permite aprehender intelectual-
mente los fenómenos y descubrirlos, más allá del torrente de la experiencia, en
lo que tienen de singular y permanente. Que un objeto no sea una cosa sin más,
sino que se cualifique como «entrañable» y que la relación con el mismo no
sea meramente posesiva sino identificatoria y tuitiva; esto es, que se le conozca
de verdad, es importante,
Porque, y éste es el segundo extremo atrás enunciado, es claro que el
dominio de la realidad es mayor cuando más profundo sea su conocimiento y
el jurista que pretenda enjuiciar los hechos y aplicar las normas en vez de en-
fangarse en unos y otras deberá recurrir a las categorías. De ahí su imprescin-
dible utilidad para la buena práctica del derecho. Pero categorías que respon-
dan a la realidad de los hechos y no pretendan substituirla por conceptos
hueros. Por eso, cuando la realidad no cabe en las categorías existentes, el
buen jurista, decía Jellinek, debe de ser capaz de crear otras nuevas.
Para volver sobre lo dicho, mal jurista sería quien no viera la distancia
abismal que hay entre la propiedad de una SICAV y la del domicilio conyugal,
algo que la opinión pública conoce muy bien cuando reacciona, incluso vio-
lentamente, ante un desahucio por impago y considera normal el embargo de
una cuenta de valores por el acreedor. E igualmente ciego sería quien no viera
en los derechos lingüísticos tanto un poder como un deber. El legislador regu-
lará mejor lo entrañable y el juez lo tutelará más eficazmente, si toma concien-
cia de su existencia a través de la correspondiente categoría.
Sin embargo, lo que denomino derechos entrañables son hoy harto polé-
micos. Por un lado, como he puesto de relieve a través de una serie de ejem-
plos, tienden a afirmar su singularidad frente a unos conceptos tenidos por
clásicos y se oponen a una visión meramente cuantitativa de las relaciones ju-
rídicas: el «lugar» frente al espacio, el animal frente a la cosa. Y es evidente
que esta reconquista de lo intenso frente a lo extenso no es pacífica, porque las
categorías que consideramos clásicas han sido paulatinamente embargadas por
una visión supuestamente objetiva y en realidad cuantitativa y fisicalista que
solo conoce magnitudes extensas, ajenas a todo sentimiento. La mutación ju-
rídica que en el derecho privado ha supuesto la economía, tan brillantemente
ilustrada por nuestro compañero Javier Conde en 1947 bajo el título de Las trans-
formaciones del derecho patrimonial en la época del capitalismo y que la
masificación, aceleración y fluidificación del tráfico en los años siguientes no
han hecho más que acentuar, parece provocar la reacción de la legislación, la

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jurisprudencia y la doctrina. Así lo muestra el reciente tratamiento jurídico de


los fenómenos atrás expuestos.
Pero, a la vez, el horizonte de tales derechos resulta más que sombrío,
porque la evolución económica y social parece diluir sus elementos subjetivos
y objetivos. Las migraciones masivas al desenraizar las poblaciones tienden a
privar al espacio de su carácter nacional, la presión turística y urbanística ame-
naza el paisaje, el plurilingüismo, que en realidad es el monopolio de una
nueva koiné, pretende excluir la lengua propia oponiendo a su función identi-
taria una mayor utilidad económica, y en la sociedad de consumo hasta la
mascota, recosificación del animal en mero adorno, desplaza al animal de
compañía. La homogeneización cultural profetizada hace más de doscientos
años por Herder y que la globalización pretende hacer efectiva, substituye los
afectos colectivos por instrumentos individuales.
Ante la insuficiencia del ayer que se trata de superar y las amenazas de un
inmediato mañana, un verdadero humanismo jurídico, esto es aquel que busca
un derecho de talla humana, requiere emancipar mediante nuevas categorías
–esas categorías que no substituyen a los hechos, pero que son capaces de
conducirlos como, en metáfora famosa, el capitán a los soldados– que den
solidez a fenómenos como aquellos cuyo análisis he esbozado. Fenómenos de
orden intenso y no meramente extenso que afectan a lo más entrañable de
nuestra vida: a la identidad del sujeto de la que la intersubjetividad es condi-
ción trascendental de posibilidad.

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21. LOS DERECHOS ENTRAÑABLES ■

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En esta obra se recogen veintiún trabajos de diversa pro-
cedencia, que resumen el pensamiento de Miguel Herre-
ro de Miñón en la rama de derecho constitucional. Todos
ellos muestran su conexión con los retos planteados por
el pensamiento y la doctrina contemporáneos de los más
destacados autores en la materia. Valga, pues, este libro
como un recopilatorio de la labor de casi cincuenta años
de magisterio de uno de los padres de nuestra Constitución.

CENTRO DE ESTUDIOS POLÍTICOS Y CONSTITUCIONALES

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