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E l mo rt al i nm ort a l

M a ry S h el le y
El mortal
i nmo rtal

Pl a net a
C l ás i cos de l Ter r or
Legales

Título original: The Mortal Immortal


Niña de la luz
Por Mariana Enriquez

No hubo en su época, entonces, y no hay


ahora muchas mujeres como Mary Shelley.
Nació en 1787, a fines del siglo XVIII: la gran
mayoría de las mujeres de su tiempo esta-
ban destinadas únicamente a la vida hoga-
reña y la reproducción, quizás algunas al
brillo en los salones de sociedad, si perte-
necían a la nobleza. Pero Mary era hija de
dos de los pensadores más importantes de
Inglaterra, y estaba destinada a una exis-
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Mariana Enriquez
Prólogo

tencia diferente. Su madre fue Mary Woll-


stonecraft, pionera del feminismo, autora
de Vindicación de los derechos de la mujer,
donde establecía, entre otras cosas, que la
mujer tenía derecho a una educación y a la
igualdad social respecto de los hombres. Su
padre fue William Godwin, filósofo y no-
velista, autor de una obra de gran prestigio
en el pensamiento británico, Disquisición
sobre la justicia política y su influencia en
la virtud y felicidad de la gente. William y
Mary formaban una pareja peculiar: ella te-
nía una hija producto de un romance ante-
rior —situación verdaderamente escanda-
losa que Godwin, un librepensador, aceptó
con gusto— y vivían en diferentes casas. Se
casaron, sin embargo, porque comprendí-
an que enfrentarse a las convenciones so-
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ciales de forma radical podía afectar el fu-
turo de los hijos que tuvieran en común.
Pero sólo fueron padres de una niña: Mary
Wollstonecraft sufrió una infección gene-
ralizada posterior al parto y falleció ocho
días después de dar a luz: no pudo salir del es-
tado de inconsciencia y no conoció a su hija.
Al principio, Godwin no supo que ha-
cer con la beba. No quería que su hijita ni
Fanny —la hija de Mary— crecieran sin la
presencia de una mujer. Después de pro-
ponerles matrimonio a dos mujeres que lo
rechazaron, se casó con su vecina, Mary
Jane Clairmont.
Entre las primeras hijas de Godwin y la
nueva esposa había fricciones domésticas,
pero por lo demás la vida era bastante apa-
cible, aunque intelectualmente intensa.
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Mariana Enriquez
Prólogo

Mary era estimulada para crecer en un ám-


bito preocupado por su educación y, al mis-
mo tiempo, tenía total libertad para elegir
vivir su vida como quisiera.
Pero, como suele suceder con los libre-
pensadores, una cosa es lo que escriben y
otra muy distinta lo que hacen cuando la
realidad los obliga a actuar. En casa de God-
win desfilaban los intelectuales, y Mary,
desde pequeña, estaba invitada a presenciar
las conversaciones. Con el tiempo, mien-
tras se hacía adolescente, hasta participaba
de charlas en las que podían estar presentes
poetas enormes como Samuel Taylor Cole-
ridge. En una de esas reuniones conoció a
uno de los admiradores más jóvenes de su
padre, el poeta e hijo de un baronet Percy
Bysshe Shelley. Mary tenía casi diecisiete
10
años cuando lo conoció; Shelley tenía vein-
tiuno. El padre desaprobaba la simpatía de
los jóvenes: Shelley estaba casado y, ade-
más, su personalidad era inestable. Los jó-
venes no dudaron por demasiado tiempo:
Shelley se separó de su esposa y poco des-
pués, a mediados de 1814, se escapó con
Mary, en plena noche. La pareja se llevó con
ellos a Claire, la hermanastra de Mary.
Durante varios años fueron uno de los
tríos más peculiares de Europa. Viajaban
de país en país, a veces los tres juntos, otras
las mujeres por un lado y Shelley por otro:
él tenía muchas deudas y era acosado por
sus acreedores. Vivieron en Holanda, Fran-
cia, Inglaterra, Suiza, mezclando paisajes
extraordinarios con meses de miseria, tar-
des de romanticismo extremo con tedio-
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Mariana Enriquez
Prólogo

sos roces de convivencia, dramas familia-


res con iluminaciones literarias. En ese via-
je ininterrumpido, Mary perdió a su pri-
mera hijita, que murió poco después de
nacer prematuramente. Ya tenía otro hijo,
William, y una situación financiera más es-
table cuando junto con su esposo y su her-
manastra se instaló en Ginebra, en una casa
pequeña junto al lago Leman. En la otra ori-
lla estaba Villa Diodati, la mansión de uno
de los mejores amigos de Percy Shelley,
Lord Byron.
La noche de ese verano de 1816 que los
Shelley compartieron con Lord Byron y
John Polidori —el médico de Byron— es
mítica y ha sido recreada infinidad de ve-
ces. Las noches en la mansión eran de char-
las, láudano, probablemente sexo, todos
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eran muy jóvenes y se comportaban un
poco como estrellas de rock. Byron, una de
esas noches, después de leer varios cuentos
de fantasmas de una célebre recopilación
alemana, les propuso a cada uno escribir un
cuento de terror. El clima exterior propi-
ciaba que detrás de las paredes los jóvenes
se inclinaran por temas sobrenaturales: esa
temporada fue absolutamente gris, con el
cielo encapotado por ceniza volcánica, mu-
cho mas frío y lluvioso de lo común; pare-
cía el último verano del mundo.
De los presentes, sólo dos consiguieron
un relato de horror que superó el paso del
tiempo. John Polidori escribió «El vampi-
ro», primer cuento de vampiros de la lite-
ratura occidental. Y ese verano Mary con-
cibió Frankenstein, que publicaría en 1818,
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Mariana Enriquez
Prólogo

una de las novelas fantásticas y de terror


más importantes de la literatura.
A fines de ese año, la pareja estaba de
vuelta en Inglaterra. Claire había quedado
embarazada de Byron —que no le prestaba
atención— y la esposa de Shelley, Harriet,
se había suicidado. Para tener mejores opor-
tunidades de obtener la tenencia de sus hi-
jos, Shelley le propuso matrimonio a Mary,
y ella aceptó. El casamiento descongeló un
poco las relaciones con Godwin, pero no del
todo: el filósofo había deseado una vida más
tranquila para su hija inteligente y hermosa.
La pareja, sin embargo, le siguió enviando
dinero al pensador —lo consideraban un
genio, y Shelley estaba decidido a ser su be-
nefactor aunque como yerno sólo recibiera
desprecio— y se dedicó a trabajar. Él escri-
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bía un largo poema, ella retocaba Franken-
stein. Por esa época, Shelley le dedicó a su
esposa un poema donde la llamaba «niña
del amor y de la luz».
La vida de Mary oscilaba, sin embargo,
entre la luz y la oscuridad. Amaba a su es-
poso, y su estilo de vida poco convencional
la hacía muy feliz; pero sufría por su sobri-
na, la hija de Claire, que se encontraba en un
internado para señoritas después de que la
madre le diera la tenencia a Byron. Además,
durante un viaje a Venecia, Mary volvió a
sufrir la pérdida de un hijo; su tercera hija
murió tras una infección. Esas muertes, se-
guidas por el suicidio de su hermana mayor,
la hundieron en la desesperación y la acer-
caron cada vez más a los temas lúgubres y
sobrenaturales, que también le gustaban
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Mariana Enriquez
Prólogo

mucho a su marido. En 1819, los Shelley per-


dieron al único hijo que les quedaba vivo,
William, que murió de malaria en Roma. En
una carta a una amiga, Mary escribió: «La
idea de mi hijo no me abandona ni por un
instante. He perdido todo interés en la vida».
Muchos críticos creen encontrar dos lí-
neas que confluyen en la literatura de Mary
Shelley. Por un lado, la mujer intelectual
que, influida por el pensamiento de su pa-
dre y de su esposo, se interrogaba acerca del
poder del hombre sobre la naturaleza, los
riesgos de la ciencia sin control y de la Revo-
lución Industrial, todos temas centrales en
Frankenstein (1818) y en El último hombre
(1826), una novela de ciencia ficción apoca-
líptica que reflexiona sobre la futilidad de la
especie humana. Y, por otro lado, la mujer
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que tenía necesidad de contar su experien-
cia mediada por la ficción: así en Matilda, su
novela de 1820, plantea un triángulo entre
una hija, su pareja y su padre, que recuerda
al propio, y en Frankenstein es indudable
que los elementos macabros son su extraña,
extrema manera de lidiar con la muerte de
sus seres más queridos, con la imposibilidad
de revivirlos, con toda la frustración y tris-
teza causada por lo irreversible.
En 1822, Mary también perdió a su ma-
rido: Percy Shelley se ahogó durante una
tormenta cuando viajaba en su velero, el
Don Juan, desde Livorno hasta Lerici, en
Italia. Byron y otro de los mejores amigos
de la pareja, Trelawny, participaron de la
cremación del cuerpo (esto se hacía en aque-
llos años como procedimiento regular, por
17

Mariana Enriquez
Prólogo

cuestiones sanitarias). Trelawny, que era un


hombre muy particular, rescató el corazón
del poeta de la pira funeraria y se lo entre-
gó a Mary, que lo conservó por el resto de
su vida.
Mary Shelley sobrellevó la muerte de su
esposo con mucha entereza. Quizá la ayu-
dó la presencia de su hijo casi recién naci-
do, Percy, el único que se convertiría en
adulto. Quedarse sola, además, la obligó a
dedicarse de lleno a la literatura. Antes su
vida había sido eminentemente literaria:
pero ahora, sin la contribución financiera
de su esposo —el suegro, un hombre rico,
no era generoso en lo más mínimo con su
nuera y su nieto— se vio obligada a escribir
para mantenerse. A trabajar de escritora.
Una rareza en su época y una tarea que exi-
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gía mucho coraje. Escribió de todo: nove-
las históricas como The Fortunes of Pervin
Warbeck o Valperga, novelas con protago-
nistas femeninas como Lodore, relatos de
viajes, biografías de artistas, incluso editó
las obras completas de su esposo; los poemas
de Shelley anotados por su esposa siguen
siendo considerados una pieza fundamen-
tal por los estudiosos del poeta. El éxito de
Frankenstein le permitía el acceso a edito-
res de confianza, que con frecuencia le pe-
dían cuentos. Pero a ella los relatos cortos
le costaban más. De vez en cuando, sin em-
bargo, conseguía completar cuentos nota-
bles como «El mortal inmortal».
Publicado en 1833, poco después de la
reedición corregida de Frankenstein, lo
protagoniza un hombre que, cuando inicia
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Mariana Enriquez
Prólogo

el relato de su historia, acaba de cumplir tres-


cientos veintitrés años. Su aspecto todavía
es joven, pero ha vivido mucho, demasiado.
¿Y por qué? Aquí Mary recurre a un alqui-
mista, mago y filósofo alemán llamado Cor-
nelius Agrippa (1486-1535) que la obsesio-
nó toda su vida, y que también aparece en
Frankenstein como uno de los ídolos del
desgraciado doctor. Agrippa fue un célebre
estudioso quien, como todos los ocultistas
de entonces, murió rodeado de leyendas.
Una de ellas decía que había convocado de-
monios durante sus experimentos. Mary
Shelley toma esta leyenda y la convierte en
la razón por la cual los ayudantes de Agrip-
pa huyen de su lado, e impide al alquimis-
ta, ahora sin colaboradores, completar una
poción que es el trabajo de su vida.
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Uno de los ayudantes, sin embargo, ac-
cede a volver a su lado aunque les tiene mie-
do a las historias de diablos. Es que Agrip-
pa paga bien, y el joven ayudante tiene una
novia que lo presiona para conseguir el di-
nero que le permita pedir su mano. El jo-
ven no ve demonios en el estudio de Agrip-
pa y pierde el temor. Pero una noche, por
un malentendido, bebe una poción. Y des-
cubre que hay maldiciones peores que los
demonios del infierno.
La idea de que la vida eterna en la Tie-
rra puede ser la peor de las maldiciones, una
posibilidad más horripilante que visiones
de demonios y monstruos, es típica de Mary
Shelley: es el hombre jugando a ser Dios,
tratando de torcer la naturaleza, quien se fa-
brica su propio infierno en la Tierra. Así, el
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Mariana Enriquez
Prólogo

joven inmortal ve envejecer a su amada, via-


ja de un lado a otro en una perpetua huida
para evitar que los lugareños, al advertir que
por su rostro no pasan los años, lo acusen
de brujo; está completamente solo, imposi-
bilitado de hacer amigos. «Cuanto más vivo,
más temo a la muerte», dice el desdichado
protagonista, «aunque aborrezca la vida. Ése
es el enigma del hombre, nacido para pere-
cer, cuando lucha, como hago yo, contra las
leyes establecidas de su naturaleza». Entre
el terror y la ciencia ficción, este cuento de
Mary Shelley —que quizás haya tomado su
tema de «El hombre de la arena» de E. T. A.
Hoffmann, aunque ella no dejó constancia
en su diario de haber leído el relato del es-
critor alemán— influiría, entre otros, a Ed-
gar Allan Poe, e inspiraría muchos relatos
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fantásticos que consideran la vida eterna en
la Tierra una maldición; una maldición que
resulta aún más terrible porque el hombre
cree que vivir para siempre debería ser la
mayor bendición posible.
Ésa es la lectura literaria de Mary She-
lley, lo que nos dice con «El mortal inmor-
tal» como intelectual. Pero como mujer,
desde su vida y su experiencia, este relato
nos habla de cuánto afectaba a la escritora
haber sobrevivido a sus hijos, su esposo, sus
hermanas, sus amigos; y también, claro, el
miedo a la muerte de una mujer que no era
religiosa y no creía en el más allá.
Sus últimos días fueron tranquilos. El
único de sus hijos que sobrevivió a la in-
fancia, Percy, heredó la fortuna de su abue-
lo y se casó con una mujer que adoraba a
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Mariana Enriquez
Prólogo

Mary, llamada Jane. Los jóvenes la acom-


pañaron cuando murió en 1851 y cumplie-
ron su deseo de enterrarla junto a sus pa-
dres. Los tres, la pionera feminista, el filósofo
político y la mujer libre que escribió Fran-
kenstein y conquistó la imaginación del fu-
turo, están enterrados junto a la iglesia St.
Peter’s, en Dorset, Inglaterra. Las cenizas
del poeta Percy Shelley están enterradas en
Roma pero su corazón, conservado por
Mary, yace junto a ella en su tumba.

24
El mortal
inmortal

16 de julio de 1833. Éste es un aniversario


inolvidable para mí. ¡Cumplo trescientos
veintitrés años! ¿Soy el Judío Errante? Cier-
tamente, no. Sobre su cabeza pasaron cer-
ca de dieciocho siglos. Comparativamente,
soy un inmortal muy joven. Entonces, ¿soy
inmortal? Día y noche me he planteado esa
pregunta desde hace trescientos tres años,
y no conozco la respuesta todavía. Ya he
descubierto una cana entre mi pelo casta-
25

El mortal inmortal
Mary Shelley

ño, hoy precisamente; y ésa es una marca de


deterioro. Pero acaso haya permanecido
oculta todo este tiempo.
Voy a contar mi historia, para que el lec-
tor entienda mi caso y pueda juzgar. Pasa-
rán, de ese modo, algunas horas de una lar-
ga eternidad que se me hace tan aburrida.
¡Eternamente! ¿Es posible vivir eterna-
mente? Supe de encantamientos en los cua-
les las víctimas son sumidas en un profun-
do sueño, y que tras cien años despiertan,
tan frescas como siempre; he oído hablar de
los siete durmientes,* de modo que ser in-

* «Los siete durmientes de Éfeso» es una le-


yenda cristiana que data del siglo III d.C., que re-
fiere la historia de siete jóvenes que durmieron dos-
cientos años para evitar la persecución religiosa del
Imperio romano. (N. del E.)

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mortal no debería ser tan angustiante; pero,
¡ay!, el peso del tiempo interminable, ¡el
transcurrir tedioso de las horas! ¡Cuán feliz
fue el legendario Nourjahad!* Pero en lo
que a mí respecta…
Todos oyeron hablar de Cornelius Agrip-
pa. Su arte me ha vuelto inmortal, pero su
memoria no es menos inmortal. Todos su-
pieron de un discípulo suyo, que, por ne-
gligencia, dejó en libertad al espíritu ma-
ligno mientras su maestro estaba ausente y
que luego fue destruido por ese mismo es-

* Alude al personaje de «La historia de Nour-


jahad» de Frances Sheridan, en la que un joven per-
sa anhela la inmortalidad que, cuando le es conce-
dida por el emperador, padece lastimosamente. La
fábula, de origen oriental, condensa temas caros al
romanticismo literario del siglo XVIII. (N. del E.)

27

El mortal inmortal
Mary Shelley

píritu. Verdadera o falsa, la importancia de


ese accidente y su difusión le ocasionó mu-
chos problemas al famoso filósofo. Lo aban-
donaron todos sus alumnos y sus sirvientes
desaparecieron. De pronto se encontró sin
nadie que agregara carbón a sus perma-
nentes fuegos mientras él dormía, nadie
que controlara cómo iban cambiando de co-
lor sus medicinas mientras él estudiaba. To-
dos sus experimentos fracasaron, uno tras
otro, porque un solo hombre con un solo
par de manos no bastaba para finalizarlos;
los espíritus de las tinieblas se burlaron de
él porque no era capaz de retener a un solo
mortal a su servicio.
Por esa época yo era muy joven —y muy
pobre—, y además estaba enamorado. Du-
rante un año había sido pupilo de Corne-
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lius, aunque casualmente yo no estaba en
ese sitio cuando el célebre accidente tuvo
lugar. Mis amigos me suplicaron, a mi re-
greso, que no volviera a la casa del alqui-
mista. Cuando escuché el relato terrible del
caso, empecé a temblar y no fue necesario
que me lo dijeran por segunda vez. Corne-
lius vino y me ofreció oro para que me que-
dara. Entonces sentí como si me estuviera
tentando el propio Satán. Me repiquetea-
ron los dientes, se me erizó el pelo y me lar-
gué a correr muy rápido.
Mis malogrados pasos me encaminaron
hacia el lugar al que durante dos años se ha-
bían sentido atraídos cada atardecer. Era
un arroyo con espuma y agua cristalina,
junto al cual caminaba una muchacha de
cabello oscuro y ojos luminosos, fijos en el
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El mortal inmortal
Mary Shelley

camino que yo acostumbraba a recorrer


cada noche. No puedo evocar ni un solo
momento de mi vida en que no haya esta-
do enamorado de Bertha. Ambos habíamos
sido vecinos y compañeros de juegos des-
de la infancia. Sus padres, como los míos,
eran sencillos pero respetables, y nuestra
mutua atracción había sido una fuente de
regocijo para ellos.
Sin embargo, un día nefasto, una fiebre
violenta se llevó a su padre y a su madre.
Bertha quedó huérfana. Podría haber halla-
do un hogar bajo el techo de mis padres,
pero la vieja dama del castillo cercano, rica,
sin hijos y solitaria, declaró, desgraciada-
mente, que tenía intención de adoptarla.
Desde ese momento, Bertha comenzó a ves-
tirse con vistosas sedas y a vivir en un pala-
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cio de mármol. Pese a su nueva situación
social y a sus importantes relaciones, siguió
siendo fiel al amigo de sus días humildes.
Visitaba la casa de mi padre con frecuencia,
y aun cuando tenía prohibido ir más allá, a
menudo iba de paseo hacia el bosquecito
cercano y se encontraba conmigo junto a
aquella fuente sombría. Ella solía decir que
no sentía ninguna deuda de gratitud hacia
su nueva protectora que pudiera igualar la
devoción que la unía a mi familia.
Yo era demasiado pobre como para ca-
sarme, y ella empezó a sentirse atormenta-
da por lo que sentía por mí. Su espíritu era
noble, pero un tanto impaciente, y cada vez
se mostraba más irritada por los obstáculos
que nos alejaban. Cada vez que nos reunía-
mos, tras una ausencia por mi parte, ella de-
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El mortal inmortal
Mary Shelley

cía haberse sentido sumamente angustiada


mientras yo estaba lejos. Comenzó a que-
jarse con amargura e incluso casi me re-
prochó que no tuviera dinero.
—¡Seré pobre pero honrado! —le con-
testé—. Si no fuera así, podría ser rico de
inmediato.
Esta declaración provocó centenares de
preguntas. Tuve miedo de impresionarla de-
masiado si le decía la verdad, pero ella supo
sonsacármela. Después, lanzándome una
mirada despectiva, me espetó:
—¡Y dices que me amas, pero tienes
miedo de enfrentarte al demonio por mí!
Respondí que había tenido miedo de
ofenderla, pero ella no hacía más que hablar
de la magnitud de la recompensa que yo iba
a recibir.
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Estimulado por ella —y avergonzado—,
o tal vez empujado por mi amor y por la es-
peranza y riéndome de mis miedos de an-
tes, volví con el corazón ligero a aceptar la
tentadora oferta del alquimista. Pasó todo
un año. Era el poseedor de una suma de di-
nero nada despreciable. Mis temores fue-
ron desapareciendo por la costumbre. A pe-
sar de mi permanente cautela y atenta
vigilancia, no detecté jamás que el estudio-
so silencio de nuestra morada fuera entur-
biado por ninguna suerte de aullidos de-
moníacos.
Mientras tanto, seguía manteniendo ci-
tas clandestinas con Bertha, y de ese modo
la esperanza nació en mí. La ilusión, pero
no la alegría perfecta, porque para Bertha
el amor y la seguridad eran enemigos. Ella
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El mortal inmortal
Mary Shelley

jugueteaba y se complacía en separarlos en


mi pecho para acicatearme. Tenía buen co-
razón, pero ponía en práctica costumbres
coquetas; y yo me sentía celoso. Me relega-
ba de mil maneras, sin querer aceptar nun-
ca que estaba equivocada. Me volvía loco de
rabia, y luego me obligaba a suplicarle per-
dón. En ocasiones, me reprochaba que yo
no fuera suficientemente sumiso, y luego
me deslizaba alguna historia sobre un rival,
que la cortejaba y gozaba de los favores de
su protectora. Por supuesto, la rodeaban
constantemente jóvenes lujosamente ves-
tidos, ricos y alegres. ¿Cómo podía compe-
tir con ellos el ayudante de Cornelius, po-
bremente ataviado?
En una ocasión, el maestro exigió que
me quedara más tiempo, de modo que no
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pude ir a verla. Estaba concentrado en al-
gún trabajo importante, y me vi forzado a
quedarme con él, día y noche, alimentan-
do sus hornos y controlando sus prepara-
dos químicos. Mi enamorada me esperó en
vano junto a la fuente. Este abandono la
ofuscó e hizo arder su altivez. Al fin, cuan-
do pude salir, robándole unos pocos minu-
tos al tiempo que el jefe me había dado para
dormir, confié en ser consolado por ella.
Bertha, en cambio, me recibió contrariada,
me despidió desdeñosamente y afirmó que
ningún hombre que no pudiera estar por
ella en dos lugares a la vez poseería jamás
su mano. Prometió que iba a desquitarse y
realmente lo hizo.
Estaba yo en mi sucio lugar de trabajo
cuando oí decir que había estado de caza
35

El mortal inmortal
Mary Shelley

con Albert Hoffer. Albert Hoffer era uno de


los pretendientes favoritos de su protecto-
ra. Los tres pasaron cabalgando junto a mi
ventana. Me pareció oír incluso que men-
cionaban mi nombre, seguido por una car-
cajada. Los ojos oscuros de Bertha miraban
desdeñosos hacia mi lugar de trabajo. Dolo-
rosamente, penetraron en mi pecho los ce-
los, con todo su veneno y toda su miseria.
Derramé muchas lágrimas, sintiendo que
nunca podría conseguir a mi amada. Luego
maldije su inconstancia. Sin embargo, mien-
tras tanto, seguía avivando los fuegos del al-
quimista. Continué vigilando las mutacio-
nes de sus incomprensibles medicinas.
El mismo Cornelius había estado des-
pierto también, vigilante, durante tres días y
tres noches, sin cerrar los ojos. Los alambi-
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ques progresaban más lentamente de lo que
él esperaba. A pesar de su ansiedad, sus ojos
se cerraban de sueño, pero alejaba la soño-
lencia, con un vigor sobrehumano; una y
otra vez forzaba a sus sentidos a permane-
cer en estado de alerta y observaba sus cri-
soles con anhelo.
—Todavía no están listos —murmura-
ba—. ¿Pasaremos despiertos otra noche an-
tes de que el trabajo esté realizado? Winzy,
tú eres atento y constante. Por otro lado, has
podido dormir un poco ayer. Contempla
esa redoma de cristal. Contiene un líquido
de un color rosa suave; apenas empiece a
cambiar de aspecto, despiértame. Mientras
tanto y hasta entonces, podré al menos ce-
rrar los ojos y descansar unos minutos. Al
comienzo debe volverse blanco y luego
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El mortal inmortal
Mary Shelley

emitir destellos dorados. Pero tú no debes


aguardar hasta ese momento; apenas el co-
lor rosa empiece a palidecer, debes desper-
tarme.
Y se durmió. Su venerable cabeza se
hundió en su pecho, y apenas oí su respira-
ción. Durante unos minutos observé las re-
domas; la apariencia rosada del líquido per-
manecía igual e inamovible. Entonces, mis
pensamientos empezaron a divagar. Llega-
ron a la fuente y se regocijaron con mis dul-
ces escenas junto a Bertha, imágenes que ya
nunca volverían. ¡Nunca! Unas horrendas
serpientes anidaron en mi cabeza mientras
la palabra «nunca» se formaba en mis labios.
¡Qué muchacha falsa! ¡Mujer mentirosa y
cruel! Nunca me sonreiría a mí como aque-
lla tarde le había sonreído a Albert. ¡Qué
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mujer perversa, execrable y ruin! Pero yo
no me quedaría sin venganza. Haría que
viera a Albert expirar a sus pies; ella no era
digna de morir a mis manos. Había sonreí-
do desdeñosa y triunfante. Seguramente sa-
bía de mi pena y de su poder sobre mí. Pero
¿cuál era su poder? El de excitar mi odio, mi
desprecio, mi… ¡Podía provocarlo todo me-
nos mi indiferencia! Si pudiera conseguir
eso, si pudiera mirarla con ojos indiferen-
tes, transferir mi amor desdeñado a otro
más real y merecido… ¡Eso hubiera sido
para mí una auténtica victoria!
De pronto resplandeció una luz ante
mis ojos. Me había olvidado por completo
de la medicina. La miré: fulguraban en la
superficie del líquido reflejos de admirable
belleza, más luminosa que los que emite el
39

El mortal inmortal
Mary Shelley

diamante cuando los rayos del sol lo atra-


viesan; un aroma de lo más fragante y deli-
cioso inundó mis sentidos. Esa redoma era
parecida a un globo viviente, precioso, me
incitaba a probarlo. Mi primer pensamien-
to, impulsado instintivamente por mis más
bajos sentidos, fue: «Lo haré, debo beber».
Levanté la redoma hacia mis labios. Eso me
curará del amor, ¡de la tortura! Había bebi-
do ya la mitad del más delicioso licor que
jamás hubiera probado un paladar humano,
cuando el filósofo comenzó a moverse. Yo
me sobresalté y dejé caer la redoma. El pre-
cioso líquido se desparramó por el suelo,
mientras sentía que Cornelius aferraba mi
cuello y daba alaridos:
—¡Imbécil! ¡Arruinaste la labor de mi
vida!
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Cornelius no había notado todavía que
yo había bebido una parte de su droga. Cre-
ía, y yo me apresuré a ratificarlo, que había
alzado la redoma por curiosidad y que, lue-
go, impactado por su brillo y el llamear de
su intensa luz, la había dejado caer. Nunca
dejé que pensara otra cosa. El fuego de la
medicina se apagó, se extinguió la fragan-
cia y él se calmó, como debe hacerlo un fi-
lósofo, con serenidad y templanza ante las
más duras pruebas. Me envió a descansar.
No puedo ni tratar de describir los sueños
de felicidad que inundaron mi alma du-
rante las horas de aquella memorable no-
che. Todas las palabras empalidecerían ante
mi alegría y ante la exaltación que me po-
seía cuando desperté. Mi espíritu flotaba en
el aire, mis pensamientos estaban en el cie-
41

El mortal inmortal
Mary Shelley

lo. La tierra parecía ser el cielo, y yo recibía


como herencia una completa felicidad. «Eso
significa que me he curado del amor —pen-
sé—. Voy a ver a Bertha hoy, y ella va a en-
contrar a su amante frío y despreocupado;
demasiado feliz para mostrarse despectivo,
¡pero totalmente indiferente hacia ella!»
Pasaron las horas. El filósofo, seguro de
que lo conseguiría de nuevo, empezó a pre-
parar otra vez la misma medicina. Se ence-
rró con sus libros y yo tuve el día libre. Me
vestí; me miré en un escudo viejo pero pu-
lido, que me sirvió de espejo; y hasta me pa-
reció que mi aspecto había mejorado. Deam-
bulé más allá de los límites de la ciudad, la
alegría en el alma, las bellezas del cielo y de
la tierra rodeándome. Mis pasos me lleva-
ron hacia el castillo. Podía mirar sus torres
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con un ánimo ligero, porque estaba curado
del amor. Mi Bertha me vio desde lejos,
mientras subía por la avenida. No sé qué sú-
bito impulso se despertó en su pecho, pero
al verme saltó como un corzo y, bajando las
escalinatas de mármol, comenzó a correr
hacia mí. Pero yo había sido visto también
por otra persona. La bruja de alta cuna, que
se llamaba a sí misma «protectora» y que en
realidad era su tirana, también me había vis-
to. Jadeante, renqueó hacia la terraza. Un
paje, tan feo como ella, echó a correr tras su
ama, abanicándola mientras la arpía se apre-
suraba y detenía a mi hermosa muchacha
con un:
—¿Pero dónde va mi señorita? ¿Dónde
va tan imprudente y tan aprisa? ¡Vuelve a
tu jaula, que delante hay halcones!
43

El mortal inmortal
Mary Shelley

Mientras se apretaba las manos, Bertha


clavaba los ojos aún en mi figura que se
aproximaba. Vi su lucha consigo misma.
Odié intensamente a la vieja bruja que re-
frenaba los impulsos del corazón de mi Ber-
tha. Hasta ese momento, el respeto a su ran-
go había hecho que yo evitara a la dama del
castillo; pero en ese instante sentí que ése
era un cuidado trivial. Yo ya estaba curado
del amor, liberado y elevado más allá de to-
dos los temores humanos. Entonces me
apresuré y pronto alcancé la terraza. ¡Ber-
tha estaba tan encantadora! Le brillaban los
ojos; sus mejillas resplandecían con impa-
ciencia y rabia; se la veía un millar de veces
más deliciosa y atractiva que nunca. Ya no
la quería, ¡no! La amaba, la adoraba, ¡la ido-
latraba!
44
Supe que aquella mañana había sido
hostigada, con más vehemencia de lo ha-
bitual, para que consintiera en contraer
matrimonio de inmediato con mi rival. Su
protectora le reprochó con crueldad las
esperanzas que le había dado al joven, se
la amenazó incluso con que iba a ser arro-
jada a la calle en desgracia. Por eso, su or-
gulloso espíritu se alzó en armas ante la
amenaza. Pero cuando recordó el despre-
cio que había exhibido ante mí, y cómo,
quizás, había perdido por eso al que consi-
deraba como a su único amigo, lloró de re-
mordimiento, culpa y rabia. Justo en aquel
momento yo aparecí.
—¡Oh, Winzy! —gritó—. Por favor, llé-
vame a casa de tu madre; oblígame a aban-
donar rápidamente los detestables placeres
45

El mortal inmortal
Mary Shelley

y la ruindad de esta lujosa morada; devuél-


veme a la pobreza feliz y sencilla de antaño.
Yo la abracé, exaltado, casi transportado.
La vieja arpía estaba sin habla por la furia, y
sólo prorrumpió en alaridos cuando noso-
tros ya estábamos lejos, camino de mi casa.
Mi madre recibió con ternura y alegría a la
bella fugitiva, que se había escapado de una
jaula dorada para volver a la naturaleza y a
la libertad. Mi padre, que la amaba, le dio
la bienvenida de todo corazón. Fue un día
de regocijo, que no necesitó de la poción
celestial del alquimista para llenarme de di-
cha. Poco después, me convertí en su espo-
so. Dejé de trabajar como ayudante de Cor-
nelius, pero continué siendo su amigo. Me
sentí agradecido hacia él por haberme pro-
curado, sin saberlo, aquel delicioso trago de
46
un filtro divino que, en vez de curarme del
amor (¡cura triste!, apenas un remedio ca-
rente de alegría para maldiciones que pa-
recen bendiciones en el recuerdo), me ha-
bía inspirado en cambio coraje y resolución,
haciéndome merecedor de un premio: el
tesoro que representaba Bertha.
Recordé maravillado muchas veces ese
período de trance parecido a la embriaguez.
El elixir de Cornelius no había cumplido
con el objetivo para el cual él creía que ha-
bía sido preparado; sin embargo, sus efec-
tos habían sido más venturosos y potentes
de lo que cualquier palabra puede expresar.
Gradualmente, sus efluvios desaparecieron
de mi cuerpo, pero permanecieron un lar-
go tiempo y alegraron mi vida con su es-
plendor. Bertha se maravillaba a menudo
47

El mortal inmortal
Mary Shelley

de mi constante alegría, porque antes yo ha-


bía sido de carácter más bien serio, incluso
taciturno. Ahora me amaba aún más por mi
temperamento jovial, y nuestros días esta-
ban teñidos de felicidad. Al cabo de cinco
años, un día fui llamado inesperadamente
al lecho de Cornelius, que estaba agonizan-
do. Había enviado a buscarme, suplicándo-
me que acudiera al instante. Estaba acosta-
do, mortalmente débil. El resto de vida que
le quedaba iluminaba sus ojos penetrantes,
fijos en una redoma de cristal, que contenía
un líquido rosado.
—¡Mira la vanidad de los anhelos huma-
nos! —dijo, con una voz quebrada que pare-
cía nacer de sus entrañas—. Yo estaba a punto
de ver realizadas mis esperanzas por segunda
vez, y por segunda vez se ven destruidas. Mi-
48
ra esa redoma. Hace cinco años preparé tam-
bién la misma pócima, con un éxito idénti-
co. Igual que ahora, mis labios sedientos es-
peraban saborear el elixir inmortal. ¡Tú me
lo quitaste! Ahora ya es demasiado tarde.
Hablaba con dificultad, y se dejó caer
sobre la almohada. Le dije:
—Mi maestro, ¿cómo puede una cura
destinada a enfermedades del amor devol-
verle vuestra vida?
Revoloteó en su rostro una sonrisa,
mientras yo escuchaba con sumo interés su
respuesta que era ya casi inaudible.
—No era lo que tú crees. Se trataba de
una poción para el amor y para todas las
otras cosas. Era un elixir de la inmortalidad.
¡Ah! ¡Si yo pudiera beberlo ahora, viviría
eternamente!
49

El mortal inmortal
Mary Shelley

Una luz dorada brotó del fluido y una


fragancia que yo recordaba muy bien se ex-
pandió por los aires. Débil como estaba;
Cornelius se incorporó y la fuerza pareció
retornar a él. Llevó su mano hacia delante.
En ese momento, una fuerte explosión me
sobresaltó. Brotó del elixir un rayo de fue-
go ¡y el recipiente de cristal que lo contenía
quedó reducido a átomos! Miré hacia el fi-
lósofo. Se había derrumbado hacia atrás. Te-
nía los ojos vidriosos y su rostro estaba rí-
gido. ¡Había muerto!
Sin embargo yo vivía, ¡e iba a vivir eter-
namente! Eso había dicho el pobre alqui-
mista, y durante unos días creí en sus pala-
bras. Evoqué aquella famosa intoxicación.
Medité sobre los cambios que había perci-
bido en mí aquel día. El cuerpo estaba lige-
50
ro y elástico, el alma parecía inusualmente
dotada de un vigor luminoso. Me miré en
un espejo, y no registré ningún cambio en
mis rasgos al cabo de los cinco años trans-
curridos. Recordé el color brillante y el ex-
quisito olor de aquel delicioso brebaje, ese
don incalculablemente valioso que era ca-
paz de suministrar. Pues entonces, ¡yo era
inmortal!
Unos días después me reía de mi cre-
dulidad. Ese proverbio de que nadie es pro-
feta en su tierra era acertado con respecto
a mí y a mi difunto maestro. Yo lo había
apreciado como hombre y aún lo admiraba
como sabio, pero me daba risa la idea de que
Cornelius hubiera podido, como se mur-
muraba, dominar los poderes de las tinie-
blas. Me daban gracia los temores supersti-
51

El mortal inmortal
Mary Shelley

ciosos con los que había sido mirado por la


gente del pueblo. Era cierto que se había
comportado como un filósofo juicioso, pero
no había tenido relación ni firmado pactos
con ningún espíritu maligno, excepto con
aquellos revestidos de carne y hueso. La
ciencia que ejercía era simplemente huma-
na; y la ciencia humana, me convencí muy
pronto, nunca dominaría las leyes de la na-
turaleza hasta el punto de lograr mantener
aprisionada eternamente el alma dentro de
un cuerpo mortal. Cornelius había obteni-
do una poción que estimulaba, refrescaba y
alivianaba el alma; mucho más embriagador
que el vino, mucho más dulce y fragante
que cualquier fruta. Tal vez tuviera poderes
medicinales, daba liviandad al corazón y
energía a los miembros, pero sus efectos
52
iban desapareciendo; ya debían de haber
disminuido en mi organismo. Yo era sólo
un hombre afortunado que había bebido un
sorbo de salud y de energía, y quizá también
de larga vida, gracias a mi maestro; pero mi
buena suerte no era más que eso y termi-
naba ahí: no era lo mismo longevidad que
inmortalidad.
Seguí creyendo eso durante años. Sin
embargo, en ciertas ocasiones, un pensa-
miento atravesaba furtivamente por mi ca-
beza. ¿Se habría equivocado el alquimista?
Sin embargo, mi convicción habitual era
que yo iba a seguir la suerte natural de to-
dos los hijos de Adán y moriría a mi debi-
do tiempo. Un poco más tarde quizá, pero
siempre a una edad normal. Era innegable,
aun así, que mantenía un aspecto juvenil
53

El mortal inmortal
Mary Shelley

insólito. Mi propia vanidad me daba risa, ya


que consultaba el espejo a menudo. En vano
lo consultaba: ni una arruga surcaba mi
frente. Mis mejillas, mis ojos, toda mi per-
sona seguían tan lozanas como a los veinte
años. Eso me hacía sentir preocupado. Mi-
raba la belleza ya un tanto marchita de Ber-
tha. Yo parecía su hijo. Nuestros vecinos co-
menzaron poco a poco a notar eso y a hacer
observaciones al respecto. Finalmente, supe
que habían dado en llamarme «el discípulo
embrujado». Mi propia Berta comenzó a
mostrarse nerviosa. Se volvió irritable y ce-
losa, y al poco tiempo empezó a acribillar-
me a preguntas. No teníamos hijos; éramos
totalmente el uno para el otro. Aunque, al
ir haciéndose más vieja, su espíritu antes
tan fresco y vivaz se volvió un poco pro-
54
penso al mal genio. Su hermosura dismi-
nuyó un tanto, pero yo la seguía amando
con todo mi corazón como a aquella mu-
chachita a la que había idolatrado. Era la es-
posa que yo siempre había anhelado tener,
la que había conseguido con un amor tan
constante y perfecto.
Finalmente, nuestra situación se hizo
intolerable: Bertha tenía cincuenta años, yo
veinte. Yo había adoptado en cierta medi-
da, y no sin algo de vergüenza, las costum-
bres de la gente de una edad más avanzada.
Ya no me mezclaba en el baile entre los jó-
venes, pero mi corazón saltaba con ellos
mientras reprimía el impulso de mis pies.
Empecé a tener mala reputación entre los
viejos. Las cosas fueron deteriorándose. Éra-
mos evitados por todos. Dijeron de nosotros
55

El mortal inmortal
Mary Shelley

—de mí al menos— que habíamos hecho


un pacto diabólico con alguno de los su-
puestos amigos de mi anterior maestro. La
pobre Bertha era objeto de piedad, pero la
esquivaban.
A mí me miraban con horror y odio. Me
aborrecían.
¿Y nosotros qué podíamos hacer? Per-
manecer sentados junto al fuego, siempre
solos. Además nos azotaba la pobreza, ya que
nadie quería los productos de mi granja. Es-
taba obligado a viajar veinte millas, hasta al-
gún lugar donde no fuera conocido, para
vender mis cosechas. Habíamos ahorrado
algo para los días difíciles, y esos días habí-
an llegado. Pasábamos horas sentados solos
junto al fuego, el joven de viejo corazón y
su envejecida esposa. De nuevo Bertha in-
56
sistió en conocer la verdad; juntó todo lo
que había oído, y agregó observaciones de
su cosecha. Me conminó a que le revelara
el hechizo; dijo que me quedarían mejor
unas sienes plateadas que el color castaño
de mi pelo. Hizo discursos acerca de la re-
verencia y el respeto que proporcionaba la
edad y que eso era preferible a las distraídas
miradas que se les dirigían a los niños. ¿O
me creía yo que los despreciables dones de
la juventud y la buena apariencia supera-
ban la desgracia, el odio y el desprecio que
despertábamos en la gente? No, al final se-
ría quemado como traficante en artes ne-
gras, mientras que ella, a quien ni siquiera
me había dignado comunicarle ni una mí-
nima parte de mi buena fortuna, sería lapi-
dada como mi cómplice. Al final insinuó
57

El mortal inmortal
Mary Shelley

que yo debía compartir mi secreto con ella


y otorgarle los mismos beneficios de los que
yo gozaba, o se vería obligada a denunciar-
me. Luego prorrumpió en llanto.
Me sentí tan acorralado que me pareció
que lo mejor era decirle la verdad. Se la re-
velé tan tiernamente como pude. Le hablé
tan sólo de una muy larga vida, no de in-
mortalidad, una teoría que, de hecho, coin-
cidía mejor con mis propias ideas. Luego
me levanté y dije:
—Y ahora, mi querida Bertha, ¿denun-
ciarás al amante de tu juventud? No lo ha-
rás, lo sé. Pero es demasiado duro, mi pobre
esposa, que tengas que sufrir a causa de mi
aciaga suerte y de las detestables artes de
Cornelius. Me marcharé. Tienes buena sa-
lud y amigos que van a protegerte en mi au-
58
sencia. Sí, me iré: ya que parezco joven y
soy fuerte, puedo trabajar y ganarme el pan
entre desconocidos, sin que nadie sepa ni
murmure nada de mí. Te amé cuando eras
joven. Dios es testigo de que no te abando-
naré en tu vejez, pero tu seguridad y tu fe-
licidad requieren que ahora haga esto.
Tomé mi gorra y me dirigí hacia la puer-
ta; en un momento, los brazos de Bertha ro-
deaban mi cuello, y sus labios se apretaban
contra los míos.
—No, esposo mío —dijo—. No te irás
solo. Llévame contigo; nos marcharemos
juntos y, tal como dices, entre desconoci-
dos estaremos seguros. No soy tan vieja to-
davía como para avergonzarte, mi Winzy;
creo que el encantamiento desaparecerá
pronto y, si Dios quiere, empezarás a pare-
59

El mortal inmortal
Mary Shelley

cer más viejo, como corresponde. No quie-


ro que me abandones.
La abracé de todo corazón.
—No lo haré, Bertha mía; pero creo que
por tu bien no debería haberlo pensado si-
quiera. Seré tu fiel y dedicado esposo mien-
tras estés conmigo, y cumpliré con mi de-
ber contigo hasta el final.
Nos preparamos para emigrar en secreto
al día siguiente. Debimos hacer grandes sa-
crificios económicos, ya que no recibiríamos
ayuda. Conseguimos reunir una suma sufi-
ciente como para mantenernos mientras Ber-
tha viviera. Sin despedirnos de nadie, aban-
donamos nuestra región natal para buscar
refugio en un lugar lejano al oeste de Francia.
Resultó cruel arrancar a la pobre Bertha
de su pueblo, de los amigos, para llevarla a
60
un nuevo país, con nuevo idioma y nuevas
costumbres. Yo, por mi singularidad, ni
siquiera me di cuenta de ese cambio; pero
la compadecí profundamente. Me alegró
descubrir que ella hallaba alguna compen-
sación a su infortunio en una serie de pe-
queñas y ridículas circunstancias. Como es-
tábamos lejos de toda murmuración, buscó
disminuir la diferencia de nuestras edades
a través de infinitas artes femeninas: rojo
en los labios, vestidos juveniles y una serie
de nuevas actitudes poco acordes con su
edad. No podía irritarme por eso. ¿No lle-
vaba yo mismo una máscara? ¿Para qué pe-
learme con ella, sólo porque tenía menos
éxito que yo? Me daba mucha pena recor-
dar que esa vieja caprichosa y celosa de son-
risa un poco tonta era mi Bertha, aquella
61

El mortal inmortal
Mary Shelley

muchachita de pelo y ojos oscuros, con una


sonrisa pícara y encantadora y un andar de
gacela. La joven a la que yo había amado tan
tiernamente y a la que había conseguido
con tanto ímpetu. Debería haber reveren-
ciado sus grises cabellos y sus arrugadas me-
jillas. Hubiera debido hacerlo; sin embar-
go, no lo hice, y detesto ahora, deploro en
mí esa debilidad humana.
Los celos de Bertha se interponían siem-
pre entre nosotros. Su principal objetivo era
intentar descubrir que, pese a las aparien-
cias externas, yo también estaba enveje-
ciendo. Pienso realmente que aquella pobre
criatura me amaba de corazón, pero nunca
hubo mujer tan angustiada. Hubiera prefe-
rido descubrir arrugas en mi rostro y que
mi modo de andar mostrara decrepitud,
62
pero yo desplegaba un vigor cada vez ma-
yor, con una juventud inferior a la de los
veinte años. Jamás me atreví a dirigirme a
otra mujer. En una ocasión, al creer que la
muchacha considerada la belleza del pue-
blo me miraba con buenos ojos, me com-
pró una peluca gris. Su tema de conversa-
ción permanente entre sus amistades era
que yo, si bien parecía joven, en verdad es-
taba hecho una ruina. Juraba que mi peor
síntoma era mi aparente salud. Esa juven-
tud era una enfermedad, decía, y yo debía
estar listo, ya que en cualquier momento
me llegaría, si no una repentina y horrible
muerte, sí al menos una mañana en la que
amanecería con la cabeza completamente
canosa y todo encorvado, con las incon-
fundibles señales de la senectud. Yo per-
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El mortal inmortal
Mary Shelley

mitía que ella hablara así e incluso compar-


tía sus conjeturas. Sus sermones acompaña-
ban mis especulaciones relativas a mi esta-
do. Sin embargo, experimentaba un enorme
y doloroso interés en escuchar todas las ton-
terías que su sagaz ingenio y su alterada ima-
ginación podían urdir respecto a nuestra si-
tuación.
¿Para qué abundar en todos estos deta-
lles? Así vivimos durante largos años. Ber-
tha quedó postrada, paralítica; la cuidé como
una madre cuidaría a un hijo. Se volvió cada
vez más irritable, y ella todavía seguía in-
sistiendo en lo mismo, en cuánto tiempo
iba yo a sobrevivirla. Cumplí con mis de-
beres hacia ella, y eso fue una fuente de con-
suelo para mí. Había sido mía en su juven-
tud, era mía en su vejez. Al final, cuando
64
arrojé la primera paletada de tierra sobre su
cadáver, me largué a llorar, sintiendo que
había perdido lo único que realmente me
ligaba a la humanidad.
¡Han sido tantas mis preocupaciones y
desgracias desde entonces, tan escasos mis
placeres y pocas mis alegrías! Quiero dete-
ner aquí mi historia, no la proseguiré más.
He sido un marinero sin timón ni brújula,
lanzado a un mar encabritado, fui un viaje-
ro perdido en un páramo infinito, sin mo-
jón ni esperanza que lo guiara a ninguna
parte, eso he sido. Estuve más perdido, más
desesperado que nadie. Una nave que se
acercara, un destello de un faro a lo lejos po-
drían salvarme; pero sólo me guía la espe-
ranza de la muerte. ¡La muerte! ¡Esa hostil y
enigmática amiga de la débil humanidad!
65

El mortal inmortal
Mary Shelley

¿Por qué, Dios mío, me arrojaste solo a


mí entre todos los mortales, fuera de tu
manto? ¡Cómo deseo la paz de la tumba!
¡Deseo ese hondo silencio de la sepultura
revestida de hierro! ¡Los pensamientos de-
jarían por fin de machacar mi cerebro, mi
corazón ya no palpitaría más con emocio-
nes que sólo asumen cada vez nuevas y di-
ferentes formas de tristeza!
¿Soy inmortal? Retomo mi pregunta. En
primer lugar, ¿no es acaso más verosímil
que el elixir del alquimista estuviera carga-
do con longevidad más que con vida eter-
na? Ésa es mi esperanza. Por otra parte, ade-
más, debo recordar que sólo me bebí la
mitad del líquido preparado. ¿No era nece-
saria la totalidad? Haber bebido la mitad del
licor de la inmortalidad es convertirse en
66
un semiinmortal; mi eternidad está pues
truncada y anulada. Y finalmente, ¿cuál es
el número de años de media eternidad?
Con frecuencia trato de imaginar si lo que
rige el infinito puede ser dividido. En oca-
siones creo advertir que mi vejez está avan-
zando. Descubrí una cana. ¡Qué estúpido!
¿Debería lamentarme? Pues sí, el temor a la
vejez y a la muerte trepa a menudo fría-
mente hasta mi corazón. Cuanto más vivo,
más temo a la muerte, aunque aborrezca la
vida. Ése es el misterio del ser humano, que
ha nacido para perecer, cuando lucha, como
hago yo, contra las leyes establecidas de su
naturaleza.
Sin embargo, yo moriré a causa de esta
anomalía de los sentimientos; la poción del
alquimista no debe cuidarnos del fuego, la
67

El mortal inmortal
Mary Shelley

espada ni las aguas asfixiantes. He observa-


do las profundidades azules de muchos la-
gos serenos y el tumultuoso discurrir de nu-
merosos ríos caudalosos. En esos casos, me
dije que la paz habitaba en esas aguas. Sin
embargo, llevé mis pasos lejos de esos lagos
y ríos, para vivir otro día más. Me pregunté
a mí mismo si el suicidio es un crimen en
alguien para quien ésa sería la única posi-
bilidad de abrir la puerta al otro mundo. Lo
intenté todo, salvo presentarme volunta-
riamente como soldado o ser duelista, pues
no deseo destruir a mis semejantes. Pero no,
es absurdo creer que ellos son mis seme-
jantes. El poder inextinguible de la vida en
mi cuerpo y su efímera existencia nos ale-
jan tanto como lo están los dos polos de la
Tierra. Yo no podría alzar una mano contra
68
el más débil ni el más poderoso de entre
ellos.
He seguido viviendo año tras año así.
Solo, y cansado de mí mismo. Con deseos
de morir, pero sin morir nunca. Soy un mor-
tal inmortal. No pueden entrar en mi men-
te la ambición ni la avaricia. El amor apa-
sionado que roe mi corazón jamás me será
devuelto; ya nunca podré hallar a un igual
con quien compartirlo. La vida sólo está
aquí y se prolonga para torturarme.
Hoy se me ocurrió una forma por la que
quizá todo pueda terminar sin matarme a
mí mismo y sin convertir a otro hombre en
un Caín: una expedición en la que ningún
ser mortal pueda nunca sobrevivir, aun do-
tado con mi juventud y la fortaleza que ani-
da en mí. Así podré poner mi inmortalidad
69

El mortal inmortal
Mary Shelley

a prueba y descansaré para siempre. O de lo


contrario, regresaré, como un maravilloso
benefactor de la especie humana. Una pa-
tética vanidad me ha llevado a que escriba
estas páginas antes de marchar. No quiero
morir sin dejar un nombre detrás. Trans-
currieron ya tres siglos desde que bebí la po-
ción; no va a pasar otro año antes de que, en-
frentándome a enormes peligros, luchando
con los poderes del hielo en su propio cam-
po, acosado por el hambre, la fatiga y las
tempestades, entregue mi cuerpo a los ele-
mentos demoledores del aire y el poder des-
tructivo del agua, este cuerpo que resulta
una prisión excesivamente tenaz para un
alma que suspira por la libertad. Si sobrevi-
vo, mi nombre será recordado como uno de
los más famosos entre los hijos de los hom-
70
bres. Una vez finalizada mi tarea, deberé
adoptar procedimientos más drásticos. Si
puedo esparcir y aniquilar los átomos que
componen mi ser, dejaré en libertad la vida
que hay aprisionada en él, tan cruelmente
imposibilitada de elevarse por encima de
esta tierra oscura, a una esfera más compa-
tible con su esencia inmortal.

71

El mortal inmortal

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