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"Mudar de piel no es un acontecimiento que tenga lugar de un día para otro.

El proceso comienza siempre con cierta antelación de duración variable en


función de la envergadura de la muda. La piel debe primero ir ahuecándose
poco a poco, desprendiéndose lentamente de los tejidos que la fijan, hasta
que en un momento dado comienza a deslizarse por la punta de los dedos de
los pies y en unas horas nos abandona definitivamente.
Las mudas pueden ser forzosas, voluntarias, o en ocasiones ambas cosas a
la vez. No todas se viven con dolor. Hay pieles a las que nunca pudimos
adaptarnos del todo, dentro de las cuales jamás logramos arquear la
espalda sin notar cierta tirantez, que nunca se ajustaron como debían a
nuestro contorno o que incluso llegaron a ser una verdadera tortura de
molestias e incomodidad. En estos casos la muda será celebrada con
alegría y es probable que la piel vieja acabe rápidamente en el estante más
inaccesible del armario trastero.
Otra cosa ocurre, sin embargo, cuando se trata de una piel que sí consiguió
ceñirse a nuestro cuerpo definiendo nuestra silueta del modo preciso, con la
que sentimos que todo movimiento era posible, en la que no había holguras
o estrecheces desagradables. Entonces no cabe el desprendimiento de esa
piel sin cierto desgarro, así como el correspondiente sufrimiento que éste
genera, y el proceso será necesariamente más complicado y problemático.
No puede negarse que en este tiempo previo a la muda la perspectiva de la
piel renovada también será fuente de sonrisas e ilusiones. Pero el
sentimiento que primará será la tristeza, la añoranza anticipada de aquello
que, aun estando todavía presente, sabemos indefectiblemente abocado a
perderse. Serán días en que podremos pasar horas contemplando las
huellas, las señales y tatuajes que, mientras nos envolvió, fueron
dibujándose sobre esa piel. Como quien luchara tenazmente por salvar del
inminente naufragio sus objetos de valor cuando se percata de que el barco
empieza a hundirse, nos esforzaremos por retener en el recuerdo su tacto,
su textura, su imagen interior y exterior. En esos días tenderemos a olvidar
fácilmente que ya sufrimos otras mudas y que la memoria de esas pieles
antiguas ha ido emborronándose poco a poco sin que realmente nos
importe. Daremos la espalda a lo venidero y sólo miraremos hacia atrás, ya
víctimas de cierta idealización, para evocar los sucesos que vivimos con
ella, las distancias recorridas, a quienes la rozaron o a los que tal vez
llegaron a acariciarla. Se nos impondrá más que nunca el conocimiento,
fruto de la experiencia, de que la nueva piel será acogida al principio con
extrañeza, incluso con temor, y pretenderemos aferrarnos a la que ha de
caer incluso si la muda fue una cuestión decidida porque la piel que nos
enfundaba mostraba ya signos de deterioro y desgaste. Pero también es
cierto que conforme se vaya acercando la fecha señalada nos embargará
fundamentalmente un estado de confusión e incluso de malestar.
Y es que la nueva piel, ya prácticamente formada, pugnará desde dentro por
emerger y la antigua se cuarteará sin remedio, ofreciendo un aspecto cada
vez más deslucido. Tanto que, pese a la tristeza y el dolor, podremos incluso
desear con impaciencia la llegada de ese momento cuya perspectiva sigue
haciendo aflorar nuestras lágrimas.
Se trata, como es sabido, de un proceso natural que no reviste mayores
misterios. Dicen además los expertos que las lágrimas derramadas facilitan
y suavizan el desprendimiento de la antigua piel, y es por eso por lo que son
tan necesarias como inevitables cuando mudamos una piel por la que
sentimos un gran apego."

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