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Homilía para el tiempo de Cuaresma 1

MISERICORDIA DE DIOS
No he venido a llamar a justos sino a pecadores (Mt 9,13)
(Traducción de la Versión actualizada en el 2004)

Siempre se ha observado que los pobres pecadores viven, alegres y despreocupados, y


hasta desvergonzados y presuntuosos, mientras perduran en el pecado, pero cuando cesa el
pecado, cuando vence el remordimiento, cuando triunfa la gracia, cuando deciden corregirse,
he aquí que, muy pronto, sorprendidos y abatidos por un extraordinario desaliento, no
solamente temen y tiemblan, sino que hasta se aterrorizan como si ya no hubiese para ellos
salvación a través de la penitencia y seguridad de gracia y de perdón.

Y este abatimiento hace que, se desespere de la corrección, desconfíen y la difieran,


provocando gran daño a sus pobres almas y algunas veces también a las almas de otros. Por
eso los sagrados ministros siempre se apresuran a sacudir y atemorizar al pecador, cuando él
está seguro en su pecado y de animarlo y alentarlo cuando está dispuesto y resuelto a dejarlo.
Y con razón, mis queridos, porque así hizo y así les enseñó a hacer el piadoso Maestro
Divino, que utilizó toda ternura y las maneras más refinadas, para inducir y animar al
arrepentimiento a los pecadores. Y como si no hubiese tenido otro objetivo que su
arrepentimiento y su salvación, decía y predicaba abiertamente de no haber venido al mundo
por los justos, sino a llamar y salvar a todos los pobres pecadores - No he venido a llamar a
justos sino a pecadores -. ¿Cómo, entonces, no deberé yo ocuparme ahora de inspirarles gran
confianza y coraje, ya que tanto me ocupé de atemorizarlos e invitarlos a un fuerte empeño
por renacer de los propios pecados? Sí, yo tengo el deber de hacerlo, lo haré con todo el
afecto de mi corazón; nada ahorraré para conducirlos a los pies del Señor, animados de la más
dulce, de la más fuerte y de la más generosa esperanza. Y para comenzar con lo que podría
inspirarla e infundirla, aún a las almas más abatidas y desesperadas, voy a explicarles en este
día, cómo es para ellos la grande, la inefable Misericordia de Dios. Y puesto que, como ya
dije, a menudo los pecadores se encuentran abatidos, confusos, atemorizados y aspaventados
de todo, he aquí como pienso animarlos y alentarlos santamente.

Por tanto, yo digo vuelto hacia el pecador: ¿Qué temes tú, qué temes, hermano mío? ¿Te
espanta el pasado, o te espanta el presente o el futuro? Por tanto, escúchame y prepárate. Yo
te demostraré, si me escuchas, que el perdón del pasado es seguro, que la gracia para el
presente está dada y que está dispuesta toda ayuda para el futuro. Disponte, y verás que la
Divina Misericordia te quiere salvo y no perdido; que el asegurarte el perdón depende sólo de

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ti y de tu voluntad; e incluso que es más difícil esquivar y huir de la Bondad Divina, que
encontrarla y dejar que te salve.

¿Qué asusta tanto al pecador si él está ya decidido a corregirse? Yo pienso que, sobre
todo, sea el gran número, la enormidad y la gravedad de sus pecados y, quizás también, el
haber perseverado en ellos por largo tiempo y el haber abusado de la Divina Piedad y del
sufrimiento de Dios. Es cierto, mis queridos, que para soportar al miserable pecador en sus
más grandes culpas y en ciertas maldades, necesita nada menos que de una Misericordia
infinita; y seguir soportándolo en tantas recaídas, en tantas obstinaciones y por tan largo
tiempo, no puede hacerlo más que un padecimiento infinito. Pero tú has encontrado esta
infinita Misericordia, para ti es este infinito sufrimiento. Hubieras podido perderte en el
primer pecado, hubiera podido abandonarte en la primera recaída. Estaban listos los azotes,
las flechas, los demonios, bastaba una seña, una mirada y un consentimiento. Podía y debía, si
tú lo querías. Es un milagro más grande que la creación del mundo, si no lo ha hecho, frente a
tus tantas recaídas y a tu grande obstinación. Pero, mientras tanto, la cosa es así: se obró este
grande y estrepitoso milagro. Deberías estar tú en el infierno desde hace tantos años y todavía
estás aquí y sientes aún llamarte al Paraíso. Deberías estar y arder con los demonios y estás
aquí, rodeado de la Divina bondad. Pero ¿por qué Dios te ha preservado hasta aquí? ¿Por qué
ha hecho tanta violencia a su Justicia? ¿Por qué te ha soportado y sostenido tanto? ¿Quizás
para que pudieses tener más posibilidad de ofenderlo y ultrajarlo? ¿O para que le robases
algún alma más, que le costaba su preciosa Sangre? Pero éstos eran motivos por los cuales te
debía hacer desaparecer de la tierra. ¿Por qué, entonces, por qué? No te engañes, no te
ciegues, obstinado y confundido. Porque te quiere salvo, lo dice Él mismo a través de su
profeta, porque te quiere salvo. No, grita, que muerto no quiero al pecador, sino que lo quiero
vivo y convertido. - porque no quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva -.
Mira, por tanto, la grave ofensa que haces a Dios, si desconfías o desesperas del perdón. Él
grita que está listo para concederte la paz y que, a toda costa quiere darte el perdón; tú con tu
desconfianza responderías que no te puede o no te quiere perdonar. Él quiere ser bueno y
piadoso, tú lo quisieras severo y despiadado. Cuídate, pecador, de irritarlo con esta
desconfianza, para no encontrarlo al final como tú lo quieres.

Para mayor consuelo de los pobres pecadores, sirve también la parábola del Evangelio,
que nos presenta al Buen Pastor en la búsqueda afanosa de la ovejita perdida; más aún, el
Buen Redentor se pinta a sí mismo en la búsqueda afanosa del miserable pecador. Y no sólo
la espera ansioso, sino que la llama y abandona a las más fieles, para buscarla por montes y

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selvas, por valles y precipicios; y, cuando la encuentra, dulcemente la acaricia y la estrecha en


su seno, luego la carga dulcemente sobre la cansada espalda, no ya para conducirla, sino para
devolverla él mismo, alegre y festivo, al rebaño. Luego llama a los vecinos y a los amigos y
hace fiesta solamente porque la ha reencontrado. Sin embargo, ¿no hizo y no hace otro tanto
por ti, pecador, tu buen Dios? Cuando tú alejado y fugitivo errabas en tu obstinado pecado,
perdido en ti mismo, ¿no te vino Él a buscar, no te llamó, no te movió y, casi aún, no te
incentivó a arrepentirte? Si piensas bien y reflexionas, ¿no te sostuvo sobre sus brazos, no te
condujo hasta aquí y, más aún, no te acarició, aunque estabas todavía en el pecado? ¿Por qué
temes entonces? ¿De qué desconfías? Escúchalo, escúchalo a El mismo, que te asegura, estar
pronto no solamente a acordarte el perdón, sino listo para hacer fiesta, para celebrar el triunfo
también en el cielo, antes que el gozo que habría por tantos justos que no tienen necesidad de
penitencia. - habrá más alegría en el cielo por uno solo pecador que se convierta que por
noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión -. (Lc. 15,7)

Pero quizás no te asusta tanto el pasado como te angustia el presente que, casi te oprime.
El número, la gravedad, las complicaciones y las circunstancias de tantas culpas tuyas forman
en tu pensamiento un horrible caos, un laberinto incomprensible, del que te parece imposible
poder salir. Quizás también el deber presentarte al sagrado Ministro y expresarle el horror y la
malicia de tantos pecados, de tantos delitos y de tantas maldades, te humilla, te confunde y te
entristece. No sabes si encontrarás un padre amoroso, un médico caritativo, o tal, vez un Juez
implacable; no sabes si sea verdadero el arrepentimiento y el dolor que te mueven; no sabes si
serías agradable al cielo; no sabes si estará pronta para ti su gracia. Por tanto, tiemblas y
temes, quisieras arrojarte al seno de tu Salvador y no te animas, quisieras y no quisieras al
mismo tiempo; y mientras tanto desconfías y casi desesperas. Ah pobre de ti, si no te decides.
Tú no sabes qué Padre es este Dios para el pobre pecador que, arrepentido y contrito, cae a
sus pies, va a sus brazos y se abandona en su seno.

Sí, es verdad, te toca presentarte a su Ministro y vaciar a sus pies la enorme carga de tus
grandísimas iniquidades. Y debes hacerlo sinceramente, debes hacerlo totalmente en cuanto
puedas; y humilde y arrepentido, debes sujetarte a su juicio, a su autoridad, que en el Divino
Tribunal es la del mismo Dios. Lo debes tener aún como juez y no puedes retirarte de la
sentencia. Pero ¡cuánto te engañas al temerla! ¿No sabes tú que él está, no tanto como Juez
autorizado y sagrado, sino como amorosísimo Padre? ¿No sabes que él está en lugar del
celestial Padre Divino y que se esfuerza por expresar la bondad y manifestar la misericordia?
¿No sabes que él es débil y enfermo y que es, o que puede ser, tan pecador como tú, si Dios

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no lo protege? ¿Que, por eso, tiene tanta necesidad de la misma misericordia que debe
prodigarte; y que Dios está a su lado pero como garante inexorable del demasiado rigor que
utilizase por ti y remunerador generoso de la dulzura, de la caridad, de la compasión, de la
Misericordia, que él sabrá prodigarte? Por tanto, ¿cómo puedes temer, cómo puedes
desconfiar y estar confundido por esto? No, preséntate lleno de coraje y yo te aseguro que
encontrarás un padre, un tierno padre que anhela verte regenerado por la gracia, más aún, él
será para ti protector, luz, maestro y consolador amorosísimo.

Disipará tus tinieblas, quitará tus dudas, confortará tu debilidad y te animará; de muy
buena gana le descubrirás tus heridas, que ahora, ni siquiera, tienes el coraje de mirar.
Preséntate animado, porque es un padre tierno y sabio, es profundo conocedor de la propia
debilidad y de la tuya; está habituado a sentir las miserias y las enfermedades de los otros y a
compartirlas, curarlas y sanarlas. Acércate, con confianza y buen ánimo, que él, apasionado
de la gloria y del amor de su Dios, sólo desea liberarte de los lazos del infierno, en los cuales
te ve enredado y tanto más exultará en su corazón, cuando ve qué grande es tu miseria, tu
esclavitud y tus pecados. Acércate y confía, que su autoridad es grande e infinita. Y su juicio,
¡siempre terrible para el infierno, para ti es tan poderoso y seguro! Al levantar su mano y al
pronunciar por sus labios, de lo alto del Cielo Dios confirma y aprueba el juicio y tu pecado
queda ya perdonado y no existe más - A quienes perdonéis los pecados, les quedan
perdonados - (Jn 20,23). Si el pecador no debe temer y dudar de la bondad del ministro, ¿podrá
temer o dudar de la de Dios? ¿Del Dios que eligió al ministro, lo instruyó y lo formó? ¿Del
Dios que instituyó el Sacramento y en él colocó su gracia operante? ¿Del Dios que, solícito
por uno y otro, quiere estar predispuesto para ti? ¿Del Dios que pagó nada menos que con su
Sangre y con su vida? ¿Del Dios que te esperó, que te llamó y te condujo hasta aquí y todo lo
hace por ti? ¿Temerás todavía y dudarás de tu Dios? Míralo como al tierno padre, en el que
quiere prefigurarse ya en el Evangelio, para expresarte toda la ternura y la piedad con la que
está siempre para acoger, purificar embellecer el alma del pecador arrepentido y contrito.
Míralo, afanado y lloroso por el gozo, no corre, sino que vuela el Buen Anciano hacia el Hijo
pródigo; ni se detiene al verlo andrajoso, triste por el hambre y la ruina y abochornado y
despreciable, sino que se arroja amoroso al cuello y lo estrecha en su pecho, lo conduce
consigo a la casa, lo reviste, lo consuela, prepara una gran mesa y llama a los amigos y
parientes al banquete y hace una gran fiesta, con grandísima alegría porque ha recuperado al
querido hijo que había perdido. Escucha, siente a tu Padre celestial que, con los brazos
abiertos y con mirada amorosa, te invita: Ven, ven, mi querido y esperado hijo, que una gran

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fiesta está ya preparada en el Cielo por tu arrepentimiento - se alegran los ángeles de Dios
por un solo pecador que se convierta -.

Pero, siento que algunos presentan las más fuertes dificultades respecto a su porvenir.
Otros, están tan mal dispuestos que no saben abstenerse de este o de aquel vicio. Otros, son
tan adictos al mal, que por más que hayan sido ya probados, siempre vuelven a las mismas
faltas; otros, comprometidos en tan fuertes y necesarias ocasiones que no las pueden alejar.
Finalmente, otros temen y desconfían tanto por sus debilidades pasadas, que no confían en
recibir tales gracias y ayudas para perseverar y salvarse. Almas desoladas, almas infelices y
dignas de toda compasión y piedad. Vosotros no estáis sin razón en vuestra miserable
humillación; vosotros tenéis necesidad de un grande y extraordinario consuelo; vosotros me lo
pedís: no os desaniméis, más bien animaos y confiad, porque en la divina misericordia y
bondad lo encontraréis.

Si vosotros pecáis y pecando amáis al mismo pecado sin haceros escrúpulos y, sin
gemidos y sin oración, continuáis viviendo en el pecado, entonces vosotros tenéis toda la
razón al temer, no porque no sea igualmente pronta y generosa hacia vosotros la divina
misericordia, sino porque vosotros no estáis todavía dolidos, no estáis todavía arrepentidos, no
estáis todavía convertidos. Pero si pecando teméis, si aborrecéis el pecado, si después del
pecado, doloridos y avergonzados os humilláis delante de Dios y pronto os confesáis humilde
y enteramente; si vuestras recaídas os pesan y os hacen sufrir, que casi os irritan, no
solamente contra el pecado, sino contra vosotros mismos, entonces ¡no temáis, queridos hijos,
no desconfiéis! Nuestro misericordiosísimo Dios podría, en su justicia, indignarse de cada
recaída vuestra, podría castigarnos inmediatamente y abandonarnos en nuestro pecado; pero
Él no lo hace, porque su infinita misericordia no lo consiente y no lo quiere. Yo quiero
advertiros para vuestro consuelo: es ésta la vía más ordinaria a través de la cual él suele salvar
a los miserables pecadores. A algunos los llama de improviso, como Mateo o como Pablo;
pero estos son raros, son pocos; ninguno lo puede pretender y muy pocos esperar. Él suele
llamar a los pecadores y convertirlos poco a poco reconduciéndolos sobre el sendero de la
salvación con grandísimo sufrimiento y bondad; y con bondad y sufrimiento infinitos lo
espera, lo reprende, lo levanta una y mil veces en sus enfermedades, en sus debilidades, en sus
recaídas, hasta que, poco a poco, reconfortado y revigorizado, se vuelva tenaz y constante en
el bien, y persevere, no solamente sin pecado, sino creciendo siempre en el bien y
perfeccionándose en cada virtud cristiana. ¡Os libre el Cielo, mis queridos, de confundir jamás
tal camino con la vía de la perdición y de la ruina, mientras es más bien, vía de salvación y de

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gracia! Cuidaos porque el demonio a otra cosa no aspira y no tiene quizás otro escape, que la
de envileceros y confundiros de esta manera, para haceros salir y abandonar el camino de la
salvación, en la cual os ha puesto vuestro buen Dios. Si todavía no estáis en este camino,
entrad con coraje y confianza, que Dios en éste os salvará, entrad porque precisamente para
esto Él recomendó a sus ministros que no una sola vez, sino cientos y miles de veces os
acogiesen arrepentidos y contritos; entrad, porque es demasiado rico para poder sustraerse de
donaros toda gracia, cualquiera sea el número, la gravedad, la enormidad de vuestros pecados;
entrad, porque para Él es igual perdonaros cien, mil o millones, que el perdonaros un solo
pecado; entrad y veréis que hará este buen Dios para consolaros, para daros fuerza y para
santificaros, pero sólo si lo queréis; entrad, entrad con audacia, que cuanto más humildes y
temerosos os vea, tanto más Él se sentirá enternecido y conmovido y se apresurará a daros
ayuda y consuelo. Oídlo, oídlo como Él os llama, os desea y casi os ruega de precipitaros en
sus brazos; venid, os dice, venid a mí, todos vosotros que os afanáis y gemís bajo el gran peso
de tantos y tan enormes pecados; venid que yo os aliviaré, os sostendré y os restauraré –
Venid, venid a mí, todos los que estáis fatigados y oprimidos, y yo os aliviaré -. Venid todos,
mis queridos hijos, porque precisamente por vosotros dejé la diestra del Padre y asumí la
condición humana, por vosotros sufrí y morí sobre la Cruz; por vosotros derramé entre mil
tormentos y dolores mi preciosa Sangre y mi vida; por vosotros, sí, por vosotros yo vine, yo
viví, yo morí, para llamaros, para salvaros – No he venido a llamar a los justos, sino a los
pecadores -. Por vosotros renuevo sobre los altares el Sacrificio de mi Cruz; por vosotros
instituí y conservo mi Iglesia y los Sacramentos de paz, de reconciliación, de amor y de
perdón; por vosotros enciendo de celo el corazón de mis ministros, a fin de que os reclamen
por vuestros pecados y os reconduzcan, doloridos y arrepentidos, a mis brazos; por vosotros
les he dado y conservo en ellos mi misma autoridad y me he obligado a someterme a su
juicio; por vosotros hablo al corazón de las almas más amantes y fieles, para que recen y
lloren por vosotros; por todos vosotros los Ángeles que me rodean en el cielo y los Santos que
me hacen corona, oran y en todo momento desean ardientemente veros humildes, confesados
y arrepentidos para celebrar en el Cielo la gran fiesta, que no se suele hacer por los justos; por
vosotros ruega, por vosotros suspira mi dulcísima Madre, que no se cansa nunca de interceder
por vuestra causa ante mi trono y sólo desea acogeros bajo su manto, tomaros bajo su
protección, defenderos, salvaros. Por tanto, ¿qué esperáis? ¿por qué os retardáis?

Éste, este el tiempo oportuno, son estos los días de la salvación. Venid, por tanto, venid,
hasta que reine y triunfe en vosotros esta incansable Misericordia que os invita con brazos

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abiertos - Venid todos a Mí, venid, venid... – ¿Os haréis los sordos? ¿Resistiréis todavía? ¿Me
haréis vosotros tan grave ofensa de no querer todavía decidir o de no esperar en mi
misericordia? Seríais demasiado ingratos, vosotros no la mereceríais, quizás no la tendríais
nunca más...

Eh, no, querido Padre! No, piadosísimo y misericordiosísimo Salvador! Por


cuanto sea duro e ingrato nuestro corazón, a tanta ayuda no se opone, no resiste
a tantas amorosas llamadas. Aquello que no pudo en vosotros las amenazas y
vuestros castigos, lo pueden estas amorosas invitaciones y lo obtendrá ésta su
Misericordia infinita. Estamos aquí, a partir de este momento, listos para
actuar; estamos aquí, desde ahora, a tus pies. Confirma, Señor, confirma tu
victoria, tu triunfo y no dejaremos de alabarte en vida, de bendecirte en la
muerte, y de cantar eternamente tu infinita Misericordia - Cantaré eternamente
las misericordias del Señor -.

Scritti autografi di S. Antonio Gianelli


Prediche, Volume 3º

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