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René Descartes

(1596-1650)

Descartes inaugura una nueva etapa en la filosofía (la filosofía moderna), caracterizada por
la autonomía absoluta de la filosofía y de la razón. Anteriormente hemos asistido a las
tensiones en el seno de la filosofía medieval entre fe y razón. En ningún momento la filosofía
medieval llegó a afirmar la plena autonomía de la razón, que siempre quedó supeditada, de
un modo u otro, a la autoridad de la fe religiosa.
La autonomía total de la razón es proclamada por los filósofos modernos. Esto
implica, por un lado, que su ejercicio no sea coartado o regulado por ninguna instancia
o disciplina exterior a ella misma y, por otro, que la razón misma es el tribunal supremo
al que corresponde juzgar de lo verdadero y lo conveniente, tanto en el ámbito teórico
como en el práctico.
Descartes nació en La Haye, una aldea de Touraine, Francia, en 1596. Estudió en el
colegio jesuíta de La Flèche filosofía escolástica: Aristóteles y Tomás de Aquino, todo según
la tradición y los preceptos cristianos. Allí recibió una sólida educación clásica y filosófica,
cuyo valor y utilidad reconoció él mismo en varias ocasiones. Estudió en profundidad la
Lógica, la Moral, la Física y la Metafísica de Aristóteles así como Matemáticas. Las lecciones
constaban de dos partes: primero el maestro dictaba y explicaba Aristóteles o santo Tomás;
luego proponía ciertas quaestiones extraídas del autor y susceptibles de diferentes
interpretaciones y a partir de ahí se sacaban ejercicios que hacían los alumnos consistentes
en argumentaciones o disputas. Las normas de estos estudios eran totalmente rígidas. Los
maestros no podían apartarse de Aristóteles más que en lo que hubiera en él de contrario a
la fe cristiana, y por supuesto tampoco se podía enseñar nada contrario a la fe, tanto en
filosofía como en teología.
Semejante enseñanza filosófica no podía por menos de despertar el anhelo de la
libertad en un espíritu de suyo deseoso de regirse por propias convicciones. Su juicio
sobre la filosofía escolástica, que aprendió en toda su pureza y rigidez, es por una parte
benévolo y por otra radicalmente condenatorio. Concede a esta educación filosófica el mérito
de agudizar el ingenio y proporcionar agilidad al intelecto, pero le niega, en cambio, toda
eficacia científica; no nos enseña a descubrir la verdad, sino sólo a defender
verosímilmente opiniones ya previamente establecidas. Y de lo que se trata, tanto en la
nueva filosofía como en la nueva ciencia, es de descubrir verdades nuevas.
Salió Descartes de La Flèche, terminados sus estudios, en 1612, con un vago pero
firme propósito de buscar en sí mismo lo que en el estudio no había podido encontrar. Este
es un rasgo renacentista que, desde el primer momento, mantiene y sustenta toda la
peculiaridad de su pensar. Hallar en el propio entendimiento, en el yo, las razones
últimas y únicas de sus principios, tal es lo que Descartes se propone. Escribe Descartes
en el Discurso del método: “y no me precio tampoco de ser el primer inventor de mis opiniones,
sino solamente de no haberlas admitido ni porque las dijeran otros ni porque no las dijeran,
sino sólo porque la razón me convenció de su verdad”.
La segunda etapa de su vida la pasó de soldado, viajero y, sobre todo, observador.
Deseó recorrer el mundo y peregrinó por Alemania, Holanda, Suecia o Dinamarca, para
volver luego a París. En sus viajes comenzó a comprender los fundamentos del nuevo
método de filosofar, y cuenta él mismo que oyó una voz divina que le encomendaba la
reforma de la filosofía.
Así fue como decidió consagrarse a la meditación y el estudio, y eligió Holanda como
el lugar adecuado para sus especulaciones filosóficas. Durante esos años escribe y publica sus
principales obras: el Discurso del método, con la Dióptrica, los Meteoros y la Geometría en 1637, las
Meditaciones metafísicas en 1641, los Principios de la filosofía en 1644 o el Tratado de las pasiones
humanas en 1650.
Descartes fue pronto célebre y su persona y su doctrina fueron combatidas. Uno de
los adeptos del cartesianismo, Leroy, empezó a exponer en la Universidad de Utrech los
principios de aquella nueva filosofía (quel nuevo método). Protestaron violentos los
peripatéticos (aristotélicos) y emprendieron una cruzada contra Descartes. El rector Voetius
acusó a Descartes de ateísmo y de calumnia. Los magistrados intervinieron, mandando
quemar por el verdugo los libros que contenían aquella “nefanda doctrina”. La intervención
del embajador de Francia logró detener el proceso. Pero Descartes hubo de escribir y solicitar
en defensa de sus opiniones, y aunque al fin obtuvo reparación y justicia, esta lucha cruel, tan
contraria a su modo de ser pacífico y tranquilo, acabó por hastiarle y disponerle a aceptar los
ofrecimientos de la reina Cristina de Suecia.
Llegó a Estocolmo en 1649 y fue recibido con los mayores honores. La corte se
reunía en la biblioteca para oírle disertar sobre temas filosóficos de física o de matemáticas.
Poco tiempo gozó Descartes de esta brillante y tranquila situación. En 1650, al año de su
llegada a Suecia, murió, acaso por no haber podido resistir su delicada constitución los rigores
de un clima tan rudo. Tenía cincuenta y tres años. Tras su muerte sus escritos fueron
prohibidos en Francia y durante mucho tiempo fue crimen allí declararse cartesiano.
Póstumamente se publicaron El mundo o los tratados de la luz y dentro de la edición de las obras
póstumas, las Reglas para la dirección del espíritu.

Epistemología y metafísica cartesiana (conocimiento y realidad)

Descartes es el filósofo de la duda, y con eso se hace cargo de una característica de su época.
El Renacimiento (y el Barroco) es una época de crisis, de incertidumbre, porque todas las
convicciones en las que se había basado la Humanidad hasta entonces se vienen abajo. La
Conquista de América plantea un nuevo continente, desconocido para los europeos, y el
viaje de Magallanes-Elcano rompe con una creencia asentada popularmente, a saber, que la
Tierra es plana. La Reforma protestante rompe con el poder de la Iglesia, hasta entonces
incuestionable, lo que abre una nueva etapa de guerras religiosas e incertidumbre política. Y
la revolución científica recupera el heliocentrismo: la Tierra, que los seres humanos
pensaban que estaba fija y en el centro del universo, en realidad gira junto con otros planetas
alrededor del Sol en un rincón insignificante del universo. Todos estos acontecimientos
siembran las dudas sobre los antiguos saberes escolásticos y las creencias más extendidas. Se
abre una etapa de descubrimientos, nuevos inventos y nuevas teorías, una etapa de gran
creatividad y, a la vez, de gran inseguridad, donde hasta la tierra bajo nuestros pies, que
parecía firme, vaga en el espacio infinito del universo. El Renacimiento es, así, una época de
incertidumbre.
El Renacimiento es ante todo la ruptura con el pasado, la crítica implacable de las
creencias sobre las que la humanidad había vivido durante siglos. Esas convicciones dejan de
ser tenidas por ciertas. Esas creencias y supuestos saberes se vienen abajo. La misma
concepción del universo, sistematizada por Aristóteles y Ptolomeo, se viene abajo. Sólo
queda una cosa: la duda. Descartes es en este contexto el pensador de la duda, aqueel que
lleva la duda hasta sus últimas consecuencias. La idea de Descartes es: mejor una verdad
cierta a mil conjeturas. Por eso, su filosofía se resume en un proyecto: buscar un nuevo
punto de apoyo seguro para todo el saber humano.
Este nuevo punto de apoyo no puede basarse en la autoridad ni en la religión
ni en la tradición filosófica. Descartes rechaza los argumentos de autoridad. Muchas
opiniones de autoridades y filósofos han resultado ser falsas, y ¡cuántas no se desmentirán
en el futuro! No podemos basarnos en lo anterior. Hay que encontrar un punto de apoyo
indubitable, algo que no pueda ponerse nunca más en duda. Para ello, Descartes
comienza dudando, dudando de todo. Esta es la duda metódica, la duda como fase
preliminar para conocer la verdad. La duda cartesiana no es escepticismo, porque Descartes
la utiliza con el propósito de llegar al conocimiento seguro. Para ello, Descartes no examina
todos y cada uno de sus conocimientos, una empresa acaso interminable, sino que se centra
en las dos fuentes principales a partir de las cuales cree saber lo que sabe: sentidos y razón.
Y si encuentra dudas en algo, entonces lo desecha como si fuera falso. No acepta como
verdadero nada que no sea evidente.
Comienza Descartes poniendo en duda la sensibilidad como fuente de
conocimiento. Para ello aporta dos argumentos. En primer lugar, ocurre que a veces los
sentidos nos engañan: oigo llamar mi nombre por la calle cuando nadie me llama, huelo a
comida porque tengo hambre pero no hay comida cerca, veo espejismos, el tacto me
confunde a veces y, por supuesto, los sentidos me muestran todos los días que el Sol se
mueve alrededor de la Tierra cuando es al revés. Los sentidos nos engañan en ocasiones, y
no es prudente fiarse de quien te ha engañado una vez.
El segundo argumento, definitivo para Descartes, es la imposibilidad de estar
totalmente seguro de distinguir el sueño de la vigilia. Todas las noches soñamos, y
cuántas veces no nos ha pasado que, soñando, hemos creído estar viviendo la realidad. Ahora
bien, ¿qué nos garantiza que no estamos soñando ahora mismo, que no nos despertaremos
en un rato? Evidentemente, Descartes no afirma que estemos soñando ahora mismo, sino
que cabe una pequeña duda: podría ser. No podemos afirmar que estemos soñando, pero
tampoco podemos estar absolutamente seguros de que no lo hacemos. Resulta, por tanto,
que todo el mundo externo, todo lo que nos rodea, no es evidente por sí mismo. Los sentidos
quedan, por tanto, desechados como fuente segura de conocimiento.
Aun así, aunque todo sea un sueño, habrá conocimientos, verdades, que seguirán
siendo válidas, pues son racionales y no dependen de los sentidos. Por ejemplo, el principio
de no contradicción: que algo no puede ser y no ser a la vez y en el mismo sentido. O que
2+2=4, o que el área de un rectángulo es base multiplicado por altura, o que la de un triángulo
es base por altura partido por dos. Todo esto, sueñe o esté despierto, seguirá siendo verdad.
Pero Descartes también pone en duda este tipo de verdades y la razón en general como
fuente de conocimiento. Pues, ¿y si aquí también me equivoco? En primer lugar, muchísimas
veces me he equivocado razonando. Podría quizá pasarme siempre. Pero es más, en segundo
lugar, podría existir un genio maligno que me manipule, que me haga pensar que 2+2=4
cuando en verdad no es así. Es una hipótesis extrema, pero podría ser. Por tanto, también
de la razón puede dudarse.
El mundo entero, todo aquello que podemos conocer, queda en entredicho. Pues
podemos estar alucinando o soñando. Nada nos garantiza que lo que vemos, el mundo tal y
como lo conocemos, sea real. Todo el mundo exterior a cada uno de nosotros podría ser un
sueño o una alucinación. El mundo externo no es evidente. Parece, por tanto, que puedo
dudar absolutamente de todo. La duda metódica deja así un panorama desolador.
En rigor, de lo único que no puedo dudar es de la duda misma. Dudar es pensar,
y si bien puedo dudar de todo lo que pienso, no puedo dudar de que pienso. El
pensamiento es la certeza más radical que poseo. Es lo único indubitable. Mi actividad de
pensar, el hecho de que estoy pensando, es la única certeza absoluta que tengo. Puede ser el
mundo entero y la vida una ilusión, una ficción o una alucinación, puedo tener el
pensamiento más ilógico del mundo, pero de algo estoy completamente seguro: pienso,
ahora mismo estoy pensando. El pensamiento, por tanto, es la base de toda seguridad. Si
comenzamos diciendo que no hay que aceptar nada de lo que no estemos absolutamente
seguros, aquí Descartes topa por fin con algo: el pensamiento mismo. Y colige entonces
Descartes: si pienso, es que existo. Cogito ergo sum.
Mi existencia como sujeto pensante no es sólo la primera certeza, sino que es, además,
el prototipo de toda certeza. ¿Por qué mi existencia como sujeto pensante es absolutamente
indubitable? Porque la percibo con toda claridad y distinción. De aquí deduce Descartes
su criterio de certeza: todo cuanto perciba con igual claridad y distinción será verdadero y,
por tanto, podré afirmarlo con inquebrantable certeza. Todo conocimiento claro y distinto
es evidente, tiene certeza, seguridad, y es por tanto verdadero, de manera que no aceptaré
como verdadero nada que no sea evidente y, por tanto, claro y distinto. La claridad de una
idea hace referencia a su contenido, que debe ser diáfano y estar presente en el
entendimiento. El hecho, por ejemplo, de que pienso. La distinción es la propiedad de una
idea de distinguirse de las demás ideas, de no ser confundida. Claridad y distinción son las
notas de la evidencia y por ende los criterios de verdad. Sus contrarios son oscuridad y
confusión.
Tengo ya la base de todo el saber: el pensamiento. El pensamiento (yo pienso) como
actividad es la primera certeza. Puede que aquello que pienso, el mundo, no exista. Pero
mi acción de pensarlo existe indudablemente. Estoy pensando en el mundo externo a
mí, aunque quizá este no exista en verdad. Así pues, lo que es evidente es que pienso y que
pienso algo, pienso la idea de mundo, aunque puede que esa idea no se corresponda con
nada en la realidad. De este análisis concluye Descartes que el pensamiento piensa siempre
ideas. El concepto mismo de “idea” cambia en Descartes con respecto a la filosofía anterior.
Para la filosofía anterior, el pensamiento recae directamente sobre las cosas: si yo
pienso que el mundo existe, estoy pensando en el mundo y no en mi idea de mundo. Las
ideas, por contra, son entes inmateriales e inmutables, como en la tradición platónica. Para
Descartes, por el contrario, las ideas son las copias que existen en nuestra mente de las
cosas externas. Las ideas son así representaciones. El pensamiento no recae directamente
sobre las cosas (cuya existencia no nos consta en principio), sino sobre las ideas: yo pienso
en la idea de mundo. La idea es una representación que contemplamos, un “representante”
que se corresponderá, o no, con la realidad. Así pues, las ideas tienen dos aspectos: son por
un lado actos mentales (“modos de pensamiento”, en expresión de Descartes) y poseen por
otro lado un contenido objetivo. En cuanto actos mentales, todas las ideas poseen la misma
realidad: la del pensamiento, que es evidente por sí misma, clara y distinta. Si yo pienso algo,
esa idea que pienso existe claramente en mi pensamiento. En cuanto a su contenido, su
realidad es diversa.
Analizando cuidadosamente las ideas, que son los elementos básicos de nuestro
conocimiento, hace Descartes una triple distinción: ideas adventicias, ideas facticias e ideas
innatas. Las ideas adventicias son aquellas que parecen provenir de nuestra experiencia
externa (las ideas de ser humano, de árbol, los colores, etc.). Las ideas facticias, por contra,
son aquellas que construye la misma mente a partir de otras ideas (la idea de un caballo con
alas, la idea de unicornio, etc.). Por último están las ideas innatas, pocas, pero las más
importantes, que ni provienen de la experiencia externa ni son construidas por la mente a
partir de otras. Las ideas innatas son aquellas que el pensamiento posee en sí mismo. Estas
ideas innatas son según Descartes la base de todo el saber, las ideas primitivas a partir de las
cuales se ha de construir el edificio de nuestro conocimiento. Ideas innatas son las ideas de
“pensamiento” y de “existencia”, que ni son construidas por mí ni proceden de experiencia
externa alguna, sino que me las encuentro en la percepción misma del “pienso, luego existo”.
Y una tercera innata que Descartes descubre en el pensamiento es la idea de Infinito, que él
identifica con Dios. Dios es una idea innata, la idea de un ser perfecto e infinito.
Llegamos aquí a dos afirmaciones fundamentales del racionalismo y de Descartes
en concreto. En primer lugar, nuestro conocimiento acerca de la realidad puede ser
construido deductivamente a partir de ciertas ideas y principios evidentes, las ideas innatas.
En segundo lugar, estas ideas y principios son innatos; el entendimiento los posee al
margen de la experiencia. Pero ¿cómo proceder a partir de estas ideas innatas sin
equivocarme y avanzar en el conocimiento?
Descartes plantea para ello un método seguro y sencillo que consta de cuatro reglas.
La primera regla es no aceptar nada como verdadero que no sea evidente, esto es, claro y
distinto. La segunda regla es avanzar planteando problemas a resolver como hacen los
matemáticos (las matemáticas son el modelo de ciencia para Descartes), y analizar y dividir
el problema en tantas partes como sea posible. La tercera regla es avanzar siempre de lo
simple a lo complejo. Y la cuarta es hacer enumeraciones tan completas y generales que se
tenga la seguridad de no omitir nada.
Con este sencillo método puedo evitar errores en el pensamiento, el primer
argumento que ponía en duda la razón como fuente de conocimiento. Ahora bien, la
dificultad planteada por el genio maligno sigue estando ahí y es enorme. Sé que pienso,
pero ¿qué me garantiza que pienso correctamente y puedo, razonando, llegar a
alguna verdad? Es decir, ¿qué me garantiza que mi pensamiento puede corresponderse
adecuadamente con el mundo? Más aún: ¿qué me garantiza siquiera que el mundo existe
como tal? Se que existo y que soy una cosa que piensa, una cosa pensante, una res cogitans. Mi
pensamiento es la única certeza que tengo. ¿Podré avanzar pensando hasta otras verdades?
¿O me engañaré inevitablemente?
Aquí es donde entra en juego la existencia de Dios para Descartes. Es Dios el que
garantiza que no me equivoco, que soy capaz de pensar correctamente y que si hago un uso
correcto de mi razón llegaré a verdades seguras. Pero, si hemos dudado de todo, ¿no
dudaremos con más razón aún de la existencia de Dios, ese ser supremo y perfecto?
Descartes da varias demostraciones de la existencia de Dios. Demos ahora sólo una de ellas,
por ejemplo, la que da en el Discruso del método.
Resulta que yo mismo soy imperfecto, argumenta Descartes, pues me equivoco
muchas veces, dudo y no estoy seguro de casi nada. Pero sé qué es un ser perecto: alguien
que tenga todas las virtudes, que no le falte nada, un ser modélico, perfectísimo. Poseo esta
idea, aunque yo mismo no sea perfecto ni haya visto jamás un ser semejante. Ese ser es Dios,
y si es perfecto, es porque lo tiene todo. Descartes recupera aquí el célebre argumento
ontológico de la existencia de Dios (san Anselmo): la existencia pertenece a la esencia de
Dios; es decir, así como no se puede concebir un triángulo sin tres ángulos o una montaña
sin valle, no se puede tampoco concebir a Dios sin la existencia. Aquí Descartes considera la
existencia de Dios más bien intuida que demostrada. De hecho, Dios es la segunda de mis
ideas innatas, y mi segunda certeza: Dios existe. Él, ser todopoderoso y bueno, es el
garante de que razono correctamente y no hay genio maligno que me engañe, de que
mi pensamiento puede conocer la verdad y llegar a verdades seguras. El mundo externo existe
y, haciendo un uso cuidadoso de mi razón, siguiendo el método anterior, puedo conocerlo
de manera racional y extirpar de mí la duda del genio maligno. Dios me lo garantiza.
Que pienso y existo, que soy por tanto una cosa pensante, y que además Dios existe
y garantiza que mi pensar no es un delirio son los cimientos que Descartes encuentra para la
filosofía. A partir de aquí se trata de avanzar en el conocimiento, y todo nuestro saber habrá
de basarse por ende en el pensamiento y en la razón, en la capacidad de pensar, pues esa es
la única fuente de certeza. La certeza y seguridad en el conocimiento no provienen de
los sentidos, sino exclusivamente del entendimiento. Esto entronca con la clarificación
del método para el uso correcto de la razón, un método sencillo compuesto, como ya hemos
visto, por cuatro reglas, con el cual Descartes espera emprender por fin un camino seguro
en el conocimiento humano. Siguiendo ese sencillo método y basándose solamente en la
razón humana y sus certezas indubitables e innatas, no hay problema ni verdad que pueda
resistirse al ingenio. Y así habría de construirse, de forma metódica, todo el árbol de las
ciencias, en cuyas raíces se encuentra la metafísica, que contiene las primeras evidencias y el
método; el tronco del árbol del saber será la física, y de ahí salen las distintas ramificaciones
de todas las ciencias y saberes humanos. Un saber y una ciencia que están así, por fin y de
una vez para siempre, anclados en cimientos seguros. Esta imagen del árbol de la sabiduría
es planteada por Descartes en los Principios de la filosofía. Allí presenta Descartes una idea de
filosofía como saber universal. La filosofía sería por ende la totalidad del saber, y esa
totalidad del saber o de la filosofía se asemeja para él a un árbol. La metafísica es la raíz, la
física el tronco, y el resto de ciencias, sus ramas. La moral es para Descartes la copa del árbol,
la cúspide del saber, el último grado de la sabiduría. Una moral que, todo sea dicho, nunca
llegó Descartes a poder formular con rigor, y quedó en el estatus de la moral provisional
como está expuesta en la parte tercera del Discurso del método.
De todo ello se deriva además una metafísica que estructura la realidad en tres
sustancias. Descartes define la sustancia como aquello que existe de tal modo que no necesita
de ninguna otra cosa para existir. La realidad se estructura en tres sustancias diferentes: la
sustancia infinita o Dios (res infinita); la sustancia pensante (res cogitans) y, por
último, la sustancia extensa o mundo (res extensa). En el mundo rigen según Descartes
el determinismo y el mecanicismo. El mecanicismo es una concepción según la cual toda
realidad es entendida en base a los modelos proporcionados por la mecánica, y que la
interpreta solamente en base a las nociones de materia y movimiento local. Sustenta que lo
real es una inmensa máquina. El determinismo es, en general, la teoría que sostiene que nada
sucede al azar, sino que todo se debe a causas necesarias, de forma que, conociendo las causas
o la suma de condiciones necesarias de un suceso es posible prever la existencia y las
características del efecto. En este sentido, no queda lugar en el mundo físico o res extensa para
la libertad. Sólo en la res cogitans, en el pensamiento, cabe hablar de libertad.

El problema de Dios en Descartes

Hemos visto que la duda metódica cartesiana deja un panorama desolador, pues todo lo
conocido por sentidos y razón queda invalidado en tanto que dudoso. No obstante, la
primera certeza que encuentra Descartes es el cogito: el pensamiento y su existencia como
cosa pensante. La segunda certeza cartesiana, expuesta en parte en el Discurso del método y más
extensamente en la tercera de sus Meditaciones metafísicas es la existencia de Dios.
Demostrar la existencia de Dios es importante para Descartes, pues es la forma que
tiene de superar el solipsismo, la soledad del “yo pienso” o yo pensante, y garantizar tanto la
existencia del mundo externo como la validez de la razón humana como fuente de
conocimiento. Entiende Descartes por Dios una sustancia infinita, eterna, inmutable,
independiente, omnipotente y omnisciente, por la cual yo mismo y todas las demás
cosas que existen (si es que existe algo más allá de mí mismo) han sido creadas. Que
poseo esta idea de Dios en mi mente es para Descartes innegable.
Ahora bien, ¿de dónde proviene? No es adventicia, pues no la he aprendido del
mundo externo, si es que este existe realmente. Tampoco es facticia, es decir, no la he
elaborado ni imaginado yo mismo, pues yo, siendo algo imperfecto, no puedo ser la causa de
algo perfecto, en este caso, de una idea perfecta. De mí, que soy un ser finito, no puede surgir
la idea de algo infinito y perfecto. No queda otra más que esta idea sea innata, y es Dios
mismo el que la ha puesto en mí. Dios, por tanto, existe, y ha sido él quien ha
introducido en mi alma la idea de Dios, que poseo de manera innata. Él es la causa de
la idea que de él yo tengo en mi mente. Es este un argumento gnoseológico que da Descartes
para demostrar la existencia de Dios.
Da en las Meditaciones metafísicas un segundo argumento de la existencia de Dios, un
argumento que podemos denominar cosmológico. Sé que pienso y existo. Pero ¿a quién debo
mi existencia? ¿Quién me ha creado? Caben aquí tres posibilidades, si es que Dios no ha sido
quien me ha creado: que me haya creado a mí mismo, que tenga una causa menos perfecta
que Dios o, por último, que haya existido siempre. Si me hubiese creado a mí mismo, no
tendría fallo alguno, no tendría dudas, ni deseos, ni sería consciente siquiera de ninguna
imperfección o carencia. Yo sería todo: sería como Dios. Pero no es el caso. Podría ser que
yo haya existido siempre. Pero ¿cómo es entonces posible que me mantenga en la existencia
y no me desvanezca en un instante? Si ni yo mismo ni Dios me ha creado, cómo es que existo
y sigo existiendo. Tampoco es satisfactoria esta respuesta. Por último, puede que deba mi
existencia a mis padres o a otras causas menos perfectas que Dios. Tal causa será imperfecta
como yo, su efecto, es decir, una cosa pensante e imperfecta. Y ¿a quién o qué debe él o ella
su existencia? Si es a sí mismo, es decir, si es causa sui, causa de sí mismo, entonces es Dios,
y sería perfecto. Y si es a otro, entonces el problema se repite. Sólo queda una posibilidad: si
yo existo, entonces es que Dios existe necesariamente y es la causa de mi existencia.
Da Descartes todavía un tercer argumento, esta vez en el Discurso del método. Se trata
de una variante del argumento ontológico de Anselmo de Canterbury. La idea de Dios, que
indudablemente poseo de manera innata en mi entendimiento, es la idea de un ser supremo
al que le corresponden todas las perfecciones. Ahora bien, la existencia es una perfección,
pues es mejor existir que no hacerlo. Por tanto, Dios debe existir, por definición. La
existencia pertenece a la esencia de Dios; es decir, así como no se puede concebir un triángulo
sin tres ángulos o una montaña sin valle, no se puede tampoco concebir a Dios sin la
existencia.
La existencia de Dios cumple un papel importante en la filosofía de Descartes, pues
permite rechazar definitivamente la hipótesis del genio maligno así como garantizar la
existencia del mundo externo y la guía segura de nuestra razón.

Antropología cartesiana

De esta metafísica se deriva la concepción antropológica de Descartes. Este plantea una


distinción radical entre cuerpo y alma, separando ambos de una manera incluso más radical
de lo que lo hiciera Platón, ya que pensamiento y extensión son dos sustancias
diferentes, autónomas y autosuficientes. En la sustancia extensa, nuestro cuerpo,
reinan la causalidad y el determinismo. En nuestro alma reina la libertad. La conexión
entre cuerpo y alma se da para Descartes en la glándula pineal, una pequeña parte del cerebro.
Pero esta relación es ante todo una relación de combate.
Del cuerpo provienen las pasiones, aquellas percepciones o sentimientos que
afectan a nuestra alma y que no tienen un origen en ella, sino en el cuerpo y las fuerzas que
actúan sobre él. Entendimiento y voluntad, es decir, el pensamiento, deben encontrar el
autodominio y no dejarse llevar por las pasiones, enfrentándose a la fuerza ciega con la que
las pasiones tratan de arrastrar a la voluntad. El alma, por tanto, posee dos grandes facultades:
entendimiento y voluntad. La voluntad es libre, esto es algo indubitable para Descartes.
Y el ejercicio de la libertad es la perfección fundamental del ser humano, aquello que
lo hace dueño de sí mismo. En su lucha contra las pasiones, la voluntad ha de conquistar su
libertad. La libertad no es la indiferencia entre dos opciones ante las cuales hay que elegir una
cualquiera. La libertad es ante todo actuar como un ser racional: consiste en elegir lo que
es propuesto por el entendimiento como bueno y verdadero.

La moral provisional de Descartes

La moral debía ser para Descartes la coronación de todo el edificio del saber. Pero,
precisamente por este motivo y su temprana muerte, Descartes nunca pasó de formular una
moral provisional como la que expone en la tercera parte del Discurso del método. Esta moral
provisional consta de unas pocas y sencillas máximas.
Primera: Seguir las leyes y costumbres del país donde se vive así como la religión
dada. Y dentro de las discrepancias, elegir siempre la opinión más moderada: es más fácil de
llevar a la práctica y, si uno se equivoca, se extravía menos del camino verdadero. Segunda:
constancia, es decir, firmeza y resolución ante la duda. Es preferible ser firme y resuelto en
las acciones y seguir los principios elegidos, aunque no sean los mejores, que errar como
aquellas personas débiles de carácter que se dejan arrastrar de un lado a otro y sólo obtienen
remordimientos. Tercera: procurar vencerse a uno mismo antes que a la fortuna. Esta
máxima, típicamente estoica, recomienda que antes que oponerse a los acontecimientos que
nos vienen dados y más que intentar cambiar la realidad, que acaso no sea posible, es
preferible resignarse, cambiar nuestros pensamientos y deseos, no desear aquello que no se
tiene ni se puede tener. La felicidad depende de nosotros mismos, en la medida en que no
deseemos cosas que no podemos conseguir.

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