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4ª Palabra: “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me Has abandonado?


(Mateo 27:46) Cerca de la hora novena, Jesús clamó a gran voz,
diciendo: “Elí, Elí, ¿lama Sabactani?: Esto es: ¡Dios mío, Dios
mío!, ¿Por qué me has desamparado?”

La muerte de Jesús estaba ya estaba muy cerca, serían casi las tres
de la tarde, eran ya muy pocas aquellas personas que estaban en la
cima del calvario, solo había un grupo de los más íntimos allegados a
Jesús. En ese momento había aumentado la soledad, Jesús estaba
verdaderamente solo. Todos morimos solos, e incluso cuando estamos
rodeados de personas que nos aman, el que agoniza siempre está
profundamente solo, librando el último combate, y Jesús no quiso
separarse a esa ley de la condición humana, quiso sentir lo que
nosotros los seres humanos sentimos cuanto pasamos estos
momentos de agonía.

Pero hay una soledad que ningún hombre ha conocido, que sólo Jesús
la conoció; Jesús conoció esa soledad la cual hay que acercarse con
temor, porque nada hay más vertiginoso es un miedo intenso, y es lo
que se nos revela en esta Palabra que Jesús menciona antes de morir.

Esta es una Palabra desconcertante, una palabra que durante siglos


ha conmovido y ha trastornado a muchísimos teólogos. No fue una
frase dolorida, como las demás palabras, pero, sin embargo; si causó
muchísimo dolor. Fue un grito, que taladra que nos perfora en lo más
íntimo de nuestro corazón y es algo desgarrador en la historia que
vivió nuestro señor Jesucristo. Un gran silencio había en el Calvario, y
fue entonces cuando Jesús, haciendo un inmenso esfuerzo y llenando
de aire sus pulmones ya agotados, gritó con voz fuerte: “Elí, Elí, lama
Sabactani? Que quiere decir: ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me
has desamparado?”

El Evangelio nos dice, efectivamente, que Jesús gritó. Pero ¿Por qué
gritó? ¿Acaso vino sobre Él algún tormento añadido al que ya le
estaba matando? Cristo había sudado sangre en el Huerto de los
Olivos sin gritar, había soportado la flagelación sin gritar, había sufrido
sin gritos el taladro de sus manos y sus pies. Pero ¿Por qué grita
ahora? Sólo le falta lo más fácil: terminar de morir suavemente. Y, sin
embargo, grita. ¿Por qué ha sido pronunciada esta palabra? ¿Por qué
no fue retenida dentro del pecho de Jesús? ¿No sabía Cristo que
muchos la usarían contra Él…, para negar su divinidad?”

Porque, efectivamente, sacerdotes, fariseos y ancianos decían si a


otros salvo, así mismo no se puede salvar, no dice ser soy hijo de
Dios. ¿cómo pudo el Padre abandonar al Hijo, si ambos son uno solo
Dios? ¿Cómo pudo alejarse la divinidad, si estaba unida a la
humanidad hasta formar en Él un solo ser? ¿Puede acaso el Hijo de
Dios quedarse sin Dios, cuando es substancialmente uno con el
Padre? Entienden algo, Pero, si Jesús dice que el Padre le abandona,
es porque en realidad Él experimenta ese abandono. De un modo que
quizás nosotros nunca logremos entender, pero que Él experimentó
como una verdadera lejanía.

¿Cuál fue la dimensión y el sentido de esta lejanía? Aquí está la clave


para poder comprender el misterio que Jesús nos revela con esta
Palabra: Cristo está llevando hasta el final su obra de Salvación, en
estos últimos momentos de su vida, cuando ya toca la muerte, está
abandonando la condición humana tal como existe en realidad, para
asumirlo todo y llenarlo todo de vida y resurrección. En este descenso
se encuentra con todos los dolores, con todas las deformaciones de la
obra original de Dios y, sobre todo, con los pecados del mundo. Pero
qué tiene de extraño que Jesús experimentara que el Padre se alejara
de Él, porque Dios no puede convivir ni con el mal ni con el pecado, el
abandono que Jesús sintió fue la separación de su padre porque a
dios no le agrada el pecado y fue por eso que se sintió desamparado.

El Hijo tenía que ser consecuente con la obediencia que debía al


Padre. Y, aunque Él experimentó todas las miserias y las
consecuencias de los pecados del hombre, sus dolores no fueron de
pecador, sino de salvador y redentor.

En ese momento es cuando Él sin-pecado por nosotros se hace


profundamente uno de nosotros. Como bien nos dice Pablo (2 Co.
5,21): “A aquél que no había conocido el pecado, Dios lo hizo pecado
por nosotros, a fin de que nosotros nos hiciéramos justicia de Dios en
él”.
Jesús, por obediencia a su Padre y por el grande amor hacia a
nosotros, tomo el lugar que nos correspondía en ese sacrificio que
hizo en la cruz del calvario. El uno y el otro sabían que el destino del
hombre, es Dios y no quieren que se pierda. El Hijo, para devolverle al
hombre a Dios, se ha sentido terriblemente solo, separado del Padre
en lo profundo de su alma. Por eso gritó, porque ese dolor era más
agudo e intenso que todos los de la carne juntos, todo el sufrimiento
que su cuerpo había sentido; Pero su grito no fue desesperación, sino
una queja acerante (fuerte), pero amorosa y segura de una manera en
que Él sentía que estaba orando a su padre.

De hecho, toma sus palabras del Salmo 21, que es un salmo de


llanto, sí, pero también de esperanza: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué
me has abandonado?” Fueron unas palabras desgarradoras llenas de
dolor y sufrimiento, pero también llenas de esperanza para nosotros
por Cristo sabía que venía el perdón de nuestros pecados para cada
uno de nosotros.

Es por eso hermanos, que es momento de que ahora nosotros


seamos quien le gritemos a nuestro Jesús, desde lo más profundo de
nuestro corazón, diciéndole: Gracias, gracias, Señor, porque aquel
grito tuyo ha llegado hoy a nosotros, y que sea tu Santo Espíritu quien
penetre en nuestros corazones y toma todo lo que allí encuentres, ya
sea pecado, maldad, resentimiento, dolor, aflicción, examina señor
cada uno de nuestros corazones para que podamos estar delante de
la presencia de nuestro padre. Y así podamos entrar limpios,
santificados, puros y sin mancha, siendo dignos de estar alabando,
glorificando y exaltando su santo nombre.

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