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Anywhere Donde Estés Tú Dunbridge Academy 01 Sarah Sprinz
Anywhere Donde Estés Tú Dunbridge Academy 01 Sarah Sprinz
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Epílogo
Agradecimientos
Créditos
Gracias por adquirir este eBook
Emma
Henry
Odio correr.
Lo odio, lo odio con toda mi alma.
Si ya cansa de por sí, no digamos cuando tienes que
cruzar un aeropuerto tan gigantesco como este de un
extremo a otro tras un vuelo de diez horas. Ahora recuerdo
por qué suelo evitar hacer escala en Frankfurt, porque una
hora y media de tránsito nunca es suficiente. Y menos si el
primer vuelo llega con retraso. Debería apuntármelo en
algún lugar, en negritas y mayúsculas, así me acordaré la
próxima vez que reserve un vuelo de Nairobi a Edimburgo.
—Disculpe, sorry... —digo mientras por dentro maldigo a
los que se quedan plantados en el lado izquierdo de la
pasarela mecánica. ¿Tanto cuesta ponerse a la derecha si
no piensan moverse?—. Pierdo el vuelo de conexión, lo
siento.
Me abro paso entre sus codos ignorando el dolor que
noto en el pecho. Es vergonzoso, pero no puedo correr ni
cinco minutos seguidos sin notar que estoy a punto de
sufrir un ataque de asma. La mochila que cuelga de mis
hombros de repente pesa una tonelada, y la sudadera que
llevo puesta es demasiado gruesa, aunque por supuesto no
me he dado cuenta hasta hace un rato, cuando me he
levantado junto con el resto de los pasajeros y me he
plantado en el estrecho pasillo del Boeing a esperar a que
nos dejaran salir. Nada me gustaría más que poder pararlo
todo para quitarme la sudadera, pero, primero, no tengo
tiempo y, segundo, ya me da todo igual.
Tropiezo al final de la pasarela, cuando doy el primer
paso en tierra firme. Mi cuerpo quiere seguir avanzando,
pero mis músculos apenas pueden vencer la falta de
aceleración y, Dios, llego a la conclusión de que tengo que
empezar a correr con regularidad si no quiero suspender
Educación Física. Quizá debería tomar ejemplo de Theo. Mi
hermano mayor siempre estudiaba para los exámenes en la
cinta de correr del gimnasio del internado.
«El cerebro almacena mejor los contenidos nuevos
mientras el cuerpo se mueve; es un dato científico, Henry.»
También es un dato científico que el corazón me saltará
del pecho si no voy más despacio y...
Un momento. Puerta B 20. ¡B!
Me paro tan de repente que me cae encima un
verdadero chaparrón de insultos y maldiciones en alemán.
Noto el pulso en los oídos mientras escudriño los rótulos
que tengo frente a los ojos. Tal vez no me llega suficiente
sangre al cerebro y empiezo a tener alucinaciones. O eso, o
en el rótulo de la puerta pone en realidad C-D.
Mierda. ¿Dónde me he desviado? ¿Por qué las puertas
de embarque de los vuelos de conexión siempre están en el
otro extremo del aeropuerto, llegues de donde llegues? ¿Y
por qué...?
El ruido sordo que oigo justo en el instante en el que me
doy la vuelta sin mirar no ha sonado nada bien. Y el dolor
que noto a continuación tampoco es precisamente
agradable. Había olvidado que te quedas sin aire en los
pulmones cuando alguien choca con todas sus fuerzas
contra tu pecho. Me desplomo sobre las baldosas
enceradas, entre las rodillas de una chica. Una de las
hebillas de mi mochila se abre de golpe y el contenido cae
frente a nosotros y queda esparcido por el suelo. Una
botella de agua, unos auriculares, chicles, la bolsita de
galletas saladas del aeropuerto, el cargador del móvil y el
pasaporte. Pero no veo nada de todo eso. Lo único que veo
es una melena rubia, corta hasta la barbilla, y unos ojos de
un intenso azul grisáceo.
—Lo siento, lo siento... —se disculpa ella, tras lo cual
sigue hablando. Es probable que el hecho de que no
comprenda lo que dice no tenga nada que ver con que
acabe de recibir un golpe en la cabeza. Me parece que
habla en alemán, aunque no tengo la impresión de que el
idioma suene tan duro al salir de su boca.
—¿Estás bien? —le pregunto. En realidad, espero que se
quede cortada cuando se dé cuenta de que tiene que
responderme en inglés para que la entienda. Sin embargo,
cambia de idioma sin dudar ni un segundo y, cielos, ¿por
qué me parece eso tan atractivo?
—Sí, sí, creo que sí —contesta—. ¿Y tú? Lo siento, iba
demasiado deprisa, pero es que...
—No, no pasa nada. Ha sido culpa mía, no he mirado
antes de darme la vuelta —replico, y mi cerebro se activa
de repente. Me inclino por acto reflejo hacia la botella de
agua, que rueda peligrosamente hacia la gente que pasa
por nuestro lado. Mientras la recojo, ella echa un vistazo a
mis cosas, casi como si se estuviera planteando si
ayudarme a recogerlas o no.
—Lo siento, yo... —empieza a decir, pero se queda
callada cuando la miro de nuevo—. Tengo muchísima prisa.
Mi vuelo sale ahora mismo y...
La voz metálica de la megafonía del aeropuerto la
interrumpe. Se levanta con un respingo mientras las
palabras en alemán resuenan desde los altavoces. Luego
contengo el aliento cuando oigo que repiten el mensaje en
inglés.
—Última llamada para los pasajeros Bennington y Wiley.
Por favor, preséntense de inmediato en la puerta B 20.
Última llamada.
—Lo siento... —insiste la chica con una mirada de
disculpa que también refleja su desesperación.
—¿Eres tú? —pregunto, y ella asiente—. ¿Edimburgo?
—¿Tú también?
—Sí —respondo.
Duda un momento. Luego se agacha sobre mis cosas con
determinación.
—De acuerdo, pues vamos. Deprisa.
Entre los dos lo recogemos todo enseguida, por último
meto los auriculares y también me levanto de un brinco. Ni
siquiera guardo el pasaporte, lo llevo en la mano.
—¿Wiley? —pregunto mirándola a los ojos.
—Emma —afirma señalando hacia el lugar del que yo
venía. Echamos a correr—. ¿Y tú?
—Henry. Encantado —jadeo, pero no puedo añadir nada
más porque noto que los pulmones me arden de nuevo. O
todavía me arden, porque ni siquiera me ha dado tiempo de
recuperarme—. ¿Es muy lejos? —resuello mientras me voy
quedando atrás. Emma. La chica de ojos grises. Joder, cómo
corre.
—No lo sé —admite, y me lanza una mirada por encima
del hombro agarrada a las correas de su mochila—.
Tenemos que ir más rápido.
—No puedo ir más rápido.
—Claro que sí.
Joder, que no. Ella igual sí, pero yo no.
La verdad es que no parece cansada en absoluto.
—No, tenemos que ir por allí —me corrige justo antes de
subir a la siguiente pasarela mecánica. Me agarra por la
muñeca y tira de mí hacia la derecha.
En efecto, el rótulo reza PUERTA B 35-1. Antes debo de
habérmelo pasado de largo.
Emma murmura unas palabras que suenan muy
alemanas, una especie de disculpa, mientras adelantamos
corriendo a gente que tira de sus maletas con ruedas e
intentamos esquivar a los niños.
Yo estoy sin aliento, mientras que ella solo respira con
intensidad y apenas tiene las mejillas un poco enrojecidas.
Seguramente no queden más que unos centenares de
metros, pero el pasillo del aeropuerto me parece
interminable.
B 31.
B 29.
B 27.
En la puerta B 24 ya ha empezado el embarque y hay
gente por todas partes en medio del pasillo. Les agradezco
de todo corazón que me obliguen a caminar durante unos
segundos. Emma desaparece de mi vista entre los viajeros
que esperan para embarcar y me fuerzo a seguir corriendo.
Nuestra puerta de embarque está vacía. Destaca mucho
respecto al resto de las zonas de espera, que están
ocupadas hasta los topes. Tras los cristales diviso el avión,
pero no hay nadie en el mostrador.
Emma aminora la marcha cuando se da cuenta de que
llegamos demasiado tarde.
«Mierda, joder...», pienso mientras noto punzadas en el
torso y me llevo la mano al costado.
—¿En serio? —murmura Emma. Su voz suena demasiado
normal teniendo en cuenta lo mucho que hemos corrido—.
Nos acaban de llamar y...
—¿LH 962 a Edimburgo? —pregunta un hombre.
Qué ganas me entran de abrazar al auxiliar de vuelo que
en este preciso instante aparece por el pasillo que lleva
hasta el avión.
—¡Sí!
—Muy bien. Por aquí, por favor.
Intento reprimir la tos mientras me saco el móvil del
bolsillo de la sudadera. Seguro que estoy rojo como un
tomate. Emma, en cambio, apenas acusa el esfuerzo.
¿Cómo es posible? ¿Es que no es humana?
Abro la tarjeta de embarque en el móvil y se la muestro
al asistente de vuelo junto con mi pasaporte. Cuando me lo
devuelve todo, espero unos pasos por delante de ella.
Emma trae la tarjeta de embarque impresa en papel y eso
me arranca una sonrisa. En cierto modo me parece
entrañable.
Ella le da las gracias y las mejillas se le enrojecen
visiblemente cuando me mira. Creo que le ha sorprendido
que la haya esperado. Y es entonces cuando sucede. Su
mirada pasa de mi cara a mi pecho. Me doy cuenta de que
se fija en el logotipo bordado en blanco sobre el tejido azul
marino de la sudadera. Las iniciales entrelazadas de la
Dunbridge Academy en medio de un blasón simple,
enmarcado por unos zarcillos de hiedra. Emma lo reconoce,
lo veo en sus ojos, y antes de que llegue a decir nada
repaso de memoria los ocho cursos, pero no la identifico.
Tiene que ser nueva, de lo contrario ya me habría fijado en
ella. Tal vez no conozco los nombres de los cuatrocientos
treinta y dos alumnos y alumnas de Dunbridge, pero sus
caras sí. Y no las olvido.
—¿Vas a la Dunbridge Academy? —pregunta Emma, y el
tono de voz reverencial que utiliza confirma mis sospechas.
Es nueva, no me cabe la menor duda. Esa pregunta solo
la haría alguien que no conozca el internado más que por
las brillantes reseñas que pueden leerse en internet.
—Sí —respondo, y el auxiliar de vuelo aparece de
repente tras ella.
—¡Dense prisa, por favor! —nos pide con una sonrisa
radiante, aunque también con una insistencia cordial que
nos invita a avanzar de inmediato. Emma sigue sin apartar
la mirada de mí. No me gusta nada que de repente parezca
tan cohibida.
—¿Es tu primer año?
—Sí —contesta con una leve sonrisa. De repente me
entran unas ganas locas de abrazarla, y seguramente lo
habría hecho si no hubiera estado empapado en sudor.
Bueno, tal vez no. Al fin y al cabo, no nos conocemos de
nada. Pero ¿qué hace viajando sola? Los nuevos siempre
llegan acompañados de sus padres. Incluso los que vienen
de países tan lejanos como Arabia Saudita o México. Y
Alemania no es ni mucho menos el más lejano entre los
países con representación en la escuela.
—Solo cursaré un año de intercambio —me informa
mientras recorremos el largo pasillo. Las paredes quedan
cerca y la moqueta del suelo se traga el sonido de nuestros
pasos. No me gusta que tenga la mirada clavada en el suelo
mientras me lo dice. Por algún motivo tengo la sensación
de que... no es feliz.
—Genial. Oye, tu inglés es muy bueno.
Cuando levanta la vista enseguida me doy cuenta de que
he dicho algo inadecuado.
—Gracias —murmura.
Me entran ganas de hacerle mil preguntas. De dónde es
exactamente, si está nerviosa y esas cosas, pero no llego a
hacérselas porque justo en ese momento alcanzamos la
puerta del avión. Otra auxiliar de vuelo nos está esperando.
—Bienvenidos a bordo —nos saluda con una sonrisa
impaciente.
—¿Dónde te sientas? —le pregunto a Emma. Todos los
demás pasajeros ya tienen los cinturones abrochados y
están pendientes de sus móviles, puesto que ha llegado el
momento de ponerlos en modo avión. Algunos nos miran
indignados.
—El 27 D —responde lanzándome una mirada por
encima del hombro—. ¿Y tú?
Lástima... Por unos momentos me planteo lo
impertinente que sería pedirle a alguien que nos cambiara
el asiento para sentarnos juntos.
—Aquí —señalo cuando pasamos junto al 22 C. Es un
asiento junto al pasillo, y el que hay al lado no está libre,
por supuesto. La mujer del asiento del medio ya se ha
puesto unos auriculares con cancelación de ruido y no
parece que tenga ganas de hablar con nadie.
—Ah, muy bien —dice Emma sin detenerse—. Pues que
tengas un buen vuelo. Nos vemos, Henry.
—Sí —contesto tragando saliva—. Igualmente.
Emma
Emma
Henry
Emma
Emma
Henry
Emma
Henry
Emma
Emma
Henry
No recuerdo cuándo se convirtió en una tradición para
mí ir a comer los miércoles con Grace y su familia. Tengo la
sensación de que siempre ha sido así, y de todos modos hoy
he estado a punto de olvidarlo. Si no llego a encontrarme a
Grace esperándome a los pies de la escalera, simplemente
habría ido directo al comedor. No paro de pensar en que
Emma tal vez me esté buscando. Si tuviera su número,
podría avisarla en un momento.
—¿Esperas algún mensaje? —me pregunta Grace al ver
que consulto el móvil por enésima vez para descubrir que
no me ha escrito todavía. En lugar de eso, Maeve ha
enviado uno de sus extraños memes al grupo familiar. Esta
vez es uno de una rana, pero, como siempre, no acabo de
verle la gracia. Ya hace tiempo que renuncié a intentar
comprenderla.
—¿Eh? —pregunto levantando la cabeza—. Ah, no.
Perdona —me disculpo, y acto seguido dejo a un lado el
teléfono, justo cuando la madre de Grace trae una cacerola
gigantesca a la mesa y nos la planta delante, mientas su
padre me coge el vaso para llenármelo. Tengo un mal
presentimiento cuando pienso que preferiría estar en otro
lugar en este momento.
Los padres de Grace, Diane y Marcus, conocen a mis
padres. Ellos también estudiaron en el internado, y de
hecho eran de la misma promoción, igual que Grace y yo.
Desde que estudio aquí veo a los padres de Grace con
mucha más frecuencia que a los míos. Antes pasaba casi
cada fin de semana con ellos, por lo que no es de extrañar
que la casa de los Whitmore sea como un segundo hogar
para mí.
Últimamente no vengo tanto. Estoy muy ocupado con las
clases, los deberes y las reuniones del consejo escolar, por
lo que Grace y yo nos vemos menos. Pero, por muy
apretada que tenga la agenda, comer los miércoles con su
familia es una cita innegociable.
—Ya, gracias —digo mientras retiro el plato al ver que la
madre de Grace no para de servirme cucharadas de
shepherd’s pie—. Es suficiente.
—¿Seguro, Henry? —pregunta mirándome—. No te
cortes.
—Deja de cebar al chico, Diane —pide el padre de
Grace.
—Te envolveré un poco para que te lo lleves —repone la
madre cuando me devuelve el plato—. Ya sabemos lo que es
que te entre un hambre de lobo entre horas en el
internado.
—Para eso están las tostadas —interviene Marcus, y su
esposa responde al comentario con una mirada de reproche
—. Al menos eso hacíamos nosotros. Comíamos tostadas de
pan de molde entre la comida y la cena, y también pasada
la medianoche. La tostadora que tu padre tenía en la
habitación valía su peso en oro —me dice—. Hasta esa vez
que sin darse cuenta quedó atrapada la cortina y...
—Conocemos la historia, papá —lo interrumpe Grace, y
no puedo evitar sonreír.
—Ya lo sé, ya lo sé. Los viejos siempre contamos las
mismas batallitas. Es solo que ha pasado tanto tiempo que
me encantaría volver a la Dunbridge alguna vez.
—Mis padres también lo dicen siempre —comento.
—¿Lo ves? —insiste Marcus encogiéndose de hombros
antes de concentrarse en la comida.
—¿Les van bien las cosas, Henry? —pregunta Diane
mientras le llena el plato al hermano menor de Grace.
Gregory y Augustus son ambos alumnos externos y están
cursando quinto y octavo respectivamente. Los conozco
desde que eran pequeños.
—Sí. El trabajo es agotador, pero son felices allí. Es
probable que vengan a pasar un par de semanas por
Navidad.
—¡Oh, qué bien! —exclama Diane con una sonrisa—.
Entonces tienen que venir un día a comer. Y Maeve y Theo
también están invitados, por supuesto.
—Se lo diré —prometo—. Hoy hablaremos por teléfono.
Todavía no he podido llamarlos desde que estoy aquí.
—Es normal, ahora eres prefecto y eso implica mucho
trabajo —afirma Grace con una sonrisa.
—Es cierto, ahora tienes un cargo nuevo —comenta
Diane—. Siguiendo los pasos de Theo.
El estómago se me encoge de inmediato, pero me las
arreglo para no perder la sonrisa. Da igual lo que haga,
siempre lo compararán con los logros de mi hermano
mayor. Él nunca fue prefecto de la academia, pero,
teniendo en cuenta que es un internado escocés, a la hora
de la verdad su puesto como capitán del equipo de rugby se
podría considerar incluso más importante.
Cuando Grace saca el tema del rugby, su padre y sus
hermanos se entusiasman de inmediato. Marcus también
jugó en el equipo y decide darme todos los consejos
posibles, mientras que Greg y Gus me cuentan todos los
detalles de sus entrenamientos con el equipo júnior.
—Y con Grace ya tienes una entrenadora de carrera
personal, ¿no? —señala Marcus al fin. Fuerzo una sonrisa y
de repente vuelvo a pensar en Emma.
—Sí, una entrenadora inmejorable.
Para mi sorpresa, Grace no replica nada. Se limita a
clavar la mirada en el plato. Estoy a punto de preguntarle
si está bien cuando levanta la cabeza de repente.
—¿Los ayudamos a recoger la mesa? —pregunta.
—Quizá a Henry le apetece repetir —insiste Diane
enseguida.
—No, gracias —me apresuro a responder—. De verdad.
Estoy seguro de que Diane ya está repasando
mentalmente su colección de tuppers para que pueda
llevarme lo que ha sobrado de la comida. Después de dejar
los platos en la cocina, subimos a la habitación de Grace.
Nos quedamos solos por primera vez desde que he llegado
y, teniendo en cuenta el tiempo que hemos pasado
separados, debería tener ganas de ciertas cosas, pero en
lugar de eso consulto el móvil y compruebo que Emma
todavía no me ha escrito. Seguro que se ha encontrado con
Tori y los demás. Eso espero, al menos. Entonces me
acuerdo de que quería preguntarle a Grace por el equipo
de atletismo.
—Le he contado a Emma que estás en el equipo de
atletismo y que podrías llevártela a entrenar —le digo
mientras cierro la puerta a mi espalda—. Ella también lo
practica.
—Ah, guay —contesta ella.
—Espero que no te importe —añado.
—Claro que no. ¿Por qué tendría que importarme?
—No lo sé... Porque quizá debería habértelo preguntado
primero.
—A partir de la semana que viene puede venir cuando
quiera —asegura Grace.
—Seguro que se alegrará —indico tragando saliva—. Y
sobre lo que ha dicho tu padre... ¿Te apetecería salir a
correr conmigo de vez en cuando?
Al ver que Grace titubea, siento un alivio delator. Está
muy ocupada, no cuento con que le quede tiempo para eso,
y entonces pienso que podría salir a correr con Emma, tal
como me ofreció. Sin remordimientos de conciencia.
—¿A qué te refieres con «de vez en cuando»?
—No sé, ¿una o dos veces por semana?
—Tengo que ver si me queda tiempo —responde—. Entre
las clases, los entrenamientos y el piano últimamente estoy
bastante estresada.
—Claro, lo entiendo —replico asintiendo—. Solo era una
idea.
—Lo siento, Henry.
—No, no pasa nada. No es importante.
Me acerco a su escritorio, cojo el primer libro que
encuentro y veo un folleto con un logotipo que reconozco al
instante.
—¿O sea que Oxford? —constato a modo de pregunta.
Grace se vuelve hacia mí enseguida. Durante un
momento parece agobiada, y luego sigue la dirección de mi
mirada. Cojo el panfleto publicitario, me siento en la cama
y empiezo a hojearlo. Fotografías brillantes de edificios
antiguos y parterres de césped impecables. Parece la
Dunbridge Academy, solo que más luminosa.
Grace se acerca a mí.
—Quería contártelo con calma —me dice, y espero que
el estómago se me encoja de nuevo, pero no noto nada.
Quizá porque una parte de mí ya se había preparado para
este momento—. No por WhatsApp o por teléfono. Lo
siento.
Le cojo las manos y la atraigo hacia mí hasta que queda
entre mis piernas.
—No lo sientas —murmuro. Grace me besa cuando
levanto un poco la barbilla—. Tienes que ir a Oxford.
Ella no responde nada, pero de todos modos sé lo que
está pensando.
«Tú también...»
Es lo que todos piensan. Que si me estoy dejando el
pellejo y saco las mejores notas debería ser para optar a
estudiar luego en Oxford o en Cambridge. Pero no es
cierto.
—Olive y yo estuvimos allí durante las vacaciones y
vimos cómo es Saint Hilda. Es un campus de ensueño,
Henry.
El campus de Saint Andrews también es de ensueño,
pero prefiero callarme. Porque ya hemos tenido esta
conversación demasiadas veces, y porque no quiero que
Grace tome por mi culpa decisiones que la hagan infeliz.
Aunque prefiero no pensar en lo que significará eso para
nosotros.
—Creo que puedo lograrlo —me asegura mientras la
siento en mi regazo.
—Claro que lo lograrás. Sacas buenas notas y la señora
Kelleher te escribirá una carta de recomendación
fantástica.
—Sí —replica, y acto seguido traga saliva y se me queda
mirando—. Pero...
—Es lo que deseas —la interrumpo.
—¿Y tú realmente quieres centrarte solo en Saint
Andrews? Me refiero a que también podrías intentar entrar
en Oxford. Para no cerrarte ninguna puerta, al menos.
—Grace —empiezo a decir en voz baja, pero ella sigue
hablando de todos modos.
—Comprendo que quieras estar cerca de tus hermanos,
pero...
Se queda callada de repente, tal vez porque sabe que sé
lo que viene a continuación. Me preguntará si no quiero
estar también cerca de ella. Y por supuesto que sí, quiero
estar cerca de ella. Pero quizá no lo deseo tanto como para
renunciar a otras cosas. Es que ya no estoy seguro. Porque
sí, Grace es una parte ineludible de mi vida, pero cuando
me imagino el futuro no siempre nos veo juntos. Lo único
que sé con certeza es que Grace quiere marcharse. De
Ebrington, de Escocia. Y que yo no. Ya pasé suficientes
años viajando antes de llegar aquí.
Levanto la cabeza y en sus ojos de color ámbar lo veo
todo. Algunas noches en las que me he quedado a dormir
con ella a hurtadillas y nos hemos imaginado cómo
viviríamos juntos después del instituto, ella estudiando
Ciencias Políticas y yo Inglés y Biología. Cómo
conquistaríamos juntos ese nuevo mundo, tan distinto del
internado.
—Todavía no hay nada decidido —le digo mientras le
aparto un mechón de la cara, y en realidad no tengo ni idea
de por qué lo he dicho, como tampoco sé por qué Grace
asiente. Hace seis años que nos conocemos y empezamos a
salir hace tres. Solo tres años, aunque a veces tengo la
sensación de que ya no nos queda nada de que hablar. Y es
que los temas se terminan enseguida cuando compartes
casi la misma rutina y todas las amistades. Pero
seguramente es normal. Debe de ser normal que a veces
parezca más una costumbre que una relación, que las
conversaciones siempre sean iguales y que también lo sean
las discusiones, aunque discutamos poco. A veces temo no
tener energía ni siquiera para eso. De acuerdo, no puedo
seguir dándole vueltas a este tema o me volveré loco. Pero
tampoco soy capaz de admitir que ni siquiera me planteo la
posibilidad de entrar en Oxford. Nos conocemos demasiado
para no darnos cuenta de que el otro está mintiendo. Grace
lo sabe, yo también, y deberíamos hablar de ello, discutirlo
abiertamente, por muy incómodo que resulte y por mucho
daño que pueda hacernos. Trago saliva. Cuánto me
gustaría cambiar de tema de una vez...
—¿Has visto que la señora Buchanan lleva alianza? —
pregunta Grace.
9
Emma
Henry
Emma
Emma
Henry
Emma
Henry
Emma
Emma
Emma
Emma, cariño, llámame
durante la pausa del almuerzo.
El mensaje de mamá sigue en la pantalla y cada vez que
lo leo me parece oír su voz. Me la imagino muy seria, hasta
un punto inquietante. ¿Por qué, si no, tendría que llamarla
durante el día? Solemos hablar por la noche, y además de
forma espontánea. Me llama ella o la llamo yo, y aceptamos
o no la llamada según lo que estemos haciendo. Pero esto
es muy raro. No puedo evitar pensar que quiere hablar
conmigo para decirme que está atrapada en Niza y no
podrá venir a verme a Edimburgo.
En las clases de Matemáticas y Arte estoy muy inquieta,
deseando poder acelerar el tiempo para que terminen
cuanto antes. A Tori y a Olive les digo que me reuniré con
ellas para comer un poco más tarde y respiro aliviada al ver
que no me preguntan el motivo y simplemente se marchan
hacia el comedor.
Saco el móvil de la cartera y tomo la dirección opuesta
para salir afuera. En el pequeño patio me siento en un
banco y marco el número de teléfono de mamá.
Suenan solo dos tonos de llamada antes de que
responda.
—¿Emmi?
—Hola.
—¿Dónde estás? —pregunta, y levanto la mirada
parpadeando hacia el cielo. El sol brilla con ganas.
—Fuera, en el patio.
—Ah, qué bien. ¿Hace buen tiempo? He visto que...
—Mamá —la interrumpo, y se calla de repente—. ¿Por
qué querías que te llamara?
Oigo un suspiro al otro lado de la línea.
—Lo siento muchísimo, Emma, pero ha surgido algo a
última hora y tengo que volar a Madrid —me explica, y noto
cómo el cuerpo se me entumece. No sucede de golpe, sino
poco a poco. Es como si el significado de sus palabras se
estuviera extendiendo para atraparme, desde los dedos que
sujetan el teléfono al resto de la mano, luego la muñeca, el
brazo...
No digo nada. Me limito a esperar a que siga hablando,
deseando que me cuente que tendrá que volar desde allí a
Edimburgo y que por eso llegará más tarde de lo previsto y
quería avisarme. Pero no lo hace.
—Es un cliente importante —me cuenta—. Y por
desgracia me tendrá ocupada todo el fin de semana.
—¿Eso significa que no vendrás? —pregunto como si no
acabara de explicármelo.
—No, no puedo, Emma. Lo siento muchísimo, de verdad.
Tienen que operar a un colega, está en el hospital, y aparte
de él nadie conoce este caso tan bien como yo. Pero estoy
segura de que dentro de quince días podré cogerme el fin
de semana libre y...
Mamá sigue hablando, pero ya no la escucho.
Es que estaba clarísimo: no vendrá. Tiene que trabajar y
no puedo enfadarme con ella porque hay alguien en el
hospital y entonces significaría que no tengo corazón. Y sí
lo tengo. De hecho, nunca lo había notado tanto como en
estos instantes. Porque me duele, y mucho.
—¿Emmi? —pregunta mamá—. Comprendo que te
enfades.
—No estoy enfadada —miento.
«Solo decepcionada... Y confusa, y sola, y además Isi se
ha enrollado con Noah.»
Normalmente se lo habría explicado, pero qué sentido
tiene ahora que sé que no vendrá el fin de semana para
estar conmigo. Y tampoco quiero ponerme a llorar mientras
hablo con ella por teléfono. Ya me desahogaré cuando esté
sola en mi habitación.
—Me sabe fatal, te lo aseguro —me dice mamá—. Tenía
muchas ganas de ir. Además, dicen que hará muy buen
tiempo.
«Contrólate.»
«Di algo.»
«Lo que sea.»
—Bueno, entonces no vivirías la auténtica experiencia
escocesa —le suelto, y no sé por qué precisamente me han
venido a la cabeza esas palabras de Henry.
—Pues tienes toda la razón —responde mamá. En su voz
detecto que sonríe y de repente empiezan a escocerme los
ojos. Ese es el problema con la gente y las expectativas que
te creas con sus promesas. Que te provocan un dolor
innecesario si te las crees. Lo sé perfectamente, y aun así
siempre vuelvo a tropezar con la misma piedra.
—Me siento fatal por esto —se lamenta mamá—. Esta
mañana se ha precipitado todo. A veces odio este trabajo.
—Ya, pero también te encanta —la contradigo—. Y
tampoco es tan grave en realidad. Ya vendrás en otra
ocasión.
—¿Harás algo bonito de todas formas este fin de
semana? —me pregunta mamá—. ¿Quizá con tus nuevas
amigas?
Asiento y pienso en Tori, que volverá a casa, y en Olive,
que sin duda no tendrá ganas de pasar el fin de semana
conmigo.
—Claro —miento una vez más—. Quizá viajemos a
Edimburgo.
—Oh, tienes que ir, sí. Seguro que lo conocen incluso
mejor que yo, pero la cafetería de la Waterstones por aquel
entonces era una de mis preferidas.
—Se lo propondré —replico, y tengo que tragar saliva—.
Tengo que ir a comer.
—De acuerdo. ¿Hablamos por teléfono esta noche otra
vez? ¿O qué te parece si vemos juntas Anatomía de Grey?
No puedo evitar sonreír, por mucho que me reviente.
—Sí, ya veremos. Te escribo luego, ¿vale?
—Sí, por favor, Emmi.
Nos despedimos y después de colgar me cuesta mucho
controlarme y no ponerme a llorar como una loca. Mamá no
vendrá a verme. No es el fin del mundo, pero en cierto
modo... Tenía muchas ganas de que viniera.
—¡Hola, Emma! —Cierro un momento los ojos antes de
darme la vuelta—. ¿Has comido ya? —me pregunta Grace.
Se ha quedado atrás respecto al grupito con el que iba para
hablar conmigo.
—No, todavía no.
—Pues ¡ven con nosotras! —exclama haciéndome señas.
Al ver que vacilo se me queda mirando con atención—.
¿Todo bien, Emma?
—Sí, sí —me apresuro a responder cogiendo ya mi
cartera. Espero que no se dé cuenta de que estaba a punto
de llorar. Simplemente tengo que actuar como si no hubiera
ocurrido nada. Tengo que distraerme, charlar con gente.
Tampoco es tan difícil—. Acabo de hablar por teléfono con
mi madre un momento.
Ni siquiera sé sobre qué estoy hablando con Grace.
Sobre el siguiente entrenamiento, o la siguiente clase. Se
muestra tan amable como siempre, pero hoy no puedo
evitar tener mala conciencia.
En el comedor se oyen un montón de voces y risas con el
tintineo sordo de los cubiertos de fondo. La mayoría de los
alumnos están ya sentados, de manera que no tenemos que
esperar mucho frente al mostrador de la comida. He
perdido el apetito por culpa del disgusto, pero de todos
modos me obligo a coger al menos un bocadillo. Si es
necesario, puedo llevármelo y comérmelo más tarde.
Grace charla con un amigo y yo me limito a seguirla
callada hasta nuestra mesa, donde Tori ya me está
saludando. Da unos golpecitos con la palma sobre el
asiento que tiene al lado y no puedo evitar sonreír.
Frente a ella Henry levanta la mirada cuando nos
acercamos. Grace lo saluda con un beso antes de sentarse
con sus amigas un poco más allá. Intento escuchar las
conversaciones de los demás.
—¿Seguro que no quieres probarlos? —me pregunta Tori
al cabo de un rato, ya por tercera vez—. Solo sirven gofres
para comer una vez cada dos semanas.
Niego con la cabeza y me quedo mirando mi bocadillo,
todavía intacto.
—Quizá la próxima vez, gracias.
—¿No te encuentras bien? —quiere saber, y Henry
levanta la cabeza de nuevo. Aunque está sentado unos
sitios más allá y hay bastante ruido a nuestro alrededor, no
para de mirarme fijamente.
—No, no te preocupes. Es solo que... me he quedado
muy llena con el desayuno —me apresuro a explicar.
—Pero un gofre pequeñito siempre entra bien —insiste
Tori. Estoy segura de que lo hace con buena intención, pero
me está costando mantener la sonrisa—. También puedes
comértelo más tarde, si quieres.
—Hala, a mí nunca me has ofrecido ninguno —interviene
Sinclair, y Tori pone los ojos en blanco.
—Porque tú ya has pedido gofres.
—Pero es imposible hartarse de ellos. Suerte que ayer
pasé por la panadería.
Los demás siguen charlando, pero Henry no para de
mirarme. Cuando lo miro yo a él, arquea las cejas.
—¿Qué pasa? —articula con los labios en silencio. Me
limito a negar con la cabeza.
No pasa nada. Al menos nada que pueda contarle. ¿O tal
vez debería...? Cuando miro hacia un lado un momento, me
doy cuenta de que Grace nos está observando y un
escalofrío me recorre la espalda.
No sé si Henry se ha dado cuenta. Dejo de mirarlo
sabiendo que me costaría una barbaridad no ponerme a
llorar según cómo me mire él. Es más fácil limitarme a
comerme medio bocadillo en silencio mientras escucho la
conversación entre Tori y Olive. De vez en cuando me río
para que no sospechen nada. Intento concentrarme en lo
que ocurre aquí y ahora. Retiro la bandeja, cojo mi cartera
y sigo a los demás hasta las aulas para la primera clase de
la tarde.
Noto que me tocan el hombro y me paro. Henry me
aparta un poco del centro del pasillo. ¿Por qué cada vez
que se planta delante de mí me parece mucho más alto que
yo?
—¿Pasa algo? —le pregunto.
—¿Estás segura de que estás bien? —insiste. Dios mío,
que pare de una vez.
Al final ya no sé qué hacer. Me da igual lo que haga
Noah, al fin y al cabo ya no estamos saliendo juntos, puede
liarse con quien quiera. Aunque en realidad no me da igual,
porque se ha liado con mi mejor amiga. Isi, la que ya no me
cuenta nada. La que se metía con Noah precisamente por
cosas como la que acaba de hacer. Y ahora va y se besa con
él. No lo entiendo. Fue ella quien se plantó frente a mi
puerta con chocolate y una tarrina de mi helado preferido
cuando Noah cortó conmigo. La que me iba pasando
pañuelos de papel, uno tras otro, cuando no podía parar de
llorar. La que dijo que Noah no valía la pena, que ningún
hombre valía la pena. Y yo la creí pensando que lo decía en
serio.
¿Estaría ya enamorada de él entonces? ¿Estaban
esperando a que me largara para estar juntos? Esto es muy
jodido y no se lo puedo contar a nadie, ni siquiera a mamá,
porque este fin de semana no vendrá a verme.
Los ojos empiezan a escocerme y todavía tengo la mano
de Henry sobre el hombro. Por suerte, se me ocurre una
manera de evitar la pregunta.
—¿Crees que el señor Ward habrá corregido ya los
exámenes?
Tori se da la vuelta para mirarnos y Henry retira la
mano enseguida. El corazón me da un vuelco. Todavía está
cerca de mí, pero ya no tanto. Es una distancia correcta
para dos personas que solo son amigos.
Paso por su lado para dejarlo todavía más claro.
—No sé, ¿es rápido corrigiendo? —insisto intentando
que mi pregunta suene relajada. Ni yo misma puedo creer
lo bien que me sale.
—Por desgracia, sí —responde Tori, y decido seguirla
hasta el aula sin volverme para mirar de nuevo a Henry.
Dejo el móvil en el estante que hay junto a la puerta y
ocupo mi sitio en la segunda fila.
—Oh, no —exclama Tori con un suspiro al ver que el
señor Ward entra en la sala, puntual como siempre, justo
cuando suena el timbre. Henry se cuela en el aula apenas
unos segundos después—. ¿Ves esa bolsa? —pregunta, y
cuando miro hacia delante veo que el señor Ward ha dejado
sobre la mesa una bolsa de color rojo chillón.
—¿Son los exámenes? —pregunto, y Tori asiente con
gravedad.
—Los tendrá ahí durante toda la hora. No los sacará
hasta que falten cinco minutos para el final de la clase. Le
encanta torturarnos —me explica en voz baja mientras nos
ponemos en pie para saludarlo.
—Hola a todos —dice el señor Ward, y acto seguido
asiente para indicarnos que podemos sentarnos de nuevo.
Efectivamente, no se digna a mencionar siquiera la bolsa,
que queda bien visible encima de la mesa como una
amenaza ostentosa que impide que me concentre durante
los cuarenta y cinco minutos.
Al parecer los demás tienen más o menos los mismos
problemas que yo para prestar atención a la clase. Cuando
miro a izquierda y derecha, reconozco la tensión en sus
rostros. La manecilla del reloj de pared avanza con una
lentitud exasperante y, cuando por fin suena el timbre del
recreo, el señor Ward todavía no nos ha dicho nada sobre
los exámenes.
—Antes de que empiecen a levantarse frenéticamente
para salir del aula, pueden pasar a recoger sus exámenes
—anuncia con frialdad cuando empiezan a oírse los
primeros ruidos de sillas arrastradas. De repente vuelve a
reinar el silencio y el señor Ward saca la pila de papeles de
la bolsa—. Los resultados en general dejan bastante que
desear. En algunos casos me pregunto si de verdad se han
leído la novela. Pero, bueno, al fin y al cabo son sus notas,
¿no? Yo ya tengo mi título de graduado —comenta con el
primer examen en la mano—. Attwell —dice, y Gideon se
pone en pie—. Bennington.
Y así sucesivamente. Tengo los dedos helados y el
corazón acelerado mientras va llamando a los demás, uno
tras otro. Tori regresa, se sienta a mi lado y cierra su
cuaderno encogiéndose de hombros.
—Emma Wiley —dice el señor Ward pronunciando mi
nombre con una lentitud provocadora. Me levanto y me
acerco a él—. Veo que de verdad se parece usted mucho a
su padre —me suelta al entregarme el examen—. Todavía
tiene tiempo de cambiar de asignatura.
Trago saliva y no digo nada mientras regreso a mi sitio.
—¿Y bien? —me pregunta Tori con una mirada de
preocupación.
El nudo que tengo en la garganta crece hasta adoptar el
tamaño de una pelota de tenis cuando por fin abro el
cuadernillo del examen.
—Oh, no —murmura—. La verdad es que era muy difícil.
No tomes conclusiones a partir de esto, Emma.
Asiento sin mediar palabra porque no soy capaz de decir
nada. Solo es una maldita nota. Un suspenso. Un
insuficiente. La primerísima nota que saco en esta escuela
de mierda. Nunca debería haber venido.
Henry
Me levanto, recojo mis cosas y veo que Emma sigue
sentada en su sitio, sin reaccionar. Tiene el cuadernillo
delante y no consigo quitarme de encima el mal
presentimiento de que no le ha ido precisamente bien.
Y que esto no es lo único malo que le está ocurriendo.
Antes, en el comedor, parecía a punto de ponerse a llorar.
Apenas ha probado el bocadillo, cuando suele comer como
una lima, lo que no me extraña en absoluto, teniendo en
cuenta lo mucho que le exige a ese cuerpo tan menudo.
Seguro que le ha sucedido algo.
Corro a guardarme el iPad en la cartera al ver que se
levanta.
—Henry, ¿has podido hablar ya con la rectora Sinclair
sobre el baile de Año Nuevo? —me pregunta Inés, que de
repente se ha plantado a mi lado.
—Todavía no, lo siento —respondo lanzando una mirada
hacia Emma.
—Entonces ¿crees que podrías comentarle...? —prosigue
Inés, aunque soy incapaz de seguir escuchándola al ver que
Emma recoge su cartera y se seca los ojos con el dorso de
la mano. Ha sido algo rápido, apenas un instante, pero el
corazón me ha dado un vuelco al verlo. Está llorando.
—Inés, lo siento mucho, pero tengo que hablar con el
señor Ringling dentro de nada —miento—. En cuanto pueda
hablo con la rectora Sinclair, te lo prometo.
—Genial —contesta Inés.
Me obligo a sonreír y paso a recoger el móvil del
estante. Veo que Emma se ha olvidado el suyo. Tiene una
funda de color azul grisáceo. Lo sé porque se parece mucho
al color de sus ojos.
Sin pensármelo dos veces se lo cojo y salgo del aula. Ya
en el pasillo miro a mi alrededor, pero no la veo por
ninguna parte. ¿Dónde se ha metido? Ahora ni siquiera
puedo mandarle un mensaje.
Doy un par de pasos y descubro a Emma en un rincón
del pasillo. Está de espaldas y, si no acabara de verla
llorando, habría dicho que estaba esperando a alguien.
Cuando le toco el hombro, se sobresalta. Tiene los ojos
enrojecidos.
—Hola —la saludo. Traga saliva y me parte el corazón
ver cómo intenta controlarse—. Te has olvidado el móvil —
la aviso en lugar de soltarle todo lo que me gustaría decirle
en realidad.
«¿Qué ocurre?»
«Habla conmigo.»
«¿Qué puedo hacer para que te sientas mejor?»
Emma desvía la mirada de mi cara a mi mano.
—Ah, gracias.
—El examen era superdifícil —se me ocurre decirle—.
Ha sido completamente innecesario que el señor Ward nos
lo pusiera nada más empezar el curso.
—¿A ti tampoco te ha ido bien? —me pregunta. Titubeo
mientras pienso en el sobresaliente que el señor Ward ha
escrito en rojo en la cabecera de mi examen, sin duda a
regañadientes. Al ver que no respondo, Emma parece
comprenderlo y niega con la cabeza—. Henry, no hace falta
que intentes animarme.
—Al contrario —digo—. Es mi deber como prefecto.
«Y no soporto verte triste.»
Sus ojos examinan mi rostro, todavía brillantes, y nada
me gustaría más que abrazarla. Porque me imagino que las
cosas no deben de ser sencillas para ella. Es nueva aquí,
probablemente echa de menos su hogar y encima tiene que
enfrentarse a un profesor como el señor Ward, que no es
conocido por animar a sus alumnos, por decirlo de un modo
suave. Aunque sin duda ocurre algo más. Lo de su padre.
Me da la impresión de que Emma necesita que alguien la
escuche, aunque solo sea para desahogarse. Y me gustaría
ser esa persona. Me gustaría tanto que casi me duele y
todo.
—Henry. —Resisto el impulso de cerrar los ojos cuando
oigo la voz de Grace—. ¿Vienes?
«¿Adónde?», pienso, y entonces caigo en la cuenta. A la
clase de Música de la señora Barnett. No me apetece en
absoluto.
—Enseguida voy —respondo.
—Ve tranquilo, yo tengo Física —me dice Emma con una
sonrisa forzada. Todo sucede en cuestión de pocos
segundos, pero los nervios hacen que me duela la barriga
—. Hasta luego.
Grace se me queda mirando y en su rostro detecto
urgencia y reproche. Noto cómo me pongo a la defensiva
de inmediato, antes incluso de que me haya dicho nada.
Después de salir tanto tiempo con alguien, el problema es
que conoces demasiado bien a esa persona. Grace no dice
ni una palabra, se limita a fulminarme con la mirada y
luego se da la vuelta.
La rabia y el desconcierto me bullen en el pecho. Estoy
furioso conmigo mismo, tengo la sensación de estar
echándolo todo a perder. Me obligo a respirar hondo y la
sigo.
Grace avanza con determinación y decido quedarme
atrás. La distancia que nos separa cada vez es mayor, hasta
que la pierdo de vista entre un grupo de alumnos de
noveno.
Y entonces me doy cuenta.
«Después de salir tanto tiempo con alguien», he
pensado.
«Después.»
No «mientras».
Después.
15
Henry
Emma
Henry
No...
Todavía no, por favor. No puede haber amanecido ya, no
debo de haber dormido ni doce segundos. Odio mi
despertador, lo odio. Odio que suene, con lo calentito que
estoy yo ahora en esta cama, y con lo que me pesa el
cuerpo. Odio tener que levantarme, lavarme los dientes y
ponerme la ropa de deporte. Ojalá llueva y nos podamos
saltar la carrera matinal...
Me doy cuenta demasiado tarde de que el despertador
no suena y de que algo se mueve a mi lado, pero me da
igual. Mi cabeza se vacía de nuevo y disfruto de ese
silencio tan plácido antes de sobresaltarme al oír unos
golpes en la puerta. Son mucho más enérgicos que de
costumbre, y no es la voz del señor Acevedo la que me
llama, sino una femenina. Abro los ojos y me quedo helado.
—Vamos, Emma, levántate.
Mierda... Una franja de luz entra por la rendija de la
puerta en la habitación. Al cabo de un momento se apaga
de nuevo cuando Emma me cubre con la colcha.
—Carrera matinal dentro de veinte minutos —anuncia la
voz de la señora Barnett amortiguada por las capas de
ropa. No me atrevo ni a respirar. Noto cómo Emma se
incorpora a mi lado sobre los codos y asiente.
—Sí —responde, y su voz suena más ronca que de
costumbre. Su cuerpo cálido y suave está en contacto con
el mío, y la camiseta que usa para dormir se le ha subido
un poco por encima de las caderas. Me muerdo el labio
inferior con tanta fuerza que me duele, pero no me sirve de
nada y toda la sangre del cuerpo se me concentra entre las
piernas.
Mierda, mierda, mierda... Piensa en la carrera matinal,
Bennington. Frío, llovizna, niebla. Incomodidad. Menos
cuando Emma corre conmigo y se le sonrojan las mejillas,
se le encrespa el pelo por la humedad y... Mierda, ¡joder!
La puerta se cierra de nuevo y en ese mismo instante
Emma suelta el aire que había estado conteniendo. Me
aparto de ella y rezo para que no se haya dado cuenta de
nada. Separa un poco la colcha y me mira con los ojos
todavía cansados, aunque veo brillar en ellos un pánico casi
histérico.
—Hola —me susurra, y me entran unas ganas locas de
besar sus labios tiernos y rosados. Eso es lo que de verdad
quiero, pero no puede ser. Por muchos motivos y muy
diferentes.
—Debería... —empiezo a decir.
Emma asiente.
—Sí —contesta enseguida sin apartar la mirada.
Me gustaría hundir las manos en su melena rubia y que
ella hiciera lo mismo conmigo, y... Dios, ¿qué hemos hecho?
¿Por qué me he olvidado de que estaba aquí y de que
quería regresar a mi habitación antes de las seis y media
para que nadie se diera cuenta de dónde he estado? En el
ala de las chicas. En la cama de Emma. Y estando ella
dentro, además. Joder, he metido la pata hasta el fondo.
Me incorporo y en los ojos claros de Emma reluce algo
cuando me pongo en pie. Recorre mi cuerpo con la mirada
y parece muy pequeña y vulnerable. Tengo que salir de
aquí.
—Lo siento —murmuro antes de darme la vuelta.
Henry
Henry
Emma
No es fácil rehuir a Henry, pero me las arreglo. Cuando
nos cruzamos, nadie se da cuenta de que apenas nos
hablamos. Aparte de la clase de Geografía, por suerte no
nos sentamos juntos en ninguna otra asignatura, y la
señora Kelleher nunca nos hace trabajar en grupo. En el
comedor hay gente suficiente para que no tengamos que
interactuar, de manera que los entrenamientos son la única
parte crítica del día. Pero, al fin y al cabo, solo somos
amigos, aunque salgamos a correr los dos solos.
He acelerado tanto el ritmo que casi no podemos ni
hablar mientras corremos. Supongo que a Henry le parece
bien, porque tampoco se ha quejado. En general se queja
menos que al principio. Hace lo que le digo, se esfuerza
mucho y está mejorando. ¿Qué más quiero?
Esta pregunta me la hago desde hace unos días, pero no
encuentro ninguna respuesta. Ni siquiera cuando poco
después del cierre del ala me acurruco en mi cama hecha
una bolita. Solo sé que siempre estoy de mal humor y que
Henry no parece haberle contado nada a Grace sobre la
noche que pasó en mi habitación. De lo contrario seguro
que ya no sería tan amable conmigo. Aunque tal vez sabe
que no tiene de qué preocuparse. Después de todo siguen
siendo la pareja perfecta. Todo el mundo lo sabe. Joder, es
odioso.
No obstante, hay que decir que esta tarde en el
entrenamiento de atletismo me ha parecido detectar un
poco más de tensión entre nosotras. Grace ni siquiera me
ha mirado. Se ha pasado buena parte del tiempo
susurrándole cosas al oído a Olive. Me he sentido fatal:
primero me ha dado por odiar un poco a Henry, pero luego
simplemente me he odiado a mí misma.
Entretanto, parece ser que Isi me ha bloqueado para
que no pueda ver sus stories, porque no me ha aparecido
ninguna más. Por supuesto, también puede ser que esté
demasiado ocupada liándose con Noah para publicar nada,
pero conozco bien a mi amiga. No deja pasar un día sin
colgar algo.
Supongo que eso debería preocuparme y entristecerme,
pero la verdad es que me sorprende lo poco que me
importa. Tengo trabajo de sobra sintiéndome mal por lo de
Henry.
En nuestra planta ya se ha impuesto el silencio. El reloj
de la torre ha marcado las diez y estoy negociando conmigo
misma el rato que me pasaré aquí tendida antes de ir al
baño a lavarme los dientes cuando de repente llaman a mi
puerta.
¿Es Tori? Me parece demasiado temprano para una
fiesta nocturna espontánea, y lo cierto es que no me
apetece en absoluto. Además, no he leído nada en el grupo
de WhatsApp Midnight Memories, aunque quizá me han
eliminado. Quién sabe. Estoy tan negativa que me doy asco
a mí misma, pero es que realmente todo es una mierda.
Suelto un gimoteo irritado cuando llaman de nuevo. Me
levanto, abro la puerta y me quedo de piedra.
¿Es una alucinación? ¿Me he quedado dormida y estoy
soñando o Henry se ha plantado frente a mi habitación con
el pelo mojado, los pantalones de chándal y la sudadera
azul del internado?
Se me queda mirando con el índice frente a los labios y
con un movimiento de cabeza me señala hacia un lado.
Hacia el pasillo vacío.
Abro la boca, pero no llego a decir nada.
—Será solo un momento —susurra, y por desgracia su
voz sigue pareciéndome preciosa.
Tardo un par de segundos en reaccionar, pero luego me
pongo las zapatillas sin calcetines y un jersey, y cojo la
llave. Antes de poder plantearme siquiera qué estoy
haciendo, ya corro junto a Henry por el pasillo a oscuras. A
estas alturas ya he interiorizado el truco de los sensores de
movimiento, igual que el hecho de que no sea muy
arriesgado hablar en la escalera. Sin embargo, Henry sigue
sin decir nada, por lo que yo también guardo silencio.
Los dos encendemos al mismo tiempo la función de
linterna del móvil cuando nos metemos por un pasadizo a
oscuras, uno de los que tomamos durante el paseo
nocturno después de la fiesta. Ni me había dado cuenta de
lo mucho que lo había echado de menos.
—¿A qué viene esto? —pregunto en algún momento,
cuando empieza a parecerme ridícula la situación. Tiene
que haber un motivo para que de repente haya pasado a
recogerme para dar un paseo nocturno a pesar de que en
realidad nos estemos evitando mutuamente. O de que yo lo
evite a él. Sea como fuere, los dos sabemos que esto no es
normal—. Henry —insisto al ver que no dice nada—. ¿Todo
bien?
Henry asiente, pero su mirada recorre mi rostro con
nerviosismo. A pesar de la falta de luz, me doy cuenta de lo
agitado que parece.
—Sí —empieza a decir, y se aclara la garganta antes de
continuar—. Solo quería..., tengo que contarte algo.
—¿Y no podía esperar a mañana?
—No, Emma —responde, y su insistencia me obliga a
contener el aliento—. No podía.
—De acuerdo —digo parándome—. ¿Qué es?
Henry titubea. Parece como si estuviera eligiendo las
palabras con sumo cuidado sin dejar de mirarme a los ojos.
—Bueno, es que... Sé que todo lo que me contaste era un
secreto, y te aseguro que no se lo he contado a nadie más,
pero cuando hace poco vino a visitarme mi hermana
estuvimos hablando sobre tu padre. —De golpe noto la
cabeza aturdida mientras Henry sigue hablando—. Lo
siento mucho, de verdad. Espero que no te enfades. Pensé
que tal vez sabría algo, si mis padres habían mencionado su
nombre en alguna ocasión o algo así, pero Maeve me dijo
que no.
—Henry —lo interrumpo. De repente un temblor se
apodera de mi voz para extenderse luego al resto de mi
cuerpo—. ¿Por qué me estás contando esto?
—Porque Maeve me ha llamado hoy —contesta, luego
traga saliva y yo me olvido hasta de respirar—. Una amiga
suya lo conoce. Es de Glasgow y se ha enterado de que
dará un concierto allí. No está anunciado en internet, pero
ha visto un cartel.
—¿Y cuándo será? —consigo balbucear con el pulso
acelerado.
—El viernes —responde Henry—. En un pub muy
pequeño, pero sí..., estará allí —añade titubeando.
Asiento mientras intento ordenar de algún modo todo lo
que me pasa por la cabeza. Mi padre. En Glasgow.
—¿Qué...? ¿Cuánto...?
—Una hora y media —indica Henry—. Si nos marchamos
antes de la cena, podríamos coger el tren a Glasgow en
Edimburgo. El último autobús para volver sale a
medianoche. Ya lo he buscado.
Dudo un poco.
—No... no está permitido, ¿verdad? Tan tarde...
—No —responde Henry negando con la cabeza—. Pero
puedo pedirles a Tori y a Sinclair que nos cubran. Nadie
tiene por qué enterarse de nuestra ausencia.
Trago saliva.
—¿Nuestra? ¿Quieres decir...?
—Yo te acompaño —afirma Henry, y los ojos se le ven de
un color verde oscuro cuando me mira fijamente—. Bueno,
si quieres.
19
Henry
Emma
Henry
Emma
Henry
No siento nada.
No hay nada. Nada de nada. Solo un vacío que me
asusta de verdad.
Lo calmado que estoy desde que he bajado los escalones
de la casa de los Whitmore y Grace ha cerrado la puerta.
Lo surrealista que ha sido regresar al internado bajo la luz
radiante del sol, como tantas otras veces durante los
últimos años.
Debe de ser la última pizca de sensatez que me queda la
que me impulsa a llegar hasta el fondo de nuestro pasillo y
llamar a la última puerta. No sé qué haré si no está, ni
siquiera se me ha pasado por la cabeza esa posibilidad
hasta este instante. Transcurren unos segundos y la puerta
se abre de par en par.
Parece como si Sinclair se haya acabado de poner la
capucha de la sudadera, y me preparo para una de sus
salidas, pero se limita a mirarme a la cara.
—¿Qué ha ocurrido?
Mierda, venir ha sido un error. De repente me doy
cuenta de que no puedo hablar. Ni siquiera con mi mejor
amigo. Solo quiero llorar hasta estar tan agotado que me
quede dormido, para no tener que sentir nada más.
—Henry, ¿qué te pasa, joder? —repite Sinclair lanzando
una mirada por detrás de mí. El pasillo está vacío, igual
que yo. Mierda, nada tiene sentido ya—. ¿Ha pasado algo
con Grace? —pregunta, y no comprendo cómo lo logra,
pero el caso es que siempre sabe exactamente qué
problema tengo.
El nudo de la garganta se agrava cuando asiento.
—Pero ¿qué? ¿No se encuentra bien? ¡Vamos, tío, di
algo! ¿Qué ha...?
—No le ha pasado nada —consigo decir, y mi propia voz
nunca me ha sonado más ajena. Sinclair se me queda
mirando y luego lo suelto sin más—. Se acabó.
Sinclair se queda boquiabierto.
—¿Cómo...?
—Se acabó. La he dejado. Fin —le digo gritando más con
cada palabra. Los ojos me escuecen de nuevo y Sinclair por
fin lo comprende. Me coge de la muñeca y me hace entrar
en su habitación más allá de la pared en la que tiene la
puerta y un gran mosaico de polaroids que lleva
acumulando desde que empezó la secundaria. Todas son
fotos de gente entrando por primera vez en la habitación
que compartimos. Mi fotografía está arriba del todo, junto a
las de Gideon, Omar y el propio Sinclair. La puerta se
cierra y la verdad es que solo tengo ganas de llorar.
—Tío... Vamos, ven aquí, siéntate —me dice Sinclair
acercándome a su cama. Aprovecho que se da la vuelta un
momento para secarme las lágrimas con la manga de la
sudadera. Revuelve un cajón, aparta la lata de té con el
escudo de la escuela y busca algo detrás. Antes de que
pueda preguntarle qué demonios está buscando, se
incorpora de nuevo. En una mano tiene un paquete de
Reese’s y en el otro una botella de ginebra. Arquea las
cejas con una expresión interrogante y opto por coger las
dos cosas.
Nunca me ha importado menos romper las reglas. La
ginebra me arde en la garganta. Este dolor que siento tiene
que parar, no lo soporto más.
He roto con Grace. De verdad.
—De acuerdo —dice Sinclair sentándose a mi lado. Acto
seguido me quita la botella de ginebra, la deja sobre el
escritorio y me abraza. Y ahora sí que me pongo a llorar a
moco tendido. Y no de un modo guay, más bien todo lo
contrario.
Sinclair no comenta nada al respecto. Se limita a
esperar a que me calme un poco.
—O sea, que has roto con Grace —constata con calma—.
Y el motivo se llama Emma.
Cierro los ojos porque no tiene ningún sentido mentirle.
—¿Tan evidente es?
—No, no lo es —me contradice—. Pero por algo soy tu
mejor amigo.
—Lo he fastidiado todo —susurro—. Mierda, Sinclair,
he...
—Henry —me interrumpe con brusquedad—. Déjate de
mierdas. No has fastidiado nada. Eres un tío sensato,
seguro que has hecho lo que debías.
—He cortado con ella —repito poco a poco—. Con Grace
—insisto, y casi parece que me acabe de dar cuenta de ello
en este instante. He tenido esa conversación de verdad, no
me he limitado a imaginarla, sino que he pronunciado cada
palabra. Palabras que ya no podré retirar.
—¿Emma lo sabe?
—No —respondo—. Claro que no. No... no sé, pero no
tiene ni idea.
—Tienes que hablar con ella —me recomienda Sinclair
—. Es importante que habléis.
—No, no puedo ir a verla ahora. Parecería como si
quisiera pasar directamente de Grace a la siguiente. Y que
no se te ocurra decirme que es justo lo que estoy haciendo.
—Bueno, desde un punto de vista teórico... —empieza a
decir, pero se ríe al ver que lo fulmino con la mirada—. Es
broma, Henry.
—Ahora mismo no estoy para bromas.
—Ya lo veo —constata ofreciéndome la botella de nuevo
—. Pues al menos emborráchate si no piensas hablar con
Emma.
Acepto la botella sin decir nada y me quedo mirando el
póster de El club de los poetas muertos que tiene junto a la
estantería de los libros.
Tengo la sensación de que jamás podré hablar con
Emma de nuevo sin tener la impresión de estar haciendo
algo malo. He roto con Grace y una parte de mí, la más
ingenua, creía que eso resolvería todos mis problemas.
Pero no es cierto. No me siento mejor, ni mucho menos.
La garganta me arde con el siguiente trago de ginebra,
pero me da igual.
—¡Eh, Henry, tranquilo, ya es suficiente! —exclama
Sinclair quitándome otra vez la botella—. A este ritmo
perderás el sentido en menos de diez minutos.
—Esa era la idea —murmuro.
—Todavía tenemos que bajar a cenar.
—Te aseguro que no pienso hacerlo.
Sinclair pone los ojos en blanco.
—Mira que eres melodramático —susurra—. Pues al
menos come algo de chocolate. Toma. Y cuéntame lo que
sientes.
—No puedo hablar sobre lo que siento.
—Henry, ese es mi papel. Sí que puedes, lo sabemos los
dos.
Trago saliva mientras le quito el envoltorio a un Reese’s.
—No, tienes razón. Hablar sobre sentimientos es una
mierda.
—Pero luego te sentirás mejor.
—Ha sido un error, ¿verdad? —le suelto—. ¿Ha sido un
error?
Sinclair apoya la espalda en la pared y me ofrece la
botella de nuevo.
—¿Tienes la sensación de que ha sido un error?
—No lo sé.
—Yo diría que sí que lo sabes.
—No —replico con un suspiro—. Para ya con eso, no...
—Henry, responde a mi pregunta.
—No lo sé, ¿vale? Te aseguro que ya no sé nada de nada
—le digo, y tengo que tragar saliva para continuar—. Lo
tenía todo. Joder, ¿por qué he de ser así? Porque las cosas
eran perfectas tal como eran, ¿verdad?
Sinclair se encoge de hombros cuando lo miro.
—¿Tú crees?
—Para ya de responderme con preguntas.
—¿Por qué?
—Porque me está volviendo loco.
—Ya, pero te obliga a afrontar la realidad —me corrige
—. Ya sé que duele, pero no pasa nada, Henry. Para eso
está la ginebra.
Sigo bebiendo, convencido de que todo esto no va a
ninguna parte.
—Era perfecto —concluyo—. Durante mucho tiempo ha
sido realmente perfecto, pero no era suficiente. Era bonito
y cómodo, y yo no tenía ni idea, pero resulta que eso no lo
es todo. ¿Comprendes? Era como conducir por la autopista
con el freno de mano puesto.
—No es bueno para la caja de cambios —comenta.
—¿Qué tienen que ver los frenos con la caja de cambios?
—O para el motor, yo qué sé. Pero el caso es que no es
bueno.
—No, te aseguro que no era bueno —murmuro antes de
tomar otro trago—. Bueno, sí, sí que lo era. Pero tampoco
era nada del otro mundo.
—¿Y Emma es algo del otro mundo?
—Emma es... No tengo ni idea.
—Está buena, eso sí.
—No está buena, es guapa —matizo.
—Henry, para ya de beber. Te estás poniendo
sentimental.
Sinclair intenta quitarme la botella, pero consigo
apartarla a tiempo.
—Pero es cierto —insisto—. ¿Tú la has visto, Sinclair?
Mi amigo se encoge de hombros.
—Te has pillado por ella.
—Me temo que es algo más que eso.
—¿Habéis follado?
—Tío, no —replico enseguida—. Jamás habría...
—Vale, sí, tienes principios, ya lo entiendo.
—Piensa en Grace —musito permitiendo ya que Sinclair
me quite la botella—. Habría sido muy jodido que le hiciera
algo así.
No sé si solo son imaginaciones mías, pero me parece
ver una tensión amarga en sus labios mientras bebe.
—Habría sido jodido de verdad —conviene y, al ver que
no digo nada, levanta la cabeza—. ¿Qué? No me mires así.
—¿Estás pensando en Tori? Últimamente ha estado
viendo a Valentine, ¿verdad?
—Ese tío es un cabrón, pero tarde o temprano se dará
cuenta —se limita a comentar—. Y para ya de desviar el
tema. Estamos hablando de Emma y de ti.
De Emma y de mí... No sé por qué, pero en este instante
me permito pensar en ello por primera vez. Emma y yo.
Juntos. Lo deseo tanto...
—Tienes que ir a verla —insiste Sinclair justo en el
momento en el que esa misma idea me pasa por la cabeza.
—No puedo —susurro—. Todavía no. Tengo que hacer las
cosas bien, ¿sabes?
—Eres Henry, tú siempre lo haces todo bien.
Me río sin ganas y cojo la botella de nuevo.
—Pero no, ya te entiendo —me dice—. Quizá será mejor
que esperes un poco.
Niego con la cabeza en silencio. Ojalá pudiera ir a verla
enseguida. Tengo ganas de ser irracional e impulsivo.
Quiero besarla y... mierda. Realmente quiero follármela.
Pero con sentimiento. Duro y con sentimiento. Dios, que
Sinclair me quite la ginebra. ¿Cómo es posible que la
botella esté ya medio vacía?
—Estuvimos a punto de besarnos —confieso—. Emma y
yo. Ayer, cuando estuvimos en Glasgow. Tenía que
encontrarse con alguien importante allí, y luego... Estuvo a
punto de ocurrir, pero en el último momento me aparté. No
porque no me apeteciera, sino por Grace. Pero Emma...
Creo que lo malinterpretó por completo.
—Tío, claro que lo ha malinterpretado. ¿Cómo lo habrías
interpretado tú, si no?
Trago saliva. Como una cobra. ¿Cómo, si no? La
rechacé.
—Mira que soy gilipollas —murmuro cuando pienso de
nuevo en la expresión dolida en los ojos de Emma.
—Un gilipollas poco razonable —añade Sinclair
encogiéndose de hombros.
—Tengo que hablar con ella —decido, e intento ponerme
en pie. Sin embargo, Sinclair me obliga a sentarme en la
cama de nuevo.
—Estás borracho, Henry.
—Da igual.
—A mí no. Y a ti tampoco. Tienes que estar sereno
cuando le digas a Emma que la quieres.
Suelto un gemido de queja. Cuánto me gustaría poder
pulsar el botón de pausa. Me gustaría dejar de sentirme tan
confundido, simplemente hacer lo correcto. Pero en lugar
de eso he dejado a Grace porque no veía futuro con ella, y
ha sido por Emma, con la que tampoco lo veo porque
dentro de un año se marchará. ¿Qué sentido tiene?
En este preciso instante es cuando lo comprendo. No
tiene ningún sentido. El amor no tiene sentido. Es solo el
calor en el vientre y el revoloteo en el pecho que noté
desde el primer momento en que la vi en ese aeropuerto,
cuando todavía ni siquiera sabía quién era, aunque estaba
seguro de que lo acabaría descubriendo. Y he intentado
prohibírmelo, lo he intentado de verdad. Pero lo cierto es
que quiero besar a Emma Wiley, quiero tenerla en mi cama.
Quiero que me lo cuente todo y que se quede dormida en
mis brazos. Quiero ser esa persona y no estoy dispuesto a
seguir negándolo.
21
Emma
Henry
Emma
Henry
Emma
Nunca me habían besado como lo ha hecho Henry
amparado por la oscuridad. Sus manos en mi pelo, furiosas,
desesperadas. Empujándome con todo el cuerpo contra ese
muro frío.
Sus labios son tan suaves como esperaba; sus manos,
fuertes y hábiles. Tardo cuatro segundos en sobreponerme
a la sorpresa y hundir los dedos en su pelo. Lo acerco más
a mí porque lo necesito más cerca. Su pelvis pegada a la
mía, su cuerpo tan ávido como el mío. Tengo que echar la
cabeza hacia atrás cuando mete la rodilla entre mis piernas
y con las manos en mis nalgas me levanta sobre su muslo,
hasta que mi cuerpo no es más que calor y palpitaciones.
Empiezo a marearme porque no puedo respirar, pero de
todos modos no quiero que pare. Nuestras narices chocan,
sus labios sobre mis dientes, su lengua en mi boca. Nunca
habría pensado que Henry pudiera besar así, agarrándome
y presionándome contra un muro de ese modo tan brutal y
a la vez tierno, en realidad. No hay nada mejor que esto.
Hasta que de repente para.
La noche es silenciosa, no se oyen más que nuestros
jadeos cuando Henry se aparta. Me mira fijamente, casi
aterrado, mientras me aferro con los dedos a su muslo
intentando atraerlo hacia mí de nuevo.
—Lo siento —murmura mirándome con los labios
brillantes. Tiene que continuar, no puede dejarlo así, tiene
que seguir besándome o me moriré—. No te he pedido
permiso..., ¿puedo?
—¡Sí! —exclamo, porque su voz suena tan grave y tan
ronca, y las palpitaciones que noto entre las piernas ya son
insoportables.
—Es que no te he preguntado si tú... —empieza a decir,
pero se calla enseguida cuando me inclino hacia él. Besar a
Henry es el momento más íntimo de toda mi vida y no
quiero que termine jamás. Es un movimiento fluido, su boca
abierta, su lengua tan cálida.
—¿Y tú? —jadeo cuando hunde los dedos en mi pelo de
nuevo. Sus pulgares me recorren las mejillas y me acerca
más a él. Tanto que nuestras frentes se tocan—. ¿Quieres?
—Emma, te deseo desde que subimos juntos a ese avión
—musita, y tengo que cerrar los ojos—. Me volvía loco verte
día tras día y no poder besarte.
—Pues ahora puedes —replico, y por fin hace lo que yo
estaba deseando.
Esto es más que besarse. Lo sé cuando Henry empieza a
mover la pelvis contra la mía y deseo que me toque a través
de la fina tela de las mallas. Quiero sus dedos entre mis
piernas, quiero su aroma en mi nariz. Su calor en mi piel. Y
lo quiero todo enseguida, porque hace tiempo que lo deseo.
Por eso le agarro las manos y tiro de ellas hacia abajo.
Las desliza enseguida bajo mi chaqueta y mi suéter. Tiene
las puntas de los dedos algo frías y podríamos pensar que
es eso lo que me eriza la piel y no el hecho de notar sus
labios en el cuello. Se me escapa un gemido ahogado y
anhelante cuando me pasa las manos por los costados hacia
arriba. Henry se estremece al oírlo. No sé si alguna vez
algo me ha excitado tanto como saber que puedo
provocarle esa reacción. Es indescriptible, estoy en el
séptimo cielo.
Nos movemos a un ritmo marcado por algo que nos
supera. No sé qué es, solo sé que lo deseo. Me fallan las
rodillas, tengo una nebulosa en la cabeza y ni siquiera
estoy borracha. Henry me atrapa el labio inferior entre los
dientes con delicadeza y me atrae hacia él con suavidad
cuando echo la cabeza hacia atrás. Murmura mi nombre y
se acabó, simplemente me derrito. Pierdo los sentidos, me
siento ligera y tardo demasiado en darme cuenta de que
Henry me está mirando con una expresión de terror. Y
entonces lo oigo.
—¿Hay alguien ahí?
Nos damos la vuelta al mismo tiempo y vemos la luz
brillante de una linterna.
—Joder —susurra Henry. Me agarra por la muñeca y no
puedo más que seguirlo a trompicones. Es un misterio
cómo las piernas me responden solas, pero el caso es que
lo hacen y corremos por el camino de grava. La fina lluvia
me llega helada a la cara y se evapora en los sitios que han
tocado los labios de Henry, que de repente me arrastra
hasta una esquina, me oculta en un rincón y me pone dos
dedos delante de los labios. El pecho se le mueve arriba y
abajo con intensidad mientras esperamos uno frente al
otro, sin mover ni un pelo.
Huele a madera mojada, al olor corporal de Henry y al
whisky de su aliento. El cono de luz barre el suelo a pocos
metros de donde estamos, pero pasa de largo. Contengo el
aliento cuando Henry se pega a mí.
—Sea quien sea, sal ahora mismo o habrá
consecuencias.
—¿El señor Ward? —digo con un hilo de voz.
Henry me tapa la boca con la mano y asiente antes de
lanzar una mirada por encima del hombro. Respira aliviado
cuando ve que el cono de luz pasa de largo y desaparece de
nuestro campo visual.
—Siempre notifica de inmediato cualquier infracción a
los supervisores del ala —me explica Henry apartando la
mano de mi boca. Me acaricia los labios con los nudillos y
se mete la mano en el bolsillo para sacar el móvil—.
Tenemos que avisar a los demás. Si ve luz en el
invernadero, están jodidos.
Intento seguir respirando a un ritmo normal mientras él
clava la mirada en su móvil y empieza a teclear. No se da
cuenta de que me he llevado la mano a los labios hasta que
desvía la mirada de la pantalla, y entonces se le levantan
las comisuras de los labios de un modo increíblemente
atractivo. Se guarda el móvil de nuevo y da un paso a un
lado. Poco después la luz se apaga en el invernadero.
—Ven —dice cogiéndome la mano—. Deberíamos
regresar. Será mejor que nos encuentren en nuestras
habitaciones si los responsables de ala pasan a comprobar
si estamos.
Titubeo apenas un instante, lo justo para que Henry se
dé cuenta de lo que quería decirle.
—El señor Acevedo solo echa un vistazo rápido y ya está
—me dice, creo que tragando saliva—. Luego puedo ir a
verte.
22
Emma
Henry
Emma
Henry
Emma
Henry
Emma
—Muchas gracias por vuestra atención. Si tenéis alguna
pregunta, estaré encantada de resolver cualquier duda.
Trago saliva y suelto un suspiro de alivio cuando veo que
los demás empiezan a aplaudir.
—Fantástico, muchas gracias, Emma —me felicita la
señora Kelleher con una sonrisa mientras se pone en pie—.
Ha estado muy bien —sentencia consultando el reloj—. Hoy
prácticamente nos hemos quedado sin tiempo. Os dejo salir
unos minutos antes, así podré hablar con Emma sobre su
presentación.
Asiento, me seco el sudor de las manos en los
pantalones y saco mi memoria USB del portátil del atril de
presentaciones. No he pegado ojo en toda la noche por
culpa de la exposición oral sobre la Revolución industrial
en Inglaterra. Se me da muy mal hablar delante de la
gente, pero al menos ya me lo he quitado de encima. Tori y
Sinclair levantan los pulgares cuando pasan por mi lado
para salir del aula.
La señora Kelleher espera a que todos hayan salido para
echar un vistazo a sus anotaciones.
—¿Cómo te evaluarías a ti misma, Emma? —me
pregunta.
—Creo que lo he hecho bien —empiezo a decir dudando
—. Aunque estaba muy nerviosa.
—Pues no se ha notado —me informa con una sonrisa—.
Has hablado con mucha fluidez, tu inglés es excelente y en
cuanto a contenido has superado de largo los requisitos de
la exposición.
No me atrevo a moverme.
—Te he puesto un sobresaliente.
—Oh —exclamo sorprendida—. Muchas gracias.
—Te lo has ganado. Sigue así, Emma. Y ahora ya puedes
salir, es la hora de la pausa.
Me pongo en pie con una sensación de levedad en el
estómago.
—Gracias —repito mientras cojo la cartera.
—Hasta el viernes —me dice la señora Kelleher cuando
salgo del aula.
Ya en el pasillo, busco a Tori y a Sinclair con la mirada,
pero parece que se los haya tragado la tierra. Quizá ya han
bajado al comedor. Estoy a punto de consultar mi teléfono
cuando oigo que alguien grita mi nombre.
—¡¿Emma?!
Es Grace, y viene a mi encuentro.
En un primer momento siento un arrebato de pánico.
Pero luego veo su cara de preocupación.
—Quería decirte algo.
—¿Qué ocurre? —pregunto.
—Hoy han venido a buscar a Henry a clase de Biología.
Ha tenido que ir al rectorado y no ha vuelto.
—¿Qué? —exclamo titubeando—. ¿Por qué? ¿Qué ha
sucedido, Grace?
—No lo sé, pero parece ser que ha venido su hermano.
He visto el coche de Theo en el patio.
No me dice nada más, pero tampoco es necesario.
—Eso significa... ¿Es algo relacionado con sus padres?
Grace se encoge de hombros.
—No tengo ni idea. He oído que está en su cuarto
haciendo la maleta. He pensado que debías saberlo.
—Gracias, Grace —digo, y ella asiente.
Me noto el cuerpo entumecido cuando me doy la vuelta.
Mientras camino, saco el móvil y veo que no tengo ningún
mensaje de Henry. Por supuesto que no. Si ha sucedido
algo, seguro que lo último que se le habrá ocurrido será
escribirme. Mierda, por favor, que no sea nada malo.
Empiezo a correr aun sin proponérmelo. Mis pasos
resuenan por los pasillos cada vez más vacíos a medida que
me acerco al ala este. El corazón me sale por la boca
cuando llego a la planta de Henry por un pasillo
completamente vacío. Tiene la puerta de la habitación
abierta, y frente a ella hay un joven hablando por el móvil.
Es más o menos igual de alto que Henry, atlético y esbelto.
Es el de las fotos del equipo de rugby. Theo Bennington.
Una versión mayor y más pálida de Henry. Me lanza una
mirada superficial mientras habla por teléfono. No
comprendo lo que dice, pero me da igual. Tengo que ver a
Henry.
Murmuro un saludo en voz baja mientras paso por su
lado y entro en el cuarto. Creo que ni me ha visto. Henry
está de pie en el centro de la habitación, metiendo cosas en
una bolsa sin orden ni concierto.
—¿Henry?
Se vuelve hacia mí y, cuando le veo la cara, sé de
inmediato que ha ocurrido algo grave. No llora, está en
shock. Tiene los labios apretados y la mirada perdida.
Dejo la cartera en el suelo y me acerco a él.
—¿Qué ha...? —empiezo a preguntar, pero me
interrumpe enseguida.
—Ha muerto —me informa, y su voz nunca ha sonado
tan vacía mientras me atraviesa con la mirada perdida en el
infinito—. Dicen que Maeve ha muerto...
—¿Qué? —exclamo. La noticia me sienta como un
puñetazo directo a la boca del estómago—. Henry, ¿qué ha
pasado?
Se sobresalta, y me mira por primera vez de verdad. Le
tiemblan los hombros cuando le pongo las manos sobre los
brazos.
—No lo sé, es... La han encontrado en el campamento y
se la han llevado a un hospital de Nairobi. Ayer por la
noche estaba cansada, se acostó temprano porque le dolía
la cabeza. Sospechan que ha sido una malaria cerebral, la
han encontrado demasiado tarde, esta mañana, en su
tienda. Ni siquiera sé si... yo... —balbucea
apresuradamente antes de quedarse callado de nuevo. Lo
abrazo y le tiembla todo el cuerpo. Quiero hacer algo,
tengo que hacer algo, pero no sé qué.
Malaria. Sé lo que es, pero al mismo tiempo no tengo ni
idea. Algo relacionado con los mosquitos y la fiebre, y sé
que puede llegar a ser mortal, lo he oído alguna vez. Pero
¿de forma tan repentina? ¿Cómo es posible? ¿Cómo puede
haber muerto su hermana? Tiene que ser un malentendido.
Pero en ese caso no habría venido su hermano a
recogerlo. No comprendo nada de nada. Quiero decir
muchas cosas, pero soy incapaz. Solo puedo abrazar a
Henry y pensar en qué debo hacer.
«¿Estás del todo seguro? ¿No habrá sido una confusión?
¿Qué dicen tus padres?» Joder, esto parece una pesadilla.
Pero no es ningún sueño, es la realidad. Justo en ese
momento Theo se da la vuelta y yo suelto a Henry.
—He conseguido un vuelo —anuncia, y lo comprendo
enseguida. Se marchan a Kenia. Theo vuelve a mirarme
fugazmente—. Tenemos que darnos prisa, Henry. El avión a
Londres sale dentro de una hora y media.
26
Henry
Emma
Henry
Emma
Henry
Emma
Henry
Emma
—¡Henry!
Grito su nombre, pero no le pido que pare porque sé que
no puede hacerlo. Simplemente sigo corriendo e ignoro la
lluvia helada que me da en la cara. Corro y esta vez me
cuesta seguirle el ritmo. Henry corre más rápido, no estoy
respirando bien y, tras solo un par de kilómetros, ya noto
punzadas en el pecho. Cuando por fin alcanzo a Henry veo
que tiene la mandíbula tensa, los puños cerrados, la mirada
perdida al frente. Los rizos se le pegan en la frente y no me
escucha. Debido a la lluvia que ha caído durante los últimos
días el camino de tierra se ha convertido en una pista de
patinaje. Henry resbala, aterriza de rodillas y se queda
unos segundos en el suelo. ¿Se ha hecho daño? Espero que
no le haya ocurrido nada, pero luego veo que golpea el
suelo con los puños. Una vez, dos. Le tiembla la espalda,
sube y baja al ritmo de su respiración acelerada. Se me
pone la piel de gallina cuando le oigo soltar el primer
sollozo. Se encorva y me arrodillo a su lado.
Esta vez llora de otra manera. Más fuerte, más
desesperada, con verdadera furia, con todo el cuerpo.
Envuelvo a Henry entre mis brazos y me aferro a él como
nunca me he aferrado a nadie. Cierro los ojos y presiono la
cara contra su hombro porque noto todo su dolor como si
fuera mío. Es insoportable, pero no puedo hacer otra cosa.
No sé si alguna vez he llorado como Henry. Nunca he
tenido un motivo para ello. Lo de mi padre es un dolor
distinto: más lento, más sordo. Se coló en mi corazón y se
instaló allí. He aprendido a vivir con él. Pero Henry ha
perdido el mundo bajo los pies sin previo aviso, y desde
entonces ha estado cayendo al vacío, cada vez más abajo.
Aunque diría que acaba de tocar fondo.
29
Emma
Henry
Emma
Henry
Emma
Henry
Emma ha fotografiado para mí las preguntas del examen
y todavía me pregunto qué demonios se le ha pasado por la
cabeza. De acuerdo, últimamente mi rendimiento ha dejado
mucho que desear, pero si hubiera intuido que sería capaz
de jugársela de ese modo por mi culpa, seguro que me
habría esforzado más. Es que me da miedo hasta a mí
pensar lo poco que me importa todo ahora mismo. Hay una
vocecita en el fondo de mi cabeza que me reprocha a gritos
que debería haberlo visto venir, que Emma no se quedaría
de brazos cruzados viendo lo mal que me iban las cosas.
Que haría algo para intentar ayudarme, pero... joder, es que
lo que ha hecho es una locura.
Una locura y en cierto modo quizá también el toque de
atención que necesitaba. Antes del examen de Matemáticas
estaba a punto de vomitar, y no porque llegara mal
preparado a la prueba, sino porque durante los dos últimos
días había tenido tiempo de sobra para imaginarme lo que
el señor Ward habría hecho si la hubiera pescado
fotografiando el examen. Parece ser que no fue así, por lo
que puedo relajarme un poco. Nadie se ha enterado de
nada, al fin y al cabo Emma borró las imágenes delante de
mí. Por suerte no se le ocurrió llevarse uno de los
exámenes... Con todo esto he tenido otro motivo para no
darle tantas vueltas a lo de Maeve. Puede sonar cínico,
pero no me importa. Todo me importa tan poco que debería
estar preocupado, pero es que ni siquiera eso me importa.
Me pongo la camiseta de rugby y me coloco junto a los
demás mientras el entrenador Cormack nos suelta un
discurso de motivación cargado de agresividad. Me trae sin
cuidado si me hace entrar en juego o no.
A pesar del frío que hace, todo el internado se ha
congregado alrededor del campo de rugby y en las gradas
para contribuir al habitual ambiente festivo de estas
ocasiones. Paso la primera parte del partido en el
banquillo, y en algún momento veo a Emma en las gradas.
Está sentada junto a Tori y Sinclair, y sigue el transcurso
del juego con una expresión de escepticismo. Me sabe mal,
es una tontería que nos enfademos de este modo. Pero
también ha sido una tontería que se arriesgara así por un
simple examen de Matemáticas. Joder, es que podrían
haberla expulsado de la escuela. Ya tiene una
amonestación, y además por mi culpa, de manera que un
intento de fraude como este seguro que le habría costado la
expulsión inmediata. La rectora Sinclair no tiene piedad en
casos como este, y la verdad es que en general me parece
bien, aunque el caso de Emma lo veo distinto porque ella
jamás habría hecho trampas para beneficiarse o sacar
mejores notas. Es posible que el fin no justifique los
medios, pero es que todo es muy complicado. En cualquier
caso, ha tenido suerte. Hemos tenido suerte.
Levanto la cabeza cuando el entrenador Cormack se
acerca a mí.
—¿Preparado, Bennington?
Estoy a punto de responder con otra pregunta, «¿Para
qué?», pero me obligo a asentir porque estoy seguro de que
eso es lo que espera de mí. Me pongo en pie.
—Entrarás por Gideon —me informa llevándome hacia
un lado—. A menos que sea demasiado para ti —añade en
voz baja.
Trago saliva con dificultad. ¿Por qué tendría que ser
demasiado para mí?
—No —me apresuro a responder—. Estoy listo. Quiero
jugar.
—Esa es la actitud —me anima, y tengo que bloquear las
rodillas para no caer al suelo cuando me da unas palmadas
en el hombro con una fuerza exagerada—. Calienta otra
vez, entras después del descanso.
—Gracias, entrenador —le digo antes de ponerme en
marcha.
La multitud grita de alegría cuando nuestro equipo
consigue hacer llegar un balón al área rival justo antes del
pitido que marca el final de la primera parte. Llegados al
descanso, Alkmounton todavía va dos puntos por delante.
En realidad, me alegro de que el entrenador Cormack me
haga participar en el juego a pesar de ir por detrás en el
marcador, aunque tal vez lo hace para reservar a Gideon
por si poco antes del final del partido vuelve a necesitarlo.
Termina el descanso y no solo he calentado, sino que
además estoy bastante nervioso cuando por fin corro hacia
el campo con los demás. Vuelve a sonar el silbato y mi
cuerpo ejecuta de un modo mecánico las jugadas que
llevamos entrenando durante las últimas semanas. Ya no
pienso en nada, me limito a correr, atrapar las pelotas que
me lanzan y correr más deprisa todavía para intentar
anotar algún punto. Sin embargo, el equipo de Alkmounton
no solo es rápido y fuerte, sino también inteligente. La
defensa rival me bloquea varias veces seguidas en el mismo
punto.
Tengo el pulso acelerado y me arden los músculos.
Tengo que ser más rápido que ellos. Tengo que
sorprenderlos, ganarles la espalda, como me dicen
siempre. El Alkmounton continúa ganando, Valentine Ward
va manchado de barro y sudor hasta las cejas y me mira
con insistencia. Regreso a mi posición, la fila delantera
presiona para conseguir el balón y yo lanzo una mirada
fugaz a las gradas.
La gente no para de gritar y animar al equipo. Veo a
Emma, de pie, y mi mente la transforma en Maeve. Maeve
poniéndose en pie a mi lado, levantando los brazos para
animar a Theo, que corre por el campo. Me veo a mí mismo
vestido con el primer uniforme de la academia, me veo
corriendo por los pasillos y a punto de estallar de orgullo al
ver que no habla con sus nuevas amigas, sino conmigo. Me
veo de pie en el patio, contemplando cómo su taxi sale por
la puerta y cruza el puente. «Solo serán dos semanas,
Henny, luego podrás venir a Saint Andrews.» Su sonrisa, la
calidez de su mirada. El semblante pálido de Theo cuando
se vuelve hacia mí en el rectorado y no me dice ni una
palabra. Porque Maeve ha muerto y no volveré a verla...
—¡Toma, Bennington! —le oigo gritar a Valentine. Me
sobresalto y veo que el balón viene hacia mí—. ¡Tuyo!
Atrapo el balón por un acto reflejo y ahora debería echar
a correr. Lo sé perfectamente, pero mis piernas no se
mueven. Oigo al entrenador Cormack gritarme algo, y
Gideon, Valentine y Omar lo imitan con grandes gestos.
Porque tengo que correr. Pero no puedo. Simplemente no
puedo.
No he visto por dónde ha llegado. El delantero contrario
se lanza contra mí y me arranca el mundo bajo los pies con
un placaje muy bien ejecutado. Rápido, duro, efectivo.
Aterrizo de espaldas y el golpe me deja sin aire en los
pulmones. Un segundo después otro cuerpo aterriza
encima de nosotros.
Un dolor sordo me recorre el cuerpo y otro más agudo
se me concentra en el hombro.
No puedo respirar. No puedo.
Mierda, cómo duele. Y ha oscurecido.
Un momento.
¿Por qué ha oscurecido?
Y luego ya no pienso nada más.
Emma
Henry
Emma
Henry
Henry
Emma
Henry
Emma
Emma
Henry
Emma
Henry
Emma