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Índice

Portada
Sinopsis
Portadilla
Dedicatoria
Lema
Playlist
En alguna parte
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Epílogo
Agradecimientos
Créditos
Gracias por adquirir este eBook

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Sinopsis
Volver al instituto nunca había sido tan increíble.
¡Bienvenidos a Dunbridge Academy!
Emma viaja a Escocia para cursar un año en la
prestigiosa St. Dunbridge Academy, la escuela en la que se
conocieron sus padres. Además de intentar olvidar a su
novio, el otro motivo para irse a estudiar allí es encontrar a
su padre, del que no sabe nada pero que parece que está
viviendo en Edimburgo. Una vez llega al internado, lo último
que necesita es que las nuevas amistades la distraigan,
especialmente Henry, uno de los prefectos de la escuela.
Pero enseguida empezará a sentir por él más de lo querría
admitir…
Para todos los que siempre van corriendo.
Espero que encontréis a alguien
por quien valga la pena detenerse
Queridos/as lectores/as:
Este libro contiene elementos que pueden dañar ciertas
sensibilidades.
(Atención: ¡spoiler!)
Algunos temas de este libro son: la muerte, la pérdida,
la gestión del duelo, el abuso de sustancias y la
dependencia.
Si no os sentís emocionalmente a gusto con estos (u
otros) temas, buscad ayuda profesional.
Esperamos que viváis la mejor experiencia posible con
esta lectura.
VUESTRA SARAH Y VUESTRA EDITORIAL
Everything I’ve never done,
I want to do with you.
WILLIAM CHAPMAN
Playlist
Baby Luv, Nilüfer Yanya
Apricots, MAY-A
Older, Shallou and Daya
hope is a dangerous thing for a woman, Lana Del Rey
Stone, Jaymes Young
All Three, Noah Cyrus
Happier Than Ever, Billie Eilish
Edge of Midnight (Midnight Sky Remix), Miley Cyrus
and Stevie Nicks
Meet Me in the Hallway, Harry Styles
A.M., One Direction
Wonderland, Taylor Swift
Runaway, AURORA
Perfectly Out Of Place, Dreams We’ve Had
Talk, Hozier
Sweat, ZAYN
A Little Death, The Neighbourhood
Fine Line, Harry Styles
My Tears Are Becoming A Sea, M83
Mind Over Matter (Reprise), Young the Giant
The Beach, Wolf Alice
Run Boy Run, Woodkid
right where you left me – bonus track, Taylor Swift
Ready to Run, One Direction
1

Emma

No ha sonado. El maldito despertador no ha sonado.


Más que nada porque se me ha muerto el móvil. ¿Cómo es
posible que haya olvidado cargarlo justo la noche antes de
marcharme a Escocia para pasar un año de intercambio en
un internado? ¿En qué estaba pensando? Sé que parece un
chiste malo, pero que quede claro: no lo es.
Simplemente me he dormido, justo el día que tenía que
irme. Y será mejor que mamá no se entere o le dará un
ataque de nervios. Ayer, cuando se dio cuenta de que no
llegaría a tiempo para acompañarme a Edimburgo tal como
habíamos quedado por culpa de la maldita huelga de
personal de tierra en Francia, se mostró muy desconfiada.
Como si una chica de diecisiete años no fuera capaz de ir
sola hasta el aeropuerto para volar a Escocia.
¿Y ahora qué le digo? Es evidente que tenía razón.
Suelo enchufar el móvil antes de acostarme, pero parece
ser que ayer se me olvidó. Al fin y al cabo, tampoco es
normal que de golpe llegara a la conclusión de que
marcharme a Escocia a pasar un año entero era una idea
de mierda, ni que me pasara buena parte de la noche
llorando a moco tendido por eso. Tal vez mi subconsciente
quería ofrecerme una última oportunidad de entrar en
razón. De no subir al avión para convertirme en la alumna
nueva de la Dunbridge Academy y disfrutar del resto de las
vacaciones de verano sin más. De regresar a principios de
septiembre a la clase de undécimo en el instituto Heinrich-
Heine como si no hubiera estado a punto de cometer un
grave error. Pero no hay vuelta atrás, todos mis amigos
saben que pasaré un año fuera. No puedo rajarme y fingir
que no ha ocurrido nada. Parecería que no sé lo que quiero,
cuando en realidad lo tengo muy claro. Y para conseguirlo
debo ir a Edimburgo.
Voy llenando el neceser de cualquier manera mientras
me lavo los dientes.
Tengo que ir. Lo sé desde que encontré ese casete y me
pasé la noche en vela escuchando la misma canción una y
otra vez hasta el amanecer. For Emma, un título que parece
burlarse de mí.
De eso hace ya dos meses y medio, y en el fondo estoy
segura de que si me han aceptado en esa escuela
habiéndolo solicitado con tan poca antelación es porque
mamá recurrió a alguno de sus contactos. Es algo que se le
da de perlas. No sé si es porque es abogada, pero parece
como si en todas partes hubiera alguien que le debe un
favor. En realidad yo estaba segura de estar haciendo lo
que debía. Aunque mamá no comprendiera que de repente
accediera a ir al internado, cuando ella se había pasado el
año proponiéndolo y yo me había negado siempre. No
puedo confesarle que en realidad lo que quiero es
encontrar a mi padre, que su voz en la cinta sonaba
completamente distinta de como yo la recordaba, que
sonaba tan cerca que sus labios debían de acariciar el
micrófono mientras cantaba For Emma. Que mientras
escuchaba la canción tenía la piel de gallina y el corazón
acelerado. Durante toda una noche, y luego nunca más.
Que For Emma no ha desaparecido. Que después de
haberme pasado años buscando su nombre en internet,
resulta que Jacob Wiley sigue esperando el éxito y sigue
siendo un hombre con guitarra y sin conciencia, porque
estoy segura de que alguien que abandona a su familia
para perseguir un sueño y no se digna a mirar atrás en
ningún momento no puede tener conciencia.
«Jacob Wiley (nacido en Glasgow) es un cantautor
escocés.»
Y que todavía vive allí, o al menos eso afirma su entrada
en la Wikipedia. Está en Escocia, por eso yo también tengo
que ir a Escocia. Me di cuenta la primera vez que entré en
la página web de la Dunbridge Academy por voluntad
propia.
—Al aeropuerto, por favor —jadeo un poco más tarde
nada más subir al taxi. Quiero cerrar los ojos para no tener
que ver el reloj, pero por desgracia me recibe con un
resplandor que parece más bien un reproche cuando cojo el
móvil. Si llego a tiempo será por muy poco. Esto es una
locura. Tengo que pasar por el mostrador de facturación (si
todavía no han cerrado), por el control de seguridad y
luego llegar a mi puerta de embarque. Todo en solo una
hora y veinte minutos, que es cuando despegará el avión.
En el mejor de los casos, conmigo a bordo.
No tengo ni idea de lo que haré si no lo consigo. Seguro
que más tarde habrá otro vuelo a Edimburgo, pero ¿es tan
fácil como cambiar el billete si pierdes el vuelo sin ninguna
justificación?
Seguro que mamá lo sabe. Pero, a menos que sea
imprescindible, prefiero que no se entere de que ni siquiera
soy capaz de subir a un avión. Porque estoy convencida de
que lo interpretará como una señal de que no quiero ir a la
Dunbridge Academy. Y no es ninguna señal, solo es una
coincidencia de mierda.
Le mando un mensaje por WhatsApp para avisarla de
que voy hacia la puerta de embarque, lo que no deja de ser
cierto.
Son las siete y media de un domingo por la mañana,
pero el tráfico en Frankfurt no tiene clemencia. Cierro los
ojos cuando el taxi empieza a aminorar la marcha. Dios,
estoy acabada. Perderé el vuelo y llegaré tarde al
internado. Desde el principio me convertiré en la nueva que
ni siquiera ha sido capaz de llegar a tiempo para el inicio
del curso.
Tengo el pulso acelerado cuando, media eternidad más
tarde, por fin salto del taxi, cojo el equipaje y pago la
carrera. Ya he volado muchas veces, sé que el aeropuerto
de Frankfurt es un incordio aunque llegues con tiempo de
sobra.
Empiezo a correr. La terminal de salidas está repleta de
gente cargada con maletas. Son pocos los que se apartan
para dejarme pasar, y eso que es evidente que tengo prisa.
En la parte interior de los muslos noto las agujetas del
entrenamiento del viernes, la última sesión de coordinación
e intervalos con las chicas del club.
«Te encantará, Emmi, yo también formé parte del equipo
de atletismo de Dunbridge», le oigo decir a mi madre, y
acto seguido rezo para que tenga razón.
Me pesan las piernas, es agotador tener que arrastrar
estas dos maletas, y empiezo a notar ligeras punzadas en
un costado. Me está costando más de la cuenta levantar los
pies del suelo, pero eso no me detiene. Nunca paro de
correr hasta que he cumplido el objetivo que me he
propuesto, es lo único en lo que demuestro verdadera
perseverancia. Sigo corriendo incluso cuando tengo ganas
de vomitar por culpa del esfuerzo. Sigo corriendo, sigo
adelante, da igual hacia dónde. Imagino a mi padre en ese
vagón rojo del tren regional exprés que va ganando más y
más velocidad, mientras yo lo persigo, cada vez más rápido.
Aunque nunca lo suficiente.
Parezco tan desesperada que la empleada de la
aerolínea abre un mostrador nuevo y subo mi primera
maleta a la cinta. La mujer arquea las cejas al ver la cifra
de la balanza, pero se limita a pegar la etiqueta en mi
equipaje sin mediar palabra. Quizá ha sido por lástima.
Ojalá haya sido por lástima.
—Dese prisa, la puerta de embarque cierra ahora
mismo, pero avisaré a mis compañeros de que va hacia allí.
—Gracias —le digo mientras recojo mis documentos, me
doy la vuelta y hago lo que mejor se me da en el mundo.
Echo a correr tan rápido como puedo.
2

Henry

Odio correr.
Lo odio, lo odio con toda mi alma.
Si ya cansa de por sí, no digamos cuando tienes que
cruzar un aeropuerto tan gigantesco como este de un
extremo a otro tras un vuelo de diez horas. Ahora recuerdo
por qué suelo evitar hacer escala en Frankfurt, porque una
hora y media de tránsito nunca es suficiente. Y menos si el
primer vuelo llega con retraso. Debería apuntármelo en
algún lugar, en negritas y mayúsculas, así me acordaré la
próxima vez que reserve un vuelo de Nairobi a Edimburgo.
—Disculpe, sorry... —digo mientras por dentro maldigo a
los que se quedan plantados en el lado izquierdo de la
pasarela mecánica. ¿Tanto cuesta ponerse a la derecha si
no piensan moverse?—. Pierdo el vuelo de conexión, lo
siento.
Me abro paso entre sus codos ignorando el dolor que
noto en el pecho. Es vergonzoso, pero no puedo correr ni
cinco minutos seguidos sin notar que estoy a punto de
sufrir un ataque de asma. La mochila que cuelga de mis
hombros de repente pesa una tonelada, y la sudadera que
llevo puesta es demasiado gruesa, aunque por supuesto no
me he dado cuenta hasta hace un rato, cuando me he
levantado junto con el resto de los pasajeros y me he
plantado en el estrecho pasillo del Boeing a esperar a que
nos dejaran salir. Nada me gustaría más que poder pararlo
todo para quitarme la sudadera, pero, primero, no tengo
tiempo y, segundo, ya me da todo igual.
Tropiezo al final de la pasarela, cuando doy el primer
paso en tierra firme. Mi cuerpo quiere seguir avanzando,
pero mis músculos apenas pueden vencer la falta de
aceleración y, Dios, llego a la conclusión de que tengo que
empezar a correr con regularidad si no quiero suspender
Educación Física. Quizá debería tomar ejemplo de Theo. Mi
hermano mayor siempre estudiaba para los exámenes en la
cinta de correr del gimnasio del internado.
«El cerebro almacena mejor los contenidos nuevos
mientras el cuerpo se mueve; es un dato científico, Henry.»
También es un dato científico que el corazón me saltará
del pecho si no voy más despacio y...
Un momento. Puerta B 20. ¡B!
Me paro tan de repente que me cae encima un
verdadero chaparrón de insultos y maldiciones en alemán.
Noto el pulso en los oídos mientras escudriño los rótulos
que tengo frente a los ojos. Tal vez no me llega suficiente
sangre al cerebro y empiezo a tener alucinaciones. O eso, o
en el rótulo de la puerta pone en realidad C-D.
Mierda. ¿Dónde me he desviado? ¿Por qué las puertas
de embarque de los vuelos de conexión siempre están en el
otro extremo del aeropuerto, llegues de donde llegues? ¿Y
por qué...?
El ruido sordo que oigo justo en el instante en el que me
doy la vuelta sin mirar no ha sonado nada bien. Y el dolor
que noto a continuación tampoco es precisamente
agradable. Había olvidado que te quedas sin aire en los
pulmones cuando alguien choca con todas sus fuerzas
contra tu pecho. Me desplomo sobre las baldosas
enceradas, entre las rodillas de una chica. Una de las
hebillas de mi mochila se abre de golpe y el contenido cae
frente a nosotros y queda esparcido por el suelo. Una
botella de agua, unos auriculares, chicles, la bolsita de
galletas saladas del aeropuerto, el cargador del móvil y el
pasaporte. Pero no veo nada de todo eso. Lo único que veo
es una melena rubia, corta hasta la barbilla, y unos ojos de
un intenso azul grisáceo.
—Lo siento, lo siento... —se disculpa ella, tras lo cual
sigue hablando. Es probable que el hecho de que no
comprenda lo que dice no tenga nada que ver con que
acabe de recibir un golpe en la cabeza. Me parece que
habla en alemán, aunque no tengo la impresión de que el
idioma suene tan duro al salir de su boca.
—¿Estás bien? —le pregunto. En realidad, espero que se
quede cortada cuando se dé cuenta de que tiene que
responderme en inglés para que la entienda. Sin embargo,
cambia de idioma sin dudar ni un segundo y, cielos, ¿por
qué me parece eso tan atractivo?
—Sí, sí, creo que sí —contesta—. ¿Y tú? Lo siento, iba
demasiado deprisa, pero es que...
—No, no pasa nada. Ha sido culpa mía, no he mirado
antes de darme la vuelta —replico, y mi cerebro se activa
de repente. Me inclino por acto reflejo hacia la botella de
agua, que rueda peligrosamente hacia la gente que pasa
por nuestro lado. Mientras la recojo, ella echa un vistazo a
mis cosas, casi como si se estuviera planteando si
ayudarme a recogerlas o no.
—Lo siento, yo... —empieza a decir, pero se queda
callada cuando la miro de nuevo—. Tengo muchísima prisa.
Mi vuelo sale ahora mismo y...
La voz metálica de la megafonía del aeropuerto la
interrumpe. Se levanta con un respingo mientras las
palabras en alemán resuenan desde los altavoces. Luego
contengo el aliento cuando oigo que repiten el mensaje en
inglés.
—Última llamada para los pasajeros Bennington y Wiley.
Por favor, preséntense de inmediato en la puerta B 20.
Última llamada.
—Lo siento... —insiste la chica con una mirada de
disculpa que también refleja su desesperación.
—¿Eres tú? —pregunto, y ella asiente—. ¿Edimburgo?
—¿Tú también?
—Sí —respondo.
Duda un momento. Luego se agacha sobre mis cosas con
determinación.
—De acuerdo, pues vamos. Deprisa.
Entre los dos lo recogemos todo enseguida, por último
meto los auriculares y también me levanto de un brinco. Ni
siquiera guardo el pasaporte, lo llevo en la mano.
—¿Wiley? —pregunto mirándola a los ojos.
—Emma —afirma señalando hacia el lugar del que yo
venía. Echamos a correr—. ¿Y tú?
—Henry. Encantado —jadeo, pero no puedo añadir nada
más porque noto que los pulmones me arden de nuevo. O
todavía me arden, porque ni siquiera me ha dado tiempo de
recuperarme—. ¿Es muy lejos? —resuello mientras me voy
quedando atrás. Emma. La chica de ojos grises. Joder, cómo
corre.
—No lo sé —admite, y me lanza una mirada por encima
del hombro agarrada a las correas de su mochila—.
Tenemos que ir más rápido.
—No puedo ir más rápido.
—Claro que sí.
Joder, que no. Ella igual sí, pero yo no.
La verdad es que no parece cansada en absoluto.
—No, tenemos que ir por allí —me corrige justo antes de
subir a la siguiente pasarela mecánica. Me agarra por la
muñeca y tira de mí hacia la derecha.
En efecto, el rótulo reza PUERTA B 35-1. Antes debo de
habérmelo pasado de largo.
Emma murmura unas palabras que suenan muy
alemanas, una especie de disculpa, mientras adelantamos
corriendo a gente que tira de sus maletas con ruedas e
intentamos esquivar a los niños.
Yo estoy sin aliento, mientras que ella solo respira con
intensidad y apenas tiene las mejillas un poco enrojecidas.
Seguramente no queden más que unos centenares de
metros, pero el pasillo del aeropuerto me parece
interminable.
B 31.
B 29.
B 27.
En la puerta B 24 ya ha empezado el embarque y hay
gente por todas partes en medio del pasillo. Les agradezco
de todo corazón que me obliguen a caminar durante unos
segundos. Emma desaparece de mi vista entre los viajeros
que esperan para embarcar y me fuerzo a seguir corriendo.
Nuestra puerta de embarque está vacía. Destaca mucho
respecto al resto de las zonas de espera, que están
ocupadas hasta los topes. Tras los cristales diviso el avión,
pero no hay nadie en el mostrador.
Emma aminora la marcha cuando se da cuenta de que
llegamos demasiado tarde.
«Mierda, joder...», pienso mientras noto punzadas en el
torso y me llevo la mano al costado.
—¿En serio? —murmura Emma. Su voz suena demasiado
normal teniendo en cuenta lo mucho que hemos corrido—.
Nos acaban de llamar y...
—¿LH 962 a Edimburgo? —pregunta un hombre.
Qué ganas me entran de abrazar al auxiliar de vuelo que
en este preciso instante aparece por el pasillo que lleva
hasta el avión.
—¡Sí!
—Muy bien. Por aquí, por favor.
Intento reprimir la tos mientras me saco el móvil del
bolsillo de la sudadera. Seguro que estoy rojo como un
tomate. Emma, en cambio, apenas acusa el esfuerzo.
¿Cómo es posible? ¿Es que no es humana?
Abro la tarjeta de embarque en el móvil y se la muestro
al asistente de vuelo junto con mi pasaporte. Cuando me lo
devuelve todo, espero unos pasos por delante de ella.
Emma trae la tarjeta de embarque impresa en papel y eso
me arranca una sonrisa. En cierto modo me parece
entrañable.
Ella le da las gracias y las mejillas se le enrojecen
visiblemente cuando me mira. Creo que le ha sorprendido
que la haya esperado. Y es entonces cuando sucede. Su
mirada pasa de mi cara a mi pecho. Me doy cuenta de que
se fija en el logotipo bordado en blanco sobre el tejido azul
marino de la sudadera. Las iniciales entrelazadas de la
Dunbridge Academy en medio de un blasón simple,
enmarcado por unos zarcillos de hiedra. Emma lo reconoce,
lo veo en sus ojos, y antes de que llegue a decir nada
repaso de memoria los ocho cursos, pero no la identifico.
Tiene que ser nueva, de lo contrario ya me habría fijado en
ella. Tal vez no conozco los nombres de los cuatrocientos
treinta y dos alumnos y alumnas de Dunbridge, pero sus
caras sí. Y no las olvido.
—¿Vas a la Dunbridge Academy? —pregunta Emma, y el
tono de voz reverencial que utiliza confirma mis sospechas.
Es nueva, no me cabe la menor duda. Esa pregunta solo
la haría alguien que no conozca el internado más que por
las brillantes reseñas que pueden leerse en internet.
—Sí —respondo, y el auxiliar de vuelo aparece de
repente tras ella.
—¡Dense prisa, por favor! —nos pide con una sonrisa
radiante, aunque también con una insistencia cordial que
nos invita a avanzar de inmediato. Emma sigue sin apartar
la mirada de mí. No me gusta nada que de repente parezca
tan cohibida.
—¿Es tu primer año?
—Sí —contesta con una leve sonrisa. De repente me
entran unas ganas locas de abrazarla, y seguramente lo
habría hecho si no hubiera estado empapado en sudor.
Bueno, tal vez no. Al fin y al cabo, no nos conocemos de
nada. Pero ¿qué hace viajando sola? Los nuevos siempre
llegan acompañados de sus padres. Incluso los que vienen
de países tan lejanos como Arabia Saudita o México. Y
Alemania no es ni mucho menos el más lejano entre los
países con representación en la escuela.
—Solo cursaré un año de intercambio —me informa
mientras recorremos el largo pasillo. Las paredes quedan
cerca y la moqueta del suelo se traga el sonido de nuestros
pasos. No me gusta que tenga la mirada clavada en el suelo
mientras me lo dice. Por algún motivo tengo la sensación
de que... no es feliz.
—Genial. Oye, tu inglés es muy bueno.
Cuando levanta la vista enseguida me doy cuenta de que
he dicho algo inadecuado.
—Gracias —murmura.
Me entran ganas de hacerle mil preguntas. De dónde es
exactamente, si está nerviosa y esas cosas, pero no llego a
hacérselas porque justo en ese momento alcanzamos la
puerta del avión. Otra auxiliar de vuelo nos está esperando.
—Bienvenidos a bordo —nos saluda con una sonrisa
impaciente.
—¿Dónde te sientas? —le pregunto a Emma. Todos los
demás pasajeros ya tienen los cinturones abrochados y
están pendientes de sus móviles, puesto que ha llegado el
momento de ponerlos en modo avión. Algunos nos miran
indignados.
—El 27 D —responde lanzándome una mirada por
encima del hombro—. ¿Y tú?
Lástima... Por unos momentos me planteo lo
impertinente que sería pedirle a alguien que nos cambiara
el asiento para sentarnos juntos.
—Aquí —señalo cuando pasamos junto al 22 C. Es un
asiento junto al pasillo, y el que hay al lado no está libre,
por supuesto. La mujer del asiento del medio ya se ha
puesto unos auriculares con cancelación de ruido y no
parece que tenga ganas de hablar con nadie.
—Ah, muy bien —dice Emma sin detenerse—. Pues que
tengas un buen vuelo. Nos vemos, Henry.
—Sí —contesto tragando saliva—. Igualmente.

Emma

El asiento central de mi fila está libre. Por supuesto.


Está reservado a nombre de mamá, pero en realidad está
sentada en algún lugar de Niza en vez de aquí, a mi lado.
No me doy cuenta hasta que Henry ya se ha sentado y
una auxiliar de vuelo me pide que no me desabroche el
cinturón hasta que haya finalizado el ascenso.
Por tanto, me quedo allí sentada, ignorando las
instrucciones de seguridad del personal de cabina e
intentando atraer la atención de Henry con la mirada para
que se vuelva de una vez.
No lo consigo. Está tecleando en el móvil y levanta la
cabeza con gesto culpable cuando la auxiliar de vuelo le
pide que active el modo avión.
«Vuélvete, vuélvete. Vamos, date la vuelta.»
Podría hacerle señas para invitarlo a sentarse conmigo
más tarde. Bueno, eso si le apetece, que no tengo ni idea.
Aunque en realidad da igual. Ni siquiera sé si me apetece a
mí. No, seguro que no. No quiero. De ninguna manera.
Parece simpático, pero debería darme igual. Es un hombre,
y ya se sabe cómo son, te acaban rompiendo el corazón y
lloras lo que no está escrito porque después de salir seis
meses con él recibes un mensaje en el que te informa de
que ya no siente lo mismo. Estoy harta de tíos como Noah,
o como mi padre, que me dejó tirada sin más. Y a pesar de
todo estoy sentada en ese avión, volando hacia Escocia con
expectativas de encontrarlo. Y no puedo dejar de mirar a
Henry. ¿Por qué?
Henry no se da la vuelta y, cuanto más lo espero, más
ridícula me siento. Quién sabe, tal vez ni siquiera estamos
en el mismo curso. El internado es muy grande, quizá no
volvamos a cruzarnos jamás, aunque eso sería una
lástima... ¡Dios, Emma! Basta ya.
Me quedo mirando sus hombros, cubiertos por la
sudadera azul marino, y me pregunto qué edad tendrá.
Seguro que está en último curso. Irradia la misma
confianza y soltura que los mayores de mi instituto, que se
pasean por los pasillos como si fueran los amos del lugar.
Aunque tal vez en el internado son todos así. Pronto lo
sabré.
Sea como sea, el caso es que no se da la vuelta. Aunque
eso tampoco significa nada. Saco mis auriculares de la
mochila y me pongo una vieja canción de One Direction,
porque pronto despegaremos y no me vendrá mal un poco
de paz interior.
¿Por qué no se vuelve? Si se sentara a mi lado, podría
iniciar la conversación preguntándole cosas sobre el
internado. O sobre otros temas. ¿Por qué viaja desde
Frankfurt a Edimburgo, si su acento es tan indudablemente
británico que ni siquiera me he preguntado de dónde es?
¿Estaba de vacaciones? ¿Qué tal es el internado? ¿Por
casualidad no conocerás a un tal Jacob Wiley? ¿No?
Lástima. No, por nada, da igual, no es importante...
Me estoy obsesionando.
El avión se detiene al frente de la pista y los motores
empiezan a sonar con más fuerza. Quedo aplastada contra
el asiento y, puesto que no me siento cómoda durante los
despegues y los aterrizajes, cierro los ojos. Solo un ratito,
solo hasta que hayamos alcanzado la altura de vuelo y
empiece a sentirme más o menos segura de mi
supervivencia. Aunque he oído en alguna parte que hay
más riesgo en los aterrizajes que en los despegues... Da
igual, es mejor no pensar en ello. Me centro en la música
de los auriculares, intentando que el resto de las cosas no
me importen. Después de One Direction suena Taylor Swift,
y luego Lana Del Rey.
Solo parpadeo de vez en cuando, por si Henry se da la
vuelta. Sin embargo, lo único que veo son sus codos sobre
el reposabrazos del asiento y la mano en la que apoya la
cabeza. Y me doy cuenta de que debe de estar agotado,
porque apenas veinte segundos después se le empieza a
caer la cabeza ligeramente hacia delante.
¿Viene de un vuelo nocturno? Diría que sí, por las ojeras
que tenía y los pantalones de chándal que lleva puestos.
Cuando se pone la capucha de la sudadera y se apoya en
el reposacabezas con los brazos cruzados frente al pecho,
aparto la mirada. Es de mala educación quedarse mirando
a un desconocido mientras duerme, pero por debajo de la
capucha le sobresalen unos cuantos rizos castaños. Tiene
los ojos verdes, verde musgo. Como el verde del tartán del
uniforme que llevaré a partir de mañana. Un blazer azul
marino con el forro de cuadros verdes y azules, y el escudo
de la academia bordado en la solapa. Camisa blanca y
corbata a juego.
No puedo dejar de imaginarme a Henry con el uniforme
escolar, pensando en lo bien que le quedará, mientras la
cabeza se le ladea cada vez más sobre el hombro. Si
estuviera sentado a mi lado, podría apoyarla en mi...
«Cielos, Wiley.» Cierro los ojos de nuevo y Lana empieza
a cantar Hope is a dangerous thing for a woman like me to
have sin saber hasta qué punto llega a tener razón. Quien
haya escrito una canción como esa sabe cómo van las
cosas. Noah, al día siguiente de mandarme el mensaje, me
dijo en el instituto que ya no tenía sentido salir conmigo. Yo
me limité a asentir, serena, sin sentimientos, sin lágrimas.
Todo para no convertirme en la histérica que le suplica a su
ex que no la deje. Porque debería haberlo sabido, siempre
se repite la misma historia, siempre igual, siempre, y nunca
sale bien, por mucho que intentes creer en la bondad de la
gente. Cuando las cosas se tuercen un poco, se marchan y
te dejan tirada sin que puedas hacer nada para evitarlo.
«No necesitamos a ningún hombre, Emmi», me dice
siempre mamá, y en parte quiero creer que es verdad.
Porque ella realmente no necesita a ninguno. Solo necesita
su trabajo y muchas cosas que hacer para poder olvidarse
del dolor. Pero yo no me olvido. Porque no podía respirar
cuando me cambiaba de ropa para correr a pesar de que
era un día de descanso. Pero el día en el que Noah cortó
conmigo no podía ser un día de descanso, era imposible.
Ese día tuve que correr para no volverme loca. Porque solo
puedo detener esos pensamientos corriendo, y ahora no
puedo correr. Lo único que se me ocurre es obligarme a no
mirar a Henry. Por suerte, no lo tengo sentado al lado, eso
habría sido terrible. Imagínate que se sienta a mi lado y
apoya la cabeza en mi hombro. No tengo tiempo para esas
cosas. Noah rompió conmigo y yo tengo un objetivo, así de
fácil. Un año, una misión. Escocia tiene fecha de caducidad
para mí. Debo repetírmelo una y otra vez para no
olvidarme.
Parpadeo.
Pero no, no se ha dado la vuelta.
3

Emma

De Frankfurt a Edimburgo hay dos horas de vuelo, y al


cabo de cincuenta minutos me levanto para ir al baño. Es
posible que me haya obsesionado, pero ya no me basta con
mover los dedos de los pies dentro de las zapatillas o agitar
el pie arriba y abajo con nerviosismo. No suelo tener
problemas para pasar varias horas seguidas sentada, pero
tampoco es que viajar a Escocia para convertirme en la
chica nueva en un internado de élite sea algo que me
suceda todos los días. Me pregunto si la escuela será
realmente tan elegante como la presenta la página web.
Alumnos y alumnas sonrientes, sentados sobre el césped
con los libros de texto o paseando en uniforme por el
campus. El contraste de los aparatos de alta tecnología en
las aulas de un edificio antiguo. Un sentimiento de
comunidad, y no de presión y competitividad. Y no lo digo
porque las hubiera en mi viejo instituto, a la mayoría de los
alumnos les traían bastante sin cuidado las clases, pero, a
juzgar por lo que mamá me ha contado sobre el internado,
allí las cosas funcionan de otro modo. Dunbridge es un
compromiso. Es una manera extraña de expresarlo, pero de
algún modo coincide con mis expectativas. Y con Henry. Se
nota que es cumplidor, aunque tampoco parece un
empollón. En cualquier caso, me propongo esforzarme para
aprovechar al máximo el tiempo que pase en Escocia
mientras avanzo por el pasillo central del avión.
Por desgracia solo hay un baño. En los aviones más
grandes, los que cubren trayectos más largos, se puede
atravesar la pequeña cocina de a bordo hasta los asientos
del otro lado para probar suerte. En este avión, en cambio,
solo hay una posibilidad de ir al baño, aunque mejor esto
que nada.
Cierro la puerta de la pequeña cabina y me miro en el
espejo mientras noto un zumbido en la cabeza. La luz es
tan estridente que el pelo rubio se me ve casi blanco. Me
recojo un mechón tras la oreja y tiro de la cadena a pesar
de no haber usado el váter. Luego me lavo las manos, me
las seco con unas toallitas de papel rígido que no absorben
ni una gota de agua y forcejeo con la puerta. Se abre hacia
dentro con un complicado mecanismo de pliegue. Me
quedo tan fascinada observándolo que tardo en darme
cuenta de que Henry está de pie delante de mí.
—Ah, hola —me saluda, y su voz suena distinta con el
zumbido del avión de fondo. Me sonríe, pero parece
cansado. Se acaba de despertar y tiene los ojos ligeramente
hinchados, y el pelo revuelto le asoma por debajo de la
capucha de la sudadera.
—¿Has dormido bien? —pregunto, y lo lamento al
instante, puesto que acabo de revelar que estaba pendiente
de él.
Henry titubea y luego su sonrisa cambia. Se encoge de
hombros y da un paso hacia un lado para dejar pasar a otra
pasajera. No comprendo lo que le dice, la mujer habla muy
rápido en un inglés poco claro al que Henry responde con
una expresión todavía más fugaz y menos clara. De repente
me doy cuenta de que pasaré los próximos diez meses
viviendo en un país extranjero. Aunque en cierto modo
también es mi patria. Pero no nos adelantemos a los
acontecimientos, después de todo nunca he estado allí.
«Eres nativa, lo pronuncias perfecto», me elogia la voz
de Isi en mi cabeza, y el estómago se me encoge de
inmediato. Llevo el apellido inglés de mi padre y tengo
acento alemán porque no hablo el idioma con regularidad
desde los once años, desde que nos abandonó. Es posible
que mi nivel siga siendo alto para las clases de una escuela
alemana, pero el hecho de que me pregunten cómo hablo
tan bien en inglés me sigue sentando como un puñetazo en
la barriga.
—¿No ibas a...? —digo para esquivar mis propias
cavilaciones mientras señalo la puerta del baño que la
señora acaba de cerrar.
La mirada de Henry se clava de nuevo en mis ojos.
—No, solo... solo quería estirar un poco las piernas.
—Ah, claro —respondo, y no puedo evitar tragar saliva.
—¿Estás nerviosa?
Le apetece charlar. Allí mismo, frente a la diminuta
cocina que hay al fondo de la cabina de pasajeros, y a mí
me parece bien. He leído que la probabilidad de sobrevivir
a un accidente aéreo es mayor cuando te sientas en las filas
traseras. Aunque nosotros no estamos sentados, sino de
pie... y ni siquiera llevamos el cinturón abrochado. Tengo
que poner freno a estos pensamientos de una vez.
—No —contesto cuando en realidad quiero decir todo lo
contrario.
Henry asiente como si ya hubiera anticipado mi
respuesta.
—Todo irá bien —asegura con una sonrisa, y de
inmediato pienso que no es justo que sonría así—. La gente
es muy simpática allí —prosigue, y volviéndose un poco
hacia un lado se pone la mano frente a la boca y bosteza—.
Lo siento...
—¿Tienes jet lag? —pregunto, y Henry asiente, aunque
luego niega con la cabeza.
—No, en realidad no. No es que haya habido cambio
horario.
—¿Dónde has estado?
—En Nairobi —indica—. Solo hay tres horas de
diferencia, pero he cogido un vuelo nocturno.
—¿Y no has podido dormir?
Niega con la cabeza.
—Me ha tocado sentarme al lado de una señora con un
bebé en brazos y... bueno, ha sido un poco agotador.
—¿Qué hacías en Nairobi? —pregunto mientras paso los
dedos por los cajones metálicos, sorprendentemente fríos,
que hay a mi lado. La mirada de Henry sigue mi mano y por
un instante no estoy segura de si ha oído mi pregunta.
Luego parpadea y me mira de nuevo a los ojos.
—He ido a visitar a mis padres. Trabajan para Médicos
Sin Fronteras —me explica, y lo dice como si hubiera tenido
que contarlo ya cien veces. Más o menos como yo cuento
que apenas conozco a mi padre porque nos abandonó
cuando yo tenía once años.
—Vaya, qué fuerte.
Henry asiente y sonríe.
—¿A qué se dedican tus padres?
—Mi madre es abogada —respondo, y Henry no se
interesa por mi padre, y se lo agradezco por dentro. Se me
queda mirando unos segundos como si hubiera
comprendido algo que nadie más entiende.
—¿No querías que tu madre te acompañara? —pregunta
en cambio.
—¿Al internado? Sí, sí quería —admito tras un leve
titubeo—, pero no ha podido. Ahora mismo está en Niza por
asuntos de trabajo y en Francia hay una huelga de personal
de tierra.
—Lástima —repone, y yo me encojo de hombros
enseguida.
—No pasa nada —digo con una sonrisa, pero Henry me
mira como si no terminara de creerme del todo—. Vale, de
acuerdo, un poco sí que pasa, pero tampoco es el fin del
mundo.
—En realidad es mejor. Así no tendrás que despedirte de
nadie luego —comenta apoyando el hombro en la pared que
tenemos al lado.
—Cierto —replico, aunque me doy cuenta de que no me
he despedido formalmente de nadie. Ni siquiera de Isi, que
no se ofreció a acompañarme al aeropuerto, lo cual me
pareció muy extraño. Si mi mejor amiga se fuera a pasar un
año entero en el extranjero, yo lo habría hecho. Sin
embargo, no me apetecía empezar una discusión con ella, y
de todos modos el vuelo ha salido muy temprano.
—Para mí siempre es lo peor —opina Henry—. Cuando
mi madre y mi padre nos llevaban al internado y luego se
marchaban, esa primera media hora... no lo pasaba nada
bien. Pero luego te asignan un cuarto, te encuentras con
tus amigos y simplemente te olvidas de estar triste.
Asiento a pesar de no tener amigos con los que poder
reencontrarme. En la Dunbridge Academy no habrá nadie
para recibirme, y de repente esa idea me oprime el pecho.
Creo que Henry sabe leer el pensamiento, a juzgar por lo
que me dice a continuación:
—Si quieres te enseño dónde está todo cuando
lleguemos —me ofrece con una sonrisa—. A veces me
gustaría volver a llegar por primera vez al internado,
cuando todo es tan emocionante. Es como volver a casa,
aunque sin saber aún que es tu casa.
Tengo mis dudas al respecto y, aunque lleve razón, de
todos modos solo me quedaré un año. En realidad debería
recordárselo, pero por algún motivo no lo hago. Tal vez por
miedo a que no vuelva a hablarme como si formáramos
parte del mismo equipo.
—Yo te lo enseñaré todo —repite Henry.
No sé qué más añadir, pero justo entonces se nos acerca
una auxiliar de vuelo.
—Por favor, vuelvan a sus asientos. Pronto empezaremos
el descenso.
Henry asiente enseguida. Me mira un instante y yo lo
sigo por el pasillo hasta nuestros asientos.
Mientras el avión emprende el descenso, poco a poco
pero con claridad, empiezo a ponerme nerviosa. Cuando
por fin aterriza, estoy en una ciudad extranjera. Entonces
va en serio. Esta es mi nueva realidad.
Todos los pasajeros se ponen en pie en el momento en el
que el avión queda estacionado. La gente plantada en el
pasillo central me impide ver a Henry, y cuando por fin me
levanto para recoger la mochila del portaequipajes ya se ha
marchado. Por supuesto que se ha marchado, ¿qué me
había creído? ¿Que me esperaría como si fuera mi niñera?
Por otro lado, quería enseñarme el internado y vamos al
mismo sitio, o sea que lo lógico era que se quedara
conmigo, ¿no?
Avanzo por el pasillo mientras voy repasando
mentalmente la lista de cosas que tengo que hacer. Es muy
sencillo: recoger el equipaje en la cinta, pasar por el
control de pasaportes, salir y encontrar el autobús
lanzadera que recoge a los alumnos en el aeropuerto para
llevarlos hasta la Dunbridge Academy.
¿Henry también subirá al autobús? Seguro que él sabrá
dónde...
—Eh —me llama, y reacciono con un sobresalto. Me
estaba esperando justo delante de la entrada al edificio del
aeropuerto—. Por fin.
—Gracias por esperarme —digo mientras noto que las
mejillas se me sonrojan por momentos.
—Claro —responde con una sonrisa, y mi corazón se
calma un poco tras el susto.
Mientras caminamos por el aeropuerto me entero de
que está en el internado desde quinto curso, y que este año
ejercerá de prefecto por primera vez. No sé gran cosa
sobre él, pero de algún modo tengo la sensación de que el
cargo le pega.
Al charlar con él no tengo la impresión de conocerlo
desde hace solo dos horas, sobre todo teniendo en cuenta
que hemos pasado la mayor parte de ese tiempo separados.
Ha conseguido caerme bien con mucha facilidad, y hay algo
en eso que no me gusta nada. Podría ser peligroso para mí
si no me ando con cuidado. Es simpático, sí, pero es posible
que justo por eso le hayan nombrado prefecto. Será mejor
que no me obsesione, seguro que simplemente es así de
simpático con todo el mundo.
Mientras esperamos frente a la cinta del equipaje a que
salgan nuestras cosas, le mando un mensaje a mamá para
avisarla de que ya hemos aterrizado. Titubeo al ver el chat
de Isi justo debajo, pero luego lo abro y le envío también a
ella las mismas palabras. Mi mejor amiga y yo no hablamos
mucho por el móvil, por eso durante las vacaciones a veces
hemos tenido la sensación de que nos estábamos
distanciando, aunque luego volvíamos a vernos a diario en
clase y todo cambiaba. Creo que las dos preferimos no
pensar en cómo puede afectarnos este año de intercambio.
Nuestras maletas son las primeras en salir porque
también han sido las últimas en entrar en la bodega del
avión. Henry parece casi sorprendido de haber conservado
su equipaje en esa escala tan breve.
Después del control de pasaportes se me ocurre
preguntarle cómo fue a parar a ese internado. Sin
embargo, antes de que pueda abrir la boca, ya en la sala de
llegadas, Henry busca con la mirada entre los que esperan
de pie hasta que una figura se separa del resto y luego todo
sucede con naturalidad.
La chica tiene nuestra edad. Se acerca corriendo a
Henry con un sofisticado aire angelical. Él suelta la maleta
y al cabo de dos segundos la envuelve entre sus brazos.
—Hola —le oigo decir, y aparto la mirada mientras se
besan. No sé por qué, pero de repente tengo la incómoda
sensación de sobrar en esa escena.
Tiene novia. Y además es preciosa, con los rizos oscuros
y los ojos castaños, que le brillan mucho mientras lo mira,
le aparta un mechón de la frente y lo besa de nuevo.
—¡Disculpe! —me grita alguien con impaciencia. Me
aparto enseguida, sobresaltada, y unas cuantas personas
pasan por nuestro lado. Henry agarra su maleta todavía
con la mirada clavada en la chica. No comprendo lo que le
dice, quizá debido al ruido que hay en el aeropuerto, o tal
vez por la sangre que me palpita en los oídos.
De repente me doy cuenta de que estoy en Edimburgo
completamente sola, de que nadie me ha acompañado
hasta aquí y de que nadie me recibirá como la novia de
Henry lo ha recibido a él. Ni siquiera mi padre, que no
tiene la menor idea de que he venido a su país para
buscarlo. Me agarro con fuerza al asa de la maleta. ¿Qué
estoy haciendo aquí?
No quiero molestar a Henry y a su novia, pero de algún
modo pienso que tampoco sería correcto seguir a mi aire
como si nada e ir a buscar el autobús tal como me había
propuesto. Justo cuando les lanzo una mirada titubeante,
Henry se da la vuelta y me busca con la mirada hasta que
me ve.
Me dedica una sonrisa franca en la que no detecto nada
más que amabilidad.
—Grace, esta es Emma —me presenta mientras se me
acerca cogido de la mano de la chica—. Ha venido para
pasar un año de intercambio con nosotros.
—¡Hola, Emma! Me alegro de conocerte —me saluda
Grace con una sonrisa, y no sé exactamente qué siento
mientras me abraza—. Bienvenida.
—Gracias —respondo algo sorprendida.
—¿De qué os conocéis? —pregunta sin el menor atisbo
de sospecha.
—De Frankfurt. Llegábamos tardísimo al vuelo —explica
Henry encogiéndose de hombros—. Esta vez pensaba de
verdad que no cogería el enlace.
—Pero por suerte todo ha salido bien —comenta Grace
sonriéndole antes de mirarme de nuevo—. ¿Vienes también
en el autobús, Emma?
—Sí... —contesto titubeando—, esa era la idea.
De repente me coge la maleta.
—Genial, ya te la llevo yo, ¿de acuerdo? Por suerte, el
señor Burgess me ha dejado venir cuando le he contado
que quería sorprender a Henry. La lanzadera en realidad
solo es para los alumnos que viven en el internado.
Arrugo la frente y Grace interpreta mi expresión al
instante.
—Ah, sí, es que yo estudio en Dunbridge como alumna
externa y vivo con mis padres en Ebrington —aclara.
—Es el pueblo que hay al lado —me explica Henry—. La
gente de los alrededores suele estudiar en Edimburgo, pero
unos cuantos afortunados reciben una beca para el
internado.
Asiento y los sigo. Normalmente no soy de esas personas
que se ponen a hablar enseguida con gente a la que acaban
de conocer, pero Henry y Grace me transmiten una gran
sensación de familiaridad. A ver si al final será como mamá
siempre me ha contado: según ella, estudiar en la
Dunbridge Academy equivale a crecer con un montón de
hermanos y formar parte de una comunidad. Muy diferente
al instituto Heinrich-Heine, del que vengo. No creo que
ninguno de mis antiguos compañeros de curso se sienta de
ese modo, por mucho que nuestro director siempre insista
en ello. Es un instituto y nada más, un lugar en el que me
martirizaban durante toda la semana y en el que intentaba
pasar desapercibida y llamar lo menos posible la atención.
Debe de ser bastante duro ser la nueva en mi instituto. Al
menos no me imagino a nadie llegando y conociendo a
alguien tan abierto y simpático como Henry o Grace.
Y sin su ayuda no habría sabido llegar hasta el autobús.
Los sigo por la interminable plataforma que hay fuera del
aeropuerto y el corazón empieza a latirme con más fuerza
cuando por fin diviso el primer autobús de dos pisos y,
aunque resulta no ser rojo como me lo imaginaba, sino rosa
y azul, de todos modos me recuerda que no estoy en
Frankfurt. La lanzadera de la Dunbridge Academy es un
autobús pequeño y oscuro con el logotipo de la escuela
pintado en blanco. Sin duda me habría costado encontrarlo
sola.
—¿Vienes? —indica Henry al ver que vacilo. Grace
charla con el conductor, que procede a guardar mi maleta y
la de Henry en el maletero antes de subir de nuevo.
—¿Hay que pagar algo? —pregunto con un hilo de voz.
Henry se me queda mirando unos segundos confundido,
y luego suelta una carcajada.
—No, Emma —me dice agarrándome por la muñeca—.
Eres una alumna interna. Solo tienes que subir.
—Ah —murmuro mientras pongo un pie en el estribo de
la entrada. Los asientos delanteros ya están prácticamente
llenos. Henry saluda a los alumnos y estos le responden con
un gesto. Parece que todos hayan venido al mundo para
estudiar en el internado. La mayoría parecen algo
cansados, como si acabaran de llegar de un viaje tan largo
como el de Henry. Les sonrío mientras avanzamos hasta la
parte trasera del bus.
—Cuando llegamos de viaje avisamos al internado con
antelación para que nos recojan en el aeropuerto —me
explica Henry.
—Oh —exclamo titubeando—. Pero yo no he...
—No pasa nada —me interrumpe—. Hay sitio de sobra.
Asiento y los sigo. Grace señala con orgullo hacia los
asientos del fondo, donde hay espacio para los tres. Me
sorprende que no esté molesta por mi presencia. Estoy
segura de que preferiría sentarse sola con Henry en una de
las filas con dos asientos para poder charlar con él
tranquilamente. Ha ido a visitar a sus padres, llevan
semanas sin verse y sin duda deben de tener muchas cosas
de que hablar. Pero no lo hacen, sino que se dedican a
apuntar en todas direcciones para irme explicando, a
medida que avanzamos, cómo se va a Edimburgo y por
dónde se llega al mar. Resulta que el internado está en las
afueras de la ciudad, a una media hora de coche, y al
principio aquella área tan poblada me parece algo gris. Sin
embargo, cuando dejamos atrás la ciudad, el paisaje de
colinas se vuelve mucho más verde. No resulta difícil
olvidar que Edimburgo queda bastante cerca. Aparte de los
amplios prados, los bosques y unos cuantos lagos, no hay
gran cosa más. Durante un buen rato circulamos por una
carretera estrecha que parece conducir a ninguna parte,
hasta que Henry se vuelve hacia mí.
—Tras la siguiente curva, esa de ahí arriba, podrás ver
el internado —me indica, y aunque sin duda conoce de
sobra el lugar, él también parece algo emocionado—. Cada
vez que vengo es como volver a casa —murmura mientras
se vuelve de nuevo hacia la ventanilla, y Grace asiente con
una sonrisa.
Llegamos a lo más alto de la colina y pasamos por la
curva en cuestión. La carretera por la que circulamos
serpentea por el valle siguiendo el curso de un río que
desemboca en el mar a lo lejos. Y luego la veo. La finca del
antiguo monasterio, con la gran nave central en el centro,
está rodeada por un muro oscuro. Sobre el tejado inclinado,
unas torres puntiagudas se elevan hacia el cielo azul. El sol
brilla sobre la superficie lisa de un pequeño lago y al fondo
se divisan las casas del pueblo vecino.
—Hala —susurro.
Henry asiente.
—Sí, ¿verdad? —me dice lanzándome una mirada por
encima del hombro, los ojos verdes reluciendo de emoción
—. Bienvenida a casa, Emma.
En alguna parte
—Lo siento —digo, aunque en realidad no es eso lo que
quiero decir. Ni mucho menos. Porque implica rendirse, y
por el peor de los motivos posibles: porque no hay más
remedio.
Mi voz jamás había sonado tan apagada. Es como si me
diera igual lo que digo, aunque no es el caso ni mucho
menos. Lo que siento es cualquier cosa menos indiferencia.
«¿Qué has hecho, qué has hecho, qué has hecho?»
Lo correcto, nada más. ¿O tal vez no? Hasta ahora
estaba seguro de ello, pero empiezan a asaltarme las
dudas.
Me doy la vuelta, agarro el pesado pomo de acero negro.
No sé cómo me sostienen aún las piernas, ni de dónde saco
fuerzas para empujar la puerta de madera oscura y salir del
rectorado sin perder la compostura. No lo sé. Ya no sé nada
de nada.
Oigo voces en el pasillo, risas que resuenan en los altos
techos y las paredes, el sonido de pasos apresurados sobre
las viejas losas desiguales en las arcadas. Los rayos del sol
entran por las ventanas de arcos ojivales y hacen relucir el
polvo suspendido en el aire.
Veo rostros que se vuelven hacia mí, compañeros y
compañeras que me sonríen y me saludan como siempre,
pero yo no les devuelvo el saludo porque no me siento
capaz. Paso a su lado, vagando sin rumbo. Tengo que
marcharme, pero no sé adónde, porque ya no tengo hogar.
Llegar a esta conclusión me sienta como un puñetazo en
la boca del estómago, pero es la verdad. Durante unos
segundos creo que tendré que detenerme pues me retuerzo
de dolor, pero sigo adelante de todos modos.
Mis pies vuelan sobre las losas siguiendo un camino que
podría recorrer con los ojos cerrados. Cruzo el patio y llego
al ala de los chicos; la hiedra trepa por la fachada de
ladrillo rojo, entre celosías elevadas, techos oscuros y
torres puntiagudas. Lo veo todo, pero ya no siento nada. Al
subir por los escalones gastados me encuentro con alumnos
de noveno que reducen el paso al verme, y luego, cuando
ya han pasado de largo, echan a correr de nuevo hasta
abajo. La pesada puerta de madera oscura que da a nuestra
ala está cerrada, tengo que apoyar todo mi peso para
abrirla; después me saco la llave del bolsillo de los
pantalones y abro la puerta de mi habitación.
Silencio.
Y luego cojo la maleta que guardo junto al armario y
empiezo a preparar el equipaje.
4

Henry

Es la penúltima vez, Henry. La penúltima vez que


regresas a la Dunbridge Academy tras las vacaciones de
verano y sientes ese hormigueo de emoción en la barriga al
bajar del autobús y pisar el patio empedrado. Ojalá no
fuera tan consciente de ello mientras miro a mi alrededor.
Estoy esperando a que descarguen mi maleta cuando
veo a cinco personas a las que tengo que saludar cuanto
antes. Las voces y las risas llenan el aire mientras los
padres charlan y los profesores van de un lado a otro entre
los grupos de gente y las montañas de equipajes. Es muy
fácil detectar a los nuevos por su actitud apocada.
Busco a Emma con la mirada, pero veo que Tori, del
comité de bienvenida, está hablando con ella. Grace me
agarra del brazo.
—Vendrás a comer a casa, ¿verdad? Mi madre lo está
esperando —me informa. Ya me lo ha preguntado en el
autobús, pero esta vez no puedo esquivar la respuesta.
—¿Ya? —pregunto mirando con disimulo hacia Emma de
nuevo. Me apetecía de verdad enseñarle dónde está todo,
no quiero que eche de menos su hogar nada más llegar.
—Podríamos llevar tus cosas a la habitación y luego ir a
comer —propone Grace. Siempre lo hemos hecho así, pero
dudo de todos modos—. ¿O no te apetece?
—Sí, sí —me apresuro a responder. Tiene la cara más
bronceada que antes de mi partida, y el pelo también le ha
crecido. Lo lleva recogido en una coleta, toda una novedad
—. Pero tengo que volver a las cuatro como muy tarde. Para
el discurso de bienvenida de la rectora Sinclair —aclaro al
ver que Grace arruga la frente.
—Es verdad, casi lo olvido, señor prefecto.
No puedo evitar sonreír. Luego levanto la mano y le
revuelvo la coleta.
—Te queda bien, por cierto.
—¿Sí? ¿Te gusta? —pregunta mientras se alisa el pelo de
nuevo—. Ha sido una decisión espontánea que
seguramente lamentaré. Nuevo curso, nueva imagen, ya
sabes.
—¡Hola, tortolitos! —grita Sinclair antes de que pueda
responder algo. Acto seguido abrazo a mi mejor amigo,
enfundado en un polo azul marino de la escuela, igual que
Tori—. ¿Necesitas que te indique cómo llegar a tu
habitación?
—Cierra el pico, capullo.
Grace pone los ojos en blanco antes de que Sinclair la
salude también a ella.
—¿Cómo? ¿Tendré que informar a mi madre de que el
nuevo prefecto es un maleducado? —bromea él.
—Solo cuando tiene jet lag —replico.
—¿Tienes jet lag? Creía que no era jet lag si...
—Es que no lo es —sentencia Grace al tiempo que coge
mi maleta—. ¿Vienes?
Le lanzo a Sinclair una mirada de disculpa a la que él
responde encogiéndose de hombros.
—¡Nos vemos, Henry Harold Bennington! —me grita
mientras sigo a Grace. Nos dirigimos hacia el ala este,
aunque nos paramos un par de veces para saludar a gente
de nuestro curso: primero a Omar y Gideon, del equipo de
rugby, y luego a Inés, Salome y Amara, compañeras de
clase. Grace consulta su reloj con impaciencia cuando por
fin cruzo el umbral del vetusto edificio cargado con la
maleta.
—Si quieres, puedes ir tirando y me reúno contigo luego
—le propongo.
—No, no —responde—. ¿O prefieres deshacer antes el
equipaje?
La verdad es que me gustaría. Ducharme, deshacer el
equipaje y tal vez incluso dormir un poco, aun sabiendo que
lo mejor sería no hacerlo.
—Puedes ducharte en mi casa —me ofrece Grace, como
si me hubiera leído el pensamiento—. Así no tendrás que
usar la ducha comunitaria.
—Estoy en undécimo —le recuerdo mientras subo la
escalera cargado con la maleta. Incluso los alumnos de
quinto saben lo que eso significa: por fin se han terminado
los dormitorios e instalaciones compartidos. Este año
tendré una habitación solo para mí, y encima con baño.
—Qué suerte la tuya —comenta Grace con un suspiro.
Viviendo en casa de sus padres, disfruta desde hace tiempo
del lujo de tener su propia habitación, aunque la verdad es
que no me cambiaría por ella. No negaré que a menudo ha
resultado duro compartir habitación con tantos chicos, pero
no cambiaría por nada del mundo los recuerdos de esa
experiencia. Creo que lo dice todo el hecho de que Sinclair
no viva con sus padres en Ebrington, sino que desde quinto
haya preferido pasar la noche en los dormitorios
comunitarios. Puesto que es el hijo de la rectora, pudo
elegir qué prefería. La verdad es que, sobre todo los dos
últimos años, compartir habitación con Sinclair, Omar y
Gideon nos ha unido mucho. Me parece casi triste que a
partir de ahora tengamos habitaciones individuales, aunque
al menos estamos los cuatro en el mismo pasillo.
Voy a ver al señor Acevedo, el encargado de nuestra ala
para este año, y me entrega la llave de mi habitación.
Desde la ventana, orientada al este, se divisan las
instalaciones deportivas. Aparte de eso, no se diferencia
mucho del resto de las habitaciones en las que he vivido
hasta ahora, sin contar con que, por supuesto, es mucho
más pequeña.
Después de ducharme, me siento casi como un recién
nacido.
—¿Has terminado? —me pregunta Grace levantándose
de mi cama de un salto y agarrando ya el picaporte de la
puerta—. Mi madre quiere saber dónde estamos. Creo que
mi padre y ella te han echado de menos más que yo —
bromea.
Me río, pero de algún modo siento una punzada de culpa
en el pecho. Durante las cinco semanas que he pasado en
Kenia, la verdad es que no he pensado en Grace ni la mitad
de las veces que debería haberlo hecho. Otros años
charlábamos por Skype durante horas cuando me
marchaba, pero esta vez hemos pasado días enteros sin
mandarnos ni un solo mensaje, y tampoco puedo decir que
me importara demasiado. Es una sensación que no me
gusta nada.
Por otro lado, me apetecía pasar tiempo con mi familia.
Antes mamá y papá venían de vacaciones a Escocia, pero
desde hace unos años somos Theo, Maeve y yo quienes
vamos a verlos adonde estén trabajando. Desde el otoño
pasado están en un nuevo hospital en las afueras de
Nairobi, aunque no hemos estado las cinco semanas allí,
por supuesto. Aprovechamos que mamá y papá tenían
vacaciones para viajar juntos a Sudáfrica. Recuerdo
vagamente el tiempo que pasamos en Johannesburgo hace
años, cuando yo todavía no estaba en la Dunbridge
Academy, sino que iba a la escuela del lugar al que
destinaban a mis padres. Supongo que no es normal
ingresar en un internado ya a los doce años y ver a tus
padres unas pocas semanas al año. Si no hubiera venido
con mis hermanos mayores, que ahora estudian en Saint
Andrews, seguro que habría resultado mucho más duro.
Sobre todo sin Maeve, que, aunque en poco tiempo hizo
nuevos amigos, igual que Theo, jamás me transmitió la
sensación de que mi presencia le molestara.
A pesar de que al principio vivir aquí no fue sencillo
para mí, la Dunbridge Academy se convirtió en la primera
constante en mi vida. Un lugar fijo que no cambiaba
cuando regresaba tras las vacaciones. Caras conocidas,
amigos y amigas que hablaban mi idioma. Pienso de nuevo
en Emma y no puedo evitar tener ciertos remordimientos
de conciencia. Porque sé lo que es llegar a un lugar y ser el
nuevo, sentirte perdido y abrumado. La verdad es que me
apetecía cuidar un poco de ella y, en cambio, ¿qué estoy
haciendo?
Lo que se espera de mí. Acompañar a mi novia, a la que
no veo desde hace semanas, a visitar a sus padres.

Emma

El patio de la Dunbridge Academy parece una colmena.


Por todas partes hay grandes Land Rover, todoterrenos
negros y berlinas, y padres sacando maletas y bolsas de
viaje mientras los alumnos se saludan. Algunos ya llevan
puesto el uniforme escolar, pero la mayoría llegan con la
ropa de las vacaciones.
A Henry lo he perdido de vista hace rato. Cuando hemos
bajado del autobús ha acudido un montón de gente a
saludarlos a Grace y a él. Al parecer se conocen todos. Al
contrario que yo, pero tampoco quería pegarme a ellos
como una lapa.
—Tú pareces nueva. —Vuelvo la cabeza y veo el rostro
pecoso de una chica de mi edad. Lleva la larga melena de
color rojo cobrizo recogida en una trenza que le cae por
encima del hombro—. Hola, me llamo Tori. Estoy en
undécimo curso y me encargo de dar la bienvenida a los
recién llegados.
El corazón me da un brinco de alegría. Undécimo, igual
que yo.
—Soy Emma —me presento. Se me debe de notar el
alivio en la voz, porque Tori me dedica una sonrisa
tranquilizadora antes de estrecharme la mano. Lleva
puesto un polo con el escudo de la escuela bordado en el
lado izquierdo del pecho y, debajo, una placa con su
nombre.
—Encantada, Emma. Bienvenida a Dunbridge.
Creo que es en este momento cuando una parte de mí
que hasta ahora no estaba del todo segura comprende por
fin lo que ha sucedido realmente. Antes de que pueda
decidir si eso me parece bien o mal, Tori me habla de
nuevo.
—¿Puedo ayudarte con el equipaje? ¿A qué curso vas?
Luego te presentaré a la encargada de tu ala.
—A undécimo —respondo tragando saliva—. Vengo a
pasar un año de intercambio.
—¡Ah, genial, estamos en el mismo curso! —exclama
Tori, tras lo cual se fija en mis maletas—. ¿Has venido sola?
Asiento y fuerzo una sonrisa antes de contestar.
—Mi madre quería acompañarme, pero al final no ha
podido ser.
—Ah, ya veo.
—No pasa nada —me apresuro a añadir. Si algo quiero
evitar a toda costa es despertar compasión.
—Lo importante es que ya estás aquí —afirma Tori con
buen humor antes de coger una de mis maletas—. Ven
conmigo.
La sigo a través de las arcadas que conectan la iglesia,
que constituye el núcleo del internado, con los dos largos
edificios que cercan la finca. Tori se mantiene a la
izquierda hasta que llegamos a una escalera de piedra lisa.
Hay alumnos por todas partes, a veces formando grupos
reducidos y otras acompañados de sus padres. Ella no para
de saludar mientras andamos, al parecer conoce a mucha
gente.
—Después te lo enseño todo con calma, si quieres. Llevo
aquí desde quinto curso y conozco hasta el último rincón —
me explica señalando hacia el lugar del que venimos—. En
la vieja iglesia está el comedor, y enfrente llegas a las aulas
del ala sur. Aquí, en el ala oeste, están las habitaciones de
las chicas, mientras que los chicos se alojan en el ala este.
A partir de noveno hay una planta por curso, mientras que
los más pequeños, hasta octavo, tienen los dormitorios
arriba, en el ala norte. —Se detiene a los pies de la escalera
—. Tengo dos noticias para ti, una buena y una mala. La
buena es que nuestras habitaciones están casi arriba del
todo. Por encima solo tenemos a los de duodécimo, que
están bajo el tejado y tienen mejores vistas. La mala noticia
es que no hay ascensor.
—Oh —exclamo, y titubeo al ver que lleva mi equipaje—.
No tienes por qué hacerlo, puedo hacer dos viajes y... —
empiezo a decir, pero Tori arquea las cejas con aire crítico.
—¡Por favor! Claro que te ayudo. Ahora eres parte de la
familia.
Dicho esto, me sonríe y por un instante tengo ganas de
llorar, porque no ha sonado como una fórmula de cortesía,
sobre todo cuando pienso en la manera tan amable con la
que Tori ha saludado también a los demás alumnos.
—Enseguida le preguntaremos a la señora Barnett qué
habitación te han asignado —anuncia jadeando ligeramente
mientras sube con mi maleta pequeña por los escalones de
piedra desgastada—. Es la encargada de la tercera planta y
la persona de contacto directa para ti.
—O sea, ¿es la responsable del ala? —aventuro mientras
la sigo. Los pasos apresurados de un grupo de chicas más
jóvenes que bajan por la escalera resuenan en las paredes.
—Veo que aprendes rápido —comenta Tori con una
sonrisa; después señala el pasillo de la primera planta—.
En el primer piso se alojan las de noveno, en el segundo las
de décimo, y así hasta último curso.
A través de una de las ventanas con travesaños de la
escalera echo un vistazo al exterior. Desde aquí se ve otro
patio verde que empieza tras la iglesia. El césped está
dividido por senderos de losas por los que los alumnos van
de un lado a otro.
Los edificios de la Dunbridge Academy están agrupados
alrededor de dos patios. Si esta es el ala oeste, al otro lado
del arco y del amplio puente que permite acceder desde la
carretera a la finca del internado deben de estar los
dormitorios de los chicos. Y el de Henry. Aunque tampoco
es que sea un dato especialmente importante.
Las rodillas me flaquean cuando por fin llegamos a la
tercera planta. Cuanto más subimos, más silencioso es el
ambiente. Mientras en los pisos inferiores se oyen los
gritos y las risas de las chicas en las habitaciones, aquí
arriba las mayores demuestran comportarse mejor. No se
me escapa la mirada reverente que Tori les dedica a las dos
chicas que justo en este instante bajan desde el piso
superior. Deben de ser del último curso y, a diferencia de
las más jóvenes, no parecen nada impresionadas por el
bullicio de las recién llegadas. Aun así asienten para
saludarnos con amabilidad al pasar, primero a Tori y luego
a mí.
—¡Hola, señora Barnett! —exclama Tori al cabo de un
momento, y una mujer delgada que justo pasaba por el
pasillo se vuelve hacia nosotras—. He encontrado a una
alumna nueva.
Sigo a Tori y me obligo a sonreír. La señora Barnett debe
de tener unos sesenta años y lleva el pelo castaño claro
recogido en un moño muy tenso, aunque en su mirada hay
cierta calidez. Me cae bien incluso antes de haber hablado
con ella.
—Tú debes de ser Emma Wiley —me dice tendiéndome
la mano—. La hija de Laura y Jacob, ¿verdad?
Me quedo helada al oírlo.
—Sí, yo... ¿Conoce a mis padres?
—Sí, por aquel entonces ya era la responsable del ala en
la que se alojaba Laura, y les impartí clases de Arte y
Francés a los dos. ¿Han venido contigo? Me encantaría
saludarlos.
Me obligo a seguir sonriendo mientras niego con la
cabeza.
—No, por desgracia no han podido acompañarme —
respondo.
No sé por qué no le cuento la verdad. Quizá porque no
quiero que la señora Barnett sea la primera en enterarse
de que mis padres se divorciaron y de que mi padre nos
abandonó.
—Qué lástima. Pero me alegro de tenerte aquí, Emma —
me dice, y su sonrisa es tan afable que consigo relajarme
de nuevo—. Bienvenida a la Dunbridge Academy.
—Gracias.
—¿Has tenido un buen viaje? Voy a buscar la llave de tu
habitación, así podrás instalarte enseguida.
Me quedo plantada junto a Tori mientras la señora
Barnett desaparece en una sala que queda a nuestra
izquierda. Pienso que tal vez vive en esa misma planta, con
nosotras. Cuando sale de nuevo lo hace con un juego de
llaves en la mano y nos hace una seña para que la sigamos.
Al fondo del largo pasillo se detiene frente a una puerta de
madera oscura y la abre.
—Confío en que te guste —comenta mientras me cede el
paso hacia el interior.
No sé qué había esperado encontrar. Un cuarto sombrío
con unas literas estrechas. Lo que me venía a la cabeza
cuando pensaba en la palabra internado hasta ahora era
eso. Sin embargo, mi habitación no tiene nada que ver.
Posee un mirador con un gran ventanal con travesaños. Los
cristales están algo deslucidos, y el color del marco, algo
descascarillado, pero eso no le resta ni un ápice de encanto
a la habitación. Todo lo contrario.
Me acerco y las viejas tablas del suelo crujen
ligeramente bajo mis pies, me parece fantástico. Mi mirada
vaga por los tejados inclinados y las ventanas
abuhardilladas hasta la espigada torre de la vieja iglesia.
Debajo de nosotras está el patio adoquinado, un poco más
lejos diviso el paisaje montañoso y en el horizonte, el mar.
—Me encantan las vistas que hay desde aquí arriba —
afirma la señora Barnett acercándose a mí—. Espero que te
adaptes enseguida y te sientas cómoda, Emma.
No sabría decir el motivo, solo sé que me cuesta mucho
luchar contra el escozor que noto en los ojos. Estoy en un
internado y todas las personas que he conocido hasta el
momento han sido muy amables conmigo, pero eso no
cambia el hecho de que me sienta abrumada y fuera de
lugar.
—¿Has traído tu propia ropa de cama? —me pregunta la
señora Barnett con una sonrisa.
—No, esto... —balbuceo. Mierda, ¿me he olvidado? Como
mínimo no recuerdo haber metido sábanas en la maleta—.
No tengo.
—Ningún problema, te traeré un juego. También
tenemos toallas. Te dejaré un rato sola para que puedas
deshacer el equipaje. Después te informaré sobre la
normativa de la academia, ¿de acuerdo?
—Sí, gracias.
—A las cuatro en punto la rectora Sinclair dedicará un
breve discurso de bienvenida a todo el alumnado nuevo.
Avísame un poco antes y te acompañaré.
—Puedo mostrarle yo dónde es —se ofrece Tori, que
todavía está frente a la puerta de mi habitación.
—¿Sí? Eso sería genial. Gracias, Victoria.
Veo a Tori esforzarse por no poner los ojos en blanco. No
puedo evitar sonreír, pero enseguida me recuerdo que no
debería caerme tan bien. Al fin y al cabo, no he venido aquí
para hacer amigas. Todo en esta escuela tiene fecha de
caducidad para mí, o sea que será mejor no empezar a
cogerle cariño a todo para que no me duela
innecesariamente cuando termine mi estancia.
—Paso a recogerte más tarde —me promete Tori—.
Ahora tengo que volver a bajar por si llegan más alumnos
nuevos.
—De acuerdo.
—Después del discurso de bienvenida de la rectora
Sinclair daremos una vuelta y te lo mostraré todo, te lo
prometo. ¡Hasta luego, señora Barnett!
La señora Barnett sigue a Tori con la mirada negando
con la cabeza, pero veo que las comisuras de los labios se
le levantan con sutileza. Se vuelve de nuevo hacia mí.
—Puedes venir a verme cuando quieras si te surge
cualquier duda, Emma. Sea lo que sea, que no te dé apuro.
Nos vemos.
Dicho esto, deja la llave de la habitación sobre el
escritorio, sale por la puerta de nuevo y me quedo sola.
Sola de verdad. Durante unos instantes me siento algo
abrumada por el silencio.
Realmente estoy aquí. Poco a poco doy una vuelta sobre
mí misma. Los muebles son todos de la misma madera
oscura, y parece como si pudieran contar un sinfín de
historias. Me gustaría saber a cuántas generaciones de
alumnos del internado han visto pasar. El escritorio, que
está pegado a la pared, junto a la puerta, está lleno de
marcas, y eso me gusta. Sobre mi cabeza cuelgan dos
estantes simples, y debajo hay un tablón de notas de
corcho. La cama está en el rincón, frente a la ventana, y a
su lado hay una mesita de noche, una cómoda y un armario
ropero sencillo.
Solo dispone de lo más esencial, pero me resulta
acogedor desde el principio. Incluso con el colchón
desnudo, sin la ropa de cama ni cuadros en las paredes. De
hecho, ¿está permitido colgar cosas? De repente lamento
no haber metido ninguna cadeneta de luces ni fotografías
en el equipaje. Aparte de un par de polaroids que llevo en
la agenda, todos los recuerdos y fotos en las que aparezco
con mamá, con Isi y la pandilla o con el equipo de atletismo
se han quedado en casa, sobre mi mesa. Ni siquiera se me
pasó por la cabeza la posibilidad de traerlas. ¿Para qué?
Pasaré aquí un año como mucho. No vale la pena que me
instale como si fuera a pasar más tiempo.
Trago saliva y recorro con los dedos la madera del
escritorio. Luego cojo mi maleta para empezar a
deshacerla. Al menos eso me proponía, porque, en realidad,
cuando la tengo tendida sobre el suelo y abro la cremallera,
mi móvil empieza a vibrar de repente.
Tiene que ser mamá, todavía no la he avisado de que he
llegado bien al internado. Me levanto de un brinco y corro a
buscar el móvil, que he dejado sobre la cama.
—Emmi, ¿te has olvidado de mí? —pregunta mamá
mientras su imagen se va enfocando.
—Solo un momentito —confieso—. Pero todo va muy
bien —añado mientras me siento en el suelo y apoyo la
espalda en la cama. Mi cama. En mi habitación—. Acabo de
llegar al internado y ya he conocido a un montón de gente
nueva.
—Ah, ¿ya has llegado? Entonces ¿ha ido todo bien?
¡Vamos, cuéntame algo! ¿O te pillo en un mal momento?
—No, no te preocupes —respondo con una sonrisa—. La
señora Barnett me acaba de dejar en mi habitación.
—¿Todavía está en el internado? Me alegro, dale muchos
recuerdos de mi parte. Quizá incluso se acuerda de mí.
—Me ha preguntado por ti —le explico, y trago saliva al
recordar que también me ha preguntado por mi padre,
aunque prefiero no decirle nada al respecto.
—¿De verdad? —exclama mamá con un suspiro—.
Cuánto me gustaría haber podido acompañarte, Emmi.
¿Qué te parece? ¿Tu habitación es bonita?
—Sí, y mucho más grande de lo que pensaba —explico
antes de cambiar la perspectiva de la cámara para poder
mostrársela.
—La verdad es que tiene el mismo aspecto que cuando
estuve yo —afirma mamá—. Echo de menos esas vistas.
—Es genial —reconozco antes de volver a activar la
cámara frontal.
—Y ¿qué tal el vuelo?
Titubeo un poco antes de contestar.
—Todo bien, todo bien.
—¿De verdad? —pregunta mamá en ese tono de voz tan
típico de ella, dejando claro que me ha visto el plumero—.
¿Emma?
—Sí, es solo que he estado a punto de perderlo.
—¿Cómo dices?
—Que no me ha sonado el despertador.
—Emma Charlotte Wiley, supongo que no me lo estás
diciendo en serio.
—Me temo que sí. Pero ya estoy aquí, al final todo ha ido
bien —le aseguro, y omito que, de no haber llegado tan
tarde, seguramente no habría conocido a Henry.
—¡Ya sabía yo que no podía dejarte sola! —exclama
mamá con un suspiro, aunque detecto un tono de diversión
en su voz.
—Sí, bueno, es demasiado tarde para eso —replico
intentando sonar despreocupada. Me sale bastante bien y
ella parece captarlo.
—Siento no haber podido acompañarte.
Tiene que parar de hablar de cosas tan serias si no
quiere que me eche a llorar.
—De verdad que no me importa —le insisto repitiendo
las palabras que ya le dije por teléfono la noche anterior.
—Pero a mí sí. Soy una mala madre.
—No es verdad —la contradigo enseguida—. Además,
me ha gustado eso de volar sola. Me he sentido misteriosa
e independiente en el aeropuerto, y no como una niña que
va a la escuela acompañada por su mamita.
Mamá se ríe y de algún modo eso solo consigue
empeorar lo que siento.
—Me habría mantenido alejada y no me habría atrevido
a llamarte Emmi, por supuesto.
—Las dos sabemos de sobra que eso es mentira —objeto
parpadeando para evitar que los ojos se me empiecen a
humedecer.
—Seguramente tienes razón —repone mamá con un
suspiro y, cuando sigue hablando, se pone más seria—. A
más tardar iré a visitarte dentro de dos fines de semana.
—Dentro de dos fines de semana estás invitada a cenar
en casa de los Hermann.
—Mejor, así tendré la excusa perfecta para no ir: tengo
que volar a Edimburgo sí o sí.
—No está bien que me enseñes a poner excusas para
cancelar compromisos que no te apetecen, mamá.
—Claro que sí, tengo que ser un buen ejemplo para ti: es
tu vida, puedes cancelar las cosas siempre que quieras.
Además, no se me ocurre un motivo mejor que la desgana
aguda.
—¿En serio? ¿Así estás?
—Sí. Y esto no solo se aplica a las tareas de la casa, pero
ya lo sabes bien. Por cierto, para eso están las horas de
estudio en la Dunbridge. Todas las tardes a las cuatro, una
hora sin distracciones, solo tú y los libros. La señora
Barnett no tiene compasión, pero, a cambio, conoce todos
los remedios caseros para quitar las manchas de tinta del
uniforme. —El uniforme... Tengo que preguntarle a la
señora Barnett por eso cuanto antes—. ¿Estás segura de
que quieres hacerlo? —me pregunta mamá al ver que me
paso un rato callada.
—¿Qué? —respondo enseguida—. ¿Te refieres al año de
intercambio? Sí, claro que estoy segura.
Y aunque no fuera cierto, de todos modos sería
demasiado tarde para cambiar de opinión.
—¿Sí? —insiste mamá, tras lo que titubea un poco y
aprovecho para cerrar un momento los ojos—. Es que...,
Emmi, ya sabes que no tienes por qué hacerlo. Sobre todo
no lo hagas por mí.
—Ya lo sé, mamá.
—¿Te he presionado hablando sobre esto todo el tiempo?
Creo que es una oportunidad genial marcharse al
extranjero a estudiar, pero no tienes que hacerlo si...
—Mamá —la interrumpo y ella guarda silencio—. No me
has presionado en absoluto.
—¿De verdad? ¿Estás segura?
—Completamente —respondo, y no tengo la menor duda
de que en el fondo lo que está haciendo es sondear los
verdaderos motivos que me hicieron cambiar de opinión de
repente. Por supuesto que me presiona; desde que tengo
uso de razón no ha parado de recomendarme que pase
parte de la época de escolarización en la Dunbridge
Academy. Y no porque no pudiera dedicarme tiempo y
prefiriera mandarme a Escocia, sino porque el hecho de
estudiar en Saint Andrews le ha permitido convertirse en
una abogada muy solicitada y se ha propuesto ofrecerme a
mí también todas las oportunidades posibles. La mejor
educación, la mejor base para el mejor futuro.
Sin embargo, yo no quería. Porque no me apetece
convertirme en una mujer de negocios que pasa más
tiempo en vuelos y trenes de alta velocidad que entre sus
cuatro paredes. Porque eso es lo único que le queda a ella.
Porque así la gente no hace preguntas.
Se divorció y, para compensarlo, se volcó en su carrera.
En realidad no lo creo, pero un poco tal vez sí. Lo único que
sé es que no quiero estar en una escuela británica de élite
para poder ponerlo en mi currículo. No estoy aquí por eso.
Estoy aquí para conseguir respuestas a las preguntas que
no puedo hacerle a nadie, por eso he tenido que venir a
esta escuela, en la que mis padres se conocieron hace
muchos años. Suena como uno de esos cuentos: la alumna
de intercambio alemana y el alumno escocés de una
escuela de élite. Pero en la vida real no hay cuentos que
valgan. Solo están mamá, cuya máxima prioridad es el
trabajo, y mi padre, del que ya no recuerdo ni cómo se reía.
Pero eso no se lo puedo contar a ella. Si supiera que he
estado escuchando For Emma, de Jacob Wiley, y que me
pregunto si las yemas de los dedos de mi padre siguen
siendo callosas de tanto tocar la guitarra, se volvería loca.
Porque eso es lo que ocurre cuando la gente te decepciona
demasiado. Es normal querer proteger a tus hijos de una
decepción semejante, pero ya no soy una niña. Casi soy una
adulta, y sí, es posible que mi padre no quiera saber nada
de mí. Es posible que me duela tanto como me dolió en su
momento, cuando me mandó una tarjeta y un regalo por
Navidad y mi cumpleaños, y me prometió que iría a
visitarme pronto. Cancelé unas vacaciones montando a
caballo con mis amigas para ir a la playa con él, pero al
final no vino. Simplemente se le olvidó.
Entonces ¿qué se supone que pasará? Ya no me
impresiona nada. Quiero que me mire a los ojos y me
cuente por qué lo hizo. Quiero respuestas para estas
malditas preguntas. Y, hasta que las consiga, rezo para que
me las pueda dar.
5

Emma

—El tabaco, el alcohol y las drogas están


terminantemente prohibidos en todo el recinto de la
academia. Tampoco está permitida la presencia de chicos
en las habitaciones de las chicas a partir de las nueve de la
noche —me explica la señora Barnett—. Y esta regla se
aplica también al revés, por supuesto. Ante la primera
infracción de la normativa de la academia se recibe una
amonestación, y la segunda se castiga con la expulsión.
¿Tienes alguna pregunta, Emma?
Poco a poco niego con la cabeza. Debería haber traído
algo para tomar nota de todos los puntos.
—Al principio seguro que te parece todo muy confuso,
pero enseguida te adaptarás, no te preocupes. Me
encontrarás aquí en todo momento si te surge cualquier
duda.
—Gracias —respondo titubeando—. Por cierto, mi madre
le envía recuerdos. Hemos hablado por teléfono.
—Ah, me alegro. Espero que Jacob y ella estén bien —me
dice la señora Barnett.
«Pregúntaselo. Pregúntale algo, cualquier cosa. Es tu
oportunidad.» Abro la boca con esa intención, pero justo en
ese momento se oye el ruido de unas maletas rodando por
el pasillo y la señora Barnett se vuelve enseguida hacia la
puerta.
—Vaya, parece que llega más gente —comenta con una
sonrisa—. Pronto las conocerás a todas, Emma.
En efecto, cuando salgo del despacho de la señora
Barnett veo llegar a tres alumnas más de mi edad. Debe
repartir las llaves y parece bastante ocupada, de manera
que decido regresar a mi habitación.
Tengo las maletas abiertas y la mitad de mis cosas fuera.
Tanto desorden me pone nerviosa, aunque también puede
deberse al hecho de no saber siquiera cómo obtendré la
información que necesito sobre mi padre. Tendría que
prepararme algunas preguntas para no desaprovechar la
siguiente oportunidad que se me presente. Estoy agachada
en el suelo ordenando mi ropa interior, rodeada de mi
propio caos, cuando alguien llama a mi puerta.
—Eh, ¿has visto a Bennington? Ya debería..., ¡oh!
El chico rubio que acaba de entrar en mi habitación
como Pedro por su casa se detiene en seco al verme
sentada en el suelo con unas braguitas en la mano. Se pone
colorado como un pimiento y desvía la mirada hacia el
techo, al menos durante un segundo. Luego mira de nuevo
hacia la puerta y se vuelve hacia mí una vez más.
—Esto..., lo siento, pensaba...
—¡Sinclair! —grita una voz indignada que nos obliga a
volvernos a los dos. Al cabo de un momento Tori entra
también por la puerta—. ¿Por qué llamas a la puerta, si
luego no esperas a que te den permiso para entrar?
—Lo siento, es que... —empieza a decir apartando la
mirada de mí para fijarse en Tori—. ¿No querías tú esta
habitación?
—Sí, pero le he pedido a la señora Barnett que me
asignara otra. Me da unas vibraciones raras, yo qué sé. La
de al lado es mejor. Emma, ¿quizá quieres cambiarte tú
también?
Los dos hablan un inglés muy rápido y me cuesta un
poco seguir la conversación. Dudo un poco antes de
responder.
—No, creo que... esta me gusta —balbuceo.
—¿Estás segura? Si quieres puedo prestarte un cristal,
tal vez así mejora un poco.
—Esos cristales no sirven para nada —le espeta el chico
rubio, y Tori lo fulmina con la mirada.
—Pues si no llega a ser por esos cristales tan inútiles, el
año pasado habrías suspendido Matemáticas.
Tengo que controlarme para no echarme a reír, pero Tori
parece estar hablando absolutamente en serio.
—No, si aprobé fue gracias a la ayuda de Henry.
—Fue la combinación de las dos cosas —asegura Tori, y
acto seguido me mira a mí—. Emma, ¿estás preparada para
el tour por la academia?
Asiento perpleja.
—Por cierto, este es Sinclair —me dice señalando al
chico rubio.
—Charles —añade él mismo con una sonrisa. Ya no
entiendo nada.
—Su madre es la rectora, y todos lo llamamos Sinclair,
aunque nadie sabe por qué —me explica Tori encogiéndose
de hombros—. Emma, Sinclair... Sinclair, Emma. Es la
nueva alumna de intercambio alemana.
Charles... o Sinclair, no estoy del todo segura de cómo
debo llamarlo, abre la boca para decir algo, pero Tori no le
deja pronunciar ni una sola palabra.
—Por favor, ahórrate la demostración de tus pobres
conocimientos de alemán. Nadie quiere oír cómo cuentas
hasta diez.
—¡Eh! —protesta él, pero no dice nada más. De hecho,
se apresura a desviar la mirada de nuevo después de fijarse
otra vez en mi ropa interior. La escondo a toda prisa bajo
una camiseta de deporte que acabo de plegar. Si Tori
también la ha visto, al menos no lo ha demostrado.
—Y no, no sé dónde está Henry —le indica Tori—. En
cualquier caso, aquí en el ala de las chicas, no.
—Creo que está en casa de Grace —digo, y de repente
los dos se me quedan mirando fijamente. Sinclair parece
confundido, y Tori, sorprendida, lo empuja hacia un lado
con el hombro para abrirse paso y avanzar hacia mí.
—Un momento, ¿conoces a Grace?
—¿Y a Henry? —pregunta Sinclair.
Me encojo de hombros.
—Sí, bueno... no mucho, en realidad. Henry y yo hemos
coincidido en el vuelo porque ha hecho escala en Frankfurt
y hemos hablado un poco. Y Grace ha ido a recogerlo al
aeropuerto y nos ha acompañado en el bus hasta aquí. Creo
que Henry quería dejar las cosas en su habitación y luego ir
a comer a casa de ella, lo han estado hablando antes.
—Tiene sentido —comenta Sinclair—. Grace es externa.
—Ya debe de saberlo, si se han conocido —interviene
Tori—. ¿Verdad, Emma?
—Sí —respondo sin demasiada convicción—. ¿Tú
también eres un alumno externo? —le pregunto a Sinclair.
Él niega con la cabeza enseguida.
—No, vivimos en Ebrington, mi padre tiene una
panadería allí. Pero yo prefiero dormir aquí. Es muy
aburrido estar solo en casa.
—Empezó a dormir aquí en quinto porque Henry
añoraba su hogar —explica Tori.
—Has llorado por añoranza más tú que él —le contesta
Sinclair con sequedad.
—Pero yo no tenía hermanos aquí —replica ella en tono
de reproche, y no puedo evitar sonreír.
Sinclair me mira de nuevo.
—Bueno, el caso es que tiene que reunirse con mi madre
dentro de veinte minutos para el discurso de bienvenida.
¿Crees que se le habrá olvidado?
—¿No contesta al móvil? —pregunta Tori.
—No... —señala Sinclair sacándose el teléfono del
bolsillo de los pantalones—. Ah, sí. Dice que ya está con
ella.
—Pero tú pensabas que estaría aquí —murmura Tori, y
de repente me quedo helada.
—¿No debería ir yo también? —se me ocurre preguntar
—. Al discurso de bienvenida, quiero decir.
—¡Ay, sí, mierda! —exclama Tori abriendo mucho los
ojos—. ¿Ya tienes tu uniforme? Tienes que ponértelo.
—Sí —confirma Sinclair asintiendo—. Y en la asamblea
matinal también. Es todos los lunes antes del desayuno, en
el salón de actos. Mi madre se dirige a los alumnos para
dar información y anunciar cosas importantes. El resto de
los días basta con la ropa de clase normal: pantalones,
polo, jersey y tal. El uniforme completo solo se requiere en
ocasiones especiales.
—Como el discurso de bienvenida. Así que necesitas la
falda plisada, la blusa y el blazer. ¡Vamos, vete! —grita Tori
sacando a Sinclair de la habitación a empujones—. Y
deberías recogerte el pelo. Aunque lo llevas bastante corto,
o sea que ya está bien así.
—De acuerdo —respondo algo abrumada.
—Cuando te hayas vestido comprobaré que todo esté
correcto, si quieres —me ofrece Tori con una sonrisa
mientras sale de la habitación con Sinclair.
Me quito los vaqueros y la camiseta, y cojo la percha con
el uniforme que la señora Barnett me ha entregado antes.
Tuvimos que enviar mis medidas a la academia para que
pudieran preparármelo.
Solo me he cambiado de ropa, pero tengo la sensación
de haberme convertido en una Emma distinta y
completamente nueva cuando me contemplo en el espejo
del armario. Llevo la falda plisada de cuadros azules y
verdes con medias oscuras, y el dobladillo me llega justo
por encima de las rodillas. Me meto la blusa blanca por
dentro de la cintura y remato el conjunto con el corbatín
que debemos llevar tanto chicos como chicas. Me gusta
cómo queda, pero de todos modos me alegro de que la
mayor parte del tiempo podamos vestir pantalones beige o
azul marino, polos y jerséis en lugar del uniforme completo.
Me recojo el pelo en un moño pequeño y sencillo. Tengo
que pedirle a Tori que me enseñe a trenzarme el pelo como
lo lleva ella. Pero de momento no hay tiempo para eso.
Me pongo el blazer y los zapatos, y abro la puerta. Por
supuesto, Tori me está esperando en el pasillo. Sinclair está
apoyado en la pared junto a ella, susurrándole algo hasta
que los dos se empiezan a reír. Me veo obligada a sonreír
sin saber muy bien por qué. Supongo que porque ambos me
caen bien.
—Ah, perfecto —sentencia Tori acercándose a mí y
examinándome un momento—. Si quieres un consejo,
puedes enrollarte un poco la cintura de la falda para que te
quede un poco más corta y...
—Eso no está permitido, Tori —objeta Sinclair.
—Ya, ¿y qué? A ti te encanta de todos modos.
Sinclair se pone colorado y pone los ojos en blanco.
—Deja que te ajuste el nudo —murmura Tori antes de
alisarme el cuello de la camisa y darle unos tirones al
corbatín—. Muy bien. ¡Vamos!
—¿Necesito algo más? —pregunto, y lanzo una mirada
atrás hacia mi habitación.
—Solo la llave —responde Tori, y asiente al ver que la
tengo en la mano—. Perfecto. Ah, y también necesitas una
cinta para las llaves y el carné de estudiante —me informa
mientras levanta su llave, que cuelga de una cinta de tela
azul marino con el escudo de la academia impreso—. Pero
ya nos ocuparemos de eso luego.
La sigo por el pasillo y sonrío cada vez que me cruzo con
una cara nueva, que no son pocas, hasta que llegamos a la
escalera. Tori me va recitando los nombres de las chicas
con las que compartimos planta, pero los olvido al
momento. Tengo la cabeza saturada de información nueva.
—¿Es verdad que Valentine ha vuelto ya? —pregunta
Tori mientras bajamos por la escalera. Por supuesto, no
tengo ni la más remota idea de quién es, pero, por la
manera como lo ha preguntado, me queda claro que ese tal
Valentine le gusta especialmente.
—Ni idea, ¿por qué? —replica Sinclair. De repente
parece mucho más frío y hunde las manos en los bolsillos
del pantalón—. No estoy pendiente de cuándo vuelven los
de duodécimo.
—Solo me lo preguntaba —musita Tori—. Si lo ves y
pregunta por mí, salúdalo de mi parte.
—¿Por qué tendría que preguntar por ti?
—Bueno, lo decía en broma —responde Tori; después
llegamos al pie de la escalera y señala hacia la izquierda—.
Me sigue desde hace poco en Insta. Hace unos días me dio
like en una publicación.
—Uau, entonces ya es casi como si estuvierais saliendo
juntos.
Tori ignora el comentario sarcástico de Sinclair y me
mira.
—Luego yo también le he dado like a su última
publicación. Y después él me ha dado like a las dos
anteriores. No haces algo así si no te interesa la persona,
¿verdad, Emma?
—Parece que te ha stalkeado un poco, o sea que no —
opino, pensando que es eso lo que esperaba.
—¿Lo ves? —añade Tori mirando orgullosa a Sinclair.
—Sí, genial. ¿Y ahora crees que le gustas?
—¿Lo descartas? Luego me añadió a sus contactos.
—¿Y qué quería? —pregunta Sinclair sin mirar a Tori.
—Quería saber cómo me habían ido las vacaciones —
contesta Tori esforzándose por no suspirar en voz alta.
—Ese tío es gilipollas —sentencia Sinclair mirándome.
—¡Eh! —exclama Tori indignada.
—No, de verdad. No te mezcles con los de último curso,
son de lo más arrogantes —me aconseja.
—Menos Eleanor Attenborough, ¿no? —contraataca Tori.
Hace poco rato que la conozco, pero no me cuesta detectar
el tono de burla en su voz. Sinclair la fulmina con la mirada
—. En noveno estuvo enamorado hasta las trancas de ella
—me aclara.
—Todo el mundo estaba colgado de Eleanor —murmura
Sinclair—. Pero eso no cambia el hecho de que Valentine
sea un capullo. Y no me extraña, teniendo en cuenta que su
tío es el señor Ward. Espero que no te toque de profesor,
Emma.
—El señor Ward es terrible. —Tori le da la razón—. Pero
no depende de Valentine el hecho de que sean parientes.
—No, solo que, ante cualquier mierda, va corriendo a
contárselo y, si no fuera por su tío, te aseguro que no sería
capitán del equipo de rugby.
—Es el capitán del equipo porque es muy bueno
jugando.
—Por favor.
—Qué sabrás tú —musita Tori.
Doblamos una esquina y Sinclair se queda atrás para
saludar a un grupo de chicos que lo llaman a gritos. Tori
me guía por otra escalera, luego recorremos dos pasillos
más y ya me he desorientado cuando por fin se detiene
frente a una puerta de doble hoja con un rótulo al lado que
reza RECTORADO.
—Bueno, es aquí —declara, y mientras cruzamos la
antesala lanza una mirada a través de otra puerta abierta
hacia un espacio del que salen unas voces—. El despacho
de la rectora Sinclair está aquí a la izquierda, y el discurso
de bienvenida es justo al lado, en la sala de conferencias.
Entra tranquila, no serás la única alumna nueva. ¿Sabrás
encontrar el camino de vuelta o quieres que pase a
recogerte?
Normalmente habría rechazado el ofrecimiento
enseguida, pues tampoco quiero convertirme en una carga
para Tori, pero en este caso no estoy muy segura de poder
encontrar yo sola el camino de vuelta a mi habitación.
Estoy a punto de abrir la boca para responder cuando noto
que me tocan el hombro.
—No es necesario, ya la acompañaré yo.
—¡Eh, ahí está! —exclama Tori con una amplia sonrisa al
ver a Henry, también ataviado con el uniforme. Mi corazón,
ese maldito traidor, se sobresalta al oír su voz—. ¿Cómo ha
ido el vuelo? Pareces hecho polvo, Bennington.
Henry se ríe mientras se abrazan.
—Eh, eres muy amable. Gracias, Tori.
—Es la verdad —replica ella sonriendo, y por su mirada
pícara me doy cuenta de la confianza que se tienen.
—¿Y tú? ¿Ha ido bien la vuelta? ¿Qué tal las vacaciones?
—Genial, genial —responde Tori; después nos empuja a
Henry y a mí hacia la puerta—. Pero ya os lo contaré luego.
Ahora tenéis una cita importante.
Cruzo el umbral mientras Henry se ríe y se pasa una
mano por los rizos recién lavados. Aparte de eso, se nota
que no ha dormido nada. Pero esto no afecta a sus ojos,
increíblemente verdes. El uniforme le queda de maravilla.
Entramos en la sala de conferencias en la que están
sentados los nuevos alumnos. Buena parte de ellos son muy
jóvenes, pero hacia la zona de atrás descubro un par de
caras mayores.
—¿Hay un orden concreto para sentarse? —pregunto.
—No, no —contesta Henry volviéndose hacia mí—.
Siéntate donde quieras.
Voy por el pasillo central hacia la parte de atrás y me
siento en un asiento libre mientras Henry se queda al
frente. Habla con una chica más joven y aprovecho la
ocasión para examinarlo con detenimiento sin que se dé
cuenta. El blazer azul marino le queda tan bien que parece
hecho a medida. Cuando Henry se vuelve hacia mí, desvío
la mirada enseguida. Espero que no se haya dado cuenta de
que lo estaba observando.
No debería alegrarme tanto de que esté aquí. Me obligo
a pensar en cómo Grace le pasaba las manos por el pelo. En
cómo se besaban y en la sonrisa de Henry al verla. Dios, es
de locos que esté pensando tanto en él. Acabo de salir de
una ruptura y me había propuesto evitar que nadie más
volviera a jugar con mis sentimientos tan pronto. Y ¿cómo
reacciona mi maldito corazón? Se pone a dar brincos de
emoción ante el primer tío que conozco aquí. No es justo.
Henry saluda a todos los nuevos alumnos como si de
verdad se alegrara de verlos allí. No sé cómo lo hace, pero
es en extremo cordial y actúa con total naturalidad. Incluso
consigue que los más jóvenes sonrían con timidez y olviden
por unos segundos lo asustados que están.
Henry endereza la espalda cuando una mujer rubia de
unos cuarenta y tantos entra en la sala. En cuanto lanza
una breve mirada hacia el auditorio, lo comprendo
enseguida. Junto con los demás alumnos nuevos, me pongo
en pie. El corazón me late más deprisa cuando la rectora
Sinclair cierra la puerta, asiente para saludar a Henry con
una sonrisa en los labios y se detiene al frente de la sala.
En mi anterior instituto nunca ha reinado un silencio
comparable cuando el director se dispone a dar un
discurso, y de repente me avergüenzo de ello. Al fin y al
cabo, es una cuestión de respeto.
La mirada de la rectora Sinclair barre todo el auditorio
sin dejarse a uno solo de nosotros. Cuando me mira a mí,
tengo el impulso de tragar saliva, pero ni siquiera me
atrevo. Quiero dar una buena impresión. Lo que no sé ni yo
misma es por qué le otorgo tanta importancia. Se me queda
mirando y, de algún modo, tengo la sensación de que se
toma más tiempo que con los demás. En ese instante
aparece una pregunta en mi cabeza. ¿Conoce a mis padres?
Tiene más o menos su misma edad. Si también estudió
aquí, hay bastantes probabilidades de que los conozca. Me
encantaría poder preguntárselo enseguida, pero, por
supuesto, no es el momento.
La rectora sonríe y asiente para indicarnos que podemos
sentarnos de nuevo. Espera hasta que el ruido de las sillas
cese del todo antes de empezar a hablar.
—En nombre de todo el cuerpo docente, os doy la
bienvenida a la Dunbridge Academy.

Henry

Es la segunda vez en mi vida que escucho el discurso de


bienvenida de la rectora Sinclair, pero no he quedado
menos impresionado que la primera, cuando estaba a punto
de empezar quinto, más bien todo lo contrario. Después de
que me presente ante los nuevos como prefecto de la
escuela, lanzo una mirada discreta hacia el auditorio.
Diría que fue ayer cuando era yo quien estaba sentado
en su lugar. A mi izquierda Maeve, cogiéndome de la mano;
a mi derecha, Theo, que poco antes había puesto los ojos en
blanco al verme llorar por enésima vez. Acabábamos de
llegar de Jordania, el lugar al que mis padres estaban
destinados por aquel entonces. Yo no tenía la menor idea
de lo que me esperaba en el internado de Escocia, porque,
a pesar de que mi familia era británica, este país nunca
había sido mi hogar. Nací en Ciudad del Cabo y he ido a la
escuela en cinco países distintos. Hasta que llegué aquí, no
sabía lo que era tener un hogar fijo. Ni que el hogar no solo
lo determinan las personas, sino también los lugares.
Igual que esa primera vez, los recién llegados escuchan
a la rectora Sinclair con verdadera reverencia. Es su puro
carisma, su postura erguida y su peinado impecablemente
recogido lo que les prohíbe susurrar comentarios o
bromear. En momentos como este no es la madre de mi
mejor amigo, sino la rectora de la academia que me ha
convertido en la persona que soy hoy en día.
Emma está sentada en la penúltima fila. No puedo evitar
sonreír al ver la fascinación con la que escucha a la
rectora.
—Cuando pensáis en los estudios, seguro que os vienen
a la cabeza las notas —declara la rectora Sinclair—. Y
también es nuestra obligación evaluaros, pero a mis ojos
vuestro rendimiento no es lo más importante. En la
Dunbridge Academy nos proponemos por encima de todo
transmitir valores y construir vuestra personalidad. Algún
día saldréis de esta academia y empezaréis vuestra propia
vida. A algunos de vosotros todavía os faltan varios años
para que llegue ese momento, pero otros lo viviréis muy
pronto —afirma; entonces hace una breve pausa y se vuelve
para mirarme, lo que me pone la piel de gallina—. Sea
como sea, cuando llegue el momento espero que recordéis
el tiempo que habréis pasado aquí de un modo positivo y
que os sintáis seguros y fuertes. Aprovechad los cursos en
esta academia para mejorar vuestros conocimientos y
ampliar vuestros horizontes. La Dunbridge Academy
requiere disciplina y trabajo duro. Para algunos de vosotros
resultará más sencillo que para otros. Os enfrentaréis al
fracaso y a los contratiempos, pero en todo momento tenéis
que ser conscientes de que el alumnado de este centro no
es vuestra competencia, sino que sois aliados.
La rectora Sinclair se queda callada unos instantes. A
través de la ventana cerrada oigo voces y risas procedentes
del exterior.
—Nuestro mayor motivo de orgullo son los alumnos y
alumnas que salen de la Dunbridge Academy como jóvenes
adultos preparados para valerse por sí mismos y cuidar de
su prójimo. Para mí, algo mucho más importante que
obtener unas calificaciones excelentes o la perspectiva de
una plaza para estudiar en las mejores universidades es el
hecho de que sepáis manejaros por el mundo siendo
atentos y cordiales. Que os conozcáis bien a vosotros
mismos y seáis capaces de seguir creciendo. Si lográis
alcanzar estos objetivos con nosotros, lo consideraré todo
un éxito.
El silencio es sepulcral, apenas me atrevo a respirar.
Noto una sensación de calidez en la barriga cuando veo a
Emma asentir. Por algún motivo, estoy seguro de que
logrará todo lo que ha expuesto la rectora Sinclair aunque
solo se quede un año aquí.
—Depende de vosotros, está en vuestras manos —añade
la rectora, y después da unos pasos hacia la primera fila de
asientos—. Tanto si este tiempo acaba siendo el mejor o el
peor de vuestra vida, solo espero una cosa de vosotros: que
lo aprovechéis.
6

Emma

Tras el discurso de bienvenida de la rectora Sinclair,


Henry nos ha acompañado a mí y al resto de los recién
llegados hasta la secretaría de la academia. El señor
Harper, un hombre con el pelo blanco como la nieve y unos
ojos castaños muy despiertos, nos ha entregado a cada uno
una bolsa azul marino estampada con el escudo. Dentro hay
todo lo que necesitamos para la vida cotidiana en el
internado: la cinta para las llaves, el carné de estudiante, el
plan de estudios, una agenda e incluso un plano del
campus. Apenas he tenido tiempo de examinarlo todo
cuando, tras un breve recorrido por las instalaciones
exteriores, Henry me ha acompañado de nuevo hasta el
edificio en el que se encuentran los dormitorios de las
chicas.
Afirmar que podría habérmelas arreglado sola tal vez
habría sido una exageración, pero no me siento tan perdida
gracias al consejo que me ha dado de utilizar el campanario
de la vieja iglesia como referencia para orientarme en todo
momento, puesto que se encuentra en el centro de la finca
que ocupa el internado. Junto al ala oeste hay un edificio
nuevo en el que están el salón de actos y las aulas
modernas en las que se dan las clases de Ciencias
Naturales. Hay unas cuantas aulas adicionales en el ala
norte, tras la que se halla el complejo deportivo. Me alegro
de que, además de gimnasio, sala de fitness y piscina, haya
también una pista de atletismo alrededor del campo de
rugby.
A la izquierda de las instalaciones deportivas hay un
camino que lleva hacia el huerto y los invernaderos, que
quedan cerca de los establos y el picadero. La finca es
gigantesca, y comprende asimismo unos campos y prados
enormes que limitan con un bosque a lo lejos. Seguro que
hay unas pistas fantásticas para correr. Poco después,
cuando vuelvo a mi habitación, me entran unas ganas locas
de quitarme el uniforme escolar y ponerme la ropa
deportiva, pero pronto será la hora de cenar y no quiero
llegar tarde.
—Estoy realmente ofendida —me confiesa Tori cuando
pasa a recogerme un poco más tarde para bajar juntas al
comedor—. Quería ser yo quien te lo enseñara todo, Henry
podría haber pensado que me apetecería.
—Para ser justos, él me lo ha ofrecido antes, ya en el
avión —le explico mientras cierro la puerta de mi cuarto.
Tori resopla y me lanza una mirada divertida.
—No es justo, Emma —me dice, y no llego a responder
nada porque enseguida se detiene en el pasillo y llama a
una puerta con el puño.
Sonríe al oír una respuesta amodorrada tras la madera.
—¡Vamos! —grita Tori—. O al menos cuéntenos lo que
está haciendo ahí dentro, señorita Henderson —bromea, y
retrocede un paso cuando la puerta por fin se abre.
—Eres insoportable, Victoria —le suelta una chica
fulminándola con la mirada.
—Todavía llevas el pelo suelto —le comenta Tori nada
impresionada—. Y húmedo.
—Sí, es culpa tuya. Me estresas.
—¿Has ido a nadar? —pregunta Tori.
—Claro que he ido a nadar, dentro de cuatro semanas
tengo las pruebas de cualificación para el campeonato —se
queja la chica antes de cerrar la puerta. Mientras
recorremos el pasillo, se agarra la larga melena castaña
con una mano y me lanza una mirada.
—Esta es Emma —me presenta Tori antes de que pueda
hacerlo yo misma—. Es nueva.
—Ah —dice la amiga de Tori mirándome con atención—.
Yo soy Olive, hola. —Su tono no es antipático, pero tampoco
se digna a sonreírme. Quizá solo está concentrada
trenzándose el pelo en un tiempo récord.
—Emma, encantada —respondo.
—¿Cuál es tu signo del Zodiaco? —me pregunta Tori de
repente.
—Esto... Aries.
Tori me mira con detenimiento antes de asentir con
decisión, como si hubiera respondido correctamente a su
pregunta.
—¿Y tu ascendente?
—¿Mi qué?
—Búscalo por internet, hay páginas para eso. Solo tienes
que saber el lugar y la hora exactos de tu nacimiento.
—Tendría que preguntárselo a mi madre —digo, y Tori
asiente entusiasmada.
—Y luego podemos buscar tu ascendente juntas. Yo diría
que tienes energía de Libra, tal vez sea ese tu ascendente.
Aunque solo es la sensación que me has dado. Creo que os
entenderéis bien. Olive es Escorpio, pero en realidad es
muy agradable. —Olive se lanza la trenza por encima del
hombro y la fulmina con la mirada—. Y yo soy Leo —añade
Tori. Se me queda mirando con expectación, por lo que
asiento como si supiera lo que eso significa a pesar de no
tener ni la más remota idea—. Ascendente Géminis, por
cierto. Como Val.
—¿Los Géminis no son gilipollas? —pregunta Olive.
—¡Eh!
—Me lo dijiste antes de las vacaciones. Que tienen dos
caras.
—Algunos —repone Tori con un suspiro—. Pero mi
ascendente no es muy poderoso. Y Val es definitivamente
un Géminis de ascendente Acuario.
—Sinclair es Acuario, ¿verdad? —señala Olive.
—Sí, está claro que es un signo de aire.
—Te he dicho mil veces que encajas mucho más con
Sinclair.
—Sí, es mono —responde Tori con un suspiro; entonces
me mira a mí—. ¿Verdad, Emma?
—Esto... sí, parece... ¿simpático? —balbuceo; luego
trago saliva. También es el hijo de la rectora, por la que
siento tal respeto que más vale que me ande con cuidado
con lo que digo.
—Pero nunca podría salir con él —prosigue Tori—. Tuve
que limpiar su vómito cuando estábamos en sexto, durante
aquel curso de vela. Y él conoce todos mis secretos.
—Es tu alma gemela. No podría ser más adecuado —
opina Olive.
—No, no, de ninguna manera. Sinclair es como un
hermano para mí. Sería como si me gustara Will —comenta
Tori con una mueca. Junto con otras alumnas que salen en
tropel del ala oeste, nos dirigimos por los pasillos hacia el
comedor.
—¿Tienes un hermano? —quiero saber.
Tori asiente.
—Sí, está en décimo. Seguro que lo veremos durante la
cena.
—William también es muy mono —interviene Olive.
—Es demasiado joven para ti, Olive.
—Tengo su misma edad, ¿o te has olvidado?
—Cierto, eres un bebé. Pero no puedo consentir la
relación. Además, le gusta ese tal Kit, de la clase de inglés.
Se ha pasado todas las vacaciones hablando de él.
—¿Quién es? —pregunta Olive.
—Un externo que también es Acuario, por supuesto.
Quiero decir que lleva chaqueta de cuero y fuma como un
carretero. Sus padres son los propietarios de Irvine’s —
explica Tori antes de mirarme—. Si necesitas algo, seguro
que lo encuentras en esa tienda, Emma. Ya te la enseñaré
cuando vayamos a Ebrington.
—Ah, ¿y trabaja allí de vez en cuando? —pregunta Olive,
como si de repente hubiera atado cabos—. Entonces ya sé
quién es. A ver si Will se lo camela, quedarían muy monos
los dos juntos.
—Yo también lo creo —replica Tori, que no vuelve a
hablar mientras seguimos andando hacia el comedor. Tengo
que reprimir las ganas de preguntarle por el signo zodiacal
de Henry. Aunque, en realidad, no creo en esas historias de
la astrología, por lo que debería traerme sin cuidado. Sin
embargo, estoy segura de que no es Géminis, signifique eso
lo que signifique.
Un murmullo de voces y risas sale por la gran puerta
doble y se mezcla con el retumbar de nuestros pasos sobre
el suelo de piedra del pasillo. Sin darme cuenta, contengo
el aliento al entrar en el comedor. Las vidrieras de las
ventanas que veo enfrente muestran que el edificio fue una
iglesia. La luz dorada del atardecer cae sobre las viejas
tablas del suelo y las numerosas mesas de madera oscura,
en las que ya se han instalado muchos alumnos, tanto
chicos como chicas. Del alto techo cuelgan varios
candelabros, mientras que a la derecha de la entrada está
el mostrador donde se sirve la comida, del que emana un
olor delicioso.
Sigo a Tori y a Olive por el pasillo central. Las mesas
parecen estar distribuidas por grupos de edad. Mientras las
mesas largas de la parte frontal del comedor están
ocupadas por alumnos de quinto claramente acongojados, a
medida que avanzamos hacia el fondo el ambiente es cada
vez más relajado. Tori y Olive se dirigen hacia la penúltima
fila de mesas y el corazón empieza a latirme con fuerza
cuando veo a Henry. Sinclair está sentado a su lado, y los
dos charlan con otro alumno, gesticulando con profusión.
—¡No digas tonterías, Omar! —exclama Sinclair en ese
momento dándole un puñetazo en el antebrazo. Henry
levanta la mirada cuando nos sentamos enfrente de ellos.
Sus labios articulan un saludo sin sonido y de repente me
tranquilizo un poco. En ese momento se cierran las puertas
del comedor. Las conversaciones se sosiegan hasta
acallarse del todo cuando suena un timbre. Veo que todos
se ponen en pie y los imito enseguida. En la parte
delantera, en la mesa de los profesores, veo a la rectora
Sinclair, que espera un momento, hace un gesto con la
cabeza y luego tomamos asiento de nuevo.
—Me alegro de volver a veros a todos —declara cuando
se hace el silencio otra vez. En su voz hay cierto tono
ceremonioso—. Como sé que algunos de vosotros habéis
hecho un largo viaje y seguro que estáis hambrientos, me
limitaré a volver a daros la bienvenida a la Dunbridge
Academy y desearos buen provecho.
Me uno a los aplausos generales y le lanzo una mirada a
Tori.
—Los mayores se sirven primero —me explica por
encima del estruendo general; después me señala las
mesas que nos quedan al lado, de las que se levantan los
alumnos de último año—. Normalmente hay un servicio de
mesa rotativo, cambia todas las semanas. Cuando te toque,
tendrás que llegar aquí un poco antes para prepararlo todo
para los demás. El resto de los días puedes sentarte a las
mesas ya puestas.
Asiento.
—¡Amigos del Sol, esta es Emma! —grita Tori hacia el
otro extremo de la mesa. De repente percibo un sinfín de
rostros sonrientes que me miran y levantan la mano.
—Hola, Emma —me saludan desde todas partes. Me
alegro de que el resto de los alumnos de undécimo no me
digan cómo se llaman, porque de todos modos estoy segura
de que olvidaría sus nombres en un segundo.
—No te estreses con los nombres de la gente —me
aconseja Henry como si me hubiera leído la mente—. En
clase los aprenderás antes de que te des cuenta.
—¿Qué has elegido tú? —pregunta Tori a mi lado—. Me
refiero a las asignaturas optativas.
—Inglés, Matemáticas y Educación Física —respondo.
—¿Educación Física? —exclama Tori soltando un gemido
de decepción—. Ay, Dios, Emma. ¿Sabes lo que eso
significa?
Dudo antes de contestar.
—¿No?
—Correr por la mañana, todos los días, antes del
desayuno.
—¿No debéis hacer eso todos aquí?
Tori se encoge de hombros.
—Bueno, sí, pero, en el caso de los que elegís Educación
Física, cuenta para la nota final. Yo evito salir a correr
siempre que puedo.
—Como si la señora Barnett no se hubiera dado cuenta
de que sufres dolores de regla todas las semanas —
murmura Sinclair.
—Siempre me quedará la alergia al polen, por suerte —
declara Tori de buen humor.
—No es época de alergias —insiste Sinclair arqueando
las cejas.
—En mi caso, sí —replica ella.
—Grace y yo también hemos elegido Educación Física —
explica Olive. No sé si solo son imaginaciones mías, pero
me ha parecido detectar cierta frialdad en sus palabras. Al
parecer no he sido la única que se ha fijado, porque Henry
se la queda mirando confuso antes de volverse hacia mí de
nuevo.
—Inglés, Matemáticas, Biología y Latín —responde sin
que nadie se lo pregunte.
—¿Cuatro optativas? —quiero saber.
Henry asiente.
—Es que no sabía cuál descartar.
—Todavía no es capaz de admitir que quiere ser médico
—afirma Sinclair—. Igual que sus padres. Y sus hermanos,
que también estudian Medicina.
—Tonterías, quiero ser profesor —lo contradice Henry
enseguida.
—¿De verdad? —exclamo sin pensar.
Henry asiente.
—Lo que más me gustaría es volver algún día al
internado para dar clases aquí.
—También podrías volver como médico —se limita a
comentar Olive.
—Su padre es el médico de la escuela —me aclara Tori
—. Tiene una consulta en Edimburgo y también se ocupa de
nuestra enfermería.
—¿Y aun así vives en el internado? —le pregunto a Olive.
Ella me lanza una mirada fugaz antes de responder.
—¿No habéis pasado a recogerme antes por mi
habitación? —me espeta.
—Sí, claro —admito tragando saliva—. Solo pensaba
que...
—Tenemos varios alumnos cuyas familias viven en
Edimburgo —se apresura a explicarme Henry—. Por
supuesto, podrían ir y venir todos los días, pero para la
mayoría resulta más práctico vivir aquí y volver a casa solo
los fines de semana.
—Ah, ya veo —musito, y me fijo en que Olive está
pendiente de su móvil, por lo que me abstengo de hacerle
más preguntas.
—Sea como sea, el caso es que no quiero ser médico —
asegura Henry—. Con mis padres ya he visto lo agotador
que llega a ser.
—Pues mi padre se lo toma con calma —comenta Olive
encogiéndose de hombros sin siquiera levantar la mirada.
—Espera a que empiece la temporada de rugby, verás la
de trabajo que le cae encima.
Omar se ríe ante el comentario y el rostro de Henry se
tensa un poco.
Cuando los de último curso regresan con las bandejas
llenas a sus sitios, nos toca a nosotros. Mientras nos
acercamos al mostrador, noto las miradas de los más
jóvenes clavadas en mi espalda. Henry no para de saludar a
gente. Es una sensación extraña, la de caminar a su lado
por detrás de Tori, Sinclair y Olive.
Hace veinticuatro horas todavía estaba en Frankfurt y
todo era igual que siempre. Yo era Emma, la del apellido
inglés. La que no tiene padre. La ex de Noah.
Ahora sigo siendo Emma, pero lo que acabe siendo aquí
depende de mí, y eso me gusta mucho.
7

Henry

En realidad debería haberme pasado doce horas


seguidas durmiendo tras el largo viaje que me ha traído
hasta aquí, pero la primera noche en el internado no es la
más adecuada para acostarse temprano. Tras el cierre del
ala, Omar, Gideon y yo hemos quedado en secreto con
Sinclair para pasarnos media noche charlando como
cuando compartíamos habitación. Tras ocho semanas de
vacaciones teníamos muchas cosas que contarnos, pero
esta mañana a las seis, cuando ha sonado el despertador,
me he arrepentido de haberme acostado tan tarde. Ya
durante la asamblea me cuesta mantener los ojos abiertos.
Tal vez porque tampoco es que haya nada importante que
comentar. Este año no ha venido ningún profesor nuevo
que haya que presentar, por lo que la rectora Sinclair se
limita a dedicarnos unas palabras motivadoras para
empezar el curso y recordarnos que, de martes a viernes,
en lugar de la asamblea, se sale a correr de buena mañana.
Ni siquiera el té English Breakfast de Twinings del
desayuno me ha ayudado a desvelarme, y la idea de
pasarme la mañana entera sentado en clase me parece casi
inconcebible.
Me dirijo a la clase de Inglés cuando oigo que alguien
me llama por el apellido.
—¡Bennington! ¿Cómo ha ido por Namibia?
«Oh, no», pienso.
—Kenia —corrijo mientras intento que las rodillas no me
cedan bajo las rotundas palmadas en el hombro que me
propina Valentine Ward, de último curso. No en vano es el
capitán del equipo de rugby. Un tipo esbelto y de
constitución atlética. El típico alero de rugby.
—¿Sí? Juraría que el nombre empezaba por N.
—Sí, Nairobi —concreto—. La capital.
—Ah, claro. No se lo cuentes a la señora Kelleher.
—No te preocupes —respondo, y pienso que, aunque lo
hiciera, su tío se encargaría de conseguirle un aprobado de
todos modos. Al menos eso es lo que dice la gente cuando
él no está delante.
—Bueno, lo que te quería preguntar —empieza Valentine
llevándome un poco a un lado—. El entrenador Cormack
me ha dicho que es posible que pronto tengamos a un
nuevo alero.
Me quedo de piedra. Todavía tiene el brazo sobre mi
hombro.
—¿Eso ha dicho?
—Sí —se limita a contestar, y me mira con tanta
intensidad que solo quiero salir corriendo—. Supongo que
habrá sido un malentendido, ¿no? —me pregunta en tono
amenazador. Retrocedo un paso, pero sigue sin apartar el
brazo de mí—. Solo porque lleves el apellido Bennington no
significa ni mucho menos que seas digno de entrar en mi
equipo.
—Creía que era el entrenador Cormack quien tomaba las
decisiones en el equipo —replico—. Además, lo ha
propuesto él mismo.
Concretamente lo ha propuesto para mejorar mi nota de
Educación Física, que me bajó la media el curso anterior.
Sin embargo, Valentine no puede saberlo. Todavía no estoy
seguro de si participaré en el entrenamiento abierto que
tiene lugar a final de semana, aunque me lo haya ofrecido
el entrenador Cormack. Si logro entrar en el equipo y llego
a jugar en otoño, me pondrá mejor nota. Y solo porque
justo antes de las vacaciones se dio cuenta de que era
sorprendentemente rápido esprintando y cree que sigo los
pasos de mi hermano. Sin embargo, el rugby no es para mí,
por mucho que Theo en su momento fuera el capitán y
consiguiera que el equipo ganara el campeonato. Pongamos
que, si destaco en algo, seguro que no es como deportista,
por decirlo de un modo suave.
—No seas ridículo —repone Valentine entrecerrando los
ojos—. Pero claro, ven tranquilo al entrenamiento si
quieres. Tal vez así te darás cuenta de que hay que
ensuciarse las manos para conseguir algo.
—¿Ah, sí?
—No te quepa la menor duda.
—Lástima que no sea tu tío quien se encarga de formar
el equipo —comento encogiéndome de hombros mientras
me vuelvo para marcharme.
Valentine me estampa el hombro contra la pared.
—¿Qué insinúas con eso?
—¿Qué crees que insinuaba? —contraataco. En realidad
no puedo hacer otra cosa. Valentine Ward me lo pone
demasiado fácil cuando se trata de cabrearlo, y ya estoy
harto de que actúe como si fuera el amo de la escuela solo
porque se le dé bien perseguir una pelota entre el barro y
no tenga que ceñirse a las normas—. ¿Que realmente tengo
alguna posibilidad de conseguirlo?
—No te sobrestimes, Bennington —sisea—. Y ten
cuidado con lo que dices, si no quieres que mi tío se entere.
He oído que este año has elegido Inglés y Matemáticas.
Sería una lástima que acabaras sacando malas notas, ¿no
crees?
—Cierra el pico, Ward —murmuro antes de zafarme de
él.
El pulso se me apacigua de nuevo mientras sigo
andando por el pasillo. Por supuesto, la primerísima clase
del año tenía que ser la de Inglés con el señor Ward.
Porque, por desgracia, Valentine tiene razón. Tengo a su tío
como profesor en dos asignaturas y no es ningún secreto
que no me soporta. Lo que tampoco es de extrañar. El
señor Ward no soporta a nadie, seguramente ni a sí mismo.
Al menos esa es la única explicación que he encontrado al
hecho de que sea tan desagradable. Todo el cuerpo docente
de la Dunbridge Academy es estricto, pero el señor Ward
está en una categoría aparte. Es el único que les habla a los
alumnos de usted, algo que no hace ni la rectora Sinclair.
Por si fuera poco, este año también será mi tutor, y eso que
esperaba que lo fuera el señor Ringling.
—Hola.
Levanto la cabeza cuando oigo una voz. Emma se planta
delante de mí y me sonríe con inseguridad. No sé cómo lo
consigue, pero con solo verla se evapora enseguida la ira
que sentía hasta hace un momento. ¿Por qué me siento tan
orgulloso al verla vestida con el uniforme de la academia?
—Buenos días —la saludo—. ¿Has dormido bien?
—Sí, gracias —responde asintiendo—. ¿Y tú?
—Poco, pero no pasa nada.
—¿Todavía te dura ese jet lag que no es jet lag? —
pregunta.
No puedo evitar sonreír.
—Es probable —contesto. Aunque se ha recogido la
melena corta rubia, unos cuantos mechones le caen sobre
la cara. Su aspecto es realmente luminoso, suave, tierno.
¿Cómo es posible no pasarse el rato mirándola?—. ¿Estás
buscando tu aula? —me apresuro a preguntarle—. Si
quieres te acompaño.
—Ah, no es necesario... —empieza a decir, pero se
sorprende al oír el timbre que marca la primera hora.
—¿Qué tienes ahora?
—Inglés con el señor Ward —indica. En parte me alegro,
pero al mismo tiempo me gustaría darle el pésame. Ser
nueva en una escuela y encima tener un profesor como el
señor Ward no me parece precisamente la situación ideal.
Pero eso significa que, a partir de ahora, pasaremos seis
horas juntos todas las semanas en esta clase. Y tal vez
incluso alguna más, con un poco de suerte. O mala suerte,
según se mire.
—¿Sabes dónde es? —pregunta Emma.
—Sí, yo también tengo esa clase —le digo. Sonríe y eso
me alegra demasiado—. Será mejor que nos demos prisa.
Emma camina a mi lado a paso ligero por el pasillo. Por
suerte, la puerta del aula todavía está abierta. Desde el
pasillo se oyen las carcajadas de Tori.
—¡Emma! —exclama. Está de pie junto a la puerta,
donde charlaba con Inés y Gideon, y se vuelve hacia
nosotros enseguida—. ¡Te he perdido de vista después de la
asamblea, lo siento! ¿Te ha costado encontrar el aula? —
pregunta, tras lo que repara en mi presencia—. Ah, ya veo
que has tenido un buen guía. Muy bien.
—Hola, Tori —murmuro lanzando una mirada por
encima de ella hacia el aula. La mayoría de las mesas ya
están ocupadas. En la parte de atrás descubro dos sitios
libres, uno al lado del otro, y me vuelvo otra vez hacia
Emma. Por desgracia, Tori ya la ha agarrado del brazo
antes de que pueda decir nada.
—Ni lo pienses, Henry. Emma se sentará a mi lado. Solo
me faltaría eso, después de que a Olive le haya tocado la
clase de la señora Ventura.
Sorprendido, miro a Emma, que aparta los ojos de Tori y
los clava en mí. Sonrío y me encojo de hombros para darle
a entender que lo lamento.
—Cuando Victoria Belhaven-Wynford decide algo es
mejor no llevarle la contraria.
—Exacto, amigo mío —repone Tori con una sonrisa, tras
lo que entra en el aula con Emma.
—¿Qué quería Val? —me pregunta Gideon después de
llevárseme a un lado tirando de mi manga y señalar uno de
los sitios libres con la barbilla. Tanto él como Omar llevan
unos cuantos años en el equipo de rugby y, gracias a ellos,
sé lo prescindible que es Valentine. Suspiro, pero antes de
que pueda contarle nada entra el señor Ward.

Emma

—Y tienes que dejar el móvil aquí delante durante toda


la hora —me explica Tori señalando un pequeño estante en
el que Henry y unos cuantos alumnos más acaban de dejar
sus teléfonos—. Y sobre todo asegúrate de que está
silenciado —insiste mientras ella también deja el suyo en
uno de los estantes—. El señor Ward es capaz de
castigarnos a todos si durante la clase suena una melodía o
se oye un zumbido. No tiene compasión.
—Parece un tío de lo más simpático —bromeo mientras
dejo mi móvil junto al de Tori.
Ella se ríe y se da la vuelta. De golpe se me hiela la
sangre. Un hombre entra justo en ese instante en el aula,
mirando directo hacia mí. Su expresión es impenetrable.
Luce la barba impecablemente perfilada, y la chaqueta y la
cartera de cuero que lleva en la mano parecen muy caras.
Sin duda alguna se trata de Alaric Ward, mi profesor de
Inglés. Y lo más seguro es que haya oído lo que acabo de
decir. Mierda.
Tori sigue hablando, pero yo soy incapaz de moverme.
Aunque no debe de ser mayor que mi madre, anda apoyado
en un bastón para descargar el peso de su pierna izquierda.
Pero no es ese el motivo por el que un escalofrío me
recorre el espinazo, sino la forma como me mira. Con
desprecio, con frialdad.
¿No llevo bien algo del uniforme? Bajo la mirada
enseguida para comprobarlo, pero todo parece correcto.
Cuando vuelvo a levantar la cabeza, el señor Ward deja la
cartera sobre el pupitre. Dos chicas entran de la forma más
discreta posible en el aula y una de ellas cierra la puerta a
su espalda. No me doy la vuelta hasta que Tori me agarra
por la mano y tira de mí. La sigo sin decir nada hasta la
mesa de la penúltima fila. El señor Ward todavía no ha
abierto la boca, pero su mera presencia ha bastado para
que todos se callen.
Apoyo la cartera en el lateral de mi mesa y ni siquiera
llego a sentarme, porque los demás se acaban de poner en
pie.
—Buenos días a todos —nos saluda el señor Ward, y
esperamos a que asienta de forma casi imperceptible para
sentarnos de nuevo—. Bienvenidos al grado superior —
añade, tras lo que hace una breve pausa—. Me alegro de
que os hayáis decidido por la clase de Inglés de nivel A.
No sé si es pura coincidencia, pero en ese momento se
fija en mí una vez más.
—Estoy seguro de que nos lo pasaremos muy bien —
concluye.
Trago saliva. Cuando el señor Ward se da la vuelta, veo
que Henry me está mirando. Es evidente que tanto Tori
como él tenían razón. El señor Ward no parece
precisamente la alegría de la huerta.
—Antes de hablar sobre este curso, revisemos la
asistencia —anuncia el señor Ward, y con un iPad en la
mano se dirige de nuevo a la clase—. ¿Gideon Attwell?
—Presente —responde el vecino de mesa de Henry
levantándose un segundo para luego sentarse de nuevo.
—¿Henry Harold Bennington? —prosigue el señor Ward
en un tono casi hostil.
—Aquí.
—Cómo no... —comenta el profesor sin mirar siquiera
hacia Henry. El procedimiento se repite doce veces y
parece que solo quedo yo. Sin embargo, el señor Ward no
pronuncia mi nombre. En lugar de eso levanta la mirada
del iPad y me mira fijamente.
¿Debería ponerme en pie? ¿Debería haberme presentado
antes de que empezara la clase? ¿O hay algún protocolo
especial en el caso de las alumnas nuevas? La señora
Barnett mencionó algo al respecto, pero ¿es posible que
con tanta información nueva lo haya olvidado? Dios, por
favor, no. Debería haberle preguntado a Henry si...
—Ha salido usted a su padre, tienen la misma cara.
Mi primera reacción es pensar que el comentario del
señor Ward ha sido fruto de mi imaginación. Pero cuando
veo que los demás se vuelven hacia mí me doy cuenta de
que lo ha dicho de verdad. El calor se apodera de repente
de mis mejillas e intento pensar qué debería responder a
eso.
—Jacob Wiley... Es su padre, ¿no? —añade el señor
Ward, ya con un claro tono de desprecio en la voz.
—Sí, señor —consigo responder—. Así es.
—Supongo que ha crecido en Alemania con su madre,
¿verdad? Habla usted con un acento muy marcado. Pero en
ese sentido no está sola, al fin y al cabo somos una escuela
internacional —comenta y, aunque no desarrolla más el
tema, queda clarísimo lo que piensa al respecto.
Me quedo helada. Eso ha sido una impertinencia. Me
gustaría responder algo, pero me he quedado sin palabras.
—¿Tiene claro que está usted en la clase de Inglés de
nivel A? Nivel A, de «avanzado». Doy clase a los mejores
entre los mejores y no tendré tiempo para aclarar
problemas de comprensión —amenaza; luego se vuelve
hacia un lado y veo cómo Henry abre la boca indignado—.
Ahórrese los comentarios, señor Bennington. Estoy seguro
de que la señorita Wiley solo necesitará unas cuantas
clases particulares para poder seguir el ritmo. Como
portavoz de la escuela, seguro que está al corriente de sus
obligaciones —prosigue, tras lo que me mira una vez más
—. Señorita Wiley, ¿qué ha sido lo último que ha leído en
Alemania? —pregunta, y al ver que titubeo entrecierra
ligeramente los ojos—. Me refiero, por supuesto, a sus
lecturas de clase.
Alguien se ríe. Quiero salir de aquí. De verdad, lo único
que quiero es huir de aquí.
—¿El retrato de Dorian Gray, tal vez? —pregunta al ver
que no digo nada.
—No —respondo.
—Vaya —murmura chasqueando la lengua—. Pues me
parece que tendrá trabajo para ponerse al día. Pregunte a
sus compañeros qué libros han leído ya. O elija otra clase
más básica ahora que puede. Usted misma.
Me mira con aire desafiante y enfurezco de repente. Si
cree que se librará de mí con ese ridículo intento de
intimidarme, se equivoca.
—No, gracias. Me veo capaz de estar aquí. Ya he leído
muchas novelas en inglés. Y espero que al menos aquí
veamos algo más que libros escritos por hombres blancos.
Durante unos instantes reina un silencio sepulcral.
Me he pasado, estoy segura de que me he pasado de la
raya.
Dios, ¿cómo se me ocurre?
—Cumbres borrascosas, de Emily Brontë, está en el plan
de estudios —le oigo decir a Henry, que alterna su mirada
entre el señor Ward y yo con la cabeza algo ladeada—. Y
también Emma, de Jane Austen. Es una bonita coincidencia,
¿no?
Y lo dice con una expresión de absoluta seriedad.
Me encanta.
—Deje que me ocupe yo del plan de estudios, señor
Bennington —le espeta el profesor, pero Henry no parece
inmutarse. Cuando el señor Ward se vuelve hacia la
pizarra, Henry me lanza una mirada y me dedica una breve
sonrisa. En parte como reconocimiento y en parte para
tranquilizarme.
—No te preocupes —me susurra Tori justo en ese mismo
instante tocándome el brazo—. Siempre es así de
asqueroso.
Me limito a asentir; de todos modos eso no me consuela
nada.
—O sea, ¿que conoce a tus padres? —me pregunta Tori.
—Silencio, por favor —ordena el señor Ward mirando
hacia nosotras, aunque esta vez casi se lo agradezco.
Espero hasta que deja de mirarnos y luego me encojo de
hombros.
Al parecer, conoce a mis padres. A mi madre, pero
también a mi padre. Y sabe que están separados. Lo que
podría significar que todavía mantiene contacto con él. O
que ha encontrado su entrada en la Wikipedia... Sea como
sea, es posible que pueda responder a mis preguntas, por
muy borde que sea. El resto de la hora no escucho nada
más. Me limito a quedarme allí sentada, pensando cómo
puedo conseguir que me cuente lo que quiero saber.
8

Emma

El periodo de gracia ha terminado. Lo tengo claro


cuando el miércoles por la mañana bajo la escalera con Tori
y Olive. Me he levantado a las seis y media, me he lavado
los dientes y me he enfundado la ropa deportiva para
empezar a correr a las siete menos cuarto. Suena brutal, y
lo es, pero también me alegro de poder hacer deporte a
primera hora, después de que ayer no pudiéramos correr
por culpa del mal tiempo.
—Lo odio —gruñe Tori envolviéndose el cuerpo con los
brazos. Se tapa la frente con la capucha de la sudadera y se
me queda mirando con los ojos todavía entrecerrados,
parpadeando—. ¿Estás segura de que no te morirás de frío
así?
En realidad estoy helada con una fina camiseta de
manga larga. El mes de agosto en Escocia es distinto que
en Alemania, eso debería haberlo tenido en cuenta, pero
cuando te vistes para salir a correr es normal pasar un
poco de frío antes del calentamiento. Estoy a punto de
explicárselo pero alguien nos llama.
—¡Eh, chicas! —grita Sinclair, tras lo que esquiva a un
par de alumnas más que están esperando en el patio frente
al bloque de las chicas y se apresura hasta nosotras. En
lugar de detenerse, sigue corriendo sin moverse de sitio—.
¿Habéis dormido bien?
Asiento mientras Tori suspira exasperada.
—¿Cómo puedes estar tan lleno de energía a estas horas
de la mañana? Es inquietante.
Sinclair arruga la frente.
—¿Porque me motiva? —responde él—. Sale el sol, el
cielo está despejado y azul... Hará un día precioso.
—No si tenemos que empezar corriendo —se queja Tori.
No puedo evitar reírme. Sinclair me mira y se encoge de
hombros, y luego le coge la mano a Tori.
—Vamos.
—Buah, Sinclair, pienso tomar el atajo de todos modos —
se lamenta lanzándome una mirada por encima del hombro
—. No te preocupes, yo te enseño cómo hacerlo. Pero no se
lo cuentes a nadie.
—Ah, creo que yo seguiré la ruta normal —le digo.
Tori se me queda mirando como si hubiera perdido el
juicio.
—Es al menos diez minutos más larga, la ruta normal.
—Ya, pero a mí me gusta correr —contesto con una
sonrisa—. De verdad.
—Hola.
Me quedo helada. Genial, ya lo reconozco solo por la
voz, y el cuerpo me delata. ¿O realmente queremos creer
que se me ha puesto la piel de gallina por culpa del frío?
Henry tiene las manos hundidas en los bolsillos de la
sudadera y una cara de sueño increíble. Lleva puestas unas
mallas de compresión largas bajo los pantalones cortos, y
también una cinta en el pelo para recogerse los rizos. Su
aspecto es muy distinto cuando no le caen sobre la frente.
Parece mayor y... ¿Ayer ya tenía ese mentón tan bien
definido?
—Emma no quiere tomar el atajo —anuncia Tori sin que
se lo pregunte.
—Creo que a partir de hoy yo también haré la vuelta
larga —explica Henry.
Tori y Sinclair reaccionan al mismo tiempo abriendo
mucho los ojos.
—¿Ah, sí? —pregunta Sinclair. Luego me mira—. ¿Quién
eres y qué has hecho con nuestro amigo? —bromea. Henry
pone los ojos en blanco, pero no puede reprimir una sonrisa
—. No, en serio —le dice Sinclair—. ¿Por qué quieres
hacerlo?
—Tengo que entrenar para el equipo de rugby.
—O sea, ¿que va en serio? —interviene Tori.
Henry se encoge de hombros, y antes de que pueda
seguir justificándose, suena un silbato.
—Entonces puedes correr con Emma —le dice Tori.
Vacilo mientras Henry se me queda mirando.
—¿No corres con Grace? —se me ocurre preguntarle.
Él niega con la cabeza antes de responder.
—Los externos no tienen que llegar hasta las ocho,
cuando empiezan las clases.
—Ah —me limito a contestar; luego me doy la vuelta al
empezar a oír los gritos de un tipo fornido que incluso a esa
temperatura va por el patio en pantalón corto y camiseta.
—Ese es el entrenador Cormack —me explica Henry
cuando nos ponemos en marcha.
—Procedente del mismísimo infierno —añade Tori
mientras Sinclair se coloca a su lado—. ¡Hasta luego,
chiflados!
Ellos también salen del patio con nosotros por un portal
muy alto, pero, al cabo de pocos metros, se cuelan de
nuevo en uno de los edificios del internado por una discreta
puerta de madera. Henry y yo, en cambio, seguimos al
resto del alumnado. Poco después tenemos los vastos
campos de la Dunbridge Academy frente a nosotros. Olive
no nos acompaña porque corre con otras compañeras que
también llevan sudaderas del equipo de natación. Un
sendero recorre el perímetro de los muros del internado, el
sol hace brillar las gotas de rocío de los prados y todavía
hay bancos de niebla suspendidos sobre la hierba. Noto el
aire frío en los pulmones cuando respiro hondo, todo es paz
y tranquilidad y me parece precioso.
—¿Cómo ha ido la segunda noche? —pregunta Henry, y
no puedo evitar sonreír al ver que ya empieza a faltarle el
aliento. Reduzco un poco el ritmo pensando que no sé cuál
es la longitud de la ruta y que no quiero dejarlo colgado.
Sería de mala educación.
—Bien, tranquila. La verdad es que es un lugar muy
sosegado —afirmo.
Henry se ríe.
—¿Lo dices como algo bueno o malo?
—Pues todavía no lo sé. No estoy acostumbrada. En
cierto modo me faltan los ruidos típicos de la ciudad.
—¿En Frankfurt vivías en plena ciudad?
—No, en las afueras, pero de todos modos siempre se
oían ruidos. Y los aviones...
—Seguro que te acostumbrarás enseguida a la calma
que reina aquí.
Asiento y adelanto a un pequeño grupo que acabamos de
alcanzar.
—Lo siento, yo... estoy en baja forma —se disculpa
cuando consigue ponerse a mi altura de nuevo.
—Tú avísame si voy demasiado deprisa.
—No..., tranquila.
Ajá, la palabra clave. Reduzco la marcha y paso a correr
más despacio.
—¿Cuánto se tarda en dar la vuelta oficial? —pregunto.
—Depende. Si estás en forma, unos quince minutos. Si
no... unos veinte.
—¿Y el atajo?
Henry titubea.
—Bueno, no sé, pero es claramente más corto.
No puedo evitar reírme.
—De verdad, no es necesario que corras la vuelta larga
conmigo.
—Sí, sí —replica jadeando—. Tengo que ponerme en
forma.
—¿Has dicho que estás en el equipo de rugby? —
pregunto.
—Todavía no, pero aspiro a conseguirlo.
Por algún motivo, eso me extraña. Tal vez sean solo
prejuicios, pero cuando pienso en rugby me imagino a tipos
pesados, musculosos, luchando por la pelota sin
consideraciones. Y Henry no me encaja en esa imagen en
absoluto.
—El viernes hay un entrenamiento abierto —me explica
—. Puede que me den una oportunidad como alero. Son los
que corren rápido por las bandas y anotan puntos —
especifica, tras lo que se encoge de hombros—. O sea, que
tengo que mejorar mi forma física.
—Avísame y saldremos a correr juntos más a menudo —
le propongo sin pensarlo siquiera—. Bueno, si quieres. Es
que a mí me encanta correr. En Alemania estaba apuntada
a atletismo.
—¿De verdad? —exclama Henry sorprendido y me mira
de reojo. Es una mirada rápida y discreta, pero basta para
que otro escalofrío me recorra el espinazo—. Grace está en
el equipo de atletismo. Seguro que estaría encantada de
que fueras a entrenar con ella. ¿Quieres que se lo
pregunte?
—Claro —respondo algo más tensa—. Genial.
Grace está en el equipo de atletismo. O sea, que Henry
también podría correr con ella. De hecho, sería mucho más
lógico. Y a mí no me importaría. Claro, ¿por qué tendría
que importarme?
No sé de qué más hemos hablado. Henry está hecho
polvo cuando, al cabo de poco más de un cuarto de hora,
completamos la vuelta a los terrenos del internado y
llegamos de nuevo al patio. No me habría importado nada
quedarme a hacer unos sprints para acallar mis
cavilaciones, pero no había tiempo para ello. Vuelvo a mi
habitación, me ducho y me cambio de ropa: pantalones
color arena, polo blanco y jersey azul marino.
Durante el desayuno me reúno con Tori y los demás.
Poco después nos vamos a clase. El día empieza para mí
con una hora de Francés que imparte la señora Barnett,
seguida de Educación Física con la señora Ventura. A
Henry vuelvo a verlo en la optativa de Matemáticas. Una
parte de mí ha estado esperando este momento toda la
mañana, mientras que la otra quiere salir corriendo cuando
veo que el señor Ward entra en el aula. Me relajo un poco
cuando compruebo que mi nivel es un poco superior al de
la clase. El señor Ward me hace salir junto con otros
alumnos a resolver unos cálculos en la pizarra interactiva.
A diferencia de mi antiguo instituto, aquí todas las aulas
están equipadas con la última tecnología. En cualquier
caso, todavía no he visto una pizarra tradicional de tiza.
El señor Ward se limita a asentir levemente cuando
resuelvo la ecuación sin dificultades, tras lo que anota algo
en su iPad y yo me siento de nuevo.
El resto de la hora me deja en paz. Cuando por fin llega
la hora del almuerzo y los demás salen del aula, me tomo
más tiempo del necesario para recoger mis cosas.
—¿Vienes a comer con nosotros? —me pregunta Henry
al pasar.
—Sí, enseguida —respondo tragando saliva—. Solo que
antes quería...
Henry comprende mi titubeo y asiente.
—Nos vemos en el comedor, pues. Escríbeme si no nos
ves. Espera —me dice.
Ni siquiera tengo tiempo de reaccionar: me agarra la
mano y también un rotulador que todavía tenía sobre la
mesa. El corazón me da un vuelco cuando le saca el tapón
con la boca y los rizos le caen sobre la frente mientras la
punta fría del rotulador recorre la piel sensible de mi palma
y me hace cosquillas mientras me garabatea algo.
Enseguida comprendo que me acaba de pasar su número
de móvil. Como si no estuviéramos a punto de vernos en el
comedor de todos modos. Al fin y al cabo, no es un comedor
como el de mi antiguo instituto en Alemania, en el que cada
uno se sentaba donde quería. Tenemos las mesas asignadas
y tampoco es que haya tanta gente, pero a Henry le ha
parecido increíblemente importante dejar una marca en mi
piel. Y a mí..., bueno, digamos que tampoco me ha parecido
mal. Quién sabe, quizá en algún momento tengo que
escribirle para preguntarle sobre los deberes o algo
parecido. O para ver su foto de perfil...
—El último se supone que es un nueve —murmura
Henry antes de levantar la cabeza. Los ojos se le ven de un
verde oscuro cuando vuelve a tapar el rotulador y lo deja
en mi estuche. ¿He mencionado ya que tiene una boca
preciosa?—. Hasta ahora.
—Sí —contesto con la voz algo ronca mientras se da la
vuelta.
Socorro. ¿Por qué me ha parecido tan sexy lo que acaba
de ocurrir?
Con cuidado, paso el pulgar de la otra mano por encima
de las cifras escritas en negro. Cuando estoy segura de que
la tinta se ha secado, cierro la mano formando un puño y
me echo la mochila a la espalda.
El señor Ward coge su bastón y se dirige hacia la puerta
cuando me acerco a él.
—Disculpe —empiezo a decir.
Él suelta un suspiro de indignación y me mira.
—No tengo tiempo.
—Solo quería hacerle una pregunta muy breve —me
apresuro a añadir. Sí, pero ¿cuál? ¿Dónde están todas las
frases que me había preparado para este momento?
El señor Ward se me queda mirando con impaciencia y
luego se vuelve hacia el reloj que hay sobre la puerta.
—Tengo cosas que hacer —me dice—. ¿Sería tan amable
de ir al grano?
Mi lengua tiene dificultades para articular las palabras,
pero al final lo suelto de golpe.
—Ayer por la mañana mencionó usted a mi padre.
—Sí —replica cerrando la mano alrededor del mango del
bastón con más fuerza—. En efecto.
—¿De qué lo conoce? —pregunto, y el señor Ward
entorna los ojos para mirarme. De repente me siento
terriblemente ingenua—. Solo quería... —añado al ver que
no me responde nada—. No tengo contacto con él y
pensaba que tal vez usted...
—Dije que se parecían mucho —me interrumpe con
brusquedad—. Eso no significa que tenga ninguna
necesidad de hablar sobre él —me espeta dejándome
helada—. Solo alégrese de que ya no forme parte de su vida
—sentencia con frialdad mientras se dispone a marcharse
—. ¿Algo más?
En realidad ni siquiera espera mi respuesta. Mis piernas
empiezan a funcionar cuando se vuelve hacia mí de nuevo
una vez cruzado el umbral. Su llavero tintinea mientras
cierra la puerta.
«Solo alégrese...» ¿Significa eso que ha tenido algo que
ver con la vida del señor Ward? ¿Estudiaron juntos aquí?
¿Hasta qué punto sería grosero preguntarle a un profesor
qué edad tiene?
No me atrevo a seguir insistiendo. El rostro del señor
Ward es una máscara impenetrable.
—No quería ser maleducada —me disculpo.
El señor Ward no responde enseguida.
—No desperdicie su energía con el pasado —me
recomienda entonces—. Como profesor, le recomiendo que
se centre sobre todo en los estudios.
De repente tengo el corazón tan vacío como la cabeza.
Me limito a asentir antes de que el profesor se marche en
una dirección y yo tome la opuesta. Después de andar unos
pasos me doy cuenta de que por ahí no llegaré al comedor.
Me detengo y abro la mano que he mantenido cerrada todo
el tiempo encima de mi mochila. Sobre el yute azul marino
apenas se distinguen las manchas negras.
—Mierda... —susurro.
Al ver que el número de teléfono de Henry ha quedado
emborronado por culpa del sudor de mi mano, cierro los
ojos.

Henry
No recuerdo cuándo se convirtió en una tradición para
mí ir a comer los miércoles con Grace y su familia. Tengo la
sensación de que siempre ha sido así, y de todos modos hoy
he estado a punto de olvidarlo. Si no llego a encontrarme a
Grace esperándome a los pies de la escalera, simplemente
habría ido directo al comedor. No paro de pensar en que
Emma tal vez me esté buscando. Si tuviera su número,
podría avisarla en un momento.
—¿Esperas algún mensaje? —me pregunta Grace al ver
que consulto el móvil por enésima vez para descubrir que
no me ha escrito todavía. En lugar de eso, Maeve ha
enviado uno de sus extraños memes al grupo familiar. Esta
vez es uno de una rana, pero, como siempre, no acabo de
verle la gracia. Ya hace tiempo que renuncié a intentar
comprenderla.
—¿Eh? —pregunto levantando la cabeza—. Ah, no.
Perdona —me disculpo, y acto seguido dejo a un lado el
teléfono, justo cuando la madre de Grace trae una cacerola
gigantesca a la mesa y nos la planta delante, mientas su
padre me coge el vaso para llenármelo. Tengo un mal
presentimiento cuando pienso que preferiría estar en otro
lugar en este momento.
Los padres de Grace, Diane y Marcus, conocen a mis
padres. Ellos también estudiaron en el internado, y de
hecho eran de la misma promoción, igual que Grace y yo.
Desde que estudio aquí veo a los padres de Grace con
mucha más frecuencia que a los míos. Antes pasaba casi
cada fin de semana con ellos, por lo que no es de extrañar
que la casa de los Whitmore sea como un segundo hogar
para mí.
Últimamente no vengo tanto. Estoy muy ocupado con las
clases, los deberes y las reuniones del consejo escolar, por
lo que Grace y yo nos vemos menos. Pero, por muy
apretada que tenga la agenda, comer los miércoles con su
familia es una cita innegociable.
—Ya, gracias —digo mientras retiro el plato al ver que la
madre de Grace no para de servirme cucharadas de
shepherd’s pie—. Es suficiente.
—¿Seguro, Henry? —pregunta mirándome—. No te
cortes.
—Deja de cebar al chico, Diane —pide el padre de
Grace.
—Te envolveré un poco para que te lo lleves —repone la
madre cuando me devuelve el plato—. Ya sabemos lo que es
que te entre un hambre de lobo entre horas en el
internado.
—Para eso están las tostadas —interviene Marcus, y su
esposa responde al comentario con una mirada de reproche
—. Al menos eso hacíamos nosotros. Comíamos tostadas de
pan de molde entre la comida y la cena, y también pasada
la medianoche. La tostadora que tu padre tenía en la
habitación valía su peso en oro —me dice—. Hasta esa vez
que sin darse cuenta quedó atrapada la cortina y...
—Conocemos la historia, papá —lo interrumpe Grace, y
no puedo evitar sonreír.
—Ya lo sé, ya lo sé. Los viejos siempre contamos las
mismas batallitas. Es solo que ha pasado tanto tiempo que
me encantaría volver a la Dunbridge alguna vez.
—Mis padres también lo dicen siempre —comento.
—¿Lo ves? —insiste Marcus encogiéndose de hombros
antes de concentrarse en la comida.
—¿Les van bien las cosas, Henry? —pregunta Diane
mientras le llena el plato al hermano menor de Grace.
Gregory y Augustus son ambos alumnos externos y están
cursando quinto y octavo respectivamente. Los conozco
desde que eran pequeños.
—Sí. El trabajo es agotador, pero son felices allí. Es
probable que vengan a pasar un par de semanas por
Navidad.
—¡Oh, qué bien! —exclama Diane con una sonrisa—.
Entonces tienen que venir un día a comer. Y Maeve y Theo
también están invitados, por supuesto.
—Se lo diré —prometo—. Hoy hablaremos por teléfono.
Todavía no he podido llamarlos desde que estoy aquí.
—Es normal, ahora eres prefecto y eso implica mucho
trabajo —afirma Grace con una sonrisa.
—Es cierto, ahora tienes un cargo nuevo —comenta
Diane—. Siguiendo los pasos de Theo.
El estómago se me encoge de inmediato, pero me las
arreglo para no perder la sonrisa. Da igual lo que haga,
siempre lo compararán con los logros de mi hermano
mayor. Él nunca fue prefecto de la academia, pero,
teniendo en cuenta que es un internado escocés, a la hora
de la verdad su puesto como capitán del equipo de rugby se
podría considerar incluso más importante.
Cuando Grace saca el tema del rugby, su padre y sus
hermanos se entusiasman de inmediato. Marcus también
jugó en el equipo y decide darme todos los consejos
posibles, mientras que Greg y Gus me cuentan todos los
detalles de sus entrenamientos con el equipo júnior.
—Y con Grace ya tienes una entrenadora de carrera
personal, ¿no? —señala Marcus al fin. Fuerzo una sonrisa y
de repente vuelvo a pensar en Emma.
—Sí, una entrenadora inmejorable.
Para mi sorpresa, Grace no replica nada. Se limita a
clavar la mirada en el plato. Estoy a punto de preguntarle
si está bien cuando levanta la cabeza de repente.
—¿Los ayudamos a recoger la mesa? —pregunta.
—Quizá a Henry le apetece repetir —insiste Diane
enseguida.
—No, gracias —me apresuro a responder—. De verdad.
Estoy seguro de que Diane ya está repasando
mentalmente su colección de tuppers para que pueda
llevarme lo que ha sobrado de la comida. Después de dejar
los platos en la cocina, subimos a la habitación de Grace.
Nos quedamos solos por primera vez desde que he llegado
y, teniendo en cuenta el tiempo que hemos pasado
separados, debería tener ganas de ciertas cosas, pero en
lugar de eso consulto el móvil y compruebo que Emma
todavía no me ha escrito. Seguro que se ha encontrado con
Tori y los demás. Eso espero, al menos. Entonces me
acuerdo de que quería preguntarle a Grace por el equipo
de atletismo.
—Le he contado a Emma que estás en el equipo de
atletismo y que podrías llevártela a entrenar —le digo
mientras cierro la puerta a mi espalda—. Ella también lo
practica.
—Ah, guay —contesta ella.
—Espero que no te importe —añado.
—Claro que no. ¿Por qué tendría que importarme?
—No lo sé... Porque quizá debería habértelo preguntado
primero.
—A partir de la semana que viene puede venir cuando
quiera —asegura Grace.
—Seguro que se alegrará —indico tragando saliva—. Y
sobre lo que ha dicho tu padre... ¿Te apetecería salir a
correr conmigo de vez en cuando?
Al ver que Grace titubea, siento un alivio delator. Está
muy ocupada, no cuento con que le quede tiempo para eso,
y entonces pienso que podría salir a correr con Emma, tal
como me ofreció. Sin remordimientos de conciencia.
—¿A qué te refieres con «de vez en cuando»?
—No sé, ¿una o dos veces por semana?
—Tengo que ver si me queda tiempo —responde—. Entre
las clases, los entrenamientos y el piano últimamente estoy
bastante estresada.
—Claro, lo entiendo —replico asintiendo—. Solo era una
idea.
—Lo siento, Henry.
—No, no pasa nada. No es importante.
Me acerco a su escritorio, cojo el primer libro que
encuentro y veo un folleto con un logotipo que reconozco al
instante.
—¿O sea que Oxford? —constato a modo de pregunta.
Grace se vuelve hacia mí enseguida. Durante un
momento parece agobiada, y luego sigue la dirección de mi
mirada. Cojo el panfleto publicitario, me siento en la cama
y empiezo a hojearlo. Fotografías brillantes de edificios
antiguos y parterres de césped impecables. Parece la
Dunbridge Academy, solo que más luminosa.
Grace se acerca a mí.
—Quería contártelo con calma —me dice, y espero que
el estómago se me encoja de nuevo, pero no noto nada.
Quizá porque una parte de mí ya se había preparado para
este momento—. No por WhatsApp o por teléfono. Lo
siento.
Le cojo las manos y la atraigo hacia mí hasta que queda
entre mis piernas.
—No lo sientas —murmuro. Grace me besa cuando
levanto un poco la barbilla—. Tienes que ir a Oxford.
Ella no responde nada, pero de todos modos sé lo que
está pensando.
«Tú también...»
Es lo que todos piensan. Que si me estoy dejando el
pellejo y saco las mejores notas debería ser para optar a
estudiar luego en Oxford o en Cambridge. Pero no es
cierto.
—Olive y yo estuvimos allí durante las vacaciones y
vimos cómo es Saint Hilda. Es un campus de ensueño,
Henry.
El campus de Saint Andrews también es de ensueño,
pero prefiero callarme. Porque ya hemos tenido esta
conversación demasiadas veces, y porque no quiero que
Grace tome por mi culpa decisiones que la hagan infeliz.
Aunque prefiero no pensar en lo que significará eso para
nosotros.
—Creo que puedo lograrlo —me asegura mientras la
siento en mi regazo.
—Claro que lo lograrás. Sacas buenas notas y la señora
Kelleher te escribirá una carta de recomendación
fantástica.
—Sí —replica, y acto seguido traga saliva y se me queda
mirando—. Pero...
—Es lo que deseas —la interrumpo.
—¿Y tú realmente quieres centrarte solo en Saint
Andrews? Me refiero a que también podrías intentar entrar
en Oxford. Para no cerrarte ninguna puerta, al menos.
—Grace —empiezo a decir en voz baja, pero ella sigue
hablando de todos modos.
—Comprendo que quieras estar cerca de tus hermanos,
pero...
Se queda callada de repente, tal vez porque sabe que sé
lo que viene a continuación. Me preguntará si no quiero
estar también cerca de ella. Y por supuesto que sí, quiero
estar cerca de ella. Pero quizá no lo deseo tanto como para
renunciar a otras cosas. Es que ya no estoy seguro. Porque
sí, Grace es una parte ineludible de mi vida, pero cuando
me imagino el futuro no siempre nos veo juntos. Lo único
que sé con certeza es que Grace quiere marcharse. De
Ebrington, de Escocia. Y que yo no. Ya pasé suficientes
años viajando antes de llegar aquí.
Levanto la cabeza y en sus ojos de color ámbar lo veo
todo. Algunas noches en las que me he quedado a dormir
con ella a hurtadillas y nos hemos imaginado cómo
viviríamos juntos después del instituto, ella estudiando
Ciencias Políticas y yo Inglés y Biología. Cómo
conquistaríamos juntos ese nuevo mundo, tan distinto del
internado.
—Todavía no hay nada decidido —le digo mientras le
aparto un mechón de la cara, y en realidad no tengo ni idea
de por qué lo he dicho, como tampoco sé por qué Grace
asiente. Hace seis años que nos conocemos y empezamos a
salir hace tres. Solo tres años, aunque a veces tengo la
sensación de que ya no nos queda nada de que hablar. Y es
que los temas se terminan enseguida cuando compartes
casi la misma rutina y todas las amistades. Pero
seguramente es normal. Debe de ser normal que a veces
parezca más una costumbre que una relación, que las
conversaciones siempre sean iguales y que también lo sean
las discusiones, aunque discutamos poco. A veces temo no
tener energía ni siquiera para eso. De acuerdo, no puedo
seguir dándole vueltas a este tema o me volveré loco. Pero
tampoco soy capaz de admitir que ni siquiera me planteo la
posibilidad de entrar en Oxford. Nos conocemos demasiado
para no darnos cuenta de que el otro está mintiendo. Grace
lo sabe, yo también, y deberíamos hablar de ello, discutirlo
abiertamente, por muy incómodo que resulte y por mucho
daño que pueda hacernos. Trago saliva. Cuánto me
gustaría cambiar de tema de una vez...
—¿Has visto que la señora Buchanan lleva alianza? —
pregunta Grace.
9

Emma

Mi primera semana en la Dunbridge Academy ya llega a


su fin y me pregunto cómo ha podido pasar tan rápido. Es
viernes, acabo de terminar la última hora de clase y ahora,
justo después del almuerzo, los pasillos del internado están
notoriamente más silenciosos. Los alumnos externos ya no
están y muchos de los internos deben de haberse marchado
a pasar el fin de semana a su casa.
—¿Has hecho amigas ya? —me pregunta mamá. Es la
primera vez que hablamos por Skype desde que llegué el
domingo pasado. Asiento y apoyo la espalda en la pared
junto a mi cama mientras me pongo el portátil sobre el
regazo.
—Con Tori me llevo muy bien, y su habitación está justo
al lado de la mía —le explico—. Coincidimos en un par de
asignaturas y se ha pasado la semana enseñándomelo todo.
—Me alegro, cariño —me dice mamá con una sonrisa.
—Y todos los demás también son supersimpáticos. Sobre
todo... —empiezo a decir, y tengo que tragar saliva. Sobre
todo Henry. Me paso un montón de horas pensando en él y
seguramente no es sano. ¿Estará aquí durante el fin de
semana? ¿O lo pasará con Grace?
—¿Sí? ¿A quién más has conocido? —pregunta mamá
intentando disimular su curiosidad. Está clarísimo que se
me ha visto el plumero.
—Bueno, más gente de mi curso. Tori, Olive, Henry,
Sinclair...
—¿Sinclair? ¿Como la rectora Sinclair? —quiere saber
mamá.
—Sí, es su hijo —respondo asintiendo—. ¿La conoces?
—No, casi nada. En aquellos tiempos solo estaba un par
de cursos por encima del mío, aunque hablé por teléfono
con ella cuando gestioné tu ingreso. Me alegro de que haya
vuelto a la academia.
—Sí, me cae bien.
—Y ¿cómo van las clases? ¿Todavía está el señor
Ringling? —continúa mamá.
—Sí —afirmo sorprendida mientras pienso en la clase
que tuve ayer—. Lo tengo en Biología y en Política.
—Ah, qué bien. Dale recuerdos de mi parte, a ver si
todavía se acuerda de mí. Era muy jovencito cuando
coincidimos en la escuela.
—Descuida —contesto y, al mismo tiempo, me propongo
preguntarle al señor Ringling por mi padre. Si ya fue
profesor de mamá, seguro que también le dio clases a él. Y
quizá esté dispuesto a contarme algo más que el señor
Ward.
—¿A quién tienes en las optativas? —pregunta mamá.
—A la señora Ventura en Educación Física y al señor
Ward en Inglés y Matemáticas.
—¿Ward? —repite mamá, y no me gusta nada cómo ha
sonado su voz—. ¿Alaric Ward?
—Sí. ¿Lo conoces?
Mamá vacila un poco antes de responder.
—No mucho —me dice—. Era alumno del internado
cuando yo estuve allí, pero no sabía que ahora fuera
profesor.
Decido guardar silencio con la esperanza de que me
cuente algo más, pero me sale mal la jugada.
—Y ¿qué tal? —añade al fin.
—Creo que no es precisamente el preferido de los
alumnos, más bien todo lo contrario —le cuento—. Es que
parece como... amargado.
Mamá asiente.
—¿Te ha dicho algo?
—¿De qué? —pregunto—. ¿Tendría que haberme dicho
algo en concreto?
—No, nada, solo me lo preguntaba. Quizá al ver tu
apellido...
—Mencionó a papá —le digo, y veo endurecerse su
expresión de inmediato—. Me dijo que me parecía a él,
pero nada más —me limito a responder. Seguramente es
mejor que mi madre no sepa que le pregunté por mi padre,
y también que el señor Ward no quiso contarme nada.
—Bueno —replica mamá con una sonrisa, aunque la noto
más tensa de inmediato—. El señor Ringling seguro que es
más simpático, ¿no?
De repente estoy segura de que hay mucho por
descubrir sobre la relación entre el señor Ward y mis
padres. De lo contrario, mamá no habría cambiado de tema
de forma tan brusca.
Todavía no sé de qué se trata ni por qué no quiere que
me entere. Pero estoy segura de que si lo acabo
descubriendo, será aquí.

Henry

¿Qué esperaba, presentándome a este entrenamiento


abierto del equipo de rugby? ¿Que me divertiría o algo?
Bueno, al menos hay que reconocer que el Henry del
pasado tenía sentido del humor.
Es que, a ver, esto es terrible. Ya ha empezado mal
desde que he pisado el campo con los otros aspirantes a
entrar en el equipo. Todos son alumnos jóvenes
acostumbrados a entrenar. Quién lo iba a decir. La mayoría
juega al rugby desde primaria, y ya han llegado al equipo
júnior nada más entrar en secundaria. De hecho, son las
mejores condiciones posibles para dar el paso al equipo de
los últimos años de instituto. Es toda una excepción que
alguien llegue a este deporte tan tarde como yo. Y hay
buenos motivos para ello. Quizá debería ahorrarme el
bochorno y marcharme sin más, pero necesito mejorar mi
calificación.
Noto que Valentine Ward y el entrenador Cormack me
miran fijamente mientras calentamos con el equipo y nos
colocamos por parejas para realizar los primeros ejercicios.
Me toca con Gideon, que ya es miembro del equipo y lanza
el balón con una fuerza brutal, y eso que seguramente ni
siquiera le está echando muchas ganas y podría hacerlo
mucho más fuerte. Cuando nos toca correr medio campo al
sprint y atrapar la pelota al vuelo, ya me fallan tanto las
rodillas que, cuando rodeo el cono al final del tramo, caigo
de bruces sobre la hierba embarrada. Me duele la cadera,
los muslos me arden al menos tanto como los pulmones y
no quiero ni saber lo colorada que tengo la cara. Diría que
lo estoy dando todo, pero al parecer no es suficiente. Lo
veo con claridad en la mirada de desprecio que me lanza
Valentine. Nos pega unos cuantos gritos para apremiarnos
y luego se vuelve hacia el entrenador Cormack. Este, con el
rostro impenetrable, anota algo en su libreta.
Yo solo quiero parar. Tengo que parar, de lo contrario
vomitaré aquí mismo. Estoy a punto de fingir que tengo que
abrocharme las botas de nuevo cuando el entrenador
Cormack me perfora los tímpanos con su silbato.
—¡Bueno, que vengan todos los nuevos! —grita.
Mientras el equipo sigue entrenando, corremos al trote
hacia él. Solo veo rostros enrojecidos y sudorosos, y
cuerpos manchados de barro a mi alrededor. Lanzo una
mirada ansiosa hacia el lugar de la tribuna en el que he
dejado la botella de agua y al instante contengo el aliento
al ver que una chica pasa justo en ese momento junto a
nuestras chaquetas y bolsas de entrenamiento.
Es Emma corriendo por la pista de atletismo que rodea
el campo de rugby. Las torres de iluminación están
encendidas y apenas se divisa ya el cielo rojo anaranjado de
la puesta de sol. Consulto el gran reloj digital de la tribuna,
son las nueve y media... ¿De verdad entrena a estas horas
por voluntad propia? ¿O Grace ha conseguido que entre en
el equipo de atletismo?
—¡Bennington! —retruena la voz del entrenador
Cormack en ese mismo instante—. Menos mirar lo que pasa
alrededor y más concentrarse en el campo.
Trago saliva y aparto la mirada enseguida.
—Sí, señor.
Se queda observándome un momento y luego consulta la
libreta que lleva en la mano.
—Bien. Baker, Valtersen, DiSanto, Hsuan, estáis dentro.
Los entrenamientos son los lunes y jueves a las siete y
media de la tarde y los miércoles a las cinco. Todos los
martes una hora de entrenamiento de fuerza en el
gimnasio, y los viernes también, pero es voluntario. Si
tenéis alguna pregunta, se la hacéis a Valentine. Y ahora
quince minutos de recuperación y habremos terminado.
Observo que los demás le dan las gracias, asienten y se
marchan. Casi todos son de octavo y noveno, y aun así es
innegable que son mucho mejores que yo. Me sobresalto
cuando oigo mi nombre.
—Bennington, Stokes, Meskill —recita el entrenador
Cormack, y la verdad es que tengo dificultades para
sostener su mirada—. Tenéis un mes para demostrarme que
podéis hacerlo mejor. Lo de hoy ha sido flojo, espero que
entrenéis por vuestra cuenta para al menos acercaros al
nivel del equipo. El resto puede intentarlo de nuevo el año
que viene.
Trago saliva. Un momento... ¿Eso significa que me han
aceptado? ¿Al menos como reserva?
—Eso es todo —se limita a añadir el entrenador—. Para
vosotros también. Id acabando y a la ducha. A las diez os
quiero en las habitaciones.
Trago saliva y murmuro un agradecimiento apocado
antes de darme la vuelta. Gideon levanta un pulgar al
verme y luego lo invierte con una mirada interrogativa. Me
encojo de hombros antes de dejarlo en una posición
intermedia para indicarle que la cosa ha salido regular.
«Lo de hoy ha sido flojo...»
Uau. Lo he dado todo, no soy capaz de más sin vaciar el
buche sobre el césped. No tengo ni la más mínima idea de
cómo puedo mejorar lo suficiente en solo un mes para que
el entrenador Cormack me dé una oportunidad real en el
equipo. Es más, ¿cómo voy a conseguir que me alinee en un
partido? Porque se trata de eso, de lo contrario podría
ahorrarme todo este sufrimiento. Si al final todo esto no se
traduce en una mejora de mis notas, no habrá valido la
pena. Cuatro entrenamientos por semana con el equipo y
uno individual voluntario, casi nada.
Valentine me mira con una sonrisa de suficiencia en los
labios antes de hacer una mueca de tristeza exagerada
para burlarse de mí.
«No te sobrestimes, Bennington...»
Me río en silencio mientras corro sin ganas por el borde
del campo. Aunque tal vez tenga razón. Sería mucho más
sensato tirar la toalla de una vez y aceptar que hay
maneras más sencillas de mejorar la media de mis notas.
Tal vez pueda preparar otra exposición en clase de Arte, o
entrar en el coro. Esto es ridículo, una pérdida de tiempo.
Quiero ser profesor de Inglés y de Biología, no jugador de
rugby. Pero, cuando quiero algo, me esfuerzo el tiempo que
sea necesario para conseguirlo. Hasta ahora siempre me ha
funcionado. Y no estoy dispuesto a que alguien como
Valentine Ward me convenza de lo contrario.

Emma

Henry parece hecho polvo mientras arrastra los pies por


el campo hasta las gradas. Al principio tenía dudas de si
realmente era un entrenamiento de rugby, porque, a
diferencia de lo que había imaginado, los jugadores no
llevaban protecciones cuando luchaban por la pelota. Me
avergüenza admitirlo, pero hasta ahora para mí el rugby y
el fútbol americano eran lo mismo. Ahora me doy cuenta de
que en la variante británica del deporte no llevan ni
hombreras ni casco, y me parece preocupante, porque sin
duda no es menos brutal que la otra.
Primero no sabía si estaba permitido correr por la pista
de atletismo durante los entrenamientos, pero, en lugar de
echarme, el entrenador Cormack se ha limitado a
saludarme asintiendo desde lejos antes de volver a fijarse
en su libreta.
Me ha gustado no tener que correr sola, sino ir oyendo
los gritos de los jugadores de rugby de fondo. Sobre todo
después de hablar por teléfono con mamá, ya que después
no he podido parar de darle vueltas a lo de mi padre y el
señor Ward. Al final, para distraerme, he intentado llamar a
Isi. Desde que estoy en Escocia solo nos hemos escrito un
par de veces. Sin embargo, ha rechazado mi videollamada
de WhatsApp porque la he pillado por la calle.
Seguramente le doy demasiadas vueltas al tema, pero me
parece raro que mi mejor amiga se muestre tan lacónica.
Yo en su lugar querría saber hasta el último detalle sobre la
escuela nueva, pero no he tenido la oportunidad de
contarle gran cosa, ni acerca del internado ni de Henry. Y
eso que no me importaría en absoluto charlar con alguien
sobre lo que significa eso. Nada, por supuesto, pero... de
todos modos me gustaría poder contárselo a alguien. Y Tori
no me parece precisamente la persona más adecuada,
claro. Me cae muy bien, pero hace años que es amiga de
Grace, Olive y los demás.
Por eso decido hacer lo único sensato que se me ocurre:
correr en lugar de hablar. Después de tres cuartos de hora
corriendo a buen ritmo casi no me noto las piernas, pero ya
está bien, porque eso significa que también estoy
demasiado agotada para seguir dándole vueltas a la
cabeza. Es lo que hay: cuando corres hasta que no puedes
pensar con claridad, tampoco puedes estar de mal humor.
En el caso de Henry parece que no ha funcionado, tal
vez porque lo he visto correr al sprint para atrapar el balón
cada vez que lo miraba.
Respira con pesadez cuando se deja caer como un saco
de patatas en la fila inferior de las gradas y apoya los codos
en las rodillas. Quiero decirle que debería seguir
moviéndose por mucho que el cuerpo le pida lo contrario,
pero por desgracia todo esto me pilla en el otro extremo de
la pista.
En el campo ya solo quedan unos pocos jugadores
cuando por fin me paro y recojo las cosas que he dejado en
la parte exterior de las gradas. Henry ya se ha marchado y
no debería darme tanta lástima, pero me habría gustado
preguntarle cómo ha ido el entrenamiento de prueba.
Parece muy importante para él eso de entrar en el equipo.
Aunque todavía estoy acalorada, me pongo la sudadera y
empiezo a estirar. Justo cuando vuelvo a levantarme tras un
estiramiento, se planta a mi lado de improviso.
—Hola —me saluda, todavía con las mejillas coloradas, y
tropiezo un poco cuando me incorporo—. Te he visto correr.
—Sí —respondo con el corazón acelerado. ¿Cree que lo
he estado mirando? Espero que no—. Necesitaba aclararme
las ideas un poco —me justifico, y me doy cuenta de cómo
Henry encaja mis palabras, pero antes de que pueda
replicar nada decido seguir hablando—. ¿Cómo ha ido el
entrenamiento?
El rostro se le ensombrece de golpe y se limita a
encogerse de hombros.
—¿Sinceramente? Ha sido una mierda —contesta, y ni
siquiera su risa puede ocultar su frustración—. Supongo
que la idea de entrar en el equipo era demasiado
ambiciosa.
—Pues yo te he visto muy bien —digo para animarlo, y
me arrepiento enseguida. ¡Genial, Emma! ¡Ahora ya sabe
que no le he quitado los ojos de encima!
Sin embargo, Henry se limita a encogerse de hombros.
—El entrenador Cormack no piensa lo mismo. Me ha
dado un mes para demostrarle que puedo formar parte del
equipo, pero no sé si vale la pena intentarlo o si lo mejor
sería dejarlo ya.
—Eh, ¿a qué viene esa actitud? —exclamo lanzándole
una mirada de reproche que lo deja sorprendido—. ¿Qué es
eso de abandonar antes de haber empezado? ¿Tú crees que
eso encaja con el espíritu de un prefecto?
Mi comentario le arranca una sonrisa, aunque por
desgracia dura solo un momento, puesto que enseguida
recupera la seriedad.
—Me temo que había subestimado lo duro que es esto.
Tendría que entrenar cuatro veces por semana y, aparte,
mejorar mi forma física. Y eso sin tener la seguridad de que
al final lo consiga y acabe valiendo la pena.
—Aunque no lo consigas, habrás logrado entrenar
regularmente un mes entero —replico.
Ahí está de nuevo, esa maldita sonrisa.
—Me gusta cómo piensas —asegura, y las mejillas, que
todavía tengo acaloradas por el ejercicio, se me calientan
todavía más al oírlo. Me agacho enseguida hacia mi bolsa
para que Henry no pueda verme la cara. Somos
prácticamente los últimos en salir de las instalaciones, y
camino del internado solo se oye el crujido de la grava bajo
nuestros pies.
—¿Grace te ha hablado sobre el equipo de atletismo? —
pregunta Henry en algún momento.
Levanto la cabeza para mirarlo.
—Pues no. ¿Por qué?
—Porque me dijo que quería comentártelo. Quizá se le
ha olvidado.
—Quizá —repito, y titubeo un poco antes de atreverme a
preguntar—: ¿Pasarás el fin de semana con ella?
Dios, Wiley. ¿Qué coño te importa?
Henry parece desconcertado cuando me mira.
—No. ¿Por qué lo preguntas?
—Bueno, no sé, pensaba que los pasabais juntos. Da
igual, olvídalo.
—Los fines de semana casi siempre estoy aquí —me
explica—. A veces voy a ver a mis abuelos, que viven en
Cheshire, un poco más al sur de Manchester. Es donde
solemos pasar también el verano.
O sea que de ahí ha sacado ese acento tan marcado.
Dios, ¿se puede saber qué me pasa?
—¿Vas a verlos a menudo? —pregunto para no dejar ahí
colgada la conversación.
—Debería ir más —admite—. Pero en tren son unas
cinco horas. Aunque a veces mi hermano me lleva en
coche.
Estoy a punto de preguntarle por su hermano cuando,
nada más cruzar el portal que da al patio, un hombre sale a
nuestro encuentro dándose golpecitos en el reloj con el
índice.
—¡Las diez, hora de cerrar! —nos grita.
—Vamos para arriba enseguida —le responde Henry
antes de volverse hacia mí—. ¿Tú estarás aquí el fin de
semana?
—Sí —contesto. De todos modos no sabría adónde ir...
Henry sonríe.
—Bien —me dice, y acto seguido se inclina sobre mí y
me abraza. Respira, respira—. Nos vemos, supongo. Que
duermas bien, Emma.
10

Emma

«Jacob Wiley nació en Glasgow y es un cantante y


compositor escocés.»
Me quedo mirando las letras hasta que empiezan a
danzar borrosas frente a mis ojos. No importa, podría
recitar su entrada de la Wikipedia de memoria. La releo a
menudo, seguramente con más frecuencia de lo esperable,
pero qué le vamos a hacer. Si la única información que
tengo sobre él es una página de internet que cualquiera
puede editar y actualizar con un par de clics, es normal que
esté algo paranoica. Podría aparecer alguna información
nueva online, por lo que vale la pena comprobarlo de vez
en cuando. A diario, por ejemplo. O incluso varias veces al
día. Hasta en momentos como este, en el que hace rato que
debería estar durmiendo. Estoy agotada, pero, a pesar de
que llevo casi una semana en la Dunbridge Academy, todo
es todavía tan nuevo y estimulante que por la noche me
cuesta horrores pegar ojo, por muy agotada que llegue a la
cama. Hay demasiadas cosas sobre las que pensar: mi
padre, el señor Ward, Isi, Grace, Henry... Sobre todo Henry
y su maldita sonrisa. Es que le salen hoyuelos, no es justo.
Me gustaría preguntarle a qué se refería con eso de «Nos
vemos, supongo». Debería haberle pedido que me diera su
móvil otra vez. ¿O habría sido pasarse? Al fin y al cabo, fue
él quien me lo anotó para que pudiera encontrarle durante
la pausa de mediodía. Lo que, por cierto, tampoco tuvo
ningún sentido, aunque, por supuesto, no me he atrevido a
preguntarle por ello.
Da igual, tengo que pensar en otra cosa. Y debo dormir.
Pero todavía no me he acostumbrado a esta cama y hay
demasiado silencio. Solo de vez en cuando se oye el
borboteo de las viejas cañerías de agua en la pared o los
ruidos de los animales nocturnos en el exterior.
¿Los profesores también se quedan en la escuela
durante el fin de semana? Quizá mañana podría buscar al
señor Ringling para preguntarle con discreción sobre mi
padre. O podría intentarlo primero con la señora Barnett,
ella seguro que estará aquí. Aunque ni siquiera tengo claro
qué es lo que quiero averiguar. No sé absolutamente nada,
a decir verdad. Solo puedo tenderme con el portátil al lado
y leer estas frases que ya me sé de memoria.
Biografía
Jacob Wiley creció en Hillhead, un barrio de Glasgow. A los cinco años
empezó a tocar la guitarra y el piano. Wiley estudió en la Dunbridge
Academy, donde formó parte del coro. En el undécimo curso abandonó los
estudios y el internado sin graduarse para salir de gira como telonero del
grupo The Vagabonds.
Está todo ahí. El título de su primer sencillo, las fechas
de su primera gira propia, el hecho de que vivió unos años
en Alemania. Para tocar como telonero de otra banda. Todo
eso se puede leer en internet.
Recientemente, Wiley se casó con la cantante puertorriqueña Camila Soler
y vivió con ella en Sacramento, California. Tras el divorcio, regresó a su país
natal.
Es posible que todo sea cierto, pero al mismo tiempo
tampoco es toda la verdad. En lugar de eso debería poner
algo como «Antes mantuvo una relación intermitente con la
abogada alemana Laura Beck, con quien tuvo una hija,
Emma Wiley, que apenas conoce a su padre y aún hoy se
pregunta por qué la abandonó sin más».
Pero eso no lo pone.
Yo misma lo escribí en un par de ocasiones en la función
de revisión de entradas de la Wikipedia. El cursor
parpadeante parecía estar burlándose de mí. «Nunca te
atreverías a publicarlo, no te engañes —parecía decirme—.
No formas parte de su vida, que te quede claro. Si te
quisiera cerca, lo sabrías.»
A veces oigo su voz en mi cabeza prometiéndome que
me llevará con él la próxima vez que salga de gira. Sonaba
eufórico, no dudé de su palabra ni un segundo. Yo debía de
tener unos siete años, más o menos. Y me lo creí. Todavía lo
creo hoy en día. Todavía creo que Jacob Wiley, mi padre, a
pesar de no querer saber nada de mí, algún día vendrá a
buscarme con la guitarra colgada a la espalda y me dirá:
«Vamos, Emma, tenemos que marcharnos. La gira empieza
mañana».
Y es de esperar que eso termine algún día. Que acabe
olvidando la voz de alguien a quien no he visto desde hace
años.
El problema es que, si tu padre es cantante, es imposible
olvidar su voz. Es demasiado sencillo abrir Spotify o, aún
peor, YouTube, donde incluso puedo verlo y no cuesta nada
ponerse a buscar parecidos. Durante horas. Hasta que me
duele la cabeza y me escuecen los ojos, ya no sé si por la
luz estridente del portátil a oscuras o por las lágrimas.
Y luego buscas en internet el internado en el que estudió
y piensas que sería buena idea acudir allí para descubrir
más cosas sobre él. Porque los mensajes que le has escrito
por Facebook y por correo electrónico nunca han obtenido
respuesta. Porque no quieres pasar la vergüenza de
preguntarle a tu propia madre si por casualidad tiene su
número de móvil o algo parecido.
«Déjalo correr —me advierte la voz desde el fondo de la
cabeza, imponiéndose cada vez más—. No llegarás a
ninguna parte.» Y tal vez sea cierto, pero seamos sinceros:
correr es lo único que se me da bien, o sea que tal vez
valga la pena seguir adelante.

Unos golpes en la puerta me despiertan con un


sobresalto. Tengo la boca seca y la pantalla del portátil está
apagada. En algún momento debo de haberme quedado
dormida. ¿Qué hora es? ¿Ya toca levantarse? Aún no ha
amanecido y...
Llaman a la puerta de nuevo. Se me pone la piel de
gallina cuando acudo a abrir descalza. Suelo dormir con
una ventana entreabierta y las tablas del suelo están
heladas. Parecen incluso húmedas.
En cuanto abro un poco la puerta, alguien se cuela en mi
habitación. Tardo unos tres segundos en reconocer a Tori,
que se planta delante de mí con un dedo levantado frente a
los labios mientras cierra la puerta con sigilo.
—Uf —exclama con un suspiro—. Temía que me pescara
la señora Barnett.
—¿Ha ocurrido algo? —pregunto. Mi voz suena ronca,
por lo que me aclaro ligeramente la garganta.
—No tengo tu número de móvil —me dice Tori.
—¿Y por eso has llamado a mi puerta en plena noche?
—No, pero si lo hubiera tenido, te habría avisado antes
por WhatsApp. Olive tiene que añadirte a nuestro grupo
cuanto antes. Es la administradora.
—Tori, ¿qué dices?
—Lo siento, ya sé que es tarde, pero tienes que vestirte
enseguida —me ordena con una sonrisa misteriosa. Antes
de que pueda replicar, se pone a aplaudir sin hacer apenas
ruido—. ¡Fiesta nocturna espontánea, amiga mía!
—¿Qué?
—Dios, ya veo que eres como Sinclair, te cuesta una vida
arrancar cuando te acabas de despertar. Vamos, tenemos
que reunirnos con Olive en la escalera dentro de cinco
minutos. Y sobre todo ponte una chaqueta, que fuera hace
mucho frío.
—¿Lo dices en serio? —pregunto, y al ver la cara que
pone Tori no me queda ninguna duda. Le echo un vistazo y
me doy cuenta de que lleva puestos unos vaqueros,
zapatillas deportivas y una chaqueta sobre la sudadera
escolar. Se ha recogido la larga melena rojiza en un moño
desaliñado.
—El código de vestimenta solo es válido durante el día
—me dice con un guiño antes de señalar el ropero—.
Vamos, deprisa, deprisa.
—Pero ¿no está prohibido? —pregunto mientras abro el
armario.
—Sí, claro —responde Tori encogiéndose de hombros—.
Pero si nos pillan simplemente diremos que me encontraba
mal y me acompañabas a tomar un poco de aire fresco.
No puedo evitar reírme. Tori se sienta en mi cama y
empieza a mandar mensajes de texto a un grupo de
WhatsApp mientras yo me pongo unos vaqueros, un suéter
y la chaqueta. Incluso me permite lavarme los dientes antes
de empujarme hasta sacarme de mi propia habitación.
Contengo el aliento mientras recorremos el pasillo.
Cuando llegamos a la esquina de la escalera, Tori me
aparta hacia el lado derecho. Me pego a la pared igual que
ella al ver el sensor de movimiento encima de la puerta.
Cuando empezamos a bajar los primeros escalones, Tori
respira aliviada. A mitad de camino hacia la planta baja nos
topamos con Olive y unas cuantas alumnas más de nuestro
curso. Reconozco a Inés y a Salome de la clase de Inglés, a
Amara de Política y a dos chicas que no recuerdo cómo se
llaman. Olive nos hace una seña y me lanza una mirada
impaciente que me hace plantearme de repente si Tori
debería haberme involucrado en esto. Llego a la conclusión
de que no vale la pena darle más vueltas y las sigo hacia
abajo.
Ya me he desorientado por completo cuando, tras cruzar
el patio trasero a oscuras y dos puertas, llegamos a la parte
exterior de la muralla. Al parecer ya quedamos fuera del
alcance de la vista y el oído, porque las demás empiezan a
reírse y a hablar en voz baja. Hace fresco y me alegro de
haber cogido la chaqueta. Quiero preguntarle a Tori si la
fiesta nocturna tendrá lugar bajo las estrellas cuando veo
que nos dirigimos hacia el invernadero que ya había
divisado desde la pista de atletismo. Hay luz en la parte
trasera, y poco después cruzo la puerta junto a las demás.
Dentro hace calor, y eso que varios cristales del
invernadero están rotos. Seguramente por eso ya no
funciona como invernadero y, en lugar de bancales
plantados, veo un montón de asientos diversos y un
numeroso grupo de invitados. Parece ser que ya no hay
peligro de que nos oigan, porque la música está alta y la
gente habla y ríe sin tapujos.
—Estamos lo bastante alejadas de los edificios
principales —me explica Tori al ver mi mirada de aprensión
—. Por aquí cerca solo está la casa del señor Carpenter, el
jardinero, sordo como una tapia.
—Mentira —comenta Salome apartándose de la cara
unas cuantas trencitas del pelo—. Estoy convencida de que
sabe perfectamente lo que ocurre aquí, pero no nos
delatará a menos que rompamos algo. Los otros
invernaderos sí que son territorio prohibido.
—Igual que el alcohol —añade Sinclair de buen humor
mientras se acerca a un chico que se parece mucho a Tori,
también pelirrojo, aunque su tono es algo más oscuro.
—Este es William —empieza a decirme Tori—, es mi...
—¿Hermano pequeño? —pregunto, y ella asiente
enseguida.
—¿Tu enamorado se ha acordado del vino? —le pregunta
Sinclair a William señalando a un chico de pelo oscuro. Con
su chaqueta de motorista y botas negras tiene el aspecto
más opuesto posible al de un alumno del internado.
—Qué grima das, Charles —le oigo murmurar a William,
y no puedo evitar reírme. Todavía no había oído a ningún
alumno dirigiéndose a Sinclair por su nombre de pila. Se
tratan con tanta confianza que cualquiera diría que William
no es solo hermano de Tori, sino también de Sinclair—.
Pero sí, Kit ha traído algo de la tienda.
—Lo amo —exclama Sinclair apropiándose de la botella
que William llevaba en la mano. Este le va lanzando de vez
en cuando miradas a Kit, que parece mayor que los demás.
Tal vez solo sea por el cigarrillo que lleva prendido tras la
oreja con despreocupación. Cuando de repente se vuelve
hacia nosotros, William baja la mirada de nuevo como si lo
hubieran sorprendido in fraganti.
—Por desgracia, no tenemos vasos —me dice Sinclair
mientras me tiende otra botella.
Al principio dudo un poco, pero luego la acepto.
—No tienes por qué hacerlo —me advierte Tori
enseguida. Ella tampoco parece dispuesta a beber. En lugar
de eso, se limita a mirar con escepticismo cómo Sinclair se
lleva la botella a los labios.
—¿Os han pillado alguna vez? —pregunto pensando en
las reglas que la señora Barnett me recitó el primer día:
«Nada de alcohol hasta los dieciocho. Y no es negociable».
Sinclair intercambia una breve mirada con Tori.
—Sí, una vez —admite él—. Pero eso fue hace tres años.
Y con los pequeños son más severos, no tienes de qué
preocuparte.
—No sé... —digo tragando saliva. ¿Es posible que sean
severos con todos los que no sean hijos de la rectora?
Aunque tampoco me puedo imaginar que Sinclair reciba un
trato preferente por el hecho de serlo—. No quiero
complicarme la vida la primera semana que paso aquí.
—Henry, ¿ya le has lavado el cerebro? —señala Sinclair
con un suspiro antes de pasarle la botella a Olive.
—Muy gracioso.
Esa voz...
«Joder, relájate, Emma.»
Intento sonreír mientras me vuelvo hacia él. Simpática,
pero no demasiado. Simpática rollo «me alegro de ver a un
compañero de clase», nada más. Sin embargo, fracaso en el
mismo momento en el que me doy cuenta de que Henry me
está mirando. Bajo la capucha de la sudadera le sobresalen
un par de mechones oscuros.
—¿Ya te habías dormido? —pregunta Tori en ese mismo
momento, y Henry la fulmina con la mirada. Cuando me fijo
mejor me doy cuenta de que sí que parece realmente hecho
polvo. Quizá sea todavía algo de ese jet lag que no era jet
lag. Al final decido pasarle la botella a Salome.
—Sí, adivina quién ha tenido que entrar en su habitación
por la ventana para despertarlo... Exacto, yo —explica
Sinclair.
—Pues yo igual —dice Tori, y Sinclair, a su lado, se
queda de piedra—. Bueno, en mi caso a Emma.
—¿También por la ventana?
—No, pero he tenido que llamar a la puerta. Por suerte
la señora Barnett no se ha enterado de nada.
—¿Todavía no estás en el grupo de WhatsApp? —me
pregunta Sinclair, y yo niego con la cabeza.
—No pude leer tu número —le digo a Henry sin pensar
—. Por eso no te dije nada.
Olive, Tori y Sinclair se fijan en él al mismo tiempo. Y
mientras Tori y Sinclair intercambian una mirada
elocuente, Olive sigue observando a Henry con una mueca
de desprecio.
—Ah, vale —murmura él—. Me preguntaba qué había
ocurrido.
—Da igual, dame tu número y lo compartiré en el grupo
—me dice Tori cuando el silencio empieza a ser incómodo.
Poco después paso a formar parte de Midnight Memories,
con tres emojis de la luna que solo pueden ser obra de Tori.
El grupo tiene catorce miembros y no puedo evitar pensar
que no todos estarán de acuerdo con que yo forme parte de
él. Noto cómo me mira Olive cuando estoy con Henry, Tori y
Sinclair. Está sentada en uno de los sillones desgastados
tecleando en su móvil mientras me mira. Cuando llegan un
par de alumnas más al invernadero, se pone en pie. Henry
sale a su encuentro y yo me pongo nerviosa sin saber muy
bien por qué.
—Hola, Emma —me saluda Grace, y me sobresalto—.
Quería preguntarte si la semana que viene te apetece venir
a entrenar con nosotras. Henry me ha dicho que en
Alemania practicabas atletismo.
De repente me agobia el calor. ¿Es una trampa? ¿Por
qué es tan amable conmigo? Estoy segura de que Olive le
ha contado lo del número de teléfono de Henry. ¿O tal vez
no?
—Ah, sí. Yo... estaba en un club de Frankfurt —balbuceo.
—Guay —responde con una sonrisa—. Entrenamos tres
veces por semana. En el complejo deportivo, si el tiempo lo
permite. El lunes a las cinco, si te apetece.
—Vaya, es..., gracias. Iré encantada.
—Me alegro —me dice Grace antes de darse la vuelta.
¿Cómo puede ser tan amable? No lo entiendo, pero la
verdad es que eso no me hace sentir mejor. Grace es
impresionante: amable, simpática, lista y con iniciativa. Es
perfecta para Henry, porque él también tiene todas esas
cualidades. Mientras que yo..., ¿qué hago aquí? Trago
saliva al ver que se sienta en el reposabrazos del sillón que
ocupa Henry y este la envuelve con un brazo, aunque no se
besan. Quizá no son de esos que tienen la necesidad de
demostrar continuamente que son pareja. Noah era así, le
gustaba besarme delante de todos en las fiestas aunque a
mí me incomodara. Desvío la mirada enseguida cuando me
doy cuenta de que Henry me mira.
Charlo un rato con Amara y Salome, que me cuentan
sobre sus familias en la India y Estados Unidos. De reojo
veo que Grace y Henry se levantan. Querrán marcharse
juntos. No comprendo lo que se dicen, pero veo que Henry
asiente antes de ponerle la mano en la mejilla a Grace para
darle un beso. Un instante después Grace saluda a la gente
y sale afuera por la puerta de cristal. ¿Ya se va? Cuando
consulto el reloj de mi móvil me doy cuenta de que ya casi
hemos pasado una hora y media en el invernadero.
—¿Y bien? ¿Qué te parece tu primera fiesta de
medianoche?
Me sobresalto y vuelvo a guardarme el móvil enseguida.
Cuando levanto la mirada de nuevo, tengo la cara de Henry
justo delante. Su piel parece tan suave... No es justo.
—Genial —respondo, y noto que se me acaloran las
mejillas por momentos. Vaya, qué respuesta tan original,
Emma. Pero Henry se limita a sonreír y hunde las manos en
los bolsillos de la chaqueta. Parece como si tuviera ganas
de meterse en la cama de nuevo en lugar de quedarse más
tiempo por allí—. Solo que es bastante tarde...
—Sí, ¿verdad? —contesta Henry riendo.
—Mira que llegáis a ser sosos —comenta Sinclair, que
justo en ese momento pasa por nuestro lado con una
botella en una mano y una bolsa de patatas fritas en la otra.
—Ni caso —me dice Henry.
—¿Grace se ha marchado ya? —pregunto, y lo lamento
antes de que pase un segundo. Dios, ¿se puede saber qué
me ocurre?
Henry titubea un momento. Seguramente está pensando
lo mismo, pero al final asiente.
—Sí, estaba cansada. No le va mucho esto de las fiestas
de medianoche.
—Pero ¿a ti sí?
Antes de responder, Henry se encoge de hombros con
una sonrisa.
—El truco es no quedarse dormido antes.
—Pues creo que ni tú ni yo lo hemos conseguido.
—Eso parece —conviene con una sonrisa—. ¿Cómo han
ido estos últimos días?
Tiene que preguntarlo porque es el prefecto y uno de los
pocos alumnos con los que tengo algo de confianza, pero
seguro que en realidad no le interesa. Será mejor que no
me olvide de eso.
—Agotadores, pero bien —decido responder. «Relájate,
Emma. No es tan difícil», pienso.
—Muchas novedades, ¿no?
Joder. Vale, no conseguiré relajarme si me sigue mirando
de ese modo, con el atisbo de una sonrisa en los labios y la
cabeza ladeada.
—Podríamos decir que sí.
La música deja de sonar de repente y nos damos la
vuelta al mismo tiempo. De repente noto un escalofrío. ¿Se
acercan profesores atraídos por el ruido de la fiesta? Sin
embargo, veo que los demás siguen charlando
despreocupados.
—¿Quién puede encargarse de la música? —pregunta
Sinclair mirando a su alrededor hasta que encuentra a
Henry—. Tú no —sentencia.
Me río al ver que Henry pone los ojos en blanco.
—¿Por qué no? —quiero saber.
Parece como si Sinclair estuviera esperando que se lo
preguntara.
—Porque solo escucha listas.
—¿Y...? —añado con la frente arrugada—. Yo a veces
también...
—No, a veces no, Emma —me interrumpe Sinclair—.
Solo listas. Siempre. Todo el puto día.
—¿Solo escuchas listas? —le pregunto a Henry.
—A veces también me pongo el top 100 de Spotify.
—Lo que vendría a ser lo mismo —murmura Sinclair.
—Pero ¿cómo...? Es que no lo entiendo —empiezo a decir
riendo.
—Yo tampoco lo entiendo —asegura Sinclair volviéndose
hacia mí—. Solo te diré que no sabes la suerte que tienes
de tener la habitación en la otra ala.
—Eh, que casi siempre escucho música con los
auriculares —se queja Henry.
—Sí, pero lo veo de todas formas en la lista de amigos de
Spotify. Es terrible.
—Pero eso Emma también podría verlo desde el ala de
las chicas, si me añadiera.
—Ya, bueno. Da igual. El caso es que es un coñazo.
—¡Eh, no te burles de mis gustos musicales! —exclama
Henry, que parece haberse ofendido de verdad.
—Las listas no pueden considerarse gusto musical —
replica Sinclair—. Y los top 100 tampoco.
Henry me mira indignado, pero, por desgracia, tengo
que darle la razón a Sinclair, que justo entonces se dirige
hacia el equipo de música.
—No puedo evitarlo —se justifica Henry—. Hay tanto
para elegir que no sé ni por dónde empezar.
No puedo evitar reírme.
—Hay listas de reproducción predefinidas. Sentimientos
otoñales, canciones para entrenar..., lo que te pida el
corazón en cada momento.
—Pero es que también hay un montón.
—Y ¿no escuchas nunca tu mix de la semana? —
pregunto.
Henry arruga la frente.
—¿Qué es eso?
—Tío... —replico con un suspiro.
—¿Qué?
—Nada, nada. ¿Te gusta escuchar música mientras
corres?
—No lo sé —contesta encogiéndose de hombros—. Hasta
ahora he evitado correr siempre que me ha sido posible.
—Ah, sí, claro. Puedo prepararte algo para los
entrenamientos. Con unas cuantas canciones de las listas
de éxitos, te lo prometo. Incluso tengo listas de
reproducción clasificadas por ritmos. Es perfecto: las
canciones más lentas para sesiones relajadas, las más
rápidas para entrenamientos intensos. Te las enviaré.
Aunque al principio es mejor correr sin música, para que
aprendas a concentrarte en la respiración.
Henry asiente, pero no parece muy convencido.
—¿Entrenarás con Grace? —pregunto—. Seguro que ella
también conoce todos esos trucos.
—Quizá, ya veremos —responde titubeando—. Es que
está muy ocupada.
Antes de que pueda añadir algo más, Tori me envuelve
con un brazo y nos obliga a jugar con los demás a un juego
de «verdad o reto». El problema es que el reto siempre
consiste en beber, lo que significa que a ella, a Henry, a mí
y a un par de personas más no nos queda otra opción que
decir la verdad.
Sea como sea, de este modo me entero de que Sinclair
prefiere hablar con los animales que aprender lenguas
extranjeras, y que Omar hasta ahora solo ha llorado con
películas de Disney.
—¿En serio? —pregunta Sinclair—. ¿Disney?
—Sí, tío. ¿Tú has visto Hermano oso?
—¡Me encanta Hermano oso! —exclama Tori con un
suspiro.
—Pues es muy violenta, pero bueno.
Tori se inclina hacia mí con los ojos en blanco.
—Sinclair va de artista y le encantan todos esos clásicos
raros. El club de los poetas muertos, Soñadores y tal...
Asiento, aunque no conozco ninguna de esas películas.
Quizá debería verlas.
—Para ya de burlarte —le dice Sinclair.
—No me burlo, me limito a ponerla al día —se defiende
Tori incorporándose de nuevo.
—Muy bien, te toca —dice Sinclair señalando con la
botella a Henry. Parece como si ya tuviera la pregunta
pensada, porque la suelta sin dudar ni un segundo—.
¿Cuchara o cucharita?
Los demás guardamos un tenso silencio mientras Henry
lo fulmina con la mirada. Estoy bastante segura de que la
pregunta encierra un doble sentido más que un interés
genuino por los cubiertos.
—¿Hay que decir la verdad aunque no estés borracho?
—pregunta Henry a la desesperada.
—Por supuesto, con más motivo —aclara Sinclair.
—De acuerdo —repone Henry—. Pues... cucharita.
Los demás suspiran y se ríen en voz baja.
—Lástima que Grace ya no esté aquí —comenta Sinclair
—. Me habría gustado comprobarlo.
Nunca me ha costado más mantener una sonrisa.
—¿Nadie tiene esa foto del viaje de fin de curso a
Noruega? —interviene Olive—. Creo recordar que se
durmieron así.
Henry parece de lo más incómodo, porque la interrumpe
precipitadamente para seguir con las preguntas. Lo
escucho, pero ya no presto mucha atención. Tori me
pregunta si preferiría poder comer tanto picante como
quisiera o no volver a quemarme la lengua con la comida
caliente y, por supuesto, me inclino por la segunda opción.
Noto que Henry me mira mientras formulan la siguiente
pregunta. Se muerde el labio inferior mientras me observa,
pero intento no darle más vueltas a ese detalle. Y me
prohíbo mirarle la boca de nuevo. Cuando se da cuenta de
que yo también lo estoy mirando, interrumpe el contacto
visual enseguida.
Cuando por fin se vacía el invernadero, no sé cuánto
tiempo ha pasado. Sinclair está sentado en el suelo, de
espaldas al sillón en el que está instalada Tori, que le
masajea los hombros mientras mantiene una acalorada
discusión con Olive y unos cuantos más sobre los exámenes
sorpresa de Matemáticas del señor Ward.
Cuando consulto el reloj me doy cuenta de que es más
tarde de lo que creía. Me duele un poco la cabeza, me
escuecen los ojos y cada vez me cuesta más seguir las
conversaciones en inglés.
Tal vez es pura coincidencia o tal vez no, pero en ese
mismo instante Henry me mira. Me observa un momento y
asiente para preguntarme sin palabras cómo estoy.
Me encojo de hombros y, aunque no comprendo muy
bien cómo va nuestra comunicación no verbal, al parecer
funciona.
Sinclair echa la cabeza hacia atrás y parpadea al ver que
Henry se levanta.
—Creo que debería acostarme —anuncia este, entonces
me mira un momento y yo también me levanto.
—Yo igual —digo temiendo que me abucheen o que me
llamen aguafiestas, que es lo que habrían hecho Noah o Isi.
Sin embargo, no ocurre ni una cosa ni la otra.
—Que durmáis bien —dice Sinclair antes de apoyar la
cabeza en la rodilla de Tori.
Los demás también se despiden de nosotros. Intento
evitar mirar a Olive cuando salgo con Henry por la puerta.
De repente tengo la sensación de estar haciendo algo
prohibido. Porque estamos solos y me había olvidado de la
oscuridad que hay. Quizá es por lo cansada que me siento,
pero el caso es que de repente tengo mucho frío. Estoy
helada, por lo que hundo las manos en los bolsillos de la
chaqueta mientras cruzamos el prado. La hierba húmeda
me acaricia los tobillos y las voces procedentes del
invernadero quedan acalladas muy pronto. Cuando
llegamos al sendero, reina un silencio absoluto.
No se oye nada. Solo el canto de los grillos y nuestros
pasos sobre la grava. Y mi corazón, que de repente empieza
a latir con fuerza. ¿Por qué no charlamos? ¿Tenemos que
guardar silencio para que no nos descubran?
—¿Estás muy cansada?
Se oye a un mochuelo, el aire frío me llena los pulmones
y Henry me acaba de preguntar eso de verdad.
—¿Por...?
Ya no reconozco más que su silueta a mi lado, cuando
me vuelvo hacia él.
—Solo pensaba que... Bueno, si estás muy cansada, te
acompaño directamente al ala de las chicas. Pero, si no lo
estás, podríamos dar un rodeo. Hay un par de caminos
secretos en la bóveda del sótano, bajo los edificios —
propone—. Aunque te aviso de que dan bastante miedo.
No me atrevo ni a respirar.
—Me gusta pasar miedo.
Poco a poco los ojos se me acostumbran a la oscuridad y
lo veo sonreír.
—Muy bien.
—Muy bien —repito; luego trago saliva—. ¿Tú no estás
cansado? Estás muy cansado, ¿verdad?
—No, no tanto. Además, estás en un internado escocés.
Tenemos que dar paseos nocturnos furtivos, forma parte de
la experiencia.
—¿Seguro? También podríamos...
—Seguro —afirma, tras lo cual guardo silencio—. Mira,
se entra por aquí.
Henry me agarra la muñeca y tira de mí hacia un
recoveco en la pared que nos queda a la izquierda. Ese
mínimo contacto físico es como una pequeña descarga
eléctrica que me recorre todo el cuerpo. No quiero que me
suelte jamás, pero me temo que no tiene ni idea de lo que
siento en este instante.
La entrada es tan discreta que sin duda habría pasado
de largo sin verla. Sigo a Henry por unos escalones que
descienden hasta un sótano tan oscuro que no me permite
divisar nada de nada. Henry me suelta y saca su móvil. En
el lugar en el que su piel me ha tocado noto un hormigueo,
algo entre el arrepentimiento y el deseo ansioso. Poco
después activa la función de linterna para iluminar el
camino.
Llegamos a una puerta aparentemente cerrada de
madera oscura y pesados herrajes metálicos. Henry pone la
mano en el picaporte y empieza a forcejear con él. A decir
verdad, hace bastante ruido. Sin darme cuenta, contengo el
aliento y lanzo una mirada por encima del hombro. Al cabo
de un instante oigo un chirrido y veo que Henry ha
conseguido abrir la puerta.
—¿Seguro que esto no está prohibidísimo? —susurro
antes de seguirlo. El lugar huele a moho, pero no me
parece del todo desagradable.
—Está prohibido —se limita a confirmar Henry en voz
baja—. Pero nadie se enterará.
Cuando cierra la puerta detrás de mí me pregunto qué
hago aquí. Una grava arenosa cruje bajo nuestros pies.
Levanto la cabeza cuando Henry recorre las paredes y el
techo con el haz de luz y me doy cuenta de que estamos en
un pasadizo tubular.
—Hay túneles por debajo de todo el internado, aunque la
mayoría de ellos no se utilizan jamás —me explica
haciéndome una seña para que lo siga—. Dicen que aquí
abajo han desaparecido ya trece alumnos.
—Ja, ja —murmuro.
—Vale, solo once. Bajo la antigua iglesia incluso hay una
mazmorra —matiza lanzándome una mirada con la barbilla
alta—. Apuesto a que en tu antiguo instituto no teníais nada
semejante.
—Pues la verdad es que no —admito—. ¿Y también
tenéis vuestro propio fantasma?
—Sí, se llama Simon.
—Eso sí que lo sabía —digo.
—¿En serio?
—Sí, me lo debió de contar mi madre.
—Es nuevo —explica—. Mis padres no lo conocen, y eso
que ellos también estudiaron aquí.
Eso me llama la atención. Sus padres estudiaron en la
Dunbridge Academy. De repente la cabeza se me llena de
preguntas. ¿Qué edad tienen? ¿Conocen a mi padre? ¿Es
posible que incluso Henry conozca a mi padre? Empiezo a
pensar en cómo puedo averiguarlo de la forma más discreta
posible cuando Henry señala hacia la izquierda, donde el
pasadizo se desvía en varias direcciones.
—¡Por cierto! —exclama, y se me hace un nudo en el
estómago de inmediato. No preguntes, no preguntes. Por
favor, déjalo—. ¿Tus padres también estudiaron en el
internado?
Es que estaba clarísimo. Tampoco se lo puedo reprochar,
en su lugar yo habría preguntado lo mismo.
Al final decido asentir.
—Se conocieron aquí —respondo mirando hacia delante,
hacia el oscuro pasillo, evitando el rostro atento de Henry.
Me resulta un poco más sencillo contar estas cosas si no
tengo que mirar a nadie—. Mi madre llegó desde Alemania
para empezar en séptimo, y mi padre es de Glasgow.
—¿Y ahora vivís en Alemania?
Trago saliva.
—Solo mamá y yo. —Henry no pregunta nada más. Soy
yo la que decide seguir hablando—: Mi padre nos abandonó
cuando yo tenía once años. Nunca más he sabido de él.
Me preparo para algún tipo de respuesta retórica. Algo
como «Oh, me sabe mal» o «Buah, qué fuerte», pero Henry
guarda silencio. Las piedrecitas siguen crujiendo bajo
nuestros pasos unos segundos hasta que su voz suena de
nuevo.
—¿Piensas mucho en él?
—No, la verdad es que no —contesto, y está claro que es
una mentira como una casa. «Claro que pienso en él, todos
los días. Más a menudo de lo que se consideraría sano.»
Pienso que debería confesarlo y trago saliva—. Solo a
veces.
—Me imagino que debe de ser extraño para ti estar aquí
—dice Henry—, donde también estudió él.
—Sí, es raro.
—¿Te gustaría mantener contacto con él? —pregunta
Henry, y no me resulta sencillo contestar a eso. A una parte
de mí le gustaría responder que sí. Que claro que sí. Es esa
parte incapaz de no llorar de rabia cuando veo una comedia
romántica en la que la protagonista se reencuentra con su
padre y él la quiere a pesar de no conocerla de nada. La
otra parte es mayor y sabe que esas cosas no suceden en la
vida real. Que estoy demasiado decepcionada y dolida por
ello. Que no quiero encontrarlo para que finja que se
interesa por mí. Porque no lo hará, porque, si le interesara
lo más mínimo no me habría abandonado. Lo único que
quiero es hacerle preguntas. Preguntas de mierda,
preguntas incómodas. ¿Por qué todo le pareció más
importante que mi madre y yo? ¿Por qué decidió
abandonarnos y no ha tenido el mínimo interés en mí?
—Quiero encontrarlo —confieso antes de plantearme si
vale la pena que Henry lo sepa. Mis pasos resuenan por los
pasillos oscuros y de repente quiero que él esté al corriente
de todo—. A mi madre no le puedo preguntar por él. Quiere
evitar que me decepcione otra vez. Pero yo pensé que tal
vez aquí podría descubrir quién era. Y dónde está ahora.
Son cosas que todavía no le había contado a nadie. Ni a
Noah, ni a Isi, a nadie. Pero a Henry sí, y lo hago justo
porque sé que es un desconocido. Alguien con quien me
sentaré en unas clases increíblemente pequeñas durante
un año, con quien me he marchado pronto de una fiesta
clandestina para pasear por unos pasadizos lúgubres y
contarle la verdad. Y luego no volveremos a vernos jamás.
—Mis padres también estudiaron en la Dunbridge —me
explica Henry—. Podría preguntarles por él. Quizá se
conocieron.
—¿Cómo se llaman? —pregunto.
—Catherine y Tom —me dice Henry, y la mínima
esperanza que albergaba se desvanece de repente. Sus
nombres no me dicen nada y, en el caso de que conocieran
a mi padre, también conocerían a mi madre, por lo que me
habría hablado de ellos.
Asiento de todos modos, porque me parece más fácil que
explicarle por qué no tiene sentido.
—¿Ellos también se conocieron aquí? —le pregunto.
—Sí —responde con una sonrisa—. El internado es como
una página de contactos. Conozco muchas parejas que
empezaron a salir aquí.
—Como tú con Grace —constato.
Henry no responde al momento.
—Como Grace y yo, sí —repite antes de detenerse y
señalar con la linterna del móvil hacia otra bifurcación—.
Continuemos por aquí.
—¿Cómo es posible que conozcas tan bien estos
pasadizos? —murmuro mientras lo sigo.
—Son muchos años de práctica. Y tengo buena memoria.
Asiento levemente.
Llegamos a una escalera y Henry ilumina los escalones;
pero antes de que lleguemos arriba del todo apaga la
linterna. Estamos en el interior de un edificio y por los altos
ventanales entra la pálida luz de la luna.
—Aquí tenemos que guardar silencio de nuevo —me
susurra, y yo asiento una vez más.
Me parece surrealista recorrer esos pasillos desiertos
con Henry. No tengo ni la más mínima idea de en qué parte
del internado nos encontramos, pero me suena de algo.
Henry se lleva el índice a los labios cuando nos
acercamos a unas enormes puertas dobles de madera
oscura. Pone una mano en el picaporte y la abre con
cuidado. Se oye un largo chirrido, Henry se muerde el labio
inferior y me hace una seña con la cabeza para que pase.
Me cuelo por la puerta y me detengo de golpe.
—Uy, lo siento... —musita Henry cuando choca contra mi
espalda. Me pone una mano en la cadera, pero la retira de
nuevo enseguida y yo doy un paso adelante. Él cierra la
puerta, enciende la linterna del móvil otra vez y por fin me
doy cuenta de adónde me ha llevado.
—¡Tachán, la biblioteca de la escuela! —anuncia, aunque
las altas estanterías repletas de volúmenes amortiguan en
parte su voz—. No se pueden cumplir más tópicos.
—Qué lástima —bromeo, tras lo que oigo su leve risita y
se me pone la piel de gallina.
—Se me acaba de ocurrir algo que todavía convertiría en
más auténtica tu experiencia en un internado escocés —me
dice.
—Te aseguro que ya lo has bordado bastante —
reconozco, y contengo el aliento cuando Henry me pone la
mano en el hombro un momento. No sé qué tienen esos
pequeños contactos físicos, pero me quitan el sentido—.
Lástima que la luz del móvil rompa la atmósfera general.
—Por eso estoy buscando velas.
No puedo evitar reírme.
—¿En serio?
—Sí, claro. ¡Ah, aquí están! —exclama. Me quedo quieta
mientras Henry da un paso a un lado y apoya el móvil en un
pequeño estante. Pocos segundos después se oye un siseo y
se enciende una llamita. La luz se vuelve un poco más
brillante cuando termina de encender tres velas de un
candelabro. La cálida luz arroja sombras parpadeantes
sobre los incontables libros que cubren las paredes. La
mayoría parecen tan antiguos y valiosos que ni siquiera me
atrevo a sacarlos de los estantes.
Sin decir nada, recorro una de las estanterías pasando
las yemas de los dedos por los lomos de los libros. Henry
me sigue.
—¿En algún momento se vuelve algo normal vivir en un
lugar como este? —pregunto al cabo de un rato sin siquiera
volverme.
—Yo diría que no —responde Henry.
De repente descubro un pequeño rótulo en una de las
baldas: ANUARIOS 2015-2020. Son lomos gruesos de aspecto
prácticamente idéntico que tienen escritos años distintos.
El corazón se me acelera por momentos.
Le lanzo una mirada fugaz a Henry, que en ese mismo
momento saca un libro y empieza a hojearlo.
Levanto la mirada de nuevo hacia la estantería.
Anuarios 1995-2000.
Anuarios 1990-1995.
Año 1994. Ese tenía que ser su curso.
Estoy a punto de sacar el volumen cuando Henry se
planta a mi lado.
—¿Qué miras? —me pregunta.
—Nada —contesto enseguida mientras me vuelvo hacia
una vitrina llena de trofeos y fotografías que me queda
cerca.
No sé por qué no me limito a decir la verdad. Quizá
porque necesito estar sola para buscar pistas sobre ese
hombre al que no podría importarle menos mi existencia.
Ya me parece algo lo bastante humillante de por sí.
—Veo que el rugby aquí es lo más, ¿no? —pregunto para
desviar la atención. Es lo primero que se me ha ocurrido, y
no me extraña, teniendo en cuenta la cantidad de trofeos y
fotografías que veo tras el cristal.
—Bastante, sí —responde Henry, y noto que su voz ha
adquirido un tono extraño. Acerca el candelabro un poco
más a la vitrina hasta que la parpadeante luz nos permite
ver las fotografías que quedan tras los trofeos.
—Ese es Theo —me cuenta Henry justo cuando me
estaba fijando en el asombroso parecido que guarda con el
chico del centro de la fotografía—. Mi hermano. Fue
capitán del equipo de rugby.
—Uau —exclamo acercándome un poco más al cristal—.
¿Por eso quieres entrar también en el equipo?
Henry se ríe, seguramente para intentar que su
respuesta suene despreocupada. Pero, si esa era la
intención, lo cierto es que no lo consigue.
—No, qué va. Solo lo hago para mejorar mis notas de
Educación Física.
—¿De verdad es tan importante? —quiero saber.
—Para mí sí —se limita a señalar—. En el resto de las
asignaturas suelo sacar buenas notas, tendría la plaza
asegurada en mi universidad preferida si no fuera por
Educación Física...
—¿A qué universidad quieres ir?
Y lejos de contestar Oxford o Cambridge, como yo
esperaba, Henry va y me dice:
—Saint Andrews. —Y me lo quedo mirando asombrada—.
Queda un poco más al norte de...
—Edimburgo, ya lo sé. Mi madre estudió allí.
A Henry se le ilumina la mirada de repente.
—¿De verdad?
—Sí —le aseguro asintiendo—. Derecho.
—¿Tú también quieres estudiar allí?
Me encojo de hombros antes de responder.
—No lo sé. Creo que estudiaré en algún lugar de
Alemania. Quizá en la Escuela Superior de Ciencias del
Deporte de Colonia, si supero la prueba de ingreso.
—Bueno, pero ahora que estás aquí... —añade Henry
titubeando— podrías terminar la secundaria en Dunbridge
y quedarte a estudiar en Escocia o en Inglaterra.
—Ya lo sé.
Mi réplica suena más brusca de lo normal, pero es que
es una conversación que he tenido ya demasiadas veces
con personas que parecen saber mejor que yo lo que me
conviene.
Henry no dice nada más. Se limita a examinar de nuevo
la vitrina.
—Y tú... ¿en serio que quieres ser profesor? —pregunto
intentando relajar de nuevo el tono de la conversación.
—Sí —afirma asintiendo mientras deja que su mirada
vague por las estanterías de toda la sala—. Lo que más
deseo es poder volver algún día aquí como profesor.
—Creo que jamás había conocido a nadie que deseara
tanto volver a su colegio —comento—. Lo más normal es
querer lo contrario, alejarse todo lo posible una vez
terminada la graduación.
Henry guarda silencio unos instantes.
—Ya lo sé. Pero la Dunbridge Academy es el primer
lugar que he considerado mi hogar. No sabía que me
faltaba algo hasta que llegué aquí. He ido a muchas
escuelas y he vivido en muchos sitios, pero esto es distinto.
Pertenezco a este lugar y me gustaría transmitir a los
demás lo que he aprendido aquí —me explica, y tras unos
instantes de silencio empieza a reírse en voz baja—. Vaya,
sueno como un friki de mierda.
No puedo evitar reírme con él.
—Pero un friki de mierda muy simpático.
—Eh... —se queja con una sonrisa.
—Ah, claro. ¿Debería haber dicho algo como «Tonterías,
Henry, en el fondo eres un tío duro de verdad»?
—Exacto, esperaba algo así.
—Ya, lástima que se me dé tan mal mentir.
—No es precisamente el peor defecto de carácter
posible, en mi opinión.
Por unos instantes nos quedamos callados los dos, y
luego mi mirada vaga de nuevo hacia la vitrina.
—O sea que el equipo de rugby —murmuro deseando
que el sueño de Henry se acabe cumpliendo—. ¿Qué hora
es?
—¿Qué?
—La hora, Henry —repito.
Se me queda mirando como si me faltara un tornillo y
luego consulta el reloj del móvil.
—Falta poco para las tres.
—De acuerdo —digo cogiéndole el candelabro. El caso
es que no había contado con que nuestros dedos se
tocarían con el gesto. El contacto físico tiene algo que
nunca comprenderé del todo. Produce pequeñas descargas
que se transforman en calor. La mirada de Henry se
ensombrece cuando pasa de mis ojos a mi boca. La luz de
las velas parpadea en sus ojos y las rodillas me fallan.
Contiene el aliento, lo veo claramente—. Deberíamos ir a la
cama.
—¿Por qué? —pregunta Henry, y el estómago se me
encoge cuando detecto un tono de leve decepción en su
voz.
—Porque mañana por la mañana hemos quedado para
salir a correr.
11

Henry

Es dura. Es más despiadada que el entrenador Cormack,


y eso que me parecía algo imposible.
Cuatro entrenamientos por semana. Sí, además de las
carreras matinales. Los martes y viernes a las cinco y
media de la mañana, una hora a media intensidad. La
carrera matinal nos sirve como recuperación. Sí, exacto, la
maldita recuperación. Tengo ganas de llorar, de vomitar y
de tenderme en el suelo para no volver a levantarme jamás.
Y no necesariamente en ese orden.
Los miércoles y los sábados entrenamos técnica,
coordinación y terminamos con intervalos en la pista de
atletismo. Ah, sí, por supuesto: estiramos todos los días con
ese artilugio infernal: el rodillo de masaje.
Pero en el fondo está bien que sea así, porque tendré
que esforzarme mucho. Pienso en los mensajes entusiastas
que Maeve ha mandado a nuestro grupo de WhatsApp
cuando le he contado que había entrado provisionalmente
en el equipo: «¿Lo ves? ¡Lo sabía!». Y también en el que ha
mandado Theo: «No me avergüences».
—Si no te parece demasiado, también podríamos añadir
uno o dos entrenamientos de fuerza semanales —propone
Emma—. Reforzar los músculos abdominales y mejorar la
capacidad de salto es importante, pero esto decídelo tú.
¿Cómo puede hablar tanto mientras corre a mi lado?
Dicen que el esfuerzo aplicado en los entrenamientos
debería permitirte mantener una conversación mientras
corres, pero por algún motivo yo no me veo capaz de
hablar. Incluso a este ritmo tan lento, al cabo de tres
minutos el corazón me late tan deprisa que parece que me
vaya a saltar del pecho en cualquier momento.
—Sí, suena bien —consigo jadear. Por mucho que intente
disimularlo, he visto que ha sonreído al darse cuenta de
que me volvía a faltar el aliento.
«Es solo tu segunda semana de entrenamientos, Henry.
Tienes que darle tiempo al cuerpo para que se acostumbre
a esta nueva carga de trabajo. Tardarás al menos uno o dos
meses en notar una clara mejora en la resistencia. Es
normal.» Yo dudo que lo sea, pero tampoco me lo ha
preguntado nadie, por lo que intento seguir el ritmo y
punto. Nunca comprenderé cómo Emma puede correr tan
deprisa y, encima, divertirse. Es que nunca. Jamás de los
jamases.
—Tienes que mantener una buena postura —me
advierte, y me obligo a contraer la barriga de nuevo.
Debo correr erguido, sin encorvarme, para evitar el
dolor de espalda. Dios, siempre había pensado que correr
era fácil, que es algo que podemos hacer por naturaleza,
pero nadie me había contado la de cosas que puedes hacer
mal mientras corres.
—El domingo fui al gimnasio por primera vez —me sigue
contando—. ¡Alucino con las posibilidades que ofrece!
Tendremos que trabajar mucho con bandas elásticas y con
el rodillo. Se acabaron las sobrecargas en las espinillas,
Henry.
—De vez en cuando también podríamos entrenar en la
cinta, ¿no? —propongo.
Al ver que Emma se ríe, me despido de inmediato de la
idea.
—La cinta no puede compararse con correr al aire libre
—me explica encogiéndose de hombros—. Y tú te entrenas
para el campo de rugby. Eso significa correr sobre un
césped mojado y embarrado. Por eso es mejor correr por el
campo. —Soltaría un suspiro, pero me temo que no tengo
suficiente aire en los pulmones para eso—. Bueno, quizá
podemos usar la cinta de correr si el tiempo es muy malo —
admite Emma a modo de concesión.
—Dicen que la semana que viene lloverá.
Se ríe. Mierda.
—La lluvia no es motivo para no salir a correr. Me
refería más bien a si graniza o nieva, aunque... ¿aquí suele
nevar?
—A veces —respondo, aunque en realidad no. Digamos
que estoy jodido.
—Progresarás en poco tiempo, ya verás.
Lo dudo, pero tampoco tengo elección. Debo mejorar y,
básicamente, esta mierda de entrenamiento de resistencia
no puede ser muy distinto a cualquier otro tipo de
preparación. El trabajo y el esfuerzo continuados en algún
momento se traducen en logros. Solo que me parece mucho
más cómodo pasarme horas empollando en la biblioteca
que corriendo tanto.
Quiero parar. Lo pienso cada vez que doy un paso.
Podría parar.
Un paso más.
Tengo que parar.
Otro paso.
Solo un momento.
—Todo está en tu cabeza —me dice Emma justo
entonces, como si me hubiera leído la mente—. Cuando
piensas que ya no aguantas más, en realidad podrías
repetir lo que ya has hecho.
—No creo, ¿eh? —jadeo.
—Sí, segurísimo. Lo único que necesitas es distraerte.
¿Te gusta escuchar pódcasts? ¿O audiolibros?
—Supongo, sí.
—O si lo prefieres puedo crearte una lista de
reproducción con canciones de las listas de éxitos. ¿Crees
que eso te ayudaría?
—Creo que lo que me ayudaría sería parar.
—No, Henry —responde con una sonrisa.
Llevamos ya cuatro kilómetros corriendo y apenas se le
empiezan a sonrojar las mejillas. Sigue sin divertirme, pero,
si todas las mañanas tengo que correr cuatro kilómetros
para verla así, creo que valdrá la pena.

Emma

—A ver, explícame cómo va esto —empieza a preguntar


Tori como si nada, aunque en realidad el tono de su voz ya
me indica lo que quiere saber—. ¿De verdad sales a correr
todos los días con Bennington?
De acuerdo, muy bien. Era previsible que Tori me
hiciera esa pregunta, pero ¿en serio ha tenido que
hacérmela tan pronto, nada más salir de los muros del
internado? Quizá el objetivo de esta pequeña excursión a
Ebrington era interrogarme, y no mostrarme el pueblo
vecino y animarme después de la mierda de examen
sorpresa de Inglés que nos ha puesto el señor Ward.
—Creo que nunca le había visto elegir por voluntad
propia el recorrido largo en la carrera matinal —comenta
Olive mientras se recoge en un moño el pelo todavía
húmedo.
—Entrenamos para que pueda entrar en el equipo de
rugby.
—Y ¿por qué no entrena con Grace? —interviene Olive,
atenta a mi reacción.
—Seguramente a ella no le apetece llegar al internado
dos horas antes de las clases todas las mañanas y luego
volver a casa para ducharse —deduce Tori encogiéndose de
hombros.
—Podría ducharse en la habitación de Henry —se limita
a opinar Olive, y sus palabras se me clavan en el pecho
como pequeños alfileres—. Además, ¿por qué no entrenan
por la tarde?
—Porque ella no tiene tiempo —digo. Suena a mentira,
pero en realidad es lo que Henry me ha contado a mí.
—O tal vez Henry prefiere correr con Emma —comenta
Tori mirándome fijamente—. ¿A ti también te gusta correr
con Henry?
—Bueno, yo... —empiezo a balbucear. Titubeo al ver que
Olive también me mira y me doy cuenta de que no
importará lo que responda. Diga lo que diga, la respuesta
será incorrecta—. Es agradable, supongo.
—¿Agradable? —exclama Tori riendo—. Sí, vale, Henry
es agradable para la vista con ropa deportiva. Tiene un
culito precioso. Sobre todo teniendo en cuenta que no hace
deporte.
—Ahora sí —la contradice Olive.
—Sí, pero ya sabes lo que quiero decir.
—Que no es Sinclair, eso está claro...
—A Emma no le gusta Sinclair.
Abro la boca, pero Olive se me adelanta.
—Por supuesto. Y sin duda a Emma tampoco le gusta
Henry porque, al fin y al cabo, él está saliendo con Grace.
Joder, eso ha dolido. Respira. No me atrevo a mirar a
Olive.
—Es algo fraternal, Livy —replica Tori en un tono
forzadamente distendido—. Somos como hermanos.
—Claro, claro —murmura Olive—. Menos cuando
Sinclair se pone esos pantalones de montar ajustados, ¿no?
Me habría reído si no fuera porque lo que Olive ha dicho
antes sigue resonando en mi cabeza. ¿Por qué ha venido, si
queda claro que no me soporta? Si solo hubiera venido Tori,
seguro que estaría mucho más relajada.
Me fijo en las oscuras fachadas de piedra y en los
inclinados tejados a dos aguas de las casas que bordean la
calle.
—De todos modos hemos venido para enseñárselo todo a
Emma —concluye Tori señalando un escaparate que nos
queda a la izquierda—. Mira, ese es el Blue Room Café.
Sirven unos pasteles buenísimos, y los scones son
increíbles. Y no me extraña, porque los traen a diario
recién hechos de Sinclair’s.
—¿Te refieres a la panadería del padre de Sinclair? —
pregunto.
—Exacto, está ahí detrás —me explica Tori apuntando
hacia la parte baja de la calle empedrada—. A partir de las
seis de la tarde lo tienen todo a mitad de precio. A veces
Sinclair nos trae lo que ha sobrado al internado.
—¿El pan del desayuno también es de Sinclair’s? —
quiero saber.
Tori asiente.
—Es práctico, ¿no te parece? Mira, esto es Second
Chance. A veces tienen piezas vintage realmente bonitas.
Un poco más abajo hay un pub, una floristería, un cine
pequeñito y luego la tienda más importante que
encontrarás aquí: ¡la librería Ebrington Tales! No es que
tengan una selección muy amplia, pero el año pasado por
fin añadieron una pequeña sección de LGBTQIA+. Tuve que
pedirlo solo cuatro veces, pero les enseñé fotos de la
librería Waterstones de Edimburgo y lo acabaron
comprendiendo.
—¿Por qué no vamos el viernes? —propone Olive
mirando a Tori.
—¿A Edimburgo? —pregunta Tori antes de volverse
hacia mí—. ¿Te gustaría venir con nosotras, Emma?
Evito mirar a Olive mientras asiento.
—Claro que me gustaría, mucho. Pero viene mi madre de
visita.
—Ah, qué bien —replica Tori enseguida—. ¿Y el fin de
semana siguiente? Podemos improvisar sobre la marcha,
¿verdad, Livy?
Olive se limita a asentir.
—Nos hemos olvidado de Irvine’s —prosigue Tori
señalando hacia el otro lado de la calle—. En realidad
vendría a ser todo en uno: supermercado, farmacia,
droguería y servicio postal.
—Y venden alcohol —añade Olive—. Al menos cuando le
toca a Kit atender en la caja.
—Hablando del rey de Roma —murmura Tori
agarrándome de la manga de la chaqueta. Cuando me
señala hacia una callejuela estrecha entre las casas,
comprendo a qué se refiere. Al cabo de un momento
reconozco a William, el hermano de Tori, y a Kit.
—No puede ser... —musita Olive con incredulidad
mientras Tori se lleva el índice a los labios. Will tiene la
espalda descansando en la pared en la que Kit se apoya con
el antebrazo por encima de su cabeza. Luego tira de Kit
para atraerlo y lo besa.
—William Belhaven-Wynford —susurra Tori para sí
misma, incapaz de creer lo que ven sus ojos—. ¿Se puede
saber qué estás haciendo?
Olive suelta una carcajada.
—¿Cómo es posible que él se lo monte tan bien y Sinclair
y tú no?
—Silencio —murmura Tori mientras seguimos andando
—. Yo no quiero nada con Sinclair.
—Claro, claro...
—¿Cómo van las cosas con Val? —pregunto, y Tori se
vuelve enseguida hacia mí.
—Muy bien, creo. Está muy ocupado entre las clases y
los entrenamientos, por eso no hemos hablado todavía —
responde con una sonrisa, y tal vez solo son imaginaciones
mías, pero creo detectar cierta decepción en su tono de
voz.
—Seguro que pronto tendrá más tiempo —le digo.
—Eso espero —replica ella asintiendo.
—¿Podríamos pasar un momento por Irvine’s? —sugiere
Olive—. Necesito pasta de dientes.
Las sigo hasta la tienda y una vez dentro constato que
realmente la variedad de la oferta es impresionante. Tori
llena la cesta de cosas para picar entre horas y Olive se
limita a un par de artículos de la sección de droguería.
Cuando volvemos a la caja por los estrechos pasillos, veo a
un hombre frente al mostrador. El pulso se me acelera
cuando advierto el bastón sobre el que se apoya. El señor
Ward... De inmediato recuerdo la mala sensación que me
dejó el examen sorpresa del día anterior. ¿Y si ya ha
empezado a corregirlos? Vuelve la cabeza hacia nosotras
mientras el tipo que hay tras el mostrador abre un armario
de la farmacia. El señor Ward coge el paquetito blanco que
está sobre el mostrador y se lo guarda enseguida en el
bolsillo interior del abrigo.
Me quedo quieta mientras Tori y Olive lo saludan.
—¿No tienen clase? —pregunta el señor Ward mientras
paga—. ¿Ni entrenamientos de atletismo? —añade con un
desprecio tan claro que me hiela la sangre. ¿Es que me ha
visto entrenando con Henry? Pero, aunque nos hubiera
visto, ¿qué más le da?
No consigo responder nada; por suerte Tori intercede en
mi lugar.
—No, señor. Esta tarde no —contesta ella con una
amabilidad algo impostada.
Al señor Ward se le ensombrece el rostro.
—Entonces procuren regresar puntales a la hora de
estudio —nos advierte. Saluda al vendedor asintiendo con
la cabeza y se marcha.
—Todavía faltan casi dos horas —murmura Olive
mientras el señor Ward cruza la puerta, que hace sonar la
campanilla de nuevo al cerrarse. Olive y Tori pagan sus
compras y yo me quedo a su lado, notando todavía la
mirada penetrante del señor Ward. No puedo evitar pensar
en las respuestas evasivas que mi madre me dio por
teléfono. Quizá debería insistir un poco más cuando venga
a verme este fin de semana.
El señor Ward ya ha desaparecido cuando salimos de la
tienda. Tori se empeña en arrastrarme hasta la cafetería y
Olive se despide de nosotras para volver al internado. La
verdad es que no puedo decir que me dé pena
precisamente, ya que a solas con Tori me siento mucho más
a gusto. Además, hay algo sobre lo que me gustaría hablar
con ella desde hace tiempo, por lo que me armo de valor y
cuando por fin nos sentamos en la cafetería, tras tomar un
sorbo de té, se lo suelto.
—Tori, tú... —empiezo a decir, aunque tengo que tragar
saliva cuando compruebo la expectación con la que me
mira—. No sé cómo decirlo para que no parezca una
estupidez, pero...
—Da igual lo que sea, seguro que no me parecerá
estúpido —me interrumpe con una sonrisa.
—Es solo que... ¿Sabes si he hecho algo mal y Olive
está... enfadada conmigo por algo?
Tori guarda silencio unos instantes que me parecen
demasiado largos.
—No te preocupes si a veces te parece un poco
antipática, no lo hace con mala intención. Es su carácter de
Escorpio, que a veces aflora —explica; luego hace una
pequeña pausa antes de continuar—: Entre ella y yo las
cosas son un poco complicadas hace tiempo, pero estoy
segura de que no tiene nada que ver contigo —me asegura
—. Llevábamos mucho tiempo siendo una pandilla muy
cerrada y Olive..., bueno, digamos que no lleva bien los
cambios.
Cambios... Es decir, yo.
—Ah, bueno —musito mientras remuevo mi té.
—Me alegro de que estés aquí, Emma —me dice Tori de
repente con una sonrisa—. Y estoy convencida de que no
soy la única que lo piensa.
12

Henry

Siempre ocurre lo mismo al principio del curso. Todo


sucede de golpe y a una velocidad increíble. Los días pasan
volando, y la verdad es que me encanta. Esa sensación de
tener un montón de trabajo y de encontrarte justo en el
lugar indicado. Bueno, en tardes como esta en las que hay
entrenamiento de rugby y tendré que aguantar las miradas
implacables de Valentine Ward no lo parece mucho, pero al
fin y al cabo me lo he buscado yo.
No sé si empiezan a notarse los entrenamientos con
Emma, pero de todos modos llego rendido a la cama todas
las noches. Tanto que apago el portátil poco después del
cierre del ala sabiendo que ni siquiera podré concentrarme
en la trama de la serie que estoy viendo en Netflix. Y hoy
igual, aunque para variar no será porque esté demasiado
cansado, sino porque no puedo parar de pensar en Emma.
En sus dedos entre mis escápulas cuando me dice: «¡Bien
erguido, Henry!». En su cuello esbelto y en el sudor que le
deja la piel brillante. No sabía que eso pudiera resultar
excitante, pero ¿qué le voy a hacer? Después de correr,
cuando estoy en la ducha y noto el sabor salado de mi
propio sudor en la lengua, pienso que ojalá fuera el suyo.
No puedo evitarlo.
Aparto el portátil, apago la luz y me tiendo de espaldas.
Me pesa la cabeza, pero no cierro los ojos. Me quedo
mirando fijamente la oscuridad, pensando en su cuerpo. Me
imagino poniéndole las manos en la cintura,
acariciándosela y notando la suavidad de su piel. Porque el
top se le desliza hacia arriba y no hace nada por evitarlo,
como si le pareciera bien. Pienso en sus labios rosa y en
sus mejillas, que parece que imiten ese mismo color cuando
lleva ya un rato corriendo. Pienso si también se le
sonrosarían si se tendiera debajo de mí y me permitiera
descubrir su cuerpo con la boca, pronunciando mi nombre
de ese modo tan bonito y que suena tan bien, echando la
cabeza hacia atrás y estirándose para pegarse a mí.
Pensar en todo eso basta para que la respiración se me
acelere y los bóxers me queden más apretados. Cierro los
ojos mientras me imagino a Emma metiendo la mano
dentro, pero tengo que abrirlos de nuevo cuando oigo la
puerta de mi habitación.
—Hola —susurra Grace mientras cierra la puerta tras de
sí—. Sé que ya ha pasado la hora de cierre del ala, pero...
—empieza a decir, aunque se calla de repente cuando me
incorporo y busco a tientas el interruptor de la luz,
parpadeando y tapándome la entrepierna con las mantas—.
Ay, ¿te habías dormido ya?
—No, yo... —Me aclaro la garganta, pero mi voz suena
ronca de todos modos—. Es que he acabado agotado del
entrenamiento —miento mientras noto todavía
palpitaciones entre las piernas—. ¿Todo bien? ¿Qué haces
aquí?
Grace se queda de pie junto a la puerta y yo no me
levanto, porque no solo tengo una erección, sino que
además la erección no tiene nada que ver con ella.
—Estaba todavía en la habitación de Olive y he
pensado...
No llega a decirlo, pero tampoco hace falta. Sé
perfectamente lo que quiere decir. Que desde mi vuelta
todavía no hemos hecho nada, y que antes ocurría todo lo
contrario cuando llevábamos tantos días sin vernos. Solía
pasarme todo el viaje de regreso pensando en cómo la
besaría y la tendería sobre el colchón. Pero eso era antes,
cuando pasábamos noches furtivas juntos, los primeros
tocamientos prohibidos, las primeras veces en camas
demasiado estrechas... No sé cuándo terminó todo eso.
Tampoco es que fuera una decisión consciente, sino un
proceso lento y gradual.
Debería decir algo, preguntarle si quiere dormir
conmigo, por ejemplo. Debería hacerlo, pero no estaría
bien. Me resisto a admitirlo, pero no estaría bien.
—Bueno, nada, lo siento, no quería despertarte —se
disculpa Grace.
—No me has despertado —respondo, y es verdad:
todavía estaba despierto porque soy un cabrón que estaba
pensando en otra chica.
—Creo que será mejor que me vaya —dice ella
agarrando ya el picaporte. Yo no digo nada para evitarlo,
me limito a esperar a que se dé la vuelta para largarse y lo
hace poco a poco, como si me estuviera concediendo una
oportunidad que yo debería aprovechar. Pero decido no
hacerlo y ella se vuelve una vez más hacia mí.
—Escríbeme cuando hayas llegado a casa —le pido, y la
verdad es que me doy bastante asco—. ¿De acuerdo?
—Sí —contesta Grace tragando saliva y obligándose a
sonreír—. Que duermas bien, Henry.
—Tú también —susurro.
Grace se marcha. Acabo de echar a mi novia. Espero
hasta que ha cerrado la puerta del todo y aguzo el oído
antes de dejarme caer de nuevo en el colchón y taparme la
cara con la almohada para que no se oiga el sonido de
frustración que sale del fondo de mi garganta.

Emma

¿Qué hago aquí? No tengo ni la menor idea, solo sé que


por algún motivo era mucho más agradable recorrer estos
pasillos vacíos al lado de Henry. No me fijé en lo oscuros y
tenebrosos que pueden llegar a ser. Tal vez la lluvia
también tenga algo que ver, ya que azota contra los
cristales de las ventanas impulsada por el viento, que silba
en contacto con los muros. No paro de sobresaltarme y de
mirar a mi alrededor cada vez que oigo un ruido extraño, y
rezo para que nadie me pille. No es tan tarde como la
última vez, cuando Henry y yo volvíamos de la fiesta, pero
dudo que por ese motivo el castigo sea menor si me acaban
pescando. Hace mucho que han cerrado las alas y debería
estar en mi habitación, pero no podía parar de pensar en
los estantes de los anuarios.
Este mediodía, cuando he entrado en la biblioteca de la
escuela, enseguida me ha quedado claro que hojear estos
libros durante el día no es una opción. Al menos no
mientras el señor Elling, el bibliotecario, esté recorriendo
los pasillos con su carrito y haya un montón de compañeros
míos sentados a las mesas. Los anuarios están excluidos del
préstamo, por lo que al final he optado por llevarme las tres
novelas que tenemos que leer para la clase de Inglés de la
semana que viene, pensando ya en cuál sería el mejor
momento para venir a consultar los anuarios con
tranquilidad.
No sé qué puedo esperar de todo esto. Es posible que
encuentre una fotografía de mis padres, pero ¿qué me
aportará eso, después de todo? Solo serviría para
torturarme todavía más, para buscar más semejanzas y
recordarme una vez más que no he avanzado ni un solo
paso en esta búsqueda sin sentido. Pero ¿qué le voy a
hacer? Las tripas me obligan a intentarlo, o sea que en el
fondo no tengo elección.
Cuando por fin veo las grandes puertas dobles al final
del pasillo, respiro aliviada. Suena un leve chirrido cuando
las abro.
No sé qué tienen las habitaciones repletas de libros,
pero es como si me sintiera protegida por ellos o algo así.
Mis pasos ya no resuenan, sino que el sonido queda
amortiguado por el papel, y el olor también es distinto: a
madera, papel, polvo y promesas.
El candelabro está en el mismo lugar que la otra vez,
pero no me atrevo a encender las velas. Me limito a sacar
el móvil del bolsillo de la sudadera. La luz fría de la linterna
no encaja bien con el lugar, pero no puedo arriesgarme a
un accidente con fuego que acabe incendiando el
internado. Es lo típico que me pasaría a mí, así que decido
andar sobre seguro.
Recorro el estante hasta que me planto frente a los
anuarios. Mi mirada repasa rápidamente las fechas de los
lomos.
Año 1994. El corazón me da un vuelco cuando por fin
encuentro el curso que estaba buscando.
Extiendo la mano y cuando las yemas de mis dedos
entran en contacto con la lisa piel del lomo me vienen
dudas de nuevo. No es que espere mucho de estas
fotografías de anuario. Ya he visto fotos de mis padres
cuando tenían mi edad. Pero en cierto modo es distinto
verlas en nuestro sótano que aquí, en la vieja biblioteca del
internado, cuyas paredes podrían contar más historias que
nadie.
Trago saliva y saco por fin el libro en cuestión. Pesa más
de lo que me imaginaba, por lo que dejo el móvil en el
estante, sujeto el anuario con las dos manos y soplo la fina
capa de polvo que se ha acumulado sobre el borde superior.
«Promoción de 1994», leo, y paso el pulgar por encima
de la inscripción antes de abrir el anuario.
Tiene muchas páginas. Tantas que en algún momento
me acabo sentando sobre las tablas de madera del suelo
mientras ilumino las páginas con la linterna del móvil.
Repaso la lista de nombres y contengo el aliento cuando
por fin encuentro lo que buscaba.
«Laura Beck.»
«Jacob Wiley.»
Laura y Jacob. Mamá y el hombre que, de haber querido,
podría haber sido un padre para mí.
Y luego me da por leer el nombre que queda dos líneas
por encima del de mi padre.
«Alaric Ward.»
¿Es él? ¿El señor Ward? ¿Estaban en la misma clase?
Sigo pasando hojas. Son fotografías de grupo de la clase
de quinto. Hay diez, máximo quince niños en cada imagen,
y tengo que analizarlos a todos. No para encontrar a mamá,
ya que ella llegó al internado en séptimo, sino para ver si
mi padre estuvo aquí desde el principio. Y lo mismo para el
señor Ward.
Ya he repasado casi todas las fotografías y me planteo la
posibilidad de volver a empezar desde el principio cuando
me paro a pensar.
Son los ojos los que por un momento me hacen creer
que me estoy viendo a mí misma de niña. El pelo rubio en
algún momento se le volvió más oscuro. Pero a mí no.
Es mi padre y debe de tener unos once años, doce como
mucho. La punta de la nariz casi me toca el papel de tanto
que me acerco al anuario, pero no consigo distinguir si el
señor Ward también se encuentra entre los alumnos de la
fotografía. No es hasta que veo las fotos de séptimo curso
que puedo estar segura. Aparece de pie junto a mi padre y
no parece ni mucho menos tan amargado como hoy en día.
Más bien tiene cara de pillo. Un poco como Valentine
cuando no está lanzando una de sus presuntuosas miradas.
Entonces descubro a mamá. Por supuesto. En la clase de
séptimo, el primer año que pasó en la Dunbridge Academy.
Está en la parte de atrás y parece algo tensa y tímida. No
es en absoluto como yo la conozco. Mi padre lleva el pelo
un poco más largo y tiene un aspecto algo rebelde a pesar
de ir vestido como todos los demás. El uniforme escolar no
parece hecho para él. Mira a la cámara y no sonríe.
Paso otra página y sigo examinando las fotos del octavo,
noveno y décimo curso. En undécimo están uno junto al
otro, y la mano de papá se encuentra en algún lugar tras la
espalda de mamá. Ella no mira a la cámara, sino a él. Él
finge no darse cuenta, pero su sonrisa revela lo contrario.
Sabe perfectamente lo que hace. Es la primera imagen en
la que el señor Ward no aparece al lado de mi padre, sino
una fila por detrás, aunque también lo mira, como si
estuviera celoso. Mis padres encajan de un modo extraño.
Mamá parece formal, y mi padre, audaz como un
aventurero, como alguien que espera de la vida algo más
que unir los puntos y seguir las reglas que otros han
concebido. Parece imprevisible, alguien imposible de
juzgarte, capaz de prometerte la luna un día y largarse sin
dejar rastro al día siguiente porque va y viene como las
mareas. Por aquel entonces ya era así, y mamá se enamoró
de él de todos modos.
Se me hace un nudo en la garganta a medida que sigo
pasando páginas. Más fotos de la clase de undécimo, pero
sin mi padre, lo que me sorprende. Y sin el señor Ward.
Vuelve a aparecer en las fotografías de duodécimo, pero
¿dónde estuvo mientras tanto? ¿Y por qué parece tan
cambiado? Es como si hubiera desaparecido la luz de sus
ojos. Me quedo mirando esas fotos como si pudieran
ofrecerme respuestas, pero no encuentro ninguna. Solo veo
imágenes del principio de curso, y luego las del baile de
graduación. Vestidos de fiesta, caras sonrientes y birretes
lanzados al aire. Fotos de grupo. Mamá mostrando su
diploma con una sonrisa en los labios. Ni rastro de mi
padre. Quizá justo en ese momento estaba en algún
escenario, pensando que había triunfado. Que le había
tocado el gordo, que estaba cumpliendo un sueño y había
conseguido engañar al sistema.
Fue la primera vez que la dejó. Sé que después de esa lo
hizo en más ocasiones. Que regresó a buscarla mientras
mamá estudiaba la carrera, después de no haber
conseguido ningún contrato discográfico en Londres. Que
vivieron juntos un par de años y luego se marchó de nuevo,
cuando ella se quedó embarazada. Que volvió una vez más
poco antes de que yo naciera, y que se mudaron juntos a
Alemania, donde las cosas fueron bien durante un tiempo,
hasta que se terminó la buena racha. Que todo parecía
asfixiarlo: el piso, la relación, su hija. Yo. Que yo lo
asfixiaba. Y ahora no tiene ni la menor idea de que estoy
aquí sentada, decidida a descubrir quién fue entonces y
quién es ahora. Pero no he avanzado nada. ¿Qué esperaba?
Un ruido me sobresalta.
Cierro el anuario, me pongo en pie y aguzo el oído unos
segundos, sin moverme ni un pelo.
Tengo el corazón acelerado.
Pero solo ha sido el viento.
Henry

Es una verdadera tortura salir de la cama mientras el


internado entero todavía duerme. El internado entero
excepto Emma y yo. Tal vez por eso, en cierto modo, me
motiva ponerme la ropa deportiva y cepillarme los dientes
con los ojos aún hinchados mientras el sol arroja sus
primeros rayos sobre los viejos muros de la academia.
Me bebo media botella de agua y me calzo las zapatillas
de correr antes de bajar.
Llego tarde. Emma me espera ya en el patio trasero.
Cuando salgo y me acerco a ella veo que tiene la pierna
izquierda sobre una maceta enorme y está estirando un
poco.
—Hola —me saluda. Me encanta oír su voz todavía un
poco ronca, algo adormilada—. He pensado que podemos
correr hasta el complejo deportivo y hacer unos cuantos
intervalos antes de la carrera matinal, ¿te parece bien?
Suelto un gemido y sigo a Emma, que ya ha empezado a
correr.
—¿Intervalos de buena mañana?
—Sí, son muy efectivos. Confía en mí.
—No, si no lo dudo...
Ella no dice nada, pero su mirada trepa por los muros
del internado. Cuando la sigo, reconozco una figura que
nos observa desde lo alto: es el señor Ward, que nos dedica
una mirada sombría, como si estuviéramos haciendo algo
prohibido. Por un instante Emma parece descolocada, pero
luego desvía la mirada bruscamente.
—¿Cómo has dormido? —me pregunta mientras
cruzamos el portal de la muralla corriendo.
Se oye el trinar de los pájaros más madrugadores y,
como suele ocurrir a finales de verano, los velos de niebla
quedan suspendidos sobre los prados. Decido no sacar el
tema del señor Ward. La carrera matinal debería ser un
momento para olvidarse de todo, y no para pensar en el
mal carácter del profesor de Inglés.
—Bien —respondo con sinceridad—. Por las noches
caigo enseguida.
—¿Intentas dormir al menos siete horas? —insiste, y no
puedo evitar sonreír.
—¿Hay alguna posibilidad de que empecemos más tarde
si te digo que no?
Emma se ríe.
—Digamos que no.
—Lástima.
—Pero podría pasar por la noche y quitarte el móvil para
que no estés despierto más allá de las diez.
—No es necesario, ya estaré dormido a esas horas.
—Muy bien, así me gusta —replica Emma riendo de
nuevo.
—¿Y tú? —pregunto—. ¿Te has adaptado ya un poco?
—Sí, creo que sí —contesta. La grava cruje bajo nuestros
pasos y noto que el pulso se me acelera por momentos.
Hace un tiempo a estas alturas ya estaba sin aliento, pero
ahora apenas tengo la sensación de estar entrando en calor
—. Mi madre viene a verme este fin de semana —me
cuenta.
No puedo evitar sonreír, porque me lo comenta como si
nada, pero en realidad detecto en su voz lo mucho que se
alegra, y eso a su vez me alegra también a mí, sobre todo
cuando pienso que el primer día nadie pudo acompañarla.
—Qué bien.
—Sí. Espero que haga buen tiempo. Queremos ir de
excursión a las Highlands.
—Es más auténtico si llueve —le digo—. Aunque creo
que tendréis suerte.
—¿Cómo es la relación con tus padres? —me pregunta—.
¿Solo los ves durante las vacaciones?
—Sí, más o menos —respondo—. Alguna vez vienen a
Edimburgo durante el curso, pero normalmente somos
nosotros los que vamos a verlos a ellos. Agrupan los días de
vacaciones para que podamos pasar el mayor tiempo
posible juntos.
—¿Con tus hermanos?
—Sí —asiento—. Antes era más fácil, cuando Theo,
Maeve y yo hacíamos vacaciones al mismo tiempo. Pero
desde que estudian en la universidad las cosas se han
complicado un poco en ese sentido. Suelen tener prácticas
obligatorias durante las vacaciones semestrales.
—¿En el hospital?
—Exacto.
—Veo que sois una verdadera familia de médicos —
comenta Emma.
—Sí, mis abuelos también trabajaron en el ámbito
sanitario —le explico encogiéndome de hombros—. Soy el
primero que quiere romper esa tradición.
—Tienes que hacer lo que realmente te apasione —
contesta ella—. Es lo más importante.
—Tal vez.
—No, tal vez no, Henry. Estoy segura al cien por cien.
—Sí, bueno. Ya veremos. Creo que en el fondo todos
esperan que acabe cambiando de opinión en el último
momento. Quiero decir... que la mayoría de los que
estudiaron aquí se han acabado dedicando a la medicina, al
derecho o a la economía.
—Pero ¿crees que les gusta? —pregunta Emma—. ¿O lo
hacen solo para cumplir con lo que se espera de ellos?
—Esa es la cuestión... —reflexiono, aunque su sonrisa
me hace dudar—. ¿Qué pasa?
—Que creo que deberíamos aumentar el ritmo. Estás
hablando con frases de más de tres palabras.
—Oh, no —gimoteo.
—No te preocupes, con los intervalos llegaremos a la
máxima frecuencia cardiaca.
—No me imagino nada mejor que eso.
—Yo tampoco —responde Emma, y por desgracia cuando
lo dice ella no suena irónico en absoluto.
Al final mantiene su promesa y nada más llegar a la
pista de atletismo claramente aumenta el ritmo. Los
primeros rayos de sol caen sobre el campo de rugby. Sin
embargo, si al cabo de un minuto me escuecen los ojos no
es por la luz del sol, sino por el sudor.
Lo que Emma entiende por intervalos es de verdad
agotador. Y creo que no corre ni mucho menos tan deprisa
como podría. Es de locos, cuando la ves hasta parece fácil y
todo. Corro tan rápido como puedo y no me permite bajar
el ritmo hasta que tengo la sensación de que el corazón me
saltará del pecho en cualquier instante.
—Procura mantener la pelvis recta —me indica mientras
bajamos un poco el ritmo entre dos sprints. Entrenando con
Emma no te quedas parado ni un momento, eso lo he
entendido enseguida. Las únicas posibilidades son correr a
un ritmo realmente intenso y trotar de un modo relajado.
Tiene las mejillas enrojecidas y se le han soltado un par de
mechones cuando se me acerca. Me pone las manos en las
caderas y el corazón me da un vuelco.
—No debes dejar que te quede inclinada hacia delante.
Imagínate que llevas un vaso de agua en el cuerpo y que
debe quedar derecho en todo momento para no derramar
ni una gota.
—Qué imagen tan extraña —jadeo.
—Ya lo sé, pero ayuda, ¿no crees?
Ayudaría si apartara las manos de una vez, aunque
cuando por fin las retira lamento que lo haya hecho. La piel
me arde donde me ha tocado. De repente pienso en la
noche anterior, cuando no le dije a Grace que se quedara
conmigo. Pienso en su mirada, en todas esas cosas que no
nos hemos dicho. Me obligo a dejar de pensar, no hay otra
opción. De lo contrario deberé asumir el hecho de que
Emma ocupa demasiadas horas al día en mi mente y Grace
merece que le sea fiel. Sin embargo, tengo claro lo que eso
significa. Y no puedo. No le puedo hacer algo así.
—Tres intervalos más y acabamos por hoy —decide
Emma.
—¿Todavía faltan tres? —pregunto mientras entierro
estos pensamientos en lo más profundo de mi mente—.
Estás zumbada.
—No, es que tenemos que llegar al área anaeróbica —
me explica como si fuera ella y no yo quien saca
sobresalientes en Biología. En ese mismo instante me doy
cuenta de que esta chica ha nacido para esto, para estudiar
Ciencias del Deporte en esa universidad alemana. Y de que
no quiero que se marche cuando termine el curso. No
quiero.
—Hace ya una hora que estoy en la zona anaeróbica —
me quejo.
—Lo dudo mucho —replica echando un vistazo a su
cronómetro—. De acuerdo, dentro de quince segundos
volvemos a arrancar a máxima intensidad.
Suelto un gemido, pero ¿qué remedio me queda?
Cuando Emma echa a correr, yo también.
—¿Cómo...? —jadeo cuando al cabo de un minuto y
medio modera el ritmo de nuevo—. ¿Cómo demonios
puedes correr tan deprisa?
Ahí está de nuevo, esa sombra que se cierne sobre su
rostro.
—Solo es cuestión de técnica y de condición física —me
dice, y seguramente tiene razón, pero no me lo creo. Tiene
que haber algo más, aunque tal vez no quiere hablar de eso
conmigo. Y no pasa nada. Tan solo espero que haya alguien
más con quien pueda hablarlo. Alguien con quien pueda
hablar sobre cualquier cosa, pero también sobre las que le
vienen a la cabeza cuando la mirada se le pierde durante
las clases y su rostro adopta esa expresión de profunda
preocupación—. De acuerdo, no. En realidad no es cierto —
admite, lo que me sorprende muchísimo. Se me queda
mirando antes de continuar—. ¿Alguna vez te han hecho
daño de verdad?
De repente me siento fatal, aunque para ser sincero no
tengo nada claro por qué. Es evidente que hay cosas que
me duelen. Cuando tengo que despedirme de mis padres en
el aeropuerto. Cuando pienso que no podré estar con mis
amigos en esta escuela para siempre. Y cuando me peleo
con Grace. Aunque, en realidad, tampoco es que nos
peleemos. La última vez que discutimos fue hace un mes, y
ni siquiera recuerdo el motivo. La verdad es que casi no
hablamos, y eso que tenemos muchas cosas que decirnos.
Pero los dos sabemos qué sucedería después. Tendríamos
que aceptar que lo nuestro ya no tiene sentido. Que solo
podemos discutir si todavía sentimos algo. Y yo ya no siento
nada.
—Tienes que pensar en el dolor —insiste Emma, y yo me
prohíbo seguir pensando en Grace. Porque noto que Emma
está a punto de contarme algo que no le ha contado a nadie
más—. En lo que sientes cuando la gente a la que amas se
marcha y te abandona. Tienes que visualizarte
persiguiendo un tren que se te escapa, imaginar que no
corres lo bastante rápido. Cada vez acelera más y dentro va
esa persona que quieres que te haga caso de una maldita
vez. Pero se marcha sin que puedas hacer nada para
evitarlo. De manera que echas a correr tan rápido como
puedes. Porque es lo único que eres capaz de hacer. Tienes
que pensar en eso y, con un poco de suerte, algún día
alcanzarás ese estado en el que notas la mente vacía y deja
de importarte tanto el dolor.
Estoy seguro de que habla de su padre, pero no me
atrevo a preguntárselo.
Durante unos segundos se impone un silencio
implacable entre nosotros. Me la quedo mirando, pero
Emma desvía la mirada. Me doy cuenta de que nos
habíamos quedado parados cuando da unas palmadas.
—Da igual, olvídalo. Vamos a por el siguiente intervalo.
Echa a correr de nuevo y no puedo más que seguirla
mientras los pensamientos se agolpan en mi cabeza.
¿Por qué no le he dicho nada? Algo como «Siento que
hayas tenido que pasar por eso. Cuenta conmigo si quieres
hablar de algo». En lugar de eso me quedo callado y me
limito a observar cómo lidia sola con sus problemas.
Corriendo. Y entonces lo comprendo: cuando lleva su
cuerpo al límite, sus pensamientos quedan aplacados.
Cuando está ocupada concentrándose en su respiración
para seguir corriendo, no queda sitio para las emociones.
Aumento el ritmo y entonces Emma anuncia el siguiente
sprint.
«Tienes que pensar en el dolor.»
Probablemente signifique algo el hecho de que no sea el
rostro de Grace el que visualizo. En lugar de eso me
acuerdo de esa sensación de angustia que se apodera de mí
cuando mamá y papá me abrazan por última vez en el
aeropuerto. Pienso en todas esas despedidas tan jodidas y
que ya se han vuelto tan normales que no deberían seguir
doliéndome. Pero siempre me resultará insoportable
sentirme solo de golpe en alguna parte. Pienso en Maeve
subiendo al tren para regresar a Saint Andrews después de
haber venido a verme, en cómo me quedo solo en el andén,
quieto, sin perseguir el tren. Ahora no voy quedarme
parado.
Me arden las pantorrillas y los muslos, tengo los
pulmones abrasados y el pulso aceleradísimo. Cuando por
fin termina el último sprint, estoy bastante seguro de que
de un momento a otro vomitaré.
Me detengo y, cuando noto que se me contrae el
estómago, me doblo hasta quedar agachado. Siento que la
sangre me palpita en los oídos y veo lucecitas frente a los
ojos. No consigo respirar lo suficientemente rápido para
que los pulmones obtengan ese oxígeno que tanto ansían.
—¡Nada de eso, arriba, Henry! —exclama Emma, y noto
que me pone la mano en el hombro cuando me arrodillo.
También la hierba fría y húmeda bajo las palmas de las
manos mientras reprimo las náuseas—. Los brazos por
encima de la cabeza, vamos. Enseguida te sentirás mejor.
Oigo su voz amortiguada, como si me llegara a través de
una gruesa capa de algodón, pero de algún modo mi cuerpo
obedece.
—Respira con la barriga. Tienes que mantenerte en
movimiento para que no sufras una bajada de tensión. Y
avísame si necesitas vomitar.
Suelto un gemido.
—Estás loca —consigo jadear. El sonoro murmullo que
me llena los oídos remite poco a poco. Me pone la mano
entre las escápulas, a pesar de que tengo la camiseta
empapada en sudor. Y no tengo ni idea de por qué
demonios pienso precisamente en eso.
—¿Estás mejor? —me pregunta cuando por fin me
recupero un poco y me veo capaz de levantar la cabeza.
—Necesito sentarme —murmuro.
—Enseguida —me promete—. Acabamos de llegar al
máximo.
No puedo evitar fulminarla con la mirada.
—Casi me muero.
—Sí, casi —replica con una sonrisa.
—Y todavía ni he desayunado...
—Lo has hecho muy bien, Henry. Estoy orgullosa de ti.
—¿Porque he estado a punto de vomitar?
—Sí —responde encogiéndose de hombros—. Has
llegado a tu límite.
—Y que lo digas —comento mientras noto que mi pulso
recupera poco a poco el ritmo normal.
—Es importante para que progreses con los
entrenamientos. De verdad. Avísame cuando estés listo y
regresaremos los dos juntos corriendo. Los demás deben de
estar a punto de empezar con la carrera matinal.
—¿No nos la podemos saltar? —digo con la vana
esperanza de que acepte, pero Emma niega con la cabeza
de un modo rotundo.
—No es posible, lo siento. Pero correremos despacio.
Nos servirá como recuperación.
—No tienes corazón.
—Por suerte, sí. Si no, no podría correr tan rápido.
Viendo que no hay nada que hacer, asiento cuando poco
después Emma señala el edificio de la escuela con gesto
interrogativo. Corre a un ritmo muy lento, pero mi
estómago sigue quejándose.
Llevo la camiseta pegada al cuerpo y el sudor me
escuece en los ojos. No obstante, según nos acercamos al
internado, no puedo dejar de pensar en lo que me ha
contado Emma. A lo lejos veo a los demás alumnos
cumpliendo con la vuelta de rigor con más o menos ganas.
Vuelvo la cabeza y miro a Emma.
—En realidad quieres encontrarlo, ¿verdad? —pregunto.
Ella titubea un poco, pero estoy seguro de que ha
comprendido a qué me refiero. A su padre. Al hombre que
le dio motivos para correr hasta no poder más.
Emma traga saliva.
—Creo que sí —confiesa.
Asiento, y en ese mismo instante sé que haré todo lo
posible para ayudarla a encontrarlo.
13

Emma

Es increíble lo rápido que se asimila una nueva rutina.


No hace ni tres semanas que estoy en el internado y ya no
tengo que consultar en el horario qué asignatura me toca
en cada momento. Sé cuándo tengo Inglés o Matemáticas,
por ejemplo. Más que nada porque los nervios en forma de
dolor de barriga se encargan de recordarme que pronto
veré al señor Ward. En Matemáticas me las arreglo bien,
pero en Inglés no para de insinuarme que voy por detrás de
los demás. No quiero ni pensar en cuando nos devuelva el
examen sorpresa sobre los libros que estamos leyendo. Ni
siquiera me consuela el hecho de no tener problemas con
ninguna de las demás asignaturas. Además, no es ni mucho
menos lo único que me trae de cabeza. Por los pasillos
siempre noto las miradas que me lanza Grace. A veces
incluso preferiría que la tomara conmigo abiertamente,
porque entonces al menos sabría a qué atenerme. Pero es
amable y simpática, lo cual solo dificulta todavía más las
cosas. El lunes, de hecho, la acompañé al entrenamiento de
atletismo, pero no pude evitar sentirme mal, porque pocos
días antes había estado en aquella oscura biblioteca con
Henry y desde entonces no paro de imaginarme besándolo.
Me sorprende tener tiempo para pensar en esas cosas.
Mis días están planificados y siguen un esquema muy
determinado. De ocho a una tengo clases, y de una a dos, la
pausa para almorzar. Luego tengo más clases y
entrenamientos o servicios comunitarios. Me dieron a
elegir entre ayudar a los más pequeños con los deberes o
trabajar en la enfermería, en la biblioteca o en el jardín, y
me decidí por esta última opción. Por eso una tarde por
semana me uno a un grupo de alumnos que ayuda al señor
Carpenter y al señor Ringling en los trabajos de jardinería
de los vastos terrenos del internado.
Confieso que no me importa que Olive cumpla el servicio
como socorrista en la piscina, así puedo estar a solas con
Tori mientras ayudamos al señor Carpenter. A estas alturas
ya estoy bastante segura de que eligió ese servicio para
coincidir con Valentine Ward y, aunque esté mal decirlo,
tengo que admitir que ese chico no me cae demasiado bien.
Y no tanto porque sea el sobrino del señor Ward, sino
porque no le hace ni caso a mi amiga. Tori me cae muy
bien, pero nos conocemos desde hace tan poco tiempo que
no me siento capaz de decirle que no se merece que nadie
juegue con sus sentimientos de ese modo. En general la veo
mucho más feliz cuando está en compañía de Sinclair,
aunque ella no parece darse cuenta de ello. Por desgracia,
él no trabaja con nosotras en el jardín, sino que se encarga
de los establos y echa una mano con las clases de
equitación, mientras que Henry da clases de repaso a los
más pequeños, como no podía ser de otro modo, ya que al
fin y al cabo quiere acabar trabajando de profesor.
Estoy bastante segura de que esta idea de los servicios
comunitarios no funcionaría jamás en mi anterior instituto.
Nadie querría pasar más tiempo del necesario en el
Heinrich-Heine. ¿Quedarse voluntariamente para recoger
las hojas secas del patio o para ayudar a los más pequeños
con los deberes? Ni de coña. Todavía resulta más
sorprendente lo muy en serio que se toman los alumnos
estas tareas en la Dunbridge Academy. Y en cierto modo es
una sensación agradable contribuir junto con los demás a
que el internado sea el mejor hogar posible para todos.
—Procura no cortar demasiado abajo, Emma.
Levanto la cabeza cuando el señor Ringling se agacha
sobre los rosales que estoy podando. Ni me había dado
cuenta de que se había acercado a nosotras.
—Es mejor por aquí. De momento solo estamos quitando
las partes marchitas.
—Ah, lo siento.
—No pasa nada. Este de aquí te ha quedado perfecto —
me elogia el señor Ringling con una sonrisa, y me relajo un
poco hasta que me doy cuenta de que se me ha quedado
observando—. Es de locos, pero cada vez que te miro veo a
tu padre. Sin duda debe de estar muy orgulloso de ti.
Por suerte, no tengo ni a Tori ni a nadie más cerca.
—No tengo contacto con mi padre —le confieso—. Mi
madre y él están separados.
—Vaya, no lo sabía —replica el señor Ringling
arqueando las cejas con genuino asombro.
—No pasa nada —le digo forzando una sonrisa—. ¿Lo
conocía bien?
—Hace mucho tiempo de eso, pero me acuerdo bastante
de él y de tu madre. Fue una lástima que dejara la escuela
después del...
El señor Ringling se detiene en seco cuando Tori,
Salome y unas alumnas más jóvenes empiezan a chillar.
—¡Sácala de ahí, sácala! —grita Salome extendiendo las
manos con cara de asco.
—¿Qué ocurre? —pregunta el señor Ringling
incorporándose de nuevo.
—¡Que hemos visto una serpiente asquerosa! —exclama
Tori agitando los brazos.
—¡¿Estáis locas?! —grita Valentine desde el otro lado del
arriate—. Era una culebrilla de cristal, y encima diminuta.
—¡Que no, que era enorme!
—Sin duda tenía más miedo ella de vosotras que
vosotras de ella —afirma el señor Ringling sacudiéndose la
tierra de las manos mientras se dirige hacia ellas—.
Además, las culebrillas de cristal en realidad no son
serpientes, sino lagartos sin patas. Y son del todo
inofensivos.
Dejo de escucharle y empiezo a pensar en lo que ha
dicho sobre mi padre.
«Una lástima que dejara la escuela.» Sí, pero ¿después
de qué?
¿Cómo puedo volver a hablar con él discretamente, sin
que se enteren las demás?
No se me presenta otra oportunidad, y un cuarto de
hora más tarde guardamos los guantes y las tijeras de
podar para regresar al internado para la hora de estudio.
—¿Te apetece una taza de té? —me ofrece Tori antes de
que me encierre en mi habitación.
A esas alturas ya sé que lo más normal es tener un
hervidor de agua en la habitación y al menos un paquete de
té English Breakfast o Earl Grey. Tengo que acordarme de
pedirle a mamá que me traiga uno cuando venga a
visitarme el fin de semana.
Hasta entonces dependo de la generosidad de Tori, y sin
duda debería compensárselo cuanto antes con una caja de
bolsitas de té.
—Si no es molestia, sí. Gracias.
Tori pone los ojos en blanco mientras abre la puerta de
su habitación con la llave.
—Deja ya esa formalidad tan exagerada. Somos vecinas
de habitación, si necesitas algo que yo tenga, simplemente
puedes cogerlo —me asegura; luego deja la puerta abierta
y yo la sigo a su cuarto—. Bueno, menos esa icónica
portada del Vogue con Harry Styles, quizá. Me costó una
fortuna, pero no pude resistirme.
Tori deja la llave sobre el escritorio, que como siempre
está repleto de libros, cartas de tarot y el equipo de cámara
que utiliza para grabarse en vídeo para sus canales de las
redes sociales. En la pared de al lado tiene colgada la
famosa portada junto a un par de polaroids y postales.
Sobre la cómoda y en el estante que tiene encima del
escritorio hay todavía más libros. Reconozco unos cuantos
del vídeo del «mes de la lectura» que me enseñó hace poco
para explicarme qué es BookTube. Pero Tori no solo tiene
seguidores en YouTube. También cuelga publicaciones a
diario en Instagram y TikTok, donde ya ha conseguido
reunir una comunidad enorme. Y no me extraña, porque
sus recomendaciones de libros y sus fotografías con la
Dunbridge Academy de fondo parecen salidas directamente
de un collage de Pinterest sobre Dark Academia.
—¿No me dijiste que querías una cadena de lucecitas? —
me pregunta Tori antes de meterse en el baño con el
hervidor de agua.
—No es necesario —respondo—. Este fin de semana mi
madre me traerá una. Pero gracias por ofrecérmela.
—¿Ya sabéis lo que haréis? —pregunta cuando regresa
del baño.
—Queríamos ir a las Highlands. ¿Y tú? ¿Irás con Olive a
Edimburgo?
—No, me había olvidado por completo de que Will y yo
tenemos que volver a casa. Se casa mi prima —me informa
Tori con un suspiro—. Y, como siempre, será un rollo.
—¿No os lleváis bien? —quiero saber.
—Sí, no es eso. Es que mi familia es muy exagerada
cuando se trata de celebraciones de este tipo.
—¿Será por todo lo alto, entonces?
—Es que ni te lo imaginas —replica—. Han alquilado un
castillo.
—Oh.
—Sí —dice encogiéndose de hombros—. Ya que llevas el
apellido Belhaven, que se note —sentencia, tras lo cual
coge dos tazas del estante en cuanto el agua empieza a
hervir. Me tiende una de color azul marino, decorada con el
escudo de la escuela—. A ti no te dice nada, ¿verdad? —
añade—. ¿Belhaven-Wynford?
Niego con la cabeza.
—Pues la verdad es que no, lo siento.
—Dios, todo lo contrario. ¡Me encanta! —exclama Tori
con un suspiro—. Cuando creces en un entorno como este
te acostumbras a que todo el mundo haya oído hablar de tu
apellido.
—Ah, no lo sabía... —empiezo a decir cortada.
—No, no me refería a eso. Quiero decir que me gusta ser
simplemente Tori —me asegura con una sonrisa—. Y no la
hija de los Belhaven-Wynford.
—Para mí siempre serás simplemente Tori —replico—.Y
seguro que para Olive, Henry y Sinclair, también.
—Cierto —repone tomando una lata enorme en la que
guarda unas bolsitas de té con forma de pirámide—.
Aunque Val comprende lo complicado que puede resultar a
veces.
—¿De verdad? —pregunto.
Tori asiente.
—Nuestras madres a menudo hacen negocios juntas.
Forman parte del mismo círculo social.
—¿Eso significa que conoces a Val de antes?
—Un poco, pero nunca hemos hablado en realidad.
Hasta ahora —me explica levantando la cabeza—. Hoy no
paraba de mirarme, ¿verdad?
Dudo un poco antes de responder, porque la verdad es
que no me he fijado.
—Sí, claro —me apresuro a responder cuando noto la
expectación de Tori.
—Sabía que no eran solo imaginaciones mías —comenta
con un suspiro—. Creo que intenta que no se le note
cuando está con sus amigos, pero de todos modos... —me
cuenta Tori, aunque se calla de repente cuando alguien
llama a la puerta—. ¡¿Sí?! —grita mientras pone una bolsita
en cada taza y vierte el agua hirviendo. Al cabo de un
momento la puerta se abre.
—Son las cuatro de la tarde, hora de estudio —anuncia
la señora Barnett asomando la cabeza.
—Lo sé, es solo que Emma quería una taza de té. —Tori
se justifica. Le dedico una mirada de disculpa a la
responsable de nuestra ala, pero esta se limita a asentir.
—Esto del té siempre funciona —me explica Tori cuando
la puerta ya se ha cerrado de nuevo—. Pase lo que pase, tú
di que solo querías tomar una taza de té.
No puedo evitar sonreír.
—Ya veo.
—¿Leche, azúcar? —pregunta Tori.
—No, gracias —respondo negando con la cabeza.
—Entonces que vaya muy bien la hora de estudio —me
desea cuando me levanto para encerrarme en mi habitación
—. A mí no podría apetecerme menos. Creo que entraré en
TikTok.
—Pásame más vídeos sobre libros —le pido riendo.
—Sabía que te engancharías al BookTok.
—Es que es la bomba.
Tori se ríe para sus adentros y me saluda con la mano
antes de que me retire a mi habitación con la taza de té.
Como siempre a esas horas, el pasillo está prácticamente
vacío. La señora Barnett sale de una habitación al otro lado
del pasillo y me saluda también antes de que me encierre
en mi cuarto.
Nada más entrar dejo la taza sobre el escritorio. Le echo
un vistazo a la cama, que me parece muy tentadora. Ya
llevo el tiempo suficiente en el internado para saber que,
con un poco de suerte, la señora Barnett no entrará a
comprobar qué estoy haciendo, por lo que también podría
pasar una hora limitándome a leer o a ver vídeos en
YouTube. Según Tori, solo los de los primeros cursos tienen
que demostrar que han aprovechado la hora de estudio.
Además, a ellos les quitan los móviles. Es una medida
bastante estricta, ahora que lo pienso, y es que en mi
antiguo instituto a nadie le importaba cómo ni cuándo
hacías los deberes. Y aunque podría dedicar este rato a
otra cosa, al final me siento ante el escritorio. Prefiero
dedicar esta hora a las lecturas de Inglés para demostrarle
al señor Ward el próximo día que tengo el nivel suficiente
para estar en la clase de nivel A.
Saco las carpetas y estoy a punto de dejar a un lado el
móvil cuando veo la notificación de Instagram. Ya hace
tiempo que me he propuesto desactivarlas, pero tampoco
quiero que Isi o cualquier otra persona cuelgue una story y
yo no pueda verla porque ni siquiera me he enterado.
De hecho, es precisamente una notificación de Isi, y
ahora tampoco puedo quedarme sin saber qué ha colgado,
sería incapaz de concentrarme. Abro la aplicación con la
intención de desactivar todas las notificaciones a
continuación.
Isi ha compartido una story de una fiesta que Betil había
colgado ya el día anterior. Parece como si estuvieran en
casa de alguien, o al menos la luz anaranjada de la sala me
recuerda al sótano de los padres de Eros. Es un selfi de
Betil y Nikola. Al verla me quedo de piedra. Y no por ellos
dos, sino porque aparecen señalando a una pareja que está
en el sofá del fondo.
Son Isi y Noah, y se están morreando. Betil levanta
todavía más el móvil y, cuando se ríe, Isi y Noah se vuelven
para mirarla.
De repente me siento como aturdida, aunque en mi
cabeza los pensamientos no paran de girar en una especie
de bucle.
Isi liándose con Noah. Noah liándose con Isi. Isi y Noah
liándose. Y no parece que estén borrachos después de una
fiesta, no. Parece más bien la explicación al hecho de que
Isi no responda a mis mensajes de WhatsApp. Porque está
liada con Noah. Y eso que no paraba de ponerlo verde
mientras estuvo saliendo conmigo. Y eso que cuando me
dejó me aseguró que, en el fondo, era afortunada, porque
Noah no me merecía. Y ahora va y... se besa con él en no sé
qué fiesta delante de la gente, delante de los que
consideraba mis amigos. Mientras yo estoy en Escocia.
¿Por qué comparte algo así? Sin duda sabía que yo lo
vería.
Me he quedado helada.
Aunque quizá está bien haberlo visto...
Porque así me doy cuenta de que todo el mundo es igual.
Que a los demás no les importa lo más mínimo si le hacen
daño a alguien.
Noah, el que me dejó por WhatsApp como un maldito
cobarde.
Isi, la que fingía no soportarlo y ahora resulta que se ha
liado con él.
Mi padre, que grabó For Emma y luego se marchó para
siempre.
No lo entiendo. ¿Qué les he hecho? ¿Por qué tienen que
hacerme siempre tanto daño? A estas alturas ya no debería
sorprenderme.
No puedo llorar, estoy tranquila. Cierro la story de Isi y
desactivo las notificaciones. Cierro la aplicación y dejo el
móvil a un lado.
Y luego me quedo sentada, mirando el tablón de notas
casi vacío, preguntándome qué coño acaba de pasar.
14

Emma
Emma, cariño, llámame
durante la pausa del almuerzo.
El mensaje de mamá sigue en la pantalla y cada vez que
lo leo me parece oír su voz. Me la imagino muy seria, hasta
un punto inquietante. ¿Por qué, si no, tendría que llamarla
durante el día? Solemos hablar por la noche, y además de
forma espontánea. Me llama ella o la llamo yo, y aceptamos
o no la llamada según lo que estemos haciendo. Pero esto
es muy raro. No puedo evitar pensar que quiere hablar
conmigo para decirme que está atrapada en Niza y no
podrá venir a verme a Edimburgo.
En las clases de Matemáticas y Arte estoy muy inquieta,
deseando poder acelerar el tiempo para que terminen
cuanto antes. A Tori y a Olive les digo que me reuniré con
ellas para comer un poco más tarde y respiro aliviada al ver
que no me preguntan el motivo y simplemente se marchan
hacia el comedor.
Saco el móvil de la cartera y tomo la dirección opuesta
para salir afuera. En el pequeño patio me siento en un
banco y marco el número de teléfono de mamá.
Suenan solo dos tonos de llamada antes de que
responda.
—¿Emmi?
—Hola.
—¿Dónde estás? —pregunta, y levanto la mirada
parpadeando hacia el cielo. El sol brilla con ganas.
—Fuera, en el patio.
—Ah, qué bien. ¿Hace buen tiempo? He visto que...
—Mamá —la interrumpo, y se calla de repente—. ¿Por
qué querías que te llamara?
Oigo un suspiro al otro lado de la línea.
—Lo siento muchísimo, Emma, pero ha surgido algo a
última hora y tengo que volar a Madrid —me explica, y noto
cómo el cuerpo se me entumece. No sucede de golpe, sino
poco a poco. Es como si el significado de sus palabras se
estuviera extendiendo para atraparme, desde los dedos que
sujetan el teléfono al resto de la mano, luego la muñeca, el
brazo...
No digo nada. Me limito a esperar a que siga hablando,
deseando que me cuente que tendrá que volar desde allí a
Edimburgo y que por eso llegará más tarde de lo previsto y
quería avisarme. Pero no lo hace.
—Es un cliente importante —me cuenta—. Y por
desgracia me tendrá ocupada todo el fin de semana.
—¿Eso significa que no vendrás? —pregunto como si no
acabara de explicármelo.
—No, no puedo, Emma. Lo siento muchísimo, de verdad.
Tienen que operar a un colega, está en el hospital, y aparte
de él nadie conoce este caso tan bien como yo. Pero estoy
segura de que dentro de quince días podré cogerme el fin
de semana libre y...
Mamá sigue hablando, pero ya no la escucho.
Es que estaba clarísimo: no vendrá. Tiene que trabajar y
no puedo enfadarme con ella porque hay alguien en el
hospital y entonces significaría que no tengo corazón. Y sí
lo tengo. De hecho, nunca lo había notado tanto como en
estos instantes. Porque me duele, y mucho.
—¿Emmi? —pregunta mamá—. Comprendo que te
enfades.
—No estoy enfadada —miento.
«Solo decepcionada... Y confusa, y sola, y además Isi se
ha enrollado con Noah.»
Normalmente se lo habría explicado, pero qué sentido
tiene ahora que sé que no vendrá el fin de semana para
estar conmigo. Y tampoco quiero ponerme a llorar mientras
hablo con ella por teléfono. Ya me desahogaré cuando esté
sola en mi habitación.
—Me sabe fatal, te lo aseguro —me dice mamá—. Tenía
muchas ganas de ir. Además, dicen que hará muy buen
tiempo.
«Contrólate.»
«Di algo.»
«Lo que sea.»
—Bueno, entonces no vivirías la auténtica experiencia
escocesa —le suelto, y no sé por qué precisamente me han
venido a la cabeza esas palabras de Henry.
—Pues tienes toda la razón —responde mamá. En su voz
detecto que sonríe y de repente empiezan a escocerme los
ojos. Ese es el problema con la gente y las expectativas que
te creas con sus promesas. Que te provocan un dolor
innecesario si te las crees. Lo sé perfectamente, y aun así
siempre vuelvo a tropezar con la misma piedra.
—Me siento fatal por esto —se lamenta mamá—. Esta
mañana se ha precipitado todo. A veces odio este trabajo.
—Ya, pero también te encanta —la contradigo—. Y
tampoco es tan grave en realidad. Ya vendrás en otra
ocasión.
—¿Harás algo bonito de todas formas este fin de
semana? —me pregunta mamá—. ¿Quizá con tus nuevas
amigas?
Asiento y pienso en Tori, que volverá a casa, y en Olive,
que sin duda no tendrá ganas de pasar el fin de semana
conmigo.
—Claro —miento una vez más—. Quizá viajemos a
Edimburgo.
—Oh, tienes que ir, sí. Seguro que lo conocen incluso
mejor que yo, pero la cafetería de la Waterstones por aquel
entonces era una de mis preferidas.
—Se lo propondré —replico, y tengo que tragar saliva—.
Tengo que ir a comer.
—De acuerdo. ¿Hablamos por teléfono esta noche otra
vez? ¿O qué te parece si vemos juntas Anatomía de Grey?
No puedo evitar sonreír, por mucho que me reviente.
—Sí, ya veremos. Te escribo luego, ¿vale?
—Sí, por favor, Emmi.
Nos despedimos y después de colgar me cuesta mucho
controlarme y no ponerme a llorar como una loca. Mamá no
vendrá a verme. No es el fin del mundo, pero en cierto
modo... Tenía muchas ganas de que viniera.
—¡Hola, Emma! —Cierro un momento los ojos antes de
darme la vuelta—. ¿Has comido ya? —me pregunta Grace.
Se ha quedado atrás respecto al grupito con el que iba para
hablar conmigo.
—No, todavía no.
—Pues ¡ven con nosotras! —exclama haciéndome señas.
Al ver que vacilo se me queda mirando con atención—.
¿Todo bien, Emma?
—Sí, sí —me apresuro a responder cogiendo ya mi
cartera. Espero que no se dé cuenta de que estaba a punto
de llorar. Simplemente tengo que actuar como si no hubiera
ocurrido nada. Tengo que distraerme, charlar con gente.
Tampoco es tan difícil—. Acabo de hablar por teléfono con
mi madre un momento.
Ni siquiera sé sobre qué estoy hablando con Grace.
Sobre el siguiente entrenamiento, o la siguiente clase. Se
muestra tan amable como siempre, pero hoy no puedo
evitar tener mala conciencia.
En el comedor se oyen un montón de voces y risas con el
tintineo sordo de los cubiertos de fondo. La mayoría de los
alumnos están ya sentados, de manera que no tenemos que
esperar mucho frente al mostrador de la comida. He
perdido el apetito por culpa del disgusto, pero de todos
modos me obligo a coger al menos un bocadillo. Si es
necesario, puedo llevármelo y comérmelo más tarde.
Grace charla con un amigo y yo me limito a seguirla
callada hasta nuestra mesa, donde Tori ya me está
saludando. Da unos golpecitos con la palma sobre el
asiento que tiene al lado y no puedo evitar sonreír.
Frente a ella Henry levanta la mirada cuando nos
acercamos. Grace lo saluda con un beso antes de sentarse
con sus amigas un poco más allá. Intento escuchar las
conversaciones de los demás.
—¿Seguro que no quieres probarlos? —me pregunta Tori
al cabo de un rato, ya por tercera vez—. Solo sirven gofres
para comer una vez cada dos semanas.
Niego con la cabeza y me quedo mirando mi bocadillo,
todavía intacto.
—Quizá la próxima vez, gracias.
—¿No te encuentras bien? —quiere saber, y Henry
levanta la cabeza de nuevo. Aunque está sentado unos
sitios más allá y hay bastante ruido a nuestro alrededor, no
para de mirarme fijamente.
—No, no te preocupes. Es solo que... me he quedado
muy llena con el desayuno —me apresuro a explicar.
—Pero un gofre pequeñito siempre entra bien —insiste
Tori. Estoy segura de que lo hace con buena intención, pero
me está costando mantener la sonrisa—. También puedes
comértelo más tarde, si quieres.
—Hala, a mí nunca me has ofrecido ninguno —interviene
Sinclair, y Tori pone los ojos en blanco.
—Porque tú ya has pedido gofres.
—Pero es imposible hartarse de ellos. Suerte que ayer
pasé por la panadería.
Los demás siguen charlando, pero Henry no para de
mirarme. Cuando lo miro yo a él, arquea las cejas.
—¿Qué pasa? —articula con los labios en silencio. Me
limito a negar con la cabeza.
No pasa nada. Al menos nada que pueda contarle. ¿O tal
vez debería...? Cuando miro hacia un lado un momento, me
doy cuenta de que Grace nos está observando y un
escalofrío me recorre la espalda.
No sé si Henry se ha dado cuenta. Dejo de mirarlo
sabiendo que me costaría una barbaridad no ponerme a
llorar según cómo me mire él. Es más fácil limitarme a
comerme medio bocadillo en silencio mientras escucho la
conversación entre Tori y Olive. De vez en cuando me río
para que no sospechen nada. Intento concentrarme en lo
que ocurre aquí y ahora. Retiro la bandeja, cojo mi cartera
y sigo a los demás hasta las aulas para la primera clase de
la tarde.
Noto que me tocan el hombro y me paro. Henry me
aparta un poco del centro del pasillo. ¿Por qué cada vez
que se planta delante de mí me parece mucho más alto que
yo?
—¿Pasa algo? —le pregunto.
—¿Estás segura de que estás bien? —insiste. Dios mío,
que pare de una vez.
Al final ya no sé qué hacer. Me da igual lo que haga
Noah, al fin y al cabo ya no estamos saliendo juntos, puede
liarse con quien quiera. Aunque en realidad no me da igual,
porque se ha liado con mi mejor amiga. Isi, la que ya no me
cuenta nada. La que se metía con Noah precisamente por
cosas como la que acaba de hacer. Y ahora va y se besa con
él. No lo entiendo. Fue ella quien se plantó frente a mi
puerta con chocolate y una tarrina de mi helado preferido
cuando Noah cortó conmigo. La que me iba pasando
pañuelos de papel, uno tras otro, cuando no podía parar de
llorar. La que dijo que Noah no valía la pena, que ningún
hombre valía la pena. Y yo la creí pensando que lo decía en
serio.
¿Estaría ya enamorada de él entonces? ¿Estaban
esperando a que me largara para estar juntos? Esto es muy
jodido y no se lo puedo contar a nadie, ni siquiera a mamá,
porque este fin de semana no vendrá a verme.
Los ojos empiezan a escocerme y todavía tengo la mano
de Henry sobre el hombro. Por suerte, se me ocurre una
manera de evitar la pregunta.
—¿Crees que el señor Ward habrá corregido ya los
exámenes?
Tori se da la vuelta para mirarnos y Henry retira la
mano enseguida. El corazón me da un vuelco. Todavía está
cerca de mí, pero ya no tanto. Es una distancia correcta
para dos personas que solo son amigos.
Paso por su lado para dejarlo todavía más claro.
—No sé, ¿es rápido corrigiendo? —insisto intentando
que mi pregunta suene relajada. Ni yo misma puedo creer
lo bien que me sale.
—Por desgracia, sí —responde Tori, y decido seguirla
hasta el aula sin volverme para mirar de nuevo a Henry.
Dejo el móvil en el estante que hay junto a la puerta y
ocupo mi sitio en la segunda fila.
—Oh, no —exclama Tori con un suspiro al ver que el
señor Ward entra en la sala, puntual como siempre, justo
cuando suena el timbre. Henry se cuela en el aula apenas
unos segundos después—. ¿Ves esa bolsa? —pregunta, y
cuando miro hacia delante veo que el señor Ward ha dejado
sobre la mesa una bolsa de color rojo chillón.
—¿Son los exámenes? —pregunto, y Tori asiente con
gravedad.
—Los tendrá ahí durante toda la hora. No los sacará
hasta que falten cinco minutos para el final de la clase. Le
encanta torturarnos —me explica en voz baja mientras nos
ponemos en pie para saludarlo.
—Hola a todos —dice el señor Ward, y acto seguido
asiente para indicarnos que podemos sentarnos de nuevo.
Efectivamente, no se digna a mencionar siquiera la bolsa,
que queda bien visible encima de la mesa como una
amenaza ostentosa que impide que me concentre durante
los cuarenta y cinco minutos.
Al parecer los demás tienen más o menos los mismos
problemas que yo para prestar atención a la clase. Cuando
miro a izquierda y derecha, reconozco la tensión en sus
rostros. La manecilla del reloj de pared avanza con una
lentitud exasperante y, cuando por fin suena el timbre del
recreo, el señor Ward todavía no nos ha dicho nada sobre
los exámenes.
—Antes de que empiecen a levantarse frenéticamente
para salir del aula, pueden pasar a recoger sus exámenes
—anuncia con frialdad cuando empiezan a oírse los
primeros ruidos de sillas arrastradas. De repente vuelve a
reinar el silencio y el señor Ward saca la pila de papeles de
la bolsa—. Los resultados en general dejan bastante que
desear. En algunos casos me pregunto si de verdad se han
leído la novela. Pero, bueno, al fin y al cabo son sus notas,
¿no? Yo ya tengo mi título de graduado —comenta con el
primer examen en la mano—. Attwell —dice, y Gideon se
pone en pie—. Bennington.
Y así sucesivamente. Tengo los dedos helados y el
corazón acelerado mientras va llamando a los demás, uno
tras otro. Tori regresa, se sienta a mi lado y cierra su
cuaderno encogiéndose de hombros.
—Emma Wiley —dice el señor Ward pronunciando mi
nombre con una lentitud provocadora. Me levanto y me
acerco a él—. Veo que de verdad se parece usted mucho a
su padre —me suelta al entregarme el examen—. Todavía
tiene tiempo de cambiar de asignatura.
Trago saliva y no digo nada mientras regreso a mi sitio.
—¿Y bien? —me pregunta Tori con una mirada de
preocupación.
El nudo que tengo en la garganta crece hasta adoptar el
tamaño de una pelota de tenis cuando por fin abro el
cuadernillo del examen.
—Oh, no —murmura—. La verdad es que era muy difícil.
No tomes conclusiones a partir de esto, Emma.
Asiento sin mediar palabra porque no soy capaz de decir
nada. Solo es una maldita nota. Un suspenso. Un
insuficiente. La primerísima nota que saco en esta escuela
de mierda. Nunca debería haber venido.

Henry
Me levanto, recojo mis cosas y veo que Emma sigue
sentada en su sitio, sin reaccionar. Tiene el cuadernillo
delante y no consigo quitarme de encima el mal
presentimiento de que no le ha ido precisamente bien.
Y que esto no es lo único malo que le está ocurriendo.
Antes, en el comedor, parecía a punto de ponerse a llorar.
Apenas ha probado el bocadillo, cuando suele comer como
una lima, lo que no me extraña en absoluto, teniendo en
cuenta lo mucho que le exige a ese cuerpo tan menudo.
Seguro que le ha sucedido algo.
Corro a guardarme el iPad en la cartera al ver que se
levanta.
—Henry, ¿has podido hablar ya con la rectora Sinclair
sobre el baile de Año Nuevo? —me pregunta Inés, que de
repente se ha plantado a mi lado.
—Todavía no, lo siento —respondo lanzando una mirada
hacia Emma.
—Entonces ¿crees que podrías comentarle...? —prosigue
Inés, aunque soy incapaz de seguir escuchándola al ver que
Emma recoge su cartera y se seca los ojos con el dorso de
la mano. Ha sido algo rápido, apenas un instante, pero el
corazón me ha dado un vuelco al verlo. Está llorando.
—Inés, lo siento mucho, pero tengo que hablar con el
señor Ringling dentro de nada —miento—. En cuanto pueda
hablo con la rectora Sinclair, te lo prometo.
—Genial —contesta Inés.
Me obligo a sonreír y paso a recoger el móvil del
estante. Veo que Emma se ha olvidado el suyo. Tiene una
funda de color azul grisáceo. Lo sé porque se parece mucho
al color de sus ojos.
Sin pensármelo dos veces se lo cojo y salgo del aula. Ya
en el pasillo miro a mi alrededor, pero no la veo por
ninguna parte. ¿Dónde se ha metido? Ahora ni siquiera
puedo mandarle un mensaje.
Doy un par de pasos y descubro a Emma en un rincón
del pasillo. Está de espaldas y, si no acabara de verla
llorando, habría dicho que estaba esperando a alguien.
Cuando le toco el hombro, se sobresalta. Tiene los ojos
enrojecidos.
—Hola —la saludo. Traga saliva y me parte el corazón
ver cómo intenta controlarse—. Te has olvidado el móvil —
la aviso en lugar de soltarle todo lo que me gustaría decirle
en realidad.
«¿Qué ocurre?»
«Habla conmigo.»
«¿Qué puedo hacer para que te sientas mejor?»
Emma desvía la mirada de mi cara a mi mano.
—Ah, gracias.
—El examen era superdifícil —se me ocurre decirle—.
Ha sido completamente innecesario que el señor Ward nos
lo pusiera nada más empezar el curso.
—¿A ti tampoco te ha ido bien? —me pregunta. Titubeo
mientras pienso en el sobresaliente que el señor Ward ha
escrito en rojo en la cabecera de mi examen, sin duda a
regañadientes. Al ver que no respondo, Emma parece
comprenderlo y niega con la cabeza—. Henry, no hace falta
que intentes animarme.
—Al contrario —digo—. Es mi deber como prefecto.
«Y no soporto verte triste.»
Sus ojos examinan mi rostro, todavía brillantes, y nada
me gustaría más que abrazarla. Porque me imagino que las
cosas no deben de ser sencillas para ella. Es nueva aquí,
probablemente echa de menos su hogar y encima tiene que
enfrentarse a un profesor como el señor Ward, que no es
conocido por animar a sus alumnos, por decirlo de un modo
suave. Aunque sin duda ocurre algo más. Lo de su padre.
Me da la impresión de que Emma necesita que alguien la
escuche, aunque solo sea para desahogarse. Y me gustaría
ser esa persona. Me gustaría tanto que casi me duele y
todo.
—Henry. —Resisto el impulso de cerrar los ojos cuando
oigo la voz de Grace—. ¿Vienes?
«¿Adónde?», pienso, y entonces caigo en la cuenta. A la
clase de Música de la señora Barnett. No me apetece en
absoluto.
—Enseguida voy —respondo.
—Ve tranquilo, yo tengo Física —me dice Emma con una
sonrisa forzada. Todo sucede en cuestión de pocos
segundos, pero los nervios hacen que me duela la barriga
—. Hasta luego.
Grace se me queda mirando y en su rostro detecto
urgencia y reproche. Noto cómo me pongo a la defensiva
de inmediato, antes incluso de que me haya dicho nada.
Después de salir tanto tiempo con alguien, el problema es
que conoces demasiado bien a esa persona. Grace no dice
ni una palabra, se limita a fulminarme con la mirada y
luego se da la vuelta.
La rabia y el desconcierto me bullen en el pecho. Estoy
furioso conmigo mismo, tengo la sensación de estar
echándolo todo a perder. Me obligo a respirar hondo y la
sigo.
Grace avanza con determinación y decido quedarme
atrás. La distancia que nos separa cada vez es mayor, hasta
que la pierdo de vista entre un grupo de alumnos de
noveno.
Y entonces me doy cuenta.
«Después de salir tanto tiempo con alguien», he
pensado.
«Después.»
No «mientras».
Después.
15

Henry

—¡Despierta de una vez, Bennington! —ruge el


entrenador Cormack desde el otro lado del campo—. ¡Por el
amor de Dios! ¿Se supone que eso era un pase? Veinte
flexiones para todos si el balón vuelve a tocar el suelo.
El sonido de su silbato me sobresalta y vuelvo a ocupar
mi posición. El resto de los jugadores se pasan el balón, yo
me desmarco, levanto el brazo para señalar que puedo
recibirlo y Omar me lo pasa con tanta fuerza que se me cae
de las manos.
Vuelvo a oír el silbato del entrenador Cormack, seguido
de un montón de improperios y gemidos de queja de los
demás jugadores. Lo siguiente que percibo es la humedad
de la hierba bajo las palmas de las manos cuando me tiendo
en el suelo para cumplir con el castigo de las flexiones.
¿Por qué me estoy haciendo todo esto?
¿Y por qué tengo la cabeza en cualquier parte menos en
el entrenamiento?
Lo sé perfectamente. El motivo tiene el pelo rubio y no
responde a los mensajes de texto que le he mandado antes.
Emma no ha bajado a cenar y ni Tori ni Olive sabían dónde
se ha metido. Por lo que la conozco, seguro que ha salido a
correr para serenarse.
Me duelen los brazos cuando termino la última flexión y
me quedo de rodillas sobre el suelo. Valentine Ward me
lanza una mirada de desprecio, pero ni así consigue que me
enfade. Hoy no.
El entrenador Cormack no nos da tiempo para recuperar
el aliento. Continuamos entrenando, pero tengo la
sensación de que nunca me ha costado más concentrarme
en las jugadas.
Hoy no he estado nada bien. Estoy seguro de ello
cuando Valentine empieza a soltar comentarios desdeñosos
mientras me quito la camiseta empapada en sudor. Me
obligo a no escucharlo, porque ahora mismo tengo otras
cosas que me preocupan mucho más que él.
Me doy una ducha rápida y caliente, y aun así faltan
poco para las diez cuando por fin vuelvo a nuestra ala. En
el pasillo todavía hay bastante actividad, como es habitual
poco antes del cierre. De repente a todos se les ocurren
motivos importantísimos para llamar a la puerta de sus
vecinos o para pasar un momento por la cocina
comunitaria.
Sinclair sale corriendo de allí con una rebanada de pan
con Nutella en cada mano. Todavía lleva el pelo húmedo,
seguramente acaba de volver de montar a caballo.
—¿Quieres un mordisco? —me pregunta tendiéndome
una de las rebanadas al pasar. Niego con la cabeza y
Sinclair espera un milisegundo antes de encogerse de
hombros y pegarle él un buen bocado.
—¿Estabas con Tori? —le pregunto cuando ya casi ha
llegado a la puerta de su habitación. Sinclair se detiene en
seco.
—¿Por qué? —responde con la boca llena, volviéndose
hacia mí. Suena como si lo hubiera sorprendido.
—Por nada. Porque quizá sabe algo sobre Emma.
—¿Lo dices porque Emma no ha bajado a cenar? —
presupone hasta que, en efecto, asiento—. Ni idea, Tori no
me ha contado nada.
—Vale —me apresuro a replicar antes de que se le
ocurra preguntar a qué viene mi interés. Si Tori no ha dicho
nada es que Emma debe de estar bien. O que no la ha
vuelto a ver... aunque me costaría creerlo. Emma le cae
muy bien, se nota porque se ofreció para cuidar de ella
desde el primer día.
—¿Por qué? —quiere saber Sinclair. Sus ojos claros se
clavan en los míos y enseguida me doy cuenta de que no
tiene sentido intentar engañar a mi mejor amigo. Me
conoce demasiado bien. Pero algunas cosas deben
aclararse primero a solas antes de poder contárselas a los
demás. Y lo de Emma es una de esas cosas.
—¡Chicos, dentro de diez minutos quiero silencio
absoluto! —resuena la voz del señor Acevedo por el pasillo
—. Y esto también va por vosotros dos —nos dice
señalándonos antes de hacer sonar su manojo de llaves.
—De acuerdo, jefe —dice Sinclair saludándole con una
tostada antes de lanzarme una mirada interrogante.
—Hablamos mañana —le acabo diciendo a modo de
evasiva. Él le pega otro mordisco a la tostada mientras yo
busco mi llave. Hay algo en su mirada que no me gusta
nada, pero luego se limita a asentir mientras mete la llave
en el cerrojo.
—Que duermas bien, Bennington —murmura antes de
abrir su puerta.
—Tú también.
Pulso el interruptor de la luz, entro en mi habitación y
los sonidos quedan acallados en cuanto la puerta se cierra.
Durante unos segundos permanezco en medio de la
habitación, indeciso, pero luego cuelgo la mochila de la
silla y me dejo caer sobre la cama.
Este silencio me saca de quicio. Igual que los silencios
de Grace. En clase de Música se ha sentado a mi lado y no
hemos cruzado una sola palabra. Luego ella tenía que ir a
Italiano y yo tenía que dar clases de repaso. Es una mierda,
y como no sé qué decirle, pues acabo no diciéndole nada.
Quizá una parte de mí todavía espera que sea ella quien
tome esta decisión por los dos, porque ahora mismo creo
que yo no puedo hacerlo. No quiero perderla como amiga.
Es lo único de lo que estoy seguro. Y sin duda sucedería si
fuera yo quien decidiera cortar la relación. Sería definitivo,
para siempre. Daría cualquier cosa por colarme en el ala
oeste como solía hacer antes para contarle mis penas a
Maeve. Siempre encontraba alguna solución. Podría
escribirle o llamarla. Estoy seguro de que todavía estará
despierta, aunque no me apetece hablar de esta situación
tan complicada por teléfono. Por eso me limito a quedarme
tendido en la cama, mirando al techo.
Sin proponérmelo, vuelvo a pensar en Emma. Espero
que Tori pueda consolarla.
Cierro los ojos un momento.
¿Por qué me parece tan importante saber cómo se
encuentra? Estaría bastante ocupado si en todo momento
me preocupara por cómo les va a los cuatrocientos treinta y
dos alumnos del internado. Pero a Emma no me la quito de
la cabeza, siempre está donde yo quiero estar. ¿Me estoy
engañando a mí mismo?
Parpadeo cuando noto que me vibra el bolsillo de la
sudadera. Me incorporo de golpe y saco el móvil.
No, todo va bien, de verdad. Simplemente no
tenía hambre.
Da igual las veces que vuelva a leer esas líneas, no me lo
creo. El corazón se me acelera por momentos. Solo porque
me ha escrito.
¿Te apetece hablar de ello?
No responde enseguida, pero sigue apareciendo en
línea.
Empieza a escribir algo.
Cojo una almohada, me la pongo entre la pared y la
espalda, y me preparo para una noche que promete ser
larga.

Emma

No sé por qué, pero enviarle mensajitos a Henry para


contarle las cosas que me angustian de algún modo me ha
aliviado un poco el dolor de estómago. Hace rato que han
dado las diez. Todo está tranquilo fuera y en realidad
deberíamos estar durmiendo. Como siempre, la red wifi no
está disponible una vez cerradas las alas, por lo que
tenemos que usar los datos móviles.
Es una mezcla de mensajes y notas de voz que me da la
sensación de conocer a Henry de toda la vida.
Probablemente debería asustarme todo lo que me apetece
contarle, pero por algún motivo estoy segura de que esos
secretos están en buenas manos con él.
Lo mucho que me ha dolido ver a Isi con Noah. Que mi
mejor amiga me haga ghosting y de repente deje de formar
parte de lo que hasta ahora ha sido mi vida.
Se lo cuento todo a Henry. También le hablo del miedo
que me atenaza cuando pienso que lo más probable es que
mi padre no quiera saber nada de mí cuando por fin lo
encuentre.
Los remordimientos de conciencia respecto a mamá, por
todas las cosas que decido no contarle. La sensación de
haberme quedado atrapada en esta situación. La decepción
de comprobar que para ella el trabajo sigue siendo más
importante que yo.
Le escribo todo esto mientras estoy tendida en la cama.
En algún momento me levanto para lavarme los dientes y
me pongo la camiseta que utilizo como pijama. Me duele la
cabeza, y los ojos me escuecen de tanto llorar, pero de
todos modos no puedo parar. Son las once y cuarenta y
ocho, y Henry ya no aparece en línea.
Evito entrar en Instagram para volver a ver la story de
Isi y recrearme en mi propia humillación. Aunque
seguramente no ha colgado nada más, porque debe de
estar con Noah. En su habitación, en su cama. Para ya,
para de una vez.
Lo que hago, en cambio, es abrir la foto de perfil de
Henry. Y aunque no se le ve mucho la cara, puesto que la
tiene medio oculta bajo la capucha de la sudadera, no
puedo evitar sonreír. Porque me hace feliz verlo tan feliz.
Porque sé que esa sonrisa es todavía más bonita en la vida
real. Aunque no sea para mí. Y eso es lo siguiente: hoy
Grace no ha sido tan amable como de costumbre, y con
buen motivo. Porque Henry me gusta demasiado. Y eso que
no quiero que me guste, porque ya estoy harta de tíos que
juegan con mis sentimientos y luego desaparecen de mi
vida. De verdad, ya he tenido bastante.
Me dejo caer en la cama y cierro los ojos. Pero, si ya he
tenido bastante, ¿por qué estoy pensando en el siguiente?
¿Por qué soy incapaz de desconectar de esa mierda de
sentimientos? Me siento mal pensando en Henry de ese
modo. No tengo la impresión de que sea el siguiente, sino
más bien alguien con quien todo es un poco distinto. Y es
precisamente eso lo que me da miedo. Si no he venido a
esta escuela para hacer amigos, no hablemos ya de
enamorarme. Tengo demasiadas cosas entre manos para
colgarme de alguien justo ahora. Debo descubrir quién soy.
Quiero ser independiente e inaccesible. Pero me encanta lo
que siento cuando Henry me mira, y no soy capaz de sacar
conclusiones sobre lo que eso significa. Joder, además tiene
novia. ¿Por qué debería quererme a mí, a una amargada
que se acabará marchando dentro de un año? No tiene
ningún sentido.
Nada de lo ocurrido en las últimas semanas lo tiene. Y al
mismo tiempo, no puedo evitar pensar que lo que nos está
ocurriendo a Henry y a mí está predestinado. Es como si
diera igual lo mucho que nos resistamos, porque el
siguiente paso está clarísimo desde hace tiempo.
Quizá Noah tenía que romper conmigo para que yo
tomara la decisión precipitada de venir al extranjero a
estudiar. Quizá tenía que llegar tarde al aeropuerto y
correr si no quería perder el vuelo para toparme con Henry.
Quién sabe.
No creo en el destino, todo lo que me ha sucedido me
resulta demasiado doloroso para creer en algo semejante.
Todo ocurre por algún motivo. Sin embargo, ¿qué razón hay
para que mi mejor amiga se esté tirando a mi ex y para que
mi padre haya desaparecido del mapa? ¿Qué significado
profundo y estúpido podría tener el hecho de que yo no le
importe una mierda? No quiero saberlo. Solo quiero
mirarlo a la cara y descubrir si queda algo. Si como mínimo
tiene remordimientos de conciencia. O si, en cambio, no le
importo lo más mínimo.
Tengo que dormir, no puedo más.
Dejo el móvil a un lado cuando la pantalla se ilumina de
repente.
Abre la puerta.
Me quedo mirando el mensaje fijamente unos instantes.
¿Se ha equivocado al teclear? ¿O qué quiere decir con
eso?
Antes de que pueda preguntárselo, me manda otro
mensaje.
En serio, Emma. Si la señora Barnett me pilla
en el pasillo, estoy jodido.
Pego un brinco. Espero de verdad que no vaya en serio.
Bajo la mirada un momento para comprobar cómo voy
vestida. Antes de poder darle más vueltas a si los
pantalones cortos y la camiseta ancha que uso para dormir
me quedan de pena, oigo que llama a la puerta de un modo
apenas audible.
Joder, que va en serio.
Tiro el móvil sobre la cama y me acerco a la puerta. La
abro apenas un resquicio y Henry se abre paso para colarse
en mi habitación. Se lleva un dedo a los labios enseguida y
lo mantiene así al menos hasta que vuelvo a cerrar la
puerta; después respira hondo.
—Hola.
Dios, pero ¿qué hace aquí? ¿Y por qué es tan guapo?
¿Por qué tiene los ojos ya algo cansados y el pelo más
revuelto que de costumbre? ¿Por qué? Es muy cruel por su
parte.
—Hola —respondo con un susurro, y una leve sonrisa
aparece en la comisura de sus labios—. ¿Qué haces aquí?
—Cumplir con mi deber —contesta.
—¿Tu deber de romper todas las reglas y arriesgarte a
que nos caiga una gorda?
Se me queda mirando unos momentos antes de
responder.
—Da igual —me dice por fin, como si realmente fuera
cierto—. Estabas triste y yo soy tu prefecto.
De repente no puedo hacer nada. Debería haberme
limitado a fingir que todo iba bien, pero ¿qué he hecho? Le
he contado tantas cosas por el chat que se ha sentido
obligado a venir a verme.
—Yo no... —balbuceo.
Pero Henry se me acerca un poco más y no puedo seguir
hablando.
—Emma.
—¿Qué? —susurro.
—¿Quieres que salgamos a dar un paseo nocturno y me
lo cuentas todo sin tener que mirarme? —pregunta, y de
verdad que ha dado en el blanco: es exactamente lo que
quiero. Menos la parte esa de no mirarlo, tal vez. Porque
ahora mismo lo estoy haciendo y tengo la sensación de que
me costaría mucho parar. Sobre todo teniéndolo tan cerca
de mí, con la cálida luz de la mesita de noche iluminándole
el rostro.
Niego con la cabeza.
—¿Estás segura?
—No, estás demasiado cansado —le digo.
Durante una fracción de segundo algo centellea en su
mirada.
—No estoy... —empieza a decir, pero lo interrumpo
enseguida.
—No me mientas —murmuro—. Necesitas dormir, Henry.
«Y deberías marcharte. No puedes plantarte en mi
habitación de noche y mirarme de ese modo.» Aunque eso
no se lo digo. Me limito a quedarme de pie frente a él,
deseando hacer un montón de cosas por las que sin duda
me odiaría a mí misma al día siguiente.
—Sí —conviene, pero de todas formas ninguno de los
dos nos movemos.
El corazón me da un vuelco cuando Henry fija los ojos en
mi boca. Es solo un segundo, luego parpadeo y vuelve a
mirarme a los ojos, desvía la mirada hacia la cama y,
Dios..., cuánto lo deseo. No quiero dormir sola. Pero no es
justo para él, aunque tal vez es eso lo que más echo de
menos desde que rompí con Noah. Esos breves instantes
antes de quedarte dormida, cuando recuperas la conciencia
y ves que hay alguien ahí, contigo.
—Podría... —empieza a decir Henry, y yo asiento antes
incluso de que haya terminado de decirlo.
Mira que soy débil.
Me coge la mano y pienso en lo cálida que tiene la piel.
No comprendo cómo es posible, pero todo lo demás me trae
sin cuidado. Solo puedo pensar en el tiempo que hace que
nadie me toca como lo está haciendo ahora Henry.
—Dime qué puedo hacer —musita, y de repente se me
hace un nudo en la garganta.
—No lo sé —confieso—. No sé lo que me pasa. —Me
suelta y, cuando lo miro, una sonrisita aparece en sus labios
—. ¿Qué? —pregunto.
—Que creo que tal vez echas de menos tu casa.
Niego con la cabeza para descartarlo, pero luego
recuerdo la voz de mamá y sus abrazos, y de repente se me
llenan los ojos de lágrimas.
No estoy segura de si Henry se da cuenta de que estoy
llorando. Hasta que me pone la mano que hasta ahora tenía
en la espalda sobre la nuca y me abraza con más fuerza. Se
me escapa un sonido ronco de la garganta. No puedo
evitarlo y, cuanto más me enfado por ello, más fracaso en
mis intentos por controlarlo.
—Lo siento —le digo—. Es una tontería que yo...
—Tranquila —susurra Henry—. No pasa nada, Emmi.
Dios, ¿cómo se le ocurre llamarme así?
¿Cómo lo hace? Henry es inteligente, eso ya lo sé. Pero
no solo lo es en el sentido de saber calcular deprisa y
conectar ideas. Es inteligente por su manera de mirar y de
hablar, por cómo interpreta mis palabras cuando en
realidad quiero decir algo más. Lo comprende todo, y por
eso estoy segura de que también comprende lo que está
sucediendo aquí. El hecho de que estemos tan cerca, de
que a partir de ahora yo sepa identificar su olor, esa mezcla
de gel de ducha con canela, vainilla cálida y té negro tan
deliciosa. De que sus dedos sean tan cálidos y suaves, y que
su estatura sea perfecta para que su barbilla me quede
justo sobre la cabeza mientras lloro desesperada sobre su
suéter.
Es como si Henry hubiera quitado el tapón que retenía
todo lo que he sentido desde que fui al aeropuerto sola,
fingiendo que no pasaba nada malo. Lo he hecho tan bien
que incluso yo misma vivía convencida de ello. Pero la
verdad es que no estoy bien, ni mucho menos. Me pregunto
qué hago aquí y por qué mi vida se ha convertido en un
caos desde que inicié este viaje. Y también si esto no es
más que un error.
Pero luego noto el cuerpo de Henry pegado al mío y en
el fondo siento que no ha sido un error. Que hay algún tipo
de conexión entre nosotros, una conexión que no había
sentido jamás con ninguna otra persona. No con esta
intensidad, y menos después de tan poco tiempo. Que no es
ninguna coincidencia que ahora esté en mi habitación y me
abrace de esta manera, sino que responde a su decisión
consciente. Podría estar en cualquier otra parte, pero está
aquí conmigo.
Casi nunca lloro cuando hay gente delante, y cuando no
he podido evitarlo me he dado cuenta de lo que puede
llegar a agobiar. Pero con Henry es distinto. Él me abraza
fuerte y espera con paciencia hasta que termine de llorar.
Cuando se da cuenta de que no me quedan lágrimas por
derramar, se aparta un poco de mí. Yo se lo permito y cierro
los ojos porque no puedo creer que esto esté ocurriendo.
Que Henry me agarre la barbilla con los dedos y me la
levante suavemente para secarme las lágrimas con los
pulgares antes de empujarme poco a poco hasta la cama.
Noto el colchón tras las corvas y una sensación de
urgencia en el vientre. Espero que se quede, aun sabiendo
que no debería hacerlo.
Fuera el reloj marca la medianoche y Henry mueve la
cabeza hacia un lado para indicarme que le deje sitio.
Las camas del internado son estrechas. Quedo tan
pegada a la pared que casi la toco con la nariz. El corazón
me late a toda prisa y no cruzamos ni una sola palabra
mientras Henry apaga la lámpara de la mesita de noche.
Noto cómo se desliza a mi lado, cómo me rodea con un
brazo, y cuando me atrae hacia él el corazón me da un
vuelco.
Me quedo mirando la pared y ni siquiera me atrevo a
respirar. Henry no aparta el brazo. Tengo la espalda pegada
a su pecho y siento cómo se eleva y desciende con cada
respiración.
No sé lo que es, quizá su mera presencia, pero por algún
motivo de repente todo me parece un poco más soportable.
Tal vez sea el hecho de tener su cálido cuerpo pegado al
mío, pero el caso es que mi cabeza ya no es capaz de creer
con tanta vehemencia que todo sea un asco. Quizá son sus
dedos, que me acarician el brazo con suavidad, cada vez
más despacio, hasta que en algún momento se detienen del
todo.
Cuando Henry se queda dormido, se inclina hacia mí y
noto más el peso de su brazo, aunque no resulta incómodo
ni mucho menos. Al contrario, sobre todo cuando noto su
aliento en el hombro.
Espero un rato antes de atreverme a moverme. Henry se
sobresalta ligeramente al oír el frufrú de la colcha, pero no
llega a abrir los ojos. Cuando me vuelvo sobre la espalda,
hunde la cara en mi hombro.
Parece mucho más joven cuando duerme, y no puedo
evitar recorrer su rostro con las puntas de los dedos. Su
piel es tan suave como pensaba. Tiene el brazo sobre mi
barriga y sigue respirando de forma lenta y regular,
transmitiéndome oleadas de calma.
Los ojos me escuecen cada vez más y tengo la garganta
seca. En realidad me gustaría levantarme, beber algo y
sonarme la nariz, pero Henry está durmiendo y eso
significa que no puedo moverme. Con sumo cuidado, me las
arreglo para volverme sobre un lado de nuevo, puesto que
es la única posición en la que soy capaz de quedarme
dormida. Y también la que dejará al menos un palmo de
separación entre nuestros cuerpos.
Las cortinas no están corridas del todo, de manera que
entra un poco de luz en la habitación. Normalmente a estas
horas todo está en silencio, pero sigo oyendo la respiración
sosegada de Henry y cada vez me cuesta más no cerrar los
ojos.
Debo de haberlos cerrado ya, porque cuando se revuelve
me sobresalto y parpadeo. Se acurruca un poco más cerca
de mí, me agarra desde atrás y luego relaja las manos de
nuevo.
Esta noche parece un sueño febril y confuso. Estoy
agotada de tanto llorar y de tanto sentir. Pero ya no me
importa nada de nada. Estoy calentita, a gusto, y me da
igual dónde estoy, porque tengo a Henry tendido a mi lado,
abrazándome como si todo fuera a ir bien.
16

Henry

No...
Todavía no, por favor. No puede haber amanecido ya, no
debo de haber dormido ni doce segundos. Odio mi
despertador, lo odio. Odio que suene, con lo calentito que
estoy yo ahora en esta cama, y con lo que me pesa el
cuerpo. Odio tener que levantarme, lavarme los dientes y
ponerme la ropa de deporte. Ojalá llueva y nos podamos
saltar la carrera matinal...
Me doy cuenta demasiado tarde de que el despertador
no suena y de que algo se mueve a mi lado, pero me da
igual. Mi cabeza se vacía de nuevo y disfruto de ese
silencio tan plácido antes de sobresaltarme al oír unos
golpes en la puerta. Son mucho más enérgicos que de
costumbre, y no es la voz del señor Acevedo la que me
llama, sino una femenina. Abro los ojos y me quedo helado.
—Vamos, Emma, levántate.
Mierda... Una franja de luz entra por la rendija de la
puerta en la habitación. Al cabo de un momento se apaga
de nuevo cuando Emma me cubre con la colcha.
—Carrera matinal dentro de veinte minutos —anuncia la
voz de la señora Barnett amortiguada por las capas de
ropa. No me atrevo ni a respirar. Noto cómo Emma se
incorpora a mi lado sobre los codos y asiente.
—Sí —responde, y su voz suena más ronca que de
costumbre. Su cuerpo cálido y suave está en contacto con
el mío, y la camiseta que usa para dormir se le ha subido
un poco por encima de las caderas. Me muerdo el labio
inferior con tanta fuerza que me duele, pero no me sirve de
nada y toda la sangre del cuerpo se me concentra entre las
piernas.
Mierda, mierda, mierda... Piensa en la carrera matinal,
Bennington. Frío, llovizna, niebla. Incomodidad. Menos
cuando Emma corre conmigo y se le sonrojan las mejillas,
se le encrespa el pelo por la humedad y... Mierda, ¡joder!
La puerta se cierra de nuevo y en ese mismo instante
Emma suelta el aire que había estado conteniendo. Me
aparto de ella y rezo para que no se haya dado cuenta de
nada. Separa un poco la colcha y me mira con los ojos
todavía cansados, aunque veo brillar en ellos un pánico casi
histérico.
—Hola —me susurra, y me entran unas ganas locas de
besar sus labios tiernos y rosados. Eso es lo que de verdad
quiero, pero no puede ser. Por muchos motivos y muy
diferentes.
—Debería... —empiezo a decir.
Emma asiente.
—Sí —contesta enseguida sin apartar la mirada.
Me gustaría hundir las manos en su melena rubia y que
ella hiciera lo mismo conmigo, y... Dios, ¿qué hemos hecho?
¿Por qué me he olvidado de que estaba aquí y de que
quería regresar a mi habitación antes de las seis y media
para que nadie se diera cuenta de dónde he estado? En el
ala de las chicas. En la cama de Emma. Y estando ella
dentro, además. Joder, he metido la pata hasta el fondo.
Me incorporo y en los ojos claros de Emma reluce algo
cuando me pongo en pie. Recorre mi cuerpo con la mirada
y parece muy pequeña y vulnerable. Tengo que salir de
aquí.
—Lo siento —murmuro antes de darme la vuelta.

Me noto el pulso acelerado durante todo el camino hasta


el ala de los chicos, aunque tengo suerte de no cruzarme
con nadie. El cielo está encapotado y gris, y consigo cruzar
el patio hasta nuestra ala antes de que empiecen a caer las
primeras gotas. Al final no habrá carrera matinal.
La fina llovizna se convierte en un aguacero en cuestión
de segundos, lo que ahoga el sonido de mis pasos cuando
subo la escalera. El golpeteo no ha disminuido todavía
cuando por fin llego a nuestra planta. Todavía faltan cuatro
puertas hasta mi habitación.
Solo tres, dos...
—¿Henry?
Me detengo. Petrificado.
«No.
»Joder, no.»
Cierro los ojos, respiro hondo y me doy la vuelta a
cámara lenta.
La bata del señor Acevedo, larga hasta el suelo, ondea
tras él mientras se me acerca. Se la ajusta al cuerpo y me
mira con aire crítico. No conozco a nadie a quien le guste
menos levantarse temprano que al responsable de nuestra
ala.
—No habrá carrera matinal, vuelve a la cama —me dice,
y el alivio que siento de repente es inmenso.
—Sí, señor —murmuro enseguida. Estoy a punto de
darme la vuelta cuando decide seguir hablando.
—¡Un momento...! —exclama mientras se me acerca un
poco más—. ¿Vienes de fuera? ¿Ya estabas corriendo otra
vez con esa amiguita tuya del ala oeste?
Trago saliva y doy gracias a la casualidad que quiso que
anoche me pusiera las zapatillas de correr, una sudadera y
pantalones de chándal para ir a ver a Emma. Me aclaro la
garganta.
—Sí, no llovía hasta hace un momento.
—Bueno, una suerte —me dice el señor Acevedo
señalando hacia mi habitación—. Vamos, ve a ducharte.
Asiento y me doy la vuelta.
Dios... no me atrevo ni a respirar mientras recorro los
últimos metros hasta mi puerta. Estoy buscando la llave en
el bolsillo de los pantalones cuando la puerta de al lado se
abre.
Aparece Sinclair con el pelo revuelto.
—No hay carrera matinal, ¿verdad? —me pregunta
esperanzado, luego se me queda mirando con los ojos
entrecerrados—. Henry, tío... —musita, y le lanzo una
mirada de advertencia. No sé cómo, pero me ha calado
enseguida. En los ojos le brilla una mezcla de diversión y
curiosidad.
—Tú no digas nada —siseo. Sinclair sonríe mientras
meto la llave en la cerradura—. Y no, no hay carrera
matinal.
—Genial —susurra.
Acto seguido entro en mi habitación y me siento un
Henry completamente distinto al que anoche salió de su
cuarto. Un Henry imprudente, irreflexivo, capaz de
incumplir las normas de la escuela y de engañar a su novia.
Porque eso es lo que he hecho, ¿no? He dormido en la
misma cama que Emma. Estaba tan cerca de ella como solo
lo he estado antes de Grace. No la he besado y ni mucho
menos hemos ido más allá, pero soy consciente de que lo
que he hecho no ha estado bien.
Me siento fatal, y mientras me ducho con agua caliente
me voy enfadando cada vez más conmigo mismo. ¿Por qué
coño lo he hecho? No debería haber dormido con Emma. Es
que ya no debería haber ido a su habitación, para empezar.
¿Por qué siento esta necesidad de estar cerca de ella en
todo momento? Pasamos demasiado tiempo juntos, pero no
quiero que eso cambie.
Un gemido de frustración escapa de mi garganta, y no
tiene nada que ver con el hecho de que el agua de la ducha
haya empezado a salir helada de golpe.
Emma

Henry ha cancelado nuestra siguiente sesión de


entrenamiento, y la verdad es que se lo agradezco. El
viernes solo lo veo a la hora de comer y en clase, rodeado
de la gente suficiente para no tener que charlar con él. Nos
limitamos a unas cuantas miradas furtivas que desviamos
rápido cuando el otro se da cuenta. Y lo odio. Odio haber
permitido que las cosas se complicaran tanto entre
nosotros.
Aunque también debo admitir que fueron complicadas
desde el principio, desde el mismo momento en el que me
topé con él en la terminal de llegadas de Edimburgo y me
di cuenta de que Grace era su novia. Lo vi y enseguida supe
que eso me acabaría estallando en la cara. Porque entonces
ya lo deseaba. Porque deseaba a Henry Harold Bennington
con todas las consecuencias que eso pudiera conllevar.
Sí, y así estamos ahora. Y todavía lo quiero, aunque no
pueda quererlo. Incluso después de que medio dormido
tuviera una erección a mi lado y yo me pasara el resto del
día incapaz de pensar en nada más. Pero, por lo que
parece, fingiremos que no sucedió nada. Al fin y al cabo, no
llegué a notarlo. Su cuerpo cálido y pesado, piel con piel
con el mío y... No. Más vale que pare. Quizá solo fueron
imaginaciones mías. Y aunque sucediera de verdad, los
hombres son así, eso no tuvo nada que ver conmigo. No
debería sacar conclusiones equivocadas. Lo de Henry y
Emma no es posible. Solo existen Henry y Grace.
Lo que no puede evitar es la carrera matinal del martes
siguiente. Me he pasado el fin de semana sola, el lunes no
nos vimos más que en clase y el resto del tiempo nos
estuvimos evitando mutuamente. Espero que decida unirse
a Tori y a Sinclair, y tome el atajo para dar la vuelta corta,
pero no es el caso. La mirada de Henry alterna varias veces
entre los demás y yo, y al final atraviesa la puerta conmigo.
No nos decimos nada. Yo corro más rápido que de
costumbre. Tanto que incluso para mí resulta agotador al
cabo de unos minutos, pero Henry aguanta el ritmo. No sé
si por orgullo o porque está enfadado. El caso es que hace
unas semanas sin lugar a dudas ya lo habría dejado atrás.
El suelo está embarrado, y el cielo, encapotado. El pecho
de Henry se hincha a un ritmo rápido y pesado, me gustaría
decirle que tiene que relajar las manos para que no se le
tensen tanto los músculos, pero decido no hacerlo.
—Lo siento —le digo al fin cuando nos quedamos solos
de nuevo después de adelantar a un grupito—. La semana
pasada... no quería ser tan pesada.
—No fuiste pesada —me contradice Henry—. Fue solo
que... creo que no debería haber ido a verte tan tarde.
Asiento. No debería haber venido a verme. Punto.
—No me parece justo para Grace —me explica, y de
repente desearía que siguiera en tan mala forma como
cuando empezamos los entrenamientos y apenas podía
encadenar tres frases mientras corría. Eso me ahorraría la
conversación. Aunque tampoco puedo huir eternamente
cada vez que algo se complica—. Y las paredes del
internado tienen ojos y oídos. Se habla mucho. No querría
que le llegaran según qué rumores.
—Yo tampoco —replico enseguida.
Henry asiente. Odio esta conversación. Es
diametralmente opuesta a las que habíamos tenido hasta el
momento.
—Deberíamos dejarlo —le suelto sin pensarlo dos veces.
Henry abre la boca, pero sigo hablando antes de que pueda
articular una sola palabra—. Lo de salir a correr juntos creo
que no fue una buena idea. Además, ya has mejorado
mucho.
—Ayer tuve entrenamiento de rugby —dice, y por un
momento me pregunto si ha escuchado lo que le acabo de
decir. Luego me doy cuenta de que debía de ser el
entrenamiento decisivo para entrar o no en el equipo—. Me
han aceptado.
—¿De verdad? —se me escapa sin que pueda ocultar el
entusiasmo—. Vaya, es... Me alegro por ti, enhorabuena —
añado cambiando a un tono de fingida despreocupación.
—Sí —replica Henry titubeando—. Gracias.
—Bueno, eso lo han conseguido los entrenamientos —
afirmo, y odio ese matiz de decepción que no puedo ocultar
en mi voz y que Henry sin duda detectará.
—No —me contradice—. El entrenador Cormack me
concede una oportunidad, pero dice que tengo que seguir
trabajando para mejorar todavía más antes del primer
partido. Solo así tendré opciones de jugar.
Asiento. Lo comprendo, porque llegar al banquillo no le
sirve de nada. Solo si acaba jugando durante una
competición importante se habrá ganado la nota.
Le lanzo una breve mirada de reojo. Justo en ese
momento me mira y me fijo en lo diferentes que se le ven
los ojos, tan claros a la luz del día que más que verdes
parecen azules. La semana anterior, en mi habitación había
menos luz de buena mañana y parecían verde bosque,
verde musgo, verde oscuro, casi negro.
—¿Crees que podríamos seguir entrenando? —me
pregunta sin tapujos, y yo solo tengo que hacer una cosa:
rechazarlo, con amabilidad pero también con
determinación. Sin embargo, dudo. Hace un momento me
ha dejado entrever que ya no deberían vernos juntos tan a
menudo, pero ahora me ha pedido justo lo contrario.
—¿Estás seguro de que sería una buena idea?
Henry titubea.
—Sí, es decir..., al fin y al cabo solo somos amigos, ¿no?
Y entonces llega el momento en el que yo me equivoco y
asiento. Aunque los dos sepamos perfectamente que lo que
acaba de decir es una tontería.
Porque dos amigos no se despiertan con palpitaciones
entre las piernas solo porque han vuelto a soñar sobre
cómo una vez durmieron acurrucados.
Pero si no podemos ser solo amigos, tampoco podemos
ser nada. Compañeros de clase que se evitan tanto como
pueden. Y eso sí que no lo soportaría. Sobre todo porque
podría llegar a ser bastante difícil de mantener. Este no es
un instituto cualquiera, es el centro de mi vida. Lo veo
desde la mañana a la noche. En clase, durante el almuerzo,
nada más levantarme y en medio de la noche en alguna
fiesta nocturna. Es imposible, de manera que más me vale
sobreponerme a esto. Podemos comportarnos como
adultos. Como amigos. Y los amigos, si algo hacen, es
ayudarse. Sin segundas intenciones.
Por eso asiento.
—Claro.
17

Henry

—¡Dios, la verdad es que no ha cambiado nada en


absoluto! —exclama Maeve girando sobre sí misma una vez
más antes de salir del patio trasero por una de las grandes
puertas del ala norte. Su vestido verde claro ondea a la
altura de las pantorrillas cuando da vueltas, y lleva el pelo
más corto que la última vez que la vi.
—Tampoco hace tanto tiempo que te marchaste —le
digo.
—Es verdad —conviene, y levanta la mirada en cuanto
llegamos al camino de grava que rodea el edificio del
internado. Sobre las oscuras fachadas de ladrillo y las
torres puntiagudas, el sol brilla en un cielo radiante y
despejado—. Un año y unos meses, pero tengo la sensación
de que hace una eternidad.
Asiento, porque a mí me ocurre lo mismo. Parece que
haya pasado mucho tiempo desde que empecé el décimo
curso, no solo sin Theo, sino también sin Maeve. Pasé de
ser el pequeño de los Bennington a ser el único. Entretanto
Maeve está cursando la licenciatura de Medicina, igual que
Theo, que va un año por delante de ella.
Ya me cuesta recordar cómo era tener a mi hermana
aquí a diario, encontrármela por los pasillos o en el
comedor a la hora del almuerzo. Sabía que en cualquier
momento podía acudir a ella si la necesitaba. Fue más
tarde cuando me di cuenta de que eso era un privilegio. Y
lo echo de menos. Porque, incluso si los planes me salen
como espero y acabo consiguiendo una plaza en Saint
Andrews, ya no volveré a vivir esa etapa en que estudiamos
juntos en la Dunbridge Academy. Theo habla a menudo
sobre el semestre que pasó en el extranjero, en Canadá, y
Maeve también ha insinuado que le atrae la idea de vivir en
un lugar lejano. No se quedarán en Escocia toda la vida,
eso lo tengo claro. En ese sentido no podríamos parecernos
menos. Aunque estoy seguro de que tienen buenos
recuerdos de su estancia en el internado, el hecho de
quedarse tanto tiempo en un mismo sitio los ha
constreñido.
Es probable que sea una consecuencia lógica si te has
pasado la infancia viajando más de lo que otras personas
viajan a lo largo de su vida. O bien anhelas establecerte por
fin en un lugar, o no puedes parar de buscar sitios nuevos.
Para Theo y Maeve se trata claramente del segundo caso.
—¿Echas de menos vivir en el internado?
Maeve se me queda mirando y, tras un leve titubeo,
asiente.
—Echo de menos estar cerca de ti —matiza, y en ese
momento estoy seguro de que sigue funcionando esa
conexión invisible que nos une, que nos permite saber en
todo momento lo que el otro está pensando. En cierto modo
me daba miedo que se hubiera perdido, después de haber
pasado tanto tiempo separado de mi hermana mayor, pero
por suerte parece ser que no—. Aunque también echo de
menos la vida del internado —prosigue—. En la universidad
todo es mucho más... anónimo. Ni siquiera sé cómo se
llaman mis vecinos en la residencia de estudiantes, porque
cambian sin parar. Y echo de menos la carrera matinal —
afirma riendo—. Ni yo misma puedo creer que haya dicho
esto.
—Te entiendo —le aseguro, y me mira con suspicacia—.
Últimamente las estoy disfrutando bastante.
—¿Se puede saber qué te han hecho?
Me encojo de hombros.
—Tengo que esforzarme para entrar en el equipo de
rugby.
—Cierto, ¡menuda locura! —exclama Maeve negando
con la cabeza—. Entonces ¿lo has conseguido? —pregunta
y, al ver que asiento, sonríe—. Claro que lo has conseguido.
Siempre consigues todo lo que te propones.
Sigo caminando a su lado en silencio.
—¿Cómo te va con Grace? —quiere saber Maeve.
—Bien —respondo enseguida—. Te manda recuerdos,
por cierto.
Al ver que Maeve no responde nada, vuelvo la cabeza
para mirarla. Se ha alejado unos pasos de mí y está sentada
en el amplio columpio de madera que cuelga de la rama de
uno de los viejos tilos que bordean el camino hacia los
establos.
—¿Qué? —pregunto al ver que se me ha quedado
mirando.
—Nada —afirmo cogiendo un poco de impulso para
columpiarse hacia mí—. Dímelo tú.
—Maeve... —gimo.
—¿Os habéis peleado?
—No —aseguro. Nos vemos demasiado poco para
pelearnos. En realidad solo coincidimos durante las clases
y en el comedor. O cuando comemos en casa de su familia,
donde me siento cada vez más incómodo. Sobre todo ahora,
cuando solo puedo pensar en el cuerpo dormido de Emma
junto al mío. En eso y en su piel cálida y suave en contacto
con la mía.
—Entonces ¿qué ocurre?
—Nada —contesto con demasiada brusquedad—. Todo
va de maravilla, ¿de acuerdo?
Maeve se me queda mirando sin pestañear siquiera y
eso me molesta un poco. Nunca ha tenido sentido intentar
mentirle a mi hermana. No sé cómo lo hace, pero de algún
modo parece saber lo que siento mejor incluso que yo
mismo.
—De acuerdo —responde Maeve echando la cabeza
hacia atrás mientras el columpio se balancea una vez más
hacia mí. No parece nada impresionada, y ni siquiera
intenta hacerme hablar. No dice nada más. Ni una palabra.
Ni una...
—En su momento, con Eliza... —empiezo a decir sin
poder evitarlo—. ¿Te preguntaste alguna vez si solo estabas
con ella por mera costumbre?
Maeve me mira de nuevo.
—Me temo que sí. —Trago saliva—. Es una sensación
desagradable, ¿verdad? —pregunta antes de deslizar los
pies por el suelo para detener el columpio.
—Sí —respondo. ¿Por qué de repente tengo la garganta
tan seca?
—Aunque también pienso que no está nada mal hacerse
esa clase de preguntas —opina, y se me queda mirando de
nuevo—. Significa que evolucionas.
—Ya, pero tengo la sensación de que es algo malo.
—¿Por qué dirías que pasa? —pregunta Maeve, y me
vienen ganas de poner los ojos en blanco. Porque tiene esa
manera de preguntar las cosas que me obliga a ser
brutalmente sincero conmigo mismo, algo que suelo
preferir evitar.
En la punta de la lengua tengo un ridículo y nada
sincero «No lo sé». Pero lo reprimo, sabiendo que no puedo
seguir por ahí. Así que continúo hablando, sin filtros y sin
reservas. A veces pienso que Maeve es la única persona
con la que puedo hablar así.
—¿Porque nos hemos distanciado? —conjeturo.
—Y ¿eso por qué podría haber pasado?
Dudo. Y pienso en Emma. Pienso en ella y en nada más
que en ella.
—¿Cómo se llama la chica? —me pregunta Maeve, y mi
primer impulso es negarlo todo. Pero de repente me siento
demasiado cansado de mentirme, de mentir a mis amigos.
De mentir a Emma, porque en realidad no quiero que
seamos solo amigos. Quiero más, lo quiero todo, y lo quiero
con ella—. O el chico —añade.
Niego con la cabeza.
—Chica —respondo con la voz repentinamente ronca—.
Emma.
—¿Es nueva?
Asiento.
—Es una alumna de intercambio. De Alemania. Nos
conocimos en el aeropuerto, cuando hice escala en
Frankfurt.
—Qué bonito, Henny... —exclama Maeve con una
sonrisa.
«Henny»... Es la única persona que de vez en cuando me
llama así, que es como lo pronunciaba yo mismo cuando no
había aprendido a hablar del todo.
—Para, Maeve. Lo estoy pasando fatal —gimoteo—. ¿Qué
estoy haciendo? Esto no tiene ningún sentido...
—Te has enamorado hasta las trancas, claro que no tiene
sentido —sentencia Maeve como si eso lo aclarara todo.
Sin embargo, no es así. Ya sé lo que es tener un crush. Y
lo de Emma es más que eso. Es mucho más que un simple
enamoramiento, y eso me asusta.
—No puedo hacerlo, no puedo enamorarme. Estoy
saliendo con Grace —digo, y tengo que tragar saliva
mientras pienso que no quiero ser esa persona. Grace
siempre lo ha hecho todo bien. Es alguien importante para
mí y no quiero hacerle daño. Pero será inevitable si me
acabo dejando llevar por los sentimientos en lugar de
atender a la razón.
—Cierto, pero ¿eres feliz con ella? ¿Sois felices cuando
estáis juntos? —me pregunta Maeve sin dejar de mirarme a
los ojos, y mientras tanto soy incapaz de decir nada.
Pienso en todo y en nada a la vez. En los fines de
semana en casa de Grace y su familia, en las noches que
hemos pasado charlando, riendo hasta no poder más, en el
hecho de saber que hay alguien allí en todo momento. Pero
también pienso en las discusiones por pequeñeces y en los
silencios por las cosas inevitables y serias que tanto miedo
nos dan. En esa sensación de haberme acostumbrado a
Grace. Es casi algo parecido a la indiferencia, y tal vez eso
me convierte en la peor persona del mundo, pero es un
hecho. Aprecio a Grace, su presencia, su humor, nuestra
relación. La respeto, solo deseo lo mejor para ella. Pero
desde que hace unas semanas me topé con esa chica
alemana en el aeropuerto y vi cómo me miraba, con esos
ojos azul grisáceo, no puedo quitármelo de la cabeza.
Porque con Emma nada me basta. Quiero más, y pienso que
con ella podría tenerlo.
No vuelvo a recordar la pregunta de Maeve hasta que
noto que se me ha quedado mirando de nuevo.
—No somos infelices —empiezo a decir—. Pero... creo
que tampoco somos felices de verdad.
—¿Eres tan feliz con ella como cuando pasas tiempo con
Emma?
Asiento, pero ¿por qué me siento tan culpable?
Realmente me gustaría que no fuera así, pero cuando estoy
con Emma es como si sintiera de un modo mucho más
intenso. Y eso es peligroso.
—No tiene sentido, solo se quedará un año. Luego se
marchará y habré dejado a Grace. Todo el año con ella es...,
¿cómo puedo explicártelo si ni siquiera yo mismo lo
entiendo?
—¿Quién dice que solo se quedará un año? —pregunta
Maeve, y tengo que obligarme a resistir el impulso de
cerrar los ojos por pura desesperación.
—Lo dice ella. Y lo dice en serio. Ha venido para
descubrir más cosas sobre su padre. Sus padres se
conocieron en el internado, pero ya no tiene contacto con él
—le explico, aunque en realidad son cosas que Emma me
confió como un secreto. Solo a mí. Pero he jurado que haría
todo lo posible para ayudarla a encontrar alguna pista, y
para eso tengo que poner al corriente a Maeve—. Se llama
Jacob Wiley. Es músico y nació en Glasgow —le cuento, y a
continuación le relato todo lo que he encontrado sobre él
por internet—. ¿Sabes si mamá o papá lo mencionaron en
alguna ocasión? Debieron de coincidir en el internado con
un par de años de diferencia.
—Mmm, ya veo —dice Maeve llevándose el índice a la
punta de la nariz como siempre que debe reflexionar sobre
algo—. Pero creo que nunca he oído hablar de él, lo siento.
—No pasa nada. Tiene sentido...
—Pero, si estudió aquí, seguro que debe de haber
alguien que lo conociera.
Me encojo de hombros.
—El señor Ward lo conocía. Ha soltado un par de
comentarios sobre él.
—Dios, es el único profesor al que no echo de menos.
—Y cada vez es peor —afirmo, pero me detengo para
mirar a mi alrededor con disimulo. Por suerte no hay nadie
cerca que pueda oírnos.
—Creo que todavía debe de estar enfadado por haberse
visto obligado a concederme la máxima puntuación en el
examen final —opina Maeve con deleite.
—Sin duda le dio rabia. La verdad es que no sé por qué
se convirtió en profesor. No parece que le guste
precisamente ver a la gente aprender.
—Tú serás mejor profesor que él.
No puedo evitar sonreír.
—Eso espero.
—¿Ya has empezado con tu carta de presentación?
Niego con la cabeza.
—Todavía no he tenido el valor de empezar.
—Bueno, aún te queda tiempo. ¿Grace ha decidido ya
dónde quiere estudiar?
—Sí, en Oxford.
—De acuerdo —dice Maeve asintiendo, y estoy seguro
de que sabe lo que eso significa. No se molesta en soltar
frases sin sentido sobre relaciones a distancia y viajes de
fin de semana capaces de salvar cualquier pareja. A ella y a
Eliza no les sirvió de nada, y eso que solo las separaba la
hora y media de camino entre Saint Andrews y Edimburgo.
Pero, de todos modos, no funcionó. ¿Cómo va a funcionar lo
de Grace, si entre su universidad y la mía hay casi
setecientos kilómetros?
—¿Cuándo te diste cuenta de que os teníais que
separar?
Se lo pregunto como quien pregunta qué tiempo hace.
¿Cómo se puede sonar tan indiferente?
—Durante mucho tiempo me negué a aceptarlo —
confiesa—. Pero en realidad lo supe desde que empezamos
a buscar plaza para la universidad. Nos habíamos pasado el
curso entero ignorando que pronto todo cambiaría entre
nosotras —explica sin mirarme—. A veces pienso que
habría sido mejor que nos separáramos antes de
graduarnos. Quizá habría sido más fácil empezar de nuevo
en Saint Andrews sin estar pensando todo el rato en cómo
salvar lo nuestro.
—A veces me pregunto cómo lo consiguen Theo y
Harriett —comento con un suspiro.
Maeve se encoge de hombros.
—Theo es así —se limita a observar—. Por cierto, me
manda recuerdos para ti. Prácticamente vive en la
biblioteca, aunque estemos de vacaciones. Se ha propuesto
volver a repasar todo el temario del año anterior antes de
que empiece el semestre.
—Theo es así —repito.
—Se está planteando tomarse un semestre sabático tras
los exámenes de primavera para pasar unos meses
ayudando a papá y mamá en el proyecto.
—Oh, ¿de verdad? —exclamo levantando la cabeza de un
respingo.
Maeve se limita a asentir.
—¿Y tú cuándo irás? —pregunto.
—La semana que viene. Me quedaré hasta octubre, poco
antes de que vuelvan a empezar las clases en la
universidad.
—Entonces ¿ya no tendremos ocasión de volver a vernos
antes?
Maeve niega con la cabeza, con una sonrisa en los
labios.
—Por eso he venido a verte ahora.
—Pero ten cuidado, ¿de acuerdo?
—Henny, yo siempre tengo cuidado.
—Bueno, yo solo lo digo —murmuro.
—Y cuando vuelva puedes venir a visitarme. Al principio
de curso la universidad no es tan estresante.
—Pues estaría bien.
—Al fin y al cabo, tendrás que ver algún día la que
pronto será también tu universidad. Me he apuntado como
voluntaria para la jornada de orientación que hay tras las
vacaciones de otoño. Podremos vernos entonces —me
explica Maeve; después me dedica una sonrisa—. Y puedes
traer a Emma, si quieres.
Ya he abierto la boca para replicar cuando alguien
interrumpe nuestra conversación.
—¿Maeve Bennington? —pregunta la voz de la señora
Barnett, que ya se nos acerca sonriendo cuando nos
volvemos hacia ella—. Me lo había parecido. ¡Cuánto me
alegro de verte! Estás hecha toda una mujer.
18

Henry

Es terrible. He metido la pata hasta el fondo con Emma,


no se puede decir de otro modo. ¿Por qué me rehúye, si no?
Porque me está evitando, lo noto claramente. Cuando
corremos solo hablamos sobre temas banales, y aparte de
eso ya no pasamos tiempo juntos.
Emma me rehúye a mí y yo rehúyo a Grace. Es el primer
miércoles que no voy a comer a casa de su familia desde
hace dos años. No puedo ir y actuar como si nada. Soy un
cobarde patético, pero no puedo. No mientras me sienta
como un maldito traidor.
La última vez que no fui estuve con fiebre en la
enfermería y Grace me trajo un poco de sopa casera que
me había preparado Diane. No recuerdo gran cosa más
porque me pasé una semana entera durmiendo, pero ella
estuvo conmigo todo el tiempo que pudo. Esta vez lo he
cancelado con la excusa de un trabajo trimestral. Un puto
trabajo trimestral, sí. Un trabajo que podría haber hecho en
cualquier otro momento, pero se me han ocurrido varias
explicaciones por las que tenía que hacerlo justo un
miércoles a mediodía. Un plazo ceñido y los
entrenamientos de rugby por la tarde. Son excusas de lo
más patéticas, pero Grace me ahorra la humillación y ni
siquiera me hace más preguntas cuando le mando el
mensaje por WhatsApp. Se limita a escribir: «Lástima,
¿todo bien?», y yo le contesto: «Sí, lo siento de verdad».
Qué asco doy.
A juego con mi estado de ánimo, tras los últimos días
apacibles de verano han llegado ya las nubes grises y la
lluvia. Llevamos tres días seguidos sin poder salir a correr
de buena mañana y empiezo a plantearme la posibilidad de
ir al gimnasio para correr en la cinta. Al final decido no ir,
pero solo porque temo encontrarme allí con Emma.
Además, ya voy servido con los entrenamientos de
rugby. El señor Cormack no tiene piedad, ni siquiera
cuando llueve a cántaros y el terreno de juego se convierte
en una gran zanja embarrada. Esta tarde Valentine Ward se
ha deleitado viéndome caer de bruces sobre el suelo
resbaladizo más veces que nunca. Al menos consigo
convertir mi frustración en energía, de manera que durante
el partido que hemos jugado después del entrenamiento
técnico he conseguido superar la defensa contraria varias
veces y anotar unos cuantos puntos. Es la primera vez que
el entrenador Cormack me elogia. Lo primero que me pasa
por la cabeza es que tengo que contárselo a Emma, pero
luego me doy cuenta de que no debería hacerlo. Porque,
aunque seamos amigos, ya no nos dirigimos la palabra ni
somos capaces de mirarnos a la cara.
Esta noche no me ducho en mi habitación, sino en el
vestuario del equipo. Aquí todo el suelo está alicatado y da
igual si me caen grumos de barro de la ropa y el agua de la
ducha queda teñida de marrón.
Quiero dormir, no me apetece hablar con nadie más,
pero también tengo ganas de ir a ver a Emma y obligarla a
hablar conmigo otra vez. Quiero salir a dar paseos
nocturnos con ella para olvidarme de que no puede haber
nada entre nosotros. Quiero ser la persona a la que pueda
contarle cualquier cosa, lo deseo de verdad. Y no
comprendo por qué. Si tuviera la menor idea, tal vez todo
sería menos caótico.
Vuelve a oscurecer y llego tarde, han cerrado hace un
cuarto de hora cuando llego al ala este. Estoy subiendo la
escalera y en ese momento el móvil me vibra dentro del
bolsillo de los pantalones de chándal. Solo vibra así cuando
me llaman, y casi nunca me llama nadie. A menos que haya
ocurrido algo.
Me paro para sacarlo y arrugo la frente al ver el nombre
que aparece en la pantalla.
—¿Maeve? —digo en lugar de saludarla—. ¿Todo bien?
—Sí, sí, todo bien, Henny —responde, y enseguida
detecto algo de emoción en su voz—. ¿Te molesto? ¿Tienes
un momento? —me pregunta—. Creo que he descubierto
algo interesante.

Emma
No es fácil rehuir a Henry, pero me las arreglo. Cuando
nos cruzamos, nadie se da cuenta de que apenas nos
hablamos. Aparte de la clase de Geografía, por suerte no
nos sentamos juntos en ninguna otra asignatura, y la
señora Kelleher nunca nos hace trabajar en grupo. En el
comedor hay gente suficiente para que no tengamos que
interactuar, de manera que los entrenamientos son la única
parte crítica del día. Pero, al fin y al cabo, solo somos
amigos, aunque salgamos a correr los dos solos.
He acelerado tanto el ritmo que casi no podemos ni
hablar mientras corremos. Supongo que a Henry le parece
bien, porque tampoco se ha quejado. En general se queja
menos que al principio. Hace lo que le digo, se esfuerza
mucho y está mejorando. ¿Qué más quiero?
Esta pregunta me la hago desde hace unos días, pero no
encuentro ninguna respuesta. Ni siquiera cuando poco
después del cierre del ala me acurruco en mi cama hecha
una bolita. Solo sé que siempre estoy de mal humor y que
Henry no parece haberle contado nada a Grace sobre la
noche que pasó en mi habitación. De lo contrario seguro
que ya no sería tan amable conmigo. Aunque tal vez sabe
que no tiene de qué preocuparse. Después de todo siguen
siendo la pareja perfecta. Todo el mundo lo sabe. Joder, es
odioso.
No obstante, hay que decir que esta tarde en el
entrenamiento de atletismo me ha parecido detectar un
poco más de tensión entre nosotras. Grace ni siquiera me
ha mirado. Se ha pasado buena parte del tiempo
susurrándole cosas al oído a Olive. Me he sentido fatal:
primero me ha dado por odiar un poco a Henry, pero luego
simplemente me he odiado a mí misma.
Entretanto, parece ser que Isi me ha bloqueado para
que no pueda ver sus stories, porque no me ha aparecido
ninguna más. Por supuesto, también puede ser que esté
demasiado ocupada liándose con Noah para publicar nada,
pero conozco bien a mi amiga. No deja pasar un día sin
colgar algo.
Supongo que eso debería preocuparme y entristecerme,
pero la verdad es que me sorprende lo poco que me
importa. Tengo trabajo de sobra sintiéndome mal por lo de
Henry.
En nuestra planta ya se ha impuesto el silencio. El reloj
de la torre ha marcado las diez y estoy negociando conmigo
misma el rato que me pasaré aquí tendida antes de ir al
baño a lavarme los dientes cuando de repente llaman a mi
puerta.
¿Es Tori? Me parece demasiado temprano para una
fiesta nocturna espontánea, y lo cierto es que no me
apetece en absoluto. Además, no he leído nada en el grupo
de WhatsApp Midnight Memories, aunque quizá me han
eliminado. Quién sabe. Estoy tan negativa que me doy asco
a mí misma, pero es que realmente todo es una mierda.
Suelto un gimoteo irritado cuando llaman de nuevo. Me
levanto, abro la puerta y me quedo de piedra.
¿Es una alucinación? ¿Me he quedado dormida y estoy
soñando o Henry se ha plantado frente a mi habitación con
el pelo mojado, los pantalones de chándal y la sudadera
azul del internado?
Se me queda mirando con el índice frente a los labios y
con un movimiento de cabeza me señala hacia un lado.
Hacia el pasillo vacío.
Abro la boca, pero no llego a decir nada.
—Será solo un momento —susurra, y por desgracia su
voz sigue pareciéndome preciosa.
Tardo un par de segundos en reaccionar, pero luego me
pongo las zapatillas sin calcetines y un jersey, y cojo la
llave. Antes de poder plantearme siquiera qué estoy
haciendo, ya corro junto a Henry por el pasillo a oscuras. A
estas alturas ya he interiorizado el truco de los sensores de
movimiento, igual que el hecho de que no sea muy
arriesgado hablar en la escalera. Sin embargo, Henry sigue
sin decir nada, por lo que yo también guardo silencio.
Los dos encendemos al mismo tiempo la función de
linterna del móvil cuando nos metemos por un pasadizo a
oscuras, uno de los que tomamos durante el paseo
nocturno después de la fiesta. Ni me había dado cuenta de
lo mucho que lo había echado de menos.
—¿A qué viene esto? —pregunto en algún momento,
cuando empieza a parecerme ridícula la situación. Tiene
que haber un motivo para que de repente haya pasado a
recogerme para dar un paseo nocturno a pesar de que en
realidad nos estemos evitando mutuamente. O de que yo lo
evite a él. Sea como fuere, los dos sabemos que esto no es
normal—. Henry —insisto al ver que no dice nada—. ¿Todo
bien?
Henry asiente, pero su mirada recorre mi rostro con
nerviosismo. A pesar de la falta de luz, me doy cuenta de lo
agitado que parece.
—Sí —empieza a decir, y se aclara la garganta antes de
continuar—. Solo quería..., tengo que contarte algo.
—¿Y no podía esperar a mañana?
—No, Emma —responde, y su insistencia me obliga a
contener el aliento—. No podía.
—De acuerdo —digo parándome—. ¿Qué es?
Henry titubea. Parece como si estuviera eligiendo las
palabras con sumo cuidado sin dejar de mirarme a los ojos.
—Bueno, es que... Sé que todo lo que me contaste era un
secreto, y te aseguro que no se lo he contado a nadie más,
pero cuando hace poco vino a visitarme mi hermana
estuvimos hablando sobre tu padre. —De golpe noto la
cabeza aturdida mientras Henry sigue hablando—. Lo
siento mucho, de verdad. Espero que no te enfades. Pensé
que tal vez sabría algo, si mis padres habían mencionado su
nombre en alguna ocasión o algo así, pero Maeve me dijo
que no.
—Henry —lo interrumpo. De repente un temblor se
apodera de mi voz para extenderse luego al resto de mi
cuerpo—. ¿Por qué me estás contando esto?
—Porque Maeve me ha llamado hoy —contesta, luego
traga saliva y yo me olvido hasta de respirar—. Una amiga
suya lo conoce. Es de Glasgow y se ha enterado de que
dará un concierto allí. No está anunciado en internet, pero
ha visto un cartel.
—¿Y cuándo será? —consigo balbucear con el pulso
acelerado.
—El viernes —responde Henry—. En un pub muy
pequeño, pero sí..., estará allí —añade titubeando.
Asiento mientras intento ordenar de algún modo todo lo
que me pasa por la cabeza. Mi padre. En Glasgow.
—¿Qué...? ¿Cuánto...?
—Una hora y media —indica Henry—. Si nos marchamos
antes de la cena, podríamos coger el tren a Glasgow en
Edimburgo. El último autobús para volver sale a
medianoche. Ya lo he buscado.
Dudo un poco.
—No... no está permitido, ¿verdad? Tan tarde...
—No —responde Henry negando con la cabeza—. Pero
puedo pedirles a Tori y a Sinclair que nos cubran. Nadie
tiene por qué enterarse de nuestra ausencia.
Trago saliva.
—¿Nuestra? ¿Quieres decir...?
—Yo te acompaño —afirma Henry, y los ojos se le ven de
un color verde oscuro cuando me mira fijamente—. Bueno,
si quieres.
19

Henry

Es un pub destartalado de la zona nordeste de Glasgow


y no sé qué había esperado encontrar. Supongo que una
larga cola frente a la entrada e interminables discusiones
con los porteros para convencerlos de que nos dejen pasar
aunque el local esté repleto y las entradas se hayan
agotado.
Sin embargo, nada más lejos de la verdad. Cuando
Emma y yo llegamos poco antes de las ocho al Cowcadden’s
Pub, frente a la entrada no hay más que unos cuantos
fumadores que se nos quedan mirando un momento y luego
nos ignoran por completo. En la puerta de madera oscura
hay algunos folletos pegados, pero en ninguno pone que
esa noche haya un concierto de Jacob Wiley. Si Maeve no
me hubiera reenviado la foto que le había mandado su
amiga, habría pensado que nos habíamos equivocado. Pero
desde fuera oigo la música que suena en el interior del pub.
Emma me lanza una breve mirada de reojo. Desde que
nos hemos encontrado en la parada de autobús que hay
junto al portal del internado después de la hora de estudio,
apenas hemos cruzado unas palabras. Noto su tensión
como si fuera mía, y me resulta insoportable. Desde que se
ha sentado a mi lado en el autobús a Edimburgo y hasta
llegar a Glasgow no ha relajado los hombros ni un
momento. Ojalá tuviéramos otra excusa para visitar la
ciudad, una que no nos sumiera en un silencio desesperado
y que no me provocara tanto dolor de barriga.
—¿Quieres que espere en alguna parte? —pregunto al
ver que Emma nos mira a mí y a la puerta del pub
alternativamente.
—No —responde volviéndose de golpe hacia mí—.
Quiero decir..., a menos que tú lo prefieras.
Niego con la cabeza y le cojo la mano. Lo hago porque
creo que es justo lo que necesita en este momento. Lo sé
con seguridad cuando noto que sus dedos helados se
aferran a los míos.
Esto sucede en un instante, pero luego retira la mano y
sube los pocos escalones que hay frente a la entrada.
Entramos en el pub y lo primero que me llama la
atención es que el ambiente está muy cargado y huele fatal.
No es uno de esos locales lujosos como los de las zonas
gentrificadas de la ciudad. Estamos hablando de plafones
de madera oscura, un suelo mugriento y pegajoso, y volutas
de humo por todas partes que provocan que los ojos me
escuezan. Junto a la barra hay un escenario diminuto que
prácticamente ni merece llamarse así. Es más bien un
espacio vacío en el rincón, algo más elevado que el resto de
la sala y con el sitio suficiente para un par de altavoces,
luces y un micrófono. La zona que hay justo delante está
casi vacía, solo hay unas cuantas personas de pie, la
mayoría con la bebida en la mano y apoyadas en el
mostrador o en mesitas altas. Aunque la música suena a
todo volumen, todavía se oyen de fondo las conversaciones.
Casi tropiezo con Emma cuando se detiene en seco
frente a mí. Tiene la mirada clavada en el tipo que está de
pie tras el micrófono con los ojos cerrados. Está cantando
sobre una base musical que acompaña con la guitarra. No
tengo ni idea de música, quizá es algún tipo especial de
indie-rock, pero lo único que puedo decir es que, si me sale
algo así en Spotify, pulso el botón de «siguiente» de
inmediato. Pero ahora no tengo esa opción. Solo estamos
Emma y yo en este pub, y ese hombre que al parecer es su
padre.
Aunque está oscuro y no puedo distinguir gran cosa,
enseguida me fijo en si se parecen. Es alto, delgado y lleva
el pelo rubio recogido en un moño descuidado. No lo tiene
tan claro como Emma, pero quizá solo sea cosa de la mala
iluminación del interior. Debe de tener más o menos la
misma edad que mis padres, pero parece mucho más
castigado por el paso del tiempo. Tiene las mejillas
hundidas. Parece uno de esos artistas un poco
obsesionados que han perdido el contacto con la realidad.
Su voz suena profunda y ronca por los altavoces, y
cuando termina la canción coge un cigarrillo encendido que
había dejado en el soporte del micrófono. Le da una calada
y Emma se cruza de brazos. Me la quedo observando, pero
ella sigue con la mirada fija hacia delante. Querría
preguntarle si está bien, me gustaría saber lo que piensa, si
lo recordaba de ese modo y cómo la está afectando todo
eso. Pero no puedo, porque acto seguido empieza a cantar
otra canción, así que no me queda más remedio que seguir
esperando.
No tengo ni idea de lo que durará este concierto. Varias
personas se marchan del pub, pero también llegan unas
cuantas más, aunque no parecen tan atraídas por la música
como por las bebidas baratas. En cierto modo es triste que
algunas de las canciones no reciban ni un solo aplauso.
Cada vez que termina una canción se da la vuelta para
coger un vaso. Se me encoge el estómago, todo esto no me
gusta nada.
He perdido la noción del tiempo cuando por fin anuncia
que ha llegado la última canción. Emma no se ha movido de
sitio en todo el rato. Cuando termina aplaudimos con el
resto de la gente, él deja la guitarra y tras la barra vuelven
a poner música grabada. No tiene nada de especial, incluso
es algo triste. Y Emma no para de mirarlo.

Emma

Por fin baja del escenario. El local está bastante oscuro,


pero me temo que ese no es el motivo por el que tropieza
con el último escalón. Se oye un tintineo de vasos, se
agarra al mostrador y se balancea.
Nadie parece darle importancia, la mayoría de la gente
está ocupada charlando. Oigo las voces, las risas, y luego
doy un paso hacia él.
Noto la mano de Henry sobre mi hombro.
—¿Estás segura de que es una buena idea? —me
pregunta en voz baja. Parece preocupado y, por algún
motivo, eso me enfurece. Tal vez porque yo también estoy
preocupada. Porque no me había planteado siquiera la
posibilidad de que mi padre fuera un borracho y estuviera
tan hecho polvo. Pero para algo he venido hasta aquí.
—Tengo que hablar con él —le digo tragando saliva. Y
descubrir si hay algo más—. ¿Podrías...?
—Te espero fuera, ¿de acuerdo? Puedes llamarme si... si
me necesitas.
«¿Para qué tendría que necesitarte?» Tengo la réplica en
la punta de la lengua, pero me reprimo. Porque estoy
furiosa y tengo miedo. De que me decepcione y acabe
lamentando haber venido. Y Henry no puede hacer nada al
respecto. Todo lo contrario: está aquí conmigo aunque no
tenía por qué acompañarme.
—De acuerdo —respondo al fin, y por un instante noto
cómo los malditos sentimientos están a punto de
superarme. El temblor que he estado reprimiendo empieza
a aflorar y me entran ganas de preguntarle a Henry si
puede abrazarme como lo hizo aquella noche en mi
habitación. Pero no se lo pido, porque luego seguro que
acabo llorando y no quiero que mi padre me vea de ese
modo.
—Hasta ahora —me dice Henry en voz baja antes de
darse la vuelta. Me sorprende lo fatal que me siento. Me
lanza una breve mirada por encima del hombro antes de
hundir las manos en los bolsillos de la chaqueta y salir del
pub.
Y me quedo sola. Estoy en un país extranjero, en una
ciudad que no conozco, en un pub desvencijado y frente al
borracho de mi padre. Estoy bastante segura de que esto
no le gustaría nada a mamá. Por suerte, no tiene la menor
idea de lo que estoy haciendo. Caigo en la cuenta como
quien recibe una descarga eléctrica, y por un momento
lamento no haberlo hablado con ella, no haberle
preguntado si le parecía bien que acudiera a Glasgow a
conocerle. Aunque ya sé lo que me habría dicho, y es
precisamente por eso por lo que no se lo he contado.
Mi padre levanta la cabeza cuando se le acercan dos
mujeres. Estoy demasiado lejos para comprender lo que
dicen, pero veo que una de ellas saca el móvil, mira a su
alrededor y repara en mí. Me quedo helada cuando me
hace señas para que me acerque.
—¿Te importaría hacernos una foto? —me pregunta, y
niego con la cabeza sin planteármelo siquiera.
Cojo el móvil y mi padre mira hacia mí. No sé qué había
esperado. Que su rostro cambiara de algún modo, supongo.
Que abriera mucho los ojos sorprendido, que se me
acercara y me abrazara. Pero no hace nada de eso. No me
mira a mí, sino al móvil que tengo en las manos, y de
repente me acuerdo de lo que me han pedido.
De manera que saco tres fotos. Los dedos me tiemblan,
pero no puedo hacer nada para evitarlo. Por suerte, las
mujeres parecen demasiado borrachas para darse cuenta.
Les devuelvo el móvil, fuerzo una sonrisa cuando me dan
las gracias y luego se marchan. Mi padre vuelve a quedarse
solo en la barra y su mirada vaga hasta mí.
—¿Tú también quieres una foto? —me dice.
No me reconoce. Lo veo en sus ojos, no hay nada. Y no
me había planteado qué haría en este caso. No me había
planteado nada de nada.
Niego con la cabeza.
—Quería preguntarte si tienes tiempo para hablar con
calma —le digo, y la frase no suena nada fluida porque
estoy agobiadísima. Pero entonces aparece un brillo de
asombro en sus ojos.
—¿No eres demasiado joven para eso? —me pregunta, y
por un momento no sé a qué se refiere. Cuando por fin
caigo en la cuenta, me quedo de piedra. ¿Me ha tomado por
una groupie con ganas de acompañarlo a su hotel?
Abro la boca, pero mis labios son incapaces de articular
una sola palabra.
—¿Has cumplido ya los dieciocho? Si no, antes
necesitaré otro whisky —advierte, tras lo que se apoya en
la barra—. ¡Uno doble! —le grita al camarero, que
responde asintiendo levemente. Su voz no tiene nada que
ver con la que yo recordaba. Su mirada me recorre y solo
tengo ganas de huir cuanto antes. No quiero que sea mi
padre. No quiero que beba y fume y toque en un pub tan
rancio frente a un montón de borrachos que parecen tan
jodidos como él. Este no es el Jacob Wiley que imagino
siempre, el que me toca canciones de cuna con la guitarra y
me promete que lo acompañaré cuando vuelva a salir en
una gran gira.
Luego se me queda mirando y tengo la sensación de que
el estómago se me encoge de golpe.
—Papá... —balbuceo, y odio el tono de súplica que
adopta mi voz—. Soy yo.
No tengo ni idea de si me ha entendido. Al menos hasta
que algo cambia en su mirada y se inclina ligeramente
hacia delante.
—¿Emma? —pregunta, y en su tono detecto tanta
incredulidad que me entran ganas de llorar—. Joder, eres
tú, ¿verdad?
Me limito a asentir en silencio.
—Dios, ¿por qué no me lo has dicho enseguida? No te he
reconocido. Joder, has crecido mucho, Biscuit.
Biscuit. Como mote cariñoso es una absoluta mierda,
pero cuando se lo oigo decir con tanta naturalidad se me
pone la piel de gallina. Porque me había olvidado de que
siempre me llamaba así.
No sé qué ocurre cuando se aparta del mostrador y se
me acerca. No sé si quiero que me abrace. Hace un
momento lo deseaba, pero ahora ya no estoy tan segura.
Me obligo a no retroceder cuando me envuelve entre los
brazos. Su olor es una mezcla de alcohol, humo y sudor,
pero en cualquier caso no huele como recordaba.
—¿Qué haces aquí? Joder, has crecido muchísimo —
repite, y detecto un leve balbuceo en su voz.
—Me quedaba cerca —le digo—. Y esperaba que
pudiéramos charlar un poco.
—Claro que sí —responde riendo—. Pero aquí no. Este
no es un lugar digno para mi hija. —Trago saliva—.
Conozco otro local cerca de aquí donde, además, podemos
comer algo. ¿Tienes hambre? Invito yo, Biscuit.
Me limito a asentir a pesar de que no tengo hambre, ni
mucho menos. De hecho, tengo un nudo en el estómago
que crece todavía más cuando veo que mi padre se dirige a
una mujer que está con un grupo de gente, a unos metros
de donde nos encontramos.
—Lou, vendré a desmontar más tarde.
—Sí, sí... —contesta ella con un gesto de desprecio,
luego se fija en mí y, por algún motivo, me siento sucia.
Me quedo a un lado sin decir nada mientras mi padre
recoge su chaqueta y señala la salida.
—¿Qué te ha parecido el bolo? —pregunta cuando
salimos afuera. Todavía hay gente delante del pub, pero
nadie se fija en nosotros.
—Muy bien —afirmo casi sin querer, solo para decir
algo.
Mi padre se ríe.
—La gente era aburridísima, pero, oye, esto es Glasgow.
Una pocilga miserable.
No replico nada. ¿Por qué no me pregunta qué hago
aquí? ¿O por qué no estoy en casa, en Frankfurt? Es
imposible que sepa que estoy estudiando en el internado.
¿Es que no le interesa?
En la acera de enfrente veo a Henry apoyado en la
pared. Nuestras miradas se encuentran y noto cómo busca
en mi rostro alguna señal que le indique que todo va bien,
de manera que asiento levemente. Me encantaría decirle
adónde vamos, pero tampoco lo sé. Solo puedo esperar que
nos siga. Lo espero de verdad.
—Ah, mierda —exclama mi padre—. ¿Por casualidad no
tendrás tabaco?
—No, no... no fumo.
Me mira de arriba abajo antes de asentir.
—Buena chica. Por algo eres hija de Laura, ¿no?
Me limito a tragar saliva porque no sé qué respuesta
espera a ese comentario. Su acento suena más americano
de lo que recordaba. Seguramente es normal, después de
haber vivido tantos años en California. En cierto modo, su
acento escocés se ha suavizado un poco, pero quizá solo
son imaginaciones mías.
Me paro cuando veo que se dirige a un grupito de gente
que pasa por nuestro lado en sentido contrario. Dos jóvenes
pasan de largo y se lo quedan mirando con desconfianza,
pero una chica se para, le da un cigarrillo y se lo enciende.
Mi padre se lo agradece con un murmullo antes de
seguir caminando. Le pega una profunda calada y dos
segundos después exhala el humo.
—¿Dónde está tu amiguito, el que te acompañaba antes?
O sea, ¿nos ha visto entrar mientras actuaba? Éramos
con diferencia los más jóvenes del pub, tal vez eso le ha
llamado la atención aun sin haberse dado cuenta de que la
que tenía delante era su propia hija.
—Me espera cerca de aquí —respondo tragando saliva. Y
luego decido hablarle sobre Henry y sobre mi vida, sin más
—. Se llama Henry, nos hemos conocido en la escuela.
Estoy... estudiando en la Dunbridge Academy, será un año
de intercambio.
Creo que es la primera vez que me mira de verdad.
—¡¿En ese colegio elitista?! —exclama, tras lo cual
suelta una carcajada atronadora que me provoca ganas de
taparme los oídos—. Joder, ¿así que te ha mandado allí? Tu
madre está como una cabra.
—He venido por voluntad propia —aseguro. «Para
encontrarte, lo que está demostrando ser el mayor error de
mi vida, por cierto», añado para mis adentros.
—Sí, sí, por voluntad propia —repite con una risita
sarcástica.
Acto seguido señala con la cabeza hacia un lado y lo sigo
hasta el interior de un pequeño local que, de todos modos,
parece algo más acogedor que el anterior. Mi padre tira el
cigarrillo al suelo y de repente pienso en el señor Ringling,
que en clase de Biología nos enseñó los litros de agua que
quedan contaminados con cada colilla tirada al suelo. No
digo nada mientras pisa la colilla con sus botas desgastadas
antes de entrar en el local, que resulta ser un lugar mucho
más luminoso que el pub. No huele ni a humo ni a sudor,
solo a comida grasienta.
—Hola, Joe —saluda al tipo que hay tras el mostrador, y
a continuación pide algo para comer que no acierto a
comprender. De hecho, no comprendo nada, en general. Ni
qué acaba de ocurrir, ni por qué estoy aquí y no en el
internado, o en alguna parte donde pueda vivir la ilusión de
que mi padre es el hombre que yo recuerdo.
—¿Cómo me has encontrado? —me pregunta cuando nos
sentamos frente a frente a una mesita redonda.
—Gracias a una amiga —respondo, aunque algo me dice
que en el fondo le importa una mierda cómo he conseguido
esta información—. Es de Glasgow y se enteró de que
actuarías aquí.
—Interesante —constata reclinándose sobre el respaldo
cuando el camarero se nos acerca con dos vasos de
cerveza. Titubeo al ver que los deja sobre la mesa. Me
pasan dos cosas por la cabeza: la prohibición de beber
alcohol en el internado y el hecho de que no se haya
molestado en preguntarme qué me apetece beber. No me
gusta la cerveza, pero tampoco me atrevo a decírselo, ya
que en ese momento levanta su vaso hacia mí para brindar,
o sea que lo imito enseguida. Brindo con él y me entran
ganas de salir corriendo. Noto un hormigueo en las piernas,
el mismo hormigueo que siento cuando no puedo quedarme
sentada. Tengo ganas de correr, tan rápido y tan lejos como
sea posible. Pero aquí estoy, sentada delante de él. Todo
esto no tiene ningún sentido.
—Bueno, ¿de qué querías hablar?
Por unos instantes no estoy segura de haberlo oído bien.
¿Lo pregunta en serio? Hace seis años que no nos vemos y
me pregunta a ver de qué quiero hablar. Me gustaría
decirle tantas cosas... Me pregunto si realmente no es
capaz de imaginárselo, si de verdad no cree que me debe
una explicación. Ni siquiera estoy pidiendo una disculpa,
pero, joder, una explicación sí que estaría bien, ¿no? Que
me dé un motivo, algo que me permita parar de hacer
suposiciones, a ver si puedo dejar de comerme la olla de
una maldita vez.
—¿Por qué te marchaste? —pregunto en voz baja, y no
puedo evitar odiarme por ese tono de inseguridad. Se nota
que estoy herida, que estoy ansiosa por que me mire y me
diga que le sabe mal y que me ha echado de menos a
diario. Aunque sea mentira.
Pero se limita a soltar un suspiro. Largo y profundo.
Luego se inclina hacia delante y apoya los codos sobre la
mesa.
—Emma, seguro que eres una chica inteligente —me
dice—. Pero las cosas de los adultos son complicadas,
¿sabes? Tenía que marcharme de allí, lo de vivir en
Alemania simplemente no funcionó. Tu madre y yo no
parábamos de pelearnos y necesitaba alejarme de todo eso.
En su momento pensé que solo sería algo temporal, pero
luego conseguí un contrato con una discográfica
estadounidense que, bueno, al final quedó en nada porque
los muy cabrones se echaron atrás en el último momento,
pero el caso es que no me quedó dinero ni para regresar.
Había contado con el adelanto y, sí, me quedé allí y tuve
que aprovecharlo al máximo. Nueva música, nueva
inspiración..., ya sabes.
—Pero podrías haber avisado —me oigo reprocharle—.
Te escribí no hace mucho.
—Ah, sí, los mensajes de Facebook —suelta sin querer—.
Mierda, los leí, sí. Me alegré mucho, Biscuit.
Soy incapaz de moverme.
Los leyó. Él mismo, en persona. No los leyó un mánager
ni la persona encargada de llevarle las redes sociales y
luego no le dijo nada, como yo me había convencido de que
había pasado para no sentirme tan decepcionada. Los
recibió, los leyó y, sin embargo, no creyó necesario
responderme. De inmediato lamento haber mencionado el
tema.
—Podrías haberme contestado —le recrimino en voz
baja, y él vuelve a suspirar, aunque esta vez de forma más
discreta. Está molesto. Le molesto. Soy su hija y lo pongo
de los nervios. Lo veo en su cara. Toma otro trago de
cerveza y deja de mirarme.
—Lo sé, lo sé. Lo fastidié todo. Pero no tuvo nada que
ver contigo. De verdad que quería volver, pero... ¿Qué
quieres que te diga? Tal vez lo entiendas algún día, cuando
seas mayor.
«¿Qué quieres que te diga?»
Que lo lamenta, eso es lo que me gustaría que dijera. Sin
embargo, me limito a quedarme sentada frente a él en
silencio.
—Eh, no me mires así, ¿vale? —me dice, y me sobresalto
un poco—. Te pareces a tu madre. Dios, ¿todavía es así?
Me quedo callada. No quiero preguntarle qué ha querido
decir con eso.
—¿Cómo le va? ¿Todavía es la abogada superocupada
que el mundo esperaba? Seguro que quieres ser como ella,
¿verdad?
Que pare ya. No puede hablar así sobre mamá. No tiene
ningún derecho, joder.
—Siempre tiene mucho que hacer, sí —constato sin
expresión. «Pero al menos no me ha dejado colgada como
hiciste tú...»
—Mucho que hacer, claro que sí —repite; luego se me
queda mirando fijamente hasta que me entran ganas de
desviar la mirada—. ¿Y tú? ¿Qué haces? ¿Todavía tocas el
piano?
Niego con la cabeza.
—Lo dejé —digo. «Cuando te marchaste. Porque ya no
tenía a nadie con quien practicar.»
—¿Qué? ¿De verdad? Mierda, eso sí que es triste. Tenías
talento de verdad. ¿Fue tu madre quien te convenció para
que lo dejaras?
—No —respondo—. Ella no tuvo nada que ver.
—Bueno, no pasa nada. Todavía puedes empezar de
nuevo. ¿Cuántos años tienes ahora? ¿Quince?
—Diecisiete —susurro.
—Mmm, vaya. Entonces sí que es demasiado tarde. Pero
de todos modos los estudios son más importantes, ¿verdad?
No digo nada, pero tampoco tengo la impresión de que
esté esperando una respuesta.
—Así que diecisiete años —murmura cogiendo el vaso de
cerveza de nuevo—. Es una edad llena de emociones. Yo
tenía diecisiete años cuando dejé la escuela.
—¿Por qué lo hiciste? —pregunto, tal vez solo porque
siento que debería estar interrogándolo. No puedo
quedarme aquí sentada todo el rato sin decir nada. Llevo
demasiado tiempo esperando esta oportunidad.
—¿Que por qué lo dejé? Ni idea. No me apetecía seguir
con toda esa mierda. Esa escuela es ridícula. Conseguí un
contrato con una banda, me surgió la oportunidad de tocar
delante de gente y eso era lo que quería.
—Entonces ¿no te arrepientes? —quiero saber, y trago
saliva—. ¿No te arrepientes de no haberte graduado?
«¿O de haber dejado a mamá?»
«¿O del hecho de que apenas me conozcas?»
«¿O de haberte convertido en esto?»
—La graduación... Todos quieren llegar a la
graduación... ¿Para qué? ¿Para estudiar en la universidad?
Joder, no, no me arrepiento en absoluto. Hay más cosas en
la vida aparte de eso, Biscuit.
Agarro el vaso todavía lleno y frío, y noto cómo el agua
de la condensación me moja los dedos.
—Pero cuéntame algo sobre ti. ¿Qué escuchas?
—¿Te refieres a música? —pregunto.
—Claro —responde riendo—. ¿A qué si no?
—Es que escucho todo tipo de música —contesto, y
tengo que tragar saliva antes de continuar—. Me gusta la
música independiente y la alternativa, pero también
artistas conocidos. Harry Styles, Taylor Swift, y gente así...
No me escucha en absoluto. Estoy segura de ello cuando
veo que empieza a tararear una melodía. Me quedo callada
mientras él cierra los ojos y balancea la cabeza de un lado a
otro durante unos segundos.
—Perdona, perdona, pero ¿lo notas? —pregunta
mientras se saca el móvil del bolsillo de la chaqueta para
grabar la melodía que se le acaba de ocurrir—. Esta ciudad
tiene un efecto raro sobre mí —explica al tiempo que se
guarda el móvil de nuevo—. Creo que el siguiente disco
será mi gran éxito, lo presiento. No tengo ni idea de cómo
se me ocurren, pero jamás en mi vida había escrito tantas
canciones y tan deprisa. Deberías escucharlo. Puedo darte
mi número de teléfono y te mando algo, solo tienes que
decírmelo.
Noto una súbita presión en el pecho, pero asiento de
todos modos. Su número. De repente no sé si quiero
tenerlo. Por suerte, no he de responder nada porque justo
en ese instante aparece el camarero cargado con dos platos
de fish & chips y nos los planta delante. Mi padre empieza
a comer enseguida.
No tengo hambre, pero aun así me obligo a coger alguna
patata frita.
—Ahora en serio —prosigue levantando la mirada hacia
mí—. ¿Qué puedes esperar de esa escuela? La asamblea
matinal y las horas de estudio. —Se ríe—. ¿Todavía se
hace?
Asiento.
—No es más que un asqueroso club conservador donde
te enseñan a seguir las reglas y cerrar el pico, pero nada
que te sirva para la vida de verdad. Dios, tu madre me
mata. No escuches a tu viejo, no hagas lo que yo he hecho.
Es decir..., mírame. No tengo nada, ni un trabajo de verdad,
siempre ando con mujeres que no me convienen... Pero
tengo que crear mi propia música, no tengo elección. En el
puto Estados Unidos me jodieron bien. Es un país horrible,
todo superficial, todo falso, pero tal vez tenía que ser así. El
próximo disco tiene mucho que ver con eso, estas
canciones son lo más sincero que he escrito hasta ahora.
«Solo habla sobre sí mismo, Emma.»
Me gustaría gritarle a mi voz interior que se calle de una
vez. Pero no puedo, porque tiene razón. No me hace
preguntas y, en caso de que me haga alguna, es solo para
cargárselo todo a continuación. Mamá, la Dunbridge
Academy... Me pone furiosa.
—¿Te acuerdas de la canción que me escribiste? —lo
interrumpo sin más. Mi padre se queda callado y cuando
me mira me doy cuenta de que no tiene ni idea de qué le
hablo—. For Emma —le digo—. Encontré el casete en una
caja del sótano.
—For Emma —repite poco a poco—. Sí, cierto, ahora que
lo dices. Mierda, cuánto tiempo ha pasado. En su momento
pensé que la canción entraría en el disco. Pero por algún
motivo..., bueno, no encajaba. Un álbum tiene que contar
una historia, ¿sabes? Pero quizá funcione en el próximo
disco. Sí, ya me acuerdo. Realmente podría...
—Volverías a hacerlo, ¿verdad? —lo interrumpo de
nuevo—. Dejarías a mamá otra vez y te marcharías sin más,
¿verdad? Me volverías a prometer que regresarías y que
me llevarías contigo de gira y luego no te pondrías en
contacto conmigo jamás.
—Emma, no comprendes toda la situación. Laura me
agobiaba, me estaba volviendo loco. Ya sabes cómo es tu
madre, está como un cencerro...
Me pongo en pie y se calla de repente.
No es una decisión consciente, simplemente ocurre. Me
pasan por la cabeza mil pensamientos en un instante, pero
se esfuman de nuevo y dejan solo un vacío. Tengo que salir
de aquí. Tengo que huir, huir de este hombre que habla mal
de mi madre y que no es consciente del daño que le ha
hecho a la gente. Le trae sin cuidado. Solo existen él y su
música. Jacob Wiley sigue siendo un hombre con guitarra y
sin conciencia.
Ni siquiera intenta detenerme cuando me doy la vuelta.
Creo que en este preciso instante lo comprendo.
Comprendo que le da igual. Que fue un error venir a
buscarlo. Que no soy su hija. Porque jamás quiso tener una
hija.
Quizá me dice algo más, pero no estoy segura porque
solo oigo el murmullo de la sangre en los oídos. Me abro
paso hasta la puerta, salgo a la noche oscura y ya no siento
nada. Nada de nada. Solo noto el corazón acelerado y la
amarga sensación de constatar que venir ha sido un error.
Las rodillas me fallan cuando reconozco la figura que
me está esperando al otro lado de la calle. Henry está aquí
conmigo, casi me olvido de él. Me ha esperado todo este
tiempo y ahora se me acerca.
—¿Todo bien? —me pregunta cuando se planta frente a
mí. Y eso que estoy segura de que sabe perfectamente que
no, que no ha ido bien—. Emma, ¿cómo ha ido?
Noto sus manos sobre mis brazos y no lo soporto.
Camino por la acera con los ojos llenos de lágrimas, y me
doy cuenta de que no puedo llorar.
No puedo.
No. Puedo.
Así que echo a correr.

Henry

Me alegro de que se la haya llevado a ese pequeño local


y no a su casa, porque a través de las ventanas puedo verla
sentada a la mesa. Tal vez sea su padre, pero por algún
motivo no presiento que esto vaya a acabar bien. Y diría
que Emma tampoco. Me doy cuenta por lo tensa que está.
Apenas se mueve, sentada frente a él.
Parece que estén comiendo algo, y me da igual tener
que esperar aquí fuera helándome de frío. El caso es que
me encuentre aquí cuando salga.
Se pone en pie de golpe y pienso que es para ir al baño,
pero resulta que no. Se da la vuelta y va hacia la puerta. Su
padre se la queda mirando, pero ni siquiera hace ademán
de levantarse.
El corazón me late el doble de rápido cuando la veo salir
a la calle. Su expresión es controlada, pero veo que tiene
los puños apretados y está claro que algo no va bien.
Al parecer no me ha visto todavía. No me mira hasta que
cruzo la calle y, por un instante, detecto un pánico
silencioso en su rostro. Al principio temo que empiece a
llorar, pero antes de que pueda reunirme con ella reprime
de nuevo cualquier atisbo de emoción.
—¿Todo bien? —le pregunto por fin cuando me planto
frente a ella. ¿Por qué no me responde?—. Emma, ¿cómo ha
ido?
Se me queda mirando y solo tengo ganas de abrazarla y
prometerle que todo irá bien, sea lo que sea, da igual. Me
doy cuenta de que ha sido un error cuando le pongo las
manos sobre los brazos.
Retrocede un poco y en sus ojos empiezan a brillar las
lágrimas. Me quedo quieto cuando se aparta un poco de mí,
se revuelve el pelo y echa a correr.
Dudo demasiado, porque es evidente lo que hace. Correr
para no sentir nada más. Porque se siente abrumada,
desvalida.
Mis piernas se ponen en movimiento antes incluso de
que yo lo decida. Corro por Glasgow en plena noche,
preguntándome qué diablos ha ocurrido. Solo veo farolas,
faros de coches y rótulos luminosos de colores. Emma es
rápida, pero con el tiempo yo también he mejorado. Gracias
a ella, de hecho. El corazón me late muy deprisa, los
pulmones me arden, pero la adrenalina me permite
obviarlo.
Alcanzo a Emma cuando un semáforo en rojo la obliga a
detenerse frente a un cruce. No me lo pienso ni un segundo
y la envuelvo entre los brazos.
—Para ya —le digo—. Emma, por favor. Para y habla
conmigo.
Ella intenta zafarse de mí cuando el semáforo se pone en
verde de nuevo, pero no estoy dispuesto a soltarla. Odio
tener que retenerla de este modo, pero no puedo perderla
de vista de noche en una ciudad que no conozco.
—Habla conmigo —insisto con determinación.
—No puedo, ¿vale? —replica. El pecho le va arriba y
abajo con intensidad, transmitiéndome el temblor que
intenta reprimir—. Ha ido fatal, ha sido horrible. ¿Te basta
con eso?
—Emma, yo...
—Era un cabrón, le importaba una mierda. Mamá tenía
razón. Tenía razón todos estos putos años. Pero yo no quise
creérmelo. ¡No tenía ninguna explicación, Henry, ni una
excusa! No tenía nada, me ha dicho que lo volvería a hacer,
que se marcharía de nuevo y...
—Lo siento mucho —susurro—. Lo siento muchísimo,
pero eso significa que no vale la pena. Nadie capaz de
dejarte tirada de ese modo vale la pena. Es un cabrón
miserable y tú no mereces tener a alguien así en tu vida.
Su mirada se fija con inquietud en mi rostro cuando veo
los rastros que las lágrimas dejan en sus mejillas.
Clavo la mirada en su boca y, Dios..., tengo que hacerlo.
Tengo que besarla, tengo que hacerlo. Siento su dolor y no
puedo soportarlo. La sigo agarrando con fuerza y estamos
tan cerca que nuestras chaquetas se tocan. Bastaría con
inclinarme un poco y nuestros labios también se tocarían.
Emma ya no respira. Lo sé porque yo también llevo un
rato conteniendo el aliento. Tiene la boca entreabierta y su
mirada recorre mi rostro. Hunde las manos en mi chaqueta,
quizá de forma inconsciente, aunque tal vez no. Al final es
difícil saber quién de los dos se inclina hacia delante.
Probablemente los dos y al mismo tiempo. Porque no hay
otra opción. Porque quiero tenerla más cerca, porque
necesito tenerla más cerca. Porque no tiene sentido
convencerme de lo contrario.
Solo un par de centímetros entre nuestras bocas.
Pero no puedo. No puedo.
Pienso en Grace. Joder, pienso otra vez en Grace.
Y me aparto.
20

Emma

Cogemos el último tren de vuelta a Edimburgo sin


mediar ni una palabra más. Nos sentamos uno al lado del
otro, a una distancia suficiente, y me siento sucia. Menuda
noche de mierda, entre lo lamentable que es mi padre, el
humo frío y el aire viciado. Y Henry, tan cerca de mí que no
he podido más que inclinarme hacia él justo cuando él
también se inclinaba hacia mí.
No hemos llegado a besarnos porque él lo ha evitado. Y
es una suerte, porque yo no me habría apartado. Creo,
vaya. No, sé que no me habría apartado, de ninguna
manera. Porque soy débil, una fracasada. Joder, ¿en qué
estaba pensando?
Henry se ha apartado en el último segundo y para mí ha
sido como recibir un bofetón en toda la cara. Porque por un
breve instante he pensado que él también lo deseaba.
No debería haberme acompañado. Es ridículo. «Solo
amigos», me ha dicho, y yo he asentido. Pero de todos
modos habría permitido que me besara. Porque soy una
gilipollas de mierda.
Me pasan demasiadas cosas por la cabeza y me están
volviendo loca.
Ese pub destartalado, mi padre, la mierda de
conversación que hemos tenido, todo me queda
increíblemente lejos cuando bajamos en Edimburgo. Somos
los únicos pasajeros del autobús que nos lleva de vuelta a
Ebrington, y me entran unas ganas locas de llorar. Lo haría
si Henry no estuviera aquí. Pero está sentado a mi lado y ni
siquiera tengo el valor necesario para mirarlo.
Tampoco cuando bajamos del bus, recorremos la calle y
nos colamos por la puerta. Tras la mayoría de las ventanas
ya no se ve luz.
—Puedes seguir por aquí, así no te verán —me dice
Henry señalando hacia la izquierda.
Yo me limito a asentir. No me dice: «Te acompaño hasta
tu ala», como en otras ocasiones. Por supuesto que no.
Y yo tampoco le digo nada. Ni le doy las gracias por
haberme acompañado, ni me disculpo por haber estado a
punto de besarlo. Aunque debería. Tengo que hacerlo,
¡joder, no podemos separarnos así!
Henry se detiene cuando me doy la vuelta.
—Henry, siento que...
—No —me dice en voz baja—. Emma, por favor...
Me mira con ojos de súplica, y lo comprendo. No
volveremos a hablar de esto. Simplemente no ha sucedido.
No estoy segura de haber vivido algo que me doliera
tanto cuando asiento y me doy la vuelta de nuevo. No, la
verdad es que no. Estoy bastante segura de que no. Esta
noche no se puede comparar con nada, porque he perdido
la esperanza dos veces.
Empiezo a llorar cuando me tiendo en la cama. Nadie
me ha pillado, aunque la verdad es que me habría dado
igual. Porque, seamos sinceros, ¿qué puedo esperar ya de
esta escuela?

Henry

Al día siguiente, cuando llamo a la puerta de los


Whitmore, no tengo nada en la cabeza. Grace se merecía
que hubiera pensado bien lo que estoy a punto de decirle.
Se merecía una conversación como es debido, y no este
acto irreflexivo. Tengo la sensación de estar intentando
reducir los daños a la desesperada, presa del pánico.
Porque realmente es demasiado tarde.
Me he enamorado de Emma. Lo sé desde que la tuve
delante en Glasgow y no fui capaz de besarla. Lo sé porque
dormí a su lado y ya no he sido capaz de volver a olvidar su
maldito olor. Lo sé desde que me miró de esa forma algo
escéptica, tan suya, y el corazón me dio un vuelco.
Sé que me he enamorado de Emma y que tengo que
separarme de Grace, y también que no existe ninguna
forma posible de evitar hacerle daño. Y Grace no se merece
que le hagan daño. Ella siempre lo ha hecho todo bien. Se
merece más y me rompe el corazón no ser la persona capaz
de dárselo.
Me quedo helado cuando me abre la puerta. Lleva unos
vaqueros y una camiseta amarilla.
Espero a que me diga «Ah, hola», a que me bese y luego
dé un paso a un lado para dejarme entrar. Pero se limita a
mirarme y estoy seguro de que comprende lo que significa
todo esto. Me mira a la cara y en sus ojos detecto un leve
parpadeo, una mínima emoción, un temor que me revela
que llevaba tiempo esperando que esto sucediera. Que
Grace sabía que en algún momento me plantaría frente a su
puerta y la miraría de este modo. Lo sabíamos los dos.
Durante las últimas semanas hemos hablado menos que
nunca. El final era previsible, solo era cuestión de tiempo.
Pero ninguno de los dos había contado con que acabara
sucediendo de verdad. Al menos tan pronto.
—¿Puedo pasar? —pregunto, y Grace despierta de su
estupor.
—Sí, claro —responde haciéndose a un lado. No me
recibe con un beso—. ¿Todo bien?
Asiento, aunque en realidad no es verdad. Nada va bien
y la culpa es toda mía.
Cruzo el umbral de la casa que durante mucho tiempo
ha sido mi segundo hogar y ya no lo es. Es casa de Grace, y
durante ese tiempo he tenido el privilegio de ser un
invitado.
—¿Tus padres no están? —pregunto cuando me doy
cuenta del silencio que reina en la casa.
—No —contesto negando con la cabeza—. Estoy sola.
—Ah.
Titubeo, aunque en realidad es mejor así. Podremos
hablar con más calma. Lo que significa que tengo que
hacerlo ahora, sin más excusas ni disculpas. Solo verdades,
verdades dolorosas e incómodas.
Levanto la cabeza mientras ella cierra la puerta y meto
las manos en los bolsillos de los pantalones. ¿Debería
preguntarle si podemos ir a su habitación? ¿O nos
sentamos en el sofá? ¿Cuál es el lugar más indicado para
una conversación como esta? No había contado con todos
estos detalles.
Y entonces simplemente empiezo a hablar.
—Ayer estuve en Glasgow con Emma —le digo, antes
incluso de que Grace se haya vuelto del todo hacia mí.
Recibe mis palabras con una expresión de desconcierto—.
Quería encontrarse con su padre, pero no fue nada bien.
Me parece que es bastante cabrón y...
—Henry —me interrumpe—. ¿Por qué me cuentas todo
esto?
Trago saliva.
—Porque después estuve a punto de besarla.
Es una bomba en forma de palabras que estalla entre
nosotros sin hacer ruido. Grace parece abrumada, pero
recupera el control con una rapidez asombrosa. Es ahora
cuando comprendo que se daba cuenta de todo. Solo que
no ha dicho nada de nada. En todo momento ha sido
amable con Emma, no ha dicho ni una mala palabra sobre
ella ni ha desconfiado de mí. Pero lo ha visto venir todo,
claro que sí, y por tanto yo soy la persona más asquerosa
del mundo. Quiero hablar, pero no puedo. Al menos hasta
que ella haya dicho algo.
Grace asiente poco a poco.
—De acuerdo —repone, y suena más como una
pregunta.
—Grace, lo siento mucho, yo... yo no quería...
—Para —me dice en voz baja, pero con determinación—.
Para de decir cosas que no sientes en realidad.
Abro la boca de nuevo, pero no consigo articular palabra
alguna.
—No te sabe mal —prosigue—. Querías besarla. He visto
cómo la miras, Henry.
Me quedo callado como un cobarde. He venido aquí a
hablar y ni siquiera eso consigo.
—Estamos cortando, ¿verdad? —pregunta Grace, y
cuando veo que me sonríe con inseguridad mientras me
mira con los ojos brillantes, las lágrimas empiezan a
escocerme en los ojos a mí también.
—Creo que sí —respondo con la voz ronca. Grace cierra
los ojos un momento. Una lágrima le recorre la mejilla.
Respira hondo y luego vuelve a abrir los ojos para mirarme
—. Lo cierto es que sí lo siento —insisto—. Lo siento mucho,
Grace. Siento mucho hacerte daño, no te lo mereces. Te
mereces a alguien que quiera estudiar en Oxford contigo y
que desee lo mismo que tú. Y yo... no soy esa persona.
Es absurdo lo serenos que estamos. La forma silenciosa
de llorar de Grace y lo aturdida que tengo la cabeza. Es
como un accidente que hemos visto venir a cámara lenta.
Desde hace semanas, además. Hace semanas que nos
íbamos preparando por dentro para este instante. Y de
todos modos eso no lo hace menos doloroso.
—Ya no somos los mismos Henry y Grace de quinto
curso, y está bien que sea así —constata ella. Detecto un
leve balbuceo en su voz y cómo intenta reprimirlo—. Hemos
crecido, hemos ido avanzando —continúa—. Solo que en
direcciones distintas.
Asiento, aunque en realidad no quiero. Vuelvo a ver a
Grace con trenzas en la clase de quinto, distrayéndome
cuando mis padres tienen que marcharse al aeropuerto; la
veo recibiendo las notas del curso con una sonrisa radiante,
acompañándome en noches de verano que habríamos
querido que no terminaran jamás. Y, sin embargo, todo eso
se acabó.
—Tengo la sensación de haberte traicionado —confieso,
y de repente las lágrimas me dejan la voz tomada, pero
tampoco puedo parar de hablar. Porque realmente me
siento así. Porque Grace me ha sido leal en todo momento,
y yo no puedo decir lo mismo. La estoy dejando en la
estacada, me estoy separando de ella. Pero el motivo es una
chica a la que conozco desde hace pocas semanas, y no el
tiempo que he pasado con Grace. Aun así, estas semanas
han bastado para demostrarme que es posible conseguir
mucho más. Que pasar tiempo con Grace es agradable,
pero con Emma es indescriptible.
Grace se queda de pie frente a mí sin decir nada
mientras lloro. Se limita a mirarme.
—¿Me has engañado? —me pregunta al fin. En su voz no
hay el más mínimo atisbo de reproche. Sé que si la hubiera
traicionado, lo habría admitido. Porque Grace se merece la
verdad, por dolorosa que sea.
—No —respondo.
—De acuerdo —replica asintiendo sin titubear ni un
segundo. Porque confía en mí.
—Pero pasé una noche en su habitación —le suelto—.
Hace unos días ella no estaba bien y fui solo para charlar,
pero luego... me quedé dormido. En su cama. Dormimos
vestidos y no ocurrió...
—Henry, no pasa nada —me interrumpe, aunque lo hace
con calma. No nos peleamos, no nos hacemos daño, no a
propósito, al menos. Joder, hemos crecido, hemos
madurado, y de eso se trata, supongo. Es la confirmación
de que aprecio, admiro y respeto a Grace, pero no la amo.
Porque, si la amara, jamás podríamos estar hablando sobre
todo esto.
—Odio hacerte daño —susurro.
—Lo sé —repone tragando saliva—. A mí tampoco me
gusta nada, pero quiero que seas feliz. Lo quiero porque
eres muy importante para mí, Henry. Y sí, joder, duele, pero
a veces los cambios duelen.
—Yo también quiero que seas feliz. Y ya no somos felices
juntos.
—No, no lo somos.
—¿Puedo abrazarte? —pregunto en voz baja sin
moverme de sitio. Me limito a esperar a que asienta. Pero
Grace no asiente, me mira con los ojos colmados de
lágrimas y luego niega con la cabeza poco a poco.
No... Es el momento en el que me doy cuenta de verdad
de lo que acaba de suceder. Que se ha terminado. Y que no
hay vuelta atrás.
—De acuerdo —replico, y el cuerpo me tiembla. Tengo la
sensación de encontrarme dentro de un sueño—. Lo
siento...
—Vete..., por favor —me pide Grace con la voz quebrada.
Asiento y me doy la vuelta sin tocarla. La he abrazado
miles de veces. Lo he hecho con despreocupación, lo he
hecho creyendo que podría seguir haciéndolo siempre. Pero
la verdad es que no hay nada que dure para siempre. Y la
habría abrazado más y más fuerte si hubiera sabido que
alguna vez sería la última.

No siento nada.
No hay nada. Nada de nada. Solo un vacío que me
asusta de verdad.
Lo calmado que estoy desde que he bajado los escalones
de la casa de los Whitmore y Grace ha cerrado la puerta.
Lo surrealista que ha sido regresar al internado bajo la luz
radiante del sol, como tantas otras veces durante los
últimos años.
Debe de ser la última pizca de sensatez que me queda la
que me impulsa a llegar hasta el fondo de nuestro pasillo y
llamar a la última puerta. No sé qué haré si no está, ni
siquiera se me ha pasado por la cabeza esa posibilidad
hasta este instante. Transcurren unos segundos y la puerta
se abre de par en par.
Parece como si Sinclair se haya acabado de poner la
capucha de la sudadera, y me preparo para una de sus
salidas, pero se limita a mirarme a la cara.
—¿Qué ha ocurrido?
Mierda, venir ha sido un error. De repente me doy
cuenta de que no puedo hablar. Ni siquiera con mi mejor
amigo. Solo quiero llorar hasta estar tan agotado que me
quede dormido, para no tener que sentir nada más.
—Henry, ¿qué te pasa, joder? —repite Sinclair lanzando
una mirada por detrás de mí. El pasillo está vacío, igual
que yo. Mierda, nada tiene sentido ya—. ¿Ha pasado algo
con Grace? —pregunta, y no comprendo cómo lo logra,
pero el caso es que siempre sabe exactamente qué
problema tengo.
El nudo de la garganta se agrava cuando asiento.
—Pero ¿qué? ¿No se encuentra bien? ¡Vamos, tío, di
algo! ¿Qué ha...?
—No le ha pasado nada —consigo decir, y mi propia voz
nunca me ha sonado más ajena. Sinclair se me queda
mirando y luego lo suelto sin más—. Se acabó.
Sinclair se queda boquiabierto.
—¿Cómo...?
—Se acabó. La he dejado. Fin —le digo gritando más con
cada palabra. Los ojos me escuecen de nuevo y Sinclair por
fin lo comprende. Me coge de la muñeca y me hace entrar
en su habitación más allá de la pared en la que tiene la
puerta y un gran mosaico de polaroids que lleva
acumulando desde que empezó la secundaria. Todas son
fotos de gente entrando por primera vez en la habitación
que compartimos. Mi fotografía está arriba del todo, junto a
las de Gideon, Omar y el propio Sinclair. La puerta se
cierra y la verdad es que solo tengo ganas de llorar.
—Tío... Vamos, ven aquí, siéntate —me dice Sinclair
acercándome a su cama. Aprovecho que se da la vuelta un
momento para secarme las lágrimas con la manga de la
sudadera. Revuelve un cajón, aparta la lata de té con el
escudo de la escuela y busca algo detrás. Antes de que
pueda preguntarle qué demonios está buscando, se
incorpora de nuevo. En una mano tiene un paquete de
Reese’s y en el otro una botella de ginebra. Arquea las
cejas con una expresión interrogante y opto por coger las
dos cosas.
Nunca me ha importado menos romper las reglas. La
ginebra me arde en la garganta. Este dolor que siento tiene
que parar, no lo soporto más.
He roto con Grace. De verdad.
—De acuerdo —dice Sinclair sentándose a mi lado. Acto
seguido me quita la botella de ginebra, la deja sobre el
escritorio y me abraza. Y ahora sí que me pongo a llorar a
moco tendido. Y no de un modo guay, más bien todo lo
contrario.
Sinclair no comenta nada al respecto. Se limita a
esperar a que me calme un poco.
—O sea, que has roto con Grace —constata con calma—.
Y el motivo se llama Emma.
Cierro los ojos porque no tiene ningún sentido mentirle.
—¿Tan evidente es?
—No, no lo es —me contradice—. Pero por algo soy tu
mejor amigo.
—Lo he fastidiado todo —susurro—. Mierda, Sinclair,
he...
—Henry —me interrumpe con brusquedad—. Déjate de
mierdas. No has fastidiado nada. Eres un tío sensato,
seguro que has hecho lo que debías.
—He cortado con ella —repito poco a poco—. Con Grace
—insisto, y casi parece que me acabe de dar cuenta de ello
en este instante. He tenido esa conversación de verdad, no
me he limitado a imaginarla, sino que he pronunciado cada
palabra. Palabras que ya no podré retirar.
—¿Emma lo sabe?
—No —respondo—. Claro que no. No... no sé, pero no
tiene ni idea.
—Tienes que hablar con ella —me recomienda Sinclair
—. Es importante que habléis.
—No, no puedo ir a verla ahora. Parecería como si
quisiera pasar directamente de Grace a la siguiente. Y que
no se te ocurra decirme que es justo lo que estoy haciendo.
—Bueno, desde un punto de vista teórico... —empieza a
decir, pero se ríe al ver que lo fulmino con la mirada—. Es
broma, Henry.
—Ahora mismo no estoy para bromas.
—Ya lo veo —constata ofreciéndome la botella de nuevo
—. Pues al menos emborráchate si no piensas hablar con
Emma.
Acepto la botella sin decir nada y me quedo mirando el
póster de El club de los poetas muertos que tiene junto a la
estantería de los libros.
Tengo la sensación de que jamás podré hablar con
Emma de nuevo sin tener la impresión de estar haciendo
algo malo. He roto con Grace y una parte de mí, la más
ingenua, creía que eso resolvería todos mis problemas.
Pero no es cierto. No me siento mejor, ni mucho menos.
La garganta me arde con el siguiente trago de ginebra,
pero me da igual.
—¡Eh, Henry, tranquilo, ya es suficiente! —exclama
Sinclair quitándome otra vez la botella—. A este ritmo
perderás el sentido en menos de diez minutos.
—Esa era la idea —murmuro.
—Todavía tenemos que bajar a cenar.
—Te aseguro que no pienso hacerlo.
Sinclair pone los ojos en blanco.
—Mira que eres melodramático —susurra—. Pues al
menos come algo de chocolate. Toma. Y cuéntame lo que
sientes.
—No puedo hablar sobre lo que siento.
—Henry, ese es mi papel. Sí que puedes, lo sabemos los
dos.
Trago saliva mientras le quito el envoltorio a un Reese’s.
—No, tienes razón. Hablar sobre sentimientos es una
mierda.
—Pero luego te sentirás mejor.
—Ha sido un error, ¿verdad? —le suelto—. ¿Ha sido un
error?
Sinclair apoya la espalda en la pared y me ofrece la
botella de nuevo.
—¿Tienes la sensación de que ha sido un error?
—No lo sé.
—Yo diría que sí que lo sabes.
—No —replico con un suspiro—. Para ya con eso, no...
—Henry, responde a mi pregunta.
—No lo sé, ¿vale? Te aseguro que ya no sé nada de nada
—le digo, y tengo que tragar saliva para continuar—. Lo
tenía todo. Joder, ¿por qué he de ser así? Porque las cosas
eran perfectas tal como eran, ¿verdad?
Sinclair se encoge de hombros cuando lo miro.
—¿Tú crees?
—Para ya de responderme con preguntas.
—¿Por qué?
—Porque me está volviendo loco.
—Ya, pero te obliga a afrontar la realidad —me corrige
—. Ya sé que duele, pero no pasa nada, Henry. Para eso
está la ginebra.
Sigo bebiendo, convencido de que todo esto no va a
ninguna parte.
—Era perfecto —concluyo—. Durante mucho tiempo ha
sido realmente perfecto, pero no era suficiente. Era bonito
y cómodo, y yo no tenía ni idea, pero resulta que eso no lo
es todo. ¿Comprendes? Era como conducir por la autopista
con el freno de mano puesto.
—No es bueno para la caja de cambios —comenta.
—¿Qué tienen que ver los frenos con la caja de cambios?
—O para el motor, yo qué sé. Pero el caso es que no es
bueno.
—No, te aseguro que no era bueno —murmuro antes de
tomar otro trago—. Bueno, sí, sí que lo era. Pero tampoco
era nada del otro mundo.
—¿Y Emma es algo del otro mundo?
—Emma es... No tengo ni idea.
—Está buena, eso sí.
—No está buena, es guapa —matizo.
—Henry, para ya de beber. Te estás poniendo
sentimental.
Sinclair intenta quitarme la botella, pero consigo
apartarla a tiempo.
—Pero es cierto —insisto—. ¿Tú la has visto, Sinclair?
Mi amigo se encoge de hombros.
—Te has pillado por ella.
—Me temo que es algo más que eso.
—¿Habéis follado?
—Tío, no —replico enseguida—. Jamás habría...
—Vale, sí, tienes principios, ya lo entiendo.
—Piensa en Grace —musito permitiendo ya que Sinclair
me quite la botella—. Habría sido muy jodido que le hiciera
algo así.
No sé si solo son imaginaciones mías, pero me parece
ver una tensión amarga en sus labios mientras bebe.
—Habría sido jodido de verdad —conviene y, al ver que
no digo nada, levanta la cabeza—. ¿Qué? No me mires así.
—¿Estás pensando en Tori? Últimamente ha estado
viendo a Valentine, ¿verdad?
—Ese tío es un cabrón, pero tarde o temprano se dará
cuenta —se limita a comentar—. Y para ya de desviar el
tema. Estamos hablando de Emma y de ti.
De Emma y de mí... No sé por qué, pero en este instante
me permito pensar en ello por primera vez. Emma y yo.
Juntos. Lo deseo tanto...
—Tienes que ir a verla —insiste Sinclair justo en el
momento en el que esa misma idea me pasa por la cabeza.
—No puedo —susurro—. Todavía no. Tengo que hacer las
cosas bien, ¿sabes?
—Eres Henry, tú siempre lo haces todo bien.
Me río sin ganas y cojo la botella de nuevo.
—Pero no, ya te entiendo —me dice—. Quizá será mejor
que esperes un poco.
Niego con la cabeza en silencio. Ojalá pudiera ir a verla
enseguida. Tengo ganas de ser irracional e impulsivo.
Quiero besarla y... mierda. Realmente quiero follármela.
Pero con sentimiento. Duro y con sentimiento. Dios, que
Sinclair me quite la ginebra. ¿Cómo es posible que la
botella esté ya medio vacía?
—Estuvimos a punto de besarnos —confieso—. Emma y
yo. Ayer, cuando estuvimos en Glasgow. Tenía que
encontrarse con alguien importante allí, y luego... Estuvo a
punto de ocurrir, pero en el último momento me aparté. No
porque no me apeteciera, sino por Grace. Pero Emma...
Creo que lo malinterpretó por completo.
—Tío, claro que lo ha malinterpretado. ¿Cómo lo habrías
interpretado tú, si no?
Trago saliva. Como una cobra. ¿Cómo, si no? La
rechacé.
—Mira que soy gilipollas —murmuro cuando pienso de
nuevo en la expresión dolida en los ojos de Emma.
—Un gilipollas poco razonable —añade Sinclair
encogiéndose de hombros.
—Tengo que hablar con ella —decido, e intento ponerme
en pie. Sin embargo, Sinclair me obliga a sentarme en la
cama de nuevo.
—Estás borracho, Henry.
—Da igual.
—A mí no. Y a ti tampoco. Tienes que estar sereno
cuando le digas a Emma que la quieres.
Suelto un gemido de queja. Cuánto me gustaría poder
pulsar el botón de pausa. Me gustaría dejar de sentirme tan
confundido, simplemente hacer lo correcto. Pero en lugar
de eso he dejado a Grace porque no veía futuro con ella, y
ha sido por Emma, con la que tampoco lo veo porque
dentro de un año se marchará. ¿Qué sentido tiene?
En este preciso instante es cuando lo comprendo. No
tiene ningún sentido. El amor no tiene sentido. Es solo el
calor en el vientre y el revoloteo en el pecho que noté
desde el primer momento en que la vi en ese aeropuerto,
cuando todavía ni siquiera sabía quién era, aunque estaba
seguro de que lo acabaría descubriendo. Y he intentado
prohibírmelo, lo he intentado de verdad. Pero lo cierto es
que quiero besar a Emma Wiley, quiero tenerla en mi cama.
Quiero que me lo cuente todo y que se quede dormida en
mis brazos. Quiero ser esa persona y no estoy dispuesto a
seguir negándolo.
21

Emma

No dejo de pensar en el terrible instante en el que


Henry se apartó de mí. No nos hemos cruzado en todo el fin
de semana y me parece perfecto. En lugar de bajar al
comedor, voy a Irvine’s, compro pasta y salsa de tomate y
lo preparo en la cocina del ala. Cualquier cosa será mejor
que encontrarme con Henry. O con Olive, que me lanza
unas miradas de reproche como las que le dedicaría yo a
alguien que intentara robarle el novio a mi mejor amiga.
Y eso que ni siquiera es cierto, porque no era mi
intención. Yo no quería enamorarme de Henry, quería estar
tranquila, pero tuvo que aparecer y deslumbrarme. No me
apetece encontrarme con Henry, ni con Grace, ni con Olive
ni con nadie. Pero tampoco tengo ganas de comerme la
cabeza con Glasgow y mi padre. Tengo que reprimir
demasiadas cosas, por eso corro. Dos horas y media campo
a través, hasta que llego a un bosque que no conozco y por
unos instantes temo no saber encontrar el camino de vuelta
al internado.
Pero lo encuentro; ya no me noto los pies y luego me
ducho con agua caliente durante un buen rato antes de
tenderme inmóvil en la cama. Henry y yo estuvimos a punto
de besarnos y yo lo deseaba. Lo deseaba mucho. Quería
que me besara, no que se apartara. Quería que hundiera
las manos en mi pelo y me presionara contra la pared con
ganas, con ese deseo desbocado que detecté en su mirada.
No puede dormir a mi lado, despertarse con una erección y
luego esperar que no piense más en ello. No puede
preguntarme cómo estoy, escucharme atentamente,
acompañarme a Glasgow y seguirme por toda la ciudad. No
puede ser. Lo odio. Odio a Henry Bennington, odio a Noah
Friedrich, odio a Jacob Wiley. Odio a todos los malditos
hombres del mundo. Pero a quien más odio es a mí misma.
Me presiono los ojos cerrados con los dedos para luchar
contra el escozor que me provocan las lágrimas.
No es justo. Creí que me sentiría mejor viniendo aquí,
pero ha sucedido todo lo contrario. He encontrado a mi
padre y ahora echo de menos esa ignorancia ingenua que
he perdido.
No puedo seguir pensando en ello, me estoy volviendo
loca. Debería estudiar, leerme la novela para la clase de
Inglés, terminar los deberes de Biología, aprovechar el
tiempo, pero no lo consigo. Me limito a permanecer tendida
en la cama, sin hacer nada, esperando a quedarme dormida
en algún momento.
El lunes tampoco me encuentro con Henry. Ni en la
asamblea matutina ni durante el desayuno en el comedor,
puesto que al parecer ni siquiera ha bajado a comer.
Solo noto la mirada incisiva de Sinclair y luego la de
Olive cuando, camino del aula, paso junto a ella y Grace.
Esta última tiene los ojos enrojecidos e hinchados, lo que
me deja sin aliento. ¿Se lo ha contado todo? ¿Se han
peleado? ¿Por mi culpa? ¿O lo ha descubierto ella y lo ha
perdonado?
No tengo ni idea, pero tampoco es asunto mío. No
consigo concentrarme en la clase de Política. Imposible,
con las miradas de Grace y Olive clavadas en la espalda.
Ojalá pudiera huir de aquí.
Entre Política e Inglés tengo una hora libre, pero no la
paso en la biblioteca como de costumbre, sino que decido
encerrarme en mi habitación. Al menos esa era la intención
cuando, justo después de la clase, he empezado a recorrer
los pasillos que llevan hasta el ala oeste. Seguramente son
solo imaginaciones mías, pero desde hace rato tengo la
sensación de que todos los alumnos del internado se me
quedan mirando, aunque eso es imposible, claro.
De todos modos, camino con la cabeza gacha. Al menos
hasta que paso junto a un grupo y oigo lo que dicen.
—Ya no están saliendo, no, de verdad. Ya has visto cómo
lloraba.
Mi primer impulso es detenerme, darme la vuelta y
preguntar sobre quién están hablando. Podría tratarse de
cualquier pareja, aunque, de algún modo, no tengo la
menor duda de a quién se refieren.
—¡Qué fuerte! —exclama una de las chicas—. Grace y
Henry eran la pareja perfecta.
El corazón se me acelera de repente y los pensamientos
se me empiezan a agolpar en la cabeza.
¿Han cortado?
¿En serio han cortado?
¿Es que han perdido la cabeza?
Me obligo a seguir andando, y noto que me miran,
susurran tapándose la boca y me señalan moviendo la
cabeza.
—Enhorabuena —me dice Olive, lo que me sobresalta al
instante—. ¿Estás satisfecha?
Me quedo helada al ver que pasa por mi lado.
—Livy —murmura Grace—. Para.
—¿Se cree que puede llegar aquí y entrometerse sin
más? Primero Tori, luego tú y Henry... Ya estoy harta.
Desde que llegó todo está cambiando.
—En cualquier caso es culpa tuya —replica Tori, que no
sé de dónde ha aparecido, pero su voz nunca había sonado
tan fría—. Soy perfectamente capaz de decidir con quién
quiero relacionarme, y me parece que Henry también. —
Olive suelta un resoplido mientras Grace intenta tirar de
ella para continuar andando—. Y sí, las separaciones son
una mierda, pero al menos entre nosotras no habría ningún
problema si tú no intentaras buscarlos por todas partes.
—Vaya, me alegro de saber que todo es culpa mía —
sisea Olive antes de perderse entre la multitud. Grace
también la sigue tras lanzarnos una mirada fugaz.
—Lo siento —me dice Tori con un suspiro—, no te lo
tomes a pecho.
—No quería que esto ocurriera —susurro—. No quería
entrometerme entre vosotras y no quería que Henry y
Grace...
—Emma, eso es algo entre ellos dos —sentencia, tras lo
cual lanza una mirada de advertencia a unos alumnos más
jóvenes que se habían vuelto para mirarnos. De todos
modos, tengo la sensación de estar acaparando la atención
de todo el mundo en el pasillo—. Ven conmigo.
Dicho esto, me agarra de la muñeca y empieza a tirar de
mí. Solo tengo ganas de llorar mientras la sigo hasta el
patio a pesar de la llovizna. El aire es fresco y está cargado
de humedad. Me obligo a respirar hondo mientras me
coloco con Tori bajo el estrecho alero que nos protege de la
lluvia.
—Entonces ¿es cierto? —le pregunto—. ¿Han cortado?
Tori asiente.
—Fue Henry. El sábado. Me lo ha contado Sinclair.
El sábado... Es decir, un día después de lo de Glasgow.
De repente me quedo helada pensando en el rostro de
Henry justo delante del mío, en su cálido aliento frente a
mis labios, y tengo la sensación de poder notarlo todavía.
—El viernes os fuisteis por ahí, ¿verdad? —pregunta
Tori.
Me quedo callada mirando hacia delante como si
estuviera hipnotizada. Los adoquines oscuros brillan por la
humedad. Unos cuantos alumnos hiperactivos de quinto
corren bajo la lluvia ataviados con las chaquetas azules de
la academia.
—Sí —admito—. Fuimos a Glasgow. Y estuvimos a punto
de besarnos.
Para mi asombro, no la oigo resoplar de indignación. A
decir verdad, no oigo nada de nada. Cuando vuelvo la
cabeza hacia ella, no veo más que una leve sonrisa de
satisfacción en sus labios.
—Pero luego se apartó antes de que pudiera suceder
nada —prosigo, aunque todo mi ser se rebela para
impedirme pronunciar esas palabras. Porque son realmente
humillantes.
—Bueno, es que Henry siempre tiene que hacer las
cosas bien —asegura Tori como si fuera lo más evidente del
mundo—. Es el Cáncer más Cáncer que he conocido.
—No, no lo entiendes —la contradigo, y tengo que tragar
saliva para poder seguir hablando—. Fue horrible. Después
de eso no cruzamos ni una sola palabra más. Estoy
segurísima de que se arrepiente.
—Emma, Henry está colado por ti. Sinclair también lo
dice. Y lo conocemos desde hace tiempo, créeme. —No me
atrevo a creer lo que me está contando. No puedo hacerme
ilusiones al respecto. Me dolería demasiado que luego no
fuera cierto—. ¿Os habéis vuelto a ver desde entonces? —
me pregunta Tori.
—No —respondo negando con la cabeza.
—Tal vez deberíais hablar.
Me quedo callada, porque solo de imaginarlo se me
encoge el estómago. No puedo hablar con Henry. Me he
cargado su relación con Grace. Desde que llegué a esta
escuela no he provocado más que caos.
—Tenéis que hablar —me repite Tori.
Me limito a asentir para satisfacerla, pero ¿qué puedo
decirle yo a Henry? ¿Que ha tomado la decisión equivocada
y que tiene que pedirle perdón a Grace? Están hechos el
uno para el otro, son la pareja perfecta, lo sabe todo el
mundo.
Pero el corazón me late a mil por hora y las rodillas me
fallan. Henry y Grace ya no salen juntos.
Suena el timbre de la siguiente hora y sigo a Tori hasta
el interior del edificio, esquivo a unos alumnos de quinto
que corren por el pasillo y rezo por no encontrarme con
Henry.

Henry

La noticia ha circulado más rápido de lo que querría,


pero la verdad es que no me sorprende. Radio patio
funciona en esta escuela mejor que cualquier red de
espionaje. Sé que podría llegar a descubrir en qué punto se
ha filtrado la noticia de nuestra ruptura, pero en el fondo
me da igual. Antes o después se habría enterado todo el
mundo. Y ya no me queda energía para pensar más en ello.
Estoy vacío. Después de ir a ver a Grace el sábado y de
levantarme al día siguiente con un dolor de cabeza
increíble tras haber pasado la noche bebiendo con Sinclair,
me siento vacío. No podía llorar más ni hablar con nadie,
simplemente no podía. Tal vez habría llamado a Maeve si
no estuviera ya en Kenia, donde sin duda tiene mejores
cosas que hacer que ocuparse de los asuntos amorosos de
su hermanito. Así que pasé el domingo entero encerrado en
mi habitación y solo salí de la cama para ir al baño y comer
algo.
Sinclair pasó a verme, esta vez sin alcohol, pero con más
chocolate. Vimos una serie en Netflix, aunque no me enteré
de gran cosa y en algún momento incluso me quedé
dormido y él se marchó para dejarme descansar.
Ha llegado el lunes y ya no puedo seguir
escondiéndome. Ha sido horrible recorrer los pasillos de la
escuela esta mañana entre toda la gente que cuchicheaba
sobre mí. Y, aun así, eso no es nada comparado con el dolor
que siento cuando pienso en los ojos enrojecidos de Grace,
que me demuestran que probablemente ella lo esté
pasando incluso peor que yo.
No nos hemos ignorado, nos hemos sonreído con tensión
y nos hemos saludado, y es que a sensatos y adultos no nos
gana nadie, y odio que sea así. Porque eso no quita que
siga doliendo.
No tengo ni idea de si Emma ya está al corriente de
nuestra separación. La verdad es que me extrañaría que no
lo supiera. Pero, claro, ¿qué esperaba? ¿Que viniese
corriendo a buscarme para retomar lo que dejamos colgado
la semana pasada cuando estuvimos a punto de besarnos?
Es ridículo.
La veo por primera vez en clase de Inglés. Tiene la
cabeza gacha y no se digna a levantarla cuando paso junto
a su mesa. Está mirando fijamente una página en blanco de
su agenda y no me atrevo a decirle nada. Al menos aquí no,
delante de todos los demás y del señor Ward, que llega al
aula tan puntual como siempre.
No puedo concentrarme en nada, y estoy seguro de que
a Emma le sucede lo mismo. El señor Ward la sigue
tomando con ella. Hoy me ha pillado desprevenido con sus
preguntas porque, como era de esperar, he dedicado el fin
de semana a hacer cualquier cosa menos los malditos
deberes.
No sé cómo me he molestado en acudir al entrenamiento
de rugby, y todavía menos cómo estoy aguantando hora y
media en el campo bajo la llovizna. El entrenador Cormack
está de mal humor y Valentine no para de soltar
comentarios estúpidos, pero me da igual. Solo quiero volver
a mi habitación, tenderme en la cama y dormir sin tener
que pensar en nada más hasta que el caos en el que se
acaba de convertir mi vida recupere algún tipo de orden.

Por lo visto lo de entrenar con Emma se ha acabado para


siempre. No hemos vuelto a hablar de ello, pero me parece
evidente. En la carrera matinal del martes vamos cada uno
a nuestro aire. Todavía no he hablado con ella y, cuanto
más tiempo pasa, peor me parece la idea de acercarme y
decirle: «Eh, he cortado con Grace, ¿qué te parecería salir
conmigo ahora?». Ya sé lo que ocurriría, que quedaría como
un cabrón sin escrúpulos que encadena una chica con otra.
Y no se trata de eso. De acuerdo, para ser sincero conmigo
mismo Emma es el motivo por el que he cortado con Grace,
pero tampoco ha sido el único. Que nos acabaríamos
separando era tan evidente como inevitable, algo que tenía
que suceder tarde o temprano. Lo de Emma simplemente
me hizo ser consciente de ello. No ha sido el detonante,
sino las últimas gotas que han colmado el vaso. Gracias a
ella me he dado cuenta de que hay algo más en la vida y
que quiero vivir y sentir con verdadera intensidad. Pero lo
que no quiero es este nivel de desesperación, aunque quizá
forma parte de eso. Al fin y al cabo, significa que estoy vivo,
¿no?
Sea como sea, no había pensado en lo que vendría
después. ¿Qué ocurre tras el instante en el que he hecho lo
que más temía? Por desgracia no se puede hablar de alivio,
porque estoy jodido de verdad. Me gustaría decirle muchas
cosas a Emma, pero no me atrevo. Quizá necesitamos más
tiempo para comprender lo que sucedió el viernes en
Glasgow, lo que significa para nosotros. Y al mismo tiempo
es lo único que deseo, ir a ver a Emma y preguntarle cómo
lo lleva. Cómo se siente ahora que sabe quién es su padre.
Vuelvo a pensar en el momento en el que entramos en el
pub y lo vimos, en el rostro estupefacto de Emma y en su
cuerpo inmóvil. En la decepción y el dolor que sintió
cuando salió del restaurante sin él, y en cómo su padre se
quedó sentado y la dejó marchar sin más.
Pero no le pregunto cómo está, me limito a observarla
de lejos y me quedo hecho una mierda al ver que me evita.
Y tengo que aceptar que no quiera hablar conmigo. Porque
es evidente que no quiere. Por mucho que eso me esté
volviendo loco.
Cuando después de la clase de Química guardo los tubos
de ensayo que hemos utilizado Sinclair y yo, de repente veo
que la tengo a mi lado. Emma, con la bata blanca de
laboratorio, que le queda demasiado grande, y un mechero
Bunsen en la mano.
Soy incapaz de moverme. Y parece que a ella le ocurre
lo mismo. En mi cabeza se agolpan las palabras, pero la
lengua no me responde. Oigo las voces de los demás, el
ruido de los taburetes arrastrados como siempre que
termina una clase, y me noto los latidos del corazón en el
cuello.
No reacciono hasta que la mirada de Emma pasa de
largo para fijarse en los armarios frente a los que me
encuentro.
—¿Puedo...? —empieza a decir, y me aparto hacia un
lado enseguida.
—Sí, lo siento.
El corazón empieza a latirme todavía más deprisa
cuando me quedo plantado a su lado. Noto ese vahído
nervioso porque soy consciente de que debería decir algo.
Algo más que un «lo siento» o «me sabe mal», aunque por
algún motivo eso es lo único que me pasa por la cabeza.
«¿Cómo estás? ¿Crees que podríamos hablar?» Sí, eso sería
adecuado.
—¿Emma? —la llamo con la voz ronca, y ella reacciona.
No, no son imaginaciones mías solo porque esté
desesperado, Emma se sobresalta y los tubos de ensayo
tintinean cuando guarda el mechero Bunsen en el armario.
—Cuidado con los materiales —nos advierte la señora
Ventura, aunque creo que Emma ni siquiera la ha oído. Su
cuerpo está absolutamente tenso cuando se da la vuelta de
nuevo.
—¿Crees que podríamos...?
—¿Qué? ¿Qué, Henry? —me interrumpe.
Es la primera vez que me mira a la cara desde entonces,
y reconozco todo su dolor en la mirada fogosa y los
reproches candentes. Porque no hago nada, porque
siempre tengo que ser jodidamente pasivo. Y ahora mismo
me pregunto si es que he esperado demasiado. Si no
debería haberla besado ya aunque todavía estuviera con
Grace, y en el mismo instante me odio a mí mismo por
haberlo pensado.
Es un abrir y cerrar de ojos. Una oportunidad perdida
antes de que Emma niegue con la cabeza y se dé la vuelta.
Quiero retenerla, pero los brazos me pesan como si los
tuviera de plomo.
Y vuelve a su sitio.

Emma

«Seguro que no estará, Emma.»


Ya sabía que no era cierto, pero de todos modos me he
dejado convencer por Tori para ir a la fiesta nocturna. ¿Es
que Sinclair y ella se han propuesto encerrarnos a Henry y
a mí para obligarnos a hablar? Si es así, me parece una
idea de mierda. Lo veo claro cuando entro en el viejo
invernadero siguiendo la estela de Tori y el primer reflejo
que tengo es dar media vuelta y marcharme.
Me paro junto a la puerta y Salome choca contra mi
espalda. Tori me lanza una mirada de disculpa por encima
del hombro. Debería marcharme enseguida, pero me quedo
plantada cuando Henry mira hacia nosotras. Parece
agotado, pero sigue estando guapísimo y odio que así sea.
Odio que cuando me mira con esa intensidad me olvide del
resto de la gente al instante. Odio ese calor repentino que
se apodera de mí aunque fuera esté lloviendo a cántaros. Y
que me obligue a pensar de nuevo en Glasgow. En Henry,
que me estuvo esperando todo el rato. En sus manos sobre
mis brazos, en su rostro tan cerca del mío. No sé por qué
sigo humillándome con esos recuerdos, pero es que no
consigo que esas imágenes desaparezcan de mi cabeza.
Quero salir de aquí.
—Ups, no sabía que... —empieza a decir Tori cuando la
fulmino con la mirada. Realmente parece como si le supiera
mal, pero yo niego con la cabeza de todos modos.
—Genial, Tori —murmuro antes de darme la vuelta.

Henry

Gideon ha hecho alguna broma, Sinclair se ríe a


carcajadas y yo tomo otro trago de la botella que tengo en
la mano porque todo esto no lleva a ninguna parte. No
quiero estar aquí, pero, por supuesto, he venido con la
absurda esperanza de encontrarme con Emma.
Y no está. No dejo de mirar hacia la puerta cada vez que
alguien entra en el invernadero, pero nunca es ella. Y si en
algún momento entrara, la verdad es que tampoco sabría
que decirle. ¿Pedirle si quiere hablar conmigo? ¿Aquí, en
esta fiesta? Una idea genial, seguro que le apetece.
Noto la mano de Sinclair sobre mi hombro y levanto la
cabeza enseguida. Me señala la puerta.
Ha venido. Me levanto con la sensación de que el suelo
se balancea bajo mis pies. Ni siquiera me fijo en dónde dejo
la botella, porque solo puedo mirar a Emma. El pelo rubio
claro le cae sobre la cara, todavía lo lleva algo húmedo por
la lluvia. Peina el invernadero con la mirada y me ve
enseguida. Me sobresalto cuando nuestras miradas se
encuentran, y en este preciso instante sé que no puedo
esperar ni un segundo más. Tenemos que hablar. Tengo que
disculparme, aclarárselo todo y saber cómo está.
Sinclair se aparta hacia un lado sin que se lo pida y no
dice nada cuando he de agarrarme a su hombro unos
segundos. Quizá lo del alcohol no ha sido tan buena idea,
pero ahora ya no puedo cambiarlo.
Emma ha vuelto a salir y me pregunto si solo ha sido
fruto de mi imaginación. Tori me mira con una expresión
que no sé interpretar y Olive me fulmina con la mirada
antes de que salga del invernadero. Necesito unos
instantes para que mis ojos se acostumbren a la oscuridad,
pero luego reconozco la silueta de Emma unos metros más
allá. Se envuelve el cuerpo con los brazos y está
regresando al internado.
Empiezo a correr.
—¡Espera! —grito, y luego el crujido de la grava bajo
mis pies es el único ruido que perturba la noche. Por unos
momentos temo que ella también empiece a correr, pero
Emma sigue andando como si nada. Lo que puede significar
que está dispuesta a escucharme. Me aferro a ese atisbo de
esperanza—. ¡Emma!
No se da la vuelta hasta que le toco el hombro.
—¿Qué? —gruñe.
—Emma, lo siento...
—¿Has bebido? —me interrumpe—. ¿En serio, Henry? ¿A
qué viene esto?
—Tenía la esperanza de que pudiéramos hablar —
empiezo a decir, pero ella suelta una carcajada.
—¿Hablar? ¿De qué? ¿Sobre Grace? —pregunta, tras lo
cual niega con la cabeza—. Entonces ¿es verdad?
Emma se me queda mirando y de repente noto la lengua
paralizada. No puedo decir nada, por mucho que se
merezca una explicación.
—¡Henry, joder! ¿Es verdad o no? ¿Has cortado con
Grace?
Me mira con tanta insistencia que no puedo evitar
enfadarme. Con Emma y con Grace, pero por encima de
todo conmigo mismo.
—¿Y qué si lo he hecho? —le espeto.
—¿Has cortado con Grace? —repite a pesar de que
parece saberlo ya.
—¡Sí, sí, joder! —exclamo—. Hemos cortado, es verdad
lo que has oído por ahí.
—¿Por qué?
—¿Por qué qué?
—¿Por qué lo has hecho?
—¡No lo sé! —suelto.
—¡No me mientas!
—Ya no me bastaba con Grace, simplemente era lo mejor
que podía hacer.
—¿Has perdido la cabeza, Henry? ¡Dios, si erais la
pareja perfecta! Te arrepentirás, seguro que...
—¡No tienes ni idea! —respondo, y de repente ya
estamos gritando los dos—. ¡¿Quieres saber por qué he
cortado con ella?! ¡Quieres saberlo, ¿verdad?! —exclamo, y
me doy cuenta de que estoy borracho y tengo que dejar de
hablar así, pero Emma no retrocede cuando me acerco a
ella—. ¿Por qué dirías que lo he hecho?
—Porque eres un cabrón —susurra, y en este preciso
instante lo comprendo. Porque no soy mejor que su ex o su
padre. Los hombres de su vida juegan con ella y luego la
abandonan en cuanto las cosas se ponen difíciles.
—¿Crees que ha sido divertido para mí? —le pregunto—.
¿De verdad crees que quería ser esta persona? ¿El tío que
le hace daño a Grace y con ello lo estropea todo entre
nosotros? Mierda, Emma, han sido tres años, tres putos
años. Odio ser ese capullo, pero no me has dejado elección.
—No —me contradice clavándome el índice en el pecho
—. De eso nada, Henry Bennington. Retira lo que acabas de
decir. Yo no tengo nada que ver con esto. Lo has decidido
tú, no yo. ¡Yo no te he pedido una mierda!
—¿Ah, no? ¿De verdad? O sea que me mirabas de ese
modo mientras me contabas todas esas cosas y pensabas
que me quedaría tan pancho. ¡Joder, yo no quería que
ocurriera! Creía que lo que tenía con Grace era perfecto,
pero no tenía ni idea de que no era amor, de que existe algo
más que eso. No me había propuesto enamorarme de ti,
Emma Wiley, pero soy humano, y lo sabes. Así que no me
preguntes por qué lo he hecho, porque sabes la respuesta
tan bien como yo —sentencio, y titubeo un poco antes de
acercarme un paso más a ella—. He cortado con ella para
poder hacer esto de una vez.

Emma
Nunca me habían besado como lo ha hecho Henry
amparado por la oscuridad. Sus manos en mi pelo, furiosas,
desesperadas. Empujándome con todo el cuerpo contra ese
muro frío.
Sus labios son tan suaves como esperaba; sus manos,
fuertes y hábiles. Tardo cuatro segundos en sobreponerme
a la sorpresa y hundir los dedos en su pelo. Lo acerco más
a mí porque lo necesito más cerca. Su pelvis pegada a la
mía, su cuerpo tan ávido como el mío. Tengo que echar la
cabeza hacia atrás cuando mete la rodilla entre mis piernas
y con las manos en mis nalgas me levanta sobre su muslo,
hasta que mi cuerpo no es más que calor y palpitaciones.
Empiezo a marearme porque no puedo respirar, pero de
todos modos no quiero que pare. Nuestras narices chocan,
sus labios sobre mis dientes, su lengua en mi boca. Nunca
habría pensado que Henry pudiera besar así, agarrándome
y presionándome contra un muro de ese modo tan brutal y
a la vez tierno, en realidad. No hay nada mejor que esto.
Hasta que de repente para.
La noche es silenciosa, no se oyen más que nuestros
jadeos cuando Henry se aparta. Me mira fijamente, casi
aterrado, mientras me aferro con los dedos a su muslo
intentando atraerlo hacia mí de nuevo.
—Lo siento —murmura mirándome con los labios
brillantes. Tiene que continuar, no puede dejarlo así, tiene
que seguir besándome o me moriré—. No te he pedido
permiso..., ¿puedo?
—¡Sí! —exclamo, porque su voz suena tan grave y tan
ronca, y las palpitaciones que noto entre las piernas ya son
insoportables.
—Es que no te he preguntado si tú... —empieza a decir,
pero se calla enseguida cuando me inclino hacia él. Besar a
Henry es el momento más íntimo de toda mi vida y no
quiero que termine jamás. Es un movimiento fluido, su boca
abierta, su lengua tan cálida.
—¿Y tú? —jadeo cuando hunde los dedos en mi pelo de
nuevo. Sus pulgares me recorren las mejillas y me acerca
más a él. Tanto que nuestras frentes se tocan—. ¿Quieres?
—Emma, te deseo desde que subimos juntos a ese avión
—musita, y tengo que cerrar los ojos—. Me volvía loco verte
día tras día y no poder besarte.
—Pues ahora puedes —replico, y por fin hace lo que yo
estaba deseando.
Esto es más que besarse. Lo sé cuando Henry empieza a
mover la pelvis contra la mía y deseo que me toque a través
de la fina tela de las mallas. Quiero sus dedos entre mis
piernas, quiero su aroma en mi nariz. Su calor en mi piel. Y
lo quiero todo enseguida, porque hace tiempo que lo deseo.
Por eso le agarro las manos y tiro de ellas hacia abajo.
Las desliza enseguida bajo mi chaqueta y mi suéter. Tiene
las puntas de los dedos algo frías y podríamos pensar que
es eso lo que me eriza la piel y no el hecho de notar sus
labios en el cuello. Se me escapa un gemido ahogado y
anhelante cuando me pasa las manos por los costados hacia
arriba. Henry se estremece al oírlo. No sé si alguna vez
algo me ha excitado tanto como saber que puedo
provocarle esa reacción. Es indescriptible, estoy en el
séptimo cielo.
Nos movemos a un ritmo marcado por algo que nos
supera. No sé qué es, solo sé que lo deseo. Me fallan las
rodillas, tengo una nebulosa en la cabeza y ni siquiera
estoy borracha. Henry me atrapa el labio inferior entre los
dientes con delicadeza y me atrae hacia él con suavidad
cuando echo la cabeza hacia atrás. Murmura mi nombre y
se acabó, simplemente me derrito. Pierdo los sentidos, me
siento ligera y tardo demasiado en darme cuenta de que
Henry me está mirando con una expresión de terror. Y
entonces lo oigo.
—¿Hay alguien ahí?
Nos damos la vuelta al mismo tiempo y vemos la luz
brillante de una linterna.
—Joder —susurra Henry. Me agarra por la muñeca y no
puedo más que seguirlo a trompicones. Es un misterio
cómo las piernas me responden solas, pero el caso es que
lo hacen y corremos por el camino de grava. La fina lluvia
me llega helada a la cara y se evapora en los sitios que han
tocado los labios de Henry, que de repente me arrastra
hasta una esquina, me oculta en un rincón y me pone dos
dedos delante de los labios. El pecho se le mueve arriba y
abajo con intensidad mientras esperamos uno frente al
otro, sin mover ni un pelo.
Huele a madera mojada, al olor corporal de Henry y al
whisky de su aliento. El cono de luz barre el suelo a pocos
metros de donde estamos, pero pasa de largo. Contengo el
aliento cuando Henry se pega a mí.
—Sea quien sea, sal ahora mismo o habrá
consecuencias.
—¿El señor Ward? —digo con un hilo de voz.
Henry me tapa la boca con la mano y asiente antes de
lanzar una mirada por encima del hombro. Respira aliviado
cuando ve que el cono de luz pasa de largo y desaparece de
nuestro campo visual.
—Siempre notifica de inmediato cualquier infracción a
los supervisores del ala —me explica Henry apartando la
mano de mi boca. Me acaricia los labios con los nudillos y
se mete la mano en el bolsillo para sacar el móvil—.
Tenemos que avisar a los demás. Si ve luz en el
invernadero, están jodidos.
Intento seguir respirando a un ritmo normal mientras él
clava la mirada en su móvil y empieza a teclear. No se da
cuenta de que me he llevado la mano a los labios hasta que
desvía la mirada de la pantalla, y entonces se le levantan
las comisuras de los labios de un modo increíblemente
atractivo. Se guarda el móvil de nuevo y da un paso a un
lado. Poco después la luz se apaga en el invernadero.
—Ven —dice cogiéndome la mano—. Deberíamos
regresar. Será mejor que nos encuentren en nuestras
habitaciones si los responsables de ala pasan a comprobar
si estamos.
Titubeo apenas un instante, lo justo para que Henry se
dé cuenta de lo que quería decirle.
—El señor Acevedo solo echa un vistazo rápido y ya está
—me dice, creo que tragando saliva—. Luego puedo ir a
verte.
22

Emma

Cuando llego a mi habitación el pasillo está todavía en


silencio. Al cabo de pocos minutos oigo un poco de ruido en
la habitación de al lado y supongo que Tori ya habrá
llegado también. Poco después se abre mi puerta. Finjo que
duermo mientras la señora Barnett echa un vistazo y no me
atrevo a respirar de nuevo hasta que la puerta se cierra
otra vez.
El móvil se me ilumina cuando recibo un mensaje de
Tori.
¿¿¿Dónde estás??? La señora Barnett está
controlando las habitaciones.
Me pongo de lado y empiezo a teclear.
Lo sé, estoy aquí.
Ah, bien, qué suerte.
¿Os han pillado?
Creo que se han podido escapar
todos. Henry nos ha avisado.
Ha salido a buscarte.
Dudo unos momentos, pero luego decido seguir
escribiendo.
Lo sé. Me ha encontrado.
Tori me envía uno de esos emojis de una luna sonriendo
con complicidad, pero ya no le contesto nada más porque
oigo un ruido en mi puerta. Me pongo en pie de un
respingo y la abro. Henry se cuela en mi habitación. Me
aparto hasta que ha cerrado la puerta y luego lo envuelvo
entre mis brazos y le doy un beso.
—¿Todo bien? —murmura frente a mis labios.
Asiento y me besa de nuevo.
—Joder, por poco.
«Para ya de hablar...»
Pego mi cuerpo al suyo y consigo lo que quería. Henry
me pone una mano en la nuca. Tiene la espalda contra la
pared y, cuando me atrae hacia él, un tablón del suelo
suelta un crujido bajo nuestros pies. Se inclina un poco, me
agarra el muslo y le abrazo las caderas con las piernas
mientras me levanta en volandas. Me lleva en brazos por la
habitación a oscuras y nos besamos poco a poco, porque
tiene que fijarse en dónde pisa.
Me tiende en la cama y se queda un momento encima de
mí. Sé que hoy no haremos nada más cuando una leve
sonrisa aparece en sus labios y me planta un beso en la
punta de la nariz.
—Nos hemos besado —digo mientras se quita los
zapatos y me meto bajo la colcha.
—Yo diría que sí.
Levanto un poco la colcha para que pueda venir
conmigo. La sensación es de total confianza y a la vez de
absoluta novedad cuando nos tendemos de lado y nos
miramos. Estamos muy apretados, nuestras rodillas se
tocan. Henry baja un poco la pierna para que yo pueda
poner la mía por encima.
—Y ya no estáis juntos —repito.
Por mi culpa. O sea que la cabrona soy yo, soy yo quien
le ha robado el novio perfecto a Grace.
—Las cosas ya no funcionaban entre nosotros desde
hacía tiempo, Emma —me dice Henry, como si me hubiera
leído el pensamiento.
—Entonces ¿por qué no os habíais separado ya?
—Porque no habíamos tenido ningún motivo para
hacerlo.
—¿Y ahora de repente sí? —Silencio—. No quiero ser yo
el motivo —susurro.
—Lo sé. Pero son cosas distintas. La separación es algo
entre Grace y yo. Y esto de aquí..., esto es solo entre
nosotros.
—¿Seguro que mañana lo continuarás viendo del mismo
modo? —pregunto tragando saliva—. ¿Cuando estés sereno
y todos hablen de esto?
—Me importa una mierda lo que digan los demás.
Las palabras que ha elegido Henry me sorprenden un
poco, pero de algún modo también me gusta que lo haya
dicho así. Puede ser algo más que un chico educado y
correcto. Lo de esta noche demuestra que también puede
besarme con una pasión desbocada. Me apetece conocer
mejor a ese Henry.
—¿Te ha vuelto a escribir? —pregunta de repente.
—¿Quién? —digo, aunque enseguida me doy cuenta de
que tiene que estar refiriéndose a mi padre—. Ah, no. No
tiene mi número. Soy yo quien tiene el suyo.
Henry guarda silencio unos segundos y de algún modo lo
consigue otra vez. Sigo hablando. Su presencia es como un
suero de la verdad que me anima a contárselo todo.
—Fue horrible, Henry. Se pasó el rato entero hablando
sobre sí mismo —explico, y vuelve a aparecerme en la
garganta ese nudo que anuncia que estoy a punto de llorar.
Pero no quiero derramar ni una lágrima más por Jacob
Wiley.
—Me sabe mal —murmura—. Siento que no fuera bien y
no haber podido estar a tu lado.
—Estuviste a mi lado.
Niega con la cabeza muy levemente.
—Ya sabes lo que quiero decir.
Me limito a quedarme callada, pero luego levanto un
poco la barbilla. Basta para que Henry lo comprenda.
Reconozco la pregunta en sus ojos y respondo del mismo
modo. Me pone la mano en la mejilla y me besa. De un
modo distinto esta vez, con tanta suavidad que las lágrimas
empiezan a escocerme en los ojos.
Debo de estar soñando. Tengo a Henry en mi cama. Sus
labios sobre mi boca, sus pulgares me acarician las sienes.
Me pone una mano en la espalda, entre las escápulas, y me
atrae hacia él hasta que mi cabeza reposa sobre su pecho y
ya no puedo verlo. Quizá lo ha hecho sin querer porque
presiente que así podré hablar mejor. Durante un rato nos
quedamos así. Aspiro su olor y noto cómo sus dedos trazan
recorridos por mi espalda.
—No paraba de criticarlo todo —susurro frente a la
camiseta de Henry—. La escuela, a mi madre... Y yo no
repliqué nada.
—Creo que eso dice más sobre él que sobre ti.
Noto una leve vibración en su pecho cuando me habla y
me encanta. Tengo que cerrar los ojos en cuanto me pone
la mano en la nuca.
—Es que no es en absoluto como yo creía, Henry.
—¿Y de verdad no te respondió nada cuando le
preguntaste por qué se marchó?
—Me dijo que mi madre lo agobiaba. Que no podía
soportar seguir viviendo en Alemania con nosotras. Y
también que lo volvería a hacer. Que volvería a
abandonarnos —le explico, y Henry se fija en mí en el
momento en que levanto la cabeza y me aparto un poco
para mirarlo—. Creo que ahora entiendo lo que siempre me
ha dicho mi madre, que fuera tan prudente y quisiera evitar
que me hiciera ilusiones. Se marcha y regresa según le
conviene. Me prometió cosas que luego simplemente
olvidó.
»Seguro que ella tuvo que pasar por lo mismo. Pero mi
madre me tenía a mí y su trabajo. Yo pensaba que estaba
amargada y que se volcaba en el trabajo para compensarlo,
pero ahora creo que estaba equivocada. Que en realidad es
mucho más fuerte que él. —Henry no deja de mirarme
mientras hablo—. No se volcó en su carrera por los demás,
sino por sí misma. Para ser la única persona que controlara
su vida.
Trago saliva. Es extraño cómo de repente todo cobra
sentido, ahora que lo he articulado en palabras. ¿Cómo
pude creer que mamá era la que merecía compasión en
esta ruptura? ¿Por qué he tenido que esperar a ver lo
perdido que está mi padre para comprender que no lleva la
vida emocionante de una estrella del rock, sino que sigue
viviendo de un sueño que jamás se convertirá en realidad?
¿Por qué pensé que mamá me estaba imponiendo sus
valores, cuando en realidad solo quería ofrecerme todas las
oportunidades posibles? De repente lo veo claro, entiendo
que no tengo que estudiar y crecer por ella, sino por mí
misma.
Me doy cuenta de lo mucho que me he sumido en mis
cavilaciones cuando Henry me aparta un mechón y me lo
recoge tras la oreja. Tiene los ojos de un verde oscuro muy
cálido cuando los miro de nuevo.
—¿En qué piensas? —me pregunta en voz baja—. Quiero
saberlo.
—¿Qué pasará con nosotros? —pregunto yo sin
planteármelo ni un momento.
Y él también responde sin dudar.
—Creo que esto va en serio.
—Sí —convengo, y tengo que tragar saliva—. Yo también
lo creo.
—Aunque vayas a marcharte dentro de un año.
—Quizá no me marche —propongo, y al ver que Henry
arquea las cejas decido seguir hablando—. Quizá decida
graduarme en la Dunbridge Academy.
No sé si en la vida he visto algo más bonito que a Henry
intentando reprimir una sonrisa.
—Entonces podrías optar a estudiar en Oxford o en
Cambridge, si...
—O en Saint Andrews —añado.
—O en Saint Andrews —repite él—. Si eso es lo que
quieres, claro. Tienen un nuevo programa de Ciencias del
Deporte, lo he leído hace poco —prosigue apoyando la
cabeza en el brazo que le queda debajo—. No pude evitar
pensar en ti cuando lo vi. —Noto un revoloteo en la barriga
—. Tras las vacaciones de otoño hay unos días de
orientación académica en Saint Andrews. Podrías venir
conmigo y echarle un vistazo. Maeve es una de las
encargadas de mostrar la universidad a los aspirantes y
responder a sus preguntas.
—Entonces podría conocerla —digo, y Henry parece feliz
de que eso me haga ilusión.
—Tori y Sinclair también vendrán —me dice.
—¿Por qué ninguno de vosotros quiere ir a Oxford? —
pregunto riendo.
Henry se encoge de hombros.
—Ni idea, quizá somos un poco raros.
—Entonces yo también soy rara.
—Desde el principio sabía que te integrarías bien.
No puedo evitar reírme.
—Me encanta eso de tener amigos con los que poder
contar. Creo que, en general, me gusta todo esto del
internado.
—Me alegro.
Me inclino un poco hacia él y mis labios acarician los
suyos. Noto que sonríe.
—Nos estamos besando, Emma —constata como si
todavía no pudiera creérselo.
—Nos estamos besando, Henry —repito, y no quiero
dejar de hacerlo. Son besos distintos a los que nos hemos
dado bajo la llovizna, apoyados en el muro. Son besos más
lentos, pero siguen siendo perfectos.
Henry tiene los ojos cansados cuando en algún momento
se aparta de mí y me mira.
—Deberías volver, ¿verdad?
—Tal vez —responde, y traga saliva—. ¿Vuelvo a mi
habitación?
—Quédate a dormir aquí —susurro, y lo más
sorprendente es que no me siento débil pidiéndole que no
me deje sola. Me parece normal—. ¿Cucharita?
Henry sonríe, primero sorprendido y luego simplemente
feliz. Noto un calor agradable en el vientre cuando me besa
de nuevo y se tiende de nuevo sobre un costado, con
cuidado. Me agarra la mano mientras me pongo detrás de
él y entrelazamos los dedos.
—Tienes que contármelo todo —murmura mientras me
acaricia la muñeca con el pulgar.
—De acuerdo —musito, porque noto que ya se está
quedando dormido. Es injusto, ojalá pudiera dormirme yo
con esa facilidad, pero de algún modo me gusta estar aquí
tendida junto a él, notando su respiración regular mientras
mis pensamientos se apaciguan poco a poco.
Nos hemos besado por primera vez y ha sido un
momento realmente intenso. No sé lo que eso significa, solo
sé que de repente tengo la sensación de haber llegado a la
Dunbridge Academy.
23

Henry

No acabo de entender cómo he logrado llegar a tiempo a


mi ala. Emma y yo nos hemos despertado pronto, poco
antes de que saliera el sol, pero hemos estado besándonos
un buen rato antes de levantarnos de verdad.
Me duelen un poco los labios, y de hecho me palpitan
ligeramente cuando vuelvo a ver a Emma en el comedor
tras la carrera matinal. Me gustaría ser la taza a la que le
va dando sorbos ahora mismo. Me mira por encima del
borde y noto de nuevo su calidez. Parece cansada, aunque
al mismo tiempo la veo radiante. Quizá son solo cosas mías,
ni idea. Pero me encanta.
Sentarme en la clase de Inglés viéndole la nuca todo el
rato es una tortura. No sabía que sentiría todo esto. Que el
cuerpo y la piel de repente ocuparían tanto espacio en mis
pensamientos, pero con Emma todo es un poco distinto. En
Biología pienso en los lugares donde podría besarla. Y no
me refiero al espacio en el que nos besaremos, sino a los
puntos de su cuerpo que elegiré. Me quedan tantos
rincones por besarle... Es abrumador. No puedo pensar en
todo esto sin que los pantalones empiecen a apretarme, por
lo que me obligo a concentrarme de nuevo en la meiosis y
la mitosis. No estoy en las mejores condiciones para hacer
el examen que nos ha preparado la señora Kelleher para la
siguiente hora.
Sinclair me mira y niega con la cabeza cuando en la
clase de Historia se sienta a mi lado.
—¿Qué? —pregunto.
—Enhorabuena —se limita a decirme.
—¿Qué? —repito.
—Henry, es evidente. ¿Pensáis que nadie se da cuenta de
las miradas que os lanzáis?
Sonrío en lugar de responder.
—¡Dios, se ha enamorado! —exclama Sinclair con un
suspiro.
Por suerte, no tiene la oportunidad de preguntarme
nada. La señora Kelleher cierra la puerta y reparte los
cuadernos de examen. Me sé bastante bien la lección y
entrego el examen antes que los demás.
Mientras espero fuera del aula a que salga Sinclair, abro
el móvil y veo los mensajes de Maeve.
¡Lo siento! Acabo de encontrar
una red wifi. ¿Todo bien?
Sí, ¿cómo va eso?
Aparece en línea y empieza a escribir al instante.
Aunque me había propuesto no molestarla con mis
problemas amorosos, acabé fracasando cuando hace unos
días me mandó unos memes y me preguntó cómo me iban
las cosas. Solo le di pistas de lo ocurrido y le pregunté si
tenía tiempo de hablar por teléfono, pero Maeve no sería
Maeve si no hubiera comprendido enseguida que estaba
sucediendo algo.
Bien, todo bien. ¿Por qué hace
tanto calor en Kenia?
No lo sé, siempre me olvido.
Da recuerdos de mi parte
a mamá y papá.
Sí, ellos también me mandan recuerdos para
ti. Henny, ¿sobre qué querías hablar?
Tranquila, no importa.
¿Grace?
Trago saliva, y luego sigo tecleando porque no tiene
ningún sentido ocultárselo a Maeve.
Hemos roto.
Oh no. :( Siento no haber respondido antes.
¿Quieres hablar ahora? Podría escaparme cinco
minutos, pero por desgracia no más que eso,
porque tengo que ir enseguida al hospital.
¡No, no pasa nada! De verdad.
Estoy bien.
¿Seguro?
Emma y yo nos hemos besado.
Ya veo... ¿Hablamos por Skype el fin
de semana? Tienes que contármelo todo.
Claro.
A menos que estés entre los brazos
de tu amada. Entonces prefiero no molestar.
Ja, ja, ja.
Quiero conocerla, eso está claro.
En cuanto vuelvas. Vendrá al día
de orientación académica.
Perfecto. ¿Eres feliz, Henny?
No puedo evitar sonreír.
Pues sí.
Me alegro. Tengo que irme.
Ve con cuidado.
Siempre siempre.
Me guardo el móvil cuando oigo los primeros pasos en el
pasillo. Poco después suena el timbre que anuncia el final
de la hora. Las puertas de las aulas se abren, los alumnos
salen en tropel y yo me siento tan feliz que es casi absurdo.
Emma y Tori salen de las aulas del fondo del pasillo, Tori le
está contando algo y Emma la escucha y asiente un par de
veces. Nuestras miradas se encuentran enseguida sin
decirnos nada.
—¿Cómo te ha ido el examen? —me pregunta cuando las
dos se plantan delante de mí.
—Bastante bien.
—Es decir, muy bien —comenta Tori.
Me encojo de hombros y no puedo evitar mirar la boca
de Emma. ¿Sería correcto besarla ahora? ¿Aquí, delante de
los demás? No sé si soy yo quien debería decidirlo, pero tal
vez le parecería excitante que...
Su mirada se desvía de mis ojos hacia mi boca y, sí, ¿por
qué me lo pienso tanto? Al principio se sorprende cuando
me acerco y la beso, pero creo que le ha parecido bien. Y a
mí también. Muy bien, de hecho. No ha sido un besito casto
tipo «hola, qué tal, cómo estás». Más que nada porque no
es posible besar a Emma de ese modo. Siempre tengo que
besarla de verdad.
—Esto..., ¿me he perdido algo?
Emma pone los ojos en blanco cuando Tori empieza a
chillar a nuestro lado.
—Por favor, repriman sus impulsos o tendré que
informar a mi señora madre de que se intercambian fluidos
corporales en los pasillos —bromea Sinclair con una
sonrisa.
Emma se ríe y me parece el ruido más adorable del
mundo mundial. Socorro, necesito urgentemente un cubo
de agua fría, aunque un bofetón también serviría, creo.
Y entonces, cuando miro por encima del hombro de
Emma, la veo: Grace me está observando. De repente tengo
la sensación de que toda la sangre me ha ido a parar a los
pies.
Se nos queda mirando apenas un momento, pero basta
para que de golpe me sienta fatal. Sus dedos se aferran con
firmeza a la correa de la cartera, fuerza una sonrisa y se da
la vuelta. Desaparece entre grupitos de alumnos que nos
señalan entre susurros. Y no me sorprende; durante unos
días seremos la comidilla de la escuela, hasta que Valentine
Ward empiece a salir con otra chica y nadie vuelva a
acordarse de Emma y de mí. Una parte de mí saldría
corriendo detrás de Grace ahora mismo para disculparse,
pero, al fin y al cabo, ya no salimos juntos.
—¿Henry?
Me sobresalto cuando Emma me coge de la mano. Al
parecer no se ha dado cuenta de que Grace nos ha visto.
—¿Sí? —pregunto mirándola—. Lo siento, estaba..., ¿qué
decías?
—Que si más tarde saldremos a correr. Hoy no tienes
entrenamiento, ¿verdad?
Niego con la cabeza.
—No, mañana.
—De acuerdo —dice Emma con una sonrisa, aunque su
mirada es más bien escéptica—. ¿No te apetece?
—Sí, sí —respondo enseguida, obligándome a dejar de
pensar en Grace.
—¡Sinclair! —grita Gideon por el pasillo—. ¿Tu madre
vendrá a la reunión de padres de la semana que viene?
—Vete a la mierda, Attwell —suelta Sinclair entre risas
mientras le dedica una peineta que sostiene en alto hasta
que la señora Kelleher sale del aula con la pila de
exámenes.
—¿Tu madre vendrá? —le pregunto a Emma pensando
que tal vez aprovechará para la visita que tiene pendiente
para ponerse al día.
En efecto, Emma asiente.
—Sí. Y se quedará todo el fin de semana.
—Qué bien.
—Tus padres no vendrán, ¿verdad?
—No, no. Les queda demasiado lejos. Hay citas de
videollamada para los padres que no pueden asistir de
manera presencial, porque es algo bastante frecuente.
—No se lo cuentes a mi madre, no vaya a ser que cambie
de opinión y al final no venga.
Miro a Emma y pienso que seguramente su comentario
quería ser sarcástico, pero el caso es que todavía detecto el
dolor y el temor en su voz. Y eso no me gusta nada. No me
gusta que la gente la decepcione. No se lo merece. No se
merece que la gente la trate como si fuera una carga.
Porque así es como ella se ve, lo cree de verdad. ¿Y cómo
no iba a creerlo después de que el capullo de su padre la
abandonara y luego, cuando se reencontraron después de
tanto tiempo, metiera la pata de ese modo tan estúpido?
Y a la vez sé que no servirá de nada que intente
convencerla de lo contrario. Tiene que ser ella misma quien
se dé cuenta. Aunque quizá al menos puedo contribuir a
que eso ocurra.

Emma

Me he dado cuenta de lo mucho que echaba de menos a


mamá cuando me he puesto a llorar de alivio al verla salir
del taxi en el patio y por fin he podido abrazarla.
Últimamente he tenido que enfrentarme a la decepción con
demasiada frecuencia, tal vez por eso una parte de mí se
negaba a creer que acabaría viniendo de verdad. Supongo
que para protegerme, por si al final no podía. Pero ha
venido.
Aunque solo se quedará un par de días, mamá ha
llegado con una maleta enorme. Está repleta de cosas que
le he ido pidiendo las últimas semanas. De golpe tengo un
hervidor de agua, mis propias sábanas y una cadena de
lucecitas nueva.
Mamá va de un lado a otro emocionada, mirándolo todo
con los ojos relucientes. Se nota lo mucho que se alegra de
haber vuelto a la Dunbridge Academy.
—¿A quién vamos a ver primero? —me pregunta cuando
al cabo de un rato bajamos la escalera.
—Al señor Ward —le digo, y mamá se sobresalta de un
modo casi imperceptible, aunque a mí no se me ha
escapado—. Matemáticas e Inglés.
—Muy bien —dice aclarándose un poco la garganta—. Al
señor Ward. ¿Y luego a quién?
—A la señora Kelleher, Geografía e Historia. Y después
iremos a ver al señor Ringling.
Ya en el pasillo de las aulas nos encontramos con otros
padres. Aunque se trata de reuniones con los profesores, la
verdad es que el día tiene algo de festivo, tal vez porque los
alumnos hemos de llevar el uniforme completo. Incluido
Henry, por supuesto, que, además, desempeña la función
de prefecto y espera a los pies de la escalera junto con el
señor Harper, el secretario de la escuela, para recibir a los
padres. El uniforme le queda de escándalo.
Henry mira un momento hacia nosotras cuando nos
acercamos a él. Nos dedica una sonrisa de prefecto, desvía
la mirada y enseguida nos vuelve a mirar de nuevo.
«Hola», articula con los labios sin hacer ruido. Me
planteo si sería inadecuado besarlo ahora y llego a la
conclusión de que sería muy inadecuado, por lo que me
limito a pararme y volverme hacia mi madre.
—Mamá, este es Henry.
—Encantado de conocerla, señora Beck —dice él
enseguida tendiéndole la mano.
Se ha acordado. Solo se lo comenté en una ocasión,
pero, por supuesto, se ha acordado de que mi madre no
lleva el mismo apellido que yo.
—Oh, Henry —exclama mamá tras un leve titubeo—. Tú
eres Henry. ¡Qué bien! Me alegro de conocerte.
Me resulta extraño oír a mamá hablando en inglés de
nuevo. Como solía hacer con mi padre. Sé que sigue
hablando en inglés casi todos los días en el trabajo, pero yo
solo la oigo durante el tiempo libre, y por primera vez soy
consciente de que Henry y yo no hablamos en alemán. Se
había convertido en algo tan natural que simplemente lo
había olvidado.
—¿Ha tenido un buen viaje?
Estoy segura de que no es la primera vez que Henry
hace esa pregunta hoy, pero de algún modo se las arregla
para que su interés suene genuino.
—Sí, gracias. La verdad es que ha sido un poco como
volver a casa.
—Cierto, usted también estudió aquí, ¿verdad? —
constata lanzándome una mirada—. Emma me lo comentó.
Coincidimos en algunas clases.
Henry la ha conquistado de inmediato con ese encanto
natural tan injusto que tiene. Mamá se ríe y me dirige una
mirada elocuente cuando por fin seguimos adelante. Por
suerte, consigo esquivar sus preguntas. Ha llegado la hora
de la primera reunión, y el señor Ward ya está sentado en
una de las aulas, ordenando unos papeles frente a la mesa.
Mamá se detiene en seco cuando nos acercamos a la
puerta abierta. De un modo prácticamente inapreciable,
endereza la espalda antes de entrar. Levanta la cabeza y de
repente hay algo en su expresión que yo no le había visto
jamás. Son emociones. Dolor, ira, desprecio. Desaparecen
de nuevo enseguida en cuanto el señor Ward se pone en
pie.
—Laura —la saluda, lo que no me llama la atención
hasta que mamá también se dirige a él por el nombre de
pila.
—Alaric —responde ella con su voz de abogada. Solo la
oigo hablar de ese modo cuando contesta a ciertas
llamadas. No dice: «Me alegro de verte», ni nada parecido.
Se estrechan las manos, el señor Ward asiente levemente
para saludarme a mí y luego señala hacia las sillas que
tiene frente a la mesa.
—Creo que no será necesario esperar a Jacob, ¿verdad?
Mamá no se sobresalta ante el comentario, pero a mí se
me hace un nudo en la garganta. En este momento
comprendo que tiene que haber algo más. Más cosas que
mamá no me ha contado. Más secretos y relaciones
complicadas.
—No, no será necesario —contesta ella con frialdad
mientras se sienta con la espalda muy erguida—. Hablemos
sobre mi hija.
Me gustaría no estar presente. ¿Por qué las reuniones
de padres con los profesores en la Dunbridge Academy
tienen que ser en presencia de los alumnos? Eso garantiza
que sea incómodo para todos.
—Sí, por eso estamos aquí —constata el señor Ward, y
acto seguido abre su cuaderno de notas. Me lanza una
mirada y no puedo evitar contener el aliento—. Emma es
muy ambiciosa, eso hay que reconocérselo. Le imparto
Matemáticas e Inglés. En Matemáticas su rendimiento es
sólido, pero en Inglés todavía tiene margen de mejora, por
decirlo de un modo suave. No ha aprobado el primer
examen del curso. Ahora mismo tiene un aprobado justo en
expresión escrita. En expresión oral tal vez un poco más.
Por supuesto, aquí no tenemos en cuenta el hecho de que
no sea su lengua materna, y se nota que solo hablas en
alemán con ella. Es una lástima.
—¿Podríamos concentrarnos en lo esencial, por favor?
La voz de mamá suena serena, pero su mirada es
implacable.
—Por descontado. Bueno, Emma solo se quedará un año,
por lo que en el fondo tampoco es que sea tan trágico.
Trago saliva y miro a mamá. Todavía no le he contado
que se me ha ocurrido la idea de quedarme a estudiar todo
el bachillerato en el internado.
—Ya veremos —replica mamá—. Seguro que existe la
posibilidad de mejorar la nota con una exposición oral
voluntaria, ¿verdad?
—Así es. Emma puede pedírmela cuando quiera.
—Así lo hará.
¿Qué pinto yo aquí? Están hablando sobre mí como si no
estuviera presente, y eso que mamá no suele hacer este
tipo de cosas. Estoy a punto de decir algo cuando el señor
Ward empieza a hablar de los próximos exámenes. Él
también se comporta de un modo distinto al habitual. Habla
más despacio, es extraño. No sé si solo son imaginaciones
mías, pero parece como si no hubiera dormido lo suficiente.
Mamá va tomando notas de todo y yo asiento como si
estuviera sumida en un trance. No puedo evitar divagar,
mis pensamientos van a su aire. Es en los breves instantes
en los que intercambian miradas cuando la expresión de
mamá se vuelve más dura. Y cuando descubre el bastón del
señor Ward apoyado en un lado de la mesa, por unos
segundos su mirada parece ausente.
No puedo evitar volver a pensar en las fotografías del
anuario. En que el señor Ward de repente no aparecía en
una de las fotografías de curso. En lo que mencionó el
señor Ringling en el jardín. ¿Qué ocurrió hace años? ¿Es
posible que mamá y mi padre tuvieran algo que ver con
ello? Me gustaría preguntárselo. Ahora mismo, mientras
estamos los tres aquí sentados. Pero no me atrevo.
No me he enterado de qué más ha dicho el señor Ward.
Mamá parece extrañamente controlada cuando nos
dirigimos hacia la siguiente aula. Es mientras hablamos con
la señora Kelleher y el señor Ringling cuando por fin
consigo relajarme un poco. Al contrario que el señor Ward,
enseguida me bombardean con elogios hasta un punto casi
incómodo. Aun así, solo puedo pensar en una sola cosa
cuando mamá y yo salimos de nuevo afuera.
—Bueno, pues ya hemos terminado —constata ella con
una sonrisa—. El señor Ringling sigue siendo tan fantástico
como siempre.
—No sabía que el señor Ward y tú os conocierais tanto
—miento, puesto que en realidad sí lo sabía. Pero mamá no
sabe que lo sabía.
Quizá solo son imaginaciones mías, pero su sonrisa se
vuelve más forzada.
—Coincidimos en el mismo curso.
Asiento.
—¿Hubo algún tipo de tensión entre vosotros?
Mamá titubea antes de responder, y es en este instante
cuando me doy cuenta de que no me ha contado toda la
verdad.
—Fue un poco complicado —me dice—. Él y tu padre no
se caían bien.
—¿Por qué?
—Ay, Emmi, todo eso sucedió hace mucho tiempo, ni
siquiera me acuerdo del motivo.
Mamá desvía la mirada y se fija en uno de los viejos
muros.
—Lo he encontrado —anuncio, tras lo cual me mira de
nuevo—. A papá.
—¡¿Qué?! —exclama.
—Sí.
—¿Cuándo? ¿Ha estado aquí?
—No. Fui a buscarlo yo —le explico, y de repente me
asaltan los remordimientos de conciencia—. Siento mucho
no habértelo contado, pero no quería que te preocuparas. Y
tenía que hacerlo sola, ¿me entiendes? A ti no te habría
parecido bien —me justifico. Mamá abre la boca, pero me
adelanto antes de que pueda decir nada—. Seguro que no,
créeme.
Mamá suelta un suspiro.
—De acuerdo, tienes razón. Seguramente no me habría
parecido bien.
—¿Lo ves?
—O sea que... ¿os habéis visto? ¿Y qué tal?
Trago saliva, y en realidad no sería necesario decir una
palabra más, porque mamá me mira como si ya supiera la
respuesta.
—Fue... duro. Estaba borracho, tal vez no lo pillé en el
mejor momento.
—¡¿Que estaba qué?! —exclama mamá atravesándome
con la mirada—. ¿Dónde os encontrasteis?
—En Glasgow —confieso—. Dio un concierto en un pub.
—¿En Glasgow? Emma Charlotte Wiley, espero que no
estés a punto de contarme que fuiste hasta Glasgow sola
para encontrarte con tu padre en un bar cualquiera.
—No fui sola —me apresuro a matizar—. Henry me
acompañó. Estuvo todo el rato a mi lado.
«Bueno... casi todo el rato.»
—No me lo puedo creer —dice mamá masajeándose las
sienes con los dedos—. Pero bueno, lo has visto. Supongo
que era algo importante para ti.
—Creo que era importante de verdad.
—Y ¿se sorprendió mucho? ¿Cómo fue la conversación?
—me pregunta mamá, y me doy cuenta de lo mucho que se
controla para que sus preguntas no suenen a reproche.
—Al principio no me reconoció. Y luego fue... un chasco.
Básicamente estuvo hablando de sí mismo —explico, y
tengo que tragar saliva para continuar—: Supongo que me
había hecho ilusiones de encontrar algo más.
—Lo siento, Emmi —me dice, y parece afectada—. Lo
siento muchísimo, de verdad, siento que tu padre no esté a
tu lado. Me gustaría que las cosas hubieran sido de otro
modo. Y sobre todo espero que no te incluyas entre los
motivos que han provocado esta situación.
El nudo que tengo en la garganta crece un poco más.
—Lo mismo digo.
Cuando mamá me dedica una sonrisa le brillan los ojos,
pero tal vez eso también son solo imaginaciones mías.
—¿No estás enfadada con él? —le pregunto—. Te lo
pregunto solo porque yo sí lo estoy, y me parece agotador.
—Lo sé, Emmi. Es muy duro. Pero es mejor que lo dejes
y dediques tus energías a cosas que valgan más la pena.
—¿Tú cómo lo conseguiste?
—No lo sé. Me llevó mucho tiempo y tampoco estoy
segura de haberlo logrado del todo. Estoy enfadada por lo
que te ha hecho. Pero a estas alturas lo que siento es más
bien lástima, la verdad, porque ha desaprovechado la
oportunidad de verte crecer.
Mamá me mira y sé que me está diciendo la verdad. Que
ha dejado de odiarlo. Porque no sirve de nada.
Y deseo de verdad poder hacerlo yo también algún día.
Es cierto que últimamente lloro mucho, y creo que tengo
mis motivos. Estoy pasando por una fase muy intensa. Pero
esta vez parece algo distinto.
No son lágrimas furiosas y abrasadoras las que derramo,
sino más bien de alivio. Porque he estado tan atrapada en
esa idea de encontrar a mi padre que no he sido capaz de
ver que tenía a mamá. Que ella siempre ha estado a mi lado
y se ha dejado el pellejo para ofrecerme todas las
oportunidades posibles. Me limitaba a aceptarlo y era
infeliz porque no me bastaba con eso. Pero en este mismo
instante tengo la sensación de que las cosas se están
poniendo en su sitio.
24

Henry

Emma está cambiada desde que su madre vino a verla.


La noto más estable y, en cierto modo, también más
relajada. Al menos eso me pareció el domingo por la noche,
cuando regresó al internado después de pasar el día con su
madre en Edimburgo. Nos hemos estado besando durante
horas en su habitación, y no me he quedado a dormir con
ella solo porque la señora Barnett nos ha pescado poco
antes del cierre del ala y seguro que volverá a pasarse más
tarde para asegurarse de que me haya marchado.
Lo que estoy viviendo es surrealista. No puedo evitar
preguntarme si me había enamorado alguna vez en
realidad, porque lo de estas semanas es incomparable.
Jamás había sentido esta levedad cuando Grace me miraba.
Nunca me había pasado varios minutos de clase ausente,
incapaz de pensar en algo que no fuera la suavidad de sus
labios, como tampoco había querido saber con tanta
urgencia todo lo que le pasaba por la cabeza, como si fuera
una cuestión de vida o muerte. Incluso anhelo que lleguen
los entrenamientos para volver a verla. Al interrumpirlos
durante unos días por las lluvias, la verdad es que los eché
de menos. Así de enamorado estoy.
Vivimos en una especie de burbuja transparente que
espero que no estalle jamás. Ansío la proximidad física de
Emma hasta un punto preocupante. A veces me da miedo
pensar en lo mucho que nos queda por contarnos, en la de
cosas que todavía no sé sobre ella y que necesito descubrir
cuanto antes. Solo conozco la versión Dunbridge de Emma,
y olvido con demasiada facilidad que también tiene una
vida completamente distinta, una vida en la que habla
alemán, que quedó interrumpida cuando cambió de
instituto y a la que querrá volver en cuanto llegue el
verano. Hasta entonces todavía queda mucho tiempo, pero
de todos modos me pone nervioso saberlo. Debería intentar
ser un novio neutral, nada tóxico, que apoye todas sus
decisiones sean las que sean, pero la verdad es que deseo
con toda mi alma que se quede aquí. No tendría ningún
sentido negarlo, significa demasiado para mí. No hemos
vuelto a hablar del tema y no me atrevo a sacarlo. Al menos
mientras todo sea tan perfecto como ahora.
A estas alturas no solo salimos a correr por las mañanas,
sino a veces también por la tarde. Como este domingo, por
ejemplo. En algún momento, a mitad de camino, nos
paramos en pleno bosque para besarnos porque empezaba
a ser urgente. Las pulsaciones no me han bajado durante
ese rato, o sea que lo cuento como parte del
entrenamiento, aunque seguro que Emma no estaría de
acuerdo. Me da igual que estemos empapados en sudor, en
cierto modo me parece excitante. Me fallan las rodillas, no
puede ser una coincidencia que su boca encaje tan bien con
la mía. La manera que tiene de moverse me parece
irresistible, y a través de la fina tela de la ropa deportiva lo
noto todo. Su cálido cuerpo, cada uno de sus movimientos.
No me canso de Emma, porque siempre la tenía tan lejos y
ahora está aquí, conmigo.
Estoy demasiado distraído para fijarme en el tiempo que
hace, pero quizá incluso debería agradecer que de vez en
cuando el cielo nos mande un chubasco helado. Volvemos
corriendo y riendo, me parece irreal, y en algún momento
el frío aprieta de verdad, por lo que nos desviamos hacia la
entrada del complejo deportivo. Está tiritando cuando
caminamos por los pasillos vacíos. Todo el edificio parece
desierto, en el vestuario de los chicos no hay ni un alma y
seguimos besándonos allí mientras nos quitamos las
zapatillas.
Se me para la cabeza cuando Emma tira del cordón de
mis pantalones. Es un movimiento fluido y determinado que
me roba el aliento. Su pelvis se pega a la mía, al instante se
me pone dura y la agarro por el pelo. Noto la humedad del
sudor entre los dedos, le echo la cabeza ligeramente hacia
atrás y me olvido hasta de cómo me llamo cuando oigo el
gemido reprimido que escapa de su garganta. Emma aparta
las manos de la cintura de mis pantalones y las desliza por
mi barriga hacia mi pecho.
Nuestras miradas se encuentran. Sus pupilas están
dilatadas por el deseo, sus mejillas enrojecidas y, Dios,
tengo que besarla. Tengo que besarla cuanto antes.
Levanta las manos hacia mi cabeza mientras yo le
recorro las mejillas con los pulgares. No sé quién intenta
acercarse más a quién. Quizá lo intentamos los dos al
mismo tiempo, con absoluta desesperación y a la vez
sintiendo el alivio de que por fin esté ocurriendo.
No es un beso tierno, sino más bien ávido. Es todo lo que
podía imaginar y más. Es esa sensación ingrávida en la
barriga mientras me la llevo hacia la zona de las duchas.
Noto el sabor de su sudor, salado y húmedo, y los dedos
me resbalan sobre su piel. No puedo parar. Es un beso que
solo tiene inicio, pero no final. Respiramos por la nariz para
no tener que separarnos, noto su cálida lengua en mi boca
y el resto del mundo deja de tener importancia.
Choco de espaldas contra la pared de la ducha y me
quedo sin aliento cuando el cuerpo de Emma se pega por
completo al mío. Suelta una exclamación aspirada justo
delante de mi boca al notar mi erección. Titubea solo un
momento, pero luego empieza a mover las caderas poco a
poco para torturarme. Parpadeo con los ojos en blanco
mientras me sigue besando. Tengo la cabeza apoyada en la
fría pared de baldosas y Emma recorre mi mentón con los
dedos, pasa por mi cuello y llega hasta la clavícula. En el
momento en que sus manos alcanzan mi pecho, poso las
mías en sus nalgas. La presiono contra mí, pero no me
basta. Hay demasiada ropa, demasiada tela. Y no paramos
de jadear. Parpadeo un instante y comprendo enseguida la
mirada fugaz que me lanza. Bajo un poco más las manos
para agarrarla y levantarla en volandas. Me vuelvo con ella,
Emma me envuelve con las piernas y apoyo su espalda
contra la pared mientras me muevo frente a ella de un
modo casi espasmódico.
—Dios, Henry —gimotea, y cuando lo oigo no puedo
más. El calor, la atracción, todo es excesivo en cuanto se
pega todavía más a mí y levanta la pelvis.
Sus manos me recorren el pelo mientras nos seguimos
besando, y luego me agarra por el cuello de la camiseta.
Duda apenas un segundo, pero me está volviendo loco.
Mis ojos encuentran los suyos, nos miramos y, durante
un brevísimo instante, nos quedamos quietos, uno frente al
otro.
—¿Tienes...? —empieza a preguntarme con la voz ronca.
Niego con la cabeza.
—Pero Sinclair sí, espera.
La dejo de nuevo en el suelo a regañadientes. La cabeza
me da vueltas al pensar que lo haremos. Introduzco el
código numérico en el candado, pero la taquilla de Sinclair
no se abre hasta que le pego un puñetazo. Emma está
frente a la puerta de las duchas, vestida solo con esas
mallas finísimas y un sujetador deportivo de color azul que
se adapta perfectamente a sus formas. Noto un hormigueo
en la lengua cuando pienso en lo que hay debajo.
Revuelvo las cosas de Sinclair, y en cuanto por fin
encuentro los malditos condones, reprimo un gemido de
alivio.
Emma envuelve mi cuello con sus brazos de repente
cuando me reúno con ella de nuevo.
—¿Estás segura? —susurro con la respiración acelerada.
—Sí —jadea—. ¿Y tú?
—Yo también.
Trago saliva, su mirada pasa de mis ojos a mi boca antes
de volver a mis ojos de nuevo. Le reparto besos por la
mejilla, el cuello y la clavícula izquierda mientras ella se
aferra a mi camiseta. Todo dura demasiado rato. Me aparto
un poco de ella y me desnudo antes de deslizar los dedos
por su barriga y por sus mallas. Se quita el sujetador
deportivo y lo deja caer al suelo.
Se me seca la boca cuando la contemplo. Desde el cuello
empapado en sudor hasta sus esbeltos hombros, sus pechos
pequeños pero llenos y su vientre plano. Emma da un paso
adelante. Nuestros torsos desnudos se encuentran, y la
sensación es increíble. La piel cálida, lisa, suave y la
maldita ropa que todavía llevamos puesta y que tanto nos
sobra. Nos seguimos besando y las manos de Emma se
centran en mis pantalones. No sabía que desvestirse
mutuamente podía ser tan excitante.
Nos separamos un poco para poder desnudarnos y
quedamos uno frente al otro, de pie en esa ducha
comunitaria, vestidos solo con la ropa interior. Cuando
Emma se quita las braguitas, no puedo evitar tragar saliva.
Nos despojamos de la ropa interior y nos miramos. Intento
controlar la respiración, pero me resulta imposible. Me
mira a los ojos y nos quedamos un momento desnudos por
completo, uno frente al otro. Y luego damos un paso
adelante, los dos a la vez.
Las manos de Emma se deslizan por mi cuello y las mías
encuentran su rostro. Nos quedamos a unos centímetros de
distancia y noto su cálido aliento en mis labios, su mirada
recorre mi cara y la beso. Esta vez de otro modo. Es un
beso largo y profundo. Sin moverme, al menos mientras
Emma se me acerca un poco más y me resigue la espalda
con sus cálidas manos. Cuando mis palpitaciones se
encuentran con su calor, aspiramos aire de repente al
unísono. Y luego Emma desliza las manos entre nosotros
dos.
Se me cierran los párpados al notar que sus dedos
envuelven mi erección. Hundo la frente sobre la suya
mientras mi mano busca su sexo.
—Espera —murmuro pensando en el condón. El plástico
cruje, todo esto dura demasiado.
Emma aguarda hasta que levanto la mirada de nuevo.
Sus dedos tiemblan ligeramente cuando los noto sobre mi
piel, pero no puedo continuar antes de haber averiguado
algo.
—¿Tú ya has...? —empiezo a preguntar, dudando, porque
no se me ocurre ninguna manera de preguntarlo que no sea
incómoda, pero tengo que saber si es virgen o no. No
porque me importe, sino porque quiero que las cosas
sucedan a su ritmo, porque quiero que sepa que podemos
parar. Incluso llegados a este punto.
—Sí —responde tragando saliva—. Con Noah.
No puedo decir que me sienta aliviado, aunque en cierto
modo es así.
—¿Y tú? —me pregunta, aunque estoy seguro de que lo
sabe—. ¿Con Grace?
Asiento en silencio.
—De acuerdo —repone titubeando.
—Mira, no tenemos que... —empiezo a decir, pero Emma
niega con la cabeza.
—Sí, Henry —me dice, y algo oscuro parpadea en su
mirada mientras reduce la distancia que nos separa.
Muy bien, de acuerdo, tiene razón. Tenemos que
hacerlo. Pero está bien saber que estamos de acuerdo.
Noto cómo contiene el aliento mientras dirijo mi
erección hacia ella con la mano. Cuando entro en ella,
tengo la sensación de que el tiempo se desmorona. Mi
mano encuentra las frías baldosas que tiene detrás y ella
aparta la frente de la mía para echar la cabeza hacia atrás.
Noto sus manos en mis hombros y reprimo un jadeo en
cuanto empieza a moverse.
Me obligo a quedarme quieto mientras Emma mueve
ligeramente las caderas adelante y atrás, primero con
cuidado y luego con más decisión. Jadeamos al unísono
cuando empujo mi pelvis contra la suya. Ella gime en voz
baja y lo hago de nuevo. Y otra vez. Repito el movimiento
hasta que sus piernas empiezan a temblar y su aliento se
acelera tanto como el mío. Ya no son movimientos, sino
embestidas. Emma guía mis manos sobre sus muslos y me
envuelve el cuerpo con las piernas para que la levante en
volandas de nuevo. Deslizo los dedos sobre su piel y los de
ella se aferran a mis hombros a medida que nos movemos
más y más rápido. Esto es lo más intenso que he
experimentado en la vida.
Es duro, pero de la manera más suave posible. Es
profundo y excitante, y tan pronto como empieza a palpitar
alrededor de mi sexo y noto que aumenta la presión, ya no
puedo seguir reprimiendo los gemidos. Se le escapan
jadeos, se aferra con las piernas a mi cuerpo, sus dedos se
deslizan sobre mi piel y la tensión empieza a ser excesiva.
Tengo que cerrar los ojos cuando los temblores se
apoderan de mi cuerpo.
Mi aliento se vuelve todavía más pesado y sus manos
recorren mi pelo. Sé que no se ha corrido cuando Emma me
acerca más a ella y se aferra a mí. Sus dedos me acarician
el cuello, tiene los labios rojos y brillantes en el momento
en que levanto la cabeza de nuevo. Me mira con una
sonrisa en los ojos.
—Lo siento —susurro antes de besarla, poco a poco y
con cuidado.
Emma titubea.
—¿Por qué?
—Porque no te has corrido —constato mirándola—.
¿Verdad?
Emma niega con la cabeza.
—Pero no pasa nada. Ha estado muy bien de todos
modos.
—Podríamos...
Me besa y al instante me olvido de lo que quería decirle.
Nada me parece ya importante, y hay algo maravilloso en
ello.
Emma cierra los ojos cuando me aparto de ella y la dejo
en el suelo con cuidado. Se acerca a mí de nuevo y se
detiene en seco cuando le pongo la mano entre las piernas.
Sus pupilas se dilatan de un modo apenas perceptible
cuando la miro. Se muerde el labio inferior y noto cómo se
le crispa el cuerpo cuando la toco con dos dedos. La beso
en la boca mientras muevo la mano.
—Dime si te gusta así —le susurro al oído, y noto cómo
se le eriza la piel.
—No tienes que hacerlo —murmura, y se queda callada
cuando paro.
—¿No tengo que hacerlo o que no lo haga?
Traga saliva y se limita a lanzarme una mirada, pero
enseguida noto su mano sobre la mía, presionando un poco
más, y comprendo lo que quiere decir. Nos besamos
mientras sigo tocándola y me relajo en cuanto suelta un
leve gemido; luego me arrodillo frente a ella.

Emma

Tener a Henry delante de rodillas y con la boca entre


mis piernas es muy fuerte. Ya me ha parecido increíble
sentirlo dentro de mí, pero esto es otro nivel. Noto un calor
palpitante en el vientre y estoy segura de que podría
correrme así. Las rodillas empiezan a temblarme, sus
manos están en la parte posterior de mis muslos y tengo la
sensación de que las piernas dejarán de sostenerme en
cualquier instante. Creo que todavía no me he corrido
jamás de pie... Es ridículo que esté pensando en todo esto.
Tengo que tensar los músculos de la barriga porque
empieza a ser demasiado, pero no puedo dejar de temblar.
Henry no para y esto es más de lo que puedo soportar.
Encuentra la posición adecuada, la presión adecuada e
insiste hasta que sucumbo a sus manos, a su boca y, Dios,
su lengua...
Hundo los dedos en su pelo, él los suyos en mi piel, y en
mi vida he sentido un calor semejante. Quizá me acabaré
fundiendo aquí mismo, entre sus manos, pero al menos
habrá valido la pena.
Echo la cabeza hacia atrás sin proponérmelo y se me
cierran los ojos. Se me escapa un sonido insólito que hace
estremecer a Henry. Es una oleada que recorre todo mi
cuerpo, desde el pelo a las puntas de los dedos de los pies,
pasando por esas piernas que ya se niegan a sostenerme,
de manera que acabo de rodillas frente a él. Me noto el
cuerpo blando, los músculos ya no me funcionan, se han
disuelto en el aire sin más, pero me parece perfecto.
Henry me atrae hacia él y me desplomo sobre las
baldosas. Me besa sin dudar ni un segundo. Noto su sabor y
el mío, me parece increíble. No tengo nada en la cabeza, no
puedo pensar. Solo está Henry. Porque lo tengo en la
cabeza, en la boca, en el vientre y en la piel.
Se incorpora un poco para encender el agua. Cierro los
ojos y echo la cabeza hacia atrás cuando las gotas de agua
caliente empiezan a caerme sobre el rostro. Las baldosas
están frías, tengo la sensación de no haberme dado cuenta
hasta ahora. Que estamos en una ducha masculina, que lo
hemos hecho por primera vez y que ha sido perfecto. Ha
sido realmente perfecto.

Después de ducharnos Henry ha sacado una muda de


ropa de su taquilla. No sé si llegaré a comprender algún día
por qué es tan especial eso de llevar una sudadera de
alguien que te gusta. Es suave y me queda demasiado
grande. Huele un poco a detergente, pero sobre todo huele
a él. Mientras nos dirigimos a su ala, estoy bastante segura
de que no podré volver a quitármela jamás, pero luego me
tiendo en su cama, a su lado, y todo me parece de lo más
cálido y acogedor. Henry me pone la capucha de la
sudadera y me anuda el cordel bajo la barbilla. Se lo
permito porque mientras tanto sonríe y luego se inclina
sobre mí para besarme. Estoy enamorada hasta las trancas.
Mierda.
Creo que algo como lo que me ha pasado con Henry no
debe de ser habitual. No se puede comparar con nada.
Cuando Noah y yo empezamos a salir, las cosas sucedieron
de otro modo. No hablábamos mucho y, en cierto momento,
Isi comenzó a bromear hasta que todos supieron que nos
gustábamos. En una fiesta temática de los recién
graduados, cuando me emborraché por primera vez, Noah
me besó y luego empezamos a salir juntos. Fuimos Emma y
Noah durante bastante tiempo. Ahora mismo me queda
muy lejos, pero recuerdo que me dolió cuando se terminó
de repente. Miro a Henry y me pregunto cómo debe de ser
eso de que algo viejo termine y algo nuevo empiece en tan
poco tiempo. Me lo imagino agotador.
—¿Qué? —pregunta en voz baja.
—¿Echas de menos a Grace? —pregunto.
—Emmi... —responde Henry titubeando.
Sacar el tema de la ex justo después de haberlo hecho
por primera vez tal vez sea inapropiado. No lo sé.
—Solo lo pregunto —murmuro—. Quiero que podamos
hablar sobre cualquier cosa.
La expresión de Henry se vuelve más tierna.
—Yo también.
—¿Entonces?
Traga saliva.
—Sí. En cierto modo la echo de menos.
—Habéis pasado mucho tiempo juntos.
Henry asiente.
—Aunque no estoy seguro de que esto sea echarla de
menos, pero pienso a menudo en ella y espero que las
cosas le vayan bien. Nunca quise hacerle daño.
—Estoy segura de que lo sabe.
—Es probable. Aunque eso no cambia lo que le he
hecho.
—Mientras no rompieras con ella por WhatsApp, seguro
que no será tan malo —murmuro, y quizá sea mezquino,
pero no puedo hacer nada para evitar que mi lado cínico se
apodere de mí cuando pienso en cómo debió de sentirse.
—¿Es lo que hizo ese tal Noah? —me pregunta Henry.
—Sí, y fue una mierda, la verdad.
—¿Has vuelto a ver alguna publicación suya con tu
amiga?
Niego con la cabeza.
—Los he silenciado.
—¿En Instagram?
—Sí.
—Bien hecho —concluye Henry tirando del cordel de la
capucha de la sudadera—. Que no te afecte.
Asiento. No me afecta. Por supuesto, no es verdad, pero
intento que así sea.
—Creo que Olive me odia —digo sin que venga a cuento.
Henry arruga la frente.
—¿Por qué iba a odiarte?
—Porque llegué aquí y me interpuse entre ella y Tori. Y
luego le quité el novio a Grace. Me lo dijo ella misma.
Henry guarda silencio durante un rato.
—Puestos a odiar a alguien, tendría que odiarme a mí.
—Henry...
—No, lo digo en serio. Tú no te has interpuesto entre
nadie. A Tori le caes bien, os entendéis desde el primer
momento y, si Olive tiene algún problema con eso, deberá
resolverlo con Tori. Y lo mismo con respecto a Grace y a mí.
Tú no has hecho nada, no quiero que nadie intente
convencerte de lo contrario.
—Pero no me negarás que todos estos problemas no
surgieron antes de que yo llegara.
—Eso es una tontería y lo sabes. Simplemente no habían
aflorado a la superficie, pero ya estaban ahí, como un
volcán inactivo. Estaba claro que a la larga las cosas no
irían bien. Yo me alegro de que estés aquí —sentencia
Henry con una sonrisa—. No querría que estuvieras en
ningún otro sitio.
—¿A no ser que me fuera a Saint Andrews contigo? —
pregunto medio en broma, aunque detecto en sus ojos un
brillo de esperanza que me provoca cierta ansiedad. ¿Y si
no consigo la plaza? Me acurruco junto a él de nuevo—.
¿De verdad crees que puedo lograrlo?
—Por supuesto que sí —me asegura sin dudar un
segundo—. Puedes conseguir cualquier cosa que te
propongas.
—Mis notas no son lo bastante buenas.
—Pero todavía te quedan casi dos años aquí.
—¿En serio? —pregunto titubeando.
—Eso espero.
—El fin de semana pasado estuve hablando con mi
madre sobre esto —le explico.
Henry se me queda mirando con atención.
—Y ¿qué te dijo?
—Se alegró mucho y me dijo que sería beneficioso para
mí.
—Yo también lo creo. Y para mí también, claro.
—Eso pensé yo.
—Pero es tu vida, Emmi —me dice Henry para mi
sorpresa—. No debes tomar esta decisión pensando en ella,
y tampoco pensando en mí. Lo más importante es que seas
feliz, y si eso implica regresar el año que viene a Alemania
y que yo me quede aquí, algo haremos para que funcione.
Para eso están el teléfono, FaceTime y los aviones.
Hasta este momento no tenía claro lo mucho que
necesitaba oír esa frase. Es como si de repente me
hubieran quitado un peso de encima que ni siquiera sabía
que llevaba a cuestas. Noto una sensación de calidez en el
estómago y de golpe siento muchas cosas por Henry, todas
a la vez: afecto, gratitud, admiración, respeto. Me lo ha
dicho en serio, se le nota. Esto que tengo con él es bonito
pero a otro nivel, porque Henry demuestra la seguridad
necesaria para decirme que le gustaría tenerme a su lado,
pero que me apoyará sin condiciones elija lo que elija,
aunque mis planes de futuro no coincidan con los suyos.
Me parece muy sano.
—Pero no quiero tener una relación contigo por teléfono
y FaceTime, yo lo que quiero es estar aquí, contigo —le
aseguro, y Henry esboza una sonrisa—. ¿Te imaginas que
acabamos estudiando juntos en Saint Andrews? —pregunto
mientras me tiendo sobre la espalda y miro hacia el techo.
—Yo ya me lo imagino —me dice—. Seguro que allí
podremos dar buenos paseos nocturnos.
—No tan buenos como aquí, claro.
—Ya lo veremos.
—Podríamos vivir juntos —propongo sin pensármelo dos
veces—. Sin horas de cierre ni temer que puedan pillarnos.
—¿Y no crees que eso le quitaría emoción?
—No, estoy segura de que no.
Henry se inclina encima de mí.
—Pero de momento podríamos aprovecharnos un poco
más de esa emoción.
No puedo replicar nada, porque acto seguido me besa.
Mis labios se abren para dejar paso a su lengua, y su cálido
y pesado cuerpo me hunde todavía más en el colchón.
Deslizo las palmas de las manos por sus hombros, las meto
por dentro de las mangas de su camiseta todo lo que me lo
permiten sus fuertes brazos.
«¿Lo hacemos otra vez, Henry? A mí me gustaría, pero
¿qué pasa si alguien nos oye?» Seguramente no es bueno
que importe tan poco. Estoy demasiado enamorada, quiero
a Henry y disfruto de su presencia, de su boca, su peso y su
olor.
No lo ansío tanto como antes en la ducha, pero el
hormigueo y la excitación no son menores en el momento
en que se levanta para coger un condón. Tiene que darse
más prisa, por favor.
Me quito los pantalones de entrenamiento que me ha
dejado, y luego también la sudadera, bajo la que no llevo
nada de nada.
Le tiemblan las manos cuando me tiendo sobre la
almohada y cruzo los brazos tras la cabeza, y después se
desliza de nuevo bajo mi pelvis. Reina el silencio, solo oigo
el frufrú de la colcha y nuestros jadeos. Henry contiene la
respiración y entra dentro de mí con cuidado. Empieza a
moverse con cautela, hasta que empujo las caderas hacia él
y deja la cautela de lado.
Se inclina sobre mí y el pelo le cae sobre el rostro. Me
vuelve a besar. Me embiste con cuidado, luego con más
decisión y echo la cabeza hacia atrás. Su pelvis encuentra
un nuevo ángulo, uno que me hace sentir algo distinto. Y lo
vuelve a hacer, me embiste de nuevo, jadea cuando yo
jadeo. Solo puedo moverme con él, más profundo, más
rápido, con las manos temblorosas y la cabeza vacía.
Intenta por todos los medios no hacer ruido, pero puedo oír
los sonidos que se esfuerza en acallar. Me lleva bastante
hasta el límite y, en cuanto por fin cierra los ojos y presiona
los labios con fuerza, ha terminado. Simplemente ha
terminado.
Caigo en los brazos de Henry y me encanta. Cuando
recorre con los labios mi clavícula, es perfecto. Y, sin más,
me quedo tendida como si estuviera sobre una nube
formada por un colchón de noventa centímetros de ancho,
su piel cálida y brillante, y su olor. No quiero marcharme
jamás de aquí. No quiero volver a estar en ninguna otra
parte en la que Henry no esté. Cada día tiene que ser como
este. Cada beso, como el que me da ahora, rozando mis
labios con los suyos muy levemente y quedándose justo
encima de mi boca. Hasta que con gran esfuerzo levanto la
cabeza y respondo a su beso. Es el summum de la felicidad,
ahora lo entiendo.
Más adelante me pregunto si no debería habérmelo
imaginado. Que las cosas no quedarían así porque habrían
sido demasiado perfectas. Demasiado de color rosa,
demasiado fácil, demasiado bonito. Porque al final resulta
que la nube tenía un agujero por el que hemos terminado
cayendo. Cogidos de la mano, pero a toda velocidad. Y sin
que podamos hacer nada para evitarlo.
25

Henry

—Vamos a ver, ¿qué fase de la división celular podemos


observar aquí? —pregunta el señor Ringling mientras peina
el aula con la mirada—. ¿Inés?
La expresión desamparada de sus ojos me basta para
saber que no tiene ni idea de cuál es la respuesta.
—¿Dónde encontramos mitosis? Vamos, gente, que yo
también llevo seis horas de clase —se queja el señor
Ringling, y a continuación se me queda mirando a mí—.
Henry, por favor. Dime que al menos tú lo has entendido, ¿o
es que no soy capaz de explicarlo con claridad?
Titubeo y miro una vez más las imágenes de la pared.
—¿Arriba a la izquierda?
El señor Ringling suelta un suspiro.
—De acuerdo, ya veo que en realidad es culpa mía. No
pasa nada, ¿creéis que escuchar de nuevo la canción de la
mitosis os ayudará?
—Por favor, no —murmura Omar.
Reprimo una carcajada y no puedo evitar que dentro de
mi cabeza empiece a sonar de nuevo aquella enervante
melodía. El señor Ringling parece muy desorientado
cuando, de improviso, alguien llama a la puerta.
Arrugo la frente al ver que es el señor Harper quien
asoma la cabeza.
—Perdone que le moleste, es urgente —musita—.
¿Podría salir un momento?
—Esto... sí, claro —responde el señor Ringling; después
se vuelve hacia nosotros—. Repasad el último capítulo,
vuelvo enseguida.
Abro el libro, pero no puedo concentrarme. El señor
Harper me ha mirado de una forma muy rara. ¿Qué hace
aquí? El secretario de la escuela suele avisar a los alumnos
por megafonía cuando surge algún asunto importante. De
vez en cuando la rectora Sinclair me ha llamado a su
despacho para comentarme algo relacionado con el consejo
escolar. A veces incluso para hablarme de las clases.
Intento no preocuparme cuando el señor Ringling vuelve a
entrar en el aula.
—¿Henry? Por favor, acompaña al señor Harper —me
pide con una extraña tensión en la voz.
—Oh —exclamo mientras me pongo en pie—. Claro,
enseguida.
El señor Ringling se queda mirando mi mesa.
—Creo que deberías recoger tus cosas y llevártelas.
Es en este instante cuando comienza el dolor de barriga.
Empiezo a elucubrar de un modo frenético de qué podría
tratarse mientras sigo al señor Harper por los pasillos.
Normalmente me daría conversación y me preguntaría
cómo va todo, pero esta vez no me dice nada y esto me
pone nervioso. Estoy a punto de preguntarle si ha ocurrido
algo cuando llegamos al rectorado.
—Por favor, la rectora te espera.
Dudo al notar su mano sobre mi hombro antes de abrir
la puerta. Hay algo en su mirada que me da miedo.
—Gracias —respondo, y acto seguido entro en la sala.
He cruzado este umbral en varias ocasiones, pero esta
vez es distinto. Noto cierta tensión en el ambiente, algo que
no me deja respirar.
La rectora Sinclair no está sentada tras su escritorio
como de costumbre. Está de pie al lado de la ventana. Junto
a un joven.
Los dos se dan la vuelta al mismo tiempo.
Es Theo.
¿Qué hace aquí? ¿Ha venido a verme? ¿Por qué nadie me
ha avisado?
La rectora está muy seria, y Theo, muy pálido. No puedo
ni moverme.
—¿Qué ha ocurrido? —pregunto.
La rectora Sinclair mira a Theo, y este traga saliva con
dificultad.
—Maeve —me dice, y me quedo helado.

Emma
—Muchas gracias por vuestra atención. Si tenéis alguna
pregunta, estaré encantada de resolver cualquier duda.
Trago saliva y suelto un suspiro de alivio cuando veo que
los demás empiezan a aplaudir.
—Fantástico, muchas gracias, Emma —me felicita la
señora Kelleher con una sonrisa mientras se pone en pie—.
Ha estado muy bien —sentencia consultando el reloj—. Hoy
prácticamente nos hemos quedado sin tiempo. Os dejo salir
unos minutos antes, así podré hablar con Emma sobre su
presentación.
Asiento, me seco el sudor de las manos en los
pantalones y saco mi memoria USB del portátil del atril de
presentaciones. No he pegado ojo en toda la noche por
culpa de la exposición oral sobre la Revolución industrial
en Inglaterra. Se me da muy mal hablar delante de la
gente, pero al menos ya me lo he quitado de encima. Tori y
Sinclair levantan los pulgares cuando pasan por mi lado
para salir del aula.
La señora Kelleher espera a que todos hayan salido para
echar un vistazo a sus anotaciones.
—¿Cómo te evaluarías a ti misma, Emma? —me
pregunta.
—Creo que lo he hecho bien —empiezo a decir dudando
—. Aunque estaba muy nerviosa.
—Pues no se ha notado —me informa con una sonrisa—.
Has hablado con mucha fluidez, tu inglés es excelente y en
cuanto a contenido has superado de largo los requisitos de
la exposición.
No me atrevo a moverme.
—Te he puesto un sobresaliente.
—Oh —exclamo sorprendida—. Muchas gracias.
—Te lo has ganado. Sigue así, Emma. Y ahora ya puedes
salir, es la hora de la pausa.
Me pongo en pie con una sensación de levedad en el
estómago.
—Gracias —repito mientras cojo la cartera.
—Hasta el viernes —me dice la señora Kelleher cuando
salgo del aula.
Ya en el pasillo, busco a Tori y a Sinclair con la mirada,
pero parece que se los haya tragado la tierra. Quizá ya han
bajado al comedor. Estoy a punto de consultar mi teléfono
cuando oigo que alguien grita mi nombre.
—¡¿Emma?!
Es Grace, y viene a mi encuentro.
En un primer momento siento un arrebato de pánico.
Pero luego veo su cara de preocupación.
—Quería decirte algo.
—¿Qué ocurre? —pregunto.
—Hoy han venido a buscar a Henry a clase de Biología.
Ha tenido que ir al rectorado y no ha vuelto.
—¿Qué? —exclamo titubeando—. ¿Por qué? ¿Qué ha
sucedido, Grace?
—No lo sé, pero parece ser que ha venido su hermano.
He visto el coche de Theo en el patio.
No me dice nada más, pero tampoco es necesario.
—Eso significa... ¿Es algo relacionado con sus padres?
Grace se encoge de hombros.
—No tengo ni idea. He oído que está en su cuarto
haciendo la maleta. He pensado que debías saberlo.
—Gracias, Grace —digo, y ella asiente.
Me noto el cuerpo entumecido cuando me doy la vuelta.
Mientras camino, saco el móvil y veo que no tengo ningún
mensaje de Henry. Por supuesto que no. Si ha sucedido
algo, seguro que lo último que se le habrá ocurrido será
escribirme. Mierda, por favor, que no sea nada malo.
Empiezo a correr aun sin proponérmelo. Mis pasos
resuenan por los pasillos cada vez más vacíos a medida que
me acerco al ala este. El corazón me sale por la boca
cuando llego a la planta de Henry por un pasillo
completamente vacío. Tiene la puerta de la habitación
abierta, y frente a ella hay un joven hablando por el móvil.
Es más o menos igual de alto que Henry, atlético y esbelto.
Es el de las fotos del equipo de rugby. Theo Bennington.
Una versión mayor y más pálida de Henry. Me lanza una
mirada superficial mientras habla por teléfono. No
comprendo lo que dice, pero me da igual. Tengo que ver a
Henry.
Murmuro un saludo en voz baja mientras paso por su
lado y entro en el cuarto. Creo que ni me ha visto. Henry
está de pie en el centro de la habitación, metiendo cosas en
una bolsa sin orden ni concierto.
—¿Henry?
Se vuelve hacia mí y, cuando le veo la cara, sé de
inmediato que ha ocurrido algo grave. No llora, está en
shock. Tiene los labios apretados y la mirada perdida.
Dejo la cartera en el suelo y me acerco a él.
—¿Qué ha...? —empiezo a preguntar, pero me
interrumpe enseguida.
—Ha muerto —me informa, y su voz nunca ha sonado
tan vacía mientras me atraviesa con la mirada perdida en el
infinito—. Dicen que Maeve ha muerto...
—¿Qué? —exclamo. La noticia me sienta como un
puñetazo directo a la boca del estómago—. Henry, ¿qué ha
pasado?
Se sobresalta, y me mira por primera vez de verdad. Le
tiemblan los hombros cuando le pongo las manos sobre los
brazos.
—No lo sé, es... La han encontrado en el campamento y
se la han llevado a un hospital de Nairobi. Ayer por la
noche estaba cansada, se acostó temprano porque le dolía
la cabeza. Sospechan que ha sido una malaria cerebral, la
han encontrado demasiado tarde, esta mañana, en su
tienda. Ni siquiera sé si... yo... —balbucea
apresuradamente antes de quedarse callado de nuevo. Lo
abrazo y le tiembla todo el cuerpo. Quiero hacer algo,
tengo que hacer algo, pero no sé qué.
Malaria. Sé lo que es, pero al mismo tiempo no tengo ni
idea. Algo relacionado con los mosquitos y la fiebre, y sé
que puede llegar a ser mortal, lo he oído alguna vez. Pero
¿de forma tan repentina? ¿Cómo es posible? ¿Cómo puede
haber muerto su hermana? Tiene que ser un malentendido.
Pero en ese caso no habría venido su hermano a
recogerlo. No comprendo nada de nada. Quiero decir
muchas cosas, pero soy incapaz. Solo puedo abrazar a
Henry y pensar en qué debo hacer.
«¿Estás del todo seguro? ¿No habrá sido una confusión?
¿Qué dicen tus padres?» Joder, esto parece una pesadilla.
Pero no es ningún sueño, es la realidad. Justo en ese
momento Theo se da la vuelta y yo suelto a Henry.
—He conseguido un vuelo —anuncia, y lo comprendo
enseguida. Se marchan a Kenia. Theo vuelve a mirarme
fugazmente—. Tenemos que darnos prisa, Henry. El avión a
Londres sale dentro de una hora y media.
26

Henry

Nunca me había pasado nada realmente grave. He


crecido en países donde se hablan idiomas que desconozco
y a los que se considera arriesgado viajar. He vivido en
regiones en las que proliferan las enfermedades tropicales
y otros riesgos para la salud.
Jamás me lo había planteado, porque al fin y al cabo
siempre había ido todo bien. No he tenido mascotas, por lo
que tampoco las he visto morir, y mis abuelos están todos
vivos. Conozco la tristeza y la conmoción solo por los libros
y las películas. Empatizaba con la situación y, a veces,
incluso lloraba si el caso era muy emotivo, pero nunca lo
comprendí del todo. Apagaba el televisor o cerraba el libro
y me olvidaba de lo que había sentido. En mi vida no había
lugar para ello. Solo había despreocupación.
Ingenuidad.
Paz interior.
Esto no es ninguna película, sino la pura realidad. Subo
a un avión con Theo y paso nueve horas de viaje con esta
angustia opresiva en el estómago. Nueve horas sin internet,
nueve horas durante las cuales me he imaginado a mamá
llamándonos para decirnos que ha sido una falsa alarma,
que en realidad no se trataba de Maeve. O que se ha
despertado y solo está cansada y desconcertada, pero que
ya no está enferma. Que ha tenido suerte. Que todos la
hemos tenido. Nueve horas durante las cuales quería llorar,
pero no podía.
Estoy mareado, no he podido comer nada; solo quiero
dormir e imaginar que esto en realidad no ha sucedido.
Nairobi es un lugar frenético, lleno de ruido y caluroso
incluso ahora, en plena noche. No puedo respirar, todo esto
me supera, pero Theo está tranquilo y calmado, así que yo
también debo controlarme. Tengo que ser como él, joder,
que tampoco es tan difícil.
No lloro hasta que mamá y papá se encuentran con
nosotros en el pasillo del hospital. Son la viva imagen del
agotamiento y la impotencia. Derramo lágrimas candentes
sobre el pecho de mamá. Van con ropa de calle, no son la
cirujana pediátrica y el anestesista, sino una madre y un
padre, y su hija está clínicamente muerta. Nada de esto
tiene sentido. Niegan con la cabeza en silencio y Theo
empieza a hacerles preguntas a gritos, furioso. Que cómo
podía haber sucedido a pesar de la profilaxis contra la
malaria, que por qué nadie se había dado cuenta de si le
había dolido la cabeza o había tenido convulsiones, algo
que hubiera indicado la infección, y yo solo quiero taparme
los oídos. Quiero que pare de una vez, quiero silencio,
quiero que Maeve vuelva con nosotros y se ría, y que al
final resulte que no es tan grave, pero no es posible porque
lo es, es grave. Ha sucedido lo que podría haber sucedido
en cualquier momento. Lo que siempre nos habían
advertido papá y mamá para que desde pequeños
comprendiéramos por qué era necesario untarse el cuerpo
con esa loción pegajosa o dormir con mosquitera. Por qué
no podíamos acercarnos al agua de noche y siempre
teníamos que llevar pantalones y manga larga a pesar del
calor.
Maeve lo sabía todo, lo aprendió desde pequeña, pero no
le sirvió de nada.
No puedo parar de llorar cuando por fin nos permiten
verla. No parece que esté solo durmiendo, hay demasiados
aparatos en la habitación para eso. Una máquina de
respiración asistida y perfusores de medicamentos, aunque
tampoco parece que vaya a despertarse nunca más. No lo
comprendo. Tiene la piel cálida, nada de esto tiene sentido.
Diría que apenas han pasado unos pocos minutos, pero
cuando nos marchamos del hospital y salimos de nuevo al
exterior ya ha salido el sol. Han desconectado las máquinas
y ya no siento nada.
Las calles están llenas, hay ruido por todas partes, gente
por todas partes.
Y Maeve ha muerto.
Está muerta.
Mi hermana...
Y no lo comprendo.
Simplemente no lo comprendo.

Emma

Me siento como la protagonista de una película en la


que todos han leído el guion excepto yo. Las cosas van
pasando y yo intento recomponerme mientras permito que
sucedan. Seamos sinceros, ¿qué más podría hacer?
Henry ha regresado con su familia a Inglaterra y de
momento se quedará en casa de sus abuelos, en Cheshire,
que es donde tendrá lugar el entierro. Hemos hablado por
teléfono, le he preguntado si quería que acudiera, pero me
ha dicho que no y lo he aceptado, aunque estoy muy
preocupada por él. Sin embargo, ahora tiene que estar con
su familia.
Henry se perderá dos semanas y media de clases justo
antes de las vacaciones de otoño. No tiene ninguna
importancia, pero Tori, Sinclair, Olive, Grace y yo nos
hemos repartido las horas de clase de Henry y tomamos
apuntes por él. Junto con Omar y Gideon, hemos
conseguido cubrir todas sus asignaturas. Supongo que
ahora mismo el curso es la última de sus preocupaciones,
pero en el fondo es lo único que podemos hacer por él. La
rectora Sinclair nos reunió en su despacho el día que Henry
se marchó y nos pidió que nos encargáramos de ello.
La primera noche ya estaba todo el mundo al corriente
de la mala noticia. El nudo que tenía en la garganta creció
todavía más cuando a la mañana siguiente entramos en el
comedor y se hizo el silencio. No quiero ni pensar en cómo
será la primera vez que Henry vuelva. Pero me he dado
cuenta de que los alumnos y las alumnas de la Dunbridge
Academy son algo más que sus apellidos. La señora Barnett
estaba consternada, al igual que la rectora Sinclair. El
entrenador Cormack, el señor Ringling..., todos estaban
afligidos. Incluso el señor Ward ha renunciado a los
comentarios mordaces y me ha entregado sin comentar
nada una lista de las cosas que veremos estos días en clase
para que pueda pasarle los apuntes a Henry.
Los alumnos de undécimo y los de último curso que
habían conocido a Maeve se quedan de piedra cuando el
mismo lunes del entierro, durante la asamblea, la rectora
menciona lo que ha sucedido. Cuando pide un minuto de
silencio, Tori le coge la mano a Sinclair, que usa la otra
para secarse las lágrimas. Incluso Valentine Ward está
inusualmente silencioso. Y yo no puedo más que pensar en
Henry.
Cuando llegan las vacaciones de otoño vuelvo a casa.
Mamá me recibe en el aeropuerto y me abraza mientras
lloro.
Henry y yo nos escribimos a diario, aunque intento no
ser pesada. Me esfuerzo en intentar ser comprensiva y en
prestarle apoyo, porque él todavía no ha salido del estado
de shock. Cuando le apetece, hablamos por teléfono. No
llora, pero tampoco habla mucho. Le faltan las palabras
porque está aturdido, abrumado; a veces le cuento cosas y
otras simplemente no nos decimos nada hasta que Henry se
queda dormido y yo cuelgo la llamada.
No tengo la sensación de que hayan transcurrido ya tres
semanas y media desde que se marchó al aeropuerto con su
hermano. El tiempo en Frankfurt es irreal. En cierto modo
me siento desarraigada, porque echo de menos a Henry y
el internado, y ni Isi ni nadie más de la vieja pandilla se ha
puesto en contacto conmigo a pesar de haber visto que
estoy aquí en una story de Instagram que he colgado. Para
ser justos, debo decir que yo tampoco he intentado
ponerme en contacto con nadie. No pienso más que en
Henry, e incluso me he olvidado de preguntarle a mamá
más cosas sobre el señor Ward y mi padre.
Al término de las vacaciones mamá me acompaña al
aeropuerto, por lo que esta vez llego con tiempo de sobra.
Tengo los labios entumecidos y las yemas de los dedos frías
mientras recorro los pasillos que llevan hasta ese punto
entre dos pasarelas móviles en el que me topé con Henry
por primera vez. Me paro un momento y luego sigo hasta la
puerta de embarque. Decido esperar a escondidas los
cuarenta y cinco minutos que faltan para el embarque por
si veo aparecer a Henry sin aliento y con el pelo revuelto,
pero no viene porque, de todas formas, no está aquí, sino
en Cheshire. Aunque eso tampoco es cierto, ya que debe de
estar camino de la Dunbridge Academy, puesto que a partir
de mañana se reincorpora a las clases. Nos volveremos a
ver y no sé qué es lo que me da tanto miedo. Tal vez intuyo
que me encontraré a un Henry distinto al que se marchó
hace unas semanas. Porque, aunque hemos mantenido el
contacto, lo cierto es que no tengo la menor idea de cómo
puede estar en realidad.
Pienso en cómo me dijo: «Bienvenida a casa, Emma»
cuando llegamos al internado en el bus que nos recogió en
el aeropuerto, y de algún modo es verdad: el viaje tiene
cierto aire de aventura, pero también de regreso a casa.
Veo caras conocidas en el autobús lanzadera, aunque son
pocas porque mi vuelo sale tan tarde que no llegaré al
internado hasta después del cierre del ala.
Nuestra planta está en silencio, pero hay luz en la
habitación de la señora Barnett. Llamo a la puerta para
avisar de mi llegada tal como habíamos acordado, y para mi
sorpresa me da un fuerte abrazo antes de mandarme a mi
habitación. Dejo la maleta en el suelo, todavía sin abrirla,
saco el móvil, abro el chat de Sinclair y empiezo a teclear.
¿Estás con él?
Tarda pocos segundos en responder.
Ya no. Está durmiendo.
Sinclair sigue escribiendo, por lo que decido esperar.
La habitación del señor Acevedo está
a oscuras, no hay moros en la costa.
Tardo un momento en comprenderlo, pero luego me doy
cuenta de que Sinclair ha captado mis intenciones desde el
principio. Le escribo un simple «gracias» y me pongo en
pie. Por supuesto, soy consciente de que está prohibido
entrar en el ala de los chicos a estas horas, pero me trae
sin cuidado. Me parece inimaginable que el señor Acevedo
no se muestre comprensivo si me pesca esta noche en la
habitación de Henry.
Aun así el corazón me late a toda prisa cuando recorro
los pasillos a oscuras. A estas alturas ya me sé de memoria
el camino hasta la habitación de Henry. Cada esquina, cada
escalón. Podría hacer el trayecto con los ojos vendados.
En la planta del undécimo curso reina el silencio y, como
esperaba, la habitación del señor Acevedo está a oscuras.
De todos modos intento no hacer ruido. Cuando por fin me
planto frente a la habitación de Henry, titubeo. La puerta
está entreabierta, apenas un resquicio. Le agradezco
mentalmente a Sinclair que, sabiendo que no sería el
último en entrar, no haya cerrado del todo la puerta.
La habitación de Henry está a oscuras, pero la luz de la
luna me basta para reconocer su silueta. Está acurrucado
en la cama sobre un costado y reacciona echando la cabeza
hacia atrás cuando cierro la puerta tras de mí. Me llevo el
índice a los labios mientras me acerco a él. De repente me
acuerdo del momento en el que entró así en mi habitación a
principio de curso, y tengo la sensación de que ha pasado
una eternidad desde entonces.
Henry no enciende la luz, se limita a desplomarse de
nuevo sobre el colchón. Me quito las zapatillas y me
acurruco a su lado. Su cuerpo es cálido, pero noto un
temblor reprimido cuando cubro nuestros cuerpos con la
colcha. No nos decimos nada, ni una sola palabra. Lo
envuelvo entre mis brazos y pego la cara contra su
omóplato.
No sé en qué momento exacto Henry empieza a llorar.
Lo único que sé es que me quedo sin aliento cuando me doy
cuenta. Porque apenas hace ruido. Porque le tiemblan los
hombros y su dolor pasa a ser mío a medida que empieza a
sollozar con más intensidad.
Nunca había llorado delante de mí, y yo no había
experimentado jamás nada semejante. No sabía que
pudiera doler tanto presenciar la aflicción de alguien a
quien le deseas de todo menos que tenga que pasar por
algo así. Y no sé hacerlo mejor. Solo puedo tenderme a su
lado y abrazarlo, acariciarle la cara y susurrarle una y otra
vez que estoy a su lado. Puede que ni siquiera me oiga,
pero lo único en lo que pienso es en cómo él se tendió del
mismo modo conmigo en su momento y su mera presencia
consiguió que todo fuera al menos un poco más soportable.
Aunque también tengo claro que el motivo por el que yo
lloraba entonces no era ni remotamente comparable con lo
que está sufriendo él ahora.
No sé cuánto tiempo pasa hasta que Henry por fin se
calma. Tal vez treinta minutos, una hora. O quizá tres. Lo
único que sé es que el corazón todavía me duele cuando
sus leves sollozos se apagan y en algún momento se queda
tendido a mi lado en silencio. Me duele el hombro, en
realidad me gustaría tenderme hacia el otro lado, pero no
puedo. En lugar de eso sigo acariciándole el brazo por
encima de la muñeca. Cuando mis dedos se entrelazan con
los suyos y veo que no reacciona, sé con seguridad que se
ha dormido.
Cierro los ojos un momento mientras aguzo el oído. Noto
en el corazón el peso del agobio y el dolor. Pero estoy aquí,
con él, y espero que sepa que no tendrá que lidiar con todo
esto solo. Presiono ligeramente la nariz contra su omóplato.
Su olor no ha cambiado, tal vez es lo único que ha quedado
intacto en Henry.
No lo suelto ni un momento. Ni siquiera cuando noto
que está sumido en un sueño profundo. Llorar como Henry
ha llorado es agotador. Es tarde, noto su cansancio y de
hecho quiero mantenerme despierta para poder librarlo de
posibles pesadillas, pero no lo consigo. Me quedo dormida.
Tengo miedo.
27

Henry

Hace cuatro semanas que murió Maeve y todavía no me


hago a la idea. Es como si el tiempo se hubiera detenido en
el momento en el que entré en el rectorado y vi a Theo.
Desde entonces es como si no hubiera avanzado lo más
mínimo.
Me he perdido tres semanas de clase, pero no podría
importarme menos. No puedo preocuparme también por
eso, tengo la cabeza llena de cosas y no me cabe nada más.
Los días que pasé en Nairobi hasta el entierro de Maeve
han quedado ocultos tras un velo impenetrable. Tengo la
sensación de no haber estado allí presente, porque en
realidad no recuerdo prácticamente nada. El vuelo de
regreso, el tiempo que pasé en casa de los abuelos en
Cheshire... todo son recuerdos borrosos para mí. Es como
si hubiera perdido el contacto con el mundo real y, de no
haber sido por Emma, que me escribía o me llamaba por
teléfono todos los días, seguro que lo habría perdido del
todo.
Ella y los demás me han facilitado mucho el regreso al
internado. Están a mi lado en todo momento, me escuchan,
comparten silencios conmigo o me distraen, todo según lo
que necesito en cada momento.
Cuando entro en el comedor el lunes por la mañana,
acompañado por Emma y Tori, noto cómo todos se vuelven
para mirarme. Por supuesto, todo el mundo está al
corriente de lo sucedido.
Sigo a Emma hasta nuestra mesa y las conversaciones
se acallan o se interrumpen a nuestro paso. Es
insoportable. Emma se vuelve hacia mí cuando me paro a
medio camino. No tengo que explicar nada. Niego con la
cabeza de un modo casi imperceptible, murmuro una
disculpa, doy media vuelta y vuelvo a salir del comedor.
Emma me sigue hasta el patio. El cielo es tan azul que
casi me parece ridículo. Me pone furioso. Siento el impulso
irrefrenable de tumbar de una patada una de las grandes
macetas de plantas, pero me controlo, sé que sería una
tontería, por lo que me limito a apretar los puños con
fuerza antes de continuar adelante.
Emma se queda a mi lado. No dice nada, no me
pregunta adónde quiero ir, simplemente se queda conmigo.
—Siento estar así —me disculpo en algún momento,
cuando me detengo.
—Tranquilo, Henry —replica ella al instante—. Puedes
hacer lo que te dé la gana. Puedes llorar, enfadarte,
molestarte, me da igual. No me marcharé por eso. A menos
que de verdad quieras estar solo —matiza titubeando—.
¿Prefieres que te deje solo?
Noto un nudo en la garganta cuando intento tragar
saliva.
—No.
—De acuerdo —repone ella, y acto seguido baja la
mirada, se alisa la falda y le echa un vistazo al cielo. No
intenta obligarme a hablar, simplemente está a mi lado.
«¿Qué he hecho para merecerte?», pienso.
Cierro un momento los ojos y me lo pregunto de verdad.
Me gustaría decir algo, pero no puedo. Es demasiado
agotador. El viaje hasta aquí fue agotador, la última noche
fue agotadora, y también hablar con la rectora Sinclair y el
señor Ward, que me han asegurado que no tengo que
preocuparme por las clases y las notas. Que se alegrarán
de verme de nuevo en clase, pero que si en algún momento
lo necesito, solo tengo que hacerle una seña al profesor que
sea y podré salir del aula sin tener que dar explicaciones.
Que no tengo por qué hacer los próximos exámenes si no
me siento capaz de afrontarlos. Que la señora Vail, la
psicóloga de la academia, está al corriente y que puedo
hablar con ella cuando lo necesite. Seguramente debería
haber llorado, porque todos están muy preocupados por mí,
pero la verdad es que no he sentido nada de nada. Ni
emoción ni gratitud. Me he quedado sentado frente al
escritorio de la rectora Sinclair y me he limitado a asentir
en silencio. Al fin y al cabo, nada de todo esto servirá para
nada. Maeve no regresará si salgo de clase o si no me
presento a un examen. No volverá jamás porque su cuerpo
sin vida está dentro de una caja de madera a un metro y
medio bajo tierra, y eso es algo que no consigo asumir.
El único objetivo que me propongo es superar este día. Y
cada día mi objetivo será el mismo. Aguantar hasta que la
oscuridad me envuelva y no me permita escapar de sus
garras. Aunque superar el día a veces también me parece
excesivo. Entonces solo pienso en aguantar la siguiente
hora. El siguiente minuto. A veces, aguantar hasta la
próxima respiración.
Sé por qué no puedo hablar. Porque me volvería loco
suplicándole al cielo que me dejara ver a Maeve.
Seguramente esta sensación tan abrumadora y oscura no
es más que desesperación, tristeza. Un dolor para el que
nadie te prepara.
Dicen que en algún momento será más soportable, pero
ahora mismo no estoy nada seguro de que eso sea cierto.

Emma

Hace casi dos semanas que Henry regresó al internado.


Lo está pasando mal, y cada día espero que mejore de
algún modo, pero de momento no he notado ningún
cambio. Durante el examen de Inglés le voy lanzando
miradas discretas. Parece increíblemente cansado, incluso
le cuesta mantener los ojos abiertos. No estoy segura de
que se haya duchado. Está sentado frente al cuaderno y
tiene el boli en la mano, pero no se mueve ni le he visto
escribir nada.
—Los ojos en el examen —amenaza el señor Ward, y
desvío la mirada de nuevo enseguida.
Es un examen exigente pero justo. Ahora que me he
puesto al día con la materia puedo responder las preguntas
sin problemas. A Henry tampoco debería resultarle difícil,
pero, cuando entrego, poco antes de que termine la hora
destinada al examen, veo que sigue sentado en su sitio,
inmóvil, con los codos apoyados en la mesa y la cabeza, en
las manos. Le echo un vistazo a su cuaderno al pasar y
cuando veo que no ha escrito nada de nada se me encoge el
estómago de repente. La rectora Sinclair le ofreció la
posibilidad de no presentarse a los exámenes y no
comprendo por qué no aceptó.
Mientras salgo del aula no puedo alegrarme de que el
examen me haya ido bien, después de ver que Henry
entregará el cuaderno en blanco. Tal vez el señor Ward le
permita repetir el examen. Quizá hay alguna regla al
respecto, podría preguntárselo a la señora Barnett o a la
rectora Sinclair. Henry no puede echar a perder un examen
tras otro. Ayer ya le pusieron un cuatro en Historia, y algo
me dice que la señora Kelleher tuvo que hacer la vista
gorda para evitar una nota todavía peor.
El rendimiento de Henry hasta ahora había sido lo
bastante bueno para que su media no se vea afectada por
este bache, pero si sigue así sufrirá un descenso
considerable. Y entonces todo habrá sido en vano, porque
tendremos que renunciar a ese futuro juntos en Saint
Andrews que imaginábamos poco antes de que el mundo
que nos rodea se detuviera en seco.
Quizá debería pensar menos en el futuro y centrarme en
ayudar a Henry, pero la verdad es que no sé qué más puedo
hacer. Todavía no he perdido a nadie. Así no, al menos. Es
un caso muy distinto a cuando mi padre se marchó. En su
momento yo tenía once años y no solo no lo comprendí,
sino que además estaba convencida de que acabaría
volviendo más pronto que tarde. Al fin y al cabo, eso es lo
que me prometió. Fue otro tipo de pérdida y, aun así,
todavía no he descubierto cómo lidiar con ese dolor.
Solo puedo intentar estar al lado de Henry y no
presionarlo. Nada de frases insensibles del tipo «supo
disfrutar de la vida», «seguro que está bien dondequiera
que esté» o «no le gustaría verte así». Eso son tonterías.
Nadie sabe qué le gustaría a Maeve ahora, porque ha
muerto. Y Henry está en proceso de duelo. Lo que pasa es
que resulta realmente doloroso y agotador estar a su lado y
no poder hacer una mierda para ayudarle.
Me vuelve loca pensar en cuánto llegó a llorar la
primera noche tras regresar al internado. Pero luego no lo
he visto llorar más. Ni una sola vez. Pasa la mayor parte del
tiempo sumido en la apatía. Con los demás a veces se ríe, y
cuando se sienta en el comedor con Gideon y Sinclair
parece como si durante unos segundos consiguiera olvidar
lo que ha sucedido. Tal vez es una forma de protegerse, no
lo sé. Solo sé que se comporta de otro modo cuando
estamos juntos. Está más irritable, más susceptible. Es
posible que eso sea mejor que ese estado de indiferencia,
ya que significa que todavía tiene sentimientos, pero de
todos modos me tiene preocupada. Porque no hace mucho
tiempo que conozco a Henry, pero sí el suficiente para
saber que no le sienta nada bien tragarse las emociones y
no expresarlas. A este paso acabará reventando. Solo
espero que, si eso llega a ocurrir, no le pille solo.
Voy en mallas y sudadera, estoy frente al espejo de mi
diminuto baño, cepillándome los dientes, cuando poco
después del cierre del ala alguien llama a mi puerta. No
llaman como lo hace Henry, sino más bien como Tori. Abro
la puerta todavía con el cepillo de dientes en la boca y, en
efecto, es ella.
—Vístete —me ordena—. Sinclair me ha escrito y dice
que están bebiendo y que Henry... se ha pasado un poco.
—¿Cómo? —exclamo. La espuma de la pasta de dientes
me cae por la barbilla. Me limpio con una mano y vuelvo
corriendo al baño. Cuando termino de enjuagarme la boca,
me vuelvo de nuevo hacia Tori.
—Deberíamos ir a ver cómo está. Henry no suele beber,
esto no me gusta nada —me explica Tori, y me parece más
tensa de lo normal cuando nos mira a la puerta y a mí
alternativamente con impaciencia. Al ver que no respondo
nada, me lanza la chaqueta—. Vamos, abrígate.
La atrapo al vuelo, pero no entiendo nada.
—Pero si ya llevo... —empiezo a decir señalándome la
sudadera.
—Es que están en la azotea, Emma.

Podrían haberme contado antes que cerca del ala de los


chicos hay una puerta secreta que da a una estrecha
escalera de caracol que sube hasta una diminuta
plataforma entre los tejados puntiagudos del internado. El
saliente está relativamente oculto a la vista. No me siento
muy segura cuando llego arriba con Tori. La noche es
fresca, un viento helado sopla entre las torres y los tejados.
Cuatro personas están agachadas en el suelo: Sinclair,
Henry, Omar y Gideon, rodeados de botellas de cristal.
Sinclair se pone en pie enseguida en cuanto nos ve.
Aunque está oscuro, me doy cuenta de lo desesperado que
parece cuando viene a nuestro encuentro.
—Es que no para —susurra.
Tori parece tranquila.
—Pues quítale la puta botella.
—No lo entiendes, es que...
Los dejo hablar y me acerco a él. Henry levanta la
cabeza y entonces repara en mi presencia. A simple vista
ya me doy cuenta de que está borracho como una cuba.
Tiene la espalda apoyada en un muro bajo y los párpados
medio cerrados. Dejo la botella de agua que me he llevado
de la habitación delante de él antes de sentarme a su lado.
—¿A qué viene esto? —pregunto.
Henry se limita a encogerse de hombros. Cuando intenta
llevarse a la boca la botella que tiene en la mano, le agarro
la muñeca con fuerza.
—Creo que ya has bebido suficiente, Henry —le digo
tendiéndole la botella de agua—. Bebe.
—¿Te importaría...?
—Bebe esto —le digo en un tono más cortante.
Cuando vuelve la cabeza hacia mí, reconozco el dolor en
sus ojos oscuros. Tengo claro lo que está haciendo. Es
innecesaria y tóxica esa actitud de beber para ahogar los
sentimientos, pensando que así se solucionan los
problemas. Y Henry es demasiado listo para creerse una
mierda semejante. Me preocupa, pero al mismo tiempo me
pone furiosa verlo así.
—Emma, si quieres puedes quedarte a beber; si no,
lárgate —balbucea como si le pesara la lengua. Sé que está
borracho y que no debería tomarme sus palabras en serio,
pero no por eso me duelen menos. Nunca me había echado
de ese modo.
—No pienso marcharme. Porque en mi lugar tú tampoco
te irías.
—No tienes ni idea de lo que haría —murmura.
—Lo siento por ti, pero creo que sí.
—¡No, no tienes ni idea! No sabes lo que es esto. Pero sí,
claro, ya han pasado un par de semanas, podría ir
recomponiéndose de una vez, ¡¿no?! —exclama Henry
levantando más la voz con cada frase. Omar y Gideon
desvían la mirada y fingen no haber oído nada, mientras
que Tori y Sinclair se quedan atónitos.
Henry se pone en pie, y veo que tiene que apoyarse en el
muro y el estómago se me encoge un poco. Yo también me
levanto y lo agarro de la manga cuando se tambalea. Me
fijo en el borde, que nos queda a solo dos pasos.
Henry intenta zafarse de mí.
—Henry —digo intentando que mi voz suene tranquila—.
Para de una puta vez.
—Solo quiero estar tranquilo, ¿vale? —me espeta.
Estoy a punto de decir algo cuando Henry da un paso a
un lado. Choca contra una botella, los cristales tintinean,
Sinclair pega un brinco hasta donde estamos y agarra a
Henry por el cuello de la chaqueta.
—Ha llegado la hora de acostarse, Bennington.
Solo puedo ver la botella volcada cayendo a cámara
lenta desde el saliente del tejado y desapareciendo en la
oscuridad. Poco después oímos cómo se estrella contra el
suelo. Desde aquí arriba no se ha percibido gran cosa, pero
contengo el aliento de todos modos.
Los demás se quedan petrificados al instante. Justo
cuando me atrevo a respirar de nuevo, abajo en el patio se
enciende una luz.
—Mierda —murmura Tori agachándose—. Estáis como
una puta cabra, ¿lo sabíais?
Coincido completamente con ella, pero me trago el
comentario mientras ayudo a Omar a recoger a toda
pastilla las botellas acumuladas. Sinclair se lleva a Henry
hacia la escalera. Sin duda él conoce el camino mejor que
yo, pero, en el estado en el que se encuentra y a oscuras,
no para de tropezar con los estrechos escalones. Doy
gracias al cielo cuando por fin llega abajo del todo.
Gideon cierra la puerta a nuestra espalda y yo me
detengo. Para ir a nuestras habitaciones tenemos que
tomar el camino opuesto, y sin duda sería mejor que la
señora Barnett nos encuentre a cada una en su cama, si le
da por hacer una ronda de control. Estoy enfadada con
Henry, pero de todos modos prefiero torcer a la izquierda y
asegurarme de que llega sano y salvo a su habitación.
Sinclair lanza una mirada por encima del hombro como
si me hubiera leído el pensamiento. Abre la boca, pero
antes de que pueda decir nada se enciende la luz.
—Que nadie se mueva.
Y cierro los ojos.
28

Henry

Debe de haber sido humillante soplar en ese


alcoholímetro como si el señor Acevedo y la señora Barnett
fueran una patrulla de policía. Es una suerte que no me
enterara de gran cosa. O, mejor dicho, que no recuerde
cómo bajé de esa azotea. Solo tengo marcado a fuego el
instante en el que el señor Ward apareció de repente tras
una esquina y nos pilló con las manos en la masa.
La señora Barnett estaba enfadada, pero el señor
Acevedo estaba decepcionado, lo que me parece todavía
peor. Por suerte, el resultado de mi nivel de alcohol en
sangre era tan elevado que no pude tomarme en serio el
incidente. El señor Acevedo me obligó a pasar la noche en
la enfermería, donde al cabo de un par de horas vomité
todo lo que había bebido y más. Solo lo recuerdo
vagamente. Los remordimientos de conciencia no han
llegado hasta esta mañana, acompañados de un dolor de
cabeza terrible que no para de recordarme que anoche me
pasé de la raya. No sé en qué estaba pensando cuando le
pedí a Sinclair que subiéramos a beber. Solo quería anular
mis sentidos. Y lo cierto es que esta vez incluso funcionó, al
menos durante unas horas. Pero ahora todo eso ha
desembocado en una catástrofe.
En lugar de ir a clase, Emma, Tori, Sinclair, Omar,
Gideon y yo tenemos que ir a ver a la rectora Sinclair. Mi
cuerpo entero se rebela, se niega a cruzar el umbral para
unirme a los demás. Me cuesta incluso erguir la espalda, y
la luz me parece demasiado deslumbrante. La rectora está
de pie frente a su escritorio, cabreadísima. Intenta
mantener la calma, pero le salen chispas por los ojos
mientras se pasea de un lado a otro delante de nosotros.
Porque hemos violado tres reglas de la academia de golpe.
La prohibición de tomar alcohol, la hora de cierre de las
alas y el hecho de haber subido a esa azotea, que es un
tema tabú. Estamos de mierda hasta las cejas.
—Podéis estar contentos de que esa botella no hiriera a
nadie —nos dice la rectora Sinclair fulminándonos uno a
uno con la mirada—. Tomar esa cantidad de alcohol..., a
decir verdad, creía que erais más sensatos.
—Es culpa mía —confieso, y el dolor de cabeza me está
matando—. Le pedí a Sinclair..., esto..., a Charles..., lo
convencí, a él y a Gideon. Todo fue idea mía. Y Omar, Tori y
Emma no bebieron ni una gota.
—Es posible, Henry, pero de todos modos estaban fuera
de sus habitaciones más allá de la hora de cierre de las alas
—constata la rectora. Abro la boca para defenderlos, pero
no me permite hablar. Sinclair me lanza una mirada de
advertencia y Emma está tiesa como un palo a mi lado—. Y
ya sabéis lo que eso significa.
—Mamá... —exclama Sinclair de un modo casi inaudible,
pero la rectora niega con la cabeza.
—Por muy mal que me sepa, en esta academia hay unas
normas y las habéis infringido. Tendréis que afrontar las
consecuencias, o sea que contad con una amonestación.
¿Sois conscientes de lo que eso significa?
Trago saliva con dificultad. Que no podemos volver a
violar ninguna regla durante el siguiente medio año o nos
expulsarán de la Dunbridge Academy. Nunca habría
pensado que llegaría a oír estas palabras. Y aun así, la
verdad es que no me están afectando ni la mitad de lo que
deberían.
—Además, todos vosotros tendréis que cumplir servicios
adicionales de limpieza o en la cocina hasta fin de mes. Las
personas encargadas de cada ala os indicarán de qué se
trata en cada caso. Id a verlos después de las clases.
Yo debería recibir un castigo más severo que los demás.
Era el que más alcohol tenía en sangre, y soy consciente de
que la rectora Sinclair es más permisiva conmigo porque se
imagina que no estaba bebiendo para pasármelo bien.
—Bien, eso es todo. Ya podéis ir a clase —sentencia
enderezando la espalda. Estoy a punto de darme la vuelta
cuando añade una última frase—. Excepto Henry.
Cierro los ojos un momento. No puedo más, quiero que
me dejen en paz de una vez. Quiero dormir y no volver a
levantarme.
Emma me lanza una mirada fugaz cargada de
preocupación, pero me limito a señalarle la salida con un
leve movimiento de cabeza.
—Siéntate —me ordena la rectora Sinclair cuando Omar
cierra la puerta. Ella también toma asiento tras el
escritorio y se me queda mirando unos momentos—. Creo
que los dos sabemos lo que significa esta amonestación
para ti, como prefecto que eres.
Al oírlo, me quedo helado. Se acabó la prefectura.
Mierda, joder. Ni siquiera me lo había planteado.
El pánico hace acto de presencia un momento, pero
enseguida vuelve a imponerse la indiferencia. Y es que
hace semanas que todo me trae sin cuidado. Bueno, ¿y qué?
Dimitiré como prefecto, seguramente será lo mejor para
todos.
—¿Henry?
No sé si la rectora Sinclair puede ver lo que pienso, pero
al parecer había esperado otra reacción por mi parte. Que
le rogara que no lo hiciera, tal vez. Quién sabe.
—Tengo que dimitir —constato con indiferencia—. ¿No
es eso?
La rectora Sinclair se me queda mirando unos segundos.
—¿De verdad me estás diciendo que te da igual?
—No es que me dé igual —miento—. He cometido un
error y me sabe muy mal, no tenía ninguna intención de
meter en un lío a los demás.
—Ya lo sé, Henry. Y puesto que comprendo que esta
situación es increíblemente dura para ti, he pensado que no
debería tener más consecuencias. Por esto y porque te
tengo en gran estima como prefecto.
Supongo que ahora debería sentirme halagado, pero en
realidad casi me da pena y todo.
—Gracias —respondo. Esto es ridículo.
—Aun así, no es por esto por lo que te he pedido que te
quedaras —prosigue. Temo lo peor y, efectivamente, llega
la pregunta inevitable—. Quiero saber cómo estás.
Por un breve instante noto una presión terrible detrás
de los ojos, pero no llego a llorar.
—Bien, gracias.
La rectora Sinclair sigue mirándome.
—Pues yo diría que no.
¿Qué esperaba? Maeve ha muerto. Claro que no estoy
bien, pero pienso que si lo digo en voz alta, tal vez se haga
realidad.
—El último examen de Inglés lo presentaste en blanco.
Me limito a encogerme de hombros.
—¿Por qué no hablaste con el señor Ward?
—¿Para qué?
—Para que no tuviera en cuenta el examen y te ofreciera
otra fecha de evaluación.
Me quedo callado.
—Henry, nos gustaría hacer cualquier cosa para no
dificultarte todavía más las cosas, pero para eso
necesitamos tu colaboración. Tienes que hablar con
nosotros para que podamos ayudarte.
«No tengo que hacer nada, y no necesito ayuda», pienso.
—Ya lo sé —replico—. Lo siento.
—No era un reproche. Comprendo que esto no es fácil
para ti, pero sabes que puedes acudir a la señora Vails en
cualquier momento, ¿verdad?
Asiento. Si intento hablar ahora, me pondré a llorar. Por
eso decido no añadir nada más.
—Y si todo esto es demasiado para ti, también puedes
dejar las clases y volver a casa.
A casa... ¿A qué casa? Mamá y papá se han
reincorporado al proyecto, Theo está ocupado con la
universidad y apenas tenemos contacto. Podría regresar a
Cheshire con mis abuelos, pero ¿qué haría yo allí? ¿Visitar
la tumba de Maeve? Fantástico.
—He hablado con el señor Ward. Sería importante que la
semana que viene hicieras el examen de Matemáticas.
Quiere hacer una simulación de tres horas del examen de
selectividad. ¿Te ves capaz de afrontarlo?
—Sí —respondo sin pensarlo—. De verdad. En Inglés...,
me quedé en blanco, no sé qué me pasó.
La rectora Sinclair no se cree ni una palabra, lo veo
claramente en sus ojos. Pero de todos modos asiente.
—Bien, Henry. Eso es todo —concluye escrutándome—.
Estaré aquí si en algún momento te apetece hablar sobre
algo. Da igual de qué se trate.

Emma

Todavía no me puedo creer que anoche nos pillaran y


que hoy hayamos tenido que hablar con la rectora Sinclair.
Henry y yo aún no hemos tenido ocasión de hablar desde
entonces. En realidad, pensaba que dispondríamos de
tiempo justo después, pero la rectora le ha pedido que se
quedara. Solo puedo suponer lo que deben de haber
hablado.
Me despido de Tori, que tiene que ir a clase de Química
en el ala de Ciencias, y voy a la de Política. Cuando llamo a
la puerta y la abro, resulta que quien está sentado al frente
de la clase no es el señor Ringling, sino el señor Ward.
Titubeo unos momentos, pero cuando me fijo en los
alumnos y veo que son las caras de siempre, llego a la
conclusión de que está sustituyendo al profesor titular.
—Lo siento, estaba con la rectora Sinclair —murmuro
mientras dejo el móvil en el estante.
—Me lo suponía —replica el señor Ward clavando la
mirada en los cuadernos que está corrigiendo. No me
dedica ni una mirada más mientras me acerco a mi silla.
Los demás están ocupados haciendo deberes o cualquier
otra cosa.
—La señora Kelleher está enferma —susurra Salome
cuando me siento.
Asiento y saco mis cosas. Me gustaría escribir a Henry
para preguntarle sobre qué quería hablar la rectora, pero
sé que no podré hacerlo hasta que termine la clase, cuando
recupere mi móvil.
Saco mis deberes de Física, pero no consigo
concentrarme. Cuando el timbre anuncia la pausa, no he
avanzado nada. Recojo mis cosas y salgo junto a los demás.
Como siempre, se forma un pequeño atasco frente al aula
porque todos sacamos enseguida el móvil para enviar algo
o consultar lo que dice la gente que también ha estado una
hora sin poder mandar un solo mensaje. Yo tampoco es que
sea mejor que ellos, porque lo primero que hago es
comprobar si Henry se ha puesto en contacto conmigo. Y
no. ¿Significa eso que está enfadado conmigo? No estoy
segura de que recuerde lo que ocurrió, al fin y al cabo iba
borracho como una cuba. Sea como sea, me gustaría hablar
con él sobre lo de anoche. No era el Henry de siempre, es
posible, pero en cualquier caso esto no puede seguir así.
Desde que murió Maeve parece como si se estuviera
alejando cada vez más de mí.
—Wiley —me llama la voz del señor Ward
sobresaltándome una vez más. Acaba de salir del aula y
señala hacia un lado con un movimiento de cabeza, por lo
que lo sigo—. Ya he repartido las horas de las reuniones de
seguimiento, venga a verme el miércoles que viene a las
cinco de la tarde a mi despacho.
Me relajo un poco al ver que no menciona lo ocurrido la
noche anterior.
—De acuerdo.
—¿Sabe dónde está? —pregunta.
—No —contesto después de dudar un momento.
—Habitación 2350, en el edificio antiguo.
—¿La 2350? —repito reprimiendo la necesidad de
rebuscar mi agenda para anotarlo. Miércoles, a las cinco de
la tarde, 2350. De acuerdo.
—Sí. En el portal en línea encontrará la hoja de
autoevaluación. Por favor, tráigala ya rellenada. Y sea
puntual.
Dicho esto, se da la vuelta antes incluso de que yo pueda
asentir. Bajo la mirada de nuevo hacia mi móvil y anoto la
cita con el número de habitación incluido en mi aplicación
de calendario. Todavía no he terminado del todo cuando en
la parte superior de mi pantalla aparece un mensaje de
Henry.
¿Tienes tiempo?
El corazón me da un vuelco, pero luego me fijo en la
hora. Es la pausa larga tras la primera hora doble, pero
enseguida tendré Educación Física y todavía he de
cambiarme de ropa.
Tengo que ir a Educación Física.
¿Qué te parece justo después?
Vale. Pasaré a recogerte, tengo
una hora libre.
Efectivamente, Henry me está esperando. Desde la pista
de atletismo lo veo sentado en la fila inferior de las gradas
justo cuando me alineo con Grace, Olive y Salome para
hacer un sprint. Me agacho y coloco los pies en los bloques
de salida.
La señora Ventura empieza la cuenta atrás y consigo una
buena salida. Grace está más o menos a mi altura, mientras
que las demás se quedan atrás. Al final logro cruzar la línea
de meta la primera.
—¡Muy bien! —resuena la voz de la señora Ventura en la
pista.
Respiro deprisa y con intensidad. Apoyo las manos en
las caderas y las aparto solo un momento para chocar
palmas con Grace, que me mira un instante y luego se
vuelve hacia el lugar de las gradas en el que se encuentra
Henry.
—¿Grace? —la llamo. Titubeo un poco, pero hace
demasiado tiempo que arrastro esto—. Quería darte las
gracias.
Ella reacciona sorprendida.
—¿Por qué?
—Por avisarme. Cuando sucedió lo de Maeve. Fue muy
amable por tu parte.
Grace también titubea. Se nota que se debate consigo
misma para forzar una sonrisa y que no se note lo herida
que está en realidad.
—No tiene importancia.
—Al contrario —insisto—. Y lo siento mucho. En ningún
momento quise entrometerme entre vosotros.
—No lo hiciste, Emma —me dice en voz baja—. De
verdad que no. Y no estoy enfadada contigo. Echo de menos
a Henry, pero os deseo lo mejor a los dos. Esto no tiene
nada que ver contigo. Lo siento si en algún momento te he
dado a entender eso.
—No, no pasa nada —respondo, y necesito tragar saliva
para continuar—. Lo comprendo.
—Somos mujeres —afirma Grace para mi sorpresa—.
Tenemos que apoyarnos en lugar de intentar pescar a un
hombre y enfrentarnos por eso.
Desde nuestro primer contacto no ha habido ni un solo
momento en el que no sintiera respeto por Grace, pero en
estos segundos ese respeto alcanza unas dimensiones
incalculables. Porque tiene toda la razón y porque de
repente tengo la sensación de haberme librado de una
carga invisible que me agobiaba.
La señora Ventura hace sonar el silbato y nos indica con
señas que nos acerquemos a ella, como siempre poco antes
de que termine la clase. Grace sonríe y la sigo junto a las
demás. Olive nos mira con escepticismo, pero de todos
modos parece como si ya no tuviera la necesidad de
acusarme de nada más.
Henry se pone en pie cuando terminamos y las demás se
marchan al vestuario. Mientras me acerco a él, se mete las
manos en los bolsillos.
—Hola —murmuro antes de agacharme para recoger mi
botella de agua.
—Quería pedirte disculpas —me dice tan de improviso
que me paro a medio movimiento—. Creo que ayer fui muy
desagradable contigo.
Me incorporo de nuevo antes de hablar.
—Estabas borracho.
Muy bien, se acuerda. Lo veo en sus ojos.
—Lo siento mucho —repite—. Nada de lo que te dije iba
en serio.
—Ya lo sé, Henry.
—Y siento mucho estar así —añade—. Me gustaría
actuar de otro modo, pero no puedo. No sé qué me pasó,
estaba furioso y me sentía impotente y... no debería
haberme desahogado contigo.
—Henry —lo interrumpo, y él se calla enseguida cuando
le cojo la mano—. No pasa nada. Es una situación
excepcional.
Él traga saliva y se encoge de hombros.
—No quería que te metieras en un lío por mi culpa —me
asegura.
—Fui yo quien decidió subir a esa azotea.
—Pero no lo habrías hecho si yo no hubiera estado allí.
Me lo quedo mirando unos segundos.
—Tú solo prométeme que no volverás a hacer algo así.
Los músculos de la mandíbula se le tensan antes de
asentir.
—¿Te apetece que salgamos a correr? —le pregunto con
la seguridad de que no hace mucho su respuesta habría
sido negativa. Sin embargo, me parece que a estas alturas
ha comprendido cómo funciona esto. Que correr puede
ayudarte cuando no te quedan más recursos.
Henry traga saliva.
—Sí, creo... Creo que sí.

Henry

Cuando el miércoles salimos a correr después de la


última clase, el aire ya huele a lluvia. El cielo está
encapotado y gris, pero no me importa en absoluto.
No hablamos. Emma deja que sea yo quien marque el
ritmo y la ruta, por lo que simplemente corro sin pensar
más en ello. Pasamos junto al complejo deportivo y los
invernaderos, tomamos el camino de tierra que bordea el
bosque y luego nos desviamos entre los árboles. Es
agotador, las piernas me pesan y todavía tengo dolor de
cabeza, pero no puedo parar. Tengo que seguir corriendo
para alcanzar ese estado en el que todo me parece un poco
más soportable. No sé qué haré, ni siquiera sé si esto me
servirá de algo. Es el último clavo ardiendo al que puedo
agarrarme, y espero que soporte mi peso.
Hay tantas cosas sobre las que debería hablar con
Emma... Sobre anoche, sobre mis pensamientos confusos y
sobre el temor a que en algún momento deje de
aguantármelo todo. Y es que lo nuestro es demasiado
reciente para que me siga soportando, porque puedo llegar
a ser agotador. Tengo miedo de perderla, pero no digo nada
de todos modos.
El sudor me escuece en los ojos y se mezcla con las
primeras gotas de lluvia. Emma no me pregunta si
deberíamos dar media vuelta. Me arden los pulmones, el
Henry del pasado querría parar ya mismo, pero ahora no
puedo detenerme. Del mismo modo que no puedo volver a
la época en la que no tenía auténticos problemas. Como
cuando lloré tras haber cortado con Grace y pensé que eso
sí que era dolor de verdad. Dolía, sí, pero era una broma
comparado con lo que siento ahora.
Reprimo una palabrota cuando tropiezo con una raíz. Me
pone furioso. Todo me pone furioso, y odio que así sea.
Odio que Maeve haya muerto y que no le puedas gritar a
alguien que ha muerto para demostrarle lo cabreado que
estás por su pérdida. Quiero retroceder en el tiempo y
cancelar el vuelo de Maeve. Quiero arrastrarla fuera del
avión con mis propias manos y encadenarla a algún sitio
para que no pueda ir a ningún lugar en el que pueda morir.
Quiero reprocharle a gritos que quisiera salvar al mundo
entero y se olvidara de sí misma. ¿Por qué me has hecho
esto, Maeve?
El corazón me late con fuerza.
¿Por qué no tuviste más cuidado?
Solo un poco.
Quiero que esto se acabe. No quiero seguir sintiéndome
así. Este vacío interminable y ese burbujeo candente en el
pecho que se van alternando. Quiero recuperar mi vida. Lo
deseo con toda mi alma, pero empiezo a temer que no
pueda recuperarla jamás.
No tenía ni idea de la fuerza que necesitaría para
levantarme cada mañana y salir de esta oscuridad. Cada
maldito día. Cada maldito segundo. Cada vez que se me
ocurre otra cosa que me gustaría haberle podido contar.
Como lo de Grace, el motivo por el que no hicimos ningún
Skype más. Porque ella estaba demasiado ocupada y yo me
olvidé sin más. Porque era absolutamente feliz con Emma.
Porque pensaba que teníamos mucho tiempo por delante.
Maeve, es injusto, ¿me entiendes? Querías vivir una
aventura y ayudar a la gente, y vas y te mueres por culpa
de un puto mosquito de mierda. No me cabe en la cabeza.
Me siento culpable cada vez que consigo olvidarme de
todo en algún momento. Pienso en ti cada día y noto como
si alguien me estuviera aplastando el pecho todo el día y
toda la noche. Lo peor de todo es cuando sueño con el
hospital o con Nairobi y me despierto empapado en sudor.
El momento en el que desconectaron esas máquinas se
repite a diario en mi cabeza. He perdido a alguien que
pensaba que estaría siempre en mi vida. Estaba tan seguro
que ni siquiera en sueños se me hubiera pasado por la
cabeza la posibilidad de quedarme solo algún día. Maeve
ha dejado un vacío enorme en mí. Era el puente entre Theo
y yo. No sé cómo nos las arreglaremos sin ella.
Dicen que con el tiempo se vuelve más sencillo, pero no
estoy seguro de que sea cierto. Me siento todavía peor que
al principio. Lloro más a menudo, pero solo cuando no me
ve nadie. A menudo me siento solo a pesar de que Emma y
los demás estén conmigo, haciendo todo lo posible por
animarme. Tengo miedo a que se enfaden conmigo por mi
mal humor, porque ya no soy el Henry al que apreciaban,
aunque sé que eso es una tontería. Solo se preocupan por
mí y quieren ayudarme.
Tengo la sensación de que todo ha cambiado.
El suelo está embarrado por la lluvia, resbalo un poco,
pero de todos modos corro más rápido. Tal vez el corazón
se me pare si corro lo suficientemente rápido. Oigo la voz
de Emma y me doy cuenta de que se está quedando atrás,
pero me da igual. Su mierda de teoría no funciona. Las
cosas no mejoran, solo se vuelven mucho más intensas.
Corro y las gotas de lluvia helada contra la cara me
pinchan como alfileres. No puedo respirar todo el aire que
necesito, pero sigo corriendo hasta que acabo resbalando.
Aterrizo de rodillas, el suelo está sucio y mojado. Golpeo el
maldito lodo con el puño, se me escapa un sonido que no
me creía capaz de proferir y entonces mi interior se
desborda por completo.

Emma

—¡Henry!
Grito su nombre, pero no le pido que pare porque sé que
no puede hacerlo. Simplemente sigo corriendo e ignoro la
lluvia helada que me da en la cara. Corro y esta vez me
cuesta seguirle el ritmo. Henry corre más rápido, no estoy
respirando bien y, tras solo un par de kilómetros, ya noto
punzadas en el pecho. Cuando por fin alcanzo a Henry veo
que tiene la mandíbula tensa, los puños cerrados, la mirada
perdida al frente. Los rizos se le pegan en la frente y no me
escucha. Debido a la lluvia que ha caído durante los últimos
días el camino de tierra se ha convertido en una pista de
patinaje. Henry resbala, aterriza de rodillas y se queda
unos segundos en el suelo. ¿Se ha hecho daño? Espero que
no le haya ocurrido nada, pero luego veo que golpea el
suelo con los puños. Una vez, dos. Le tiembla la espalda,
sube y baja al ritmo de su respiración acelerada. Se me
pone la piel de gallina cuando le oigo soltar el primer
sollozo. Se encorva y me arrodillo a su lado.
Esta vez llora de otra manera. Más fuerte, más
desesperada, con verdadera furia, con todo el cuerpo.
Envuelvo a Henry entre mis brazos y me aferro a él como
nunca me he aferrado a nadie. Cierro los ojos y presiono la
cara contra su hombro porque noto todo su dolor como si
fuera mío. Es insoportable, pero no puedo hacer otra cosa.
No sé si alguna vez he llorado como Henry. Nunca he
tenido un motivo para ello. Lo de mi padre es un dolor
distinto: más lento, más sordo. Se coló en mi corazón y se
instaló allí. He aprendido a vivir con él. Pero Henry ha
perdido el mundo bajo los pies sin previo aviso, y desde
entonces ha estado cayendo al vacío, cada vez más abajo.
Aunque diría que acaba de tocar fondo.
29

Emma

En algún momento de la tarde regresamos al internado


empapados, manchados de barro y helados de frío. El agua
marrón oscuro desaparece por el desagüe mientras me
ducho, primero con la ropa puesta para lavarla un poco por
encima, y luego me quedo unos minutos desnuda bajo el
chorro de agua caliente.
Henry aún tiene los ojos enrojecidos cuando más tarde
nos tendemos en mi cama con el pelo todavía húmedo, pero
por primera vez vuelvo a tener la sensación de que está
realmente presente. Algo debe de haber sucedido en el
bosque y, aunque no lo comprenda del todo, me alegro de
que por fin deje fluir las emociones. Y de que hable. Sobre
todo de que hable.
Son frases tan ciertas que duelen, separadas por
silencios de varios minutos que, no obstante, no resultan
incómodos.
—No sé qué hacer —susurra con la cabeza sobre mi
barriga—. Tengo una gran sensación de vacío, como si no
quedara nada más en la vida.
—Comprendo que te sientas así —le digo mientras le
paso los dedos por los rizos oscuros, ya prácticamente
secos—. Pero no es verdad. Hay muchas cosas, aunque
ahora no seas capaz de verlas.
—No llegaréis a conoceros jamás —constata Henry;
luego tiene que tragar saliva—. No es justo, Emmi.
—No, no lo es.
Henry se queda callado y las gotas de lluvia que golpean
el cristal de mi ventana son el único sonido que percibimos
mientras él traza recorridos con el dedo sobre mi rodilla.
—¿Crees que nos habríamos llevado bien? —pregunto.
Henry asiente sin dudarlo ni un segundo.
—Creo que quizá te habrías quedado un poco abrumada
por ella, pero a Maeve le habrías encantado. Y luego se
habría pasado todo el tiempo mandándote esos memes tan
raros que solo le hacían gracia a ella.
Henry guarda silencio de nuevo, pero todavía parece
tener ganas de seguir hablando, por lo que yo también me
callo.
—Ya no escribe nadie en nuestro grupo de familia —
indica al fin—. Y eso es una mierda. Mamá y papá ya solo
me escriben por privado. Y Theo... —empieza a decir, pero
no tiene que explicármelo, lo comprendo de todos modos.
Theo nunca le escribe.
Me vuelvo un poco sobre un lado para poder abrazarlo
con los dos brazos.
—Lo siento —susurro frente a su sudadera. Es la misma
que le robo siempre que puedo, por eso la tenía en mi
armario—. Pero estoy segura de que no tiene nada que ver
contigo.
Henry no dice nada durante unos segundos.
—Ya lo sé —murmura por último.
—La semana que viene es el día de orientación
académica en Saint Andrews —le explico, y Henry se tensa
de un modo casi imperceptible al oírlo—. ¿Vendrás? —
pregunto, y noto que se encoge de hombros—. La rectora
Sinclair seguro que se mostrará comprensiva si le pedimos
que nos deje ir —opino.
—Sí, tal vez. No lo sé.
Me doy cuenta de que lo estoy abrumando, por lo que
decido no insistir. Tampoco es una decisión que tenga que
tomar enseguida.
—Pero tú tienes que ir —me dice Henry.
—No pienso ir si tú no vienes conmigo.
—De acuerdo, ya veremos —concluye intentando sonar
despreocupado, lo que me rompe un poco el corazón.
—Puedes decidirlo en el último momento.
—Gracias, Emmi.
—Ya ves...
—No, de verdad —insiste tragando saliva—. Gracias. Por
tu comprensión incluso cuando he estado tan reservado. Es
que..., joder, es que es muy duro.
—Pero no siempre lo será —le aseguro—. En algún
momento te sentirás mejor. Un poquito mejor. Y luego un
poquito más.
Henry no replica nada, pero al menos tampoco me
contradice.
—Temo cagarla también en Matemáticas —me cuenta al
fin—. En Inglés fue... es que simplemente no podía pensar
con claridad. No podía.
El estómago se me encoge un poco, pero intento que no
se me note.
—En Matemáticas será distinto, estoy segura. Podemos
estudiar juntos si quieres.
Henry asiente sin demasiada decisión, y sé que ahora
mismo lo último que le apetece es estudiar para un
examen. Pero sus notas están en juego. Y la admisión en la
universidad también.
Es importante que Henry conserve una buena media.
Incluso después de todo lo que ha ocurrido, aunque ya no
quiera que estudiemos juntos en Saint Andrews tal como
habíamos planeado. Los requisitos de entrada en Oxford y
Cambridge no son menos exigentes. Pero ahora no es el
momento de hablar con Henry sobre eso. Ahora lo que
tiene que hacer es encontrarse a sí mismo.

Henry

Me han dicho que no tengo por qué ir a la sesión de


orientación académica de Saint Andrews. Cuando después
de una hora bajamos del autobús, ya lamento no haber
aceptado la oferta de quedarme en el internado. Tengo un
nudo en el estómago y no sé si vomitaré sobre el impecable
césped de la universidad o si no me permitiré sentir la más
mínima emoción. Ya tengo bastante presión al notar en
todo momento las miradas de preocupación de Emma,
Sinclair y Tori mientras el señor Ringling, el encargado de
organizar las jornadas de orientación, saluda a los
estudiantes que nos atenderán. Son tres chicas y tres
chicos, y apenas puedo mirarlos a la cara. Sus nombres no
me suenan de nada, hay pocas probabilidades de que
fueran amigos de Maeve. Esto no es la Dunbridge Academy,
es un lugar mucho más grande e impersonal. Tal vez se
enteraron de que una de sus compañeras murió y quedaron
algo conmovidos durante un breve espacio de tiempo, pero
luego empezó el nuevo semestre, se reencontraron con sus
amigos y se acabaron olvidando. Odio lo amargado que
estoy. Y odio que se me forme un nudo en la garganta y se
me seque la boca mientras nos dividen en tres grupos para
que dos estudiantes nos guíen por las instalaciones. Sé que
al señor Ringling le caigo bien y que siente lástima por mí,
por eso sé que no ha sido casualidad que en el grupo que
me ha tocado estén también Emma, Tori y Sinclair. Liam y
Felicity son alumnos de segundo curso de Psicología y
Economía. Son amables, bromean y responden preguntas
mientras nos muestran una de las aulas y la residencia de
estudiantes. El edificio en el que entramos no es donde
vivía Maeve, pero está lo bastante cerca para no
permitirme sentir nada. Simplemente estoy entumecido. La
cabeza me da vueltas y tengo los dedos fríos. Me sobresalto
cuando Emma me toca un brazo. Me mira y siento la
necesidad irrefrenable de zafarme de su mano, porque
tengo miedo de lo que podría pasar si le dijera cómo me
siento en realidad.
Los demás siguen a Felicity hasta el apartamento que
comparte con dos universitarias más. Yo me quedo en el
pasillo porque ya sé cómo son esas habitaciones.
—¿No quieres...? —empiezo a preguntarle a Emma al
ver que se queda conmigo.
—¿Esta también era su residencia? —me pregunta en
lugar de responderme. En su voz no detecto compasión,
sino condolencia. Hasta hace poco no sabía que hubiera
alguna diferencia.
Niego con la cabeza poco a poco.
—En la casa de al lado —matizo, y tengo que aclararme
la garganta porque de repente mi voz suena tomada.
—¿Habías regresado desde entonces?
Asiento, pero no quiero pensar en ello. Porque estuve a
punto de quedarme en Cheshire por miedo a vaciar esa
habitación con Theo, mamá y papá. Porque tardamos un día
entero y yo no paré de llorar en todo el rato. Pero
seguramente era importante que participara en ello. Al
menos para empezar a asumir lo que había ocurrido. Si no
de un modo abstracto, al menos de un modo físico,
cogiendo con mis propias manos las cosas de Maeve. Sus
vestidos, por ejemplo, o la sudadera de la universidad que
estuve llevando en Cheshire y que no volví a quitarme
hasta que su olor se desvaneció del todo. Sus libros, sus
bolígrafos. Su mano fría antes de que cerraran el ataúd.
—¿Henry?
Me sobresalto y Emma se me queda mirando.
—¿Qué?
—¿Prefieres que vayamos a otro sitio?
Titubeo, pero luego asiento.
—De acuerdo —dice Emma, y acto seguido se acerca a
Liam, que en esos momentos está hablando con Omar e
Inés sobre su primer semestre en la universidad—.
Disculpa, ¿hay un baño por aquí?
—Sí, claro —responde Liam enseguida señalando con el
dedo—. Al fondo del pasillo a la derecha.
—Genial, gracias —contesta Emma con una sonrisa, tras
lo que me lanza una mirada.
Liam no se fija en nosotros cuando nos alejamos del
grupo. Emma espera hasta que quedamos fuera del alcance
de la vista y me coge la mano. Solo es un pequeño gesto
insignificante, pero lo dice todo. Estoy aquí contigo, no
tienes por qué sufrir solo.
No hablamos mientras salimos del edificio. El aire es
frío, no se puede negar que el invierno está a la vuelta de la
esquina. Seguimos a un grupo de estudiantes por el camino
empedrado. Sus voces se mezclan con los graznidos de las
gaviotas que vuelan por encima de nuestras cabezas.
—¿Venías a verla a menudo? —me pregunta Emma
mientras caminamos.
—Solo un par de veces —explico, y tengo que tragar
saliva—. Solía ser ella quien venía a verme a mí al
internado.
—Aquí el ambiente es muy parecido —constata Emma—.
Entiendo que la gente quiera venir a estudiar aquí.
—Saint Andrews es mucho más pequeño que Oxford o
Cambridge, pero hay de todo lo que puedas necesitar. Y la
ciudad está junto al mar —explico. Titubeo un poco, pero
luego simplemente continúo hablando—: Existe una especie
de tradición. El primero de mayo, cuando sale el sol, todos
los alumnos corren a lanzarse al agua helada. Dicen que
trae suerte en los exámenes y depura los pecados
académicos.
Emma sonríe.
—Tendríamos que hacer algo parecido en la Dunbridge
Academy.
—Maeve se lo propuso enseguida a la rectora Sinclair
cuando se lo contaron por primera vez.
—¿Y no le entusiasmó la idea?
—Dijo que el internado no está junto al mar. Maeve le
sugirió que podía poner autobuses a disposición de los
alumnos para llegar hasta la costa.
—Es un gran plan.
No puedo evitar sonreír.
—Bueno, podríamos volver a intentar convencerla.
—Creo que deberías probarlo. Si recurres a tus encantos
de prefecto, estoy convencida de que lo conseguirás. Y
Maeve seguro que te preparó bien el terreno.
—La verdad es que sí. Siempre se le ocurrían ideas así.
En el último curso organizó una rebelión contra la
obligatoriedad de llevar el uniforme los lunes.
—¿No le gustaba llevar el uniforme? —pregunta Emma.
—Sí, pero le parecía injusto que las chicas estuvieran
obligadas a llevar falda, y los chicos, pantalones.
—A decir verdad, tiene razón. Deberíamos poder elegir
qué preferimos llevar —conviene Emma.
No habla de Maeve en pasado, y seguramente no tiene
ni la menor idea de lo mucho que eso significa para mí.
—Entonces ¿la rectora Sinclair no compartía su opinión?
—insiste.
—Creo que habría estado dispuesta a escucharla, pero
por desgracia el plan se acabó yendo a pique. Faltaba poco
para las vacaciones de verano, después había problemas
más importantes que resolver, y Maeve ya estaba en Saint
Andrews.
—Entonces deberíamos retomar la causa. ¿Tori está al
corriente? Estoy segura de que estará de acuerdo —afirma
Emma sacándose ya el móvil del bolsillo de la chaqueta—.
Oh, me ha escrito Sinclair. Dice que van hacia la biblioteca.
¿Quieres que vayamos?
Dudo unos segundos.
—¿Crees que se darán cuenta si no vamos?
—No —opina Emma guardándose el móvil de nuevo.
Mientras seguimos andando, mete la mano en el bolsillo de
mi abrigo para darme la mano—. ¿Nos imaginas?
—¿Cómo dices?
—Si nos imaginas a los dos estudiando aquí.
Asiento, aunque últimamente me cuesta visualizar
cualquier cosa relacionada con el futuro. Ya tengo bastante
intentando soportar el presente.
—Seguro que será fantástico —declaro de todos modos.
—¿Tienes pensado ver a Theo hoy?
Reprimo el impulso de cerrar los ojos mientras me
encojo de hombros.
—Más bien no. Tiene clases todo el día.
Emma no dice nada.
—Es que no hablamos mucho.
—¿Y te gustaría hablar con él más a menudo?
—Creo que no sabría qué decirle.
Emma aparta una piedrecita con la punta de la zapatilla.
—¿Tal vez lo que te gustaría contarle a Maeve?
—No lo sé, creo que sería raro.
—No estás tan apegado a él como a ella —dice Emma,
aunque en cierto modo suena más bien como una pregunta.
—Quizá es por la diferencia de edad —opino, aunque en
el fondo sé que ese no es el motivo. Theo solo tiene un año
más que Maeve. No es la diferencia de edad, sino la
diferencia de caracteres. Yo no soy como Theo, y nunca he
pretendido parecerme a él. Siendo el tercer hijo, no
siempre resulta sencillo tener una identidad propia que no
se base en una copia de la de los demás. Theo y yo no
tenemos nada que decirnos. Y hasta ahora no pasaba nada,
porque Maeve se encargaba de mediar entre nosotros cada
vez que yo tenía la impresión de que hablábamos idiomas
distintos.
—A veces me da miedo no haber perdido solo a Maeve —
confieso—, sino también a Theo. Nunca hemos estado muy
unidos, pero ahora... Siempre pensé que una desgracia así
une a la gente, pero en nuestro caso creo que es posible
que suceda todo lo contrario.
—¿No crees que tal vez necesitáis pasar más tiempo
juntos para volver a encontraros?
Me encojo de hombros. Más tiempo juntos. Es una
lástima que no sea posible. Theo siempre está ocupado
estudiando para convertirse en médico, y yo, intentando no
perder la cabeza.
—A veces creo que no le afecta ni la mitad que a mí que
Maeve ya no esté.
Es una frase que nunca me propuse pronunciar. Porque
es tan malintencionada que me avergüenza incluso cuando
me pasa por la cabeza. La verdad es que no puedo opinar
sobre si Theo no lo está pasando tan mal como yo. Y
aunque pudiera, ¿quién soy yo para juzgar si su manera de
lamentar la pérdida de Maeve está bien o mal?
—Quizá simplemente tiene otra manera de encajarlo —
expone Emma. Yo no replico nada y seguimos caminando—.
Tal vez albergáis sentimientos muy parecidos, pero que se
manifiestan de modos distintos. Podrías averiguarlo si
hablaras con él.
Sí, es posible que Emma tenga razón. Al menos debería
intentarlo. Aunque al final resulte que no es cierto y acabe
constatando que Theo y yo no tenemos nada que ver, como
mínimo lo habría intentado. Y lo más probable es que no
sea peor que el temor de haber perdido a mis dos
hermanos.
30

Emma

A la mañana siguiente Henry baja al comedor y


desayuna por primera vez en mucho tiempo. No sé si es
una ingenuidad considerarlo una buena señal, pero de
todos modos me alegro. Aun así, no puedo evitar pensar
que incluso en Biología, su mejor asignatura, no ha
obtenido más que un aprobado justo. Eso me angustia,
porque significa que en el próximo examen de Matemáticas
tendrá que sacar una nota muy buena para no poner en
riesgo sus opciones de entrar en la universidad. Tengo
previsto preguntarle más tarde si durante los próximos días
quiere que repitamos juntos unos cuantos ejercicios.
Henry tiene entrenamiento de rugby cuando por la tarde
acudo a mi reunión con el señor Ward. Me quedo corta si
digo que no tengo ganas de ir. En el examen de Inglés he
sacado una nota sorprendentemente buena, pero el señor
Ward no desaprovecha la más mínima oportunidad de
incordiarme. Al menos durante las últimas semanas no he
tenido tiempo de comerme la cabeza con lo que pudo haber
sucedido entre él y mi padre. Tenía cosas más importantes
en las que pensar.
Me recojo un mechón rebelde tras la oreja antes de
llamar a la puerta del despacho del señor Ward. La hoja de
madera oscura está cerrada, y aguzo el oído, pero no oigo
ninguna respuesta. Quizá es tan gruesa que ni siquiera
permite oír los ruidos del interior. Llamo otra vez antes de
accionar el picaporte.
Es una sala pequeña con ventanas orientadas al norte,
archivadores y un escritorio en el centro. Pero ni rastro de
él.
—¿Hola? —llamo, y luego entro sin demasiada decisión
en la estancia y echo un vistazo a mi alrededor. ¿Me he
equivocado de sala? Es la 2350, la que me dijo el señor
Ward. Vuelvo al pasillo para consultar de nuevo el rótulo
que hay junto a la puerta. No, no me he equivocado. Quizá
venga enseguida. Me doy la vuelta y lanzo otra mirada
hacia el interior. Cuando me fijo en la pila de papeles
pulcramente apilados sobre el escritorio junto a unos
libros, cuadernos y una botella de agua, me quedo de
piedra.
«Examen de matemáticas, 11.º curso, optativa impartida
por Alaric Ward.»
Un momento...
Es nuestro examen de Matemáticas. El que haremos el
viernes.
Enseguida retrocedo hacia la puerta. ¿Por qué lo ha
dejado así de expuesto? Lanzo una mirada rápida por
encima del hombro, pero el pasillo está vacío.
Mierda... Si ve que he entrado en su despacho seguro
que dará por hecho que he leído las preguntas del examen.
De repente me entra un sudor frío. ¿Pueden expulsarte de
la escuela por eso? Tengo que salir de aquí, cerrar la
puerta y esperar unos metros más allá en el pasillo, como
si...
Aunque también podría...
No.
No, no, no. De ninguna manera. No es más que una idea
que se me pasa por la cabeza, pero cada vez cobra más y
más importancia. «Vamos, Emma. Ahora o nunca. No hay
nadie. Piensa en Henry. Piensa que está suspendiendo un
examen tras otro. Piensa en su futuro, en nuestro futuro.
En Saint Andrews, los dos juntos. Solo será posible si
Henry no sigue cayendo en picado.»
Una mirada hacia la izquierda y otra hacia la derecha. El
pasillo vacío, tres pasos dentro de la habitación. Saco el
móvil, fotografío la primera página, le doy la vuelta y hago
otra foto. Estoy calmada, lo hago deprisa, como si nada.
Cuando casi he terminado, golpeo sin querer con un codo
la botella de agua que está sobre la mesa. Es de cristal, y
se vuelca a cámara lenta. El corazón se me para un
instante cuando consigo atraparla antes de que caiga, pero
con el gesto muevo unos cuadernos que revelan un paquete
abierto de pastillas. ¿El señor Ward toma analgésicos para
la pierna? Da igual, concéntrate, Wiley.
No tardo ni treinta segundos en dejarlo todo tal como
estaba y salir de nuevo. Sigue sin haber nadie a la vista,
pero me asaltan las dudas. «¿Seguro que lo has dejado todo
tal como estaba? ¿Seguro que no te ha visto nadie? Joder, lo
tienes en el móvil.»
Estoy a punto de volver a entrar en la sala para
comprobar que no he dejado ningún rastro sospechoso
cuando alguien aparece por la esquina del pasillo.
Es el señor Ward. Sin duda ha visto el respingo que he
dado cuando me he sobresaltado.
—Ah, aquí está —constata mirándome a mí y a la puerta
alternativamente. «Intenta no parecer sospechosa, respira
con calma», me digo—. La estaba esperando.
—¿Cómo? —titubeo—. Creí que había dicho la habitación
2350...
—2150 —me corrige el señor Ward con frialdad—. La
primera al volver la esquina.
—Ah. Disculpe.
«¿Me ha visto? Mierda, ¿he perdido la cabeza o qué?» El
corazón me late tan fuerte que seguro que puede oírlo.
Me mira con severidad antes de pasar por mi lado y
comprobar el picaporte. Vuelve la cabeza hacia mí al ver
que la puerta se abre.
—¿Ha entrado ahí?
—No —miento. «Respira. Mierda.»—. ¿Por qué?
El señor Ward me lanza una mirada cargada de
desprecio antes de sacar un llavero monstruoso y cerrar la
puerta con llave. Luego sacude la puerta para comprobar
que haya quedado bien cerrada, se da la vuelta y echa a
andar.
—¿Es que se ha propuesto echar raíces aquí? —pregunta
al ver que no me muevo—. No tengo todo el día.

Henry

Nunca había estado tan agotado, pero al mismo tiempo


me siento como si la visita a Saint Andrews hubiera
cambiado un poco las cosas. Casi como cuando salí a correr
con Emma hace unos días. No es que la situación haya
mejorado, pero sí ha cambiado. Todavía paso vergüenza
cuando pienso en cómo perdí la compostura en el bosque,
aunque sé que no tengo por qué hacerlo. Nunca me he
sentido tan impotente como durante esos minutos que pasé
en el suelo sin poder respirar. Y aunque preferiría que no
me hubiera visto, me alegro de que Emma estuviera allí
conmigo. Ni siquiera sé cuánto rato pasó a mi lado,
abrazándome bajo la lluvia. Solo recuerdo su voz, cuando
por fin me quedé sin lágrimas tras haberlas llorado todas.
No me dijo que me levantara y me controlara de una vez.
No dijo ninguna de las cosas que temía que dijera.
«Puedes hablarme de ella siempre que quieras. Pero si
no te apetece y solo quieres llorar, simplemente me sentaré
contigo, ¿de acuerdo? Tienes derecho a sentirte así. No
tienes que superarlo.»
No me había dado cuenta de lo mucho que necesitaba
oír eso.
Pienso en dónde debe de estar cuando vuelvo al
internado del entrenamiento de rugby. Hoy ha ido bien.
Quizá incluso bien tirando a muy bien. Durante un rato he
conseguido olvidar la tristeza. El entrenador Cormack ha
anunciado la alineación final para el partido del viernes.
Aunque solo he entrado en el banquillo de suplentes, para
alegría de Valentine Ward, creo que el entrenador Cormack
me concederá una oportunidad de entrar en juego. Eso
espero, la verdad, porque es uno de los partidos más
importantes de la temporada. Jugamos contra el equipo del
Alkmounton College, una escuela que está apenas a una
hora de aquí. Son buenos, pero nuestro equipo suele
vencerlos con facilidad. Ya veremos.
Me despido de Omar y de Gideon, que quieren ir a
Ebrington antes de cenar para comprar algo en Irvine’s, y
subo a mi habitación. El pasillo está vacío, la mayoría de los
alumnos no están, pero me llevo una sorpresa al ver a
Emma agachada frente a mi habitación. Tiene la espalda
apoyada en la pared, se envuelve las piernas con los brazos
y tiene la mirada perdida en las tablas de madera del suelo.
Está tan absorta que ni siquiera repara en mi presencia.
—¿Emma?
Levanta enseguida la cabeza y se pone en pie de un
respingo.
—Tenemos que hablar.
—¿Todo bien?
—No —responde, y su voz suena extraña. Lanza una
mirada insegura por encima de mi hombro y luego me mira
a mí de nuevo—. Es importante, Henry.
—De acuerdo —digo sacando ya mi llave.
—He metido la pata hasta el fondo —me dice justo antes
de entrar en la habitación.
Entonces me acuerdo de que tenía la reunión con el
señor Ward. ¿Habrá sido borde con ella otra vez?
—¿Qué ha ocurrido? —pregunto. Pasa por mi lado y la
sigo hasta el interior—. Emma.
—Yo no quería. Mierda, ha sido cuestión de un segundo
y... Joder, es que la he cagado mucho.
—Emma —repito, esta vez con tanta decisión que
consigo que pare. Cuando se vuelve poco a poco hacia mí,
detecto el pánico en su mirada—. Cuéntamelo.
Saca el móvil a cámara lenta. No puedo apartar los ojos
de su rostro cuando el mío vibra dentro del bolsillo de mis
pantalones. Lo saco y veo que ha utilizado la función
bluetooth para mandarme unas fotos.
Son cuatro imágenes, páginas fotografiadas. Me acercó
el móvil a la cara y alucino.
—Pero ¿qué...?
—Lo siento, yo...
—¿Cómo has conseguido esto? —pregunto.
Emma se ha quedado pálida como la cera.
—Estaba en el despacho en el que tenía que reunirme
con Ward. Creía que... Bueno, me he equivocado de número
y no había nadie.
—¿Y no estaba cerrado con llave?
—No, yo tampoco lo he entendido, al principio, pero
luego...
—Es el puto examen de Matemáticas —constato
poniendo énfasis en cada palabra. Emma no para de
mirarme con una expresión desesperada en el rostro—.
¿Por qué lo has fotografiado?
No me cuenta nada, se limita a mirarme fijamente.
Luego se le tensan los músculos de la mandíbula cuando
traga saliva.
—¡Emma, joder! —exclamo negando con la cabeza—.
Esto no va en serio, ¿verdad? Es trampa, es...
—Ya lo sé —replica—. Lo sé de sobra, Henry. Es que...,
mierda, es que ni lo he pensado. Quería salir de allí, pero
luego me he dado cuenta de lo que era y... —empieza a
justificarse, titubeando—. He pensado que te iría de perlas
que el viernes...
—¿Qué? ¿Que supiera todas las preguntas del examen
de antemano? Joder, no puede ser. Si alguien te ha visto,
estás perdida. ¿Lo tienes claro?
Las lágrimas empiezan a brillar en sus ojos.
—¿Te ha visto alguien?
—¡No! Nadie. Eso creo, vaya... No había nadie.
—¡¿Eso crees?!
—Sí, joder. He vuelto a salir enseguida, no me he llevado
nada. El señor Ward ha aparecido por una esquina cuando
ya estaba fuera.
Cierro los ojos un momento.
—¡Por favor, no lo estarás diciendo en serio! —exclamo
poco a poco.
—¡Joder, Henry! ¿Es que no comprendes que no había
planeado nada? Yo jamás haría algo así, pero... Resulta que
lo he hecho. Lo he hecho por ti.
—¡Pero yo no te he pedido que lo hicieras!
—Ya, pero porque parece que todo te importa una
mierda. ¡Lo siento, Henry, siento haber pensado en tu
futuro y haberte querido ayudar!
—Creo que puedo prescindir de esta clase de ayuda,
muchas gracias.
Estamos frente a frente y los dos estamos gritando. Noto
que el pánico amenaza con apoderarse de mí, pero reprimo
cualquier sentimiento. No podemos cometer ningún error.
—Bórralas —le ordeno—. Ahora, enseguida.
Emma se sobresalta y baja la mirada. La veo seleccionar
las imágenes y eliminarlas mientras yo hago lo mismo.
—De la papelera de reciclaje también. Joder, no me lo
puedo creer.
Cuando poco después levanta la cabeza y me mira
asustada, veo claramente que ni siquiera había pensado en
eso. Nadie puede encontrar esas imágenes en su móvil.
Traga saliva nada más terminar. Nos miramos unos
instantes, hasta que se aparta de mí negando con la
cabeza. No me dice ni una palabra más. La oigo marcharse
con un portazo, lanzo mi móvil sobre la cama y me paso las
manos por el pelo mientras me vuelvo hacia la ventana.
31

Emma

He cometido un error. Creía que ver a Henry tan


hundido me sentaba mal, pero pelearme con él por culpa de
esas fotografías ha sido todavía peor. Durante la cena no
nos decimos nada, y al día siguiente nos seguimos
ignorando. Y luego llega el viernes, el día del examen de
Matemáticas.
No consulté ninguno de los ejercicios del examen antes
de borrar las fotografías. Una vocecita cobarde dentro de
mi cabeza intenta convencerme de que en realidad no
debería tener remordimientos de conciencia. No he hecho
trampas, no me he beneficiado de una ventaja injusta. Pero
sí fotografié las preguntas, eso no tiene discusión posible.
Estoy helada cuando entro en el aula y tomo asiento.
Henry no me mira en ningún momento. Cuando por fin
llega el señor Ward, contengo el aliento. Deja su cartera
sobre la mesa y saca los cuadernos de examen. Mientras
los reparte, me sudan las manos. Me lanza una mirada
fugaz cuando me tiende las hojas.
Cojo el bolígrafo y los dedos me tiemblan mientras el
señor Ward se coloca al frente de la clase de nuevo,
anuncia el tiempo que tenemos para resolver el examen y
nos desea buena suerte.
Ya no me acuerdo de los ejercicios cuando entrego el
examen una eternidad después. Tengo la cabeza vacía.
Miro a Henry, pero él me ignora por completo mientras
salimos del aula. Al menos esta vez le he visto escribir
durante el examen.
No me paro con Inés y los demás, que se ponen a
comparar las respuestas con entusiasmo. Es algo que
normalmente no soporto, pero hoy todavía menos. Por eso
decido seguir a Henry por el pasillo.
—Henry —lo llamo agarrándolo por la manga. Se da la
vuelta—. Lo siento mucho, ¿no podríamos volver a...?
—Tengo partido de rugby —se limita a decir, y su voz
suena tan fría que me duele y todo.
El partido es esta tarde, ahora me acuerdo. Ni siquiera
le he preguntado si estará en el campo de juego.
Henry sigue andando y decido no seguirlo. Me siento
fatal.
—Mucha suerte —le susurro mientras se aleja.

Henry
Emma ha fotografiado para mí las preguntas del examen
y todavía me pregunto qué demonios se le ha pasado por la
cabeza. De acuerdo, últimamente mi rendimiento ha dejado
mucho que desear, pero si hubiera intuido que sería capaz
de jugársela de ese modo por mi culpa, seguro que me
habría esforzado más. Es que me da miedo hasta a mí
pensar lo poco que me importa todo ahora mismo. Hay una
vocecita en el fondo de mi cabeza que me reprocha a gritos
que debería haberlo visto venir, que Emma no se quedaría
de brazos cruzados viendo lo mal que me iban las cosas.
Que haría algo para intentar ayudarme, pero... joder, es que
lo que ha hecho es una locura.
Una locura y en cierto modo quizá también el toque de
atención que necesitaba. Antes del examen de Matemáticas
estaba a punto de vomitar, y no porque llegara mal
preparado a la prueba, sino porque durante los dos últimos
días había tenido tiempo de sobra para imaginarme lo que
el señor Ward habría hecho si la hubiera pescado
fotografiando el examen. Parece ser que no fue así, por lo
que puedo relajarme un poco. Nadie se ha enterado de
nada, al fin y al cabo Emma borró las imágenes delante de
mí. Por suerte no se le ocurrió llevarse uno de los
exámenes... Con todo esto he tenido otro motivo para no
darle tantas vueltas a lo de Maeve. Puede sonar cínico,
pero no me importa. Todo me importa tan poco que debería
estar preocupado, pero es que ni siquiera eso me importa.
Me pongo la camiseta de rugby y me coloco junto a los
demás mientras el entrenador Cormack nos suelta un
discurso de motivación cargado de agresividad. Me trae sin
cuidado si me hace entrar en juego o no.
A pesar del frío que hace, todo el internado se ha
congregado alrededor del campo de rugby y en las gradas
para contribuir al habitual ambiente festivo de estas
ocasiones. Paso la primera parte del partido en el
banquillo, y en algún momento veo a Emma en las gradas.
Está sentada junto a Tori y Sinclair, y sigue el transcurso
del juego con una expresión de escepticismo. Me sabe mal,
es una tontería que nos enfademos de este modo. Pero
también ha sido una tontería que se arriesgara así por un
simple examen de Matemáticas. Joder, es que podrían
haberla expulsado de la escuela. Ya tiene una
amonestación, y además por mi culpa, de manera que un
intento de fraude como este seguro que le habría costado la
expulsión inmediata. La rectora Sinclair no tiene piedad en
casos como este, y la verdad es que en general me parece
bien, aunque el caso de Emma lo veo distinto porque ella
jamás habría hecho trampas para beneficiarse o sacar
mejores notas. Es posible que el fin no justifique los
medios, pero es que todo es muy complicado. En cualquier
caso, ha tenido suerte. Hemos tenido suerte.
Levanto la cabeza cuando el entrenador Cormack se
acerca a mí.
—¿Preparado, Bennington?
Estoy a punto de responder con otra pregunta, «¿Para
qué?», pero me obligo a asentir porque estoy seguro de que
eso es lo que espera de mí. Me pongo en pie.
—Entrarás por Gideon —me informa llevándome hacia
un lado—. A menos que sea demasiado para ti —añade en
voz baja.
Trago saliva con dificultad. ¿Por qué tendría que ser
demasiado para mí?
—No —me apresuro a responder—. Estoy listo. Quiero
jugar.
—Esa es la actitud —me anima, y tengo que bloquear las
rodillas para no caer al suelo cuando me da unas palmadas
en el hombro con una fuerza exagerada—. Calienta otra
vez, entras después del descanso.
—Gracias, entrenador —le digo antes de ponerme en
marcha.
La multitud grita de alegría cuando nuestro equipo
consigue hacer llegar un balón al área rival justo antes del
pitido que marca el final de la primera parte. Llegados al
descanso, Alkmounton todavía va dos puntos por delante.
En realidad, me alegro de que el entrenador Cormack me
haga participar en el juego a pesar de ir por detrás en el
marcador, aunque tal vez lo hace para reservar a Gideon
por si poco antes del final del partido vuelve a necesitarlo.
Termina el descanso y no solo he calentado, sino que
además estoy bastante nervioso cuando por fin corro hacia
el campo con los demás. Vuelve a sonar el silbato y mi
cuerpo ejecuta de un modo mecánico las jugadas que
llevamos entrenando durante las últimas semanas. Ya no
pienso en nada, me limito a correr, atrapar las pelotas que
me lanzan y correr más deprisa todavía para intentar
anotar algún punto. Sin embargo, el equipo de Alkmounton
no solo es rápido y fuerte, sino también inteligente. La
defensa rival me bloquea varias veces seguidas en el mismo
punto.
Tengo el pulso acelerado y me arden los músculos.
Tengo que ser más rápido que ellos. Tengo que
sorprenderlos, ganarles la espalda, como me dicen
siempre. El Alkmounton continúa ganando, Valentine Ward
va manchado de barro y sudor hasta las cejas y me mira
con insistencia. Regreso a mi posición, la fila delantera
presiona para conseguir el balón y yo lanzo una mirada
fugaz a las gradas.
La gente no para de gritar y animar al equipo. Veo a
Emma, de pie, y mi mente la transforma en Maeve. Maeve
poniéndose en pie a mi lado, levantando los brazos para
animar a Theo, que corre por el campo. Me veo a mí mismo
vestido con el primer uniforme de la academia, me veo
corriendo por los pasillos y a punto de estallar de orgullo al
ver que no habla con sus nuevas amigas, sino conmigo. Me
veo de pie en el patio, contemplando cómo su taxi sale por
la puerta y cruza el puente. «Solo serán dos semanas,
Henny, luego podrás venir a Saint Andrews.» Su sonrisa, la
calidez de su mirada. El semblante pálido de Theo cuando
se vuelve hacia mí en el rectorado y no me dice ni una
palabra. Porque Maeve ha muerto y no volveré a verla...
—¡Toma, Bennington! —le oigo gritar a Valentine. Me
sobresalto y veo que el balón viene hacia mí—. ¡Tuyo!
Atrapo el balón por un acto reflejo y ahora debería echar
a correr. Lo sé perfectamente, pero mis piernas no se
mueven. Oigo al entrenador Cormack gritarme algo, y
Gideon, Valentine y Omar lo imitan con grandes gestos.
Porque tengo que correr. Pero no puedo. Simplemente no
puedo.
No he visto por dónde ha llegado. El delantero contrario
se lanza contra mí y me arranca el mundo bajo los pies con
un placaje muy bien ejecutado. Rápido, duro, efectivo.
Aterrizo de espaldas y el golpe me deja sin aire en los
pulmones. Un segundo después otro cuerpo aterriza
encima de nosotros.
Un dolor sordo me recorre el cuerpo y otro más agudo
se me concentra en el hombro.
No puedo respirar. No puedo.
Mierda, cómo duele. Y ha oscurecido.
Un momento.
¿Por qué ha oscurecido?
Y luego ya no pienso nada más.

Emma

Había subestimado todo este tema del rugby. Me doy


cuenta de ello cuando veo a todo el internado congregado
en las gradas y alrededor del campo, y eso que ha estado
lloviznando toda la tarde. Aunque los asientos están
cubiertos, no son cómodos ni mucho menos. Sin embargo, a
Tori, Sinclair y todos los demás parece que les trae sin
cuidado. Están sentados a mi lado, mientras que Omar y
Gideon están en el terreno de juego con Henry. El equipo
calienta en el césped y la voz de Louis, del último curso,
retumba por los altavoces. Es un verdadero
acontecimiento, lo he comprendido al ver las camisetas de
franjas azul marino y blancas, y las bufandas del equipo
que llevan los alumnos en las gradas. Quien no posee una
de esas piezas se ha puesto la sudadera o la gorra de la
Dunbridge Academy. Veo banderas y banderines, la gente
se ríe y el ambiente es realmente festivo.
Una de las filas inferiores la ocupan los profesores. Ha
venido incluso la rectora Sinclair. Lleva un gorro de lana de
la academia sobre el pelo rubio y le estrecha la mano a un
señor mayor que, al parecer, es el director de la escuela del
equipo rival.
Quizá incluso podría divertirme si no estuviera hecha
una verdadera mierda. Me encantan los acontecimientos
deportivos y echo de menos las competiciones de atletismo
en las que participaba en Alemania, pero tal y como están
las cosas me limito a sorber la limonada que nos ha traído
Sinclair sin perder de vista a Henry. No he podido desearle
suerte antes del partido, y seguro que cuando se lo he
dicho después del examen de Matemáticas no me ha oído, y
eso que es su primer partido importante de verdad. Está
corriendo con Gideon alrededor del terreno de juego para
calentar, hace unos cuantos sprints, atrapa balones y luego
estiran de nuevo.
Una vez más me doy cuenta de lo poco que sé de rugby
cuando los equipos salen al terreno de juego. Valentine le
estrecha la mano al capitán rival y al árbitro antes de tomar
posiciones en el campo.
Mi mirada vaga por la gente de las gradas y alrededor
del terreno de juego. Tiene que ser una coincidencia que
justo en ese momento vea a William, el hermano de Tori,
algo apartado. Está con Kit, aunque apenas le veo la cara
porque le queda tapada por unos mechones de pelo.
Durante las últimas semanas parece que han ido intimando
cada vez más. «Amor de juventud», comentó Tori con un
suspiro y una sonrisa de complicidad. William le aparta el
pelo de la frente a Kit mientras habla con él. Están
demasiado lejos para oír lo que dicen, pero parece algo
molesto. Cuando Kit vuelve la cabeza, veo que tiene el ojo
izquierdo morado. Estoy a punto de volverme hacia Tori
para hacérselo notar cuando suena el silbato. Tras la
distracción miro de nuevo hacia el lateral, pero ya no veo a
William y a Kit por ninguna parte.
Me olvido del tema cuando crece la intensidad de los
gritos de ánimo a mi alrededor. Son quince jugadores por
equipo, Henry no es uno de ellos y casi me alegro de que lo
hayan dejado en el banquillo, porque el partido es brutal.
Tampoco es que sea una novedad, al fin y al cabo los he
visto entrenar unas cuantas veces; pero un partido es algo
distinto, con las gradas llenas de gente animando a sus
jugadores y metiéndose con los rivales. Louis va
comentando el partido por los altavoces, pero apenas
entiendo nada de lo que dice. Solo oigo números y palabras
que no tienen ningún sentido para mí.
Sigo los forcejeos con la mirada, animo cuando Tori y
Sinclair animan, y me quedo callada cuando gimen de
frustración o cuando los abucheos resuenan por el campo.
Por lo que he entendido, el equipo de Dunbridge está a
punto de alcanzar al rival en el marcador justo después de
la primera mitad. Los jugadores ya van cubiertos de barro,
el juego parece realmente agotador y temo que Henry
acabe entrando cuando poco antes del descanso empieza a
calentar de nuevo corriendo alrededor del campo.
—¡Vamos, Bennington! —ruge Sinclair cuando ve que
entra en el campo con los demás. Henry nos mira y cruzo
los brazos frente al pecho. Hasta que empiezan de nuevo y
me quedo sin aliento. Es muy distinto cuando Henry está
corriendo ahí abajo. Creo que lo hace bien, pero el corazón
me da un vuelco cada vez que recibe el balón y el equipo
rival se lanza a por él. En un par de ocasiones ha estado a
punto de anotar un punto, pero no logra superar la defensa
contraria. Parece algo distraído. No sé en qué debe de
estar pensando cuando mira hacia las gradas. Quizá en
Theo, que también jugó en el equipo. Quizá en Maeve, que
seguro que se sentaba en las gradas para animar a su
hermano mayor.
En cualquier caso, creo que hoy no debería estar en el
terreno de juego. Estoy todavía más segura cuando el
equipo recupera el balón.
—¡Toma, Bennington! —grita Valentine antes de
pasárselo. Tori no para de dar saltitos de emoción a mi lado
—. ¡Tuya!
Las gradas aplauden y Henry se sobresalta. Atrapa el
balón, pero se queda quieto.
Me pongo en pie de un brinco junto con los demás.
¿Por qué no corre? ¿Por qué coño no echa a correr de
una vez?
Sinclair y Tori gritan algo mientras la defensa rival se
lanza a por Henry. Oigo los gritos y los silbidos, el
estruendo general, y luego un murmullo de desconcierto
que recorre las gradas. El tipo que se lanza sobre Henry
pesa al menos el doble que él. Se lo lleva por delante con
contundencia y aterrizan los dos en el barro pocos
segundos antes de que otro jugador contrario caiga sobre
ellos.
No puedo respirar. Henry ha perdido el balón.
Pero no se levanta.
No se levanta.
¿Por qué no se levanta?
Oigo el murmullo de la sangre en los oídos cuando los
dos jugadores rivales se levantan del suelo. Tori se lleva las
manos a la boca.
—Joder —murmura Sinclair. Henry sigue en el suelo. A
decir verdad, ni siquiera se mueve.
El árbitro hace sonar el silbato y yo llego al lateral sin
siquiera proponérmelo. Bajo los escalones incapaz de
pensar con claridad. Los primeros compañeros se inclinan
sobre Henry, y el entrenador Cormack y el doctor
Henderson, el médico de la escuela, corren hacia él.
—Lo siento, perdón... —musito mientras me abro paso
hasta el terreno de juego entre mis compañeros de la
academia, que hasta hace poco habían estado animando y
ahora observan en silencio lo que acaba de ocurrir.
El corazón me late con fuerza mientras bajo la escalera
de las gradas tan rápido como puedo.
Mierda, Henry... ¿Por qué ha dudado? ¿Por qué no ha
echado a correr en cuanto ha atrapado el balón?
En realidad lo sé. Porque su hermana ha muerto y
nosotros estábamos gritando y todo se ha ido a la mierda.
Porque he visto cómo tenía la mirada perdida en dirección
a la grada. Porque está hecho una puta mierda y no se le
había perdido nada en ese terreno de juego. No en ese
estado, al menos.
Llego al césped, que está muy resbaladizo. Noto una
presión en el pecho cuando los jugadores se apartan al ver
que me acerco.
—¿Henry? —pregunta el doctor Henderson arrodillado
sobre el césped junto al árbitro. Me siento fatal al ver que
Henry no reacciona.
—Mierda —susurra alguien. Los gritos de las gradas han
cesado y reina un silencio que pone los pelos de punta. La
voz de Louis suena por los altavoces. Comenta algo sobre el
incidente y explica que el juego ha quedado interrumpido.
Como si no pudiera verlo todo el mundo.
—¿Henry? ¿Me oyes? —sigue preguntando el médico.
Tengo que contener el aliento cuando el doctor Henderson
le coge la cabeza—. Mírame.
Me estremezco al oír el gemido de dolor que suelta
Henry mientras se agarra el hombro izquierdo.
—¡Joder, Bennington, el pase era perfecto!
Me quedo helada cuando oigo que Valentine Ward se
acerca hecho una furia.
—Val —le dice alguien, pero él niega con la cabeza.
—No tendría que estar en el campo, sino en el banquillo
de suplentes.
—Basta ya, Val —lo reprende el entrenador Cormack en
un tono que no admite réplica. Acto seguido intercambian
un par de miradas desafiantes, pero Valentine acaba
cediendo y se aleja de nuevo. No estoy segura de que
Henry lo haya oído. El doctor Henderson está muy
calmado, sin duda alguna no es el primer accidente de
rugby que ha asistido. El entrenador Cormack, en cambio,
está serio hasta un punto preocupante. Tiene una mano
sobre el brazo de Henry y le va hablando en voz baja
mientras el doctor Henderson le examina el hombro.
—Se lo ha dislocado, no hay duda —le oigo comentar a
alguien. Henry tiene los ojos cerrados, pero veo cómo
aprieta los labios de dolor. El doctor Henderson dice algo
sobre un hospital y una sala de urgencias, porque tiene que
ver una radiografía antes de recolocarle el hombro para no
dañar ningún nervio ni tendón.
Quiero acercarme a Henry y asegurarle que lo siento
mucho, pero no puedo. Me quedo allí de pie, mientras se
incorpora hasta quedar sentado y luego, por fin, se levanta.
Y después se marcha, ayudado por el doctor Henderson y el
entrenador Cormack.
—Emma —me llama alguien. Noto una mano en el brazo
y el rostro de Sinclair aparece frente a mí. Me lleva más
allá del borde del terreno de juego, donde también está
Tori—. Deja que se ocupen de él.
—Pero tengo que... —empiezo a decir, y Tori me abraza
con fuerza—. Han dicho que tienen que ir al hospital.
—Seguro que solo es por prevención —afirma Tori.
Sinclair asiente.
—Lo esperaremos aquí, ¿de acuerdo? Si no tiene nada
roto, seguro que volverá enseguida al internado.
—Es que nos hemos peleado —confieso sin poder
evitarlo—. Anteayer, fue una tontería. No podría haberme
disculpado más, pero...
—Emma —me interrumpe Tori en un tono afable—.
Vamos. Estoy segura de que te parece más exagerado de lo
que es en realidad. Más tarde podréis charlar con calma,
todo irá bien, ya lo verás.
Me quedo mirando a Tori con ganas de replicar algo.
Porque nada va bien, nada. Pero sé que tampoco serviría de
nada. Por eso me limito a asentir y seguir a Sinclair y a Tori
más allá de las gradas. Por detrás de nosotros el árbitro
hace sonar el silbato para reanudar el partido.

Hemos ganado. El resultado ha sido ajustado,


veinticinco a veintitrés, y la Dunbridge Academy acumula
una victoria más en el campeonato. Después del partido se
celebra en el comedor el banquete del tercer tiempo, pero
no tengo hambre. El lugar de Henry está vacío y detecto el
ambiente bastante abatido.
Le he mandado un mensaje, pero no me ha contestado.
Seguramente no se ha llevado el móvil al hospital y todavía
lo tiene en algún lugar del vestuario del equipo de rugby.
El doctor Henderson lo ha acompañado a la clínica de
Edimburgo, ya que en Ebrington no hay ningún hospital. De
eso hace más de cuatro horas. Sé que lo más normal es que
hagan esperar a Henry un buen rato, pero de todos modos
estoy a punto de sufrir un ataque de nervios cuando
después de cenar todavía no sé nada de él.
Nos disponemos a devolver los platos vacíos cuando
recibo un mensaje. Es Olive, y me escribe por privado, no
por el chat de Midnight Memories.
Mi padre y Henry han vuelto. Por si
te interesa, está en la enfermería.
—¿Es Henry?
Levanto la mirada y me encuentro el rostro expectante
de Tori.
—No —murmuro—. Es Olive, pero dice que ya ha vuelto.
—¿Henry?
Asiento.
—Muy bien —dice Tori señalando con la cabeza la
bandeja que tengo en la mano—. Ya me encargo yo de esto.
Ve con él.
—Gracias, Tori.
Salgo del comedor corriendo hacia la enfermería. Con
cada paso que doy el nudo que tengo en la garganta crece
un poco más, y eso que debería estar más tranquila, ahora
que sé que no ha tenido que pasar la noche en el hospital.
La noche o más tiempo, si hubiera sido necesario operarlo.
Pero de todos modos tengo miedo porque no sé si querrá
verme.
Me doy cuenta de que deberé superar un obstáculo
cuando Petra, la enfermera de la escuela, levanta la cabeza
del escritorio que tiene tras la puerta de la enfermería.
—¿Puedo ayudarte en algo? —me pregunta.
—Me gustaría ver a Henry —respondo—. Me han dicho
que está aquí.
La enfermera vacila. ¿Piensa en los horarios de visita?
Es la primera vez que acudo a la enfermería. Petra me mira
fijamente antes de asentir.
—Necesita reposo, ahora mismo está durmiendo. Pero
puedo decirle que has venido a verlo.
Me quedo boquiabierta al ver que no me permitirán
verlo.
—Por favor, solo cinco minutos...
—Lo siento.
—Mi padre ha dicho que puede entrar —asegura una voz
detrás de mí. Me doy la vuelta y veo que Olive está junto a
la puerta—. ¿Quiere que le pida que venga? —pregunta con
tono amenazador. Ni siquiera parpadea mientras escruta a
la enfermera levantando el móvil con gesto interrogante.
¿Es un farol? No estoy segura. En cualquier caso, Olive
adopta una expresión impenetrable, la cara de póquer
perfecta. Además, su mirada intimida como pocas, aunque
estoy bastante segura de que ese no es el motivo por el que
la enfermera acaba cediendo, sino más bien porque quiere
librarse de nosotras.
—De acuerdo —conviene mirándome a mí de nuevo—.
Pero solo cinco minutos. Ha tomado unos analgésicos muy
fuertes y necesita descansar.
—Gracias —repongo, y trago saliva antes de mirar de
nuevo a Olive. Esta se limita a asentir y da media vuelta
antes de que pueda decirle nada.
—Entra hasta el fondo del todo —me indica la enfermera
señalando una puerta. Llego a una sala débilmente
iluminada en la que hay varias camas separadas con
cortinas. En la primera del lado izquierdo está Henry,
mientras que las demás parecen vacías.
Cuando me planto a su lado, veo que tiene los ojos
cerrados. Lleva el brazo izquierdo vendado y lo apoya sobre
una almohada.
No sé qué me esperaba. Que se despertara mientras me
sentaba a su lado, supongo, pero no se da el caso. Está tan
pálido que resulta alarmante. No hay ni rastro de las
arrugas de preocupación que últimamente surgían
demasiado a menudo entre sus cejas. Tiene la frente lisa y
la boca relajada, pero de todos modos parece exhausto.
Debería dejarle dormir, pero necesito disculparme. Tengo
que decirle lo mucho que lamento lo ocurrido.
Vuelve la cabeza hacia mí cuando le cojo la mano
derecha. Tiene los dedos fríos, y su mirada vaga sin rumbo
por la habitación antes de reparar en mi presencia.
Es evidente que está hecho polvo. Se me encoge el
estómago cuando veo que ni siquiera puede abrir los ojos
del todo. Sin embargo, me aprieta ligeramente la mano.
—Hola —susurro después de que Henry cierre los ojos
una vez más.
—Hola —articulan sus labios en silencio, aunque sin
soltarme la mano.
El nudo que se me ha instalado en la garganta crece
cada vez más. Me gustaría decirle muchas cosas, pero de
repente todo me parece demasiado trivial.
—¿Todo bien?
Suelto una carcajada triste al ver que es él quien me lo
pregunta a mí. Henry vuelve a abrir los ojos al ver que no
respondo. Aunque solo está encendida la lámpara de la
mesita de noche, parece deslumbrado por la luz. Tiene los
párpados un poco entrecerrados cuando me mira.
—¿Cómo te encuentras? —le pregunto en voz baja.
—He estado mejor —murmura.
—¿Qué han dicho los médicos?
—Ni idea. El doctor Henderson ha hablado con ellos. Me
han tenido que anestesiar para colocarme de nuevo el
hombro. Es lo único que sé.
—De acuerdo —digo tragando saliva—. Pero ¿no tienes
nada roto?
—Por suerte no. Solo el hombro dislocado y una
conmoción cerebral —me explica parpadeando—. Creo que
necesito dormir...
—Sí —convengo titubeando. Debería dejarlo en paz.
Queda claro que no está nada receptivo, pero tampoco
puedo marcharme y acostarme sin quitarme de encima lo
que me pesa en el corazón—. Lo siento mucho, Henry —le
digo en voz baja—. Todo. Haberte... hecho esto. No me
gusta nada que nos peleáramos. Por favor, no estemos
enfadados, ¿de acuerdo? Lo siento mucho y no quería que
ocurriera nada de esto.
—No te preocupes —musita—. Yo también lo siento
mucho.
—Es que me daba mucho miedo. Pensé que...
—No pasa nada, Emmi —dice con un hilo de voz justo
cuando empiezo a llorar.
—Entonces ¿ya no estamos enfadados?
—Creo que no, no.
—Ojalá pudiera deshacer todo lo que he enredado —
aseguro—. No pensé en lo que hacía.
—Todo queda olvidado —me dice parpadeando—. Y no
solo porque vaya hasta las cejas de calmantes.
No puedo evitar sonreír.
—Bueno, al fin y al cabo también tienes una conmoción
cerebral.
Henry cierra los ojos, pero sus labios esbozan una
sonrisa. Mi mano se niega a soltarlo.
—Da igual, hemos ganado —comenta—. Porque hemos
ganado, ¿verdad?
—Sí.
—Gracias a mí seguro que no, pero bueno.
Me quedo callada. Durante unos segundos reina el
silencio, y luego Henry me mira de nuevo.
—¿Por qué te has quedado parado? —le pregunto en voz
baja.
Henry exhala poco a poco.
—No lo sé. No estaba atento.
—Ha sido por Maeve, ¿verdad?
Henry no replica nada, pero tampoco es necesario.
Cuando por fin se encoge de hombros y mira hacia el techo,
los ojos se le llenan de lágrimas.
Podría intentar convencerme de que ha sido un día
agotador y que los medicamentos han dejado a Henry muy
vulnerable y con las emociones a flor de piel. Pero la
verdad es que hace tiempo que todos los días son
agotadores. Y no pasa nada. En cierto modo me alegro de
que llore y que no se trague lo que siente y lo reprima en
su interior.
Le acaricio el dorso de la mano con el pulgar mientras
cierra los ojos y deja que las lágrimas le recorran las
mejillas.
—No he podido —confiesa, y cuando me mira de nuevo
tiene los ojos enrojecidos—. Me he quedado ahí plantado y
solo podía pensar en todas las veces que estuvimos
sentados en esas gradas cuando era Theo quien jugaba. Ha
sido tan surrealista... Y luego... ni idea, solo he notado el
golpe cuando ese tío me ha placado y unos segundos
después todo se ha vuelto negro.
El estómago se me encoge un poco.
—Me alegro de que no haya ocurrido nada peor —digo
en voz baja.
Henry asiente sin decir nada. Noto su agotamiento con
claridad. Cuando pestañea de nuevo parece como si los
párpados le pesaran una barbaridad.
—¿Te duele? —pregunto en voz baja—. ¿Necesitas algo?
Niega con la cabeza.
—Estoy bien —asegura.
—Puedo quedarme aquí hasta que me obliguen a
marcharme —propongo.
—¿Ya es la hora del cierre?
—Hace dos horas.
—Ah, bueno —repone Henry con una sonrisa.
—Intenta dormir —susurro, y en efecto cierra los ojos
enseguida.
—¿Hoy no me harás la cucharita?
No puedo evitar reírme.
—Creo que no le iría muy bien a tu hombro.
Henry no dice nada más. Me siento un rato más a su
lado, contemplando en silencio cómo su pecho sube y baja
poco a poco.
—¿Emma? —murmura cuando yo ya creía que se había
vuelto a dormir.
—¿Sí?
—El día de la azotea... —empieza a decir, y abre los ojos
para mirarme de nuevo—, no quería decirte que te
marcharas.
—Henry, yo... —intento replicar, pero no me permite
pronunciar ni una palabra más.
—Quería darte las gracias por estar allí. —Traga saliva y
el corazón me da un vuelco—. Eso, y que te quiero.
32

Henry

No me dejaron salir de la enfermería hasta pasado el fin


de semana. Y no por el hombro, ya que gracias a los
analgésicos no me molestaba demasiado. El doctor
Henderson no me dejó salir antes por culpa de la
conmoción cerebral, por mucho que a mí me pareciera un
motivo ridículo.
La rectora Sinclair avisó a mis padres de que estaba en
el hospital mientras esperábamos a que me hicieran las
radiografías. Hablé con ellos por teléfono y los convencí de
que no era necesario que tomaran el primer vuelo para
venir a verme. También rechacé el ofrecimiento de mamá
de mandarme a Theo. No solo habría estado de más, sino
que, a decir verdad, me daba miedo encontrarme con él.
Sin duda se habría reído de mí al haberse enterado de que
había terminado en urgencias tras mi primer partido de
rugby.
Mamá al final me hizo caso, la convencí de que todo iba
bien. Supongo que Sinclair debió de escribirle con cierta
regularidad para ponerla al día de mi estado de salud,
porque después de pasar catorce horas seguidas
durmiendo en el hospital la primera noche no tenía ningún
mensaje suyo en el móvil.
Lo del partido de rugby no es que fuera precisamente
una maravilla, pero sé que en el fondo tuve suerte. Desde
que estoy en la Dunbridge Academy esta no ha sido ni
mucho menos la única vez que alguien ha salido en
ambulancia de un partido. Se ha visto de todo, desde
costillas y clavículas fracturadas hasta roturas de
ligamentos cruzados y tobillos destrozados. Y mi hombro
tampoco ha sido el único que se ha dislocado en el equipo.
Sea como sea, ya puedo olvidarme de hacer deporte
durante las siguientes semanas. No puedo ni salir a correr
con Emma ni entrenar con el equipo. Lo último no debería
importarme, ya que al fin y al cabo conseguí entrar en el
juego y eso debería repercutir de forma positiva en mis
notas si el entrenador Cormack cumple su promesa. Sin
embargo, y por mucho que me sorprenda, me da lástima.
Hasta ahora nunca había pensado que pudiera llegar a
divertirme tanto en los entrenamientos. Por supuesto,
ahora podría tirar la toalla y dejar el equipo, pero la verdad
es que ya lo echo de menos y no ha pasado más que una
semana desde el accidente. En cierto modo creo que me he
acostumbrado a correr por el terreno de juego tres veces
por semana, haga el tiempo que haga, revolcándome por el
barro y persiguiendo el balón. Aun así, no podré
reincorporarme hasta al menos dentro de dos meses, y eso
si progreso bien en la rehabilitación. El doctor Henderson
es optimista respecto a mi hombro porque soy joven y
nunca antes había sufrido otras lesiones. Cuando a
principios de semana me visita de nuevo, se muestra
implacable y no se presta a negociar conmigo ese vendaje
tan poco práctico que de momento tendré que llevar día y
noche.
No era consciente de lo mucho que te limita el hecho de
poder utilizar solamente un brazo, empezando por acciones
tan habituales como ducharse o vestirse. Solo consigo
ponerme el uniforme de la academia con la ayuda de
Sinclair, lo que me parece bastante humillante. Al menos
tengo la suerte de que sea el hombro izquierdo, puesto que
puedo escribir con la mano derecha sin problemas. En el
comedor siempre tengo que pedirle a alguien que me ayude
con la bandeja.
Pero no quiero quejarme, en realidad podría haber sido
mucho peor. Al menos no han tenido que operarme, porque
en ese caso ya tendría que olvidarme de volver a jugar con
el equipo durante el resto del curso.
No sé si es por la conmoción cerebral o por la anestesia
necesaria para recolocarme el hombro, pero los primeros
días tras el accidente me sentía como si me hubiera pasado
un camión por encima. Después de las clases me quedaba
dormido enseguida debido al agotamiento, y me despertaba
justo antes de la cena cuando el hombro empezaba a
dolerme tras haber pasado demasiado rato tendido en la
misma postura.
Durante la semana me encuentro un poco mejor. Puesto
que Emma no quiere salir a correr sola, damos largos
paseos por los terrenos del internado hasta la linde del
bosque. A principios de diciembre los árboles han perdido
las hojas, Maeve lleva más de dos meses muerta y yo
todavía no puedo pensar en ella sin que me entren unas
ganas locas de llorar. Cada vez que oigo algo emocionante,
lo primero que me pasa por la cabeza es contárselo a ella.
Igual que cada vez que miro a Emma y pienso que nunca
llegará a conocer a mi hermana.
Las cosas no se vuelven más sencillas, pero entretanto
me he acostumbrado al dolor. Ya no lucho contra él, sino
que intento aceptar lo que siento, por muy agotador que
resulte.
Después de Biología recojo el móvil del estante y leo el
mensaje de Sinclair mientras salgo del aula. Tiene una hora
libre que no estaba prevista y me pregunta cuándo me
apetece bajar a comer. Lo que me intenta preguntar en
realidad es si quiero que me espere para llevarme la
bandeja. No llego a contestarle porque noto cómo la
cartera se me resbala poco a poco por el hombro. Lo odio.
Antes de que pueda evitar que me caiga al suelo con un
movimiento torpe, alguien se planta a mi lado y se encarga
de ello.
—Hola —me saluda Grace mientras me coloca la correa
en el hombro de nuevo—. Parece difícil, con una sola mano.
—Ah, gracias —respondo aclarándome un poco la
garganta—. Sí, lo es.
—Me lo imaginaba —añade, y asiente antes de
retroceder un paso. No se me escapa la manera en que me
mira—. ¿Cómo estás? —me pregunta, y en su voz detecto
un atisbo de preocupación. Es evidente que se preocupa
más por mí que yo por ella.
—Bien, tirando —contesto. Podría contar con una sola
mano las veces que he hablado con Grace desde que
rompimos. Nos encontramos por los pasillos, en clase, en el
comedor, pero la mayoría de las veces hay más gente con
nosotros. He estado evitándola porque me imagino que ya
debe de ser lo bastante duro para ella verme con Emma.
Ahora me sonríe, pero me parece una sonrisa forzada,
en absoluto genuina. Sus ojos cuentan otra historia, y eso
no me gusta nada.
—Bien, me alegro —dice Grace—. Me alegro de que no
haya ocurrido nada peor.
Asiento mientras me pregunto si algún día desaparecerá
esa extraña tensión entre nosotros. No nos odiamos, no
hablamos mal del otro, pero creo que Grace tiene al menos
tanto miedo como yo de hacer algo inapropiado. Me
gustaría saber cómo se las arregla la gente para romper
una relación y mantener la amistad.
—¿Y tú? ¿Cómo estás? —pregunto.
Grace titubea antes de responder.
—Bien, yo... Todo bien, de momento. Perdona, no quería
retenerte.
—Tranquila —le digo—. De verdad, Grace. Gracias por
preguntar. Estoy orgulloso de nosotros. Tenía miedo de que
nos ignoráramos y..., bueno, ya sabes. Me alegro de que no
sea así.
Su sonrisa se parece un poco más a la de antes y me
siento bien, pero no tan bien como cuando veo la sonrisa de
Emma. Y me gusta que sea así.
—Yo también me alegro.

Emma

Henry me dijo que me quería y yo le respondí que


también lo quería. Fue la primera noche que pasó en la
enfermería y, aunque no era el lugar que me habría
imaginado para algo así, me pareció bien. Es la primera vez
que le digo a alguien algo semejante. A Noah no se lo dije
jamás, pero con Henry no me ha costado nada. Porque es
verdad.
El lunes después del accidente volvió a clase. A estas
alturas ya ha pasado una semana desde entonces, y me
alegro de que se encuentre mejor. Todavía toma
analgésicos para el hombro, pero, aparte del vendaje que le
inmoviliza el brazo pegado al cuerpo en ángulo recto, ya
nada me recuerda al accidente.
Este lunes no hay clase de Geografía, de manera que los
dos tenemos una hora libre. Voy a la habitación de Henry
porque hemos quedado para seguir leyendo una novela
para la clase de Inglés. Ni siquiera llegamos a sacar
nuestras cosas de la cartera: nada más cerrar la puerta del
cuarto empezamos a besarnos. Solo son besos, no ocurrirá
nada más, al fin y al cabo tenemos que ser prudentes por
su hombro, pero también es algo que se olvida con facilidad
cuando Henry me mete la mano derecha por debajo de mi
blusa.
Es algo que llevaba mucho tiempo sin hacer, del mismo
modo que hacía tiempo que no nos besábamos como ahora.
La última vez que dormimos juntos su hermana aún vivía.
Estoy segura de que Henry es tan consciente de esto como
yo, por eso tampoco quería obligarlo a nada. Me aparto un
poco de él cuando noto que las palpitaciones de mi
entrepierna se vuelven más urgentes.
Pero Henry me pone la mano en la espalda y me atrae
hacia él. Tiene las pupilas dilatadas, una señal inequívoca
de que lo que estamos haciendo le excita al menos tanto
como a mí. Se humedece los labios con la lengua y quiero
notarla de nuevo dentro de mi boca. O en otro sitio.
Prefiero no pensar en ello, quizá todavía no está preparado
y en ese caso no me parecerá mal. Quiero ser una novia
comprensiva.
Pero entonces que no me bese así. Dios, es que sabe lo
que hace. Aunque tiene un hombro hecho polvo, no
podemos hacerlo. No puede hacer deporte. ¿O el sexo no
cuenta como deporte? Apuesto a que el doctor Henderson
no se lo prohibió explícitamente. Yo no lo habría hecho, en
cualquier caso.
Cuando Henry quiere inclinarse por encima de mí sobre
la cama, lo empujo para que quede bocarriba a mi lado. En
sus ojos detecto el anhelo con claridad, y sé que él ve lo
mismo en los míos.
—Todavía tenemos media hora —constata con la voz
algo ronca.
—Henry —digo fijándome en su hombro—. Tienes que ir
con cuidado.
—Voy con cuidado.
Me lo quedo mirando un momento y me incorporo. Veo
la decepción en su rostro, y luego el asombro cuando
coloco las rodillas a ambos lados de su cuerpo. De repente
me alegro de que sea lunes y lleve puesto el uniforme con
falda plisada. Henry contiene el aliento al ver que bajo la
pelvis poco a poco encima de él. Noto la tela de sus
pantalones, el metal frío de la hebilla del cinturón, todo a
través del fino tejido de las medias y de la ropa interior.
Henry levanta la pelvis y me pilla desprevenida. Nos
movemos poco a poco y con cuidado, frotándonos y
tocándonos a través de capas de ropa que nos sobran por
todas partes. Me inclino de nuevo sobre él. Seguimos
besándonos, moviéndonos, Henry extiende la mano y me
quita la goma del pelo. Traga saliva cuando ve los
mechones que me caen sobre la cara y me los aparta con la
mano derecha, alternando la mirada entre mis ojos y mi
boca.
Nos levantamos otra vez, yo para coger un condón, y él
para cerrar la puerta con llave. Y luego nos desnudamos
apresuradamente, sin paciencia. Yo lo consigo más rápido
porque Henry tiene que librarse del cabestrillo para
quitarse la camisa. Me planto frente a él solo en ropa
interior para desabrocharle los botones y deslizo los dedos
por su pecho desnudo. Un escalofrío le recorre el cuerpo y
a mí se me pone la piel de gallina. Lo agarro por la hebilla
del cinturón y tiro de él hacia mí. Henry suelta un gemido,
un gemido de verdad, y de repente me apetece volver a
hacerlo. Tengo mucha energía reprimida en el bajo vientre,
la noto entre las piernas cuando él me agarra el culo con
una mano y se pega más a mí. Lo noto, lo huelo. Mientras
busca su cinturón, le agarro la muñeca. Suelta un leve
suspiro en cuanto deslizo los dedos por dentro de la cintura
de sus pantalones, solo un poquito, y luego los aparto de
nuevo. La mirada de súplica que me dedica me vuelve loca.
Le desabrocho el cinturón y él se encarga de la
cremallera. Seguimos besándonos mientras le empujo hasta
la cama. Por fin se tiende debajo de mí, en bóxers y con la
camisa abierta, y entonces me arrodillo de nuevo sobre él y
me abro el sujetador.
Bajo su camisa veo el vendaje deportivo de color azul
que le cubre parte del cuello y el hombro izquierdo, y que
me recuerda que tengo que ser cuidadosa. Henry parece
haberse olvidado. El dolor aparece en su rostro cuando
levanta el brazo. Le agarro la muñeca enseguida y se la
sujeto de nuevo pegada al colchón mientras poco a poco
desciendo por su cuerpo. Él cierra los puños bajo mis
dedos, y en el momento en que llego a su erección cierra
los ojos. Noto que quiere moverse de todos modos, no solo
con las caderas, y pienso que debe de ser una tortura
agridulce no poder hacerlo. Tiene los brazos tensos y los
músculos duros como la roca cuando los recorro con las
manos.
—Avísame si te hago daño —le susurro, acariciándole el
pecho con las yemas de los dedos. Espero hasta que asiente
y luego hundo la boca en su barriga. Los músculos se le
tensan bajo mis labios, su piel es cálida y suave. Vibra
cuando empiezo a juguetear con la lengua.
Le tiemblan los brazos cuando llego a la cintura de sus
bóxers. Apoyo los dedos en los huesos de su cadera y
levanto la cabeza para mirarlo. Tiene la boca abierta y los
labios muy colorados. Sin apartar la mirada de él, se la
agarro con la mano.
El gemido que sale de la garganta de Henry consigue
estremecerme. Echa la cabeza hacia atrás en cuanto
empiezo a mover la mano y por fin la deslizo por debajo de
la tela. Noto sus palpitaciones y oigo sus jadeos, que se
vuelven más intensos a medida que sigo moviendo la mano.
—Emma —exclama a media voz palpándome las rodillas.
Me inclino sobre él, cojo el condón y me aparto lo justo
para poder quitarme las braguitas. Henry tiene la
mandíbula tensa al quitarse los bóxers, lo que parece
realmente laborioso con una sola mano. Le agarro el brazo.
—¿Puedo...?
Henry asiente enseguida. Atrapo el condón entre los
labios mientras le bajo los bóxers. Luego abro el envoltorio
con los dientes y lo miro a los ojos.
—¿Te apetece? —pregunta Henry como siempre.
Asiento.
—¿Y a ti?
—También.
Noto un cosquilleo en los dedos mientras le pongo el
condón. La sensación es distinta a cuando Henry me
aplasta sobre el colchón con todo el peso de su cuerpo. Es
menos ávido y más rápido, más cuidadoso y consciente,
pero no por eso me parece menos excitante. Al contrario.
Los dos contenemos el aliento en el momento en que la
erección de Henry entra dentro de mí. Cuando desciendo
sobre él, recuerdo de repente lo indescriptible que es la
sensación. La presión, ese dulce dolor que desaparece en
cuanto me obligo a relajar los músculos. Intento no cerrar
los ojos, quiero verle la cara. Quiero poder parar si veo que
en algún momento le hago daño. Henry me envuelve la
rodilla con los dedos cuando levanto la pelvis para que
entre mejor. Se agarra con más fuerza y repito el
movimiento. Los párpados se le cierran entre temblores y
abre la boca. Me llena por completo y empiezo a moverme
más deprisa. No sé si le duele o si está a punto de correrse
al ver que aparece una profunda arruga entre sus cejas.
Mueve la pelvis para acercarla más a mí, para entrar
todavía más. Tanto que tengo que echar la cabeza hacia
atrás y morderme el labio inferior para no hacer ruido.
Nuestras respiraciones se aceleran y una fina capa de
sudor recubre su cuerpo cuando deslizo los dedos por su
ingle. Le recorre un temblor que le crispa la espalda y yo
tenso los músculos a su alrededor y noto cómo deja de
moverse. Pasan solo unos segundos antes de que su cuerpo
se relaje de nuevo.
Siento su calor en mi vientre y me da igual no haberme
corrido. No siempre sucede como en las películas, pero no
pasa nada.
Me parece increíble tenderme a su lado y seguir
besándolo hasta que llega el momento en el que tenemos
que levantarnos y vestirnos de nuevo porque Henry tiene
que ir a clase de Latín, y yo, de Francés. Me mira con
intensidad, ya sentado en la cama, mientras me pongo las
medias y la falda de nuevo. Tiene el pelo revuelto y los
labios calientes cuando nos besamos una vez más antes de
salir de su habitación. Una vez fuera, Henry me coge la
mano mientras bajamos de nuevo. Me sonríe, y en mi vida
me he sentido más bonita.
Por unos instantes he temido que se notara que Henry y
yo lo hemos estado haciendo mientras el resto de la gente
estaba sentada en clase. Me he recogido el pelo con mucho
esmero frente al espejo, pero la breve mirada y la sonrisa
de complicidad que me ha dirigido Tori no dejan lugar a
dudas: alguna idea tiene sobre dónde he estado durante la
última hora cuando me siento a su lado. Por suerte, no hace
ningún comentario al respecto.
—¿Henry ya te ha pedido que lo acompañes al baile de
Año Nuevo? —me susurra mientras la señora Barnett
escribe algo en la pizarra.
Titubeo, puesto que en realidad me acabo de enterar de
que hay un baile.
—No.
—Bueno, todavía queda algo de tiempo —comenta—.
Pero no le digas a nadie quién me lo ha pedido a mí.
—¿Sinclair? —supongo.
Tori me mira como si hubiera perdido el juicio.
—Dios, no.
—Silencio, por favor —nos reprende la señora Barnett
volviéndose para mirarnos.
—Me lo ha pedido Valentine —susurra Tori al tiempo que
se muerde el labio inferior, aprovechando que la profesora
se vuelve de nuevo hacia la pizarra.
—¿Valentine? —repito sin dar crédito.
—Sí —me confirma Tori con una amplia sonrisa.
Estoy a punto de preguntarle qué le parece eso a
Sinclair, pero me reprimo.
—Es... es genial, Tori.
—Es encantador. —Suspira, y no puedo evitar pensar en
cómo se enfadó con Henry tras el accidente. Fue un
comportamiento muy poco deportivo. La verdad es que no
acabo de comprender qué le ve Tori a ese chico. Aunque
quizá es distinto cuando están a solas. Su origen familiar y
las expectativas que eso implica sin duda son un factor que
los une, y de verdad deseo que Tori encuentre a alguien
con quien pueda hablar de asuntos como la responsabilidad
y la presión social que siente debido a su apellido.
—Estoy segura de que Henry te lo pedirá —murmura
Tori—. ¿Ya has pensado qué te pondrás?
—Pero si hasta hace un momento ni siquiera sabía que
se celebraba un baile de Año Nuevo.
—Entonces tendremos que ir de compras juntas —
propone realmente emocionada.
—Victoria, Emma, si lo que estáis hablando es tan
interesante, tal vez deberíais compartirlo con todos.
Tori se pone colorada y agacha la cabeza avergonzada.
Antes de que pueda pedir disculpas suena el timbre previo
a un anuncio por megafonía.
—Emma Wiley, por favor, preséntate en el rectorado.
Repito, Emma Wiley, preséntate en el rectorado.
Al oírlo me quedo de piedra. Noto que todos me miran.
En todos los años que llevo estudiando nunca me habían
convocado de ese modo en plena clase. Hasta ahora.
Aunque tampoco había sido culpable de nada. Hasta que se
me ocurrió que sería una buena idea fotografiar el examen
de Matemáticas. Pero al final resultó que nadie se dio
cuenta. ¿O sí? El corazón se me acelera de repente.
Tori me mira con una expresión interrogante, pero
decido ignorarla.
La señora Barnett también parece confundida cuando
me hace una seña para que salga, por lo que seguro que se
trata de otra cosa. Quizá la rectora Sinclair quiere hablar
conmigo sobre Henry. Sí, tiene que ser eso. No hay motivos
para entrar en pánico. Joder, tengo que respirar más
despacio.
No dejo de darle vueltas al tema mientras recorro los
pasillos hasta el rectorado. Quizá me estoy preocupando
innecesariamente. Las rodillas me tiemblan cuando entro
en la antesala. El señor Harper está sentado tras su
escritorio. Levanta la cabeza y me hace una seña.
—Adelante, Emma.
Su tono es amable, o sea que debe de ser algo
inofensivo. O eso, o todavía no sabe qué he hecho.
Me noto los latidos del corazón en el cuello cuando
llamo a la puerta y la abro. Me quedo pálida de repente
cuando veo al señor Ward. Ahora ya estoy segura de lo que
ocurre. Estoy atrapada.
—Emma, gracias por venir —me dice la rectora sin
sonreír. Me siento algo aturdida mientras cierro la puerta
—. Siéntate.
Esto es tan humillante... ¿Habrán llamado ya a mamá?
—Emma, ¿tienes idea de cuál es el motivo de esta
conversación? —me pregunta la rectora Sinclair. Parece
tranquila, mientras que el rostro del señor Ward, como de
costumbre, es impenetrable.
No sé qué hacer. ¿Miento? ¿Confieso con la esperanza
de que así las consecuencias sean más benévolas?
¿Me expulsarán?
No quiero que me expulsen. Lo hice para ayudar a
Henry. Pensando en su futuro, y ahora... Qué tonta he sido.
—No.
Ya lo he dicho, ya no hay nada que hacer. Me quedo
sentada, inmóvil, mientras el señor Ward suelta una risita
despectiva y se cruza de brazos.
—La vi delante de mi despacho, donde tenía los
exámenes de Matemáticas. No quise suponer nada, pero al
corregir su examen me ha parecido evidente que conocía
las preguntas de antemano. No ha cometido ni un solo
error.
—¿Qué? —exclamo—. Pero si no... —empiezo a decir.
«Mierda. Piensa antes de hablar»—. No he visto las
preguntas.
—¿Conque estaba frente a esa sala en la que no se le
había perdido nada por pura casualidad?
—Pero ¡si fue usted quien me convocó allí!
—Le pedí que acudiera a un aula, la 2150 —me
contradice volviéndose hacia la rectora Sinclair—. Siempre
tengo la puerta del despacho cerrada con llave, pero esa
tarde debí de olvidarme. Claro que... ¿cómo podía suponer
que una alumna fuera capaz de hacer algo semejante?
—Pero si no... —intento decir de nuevo.
—¿Puede demostrarlo?
—Basta. Soy yo quien hace las preguntas —se impone la
rectora Sinclair, mirando primero al señor Ward y luego a
mí—. Emma, tengo que tomarme en serio las acusaciones
del señor Ward. Pero también me gustaría oír tu versión de
los hechos. ¿Estuviste en el despacho del señor Ward? ¿Sí o
no?
De repente me noto la boca seca y los labios
entumecidos.
«Di la verdad, di la verdad.»
«Solo empeorarás las cosas, ya has soltado una
mentira.»
—¿Emma?
Trago saliva con dificultad.
—Sí.
Lo digo en voz muy baja, pero me han entendido. En el
rostro del señor Ward aparece una expresión de triunfo,
mientras que la rectora Sinclair parece asombrada por un
momento.
—Pero volví a salir enseguida en cuanto vi que no había
nadie dentro —añado.
—Tiene que haberlo fotografiado —me interrumpe el
señor Ward—. Sin duda llevaba el móvil encima. Busque las
fotos y seguro que...
—De momento es suficiente. —La rectora se impone en
un tono cortante. Cuando me mira y sigue hablando, vuelve
a sonar más amable—. Emma, no podemos controlar tu
móvil en contra de tu voluntad, pero, si nos permites
comprobarlo, podríamos salir de dudas.
Las fotos están borradas. No hay ningún chat que
demuestre que se las mandara a Henry. No hay nada, el
bluetooth no deja rastro, ¿verdad? Si no encuentran nada
en mi móvil, ¿cómo podrá demostrarlo el señor Ward?
Asiento poco a poco. Al salir de clase me he llevado el
móvil, por lo que solo tengo que abrirlo. En la pantalla veo
varios mensajes de mamá. Solo les echo un vistazo rápido,
pero me basta para comprender que la rectora Sinclair ya
ha hablado con ella.
Estoy a punto de entregar el móvil, pero alguien llama a
la puerta. La rectora Sinclair todavía no ha dicho nada
cuando la puerta se abre de repente.
Es Henry, con el rostro inexpresivo. Me lanza una
mirada rápida, y el corazón me da un vuelco. Al ver al
señor Ward y que tengo el móvil en la mano, parece que ata
cabos de inmediato.
—Fui yo —afirma.
Pero ¿qué hace?
Me pongo en pie de un respingo mientras Henry cierra
la puerta y se acerca. Tiene la espalda muy erguida, los
hombros muy tensos.
—Henry, no puedes...
—No, no lo entiende —interrumpe a la rectora—. He
oído el aviso por megafonía. Es por lo del examen de
Matemáticas, ¿verdad?
—Ahora estamos hablando con la señorita Wiley —sisea
el señor Ward, pero Henry no se inmuta. Intento llamarle la
atención con la mirada, pero no consigo que se fije en mí.
—Emma me vio en el despacho del señor Ward. Se
dirigía a la reunión a la que la había convocado para hablar
de las notas de Inglés. Yo estaba desesperado por el
examen y cometí un error. Lo siento.
—¡Miente! —exclamo volviéndome hacia la rectora
Sinclair—. No es cierto, él no ha hecho nada. Fui yo la que
fotografió el examen. Entré en aquella sala, vi las hojas
sobre la mesa y no quería hacerlo, de verdad que no quería,
pero pensé en Henry y decidí hacer algo para ayudarlo.
Solo tenía intención de ayudar. Estuvo mal y lo lamento,
pero él no ha hecho nada —confieso. No sé en qué
momento he empezado a llorar, pero noto que no podía
seguir conteniéndome.
—Fue ella —repite el señor Ward.
—¡Silencio! —grita la rectora Sinclair masajeándose las
sienes—. Dios, todo esto no puede ser verdad —se lamenta
mirándonos a Henry y a mí alternativamente.
Me quedo helada cuando Henry saca su móvil de la
cartera, lo desbloquea y lo deja sobre el escritorio. Me
vuelvo hacia él cuando veo las fotos. ¿Cómo es posible que
todavía las tenga? ¿Es que ha perdido el juicio?
Henry niega con la cabeza mientras la rectora Sinclair y
el señor Ward se inclinan sobre su móvil.
—Lo siento —repite, y de repente ya no puedo respirar.

Henry

He sabido lo que ocurría cuando estaba en clase de


Latín y he oído que convocaban a Emma en el rectorado
por megafonía. Se me ha activado el piloto automático, ni
siquiera me lo he planteado. Me he levantado y el señor
Ringling me ha permitido salir antes de clase.
No podía correr porque el puto hombro todavía me
duele, aunque ahora mismo ni siquiera lo noto. Solo existe
el vacío mientras Emma me mira, horrorizada, al ver que
he dejado el móvil encima de la mesa. El móvil con las
fotografías que borré, pero que no eliminé de la papelera
de reciclaje. Porque algo me decía que todavía podía
necesitarlas. Es una prueba, pero ningún profesor puede
revisar mi móvil sin mi consentimiento. Lo sé desde que
hace dos años hubo un incidente que implicó a una chica de
séptimo llamada Colette y el señor Ward no tuvo más
remedio que dejarlo pasar.
Sin embargo, ahora lo están viendo porque yo me he
prestado a ello. Porque llevo seis años en esta escuela y mi
historial es impoluto. Porque soy prefecto y, joder, porque
he perdido a mi hermana. Si tiene que cargársela alguien,
me la cargaré yo. Pero no Emma, que apenas lleva dos
meses aquí. Sabía que ella no lo comprendería y
seguramente he sido algo imprudente, pero tengo que
hacerlo. Del mismo modo que ella hizo lo que hizo sin que
yo se lo pidiera.
Sus labios articulan mi nombre sin emitir ningún sonido,
pero yo niego con la cabeza.
—Lo siento —me disculpo cuando la rectora Sinclair
levanta la vista de mi móvil para mirarme.
En cuanto detecto la decepción en sus ojos sé que la
treta ha funcionado.
—Henry —me dice despacio.
—No es cierto —asegura Emma una vez más. Tiene que
parar de llorar, no puedo soportarlo más—. Por favor, yo...
Lo que dice no es cierto.
—Emma, dame tu móvil, por favor —le reclama la
rectora esforzándose por mantener la calma.
Emma se muerde el labio inferior mientras se lo
entrega. Parece tan desesperada que soy incapaz de
mirarla.
—Nada —murmura la rectora Sinclair mirando al señor
Ward.
—Entonces ella ha sido la instigadora, seguro —la acusa
este echando chispas por los ojos.
—¿No ha dicho que había visto a Emma saliendo de su
despacho?
—Estaba delante —insiste el señor Ward.
—¿Y Henry? ¿Estaba también allí?
—No... —responde el señor Ward titubeando.
—Fui lo suficientemente rápido —afirmo. No sabía que
fuera capaz de mentir tan bien—. Oí su voz cuando ya había
doblado la esquina. Fue un alivio que nadie me hubiera
visto, pero... No estuvo bien.
—Henry... —susurra Emma.
Reprimo el impulso de apretar los puños. «No
demuestres ningún sentimiento.»
—De acuerdo, Emma —dice la rectora Sinclair
devolviéndole el móvil—. Vuelve a clase, por favor.
—¿Qué? —exclama—. No, yo...
La rectora Sinclair pulsa una tecla de su teléfono.
—¿Sería tan amable de entrar y acompañar a la señorita
Wiley, por favor?
Emma alterna miradas entre la rectora y yo, atónita, y
entonces el señor Harper entra en la sala.
—Y ¿ahora qué? Quiero decir...
—Emma, no te preocupes por eso. Informaré a tu madre
de que ha sido una falsa alarma y de que no es necesario
que venga.
Durante un momento parece como si Emma esté a punto
de oponerse. Pero sabe tan bien como yo que no puede
hacer nada más.
Rehúyo su mirada cuando sale del despacho
acompañada del señor Harper.
—Siéntate, por favor —me ordena la rectora señalando
la silla vacía frente a su escritorio. A continuación mira al
señor Ward—. Usted también puede marcharse —le indica,
y al ver que el profesor abre la boca para protestar, ni
siquiera le permite articular palabra—. Por favor.
Sostengo la mirada lóbrega que el señor Ward me lanza
al pasar por mi lado. Quería meter en problemas a Emma y
le daba igual el motivo. Estoy seguro de ello mientras tomo
asiento.
—Henry, no sé qué decir —comenta la rectora Sinclair
mientras pasea de un lado a otro de su despacho como
suele hacer siempre que tenemos que discutir sobre algún
asunto importante como rectora y prefecto. Sin embargo,
ahora he infringido las reglas y es ella quien debe
castigarme—. ¿Cómo han llegado esas imágenes a tu
móvil?
—Las hice yo.
Se me queda mirando y espera unos segundos como si
quisiera concederme una última oportunidad de arreglar
las cosas.
Yo guardo silencio.
—¿Por qué demonios...?
—Tenía miedo. Me había perdido muchas clases y temía
no poder sacar una buena nota en Matemáticas. Me estoy
jugando el acceso a la universidad.
—Así es, Henry —conviene la rectora Sinclair. Su tono es
insistente, tiene las manos apoyadas en el escritorio y el
cuerpo algo inclinado hacia delante—. Está en juego tu
futuro, tu plaza en la universidad. Y tendré que dejar
constancia de que tu expediente está falseado. Y por si
fuera poco, te acababa de amonestar. ¿Tienes claro lo que
eso significa? —No puedo seguir asintiendo—. Y no lo haría
si se tratara de un asunto menor —prosigue—, pero esta
clase de trampas no pueden tolerarse en la academia. Me
rompe el corazón, Henry, pero no me dejas otra opción.
Un sudor frío se apodera de mí.
Soy el prefecto. Soy el mejor amigo de su hijo. Acabo de
perder a mi hermana.
No puede...
«Pero, Henry, ¿qué te has creído? ¿Que puedes hacer lo
que te plazca? ¿Que estás por encima de las reglas?»
La rectora Sinclair me mira negando sin dar crédito
antes de enderezar la espalda de nuevo.
—Henry, tengo que apartarte de las clases de la
Dunbridge Academy durante un tiempo indeterminado.
33

Henry

Hay muchas cosas que me dan miedo. Las


enfermedades, la muerte, perder a alguien cercano. La
soledad. El estancamiento, no hacer nada significativo. Y
parece ser que la expulsión de la escuela también está en la
lista.
La rectora Sinclair me mira con seriedad mientras me
pongo en pie poco a poco. Su voz todavía resuena en mi
cabeza.
«Tengo que apartarte de las clases de la Dunbridge
Academy durante un tiempo indeterminado.»
Toca subir a mi cuarto para hacer la maleta y ordenar la
habitación. Quiero despertarme de una vez de esta
pesadilla.
—Lo siento —digo, aunque en realidad no es eso lo que
quiero decir. Ni mucho menos. Porque implica rendirse, y
por el peor de los motivos posibles: porque no hay más
remedio.
Mi voz jamás había sonado tan apagada. Es como si me
diera igual lo que digo, aunque no es el caso ni mucho
menos. Lo que siento es cualquier cosa menos indiferencia.
«¿Qué has hecho, qué has hecho, qué has hecho?»
Lo correcto, nada más. ¿O tal vez no? Hasta ahora
estaba seguro de ello, pero empiezan a asaltarme las
dudas.
Me doy la vuelta, agarro el pesado pomo de acero negro.
No sé cómo me sostienen aún las piernas, ni de dónde saco
fuerzas para empujar la puerta de madera oscura y salir del
rectorado sin perder la compostura. No lo sé. Ya no sé nada
de nada.
Oigo voces en el pasillo, risas que resuenan en los altos
techos y las paredes, el sonido de pasos apresurados sobre
las viejas losas desiguales en las arcadas. Los rayos de sol
entran por las ventanas de arcos ojivales y hacen relucir el
polvo suspendido en el aire.
Veo rostros que se vuelven hacia mí, compañeros y
compañeras que me sonríen y me saludan como siempre,
pero yo no les devuelvo el saludo porque no me siento
capaz. Paso por su lado, vagando sin rumbo. Tengo que
marcharme, pero no sé adónde, porque ya no tengo hogar.
Llegar a esta conclusión me sienta como un puñetazo en
la boca del estómago, pero es la verdad. Durante unos
segundos creo que tendré que detenerme pues me retuerzo
de dolor, pero sigo adelante de todos modos.
Mis pies vuelan sobre las losas siguiendo un camino que
podría recorrer con los ojos cerrados. Cruzo el patio y llego
al ala de los chicos; la hiedra trepa por la fachada de
ladrillo rojo, entre celosías elevadas, techos oscuros y
torres puntiagudas. Lo veo todo, pero ya no siento nada. Al
subir por los escalones gastados me encuentro con alumnos
de noveno que reducen el paso al verme, y luego, cuando
ya han pasado de largo, echan a correr de nuevo hasta
abajo. La pesada puerta de madera oscura que da a nuestra
ala está cerrada, tengo que apoyar todo mi peso para
abrirla; después me saco la llave del bolsillo de los
pantalones y abro la puerta de mi habitación.
Silencio.
Y luego cojo la maleta que guardo junto al armario y
empiezo preparar el equipaje.

Emma

Corro por los pasillos y todo me parece una grotesca


repetición de este momento hace varias semanas, cuando
Henry se enteró de que su hermana había muerto y fue a su
habitación para hacer la maleta. Igual que ahora, me ha
mandado un mensaje para contármelo. En cuanto ha
sonado el timbre del descanso he salido corriendo hacia el
ala este.
—¿Henry? —lo llamo mientras golpeo su puerta con el
puño. Me importa todo una mierda.
Retrocedo un paso cuando me abre y reconozco el dolor
en su rostro. Tras él hay una maleta medio llena en el suelo
y sus cosas esparcidas por toda la habitación. Al menos
todavía no ha terminado de hacer el equipaje. Al final
resultará que la maldita lesión del hombro tendrá algo
bueno.
—¿Te has vuelto loco? —susurro.
—Emma —empieza en voz baja, pero niego con la cabeza
y no le dejo continuar.
—¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué has dicho que fuiste
tú? ¿Por qué todavía guardas esas putas fotos en el móvil?
Henry no retrocede cuando me planto frente a él. Tengo
ganas de golpearle el pecho con los puños, de hacerle daño.
Quiero que entienda hasta qué punto ha metido la pata.
—No había otra opción.
—¡Claro que la había! No tenían pruebas. Yo ya no tenía
las imágenes en el móvil. La rectora Sinclair estaba de mi
lado, me creía, habría...
—Emma —me interrumpe, y me entran unas ganas locas
de echarme a llorar—. No tenía ningún sentido. Tarde o
temprano nos habrían pillado y luego las cosas habrían sido
mucho más complicadas.
—No, no es cierto, ¿es que no lo entiendes? —pregunto
desconcertada—. ¿Te han apartado de las clases?
—Así lo estipulan las reglas —constata, y me pone de los
nervios que actúe con tanta serenidad. Cuando se da la
vuelta y se pasa la mano por el pelo, veo que se deja llevar
por las emociones por primera vez desde que ha entrado en
el rectorado hace un rato—. Joder, sí, tampoco me
imaginaba que lo acabaría haciendo. Creía que en mi caso
haría la vista gorda por todo lo que..., bueno, ya sabes.
—¡No lo entiendo! Es que es una tontería tan grande,
deberías...
—Lo he hecho por ti —me dice, y esas palabras me
sientan como un puñetazo en el estómago. Porque las
recuerdo perfectamente. Solo que la última vez salieron de
mi boca y no de la suya.
Henry queda desdibujado frente a mis ojos por culpa de
las lágrimas.
—Pero yo no te lo he pedido, joder —susurro.
—Ya lo sé, Emmi.
—¿Y ahora qué? —pregunto mientras me seco las
lágrimas—. Que te aparten..., ¿significa eso que te han
expulsado?
—Significa que temporalmente no podré ir a clase. Al
menos hasta que se discuta el asunto en el consejo —dice, y
ni siquiera tengo que preguntar a qué consejo se refiere,
porque él mismo decide explicármelo—. Está formado por
la asociación de padres de alumnos, antiguos profesores y
patrocinadores importantes.
Un atisbo de esperanza.
—¿Eso significa...?
—Desde que estoy aquí ha habido unos cuantos casos
que tuvieron que ser debatidos frente al consejo. Dos de
ellos, por fraude académico. Y en los dos casos
abandonaron la escuela por voluntad propia.
Niego con la cabeza.
—Pero tú eres prefecto, seguro que...
—Emma.
—No —lo contradigo. No estoy dispuesta a aceptarlo. Es
la Dunbridge Academy, el hogar de Henry, su futuro, todo a
la vez, y ahora mismo pende de un hilo por mi culpa. Tengo
que hacer algo, lo que sea.
—Theo no tardará en pasar a recogerme —me cuenta
Henry—. Debería seguir preparando el equipaje.

Henry

Maeve siempre se había burlado un poco del hecho de


que Theo y su novia vivan en una casa adosada de alquiler
en Saint Andrews, y no en un piso de estudiantes o en una
residencia universitaria, pero suena más decadente de lo
que es en realidad. La casa sin duda necesita alguna que
otra reforma, pero tiene un pequeño jardín trasero y se
adapta perfectamente a las necesidades de Theo y Harriett.
Cuando Theo cumplió los veintiuno a principios de año,
Maeve dijo que era el tío de veintiún años más viejo del
mundo. Yo tenía dieciséis y no lo comprendí. Ahora ya
tengo diecisiete, Theo casi veintidós y Maeve ya no está
viva. No contaba con que Theo tuviera una foto nuestra en
un estante del salón. Es una imagen en la que no salen ni
mamá ni papá, solo nosotros tres. Creo que nos la sacaron
durante las vacaciones de Navidad en Ciudad del Cabo,
hace dos años. Maeve acababa de entrar en la universidad
y había descubierto que allí a nadie le importaba si llevaba
el pelo corto y teñido de gris. El color se perdió
relativamente rápido y luego optó por un tono cobrizo.
Cuando murió llevaba su color de pelo natural: un
castaño oscuro que adoptaba tonos rojizos según le daba la
luz. El mismo tono que tenemos Theo y yo.
—Perdona el desorden —se disculpa Theo por detrás de
mí—. Después de los últimos exámenes todavía no he
tenido tiempo de adecentar la casa.
Asiento mientras observo el montón de papeles que hay
sobre la mesa del comedor, que no encaja con el orden
inmaculado que reina en el resto de la casa.
—Puedes dormir en la habitación de invitados.
Le debo la vida. Esta vez, de verdad. Theo ha pasado a
recogerme sin preguntar nada después de recibir mi
llamada.
—Gracias —respondo, y me quedo plantado en el centro
de la habitación. Nunca había estado aquí solo con él y con
Harriett. Es asombroso lo distinta que puede parecer una
casa según la gente que haya dentro. Con mis padres y con
Maeve, que siempre encontraba las palabras justas para
evitar que Theo y yo tuviéramos que afrontar el hecho de
que no sabíamos qué decirnos, en cierto modo era más
cómodo.
Durante el trayecto desde el internado me ha
preguntado qué había sucedido exactamente. No me ha
dicho nada cuando le he contado la versión en la que Emma
no tiene nada que ver. Estoy seguro de que a Theo no le
parecerá nada bien la idea de que hiciera trampas en un
examen a pesar de ser prefecto. Él no habría hecho jamás
nada semejante. Pero yo no soy como él.
—Te subo las cosas.
—Puedo hacerlo yo —indico dándome la vuelta.
—Con ese hombro, mejor no —se limita a decirme.
—Tengo el otro brazo.
—Henry, tú siéntate. ¿Necesitas hielo? Deberías
aplicarte frío con regularidad, aunque no te duela.
—Ya lo sé —replico. ¿Por qué soy así? Theo se me queda
mirando un momento y luego coge mi maleta.
Me dejo caer sobre una silla del comedor mientras él
sube la escalera. Me paso la mano derecha por la cara.
Tengo ganas de llorar, porque todo se ha ido a la mierda.
Me han apartado de las clases y no sé qué ocurrirá a
continuación: no sé si solo pasarán unos pocos días antes
de que tenga que comparecer ante el consejo, si me
permitirán reincorporarme a las clases o si la academia se
ha terminado para mí.
—¿Todo bien?
Reacciono con un sobresalto. ¿Cómo puede ser tan
rápido? Theo se me queda mirando mientras se me acerca.
—Sí —respondo tragando saliva. Me duele la cabeza.
Quiero dormirme y no tener que seguir pensando en todo
esto.
Theo titubea. Se sienta en una silla a mi lado y me
abraza. Así de sencillo. Y empiezo a llorar.
—Yo también la echo de menos, Henry —me asegura—.
Y no se me da bien hablar sobre lo que siento, pero me da
miedo que acabemos perdiéndonos ahora que ya no está
con nosotros.
Yo también comparto ese miedo y debería decírselo,
pero no puedo. ¿Por qué hablar resulta más complicado
cuantas más cosas quieres decir? Quizá Theo pueda
explicármelo. Nunca ha sido un tío de muchas palabras.
—Siempre he envidiado lo unidos que estabais —me
confiesa para mi sorpresa. En este momento comprendo
que, al fin y al cabo, Theo y yo nunca hemos sido tan
distintos como creíamos. Que yo estaba celoso de él y él de
mí. Porque es cierto, éramos tres hermanos, pero Maeve y
yo formábamos una unidad. A pesar de que nos separara
una diferencia de edad mayor, o quizá precisamente por
eso—. Pero nunca quise que pensaras que no me
importabas. Durante los últimos años siempre he estado
ocupado con una cosa u otra, pero ahora lamento no haber
pasado más tiempo contigo —me explica; después suelta
una carcajada exenta de alegría—. Es que, a ver, ¿cuándo
nos hemos visto desde que salí de la Dunbridge Academy?
Durante las vacaciones con mamá y papá, pero ¿aparte de
eso? Casi nunca, y eso que tampoco vivimos tan lejos el uno
del otro.
—Lo sé —convengo tragando saliva—. Lo siento mucho,
yo...
—No, Henry, soy yo quien lo siente. Creo que por mi
culpa tú no lo has tenido nada fácil. En el internado, sobre
todo. Pero estoy orgulloso de que hayas entrado en el
equipo de rugby y que te estés labrando tu propio camino.
Estoy orgulloso de ser tu hermano. Y debería habértelo
dicho mucho antes, pero puedes acudir a mí si necesitas
hablar. Te lo digo ahora, y espero que no sea demasiado
tarde.
Me escuecen los ojos, tengo que cerrarlos un momento.
—Durante mucho tiempo pensé que tenía que ser como
tú para que mamá y papá estuvieran orgullosos de mí.
Theo niega con la cabeza.
—Eso es una tontería y lo sabes. Mírate, pero si eres
prefecto.
—Me han apartado de las clases —susurro, y Theo no
repone nada. Durante unos momentos nos quedamos los
dos callados, y luego hundo la cara en las manos y no
puedo evitar reírme, porque todo me parece de lo más
absurdo.
—No lo has hecho porque sí —constata Theo, lo que me
obliga a levantar la cabeza—. Eso de mangar un examen no
encaja para nada contigo. Tú nunca harías algo así en
beneficio propio.
Me muerdo el labio inferior y me encojo de hombros.
—¿Es por esa chica? —me pregunta.
—Emma —digo enseguida sin proponérmelo. En realidad
no quería que Theo se enterara de cómo se han embrollado
las cosas. Pero ahora sí quiero contárselo. Porque es
evidente que me conoce más de lo que yo creía.
—Emma —repite Theo, y su voz suena
sorprendentemente afable. Cuando se me queda mirando,
suelto un suspiro.
—Es complicado.
—No hace falta que me lo expliques, pero quería decirte
que siempre he admirado tu altruismo. Siempre estás
dispuesto a ayudar a los demás —me dice, y me doy cuenta
de que no resulta fácil para él pronunciar una frase como
esa. Cuando me mira de nuevo se me pone la piel de gallina
—. Eres igual que Maeve, y siempre lo serás. Hay días en
los que me costaba mirarte por lo mucho que me
recordabas a ella.
—A mí me ocurre lo mismo contigo —confieso sin
dudarlo ni un segundo—. Tienes la misma determinación y
pasión que ella. «¿Qué haría Theo?», se preguntaba
siempre que no sabíamos qué hacer.
Una sonrisa asoma en su rostro.
—No es justo que ya no esté aquí. Nunca lo será —
aseguro, y esas palabras me dejan un sabor amargo en la
boca, pero continúo hablando de todos modos—: Pero
Maeve querría que siguiéramos adelante. Juntos.
—Si tú lo dices...
—Maeve también lo habría dicho.
Me seco con la manga el rastro que una lágrima me ha
dejado en la mejilla.
Theo sonríe.
—Pues sí.
34

Emma

Los cuchicheos en el internado han adquirido una


dimensión completamente nueva desde que empezó a
correr el rumor de que habían apartado a Henry de las
clases. Al día siguiente apenas puedo tragar bocado
durante el desayuno, seguramente porque sé que mamá
aterrizará en Edimburgo esta misma mañana. Después de
que Henry se sacrificara por mí, fueron sus padres los
convocados a una reunión (en su caso, virtual) con la
rectora Sinclair. Sin embargo, eso no ha servido para
disuadir a mamá de venir de todos modos cuando le conté
lo que había ocurrido en realidad.
Como es comprensible, Tori y Sinclair están
consternados. Y todavía se quedan más perplejos cuando
les cuento en el comedor lo que de verdad sucedió con el
examen. Se nos hace tarde, y la mayoría de los sitios a
nuestro alrededor ya están vacíos.
—Pero sí que es su despacho —afirma Sinclair—. Si te
convocó allí, ¿por qué no estaba presente y por qué se dejó
las preguntas a la vista?
Me encojo de hombros.
—Según él, me dijo otro número de sala, la 2150.
Tori asiente.
—Esa es la pequeña sala de seminarios, una vez me
reuní allí con él.
—Pero juraría que en realidad me dijo que fuera a su
despacho —comento bajando la voz un poco al ver que
pasan por nuestro lado unos alumnos de décimo.
—Es que lo dijo.
Me sobresalto. Tori, Sinclair y yo nos volvemos los tres
al mismo tiempo. Grace está detrás de nosotros, con una
bandeja en la mano.
—Lo siento, pero no he podido evitar oírlo. Y realmente
lo dijo. Hace poco, tras aquella sustitución en la clase de
Política, ¿verdad? Yo también lo oí, y te dio el número de su
despacho.
Clavo la mirada en Grace.
—¿Qué número de sala dijo? ¿Te acuerdas de eso?
—La 2350 —responde sin dudar ni un segundo.
Me vuelvo hacia Sinclair y Tori.
—¿Lo veis?
—Quizá se equivocó —supone Tori.
Sinclair se me queda mirando fijamente y luego
verbaliza justo lo que estoy pensando.
—O quizá lo hizo a propósito.
—¿Qué? ¿Por qué tendría que haber dicho el número de
su despacho si allí guardaba los exámenes...? —se pregunta
Tori alternando la mirada entre Sinclair y yo—. Un
momento, ¿estáis insinuando que...?
—Para que Emma los viera —constata Sinclair.
—¿Y no tenía el despacho cerrado con llave? —pregunta
Grace.
Niego con la cabeza.
—No. Llamé a la puerta y entré al ver que nadie
respondía. Y entonces fue cuando vi los exámenes allí
encima.
—¡Qué fuerte! —suelta Grace—. Sin duda mencionó su
despacho, incluso dijo el número dos veces para
confirmarlo. Si lo sé tan bien es porque estaba grabando
una story de Instagram y se le oía de fondo.
—¡Espera, ¿cómo dices?! —exclamo, y mis cubiertos
tintinean cuando los suelto sobre la bandeja—. ¿Grabaste
en vídeo cómo lo decía?
Grace se me queda mirando.
—Sí, yo... quería hacer un reel y...
—¿Todavía lo tienes?
—No lo sé. Lo colgué sin sonido, pero quizá aún tengo el
original en el móvil.
—¿Podrías comprobarlo? —le suplico con voz
temblorosa. Grace me mira como si me faltara un tornillo—.
Por favor, sería de gran ayuda. Para mí, pero sobre todo
para Henry.
En este momento parece como si Grace hubiera
encajado las piezas en su cabeza.
—Espera, ¿esto tiene algo que ver con el hecho de que lo
hayan apartado de las clases?
Titubeo, pero luego decido que lo mejor será
simplemente contarle la verdad.
—Vi el examen y me di cuenta de que era el que nos
pondría en Matemáticas. Y que Henry tenía que hacerlo.
Me daba miedo que volviera a entregar una hoja en blanco
y que suspendiera. Por eso fotografié las preguntas.
—¿Y el señor Ward te pilló?
—No, cuando dobló la esquina y me encontró, yo ya
había salido de su despacho y estaba en el pasillo.
—Porque quiso darte tiempo de sobra para que cayeras
en su trampa —interviene Sinclair.
Me encojo de hombros.
—Sea como sea, se lo conté a Henry y nos peleamos, por
lo que borré las fotos. Pero él también las tenía en su móvil
porque se las había mandado —explico, y he de hacer una
pausa para tragar saliva—. Ayer me convocaron en el
rectorado porque el señor Ward le contó a la rectora
Sinclair que yo había robado las preguntas. No podía
demostrarlo, y luego llegó Henry y le enseñó las imágenes
que aún guardaba en el móvil, asegurando que había sido
él.
—¿Qué? —exclama Grace en un tono realmente agudo—.
Pero ¿por qué hizo eso?
Para protegerme. No lo digo, no digo nada, pero Grace
me mira y estoy segura de que lo comprende de inmediato.
Porque conoce a Henry desde hace muchos años y sabe que
haría cualquier cosa para ahorrarles problemas a los
demás.
—De acuerdo —dice, y acto seguido deja la bandeja
sobre la mesa y saca el móvil. Pasa unos segundos
buscando y luego lo tiende hacia mí para mostrármelo. Tori
y Sinclair se ponen de pie de un respingo y se inclinan
hacia mí cuando empiezo a reproducir el vídeo. Es un selfi
suyo y de Olive; luego Grace muestra el pasillo y una de las
ventanas del patio. De fondo se oye el típico murmullo de
voces de las pausas entre clase y clase. Risas, fragmentos
de conversaciones. Subo el volumen y contengo el aliento.
En efecto, no se oye muy clara, pero sin duda es la voz del
señor Ward.
«Venga a verme el miércoles que viene a las cinco de la
tarde a mi despacho. De acuerdo. ¿Sabe dónde está? No.
Habitación 2350, en el edificio antiguo.»
Intercambio una mirada con Grace, y luego oigo mi
propia voz repitiendo el número de la sala y un «sí» del
señor Ward confirmándolo antes de que termine el vídeo.
—De verdad lo dijo —murmura Tori mirándome—. O sea
que no ha sido ninguna confusión.
—No hay duda de que sabía lo que decía —añade
Sinclair.
—Pero ¿por qué lo hizo? ¿Tiene algo contra ti? —
pregunta Grace. Noto los tres pares de ojos clavados en mí.
Sí, ¿por qué? Porque quiere librarse de mí, porque desde la
primera hora que me tuvo en clase había algo que me ponía
nerviosa. Debo saber la verdad de una vez por todas.
Los demás me siguen mirando cuando me levanto.
—Tengo que hacer una llamada...
Tenía los dedos sudorosos mientras tecleaba el número
que querría no haber tenido que marcar jamás. Pero lo he
hecho y me ha sorprendido que respondiera enseguida. Y
que se prestara a encontrarse conmigo este mismo
mediodía en una cafetería de Edimburgo.
Mamá me atraviesa con una mirada penetrante cuando
baja del taxi que la ha traído desde el aeropuerto al
internado.
Trago saliva cuando se me acerca. Para mi sorpresa, me
da un abrazo.
—¿En qué demonios estabas pensando? —me pregunta.
Cierro los ojos antes de responder.
—Solo quería ayudar —susurro. Noto una presión en el
pecho que me impide respirar cuando pienso que lo que
conseguí fue todo lo contrario. Que por mi culpa han
apartado a Henry de las clases y está viviendo con su
hermano en Saint Andrews.
—Creía que eras más sensata —me dice mamá mientras
el taxi da la vuelta para marcharse—. Mira que fotografiar
las preguntas del examen... Dios, Emma.
—Lo sé —reconozco apretando los puños—. Estuvo mal y
me arrepiento. Pero quizá no habría llegado tan lejos si me
hubieras contado la verdad desde el principio —le explico.
Al ver que mamá titubea, sé que voy bien encaminada—.
No fue ninguna coincidencia que el señor Ward me
mandara a esa sala. Una amiga lo tiene grabado en vídeo,
se oye cómo me dice el número de sala, puedo demostrarlo.
Y él asegura que no fue así. Quería que encontrara esos
exámenes.
Mi madre se me queda mirando sin decir nada.
—¿Por qué lo haría, mamá? —le pregunto. No me gusta
hablarle así, pero tengo que saber de una vez por todas lo
que significa todo esto—. ¿Por qué tengo la impresión
desde el primer día de que el señor Ward quiere librarse de
mí?
—Emma, todo esto es...
—Complicado, ya lo sé. Pero ya no se trata de un asunto
entre tú, papá y él. Han apartado a Henry de las clases. Por
mi culpa. Porque decidió cargar con toda la responsabilidad
y yo no podía demostrar que no había sido él. Por eso
necesito saber la verdad. ¡Su graduación está en juego, ¿lo
entiendes?! —exclamo con lágrimas de rabia en los ojos—.
Nos encontraremos con papá a las doce en Saint Giles, en
Edimburgo. Allí podréis contármelo todo.

Ya está allí cuando abro la puerta. Se levanta cuando


nos acercamos a él. En su rostro detecto la sorpresa que se
lleva al ver a mamá.
—Hola —lo saludo antes de sentarme—. Gracias por
haber aceptado venir aunque te haya avisado con tan poca
antelación.
—Ningún problema —responde mi padre mirando a
mamá en todo momento. No estoy segura de cuándo fue la
última vez que se vieron. Solo sé que temía que mamá
reaccionara mucho peor. Es posible que la esté enfrentando
con su pasado, pero en estos segundos tengo claro que ha
construido una vida nueva y que él no puede hacerle más
daño.
—Hola, Jacob —dice ella, muy serena, mientras toma
asiento.
—Laura —repone mi padre, luego se aclara la garganta
y se sienta de nuevo—. No sabía que tú también...
—He aterrizado hace poco. Emma quería que
tuviéramos esta conversación los tres y creo que tiene
sentido.
Le lanzo una breve mirada de reojo.
—Bien —dice mi padre asintiendo—. Bueno, y... ¿cómo
estás?
—Muy bien, gracias —responde. Ella no le devuelve la
pregunta, no se interesa por él, sino que levanta la mano
para llamar a un camarero. No se me escapa cómo la
mirada de mi padre la recorre sin parar cuando mi madre
pide un espresso. Lo veo distinto que la última vez en
Glasgow.
El camarero se me queda mirando.
—Para mí, un té. English Breakfast, por favor —
murmuro, porque es el que Henry habría pedido y lo echo
de menos. Su ausencia me duele de verdad. No sé qué
estará haciendo, solo sé que se encuentra en casa de su
hermano. No me gusta nada estar sentada en una cafetería
de Edimburgo con mis padres divorciados en lugar de con
él.
—¿Cómo te va en la escuela? —quiere saber mi padre
cuando el camarero ya se ha marchado.
No sé si de verdad quiere saberlo, por mucho que ahora,
sobrio y de día, parezca una persona completamente
distinta. Quizá debería alegrarme que al menos me lo haya
preguntado, pero no tengo tiempo para charlas de cortesía.
—Me gustaría que me respondierais a una pregunta —
declaro mirando fijamente a mi padre—. Y necesito la
verdad. Es importante. Para mí... y para un amigo que se ha
metido en problemas por mi culpa.
—¿Y estás segura de que yo te puedo ayudar? —
pregunta mi padre.
—Sí —respondo, y trago saliva antes de continuar—:
Alaric Ward, mamá y tú. ¿Qué ocurrió entre vosotros?
Mi padre titubea, mirándonos a mamá y a mí
alternativamente.
—Biscuit, eso no es asunto tuyo.
—Debería saberlo —opina mamá—. Todo. Tanto secreto
ya ha hecho suficiente daño. —Mi padre se la queda
mirando—. Es su profesor.
—Y me odia —añado—. Quiero saber qué motivos tiene
para odiarme.
Cuando el camarero nos trae las bebidas, el silencio me
parece insoportable.
—El motivo soy yo —afirma mi padre, y mamá no lo
contradice, se limita a remover su espresso—. Y lo siento,
lo siento mucho, de verdad. El accidente fue culpa mía.
—¿Qué accidente? —pregunto.
Mi padre me mira con una expresión vacía en el rostro.
—Estábamos en el último año. Al se acababa de sacar el
carné de conducir y su padre le dejó uno de sus coches.
Íbamos cinco: tu madre, dos amigos, él y yo. Era un sábado
por la noche y fuimos a la ciudad a tomar unas cervezas. Al
no bebió nada, pero lo convencí para que me dejara
conducir a la vuelta. Era una carretera por la que nunca
había mucho tráfico. Él no quería, pero a los demás les
pareció buena idea y acabó cediendo. Yo quería
impresionar a tu madre, y también a él y a los demás.
»Y entonces ese corzo cruzó la carretera de repente.
Alaric intentó hacerse con el volante, pero yo lo impedí. Y
chocamos contra un árbol que había junto a la carretera. —
Se calla un momento y me lo quedo mirando. No sé qué
decir. Y eso que se me ocurren mil preguntas a la vez—. Tu
madre y los otros dos salieron bastante bien parados. Una
conmoción cerebral, quizá, pero nada trágico. Yo tampoco
me hice gran cosa, pero Al... Por la parte del acompañante
el coche quedó como un maldito acordeón. El espacio para
los pies simplemente desapareció. Nunca olvidaré cómo
gritaba de dolor. Fue un alivio cuando por fin perdió el
conocimiento. Más tarde dijeron que tuvo suerte de que no
hubiese que amputarle la pierna.
Las fotos del anuario. El señor Ward, que en algún
momento deja de aparecer y luego se le ve de nuevo ya con
bastón. Y mi padre ya no salía en ninguna fotografía más.
—¿Te echaron de la escuela? —pregunto. No entiendo
cómo puedo preguntarlo tan tranquila. ¿Todo aquello de la
música no era más que una fachada y no el verdadero
motivo por el que no llegó a graduarse?
—Hui antes de que pudieran expulsarme. Tenía
diecisiete años y estaba asustado. Sobre mi conciencia
pesaba el hecho de haber estado a punto de matar a mi
mejor amigo, no podía quedarme allí. Los médicos dijeron
que podría volver a correr, pero nunca como antes. Era uno
de los corredores más rápidos de la escuela. Quería
estudiar Ciencias del Deporte y yo arruiné sus planes solo
porque quise impresionar a los demás.
«Quería estudiar Ciencias del Deporte...»
La mirada del señor Ward cuando me veía salir a correr
al amanecer con Henry. La tensión evidente durante la
reunión con mi madre.
Quiero preguntarle a mamá por qué nunca me había
contado nada. Quiero gritar y reprochárselo. Pero no lo
hago. No frente a mi padre.
Eran amigos, sufrieron un accidente y la culpa fue de mi
padre. Ese es el motivo por el que el señor Ward está tan
amargado. Y luego la hija de ese hombre que le arruinó el
futuro llega a la escuela exhibiendo lo que él jamás podrá
volver a hacer.
—¿Y nunca te has disculpado? —pregunto poco a poco.
Mi padre niega con la cabeza.
—Pero ¿por qué no?
—¡Porque soy un gilipollas, Emma! —exclama en un tono
de voz mucho más alto de lo que yo esperaba—. Ya ves
cómo soy. No tengo nada. Defraudé a tu madre y te
defraudé a ti. Y volviendo a lo de Al... Tenía miedo, estaba
abrumado. Escurrí el bulto como un maldito cobarde en
lugar de asumir mi culpa y pedirle perdón a mi amigo. Lo
he hecho todo mal en la vida. Creía que podía huir de todo,
pero el pasado siempre te acaba atrapando. Me quedó claro
cuando un tiempo después me encontré con un par de
personas de nuestro curso. Me explicaron que a Al no le
iban bien las cosas. Que había estudiado en la universidad,
pero no lo que quería. Que se había amargado, y que no
para de tomar no sé qué calmantes como si fueran
caramelos porque sufre un dolor constante.
Las pastillas que vi en su despacho. La mirada nerviosa
del señor Ward cuando me lo encontré en la sección de
farmacia de Irvine’s. Un momento...
—¿Me estás diciendo que...? —empiezo a preguntar,
pero dejo la frase a medias.
—En el mundo de la música he visto a mucha gente
hecha polvo por culpa de los opiáceos. Sobre todo en
Estados Unidos. Dicen que lo tienen controlado, pero nunca
es verdad.
Opiáceos. Analgésicos. Calmantes...
Mamá asiente cuando la miro.
—No estaba segura de si lo notaste durante la reunión.
Pero temía que Al estuviera bajo los efectos de algún tipo
de medicamento.
Me pongo en pie. Mi padre levanta la cabeza.
—Gracias... Me has ayudado mucho —aseguro—. Lo
siento, pero tengo que marcharme.
—De acuerdo —repone mi padre. Quizá sean solo
imaginaciones mías, pero por un breve instante veo cierta
decepción en su mirada. Y me abruma. Porque hoy me
parece completamente distinto respecto a la última vez que
nos vimos. Arrepentido, resignado. Como si no le diera
igual lo que yo pensara. ¿Quizá porque hoy no está
borracho? Tengo que pensar con calma qué significa eso,
pero en otro momento, ahora no. Mamá también se pone en
pie.
—¿Cuánto tiempo te quedas? —le pregunta a mamá.
—Todavía no lo sé, Jacob —responde ella metiendo la
mano en su bolso. El billete que deja sobre la mesa es tan
grande como insalvable la brecha que los separa—. Que te
vaya muy bien.
Él se pone en pie, pero no dice nada. Si hay algo que no
quieres sentir por tu padre es compasión, pero no puedo
evitarlo cuando comprendo que tomó decisiones que
lamentará toda la vida. Pero no es mi historia, no debería
juzgarla. Los accidentes ocurren, y todos cometemos
errores, lo sé mejor que nadie. Pero el pasado de mis
padres se convirtió en mi presente cuando, sin saberlo, nos
arrastró a Henry y a mí hasta una situación que podríamos
haber evitado.
Y ahora tengo que conseguir que se haga justicia para
salvar nuestro futuro.
35

Emma

Estoy incluso mareada por la tensión cuando entro en el


rectorado y mamá y la rectora Sinclair se estrechan la
mano. Intercambian un par de fórmulas de cortesía sobre el
viaje de mamá antes de sentarnos.
—Gracias por aceptar esta reunión con tan poca
antelación —dice mamá.
—Faltaría más —repone la rectora lanzándome una
mirada fugaz—. Supongo que es por el incidente
relacionado con el último examen de Matemáticas de
Emma, ¿no?
Mamá me mira para dejar que sea yo quien tome la
palabra.
—Sí —respondo—. Pero sobre todo por Henry. Porque es
injusto que haya quedado apartado de las clases. Por favor,
tiene que creerme, él no...
—Emma, encontramos las fotografías de las preguntas
del examen en su móvil —argumenta la rectora Sinclair, y
en su voz me parece detectar un matiz compasivo.
—Ya lo sé —replico—. Pero si las tiene es porque yo se
las mandé. De verdad, Henry no tiene nada que ver con
eso. Ha cargado con la culpa porque creía que sería menos
estricta con él que conmigo.
—Me gustaría creerte, Emma, pero por desgracia
encontramos las fotografías en su móvil, no en el tuyo. Y el
propio Henry admitió haberlo hecho.
Busco mi móvil y lo agarro con firmeza.
—Sí, es cierto. Pero seguramente no sabe dónde estaba
Henry mientras yo estaba reunida con el señor Ward.
La rectora Sinclair levanta la cabeza de un respingo.
—Estaba en el entrenamiento de rugby, el resto del
equipo puede atestiguarlo —prosigo, y la rectora no dice
nada, pero en sus ojos reconozco un leve atisbo de
esperanza. Está más que dispuesta a creer que Henry no es
culpable, solo tengo que demostrárselo—. Por favor,
pregúnteselo al entrenador Cormack. Mi cita fue hacia las
cinco de la tarde, y los miércoles el entrenamiento empieza
más o menos a esa hora —explico, y cojo aire un momento
mientras saco el móvil—. Tengo un vídeo en el que se oye
cómo el señor Ward me convoca a la reunión a esa hora. Y
también se oye algo más...
La rectora Sinclair arruga la frente, pero acepta mi
móvil de todos modos cuando se lo tiendo. Mamá me lanza
una mirada tranquilizadora. Mientras la rectora ve el vídeo,
por unos instantes temo que la voz del señor Ward de fondo
solo sea producto de mi imaginación. Pero por suerte no es
así.
—Un momento —dice la rectora cuando termina el vídeo
—. ¿Puedo verlo otra vez? —pregunta, y acto seguido
vuelve a reproducirlo—. Es que... Aquí dice el otro número
de sala, tal como tú afirmabas.
—Sí —repongo con lágrimas de desesperación en los
ojos.
—¿De dónde lo has sacado, Emma?
—Grace Whitmore me lo ha mandado. Lo grabó por
casualidad entre clase y clase.
La rectora asiente despacio.
—Según el señor Ward, no te citó en su despacho, sino
en la sala pequeña de seminarios —constata, tras lo que se
queda callada un momento—. Por supuesto, no me gustaría
sospechar de nadie sin motivo, pero... Tengo la impresión
de que quería que vieras el examen.
Trago saliva.
—Yo también.
—Pero ¿por qué haría algo así, Emma?
—Creo que puedo aportar algo para responder a esa
pregunta —interviene mi madre—. Me temo que todo este
asunto no está tan relacionado con mi hija, como con Alaric
Ward y mi pasado. El padre de Emma, Alaric y yo
estudiamos juntos en la Dunbridge Academy. Hasta que
hace muchos años sufrimos un accidente. Alaric quedó
gravemente herido y mi exmarido abandonó la escuela.
—Era usted —confirma la rectora Sinclair para mi
sorpresa—. Ya me acuerdo, fue una tragedia. Me lo
contaron, aunque por aquel entonces yo ya estaba en la
universidad.
Mamá asiente.
—Fue horrible. Y también significó el final de nuestra
amistad. Después de graduarnos nuestros caminos se
separaron. Durante la carrera yo volví con el padre de
Emma y no contaba con volver a ver a Alaric jamás. Lo que
no sabía era que acabó trabajando como profesor en la
Dunbridge Academy. Y menos aún podía sospechar que le
haría pagar a mi hija los errores que cometimos en la
adolescencia.
—Debería haberme contado esa historia antes —dice la
rectora.
—Y lo habría hecho, de verdad —asegura mamá—. Sobre
todo después de saber que Alaric Ward todavía tiene que
lidiar con las consecuencias del accidente. No descartaría
la posibilidad de que sea adicto a los calmantes.
La rectora Sinclair se queda mirando a mi madre con
una expresión de asombro en el rostro.
—¿Es usted consciente de que una acusación como esa
puede tener consecuencias muy serias, señora Beck?
—Sí, y no lo habría mencionado si no estuviera
preocupada por el bienestar de los alumnos de la
Dunbridge Academy —arguye mamá—. Por no hablar del
bienestar del propio Alaric Ward.
La rectora Sinclair se la queda mirando antes de cruzar
las manos.
—Lo investigaré. Si tiene usted razón, tomaremos las
medidas necesarias, por supuesto —declara; luego se me
queda mirando—. Comprendo que la situación es muy
complicada, pero, Emma, lo siento mucho, eso no cambia el
hecho de que fotografiaras las preguntas del examen.
—Lo sé —afirmo—, estoy muy arrepentida. No había
planeado hacer nada semejante, tiene que creerme.
Debería haber salido del despacho del señor Ward
enseguida, pero no podía dejar de pensar en Henry. Y
cometí un error, pero es que estaba desesperada. No sabía
cómo ayudar a Henry y era consciente de que necesitaba
mejorar su media con ese examen. Pero estuvo mal. Ni
siquiera llegamos a leer las preguntas. Simplemente no
pensé, me dejé llevar por el miedo. Afrontaré las
consecuencias de mis actos, pero tiene que creerme: Henry
no tuvo nada que ver, de verdad —le aseguro, y trago saliva
antes de proseguir—. Ya está al corriente de que quiere ser
profesor. Ha trabajado muy duro para conseguir una buena
nota en su graduación. Y quería protegerme. Pero no puedo
permitir que asuma él la responsabilidad de mi error.
La rectora Sinclair se me queda mirando unos segundos
antes de hablar.
—Como ya sabes, la sinceridad es uno de los valores más
importantes en esta escuela. Pero también lo son la lealtad
y la buena disposición. Y entiendo que en ningún momento
buscaste tu propio beneficio, sino que querías ayudar a
Henry. No puedo saber si llegaste a leer las preguntas del
examen o no, pero eso no importa. Lo único que me
pregunto es por qué no viniste a verme antes para
comentarme lo preocupada que estabas por Henry, Emma.
Cierro los ojos, pero las lágrimas empiezan a recorrerme
las mejillas de todos modos.
—No lo sé.
—Le ofrecimos la posibilidad de no presentarse a los
exámenes. No era necesario llegar a esto.
—Lo sé. Ha sido todo un error, y lo siento mucho, de
verdad. Solo quería ayudar, pero ya he visto que todo ha
sido una equivocación.
Mi voz suena ronca por culpa de las lágrimas, y el hecho
de que la rectora no diga nada durante un rato solo
empeora las cosas. Se limita a mirarme en silencio.
—Emma, estoy orgullosa de cómo te has desenvuelto en
nuestra escuela —me dice al fin—. Soy una firme partidaria
de las segundas oportunidades para los que se las toman en
serio. Y tengo la sensación de que tú la aprovecharás —
añade, y el corazón me da un vuelco—. He de apartarte de
las clases durante cinco días por una cuestión de forma,
pero no creo que sea necesario someter el caso al consejo
escolar. Tendrás que realizar un servicio adicional hasta el
final del semestre. Además, tanto tú como toda tu clase
deberéis repetir el examen de Matemáticas para
asegurarnos de que todos habéis gozado de las mismas
condiciones, ya que, a pesar de todo, no puedo asumir que
Henry y tú no os beneficiarais de saber las preguntas de
antemano.
Asiento sin decir nada. La rectora Sinclair sigue
hablando antes de que yo pueda abrir la boca siquiera.
—Y ya puedes comunicarle a Henry que mañana se le
espera en clase.
36

Henry

Solo llevo dos días apartado de las clases y ya no sé qué


hacer. Ayer por la noche cené con Theo y Harriett, hoy
todavía no los he visto porque ni siquiera me he levantado
de la cama. ¿Para qué, en el fondo? ¿Para hacer los deberes
o estudiar? No sabría qué hacer porque, por desgracia,
tampoco tengo la menor idea de cuándo volveré a poner los
pies en la escuela.
Con un leve suspiro me tiendo sobre un costado. Emma
no responde a mis mensajes y cada vez me preocupo más.
Me dispongo a buscar el móvil que he perdido entre las
almohadas durante mi maratón de Outer Banks en Netflix
cuando oigo un zumbido amortiguado.
Genial... Quizá es ella y ahora no encuentro el maldito
teléfono. Empiezo a revolver la colcha hasta que por fin lo
encuentro, pero titubeo al ver que me llaman de un número
que no conozco. Hasta que decido aceptar la llamada.
—¿Sí? —respondo reprimiendo un carraspeo.
—Henry, soy el señor Harper, del despacho del rectorado
—se presenta. Me quedo de piedra, pero por suerte sigue
hablando enseguida—: Te llamo de parte de la rectora
Sinclair. Me ha pedido que te informe de que a partir de
mañana puedes volver a unirte a las clases.
—¿Qué? —exclamo incorporándome hasta quedar
sentado—. ¿Mañana mismo?
—Así es.
—Pero el consejo escolar...
—La rectora hablará contigo en cuanto vuelvas, pero ya
no estás apartado de las clases. Te lo explicará
personalmente cuando llegues.
Emma...
¿Qué ha hecho?
Sé que debería sentirme aliviado, pero lo único que me
pregunto es si habrá renunciado a la escuela para salvarme
a mí. Tengo que descubrirlo, pero estoy bastante seguro de
que el señor Harper no soltará prenda.
—De acuerdo..., gracias. Allí estaré.
—Muy bien, me alegro, Henry. ¡Hasta mañana! —me
saluda el señor Harper antes de colgar. Me ha parecido que
estaba de buen humor, por lo que no creo que hayan
apartado de las clases a otra persona en mi lugar. ¿O puede
ser que a él simplemente le dé igual?
Abro WhatsApp enseguida y entonces veo el mensaje de
Emma.
Lo siento, no he podido responderte antes.
Estas últimas horas han sido
un poco caóticas. Ha venido
mi madre y hemos hablado con
la rectora Sinclair. Lo hemos
aclarado todo, Henry. Ya no estás apartado de
las clases.
¡El señor Harper me acaba de llamar! ¿Qué
les has contado?
La verdad, H.
Emma...
Todo está arreglado.
¿Y qué pasa contigo? ¿La rectora
te ha creído?
Sí, pero pasaré una semana apartada de las
clases, por lo que me marcho con mamá a
Frankfurt.
Me quedo helado cuando me doy cuenta de lo que eso
significa. Aunque solo sea una semana, no sé cómo podré
pasar un día más sin ver a Emma. Estoy a punto de
escribirle cuando recibo otro mensaje suyo.
¿Podemos vernos?
¿Dónde estás ahora mismo?
En mi cuarto, haciendo la maleta.
El vuelo sale a las cinco.
¿Nos vemos en el aeropuerto?
Solo si me dejas ir corriendo
a tu encuentro.
Eso me arranca una sonrisa. Bromea, por lo que eso
significa que todo debe de haberse arreglado de verdad.
También puedo correr yo hacia ti,
que ahora corro mucho.
Ja, ja, ja.
Le pregunto a Theo si puede llevarme.
Ok.
¿Estás bien?
No. Te echo de menos. ¿Y tú?
Tienes que contármelo todo. Te quiero.
Dime que también me has echado
de menos.
Creía que estaba claro.
:) Yo también te quiero.
Me dejo caer de espaldas sobre el colchón y me quedo
mirando al techo. Puedo volver, no tendré que abandonar el
internado. Y Emma tampoco. No tengo ni idea de cómo lo
ha logrado, pero espero enterarme hoy mismo.
Me pongo en pie de un salto, salgo corriendo de la
habitación y bajo los escalones a toda prisa. Tengo que
preguntarle a Theo si puede llevarme a Edimburgo.
—¿Theo?
El salón está vacío y en la cocina tampoco hay nadie.
Repaso mentalmente nuestra última conversación e intento
recordar si Theo mencionó algún compromiso en la
universidad o algo por el estilo. Luego miro por la ventana
del jardín y veo que está acuclillado fuera. Seguro que está
fumando. Es su único vicio, y aun así Maeve no
desaprovechaba ninguna oportunidad para criticarlo.
Theo levanta la cabeza cuando abro la puerta que da al
jardín y me acerco a él.
—Cinco minutos de vida menos —bromeo sabiendo que
eso es justo lo que habría dicho Maeve, aunque las
palabras suenan rancias saliendo de mi boca. Theo se pasa
la manga por la cara. Es solo un instante fugaz, pero tiene
los ojos enrojecidos.
Me quedo de piedra. ¿Estaba llorando?
—Supongo que sí —murmura con la voz ronca mientras
apaga el cigarrillo.
—¿Todo bien? —pregunto con cautela.
—Claro —responde mientras se levanta e intenta sonreír
—. La alergia... —Se justifica haciendo una seña vaga hacia
el jardín.
No asiento. Es diciembre y de repente me doy cuenta de
lo triste que está Theo. Sabía que lo estaría, pero en este
momento es cuando lo confirmo de verdad.
En el hospital de Nairobi, durante el entierro de Maeve,
durante todas esas semanas después de su muerte, estuve
demasiado absorto en mi propio dolor para comprender
que para él no era más sencillo, por mucho que lo pareciera
por fuera. Pero ahora lo veo claro.
—La excusa es tan mala que serviría para hacer uno de
esos memes de Maeve.
Las comisuras de los labios de Theo se tensan
ligeramente y los ojos se le humedecen de nuevo.
—La verdad es que sí —comenta carraspeando un poco.
—Vamos, entra —le propongo, y una vez dentro de la
casa se me queda mirando.
—¿Necesitas algo? —me pregunta, y entonces me
acuerdo del motivo por el que lo buscaba.
—Mañana puedo volver a las clases —anuncio.
A Theo se le ilumina el rostro de repente.
—¿De verdad?
Asiento.
—Sí. Y tengo que ir al aeropuerto. Emma se marcha a
Alemania y esperaba poder...
—¿A qué hora sale el vuelo? —me interrumpe Theo.
—A las cinco.
—Bien —dice señalándome con la barbilla los pantalones
de chándal—. Vístete, que te llevo.
37

Emma

En el aeropuerto corrí al encuentro de Harry y me lancé


a sus brazos. Me abrazó, me dijo que todavía estaba
enfadado conmigo por mi comportamiento irreflexivo, y
luego me besó. Durante todo el vuelo seguí notando sus
labios sobre los míos, y ya en Frankfurt todavía no me lo
podía quitar de la cabeza. Hemos hablado por Skype todos
los días.
Me planteé la posibilidad de ir a ver a Isi para hablar
con ella, pero luego me di cuenta de que sería mejor
invertir ese tiempo poniéndome al día con el trabajo de
clase que no podré hacer estos días.
El domingo por la noche, mientras vuelo a Edimburgo de
nuevo, tengo la sensación de haber pasado un mes entero
fuera. Henry me recoge en el aeropuerto, está como una
cabra. Tras la hora de cierre de las alas, se cuela en mi
habitación. Como manda la tradición.
—¿De verdad no se ha disculpado? —me pregunta de
nuevo cuando le vuelvo a contar lo que ocurrió en su
momento entre el señor Ward y mi padre, esta vez cara a
cara. Niego con la cabeza—. Es muy fuerte —opina, y con el
índice traza distraídamente un dibujo en mi brazo. Aparto
la cabeza de su pecho para poder verle la cara—. Aunque
eso explica que el señor Ward se comportara de ese modo
tan extraño contigo.
—Pues sí —convengo—. ¿Ha dicho algo sobre el tema?
—A mí no, pero está todavía más insoportable que de
costumbre. Sinclair no ha conseguido que su madre le
cuente nada, pero parece ser que tendrá que responder
frente al consejo escolar —me explica Henry negando con
la cabeza—. Por cierto, los demás están muy enfadados
porque tendrán que repetir el examen de Matemáticas. No
te preocupes si oyes según qué comentarios mañana.
Asiento porque, por mucho que me sorprenda, la verdad
es que me trae sin cuidado. Lo comprendo, a mí tampoco
me habría hecho ninguna gracia, pero de momento lo único
que cuenta es que Henry y yo volvemos a estar juntos en el
internado. Y que en cierto modo parece más equilibrado
desde que estuvo en casa de su hermano.
—¿Cómo te fue en casa de Theo? —le pregunto.
—Bien —responde Henry titubeando—. Sí, la verdad es
que sí. Pudimos hablar sobre Maeve. No mucho, pero para
ser nosotros..., bastante. Y me ha escrito desde que
regresé.
Lo envuelvo con un brazo.
—Me alegro, Henry.
—Yo también —asegura poniéndome una mano en la
nuca—. Y ¿qué me dices de tu conversación con tu padre?
¿Cómo fue esta vez?
Tengo que pensarlo un momento antes de responder:
—Diferente, no tan mal como en Glasgow. Creo que se
arrepiente de verdad de lo que hizo. Y no me refiero solo a
lo del señor Ward, sino también al hecho de que nos
abandonara a mamá y a mí. Eso no cambia lo que sucedió,
pero tuve una cierta sensación de estar cerrando el tema
en aquella cafetería.
—Eso está bien, Emmi. No lo necesitas.
Niego con la cabeza.
—Cierto, solo te necesito a ti —susurro frente a su
jersey.
—No es verdad —me contradice, y levanto la cabeza,
asombrada—. Solo te necesitas a ti misma. A nadie más.
Eso sí, soy un buen extra.
—Muy bueno —murmuro—. ¿Iremos juntos al baile de
Año Nuevo? —le pregunto—. Tori me puso al corriente —
añado al ver que Henry me mira sorprendido.
—Claro que iremos juntos al baile de Año Nuevo —me
dice como si fuera lo más evidente del mundo, lo cual me
encanta.
—Bien, porque Tori quiere que, antes de las vacaciones
de Navidad, vayamos juntas a Edimburgo a comprar
vestidos. Y Sinclair y tú tenéis que venir.
—¿Ella irá al baile con él?
—No, pero quiere que la acompañe de todos modos.
—Eso no le gustará nada a Valentine —comenta Henry
—. Pero también es cierto que ahora nos odiará igualmente
por haber metido a su tío en un aprieto.
—La verdad es que no entiendo que ve en él.
—Creo que ni ella misma lo sabe. Pero mientras Sinclair
no se atreva a dar un paso adelante no ocurrirá nada entre
ellos.
—Podríamos echarle una mano —propongo.
—Creo que es algo que deberían resolver ellos solos.
Suelto un gemido de frustración.
—¿Por qué siempre tienes que ser tan sensato?
—¿Te refieres a lo de no robar exámenes y arriesgarme
a que me echen de la escuela?
—Dejemos el tema —me apresuro a replicar, aunque
tengo claro que no será ni mucho menos la última vez que
lo mencione.
Henry se me queda mirando unos instantes.
—Volverías a hacerlo, ¿verdad? —me pregunta.
Vacilo un poco antes de responder.
—Volvería a intentar cualquier cosa para ayudarte. Pero
de otro modo. Iría a ver a la rectora Sinclair o a la señora
Vail y les diría que me preocupas.
—El viernes tuve una reunión con ella —me dice Henry
como si nada.
—¿Con la señora Vail?
Asiente.
—En cierto modo necesitaba hablar y tú no estabas aquí.
—Y ¿qué tal?
—Bien, creo.
—Podrías ir más a menudo. Aunque yo esté aquí —
propongo.
—Ya, yo también lo he pensado.
Miro a Henry y, por primera vez desde hace muchas
semanas, vuelvo a notar su optimismo. Son pequeños
pasos, pero los hacemos juntos. Y en la dirección correcta.

Henry

Como todos los años antes de las vacaciones de


Navidad, parece que el tiempo pasa volando. Los días son
estresantes, pero no me importa. Repetimos el examen de
Matemáticas y, después de mucho tiempo, vuelvo a tener la
sensación de que mi cabeza puede concentrarse en algo
más que en el dolor. Las notas del semestre superan mis
mejores expectativas. Parece que la mayoría de los
profesores han sido benévolos conmigo, de lo contrario no
me explico que haya sacado tan buenas notas en casi todas
las asignaturas a pesar de mi catastrófico rendimiento
durante las semanas posteriores a la muerte de Maeve. Con
estas notas realmente tengo posibilidades de entrar en
Saint Andrews, o sea que estoy encantado.
De todos modos, temo la reunión con el señor Ward.
Desde noveno mantenemos una reunión de orientación
profesional cada semestre con nuestro tutor.
—¿Todavía con lo de ser profesor? —me pregunta el
señor Ward cuando por fin me reúno con él. Asiento en
silencio—. ¿Y todavía con la idea de estudiar en Saint
Andrews?
—Sí, señor.
—Comprendo —comenta reclinándose en su silla—.
Bueno, pienso que será un profesor excelente, ya lo sabe.
Su mirada revela que sabía perfectamente que yo
contaba con cualquier cosa menos con esas palabras.
Durante la última reunión se concentró en enumerar todos
los inconvenientes de la profesión y en explicarme por qué
era mejor que estudiara otra carrera.
—¿Ha empezado ya con su carta de presentación? —me
pregunta el señor Ward.
—Todavía no he tenido la oportunidad, pero pensaba
empezar pronto.
El señor Ward asiente y saca una hoja de papel de un
archivador.
—Bueno, entonces puede que esto de aquí le sirva de
ayuda.
Arrugo la frente mientras me pasa la hoja por encima
del escritorio de madera oscura. «Carta de presentación —
leo—. Maeve Louise Bennington.»
El corazón me da un vuelco.
—¿Es la...?
—En realidad no estoy autorizado a mostrar las cartas
de presentación de otros alumnos, pero creo que en este
caso podríamos hacer una excepción. Al fin y al cabo,
tampoco es que tenga usted ninguna intención de estudiar
Medicina, si puedo confiar en sus palabras —dice, y su voz
suena tan fría como siempre, pero por primera vez detecto
algo parecido a la simpatía en su rostro—. Creo que
debería tener la oportunidad de leerla.
Sostengo el papel con las dos manos, casi como si
temiera que en cualquier momento pudieran arrebatármelo
de nuevo. Pero el señor Ward se limita a cruzar las manos
sobre el escritorio mientras me mira fijamente.
—Dejaré la escuela a finales de año —anuncia—. Lo que
significa que no llegaremos a ser colegas de trabajo aquí.
Imagino que puede alegrarse de que jamás tenga que ser
profesor en prácticas a mi cargo.
No sé qué se supone que debo decir. «Lástima» sería
una mentira demasiado descarada.
—Ser alumno suyo ya ha sido castigo suficiente —decido
replicar.
El señor Ward me lanza una mirada de desprecio.
—A partir de entonces su tutor será el señor Ringling.
Seguro que se alegrará de poder escribirle una carta de
recomendación a su alumno preferido.
—Yo también me alegro —aseguro con una sonrisa
inocente.
—Ya me lo imaginaba.
Es como un juego: él me odia y yo lo odio a él, tiene que
ser así. Dejará la escuela, tal vez para someterse a
rehabilitación. O tal vez no, pero tampoco es asunto mío.
Solo sé que lo echaré un poco de menos cuando se haya
marchado, aunque al fin y al cabo tendré que seguir
soportando a su adorable sobrino.
—Entonces... ¿Queda algo por comentar? —pregunta el
señor Ward de nuevo con un tono mosqueado, lo que en
cierto modo resulta tranquilizador.
—No —respondo antes de levantarme y guardarme la
carta de presentación de Maeve—. Gracias.
—Fuera, Bennington.
—Sí, señor.
No puedo evitar salir del despacho con una sonrisa en
los labios. Una vez fuera, mientras camino por los pasillos,
me doy cuenta de que tengo en mis manos algo realmente
abrumador. Algo de Maeve. Palabras que escribió ella.
Aunque han transcurrido unos años desde entonces,
todavía recuerdo que pasó semanas enteras dedicada a ese
escrito. Y que no se lo dejó leer a nadie.
«Quizá algún día, Henny —me decía siempre—. Cuando
ya no me dé vergüenza.»
Por aquel entonces no comprendí qué podía darle tanta
vergüenza. Supongo que hoy lo descubriré.
Le echo un vistazo al reloj y me doy cuenta de que aún
tengo tiempo. Lo que no sé es si es buena idea dedicar esta
media hora previa a la cena a leer esto. Es muy probable
que acabe llorando. Pero, bueno, si me da por llorar, lloraré
y punto.
Oigo voces ya desde la escalera del ala. Pensaba
meterme en mi habitación y leer la carta sin distracciones,
pero me detengo frente a la puerta que sube a la torre. O
también podría...
Miro a mi alrededor, acciono el picaporte y subo por la
estrecha escalera de caracol. En la azotea hace frío, pero
los últimos rayos del sol poniente me permiten soportarlo
bien. Me siento junto al muro bajo, que me protege del
viento. Las vistas desde aquí arriba son mis preferidas,
aunque en realidad todavía es más importante el hecho de
que si conozco este lugar es porque Maeve me lo enseñó.
Pienso en cómo me sentaba aquí a su lado cuando todavía
estaba en quinto y echaba de menos a mis padres por las
noches.
«¿Sabes por qué desde aquí no podemos ver a mamá y
papá? —me preguntó Maeve mirando a lo lejos. Fue un día
muy claro en el que por encima de los tejados de Ebrington
se divisaba el mar—. Porque la superficie de la Tierra es
curvada. Pero es posible que ahora mismo estemos justo en
el mismo punto que ellos, aunque en el otro lado de la
Tierra, ¿sabes?»
En aquel momento me pareció que no tenía sentido
dudar de sus palabras, por lo que me las creí. Todavía me
las creo hoy en día, aun sabiendo que estaba muy
equivocada. Al otro lado tenía que estar Nueva Zelanda, y
no África. «Mira que eres aguafiestas, Henny», me dijo
Maeve cuando un par de años más tarde le conté mi
deducción, y lo dijo con una sonrisa, por eso sonrío yo
también ahora. Pienso en mamá y papá, trabajando en el
otro hemisferio salvando vidas. Pienso en Maeve, que
también quiso dedicarse a ello. Pienso en que sigue sin ser
justo, pero al menos murió viviendo su sueño, dedicándose
a algo por lo que había estado años trabajando. Y no fue en
vano. Nada es en vano.
Apoyo la cabeza en el muro y contemplo los tejados y las
torres del internado, el sol ocultándose por detrás. Y luego
bajo la mirada hacia el papel.
Me gusta imaginar que soy un puente. Mediar y
conectar son cosas que siempre se me han dado bien,
seguramente porque tengo dos hermanos, uno mayor y
otro menor. «Ay, esa hija de en medio a la que todos
olvidan», puede que estén pensando, pero el hecho es
que jamás he tenido la sensación de que se olvidaran de
mí. Todo lo contrario, siempre he estado en el ajo,
siempre he tenido a alguien de quien aprender y alguien
a quien transmitirle lo aprendido.
Por ese motivo me gustaría ser médica. Me gustaría
ser un puente entre la medicina y la gente. Me gustaría
aprender para poder ayudar a los demás. Ahora podría
escribir lo mucho que me fascina el cuerpo humano y lo
maravilloso que me parece que los corazones palpiten y
que los cerebros piensen. Porque todo eso sería verdad,
pero creo que es el requisito básico para optar a ejercer
esta profesión, y soy consciente de que muchos jóvenes
lo desean, pero yo no me caracterizo únicamente por
esas razones. Lo que me motiva son las personas que
tuve el privilegio de conocer durante la infancia. Gracias
a mis padres he crecido en ocho países distintos. Hablo
seis idiomas, tres de ellos con fluidez. Ellos también
fueron puentes entre mi entorno y yo. Me permitieron
saciar mi curiosidad y ampliar mis conocimientos.
Durante el tiempo que he pasado en el internado he
aprendido a ser independiente y a asumir
responsabilidades. Por mí misma y por mis hermanos,
pero también por mis compañeros de clase, gracias a la
actividad en el servicio sanitario y en los grupos de
trabajo de mediadores de la escuela.
Sigo leyendo las palabras de Maeve sobre sus
asignaturas optativas y las prácticas de voluntariado
durante las vacaciones. Tengo la sensación de estar
aferrándome a un pedazo de ella.
«Me gusta imaginar que soy un puente.»
Maeve lo fue, de verdad. Fue una intermediaria, una
mediadora, la persona a la que siempre deseaba contárselo
todo. Y siempre lo será.
Bajo la mano con la que sostengo el papel y miro hacia
arriba, hacia este cielo teñido con los colores del
crepúsculo. Maeve no me vio jugar el primer partido de
rugby, como tampoco estará presente en mi fiesta de
graduación ni podrá guiarme por Saint Andrews durante el
primer año de carrera. Y eso me duele, pero este dolor que
siento me acompaña desde hace tiempo, igual que Maeve.
No pienso seguir luchando contra eso, he decidido que
viviré con el dolor. Hoy es el día en el que por fin confío que
lo conseguiré.
38

Emma

—¿Morado? ¿Como el último que te has probado? —


pregunta Sinclair mientras Tori atraviesa las pesadas
cortinas para reunirse conmigo en el probador con otro
vestido de fiesta largo hasta el suelo.
—Cierra el pico —le espeta ella—. ¿Este color se da de
bofetadas con mi pelo? —me pregunta en voz baja mientras
sostiene sus largos mechones cobrizos sobre la tela.
Niego con la cabeza enseguida.
—Me encanta —le aseguro—. Tienes que probártelo.
—De acuerdo. ¿Crees que podrías...?
Asiento y le abro la cremallera del vestido que lleva
puesto.
—¿Emmi? —oigo la voz de Henry llamándome desde
fuera. El vestido verde corto que llevo puesto me queda
horrible, por lo que decido asomar solamente la cabeza
entre las cortinas—. ¿Qué te parece este? —me pregunta
sosteniendo un largo vestido de color azul Oxford—. Creo
que combina bien con mi traje. ¿O no te parece bien?
También puedo...
—No —lo interrumpo arrebatándole el vestido de las
manos—. Me lo probaré, gracias.
—Dios, mira que se lo toma en serio —murmura Tori
cuando vuelvo a cerrar la cortina—. A diferencia del hijo de
cierta rectora que yo me sé.
—Sabéis que desde aquí fuera se oye todo lo que decís,
¿verdad?
—Cállate y búscame a mí también un vestido así de
épico —le dice Tori sosteniendo el que me ha traído Henry
—. Brutal —articulan sus labios sin hacer ruido.
—No tengo ni idea de cómo encontrar algo así —se
queja Sinclair.
—La estrategia es pensar: «¿Qué se pondría Harry
Styles?», funciona siempre.
Oigo a Henry reírse en voz baja y a Sinclair murmurar
algo mientras desaparece entre los percheros. Tori y yo nos
probamos los vestidos.
Ella no parece muy satisfecha con su elección. En
cambio, cuando me miro en el espejo, levanta los dos
pulgares con entusiasmo.
—Enséñaselo —me susurra mientras me empuja hacia
fuera entre las cortinas. Estoy a punto de tropezar con la
tela y me paro justo delante del probador, donde me veo en
un espejo y..., vaya, es realmente bonito. Y me sienta bien,
el color hace que mis ojos parezcan todavía más azules. Me
pongo un poco de lado. A veces no sabes lo que buscas
hasta que lo encuentras. Este es «el vestido». No recuerdo
haberme puesto algo tan elegante nunca.
Henry está sentado en un sillón junto al espejo y levanta
la vista del móvil para mirarme. Abre la boca, pero no dice
nada. Sus ojos verde oscuro se desvían de mi cara para
recorrerme todo el cuerpo antes de volver a subir.
—Se ha quedado sin habla, pero diría que le encanta
cómo te queda.
—Gracias, Sinclair —digo riendo.
Henry se pone de pie y se seca las palmas de las manos
en los pantalones mientras se me acerca.
—¿Es cómodo? —me pregunta.
—Sí —respondo, y doy una vuelta sobre mí misma frente
al espejo. Aunque la tela queda ajustada y no oculta nada
de lo que hay debajo, la verdad es que me siento muy a
gusto vestida así—. Mucho, incluso.
—Pues te queda muy bien —murmura antes de ponerse
detrás de mí. Lo veo a través del espejo, justo cuando me
abraza desde atrás: con su jersey de cuello alto oscuro y los
chinos de color beige ajustados. Me pone las manos en la
cintura mientras estamos comprando un vestido para el
baile de Año Nuevo que se celebra a mediados de enero, al
que iremos con nuestros amigos. Y todo esto me está
ocurriendo de verdad. Edimburgo y la Dunbridge Academy
ahora son mi vida y por nada del mundo la cambiaría por la
que tenía antes.
—¿Qué te parece este marrón, Tori?
—Eso no es marrón, es arena —contesta mi amiga, y por
el espejo veo que Sinclair le pasa otro vestido—. Pero sí, no
está mal.
Una sonrisa aparece en los labios de Henry cuando él
también la mira. Los rizos oscuros le caen sobre la frente.
Le han crecido un poco y espero que no se corte el pelo
durante las vacaciones de Navidad. Empiezan la semana
que viene y las pasaremos separados: yo en Frankfurt, y
Henry con Theo y sus padres en casa de los abuelos de
Cheshire, donde me esperan después de las fiestas a mí
también. La idea de conocer a su familia me pone nerviosa,
pero al mismo tiempo me hace mucha ilusión.
—Tengo que quedármelo —decido ajustándome un poco
el vestido frente al espejo.
Henry asiente, pero parece un poco ausente mientras
me mira.
—Sí, sin duda —conviene pasándome las manos por las
caderas y mirándome a través del espejo. De repente
quiero besarlo.
—¡Esta mierda de cremallera...! —retruena la voz de
Tori tras la cortina.
—¿Necesitas ayuda para cambiarte? —pregunta Sinclair.
—Quieto donde estás, graciosillo.
Me río, le lanzo una mirada de disculpa a Henry y vuelvo
a entrar en el probador.
Epílogo
Henry

—Hemos entrenado mucho para este día, chicos. Hoy


recogeremos el fruto del sudor, el esfuerzo y la disciplina
que habéis aplicado hasta ahora. Cuando salgáis ahí afuera
quiero que miréis a vuestro alrededor y que seáis
conscientes de que encarnáis el espíritu de la escuela —nos
dice el entrenador Cormack—. Hoy no jugamos para
nosotros, sino para vuestros compañeros y compañeras de
la academia. Jugamos para vuestros padres y hermanos,
que estarán entre el público. Se sentirán orgullosos de
vosotros, no tengo la menor duda. O sea que calma y
concentración, vamos a presionar desde el principio y
ganaremos el partido.
El entrenador Cormack da un paso atrás mientras
Valentine entona el grito de guerra de nuestra escuela. Las
palabras resuenan en las paredes del vestidor y se
convierten en pura adrenalina. Noto un hormigueo en las
puntas de los dedos cuando por fin salimos afuera y
entramos en el terreno de juego.
Es febrero y jugamos el último partido de la temporada.
Las Navidades han pasado volando. Hace unas semanas
que me permitieron entrenar de nuevo y el hombro no me
ha dado más problemas. Por suerte pude quitarme el
vendaje antes del baile de Año Nuevo que se celebró
después de las vacaciones. Tengo la sensación de que ha
pasado una eternidad desde entonces.
Aspiro el aire frío y exhalo pequeñas nubecillas de vaho.
Los últimos días han sido gélidos, pero justo antes del
partido contra el Hollington las temperaturas han
remontado un poco. El suelo del campo de rugby ya no está
helado, por lo que puede celebrarse el partido. Y a pesar
del frío las gradas están llenas a rebosar. El cielo es azul,
brilla el sol y por los altavoces suena música a todo
volumen mientras corremos por el terreno de juego
animados por los gritos del público.
No sé si hoy me tocará jugar. El entrenador Cormack de
momento me deja en el banquillo, pero quién sabe lo que
puede suceder. Lo conozco. Le ha pedido al doctor
Henderson que me vendara el hombro, de manera que esté
listo para entrar en cualquier momento.
Los demás se quitan las chaquetas de entrenamiento y
yo me siento en el banquillo junto a los demás suplentes.
Lanzo una mirada hacia las gradas. No es fácil reconocer a
Emma entre la multitud, pero al final consigo verla a pesar
de las banderas ondeantes y los banderines. Está sentada
en la fila inferior junto a Tori y Sinclair.
Lleva puesta la bufanda de franjas azul marino y blancas
del equipo, y también unas manoplas a juego. Bajo el gorro
con el escudo de la academia le sobresalen unos cuantos
mechones rubios. Forma un embudo con las manos y se une
a los gritos de ánimo de los demás cuando se da cuenta de
que la miro. No puedo evitar sonreír.
Theo y Harriett están de pie junto al terreno de juego
con un grupo de antiguos alumnos que han venido
especialmente para ver el partido después de que Theo me
preguntara si me parecía bien. Y por supuesto que me
pareció bien. De hecho, significa mucho para mí que haya
venido solo para verme, y tal vez por eso espero de verdad
que el entrenador Cormack me haga participar en el
partido.
Omar y Gideon están en el campo con trece jugadores
más de nuestro equipo. El Hollington no es un contrincante
menor, pero tenemos la ventaja de jugar en casa y un buen
inicio. No tardamos en ponernos en cabeza en el marcador,
y los jugadores del banquillo van entrando poco a poco.
Me olvido de las temperaturas gélidas, me olvido de
todo mientras animo a los demás. El árbitro es justo y el
Hollington no consigue ponerse a nuestra altura hasta el
descanso.
—La primera parte ha estado bien, pero no podemos
relajarnos —nos insiste el entrenador Cormack cuando
formamos un corro durante el descanso. Miro las caras
enrojecidas y sudorosas de mis compañeros—. Ahora
volveremos a hacer lo mismo. Presionamos con paciencia y
esperamos a que surjan las oportunidades. No los dejéis
avanzar, ¿de acuerdo?
El entrenador no me hace entrar. No estoy seguro de si
intenta no romper el ritmo de los demás o si lo que ocurre
es que no confía en mí, pero pensar en ello solo me sirve
para frustrarme todavía más. Lo importante es el equipo y
no que yo entre a jugar, lo sé, pero Theo ha venido a verme
y quiero que se sienta orgulloso de mí. Quiero demostrarle
que puedo hacerlo mejor que la última vez.
Después de una falta contundente, Gideon sale cojeando
del campo y el entrenador lo cambia por un alumno de
décimo. Me muero de ganas de participar en el partido
cuando fallamos un tiro libre y el Hollington se hace con el
balón. A veinte minutos del final van por delante de
nosotros en el marcador.
El entrenador Cormack se acerca al banquillo y me mira.
—¿Cómo va el hombro, Bennington?
—Perfecto, entrenador —respondo tragando saliva.
Se me queda mirando unos segundos.
—Bien, pues empieza a calentar. Entrarás por Ward.
—¿Por Val?
—Sí, hoy ya lo ha dado todo —comenta el entrenador
Cormack señalando con la barbilla a Valentine. Está
jadeando, encorvado, con las manos apoyadas en las
rodillas—. Inténtalo por la izquierda, el Hollington es algo
débil por allí y no les quedan suplentes. Puedes hacerlo,
Bennington.
Asiento. A Valentine esto no va a gustarle nada, porque
desde que su tío se marchó de la escuela todavía está más
insoportable que antes. Y no me extraña, teniendo en
cuenta que dentro de un par de semanas tendrá que hacer
los exámenes finales y no habrá nadie que pueda interceder
por él.
Cuando salgo, Tori y Sinclair empiezan a animarme a
gritos. Emma los imita, pero algo más contenida. Está
preocupada, lo sé, pero esta vez las cosas son un poco
distintas. Tengo la cabeza aquí, en el campo de juego, y
estoy dispuesto a darlo todo.
Corro para calentar el cuerpo y estiro con los demás
antes de que el entrenador Cormack me cambie por
Valentine, que me lanza una mirada de desprecio cuando
chocamos la mano. El Hollington nos está ganando cuando
faltan diez minutos para el final, pero no pienso rendirme
todavía. Los demás están cansados, se nota con claridad,
pero consigo llegar al área contraria por el flanco
izquierdo. La multitud anima, aun así el Hollington sigue
ganando y ahora me han calado y cubren bien el lado
izquierdo cuando vuelvo a intentarlo por ese flanco. Por si
fuera poco, le quitan el balón a Omar y marcan tres puntos
más chutando a bote pronto.
La voz del comentarista resuena en mis oídos y el
hombro me duele un poco después de haber quedado
enterrado por tres jugadores del Hollington. El árbitro no
interviene y el público reacciona abucheándolo con furia
desde las gradas, pero por suerte me retienen en el suelo y
nos conceden un penalti. Omar no consigue aprovecharlo y
tengo que reprimir un gemido de frustración. Le doy unas
palmadas en el hombro mientras nos colocamos de nuevo.
El Hollington no marca más puntos, pero, a falta de solo
dos minutos para el final, todavía nos sacan ventaja.
Contengo el aliento mientras la línea frontal toma
posiciones. No resulta sencillo mantener la visión del
conjunto mientras luchan por el balón, y tengo que estar de
lo más atento por si en algún momento bota de forma
inesperada y sale de la melé. Conservamos la posesión del
balón y empiezo a correr cuando Omar se hace con el
balón. El corazón me late a toda velocidad, la multitud me
anima mientras corro para desmarcarme. Omar me ve,
lanza un pase rápido y duro aprovechando un hueco y lo
atrapo. Tengo el balón y delante de mí no hay nadie.
Delante de mí no hay nadie.
O sea que echo a correr.
Emma

Nunca comprenderé cómo pueden pasar el balón de


forma tan rápida y precisa. Me mareo con solo verlo; las
reglas del rugby todavía son un misterio para mí, aunque a
estas alturas ya he entendido que lo que acaba de ocurrir
es bueno. La Dunbridge Academy todavía va tres puntos
por detrás, y en el gran reloj aún quedan treinta segundos
de juego.
Un grito recorre el público cuando el balón encuentra
un hueco para pasar de las manos de Omar a las de Henry.
El equipo contrario empieza a correr, pero Henry es más
rápido. Es muchísimo más rápido que ellos.
Ni siquiera me doy cuenta de que me he puesto en pie
de un salto, de que grito como si me llevara el diablo, igual
que todos los demás. Aplaudimos y animamos mientras
Henry corre por el campo como si su vida dependiera de
ello.
Tori se aferra al brazo de Sinclair y chilla cuando están a
punto de derribar a Henry. Le atrapan el pie izquierdo y él
tropieza y resbala por el campo embarrado, pero se las
arregla para mantener el equilibrio. Su ventaja se va
reduciendo poco a poco, ni siquiera puede permitirse el
lujo de mirar atrás.
La multitud salta tanto que estoy segura de que la grada
se hundirá en cualquier momento. Grito con Tori y Sinclair
cuando un jugador agarra a Henry por la camiseta justo
antes de que llegue al campo contrario. El corazón me da
un vuelco en el momento en que caen al suelo, y de repente
me vienen a la mente imágenes de Henry en la enfermería,
aunque esta vez el desenlace es un poco distinto, porque
Henry no pierde el balón y sigue adelante antes de que los
dos defensas caigan al suelo justo encima de la línea,
aunque no sé si ha bastado. El árbitro hace sonar el silbato.
Todo sucede de golpe, y aun así me parece estar viéndolo a
cámara lenta, cuando por fin falla a nuestro favor.
Cinco puntos.
Cinco puntos más para la Dunbridge Academy.
Al borde del terreno de juego Theo eleva los brazos
antes de levantar a Harriett en volandas y dar vueltas sobre
sí mismo. Los jugadores del Hollington caen de rodillas,
abatidos, tapándose la cara con las manos y lanzando
miradas desesperadas hacia el marcador, que debería
mostrar en cualquier segundo que hemos ganado.
Nunca había vivido nada parecido a la euforia y la
sensación de comunión que se apodera de nosotros. Los
alumnos gritan, animan y se abrazan para celebrar el
resultado. El corazón me late a toda prisa cuando veo que
Henry levanta la cabeza para mirar hacia el marcador justo
en el momento en el que cambia a «32-30». Se pone en pie
cuando Gideon, Omar y el resto de los jugadores se lanzan
sobre él.
Paso por delante de Tori y Sinclair, y corro entre el
público, que sigue celebrando la jugada. Veo a la rectora
Sinclair dando saltitos de emoción junto al doctor
Henderson, hasta que parece recordar quién es. Veo a la
señora Barnett y al señor Ringling chocando los cinco, al
entrenador Cormack diciéndole algo a Henry y dándole
palmadas en el hombro bueno. Veo a Grace gritando de
alegría igual que los demás.
Es el momento en el que la mirada de Henry se desvía
más allá de la línea lateral hacia su hermano, que parece
rebosante de orgullo. Veo a Henry echar la cabeza hacia
atrás, jadeando, y por un segundo mira hacia arriba. Y
entonces me doy cuenta de que estoy llorando, porque lo
veo todo borroso a mi alrededor por culpa de las lágrimas.
Pero sigo corriendo de todos modos. Me paro al borde del
terreno de juego solo un momento, hasta que Theo asiente
hacia mí a modo de invitación.
Oigo los gritos de júbilo y se me pone la piel de gallina
cuando piso la hierba del campo. Corro tan rápido como
puedo, como ese día en el aeropuerto de Frankfurt, cuando
me topé con Henry por primera vez, cuando me enamoré
de él, cuando empecé a reírme con él, para luego también
llorar, caerme, encontrarme, crecer y sentir más de lo que
había sentido jamás hasta entonces. Corro tan rápido como
en Glasgow, cuando necesitaba alejarme de mi padre y de
la certeza de que esa historia no tendría un final feliz como
los de las películas. Tal vez tenga otro, algún día, cuando
esté preparada para ello. Corro como corrí ese día con
Henry bajo la lluvia, antes de acabar en el suelo embarrado
del bosque, notando las vibraciones de sus amargos
sollozos. Corro porque correr es lo mejor que sé hacer. Pero
ya no corro detrás de alguien que no tiene lugar para mí en
su vida.
Henry traga saliva antes de bajar la cabeza y mirar
hacia delante. Hacia mí. Y aunque las lágrimas le brillan en
los ojos, sonríe en cuanto me ve. Se aparta de los
compañeros de equipo, que le chocan la mano y le dan
palmadas en la espalda sin dejar de mirarme a los ojos, y
levanta los brazos.
Y yo sigo corriendo.
Corriendo hacia él.
Agradecimientos
Escribir Anywhere ha sido como regresar a casa. Ya
desde las primeras páginas he aprendido y compartido
muchas cosas con Emma y Henry. Ha sido todo un
privilegio poder contar su historia, algo que no habría sido
posible sin la ayuda, los ánimos y el apoyo de un buen
número de personas. Por eso quiero dar las gracias:
A Michaela y Klaus Gröner, de la agencia literaria
erzähl:perspektive, por haber encontrado el mejor hogar
que podría haber deseado para mis historias. Gracias por
apoyarme y ayudarme en todo momento.
Gracias también a todo el equipo de LYX, sobre todo a
mi maravillosa editora, Alexandra Panz, que ha trabajado
conmigo de sol a sol en este proyecto y siempre consigue
salvarme de los ataques de nervios cuando estoy
convencida de haber entregado el peor libro del mundo.
Estoy muy orgullosa de nosotras y de Anywhere, no veo el
momento de vivir lo que nos espera. Gracias a Susanne
George, por su crítica mirada a nivel lingüístico. Gracias
también a Stephanie Bubley y a Ruza Kelava, por la
confianza y por haberme dado la oportunidad de escribir
esta serie. Gracias a Simone Belack y a Sina Braunert, por
el mejor marketing del mundo, a Andrea Berlauer, por el
diseño, a Jeannine Schmelzer, por la fabulosa cubierta (¡y
por la experiencia que me aportaste como antigua alumna
de un internado!), así como a Sarah Schneider y a todo el
equipo de LYX.audio, gracias por convertir mis historias en
audiolibros.
A mis maravillosas colegas. Gaby, por lo que vendría a
ser todo. Rebekka, porque esta vez no solo has sido amiga y
colega, sino también una lectora sensible y experta en
responder todas mis preguntas sobre temas de escuela. A
Kathinka y a Sophie, por el teletrabajo conjunto, sin el que
no podría haber aprobado mis exámenes ni terminado este
libro. A Lena, por los mensajes de audio que parecen más
bien pódcasts y por tus cariñosas palabras sobre Emma y
Henry.
A mis padres y a mi hermano, que me ayudaron a
encontrar nombres y escucharon mis caóticos bombardeos
sobre la trama (aunque no tuvierais elección, en el
fondo...). También quiero dar las gracias muy
especialmente a mi madre, por las cajas llenas de libros de
Hanni & Nanni que me dio para leer en su momento.
A mis lectoras beta Anni, Evi, Jule, Greta, Leo y
Rebekka, por sus valiosos comentarios y el tiempo que me
han dedicado. A mis amigos y amigas, por escucharme con
la mente abierta, sobre todo Leo (si no fuera por ti, me
habría vuelto loca hace tiempo); Anni (la albondiguita
Henry y tú, what a team!); Simon, por las escapadas que
hicimos a cierto internado, y Daniela y Corrado, por las
respuestas a todas mis preguntas sobre rugby.
Gracias también a todas las personas que trabajan en
librerías, formación, redacción de blogs y reseñas, por ese
trabajo tan importante que desempeñan. A mis lectores y
lectoras, gracias de todo corazón. Lo que habéis hecho por
mí desde la publicación de What if We Drown supera
cualquier cosa que hubiera podido imaginar. Valoro mucho
vuestros mensajes, reseñas y comentarios. Creedme
cuando os digo que me habéis ayudado a avanzar durante
los últimos meses. Espero que algún día tengamos la
oportunidad de (volver a) vernos en algún evento. Hasta
entonces, seguiremos soñando con la Dunbridge Academy.
¡Tori y Sinclair sin duda lo están esperando!
Dunbridge Academy. Anywhere
Sarah Sprinz

La lectura abre horizontes, iguala oportunidades y construye una sociedad


mejor. La propiedad intelectual es clave en la creación de contenidos culturales
porque sostiene el ecosistema de quienes escriben y de nuestras librerías. Al
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70 / 93 272 04 47.

Título original: Dunbridge Academy. Anywhere

Diseño de la portada, Lookatcia.com

© 2022 by Bastei Lübbe AG


Rights negotiated through Ute Körner Literary Agent – www.uklitag.com

© de la traducción, Albert Vitó i Godina, 2023

© Editorial Planeta, S. A., 2023


Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)
www.editorial.planeta.es
www.planetadelibros.com

Primera edición en libro electrónico (epub): enero de 2023

ISBN: 978-84-08-26885-7 (epub)

Conversión a libro electrónico: Realización Planeta


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