Era un día normal, como cualquier otro. Estaba en camino a la
escuela cuando lo ví, aquel niño que siempre estaba solo, ese chico que nunca podía recordar. Siempre que intenté acercarme, algo me interrumpió. Sentí curiosidad cuando se adentraba a un callejón, así que lo seguí lo más sigiloso que pude, no quería asustarlo. Asustado quedé yo cuando escuché un grito desgarrador, salí de mi escondite, preocupado por si estaba bien. El estaba tirado boca abajo en el suelo, así que lo di vuelta para poder ver si estaba bien. Grave error. El niño con la cara tan pálida como fantasma, cabello castaño y ojos grises, era yo. Sintiendo un balde de agua fría encima, lo último que ví fue como me desintegraba en mis propias manos. Cerré los ojos con fuerza mientras percibía un gran dolor desde el centro de mis entrañas, cuando todo se volvió oscuro. Lo último que pude escuchar fue el suave y arrullador ronroneo que me heló hasta la última gota de sangre en mi cuerpo.