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Ana-Bella

No tengo muchos amigos, cotidianamente suelo hablar con Anabella y Alexis. A


este último lo conozco desde mi infancia; en cuanto a Anabella, ella está desde que
empecé el secundario, más específicamente, desde que un día en el descanso del
colegio, después de que unos compañeros me hubieran molestado con respecto a mi
físico. Lloré mucho esa vez, pero Anabella se acercó, limpió mis lágrimas y me dijo
que ella me ayudaría a ser hermosa, que seriamos amigas inseparables. A partir de
ese día comencé a sentirme más segura de mí misma y a amarme más gracias a ella.
La gente me seguía molestando, pero con los consejos de Anabella me sentía
protegida. Al pasar el tiempo, esa seguridad decaía y mi meta final se veía más lejana.
Ahora con diecinueve años, Anabella sigue siendo parte de mi vida, nada ha
cambiado, me sigue dando muy buenos consejos pero a veces se enoja mucho
conmigo, por ejemplo cuando como de más. También me obliga a hacer cosas que no
quiero, dice que para ser hermosa hay que realizar sacrificios. Tengo que evitar estar
en la hora de la comida en casa, aunque esto no es muy difícil pues mis padres suelen
prestarle más atención a mi hermana Mía. Anabella me recuerda constantemente que
debo ser como ella. Realmente es preciosa. Es delgada y por su contextura física
puedo verle las clavículas y las costillas. Bajo sus ojos no cuelgan dos bolsas
moradas, ella siempre luce fresca y el brillo de su sonrisa contrasta con sus rizos
dorados.
Anabella me ordena que me aleje de Alexis, dice que él me va a perjudicar en
mi aspiración de ser deseada por los demás. Él siempre me insiste en que coma, me
regala chocolates y me dice que estoy bajo mi peso ideal. Pero no entiendo por qué.
Cuando me miro en el espejo, me veo gorda. Cuando me miro en el espejo, me doy
asco.
Anabella dice que él siempre miente.
Cuando nos reunimos y hay comida de por medio, sé que no debo probar
bocado, pues eso me enseñó Anabella. Me aconsejó que cuando coma, solo debo ir al
baño y todos mis pecados se expulsarán.
El día de hoy no podía ni quería salir de la cama. Ayer tuve una charla con mi
mamá sobre mi salud. Me sentó en la cocina y me recriminó mis actos; me dijo que
sabía sobre Anabella y que todo era su culpa. Cuando en realidad ella fue la única que
me ayudó a ser perfecta. Me dijo que tan solo me mirara, que estaba de los huesos.
Yo no lo podía creer porque con tan solo medir mi muñeca con los dedos podía
sentirlos chocar pero a mi vista no estaban ni cerca. Me dio tal desesperación al
escuchar cómo injuriaba a Anabella, que no me pude contener. En la madrugada

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había llegado en contra de mi voluntad a lo que para mí era el conocido infierno.
Absorbí todos los pecados que una familia consumiría. Constantemente, podía
escuchar la voz de mi querida amiga insistiendo en que estas acciones acabarían con
mi belleza, con todo su trabajo y dedicación. Pude sentir mis lágrimas caer a mares
mientras me purgaba en el baño, intentando no llamar la atención. Por más que
Anabella no había presenciado ese episodio, yo estaba consciente de su saber y el
castigo que merecía.
Al recorrer las calles aledañas de mi antigua escuela, Anabella no hablaba pero
podía percibir su mirada. La angustia en mi pecho no me dejaba casi respirar. Llegué
al Colegio Santo Tomás, nido de recuerdos de mi adolescencia donde padecí tantos
dolores y maltratos, pero donde floreció mi hermosa amistad con Ana y su odio hacia
Alexis. ¿Por qué esa bronca hacia él? Su repudio nació de la preocupación de mi
amigo, cuando él intentó convencerme para hablar con un profesional. Me decía que
Anabella era la causante de un trastorno alimenticio, pero no hubo voz de la razón que
me hiciera cambiar de opinión. Yo no tenía ningún trastorno, simplemente estaba en el
camino a ser hermosa y el resto lo envidiaba.
Mi celular no paraba de sonar. Era Alexis, cuanto más me acercaba a la
lúgubre parte de atrás del colegio, su insistencia en llamarme aumentaba. Él conocía
mi castigo. Su molestia acabó con mi paciencia y haciendo caso omiso a los gritos de
Anabella, contesté.
—¿Dónde estás? Acabo de salir de tu casa, me dijeron que no
estabas, que te fuiste en la madrugada— Mi silencio lo incomodó. —No te
quedes callada. Te conozco, sé que vas a cometer alguna estupidez —
Sentía mis lágrimas caer. —Tu mamá me dijo lo que sucedió. ¡¿Dónde
estás?!— preguntó desesperadamente.
Simplemente corté la llamada, haciendo vista ciega y oídos sordos, empecé a
correr, buscando alguna ventana rota o alguna puerta abierta. Recodando el pasado,
se me vino a la memoria la parte trasera del colegio que tenía un muro donde
fácilmente podía trepar, que lo usaba cuando Anabella decía que escapara de mis
molestos compañeros.
Al llegar a la calle Duarte Quirós, vi el árbol por el que solía subir y me encontré
reviviendo las mismas acciones que hacía unos. Logré pasar. Yendo por las canchas a
la velocidad que permitían mis piernas, vi la puerta que daba al pasillo con las
escaleras que terminaban en el segundo piso.
Corrí por el corredor. No recordaba que era tan largo, y por la oscuridad de la
noche no se veía su fin. Se sentía abrumador, lo mismo pasaba con las escaleras,
parecía como si en los últimos años hubieran agrandado todo. Mientras me acercaba

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al segundo piso, sentía la presencia de algo o alguien más, y los constantes gritos de
Anabella diciendo que no parara de correr, aturdían. Las llamadas de Alexis no
cesaban.
Empecé a buscar la ventana que estaba justo debajo del Cristo. Al acercarme
cada vez más, se escuchaba un gruñido. Lo único que me decía Anabella era que lo
siguiera, que mientras más rápido llegara a él, menos sería el dolor de mi castigo. Al
encontrar la ventana, la abrí y me subí a ella. Apenas asomé la cabeza, los gruñidos
de perro se sintieron como si estuviera a mi lado. Miré hacia abajo y lo vi. Era un perro
de pelaje tan oscuro que hacía resaltar lo fosforescente de sus ojos.
Anabella insistía en que fuera con él, que si lo hacía, por fin iba a ser la
persona más hermosa del mundo. Pero al tomar la decisión, sentí que algo me
agarraba de la ropa, como si alguien no quisiera mi felicidad. Sin mirar hacia atrás,
podía ver una luz blanca, la cual me tironeaba como un perro tironea a su dueño, para
que bajara de la ventana. Su tironeo era tan fuerte que ya no podía sostenerme más y
los gritos de Anabella ahuyentando al perro eran escalofriantes.
Bajé y la luz desapareció. Los gruñidos no se escucharon más y no sentí a
Anabella por ninguna parte. De repente vi a Alexis frente a las escaleras. Corrió hacia
mí y me abrazó con fuerza, como si tuviera miedo de soltarme, como si tuviera miedo
de perderme. Mis lágrimas empezaron a caer. No podía creer lo que había estado a
punto de hacer. Pero lo que me parecía extraño era la forma en la que habían
aparecido y desaparecido esos perros. No paraba de preguntarme si eran reales.
—Alex, gracias por salvarme. No sabría qué hacer sin vos — Lo abracé
más fuerte, pero sentí cómo él se alejaba confundido.
—No, esperá. Cuando llegué ya estabas lejos de la ventana. No pude
haber sido yo. Pensé que habías tomado la decisión correcta vos sola.
Me sentí confundida. En mi mente la luz blanca era la linterna con la que mi
amigo me buscaba. Pero ahora que lo observaba bien, no llevaba ninguna linterna.
—Sentí cómo alguien me agarraba. Pensé que habías sido vos.
—¿Cómo fue? ¿Qué sentiste?
—Al principio escuchaba gruñidos. Como si fueran de un perro muy
grande. Cuando me asomé a la ventana solo vi una silueta negra a la que le
resaltaban sus ojos. Eran fosforescentes. Me estaba por tirar, pero detrás de
mí sentí la presencia de algo rodeado por una luz blanca. Pensé que eras vos
con una linterna.
Alexis me escuchó atentamente y se quedó pensando. Hasta que noté que
su cara se iluminaba con un recuerdo.

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—¿Te acordás en segundo año? Los rumores del colegio...Los de los
perros.
Traté de hacer memoria, pero había sido un año catastrófico. No
recordaba nada.
—¿De qué hablas?
—De la leyenda que trataba sobre un perro negro, con todas las
características que mencionaste. El animal se aparecía atrás de nuestro
colegio persiguiendo a las personas que estaban por allí. Pero, por suerte,
también existía un perro blanco, que se creía que era el ángel de la guarda,
que los salvaba a todos. Justo en ese lugar había un degolladero. Creo que lo
usaba un general por el siglo XIX.
Ahora todo tenía sentido, aunque no dejaba de parecerme extraño. Sobre todo
porque no había rastro de mi amiga. No distinguía en qué momento se había ido.
—¿Y Anabella? ¿La viste salir?— Alexis me miró sorprendido, como si
lo que hubiera dicho fuera una tontería.
—¿Anabella?
El sonido de mi celular interrumpió nuestra charla. Era mi madre. Tenía miedo
de atender, por lo que Alexis contestó. No sé muy bien de qué hablaron. Lo único que
sé es que llegaron al acuerdo de que yo me quedara con él esa noche y hablara con
ella al día siguiente.
Horas después, Alexis ya estaba profundamente dormido, pero yo no podía
pegar un ojo. Anabella no me hablaba desde que había visto a Alexis y me sentía un
poco perdida sin ella. Aunque debo admitir que era reconfortante no estar escuchando
sus gritos constantemente. Debía despedirme de ella. Al fin y al cabo mi madre tenía
razón: Ana me hacía mal.
Fui al baño a lavarme la cara para despejarme un poco. Levanté la cabeza y
me miré al espejo. De pronto, volví a escuchar sus gritos. Me recriminaba que no le
hubiera hecho caso. La ignoré y le pregunté por qué se había ido. Ella no me contestó,
la sentía débil. Sus gritos cada vez eran más lejanos. Fue entonces cuando me vi
directamente a los ojos, a través del espejo, y dije:
—No quiero ser más tu amiga. Me di cuenta de que nunca quisiste
ayudarme, tu única intención era que me odiara y que todos se alejaran de mí.
No me dejabas ser feliz. Solo estabas en mi mente, gritándome que todo lo
hacía mal. No quiero más eso. Me cansé. Te dejo, Anabella.
Escuché la puerta sonar.
—¿Anabella, estás ahí?— preguntó adormilado.
—Sí, ya voy.

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