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Básico 2024
UEGP N° 24 San José – NIVEL SECUNDARIO
LA INTRUSA
(El informe de Brodie, 1970)
DICEN (LO CUAL es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson, en el
velorio de Cristian, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el
partido de Moran. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre
mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a contármela en
Turdera, donde había acontecido. La segunda versión, algo más prolija, confirmaba en suma la de Santiago,
con las pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no
me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya
preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor.
En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor recordaba, no sin sorpresa,
haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas
páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La azarosa crónica de
los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el
zaguán se divisaban un patio de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen
defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas durmieron en catres; sus lujos eran el caballo, el
apero, la daga de hoja corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos,
de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos
criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro
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pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó la
peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez
tahúres. Tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada
se sabe ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.
Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava. Esto, y lo que
ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Mal quistarse con uno era contar con dos enemigos.
Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces de zaguán o de
casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristian llevó a vivir con Juliana Burgos. Es verdad que
ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la lucia en las
fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el corte estaban prohibidos y donde se
bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados, bastaba que alguien la mirara
para que se sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no era mal
parecida.
Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por no sé qué negocio; a
su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado por el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo
más hosco; se emborrachaba solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de
Cristian. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la rivalidad latente de los
hermanos.
Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristian atado al palenque. En el patio,
el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La mujer iba y venía con el mate en la mano. Cristian le
dijo a Eduardo:
—Yo me voy a una farra en lo de Farias. Ahí la tenes a la Juliana; si la queres, úsala.
El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía qué hacer, Cristian
se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin
apuro.
Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida unión, que ultrajaba
las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los
hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban,
razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo que discutían era otra cosa.
Cristian solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre
no decía, ni se decía, que una mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban
enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.
Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por ese primor que se
había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo injirió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de Cristian.
La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna preferencia por el menor,
que no había rechazado la participación, pero que no la había dispuesto.
Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no apareciera por ahí, porque
tenían que hablar. Ella esperaba un dialogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le
hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenía, sin olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le había dejado
su madre. Sin explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje. Había
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llovido; los caminos estaban muy pesados y serían las cinco de la mañana cuando llegaron a Morón. Ahí la
vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho; Cristian cobró la suma y la dividió después con
el otro.
En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la maraña (que también era una rutina) de aquel
monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al
reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual por
su lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de año el menor dijo que tenia que
hacer en la Capital. Cristian se fue a Moron; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de
Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristian le dijo:
—De seguir así, los vamos a cansar a los caballos. Más vale que la tengamos a mano.
Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba con Cristian; Eduardo
espoleó al overo para no verlos.
Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían cedido a la
tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño entre los Nilsen era muy grande —¡quién sabe
que rigores y qué peligros habían compartido!— y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un
desconocido, con los perros, con la Juliana, que había traído la discordia.
El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos la gente suele
recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén, vio que Cristian uncía los bueyes. Cristian le dijo:
—Veni; tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargue, aprovechemos la fresca.
El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las Tropas; después, por un
desvío. El campo iba agrandándose con la noche.
Orillaron un pajonal; Cristian tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro:
—A trabajar, hermano. Después nos ayudaran los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con sus
pilchas. Ya no hará más perjuicios.
Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro vínculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación
de olvidarla.
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ETAPA DE DIAGNOSTICO
Cristian: _Dale, dale, léeme, esa noticia; aquí no nos escucha nadie.
José: _No sé, mejor cierro con llave. (cierra), pero, sería mejor si mi mamá escucha la
información del texto; habla sobre el virus que afecta la salud de los argentinos.
ELEMENTOS DE LA COMUNICACIÓN
REFERENTE
CANAL CANAL
CÓDIGO
Aquí un ejemplo:
Emisor: Javier.
Receptor: Gabriel.
Mensaje: lo que le dice: ―¿Pensaste que sólo faltan diez días para el cumple de Luis?
Referente: cumpleaños de Luis.
Código: lingüístico (el idioma castellano).
Canal: oral (ondas sonoras).
Actividades:
1) Reconociendo los elementos del circuito de la comunicación:
DIÁLOGO FORMAL:
-Camarero: Buenas tardes, señorita ¿en qué puedo servirles?
-Camarero: Por supuesto, tiene 200gr de carne, queso, tocino, rodajas de tomate y salsas.
DIÁLOGO AMISTOSO:
– Alberto: Hola Marta, ¿Cómo estás?
– Marta: Es cierto, es que estuve viajando, conocí varios países de Asia este último año.
Emisor: ……………………………………………………………………………………………………….……
Receptor: …………………………………………………………………………………………………………….
Mensaje: …………………………………………………………………………………………………………….
Referente: ……………………………………………………………………….…….................................
Código: ……………………………………………………………………………………………………………..
Canal: ………………………………………………………………………………………………………………
6) Escribir qué código se utiliza en cada caso y el posible mensaje que transmite cada
ícono:
Código:………………………………
Código:………………………………
Mensaje:…………………………….
Mensaje:…………………………….
Código:………………………………
Código:………………………………
Mensaje:…………………………….
Mensaje:…………………………….
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LA HISTORIETA
A pesar de que muchos le asignaron durante años un lugar más bien secundario, la
historieta ha sabido sobrevivir a los tiempos y convertirse hoy en el Noveno Arte.
Los pasos para elaborar una historieta son, en principio, simples, pero metódicos. Como todo
en la vida, hacerlo con maestría requerirá práctica, pero podemos ordenarlos en tres grandes
momentos:
ACTIVIDADES:
carpetas pegadas, o bien, utilizar afiches de colores, (uno, dos, los que quieran); Pueden
dibujar con lápices, fibrones, acrílicos, etc., o pegar dibujos impresos.
MITOS Y LEYENDAS
Los personajes de los mitos son siempre dioses o seres superiores a los hombres que
influyen en el destino de estos. Si hay presencia de humanos, generalmente no se les identifica,
sólo se les menciona como un colectivo a no ser que se relacione directamente con los dioses,
como ocurre con la mitología griega. En estos relatos encontramos también que de dichos dioses
nacen semidioses (mitad seres humanos mitad dioses) los que tienen una parte de perfección y
otra de debilidad.
Es una narración breve que se transmite de forma oral, cuyo propósito o intención es
explicar los hechos, tradiciones y costumbres de un pueblo de forma sobrenatural o fantástica.
Este tipo de relato se caracteriza por formar parte del folclore y tradiciones de un pueblo
determinado.
Una leyenda es una narración de hechos sobrenaturales, naturales o una mezcla de
ambos que se transmite de generación en generación en forma oral o escrita. Generalmente, el
relato se sitúa de forma imprecisa entre el mito y el suceso verídico, lo que le confiere cierta
singularidad. Se ubica en un tiempo y lugar familiar de los miembros de una comunidad, lo que
aporta cierta verosimilitud al relato. En su proceso de transmisión a través de la tradición oral,
las leyendas experimentan a menudo supresiones, añadidos o modificaciones culturales que dan
origen a todo un mundo lleno de variantes. Las más comunes es la "cristalización" de leyendas
paganas o la adaptación a la visión infantil, cuando el cambio de los tiempos ha reducido las
antiguas cosmovisiones.
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La caja de Pandora
Hace mucho, muchísimo tiempo, cuando nuestro mundo se hallaba en la infancia, había un niño
llamado Epimeteo, que nunca había tenido padre ni madre, y para que no estuviera solo, otra niña,
procedente de un lejano país, y que se llamaba Pandora, fue llevada a vivir con él.
La primera cosa que vio Pandora al entrar en la casa en que vivía Epimeteo, fue una gran caja, y
casi inmediatamente después de haber atravesado el umbral, preguntó qué había en ella.
—Mi querida Pandora —contestó Epimeteo —es un secreto. La caja fue dejada aquí, para que estuviese
bien guardada; y yo mismo no sé lo que contiene.
—Una persona de aspecto risueño e inteligente la dejó ante la puerta antes de que llegaras tú; y según vi,
apenas podía contener la risa al hacerlo.
—Ya lo conozco,—dijo Pandora pensativa—era Mercurio. Éste fue quien me trajo, y sin duda hizo lo
mismo con la caja. Estoy segura de que es para mí, y probablemente, contiene hermosos trajes y juguetes
o bien una golosina.
—Es posible—contestó Epimeteo alejándose—pero hasta que Mercurio regrese y nos autorice para ello,
no tenemos el derecho de abrirla.
—¡Qué muchacho tan tímido! —murmuró Pandora, cuando el niño salía de la casita. —Me gustaría que
fuese más animoso.
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Y en cuanto Epimeteo se marchó, la niña se quedó mirando el objeto que había despertado su curiosidad.
Las esquinas de la caja aparecían talladas con mucho arte y primor. En los lados había figuras muy
graciosas de hombres, mujeres y lindísimos niños. La cara más bonita de todas había sido esculpida en
alto relieve, en el centro de la tapa. Ninguna otra particularidad se advertía, exceptuando la obscura y lisa
riqueza de la madera pulimentada y el rostro del centro con unas guirnaldas de flores sobre sus cejas.
La caja permanecía bien cerrada y no por una cerradura u otro medio semejante, sino con una
cuerda de oro cuyos dos extremos estaban atados de un modo tan complicado, que, probablemente,
nadie habría logrado deshacer el nudo. Y, sin embargo, precisamente al ver tal dificultad, más deseos
sentía Pandora de examinarlo, a fin de averiguar cómo había sido hecho.
—Creo—se dijo—que ya sabré des-hacerlo y luego atarlo otra vez, y como de ello no ha de resultar
ningún daño…
Ante todo, trató de levantar la caja. Elevó un lado algunos centímetros y la dejó caer, produciendo
algún ruido. Un momento después le pareció oír que dentro se removía algo. Acercó el oído y escuchó.
Sin duda alguna se percibía dentro algo así como murmullos apagados.
—No hay duda de que quien hizo este nudo es persona muy ingeniosa, se dijo —pero me parece que lo
podré deshacer.
Entretanto los brillantes resplandores del sol atravesaron la abierta ventana. Pandora se detuvo
para escuchar, pero al mismo tiempo e inadvertidamente, retorció algo el nudo, y con gran sorpresa vio
que la cuerda de oro se había desatado por sí misma, como por magia.
—¡Que cosa tan extraña! —exclamó la niña. —¿Qué dirá Epimeteo? —¿Sabré hacer otra vez el nudo?
Hicieron una o dos tentativas para conseguirlo, pero pronto vio que tal intento era muy superior a
su destreza. Así, pues, nada podía hacer, sino dejar la caja desatada hasta el regreso de Epimeteo.
Entonces la niña pensó que su amigo creería que había mirado el interior de la caja, y no siéndole
posible evitar que así se lo figurara, díjose que lo mejor era justificar tal sospecha satisfaciendo su
curiosidad… No habría podido asegurar si era ilusión o no, pero le parecía que algunas voces murmuraban
dentro de la caja:
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—¡Déjanos salir, querida Pandora, déjanos salir! ¡Seremos para ti muy buenos compañeros de juego! ¡Oh,
déjanos salir!
—¿Quién será? —pensó Pandora.— Sin duda hay alguien vivo dentro. Sí, seguramente. Voy a dar una
mirada, sólo una y luego volveré a cerrar.
Aquella era la primera vez, desde que llegara su compañera de juegos, que había tratado de
divertirse solo, pero como se aburría, decidió interrumpir sus juegos y volver a donde estaba Pandora. En
el momento en que iba a entrar en la casita, la mala niña tenía la mano a punto de levantar la tapa de la
caja, y Epimeteo la vio. Si él la hubiera avisado dando un grito, Pandora, probablemente, habría retirado
la mano de la caja; y tal vez no fuera conocido aún el fatal misterio que guardaba.
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Cuando Pandora levantó la tapa, el aire se obscureció porque una nube negra salió de ella y se
extendió ante el sol, ocultándolo completamente. Luego, durante algunos instantes, se oyó un murmullo
y una serie de gruñidos que pronto se transformaron en un fragor parecido al estampido del trueno…
Pero Pandora, sin hacer caso de ello, acabó de levantar la tapa de la caja y miró a su interior.
Pareció como si una multitud de seres alados pasaran rozándole el rostro, huyendo del encierro, y
en el mismo instante oyó la voz de Epimeteo que exclamaba en tono lastimero, como si experimentara
algún dolor:
—¡Oh, me han picado! ¡Me han picado! ¡Perversa Pandora! ¿Por qué has abierto esa maldita caja?
La niña dejó caer la tapa e incorporándose miró a su alrededor para ver qué le había ocurrido a
Epimeteo. La nube que se había formado obscureció de tal modo la habitación que apenas podía divisarse
lo que en ella había. Pero oyó un desagradable zumbido, como si por allí revolotearan enormes abejorros.
En cuanto sus ojos se hubieron acostumbrado a la imperfecta luz que reinaba, vio un enjambre de feas y
asquerosas figuras provistas de alas de murciélago y armadas de terribles aguijones en sus colas, una de
las cuales fue la que picó a Epimeteo. Pocos instantes después también Pandora empezó a quejarse, pues
sentía no menos dolor y miedo del que experimentara su compañero de juegos, pero sus quejas fueron
más ruidosas que las de Epimeteo. Un repugnante y ruin monstruo se posó en su frente, y la habría
herido tal vez de gravedad, si Epimeteo no lo hubiera impedido.
Ahora, si desea saber el lector quienes eran aquellos feos seres evadidos de La caja en que
estaban prisioneros, le diremos que formaban la familia completa de los males. Había malas Pasiones,
muchas especies de Cuidados, más de ciento cincuenta Dolores y Tristezas, gran número de
Enfermedades y, en fin, más formas de Maldad de lo que es dable imaginar. Entretanto no sólo Pandora,
sino también Epimeteo, habían sido gravemente picados y sufrían mucho, cosa que les parecía tanto más
intolerable, cuanto que era el primer dolor que sentían desde que existía el mundo. Por esta razón
estaban de muy mal humor y muy disgustados uno de otro.
Epimeteo se sentó en un rincón dando la espalda a Pandora y ésta, por su parte, se dejó caer al
suelo, apoyando la cabeza sobre la fatal y abominable caja. Lloraba amargamente como si su corazón
fuera a destrozarse.
—¿Quién podrá ser? —se preguntó Pandora, levantando la cabeza. En cuanto a Epimeteo, o no había
oído el golpe, o estaba demasiado preocupado para hacer caso de él. Sea como fuere, no contestó.
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Y entonces se oyó nuevamente el golpecito, procedente del interior de la caja. Era tan suave que
parecía como si lo dieran los dedos de un hada.
—No, no—contestó Pandora echándose a llorar de nuevo. —Ya estoy escarmentada de haber abierto la
caja. ¡Ya que estás encerrada, no saldrás!
Y miró a Epimeteo mientras hablaba, solicitando su aprobación a lo que acababa de decir. Pero el
muchacho sólo murmuró que tal prueba de buen inicio era tardía.
—¡Ah! dijo nuevamente la dulce vocecita —obrarás bien dejándome salir. No soy como esos monstruos
que tienen aguijones en la cola. Ven, hermosa Pandora. Estoy segura de que me dejarás salir.
Y había un encanto tal en el tono de aquella voz, que casi era imposible negarse a lo que pedía.
Pandora, al oiría, sentía disiparse su tristeza y Epimeteo, que continuaba en su rincón, volvió la cabeza
mostrando en su aspecto mejor humor que antes.
—Obra como quieras —replicó Epimeteo. —Después de lo hecho ya no importa que repitas tu
imprudente acción.
—Podrías hablarme con alguna mayor bondad —murmuró la niña enjugándose los ojos.
—¡Si estás deseando verme!—gritó la vocecita, dirigiéndose a Epimeteo. —Ven, querida Pandora, abre
porque tengo gran prisa por consolarte.
—¡Epimeteo! —exclamó Pandora —Suceda lo que quiera, estoy resuelta a abrir la caja.
—Y, como la tapa parece muy pesada, —dijo el niño atravesando la habitación —yo te ayudaré.
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Y así los dos niños unieron sus fuerzas para abrir nuevamente la caja. Salió de ella un personaje
sonriente, cuyo cuerpo parecía formado con rayos de sol.
Empezó a revolotear por la estancia, iluminando los lugares en que se posaba. Se llegó a
Epimeteo, y tocó ligeramente con uno de sus dedos el lugar donde le había picado el Dolor y en el acto el
niño dejó de sentir sufrimiento alguno. Luego besó a Pandora en la frente y el daño que le causara el Mal
fue también inmediatamente curado.
—Tus alas tienen el color del arco iris —añadió la niña. —¡Qué hermosas son!
—Sí, son como el arco iris —dijo la Esperanza —porque aun cuando mi naturaleza es alegre, estoy
formada de lágrimas y de sonrisas.
—No me lo preguntéis —repuso la Esperanza poniéndose un dedo en sus rosados labios. —Pero no
desesperéis, aun cuando nunca gozaseis en esta vida de la felicidad que os he anunciado. Creed en mi
promesa, porque es verdadera.
Y así lo hicieron, y no solamente ellos, sino que también todo el mundo ha confiado en la Esperanza, que
desde entonces vive en el corazón de los hombres.
Tal es el poético ropaje con que la imaginación griega ha vestido la caída de los progenitores del
linaje humano, que con diversas formas se nos presenta en las tradiciones y mitos de los pueblos
antiguos. FIN
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Responde en tu carpeta:
a- ¿En qué lugar geográfico de nuestro país sucede esta historia y a qué pueblo originario
pertenece?
b- ¿Quién es el protagonista?
c- ¿Cómo se describía a los Selk’nam en el texto? ¿Les sería agradable convivir con la
charlatanería de Kamshout?
d- ¿Por qué Kamshout debe ir hacia el norte? ¿Por qué esto marca un antes y un después en
la vida del personaje?
e- ¿Qué sucede, cuando vuelve, con su vínculo con los demás? ¿Con todos le sucede lo
mismo?
f- ¿Qué ocurre finalmente con Kamshout? ¿Qué sucede con la opinión de los demás?
g- Menciona tres razones en tu carpeta para explicar por qué ―Kamshout y el otoño‖ es
una leyenda.
h- Anota en tu carpeta dos hechos extraídos del texto que te ubiquen en el tiempo y en el
espacio en que transcurre la leyenda.
i- Reflexiona: Piensa en qué situaciones cotidianas las personas actúan apartando a otras
por alguna diferencia (física, de personalidad, etcétera).
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Antes de entrar de lleno en el significado del término cuento realista, se hace muy
interesante descubrir el origen etimológico de las dos palabras que le dan forma:
-Cuento deriva del latín, exactamente de ―computus‖ que emana, a su vez, del verbo
―computare‖, que es sinónimo de ―contar‖. -Realista, por otro lado, se trata de un neologismo
acuñado por el filósofo alemán Immanuel Kant. Lo creó a partir de la suma de dos componentes:
el adjetivo latino ―real, realis‖, que es sinónimo de ―verdadero‖, y el sufijo griego ―-ismo‖, que se
utiliza como sinónimo de ―doctrina‖ o de ―actividad‖.
personajes y del ambiente son precisas y coinciden con el tiempo histórico en la cual se sitúa la
historia.
ser omnisciente, si conoce todo lo que ocurre en la realidad representada, así como lo que
piensan y sienten los personajes. Si por el contrario tiene una visión panorámica de los hechos y
narra manteniéndose a distancia de los personajes va a ser no omnisciente.
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En el cuento realista el autor se propone dar una idea cabal y verdadera del mundo que lo
rodea en todos sus aspectos: material, moral, económico, político y religioso. Por ello, la
realidad hombre en su esencia y existencia, y la descripción del medio en que éste se desarrolla
como individuo o como ser social, es la materia literaria de este tipo de relato.
En el afán de testimoniar la realidad inmediata, las obras resultan a menudo vastos cuadros
sobre la vida, las creencias, el lenguaje y las tradiciones del hombre contemporáneo. En estos
casos, la anécdota se diluye o es solamente un pretexto para la descripción de caracteres y de
costumbres.
La descripción, en los cuentos realistas tradicionales, trata de guiar al lector para que
pueda imaginar un mundo reconocible.
“Basura”
Luis Fernando Veríssimo
Se encuentran en el área de servicio. Cada uno con su bolsa de basura. Es la primera vez
que se hablan.
- Buenos días...
- Buenos días.
- La señora es del 610
- Y, el señor del 612
- Sí.
- Yo aún no lo conocía personalmente...
- De hecho...
- Disculpe mi atrevimiento, pero he visto su basura...
- ¿Mi qué?
- Su basura.
- Ah...
- Me he dado cuenta que nunca es mucha. Su familia debe ser pequeña...
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- Primero el buqué de flores, con la tarjetita, tirado en la basura. Después, muchos pañuelitos de
papel.
- Es que lloré mucho, pero ya pasó.
- Pero incluso hoy vi unos pañuelitos...
- Es que estoy un poquito resfriada.
- Ah.
- Veo muchos crucigramas en tu basura.
- Claro. Sí. Bien. Me quedo solo en casa. No salgo mucho. Tú me entiendes.
- ¿Polola?
- No.
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- Pero hace unos días tenías una fotografía de una mujer en tu basura. Parecía bonita.
- Estuve limpiando unos cajones. Cosa del pasado.
- No rasgaste la foto. Eso significa que, en el fondo, tú quieres que ella vuelva.
- ¡Tú estás analizando mi basura!
- No puedo negar que tu basura me interesó.
- Qué divertido. Cuando escudriñé tu basura, decidí que quería conocerte. Creo que fue la
poesía.
- ¡No! ¿Viste mis poemas?
- Vi y me gustaron mucho.
- Pero, ¡si son tan malos!
- Si tú creías que eran realmente malos, los habrías rasgado. Y sólo estaban doblados.
- Si yo supiera que los ibas a leer...
- Sólo no los guardé porque, al final, los estaría robando. Si bien que, no sé: ¿la basura de la
persona aún es propiedad de ella?
- Creo que no. Basura es de dominio público.
- Tienes razón. A través de la basura, lo particular se vuelve público. Lo que sobra de nuestra
vida privada se integra con las sobras de los demás. La basura es comunitaria.
FIN
- Una mujer y un hombre ________________________________________.
- Los vecinos _______________________ de lo que cada uno sabe del otro a partir de sus
respectivas_______________________.
- El vecino_____________________________________________________.
Toda narración se desenvuelve a partir de las acciones que realizan los personajes.
Esas acciones se desarrollan en un tiempo, es decir, la época (pasada, actual, futura) y la
duración que tienen (minutos, horas, días, semanas); y en un espacio, que puede ser un sitio
geográfico real, presentar elementos que refieran a uno existente o que ha existido en la
realidad, u otro imaginario. El tiempo y el espacio conforman el marco de la narración.
Procedían de otras tierras y en el pueblo les llamaban ―la chusma‖. Hacía poco que se
explotaban las minas de las vertientes de Laguna Grande, y aquellas gentes mineras invadieron
el pueblo. Eran en su mayoría familias compuestas de numerosos hijos, y vivían en la parte vieja
del pueblo, en pajares habilitados primariamente: arracimados, chillones, con de pendencieros.
En realidad eran gentes pacíficas, incluso apáticas, resignadas. Excepto el día de paga, en el que
se iban a la taberna del Guayo, a la del Pinto o la de María Antonia Luque, con el dinero fresco, y
donde se emborrachaban y acababan a navajazos.
Entre los de ―la chusma‖ había una familia llamada los ―Galgos‖. No eran diferentes a los
otros, excepto, quizá, en que, por lo general, el padre no solía emborracharse. Tenían nueve
hijos, desde los dos hasta los dieciséis años. Los dos mayores, que se llamaban Miguel y Félix,
también empleados en la mina. Luego les seguía Fabián, que era de mi edad.
porque amaba los perros vagabundos, o porque también coleccionaba piedras suavizadas por el
río: negras, redondas y lucientes como monedas de un tiempo remoto. El caso es que Fabián y
yo solíamos encontrarnos, al atardecer, junto a la tapia desconchada del cementerio, y que
platicábamos allí tiempo y tiempo. Fabián era un niño muy moreno y pacífico, de pómulos anchos
y de voz lenta, como ululante. Tosía muy a menudo, lo que a mí no me extrañaba, pero un día
una criada de casa de mi abuelo me vio con él y me chilló:
Con esto comprendía que aquella compañía estaba prohibida y que debía mantenerla
oculta.
Aquel invierno se decidió que siguiera en el campo, con el abuelo, lo que me alegraba. En
parte porque no me gustaba ir al colegio, y en parte porque la tierra tiraba de mí de un modo
profundo y misterioso. Mi rara amistad con Fabián continuó, como en el verano. Pero era el caso
que sólo fue una amistad ―de hora de la siesta‖, y que el resto del día nos ignorábamos.
En el pueblo no se comía más pescado que las truchas del río, y algún barbo que otro. Sin
embargo, la víspera de Navidad, llegaban pro el camino alto unos hombres montados en unos
burros y cargados con grandes banastas. Aquel año los vimos llegar entre la nieve. Las criadas
de casa salieron corriendo hacia ellos, con cestas de mimbres, chillando y riendo como tenían por
costumbre para cualquier cosa fuera de lo corriente. Los hombres del camino traían en las
banastas –quién sabía desde dónde- algo insólito y maravilloso en aquellas tierras: pescado
fresco. Sobre todo, lo que maravillaba eran los besugos, en grandes cantidades, de color rojizo
dorado, brillando al sol entre la nieve, en la mañana fría. Yo seguía a las criadas saltando y
gritando como ellas.
Me gustaba oír sus regateos, ver sus manotazos, las bromas y las veras que se llevaban
con aquellos hombres. En aquellas tierras, tan lejanas del mar, el pescado era algo maravilloso. Y
ellos sabían que se gustaba celebrar la Nochebuena cenando besugo asado.
- Hemos vendido el mayor besugo del mundo –dijo entonces uno de los pescadores-. Era
una pieza como de aquí allá. ¿Sabéis a quién? A un minero. A una de esas negras ratas, ha sido.
- A uno que llaman el ―Galgo‖ –contestó el otro-. Estaba allí, con todos sus hijos
alrededor. ¡Buen festín tendrán esta noche! Te juro que podría montar en el lomo del besugo a
toda la chiquillería, y aún sobraría la cola.
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- ¡Anda con los ―Galgos‖! –dijo Emiliana, una de las chicas-. ¡Esos muertos de hambre!
Aquella noche el abuelo invitaba a su mesa al médico del pueblo porque no tenía
parientes y vivía solo. También venía el maestro con su mujer y sus dos hijos. Y en la cocina se
reunían lo menos quince familiares de las chicas.
El médico fue el primero en llegar. Yo le conocía poco y había oído decir a las criadas que
siempre estaba borracho. Era un hombre alto y grueso, de cabello rojizo y dientes negros. Olía
mucho a colonia y vestía un traje muy rozado, aunque se notaba recién sacado del arca, pues
olía a alcanfor. Sus manos eran grandes y brutales y su voz ronca (las criadas decían que del
aguardiente). Todo el tiempo lo pasó quejándose del pueblo, mientras el abuelo le escuchaba
distraído. El maestro y su familia, todos ellos pálidos, delgados y muy tímidos, apenas se atrevían
a decir palabra.
Aún no nos habíamos sentado a la mesa cuando llamaron al médico. Una criada dio el
recado, aguantándose las ganas de reír.
- Señor, que, ¿sabe usted?, unos que les dicen ―los Galgos‖... de la chusma ésa de
mineros, pues señor, que compraron besugo pa cenar, y que al padre le pasa algo, que se
ahoga... ¿sabe usted? Una espina se ha tragado y le ha quedado atravesada en la garganta. Si
podrá ir, dicen, don Amador...
Don Amador, que era el médico, se levantó de mala gana. Le habían estropeado el
aperitivo, y se le notaba lo a regañadientes que se echó la capa por encima. Le seguí hasta la
puerta y vi en el vestíbulo a Fabián, llorando. Su pecho se levantaba, lleno de sollozos.
Me dio un gran pesar oírle. Les vi perderse en la oscuridad, con su farolillo de tormentas,
y me volví al comedor, con el corazón en un puño.
Pasó mucho rato y el médico no volvía. Yo notaba que el abuelo estaba impaciente. Al fin,
de larga que era la espera, tuvimos que sentarnos a cenar. No sé por qué yo estaba triste, y
parecía que también había tristeza a mi alrededor. Por otra parte, de mi abuelo no se podía decir
que fuese un hombre alegre ni hablador, y del maestro aún se podía esperar menos.
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El médico volvió cuando iban a servir los postres. Estaba muy contento, coloreado y
voceador. Parecía que hubiese bebido. Su alegría resultaba extraña: era como una corriente de
aire que se nos hubiera colado desde alguna parte. Se sentó y comió de todo, con voracidad. Yo
le miraba y sentía un raro malestar. También mi abuelo estaba serio y en silencio, y la mujer del
maestro miraba la punta de sus uñas como con vergüenza. El médico se sirvió varias veces vino
de todas clases y repitió de cuantos platos había. Ya sabíamos que era grosero, pero hasta aquel
momento procuró disimularlo. Comía con la boca llena y parecía que a cada bocado se tragase
toda la tierra. Poco a poco se animaba más y más, y al fin explicó:
Y lo contó. Dijo:
- Estaban allí, todos alrededor, la familia entera, ¡malditos sean! ¡Chusma asquerosa! ¡Así
revienten! ¡Y cómo se reproducen! ¡Tiña y miseria a donde van ellos! Pues estaban así: el
―Galgo‖ con la boca de par en par, amoratado... Yo, en cuanto le vi la espina, me dije: ―Ésta es
buena ocasión‖. Y digo: ―¿Os acordáis que me debéis doscientas cincuenta pesetas?‖ Se
quedaron como el papel. ―Pues hasta que no me las paguéis no saco la espina.‖ ¡Ja, ja!
Aún contó más. Pero yo no le oía. Algo me subía por la garganta, y le pedía permiso al
abuelo para retirarme.
- ¡Ay, pobrecillos! –decía Emiliana-. Con esta noche de nieve salieron los chavales de casa
en casa, a por las pesetas...
Lo contaron los hermanos de Teodosia, la cocinera, que acababan de llegar para la cena,
aun con nieve en los hombros.
- El mala entraña, así lo ha tendido al pobre ―Galgo‖, con la boca abierta como un capazo,
qué sé yo el tiempo...
Salí con una sensación amarga y nueva. Aún se oía la voz de don Amador, contando su
historia.
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Era muy tarde cuando el médico se fue. Se había emborrachado a conciencia y al cruzar el
puente, sobre el río crecido, se tambaleó y cayó al agua. Nadie se enteró ni oyó sus gritos.
Amaneció ahogado, más allá de Valle Tinto, como un tronco derribado, preso entre unas rocas,
bajo las aguas negruzcas y viscosas del Agaro.
¡ATENCIÓN!
1- Responder:
a)-¿A quiénes se denomina ―La Chusma‖ entre la gente del pueblo y para qué han
Galgos?
c)-¿Por qué motivos esa amistad tiene debe permanecer oculta? ¿Por qué la relación
de Fabián?
h)-¿Cómo reacciona el narrador al relato del médico? ¿Qué pide a su Abuelo?
j)-¿Cómo termina el médico? ¿Por qué podemos suponer que termina así?
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Un niño huérfano es recogido por un primo de su madre, en cuya casa ve pasar, trabajando y sin
estudiar, de largo su adolescencia. Un día, cinco años después de su llegada, el niño —ya no tan niño—
toma al fin conciencia de lo que ha perdido.
A los trece años se le murió la madre, que era lo último que le quedaba. Al quedar
huérfano ya hacía lo menos tres años que no acudía a la escuela, pues tenía que buscarse el
jornal de un lado para otro. Su único pariente era un primo de su madre, llamado Emeterio Ruiz
Heredia. Emeterio era el alcalde y tenía una casa de dos pisos asomada a la plaza del pueblo,
redonda y rojiza bajo el sol de agosto. Emeterio tenía doscientas cabezas de ganado paciendo
por las laderas de Sagrado, y una hija moza, bordeando los veinte, morena, robusta, riente y
algo necia. Su mujer, flaca y dura como un chopo, no era de buena lengua y sabía mandar.
Emeterio Ruiz no se llevaba bien con aquel primo lejano, y a su viuda, por cumplir, la ayudó
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buscándole jornales extraordinarios. Luego, al chico, aunque le recogió una vez huérfano, sin
herencia ni oficio, no le miró a derechas, y como él los de su casa.
La primera noche que Lope durmió en casa de Emeterio, lo hizo debajo del granero. Se le
dio cena y un vaso de vino. Al otro día, mientras Emeterio se metía la camisa dentro del
pantalón, apenas apuntando el sol en el canto de los gallos, le llamó por el hueco de la escalera,
espantando a las gallinas que dormían entre los huecos:
—¡Lope!
Lope bajó descalzo, con los ojos pegados de legañas. Estaba poco crecido para sus trece
años y tenía la cabeza grande, rapada.
Lope buscó las botas y se las calzó. En la cocina, Francisca, la hija, había calentado
patatas con pimentón. Lope las engulló deprisa, con la cuchara de aluminio goteando a cada
bocado.
—Tú ya conoces el oficio. Creo que anduviste una primavera por las lomas de Santa
Áurea, con las cabras de Aurelio Bernal.
—Sí, señor.
—No irás solo. Por allí anda Roque el Mediano. Iréis juntos.
—Sí, señor.
Lope salió, zurrón al hombro. Antes, recogió el cayado, grueso y brillante por el uso, que
guardaba, como un perro, apoyado en la pared.
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Cuando iba ya trepando por la loma de Sagrado, lo vio don Lorenzo, el maestro. A la
tarde, en la taberna, don Lorenzo fumó un cigarrillo junto a Emeterio, que fue a echarse una
copa de anís.
—Sí —dijo Emeterio, limpiándose los labios con el dorso de la mano—. Va de pastor. Ya
sabe: hay que ganarse el currusco. La vida está mala. El «esgraciado» del Pericote no le dejó ni
una tapia en que apoyarse y reventar.
—Lo malo —dijo don Lorenzo, rascándose la oreja con su uña larga y amarillenta— es que
el chico vale. Si tuviera medios podría sacarse partido de él. Es listo. Muy listo. En la escuela…
—¡Bueno, bueno! Yo no digo que no. Pero hay que ganarse el currusco. La vida está peor
cada día que pasa.
Pidió otra de anís. El maestro dijo que sí, con la cabeza. Lope llegó a Sagrado, y voceando
encontró a Roque el Mediano. Roque era algo retrasado y hacía unos quince años que
pastoreaba para Emeterio. Tendría cerca de cincuenta años y no hablaba casi nunca. Durmieron
en el mismo chozo de barro, bajo los robles, aprovechando el abrazo de las raíces. En el chozo
sólo cabían echados y tenía que entrar a gatas, medio arrastrándose. Pero se estaba fresco en el
verano y bastante abrigado en el invierno.
El verano pasó. Luego el otoño y el invierno. Los pastores no bajaban al pueblo, excepto
el día de la fiesta. Cada quince días un zagal les subía la «collera»: pan, cecina, sebo, ajos. A
veces, una bota de vino. Las cumbres de Sagrado eran hermosas, de un azul profundo, terrible,
ciego. El sol, alto y redondo, como una pupila impertérrita, reinaba allí. En la neblina del
amanecer, cuando aún no se oía el zumbar de las moscas ni crujido alguno, Lope solía despertar,
con la techumbre de barro encima de los ojos. Se quedaba quieto un rato, sintiendo en el
costado el cuerpo de Roque el Mediano, como un bulto alentante. Luego, arrastrándose, salía
para el cerradero. En el cielo, cruzados, como estrellas fugitivas, los gritos se perdían, inútiles y
grandes. Sabía Dios hacia qué parte caerían. Como las piedras. Como los años. Un año, dos,
cinco.
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Cinco años más tarde, una vez, Emeterio le mandó llamar, por el zagal. Hizo reconocer a
Lope por el médico, y vio que estaba sano y fuerte, crecido como un árbol.
—¡Vaya roble! —dijo el médico, que era nuevo. Lope enrojeció y no supo qué contestar.
Francisca se había casado y tenía tres hijos pequeños, que jugaban en el portal de la
plaza. Un perro se le acercó, con la lengua colgando. Tal vez le recordaba. Entonces vio a Manuel
Enríquez, el compañero de la escuela que siempre le iba a la zaga. Manuel vestía un traje gris y
llevaba corbata. Pasó a su lado y les saludó con la mano.
Francisca comentó:
¿Quién podía entender lo que decía? ¡Qué acento tan extraño tienen los hombres, qué
raras palabras salen por los oscuros agujeros de sus bocas! Una sangre espesa iba llenándole las
venas, mientras oía a Manuel Enríquez.
Manuel abrió una cajita plana, de color de plata, con los cigarrillos más blancos, más
perfectos que vio en su vida. Manuel se la tendió, sonriendo.
Lope avanzó su mano. Entonces se dio cuenta de que era áspera, gruesa. Como un trozo
de cecina. Los dedos no tenían flexibilidad, no hacían el juego. Qué rara mano la de aquel otro:
una mano fina, con dedos como gusanos grandes, ágiles, blancos, flexibles. Qué mano aquélla,
de color de cera, con las uñas brillantes, pulidas. Qué mano extraña: ni las mujeres la tenían
igual. La mano de Lope rebuscó, torpe. Al fin, cogió el cigarrillo, blanco y frágil, extraño, en sus
dedos amazacotados: inútil, absurdo, en sus dedos. La sangre de Lope se le detuvo entre las
cejas. Tenía una bola de sangre agolpada, quieta, fermentando entre las cejas. Aplastó el
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cigarrillo con los dedos y se dio media vuelta. No podía detenerse, ni ante la sorpresa de
Manuelito, que seguía llamándole:
—¡Lope! ¡Lope!
En la plaza había una piedra cuadrada, rojiza. Una de esas piedras grandes como melones
que los muchachos transportan desde alguna pared derruida. Lentamente, Lope la cogió entre
sus manos. Emeterio le miraba, reposado, con una leve curiosidad. Tenía la mano derecha
metida entre la faja y el estómago. Ni siquiera le dio tiempo de sacarla: el golpe sordo, el
salpicar de su propia sangre en el pecho, la muerte y la sorpresa, como dos hermanas, subieron
hasta él así, sin más.
Cuando se lo llevaron esposado, Lope lloraba. Y cuando las mujeres, aullando como lobas,
le querían pegar e iban tras él con los mantos alzados sobre las cabezas, en señal de
indignación, «Dios mío, él, que le había recogido. Dios mío, él, que le hizo hombre. Dios mío, se
habría muerto de hambre si él no lo recoge…», Lope solo lloraba y decía:—Sí, sí, sí…
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¡ATENCIÓN!
1- Responder:
a)-¿Cuál es la ―ayuda‖ que Emeterio Ruíz Heredia brinda a Lope, su pariente huérfano?
b)-¿Qué intenta sugerir el maestro de Lope al alcalde Ruiz Heredia cuando se entera que
d)-¿¿Qué intuye Lope, cinco años después, al bajar y encontrarse con su viejo compañero de
escuela? ¿A través de qué indicios?
e)-¿¿Qué hace Lope inmediatamente después de intuir lo que podría haber llegado a ser y no
es? ¿Cómo reaccionan las mujeres a la acción súbita de Lope?
f)-¿¿Qué significa la expresión de origen religioso ―Pecado de Omisión‖? ¿A quién se puede
pariente?
h)-¿¿Qué relaciones y conexiones temáticas, argumentales y de personajes pueden trazarse
_CUENTO FANTÁSTICO
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P
¿ odríamos presenciar una lluvia de flores en honor a una persona muy especial?
¿O sufrir una epidemia de insomnio hasta hacer que las personas olviden sus nombres
por la falta de sueño?
S
¿ ería probable que un ser querido vuelva de entre los muertos sólo porque extrañaba?
¿O que una persona muy bella y pura sea elevada a los cielos para compañera de los
ángeles?
Si tu respuesta es no, aún no has conocido el
Cuento Fantástico…
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Un cuento es una narración de poca extensión que presenta hechos ficticios. Fantástico,
por su parte, es algo fuera de lo común o vinculado a la fantasía (la imaginación).
En este marco, podemos afirmar que un cuento fantástico es un relato que dispone de
elementos sobrenaturales. La definición, sin embargo, no es demasiado precisa, ya que la mayoría
de los cuentos se basa en situaciones o personajes sobrenaturales y, sin embargo, no todos son
calificados como fantásticos.
Por lo general se considera que un cuento fantástico es aquel basado en algo
extraordinario, que no tiene existencia en el mundo real ni puede explicarse desde la razón. En la
lógica interna del cuento, de todos modos, lo fantástico puede verse como normal.
Un cuento fantástico es una narración literaria que consiste en contar historias que se
alejan de la realidad. Otra forma de definirlo es como un texto que relata una sucesión de
eventos sobrenaturales y extraordinarios que no ocurren en el mundo real, por lo tanto pueden
parecer ilógicos, incoherentes e irracionales; son cuentos que presentan sucesos que parecen
sobrenaturales o inexplicables. Son historias raras, que crean incertidumbre en el lector. Los
hechos son extraños porque suceden en un marco cotidiano y real y de repente sucede algo
inexplicable o sobrenatural.
El libro conocido como “Las mil y una noches”, por citar un caso, es popular por sus
cuentos fantásticos. En “Aladino y la lámpara maravillosa”, por ejemplo, un genio sale de una
lámpara y le cumple todos los deseos a un joven. En “Ali Babá y los cuarenta ladrones”, una cueva
mágica que guarda tesoros se abre y se cierra ante las expresiones “¡Ábrete, Sésamo!” o “¡Ciérrate,
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Sésamo!”. Estos cuentos son fantásticos ya que, en el mundo real, no existen los genios capaces
de conceder deseos ni los objetos que se desplazan por fórmulas mágicas.
nombraría al ciclista fantasma sereno ad honorem siquiera para que la ciudad derivara algún
beneficio de su nocturna actividad pedalística. La proposición fue rechazada cuando uno de los
miembros de la oposición se puso en pie y dijo que era un irrespeto ese de degradar un
fantasma a la terrestre condición de empleado público.
Después de haberlo pensado con detenimiento, he dicho esto en el hotel:
– Si alguien pudiera persuadir al fantasma de que se inscribiera en un torneo, seguramente
conquistaría el título máximo.
La idea me parecía por lo menos discutible, si se tiene en cuenta que las facultades
extraordinarias, sobrehumanas, del fantasma lo ponen en condiciones de superar al más temible
de sus adversarios. Pero esta proposición, como la del concejal, fue rechazada de plano. Uno de
los presentes me ha dicho: ―Eso nunca. Sería
fraudulento‖. Mi interés por el fantasma ha
hecho nacer la sospecha en la ciudad. Se me
pregunta con acento maléfico: ―¿Qué hubo del
aparecido?‖ Y tengo la impresión de que se
están tomando medidas para evitar que yo logre
ponerme en comunicación directa con el ciclista
nocturno y lo persuada de que se vaya a probar
suerte en los estadios.
Confieso que no tengo el menor interés. Allí, donde se encuentra ahora, es donde debe
estar para toda la vida el ciclista metafísico, dando vueltas en una ciudad que lo quiere y lo
respeta. Y hasta lo necesita, al menos para que le ponga cierta música de ruedas y pedales a las
madrugadas inútiles de esta ciudad aburridora.
FIN
Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el
mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas
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ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le
quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y
naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.
Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando
alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron
hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto
como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se
le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido
mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que
tal vez la facultad de seguir creciendo después de
la muerte estaba en la naturaleza de ciertos
ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma
permitía suponer que era el cadáver de un ser
humano, porque su piel estaba revestida de una
coraza de rémora y de lodo. No tuvieron que
limpiarle la cara para saber que era un muerto
ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas
de tablas, con patios de piedras sin flores,
desperdigadas en el extremo de un cabo
desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor de que el
viento se llevara a los niños, y a los muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos
en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes.
Así que cuando se encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse
cuenta de que estaban completos.
Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba
alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el
lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la
rémora con fierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su vegetación
era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban en piltrafas, como si
hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron también que sobrellevaba la muerte
con altivez, pues no tenía el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la
catadura sórdida y menesteroso de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de
limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento.
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No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás,
sino que todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.
No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderlo ni una mesa
bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni
las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas
por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones
con un pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar
su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre
puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había
estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver
con el muerto.
Pensaban que, si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría
tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama
habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz.
Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo
llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar
manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados.
Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer
en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en
el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban
extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más
vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:
—Tiene cara de llamarse Esteban.
Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía
tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión
de que, al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse
Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor
cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la
camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el
sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo
habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba
no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo
tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con
aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en
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vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de
pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras
la dueña de casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí
Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora,
así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo
en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar vergüenza de
desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban,
espérate siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el
bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al
cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para
que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus
hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más
jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, asentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los
lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba
volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de
la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres
volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron
un vacío de júbilo entre las lágrimas. —¡Bendito sea Dios —suspiraron—: es nuestro!
Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer.
Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una
vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento.
Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas
de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a
los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más
profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las
malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero
mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo.
Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando
aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá
para abrocharse una pulsera de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte
donde no estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los hombres se les subieron
al hígado las suspicacias y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar
mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a
masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y
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trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que
los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al
garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada por tanta
insolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se
quedaron sin aliento.
Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho Sir
Walter Raleigh, quizás, hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su
guacamayo en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser
uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de
sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran
el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de
ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder
habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo
un áncora de galón en el cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa en los
acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen,
para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo.
Había tanta verdad en su modo de estar, que, hasta los hombres más suspicaces, los que
sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar
con ellos para soñar con los ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se estremecieron en los
tuétanos con la sinceridad de Esteban.
Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para un
ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos
regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando
vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si
se podía caminar.
A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una
madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él
todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos marineros que
oyeron el llanto a distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar
al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de
llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron
conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de
sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que
volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos
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que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los
otros para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero
también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas
más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera
andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el
futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a
pintar las fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a romper
el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para
que los amaneceres de los años venturos los pasajeros de los grandes barcos despertaran
sofocados por un olor de jardines en altamar, y el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su
uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y
señalando el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas: miren
allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde
el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.
FIN
“Los Personajes”
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“La Víctima”
1
El primero portugués era alto y flaco. El segundo portugués era bajo y
gordo. El tercer portugués era mediano. El cuarto portugués estaba
muerto.
2
- ¿Quién fue? - preguntó el comisario Jiménez.
- Yo no - dijo el primer portugués.
- Yo tampoco - dijo el segundo portugués.
- Yo menos - dijo el tercer portugués.
3
Daniel Hernández puso los cuatro sombreros sobre el escritorio. El
sombrero del primer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del segundo portugués estaba seco en el medio.
El sombrero del tercer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del cuarto portugués estaba todo mojado.
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4
- ¿Qué hacían en esa esquina? - preguntó el comisario Jiménez.
6
- ¿Quién tenía el paraguas? - preguntó el comisario Jiménez.
- Yo tampoco - dijo el primer portugués.
- Yo soy bajo y gordo - dijo el segundo portugués.
- El paraguas era chico - dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués no dijo nada. Tenía una bala en la nuca.
7
- ¿Quién oyó el tiro? - preguntó Daniel Hernández.
- Yo soy corto de vista - dijo el primer portugués.
- La noche era oscura - dijo el segundo portugués.
- Tronaba y tronaba - dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba borracho de muerte.
8
- ¿Cuándo vieron al muerto? - preguntó el comisario Jiménez.
- Cuando acabó de llover - dijo el primer portugués.
- Cuando acabó de tronar - dijo el segundo portugués.
- Cuando acabó de morir - dijo el tercer portugués.
Cuando acabó de morir.
9
- ¿Qué hicieron entonces? - preguntó Daniel Hernández.
- Yo me saqué el sombrero - dijo el primer portugués.
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En este cuento, te habrás dado cuenta que no hay descripciones de lugares (la
esquina y la comisaría), hay poca información sobre los policías y sobre la vida de los
portugueses. Entonces vas a escribir un relato teniendo como guía lo siguiente:
¿Cómo era esa esquina donde ocurrió el crimen? ¿En qué ciudad o barrio estaba?
¿Qué hacían allí los portugueses? ¿A qué se dedicaban? ¿Cómo se llamaban? ¿Cuál era su
relación, de amistad, negocios, parientes, etc?
Imagina también cual pudo haber sido la motivación del crimen. Y escribe un relato con
estas descripciones
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_EL PRINCIPITO
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El principito es considerado como uno de los mejores libros de todos los tiempos y
un clásico contemporáneo de la literatura universal.
Fue publicado en abril de 1943, en Estados Unidos, puesto que, debido a la segunda
guerra mundial, la obra no pudo ser imprimida en Francia.
Esta frase se la dice el zorro al principito. Significa que el verdadero valor de las cosas se
escapa a los ojos, pero no al corazón. Es una reflexión sobre aquellas cosas que, a veces, no
somos capaces de ver, pues las observamos con una mirada superficial. No siempre lo más
importante es lo evidente. Esta es una constante en el libro, que nos llama a ver más allá de las
apariencias.
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La frase se la dice el zorro al principito. Significa que las relaciones y los afectos se
cultivan con el tiempo, y que es todo ese tiempo que les dedicamos lo que las hace valiosas para
nosotros. Reflexiona sobre la importancia de dedicar tiempo a las cosas que queremos, y sobre la
responsabilidad de ser constantes en nuestras relaciones, sean de amistad o de amor.
Esta frase se la dice el zorro al principito. Expresa la felicidad que nos produce la amistad
y la forma en que este cariño se muestra en la necesidad imperiosa que sentimos de ver a
alguien querido. Habla también de la importancia de cumplir con las expectativas de las personas
que queremos y de la responsabilidad que asumimos ante ellas.
El Principito
El principito es el personaje principal del relato. Vive en un asteroide, que abandonó para
viajar por el universo en busca de un amigo.
Cuando llega a la Tierra conoce al piloto, al cual le cuenta sus impresiones sobre el mundo
de los adultos, siempre tan ocupados en sus asuntos, y su incapacidad para darle valor a las
cosas que realmente son importantes de la vida.
El principito representa el niño que todos llevamos dentro y los sentimientos de amor,
esperanza e inocencia que alimentan nuestra vida. Su forma de ver el mundo motiva al piloto a
escribir el relato para reencontrarse con el niño que alguna vez fue.
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El piloto
Cuando era un niño quería ser dibujante, pero los adultos lo disuadieron de su propósito.
Encuentra en el principito a un amigo, que entiende sus dibujos y le enseña, con sus historias y
sus actos, el verdadero valor de las cosas. En el piloto se retrata la importancia de seguir
nuestros sueños.
La flor
La flor es el objeto de amor del principito. Pero su relación con ella es difícil. Pese a que la
cuida y la protege con fervor, la flor es orgullosa, melodramática y caprichosa. Su
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comportamiento confunde al principito a tal punto que decide emprender un viaje a través del
universo para separarse de ella.
Es su recuerdo lo que hace al principito volver a su planeta. Simboliza el amor, que debe
ser cultivado y atendido todos los días.
El zorro
El cordero y la caja
El principito le pide al piloto que le dibuje un cordero, pero no queda satisfecho con el
resultado. El piloto dibuja una caja y le dice al principito que allí dentro está su cordero. Entonces
el principito admite que era eso lo que quería. Este dibujo representa el poder de la imaginación.
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El narrador cuenta que, cuando era un niño, dibujó un elefante dentro de una boa, pero
los adultos no comprendieron el dibujo, apenas veían un sombrero, así que le aconsejaron que
dejara los dibujos y se dedicara a cosas importantes. Debido a esto, el narrador olvida su carrera
de dibujante y se dedica a la de piloto.
Años más tarde, cuando conoce al principito, le muestra el dibujo y este lo entiende al
instante. Este dibujo simboliza lo engañosas que pueden resultar las apariencias y cómo la
incomprensión de los otros puede motivarnos a tomar decisiones erradas.
El astrónomo
Un astrónomo turco fue el descubridor del asteroide B 612, hogar del principito. Sin
embargo, cuando presentó su descubrimiento en un gran congreso de astrónomos, nadie dio
crédito a su hallazgo debido a su vestimenta.
Años más tarde, volvió a hacer la presentación elegantemente vestido a la europea y, esta
vez, todos aceptaron su descubrimiento.
En este sentido, nos hace reflexionar sobre la exagerada importancia que, en ocasiones,
concedemos a la apariencia de las personas, llevándonos a juzgarlas negativamente, sin
escucharlas y sin verdaderamente conocerlas.
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Los baobabs
Todos los días, el principito limpia de hierbas el suelo de su planeta, previniendo que una
de ellas pueda ser un baobab.
Los baobabs preocupan al principito porque son árboles que pueden llegar a crecer
demasiado, al punto de destruir su pequeño planeta.
La serpiente
El rey
El rey es un personaje que dice reinar sobre todo el universo. Pese a su afán de mandar,
es un hombre de buen corazón: solo da órdenes que los demás puedan cumplir.
Como el rey no logra que el principito se quede en su planeta para servirle como súbdito,
lo nombra embajador suyo cuando el principito se va. Representa la absurda necesidad de poder
de los hombres.
El borracho
El hombre de negocios
El farolero
El farolero es uno de los personajes que más agradan al principito, pues al menos realiza
una tarea útil. Su objetivo es encender un farol de noche que luego debe apagar durante el día.
Pero su planeta gira tan rápido que su trabajo comienza a resultarle extenuante. Representa a
las personas que se entregan irreflexivamente a sus tares, a veces sin reflexionar sobre el
sentido de sus acciones.
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El geógrafo
El vanidoso
El vanidoso es un personaje excéntrico, que vive solo en su planeta, pero que tiene una
enorme necesidad de ser admirado y elogiado por los otros. Es una representación de aquellos
que solo se preocupan de lo que los demás opinan de ellos.
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Criterios de Evaluación:
Comprensión lectora.
Respuesta adecuada a cada consigna.
Fundamentación en las respuestas.
Creatividad y originalidad en las producciones textuales. Los trabajos iguales se
desaprobarán.
Responsabilidad en el desarrollo de sus actividades y respeto con sus pares y docentes.
Usar un vocabulario específico en la resolución de las consignas.
Escribir las respuestas en forma clara y correcta aplicando las reglas ortográficas. Se
descontará hasta dos puntos por faltas ortográficas.
Trabajar en parejas.
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5) Realizar una comparación entre los siete planetas que recorrió el protagonista.
6) Exponer la obra leída, a modo de CLASE ESPECIAL en PAREJAS (2 integrantes)
mediante el uso de Maquetas.
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