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APRENDER A VIVIR CON UN CORAZÓN ROTO

Amar a otra persona profundamente nos ayuda a apreciar el poder y la belleza del ser
humano: la gracias del cuerpo, la claridad de la conciencia, la sutiliza del sentimiento,
y la riqueza de presencia disponible ante nosotros. Sin embargo, cuando nos
volvemos de esta visión interior -de la bondad esencial en el núcleo de nuestra
naturaleza- -hacia la realidad exterior- el andrajoso estado del mundo y de nuestros
seres compañeros nuestro corazón se rompe justo por la mitad.

Quizá nuestro primer impulso sea huir, cerrar nuestros ojos ante la magnitud del
sufrimiento que nos rodea por todas partes, y retirarnos a nuestro capullo,
adentrándonos en la relación como si fuera una isla de refugio ante un mundo que se
ha vuelto loco. Es comprensible. Nos sentimos abrumados.

Pero también existe otro impulso, que puede que hayamos sentido cuando éramos
jóvenes y nuestro corazón capto por primera vez el golpe del corazón humano: nos
gustaría salvar el mundo. Nos gustaría hacer algo para que todo estuviera bien, para
limpiar el medio ambiente, para vencer la ignorancia y la injusticia, o para ayudar a la
gente atormentada por la pobreza o la desesperación. Si permanecemos junto a este
impulso durante un momento, antes de desecharlo por romántico o por considerarlo
un idealismo inútil, reconoceremos en él la respuesta pura que emite el corazón ante
el dolor del mundo.

Sin embargo, pronto vemos claro que no es fácil salvar a los demás, y mucho menos
a nosotros mismos, de este dolor. Si tenemos que permanecer abiertos a la vida y ser
capaces de dedicación hacia nuestro mundo y no sucumbir a la depresión o al cinismo,
debemos aprender cómo vivir con un corazón roto.

Solo el permitir que nuestro corazón se rompa descubrimos algo inesperado: el


corazón no puede realmente romperse sino que solo le puede abrir por la fuerza. Lo
que se rompe cuando nos toca el dolor de la vida es la contracción que rodea nuestro
corazón y que hemos estado acarreando durante tanto tiempo. Cuando sentimos
tanto nuestro amor como el dolor por este mundo -a la vez, al mismo tiempo- el
corazón se evade de su concha. Entonces se revela el verdadero carácter del corazón:
una apertura, una aguda sensibilidad donde sentimos el mundo en nuestro interior y
no estamos separados de él. Es como retirar un vendaje y exponer nuestra carne al
aire fresco. No hay manera de evitar esta crudeza, excepto viviendo en un estado de
contracción. Vivir con un corazón abierto por la fuerza es experimentar la vida a plena
potencia.

Enfrentarnos al estado de nuestro mundo con un corazón abierto es algo parecido a


la situación del hombre en una historia Zen al que un tigre persigue por el borde de
un acantilado. Al aferrarse tratando de salvar su preciada vida a unas ramas que
crecían en el acantilado, se percata de que un ratón está royendo las raíces. El
hombre evalúa su difícil situación: un tigre hambriento por arriba, un abismo
profundo por abajo, y toda clase de ayuda erosionándose. Justo en el momento en
que se va a dar por perdido, se fija en que en las ramas crecen algunas fresas salvajes.
Repuesto de repente, alarga su mano para probar las diminutas bayas deleitándose
con su extravagante dulzor.

Como el hombre de esta historia, estamos tentados a abandonar cuando no


encontramos un remedio para las fuerzas degenerativas que azotan nuestro planeta.
Sin embargo, en los momentos en que logramos rehacernos y celebrar la belleza de
la vida, a pesar de su dolo y su aflicción, descubrimos algo en verdad dulce: nuestro
propio salvaje y bello corazón.

Según la tradición sagrada, el corazón no es algo emocional o sentimental: el


hinduismo y el budismo le consideran el núcleo de la esencia, mientras que el sufismo
entiende que es la divina sutileza que revela las verdades más profundas. Es la
entrada que conduce al núcleo de nuestro ser: la presencia viva de espíritu y alma.
Cuando nuestro corazón es abierto a la fuerza, atravesado hasta el profundo núcleo,
nos despertamos de la parálisis a una mayor profundidad del alma y junto con eso, a
un amor más profundo hacia este mundo.

Porque si nuestro amor deja paso a una compasión universal, es en nuestra alma
donde amamos los detalles: esta cara, esta arboleda, este vecindario, este mundo. Y
es nuestra alma la que sufre cuando, por ejemplo, contemplamos una bella y salvaje
parte de la tierra que cae víctima de aún otro desarrollo de condominio o centro
comercial. Nuestro corazón podría sentir compasión por este agravio, nuestro
espíritu podría reconocerlo como parte de una vida y muerte más grande del cosmos,
pero en nuestra alma, la cual ama tanto los detalles, nos apenamos o enfurecemos
por esta agresión a la belleza a la tierra. Es importante que nos permitamos sentir
esta clase de respuesta pasional. De otra manera, nuestra alma también se vuelve
insensible como la sobre pavimentada área de la tierra.
Para evitar volvernos insensibles cuando nos encontramos ante el dolor del mundo,
necesitamos tener acceso al guerrero interior, el que puede preguntar: “¿Qué
profundo recurso está pidiéndome esta adversidad que produzca?” al aprender a
utilizar el sufrimiento para cultivar nuestras capacidades de fuerza, visión, amor, fe o
humor, forjamos el recipiente del alma y empezamos a liberarnos del resentimiento
o depresión sobre el estado del mundo. Y puede que encontremos que la tierra en
su grave situación nos está pidiendo que nos despertemos de esta manera, y que al
hacerlo, ella también se despierta a través de nosotros. Así, el guerrero del corazón
roto es capaz de continuar amando a pesar de todo.

Cuando el corazón se abre por la fuerza, marca el principio de una historia de amor
real con este mundo. Es una historia de amor de corazón roto, en lugar de la clase
convencional basada en el amor y la esperanza. Sólo en este amor valiente que puede
responder al valor de la vida, así como a su belleza, podemos ser de ayuda real a
nosotros mismos o a cualquier otro en estos tiempos difíciles. El guerrero con el
corazón roto es un arquetipo esencial para nuestra época.

Tomado de: Welwood John. Amar y Despertar. (p. 333). Ediciones Obelisco. 2000

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